Descargar libro - Centro Cultural Pablo de la Torriente Brau

Transcripción

Descargar libro - Centro Cultural Pablo de la Torriente Brau
PIEZASPARA ARMAR
NUESTRAMEMORIA
(Ant ol ogía)
Selección y notas
Nora Franco
Prólogo
Marilyn Bobes
Premio Año 2000: Memoria Histórica
de las Mujeres en América Latina
y el Caribe,
El Salvador
Colección Coloquios y Testimonios
Ediciones La Memoria
Centro Cultural Pablo de la Torriente Brau
La Habana, 2004
Rocío García (Las Villas, Cuba, 1955). Graduada de la Academia de Bellas Artes San
Alejandro de La Habana (1975), obtuvo un Máster en Bellas Artes en la Academia de Bellas
Artes Repin de Leningrado en 1983. En 1997 fue artista residente de la Universidad de
Michigan, Estados Unidos. Es profesora de pintura y dibujo en la Academia de San Alejandro.
Desde 1975 sus obras han sido expuestas tanto en Cuba como en galerías extranjeras de San
Petersburgo, Nueva Delhi, Santo Domingo, Madrid, Caracas, Las Palmas, Ann Arbor, Ciudad
de Panamá y Miami. Su obra más reciente, altamente valorada por la crítica por sus valores
formales y conceptuales la ha dado a conocer en sus series Geishas o estampas de la vida que
fluye (1997), Hombres, machos, marineros (1999), Domadores (2001) y El domador y otros
cuentos (2003).
Centro Cultural Pablo de la Torriente Brau
Ediciones La Memoria
Director: Víctor Casaus
Coordinadora: María Santucho
Editor Jefe: Emilio Hernández Valdés
Jefe de Diseño: Héctor Villaverde
Edición: Emilio Hernández Valdés
Diseño y cubierta: Héctor Villaverde
Ilustraciones: Rocío García
Emplane computarizado: Aníbal Cersa García
Obra de cubierta: Rocío García. Les, la patinadora. 2003.
Óleo / tela. 140 x 120 cm.
© Las autoras
© Sobre la presente edición:
Ediciones La Memoria
Centro Cultural Pablo de la Torriente Brau, 2004
ISBN: 959-7135-34-5
Ediciones La Memoria
Centro Cultural Pablo de la Torriente Brau
Calle de la Muralla N° 63, La Habana Vieja,
Ciudad de La Habana, Cuba
Correo electrónico: [email protected]
Sitio web: www.centropablo.cult.cu
Contenido
Prólogo
Marilyn Bobes
La voz de las olvidadas / 11
Poesía
Anahí Mallol
Polaroid / 19
Yiria Escamilla Martínez
Mujer en reloj / 31
Carmen de la Caridad Gómez Aguilar
Luces en el horizonte / 36
Lucía Muñoz Maceo
Para mis manos de ama de casa / 41
Ivonne Irma Trías Hernández
La tienta / 43
Cuento
Alma Idalia Sánchez Pedraza
Todos tenemos un ángel / 55
Alicia Kozameh
Vientos de rotación perpendicular / 61
Eugenia Echeverría Veas
Ocurrió en Montebello / 67
Elena María Palacio Ramé
Gioia mía en La Habana / 77
Consuelo Elvira Ramírez Enríquez
Kanka / 88
Ana del Carmen Fernández
Diario de Alfonsina / 98
Testimonio
María del Carmen Sillato
Diálogos de amor contra el silencio / 109
Engracia Reyna Caba
Sin título / 131
María Cecilia Dubón
Historia de mi vida / 155
Concepción Jiménez S.
Relato inolvidable / 162
Silvina Testa
La rebeldía de Sara / 168
PRÓLOGO
Rocío García. Geisha samurai. 1995. Óleo / tela. 140 x 120 cm.
La voz de las olvidadas
Decididas a testimoniar sus historias y angustias personales en un mundo todavía signado por la
injusticia y la desigualdad, las mujeres que suscriben estas páginas no son las elegidas por los
mercados contemporáneos de la palabra ni las afortunadas protagonistas de finales felices y
complacientes, sino las voces amargas y muchas veces ignoradas de acontecimientos que
marcaron sus vidas y dejaron huellas imborrables y dolorosas en sus memorias.
Convocadas por la iniciativa Año 2000: Memoria Histórica de las Mujeres en América Latina y
El Caribe, con sede en El Salvador, y coordinada por las periodistas Nora Franco y María
Teresa Escalona, estas mujeres, ganadoras de un premio cuyos presupuestos básicos se
fundamentan en la posibilidad de lograr que la vida del sujeto femenino en el espacio público
del continente sea narrada por sus propias protagonistas, integran hoy esta antología por cuyas
páginas desfilan historias que, de este modo, no permanecerán bajo el impune manto del olvido
con el que se ha pretendido silenciar décadas atroces de sufrimiento y violaciones en las que la
mujer ha llevado casi siempre la peor parte.
Poemas, cuentos y relatos testimoniales y autobiográficos que fueron seleccionados tanto por
sus valores literarios como por el impacto de los temas que en ellos se tratan, convergen en este
volumen como una propuesta socio-política, literaria e internacional que visibiliza la lucha de la
mujer latinoamericana y caribeña en su empeño por esclarecer la verdad y sus propósitos de que
se aplique justicia a las numerosas impunidades que ellas mismas testifican y relatan.
La convocatoria a este concurso fue distribuida y divulgada en los 19 países hispanohablantes
latinoamericanos y caribeños y en América del Norte, España, Austria, Alemania, Francia y
Suiza y se recibieron en la sede salvadoreña cerca de 300 obras enviadas por autoras de 26
nacionalidades.
Un jurado de 9 escritoras tuvo a su cargo el dictamen de las obras recibidas. En el género de
Poesía conformaron el tribunal: Claribel Alegría, poeta y escritora salvadoreña-nicaragüense;
Carmen Ollé, poeta peruana, y Silvia Matus, poeta salvadoreña. En el género Cuento: Pía
Barros, escritora chilena; Graciela Mántaras, uruguaya, escritora y crítica literaria, y Vanessa
Droz, poeta puertorriqueña. En el género Testimonio: Alicia Partnoy, argentina, poeta y doctora
en literatura; Marilyn Bobes, poeta y escritora cubana, y Rosa Rojas, periodista mexicana.
El presente volumen está integrado por una selección de los textos premiados y otros
recomendados por el jurado para su publicación, principalmente obras de cubanas que
concursaron. Las ilustraciones pertenecen a nuestra reconocida pintora Rocío García, a quien
debemos agradecer su contribución, que tanto valor añade a este libro.
Una argentina, una mexicana y dos cubanas nos entregan poemas surgidos de diferentes
contextos pero que mantienen en común ese aire reivindicatorio por el que el discurso se
desplaza revelando heridas y entretejiendo sueños y apelando, además, a un uso del lenguaje
que muestra la presencia geográfica y las peculiaridades vernáculas de cada escritora.
Anahí Mallol, ganadora del Primer Premio, nos ofrece unos textos signados por el
interculturalismo y la globalización con huellas profundas de los acontecimientos que
estremecieron a su país, Argentina, entre 1976 y 1983, y «cuyas heridas —para decirlo con las
propias palabras de la autora—, más allá de las intenciones de reconciliación nacional […]
siguen abiertas».
La presencia de la música, de las nuevas tecnologías, de las modas y la sensación entrecortada
de las palabras que expresan de un modo propio y original el universo femenino, confieren a los
versos de Mallol una poderosa fuerza en la que forma y contenido se conjugan con armoniosa
precisión.
Por su parte, la mexicana Yiria Escamilla con «Mujer en reloj», nos regala un Segundo Premio
donde el entorno cotidiano y su pesadilla de violencia e iniquidad son los protagonistas de un
poema en el que la prisa, el miedo y la esperanza reflejan inquietudes muy específicas y
retadoras a las que el discurso femenino recurre con frecuencia para insertarse en el canto
general.
Las cubanas Carmen de la Caridad Gómez Aguilar y Lucía Muñoz, seleccionadas para figurar
también en este volumen, expresan en sus respectivos poemas preocupaciones diversas sobre los
rezagos que todavía entorpecen el libre desarrollo de la mujer dentro de la sociedad cubana, a
pesar de su situación relativamente privilegiada a partir del triunfo revolucionario de 1959. En
este sentido, destaca la actitud positivista de Muñoz en un universo donde el peso de las tareas
domésticas no aplasta el afán de ternura de un sexo destinado a distribuir entrega y amor.
La muestra de los cuentos ganadores presentada en este libro es quizás una de las pruebas más
fehacientes del nivel que la mujer latinoamericana ha llegado a alcanzar en su afán de
apropiarse de la palabra como recurso para la preservación de su memoria y su necesidad de
fabulación.
El relato ganador del Primer Premio, con lenguaje realista y momentos altamente
conmovedores, es un testimonio de la violencia y la desesperanza que se vive en el medio rural
mexicano, muy similar al del resto de los países de nuestro continente. Su autora, la mexicana
Alma Idalia Sánchez Pedraza, se apoyó para escribirlo en una rigurosa investigación y en los
recuerdos personales de su infancia. Hay en este texto una tierna crudeza que nos atrapa de
inmediato y un dominio de los recursos expresivos que lo convierten en una pieza ejemplar.
El Segundo Premio compartido alcanza también niveles de excelencia en sus respectivas
realizaciones formales. La argentina Alicia Kozameh escogió la temática de las presas
desaparecidas durante la dictadura militar argentina. Para ella, «La vida es palabra. El horror
también es palabra, y hay que decirlo.» De este apotegma nace una ficción que mucho tiene de
testimonial y que torna su narración en un documento de indiscutibles valores tanto estilísticos
como de contenido.
Con diferente lenguaje, pero con igual maestría, la chilena Eugenia Echeverría, que compartió el
Segundo Premio con Alicia Kozameh, consigue un excelente equilibrio entre la denuncia sociopolítica y el universo íntimo de una mujer desgarrada por acontecimientos que la rebasan.
«Ocurrió en Montebello» es, quizás, una de las muestras más acabadas de un discurso femenino
lírico y, a la vez, estremecedor, donde el oficio de la cuentista ha sabido recrear con efectividad
la atmósfera de los días en que la guerrilla era combatida afectando esta lucha a la población
rural con independencia de su involucramiento en el conflicto.
Tres autoras cubanas y una uruguaya completan el panorama narrativo de ficción de este
volumen. La primera, Elena María Palacio, se sumerge en el controvertido tema de la
prostitución y los esfuerzos del Gobierno Revolucionario cubano por erradicarla, mientras su
coterránea Consuelo Elvira Ramírez nos lleva al mágico universo africano para ofrecernos una
hermosa lección de solidaridad y amor protagonizada por una mujer tribal.
Ana del Carmen Fernández, en «Diario de Alfonsina» adopta la voz de una niña, para con
sencillez de recursos y dominio del monólogo interior, sumergirse en la génesis de los conflictos
de una pareja divorciada y las consecuencias de esas actitudes en el proceso de formación de
una futura mujer.
Mención aparte para la críptica narración de la uruguaya Ivonne Irma Trías Hernández quien,
desde un lenguaje metafórico y altamente poético, nos describe el sufrimiento de las reclusas de
la dictadura militar, recreando tal vez sus propias experiencias, en lo que se acerca, desde este
punto de vista, al género testimonial, lo mismo que la colega argentina ganadora del primer
galardón.
Finalmente, las ganadoras en el género de Testimonio dan las muestras más conmovedoras en lo
que a la memoria de la mujer latinoamericana y caribeña se refiere.
Inducida por el afán de llevar a la letra impresa todas las incidencias de la dura experiencia que
le tocó vivir, la argentina María del Carmen Sillato nos relata, a modo de un diario íntimo, su
dolor de mujer, luchadora y madre, en las cámaras de tortura de los militares, en lo que, para
decirlo con sus propias palabras, «es no sólo un documento testimonial sino también un ejemplo
de solidaridad y homenaje a quienes ya no están».
Narrado en tiempo presente y con una gran fuerza poética, este relato tiene la virtud de hacer
sentir a quien lo lee cada emoción y dolor experimentado por la protagonista y sumergirnos en
un mundo de horrores sólo superado por la confianza y la fuerza de voluntad que otorgó a la
testimoniante su decisión de dar a luz al hijo que esperaba.
La autora confiesa que lo escribió casi de un tirón, con la intención de que sus hijos conocieran
la historia por ella. «Creo —dice— que esas heridas nunca dejan de sangrar pero aprendemos a
vivir y disfrutar de la vida aun con esas heridas.»
El Segundo Premio compartido de la guatemalteca Engracia Reyna Caba es la historia de una
mujer que, después de sufrir numerosas humillaciones, incluida la violación, decide
incorporarse a la guerrilla y, desde allí, alcanzar verdadera dimensión en el ejercicio de sus
posibilidades dentro del espacio público.
Asimismo la salvadoreña María Cecilia Dubón, que compartió el segundo lugar con Reyna
Caba, nos entrega una historia de su vida donde su papel de esposa se ve rebasado al
simultanearlo con el de luchadora social y madre a quien las injusticias de su medio la hacen
tomar conciencia y lanzarse a luchar por una vida mejor.
La argentina Silvina María Cecilia Testa reivindica, en «La rebeldía de Sara», la memoria de su
hermana, perseguida y encarcelada por la dictadura militar argentina. Participó en el concurso
sin saber que, meses más tarde, su testimonio sería presentado por ella misma ante una corte,
cuando a instancias del juez español Baltasar Garzón, fue detenido el oficial militar que torturó
a su hermana: Ricardo Miguel Cavallo. Es así como este documento adquiere una utilidad
práctica y se convierte en evidencia ante un tribunal de justicia.
«Relato inolvidable», de la cubana Concepción Jiménez, nos narra la lucha de la mujer en esta
isla caribeña durante los años de la dictadura de Fulgencio Batista. Con lenguaje sencillo y con
autenticidad, la cubana nos muestra la épica de la Revolución Cubana y la participación que la
mujer tuvo en ella, todo a través de su experiencia personal.
Es indudable que esta antología servirá para que las generaciones más jóvenes recuerden el
largo camino recorrido por la mujer latinoamericana y caribeña para ocupar un espacio dentro
de la vida política y social, a la vez que recobra el poder de la palabra, generalmente asumida
por el género masculino a través de los años.
Consideramos que esta iniciativa cumple sus propósitos solidarios, a la vez que potencia los
valores tanto literarios como testimoniales de las autoras aquí representadas.
Según lo han expresado sus promotoras, «esta iniciativa —que esperamos tenga una
continuidad— se inserta dentro del discurso de la solidaridad social a través de un instrumento
literario no jerárquico donde las autoras de los hechos escritos en sus obras potencian el valor de
lo testimonial».
Empoderamiento y memoria sugieren aquí los altos niveles de participación pública que la
mujer de esta región está llegando a alcanzar.
Para concluir, no podemos dejar de mencionar el esfuerzo conjugado del Centro Cultural Pablo
de la Torriente Brau y de la Fundación Heinrich Böll para la difusión de estos textos. El
primero, por haber acogido este proyecto e incluirlo en la Colección Coloquios y Testimonios
de sus Ediciones La Memoria. La segunda, por su contribución decisiva para que este volumen,
después de muchos esfuerzos y constancia en el propósito, sea ya una realidad.
Marilyn Bobes
POESÍA
Rocío García. Blanca jugada. 1996. Óleo / tela. 140 x 120. cm.
Anahí Mallol
(Primer Premio. Argentina)
Polaroid
Blackness or How I saw the Blue1
Esa música
crispa
los nervios
(cada poro
cada hueco
un oído
tensado
en los agudos
de ese saxo).
Un hombre
casi perfecto
camina
bajo el sol
del mediodía
en una playa africana
esconde
bajo los párpados
semicerrados
su miedo su hastío
(casi verde
de tan azul
el mar de África).
Casi
una pantalla de TV
el escenario
donde otro hombre
con voz
de terciopelo mojado
canta
(I’m free
I’m free now)2
aislado
por la luz fría
de esos
reflectores acuáticos.
Gesticula
y mueve
sus anillos
de diamantes
(He’s free
He’s the King)3
la alegría del cuerpo
lo que se mueve
al ritmo
de su mito.
What color is
the american dream?4
Un dos tres
negro sobre blanco
todos negros
cosechan algodón.
No es
l’azur azur.
No es el mar.
En algún lugar
hay una fiesta.
Pagué mi ticket
y quiero entrar.
1
Negritud o cómo vi el blue (color, melancolía y ritmo musical). Las traducciones son de la autora. (N. del E.)
Soy libre/ Soy libre ahora.
3
Él es libre/ Es el rey.
2
4
¿De qué color es/ el sueño americano?
Blue Fishes5
Naked girls6
navegan
el anonimato
del cyberespacio
una calle
cualquiera de París
vacía de gente:
el lugar
perfecto para el crimen
víctimas que cambian
el nombre el aspecto
el género la orientación sexual.
Hay que mantener
la línea caliente
para llegar a ser
una auténtica
artista del trapecio
sweet enough to eat7
abandonada sola
en la luna
sin su nave
como si dijera
«lo que podés obtener
es lo que se ve».
Agorafóbica elegante
se disfraza de Gatúbela:
a fin de cuentas
cuando muera
sólo quedarán
los huesos
y una prótesis
de bioplastic
(pleasures
like a flash).8
5
Peces azules.
Chicas desnudas.
7
Tan dulces de comer.
8
Placeres como un flash.
6
Red clothes for you or kill me, please, serial killer9
No quiero
ver las fotos
los diarios
que llegan
por correo
retratos
tu cara
mujeres ahogadas.
Now you look
like a woman10
encerrado
en esas ropas
demasiado grandes
para un cuerpo flaco.
¿En qué pensó
Ted Bondi11
antes
de estrangularlas
antes de sentarse
en esa silla
electrizada?
Tan linda
colgada con zapatos
de gamuza roja
y un traje corto
de falda
sobre la rodilla
(un Chanel auténtico)
tan linda
cuando mira
cara a cara
esa carnada
los ojos
saltones por el pánico
el cuello
por qué
tan frágil.
Now do it
Now don´t12
aprieta fuerte
con esas manos
mi macho
ahora
yo canto
rock´ n´ roll:
«no existe un mapa
de esta ciudad
lo suficientemente complejo.
Nadie puede
llegar hasta mí».
9
Ropas rojas para ti o mátame, por favor, asesino serial.
Ahora pareces / una mujer.
11
El nombre original es Ted Bundy, pero lo sustituí por «Bondi», palabra popular con la que en Argentina se designa
a los vehículos de transporte colectivo de pasajeros.
12
Ahora hazlo / Ahora no.
10
Smoked Eyes13
Ese hombre
está loco
pero sólo
los domingos
habla canta gesticula
el pelo teñido
de extraños colores
henna que reluce
en cada parte
de esa cara
demasiado flaca
es la falopa
no cualquiera
es la blanca
te consume
hasta dejarte
así
helicópteros
como en una peli
fuga
en el siglo XXI
sobre New York
cada vez más destruida
pero no
bajo los reflectores
blancos
(juro decir la verdad)
es Buenos Aires
es verano
y las mujeres
se pasean
con pañuelos
también blancos
(son gordas
como madre
que amasara ñoquis14
todos los domingos)
se pide:
kill my mother
please
kill her.15
Ellas bailan
con Sting
y conmigo
tambien
—lo más político
de la sociedad anónima
es
hacerse el loco.
Primero
ellos mataron
a todos los judíos
y a mí no me importó
porque no
era judío,
ellos mataron
a todos los nazis
y a mí no me importó
porque no
era nazi.
Ahora bailo
con ellas
en la luz
hiriente
de los reflectores
pido
a gritos
con voz ronca
de falopa
kill my mother16
pero no
ella
está muerta
hace rato.
Mientras tanto
hay cadáveres
que caen
como sólo
un cuerpo muerto cae
sobre el río
alimento
para peces
esos globos oculares
detritus del secreto
del que ha visto
lo que no
puede ser dicho.
