Septiembre 2010
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Septiembre 2010
EL FARO 1 Septiembre 2010 SEPTIEMBRE 2010 PLIEGOS DE ALBORÁN Nº 19 James Joyce en el desayuno MERCEDES ALONSO MERINO El taxi nos dejó en la entrada de Fleet Street un viernes por la noche. Le fue imposible dejarnos en la misma puerta del hotel, de tanto gentío. No era de extrañar: la calle, estrecha y pavimentada de adoquines, estaba llena de tabernas y de restaurantes de todo tipo, y el buen tiempo de agosto invitaba a la gente a desbordar los establecimientos públicos y a desparramarse bebiendo y charlando. —Así que esto es Temple Bar –le dije a mi compañero mientras tiraba de mi maleta sorteando grupos–. ¡Menuda elección la de la agencia al buscarnos un hotel en Dublín!, pensé. Dejando un poco atrás la música de acordeón, gaita y violín llegamos a Recepción y pedimos una habitación tranquila donde no se oyera el jolgorio. Nos dijeron que nos pondrían en el último piso, y que, en todo caso, las ventanas tenían cristales dobles. Estábamos tan cansados del viaje que enseguida nos quedamos dormidos. A veces, en mitad del sueño, me llegaba alguna estridencia como una saeta, y yo me revolvía inquieta entre las ropas de la cama hasta encontrar la calma. Me desperté temprano. La habitación, grande y con muebles de buena factura, estaba algo recalentada. Abrí las ventanas y hasta mí llegó, aumentado, el ruido de los camiones de limpieza. Las calles habían quedado hechas un estercolero. En las aceras alguien sacaba bidones y bidones de aluminio cuyos golpes resonaban estruendosamente al rebotar en los adoquines. ¿Cómo podían haberse bebido en una sola noche tanta cerveza? La mañana se presentaba de un gris blanquecino. Me fijé en el alegre colorido de las fachadas, muchas de ellas adornadas con macetas colgantes llenas de flores; otras, con letreros en letras góticas anunciando los pubs y su música en directo. La calle, sin gente, parecía otra. Bajamos al comedor a desayunar. Era un patio pequeño, con cubierta acristalada, y estaba bastante lleno. Parecía pensado para que no te sintieras muy cómodo y dejaras tu sitio a otros clientes cuanto antes. Por eso me llamó la atención aquel hombre. Sentado como todos ante una mesa mínima, estaba solo. Sobre el mantel, un cuaderno de hojas amarillas donde escribía de vez en cuando y una taza de la que no le vi beber. Había algo en él que me sorprendía, aunque no sabía identificar qué. Era un hombre delgado, de bigote rubio, y llevaba gafas de cristales redondos, de ese tipo de personas de edad indefinida que por la piel pudiera estar en la treintena, pero que por su atuendo y aspecto daban más la impresión de acercarse a los cincuenta. No desentonaba tanto, pero tampoco iba del todo con el público del comedor, la mayoría turistas vestidos de turistas. Aparentaba no tener prisa y nadie le prestaba atención. Desayunamos deprisa y nos dispusimos a recorrer la ciudad. Dedicamos la mañana a la TEMPLE BAR, DUBLÍN Galería Nacional y a callejear por la zona peatonal de las calles Grafton, Dawson y aledañas. Comimos en un pub muy historiado y dedicamos otro rato al Museo Nacional, con su magnífica colección de artefactos celtas. A veces pensaba en él. En Nassau Street, frente a una de las entradas de Trinity College, sentí la llamada y me metí en una tienda casi sin poderlo evitar. Mi compañero protestó porque a él le aburren las librerías y lo que estaba deseando era tomarse otra pinta y buscar dónde cenar por aquellas calles tan concurridas, cercanas a nuestro hotel. Recorrí con la mirada los expositores de las grandes editoriales y acaricié ejemplares de diferentes tactos y colores en las estanterías que tapizaban las paredes. Uno me atrajo la atención sin ninguna razón aparente. Era un tomo no demasiado grueso, en verde claro, en cuyo lomo se leía: James Joyce, por… Sin gafas no podía leer la letra pequeña del nombre del autor. Lo saqué del estante con cuidado y el rostro de la portada me miró. Era la vieja foto de un caballero delgado, vestido de traje oscuro, sombrero y pajarita, de orejas protuberantes y bigote rectangular sobre labios finos. Sus ojos claros, de pupilas demasiado grandes detrás de unos cristales enganchados en la nariz me atraían: era una mirada inteligente pero extraña que denotaba una fragilidad y una melancolía infinitas. Acaricié el libro y, ante la presión de mi acompañante, me dirigí enseguida a Caja a pagar el importe del ejemplar. Me sentí a gusto, tranquila, como si hubiera hecho algo que debía hacer, aunque no supiera bien por qué. Y aquella noche, con el libro aún bajo el brazo, nos dedicamos a recorrer las tabernas de Temple Bar después de cenar, escuchando música irlandesa en directo, bebiendo y observando al personal. Y comprobé la cantidad de cer- veza que los irlandeses se pueden tomar en una noche y los estragos que tanta bebida hacía en las cabezas y en los estómagos de algunos. A veces creí oír compases de muñeira y sentir morriñas de comunes penas ancestrales en la voz de algún parroquiano que improvisaba una canción que te llegaba al alma. Y me sentí triste y alegre. Y me pareció que éramos tres. A la mañana siguiente bajamos a desayunar un poco más tarde. El café estaba concurridísimo y hasta había cola para entrar. Renunciamos al desayuno irlandés de huevos, salchichas y patatas y nos decidimos por la fruta y los cereales con leche. El café era malísimo. Al levantar la cabeza, otra vez me encontré al mismo personaje del día anterior, aunque esta vez me dio la sensación de que su rostro me recordaba a alguien. Otra vez experimenté la misma extrañeza al ver que seguía escribiendo en su cuaderno, haciendo pausas de vez en cuando. No miraba a nadie en particular y parecía habitar en su propio mundo. Nadie le servía ni le metía prisa, pero había una taza y un plato en su mesa. Era un escritor, de eso no me cabía la menor duda, pero lo curioso es que estaba escribiendo a mano. ¿Quién haría eso hoy día? Posiblemente ése fuera el detalle que me llamó la atención desde el principio. Y, ¿a quién me recordaba? Creí reconocer un bigote en una cara larga y delgada y sentí una cierta inquietud. Pero había que salir marchando a recorrer el barrio georgiano, perfectas cuadrículas de sobrias casas adosadas de estilo inglés rodeando jardines acotados por verjas de hierro. Sus curiosas lunetas sobre las puertas, siempre distintas, eran muy