Primeros capítulos

Transcripción

Primeros capítulos
Punto de Encuentro
con los Clásicos
Cuentos
de las
mil y una
noches
Adaptado por Seve Calleja
Dirección Editorial
Raquel López Varela
Coordinación Editorial
Ana María García Alonso
Maquetación
Susana Diez González
Diseño de cubierta
Francisco A. Morais
Imagen de cubierta
123rf
Reservados todos los derechos de uso de este ejemplar.
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© Severino Calleja Pérez
© EDITORIAL EVEREST, S. A.
Carretera León-La Coruña, km 5 - LEÓN
ISBN: 978-84-241-1872-3
Depósito legal: LE. 1131-2012
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Introducción ......................................... 5
Preámbulo ............................................. 10
El asno, el buey y el labrador ................ 34
El comerciante y el genio ....................... 49
Historia del primer viejo
y de la corza ......................................... 61
Historia del segundo viejo
y de los dos perros negros
................ 71
Historia del pescador y el genio .............. 82
Historia del rey griego y
del médico Dubán .............................. 95
Historia del marido
y del papagayo .................................... 104
Historia
del visir castigado
................ 109
Historia del joven rey
de las Islas Negras ............................ 139
Historia de los tres calendas, hijos de reyes,
y de las cinco damas de Bagdad ........... 164
Historia del primer calenda, hijo de rey ... 201
Historia del segundo calenda, hijo de rey ... 216
Historia del envidioso y el envidiado ..... 237
Historia del tercer calenda, hijo de rey .... 265
Historia
de
Zobeida ........................... 312
Historia
de
Amina ........................... 331
Introduccion
Uno de los más inmensos caudales de cuentos de
procedencia oriental lo constituyen los reunidos bajo
el título de Las mil y una noches, amplia colección
de los motivos más variados, anudados entre sí
mediante la argucia de una imaginativa y calculadora
joven narradora, la hermosa Scheherezade, hija del
visir del sultán de Bagdad, quien despechado se
ha jurado venganza contra las mujeres, y al que
esta consigue tener en vilo contándole cada noche
una historia que deja sin acabar hasta la siguiente,
para volver a hilarla con otra nueva, manteniendo
así durante un millar de noches un interés por el
desenlace de cada relato, lo que la va salvando de
una muerte anunciada. Así es como la destreza de
la narradora y la curiosidad de su oyente convierten
cada cuento en el fragmento de una historia
inacabada en la que se entremezclan la intriga, el
humor, la picardía, el amor, el misterio, la magia…
Y así es como aquellas supuestas mil noches de
5
cuentos han terminado viviendo más de mil años
en la memoria de los oyentes y lectores de todos
los confines.
Los cuentos de Las mil y una noches son un
cuento de cuentos. Tras la historia que abre y cierra
el conjunto de la obra se van acumulando los más
diversos relatos, que se interrumpen y reanudan
cada noche dando así lugar a una amplia gama
de leyendas heroicas, fábulas morales, cuentos de
hadas, anécdotas costumbristas, poemas…, como
si el conjunto la obra fuera el escaparate de una
librería en el que poder encontrar y elegir los
motivos y temas más variados.
Las mil y una noches llegan al castellano en
la segunda mitad del siglo XIX, junto a otras
obras clásicas europeas que cruzaban los Pirineos
procedentes de Francia, y lo hacían en una época
en la que parecía renacer el gusto por los motivos
orientales, gracias, entre otras obras, a la fascinación
que suscitaron los Cuentos de la Alhambra de W.
Irving. Así que, como era frecuente, también esta
obra nos llega a través de traducciones del francés.
Se constatan una edición de 1841 en Barcelona y
otra de 1846 en Madrid. Esta última, impresa por
Mellado, es anónima y procede de la adaptación
del conocido arabista Galland.
Para esta nuestra selección de cuentos hemos
querido partir de una antigua edición castellana,
traducción anónima de la edición francesa de
6
Galland, concretamente de la que en 1880 publicara
la Casa Editorial de la Viuda de Rodríguez, en
Madrid, y que deriva de la de Mellado de 1846.
De ella hemos elegido las primeras historias, que
Scheherezade va trenzando con las que, a su vez,
nos relatan los protagonistas de esas historias suyas,
formando entre sí un magistral e ininterrumpido
entramado arabesco, similar a los que en pintura
y arquitectura adornan mosaicos y fachadas de
azulejo, es decir, labrados a base de trazos que se
entrecruzan sin fin unos con otros. Y aunque con
ello quedan al margen de este ramillete de historias
los más populares y difundidos en ediciones
precedentes —los de Simbad, Aladino, El jorobado
o Alí Babá—, creemos haber seleccionado una
significativa muestra de motivos y personajes que
nos parecen paradigmáticos del conjunto de la
obra, por cuanto que en esta antología alternan las
fábulas, las intrigas y las aventuras protagonizadas
por algunos de los más característicos personajestipo de la obra: el pescador, el mercader, la princesa,
el caballero… entre los que despunta, como no
podía ser menos, el mismo califa Harun-al-Raschid,
incuestionable personaje central de la obra.
En el entramado arabesco que decíamos, el
libro va reuniendo en gavillas unos relatos con
otros, creando ante el interesado monarca un
interés creciente que la propia Scheherezade se
encarga de sostener con sus oportunas y calculadas
7
interrupciones; y así es como hoy nosotros podemos
mantener el espejismo de estar leyendo un libro sin
fin, por mucho que cada una de las historias posea
su rotundo desenlace.
Con el deseo de no romper este espejismo, esta
idea de continuidad de unas historias con otras, es
como hemos seleccionado una pequeña porción
del gran libro, tratando así de no arrancar cada
brote por separado y procurando reunir un bloque
del conjunto.
Dicen quienes mejor han estudiado la obra que
este final feliz no se recoge en muchos manuscritos,
como tampoco el conjunto total de noches, y
sospechan si no será un elaborado estuche que
algún agradecido monarca mandara labrar para
guardar el conjunto de los cuentos. Eso hemos leído
en la versión de Cansinos, que «el rey Schahriar
convocó a sus cronistas y copistas y les mandó
que escribiesen todo lo que le había sucedido con
su esposa desde el principio de las noches hasta el
fin, y así lo escribieron y le pusieron el título de
Historias de las mil y una noches. Treinta tomos
ocupó el libro y el rey lo mando guardar en su
tesoro…». Así que ahora, sin pararnos a confirmar
la objetividad de los hechos, descubrimos que fue
el propio monarca quien se encargó de supervisarlo
todo. Como hizo Don Juan Manuel con su libro de
El conde Lucanor. Y como han hecho con su obra
tantos otros grandes creadores, a los que nos toca
8
agradecer su celo por preservarla. Gracias a ellos, y
gracias a anónimos y pertinaces transmisores como
la osada hija de un visir asustado, o a intermediarios
como el ilustrado y entusiasta francés que las trajo
en su valija diplomática desde Oriente, gracias,
en fin, a gente como ellos, hoy podemos disfrutar
de antiguas y preciosas fantasías sin importarnos
demasiado cuántas noches hace que se inventaron.