Say no more, mother,
my mother. 17
13
14
15
Ojos color de humo.
Pasta de origen italiano a base de papa.
Matá a mi madre / por favor / matala. (Kill my mother es el título de una canción de Charly García, del álbum El
aguante, de 1998.)
16
Matá a mi madre.
17
No digas más nada, madre (esta expresión se usa en Argentina de manera coloquial en lugar de «no digas nada
más». Say no more es el título de un álbum de Charly García, de 1996, y de uno de los temas del álbum. La expresión
funciona globalmente como un concepto que resume la propuesta artística de Charly García de fines de los 90).
San Francisco’s Blues or Drum’n’bones18
Un hombre solo
sentado en un bar
de Market Street
casi borracho
por dos motivos:
tiene que esperar
un ómnibus que lo lleve
hacia algún lugar
una mujer
lo dejó
en el camino
le quitó
la hoja de ruta
la poca hierba
que quedaba
las chicas son así
un blues de San Francisco
no soy yo
no soy
salvo una espía
en el cuerpo
de otra persona
pero
¿quién
espía a quién
cuando me refugio
como Tom Waits
en la ventaja
de la voz?
alguien cree
que el encierro
es una forma
de la cura
pero estas paredes
son delgadas
una escenografía casi
los ruidos
llegan desde afuera
el gallo que nunca
canta conmigo
y las variaciones
de la mula.
Prometo
años de tabaco
alcohol
y prácticas de canto
para escribir
unos versos tan reales
como un par
de pantalones Levi’s
como un café
con una medialuna
(¿cómo puede ser
que la combinación
de elementos simples
pueda dar
un resultado
mágico?).
Nada que demostrar.
Alguien me dice:
Get behind the mule19
‘cause you’re a loser, baby,20
a fucking latin loser.21
Grito
fuerte
contra la almohada
y
arruino mi voz.
18
Blues de San Francisco o Tambores y huesos (en una nota aparecida en la revista Los Inrockuptibles, mayo de
1999, Stéphane Deschamps sugiere llamar Drum’n’bones al ritmo musical que propone Tom Waits en Bone machine,
1992, donde deconstruye el blues y la canción para encontrar un nuevo estilo, como una forma particular de beat).
19
Quedate atrás del burro. Título de una canción de Tom Waits, de su último álbum Mule variations, de 1999.
20
Porque sos un perdedor, pibe.
21
Un latino de mierda.
Perfil de la autora
«Llevo pegada sobre mi piel la experiencia del horror por la que tuvimos que pasar
los/las argentinos/as entre 1976 y 1983, y cuyas heridas, más allá de las intenciones de
reconciliación nacional propuestas por el gobierno, siguen abiertas, y lo seguirán en
tanto los responsables no proporcionen los datos que los familiares reclaman sobre sus
hijos/as y nietos/as desaparecidos/as.» Anahí Mallol nació en La Plata, provincia de
Buenos Aires, Argentina, y tenía siete años cuando en marzo de 1976 las proclamas
militares anunciaron la instauración de un gobierno de facto que todo lo prohibió. La
poesía también. Quizás hayan sido los recuerdos de lo negado, de los versos prisioneros,
razón de su rebeldía. Lo cierto es que se licenció en Letras. Y escribió ensayos sobre
otras poetas como Olga Orozco, Alejandra Pizarnik, Susana Thénon, Diana Bellissi,
Tamara Kamenszain... Mientras paría su libro de poemas Postdata, publicado en 1998;
mientras corrige su nueva obra poética Reflejos subacuáticos. «El trasfondo
sociopolítico sobre el que se asientan mis poemas tiene que ver con el impacto que está
teniendo sobre nuestra cultura la globalización de la forma de vida estadounidense, su
lenguaje, sus normas de belleza, sus valores. Las marcas de esta influencia, que afectan
directamente en la manera de pensarse como mujer y en el cuerpo de las mujeres, en
tanto los estándares de belleza difundidos por los mass-media se acercan cada vez más
al ideal artificioso del quirófano, son ante todo marcas lingüísticas de exclusión
sociocultural.»
También se refiere a otro tipo de influencia: «Las Madres de Plaza de Mayo pusieron
de relieve de un modo particular la fuerza política de la resistencia desde el lugar de la
mujer.» Y Anahí Mallol declara: «A ellas, mi admiración.»
Yiria Escamilla Martínez
(Segundo Premio. Mexicana)
Mujer en reloj
Sabemos que una mujer, a las 12 de la noche,
aguardará en una oficina el llamado de un médico voyerista
que revisará los moretones en su seno
(cerquita del corazón),
para que toque (con permiso provisional)
el coraje de una vagina violentada.
Porque ella ya no guardará silencio
con camisas de cuello alto,
con maquillaje y con la compasión de las vecinas,
porque nadie cree que la viole su marido.
Mientras, otra mujer, a la misma hora,
esperará junto al teléfono
a que alguien (un poco más solo que ella),
con nombre falso (también como ella),
se masturbe cuando finja ser una rubia de 19 años
con pechos grandes, por 14 pesos el minuto.
Al cuarto para las 3 de la mañana
habrá alguna mujer que recueste su cuerpo sobre otro
(igual o diferente),
evocará el primer rubor de su vestido
y esperará calurosa la llegada de un orgasmo.
Otra, mientras tanto, se desvestirá de prejuicios
y camisones largos,
para acariciarse sola
y apaciguar la frigidez.
Una mujer bien peinada, a las 5 y media de la mañana,
vestida con traje sastre y bolso de mano,
cuidará que sus medias no provoquen tanto
y estirará su falda;
esconderá su anillo y el sueño en su boca
y caminará presurosa por las calles,
antes de ser asesinada
por ese anillo y ese bolso.
Al mismo tiempo, una mujer de tez morena
velará a sus muertos,
juntará leña y valor,
y maldecirá a los militares
(y a otros más cuyos nombres ya sabemos).
A las 6 una mujer despertará temprano,
bañará los sueños diurnos
(a los nocturnos los dejará reposar otro poco)
confirmará que el espejo ha envejecido
(que eso de vestir santos no le acomoda),
y que le quedan pocos años para tener un hijo.
A la misma hora, unos minutos más o menos,
una niña jugará por obligación con las muñecas,
aprenderá a estar callada
y se acostumbrará a poner la mesa,
a dejar la escuela,
a festejar sus quince años,
y esperar quien la mantenga.
Al mediodía, una mujer de corta edad,
escapará de la última clase para entender el amor
con largos pasos, con un poquito de pasto encima
y será feliz.
Al mismo tiempo, una mujer, de cierta edad,
saldrá del trabajo con el cabello suelto,
recibirá un piropo por sus lindas piernas,
volteará indiferente la cabeza
y será feliz.
Sabemos que una mujer a las 2 de la tarde
recibirá a la oficialidad del amor,
le servirá la comida, ahogará los trastes y sus quejas,
y recibirá el pago semanal por tener la casa limpia,
por planchar las camisas,
y por la entrada exclusiva para vaciarse entre sus piernas.
Mientras, otra mujer, encanecida por los tintes,
buscará en sus bolsillos algunas miradas postizas,
cantará lo que dura un cigarrillo,
dejará de pensar, finalmente,
en los hijos y en los nietos
y brindará con el televisor.
Entendemos, perfectamente, que a las 3 en punto,
una mujer saldrá de la casa de su amante,
preguntándose por qué en la cama (y en el piso)
ese hombre eyacula culpas y atavismos;
por qué habría que comprometerse,
casarse o tener hijos,
por qué no simplemente se comparte esa cama
y ese piso.
Un poco más tarde, una mujer de más de 45,
deja los libros (un segundo es suficiente),
y decide que valió la pena
apropiarse de su cuerpo,
correr a su compañero
(algunos besos son prescindibles),
ir al cine o al teatro,
y hacer con ello lo suficiente para olvidar
(olvidar un segundo solamente).
Muchas mujeres de 4 a 10 de la noche,
asistirán a la escuela o al trabajo
(a ambos también)
se sentirán complacidas que afuera llueva
y sabrán caminar sin que nada duela (y sin paraguas).
Otras mujeres, mientras tanto,
en el mismo horario verán televisión
y maldecirán la interferencia en la pantalla
y a esa lluvia.
Una mujer, pasaditas de las 11,
escribirá un poema harto disidente
(había que completar 5 cuartillas),
pensará que la poesía le está negada
y se quedará dormida.
Y una mujer, exactamente a la misma hora,
leerá un poema (mal rimado pero disidente)
pensará que a alguien se le ha negado la poesía
(pero había que revisar 5 cuartillas)
y dormirá también.
Perfil de la autora
¿Se acuerdan de la huelga de la Universidad Nacional Autónoma de México, esa que se
mantuvo casi un año entre 1999 y 2000? Yiria Escamilla Martínez era en ese entonces
promotora cultural, pero la despidieron por «manifestar mi apoyo a la huelga
universitaria y negarme a participar en las Damas de Blanco, grupo afín a la derecha
académica». Seguramente su reloj de mujer le marcó las horas de ese año 1990 cuando
fue elegida delegada en el Congreso Universitario, o ese otro tiempo de pánico social
cuando los terremotos de 1985 sacudieron las entrañas de la Ciudad de México a la que
llegó a los 14 años desde su tierra natal, Puebla. Y entonces, en una noche de truenos
internos, mientras la gente amordazaba su conciencia hasta en los sueños, Yiria
Escamilla Martínez escribió: «En esta ciudad se vive a prisa. Nadie parece percatarse
del rostro que ocultan los hombres y las mujeres de esta ciudad. Es mejor no verse, nos
da miedo reconocernos y recordar. Recordar los sismos del ’85, los fraudes electorales,
la inseguridad y la delincuencia provocadas por la terrible crisis económica del país, la
lucha intensa de las mujeres en las organizaciones sociales por vivienda, salud y por sus
derechos. Recordar que hay que luchar a diario, con o sin compañero, por el pan, el
techo, la salud, la educación y el amor de los hijos y las hijas. En esta ciudad se vive tan
a prisa que la vida se mide por los relojes de la memoria, no hay otra forma de medirla.
¿Cómo? ¿De qué manera se mide el canto de las mujeres en esta ciudad de miedo y de
esperanza? ¿De qué otra forma más que en el reloj de las mujeres que miran todos?»
Carmen de la Caridad Gómez Aguilar
( Recomendación. Cubana)
Luces en el horizonte
¿Qué tú ta’ deci, negrita,
que no queré j’etudiá?
¿Qué queré dejá l’ecuela
pa’ irte a mataperreá?1
Mira, como que me llamo
Tomasa «a seca», tú irá
aunque sea pó l’oreja
que yo te he de llevá
aunque sea pó la fuerza
a l’ecuela te arrastrá.
¿No te da cuenta, negrita
Que tené oportunidá
de sabé lo que tu madre
y yo supimo jamá?
¡Y todavía me dice
que no queré j’etudiá!
¡Ah negrita, no sea bruta,
enseñá lo qué capá!
que no nació pa’ sé eclava
ni pa’ cortá la caña
con un grillete en la pata
como su bisabuela.
Ya lo tiempo á cambiao
ya no tené que limpiá
el piso que lo señore
ensuciaban al pasá,
ya no tené que pasearte
pó ditinta j’acera,
ni bañarte en otra playa
como si fuera a tizná,
ya no será depreciá
pó ser mujé y negra,
podrá conseguí trabajo
donde la paga sea igua,
se lo aseguro, negrita,
que ya lo tiempo á cambiá
pero eso sí, mi negrita
tú tené que j’etudia
y no andá mataperreando
¡ya pa’ eso tiempo habrá!…
Ah mi negra, mi negrita,
secá moco, secá lágrima
y andá rápido a arreglarte
la trencita y la blusa
y andá pronto pa’ l’ecuela
¡no se vaya a retrasá!
y sé la primera en to
no pierda tiempo, no má
que lo tiempo á cambiao
¡demostrá lo qu’e capá!
¿Cuánto crees que vale el cuerpo?
Vas, muchacha, sobre el alma,
plástico envase vacío,
espoleando al extranjero,
jineteando2 cada noche
del vicio: el caballo negro.
Vas sonriente en faldas cortas,
en escotes que no ocultan,
altas botas, labios rojos,
verde el mar de tu avaricia
¿quién te lleva y a qué precio:
el cuerpo, el alma, tu vida?
Pobre niña adolescente
que te piensas que en la vida todo sabes,
que la vida no te engaña,
mira bien a ese hombre
que llevas presto a la cama
como viste todo negro
y a sus hombros: la guadaña.
Ya se romperá el encanto
y verás que no eres nada,
vagarás sola y desnuda, carne muerta sin mañanas,
serás espíritu hambriento del amor que aún te falta,
como serán muchas otras y como seras tú
por desgracia.
Mujer:
¡qué diferente tu acento
y qué peculiar tu mirada!
como si en ella grabada
estuviera el sufrimiento,
la desasón, el contento,
la inocencia pura y clara
como si en ella el mañana
cual un velo develante
se posase lento... lento.
Es tu cabello un campo
de flores industriales
de oscuras convulsiones
o una llovizna de oro
tibia y dulce, ondulante,
es tu andar un hecho firme
entre murallas acechantes
de tu vientre creador, generador de verdades.
Mujer:
madre eres del derecho
que hoy te niegan y arrebatan
frío y cruel es el puñal
que te desgarra pecho adentro
empuñado por las manos
dadivosas de injusticias
y tú… ¡en silencio!
¡Madre divina!
Diosa del viento callado
y de la aciaga llovizna
deja que bese tus manos
libadoras de conquistas
que acarician con ternura
y edifican utopías.
Deja que alabe tus sueños
rosa de franca sonrisa,
que eleve hasta ti tu corona
en tu alto pedestal
y que flameante tu espada
sostenga siempre en lo alto
como símbolo de guerra,
de amor, de paz,... ¡de igualdad!
Mataperrear. Andar corriendo o jugando por las calles o los montes. ( N. de la A.)
Jineteando. Derivación del término cubano «jinetera» con el que se denomina a las prostitutas. (Nota de las
compiladoras de la edición salvadoreña.)
1
2
Perfil de la autora
No son muchos los datos que nos escribió Carmen de la Caridad Gómez Aguilar, esta
poeta de 23 años que vive en La Habana, Cuba, estudia francés e integra el Banco de
Ideas Z (BIZ), institución que le ha promovido su obra a través de medios electrónicos.
Sobre su poema «Luces en el horizonte», explica que la primera parte, donde recrea y
rescata el decir popular cubano en una voz que imaginamos multiplicada de
generaciones, se sitúa en 1960, con posterioridad al triunfo de la Revolución Cubana,
tiempo en que la lucha reivindicativa de las mujeres se convierte «en una revolución
dentro de otra». La continuidad del poema salta a 1990: «Años difíciles para la
economía del país la cual se va restableciendo lentamente gracias al turismo, entre otras
cosas, y que provoca a su vez el fenómeno de la pérdida de algunos valores morales.» Y
ya el tramo final, es un saludo «a las mujeres de América Latina y de todo el mundo que
aún luchan para que se les reconozcan sus derechos en la sociedad».
Lucía Muñoz Maceo
(Recomendación. Cubana)
Para mis manos de ama de casa
Estas manos de amar la casa,
y poner en orden desatinos,
limpiar vasijas sucias;
pisoteado suelo;
tender al viento
pañales de mi hija.
Estas manos feas,
pueden cortar rosas
y alegrarte días.
Perfil de la autora
En Bayamo, capital de la provincia de Granma, Cuba, nació en 1953, Lucía Muñoz
Maceo. En esta misma ciudad vive, obtuvo la Licenciatura en Letras y en la actualidad
es la presidenta de la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba —UNEAC— de
su provincia, Granma. Entre 1982 y 1997 ha publicado 8 poemarios: Calle arriba bajo
la lluvia, Amarte sin saber el día, Pongo de este lado los sueños, Sigue el vuelo del ave,
Raphsody in blue, Sobre hojas que nadie ve, Únicos paraísos y Los más bellos bisontes
de la tierra. Su perfil de mujer de letras ha sido reconocido al participar en eventos
literarios internacionales desarrollados en Alemania, Venezuela y Nicaragua, y al recibir
numerosos galardones latinoamericanos. Y de las páginas de los libros, sus poemas han
volado a las de distintas publicaciones cubanas y de otras nacionalidades.
Ivonne Irma Trías Hernández,
(Recomendación. Uruguaya)
La tienta1
Mis palabras pincel. Las que con magia primitiva pintarán la cárcel fuera de mí y ayudarán a liberarme.
Palabras parteras.
Luego de los naufragios, sobrevivientes en aquella caja rectangular, se entreabrió una
hendidura por la que entraba con presión inaudita la posibilidad de la amnistía.
Según el tipo de atmósfera que cada una hubiera construido el chorro de libertad era
sacudimiento festivo o crisis respiratoria.
Las horas, extendidas como una calle kilométrica. Cuántas horas, horas de instantes
perseguidos como mariposas que se quiere observar en su delicado movimiento, sin
alfileres. Esas mariposas, ¿a quién mostrarlas? Dalí lo hubiera comprendido. Terquedad
de Dalí homenajeando la mortalidad de los instantes.
Aquel chorro de aire por yelmos, cujas y faldones prontos a resistir las décadas,
provocando un arcoiris de respuestas, quemaduras de todos los grados.
En algunos casos, trozos de gola o peto quedaban adheridos a la piel, porque hay
armaduras como la máscara de Onibaba. 2 Esos restos los disimulamos bajo los vestidos,
acostumbradas a guardar secretos.
Fue una fiesta el reencuentro. Nadie en Libertad nadie en Punta Rieles.3 Como la más
cara utopía de amor universal largas filas de manos saludaban la gran salida del gran
encierro. Por esa vez todos los hombres eran hermanos. Miles de hechiceros ejecutaron
la terapia tribal del recibimiento.
Pero las cajas repletas de minutos, las cajas atiborradas de instantes mariposa cazados al
vuelo, sin matar, ¿a quién mostrarlos, ante quién desplegar esos tesoros?
Las preguntas, los ojos, preguntaron: ¿qué te hicieron? Preguntas que respondimos sin
derramar una lágrima, prolija, metódicamente. Lejos de la emoción. La tortura no se
puede decir. Primero por demasiado cercana, después por demasiado lejana. La tortura
se informa.
1
Término de tauromaquia para referirse a la operación en la que se probaba la bravura de los becerros.
Tomado de la película Onibaba o el mito del sexo, en la que una mujer que desobedecía se ponía la máscara —de
Onibaba— y esta quedaba adherida a su cara.
3
Cárceles para presos y presas políticos que sirvieron a ese fin entre 1973 y 1985.
2
Pero los cajones de instantes, rescatados, disimulados, a salvo de las requisas finales,
¿dónde guardarlos para que no molesten?
Cubiertos de polvo a las pocas semanas de indiferencia, yacen bajo la cama. Allí están
las primeras arrugas y canas. Las invenciones de sentido, los argumentos para mantener
la calma, el erotismo acorralado. La espera. No es un hilo interminable tejido año tras
año.
La espera es polvo.
***
Según Oceania4
Se levantaba un silencio pesado y rígido, un agujero de silencio por el que yo y todas
espiábamos la formación silábica que nos mandaría a la sala de luz y ceguera.
El túnel del silencio.
4
Sin tilde. Tiene que ver con un tipo de «patología», el yo-oceánico, que como resulta obvio, reivindico.
Sólo mis pasos sonaban desmesuradamente, como si caminara en un recinto vacío, en
un mundo desierto. Sólo el rumor de la ropa, los latidos en el pecho y las sienes.
El rectángulo del martirio. El húmedo y sucio rectángulo eléctrico, punzante,
ensordecedor, humillante. Sin tiempo. Sin ley. Sin límites.
«Si Dios no existiera, todo estaría permitido.»