fotografiadas. Recorrimos Merrion Square, St. Stephen´s Green, Fitzwilliam Square y calles de alrededor. Nos admiraba su armonía y buen trazado. Luego visitamos dos iglesias in- EL FARO 2 Septiembre 2010 Cultura / Firmas «LA LLUVIA HORIZONTAL DE UNA TARDE EN LOS ACANTILADOS DE MOHER». (IRLANDA) UN SER QUE SE REBELÓ Y ROMPIÓ CON TODO LO QUE COACCIONABA O INSULTABA A SU INTELIGENCIA, QUE SIEMPRE ESTUVO EN LUCHA CON SUS AFECTOS, SUS TENDENCIAS, SUS ANSIAS DE LIBERTAD Y SU CONCIENCIA teresantes, la de Cristo y la de San Patricio, patrón del país. Era curioso que en la católica Irlanda las dos iglesias más antiguas de Dublín fueran hoy de credo protestante. Ese mismo día, en el hotel, nos cambiaron a una habitación más pequeña, mísero detalle comercial de los operadores turísticos que me sublevó, simplemente por el hecho de tener que hacer y deshacer maletas. De nada sirvieron mis protestas. Ya no éramos clientes particulares, sino parte de un circuito, puro ganado. Aquella noche me revolví inquieta entre las sábanas. El hombre del desayuno levantaba la vista y me miraba intensamente a los ojos. Me miraba mientras mantenía su estilográfica en el aire. Y, con pluma y todo, su mano hacía un gesto para que me acercara, para que me sentara a su mesa. Era como un imán que me atrajera. Pero, cuando venciendo mi asombro y timidez me iba acercando, el camisón se me desprendía a pedazos como si fuera piel muerta, y me quedaba desnuda, totalmente desnuda. Yo sentía tal vergüenza que quería salir corriendo, pero permanecía allí como una estatua, aterrada y sin poderme mover. Y de pronto me encontré en mi cama cubierta de sudor y totalmente agarrotada. Me desperté temprano a los golpes de los bidones vacíos de cerveza, esta vez más próximos, ya que nos habían bajado al segundo piso. Era domingo. Desde el primer momento estuve deseando ir a desayunar. Mi curiosidad había aumentado descontroladamente, y me sentía nerviosa. Metí prisa a mi compañero, que no entendía muy bien mis hambres repentinas, y nos dispusimos a entrar en el comedor. Pero, al dar al encargado el número de nuestra nueva habitación, pasó algo terrible: nos mandaron a otra sala, un comedor que ni sabíamos que existía, donde tenía lugar el desayuno de los grupos turísticos. ¡Horror! Eso quería decir… Quise asomarme al patio. Insistí ante la negativa, pero el gesto del encargado era tajante. Hasta lo repitió en español chapurreado, por si no lo habíamos entendido bien en inglés: — El grupo Bellezas de Irlanda por allá, señores. A su derecha. Mi compañero me miraba sin entender. Disimulé. Era absurdo, lo sé, pero sentí una gran decepción. Y hasta cierta tristeza. El nuevo comedor, aunque más amplio y más cómodo que el otro, me pareció frío y sin atractivo. Tan desesperada estaba que pedí té, bebida que no suele gustarme. Me trajeron un té delicioso que me sirvió de consuelo. Al día siguiente salimos en autobús a hacer nuestro circuito sin haber vuelto a ver al misterioso tipo. Al rehacer las maletas tropecé otra vez con la biografía de James Joyce. La saqué con cuidado y sonreí a la foto como se sonríe a un viejo conocido. Metí el libro en mi bolso y lo llevé a todas partes. Con él recorrí pequeños pueblos y grandes soledades, leyéndolo a ratos y estudiando sus viejas fotos e ilustraciones. Con él recordé Dublineses y Retrato del artista adolescente. Pero, sobre todo, con él sentí Irlanda: su olor a turba quemada, a lana mojada, a frío y a humedad; sus pallozas rectangu- lares, igual de celtas que nuestras pallozas redondas de Galicia y de León; el verde increíble de sus prados, sus lagos como espejos mágicos, la lluvia horizontal de una tarde en los acantilados de Moher, los pájaros sin miedo campando por todos lados, el rosa amoratado de algunas laderas cubiertas con el último brezo de la temporada… Con él me sentí envuelta en aromas de té y scones, en melancolías de músicas y en el perfume del incienso mezclado con la humedad de las iglesias. Con él reconocí rostros y tipos que bien podían haber sido personajes de sus cuentos, y algunos puentes, calles y plazas me parecieron escenarios vivos de algunos de ellos. Sentía que iba de la mano de un guía contradictorio y genial que amó y odió a su patria con la misma pasión. Un ser que se rebeló y rompió con todo lo que coaccionaba o insultaba a su inteligencia, que siempre estuvo en lucha con sus afectos, sus tendencias, sus ansias de libertad y su conciencia. Un ser que se sintió liberalmente europeo el tiempo que vivió en Irlanda y totalmente irlandés en el continente, donde se autoexilió el resto de su vida, y que supo mostrar en sus escritos el alma de su tierra, sus gentes, sus aires, sus olores, sus sonidos. Y lo hizo como quien disecciona un animal, usando sin miedo el lenguaje y la ironía como si fueran cuchillos, él que era un hombre angustiado, nostálgico y lleno de miedo. No volví a ver más al personaje del comedor, tan extraño y ausente. Pero supe bien quién podría haber sido: James Joyce en el desayuno. EL FARO 3 Septiembre 2010 Cultura/Reseñas Lecturas veraniegas JOSÉ ENRIQUE SALCEDO Aquí en Granada he encontrado mucho de interés y no he necesitado novelones de mil páginas de autores españoles o extranjeros, sino libros sustanciosos y ágiles que caben en una mano. Udaipur es el nombre de una ciudad del noroeste de la India que da título a una magnífica novela, editada por Carena en Barcelona, del escritor Fernando de Villena. Posee eficacia y agilidad narrativa, personajes bien trazados, descripciones ajustadas, alternancia amena de las personas de la narración y un estilo adecuado a las aventuras, exotismo y mentalidad del siglo XVIII, en que se desarrolla la trama. Incluso encierra una alegoría alquímica, quizá no pretendida por el autor, pero así más eficaz, con la búsqueda del perfume dorado de notables efectos. El trasfondo histórico que condiciona el desarrollo de la acción es, por un lado, la expansión británica por la India y, por otro, la revolución francesa y el posterior despliegue de Napoleón por Europa. De este modo, hay una presencia misteriosa de un caballero francés que oculta su historia e identidad hasta bien entrada la narración. Sin embargo, el motivo concreto, novelesco, de la intriga es la conspiración de dos ambiciosos venecianos por la fortuna del personaje de Isabela, quien se debate en la indecisión entre el amor de dos hombres, y para poner orden en