S. Calleja
9
Preambulo
1
Las crónicas de los Sasanios2, antiguos reyes de Persia que habían extendido su imperio en las Indias,
en todas las islas que dependen de ellas y mucho
más allá del Ganges, hasta la China, cuentan que
había en otro tiempo un rey de aquella poderosa
casa que era el príncipe más excelente de su tiempo. Se hacía amar tanto por sus súbditos por su
cordura y prudencia, como se había hecho temible
entre sus vecinos por la reputación de su valor y
por el crédito de sus tropas belicosas y bien disci1 El arranque de este complejo entramado de relatos parte de las desdichas de un rey despechado ante la infidelidad de su esposa. Equivalente
oriental del personaje de Barba Azul, el sultán Schahriar encarna los recelos
de un hombre ante la conducta femenina, a los que irá haciendo frente la
heroína Scheherezade, cuyos relatos irán haciéndole ver cómo otros hombres
han sufrido desdichas similares y cómo, a pesar de ello, no todas las mujeres
han de ser iguales que su esposa. Este motivo troncal, en torno al que irán
enredándose las sucesivas historias que los personajes se relatan entre sí, nos
muestra ya los muchos motivos que la literatura posterior irá tomando de este
inmenso cofre que son Las mil y una noches.
2 La dinastía de los sasanios o sasánidas gobernó Persia entre los siglos
III y VII, hasta que fueron derrotados por los árabes. Hubo entre estos reyes
uno llamado Schahriar, como el monarca protagonista de estos relatos.
10
plinadas. Tenía dos hijos: el primogénito llamado
Schahriar, digno heredero de su padre, poseía todas
sus virtudes; y el segundo, nombrado Schahzenan,
no tenía menos mérito que su hermano.
Después de un reinado tan largo como glorioso,
murió este rey, y subió al trono Schahriar. Schahzenan, excluido de toda sucesión por las leyes del
reino y obligado a vivir como un particular, lejos de
sufrir con impaciencia la dicha de su hermano, puso todo su empeño en complacerle, y lo consiguió
a costa de muy poco trabajo. Schahriar, que sentía
hacia su hermano un gran aprecio, quedó muy
satisfecho de su complacencia, así que, deseando
dividir con él sus estados, le dio el reino de la Gran
Tartaria, del que fue inmediatamente a tomar posesión Schahzenan, estableciendo su residencia en
Samarcanda, su capital.
Hacía ya diez años que se habían separado estos
dos reyes, cuando Schahriar, ansiando vivamente
volver a ver a su hermano, resolvió enviarle un
embajador para suplicarle que fuese a visitarle, eligiendo para esta embajada a su primer visir, quien
marchó con toda la diligencia, con un acompañamiento propio de su dignidad. Cuando estuvo cerca
de Samarcanda, avisado de su llegada, Schahzenan
le salió al encuentro con los principales señores
de su corte, quienes, por hacer mayor obsequio al
ministro del sultán, se habían adornado magnífi-
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camente. El rey de Tartaria le recibió con grandes
demostraciones de júbilo y le preguntó inmediatamente por su hermano el sultán. Satisfizo el visir su
curiosidad, después de lo cual expuso el objeto de
su embajada. Conmovido Schahzenan al oírlo, dijo:
—Prudente visir, el sultán mi hermano me honra demasiado, y nada podría proponerme que me
fuese más grato. Si él ansía verme, no lo deseo yo
menos, pues que el tiempo ni ha disminuido su
amistad ni ha entibiado tampoco la mía. Mi reino
está tranquilo, y diez días me bastan para ponerme
en camino con vos; así no hay necesidad de que
entréis en la ciudad por tampoco tiempo. Os ruego
que os detengáis en este sitio y hagáis armar aquí
las tiendas. Voy a mandar que os traigan víveres en
abundancia para vos y para todas las personas de
la comitiva.
Así se ejecutó al momento; y no bien había
entrado el rey en Samarcanda, cuando vio llegar
el visir una prodigiosa cantidad de toda clase de
provisiones, acompañadas de regalos y presentes
de gran valor.
Schahzenan, mientras tanto, se disponía a partir
arreglando los asuntos más urgentes. Había establecido un consejo para gobernar su reino durante
su ausencia y puesto a la cabeza a un ministro
cuya prudencia le era conocida y en quien tenía
completa confianza. Así, al cabo de diez días, con
todos los preparativos dispuestos, se despidió de la
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reina su mujer, salió al anochecer de Samarcanda
y, seguido de los oficiales que debían acompañarle
en el viaje, se fue al pabellón real que había hecho
disponer junto a las tiendas del visir, con quien
estuvo conversando hasta media noche. Deseando
entonces dar un nuevo abrazo a la reina, a quien
amaba entrañablemente, se volvió solo a su palacio
y fue directo a la habitación de aquella princesa,
quien, no esperando volverle a ver, había recibido
en su cama a uno de los últimos oficiales de la
casa. Hacía ya mucho tiempo que se habían acostado, y ambos se habían entregado al sueño más
profundo.
Entró el rey sin ruido, recreándose en pensar
sorprendida con su vuelta a una esposa de quien
se creía amado tiernamente. Pero, cual fue su sorpresa cuando, a la luz de los blandones, que jamás
se apagaban por la noche en los aposentos de los
príncipes y princesas, divisó a un hombre en sus
brazos. Permaneció inmóvil durante algunos momentos sin saber si dar crédito a lo que veía.
—¡Qué es esto! —se dijo a sí mismo—, no bien
he salido de mi palacio, y todavía bajo las murallas de
Samarcanda, tiene la osadía de ultrajarme. ¡Ah! pérfidos, no quedará impune este delito. Como rey, debo
castigar los crímenes que se cometen en mis estados;
como esposo ofendido, es indispensable que sacrifique a los traidores a mi justo resentimiento.
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En fin, que el desgraciado príncipe, dejándose
llevar de sus ímpetus, sacó su sable, se acercó a la
cama, y de un solo golpe hizo pasar a los culpables
del sueño a la muerte; y cogiendo luego al uno en
pos del otro, los arrojó por una ventana al foso que
rodeaba el palacio.
Tras haberse vengado de aquella manera, salió
de la ciudad y se retiró a su pabellón; y no bien
hubo llegado a él, cuando sin comentar con nadie
lo que acababa de hacer, mandó recoger las tiendas
y partir. Todo se dispuso en un momento, y antes
de amanecer se habían puesto en marcha al son de
timbales y otros muchos instrumentos que inspiraban alegría a todo el mundo menos al rey, quien
absorto aún en la infidelidad de la reina, parecía
aletargado por una espantosa melancolía que no le
abandonaría durante todo el viaje.
Cuando estuvo cerca de la capital de las Indias,
vio que salía a recibirle el sultán Schahriar con toda
su corte. ¡Qué gozo para estos príncipes el volverse
a ver! Ambos echaron pie a tierra para abrazarse y,
después de haberse dado mil muestras de ternura,
volvieron a montar a caballo y entraron en la ciudad en medio de las aclamaciones de una inmensa
masa popular.
El sultán condujo al rey, su hermano, al palacio
que le había hecho preparar y que comunicaba con
el suyo por medio de un jardín. Era tanto más magnífico, cuanto que estaba dedicado a las fiestas y
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diversiones de la corte, incluso se había aumentado
su magnificencia con nuevos adornos.
Schahriar dejó entonces al rey de Tartaria, para
darle tiempo de entrar en el baño y mudarse de ropa; y solo cuando supo que había terminado volvió
a salir a su encuentro. Se sentaron ambos en un
diván, y, como los demás cortesanos permanecían
distantes por respeto, comenzaron a ocuparse de
cuanto dos hermanos, más unidos aún por la amistad que por la sangre, tienen que decirse después
de tan larga ausencia.
Habiendo llegado la hora de cenar, lo hicieron
juntos y entablaron de nuevo la conversación, hasta que Schahriar notando que se había adelantado
mucho la noche, se retiró para dejar descansar a su
hermano.
