Entre líneas, de la lectura de ambos documentos se

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Entre líneas, de la lectura de ambos documentos se
Entre líneas, de la lectura de ambos
documentos se desprende que el mayor punto
de colisión entre el gobierno federal y la CIDH
tiene que ver con el “papel” y el “prestigio” de las
fuerzas armadas mexicanas, reivindicados además
de manera laudatoria por su mando supremo, el
Presidente de la República, en recientes entrevistas
y diferentes discursos durante el sexenio.
En su informe, la CIDH afirma que en muchos
casos los grupos de la economía criminal actúan “en
aparente colusión directa con autoridades estatales,
o por lo menos con la aquiescencia de éstas”, y cita
el caso Ayotzinapa como ejemplo emblemático de
dicho pacto secreto para perjudicar a un tercero,
ya que, según la versión oficial de la PGR, “la
policía municipal de Iguala estuvo coludida con un
grupo delincuencial para desaparecer a los (43)
estudiantes”. Asimismo, “según el GIEI (Grupo
Interdisciplinario de Expertos Independientes),
autoridades de la policía estatal, federal y del
Ejército habrían acompañado los incidentes. Por
tanto, también podrían haber estado en colusión
con grupos del crimen organizado”.
La sombra de una eventual colusión entre
militares y el grupo delincuencial (Guerreros
unidos) en Iguala está implícita en distintas
partes del documento. La CIDH reitera su
llamado al Estado mexicano para que permita
que el GIEI “entreviste” a oficiales y soldados
del 27 batallón y “visite” el cuartel ubicado
en Iguala, decisión que, según recalcaron en
octubre pasado representantes gubernamentales
durante una audiencia pública del organismo
en Washington, “recae en el Presidente de la
República, quien es el comandante supremo de las
fuerzas armadas por mandato constitucional, y no
en los líderes castrenses”.
Según la CIDH, la intervención de la
Sedena y la Semar en tareas de seguridad pública
durante la “guerra” a las drogas de Felipe Calderón
llevó a una militarización del país y a graves
violaciones de derechos humanos, debido a que
por su “naturaleza” las fuerzas armadas carecen
del entrenamiento adecuado para el control de
la seguridad ciudadana. “El entrenamiento que
reciben (los soldados) está dirigido a derrotar
al enemigo, y no a la protección y control de
civiles, entrenamiento que es propio de los entes
policiales”.
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Destaca también la falta de “rendición de
cuentas” de la Sedena y la Semar en actuaciones
fatales y con un muy alto índice de letalidad, al
margen de lo que dispone el Manual del uso de
la fuerza de aplicación común a las tres fuerzas
armadas, así como la frecuente “alteración de
la escena del crimen” en hechos con personas
civiles para que aparezcan como producto de
una “confrontación” (como en Tlatlaya), lo que
podría buscar encubrir ejecuciones extrajudiciales
o un uso excesivo y desproporcionado de la
fuerza letal. A ello se suma la falta de acceso a
la información sobre esos hechos (amparados
en mecanismos como el secreto de Estado o
la confidencialidad por razones de seguridad
nacional), lo que impide a su vez investigar la
“cadena de mando militar” para deslindar la
posible responsabilidad de los superiores por
hechos ilícitos cometidos por sus subordinados.
Entre sus recomendaciones la CIDH pide al
gobierno un plan concreto para el retiro gradual
de las fuerzas armadas de las tareas de seguridad
pública (en vigor desde 2005) y “reorientar” el
abordaje del tema de las drogas, pasando de “un
enfoque de militarización y combate frontal” a uno
con perspectiva integral, de derechos humanos y
salud pública sobre las adicciones y el consumo
sin fines de distribución.
Contra su voluntad, bajo escrutinio
internacional y en medio de fuertes presiones del
alto mando de la Secretaría de la Defensa Nacional,
cuyo titular, general Salvador Cienfuegos, habría
amenazado con renunciar en septiembre último si
el Presidente autorizaba que el GIEI entrevistara
a “sus” soldados por el caso Iguala, Peña Nieto
se enfrenta a la decisión de romper de un tajo
el verdadero nudo gordiano de la violencia en
México: la militarización.
Tal vez a ello obedecería la declaración del
secretario de Gobernación, Miguel Ángel Osorio,
de que “la mal llamada guerra a las drogas (de
Calderón) partió de un diagnóstico equivocado y
de una estrategia mal diseñada que generó una
escalada de violencia sin precedente”. ¿Habló por
Peña Nieto? ¿Se dio cuenta después de tres años
de aplicación de esa misma estrategia militar?
¿Desmarque, ruptura, simple oportunismo? ¿Se
fragua un nuevo gatopardismo?

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