su ánimo emprende la escritura de un Diario, que constituye la mitad de la novela y se complementa con los capítulos alternos de narración en tercera persona. Así transcurre su viaje de dos años que significan su tránsito a la madurez. Archivo de Indias, comedia de Enrique Martín Pardo, publicada por Dauro en Granada, nos muestra un complot dramático de ayuda a un amigo deprimido, donde se ponen en evidencia los falsos conceptos que tienen grandes sectores de la población al asociar de forma absurda e inconsciente la alegría del ser humano con la actividad sexual desenfrenada. Esta obra jocosa revela la doble moral de los personajes –donde entra el público, según la original concepción artística del escritor– que pertenecen a una sociedad donde se asume superficialmente una serie de principios y normas de conducta que no sólo se cumplen sin convicción, sino que se transgreden con frecuencia, siempre que el «honor, reputación, prestigio y un largo etcétera de buenos burgueses no queden nunca en entredicho y, mucho menos, puedan ser motivo de escándalo.» Se encubre el adulterio, la casa de citas, y se justifican como necesidad de desahogo y de alegría y de orgullo de «don Juan» respecto de los demás y con otros falsos conceptos que se inventa la lujuria y el egoísmo. En fin, nadie sabe vivir respetando las vidas de otros y respetándose a sí mismo con la dignidad del ser humano consciente. Enrique Martín Pardo satiriza en clave de humor el asunto desde la perspectiva de aquellos que, si fueran más juiciosos, evitarían el comercio sexual por el bien de que no hubiera mujeres esclavizadas. La otra cara, los aspectos más truculentos de las casas de citas, nos viene con la trilogía de tragedias El metal y la carne de Antonio César Morón, publicada por Geepp en Melilla. Este joven autor, experimentado en las dramaturgias clásica y moderna, pone la técnica y la erudición no para lucimiento personal de su dominio de los recursos formales, sino para realzar los conflictos y el sinsentido de las existencias individuales y de los ambientes sociales. El autor pone en acción unos personajes que pertenecen a un mundo sórdido, sin esperanza, de borrachos, drogadictos, pobres buscavidas, extorsionadores, de donde surge el padre delincuente. Pero la hija quiere rescatar a su madre, a la que el padre ha vendido y enviado a la prostitución, todo por cumplirle la ilusión de tener un trabajo para vivir y ayudar al bienestar de los enfermos parientes suyos. En la obra se ponen en evidencia todos los instintos violentos basados en la desconfianza, la falta de respeto y la explotación sexual de las mujeres. El objetivo de la tragedia es conmover al espectador, no sólo por sacudirle emocionalmente, sino para que tome conciencia y obre consecuentemente; en este caso, para que no se haga cómplice, esto es, cliente de esos burdeles. La hija, renegando de su padre, emprende la acción de ir por su madre. De nuevo se repite la humillante percepción de los que creen que toda mujer es para satisfacer los placeres y las aberraciones sexuales contra natura. La muerte en esta tragedia sesga brutalmente la vida de los miembros de la familia. Las tres obras de la trilogía van ofreciendo cuadros y coloquios no vistos anteriormente, para que el espectador considere todos los aspectos de la acción, del problema. Al principio todo es asunto de barrios bajos, después pasa al ambiente del hampa localizada en una ciudad, al final aparece una inquietante dimensión: la mafia internacional de los prostíbulos. También, un hecho cada vez más obvio: que los gobernantes dirigen las naciones con juegos de palabras que parecen prometer mucho, pero no son más que proclamas vacías de «bienestar», «libertad», «derechos», porque los mismos gobernantes obran expresamente para crear malestar, opresión, desprecio de la gente sin relevancia social. A este respecto la periodista y escritora mejicana Lydia Cacho ha escrito Esclavas del poder, publicado en Barcelona por Debate, un viaje aterrador al corazón de la trata sexual de mujeres y niñas en todo el mundo. La periodista fue detenida ilegalmente y torturada por destapar una red de pederastia en México. Desde entonces vive amenazada de muerte, por desvelar la verdad de la corrupción y la impunidad de los que abusan del poder. Se atreve a denunciar a las mafias criminales internacionales que mueven este floreciente negocio que «cuenta con la complicidad de los gobiernos». Las mafias se aprovechan del hedonismo, de la libertad de las democracias, del capitalismo global, de los vacíos legales, y de los que buscan oportunidades para vivir mejor, que se convierten en sus víctimas. Las obligan, las explotan con violencia, las hacen depender de la droga. Hay esclavas sexuales y esclavas laborales. Éstas últimas ganan al día dos euros por trabajar ocho horas, que en la práctica son doce. Las mafias se organizan en todos los niveles: político, jurídico, cibernético (van por delante de la policía), social (con una miríada EL FARO 4 Septiembre 2010 Cultura /Reseñas de mensajeros y enlaces), mercadotécnico (buscando nuevos modos para su negocio). Se convierten paradójicamente en eficaces colaboradores de políticos y altos cargos de la administración. Construyen hospitales, escuelas... La periodista Lydia Cacho ha tenido que disfrazarse, ocultar su identidad, pasar incluso como una más de las víctimas; ha hablado con éstas, con proxenetas, con capos, con policías y funcionarios públicos, con asociaciones humanitarias; ha hecho un esfuerzo increíble para que la sociedad civil se movilice y no se deje manipular mentalmente, sino que haga frente y erradique la esclavitud consentida. En la novela El hombre de tierra, publicada por Padaya Editores en Guadix, el escritor Antonio Enrique vuelve a incidir en que en ningún Estado moderno hay libertad, sino inducción premeditada de comportamientos colectivos, y que el fundamento del Estado es, paradójicamente, hacer apología de lo que no existe. La libertad, por tanto, la debe conquistar cada individuo porque nadie se la va a conceder. La novela de Antonio Enrique supone la búsqueda de un anónimo investigador de la verdad que hace libre. Además, se perfilan claramente el personaje de María Rosa, con quien establece una confiada amistad que le permite a ella reprocharle: «lees demasiados libros»; el personaje del sacerdote asignado para ayudar al viajero; y el