Acostóse el desgraciado Schahzenan, pero si la
presencia del sultán su hermano había sido capaz
de mitigar por algún tiempo sus pesares fue solo
para sentirlos luego con más violencia, y, en vez
de disfrutar del reposo que necesitaba, no hizo
más que dar pábulo en su mente a las más crueles
reflexiones. Venían a su imaginación con tanta viveza todas las circunstancias de la infidelidad de la
reina, que se sentía fuera de sí. En fin, no pudiendo
dormir, se levantó y entregado como estaba a pensamientos tan aflictivos se imprimió en su rostro el
sello de una tristeza tan intensa que no pudo dejar
de notarlo su hermano el sultán.
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—¿Qué es lo que tiene el rey de Tartaria? —decía para sí—. ¿Quién puede causar esta pena que
noto en él? ¿Tendrá motivo de quejarse del recibimiento que le he hecho? No creo, yo lo he recibido
como al hermano a quien amo, y nada tengo que
reprocharme. Acaso estará disgustado de verse distante de sus estados y de la reina su mujer. ¡Ah!, sí;
eso es lo que le aflige; será preciso que le entregue
inmediatamente los regalos que le tengo destinados
a fin de que pueda marchar cuando le plazca y volverse a Samarcanda.
En efecto, al día siguiente le envió parte de
aquellos regalos, que se componían de todo lo más
raro, más rico y singular que producen las Indias. Y
no por eso dejaba de procurar divertirle todos los
días con nuevos placeres. Solo que las fiestas más
agradables, en lugar de divertirle, no conseguían
más que aumentar sus pesares.
Habiendo organizado un día una gran montería a dos jornadas de la capital, en un país en que
había muchos ciervos, le suplicó Schahzenan le dispensase de acompañarle, diciéndole que el estado
de su salud no le permitía participar en la partida.
No quiso el sultán violentarlo, así que lo dejó en
libertad y partió él con toda su corte a disfrutar de
aquella diversión.
Viéndose solo el rey de la Gran Tartaria, se
encerró en su habitación y se sentó junto a una
ventana que daba al jardín. Aquel hermoso sitio y
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el gorjeo de los infinitos pájaros que se refugiaban
allí le hubieran complacido si su ánimo le hubiese
permitido disfrutar, pero destrozado como estaba
por el recuerdo de la infame acción de la reina, dirigía su mirada más hacia el cielo que hacia el jardín
para quejarse de su desgraciada suerte.
Sin embargo, y aunque muy ocupado de sus
penas, no dejó de notar un objeto que atrajo su
atención. Vio abrirse de repente una puerta secreta
del palacio del sultán y salir por ella veinte mujeres,
en medio de las cuales iba la sultana, con un aire
de grandeza que la hacía distinguirse con facilidad.
Esta princesa, creyendo que el rey de la Gran Tartaria había ido también de caza, se adelantó confiada
hasta debajo de las ventanas de la habitación del
príncipe, quien queriendo observarla por curiosidad, se colocó de modo que pudiese verlo todo sin
ser visto. Notó que las personas que acompañaban
a la sultana, para estar con más libertad, se descubrieron el rostro, que hasta entonces habían tenido
cubierto, y dejaron los ropajes largos que llevaban
sobre otros más cortos. Pero su admiración fue aún
mayor al observar que en aquella compañía que él
había creído compuesta solo de mujeres había diez
negros, cada uno de los cuales se disponía a tomar
a su querida.
La sultana, por su parte, no estuvo mucho tiempo sin amante. En seguida dio palmadas con las
manos gritando: «Masoud, Masoud», y al punto bajó
17
otro negro de lo alto de un árbol y corrió a ella
apresuradamente.
El pudor no permite contar todo lo que pasó
entre aquellas mujeres y aquellos negros, ni hay
necesidad de referir semejantes pormenores; baste
decir que Schahzenan vio lo suficiente para juzgar
que su hermano tenía tantos motivos de queja como él. Hasta medía noche duraron los placeres de
aquella amorosa tropa; se bañaron todos juntos en
un gran estanque que constituía uno de los más
hermosos encantos del jardín, después de lo cual,
habiendo tomado cada cual sus ropas, volvieron a
entrar por la puerta secreta del palacio del sultán, y
el tal Masoud, que había acudido de fuera por encima del muro del jardín, se volvía por el mismo sitio.
Como todas estas cosas ocurrían a la vista del
rey de la Gran Tartaria, le suministraron motivos
para infinidad de reflexiones.
—¡Qué poca razón tengo —se decía— en creer
que solo yo soy desgraciado! Sin duda este es el
destino inevitable de todos los maridos, puesto
que ni el sultán, mi hermano, soberano de tantos
estados y el mayor príncipe del mundo, lo ha podido evitar. Siendo así, ¡qué debilidad la mía dejarme consumir por el dolor! Se acabó: no nublará
ya en adelante el reposo de mi vida el recuerdo de
una desgracia tan común a otros hombres.
Y, desde aquel momento, cesó de afligirse. Y,
como no había querido cenar hasta no haber visto
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la escena que acababa de representarse bajo sus
ventanas, se la hizo servir inmediatamente y comió
con mejor apetito del que había tenido desde su
salida de Samarcanda; incluso disfrutó con cierto
placer del agradable concierto de voces e instrumentos con que acompañaron la cena.
Los días siguientes estuvo de muy buen humor;
y, en cuanto supo que volvía el sultán, le salió al
encuentro y le saludó con aire muy festivo. Al principio no reparó Schahriar en aquel cambio; solo
pensó en quejarse amistosamente de que el príncipe hubiese rehusado el acompañarle a cazar, y sin
darle tiempo a responder a sus reproches, le habló
del gran número de ciervos y otros animales que
había cobrado, y en fin, de todo lo que había disfrutado. Después de haberle escuchado con atención, Schahzenan tomó a su vez la palabra, y como
ya no le dominaba el pesar que hasta entonces le
había impedido mostrar el mucho talento que tenía,
dijo mil cosas agradables y chistosas.
El sultán, que había esperado hallarlo en el
mismo estado en que lo había dejado, se llenó de
regocijo al vele tan alegre.
—Hermano mío, —le dijo—, doy gracias al cielo por la feliz mudanza que se ha producido en ti
durante mi ausencia; esto me causa una verdadera
satisfacción; pero tengo que hacerte una súplica, y
te ruego encarecidamente me concedas lo que voy
a pedirte.
19
—¿Qué puedo yo negarte a ti que ejerces un
absoluto poder sobre Schahzenan? —respondió el
rey de Tartaria—. Habla, que estoy impaciente por
saber lo que deseas de mí.
—Desde que estas en mi corte —replicó Schahriar—, te he visto sumergido en una negra melancolía
que en vano he intentado disipar con toda clase de
diversiones. Yo creía que tu disgusto se debía a que
te hallabas distante de tus dominios; incluso he pensado que el amor tenía en él una no pequeña parte,
y que la reina de Samarcanda, que sin duda será de
una hermosura singular, era tal vez la causa; ignoro si
me he equivocado en mis suposiciones, pero te confieso que esta ha sido la principal razón por la que no
quería importunarte más, temiendo disgustarte; sin
embargo, te encuentro a mi vuelta del mejor humor
del mundo y con el espíritu enteramente desembarazado de aquella negra melancolía que antes turbaba
toda tu jovialidad. Hazme el favor de decirme, ¿por
qué estabas tan triste, y por qué no lo estas ya?
Ante este requerimiento, el rey de la Gran Tartaria quedó algún tiempo pensativo como si estuviese
discurriendo lo que había de responder. Hasta que
al fin se expresó en estos términos:
—Eres mi sultán y mi señor; pero te suplico me
dispenses de darte la satisfacción que me pides.
