Manuel Escribano

Transcripción

Manuel Escribano
Manuel Escribano
La resurrección del hombre
Por Juan Carlos Gil / Fotos: Julián Álvarez y Fran Jiménez
FRAN JIMÉNEZ
24 HORAS CON...
UNA TEORÍA GOLFISTA DEL TOREO
JULIÁN ÁLVAREZ
Nos citamos a 15 minutos de Sevilla, en un complejo lujoso,
acogedor y coqueto. En el aparcamiento del campo de golf
de Hato Verde apareció Manuel Escribano con su hermano
Curro y su amigo y consejero Manuel. Ojos azules,alto, rubioy de cara adjetivada por una delgadez quijotesca.La barba invernal y pobladísima atestigua un invierno cruento y de
sufrimiento a raudales para Escribano.
Nada más reponerse de su gravísimo percance, comenzó a
probarse en el campo, aunque para la cita del sábado 8 de
febrero, apenas si había matado tres toros a puerta cerrada.
Con éstos ha vencido las resistencias físicas, pero su cuerpo ha seguido pagando caro su arrojo. Las pruebas eran
evidentes: su rostro golpeado, macilento y arañado; los
pómulos esculpidos de sangre; y la nariz amoratada, signos todos ellos de que los entrenamientos han ido en serio.
“Ayer, toreando un toro en el picadero cubierto de Peralta,
fui volteado y el animal cayó encima de mí, zarandeándome
a placer”. Paradójicamente, hablaba de su voltereta con el
gesto relajado, sin el menor atisbo de preocupación, sin que
le trajese malos recuerdos. A pesar del ventarrón y el frío,
estaba radiante, ilusionado, desbordado de ánimo, un día
antes de su prueba verdadera.
Cuando jugar al golf es puro esnobismo, un ejercicio de banalidad superlativa, una mera pose para llamar la atención,
ni se disfruta, ni se transmite entusiasmo y cualquier excusa es argumento suficiente para abandonar los palos y
tomar café en el confortable restaurante del complejo. Sin
embargo, para Escribano este deporte está adherido a sus
pasiones, le despierta los sentidos, le rejuvenece el alma y
el tiempo se consume a pasos agigantados.Mientras calentaba, movía las muñecas, equilibraba la postura, ajustaba la
planta de los pies y golpeaba con fuerza la bola a la par que
contorsionaba el cuerpo y giraba las caderas. Todo en milésimas de segundo, en un parpadeo de ojos. Concentraba
la mirada en un punto fijo y, con compás y ritmo, mecía el
cuerpo al natural, consecuencia ineluctable de un ferviente
desdoblamiento de la inteligencia: armonía de movimientos
y sagacidad precisa en el golpeo de la bola.
Este juego, tradicionalmente de ricos hacendados, ahora se
ha extendido entre el escalafón de matadores, mas Escribano goza de buena fama de jugador porque lo practica desde
hace unas temporadas, cuando ni siquiera era un novillero
conocido. En él es pura vocación. “El golf se asemejaba bastante a la tauromaquia. Mira –nos llama la atención- exige
conocer bien los terrenos, una concentración altísima, estar pendiente del aire y tener la mente muy despejada. Así
como las verónicas y los naturales brotan del interior, los
golpes preciosos, los más milimétricos, surgen por inercia,
por pura intuición. Hay que tenerlos en la mente. También,
como en el toreo, hay que ser muy constante, tener una afición desmedida, en caso contrario, se pierde el tacto con las
distancias y los palos, igual que con el capote, la muleta y
los animales.”
Por el campo verdísimo y en ocho hoyos fue repartiendo
su talento golpe a golpe, en cada comentario, en cada medición. Comenzó la partida en el hoyo 10 y,unas veces con
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más acierto, otras sorprendido de su error, siempre conservó una concentración concienzuda y mantuvo la tensión
con un inusitado afán de superación, sobreponiéndose a los
malos golpes, ofreciéndose por entero a sus adversarios,
aconsejándoles, recomendándoles estrategias. Como la
vida misma, sin saber muy bien por qué, en los hoyos más
complicados el acierto era sobresaliente y en otros, una vez
dentro del green, fallaba el par. “Al más mínimo descuido,
se comete un error de bulto”, nos susurraba en el buggy
que nos llevaba de hoyo a hoyo, como queriendo justificar la
relación entre el golf y el arte del toreo.