propio obispo, «el hombre de tierra», enfermo, postergado por la jerarquía eclesiástica, que escucha e intima con el viajero investigador, a tal punto que acepta el encargo de publicar las conclusiones de éste junto con un último capítulo escrito por el obispo. La ciudad de Tumba, sus paisajes, los enclaves que la rodean, las fuerzas telúricas, el clima conducen al viajero a contemplaciones y reflexiones, y conforman el marco de sus estados de ánimo. Las descripciones de ambiente y los apuntes de gestos, actitudes, silencios e intenciones de los interlocutores sirven de distensión intelectual de los diálogos densos, que tratan cuestiones muy profundas y documentadas. Empieza el viajero por indagar en la vida de san Torcuato y el comienzo del cristianismo en España, pero la intrigante iglesia de María Magdalena le hace cambiar de rumbo sus pesquisas hacia la identidad del «discípulo amado»: llamado Juan Marcos, quien escribió el libro de las Revelaciones o Apocalipsis y el cuarto evangelio; no es Juan el apóstol, es hijo de María Magdalena, es el fundamento del cristianismo de los misterios gnósticos (frente al dogmatismo católico), equidista de Pedro y de Pablo, enfatiza el amor activo, trascendente de Cristo, sufre soledad en Patmos, es venerado por su longevidad o inmortalidad profetizada por Jesús, es como un príncipe culto cuyo nombre y origen no se conoce, fue el joven del cántaro de agua que prepararía la sala de la Última Cena, es el que está bajo la cruz con «la madre» María Magdalena, y de los primeros en enterarse y creer en la resurrección de Jesús. Es verdad que Juan Marcos era gnóstico y conocía la doctrina hermética de los egipcios. Antonio Enrique da algunas reflexiones válidas: Jesús puso su voluntad humana en cumplir su misión entre los hombres y provocaba los acontecimientos conforme un plan preconcebido, una representación didáctica y dramática, de acuerdo con parámetros cósmicos, que incluía la presunta traición de Judas, el ajusti- EN EL HOMBRE DE TIERRA, ANTONIO ENRIQUE VUELVE A INCIDIR EN QUE EN NINGÚN ESTADO MODERNO HAY LIBERTAD, SINO INDUCCIÓN PREMEDITADA DE COMPORTAMIENTOS COLECTIVOS. ciamiento, crucifixión y resurrección. Juan Marcos adopta toda la idea egipcia del Verbo y de la iniciación, tal como se ve en el cuarto evangelio, donde cada capítulo corresponde con las enseñanzas de cada uno de los arcanos mayores del Tarot de Hermes-Thot. El capítulo uno del cuarto evangelio, al hablar de la Unidad del Hijo con el Padre y de los «comienzos» de la misión de Jesús, con el arcano uno. El capítulo dos, al hablar de la «Casa de Dios» como lugar de oración y de la mediación de María, con el arcano dos. El capítulo tres, sobre el segundo nacimiento del agua y del Espíritu, con el arcano tres. El capítulo cuatro, al hablar de la adoración del Padre en espíritu y en verdad, con el arcano cuatro. El quinto, al hablar de que el Hijo tiene capacidad de juzgar, con el arcano cinco. El capítulo sexto habla de que muchos discípulos se retiran de la compañía y de la fe en Jesús, y se corresponde con el arcano seis, la indecisión. El capítulo séptimo, donde Jesús dice que busca la gloria de quien lo ha enviado, se corresponde con el arcano siete, el triunfo. El capítulo octavo, donde Jesús habla de permanecer en su palabra, se corresponde con el arcano ocho, la paciencia. En el capítulo nueve, un ciego defiende con fe y a solas a Jesús frente las injurias fariseas y recibe el don de ver, y hay correspondencia perfecta con el arcano nueve. El capítulo diez, que revela a Jesús como el que da la vida voluntariamente y la vuelve a tomar, con el arcano diez. El capítulo once, con el arcano once, el poder de la oración y el amor. Aquí Dios concede a Jesús agradecido lo que pide, el poder de resucitar a Lázaro (cuyo trance más parece «despertar» después de un proceso iniciático, como apunta Antonio Enrique). El capítulo doce, se corresponde con el arcano doce, el apostolado: «si el grano de trigo, caído en tierra, no muere, queda solo; pero, si muere, produce mucho fruto.» El capítulo trece, donde Jesús parece –lavando los pies a sus discípulos– un simple servidor, despojado de todo poder divino, y da el mandamiento del amor, con el arcano trece, la inmortalidad. El capítulo catorce, con el arcano catorce, la templanza: «no se inquiete vuestro corazón», «la paz que os doy Yo no es como la que da el mundo». El capítulo quince, con la pasión, arcano quince, pues alude a los perseguidores de los discípulos y ,por otra parte, «Yo soy la vid verdadera y mi Padre es el viñador». El arcano dieciséis, la torre fulminada, se percibe en el espíritu abatido de los discípulos de Jesús, que será reconfortado en la verdad y la alegría, como dice el capítulo dieciséis. El capítulo diecisiete, donde el Hijo se encomienda a sí mismo y, con alcance universal, a los discípulos al Padre, se corresponde con el arcano de la Esperanza, el diecisiete. El capítulo dieciocho, con el arcano del crepúsculo, el dieciocho, con los traidores y los que se excusan o niegan: Judas, Anás, Caifás, Pilatos, Pedro apóstol. El capítulo diecinueve, con el arcano diecinueve, la alianza: Jesús crucificado confía a la madre María Magdalena al discípulo predilecto, su hijo Juan Marcos. Antonio Enrique advierte en este punto la decisiva aportación esclarecedora del teólogo Rafael Hereza. El capítulo veinte, donde primero María Magdalena –en intimidad con Jesús–,y luego Pedro y el discípulo amado ven el sepulcro vacío, con el arcano veinte, la resurrección. El capítulo veintiuno se corresponde con los arcanos veintiuno, la trasmutación, cuando Pedro afirma tres veces amar a Jesús, y con el arcano veintidós, el retorno, cuando los discípulos unidos comen con Jesús pan y pescado. Otro gran punto de interés es que el protagonismo de María Magdalena crece en los evangelios según avanza el desenlace de la vida mesiánica de Jesús. La veneración a María Magdalena, testimoniada narrativamente por Antonio Enrique, y de las vírgenes negras encubre la veneración a Afrodita, Astarté, Isis. La Iglesia, sin embargo, ha querido anular el papel espiritual de la mujer y mostró a María Magdalena con rasgos de otros personajes femeninos de la época (adulterio, prostitución, pecado), olvidando que representa el poder del amor y del arrepentimiento sincero. Con esto, se quería hacer más fuerte el poder jerárquico, quitar el sacerdocio femenino y