—No, hermano mío —insistió el sultán—, es
preciso que me lo digas, porque ese es mi deseo,
así que no te niegues.
20
No pudo Schahzenan resistir a los requerimientos de Schahriar.
—Pues bien, hermano mío —le dijo—, voy a
satisfacerte, puesto que me lo ordenas. —Y le contó
la infidelidad de la reina de Samarcanda; y cuando hubo acabado su relato prosiguió—: He aquí
el motivo de mi tristeza; juzga si tenía razón para
abandonarme a ella.
—¡Oh hermano mío! —exclamó el sultán con
un tono que manifestaba la mucha parte que tomaba en el sentimiento del rey de Tartaria—, ¡qué horrible historia acabas de contarme! ¡Con qué impaciencia la he escuchado hasta el fin! Te felicito por
haber castigado a los traidores que te han hecho tal
ultraje. No te se podrá reprochar por una acción tan
justa y, por lo que a mí respecta, te confieso que en
tu lugar acaso hubiera tenido menos moderación
que tú. Yo no me hubiera contentado con quitar la
vida a una sola mujer, creo que hubiera sacrificado
a más de mil. Ya no me asombran tus pesares; la
causa era demasiado fuerte y sensible como para
no sucumbir a ella. ¡Oh cielos, qué aventura! No, yo
creo que a nadie más que a ti le ha sucedido jamás
algo semejante. Pero en fin, debemos alabar a Dios
de que te haya consolado; y como no dudo que
tengas para ello fundado motivo, ten aún la complacencia de contármelo todo, y dame todo detalle.
Sobre este punto tuvo más dificultad Schahzenan que sobre el precedente, porque afectaba muy
21
de cerca a su hermano, pero no pudo dejar de acceder a su insistencia.
—Voy, pues, a obedecerte —le dijo—, puesto
que así lo quieres. Temo que mi obediencia te cause más pesares aún de los que yo he sufrido, pero
solo a ti mismo deberás imputártelos, puesto que
tú eres quien me obliga a revelar una cosa que yo
preferiría sepultar en el olvido.
—Lo que me acabas de decir solo sirve para
mover más mi curiosidad —replicó Schahriar—,
date, pues, prisa en descubrirme ese secreto, sea
cual sea.
No pudiendo ya excusarse el rey de Tartaria, le
hizo una relación detallada de cuanto había visto,
del disfraz de los negros, y de la desenvoltura de
la sultana y sus damas, sin olvidar mencionar a
Masoud.
—Después de haber sido testigo de estas infamias —continuó—, llegué a la conclusión de que
todas las mujeres están inclinadas a lo mismo, y
que no pueden resistir a su inclinación. Prevenido
con esta opinión, me pareció una gran debilidad
en un hombre el hacer que dependa de la fidelidad
de una mujer su propio reposo. Esta reflexión me
sugirió otras muchas, y juzgué por fin que el mejor
partido que podía tomar era el de consolarme. Me
ha costado algunos esfuerzos, pero al fin lo he conseguido, y, si me crees, tú también deberías seguir
mi ejemplo.
22
Por muy juicioso que fuese este consejo, no
pudo aprobarlo el sultán, ni dejar de enfurecerse.
—¿Qué? —dijo—, ¿que la sultana de las Indias
es capaz de prostituirse de un modo tan indigno?
No, hermano mío —añadió—, yo no me puedo
creer lo que me dices si no lo veo con mis propios
ojos. Es probable que los tuyos te hayan engañado;
es demasiado importante este asunto como para
que quiera asegurarme por mí mismo.
—Hermano mío —respondió Schahzenan—,
si quieres ser tú mismo testigo de ello, no hay
cosa más fácil; no tienes más que ordenar una
nueva partida de caza; cuando estemos fuera de
la ciudad con tu corte y la mía, nos detendremos
en nuestros pabellones y, por la noche, nos volveremos los dos solos a mi habitación, estoy seguro
de que al día siguiente verás lo mismo que yo he
visto.
Aprobó el sultán la estratagema, y ordenó al
momento una nueva cacería; de suerte que desde
aquel mismo momento se dispusieron los pabellones en el sitio designado.
Al siguiente día, partieron los dos príncipes con
toda su comitiva, llegaron al lugar en que debían
acampar y se detuvieron allí hasta la noche. Entonces llamó Schahriar a su gran visir y, sin descubrirle
su designio, le mandó que ocupara su lugar durante
la ausencia y que no permitiese a nadie salir del
campo bajo ningún pretexto.
23
Después de haber dado esta orden, montó a
caballo con el rey de la Gran Tartaria, juntos atravesaron el campo de incógnito, entraron en la ciudad y se introdujeron en el palacio que ocupaba
Schahzenan. Se acostaron y, a la mañana siguiente,
muy temprano, se colocaron en la misma ventana
desde donde el rey de Tartaria había visto la escena de los negros. Disfrutaron algún tiempo de la
frescura de la mañana, porque aún no había salido
el sol, y mientras estaban en conversación daban
continuos vistazos hacia la puerta secreta, que por
fin se abrió y, por decirlo en pocas palabras, se
presentó la sultana con sus mujeres y los diez negros disfrazados, llamó a Masoud y el sultán tuvo
ocasión de ver mucho más de lo que era menester
para quedar plenamente convencido de su afrenta
y su desgracia.
—¡Oh Dios! —exclamó—, ¡qué indignidad!,
¡qué horror! ¿Puede caber tal infamia en la esposa de un soberano como yo? ¿Qué príncipe
se atreverá a vanagloriarse de ser perfectamente
dichoso? ¡Ah!, hermano mío —prosiguió abrazando al rey de Tartaria—, renunciemos los dos al
mundo, de donde se ha desterrado la buena fe,
pues si nos lisonjea por un lado, por otro nos
vende; abandonemos nuestros estados y todo el
boato que nos rodea, vamos a reinos extranjeros
a arrastrar una vida oscura y a ocultar nuestra
desgracia.
24
No aprobó Schahzenan esta resolución, aunque
tampoco se atrevió a combatir la cólera que se había apoderado de Schahriar.
—Hermano mío —le dijo—, yo no tengo otra
voluntad que la tuya, estoy dispuesto a seguirte a
cualquier parte; pero antes prométeme que nos volveremos si llegamos a encontrar a alguien que sea
más desgraciado que nosotros.
—Te lo prometo —dijo el sultán—, pero dudo
mucho que encontremos a alguien que pueda serlo.
—No soy yo de tu opinión acerca de esto —replicó el rey de Tartaria—, verás cómo no tendremos
que viajar demasiado para hallarlo.
Así convenidos, salieron secretamente de su palacio y tomaron distinto camino de aquel por donde
habían venido. No cesaron de caminar mientras
tuvieron bastante luz para guiar sus pasos; pasaron
la primera noche bajo los árboles y levantándose
al amanecer continuaron su marcha hasta que llegaron a una hermosa pradera a orillas del mar, en
donde se veían de trecho en trecho grandes y frondosos árboles, bajo uno de los cuales se sentaron a
descansar y tomar el fresco, mientras conversaban
sobre la infidelidad de las princesas, sus mujeres.
No llevaban así mucho tiempo, cuando oyeron
cerca de sí un ruido horrible proveniente del mar y
un grito espantoso que los llenó de temor. En aquel
instante, se dividió el mar y se elevó como una
gruesa columna que parecía iba a perderse en las
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nubes. Esta imagen redobló su espanto, se levantaron inmediatamente y se subieron al árbol que les
pareció más apropiado para ocultase.