Acabado el recorrido y tras haber disfrutado como un crío
en la feria de su pueblo, la casualidad quiso que Manuel se
tropezase en las instalaciones con Esaú Fernández y Víctor
Barrios. Amena tertulia entre cafés y risas. Desmenuzaron
el toreo, y, con la tranquilidad que dan los pantalones deportivos, le desearon a Manuel lo mejor para el día siguiente, además de prometerle encontrarse en los patios de caballos. No olvidaron la incendiada situación de Sevilla y a la
oportunidad que se les abría a ellos, jóvenes que esperan
ávidos que el destino les coloque en la senda del triunfo en
una plaza como la Maestranza.
GEOGRAFÍA DEL DOLOR
A las 20.30 el torero tenía una cita con el dolor y la memoria, con la sugestión y la amargura. En la mente de Manuel
todavía revolotea el recuerdo de los litros de sangre acumulados en su abdomen. En la clínica de su fisioterapeuta,
se respira un ambiente místico. Música relajante y una luz
de un cierto tono crepuscular ayudan a que el cuerpo se
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afloje y la mente se pierda en paraísos siderales. Antes de
la hora de sesión, besó instintivamente el busto pequeñito
de un Cristo sufriente que cuelga de su cuello, préstamo de
Juan José Padilla. Su cuerpo se asemeja a la imagen que
porta, es un horizonte primitivo, antiguo, en el que las costillas surcan como barrotes helados su anatomía. Y en mitad
de su abdomen, aparece ese costurón prominente y rojizo,
símbolo de esa geografía del dolor labrada en el bronce de
su vientre. Ese desgarrón es demasiado grande para pasar
desapercibido, demasiado sofocante para una mirada afligida. Ese surco implacable, esa cicatriz trágica y tremendamente verdadera es la huella indeleble que le ha dejado el
dios tauro, que silenciosamente quiso llevárselo una tarde
del septiembre pasado.
Ha salido de las simas demoníacas que quisieron arrullarlo
en su seno y ha vuelto a la vida con la luz celeste de sus
ojos. Le doblan por la cintura, le llevan las piernas hasta su
cabeza, toca su frente con las rodillas, le tuercen el tronco
hasta el infinito, y le practican diez mil diabluras más y no
se escucha el menor grito, ni se observa ningún gesto de
sufrimiento. Escribano se ha curtido en el dolor y ha ganado una flexibilidad envidiable. No hace falta un examen de
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lo más íntimo de su singularidad para saber lo universalmente humano que es Manuel Escribano, al que le nacía
de su retina una luz casi sangrante, norteña y misteriosa,
provocada por el dulce terror de esos intensos minutos de
silencio lacerado.
Finalizada esa inenarrable sesión de “tortura”, en su hogar
le esperaban su madre, su hermana y su padre, que cumplía años. En el inmenso salón de la casa cuelga la cabeza
de Datilero, el ejemplar de Miura que le cambió la vida y
le tornó la sonrisa en el rasgo principal que le caracteriza.
Era el espíritu del toro, ancho de sien, ofensivo y de mirada
retadora, el que inundaba de tranquilidad, alegría y sosiego
esa noche de aniversario familiar, en el que todos estaban
dispuestos a olvidar el reto venidero para darse a la festividad de un yantar copioso.
RUMBO AL ENCUENTRO DE LA FELICIDAD
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7.00 horas. Aunque, por apariencia, Manuel Escribano es
un joven normal, sin embargo, su mundo se sitúa entre la
muerte y la locura, entre el sueño delirante por el triunfo ansiado y la claridad ardiente de la posibilidad real de
la muerte. A las siete de la mañana, en plena noche de
invierno y con una lluvia persistente y fastidiosa iniciamos
la travesía mítica acompañando al Ulises sevillano. Gerena
despedía en la soledad cómplice de la noche a uno de sus
conciudadanos más ilustres que iba de nuevo a mirar de
frente y por derecho a la muerte, tras haberla superado en
un dramático pulso que había durado cinco largos meses.