el matrimonio de los prelados para hacerlos sumisos. Pero dice la gnosis que los que no saben ver en la mujer a Dios-Madre no podrán reconciliarse con el Espíritu santo. La gnosis da iguales derechos, por gracia divina, a los hombres y a las mujeres de poder alcanzar las cotas más altas de la espiritualidad independientemente del sexo que se tenga. La sangre de Jesús no está en los poderosos ni en los gobernantes merovingios ni actuales. Si estos llevasen Su sangre en las venas, el mundo sería ahora diferente. Desvelar la identidad del Discípulo Amado es una señal de que estamos en el fin de un tiempo, aunque haya mucha confusión y mucha maldad. Antonio Enrique terminó de escribir la novela en agosto de 1996, publicó sólo una parte en el 2000 como El Discípulo Amado en la editorial Seix Barral. Y El hombre de tierra (2009) es la otra mitad de El Discípulo Amado. Cuando apareció El código da Vinci de Dan Brown, la gente cayó masivamente fascinada ante la novela y la subsiguiente película, pero vuelvo al principio: aquí en España teníamos ya la novela que refería el asunto sin sensacionalismos. Por eso digo que aquí encuentro muchos libros de interés. Sin desdenes ni ignorancias, no necesito novelones dictados por la moda o por autores extranjeros. EL FARO 5 Septiembre 2010 Cultura/Narrativa Udaipur, última novela de Fernando de Villena FCO. GIL CRAVIOTTO Udaipur, a más de ser el nombre de una de las ciudades más turísticas de la India, es también el título de la última novela del escritor granadino Fernando de Villena, recientemente publicada por la prestigiosa editorial Carena de Barcelona. El libro consta de poco más de 150 páginas que, debido a la magia del estilo y a la interminable sucesión de aventuras, al lector le parecen bastante menos y cualquiera que esté habituado a este tipo de libros, se las puede beber en un par de tardes. Al menos ése ha sido mi caso. A la hora de comentar Udaipur el primer problema que surge es su calificación. ¿Novela histórica? Hay pasajes que permitirían calificarla como tal, pero dejarían sin calificar otros aspectos no menos interesantes del libro. ¿Novela de aventuras? Ocurre exactamente igual y esta misma particularidad se repite si nos inclinamos a calificarla como novela de amor. Creo que si aceptamos a la vez estos tres aspectos, novela de amor, histórica, aventuras y con algún toque social, estaremos en lo cierto. Al menos mi estudio va a ir en estas tres direcciones. Comienzo por la primera de las calificaciones que he enumerado: novela histórica. La elección de la fecha en que comienza la acción del relato, año 1795, y el lugar, Venecia, no es puro azar. El autor ha buscado fecha y lugar tras larga meditación. Echemos la vista atrás y recordemos estos finales del siglo XVIII: en 1789 ha comenzado la revolución francesa; el 21 de enero de 1793 ha sido guillotinado el rey Luís XVI y el 16 de octubre de ese mismo año, la reina María Antonieta. En la fecha en que comienza la novela los historiadores ya han perdido la pista del delfín –el futuro Luís XVII–, lo que muy pronto va a permitir envolver su figura de las más peregrinas leyendas –una de ellas podría ser la que aparece en este libro, que yo no revelaré: es un placer que le dejo al futuro lector–, al tiempo que un joven general, corso de nacimiento y de nombre Napoleón, dueño ya de las riendas del poder en Francia, ha comenzado su programa de grandezas y conquistas. En ese ambicioso programa la primera baza va a ser Italia, entonces dividida en diminutos estados. Uno de esos estados es Venecia, en manos de una oligarquía de mercaderes y clérigos, rica y corrupta, que mira con miedo al general que ya empieza a jalonar su biografía de sucesivas victorias. Es precisamente en esta Venecia, bellísima y cargada de arte, en donde nuestro autor va a situar el comienzo de su novela. Isabela, una mujer joven, guapa, intrépida y acaso un tanto ingenua, de la noche a la mañana transformada en riquísima heredera, decide convertir el sueño de su vida –visitar la lejana ciudad de Udaipur– en realidad. La búsqueda de un bálsamo misterioso, a la vez perfume y remedio contra la vejez y otros achaques, que tan sólo se produce en esta legendaria ciudad, del que la joven millonaria tiene vagas referencias, será el motivo y pretexto para iniciar tal viaje. Huelga añadir que cuando la joven toma la decisión de emprender el viaje, ni remotamente podía ima- RETRATO A LÁPIZ DEL ESCRITOR GRANADINO FERNANDO DE VILLENA, REALIZADO POR MARÍA GARRIDO DE LA CRUZ ginar la serie de peligros que la acechaban. Tampoco podía imaginar que, en medio de esta sucesión de peligros, que van a convertir el viaje en una continuada aventura, habría de encontrar al hombre de su vida, pero no olvidemos la fecha: 1795. Estamos a las puertas del romanticismo y amor, exotismo y aventura ya encarnan el ideal de la época. Desde el comienzo de la novela el narrador nos va a ir relatando todos los acontecimientos que se suceden en el libro, de dos maneras diferentes: un capítulo con el sistema de lo que se ha dado en llamar «autor omnisciente» y el siguiente, gracias a unas memorias que en solitario va pergeñando la protagonista, en primera persona. Así hasta el final del libro. De esta manera Fernando de Villena, con prodigiosa habilidad, hace suyos los dos sistemas narrativos más empleados por los novelistas de todos los tiempos. Se inicia al fin el viaje, abandonamos Venecia, aunque no sus intrigas, y entramos en otro mundo. Al mismo tiempo que en Europa tenían lugar los aconteceres ya referidos, en Asia, a donde el largo y aventurado viaje de la protagonista durante tres años nos va a mantener en vilo, ocurrían otros muy distintos. Entrar en ellos es abrir la puerta al exotismo y la aventura. Exotismo y aventura que en seguida se tiñen de un marcado tinte social que en algunos casos se podría calificar de denuncia literaria. Así ocurre, por ejemplo, cuando nuestro autor, después de darnos cuenta de toda la miseria y pobretería de las regiones de la India por donde nuestros viajeros van pasando, nos describe con todo detalle los fastos y magnificencias del palacio del marajá de Udaipur, o cuando nos ofrece una muestra de lo que es la justicia basada en la tradición islámica y el Corán. Toda la novela está llena de acechanzas y peligros, también de sorpresas –lo que los franceses llaman coup de theatre– que hacen que, cuando menos lo espera el lector, la situación cambie. Un aspecto muy interesante de este libro, que me parece importante aquí destacar, es que en él se cumple aquel viejo anhelo de los ilustrados de «enseñar deleitando». De una manera novelada, pero acorde con las más exigentes investigaciones históricas, Fernando de Villena informa al lector de cómo era la vida de la República de Venecia en los finales del siglo XVIII, de la reconstrucción de Lisboa tras el terrible terremoto de 1755 –incluso Voltaire nos habla de él en su novela Cándido–, de la vida de contrastes –miseria y opulencia en continua vecindad– de la India, de los estragos de las terribles epidemias de entonces –la peste, el cólera, etc.