No bien se hubieron encaramado a él, cuando
mirando hacia el sitio donde se había sentido el ruido
y entreabierto el mar, notaron que la columna negra
se adelantaba hacia la ribera hendiendo el agua. Ignoraban qué sería aquello, pero en seguida se enteraron
de su significado. Era uno de aquellos genios malignos, maléficos y enemigos mortales de los hombres.
Era negro y horroroso, tenía la forma de un gigante
de altura prodigiosa, y llevaba sobre su cabeza una
gran caja de cristal, cerrada con cuatro cerrojos de
acero. Se adentró en la pradera con su caja, que fue
a dejar al pie del árbol en que estaban los dos príncipes, quienes, intuyendo el extremo peligro en que
se hallaban, se creyeron perdidos. Sentóse mientras
tanto el genio junto a la caja y, abriéndola con cuatro
llaves que llevaba atadas a la cintura, salió de ella una
dama muy ricamente vestida, de majestuosa talla y de
una perfecta hermosura. El monstruo la hizo sentar a
su lado y, mirándola amorosamente, le dijo:
—Señora, la más cumplida de todas las damas
que se admiran por su hermosura; mujer encantadora, vos a quien arrebaté el día de vuestra boda
y a quien desde entonces he amado siempre con
tanta constancia, dejadme que duerma un momento
junto a vos, pues el sueño me hace venir a este sitio
para tomar un poco de reposo.
26
Al decir esto, dejó caer su abultada cabeza
sobre las rodillas de la dama y, estirando luego
los pies, que llegaban hasta el mar, no tardó en
dormirse con tales ronquidos que resonaban en
la playa.
Entonces levantó la dama los ojos por casualidad y, viendo a los príncipes en lo alto del árbol, les
hizo señas con la mano para que bajasen sin meter
ruido. Fue creciendo su espanto cuando se vieron
descubiertos y suplicaron a la dama, por medio de
señas, que les dispensase de obedecerla; pero ella,
después de haber apartado suavemente la cabeza
del genio de sus rodillas y haberla puesto con tiento en el suelo, se levantó y les dijo con un tono de
voz bajo pero animado:
—Bajen ustedes, es necesario que vengan a mí.
En vano intentaron hacerle entender con nuevas señas que temían al genio.
—Bajen ustedes —les replicó en el mismo tono—, pues si no se apresuran a obedecerme yo
misma lo despertaré y le pediré que los mate.
De tal manera intimidaron estas palabras a los
príncipes, que comenzaron a bajar con todas las
precauciones para no despertarlo. Cuando estuvieron en tierra, los cogió la dama de la mano y,
alejándose con ellos bajo los árboles, les hizo una
propuesta que ellos rechazaron de inmediato; pero ella les obligó a aceptar con nuevas amenazas.
Después de obtener de ambos lo que deseaba, y
27
habiendo advertido que ambos tenían una sortija en
el dedo, se la pidió. En cuanto las tuvo en su poder,
fue a buscar una caja de entre sus pertenencias,
sacó de ella una sarta de otras sortijas de diferentes
hechuras, y enseñándoselas, les dijo:
—¿Saben ustedes lo que significan estas joyas?
—No —respondieron ellos—, pero está en usted el explicárnoslo.
—Son las sortijas de todos los hombres a
quienes he hecho partícipes de mis favores. Hay
noventa y ocho bien contadas, y las conservo para
acordarme de ellos; por eso pido las de ustedes,
para así tener el centenar completo. He aquí, pues,
—continuó— que he tenido hasta el momento cien
amantes, y eso a pesar de la vigilancia y las precauciones de este feo genio. Por más que me encierra
en esta caja de cristal y me tiene oculta en el fondo
del mar, no por eso dejo de eludir sus cuidados.
Ya ven ustedes que, cuando una mujer ha formado
un proyecto, no hay marido ni amante capaz de
estorbar su ejecución. Mejor harían los hombres en
no sujetar demasiado a las mujeres, pues tal sería el
medio de hacerlas juiciosas.
Habiendo hablado la dama de esta manera,
pasó sus sortijas por el mismo hilo en que estaban
engarzadas las demás; luego se sentó como antes,
levantó la cabeza del genio sin despertarlo, la puso
sobre sus rodillas e hizo señal a los príncipes de
que se retirasen.
28
Volviendo a tomar el camino que habían dejado, y una vez que hubieron perdido de vista a la
dama y al genio, dijo Schahzenan:
—Conque, hermano mío, ¿qué te parece de la
aventura que acaba de sucedernos? ¿No tiene el genio una querida muy fiel? ¿Y crees que no hay nada
que iguale a la malicia de las mujeres?
—Sí, hermano mío —respondió el rey de la
Gran Tartaria—. Y tú también debes convenir en
que el genio es más digno de compasión y más desgraciado que nosotros. Por eso, y puesto que hemos
hallado lo que buscábamos, volvámonos a nuestros
reinos, y que esto no sea motivo para dejar de casarnos. En cuanto a mí, ya he ideado el modo de
que me sea guardado el respeto debido. No quiero
dar por ahora más explicaciones, pero algún día las
sabrás, y estoy seguro de que seguirás mi consejo.
Fue el sultán del mismo parecer que su hermano,
y continuando ambos el viaje, llegaron al campo al
anochecer del tercer día de haber salido de él.
Habiéndose extendido la noticia del regreso del
sultán, se presentaron los cortesanos muy de madrugada ante su pabellón; él los hizo entrar y los
recibió con ademanes más risueños que de ordinario, después de lo cual les mandó montar a caballo
y volvió inmediatamente a su palacio.
No bien hubo llegado, fue corriendo a los aposentos de la sultana, la hizo atar en su presencia y
29
la entregó a su gran visir, con la orden de hacerla
ahogar; lo que el ministro ejecutó sin informarse
del delito que había cometido. No contento con
esto el irritado príncipe, él mismo cortó la cabeza
a todas las doncellas de la sultana; y después de
tan cruento castigo, persuadido de que no había
una sola mujer virtuosa, y para prevenir las infidelidades de las que tomase en lo sucesivo, decidió
casarse con una cada noche y hacerla ahogar al día
siguiente. Tras haber tomado tan cruel decisión,
juró mantenerla tan pronto como partiese el rey de
Tartaria, quien se había despedido muy pronto de
él y se había puesto en camino a su país, cargado
de magníficos presentes.
Así pues, habiendo marchado Schahzenan,
se apresuró Schahriar en mandar a su gran visir
que le llevase la hija de uno de los generales de
su ejército. Se acostó con ella y, al día siguiente,
tras ponerla en sus manos para que la hiciese matar, le mandó que le buscase otra para la noche
siguiente.
Por más repugnancia que el visir sintiera en ejecutar semejantes órdenes, y como le debía a su amo
una obediencia ciega, se vio obligado a someterse a
ellas. Así que le llevó a la hija de un oficial subalterno, a quien hizo matar al día siguiente. Tras aquella,
fue la hija de su vecino de la capital, y en fin, todos
los días había una joven casada y una mujer muerta.
30
El rumor de tal grado de inhumanidad causó
una consternación general en la ciudad, en la que
no se oían más que gritos y lamentos. Aquí se veía
llorando a un padre que se desesperaba por la
pérdida de su hija, allí desconsoladas madres que,
temiendo por la suerte de las suyas, hacían resonar
el aire con sus gemidos. Así es que, en vez de las
alabanzas y bendiciones que se había venido granjeando hasta entonces el sultán, todos sus súbditos
prorrumpían en insultos contra él.