El viaje en coche se prolongó por más de seis horas, en las
que apenas durmió, aunque llevaba una almohada como
coartada para no ponerse al volante. Se tomó un copioso
desayuno en Monesterio y en el coche no paró de sonar música “pastillera” de todos los tiempos. Mucha Máxima FM,
intercalada, de cuando en vez, con la prosa poética de las
historias del galán mexicano Alejandro Fernández. Amor
y decibelios; una mezcla tan explosiva como su toreo, tan
sugestiva como su forma de enfrentarse al reto; tan hechizante como sorprendente. A cada éxito discotequero del verano, surgía la voz de Manuel, “esto es un temazo” y alzaba
la mano izquierda agitándola como si estuviese en una pista
de baile. Mientras, Curro buscaba en el Ipad los temas favoritos de su hermano…; que entre risas y veras, atendía las
muchas llamadas que recibía.
-“Maestro (por Juan José Padilla), ya vamos para allá. A ver
cómo estamos esta tarde. Tengo ya unas ganas tremendas
de ponerme delante”.
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Bordeando el mediodía, Antonio Manuel Punta. “Sí, Manuel,
conozco la corrida. Fui el lunes a Algarra y no tenté porque
llovía y me enseñaron los toros. No recuerdo los números,
pero el colorao de la cara p’alante, que es más fuerte, el
primero. El más bonito, por detrás.” Como el matador no
es nada supersticioso, ni guarda ninguna manía, le dijo a su
gente que siguiesen la costumbre: el grande primero, y el
mejor, por hechuras, para el final.
14.10 horas. El paso por el Hospital Universitario Rey Juan
Carlos de Móstoles generó un levísimo comentario, a pesar
de lo que debió sufrir en esa UCI. Cerca de la una y media,
Curro, que ya había adquirido la responsabilidad del chófer,
optó por una dirección equivocada y hubo que desandar el
camino, volver a Madrid y tomar la salida de Guadalajara,
primero, y después el desvío de Guadarrama, buscando El
Escorial. Ni siquiera esos avatares le desconcentraron. En
su cuartel general todos le esperaban ansiosos y llamaban
por teléfono para saber su ubicación. La voz de Escribano
sosegaba la espera, a la par que en su monovolumen reinaba la despreocupación más llamativa, con esa música que
golpea el cerebro de modo contundente.
Y es que hay toreros que, por sus miedos e inseguridades,
el día de la corrida se refugian por completo en sus adentros hasta tal punto que resultan inaccesibles. No salen de
la habitación, no hablan, quedan ensimismados con el detalle más insignificante. Se convierten en seres invisibles,
huraños y se escudan en sus interioridades, ajenos al vaivén externo. Por el contrario, Escribano es una forma indescriptible de serenidad y calma, una persona que asume
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el riesgo como algo propio. El miedo, del que nunca habla,
es para Manuel un amigo de fatigas que no le deja secuelas
externas.
Además, el torero de Gerena tiene la capacidad de crear a
su alrededor un aura de tranquilidad, impropia de una Fiesta que exige tanto sacrificio personal, que es capaz de contagiársela a todos los miembros de su equipo. La comida
se asemejaba más a una celebración navideña, con catorce comensales, que una cuadrilla taurina. Risas, bromas,
anécdotas, chistes… Sólo David, su diligente mozo de espadas, se preocupaba de que le sirvieran la comida en primer
lugar al matador. Si no se le conoce, en el restaurante, en la
barra del hotel o en el parque, nadie diría que es un héroe
dispuesto a todo. Su virtud para el disimulo es tan poética
que evitaba cualquier atributo que pudiera exaltar su lado
taurino.
CONCURRIDA HABITACIÓN
14.40 horas. Pasó el tiempo ojeando algunas revistas, antes
de caer rendido en los brazos de Morfeo. Tras una breve
siesta, en la que aprovechó para disfrutar de su único instante de soledad, comenzó a manosear su capote de paseo.
“A ver si me acuerdo cómo se hacía, porque hace mucho
tiempo que no me lío”. Superada la prueba, se colocó el
chándal en busca del encuentro con su interior. “Cuando eres el primero debes activar el cuerpo cuanto antes.