– , o de la unción y fe con que los peregrinos cristianos visitaban los santos lugares de Jerusalén, que es una de las escalas de este venturoso viaje. Todo esto, unido al estilo claro y preciso, hace de esta obra el libro ideal para la juventud. También para los adultos, incluso viejos, que todavía conservan el corazón y la mente jóvenes. No se rían demasiado si les digo que así ha sido en mi caso. Debe ser que en algún rincón de mi mente y corazón todavía queda algún resquicio de juventud, pues el libro me lo he bebido en un par de tardes. EL FARO 6 Septiembre 2010 Cultura/Narrativa Venecia de Oriente, Venecia de Occidente ANTONIO ENRIQUE No hay que leer sino las primeras páginas para que salte a la vista el primer rasgo a destacar de esta memorable novela: es la fluidez. La fluidez no es exactamente rapidez; conlleva celeridad, pero es ante todo ritmo, ritmo y equilibrio. La segunda connotación de esta Udaipur (ed. Carena, Barcelona, 2010) es la pulcritud. Elijo esta palabra, entre otras que se pudieran, para designar la proporción de su estructura, en grado de exquisitez. La proporción consiste aquí en ajustar la parte al todo, de manera que cualquier pasaje del argumento es el exacto en extensión y nervio conforme la proyección total del discurso. Se trata, pues, de una novela que resalta la limpieza de ejecución, mediante un ritmo terso, mantenido, que jamás decae. Este ritmo dota a la novela de su vibración peculiar, no sólo sonora. Luego está el argumento, que se despliega como una ecuación: desde Venecia, volver a Venecia mediante el viaje a Udaipur, que no es sino una traslación de Venecia a Oriente, su metáfora selvática, su correspondencia simbólica en India. Y esta ecuación posee números primos, que no son sino los personajes por así decir blancos: Isabela, Jacques de Clery, Joao y Zenón, contrapuestos a quienes ofician de fuerza retardataria a los propósitos de tal viaje, sin duda iniciático: don Ponciano Contarini, el ávido Genaro Bonesana, el sicario Lucio Cobos y la fámula Diana. Pero son números encubiertos todos, pues, para cumplir la preceptiva del género, nadie en un principio es lo que parece, y han lugar esos recursos propios del género bizantino, volcado al mar y las aventuras, como son la anagnórisis (reaparición de personajes) y la agnición (transformaciones súbitas e inesperadas). Expuesto de este modo, tan sinóptico, pareciera que la novela es fría y calculada, cuando la impresión es radicalmente diferente: al movimiento escénico acompañan la amenidad incesante y el lenguaje de una soltura, según acaba- mos de sugerir, sorprendente. No hay secretos de lenguaje para Fernando de Villena (Granada, 1956), que navega en todos los géneros, imprimiéndoles el sello propio de la ligereza, la agilidad y el encanto. En la presente, tenemos dos novedades. Primera de ellas es que por primera vez en toda su narrativa es una mujer quien habla en primera persona y quien, en suma, lleva las riendas del relato; voz, por cierto, que se alterna con la tercera, la omnisciente del autor, con el fin de evitar el tono monódico propio del registro autobiográfico, y ofrecer una imagen más completa y veraz del argumento. Y la segunda, que nos encontramos, también por primera vez, con una novela publicada el mismo año de redactada; tal vez resulte baladí esta segunda singularidad, pero no es lo mismo, créame el lector, publicarla recién escrita que aguardar años enteros, y la razón estriba en que el pálpito que provocó su escritura no es nunca casual, porque de alguna manera está arraigado al imaginario colectivo. Al lector le parecerá más clara y más viva la sensación de una novela inmediata, que no la que ha de desplazarse en el tiempo para su publicación, ya que ese pálpito sutil de que hablamos también se desplaza en la sensibilidad de los lectores. Venecia es ensoñada en esta novela con acentos estremecedores, como quien en ella encontró la medida justa de su concepto de belleza. Udaipur, insisto, no es más que la metáfora de Venecia, su reverso, su negativo complementario e integrador. Quien a Udaipur va, la búsqueda emprende de lo imposible. Por ello hay una melancolía de fondo en esta novela que subyace al trajín humano de los personajes, sus ambiciones y acechanzas. Este imposible se sustancia en un elixir afrodisíaco, que abre la puerta de todos los corazones con la llave maestra de la sugestión hipnótica. Es un mero alarde en novela tan limpia y cohesionada, con sorpresas fascinantes propias de aquel reino de leyenda EL ESCRITOR FERNANDO DE VILLENA que es India; pero alarde que cataliza líneas de tramas tan diversas como se concitan en el argumento. Hace, Udaipur, el número catorce de sus novelas. Cuya primera característica general sería el diálogo que en todas ellas se establece con el fascinante mundo de su obra poética; son, de alguna forma, todas estas novelas, correspondencias de sus libros de poesía, sus prolongaciones en prosa, dentro de otra concepción del tiempo y del espacio: espacio más diverso y tiempo más amplio. Y así desde lo biográfico al trasiego de la aventura, desde el siglo XX a la época barroca, y desde lo autóctono a lo hispánico americano: todo está aquí. Con ese paralelismo asombroso, único en su generación, de Los siete libros de El Mediterráneo (2009, edición definitiva) con ese viaje por el tiempo y el espacio que es El testigo de los tiempos (también de 2009), obras que le consagran como maestro aun, literariamente, tan joven. Y una característica última, para situar al final de cuantas proceden (y que no es el momento ahora de reseñar), que es su amor a la literatura constituida en diferencia. Udaipur es un paseo por los sentidos, cuyo afán más notorio es el