Los moldes de la conducta humana, plástico derretido. Si lo humano aprendido es una
ficción y la mirada no encuentra ni al sur ni al norte un consuelo, «Si Dios no existe…»,
si estamos desarmados…
Siglos de literatura inventando zonas a salvo de todo crimen, desmentidos de golpe. Sin
ley humana. ¡Qué inocente Dostoievski!
En las paredes del rectángulo, las tibias cruzadas de la literatura mentirosa. No creer.
Todavía podía no creer. Atribuirle a todo espanto un carácter de técnica beligerante, de
táctica: robarle al prisionero la seguridad, la certeza, su rosa de los vientos y su reloj de
arena. Que se arrastre y que ladre. Que no distinga el piso ni el techo ni adelante ni atrás
en la blancura esférica que lo encierra.
Un huevo de terror.
Según Gacela
Cayó la guillotina dejando a un lado el cuerpo doliente y al otro todo lo Bueno. Todo lo
perdido. Las milanesas que hacía mi mamá. El golpe leve de la maquinita de afeitar
sobre la pileta del baño. Las uñitas de mi perro en el piso.
Se inició aquella exposición a la luz de las miradas durante cada hora de cada día de
cada mes de cada año. Cada segundo, de cada hora, de cada década.
Sin espacio para retroceder, sin posibilidad de esconderse. Las miradas sonrientes,
curiosas, amistosas, ineludiblemente presentes. Ojos de chiquilines o turistas alrededor
de los movimientos de bicho que quiere lamerse en su cueva pero sólo tiene cemento y
rejas de zoo. Alrededor del creciente deseo de estar sola. La mirada excesiva.
¿Por qué es tan duro tolerar la mirada perpetua? En este caso no era una mirada
enemiga. Volvía el recuerdo olvidado de la mirada de Dios, con el viejo terror infantil
de cosa ineludible. «Pero ma, y si me escondo debajo de la cama ¿igual me ve?» Y la
respuesta invariable que pretendía reforzar la viveza de Dios: «Te ve siempre estés
donde estés.»
Yo oscilaba entre el desafío y el pánico.
En la jaula de vidrio esperaba la hora de silencio, me escondía bajo las sábanas para
llorar hasta que un día, entre mis lágrimas incontenibles, vi una mano delicada
deslizando en mi almohada un papelito con una flor de campo prendida: «[…] usted
sabe que puede contar conmigo.»
Las otras se hicieron visibles. Iguales a mí, inermes, pero decididas a no morir ni
decrepitar.
Caleidoscopio de alteridades juveniles, isla de mujeres sobrevivientes a la destrucción.
Según Juana
Cuando se cerró la reja yo era fácil de herir. Pero había un deber que cumplir y todos los
escudos por improvisar.
Acorazando cada parte de mí susceptible de ser agredida me fui olvidando de mi antigua
apariencia.
También las demás se cubrían; unas a otras nos señalábamos los espacios expuestos.
Pero las otras eran más descuidadas y se quitaban las armaduras por la noche. Se
divertían reconociendo sus pies rosados y el vello de sus brazos. Yo no.
A mí no me tomarían desprevenida. Me convertí en mi propio control automático de
protección. El mecanismo era como el de los detectores de los aeropuertos, pero
funcionaba al revés: sonaba cuando yo quería pasar con algún centímetro sin metalizar.
Mejor soldado que los de la guardia, tracé mi propia disciplina de guerra.
El recuerdo de la suavidad me producía angustia y hacía sonar la alarma. El recuerdo
del placer, del sabor, del tacto…
Cuando ya no pude quitarme la coracina5 ni la gramalla6 para bañarme, me sentí
tranquila. No sé cómo se produjo la fusión del cuerpo y la armadura. Nadie notó el
cambio.
Sabía que habría otras violencias para mí, pero cuando estas llegaron yo estaba muy
lejos, sentía las banderillas como si sólo mirara, como si sólo pensara.
Me trajeron el vidrio picado de mis ventanas para que supiera que ya no tenía casa. Me
trajeron hojas de mis libros para que supiera que ya no tenía biblioteca.
Y me trajeron silencios y ausencias para que entendiera la política de tierra arrasada.
Yo estaba muy lejos, como un recuerdo de mí.
5
6
Pieza de la armadura antigua, coraza pequeña.
Como el anterior, es un término que designa distintas partes de la armadura antigua.
***
Oceania desea tanto su libertad como el acto de comprometerla. Su libertad es zafral,
como las estaciones, como las lunas, como las menstruaciones de una giganta.
Oceania ahorró sus óvulos porque en la cárcel su cuerpo se negó a producirlos. Las tres
monas sabias, tapándose los oídos, la boca y el vientre durante los interrogatorios: «No
oigo, no digo, no ovulo.»
Después, mucho después, vidas después, la cama es blanda, la música suave y los
músculos se distienden. Oceania ya libre se arrebuja en su acolchado tibio y liviano.
Pero en algún rincón, amenazante, agazapado o derrotado, acurrucado, está el terror.
El terror propio o ajeno. La sombra de la violencia que ya vivió o la que alguien vive en
un rincón, tratando en vano de cubrirse los ojos ante el espanto.
Oceania no; ya no. El terror quedó atrás; o al costado. Es un fantasma que cruza por
todas las esquinas felices y sólo ella ve. Cruza las sábanas amantes, cruza toda pacífica
intimidad. Cruza todas las raíces.
Mira sus dedos abiertos a contraluz; el color anaranjado de su sangre la turba. Viva.
Está viva. Sobreviva.
Piensa en Yu’ Y Poty, desaparecida. Tú, pequeña flecha florida, la inasible —piensa—,
por qué no dejas una huellita brillante de caracol en el tronco de un árbol, una mínima
depresión de patas de gato sobre la cama tendida. Una pista que seguir hasta mi
emoción. Porque estés donde estés está mi emoción, mis ganas de saber, mi noción de
sentido. Como los pueblos antiguos decliné esos bienes para que te acompañaran en tu
viaje incierto. Pero a diferencia de esos pueblos, yo tengo que hacer un rodeo para todas
las frases. No puedo decir, como ellos, que enterré contigo alimentos, perro y joyas.
Creón adopta la personalidad múltiple de la impunidad.
Como parte de este pueblo moderno, pues, yo he enterrado simbólicamente en el lugar
simbólico en que te encuentras, mis bienes. Los otros, los que te hubieran correspondido
en la antigüedad faraónica los declaro tabú: no puedo tocarlos, ni gozarlos.
Otros bienes, simbólicos también y cambiantes, improbables, te envié. Mi perro
guardián te envié y desde entonces ando desprotegida. Te envié mi certeza y desde
entonces mi pensamiento es aproximativo, huidizo, colibrí que no se posa ni aprehende
nada. Te envié mi confianza y desde entonces todo porta la amenaza de desaparición
violenta. El sonido delclave en una noche desolada, una duda pacificada: tal vez haya un
sentido, tiene que haber un sentido. Este momento, un puente entre Couperin7 y el clave
de Reny8 y este tiempo… tiene un sentido. No sé cuál.
No puedo pensar cómo fue. Para poder no poder, me martirizo la inteligencia, me
fabrico una cierta amnesia invasora y no puedo dominar mi invento. Olas, mareas de no
saber se apoderan de mi cerebro.
Pudo suceder, sin huella en la marcha de la humanidad.
7
François Couperin. Conocido como el Grande (1668 -1733). Compositor francés de música para
clave.
8
Renée Pietrafessa. Música uruguaya, compositora y directora de orquesta.
***
Me metí al agua para burlar a Charia,9 haciendo que los peces escaparan a su anzuelo.
Te gustaba eso. «Ahora yo», dijiste. (¿O fui yo quién dijo «Ahora tú», empujándote
suavemente?).
Charia aprovechó tu inexperiencia para vengarse. No sobreviviste. No sobreviviste. Yo
sí.
Te busqué bajo el agua, en la mesa de Charia, le pedí tus huesos-espinas, te reconstruí.
No es cierto.
Quedé impávida junto al agua. Allí te habías metido, dicen, oyendo mi voz que te decía
«Ahora tú», dicen.
¿Fue así? ¿Dónde están tus espinas de pez?
Perpleja, no sé buscarte. No puedo reconstruirte ni soplarte entendimiento.
Como si Charia me hubiera devorado a mí, no a ti, siento necesidad de desaparecer de
todas las cosas, cíclicamente.
Como si mi hermano mayor me hubiera devuelto la vida, reaparezco una y otra vez.
Pero tú no.
Sobreviví. ¿Qué tengo que demostrar? ¿Tengo que demostrar algo? Dentro de mí, juez
implacable, enjuto, seco, riguroso: «Sí», dice. Dentro de mí, monja de clausura: «Sí»,
dice. Dentro de mí, espía militar: «A ver que confiesa», dice. Coro de la muerte:
«Vergüenza e injusticia es sobrevivir.»
Fuera de mí, tu hijo. Sus ojos herederos.
Él no puede mirar hacia atrás. Sólo existe la ausencia y un sordo rumor de despojo muy
temprano, un regusto resabio lactante violentado.
Los ojos del niño son de esperanza y de miedo. Mira preguntando. El hijo estira sus
patas de potrillo, prueba la tierra firme. La calavera ríe desde su dibujo cuando él
rechaza la diadema funeraria.
El niño reconstruye adentro suyo. La madre era un latido, un gusto, una suavidad
perdidos. El padre fue un dios creado por el niño para protegerse. No hay recuerdos, hay
abismos y ardides para bordearlos.
Pero me absuelvo. Pago el precio y me absuelvo.
Yo misma me quito la chaqueta y las medallas. Me las saco con ternura: las gané en
buena ley y son intransferibles. Aunque no las use.
Como si Charia se hubiera equivocado, me eclipso periódicamente. Como si Kuarahy 10
me hubiera rehecho, periódicamente vuelvo a aparecer.
No encontré un conejo aliado. Otra historia escribí al pasar indemne por las pruebas,
pero la fuerza de tu llamado me mantuvo atada al deseo de perecer en la hoguera, juntas
y orgullosas.
Mi deseo de volver, peces, pobres viejas, bailarinas. Mi deseo de incendiar y apagar, de
matar y resucitar hasta el deslumbramiento.
Y la venganza postergada.
***
Oceania se estira en el balcón soleado de su casa. Como si hubiera soportado un largo
invierno disfruta del sol con un erotismo sagrado. Todo lo que toca es placentero para
su piel que roza sin afán de apropiación.
Las hojas de las plantas, la gotita que se desprende del borde y la sorprende, tan fría
entre los dedos de su pie.
Su cabello caliente, la aspereza del muro. Los poros de los objetos reciben, como ella,
los sonidos y la luz que hacen reconocible el mundo, se vuelven amistosos bajo la
mirada ecuménica de Oceania.
Las barreras entre los reinos naturales. Le explicaron eso en todos los idiomas, pero ella
nunca lo entendió.
¿Cómo será el día siguiente del primer día libre para siempre? Un día como este, sin
vela de armas, sin planes de defensa, sin ejercicios de reivindicación.
Echada al sol, con las uñas retraídas y todo su peso de gran felina en redondo abandono,
Oceania se deja interpretar.
9
También Kwaraí. Representación del Sol o su dueño y vigilante en la mitología guaraní. Hermano de Yasyra, la
Luna, o su dueño y vigilante. El mito de los hermanos o gemelos, es común en la mayor parte de las creencias tupíguaraníes. Los gemelos, siempre burlones, debían pasar duras pruebas para guiar a los hombres a la Tierra sin mal y
hacerla habitable.
Perfil de la autora
Para seguir interpretando a Oceania, digamos lo que ella, Ivonne Irma Trías Hernández,
no dijo de sí misma. De mamá Irma Hernández y de papá Luis Trías, nació el 13 de
noviembre de 1950, en Montevideo, Uruguay. La educación pública, primaria y
secundaria, era el orgullo uruguayo en la época en que ella fue alumna. A la cronología
de su vida le dibujamos un paréntesis por un momento. Entre 1985 y 1989 trabajó en
capacitación sindical en la Coordinadora de Sindicatos de Enseñanza del Uruguay.
Posteriormente, fue responsable del Programa de Lenguas Latinas y Directora Adjunta
de la Oficina de la Unión Latina en su país. Ivonne es periodista y si usted quiere leer
sus artículos, reportajes o entrevistas, búsquelos en la publicación feminista Cotidiano
Mujer y en el semanario Brecha, ambos medios de prestigio internacional. Es hora de
abrir el paréntesis. Todo lo que la memoria le sobrevivió del tiempo-espanto, 1972 a
1985, años en que Ivonne Irma Trías Hernández fue presa política en el Establecimiento
Militar de Reclusión Nº 2, Punta Rieles, ya ha sido leído por ustedes. Todo, menos eso,
porque «la tortura no se puede decir», «la tortura se informa».
CUENTO
Rocío García. El sueño. 1997. Óleo / tela. 140 x 120. cm.
Alma Idalia Sánchez Pedraza
(Primer Premio. Mexicana)
Todos tenemos un ángel
Se levanta hoy 23 de diciembre; una mañana fría se desliza por una Navidad instalada
en todas partes de la casa. Se ve hermosa. «Hoy es un día apretujado», lo piensa
mientras enciende el radio. Se sirve un café ligero, no le gustan los cafés cargados. El
comentarista del radio habla de unos muertos. «Muertos donde quiera hay», piensa.
Mujeres y niños masacrados, todos indígenas. Se indigna. Cuarenta y cinco indios
asesinados en Chiapas. De improviso la mañana le duele en un punto preciso del
estómago y mientras pica la fruta para el desayuno su impotencia se agranda y sólo
tiene para enfrentarla un cuchillo frágil y sin filo que sus manos taciturnas sostienen
descargando su furia ante la papaya y los plátanos. Este sol que entra a borbotones por
la ventana es el mismo que ahora está mirando a los muertos en esta mañana tristemente
memorable de diciembre. No tiene más armas que su palabra y lo que considera propio:
cuatro hijos, dos perros y una gata y su palabra dice:
«Me gustan los monos porque tienen los ojos brillantes, me gustan los árboles y los
tecolotes, los quetzales porque parecen pájaros hechos de flores. A veces quisiera ser un
pájaro, para mirar todo desde arriba, pero no un pájaro hermoso, un pájaro prieto y feo
como mi persona para que nadie me baje del cielo con una piedra o con una bala. Las
balas no me gustan porque si me pega una me mata, pues en ese pedacito brillante está
encanijada la muerte. Aquí abajo donde ando siempre todo me queda bien arriba y bien
grande. Siempre miro mis pies descalzos y puedo ver mis diez dedos por donde a veces
se suben las hormigas a mirarme. Yo las dejo que lleguen donde quieran, que me
conozcan bien, que sepan dónde tengo las manos y los ojos y se asomen a mirar por mi
boca abierta donde los dientes se me están cayendo como granos de mazorca. Siempre
se mira con respeto lo que es grande, por eso dejo que se suban. No importa que me
piquen. De una en una no está mal, malo cuando son muchas y me pican todo el cuerpo.
Malo si me encuentra mi mamá acostada en un hormiguero tratando de mirar el sol allá
arriba grandote y espeso de luz y de silencio. A veces quisiera ser hormiga y
esconderme en un hoyito de la tierra. Yo miro con respeto lo que es grande. Así miro yo
a los árboles; así miro a mi mamá cuando nos paramos juntas porque le llego hasta
donde maman leche mis hermanos. Siempre miro con respeto lo que es grande; lo repito
con mi lengua que alborota la mañana. Parezco un loro coloreado, que repite siempre lo
que escucha.»
Estamos aquí, bien lejos de la casa, de la planta de café, del chancho, las gallinas y los
pollos, lejos de mi perro que se quedó junto a la casa ladrándole a las balas. Seguro y lo
mataron porque después de un rato sus ladridos dejaron de rebotar por la montaña. No
trajimos nada, sólo la persona. Echamos a correr en el cerro porque venían los balazos
subiendo las cuestas y las cañadas. Mi mamá jaló a mis hermanos y agarramos para el
monte, queriendo hacernos chiquititos para caber debajo de las piedras. Así anduvimos
entre el frío y el hambre mientras nos miraban los monos y el miedo, que acaballado en
los árboles, no dejaba de seguirnos. Cuando llegamos aquí mi hermana Jacinta estaba
calladita, y no lloraba, y con los ojos abiertos miraba sin mirarnos. Traía la chiche de mi
madre pegada de la boca y olía como mi papá cuando lo encontramos tirado por las
peñas, abrazado a su fusil de palo entre su sangre seca, bebida por las piedras y por un
montón de caracoles que le caminaban por el cuerpo.
Así llegamos hasta aquí, después de muchos días de dormirnos en las manos de la luna,
con miedo de los animales del monte, de recorrer montañas duras de subir y llanos
aullados por el viento; con miedo del silencio que se escucha antes de que lleguen los
hombres a matarnos. Hace un tiempo todo estaba mejor, pasábamos hambres y
enfermedad, pero no miedo, ese miedo que nació un día en la panza de la selva más
grande que el Tzúlum,1 más grande que los cerros, pero del tamaño de la muerte. El
mismo que nos hizo llegar a este lugar en donde todos los que tienen miedo han
levantado con palos y plantas unas casitas encueradas en donde viene a acostarse la
niebla desde la tarde hasta la mañana en que el sol la sopla entre los cerros. A veces
cuando mi mamá está más triste me sienta en sus piernas y mientras se queda mirando
el viento pone su boca muy cerca de mi oreja y así entre sus brazos escucho: «Soy hija
del Tzúlum. Él es mi semilla, él es el padre de mi carne, el que me trajo la muerte por
encargo. Soy hija del Tzúlum y de la muerte. Muerta nací y siempre he sido muerta.
Muerta desde siempre, la traigo encaramada en algún lugar del cuerpo, donde dicen que
traigo el corazón y el alma, donde aún guardo el grito con que parí a mis hijos, con ese
mismo aullido hoy grito: “Mi nombre es Martina Puck Jolote. Soy todos los nombres de
mi pueblo, los nombres de las sin nombre, de las sin voz, hijas del silencio y de la nada,
hijas de la urraca y del cuervo, por eso estamos prietas como el agua empozada en un
lugar profundo, como el cenote donde morimos vírgenes en el silencio de las algas y los
líquenes. Hoy tengo vergüenza del silencio y quisiera molerlo en el metate junto con el
maíz y con mi lengua, y después tragarlo y parirlo entre la tierra y así como mis hijos
enterrarlo a que se pudra entre la selva. Hoy grito para que me escuche el viento, hoy
grito para que me escuches tú.”»
Después me suelta y aquietada escupe su saliva en la tierra. Es el silencio pues, me digo.
Se queda triste cansada de mirar sus tzec2 caerse en pedacitos, que luego junto y pronto
escondo debajo de una piedra.
Anoche tuve un sueño: miraba a todas las gallinas de la casa descabezadas y su sangre
corría y corría hasta encontrarse con el arroyo y con la sangre de mi papá que estaba
seca entre las peñas y así juntas se iban con el agua y así el agua se hacía roja como la
sangre de un puerco despedazado, y así roja se iba a las nubes y empezaba a llover
sangre ante una tronadera de un cielo encanijado. Yo miraba todo desde un cerro bien
alto, más alto que las nubes. No tenía miedo pues mi ángel de la guarda enconchaba sus
alas y me cubría con su calor y sus palabras.
1
2
Animal mítico y diabólico que según los indígenas habita en las selvas de Chiapas.
Vestido usado por las indias.
Mi ángel de la guarda tiene alas grandes y blancas y unos ojos brillantes en donde está
empozada la luz y la bondad. Eso pienso siempre mientras platico con él con las rodillas
aplastadas en la tierra y los ojos abajo y apachurrados para que no me encandile su luz.