No hay tiempo para pensar. Si te duermes en los laureles,
cuando quieres reaccionar ya ha pasado el primer toro”.
15.45 horas. En el silencio melancólico de la atardecida correteaba solo por un parque desierto cercano al hotel. Todo
-el pueblo, los montes a lo lejos, el valle, la tierra, el cielo,
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las estatuas y los bancos-, se envolvía en el místico y acariciante cendal de la niebla que le daba a la fría estampa
un encanto especial. Esa bruma londinense, tibia y suave
como la luna vernal, deshacía los contornos de los objetos salvo la silueta de Manuel Escribano, que oculto tras
una capucha negra, se peleaba con el leviatán interior que
quería atormentarle la fiesta primaveral de su regreso. Una
breve carrerita, que ni siquiera le permitió sudar, unos estiramientos siguiendo los consejos de su preparador físico
y a la ducha.
16.20 horas. “Ya me atacan los demonios”, es decir, que se
le notaba un hormigueo en el estómago cuando se estaba
enfundado los leotardos. Sin embargo, recibió en su habitación a un grupo de amigos franceses que querían distraerlo
y darle ánimos en la primera de la temporada, la primera
vez tras el percance. Poco después, apareció su novia, la
guapa villanovense Fany Pino, para quedarse con él casi
hasta el final. Lo único que le cambió sustancialmente a
Escribano fue su mirada. A veces la fijaba en alguno de sus
varios interlocutores, mientras lo examina de arriba abajo y
de abajo arriba, como si se tratara de un experto en segu-
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ridad aeroportuaria. Luego detenía las pupilas en cualquier
otro y prestaba atención a lo que éste decía.
Si en la charla surgía una historia fascinante de alguno de
sus triunfos, contada por David, entonces la mirada camaleónica de Escribano se volvía como la de un niño y le centelleaba de puro asombro. Por instantes apartaba los ojos de
quien estaban hablando y, sin perder el paso de la conversación, los clavaba en algún nuevo objeto o persona. Había
momentos en los que centraba su visión en una prenda del
vestido de torear, con tal fuerza, que parecía que les extraía
su esencia.
Ajustarse las medias, o la taleguilla, o el chalequillo y mover las muñecas, los brazos y las piernas, era todo uno. A
cuarenta y cinco minutos de su cita, su semblante, ya barbilampiño, apenas se había alterado, tan mentalizado como
estaba de lo que tenía que hacer, aunque, los nervios lo habían invadido.
EL ENCUENTRO CON LA VIDA VERDADERA Y EL TRIUNFO
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16.50 horas. Ninguna superstición, ningún ritual con el que
cumplir, ninguna capilla a la que rezarle. Sus colgantes adheridos a su pecho y su cara celada entre su montera, una
suerte de breviario que le unía al más allá, era todo lo más
que se permitía. Ahí dejó sus inquietudes y sus desvelos sin
llegar a descomponer sus facciones. Y es normal que así
fuera. Entre temblores y silencio, el alma se le vino a los
labios y su voz no era voz, ni sus palabras, eran palabras, del
trabajo que le costaba articular la despedida.
El estilo no es sólo el hombre, es también lo que lo rodea y
la atmósfera que circunda a Manuel participa de su carácter
abierto. En la furgoneta se palpaba el buen ambiente y se
entremezclaban las conversaciones de los distintos miembros de la cuadrilla. “Oye, no olvidéis, intentad coger a los
toros delanteritos y pronto. Y levantad el palo a mi voz”. Más
bromas, más risas, más chascarrillos del pueblo. “Ya hemos llegado. ¡Ahora sí, chicos, es la hora!¡A pasarlo bien,
señores, y a ser mejor que todos!”
17.10 horas. En el patio de caballo todos los toreros le dicen adiós por unas horas a la normalidad. En Valdemorillo,
ese largo túnel desemboca en un gran portalón por el que
se accede a la esfera mágica de la vida y la muerte. Fue la
única vez que apreciamos un cierto claroscuro en la mirada
de Manuel Escribano. Se puso le puso el corazón al ritmo
del susto, se le tensó la piel sobre el oro de la seda de su
vestido y la saliva pastosa como un mazapán le resecó la
garganta. Hubo un espacio de tiempo detenido, un compás
estancado de relojes rotos que se reflejó en sus manos nervudas, en sus piernas nerviosas y arqueadas. Ahí empezó la
mente de Escribano a preparar su locura apoteósica, ésa
que no tiene geometría precisa y que sabe que comienza en
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la puerta de chiqueros, donde un milímetro de descuido te
puede arrancar la vida.