El gran visir, que, como se ha dicho, era a
pesar suyo el ministro encargado de tan horrible
injusticia, tenía dos hijas, la mayor de las cuales se
llamaba Scheherezade y la segunda Dinarzade. Esta
última no dejaba de tener sus encantos; pero era la
otra la que poseía un temperamento y un talento
prodigiosos. Había leído mucho, y tenía una memoria tan portentosa que lo retenía todo. Se había
aplicado con esmero en la filosofía, la medicina, la
historia y las artes, y componía mejores versos que
los más célebres poetas de su tiempo. Además de
esto, estaba dotada de extraordinaria hermosura,
coronada por una virtud muy sólida.
Amaba el visir con extrema pasión y ternura a
su hija, la cual, un día en que ambos estaban conversando, comentó:
—Padre mío, tengo que pedirle a usted un
gran favor, y le suplico encarecidamente me lo
conceda.
31
—No te lo negaré —respondió el padre— con
tal que sea justo y razonable.
—En cuanto a si es justo —replicó Scheherezade— no lo puede ser más, y así lo juzgara usted en
cuanto sepa el motivo que me induce a pedírselo.
He decidido firmemente atajar el curso de la barbarie que ejerce el sultán sobre las familias de esta
ciudad, por eso quiero espantar el temor que tienen
tantas madres de perder a sus hijas de una manera
tan horrenda.
—Tu intención es muy loable, hija mía —dijo
el visir—, pero el mal que quieres remediar lo creo
irremediable. ¿De qué medio piensas valerte para
conseguirlo?
—Padre —respondió Scheherezade—, puesto
que es por su mediación como celebra el sultán
todos los días un nuevo matrimonio, le suplico
encarecidamente, por el afecto que le profeso,
que esta vez me procure a mí misma el honor de
su lecho.
No pudo oír el visir aquellas palabras sin
horrorizarse.
—¡Oh Dios! —la interrumpió—. ¿Has perdido el
juicio, hija mía? ¿Es posible que me hagas súplica
semejante? ¿Sabes que el sultán ha hecho juramento
de no acostarse con la misma mujer más que una
sola noche, haciéndola matar al día siguiente, y
quieres que le proponga que se case contigo? ¿Es
que no te das cuenta a lo que te expones?
32
—Sí, padre mío —respondió la valerosa joven—, conozco el gran peligro que corro, pero no
me asusta. Si yo perezco, mi muerte será gloriosa; y
si salgo indemne habré hecho a mi país un servicio
importante.
—No, no —dijo el visir—, no te imagines que
he de convenir en ello sea cual sea el motivo que
emplees para obligarme a que permita arrojarte en
tal espantoso peligro; pues, cuando el sultán me
mande hundir el puñal en tu seno, ¡ah! Tendría que
obedecerle. ¡Qué triste destino para un padre! Sino
temes la muerte, teme al menos el causarme el dolor de ver mi mano teñida con tu sangre.
—Insisto, padre —dijo Scheherezade—; concédame usted la gracia que le pido.
—Tu obstinación —replicó el visir— excita mi
cólera. ¿Por qué te empeñas en correr a tu perdición? Quien no prevé el fin de una empresa peligrosa no puede salir de ella con felicidad. Temo que
te suceda lo que a aquel asno que estaba bien y no
pudo permanecer en su estado.
—¿Qué desgracia le sucedió? —quiso saber
Scheherezade.
—Voy a contártelo —respondió el visir— escúchame bien:
33
El asno, el buey
y el labrador
3
Un comerciante muy rico tenía muchas casas
de campo en las que criaba toda clase de ganados. Un día, se retiró con su mujer y sus hijos a
una de sus posesiones para administrarla por
sí mismo. Poseía el don de entender el lenguaje de sus bestias, pero con la condición de no
poder interpretárselo a nadie sin exponerse a
perder la vida. Y eso le impedía comunicar las
cosas que había alcanzado a saber por medio
de tan don.
Una vez en que estaba sentado junto a un buey
y a un asno que comían en el mismo pesebre y que
3 Esta primera historia que aparece incrustada en el relato central es
una fábula, pertenece por tanto al más antiguo de los géneros literarios. Procedentes de la tradición hindú, este tipo de historias en las que los animales
encarnan conductas humanas, se extenderían a la cultura grecolatina para
llegar hasta los más conocidos fabulistas clásicos como La Fontaine, Samaniego o Iriarte.
34
se entretenía viendo jugar a sus hijos, oyó que el
buey le decía al asno:
—¡Qué feliz me pareces, amigo, cuando considero el descanso de que gozas y lo poco que te
hacen trabajar! Un hombre se ocupa de limpiarte
con cuidado; te lava, te da la cebada bien cribada,
y agua fresca y limpia. Tu mayor trabajo no consiste más que en llevar al comerciante, nuestro amo,
cuando se le ocurre hacer algún corto viaje, sin lo
cual pasarías toda la vida en la ociosidad. A mí, en
cambio, me tratan de un modo muy distinto, y mi
condición es tan desgraciada como agradable la
tuya. Aún no ha amanecido, cuando ya me uncen
a un arado del que me hacen tirar todo el día para
ir abriendo la tierra, lo que me cansa algunas veces
hasta el punto de faltarme las fuerzas; y es más,
el labrador que va siempre detrás de mí no cesa
de aguijonearme. A fuerza de tirar del arado tengo
toda la cerviz despellejada, y por si fuera poco,
después de haber trabajado desde la mañana hasta
la noche, cuando llego a casa me dan de comer
unas miserables habas negras, a las que ni siquiera
se han tomado el trabajo de quitar la tierra; y para
colmo de desdichas, después de alimentado con un
manjar tan poco apetecible, me veo obligado a pasar la noche echado sobre mis propias inmundicias.
Ya ves si tengo motivos para envidiar tu suerte.
No interrumpió el asno al buey y le dejó hablar
cuanto quiso; pero cuando hubo acabado, le dijo:
35
—No desmientes el calificativo de idiota que te
dan, pues eres muy simple; te dejas llevar adonde
otros quieren sin tomar una decisión. ¿Qué lección
sacas de cuantas indignidades sufres? Ya ves cómo
tú mismo te matas por el reposo, el placer y el
provecho de quien no te lo agradece. Si tuvieses
tanto valor como fuerza, te tratarían de otro modo.
¿Por qué cuando van a atarte al pesebre no te resistes? ¿Por qué no das buenas cornadas? ¿Por qué
no manifiestas tu cólera escarbando la tierra con
los pies? ¿Por qué, en fin, no inspiras terror con tus
bramidos espantosos? La naturaleza te ha provisto
de medios para hacerte respetar, y no te vales de
ellos. Si te dan malas habas y mala paja, no las comas; huélelas y déjalas. Si siguieras mis consejos,
no tardarías en experimentar un cambio que me
agradecerías.
Agradeció el buey el consejo del asno y le manifestó qué complacido le quedaba.
—Querido amigo, no dejaré de hacer cuanto
me has dicho, y tú verás cómo me porto.
Callaron después de esta conversación, de la
que no perdió una sola palabra el comerciante.
Al día siguiente de madrugada, fue el labrador
a coger el buey, lo unció al arado y lo llevó a su
trabajo ordinario. El buey, que no había olvidado
los consejos del asno, hizo muy bien el marrajo
todo aquel día, y por la noche, cuando el labrador
quiso atarle al pesebre como tenía por costumbre,
36
en lugar de presentar mansamente los cuernos,
comenzó a hacerse el remolón y a retroceder bramando, incluso bajó los cuernos como para herir
al labrador, con todas los demás ademanes que
el asno le había aconsejado. Al día siguiente fue
a cogerle el labrador para llevarle a trabajar; pero
hallando el pesebre lleno aún de las habas y la paja
que le había echado por la noche, y al buey tirado
en el suelo con los pies tendidos y jadeando de una
manera extraña, le creyó malo, sintió lástima por él,
y juzgando que sería inútil llevarle al trabajo, acudió
a comunicárselo al amo.