Yo lo he buscado siempre atrás de las gentes y como no queriendo a veces volteo de
repente para conocer al mío y lo único que he encontrado si hace sol, es una sombra
prieta como yo atrás de mi persona; los ángeles no son prietos, son blancos como los
que vi un día que fuimos a vender el grano de café a San Cristóbal y entramos a la
iglesia a untarnos agua bendita. Había muchos santos encandilados por las velas y
veladoras, todos tristes miraban el cielo esperando mirar a Dios. Nunca quiero ser santa
y quedarme así engarrotada todo el tiempo y con la cara triste de quien está viendo un
muerto. Mientras mi mamá rezaba con los ojos cerrados y las manos muy juntas, me
acerqué al fondo donde estaban los santos más grandes y con la voz chiquita dije:
—Sal de ahí, sal de ahí, sal de ahí.
Lo repetí tres veces y esperé un rato a que saliera Dios o siquiera mi ángel a
mirarme. No pude esperar más porque mi mamá me sacó a pellizcos de la iglesia. Ya
nunca regresamos a San Cristóbal, ni siquiera a recoger el cuerpo de mi papá (ahora así
se llama) que se llevaron dizque a saber de qué murió, como si no hubieran visto el
tiradero de balas que brillaba entre las piedras.
Otra vez estoy en una iglesia. Las velas encendidas nos dicen por dónde anda volando el
viento. Escuchamos un escándalo de balas que viene de todos lados, que sube de las
piedras, que baja de los árboles y se descuelga por sus ramas. Los pájaros se fueron a
esconder a otros cerros y nos dejaron el lugar pelón de trinos y de plumas. Siento un
hormigueo caliente que me sube a la garganta. Es un grito que aprieto con la boca para
que no salga y se asuste Sebastián, que abrazado a mí siente el grito que trata de salirse
por mi pecho. Siguen rezando para que San Caralampio nos proteja. Está su persona
mirándonos desde una tabla lampareada de velas y veladoras y flores de papel brillante
que trajeron quién sabe de dónde. Sonríe como si no tuviéramos miedo, con la sonrisa
de un padre que mira a sus hijos jugar. Mira a Cata que se hace oír en el murmullo:
—Recen, recen para que no nos maten.
Y sus palabras se escapan por las paredes de vara y enramada donde estamos todos
apretujados y cobijados por el miedo que la balacera sigue dejando. Trato de no llorar y
mientras rezo sigo apretando las palabras y a Sebastián. San Caralampio nos mira tan
tranquilo mientras escuchamos las balas que vienen subiendo del arroyo cada vez más
cerca… No ve a los que se fueron a esconder entre las piedras, no puede ver a los que
les corrieron a los cerros, no ve a los niños que sus mamás les tapan la boca para que no
se escuchen sus chillidos, no ve a mi mamá que enrebozada parece una gallina
abrazando a sus hijos mientras tiembla y reza. Aquí no vendrán porque el santo nos
cuida, pienso, o porque mi ángel de la guarda debe estar atrás de mí dándome su
bendición y su consejo.
—Sal de ahí, sal de ahí —trato de gritar mientras mis ojos van de mi mamá al santo.
Pero no grito porque mi voz se escapa junto con una bala que después de atravesar a mi
ángel me sale de la cabeza y luego se estrella en la bendita mano del santo que en
silencio sigue mirando cómo nos matan.
Soy hija del Tzúlum. Él es mi semilla, él es el padre de mi carne. Soy hija del Tzúlum y
de la muerte.
Perfil de la autora
«No saben el orgullo que sentí al conocer que había ganado, sobre todo porque soy una
persona que no confía mucho en su capacidad de escritora autodidacta.» Fue la
confesión primera de esta mujer que nació en Querétaro, México, el 21 de julio de 1962.
Es de sospechar que a la falta de confianza en sí misma, ella se ha impuesto la falta de
creérselo a pie juntillas porque, veamos. Como integrante del Taller de Creación
Literaria del Centro Querétaro de Escritores, fue becaria en el área de narrativa. Es
autora del libro de cuentos El patio de los demonios, publicado por el Consejo Estatal
para la Cultura y las Artes en coedición con el gobierno del Estado de Querétaro, en
1988. Ha sido galardonada con varios premios estatales en la categoría cuento. Y
veamos, además, qué nos dice Alma Idalia acerca de su decisión para relatar los hechos
de esa «mañana tristemente memorable de diciembre»: «Primero investigué los
testimonios de quienes fueron testigos de la masacre de Acteal; leí a Rosario
Castellanos, nuestra maravillosa escritora chiapaneca, para contagiarme de la atmósfera
de ese lugar, ya que no lo conozco; y también me detuve en las lecturas de uno de mis
poetas favoritos, Jaime Sabines. Después me puse a escribir. Lo hago por impulso,
cuando una idea me nace, y es maravilloso porque siento que alguien me estuviera
dictando. En el cuento he mezclado también experiencias personales de mi niñez, pues
he vivido en las sierras de Querétaro y los recuerdos de esos ambientes mágicos y
trágicos fueron un detonante también para mis deseos de escribir. Terminé mi relato un
día antes de enviarlo a El Salvador. Mi esposo me acompañó a la paquetería (correo) y
le comenté que no estaba satisfecha con mi trabajo. “Vas a ganar”, me contestó él.» Es
que él también sabe que Alma Idalia tiene su propio ángel.
Alicia Kozameh
(Segundo Premio compartido. Argentina)
Vientos de rotación perpendicular
A los sobrevivientes, porque lograron sobrevivir. Y a los que no sobrevivieron,
porque vivirán para siempre.
Salvaje el formato adquirido por las sombras de la tarde cuando no llueve, ni truena, ni
el sol es suficiente ni extremo, cuando no hay manera de juzgar el aire por la calidad,
por la agilidad de los hechizos que transporta. Cuando las naranjas de los árboles que
definen las calles de la ciudad son inalcanzables a las mentes individuales y colectivas,
indiferentes a la capacidad de nuestros cerebros de hacerse cargo del color, de los
colores circundantes. Cuando lo único ilustrable, previsto, asociable con lo real, es la
contundente presencia de la angustia, de la fuerza de succión del aire. Nada más que
eso: el aire, transformándose en un círculo gigantesco en los inicios, que va afinándose
sospechosamente hasta adquirir la forma de un embudo que gira suavemente al
principio, pero en aumento, con la velocidad en aumento, y después loco, loco, que gira
sobre sí mismo enloquecido y centrípeto, no tan remoto ahora como quisiéramos
pensarlo, no tan desplazado de los acontecimientos protagonizados por la historia, por
sus ondas expansivas, sus esquirlas, por sus hilachas, sus aparentes pequeñeces
periféricas. No tan transparente como algunos preferirían para beneplácito de sus
acolchonadas miopías. No tan transparente. Y tampoco tan iluminado como otros
esperaríamos para que se hicieran visibles sus movimientos a todos los ojos de este
mundo, de otros mundos, de todos los mundos.
Salvajes las sombras de la tarde. Atrozmente pasivas en ese aire de reinas
inmotivadas, pueriles. Crueles en la displicencia, en el conocimiento del propio poder y
en la caprichosa decisión o indecisión de ejercerlo o de no ejercerlo. Sobre todo ahora
que este gran movimiento con forma y voluntad de embudo parece más vigoroso que
pocos meses atrás, más notorio y más cercano. Y más escabroso. Y más perverso. Aquí
nomás, está. Aquí mismo se desenvuelve y se expande, por entre las curvas de las
calles, por entre las vegetaciones y las arquitecturas ciudadanas. Y se mete,
ambiciosamente se mete por recovecos y sótanos, alcantarillas y cañerías. Baños,
habitaciones, fábricas, cafés, escuelas y oficinas. Universidades y verdulerías.
Pasivas las sombras, decididas a no actuar, a no mover ni un dedo para detener la
monstruosidad y el desasosiego. Las reinas, las soberanas sombras de la tarde. Pero
pareciera que los campos y los montes están, también, invadidos. Se supondría, a juzgar
por la multiplicación piramidal de sus dimensiones, que el embudo en movimiento se
traslada de la ciudad al monte, del monte al campo y a los ríos, a los mares, y acciona en
todas las latitudes y en todas las geografías. Y es tan irregular en sus estilos, tan
improvisado y ecléctico en sus recursos, tan artesanal en su modalidad, y sin embargo
tan eficiente en eso de aumentar y registrar las cantidades, los montos, las toneladas de
seres despojados de su autonomía y absorbidos por la frenética rotación del aire.
Es extraño, aunque no sea esa, precisamente, la palabra, es extraño pasar por esa
especie de alucinación que muestra escenas desconcertantes, como la que Marisa dijo
que presenció noches atrás. La de su hermano siendo atraído por la fuerza de succión
del embudo. Lo vio salir más o menos caminando, como borracho, aunque el hermano
no toma, lo vio irse tambaleando hasta convertirse en un punto inalcanzable. Y se dobló
la perplejidad del vecindario cuando la madre de Marisa contó que una noche después
vio a Marisa ser absorbida por la misma fuerza, y hasta ella misma quedó tirada en el
piso del comedor de la casa llena de dolores en las piernas, en la espalda y en los brazos,
en los ojos, dolores que ahora son extendidas manchas azules y negras. Eso mientras no
lograba que su fuerza física resultara eficaz y mantuviera a Marisa del lado de adentro
de la puerta, fuera del efecto de succión que la convirtió, también, en una especie de
mancha diluyéndose en las lejanías.
Y todo suena a arcaicas alianzas entre la naturaleza y sus innumerables desajustes,
inclemencias, ¿no? Aunque no sé quién encontraría coherente una versión como esa. No
la madre de Marisa. Ella decía que lo que había visto llevarse a la hija no
necesariamente podía describirse como una acción del aire, iniciada en el aire, como si
estuviéramos hablando de un tornado. Pero nadie entiende a qué se refiere. Más detalles
da, menos parece ser escuchada.
Salvajes las sombras de la tarde. Y las de la noche. Y las que quiebran la solidez de
los edificios altos del centro de la ciudad cuando empieza a elevarse el sol. Testigos
impasibles. Maliciosas. Porque no eran más que las cinco de la mañana cuando Silvana,
Tania y Cecilia, que vivían en una pensión estudiantil en el centro, a dos cuadras de la
Facultad de Filosofía y Letras, y yo misma, que vivía en la pensión de enfrente, oímos
los alaridos de alrededor de diez personas, mujeres y hombres, que estaban siendo
absorbidos por la fuerza de quién sabe qué. De algo invisible, porque cuando nos
asomamos a las ventanas que dan a la calle ya no había nada. Pero nada. Ya no estaban.
Después, en la Facultad, cerca del mediodía, todos hablaban de que Mecha, Betty, Clara
y Mauricio, la hermana y la prima de Mauricio, y tres más que no conozco, habían
desaparecido de su pensión. Fueron llevados en la madrugada, decían. No aclaraban qué
se los había llevado. Y algo muy similar pasó con los dos hijos del relojero de la otra
esquina, y después con el relojero mismo. Aunque en este caso se esfumaron también
los relojes. Sólo quedaron tirados por el piso unos pocos que no funcionaban. Como si
algo hubiera estado tratando de oponerse a las desdichas, a los extrañamientos, a las
vastedades y a las premuras de las sombras. A las urgencias del tiempo en movimiento.
Y con cientos, lo mismo. Miles. Eso en las ciudades. Llegada la locura a un cierto punto
era fácil sentir lo que otros decían que respiraban: una especie de olor a ubicuidad. Que
parecía surgir de lo que fuera que imprimía el movimiento circular del embudo que nos
dejaba cada día con menos amigos, familiares, menos hijos, vecinos, profesores. Es que
eso, lo que fuera, actuaba con la simultaneidad de un dios. Era desesperante tratar de
prestar atención a cada cimbronazo al mismo tiempo, y descubrir la imposibilidad.
Estábamos absortos y confundidos como por un inmenso mareo que nos abarcaba a
todos. Que nos incluía en una gran ola de náuseas.
Y eran visibles las naranjas de los árboles que definen las líneas de la ciudad, eran
visibles y estallaban en reflejos, en brillos rojizos, amarillos, aunque mi cerebro no pudo
hacerse cargo de tanto color, ni pudo siquiera intentar comprender el silencio de esas
naranjas ni la flemática paz de la redondez de sus sombras, cuando el aire, perpendicular
a la línea del horizonte, un horizonte muy inmediato, cercado de edificios, en
movimientos circulares y mecánicos, repetidamente veloces, imparables, me dejó sin la
posibilidad de evitar nada de lo que se iba aproximando.
Pero aquí no estamos todos. Estoy yo, hay otras mujeres, amigas, conocidas,
desconocidas. Algunas de catorce o quince años. Yo con mis dieciocho, y otras de
cuarenta. Y ancianas. Hay viejas que casi no pueden recorrer de punta a punta el
pabellón en el que no cabemos, pero hasta ahora sobrevivimos, treinta. Y duermen en
las cuchetas de abajo, por supuesto. Les damos casi toda la comida que nos traen, que
no varía mucho entre un líquido oscuro con dos o tres huesos en el fondo de la olla, y un
pedazo de pan de quince días de antigüedad, casi completamente envuelto por un moho
verde, intenso y grueso, aunque no brilla con los reflejos de aquellas naranjas. Los
viejos siempre comen mucho. Así que las más resistentes rasqueteamos el pan, lo
lavamos, y se lo damos a ellas.
Pero los otros, no, no están aquí. Ni Marisa. Quién sabe qué otras dependencias tenga
el fondo del embudo. Qué otras profundidades. Quizá en algún momento veamos algo,
logremos descubrir algún indicio. Además de lo que me pareció ver cuando iba entrando
a este sótano. La mujer que se parecía tanto a la dueña del mercadito italiano. Dos
hombres sosteniéndole las piernas abiertas y metiéndole en la vagina algo como una
rata. Viva. Ella mirando, lívida. Y esa chica con el hijo como de dos años. El nene
sangrando, no sé por dónde, y un tipo gritándole a ella: «Hablá, degenerada, o no sólo te
quedás sin el chico sino también sin vos misma.» A ver qué más vemos. Que nos pueda,
¿no?, dar alguna pista.
Porque resulta que a veces parece sencillo. Pero no. A quién se le ocurre que sea tan
fácil entender las razones, las verdaderas, últimas razones que pueda tener el aire para
cambiar violentamente su naturaleza. O su conducta. O la forma de expresar sus odios.
Que de pronto una brisa respirable y serena se convierta en un simún. En un tornado.
No. No se entiende. Hay vientos malignos, desoladores, aunque de una horizontalidad
casi familiar. Pero que sin aviso previo decidan volverse verticales, y girar como locos,
y convertir la existencia de todos en este inmenso horror, no. No hay manera de
entenderlo. Así que habrá que investigar. Entender el por qué de cada movimiento. Por
qué. Por qué Silvia. Juan. Por qué Cecilia. Gonzalo. Sonia y el marido. Fernanda.
Luciano. Rubén. Estrella. Ricardo. Marcela y los tres hijos. Liliana. Mónica. Matilde.
Jimena. Susana embarazada. Estela. Averiguar. Hasta saberlo todo. Hasta que no quede
una sola respuesta enganchada entre un giro y el otro de los que suelen dar los grandes
vientos. Hasta que la Historia se desenrede de los sombríos ropajes. Se desnude, se
quede sin corpiño y sin bombacha ante nosotros. Y se abra. Hasta que nos revele la
textura de sus interiores. Hasta que decida hablar. Vociferar. Hasta que articule, tome,
exprima, hasta que ejerza la palabra.
Porque tan feroces, pueden ser. Feroces, los vientos. Las sombras.
Los Ángeles, noviembre de 1999.
Perfil de autora
Nació en Rosario, provincia de Santa Fe, Argentina, en marzo de 1953. Cursó estudios
en las carreras de Letras y Filosofía en la Universidad de su ciudad natal y,
posteriormente, en la de Buenos Aires. Antes del golpe de los generales de 1976, la
represión militar y paramilitar desatada durante el gobierno de Isabel Perón se cobraba
las primeras víctimas. Detenida en 1975, fue prisionera política de la dictadura castrense
hasta diciembre de 1978. Pero las amenazas continuaron. En 1980 se exilió en
California, Estados Unidos, y luego en México. Escribió las novelas El séptimo sueño y
Pasos bajo el agua, una ficcionalización de su experiencia en la cárcel. En 1984, en
plena transición democrática, regresó del exilio. La editorial Contrapunto, de Buenos
Aires, publicó en 1987 Pasos bajo el agua. Volvieron las persecusiones políticas. En
1998 regresó a California. En su equipaje también llevaba los primeros manuscritos de
su próximo libro, Patas de avestruz, que concluyó ese mismo año. Novela que publicó
la editorial austríaca Milena Verlag, bajo el título Straussenbeine. Posteriormente, la
misma editorial publicó Schritte unter Wasser, traducción al alemán de Pasos bajo el
agua. Esta misma obra, traducida al inglés, ya había sido publicada en 1996 por la
University of California Press. En su participación en congresos literarios
internacionales como en su producción literaria, trabaja diversos temas, uno de ellos es
el fundamental. Alicia Kozameh lo explica: «Escribo constantemente sobre “nuestro
tema”. Hablo, escribo. Pienso. Sueño. Cada palabra puesta en el papel o dicha, es un
drenaje. Escribir sobre cualquier tema es un drenaje doloroso, en mi experiencia. No
elijo escribir. Ni elijo escribir sobre este tema. Es una necesidad. Un requerimiento que
me impone la vida. Se mezcla con dolor, con estupefacción, con ansiedad y con todos
los recuerdos de los momentos de solidaridad y afecto. Suelo, incluso, enfermarme.
Pero la vida es palabra. El horror también es palabra, y hay que decirlo.»
Eugenia Echeverría Veas
(Segundo Premio compartido. Chilena)
Ocurrió en Montebello
Hoy vinieron los soldados con la noticia del derrumbe.
Las mujeres los rodearon, pero yo me quedé atrás, aunque no servía de mucho
quedarse atrás; igual se escuchaba la voz del sargento anunciando el desborde del lago
de la cima.
Apastepeque se llama, y las garzas y las águilas reales suelen volarle rasantes
llevándose a veces una trucha.
—Se desbordó, se salió de madre —dice el sargento, que es un hombre alto y picado
de viruela.
Hace más de un año que el volcán echaba lumbre. Pasamos meses enteros esperando
la tragedia, callados, sin mirarnos a la cara para no vernos el terror. El volcán es
antiguo, tiene miles de años. Vienen en peregrinación desde muy lejos para agradecerle
favores concedidos, pues en su falda mora el dios de los vientos. El dios tutelar, nuestro
señor del viento.
De noche temblaba la tierra a causa de la furia del volcán. Un revolcón porfiado que
impedía dormir, pero los ancianos aseguraban que no iba a pasar a mayores, que no iba
a castigarnos. A la mañana siguiente era posible ver una nube de ceniza ensuciando la
ropa lavada que las mujeres olvidaron en los tendederos, y el aire permanecía espeso y
oliendo a quemado. Se fue haciendo una costumbre ver la ceniza blanqueando las calles
y las copas de los árboles, que casi ni hablábamos del daño que nos hacía.
Luego sobrevino la estación de las lluvias.
Festejamos a San Miguel en septiembre, cosechamos un poco de maíz y tuvimos
fiesta con vino y mucho fuego artificial. Bailamos por la noche con luna llena, y un
chipichipi, una lluvia ligerita adormecía a los niños para que no nos molestaran. Vino
un guitarrista rengo desde la ciudad y cantó canciones que los hombres corearon con
nostalgia.
Y después de San Miguel siguió lloviendo. Días enteros porfió el diluvio sobre
nuestro pueblo. Así es que no fue la boca del volcán la que nos trajo la penuria, sino el
lago, que se salió de madre descolgándose sobre Montebello.
Por las aguas torrenciales es que el lago se desbordó allá arriba. Desde dos mil
seiscientos metros de altura dice el sargento.
Agarró todo cuanto encontró camino abajo.
—Una tromba —repite mirándonos uno a uno, como adivinándonos la tristeza—,
una tromba de rocas y agua bajando desde el volcán.
Desde esa furia, no puede ser, ese pedregal descendiendo sin freno cerro abajo, todas
las rocas liberándose cerro abajo y los árboles arrancados de raíz.
—Todas las rocas que encontró montaña abajo.