de equiparar la vida a los sueños, no al revés. EL FARO 7 Septiembre 2010 Cultura/Narrativa / Semblanzas Fernando de Villena, ciudades de agua ANTONIO COSTA Villena lleva muchos años luchando contra la vulgaridad de la vida normal. Defendiendo la pasión y los momentos excepcionales. Taladrando con su punzón oscuro los valores privilegiados de la existencia. Deslumbrando con su léxico y sus imágenes. Ahora nos retrotrae a los orígenes del romanticismo en Europa. Concibe a una dama de Venecia que siente el deseo irresistible de conocer Udaipur porque ha leído un libro, y afronta todo lo que sea por realizarlo. Es el poder de la literatura, y el poder de su literatura. La fascinación de lo desconocido, y de Oriente, y de una ciudad de maravilla reflejada en dos lagos. Y un final apoteósico en otra ciudad que celebra bodas con el agua. Villena inventa un mito nuevo, una metáfora luminosa. Cerca de Udaipur hay un templo donde el árbol del atardecer produce un perfume que reúne todos los momentos felices de la Humanidad. Sólo quedan unas gotas y hay que usarlas en un momento culminante. El protagonista, ese caballero francés que ama la democracia pero resiste al fanatismo revolucionario, lo usa en su noche de bodas con la dama intrépida. Villena nos sugiere ir hasta los límites contra la mediocridad, destilar con pasión toda la belleza posible. Nos lleva por las fantasías del agua. El agua siempre ha supuesto delirio, poesía, libertad, lo inconscien- te. Villena recoge los elementos clave de la novela de aventuras y nos hace trepidar con su ritmo. Alterna dos narradores como si acercara y alejara la cámara. Nos secuestra con la historia, nos introduce en una leyenda. Crea unos personajes con trazos ágiles que viven ante nosotros. Reniega del realismo y del describir lo cotidiano. Para él, como para Bandello, novela significa nueva, que los personajes vivan, sientan, emocionen, se revelen. La novela es la revelación de los anhelos más profundos y los sueños más secretos. Y Villena nos da el mar, los piratas, las tempestades, las culturas indias, las ambiciones británicas, los escenarios de Las mil y una noches, los recuerdos de Bagdad, las evocaciones de Damasco, el aliento misterioso de Jerusalén. Todo con levedad, con agilidad sintética, con un trazo audaz. Su lengua ya no es barroca pero es certera y relampagueante. La noche se retiraba como un ejército de etíopes, dice, y ya nunca se nos olvidará esa noche. En el Parsifal de Eschembach se dice que los ejércitos se cruzaron como un crepitar de castañas. Las imágenes de Villena tienen la misma magia. Y sobre todo la metáfora esencial: la huida apasionada hacia la vida, el amor, Oriente, las imágenes, las leyendas. La distancia, el agua. El mito de ese perfume que quintaesencia lo más glorioso. La pasión de novelar. PORTADA DE LA ÚLTIMA OBRA DE FERNANDO DE VILLENA, RECIENTEMENTE PUBLICADA POR LA EDITORIAL CARENA DE BARCELONA EN SU SERIE DE NARRATIVA, EN ELLA EL AUTOR RECOGE LOS ELEMENTOS CLAVE DE LA NOVELA DE AVENTURAS Y NOS INTRODUCE EN UNA LEYENDA... El iluminado de Doñana (Visión de Juan Drago) JOSÉ ANTONIO SÁEZ Veo una cierva que surge de la espesura del bosque para abrevar en la cuenca de tus manos y tú le ofreces el agua clara que se derrama generosa sobre la hierba húmeda. Su lengua lame las palmas de tus manos y tú la dejas hacer a su antojo mientras bebe de las últimas gotas el agua dulce de las marismas inundadas, allí donde se funden la mar oceana y el gran río del sur. Oculto, entre la maleza, la espío y no me atrevo a parpadear con los ojos en la plenitud del asombro para no provocar su suspicacia. No lejos Habidis, criado con la leche de la cierva, y su padre Gárgoris, el apicultor. Veo a los jabalíes con sus rayones hociqueando entre las raíces de los pinos sagrados y los arbustos que les ofrecen silvestres frutos comestibles. Su madre vela en torno a ellos y les muestra estrategias de fuga o encubrimiento. Veo a las ánades reales y a los ánsares comunes que sobrevuelan el carrizal o caen desplomados sobre el agua plateada para señorearse de su placidez, y nadan dibujando en la superficie discretas ondas con destreza. Veo a otra madre pasear con sus crías nerviosas y disciplinadas, en correcta formación. Veo, sospecho acaso, la visita del lince furtivo olisqueando la pista del conejo o la rauda liebre estilizada y a los flamencos y a las garzas hundir su pico en el limo, alzadas cañas sus patas quebradizas. Y veo a los caballos libres e indómitos chapoteando en el agua, correteando en sus lances y juegos o pastando en la hierba jugosa, mientras se disputan las yeguas lozanas o las cortejan en los límites del reino de Argantonio, el hombre de plata. A lo lejos diviso la descomunal figura de los bueyes oscuros del gran Gerión, dispersos sobre las lomas levemente empinadas de las dunas móviles. Y veo contigo, Juan Drago, a los antiguos reyes de Tartessos mostrando sus dominios a los visitantes pacíficos con los que comercian, venidos de la Hélade o del otro lado del mar de Tiro en sus naves ligeras, con tan raros productos que deslumbran sus ojos y despiertan su fama más allá de las columnas de Heracles. Todo tu reino un edén, vergel donde los dioses bajan a sestear con los humanos en las tardes más cálidas del bochornoso y agobiante estío. No fuera el paraíso otro jardín que éste de Doñana y no avistara yo otra cosa que no fueran los altos nidales de los grandes árboles que llaman pajareras, donde recalan las aves que vienen cada año a tener sus crías en este jardín extremo en que abunda el alimento y el clima es tan grato que invita a la dulce placidez. Ningún lugar mejor para el amor que estas dunas que van a dar a la marisma y sientan su señorío tan cercano al pinar. No vieran los reales ojos de los visitantes semejante colonia de aves sobrevolando tu reino, ni tal cúmulo de peces en el agua transparente, ni sus oídos oyeran parecida algarabía de pájaros en el cielo azul que deleita. Ellos no vieron nunca el amanecer sobre las marismas, mientras caminaban remontando las dunas; ni al sol ponerse, anaranjado y rojo, con ribetes de oro puro en las esclavas del gran señor de Tartessos. Ellos no conocen tu privilegio, pero tú vas y te revelas como el iluminado por dentro, como el lúcido y el clarividente y el bienaventurado señor de Doñana. Tú, el privilegiado, el que entiende el lenguaje de la oscuridad y lee en las tinieblas