El comerciante supo así que los malos consejos
del asno habían producido su efecto, y para castigarle según merecía le dijo:
—Vete, pon al asno en lugar del buey y hazle
trabajar mucho.
Obedeció el labrador, y el asno tuvo que tirar
del arado todo aquel día, lo que le causó tanta más
fatiga cuanto menos acostumbrado estaba al trabajo. Además de eso llevó tantos palos, que no podía
sostenerse cuando volvió a casa.
Mientras tanto, el buey estaba encantado: había
comido cuanto había en el pesebre y había estado
descansando todo el día; así que se regocijaba consigo mismo de haber seguido los consejos de su
amigo; lo bendecía una y mil veces por el beneficio
que le había procurado y no dejó de manifestárselo
en cuanto lo vio llegar. Solo que el asno no respon-
37
dió una palabra, tal era su despecho por haber sido
tan maltratado.
—Por mi imprudencia —se decía a sí mismo—,
me he acarreado esta desgracia; yo vivía feliz, todo se me presentaba con semblante risueño, tenía
cuanto podía desear; yo tengo la culpa del deplorable estado en que me veo, y, si mi talento no me sugiere alguna astucia para salir de él, estoy perdido.
Al decir esto, se encontraron sus fuerzas de tal
manera apuradas, que se dejó caer medio muerto
junto al pesebre.
Al llegar aquí el gran visir, dirigiéndose a Scheherezade, le dijo:
—Hija mía, tú haces como el asno, te expones
a perderte por tu falsa prudencia.
—Padre mío —respondió Scheherezade—, el
ejemplo que acaba usted de contarme no es capaz
de hacerme cambiar de decisión, y no cesaré de
importunarle hasta conseguir que me presente al
sultán para ser su esposa.
Viendo el visir que insistía tanto en su empeño,
le replicó:
—Pues bien, puesto que no quieres abandonar
tu obstinación, me veré obligado a tratarte de la
misma manera que el mercader del que acabo de
hablar trató a su mujer poco tiempo después, y he
aquí cómo ocurrió:
Habiendo sabido el comerciante que su asno se
hallaba en un estado tan lastimoso, tuvo curiosidad
38
de saber lo que pasaba entre él y el buey, motivo
por el cual, después de cenar, salió a la claridad de
la luna y fue a sentarse junto a ellos en compañía
de su esposa. Cuando llegó, oyó que el asno le
decía al buey:
—Dime, compadre, ¿qué piensas hacer cuando
el labrador te traiga mañana el pienso?
—Lo que haré —respondió el buey—, será
continuar haciendo lo que tú me has enseñado: me
estiraré, presentaré mis cuernos como ayer, me haré
el enfermo y fingiré que estoy en las últimas.
—Guárdate bien de hacer tal cosa —le interrumpió el asno—, pues eso sería el medio de perderte; porque al llegar esta noche he oído decir al
comerciante nuestro amo algo que me hace temblar
por ti.
—¿Pues qué has oído? —le preguntó el buey—.
Hazme el favor de no ocultarme nada, mi querido
amigo.
—Nuestro amo —respondió el asno— comentaba al labrador estas tristes palabras: «Puesto que
el buey ni come y ni puede sostenerse, será mejor
que lo maten mañana. Con su carne daremos una
limosna a los pobres por amor de Dios, y su pellejo,
que podrá sernos útil, se lo darás al curtidor. Así
que no dejes de llamar al carnicero». Esto es lo que
yo tenía que decirte —añadió el asno—, el interés
que me tomo por ti y la amistad que te profeso me
obligan a advertírtelo y a darte un último consejo:
39
en el momento en que te traigan tus habas y tu
paja, levántate y arrójate a ella con ansia; así creerá
el amo que te has curado, y seguro que revocará tu
sentencia de muerte.
Este discurso produjo en el buey el efecto que
se había propuesto el asno, pues al oírlo se turbó y
bramó de espanto.
El mercader, que había estado escuchándolos
con mucha atención, prorrumpió entonces en una
carcajada de la que su mujer no pudo dejar de sorprenderse.
—Dime —le comentó—, ¿por qué te ríes así?,
cuéntamelo para que yo también me ría contigo.
—Esposa mía —le dijo el mercader—, confórmate con oírme reír.
—No —replicó ella—, quiero saber el motivo.
—No puedo decírtelo —contestó el marido—,
confórmate con saber que me río de lo que el asno
acaba de decirle al buey; lo demás es un secreto
que no me es permitido revelar.
—¿Y quién te impide descubrirme ese secreto?
—le insistió ella.
—Si te lo dijera, has de saber que me costaría
la vida.
—Tú te burlas de mí —exclamó la mujer—, no
puede ser cierto lo que me dices. De modo que,
si no me explicas inmediatamente por qué te has
reído y te niegas a explicarme lo que el asno y
el buey han dicho, te juro, por el gran Dios que
40
esta en los cielos, que no viviremos más tiempo
juntos.
Dichas estas palabras, se metió la mujer en casa
y se fue a un rincón, donde pasó la noche llorando
a mares. El marido tuvo que dormir solo, y al día
siguiente, viendo que su mujer no cesaba de lamentarse, le dijo:
—Qué necia eres en afligirte de ese modo; el
asunto no merece la pena, y es tan poco importante para ti el saberlo, como lo es mucho para mí el
callarlo. No pienses, pues, más en ello, te lo suplico.
—Pienso tanto —respondió la mujer— que
no cesaré de llorar hasta que hayas satisfecho mi
curiosidad.
—Insisto en que me costaría la vida el ceder a
tu indiscreta insistencia.
—Pues que suceda lo que Dios quiera —repuso
ella—, que yo no desistiré de mi empeño.
—Ya veo que no hay medio de hacerte ceder, y
como sé que tu obstinación te acarreara la muerte,
voy en busca de tus hijos para que tengan el consuelo de verte antes de que mueras.
Hizo, en efecto, venir a sus hijos y envió a
buscar también al padre, a la madre y a los demás
parientes de la mujer. Cuando estuvieron reunidos
y les explicó el asunto, emplearon su elocuencia en
hacer comprender a la mujer que no tenía razón en
persistir en su terquedad; pero ella les aseguró que
antes moriría que ceder en eso ante su marido. Por
41
más que el padre y la madre le hablaron en privado, insistiendo en que lo que deseaba saber carecía
de importancia, nada adelantaron en su empeño, ni
siquiera imponiendo su autoridad. Así que, cuando
vieron sus hijos que se empeñaba en desatender las
buenas razones con que atacaban su obstinación,
se pusieron a llorar amargamente. El desconcertado
comerciante ya no sabía ni dónde se estaba, y sentado solo junto a la puerta de su casa se planteaba
si sacrificar o no su vida por salvar la de su mujer,
a la que amaba mucho.
—Verás, hija mía —continuó el visir diciendo a
Scheherezade—, este comerciante tenía cincuenta
gallinas y un gallo con un perro muy fiel, y mientras
estaba sentado, como he dicho, y meditaba profundamente sobre lo que debía hacer, vio al perro
correr hacia el gallo, que se había abalanzado sobre
una gallina, y oyó que le hablaba en estos términos:
—¡Oh gallo, no permitirá Dios que vivas mucho
tiempo! ¿No te avergüenzas de hacer lo que estás
haciendo precisamente hoy?