A causa de semanas enteras de lluvias.
—Iremos a ver —dice el sargento. Y la gente lo escucha pero nadie responde. Hay
un silencio denso cayendo tal como el peso del sol, cayendo a plomo.
Han venido unas treinta personas al llamado de los altavoces. Una vieja solloza con
un poco de pudor, cubriéndose con el rebozo. Tiene los dedos negros de recoger café.
Negros, como carcomidos. Yo me aparto hacia la fuente donde los arbolitos que llaman
sanfranciscos están en brote, anaranjados, de flores finas, pero aunque retroceda
procurando la sombra de los sanfranciscos no será fácil esquivarle la voz al sargento.
Habla de centenares de muertos, y un hombre pega un grito de dolor con el sombrero
sujeto a la altura del pecho. Grita diciendo que no es cierto; pero el sargento vuelve a
decir:
—Nadie escapó.
A dónde, en esa trampa.
El hombre solloza y repite «mis nietos, mis nietos», pero nadie le presta atención.
Era de noche, había luna después del aguacero y cantaban los grillos y los alacranes,
como ocurre cuando la lluvia cesa y el firmamento se despeja.
La gente debió retirarse a dormir confiada. Por eso afirma el sargento que no hubo
indicios, ni siquiera los perros ladraron. No puede ser, siempre hay indicios.
No esta vez porque la tromba de piedras y lodo hundió rápidamente todas las casas
de Montebello y la población dormida quedó aplastada bajo su peso. Se desplomaron
esos viejos techos de palma y teja sobre sus propietarios. ¿Qué sueños los ocupaban en
esos momentos? Nunca se sabrá qué sueños, porque la tromba hundió las techumbres
que cayeron sobre los dormidos. Ocurre que nadie se salvó. No es cierto.
Frente al palacio municipal esta el jeep del sargento.
Otros soldados rodean la plaza.
Hay una ambulancia.
Hay perros llenos de moscas durmiendo al sol.
Algunas personas permanecen en los portales mirando hacia el jeep pintado de verde.
El sargento ofrece transporte para recoger los cadáveres antes que empiece la peste.
Nadie responde. La vieja solloza. Nadie se da el trabajo de consolarla.
Hay soldados en la refresquería. Son jóvenes. Todos andan cazando revoltosos. Se
registran en los regimientos porque ya no hay café, ni cacao; porque ya no queda nada
que recolectar por estos lados. Algo de maíz, algo de tomate; muy poco. Se registran y
les dan enseguida casa y tres comidas, que es mucho, y se van por el país cazando
revoltosos. Muchos mueren. Nadie los llora cuando mueren. Sus madres reciben una
medalla plateada que no vale gran cosa.
Pero aquí no han llegado. Es al otro lado de la montaña; es al otro lado del país.
Alzados en armas los llaman. Guerrilleros los llaman.
El sargento se atreve a decir que el desborde del lago es un castigo por tanta
insubordinación, por la desobediencia de la gente que anda armada en la sierra contra el
gobierno. Un castigo: primero el volcán, luego las lluvias, y ahora la tromba que borró a
Montebello.
Un castigo divino.
Aquí no hay revolturas. ¿Qué será eso?
—Guerrilla —dice la vieja entre sollozos.
—La guerra grande ya pasó —dice el sacristán.
Ya pasó.
Revoltosos. Aquí no hay.
A nosotros nos preocupa ser pobres. Y cuando somos jóvenes nos preocupa sobre
todas las cosas de la vida el lago de Apastepeque a la hora de la migración de los
pájaros.
Sí señor, todos hemos pasado por ese encantamiento. Azul, quieto como unos ojos
azules. ¿Cómo serán los ojos azules cuando se quedan quietos? ¿Traman también
traiciones mortales como el ojo manso de Apastepeque? Nadie por aquí ha visto ojos
azules. Tal vez en las revistas. El lago es azul; profundo y azul. En el verano las jóvenes
casaderas lavan la ropa y la tienden a secar entre las cañas. Y ya desocupadas de sus
tareas se bañan en la orilla. Los hombres solteros vienen a espiar cuando las muchachas
se quitan la ropa y se bañan casi desnudas. Allí anduvo Pedro espiándonos un verano de
esos. Ya hace tiempo. Doce o quince años que le correspondió a Pedro venir a espiarme.
Las muchachas llegan de amanecida a lavar la ropa. Para esquivar el calor fuerte
llegan de amanecida y se tienden a dormirtar sobre la hierba, medio desnudas, cuando el
calor arrecia. Así van echando semilla los noviazgos y las bodas entre nosotros. Entre el
rumor del lago y los graznidos de los pájaros que lo cruzan a través de un cielo sin
nubes. Nos ha ocurrido a todos, andar rondando el lago detrás del amor y mirar tendidos
sobre la hierba la migración de los pájaros.
Los sanfranciscos están en brote. A pesar de las lluvias que llegaron retrasadas
echándonos toda esta penuria, los sanfranciscos como si nada, brotando tiernos.
En esta fecha conocí a Pedro. En verano.
No hablé demasiado con él entonces, ni he hablado mucho con él en el transcurso de
todos estos años. Entendí todo lo que tenía que entender el día que se acercó entre las
ramas bajas y yo dormitaba desvestida, y él acercó hasta mis ojos un ramillete de flores
amarillas. Entendí con la misma transparencia con que ahora voy entendiendo el
discurso del sargento cuando caminamos a solas esquivando las hierbas resecas por el
calor del verano y él rozó mi brazo,y temblando miré por primera vez. Miré sus ojos.
Sus ojos negros. Esa noche me abrazó. Antes que comenzara el temporal me fui a su
casa. Entonces estaba viva su madre. Me recibió sin decir una sola palabra de reproche;
y la señora falleció al siguiente verano.
Por el peso de las sombras que nublan los negros ojos de Pedro sé lo que hierve en su
corazón. Es un hombre parco. Muy raramente vi brillar sus ojos con las arruguitas
tiernas de una risa, nomás esa primera vez. De ahí en adelante muy rara vez.
La pobreza se lleva la risa de los hombres.
Hasta el señor cura lo dice en la misa del domingo.
Es que no hay trabajo. Apenas un poco de albañilería los fines de semana en
Montebello.
Nuestros hombres abandonan el pueblo porque aquí en Pasco no hay nada que hacer.
Todos emigran a Montebello, porque había café y tabacales, y bares para gastar el
dinero, y trabajo fuerte en los beneficiaderos, y fiestas los fines de semana con baile y
orquestas.
Mucho gasto, mucho ruido. No como la pesadumbre nuestra; allá la feria del
domingo movía dinero. Hasta los vendedores de pájaros y los organilleros ganaban
dinero en Montebello.
En todas partes andaban las mujeres comprándose adornos.
Las mujeres de Montebello son fáciles en los bailes. Coquetas perdidas, las mujeres
de Montebello. Dadas a meterse con cualquiera en los cruceros de los caminos. Grandes
bocas pintarrajeadas las bocas besadoras de las locas de Montebello.
Aquí las mujeres decentes murmuran en el mercado, y los rumores crecen a falta de
otra cosa que hacer. Los viejos callan y a veces es peor el silencio de los viejos.
Ahorcan con la mirada. Fueron los viejos las primeras personas que empezaron a
esquivarme y el corazón me latió de vergüenza hasta dejarme sin aire. Por eso que nada
respondí cuando las mujeres se decidieron a hablarme de una viuda que recibe a Pedro
los fines de semana en Montebello. Dieron su nombre y una dirección y yo bajé la
cabeza.
Era una humillación.
Los viejos me retiraron el saludo.
Hay un camión del ejército en la calle principal con toldos y bancas en el interior.
Algunas mujeres rodean al sargento y proporcionan nombres con voz esperanzada. Y
el sargento los va apuntando en una libreta y señala después con un movimiento de
cabeza hacia el camión invitando a subir.
Las mujeres vacilan.
El chofer del camión echa a andar el motor. Es un muchacho de este pueblo. Es de
los que no se engancharon en el café ni en el tabaco ni en la caña y se enroló de soldado.
Rapados y con esas camisas mugrientas, conduciendo camiones abriendo brechas en el
monte y cavando tumbas en las desgracias. Los muchachos como él ya no correrán a
espiar a las lavanderas medio desnudas en el lago; los matan, pronto los matan.
Un viejo se aproxima e intenta trepar con dificultad pero el muchacho no baja a
ayudarlo, lo ignora. ¿De quién será hijo este muchacho? Qué importa. Yo creo que
nadie ha pensado siquiera en mirarlo a la cara.
Un chorro de agua oxidada repiquetea en la fuente.
Son las tres y media.
Una campanada, dos y tres campanadas desde la iglesia grande, desgranándose sobre
la plaza como una carga del vía crucis. ¿Por qué acordarme del vía crucis en este
momento? ¿Será la mala noticia este duelo sin remedio? Reseca la cruz de Cristo en la
iglesia grande. Tal como yo apolillada y reseca, en medio de la plaza llena de moscas
preguntándome si debo o no debo yo también darle las señas al sargento y subir al
camión.
Sé que anteayer Pedro dormía en la cama de la viuda cuando la fuerza del agua los
mató. Lo sé muy bien. Salió con la mentira de siempre después de pedirme la camisa
planchada.
El viaje dura media hora, y yo sé que a las cuatro de la tarde es la mejor hora para
llegar a Montebello. Claro que lo sé. Es hermoso cruzar el camino bordeando la
montaña, en pendiente y regado por tantísima lluvia. Todo es verde camino a
Montebello. Es un vergel el descenso a sus huertas de mangos y zapotes. Cuando era
muchacha me gustaba viajar a Montebello los domingos, a la feria. Un domingo sí y
otro no.
Después Pedro dijo que era tonto tirar el dinero en la rueda de la fortuna, y es cierto.
La rueda de la fortuna está desvencijada.
El sargento nos tienta ofreciendo un kilo de azúcar y otro de frijoles.
Es lo que hacen siempre: usar el alimento como señuelo.
Por eso es que todos miran preguntándose si van o no van.
Una vez cerraron el pueblo buscando alzados casa por casa. Cerraron la calle
principal con sus camiones cargados de cajas con alimento.
Cayó la tarde y continuaban los altavoces instando a los delatores.
Pedro me impidió salir y rechazó los frijoles aunque no teníamos gran cosa para
comer.
Ahora es distinto, porque vine sola.
—Es una emergencia —dice el sargento—, todos deben colaborar.
Escucho y el corazón me palpita muy fuerte. No me acordaba cómo puede latir el
corazón por todo el cuerpo, pero así y todo miro el reloj de la iglesia grande: faltan
cinco minutos.
Una vena se me aprieta en las sienes.
—Cinco minutos —grita el sargento limpiándose el sudor.
Los soldados se dispersan para tomar sus lugares en la caravana y el sargento vuelve
a ponerse unos lentes oscuros.
Unos lentes oscuros.
En ese mismo momento empiezan a tocar a desgracia las campanas de la iglesia
grande.
A desgracia por la tromba que borró a Montebello, los sembradíos y los trapiches y
tanta cosa bonita que uno podía ir mirando por sus calles empedradas; y la plaza del
mercado, y la feria donde los gitanos llegan en cuaresma con sus cazos de cobre y el
mono que lee la buena fortuna.
Por Montebello y por nosotros también.
Una vieja se me acerca y corta algunas flores: es dulce el aroma de los sanfranciscos.
También es dulce el olor a fruta rancia que viene desde el mercado. La vieja busca
mis ojos como buscando una compañera de viaje, y entonces me resuelvo. Corro hacia
el camión gritándole al muchacho que espere, y la vieja viene corriendo detrás. Una vez
que subimos, el sargento cierra su puerta y el camión parte echando olor a gas.
—Nos vamos —dice la vieja que no tiene un solo diente en la boca—. A preguntar
por mi hijo, que canta en la cantina. Canta hermoso, ¿nunca lo escuchó?
No respondo. Estoy pensando, ardiendo mi alma y pensando con la cabeza ardiendo,
porque mientras viva sabré que las cuatro de la tarde siempre será la mejor hora para
viajar a Montebello. Aun ahora que los borró la tromba es la mejor hora para llegar a
señalarlos en compañía del ejército. A encararlos como siempre quise verlos:
humillados bajo un caparazón de lodo, a ella, la viuda, y a Pedro, abrazados.
Es justicia.
Así fue.
Así permitió Dios que ocurriera.
Descendimos a los tumbos en el lodo, en el inmenso barrizal, y el sargento siguió
dando instrucciones con un mapa en la mano y todos escarbamos entre los escombros y
el olor horroroso de la muerte.
La vieja preguntó al sargento la dirección de la cantina en el mapa y se encaminó
hacia allá tambaleando con una vela encendida entre las manos.
En una colina divisé la camisa azul de Pedro. La vi a través de mis ojos secos. La
reconozco de tanto lavarla, desteñida en los sobacos.
Fue la camisa que me pidió recién planchada.
El sargento se aproximó. Me miró fijamente para oír lo que iba a decirle.
—Este es Pedro Alvarado —grité— y esa es su querida. Se llamaba Adela.
Y tendí la mano para recibir el kilo de frijoles.
Y tendí los brazos para arrojar la primera palada de cal.
Y entonces, recién entonces, pude mirar el cuerpo despedazado de la infeliz: Adela
Melo, su querida.
Yo no más era su mujer.
Perfil de la autora
Esta poeta y cuentista nació en Yungay, Chile, el 6 de octubre de 1943. Vivió en casi
todos los países latinos y caribeños ya que su padre perteneció al Servicio Exterior
chileno, y su primer esposo, de quien es viuda, fue un funcionario internacional de la
ONU y del Banco Mundial. Sus libros de cuentos, Las cosas por su nombre y Cambio
de palabras fueron publicados, respectivamente, en 1967 y 1972. Su obra poética fue
editada en La infinita (1983), Sangre en el ojo (1986), expresión del drama vivido por
las personas obligadas a exiliarse, y en Hermosas niñas de Tepoztlán (1996). Regresó a
Chile en 1997, año en que fue galardonada con el Premio a la Trayectoria Literaria del
Consejo Nacional del Libro de su país. Actualmente se desempeña como periodista
cultural y coordina un Taller de Autobiografía. Su cuento «Ocurrió en Montebello»
transcurre en El Salvador y su argumento fue tomado «de la narración que me relató un
funcionario de la ONU que acudió a prestar asistencia al país centroamericano. Se han
cambiado los nombres de los lugares, pero respetando la atmófera de emergencia
interna: la guerrilla y la gente postergada de la zona rural».
Elena María Palacio Ramé
(Recomendación. Cubana)
Gioia mía en La Habana
«Abuelita mía, mi viejita querida, yo sé que debes estar brava porque hace ya mucho
que no voy a visitarte en tu casa de Camagüey —me recuerdo de niña, encaramada en
los naranjos y en los frondosos tamarindos, y tú abajo, apuntalándome con los ojos,
muriéndote del susto— y también supongo que estás disgustada porque tu hijo Andrés
te ha hecho llegar toda esa sarta de mentiras sobre mí. Tienes razón, abuelita, en
resentirte por mi desapego, por olvidarme un poco de ti metida como estoy hasta el
cuello en esta vida enredada, problema tras problema, sorpresa tras sorpresa, hasta el
punto de que cada día es un sobresalto y la vida puede ponerse de cabeza antes de que
pestañees, y hay que joderse porque es tiempo de corre corre y no se toleran las
demoras. Pero no hay razón para que te amargues por un manojo de historias
mentirosas. No son más que calumnias. Mis padres no me entienden y me calumnian
ante ti con pasmoso desparpajo. Todos mis actos son tergiversados, ofensivamente
escrutados y vueltos de revés. Abuela, estoy injustamente instalada en la picota
familiar…»
(Mi abuela era tan bonita, cuando joven, que habría podido ser cualquier cosa que se le
antojara: rumbera, cantante, estrella de televisión, esposa de un senador, Primera Dama,
cartomántica convincente… imagínate tú lo despampanante que tiene que ser una
personita de veinte años para que la sola credencial del rostro y del cuerpo le abra todas
las puertas. Pero mi abuela prefirió ser maestra porque ese era el camino de las
muchachas decentes y sensatas a quienes no les apretaba mucho el zapato de los
problemas económicos. El primer esposo de mi abuela sentía por ella una escandalosa
devoción, pero eso no impidió que se ofuscara y blasfemara contra el mundo cuando, en
los primeros sesenta, mi abuela aceptó dirigir el Centro de Rehabilitación para
prostitutas, Centro Artesanal le llamaban, para que no doliesen a nadie las palabras.)
«…Y además odian a mis amigas. Detestan a Maru porque usa unas minifaldas
espectaculares y anda por la ciudad encaramada en coturnos charolados. La rabia los
tuerce cuando Liliam me visita. “Tiene cara de puta y viste como una puta”, opina mi
padre. Para él, yo no soy más que el cuajado compendio de Liliam y Maru: minifalda y
meollo de puta, una jinetera, dicen, y la policía mi espada de Damocles. Nada de esto es
exacto. Ciertamente he —hemos— conocido a algunos extranjeros medio
despreocupados y muy regalones que me —nos— han enrolado en la locura de sus
vacaciones y luego se han marchado no sin antes dejarnos una estela de promesas y
obsequios. Pura casualidad. Es cierto que he sido protagonista de algunos romances —
fáciles de computar, pero no vienen al caso los números— con hombres que no son
cubanos —¡otra vez el azar!—, y que estos romances —yo prefiero llamarlos así, pero
mis enemigos los nombran de una manera muy fea— me han reportado beneficios; y
léase paseos, agasajos y algún que otro buchito de dólares. ¿Qué hay de malo en eso?
Yo nunca tuve vocación para la mojigatería y no puedo evitar que el destino y mi
circunstancia —alguien dijo que un hombre es él y su circunstancia y una mujer no va a
ser menos— me hagan tropezar a cada paso con un extranjero solícito.»
(Resulta que al gobierno, joven y animoso, le dio por dar jubilación obligatoria al más
viejo oficio del mundo, y en menos de lo que canta un gallo le hizo la guerra y le echó
tierra encima a los chulos, clausuró burdeles y atizó las espaldas de los propietarios y de
las matronas. En Camagüey había dos prostíbulos grandes y bien surtidos que fueron
trasladados a las afueras en lo que transcurría un complicado tiempo de persuasión y
profilaxia. Allá se iba mi abuela, tan linda y tan nueva, a los burdeles en plena fiebre, a
cualquier hora del día, de noche incluso, a convencer a las prostitutas de que la vida
estaba reventando de posibles, y la Revolución de estreno, erizada de promesas y todas
esas cosas, y así, codo a codo con ellas, se fue poniendo al tanto de las habilidades y los
sueños de esas mujeres, de la costurera que nunca fue, de la poetisa frustrada, de la
enfermera abortada… y como muy pocas sabían leer y escribir, he aquí a mi abuela
rebosante de ganas de hacer y de crecer con ellas, sumergida en una cruzada
alfabetizadora, con las putas. Meses después, convocadas todas las prostitutas de
Camagüey en una edificación que se levantó para el caso, mi abuela fue nombrada
administradora, cabeza del proyecto: un rincón para rehabilitar y devolver a la sociedad
mujeres recién nacidas. El Centro de Rehabilitación, muy bien llamado Artesanal, era
una construcción de varios pisos, rabiosamente aséptica, donde quinientas prostitutas
cesanteadas por obra y gracia de un vuelco social, y un puñado de iluminadas, se
pusieron a amasar un sueño de mujeres. Cantando llegaban al Centro las prostitutas y
era febrero, y cada guagua repleta era una enorme sonrisa que se desparramaba hasta el
corazón. La mayor de estas mujeres tenía setenta y cuatro años y pocos dientes. La más
joven tenía quince y la piel fresca a despecho de todos los manoseos del pasado.)