sus sonidos; el arrebatado, el que ha bebido en la crátera el vino mezclado con agua que despeja la frente ceñida por una diadema de oro, revestida de piedras preciosas; el que calza sandalias y se despoja de ellas para pisar la tierra sagrada de sus antepasados. El que escribe indescifrables signos en tablillas de bronce que templan los herreros en sus fraguas y hornos. El de hermosas y blancas vestiduras, el poeta, el loco, el enamorado... Aquél a quien los dioses invitan a su mesa y comparten con él los frutos de una tierra pródiga en bienaventuranzas. Larga vida a ti, señor de los mitos gloriosos de Tartessos, pues tu nombre surge de la noche del mundo y perdurará en las inscripciones labradas en bronce fundido hasta el confín de los tiempos. EL FARO 8 Septiembre 2010 Cultura/El Canto del Urogallo Los días del unicornio PEDRO RODRÍGUEZ PACHECO Serán estos días lentos, memoriosos, los que calcinen mi viejo corazón; sevicias de estas tardes de jazmines y ansiados oreos de la mar de Huelva, al lubricán, de malvas disolviéndose en bermellones póstumos; todo lo efímero, y sus vencimientos, en sus más hermosas consecuciones, como aquella revista, La torre; como la otra hermana, Los tiempos, en la que el querido José Lupiáñez escribió «Los decorados de la derrota», premonición de esa nefasta portada de un suplemento ¿cultural?, en la que con toda la dejadencia zalamera del opio, diagnostica, con el énfasis que otorga la trivialidad, que «la literatura se pasa al cómic». ¿Qué sabrán? ¿Qué entenderán por los crímenes luminosos de la literatura? ¿Qué sabrán de las profanaciones, de las apostataciones, robos y expolios a Quien con una sola palabra creó el Universo? Han redimido, por corrección política, a Prometeo; han degradado, por mercantilismo y comodidad, a Sísifo, el hombre rebelde… Ah Mérope, no llores porque el mito haya venido a se acabar e consumir en esos dibujos grotescos que liberan a tu indócil esposo del castigo de auspiciar las ideas a la altura vertiginosa donde sólo moran las águilas. Sí, pudiera ser que todos estos toscos sucesos que apulgaran mi viejo corazón, fueran los presagiados decorados de la derrota, querido José… Pero en estos días, lentos, memoriosos, de jazmines y mareas atlánticas, mi pensamiento, que no carcome a la casta de hombre en pie, me reitera en el insistir de que La torre, Los tiempos, la Diferencia, significaron las últimas rebeliones contra los dioses y Prometeo –pese a tanto dolor– renueva sus entrañas y Sísifo, pese al absurdo de su esfuerzo, levanta la piedra, la lleva a la cúspide y, en ella, da un sonoro corte de manga en honor de los inmortales. La roca vuelve a caer –eso ya lo sabíamos–, pero hemos hurtado a los peristas de los consentidos latrocinios la carencia de la genialidad, la falacia de la creatividad y la soberbia de que la rosa siga haciéndonos contemporáneos –oh Juan Ramón– y ellos se han quedado en los páramos de la indigencia de la lucidez y en los holocaustos de toda belleza. Pero estuvimos en el momento en que la luz era una luz no usada y porque vimos la pústula que gangrenaba, postulamos la cándida insurgencia de la creación, al modo en que la madre tierra renueva sus especies, y si una se extingue otra surge goteante, intacta, adulta, como aquella primera rosa que nos hace contemporáneos de la belleza, sin modernidad ni posmodernidad, sin ismos, sólo abismos donde la seducción del LOS UNICORNIOS DE MOREAU vértigo es esa inaplazable caída libre que alguien llamará suicidio, como fueron los nuestros, porque no quisimos –a oscuras y en secreto– unirnos al coro de las plañideras por las tertulias de agraviados, por hospicios y tabernas, por las veredas de los acomodos y fantasías rusticanas que componían sus remedos, sus figurines para los figurantes, los decorados de una derrota inexorable si nunca se atrevieron a robar el fuego ni denunciar las fechorías de Zeus –siempre Zeus, el Poder, la obstrucción–, sin constatar que nosotros, como Prometeo y Sísifo, en nuestros tormentos, en nuestras torturas por esa luz no usada, si en la perennidad de las penas, ya habíamos alcanzado la inmortalidad incesante, la que otros buscan en los remedos, en las mercaderías, en los falsos brillos de las bisuterías errantes de los puestos verbeneros del serrín. Convoco vuestros nombres tal como fuisteis llegando a la sombra de mi corazón, como las brisas atlánticas llegan en esta atardecida de jazmines, claveles y nardos, a la presencia de quien, ahora, los pronuncia en voz alta para que el sonido, la fonética de los nombres, me los concrete en sus queridas, fraternas humanidades: Antonio Enrique, José Lupiáñez, Fernando de Villena, Antonio Rodríguez Jiménez, Carlos Clementson, Carmelo Guillén Acosta, Manuel Jurado López, Pedro J. de la Peña, María Antonia Ortega, Enrique Morón, Jordi Virallonga, Concha García… Todo empezó en Azul, de resonancias rubenianas porque en él se auspiciaron «las can- ciones de la nueva luz» contra el manido y explícito discurrir de la anécdota sin trascendencia, pese a tanta adherencia sochántrica y escolar. Ya el vértigo, la caída libre, el abismo que nos seduciría sin temer a los personales holocaustos; pero ya, llegados estos, otras cautelas, otros modos, otras «estrategias» en las que primaron el nadar, pero guardando la ropa. Mas, antes, la insurrección en los Cuadernos del Sur; nosotros abisales, animales de fondo, ¡ay Juan Ramón!… Serán las nostalgias, otra vez, las que devoren a mi viejo corazón; crepusculares ansias en estos Pliegos de Alborán de quien insiste en sus vértigos, en su emancipación de lo adocenado y prostituido y se aferra a lo efímero de unos jazmines, de un oreo marítimo, del transido aroma de los nardos y, enfrente de su suicida obcecación, el mar, el renacido perenne, cabrilleante en memorias y olvidos, pero nunca azar, siempre joven, robusteciéndose ola tras ola, desvaneciéndose en el artilugio precioso de la espuma, creándose y descreándose y dejándome, siempre, la imposibilidad de hacerlo mío en un verso imperecedero, suplicio de Prometeo y Sísifo al caer de la tarde, cuando el Azul inicial es el azul de Alborán de elocuencia fraterna y, en las limitaciones del ansia, él es el que aún sigue desdiciendo todos los amaños de la impotencia en verso matemático y celeste: «la mer, la mer, toujours recommencée», oh Valery: hoy, los Pliegos de Alborán, nuestra leyenda sin cesar recomenzando…