Se puso el gallo farruco, y volviéndose hacia el
perro le dijo:
—¿Por qué me esta prohibido esto hoy más que
otros días?
—Por lo visto, ignoras que nuestro amo se halla
en un gran conflicto. Su mujer esta empeñada en
que le revele un secreto, que es de tal naturaleza
que le costará la vida si se lo descubre. Así están las
42
cosas, y es de suponer que no tenga bastante firmeza para resistir la obstinación de su mujer, porque
la ama y le tienen muy conmovido las lágrimas que
no cesa de derramar. Quizá se muera; por eso todos en casa andamos con el mayor cuidado, todos
menos tú, que, insultando nuestra tristeza, cometes
la imprudencia de divertirte con tus gallinas.
El gallo respondió a la reprimenda del perro en
estos términos:
—¡Qué insensato es nuestro amo! No tiene más
que una mujer y no puede sujetarla, en cambio a
mí, que tengo cincuenta, todas me obedecen. Que
medite un rato y así encontrará pronto algún remedio para salir del problema en que se halla.
—¿Y qué quieres tú que haga? —dijo el perro.
—Que entre en el cuarto en que está su mujer
—respondió el gallo—, y que, tras haberse encerrado con ella, la amenace con tenerla aislada mientras insista en su terquedad; yo te aseguro que será
menos curiosa después de un tiempo aislada de
intrigas y rumores, y que así no le importunará más
para que le diga lo que no debe revelarle.
—Diculpa, esposo mío, basta, no me castigues
así; no te importunaré más con mis preguntas.4
No bien hubo escuchado el comerciante lo que
acababa de decir el gallo, cuando se levantó de
4 Escenas así, son frecuentes tanto en esta obra como en otras de la
literatura antigua —El Conde Lucanor, El Decameron, Los cuentos de Canterbuy…— son reflejo del concepto que se tenía de la mujer como propiedad
del marido.
43
donde estaba, fue en busca de su mujer, a la que
halló aún llorando, se encerró con ella y la amenazó con no dejarla salir de allí si no cedía en su
terquedad.
No bien hubo escuchado el comerciante lo que
acababa de decir el gallo, cuando se levantó de
donde estaba, fue en busca de su mujer, a la que
halló aún llorando, se encerró con ella, y le sacudió
tales estacazos que ella no pudo dejar de gritar:
—Basta, esposo mío, basta, déjame; no te importunaré más con mis preguntas.
Al oír estas palabras, y viendo que se arrepentía de
su enfermiza curiosidad, cesó de maltratarla, abrió
la puerta y entró toda su parentela, que se regocijó
de que hubiese desistido de su obstinación, y felicitó al marido por el feliz remedio del que se había
servido para hacerla entrar en razón.
—Hija mía —añadió el gran visir—, también tú
merecerías que se te tratase de la misma manera
que a la mujer del comerciante.
—Padre disculpe —repuso entonces Scheherezade—, y no le parezca mal que insista en mi
pretensión. La historia de esa mujer no me hará titubear, además, también yo podría contarle a usted
otros muchos casos con los que se convencería de
que no debe oponerse a mi designio. Por otra parte, perdone usted si me atrevo a declararle que es
inútil oponerse, puesto que, aún cuando la ternura
44
paternal se negara a aceptar la súplica que le hago,
yo misma iría a presentarme al sultán.
Vencido al fin el padre por la firmeza de su hija,
cedió a su insistencia y, aunque sumamente afligido
de no haber podido retraerla de tan funesta resolución, en aquel momento fue a visitar a Schahriar
para anunciarle que la noche próxima le entregaría
a Scheherezade.
Quedó admirado el sultán ante el sacrificio que
le hacía su gran visir:
—¿Cómo has podido consentir en entregarme
tu propia hija?
—Señor —le respondió el visir— ella misma se
ha ofrecido. El triste destino que le espera no ha
sido bastante para espantarla, prefiriendo el honor
de ser una sola noche esposa de vuestra majestad
antes que su vida.
—Cuidado, y no te engañes, visir —replicó el
sultán—, que mañana, cuando ponga en tus manos
a Scheherezade, exigiré que le quites la vida; y si no
lo haces, juro que no te salvaras ni tú de la muerte.
—Señor —respondió el visir—, sentiré vivamente el tener que obedecer a vuestra majestad;
pero por más que lo resista la naturaleza, y aunque
sea padre, respondo de que mi brazo cumplirá fielmente las órdenes de vuestra majestad.
Schahriar aceptó la oferta de su ministro y le
dijo que podía llevar su hija cuando le conviniese.
45
El gran visir fue a comunicar la noticia a Scheherezade, que la recibió con tanto júbilo como si
fuese la más agradable del mundo. Dio las gracias
a su padre y, viendo que el dolor le consumía, le
dijo para consolarle que confiaba en que no se
arrepentiría de haberla casado con el sultán, antes
por el contrario le sería motivo de alegría el resto
de su vida.
No pensó ya Scheherezade sino en prepararse
para presentarse al sultán; pero antes de partir cogió a solas a su hermana Dinarzade y le dijo:
—Mi querida hermana, tengo necesidad de tu
ayuda en un asunto muy importante; te suplico no
me lo niegues. Mi padre me va a conducir al palacio del sultán para ser su esposa; no te espante esta
noticia y escúchame con atención. Cuando me vea
en presencia del sultán, le suplicaré que te permita
acostarte en la alcoba nupcial, a fin de que yo pueda
gozar aún esta noche de tu compañía. Si obtengo
esta gracia, como espero, acuérdate de despertarme
mañana una hora antes de amanecer y dirigirme
estas palabras: «Hermana, si es que no duermes,
te suplico que mientras amanece, que no tardará,
me cuentes uno de aquellos hermosos cuentos que
sabes». Yo te responderé: «Al momento te contaré
uno, y me alegro de librar por este medio a todo el
pueblo de la tristeza en que se halla inmerso».
Dinarzade respondió a su hermana que haría
con el mayor gusto cuanto ella le pedía.
46
Habiendo por fin llegado la hora de acostarse,
condujo el gran visir a Scheherezade a palacio y,
después de haberla introducido en el aposento del
sultán, este le mandó que se descubriese el rostro.
Tras haberla visto, le pareció tan hermosa que quedó encantado de ella; y al advertir que lloraba, le
preguntó el motivo.
—Señor —respondió Scheherezade—, tengo
una hermana a quien amo con mucha ternura y
desearía que pasase la noche en este aposento
para verla y darle el último adiós. ¿Quiere vuestra
majestad que tenga el consuelo de darle este último
testimonio de mi amistad?
Habiendo consentido en ello Schahriar, fueron a
buscar a Dinarzade, quien acudió inmediatamente.
El sultán se acostó con Scheherezade sobre un
estrado muy elevado, según costumbre de los monarcas orientales, y Dinarzade en una cama que se
le había preparado bajo el estrado.
Una hora antes de amanecer, habiéndose despertado Dinarzade, no se olvidó de hacer lo que su
hermana le había encargado.
—Mi querida hermana —exclamó—, si no duermes, te suplico que antes de que amanezca, que
será pronto, me cuentes uno de aquellos divertidos
cuentos que sabes. ¡Ay! esta será acaso la última vez
que goce de tal placer.
Scheherezade, en lugar de responder a su hermana, se dirigió al sultán y le dijo:
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—Señor, ¿querrá vuestra majestad permitirme
dar esta satisfacción a mi hermana?
—Con mucho gusto —respondió el sultán.
Entonces pidió Scheherezade a su hermana
que la escuchase; y luego, dirigiendo la palabra a
Schahriar, comenzó de este modo:
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