«Sí, también es cierto que la policía me ha recogido un par de veces y que me han
pegado por nada, por gusto, sendas actas de advertencia.“Estás marcada”, dice mi
madre, y no me cree cuando le juro que soy inocente, que yo sólo estaba parada y
pensativa en una esquina de La Rampa, deslumbrante de rojo y oliendo a Opium, y de
repente apareció ese oficial insensible con ojos de androide y ni me quiso escuchar: “Su
carnet de identidad, por favor.”»
(Naturalmente, ahí terminó su matrimonio. La crisis comenzó cuando mi abuela —
muchacha impoluta, mujer de su casa, madre futura de un hogar respetable— tuvo que
revolotear mañana y tarde sobre el acre vapor de los prostíbulos. Y la clase de mujeres
con las que forzosamente tenía que relacionarse, y el tiempo robado a las obligaciones
domésticas, y el marido en sus trece. En fin, que tuvieron unas cuantas peleas bien
sonadas; gritaron, se odiaron, y él la puso a escoger: «Las putas o yo.» «La
Revolución», dijo ella. «Las putas entonces», dijo él. «Sí, las putas.» Y nunca más le
dirigió la palabra.)
«También es cierto, abuelita, aunque seguramente la noticia te ha llegado un tanto
desenfocada, que abandoné mi carrera, la tediosa y ajena Licenciatura en Economía.
¿Qué tengo yo que ver con esos números y esos cálculos y esas crípticas leyes del
mercado y los ciclos de la producción, cuando todo el mundo sabe que lo mío es el arte,
que mi alma es musical, policroma y creativa, y mi virtud es asombrar? Por eso me fui
—por favor, no me preguntes cómo llegué allí—. Ellos no lo entienden. Ellos pusieron
el grito en el cielo. Me echan en cara que quiero vivir de los hombres —de lejanas
tierras venidos— y que sólo ambiciono trapos y jolgorios. Se habla de mi inteligencia
malograda. También invocan tu pasado.»
(Cuenta mi abuela que en el Centro impartían clases diversas, organizaban cursos,
practicaban deportes, enseñaban a manejar, a coser, a modelar el barro y a mirar hacia el
mundo con ganas de comérselo todo de un gran bocado. Algunas tardes mi abuela y sus
compañeras se echaban a las espaldas un grupo de mujeres y se iban por ahí, a visitar las
fábricas y las oficinas de los ferrocarriles y las granjas y los talleres que más tarde
deberían acoger sin prejuicios a las pupilas redimidas, pues no es mentira que de putas a
proletarias no hay más que un paso, y también para que la gente les fuera perdiendo las
prevenciones y se acostumbrasen a verlas como lo que eran, mujeres y nada más. Se
hacía labor de magas, agotadora y fértil. Había que apartar a las definitivamente
corrompidas, las que llevaban en la médula la semilla del vicio y pretendían sabotear el
esfuerzo de las otras. Había que ayudar a cada una en la muy individual y secreta tarea
de limpiar la memoria de tristezas, de viejas humillaciones y autodesprecio. Había que
cooperar tejiendo crisálidas, madurando crisálidas, rompiendo crisálidas. Había que
sentarse a la mesa con ellas, y comer con ellas, y ofrecer el oído y el regazo, y recordar
las fechas de los cumpleaños, y ocuparse semanalmente de la salud de todas, las
menstruaciones, los sueños, los sobresaltos de todas.)
«Siento que han dejado de quererme. ¿Tampoco tú me quieres ya? No les creas, por
favor, abuelita. Yo sólo quiero dar unos cuantos sorbos de lo bueno de la vida. No hago
nada malo. Nunca me he vendido. Créeme, y me tendrás en Camagüey más pronto de lo
que imaginas. Te advierto que no voy sola…»
(Una vez mi abuela se tropezó con una muchacha que andaba por los pasillos con una
cara larga y roja de mucho llorar. Se llamaba Candita y tenía una cintura diminuta,
redonda y ceñida. Mi abuela le preguntó qué ocurría para que se hubiese convertido en
una descolorida sombra de sí misma, así de la noche a la mañana, y así tragándose
sorda, solitariamente su tristeza. Candita contestó que extrañaba tantotantotantotanto a
su niñito que en cualquier momento se volvería polvo, se volvería nada de llorar y
evocar. Mi abuela se puso a pensar, a darle vueltas al asunto, que no era nuevo, ni era
Candita la única madre estrujada por la nostalgia de los hijos, y finalmente se fue y
consultó con el Partido —que ya entonces era único y mayúsculo— y con las regentas
de la Federación de Mujeres, y resolvieron crear, en el último piso, un albergue para los
hijos pequeños de las ex prostitutas, y todas contentas. Con Candita mi abuela se puso a
jugar a Pigmalión. Candita era inteligente y agradecida, y tenía unas ganas tremendas de
hacerse una vida nueva y de echar un enlosado de cemento sobre la memoria de su ayer.
Mi abuela le aconsejó que escondiese al pasado en una de las muchas y sucesivas
habitaciones de la memoria, pero que no tapiase la puerta, porque los sabios saben que
ha de volverse alguna que otra vez al sitio donde duerme el pasado, para encontrar
armas olvidadas o para reencontrarse con ellos mismos. Candita se hizo amiga de mi
abuela para siempre.)
«Quiero que conozcas a Alessandro, un italiano tan lindo que da miedo, y tan pobre que
está en Cuba gracias a la caridad de dos buenos amigos. Alessandro tiene una cojera
triste, secuela de una rara enfermedad que padeció hace años. Alessandro no me llama
nunca por mi nombre; me ha bautizado Gioia, que es el modo más hermoso en que
pueden nombrar a una mujer. En casa lo han mirado como a un bicho. Yo no me canso
de mirarlo. Alquilaremos cualquier cosa con ruedas y estaremos a tu lado a finales de
mes. Resiste por mí. Te quiere, te piensa, tu nieta díscola, arrogante, testaruda oveja
negra, Fernanda.»
—Mi piace oírte contar, Gioia. Tu parli come si escribieras e io ti escucho come si te
leyera.
La muchacha recostó la cabeza en el hombro de su compañero. Iban muy juntos en el
asiento trasero del auto, uno de esos muchos carros americanos de los años cincuenta
que sobreviven intactos en La Habana, espacioso, confortable como una casa, hasta el
punto de que Fernanda fantaseó con la idea de hacer el amor allí mismo y dejar
boquiabierto al chofer. El auto verde como una almendra gigante, rodando
precariamente por la carretera, un maquinón asmático con proa hacia Camagüey. Pero la
almendra había sufrido un infarto mecánico justo a la altura de Matanzas, y la pareja
que la alquilaba se vio obligada a soportar un milenio de sol e incertidumbre, el auto
trocado repentinamente en horno, mientras el chofer, desesperado, reanimaba circuitos,
engrasaba misteriosas articulaciones. «Este cacharro de mierda», masculló el chofer,
escondido tras el capó. En un principio Alessandro le halló encanto al contratiempo: el
auto inerme en un costado de la carretera le recordó a un enorme dinosaurio agonizante.
Se puso a dar vueltas alrededor, cojeando enérgicamente y poniendo nervioso al chofer,
hasta que el sol —era mediodía entonces— lo hizo regresar junto a Fernanda. Se
acurrucaron un buen rato, se besaron, se abanicaron mutuamente, y cuando ya estaban a
punto de llorar, Alessandro preguntó:
—¿Come era la tua nonna?
Fernanda se hizo un ovillo bajo los brazos del hombre.
—Como todas las abuelas. Arrugada, algo desvaída, cariñosa.
—¿Ti senti tu colpabile, Gioia?
—No lo sé… Debimos salir para Camagüey aquel día, como lo teníamos previsto.
Son cosas que pasan, es cierto. Pero no se me quita de la cabeza que no alcancé a verla
viva… y es mi culpa, sí.
Justo en ese momento el auto había hecho un amago de resurrección, y el chofer,
hundido hasta los hombros, en el mundo visceral de su cacharro, dejó escapar un
«¡Oh!» larguísimo, agudo y musical, que hizo a Fernanda sofocar una carcajada. Luego
volvió la calma; la esperanza de movimiento se disipó enseguida. Fernanda puso una
mano en la manija de la puerta, ansiosa por salir, pero Alessandro la enlazó por la
cintura y la atrajo hacia él.
—Cuéntame de tu abuela, por favor —dijo en impecable español— Olvidemos el
calor.
Y fue así que Fernanda se arriesgó al oficio de Sheherezada. Contando estaba cuando
el chofer entró al auto con un portazo triunfal y puso a ronronear el motor. Ellos
permanecieron anudados, el uno comiéndose las palabras de la otra, y entre tanto la
carretera volvió a fluir, áspera y gris, y la enorme almendra verde se entibió, cómplice,
y pareció otra vez el único punto inmóvil del universo. Y al terminar Fernanda su
historia, Alessandro la había besado en la nariz, diciendo:
—Mi piace oirte contar, Gioia. Tu parli come si escribieras e io ti escucho come si te
leyera.
La mujer que tenía ante sí pudo haber sido hermosa, e indudablemente algo de gata
sobrevivía sobre sus huesos, pero el tiempo había ensanchado tanto sus costados, y los
ojos, suspendidos sobre múltiples ojeras superpuestas, ojeras como archivoltas
invertidas, destilaban tanto cansancio, tan enfermiza y violácea mansedumbre, que
Fernanda no pudo evitar hacerse la imagen de una vieja tortuga. La mujer se llamaba
Candita y la había citado justo en el cementerio para cumplir una misión
desconcertante: entregar a la muchacha una última carta de su abuela, una carta de la
que el resto de la familia no debía tener jamás conocimiento.
Fernanda permaneció mucho tiempo con el sobre en sus rodíllas, observando a
Candita sin escucharla. En realidad, tenía miedo de esa carta urdida con la tristeza de su
abuela moribunda. «¡Ah!, la ardiente honestidad de los moribundos», pensaba. Candita
comprendió; improvisó una apresurada despedida. Fernanda rasgó el sobre y comenzó a
leer a saltos.
«… parece que no voy a verte nunca más. Es un hecho que el tiempo se me acaba.
Lo que en verdad aterra de la muerte es su carácter extremadamente personal…»
«Qué pena que la felicidad no pueda darse en testamento. La vida fue tan generosa
conmigo…»
«Yo no tengo una idea clara de lo que está ocurriendo con tu vida, ciertamente. Tus
padres tampoco. Están alarmados y sienten con pavor que se les hace polvo la autoridad
sobre tí. Yo también estoy alarmada, y no se trata de creerles a ellos o de confiar en tí, y
mucho menos de perderme en elucubraciones morales que caerían sobre tus oídos para
vivir el destino de una pompa de jabón. Nada de eso. Cero consejos. Quiero, eso sí,
hacerte una historia. Hace ya mucho tiempo, una muchacha pobre que vivía de ser
hermosa, una prostituta en su cuartito agrisado, se puso a pensar en las cosas que nunca
tendría, en los sueños que nunca cuajarían, en el dinero que nunca reuniría para escapar
de la trampa de su día a día en el burdel, en ese niño que crecía a su costado,
aprendiendo en la más polvorienta orilla del mundo, y en el amor que ya no se merecía,
y en las manos, las caras y el sudor de los hombres, los muchos hombres de su diaria
laboriosidad, hasta el punto de que ya podía reconocer en ella al mismo olor de su
colchón trajinado, una mujer colchón, que se iría desvencijando inevitablemente. Y
decidió quitarse la vida. Su decisión era tan profunda y definitiva que no admitía
prórrogas. Y sucedió que el mundo cambió de la noche a la mañana: el “afuera” se llenó
de sorpresas, de nuevos caminos, y aunque ella siguió en la inercia de su oficio, la
expectación la distrajo de sus obsesiones suicidas. “A ver qué pasa con nosotras las
putas”, se dijo. Y es que ya corrían rumores de que el nuevo gobierno iba a arreglar el
mundo; qué iluso el nuevo gobierno, dejar a los hombres sin el consuelo de los burdeles.
Y luego vinieron, sucesivamente, el Centro de Rehabilitación, los cursos, el trabajo en
oficinas, el amor inesperado, la universidad en las noches, y dos hijos que fueron algo
así como una propina de la suerte, y una montaña de tiempo para olvidar y renacer, y los
nietos, llegó también un tiempo de los nietos…»
«Ya que no me es posible legarte la felicidad que conquisté para mí en batalla
interminable, quiero al menos regalarte mis verdades, presentarte a mis fantasmas…
Porque te quiero tanto, y quizá porque tenemos adentro una llama similar, voy a
confesarte, voy a enterarte a ti, solamente a ti…»
«Yo no fui esa persona de la que tantas anécdotas conoces. Yo no era maestra en
Camagüey. Yo no dirigí el Centro de Rehabilitación para las prostitutas que regresaban
a la vida como quien despierta tras una amarga pesadilla. Yo fui esa muchacha de la
historia que acabo de contarte. Yo era una de ellas. Lo que logré ser, lo que pude brindar
a la familia que me tejí alrededor, se lo debo en realidad a Candita. Durante todos estos
años, no he hecho otra cosa que armarme un disfraz con la memoria de Candita,
apropiarme de su piel, existir en su historia. Ella dirigía el Centro de Rehabilitación, y
yo era una de tantas. Sólo tu abuelo sabía…»
Aunque no podía explicárselo a sí misma con argumentos racionales, tenía la certeza de
que una importante puerta se había cerrado en su interior. Un portazo definitivo. «¿Es
así como crecemos, a golpe de revelaciones?», se preguntó Fernanda, y echó a andar
hasta el auto donde Alessandro la esperaba. Quería caer sobre él y decirle algo por el
estilo de: «¿Tienes idea de cuánto te quiero?». Pero estaba amordazada por sus
emociones. Entró al auto sin decir nada, y se dejó besar y acariciar el pelo, y cerró los
ojos y permitió a su llanto estallar sin estremecimientos, sin un sonido, mientras
Alessandro murmuraba: «Gioia, Gioia mía», casi como si comprendiera.
Perfil de la autora
«En 1996 participé como asistente de dirección en la realización de una serie
documental —llevada a cabo en la productora de Video Mundo Latino, perteneciente al
Comité Central del Partido Comunista de Cuba— que trataba el tema de la prostitución
en mi país y abordaba tanto su presente como su pasado. Entre las muchas entrevistas
que realizamos para este trabajo, hubo una que me inspiró el personaje de la abuela de
mi cuento. Lo demás es ficción.» Elena María Palacio Ramé, cubana, tiene 32 años y
está a punto de graduarse como Directora de Radio, Cine y Televisión del Instituto
Superior de Arte. Así, realiza guiones para televisión, documentales y asistencia de
dirección. Pero también es narradora y en 1992 recibió el premio El Tiempo Recobrado
que le otorgó la Asociación Hermanos Saíz por un cuento que posteriormente fue
publicado en dos antologías: Los últimos serán los primeros y El cuerpo inmortal. Todo
su trabajo lo produce en una máquina de escribir mecánica y junto con su cuento nos
escribió: «Pido humildemente perdón por la tortura de tener que leer páginas malamente
mecanografiadas en este fin de siglo de computadoras y correos electrónicos, pero es
que todavía en casa tecleamos a la antigua.» Juramos que fue todo un placer recuperar
este estilo de lectura de tiempos idos que por suerte… no se han ido.
Consuelo Elvira Ramírez Enríquez,
(Recomendación. Cubana)
Kanka
Sobre tu cabeza
mujer,
sobre tu cabeza
de mujer africana.
El mundo sobre tu cabeza
y el fusil a la espalda.
EXILIA SALDAÑA
Sientes un olor familiar, de un rancio extrañadamente agradable. Te duele la cabeza.
Recuerdas el combate, la maniobra del ataque por la chana, 1 ¡la explosión!, tratas de
moverte… no puedes. Ese olor… eres el capitán Abigail Jova Mallón, treinta y dos
años, cubano, estás en África por decisión propia, despedirse de la familia. Estar herido,
posibilidad remota, realidad… te arrecia el dolor. Ese olor… duermes. Ese olor…
¿estarás en un hospital?, «escapé de la pelona», 2 ¿ya Alicia sabrá que estás herido?,
terrible llegar a casa con los huesos rotos, peor no llegar. ¿Y los demás?, Elier y el
retrato de la novia, Fernando y su universidad, ¡fea la guerra! Mueves los párpados, por
entre las pestañas ves a una negra, ¿Mabelén?, ¿deliras?, ella murió hace ciento cuatro
años… a los cincuenta tuvo el último hijo, tu abuelo… la negra se acerca: trenzas finas,
pecho descubierto, ¿una nativa en el hospital?, tienes sed, un hilo de agua cae en tus
labios, te dejas penetrar por ese olor que Alicia no resistiría. Ese olor… El techo oscuro
y bajo: un hospital soterrado… ¿de dónde recuerdas ese olor? Te gusta, son muchos
olores en uno solo. Los dientes sanos y fuertes te sonríen. Preguntas por el médico. Ella
no te responde. No insistas: ya vendrá. Te pregunta si quieres comer. Finges no entender
para que llame a un cubano. La claridad desaparece gradualmente, hay una ventana.
¿Por qué tus compañeros te dejarían aquí?, necesitas saber dónde estás. Se lo preguntas
a ella: un quimbo,3 estás en su casa. Ella te lo explica en su dialecto. ¿Cuándo
aprendiste el dialecto? ¿Qué tiempo hace del combate? Oscurece, la nativa enciende una
luz, te incita a que comas. Entiendes. Es un sabor agrio, ¿sabor a qué? Ella sonríe
cuando tragas. Sabores, olores, sonidos, se funden en un recuerdo que no existe. Ella te
pregunta si te gusta, dices «sí». Te asombra hablar en dialecto. Te da agua, te limpia los
dientes con unas raicillas perfumadas y finas. Te cambia la posición con la habilidad de
haberlo repetido muchas veces. Quieres saber su nombre, «Kanka», «lindo», elogias con
la alegría de poder comunicarte. ¿Te hablaría mucho mientras estabas inconsciente?
«Nombre lindo, Kanka», lo repites varias veces: «Kanka»… y canta. Las vibraciones
comienzan en los labios, siguen en la punta de la lengua y terminan donde mismo nace
el sonido. Es delicioso dormirse escuchando arrullos y trinos, su voz es una orquesta…
Ese olor…
1
Depresión del terreno en un área relativamente pequeña. (N. de la A.)
2
Una de las formas de llamarle en Cuba a la muerte. (N. de la A.)
3
Vivienda rústica del sur de Angola, también se le llama así a cada pequeño grupo de estas viviendas. (N. de la A.)
El olor… Kanka entra acompañada de un hombre viejo, saluda y te quita todos los
palos que te mantenían inmovilizado, te fricciona la piel con un líquido donde flotan
hierbas. Agradeces. Le preguntas por los cubanos. Kanka y el viejo te dicen que muy
lejos y señalan el Norte. El viejo explica que te recogieron sobre unos arbustos, cerca de
una chana, había otros hombres, pero eran pedazos. Fue lejos, ellos huían de un ataque
de Kwacha.4 Regresaron contigo herido. Encontraron el quimbo casi destruido.
Comprendes. Tienes que recuperarte, emprender la marcha hasta localizar tu brigada. 5
Enseñas a Kanka cómo ayudarte a activar los músculos de tus piernas y tus brazos.
Kanka lo hace mientras te cuenta las veces que han tenido que mudar el quimbo: miras
su mano negra contra la pálida blancura de tu cuerpo… Ella habla: si la Kwacha viene
en esta dirección les avisan desde lejos con tambores, aun así han matado a muchos,
también niños. Recuerdas a tu hijo, si estuvieras en Cuba, con tu pequeño Reinier. En la
última carta Alicia te contaba lo bien que sabía hablar… cuando saliste de Cuba aún no
había nacido.
4
Forma despectiva en que los angolanos llaman a los grupos mercenarios, que actúan sin el respaldo de una ética,
arrasan los quimbos, muchas veces masacrando a sus habitantes. (N. de la A.)
5
Término militar. Varias brigadas forman una división, y, a su vez, varias divisiones conforman un ejército. Por
ejemplo, brigada de tanques, brigada de artillería, etcétera. (N. de la A.)