17.37 horas. Dos veces -y más porque no hubo ocasión-,
atravesó el largo diámetro del redondel a cuestas con sus
ansias, para postrarse frente a la negrura de los chiqueros
a la espera del destino. Se había cerrado el ciclo y empezaba su metamorfosis. Fueron unos segundos grabados en el
alma colectiva de modo tan pleno que provocaron una alta
marea de sensaciones. Se rompieron los diques de la sucesión temporal y esa tensa espera arrastró a los tendidos,
que tuvieron la impresión de sentir el tiempo puro rozándoles el alma. Era estar inmersos en las aguas originales de
la existencia.
En el flujo y reflujo de las dos actuaciones de Escribano,
entre escalofriantes quites por gaoneras y chicuelinas, entre largos y templados muletazos por ambas manos, hubo
un momento en el que todo concordó, se hilvanó y pactó,
impulsado por una fuerza sobrenatural. En el tercer par al
quiebro por los adentros, a su segundo toro (como había
sido su cogida en Sotillo de la Adrada) sobresalió un estado
de dramática y absoluta armonía entre Escribano y su oponente, que atentos a una rigurosa coreografía, a una minuciosa sincronización, se acercaron, se rozaron, se tocaron
tranzando impecables líneas geometrías. Asistimos a una
danza líquida, evanescente e impactante en la que, como en
el poema de Lautrémont, los contrarios dejaron de ser reconocibles para fundirse en un solo ser. Fue algo así como
la suspensión del alma en el infinito, gracias, a cuya verdadera ilusión se esquivó la cornada.
Detrás de sus dos faenas, apresadas en su fascinación,
paradigmas de la resurrección del hombre y del torero, se
oían los ecos de toda su familia, que sacudida por la voluntad indomable de su representante, confiaba en que su
tribuno entregase lo máximo de sí. Su segunda obra, más
desgarrada, más intensa, menos atenazada, gozaba de ese
debilitamiento melódico que, como una nota incomparablemente flexible, transforma las serie de naturales en el eco
de esa música callada del toreo. Colocación perfecta, toques suaves, compás en el trazo del derechazo… hicieron
que sus muñecas desgranasen un toreo que evocaba una
sinfonía de restauradora delicia.
20.03 horas. Cuando Escribano iba a hombros, vislumbramos, por una fracción de segundo, ese momento excelso
de compenetración entre cuerpo y alma que pocas veces se
consigue. Disfrutamos de ese instante tan paradójicamente
fugaz como imperecedero, en el que forma y movimiento
alcanzan un equilibrio sin apoyo. Quietud en el movimiento,
triunfo entre el martirio, amor abierto a todos. Sin dejar de
fluir, el tiempo se detuvo, colmado de sí, para enaltecer al
triunfador real y moral de este largo inviernos de fantasmas
y demonios.
Por eso, cuando esta descreída sociedad esté necesitada
de una buena lección de hombría, cuando, cansada de las
trágicas tensiones de la vida, quiera volver a escuchar la
misteriosa música de la pasión que emana de los gestos
heroicos, tendrá en Manuel Escribano el mejor ejemplo de
fe en el esfuerzo, sencillez en las formas y sensibilidad en
la voluntad. Mientras siga existiendo, el toreo jamás dejará
de ser una de las pocas artes que le permite al hombre en
general y a Escribano en particular ir más allá de sí mismo,
esto es, al encuentro de lo que es profunda y originalmente.
Fue en Valdemorillo, y al principio de un febrero invernal,
donde el torero de Gerena, con sus danzas de príncipe de
cuento, se erigió en inspirado creador de emociones colectivas con su rima consonante, de verso fuerte y sonoridad
aguda. Triunfo incontestable, rotundo y clamoroso de Manuel, fácil de leer por la sinceridad y la verdad de este buen
Escribano.
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