Recorres el quimbo: unas pocas casas, todas iguales, siembra famélica, mujeres con
críos a la espalda. Te conmueve tan azarosa existencia… deseas ayudar en algo antes de
irte, tal vez enseñarles a construir un pozo artesano: cargan el agua del río… Kanka
equilibra la vasija sin derramar ni una gota, la magia radica en la esbeltez del cuerpo. Te
brinda agua fresca y prepara un caldero: toma una tela gruesa, la tuerce hasta darle
forma de nido, se la acomoda en la cabeza. Sobre ese nido pone una hornilla con brasas
y encima el caldero… entonces sale a trabajar la tierra. El olor de Kanka persiste en su
ausencia. Cuando regresa está lista la comida… y ese olor… la noche se estremece con
el paso de los elefantes. Van rumbo al río: la vida es tan impredecible como la muerte.
Recuerdas los años estudiantiles, tu decisión sobre una carrera militar y un tecnológico,
la graduación, la boda con Alicia. Ese olor, sientes una erección: ya estás curado. Ese
olor. ¿Cómo recordar el tenue olor de Alicia en medio de este ambiente avasallador?
Tratas de pensar en el modo de establecer contacto con los «tuyos» sin caer en manos de
la Kwacha o de los sudafricanos: no puedes concentrarte. Das varias vueltas sobre ti,
llevas la mano a tu miembro con la intención de aplacarlo, pero simplemente lo
acaricias. No sabes dónde duerme Kanka. Pero Kanka sí sabe dónde duermes tú. Ese
olor está junto a ti. Kanka, suave gacela que se ofrece: el cuerpo de Kanka es una
sucesión de ondas que te convierten en fuego el instinto. La saliva fluye abundante
como si no quisiera perderse el convite: con desespero buscas los labios gruesos y
cálidos de la africana, tu lengua choca con los blancos dientes. La obligas al beso que
aprende fácil. La penetras, vas en busca de tu origen. Lo encuentras… Ese olor. Y
Kanka siente la fecundación en lo hondo de sí, Abigail Jova Mallón acabas de llegar en
la barca de ese olor a la tierra de tus memorias.
Te has despertado como si fuera la primera mañana del mundo. Vas al encuentro con
el árbol de los mil siglos. Caminas alrededor del tronco en busca de la entrada. Las
raíces poderosas del baobab atrapan tus pasos hacia el interior del tronco ¿baobab?, la
palabra baobab te llega de lejos… ¿imbé?6 degustas el sabor de esas sílabas. Sí, el imbé
puede ser un buen refugio. Algunos niños te miran furtivamente. Disfrutas desde la
sombra prodigiosa el ajetreo de los niños… te ves a ti mismo en la infancia correr por
esa selva, llega otro recuerdo desconocido: un pueblecito cubano, pero no… es aquí
donde reaparece el niño que fuiste. Te has cansado de sólo construir los juguetes.
Todavía estás débil. Pero aun así tratas de adivinarle a la tierra arenosa un resquicio
donde hacer el pozo. El soba,7 que te ha estado mirando, presiente tu preocupación. Se
acerca a ti y juntos se echan a caminar. Se alejan un poco del quimbo, recorren
meticulosamente tramo a tramo, tú colocas algunas marcas. Al fin le muestras al viejo el
lugar seleccionado para abrir el pozo. No dice nada. Cavan, bajan casi tres metros, la
tierra movediza en la superficie se va tornando más compacta. Cuando muchacho te
gustaba andar detrás de otro soba que abría pozos. Ese olor… es Kanka que se alegra de
verte, pensaba que te habías ido. Le explicas que esperarás a recuperarte. Te propone
acompañarte, es tu mujer, le contestas por qué no puede ser. Ella humilde, acepta. Ya
Kanka no usa finas trenzas, sino el peinado de las mujeres con hombre. Le besas la
frente y celebras el cambio. El levitante ser de Kanka se tensa hasta convertirse en oído;
tú también escuchas percusiones lejanas. Kanka traduce sonidos: la Kwacha llegará
antes del amanecer. Deben abandonar el quimbo. Propones refugiarse en el tronco y el
hueco del futuro pozo. Tú y ella hablan con el viejo que primero duda y después confía.
Los Kwacha son unos pocos, pero armados de guerra constituyen la peor amenaza para
los habitantes del quimbo, reclutan jóvenes, sacian el sexo, se apropian de las
menguadas cosechas. Esta vez salen tras las falsas huellas preparadas por ti. El viejo
quiere entregarte el bastón de mando, nombrarte soba. No aceptas, no es tu quimbo. Le
prometes enseñarle algunas mañas para defenderse. No puedes quedarte: quieres unirte
al ejército cubano. El viejo te mira acusador, tú aguantas. Ese olor… terminan el pozo y
construyen un refugio. Kanka te prepara lo necesario para un largo viaje, te pide
acompañarte un trecho. Aceptas, sabes que en el momento necesario ella regresará en
callada obediencia.
6
Nombre con el que algunos nativos denominan al abobad, al que los portugueses llaman imbombeiro. (N. de la A.)
7
Jefe del quimbo. (N. de la A.)
El camino parece infinito, la última comida caliente va cocinándose sobre la cabeza
de Kanka, ella comenta que cuando tú no estés y les avisen de la Kwacha nadie se
encerrará. No entiendes, pero a Kanka le resulta sencillo, lo que contigo es refugio, sin
ti es trampa. Te sientes contrariado: de nada sirve lo que les enseñaste, incluso para si
eran tomados por sorpresa. Kanka va a contestarte, pero enmudece; han escuchado el
ronroneo de un motor: a ella le da miedo, a ti alegría. La comprendes: no desea
separarse. Tú tampoco quisieras… ese olor… ella trata de alejarte del camino, pero la
aguantas firme, la distraes con amorosas confesiones: «serás el tesoro de mis
recuerdos». «¡Nos matan!», asegura ella mientras en ti se mezclan la tristeza de dejarla
y la euforia de encontrarte con los cubanos. «Nos matan», murmura Kanka. El enorme
carro sudafricano se les viene encima. Ustedes corren. Los sudafricanos disminuyen la
velocidad permitiéndoles escapar… un brusco acelerón cubre la distancia que los
separa. Tú y Kanka logran la efímera protección de un arbolillo y vuelven a correr hacia
el camino para desorientarlos, pero el maniobrable carro de guerra gira en redondo tras
la pareja de negros: tú y Kanka. Abigail Jova Mallón, había oído decir que los
sudafricanos se divertían aplastando a los nativos… tienes a Kanka tomada firmemente
por la mano, están sofocados, pero siguen corriendo. Sientes el carro a un par de metros
de las espaldas… giras en redondo obligando a Kanka a tirarse debajo del alto carro de
guerra. En la última vuelta de rueda, el caldero se hace chatarra. De momento la treta da
resultado, los sudafricanos paran. No has premeditado nada, pero decides no servirles de
entretenimiento, presientes que no moverán el carro, el verdadero disfrute está en agotar
las posibilidades humanas de pánico y risa, para, sólo entonces, matar. Aguzas el
instinto. Ves unas botas caminar hacia ustedes. Te arrodillas. Agarras las piernas del
matón y tiras fuerte, lo tumbas y lo desarmas sin darle tiempo a nada: el presunto
vencedor no está preparado para responder de inmediato a la rebeldía de un nativo, es
por eso que tarda en reaccionar. Él llama a su compañero y tú a tu mujer. El motor
acelera, el sudafricano se levanta, tú le disparas y halas a Kanka. El herido es dejado
atrás. Vas hasta él: está muerto… los sudafricanos vendrán a buscarlo, reciben una paga
por cada cadáver rescatado. Tienes que esconderte en el bosquecillo lo antes posible.
Kanka está paralizada, su pánico se transformó en asombro ante tu poder. Le aseguras
que todo pasó. Deben escapar sin dejar huellas, pero Kanka no puede caminar: tiene la
rodilla inflamada. La vas a tomar en brazos, se niega: «debes salvarte». Estás
conmovido ante la sencillez con que ella sacrifica su vida, «podemos salvarnos los dos»,
le aseguras. Caminas con ella en los brazos y el arma a la espalda, la dejas entre unos
arbustos que mal pueden servir de escondite, regresas a borrar las huellas. Retornas.
Como un rito le cubres la cabeza con pequeñas ramas… te gustaría tenerla siempre así:
Kanka es bella hasta camuflada. Y valiente. Regresas al quimbo para dejarla.
Descansas y sales nuevamente rumbo a tu objetivo. Tres días de marcha, tres noches
de miedo, tienes que hacerlo, nadie va a buscarte tan al sur. A lo lejos, varios hombres
se acercan, sólo faltaba eso, encontrarte con la Kwacha. El aire te trae las voces. No
quieres equivocarte como la otra vez, pero… tienes que arriesgarte. Escondes el arma
para no hacerte sospechoso en un primer momento y vas hacia ellos, no hay dudas…
«¡Cubano!, ¡Cuba!» Quieres decir más, pero te turbas tanto que la voz apenas te
obedece. Ellos te miran confundidos. Se miran entre sí, dudan, el jefe se acerca y te
inspecciona de arriba abajo, te huele… Ese olor… Desde tu olor, explicas
entrecortadamente tu historia, ¿no te entienden?, ¿no te creen? El jefe da una orden a
dos de los hombres, que entran a explorar el lugar donde estabas… si encuentran el
arma te considerarán informante enemigo… Lo sabías: encañonado, las manos en alto.
Tienes que hacer algo, es tu oportunidad. Lo dices en tu lengua. Aseguras que quieres
unirte a ellos, pero te creen un soplón. Te dejan con vida porque las opiniones están
divididas. «Con estos nativos no se puede saber nunca. La culpa no es de ellos… que se
avergüence el amo.»
África enorme. Tú solitario. ¿Caminar?, ¿hacia dónde?, ¿volver al quimbo?, ¿cuál
quimbo?, ¿el tuyo?, ¿el de Kanka? El instinto: buscar agua, te queda muy poca…
recuerdas el río: la piel de Kanka brillando en el río, sus movimientos como los del
agua. Aparece un río, más bien un nido de Kwachas. Toda la astucia para esconderte,
aguantar hambre y sed hasta que se vayan. Se te ha cuarteado la piel de la cara, los
labios tienen llagas, la lengua raspa, las manos están acartonadas. Ponerte en pie:
imposible. Tratarás de llegar a rastras. No sabes qué tiempo ha pasado, tomas agua hasta
vomitar la sobrante. Duermes: una mujer llamada Alicia se despide, una mujer sin olor,
una mujer extraña y tú no eres tú sino también un hombre extraño, un hombre blanco
que dice llamarse Abigail Jova Mallón. Despiertas, algo se te quiebra en lo hondo: ¿cuál
será el camino más corto para volver a Kanka? Si tuvieras fuerzas para cazar…
improvisas una trampa, valoras la idea de avanzar al norte, pero… los bultos sobre las
cabezas de las mujeres y los animales domésticos integrados a la humillación de huir
dentro de su propio territorio, te hacen saber que esta vez son tu gente. Sientes
claramente cómo se aligera el peso-soledad. Sales al encuentro de ellos, «¡mí quimbo!»
La sorpresa entraña alegría. «¿Dónde está Kanka?», se te escapa la pregunta. «Quiso
quedarse en el tronco del árbol.» «¿Y ustedes, por qué no se quedaron?», el viejo te
mira largo: «Tienes que estar tú.» Percibes que te adoran: Kanka les contó. «Regresaré
con ustedes», «es tu lugar», afirma el viejo. Y comienza la caminata hacia ese olor…
Kanka, la que sueña, comienza a cantar, te toma la mano, la coloca sobre su vientre,
firme y terso… con los ojos ves en los ojos de Kanka lo que la palma dura ya ha
descubierto. Te entregaste por entero a «su quimbo», a cambio, los tambores pregonan
tus dones: sabio, previsor, valiente y sobre todo, invencible. «Tenemos un buen soba»,
avisan los del quimbo a cuantos sepan leer este mensaje, el secreto vocinglero que
pertenece a una tribu: «tu» tribu. Todos se reúnen un día, no sabías que eran tantos…
ellos te obedecerán, te han nombrado soba de sobas. 8 A ti confían su sobrevivencia.
Caminas todos los quimbos para saber las distancias que los separan. Ese recorrido lo
hiciste otra vez, no sabes por qué, ni cuándo, ni siquiera quién eras, pero lo hiciste.
El cuerpo de Kanka apunta al futuro, ella misma te explica que debes tener otras
mujeres, muchos hijos. Tus hijos son la esperanza, porque nacerán vencedores: «Tengo
un hijo que se llama Reinier… está en un quimbo muy lejano.» El soba de sobas, tú,
fundas escuelas, implantas sistemas de regadío, amplías el trueque, cuando aprieta la
sequía vas al frente de tu tribu seminómada. Tu leyenda desafía a la Kwacha que te cree
con poderes sobrenaturales. Todas tus mujeres te veneran: Kanka sigue siendo la
favorita. Por algo «Kanka te trajo de la muerte», el viejo soba había dicho muchas
veces… No sabes de qué lugar de Kanka sale la fuerza de esa voz que ondula por el
aire. Ahora la miras con todos los poros de tu cuerpo. recuerdas otros rasgos de mujer
que también amaste, pero no puedes hilvanarlos en un rostro único, a veces llega en
sueños…
8
Jefe de todos los quimbos que conforman una misma tribu. (N. de la A.)
Los carros sudafricanos nunca han desaparecido del todo, pero
últimamente aumentan su frecuencia. La Kwacha se hace más numerosa y tropas de la
FAPLA9 están dislocadas en lugares cercanos, al parecer la guerra entra en una nueva
etapa. Buscas al comisario y le brindas tus servicios: no es suficiente la ayuda personal,
precisan la colaboración de toda la tribu, es decisiva la información exacta de cada
detalle: comprendes, organizas en cada uno de los quimbos un sistema de vigilancia, los
tambores dan la primera información y los mensajeros amplían los detalles.
Personalmente, seleccionas y enfrentas a los jóvenes para que sean buenos soldados.
El tambor llama a la tribu: el comisario llega con dos cubanos. «Aquí soba que ayudar
muito a nos», dice en portuñol. 10 Los militares cubanos aprietan fuerte tu mano de soba,
palmean tu espalda. «Explícale bien la importancia que ha tenido para el despliegue
seguro de nuestras tropas la información siempre precisa que él y su tribu nos han
brindado.» El comisario traduce al dialecto. Escondes tu temblor en el bastón de mando.
Miras de frente a los hombres que vienen de la tierra de tus memorias…
9
Fuerzas Armadas para la Liberación de Angola. (N. de la A.)
10
Mezcla de español y portugués en la que se entendían los cubanos y angolanos. (N. de la A.)
«Compañeros…», oyes decir al Soba de Sobas Abigail Jova Mallón. Y Kanka que
detiene el tiempo con la fuerza de su respirar… pero ya no hay más palabras: idiomamemoria…
Y ese olor… Los cubanos agradecen que un nativo diga algo en español. Le hablas al
comisario y él traduce. «Dice Soba que muyer de él tener cantos cubanos, ella…»
Kanka no le deja decir más: Kanka, espiga estremecida, despierta pálpitos en la tierra,
luz en el viento y en quienes la escuchan, la vigilia de las palmas, el volar del zunzún, el
olor azul del mar, el jugueteo de las cañas y… la raíz de un rugido, de un salto de
pantera, del latido de la selva: su voz encierra todas tus memorias.
Perfil de la autora
«En 1998 me entretuve con algunas historias que de a poco, según las posibilidades
reales, iré llevando a la pantalla, y en las que se alza, con poderosa fuerza, la mujer.» De
estas historias, nos cuenta Consuelo Elvira Ramírez Enríquez, sobresalió la de Kanka
«perdida en su remoto rincón del mundo, con el mundo sobre su cabeza, como dijera la
poeta, capaz de despertar en un hombre la memoria de sus ancestros y de convertirse, a
pesar de las hambrunas africanas, en una síntesis de culturas». Y sigue contándonos:
«De una forma mágica, muy mágica, llegó la convocatoria del certamen literario a mí y
como a la magia no hay mujer que le dé la espalda, aquí estoy con ustedes.» Consuelo
nació en Morón, pueblo del centro-norte de Cuba, en enero de 1956. «Poco después,
junto a mi familia, fui a vivir a la capital, La Habana. Y fue en esta ciudad donde realicé
todos mis estudios hasta graduarme de profesora de Español y Literatura.» Catedrática
de un centro universitario, promotora Cultural de varias instituciones, integrante del
Grupo de Especialistas del Centro de Estudios Martianos, viajó a Nicaragua y al
continente africano, tuvo un hijo… y no fue suficiente. «Nunca me di tiempo para tomar
en serio el afán que tenía desde niña: escribir cuantas historias recopilaba o imaginaba y
después jugar con las palabras, con las ideas y redondearlas una y otra vez.» Nunca
hasta que Consuelo sí tomó en serio ese afán postergado. «En enero de 1994 me fue
aceptado un proyecto de guión en la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC),
organización a la que pertenece actualmente. «Escribí una obra de teatro, El Caballero
de París», y se estrenó en 1996. «Escribí el guión del dramatizado Hazlo por Neruda»,
y se presentó en 1997 en la televisión cubana. «Comencé a estudiar Dramaturgia y
Dirección de Cine y TV», y se graduó en 1998. Escribió un guión «que codirigí en un
primer intento en estas lides», y se estrenó en 1999. Pero esto no es todo, se plantea:
«¿Se vale pedir un deseo?» Y lo formula: «Si de voces que no se apagan se trata,
cuéntame.» Deseo concedido.
Ana del Carmen Fernández
(Recomendación. Cubana)
Diario de Alfonsina
Y mi hijita… ¿Se prepara a la vida, al trabajo virtuoso e independiente de la
vida, para ser igual o superior a los que vengan luego, cuando sea mujer…?
JOSÉ MARTÍ
Día uno, sol en el jardín
Mi papá me regaló un gato.
Mi papá me regaló un gato.
Mi gato se llama Alfonso y sabe español porque me entiende
[cuando lo llamo.
Mi gato tiene pelos de gato y orejas de gato.
¡Ah!… Alfonso se me enreda en los pies y me hace cosquillas.
Día dos, sol sobre el tejado
Alfonso no era un gato.
Hoy vino mi papá a visitarme y me dijo que el gato no podía
[llamarse Alfonso porque era hembra.
Mi mamá dijo que tendría que ponerle nombre de gata.
Mi papá dijo que podría seguir llamándola así, mientras la gata
[no proteste.
Mi papá y mi mamá nunca se ponen de acuerdo…
Día tres, sol sobre el tejado
Nombre de hembra para una gata
Yo le puse Alfonsina a mi gata porque es hembra y las hembras
[deben tener nombres de hembras.
Mi gata entiende ahora por Alfonsina y hasta le gusta.
El problema es ahora con los ratones.
Día cuatro, nubes sobre el tejado
Los anónimos de los ratones
Los ratones le escribían anónimos a mi gata cuando se llamaba
[Alfonso.
Ahora le siguen escribiendo anónimos, pero Alfonsina
[no los recibe porque están dirigidos a Alfonso.
En la próxima carta te envío un anónimo escrito por los ratones
[para que veas qué malas intenciones tienen.
Día cinco
Esto es un anónimo
A Alfonso:
Si no me dejas comer el queso que está en el aparador
[de la cocina te afeitamos el bigote.
El Implacable
Día seis, nubes sobre el tejado
A una gata no le hacen falta los bigotes
Alfonso tenía miedo de que le cortaran el bigote
Yo le dije a Alfonsina que cuando reciba otra vez las cartas del
[Implacable, no debe tener miedo de que le corten el bigote.
Total ¿para qué a una gata le hacen falta los bigotes?
Alfonsina se lame las patas delanteras y se las pasa
[por los bigotes.
Día siete, nubes sobre el tejado
Una ratonera.
Yo le pedí a mi papá que me trajera una ratonera.
Mi papá me dijo que para qué yo quería una ratonera si tenía
[una gata.
Mi mamá me dijo que para qué yo le había pedido una ratonera
[a mi papá.
Mi papá me dijo que si yo quería una ratonera, él me la traería.
Mi mamá me dijo que a mí no me hace falta una ratonera
[porque tengo una gata.
A Alfonsina se le pusieron los pelos de punta.
Día ocho, el bombillo de la sala encendido
Las intenciones de Alfonsina.
Ayer Alfonsina se quedó largo rato observando los peces
[de la pecera.
Los peces de la pecera también observaron muy serios
[a Alfonsina.
A mi mamá no le gustó que Alfonsina mirara con esa cara
[los peces de la pecera.
Hoy la pecera amaneció sin peces, parece que a ellos
[tampoco les gustó que Alfonsina los mirara
[con la cara con que los miró.
Día nueve, nubarrones sobre el tejado
Más peces para mi pecera
Hoy mi papá me trajo más peces para mi pecera.
Mi mamá no quiere porque dice que después es a ella
[a quien le toca limpiar la pecera.
Mi papá le dijo que tiene que enseñarme a amar a los animales.
Mi mamá dice que nadie considera su trabajo.
Mi papá dice que ella siempre está peleando.
Mi mamá le dijo a mi papá que limpiara él la pecera para que yo
[aprenda a amar a los animales.
Mi papá se llevó los peces.
La pecera continúa vacía.
Día diez, luna sobre el tejado
El gato tuerto
Mi gata Alfonsina tiene un enamorado, un gato tuerto que canta,
[baila y hasta maúlla en el tejado.
Mi mamá no quiere que ellos sean novios porque dice
[que le van a llenar la casa de gaticos.
Día once, luna sobre el tejado
Gato negro
Hoy le eché perfume de mi mamá a Alfonsina, el perfume se llama
[Gato Negro.
¿Para qué mi mamá tendrá perfume de gato?
Todavía no me he podido dormir porque el gato tuerto nada más
[que hace maullar y estornudar en el tejado.
Día doce, no sé…
Hoy no estoy contenta
Hoy Alfonsina no ha querido salir de debajo de mi cama.
Está muy extraña.
Hace días que mi papá no viene a verme.
Día trece, no sé sobre el tejado, pero debajo de mi cama hace un día lindísimo
¡Son tres!
Debajo de la cama siento un ruido extraño. Deja ver qué es
[lo que está sucediendo…
—¡Un gatico!
Debajo de la cama está Alfonsina con un gatico, deja volver
[a mirar…
—¡Dos gaticos!
Debajo de la cama está Alfonsina con dos gaticos, deja volver
[a mirar…
—¡Tres gaticos!
Debajo de la cama está Alfonsina con tres gaticos, deja volver
[a mirar…
Mi mamá viene por ahí, después vuelvo a mirar… después
[te escribo otra carta…
Día catorce, lluvia sobre el tejado
La decisión…
Mi gata Alfonsina tiene tres gaticos: Nina, Nino y Pirata.
El gato tuerto viene todas las noches a visitarlos.
Yo le dije a mi mamá que dejara al gato tuerto vivir
[con nosotras.
Mi mamá dijo que tenía que pensarlo.
Día quince, no ha escampado, pero está saliendo el sol
La decisión…
Mi papá vino a visitarme.
Mi mamá le dijo que yo quería tener un gato.
Mi papá le dijo que él me traería otro gato.
Mi mamá le dijo que yo no quería tener otro gato.
Mi papá le dijo que ella le había dicho que yo quería tener
[otro gato.
Mi mamá le dijo que eso no fue lo que ella había dicho.
Y yo le dije que yo quería al gato tuerto.
Mi papá puso cara de espantapájaros.
Yo le dije que él era el papá de Nina, Nino y Pirata.
Mi papá dijo que él era papá de Nina nada más.
Yo le dije que yo estaba segura de que el gato tuerto era el papá
[de Nina, Nino y Pirata.
Mi papá me preguntó que para qué yo quería tener tantos gatos.
Yo le dije que no eran tantos.
Mi papá me dijo que quién iba a limpiar lo que ensuciaran
[los gatos.
Yo le dije que mi mamá y yo.
Mi papá le dijo a mi mamá que ella no le había permitido traer
[los peces y que los gatos ensuciaban más que los peces.
Yo le dije que los gatos hablaban español y los peces no.
Mi mamá le dijo que ella no sabía para qué se lo había dicho,
[si, total él no vive con nosotras.
Mi papá, mi mamá y yo nos quedamos callados…
Día dieciséis, más tarde, arcoiris sobre el tejado
La decisión
Mi papá le dijo que él no vive con nosotras pero que se ocupa
[de mí, de que no me falte nada y hasta de sacarme a pasear.
Mi mamá me mandó para mi cuarto.
En el cuarto Alfonsina, Nina, Nino, Pirata y yo esperamos
[la decisión de mi mamá y de mi papá.
Yo le dije a Alfonsina que todo iba a salir bien.
Mi mamá y mi papá tocan a la puerta.
Yo le dije a mi mamá y a mi papá que pasaran.
Mi papá me dijo que la decisión de que el gato tuerto viviera
[con nosotras la dejaba en mis manos.
Yo le iba a decir que si yo también podía decidir que él viviera
[con nosotras…
Miré a mi mamá, ella también estaba esperando mi respuesta.
Parece que mi papá y mi mamá se han puesto de acuerdo
[por primera vez.
Alfonsina, Nina, Nino y Pirata me están haciendo
[cosquillas con sus bigotes.
Perfil de la autora
«No me siento ajena a la realidad de las mujeres que en nuestros países hermanos
militan por una vida distinta. En Cuba, el régimen socialista es defensor de los derechos
humanos y de los derechos de las niñas y los niños. Uno de los principios que nos guían
se fundamenta en la ternura y desde ese pilar revolucionario escribí mi cuento.» Ana del
Carmen Fernández nació en Chaparra, un pueblo del oriente de Cuba, en 1967. Durante
cinco años fue Secretaria General de la Unión de Jóvenes Comunistas del Comité de
Base del Instituto. En la Federación de Mujeres Cubanas atendió el Frente de
Educación, dirigido a la niñez y a la mujer. Se graduó en Información Científico
Técnica y Bibliotecología en la Universidad de La Habana y actualmente trabaja en la
biblioteca del Instituto de Hematología. Ha incursionado en la poesía y trabajado en
obras de teatro, pero como dice que además es «como una niña, impaciente para las
sorpresas y las cartas», se comprende que su «mayor disfrute es escribir pensando en los
niños y las niñas». Por ejemplo, guiones para el programa de televisión infantil El
Camino de los Juglares, donde el protagonista es un personaje de la mitología cubana,
el Güije. Y varias obras de teatro como la que próximamente se estrenará en el Guiñol
de La Habana: Ciruelo. También confiesa que es muy mala para «memorizar números
telefónicos y direcciones», en cambio, «sí memorizo afectos».
TESTIMONIO
Rocío García. La maniquiuri. 1997. Óleo / tela. 140 x 120. cm.
María del Carmen Sillato,
(Primer Premio compartido. Argentina )
Diálogos de amor contra el silencio
La verdadera historia, quien quiere oír que oiga…
Si la historia la escriben los que ganan, eso quiere decir que hay otra historia.
EDUARDO MIGNONA/LITO NEBIA
Cómo bajar a los infiernos
Madrugada del 18 de enero de 1977
Una mano me toca. Me toca y me trae lentamente a la conciencia. Escucho una voz,
cerca, lejos. Una, dos, muchas voces. ¿Cerca?, ¿fuera?, ¿en mi habitación? Quiero
despertar… ¿o no? Una mano me sacude… una voz me grita… y otras, afuera, ahora sé,
se susurran… ¿por qué? No quiero despertar… ¿o es una pesadilla? Unos brazos me
abrazan y escucho mi nombre… pero yo no quiero despertar. Y otra vez y una vez más.
Abro mis ojos y dejo asomar a mi conciencia lo que viene de mi sueño. Muchas
voces… susurros del afuera, órdenes y corridas. Mis ojos se detienen en los otros, en los
de la voz que me llamaba. Están inmensamente tristes, inmensamente amargos. Unos
brazos me sostienen para que yo pueda sostener la verdad de lo inminente, de lo
inevitable. Siento latir con fuerzas un corazón… ¿el mío?… ¿el de la voz que me llamó
por mi nombre? Tengo miedo, no un miedo real sino, tal vez, similar al que se
experimenta al mirar una película de horror. No me pasa a mí, no puede ser verdad.
Alguien va a sufrir y yo voy a ser testigo de ese sufrimiento. Tengo miedo de que esa
otra no pueda pasar la prueba. Yo, esa otra…
* Eduardo Mignona, escritor; Lito Nebia, músico, ambos argentinos. (Todas las notas son de la autora.)
…Se incorpora, junta sus manos y musita algo. ¿Reza? «Padre, aparta de mí este cáliz.»
Al tiempo que estallan los primeros golpes en la puerta y el «afuera, con las manos en
alto» se expande por los rincones del cuarto, ella extiende su mano hacia el otro y se
despiden en silencio. Recuerda entonces aquel poema de Idea Vilariño que él le
regalara: «Cada vez cuando me voy, cada vez cuando me iba, siempre le digo hasta
luego, hasta luego le decía… y nunca sé si habrá noche, ni si vuelvo o si no vuelvo.»
Tiembla la puerta ante los nuevos golpes y el «salgan o disparamos» retumba en sus
oídos. Se coloca la bata, la puerta se abre y se siente arrastrada y arrojada contra una
pared. No tiene tiempo de pensar, es nada más que un muñeco olfateado por las fieras
que además la manosean y recorren su cuerpo…
…Sólo una pregunta, una, dos, tres veces, que tú contestas mecánicamente: tu nombre.
¿Por qué tanta insistencia?, ¿a quién buscan?, ¿te buscan a ti? Quieres permitirte el
consuelo de la duda… ¿y si sólo se tratara de un allanamiento de rutina? Pero te toman
de los cabellos y te dicen «andá saliendo despacito con las manos bien altas» y allí,
afuera, escuchas la sentencia: «es ella», y una voz que deja escapar un nombre, no el
tuyo, el que les dijiste, sino aquel que sólo conocían tus compañeros. Tu cuerpo se
estremece pero no dejas escapar ninguna señal. Te mantienes erguida, caminas sin
vacilación. Tienes miedo pero tu orgullo es mayor. Te llevan, los llevan, amparados en
la sombra de la noche. Son muchos, algunos de civil, otros con uniforme militar. ¿Nadie
ve?, ¿nadie oye?
(Yo presiento esos ojos espantados detrás de las mirillas, cómplices inocentes de un
secuestro nocturno, uno más para sumar a la historia de los tantísimos otros.)
Te obligan a tirarte en el piso de un coche, la cara contra el piso, apenas puedes respirar.
Desde el asiento delantero te llega una voz de trueno. No lo sabes aún pero es el primer
interrogatorio. Te llevan, ¿adónde?, ¿a la muerte? No, no puede ser tan sencillo, y eso sí
tú lo sabes. Siempre supiste que si caías viva deberías sufrir tu calvario. Te hacen subir
a un camión y allí, nuevamente cara al piso, sientes la burla y el manoseo de tus
captores. Te resistes, te defiendes y ellos abandonan. Los camiones arrancan y comienza
el viaje…
¿Adónde vamos? Me ingenio para espiar sin que se den cuenta, quiero ver mi ciudad,
mis calles tantas veces recorridas, los árboles meciéndose con la brisa de esta noche de
verano. Quiero despedirme… adiós, adiós, hasta siempre. Estoy llorando. He despertado
de golpe y tengo frío. He despertado sólo para meterme de lleno en esta pesadilla.
Rectángulo con rejas: presente y futuro
de ahora en más el silencio será minutos
de ahora en más el silencio será horas
de ahora en más será días, meses, años
que se descuelgan de los almanaques
como fruta agria madurando sin sol
todo es oscuro, frío, imperturbable
y esa astilla de luz que estalla en los rincones
busca el calor de los alientos
y el amparo de los cuerpos doloridos
estoy segura que un paso más afuera
las tristes bocas que se esfuerzan tras la mueca
se acaban en derrota sin palabras
y que el viento deshilacha los anhelos allá
donde la vida se quiebra en el silencio
una vez cien picos de palomas
quebraron los frágiles cristales
y la mañana reventó en sus pechos
y fue luz, distancia, brisa enternecida
silencio y luz
calor y vida
dejan su huella húmeda
en el marco de metal de la ventana
(es mejor esperar hilvanando mañanas
en los silencios perpendiculares de este cuarto
que lamentar día a día
los irreconocibles rostros
los irreconocibles cuerpos castigados
por los especialistas del miedo y del dolor)
y sin embargo
yo confío
confío en que este sol
que hoy se parte en rectángulos iguales
derrita las estáticas líneas
que entrecruzan la minúscula ventana
y estas alas que hoy se pliegan en mis brazos
caminantes vencidas de cansancio
se echen a volar por los espacios infinitos
allá donde la vida se quiebra en el silencio
18 de enero
¿Qué hora será? He perdido la noción del tiempo. Han pasado dos, tres, cinco horas,
¿quién sabe? No puedo abrir los ojos, la venda se ajusta sobre mis párpados. Oigo
pasos, ya empiezo a reconocer esos pasos… ¿de nuevo?… Quisiera dejar pasear mi
mente por el recuerdo de los buenos momentos. Pero no puedo. Siento mi cuerpo
mojado por el sudor, un sudor distinto, nuevo, con ese olor particular que produce el
miedo. Me cuesta identificar la naturaleza de lo que siento y me pregunto qué sentirá la
presa acorralada por los perros cazadores. No pienso en la muerte, en mi muerte. Quizá
a partir de ahora se imponga la inminencia del minuto siguiente y eso acapare toda mi
atención sin dejarme tiempo para especular sobre el final de esta historia. Me han
«prometido» que me llevarán nuevamente a la «máquina», cuando me «enfríe» un
poco.1 Yo sólo pienso en ese ser pequeñito que me acompaña, que ha estado conmigo
desde el primer momento. No sé si yo voy a sobrevivir, pero deseo profundamente que
él sobreviva. Me sacude un sollozo. Hijo mío, eres la única luz en estas sombras, eres
mi fortaleza y voy a luchar por los dos. Escucho el ruido de la «máquina» del otro lado
de la pared y un ahogo me sube a la garganta. Están torturando a alguien… ¿es que hay
peor tortura que la de ser testigo de la tortura de otro? Y ese otro, lo sé, es alguien
ligado estrechamente a mis afectos. Rezo: «Dios mío, basta, basta…»
1
«Me torturarán de nuevo con picana eléctrica.»
Quisieras despertar, que una mano te tocara y una voz te llamara por tu nombre. Pero
sabes que no es posible, que uno no se desliza fácilmente de la realidad de las
pesadillas. Tú, la otra, te miras desde el fondo de ti misma para entender cómo y cuándo
comenzó todo esto. Pero el esfuerzo te agota, tu memoria y tu presente se evaporan y te
hundes lentamente en el sopor del sueño.
Cuando despiertas finalmente, percibes la presencia de otro cuerpo cerca del tuyo. No
sabes cuándo lo habrán traído y tampoco tienes idea de la hora. Intuyes, por el silencio
reinante, que ha de ser medianoche. Miras ese cuerpo inerte y lo reconoces: es tu
compañero. Un temblor te sacude primero y te paraliza después. No percibes ningún
signo de vida en él y te afanas por descubrir aunque sea un leve movimiento en su
pecho. Sientes que tu corazón va a estallar y todavía, pese a tu esfuerzo consciente, no
puedes articular palabra. Cuando logras reponerte, dejas escapar su nombre en un
susurro. No hay respuesta y te invade una tristeza infinita. Vuelves a intentarlo una y
otra vez. Luego de un tiempo que te parece eterno dices, levantando un poco la voz: «Si
me escuchás, mové una mano.» Lo repites dos, tres veces, hasta que de repente ves que
su mano se recoge lentemente. Lloras porque lo sabes vivo, a pesar del futuro incierto y
de esta interminable jornada de tortura.
19 de enero
Hoy han continuado los interrogatorios. A las preguntas con golpes y picana le han
seguido interrogatorios formales, máquina de escribir de por medio. Y nuevos golpes y
nuevas formalidades. E insultos y manoseos, o amabilidad y cordialidad. Si antes
esperaba sólo el hostigamiento por parte de ellos, ese sentimiento coherente con esta
realidad era menos enloquecedor que esta ambigüedad constante que no me permite
establecer qué es lo que viene luego. Entiendo que es parte del juego, que ellos conocen
perfectamente el desgaste que esta dualidad produce en la mente de los prisioneros
quienes no saben ya a qué atenerse. El «bueno» sólo existe para que el contraste con la
crueldad del «malo» sea mayor. Es peor aún si los dos comportamientos los ejecuta una
misma persona porque ante su presencia se experimenta el más fuerte sentido de
impotencia y desamparo. Pienso en Pedro y el capitán, de Mario Benedetti.
22 de enero
Me han traído a este cuarto en donde percibo la presencia de otros. Los pasos de quien
me trajo hasta aquí se han esfumado tras la puerta. Entonces he levantado la venda que
cubre mis ojos para encontrarme con esos otros ojos asombrados que me espían. Parece
muy joven, casi una niña con su vestido azul con flores pequeñas. Me hace señas pero
no le entiendo. Sin embargo, siento un gran alivio ante ese otro ser que espera mi
respuesta.
La humedad del piso recorre mi cuerpo dolorido. Aún me sobresalto con el recuerdo de
la noche anterior. Me espanta el tener que aceptar la crueldad infinita de algunos
hombres. Me espanta saber que mi suerte y la de los que están aquí en estos momentos,
y la de los que ya han estado o estarán mañana, depende de ese odio irracional que a
veces se contiene para no acabar de un solo golpe con el sufrimiento ajeno y poder
gozar con el interminable dolor de sus víctimas. Pensé que finalmente iban a acabar de
un golpe conmigo, y hasta casi sentí alivio. Quiero que este sufrimiento termine aunque
no quiero la muerte…
Una mirada insistente me saca de mis reflexiones y vuelvo a encontrarme con esos ojos
de niña, ansiosos ante mi silencio. Entonces sonrío. Es la primera vez que sonrío en
cuatro días y me siento extraña ante ese impulso inconsciente que mueve mis labios.
Sonrío a pesar del horror. Estoy viva. Los otros labios se entreabren y dejan, a su vez,
escapar una sonrisa. «Me llamo Analía… Analía Urquijo, y soy de La Pampa», 2
murmura. Lleva días metida en la oscuridad de este cuarto. Teme por la suerte corrida
por su compañero a quien el ejército separó de su lado hace ya una semana. Teme por la
vida de su hermano por quien ha sido interrogada regularmente. Cree en la libertad, pese
a todo, y yo me dejo llevar por su entusiasmo. Intercambiamos datos y números
telefónicos para avisar a la familia… en caso de que una de las dos salga primero.
2
Provincia argentina.
Crees que se han olvidado de ti, que no volverán a molestarte. Pero regresan y te llevan.
Dicen que les has mentido y te golpean otra vez. Te rebelas internamente contra ese
cuerpo tuyo que es capaz de resistir cada golpe y que no te permite la evasión de la
realidad en un desmayo. Estás lúcida, con una lucidez increíble como para discernir la
naturaleza de esos golpes y verte a ti en el centro mismo del motivo y receptáculo de
tanta agresión.
25 de enero
Bajo la venda sólo veo unos zapatos negros que se detienen delante mío. «¿Cómo estás,
piba?» Me parece ridícula la pregunta, es obvio que estoy muy mal, que apenas si me
muevo. Pero contesto: «Anoche casi pierdo a mi hijo.» Luego de un silencio, la voz
responde: «Vos vas a tener a tu hijo, porque sos una mujer fuerte.» No logro dilucidar el
alcance de estas palabras dichas por quien hace sólo tres días llevara adelante los
interrogatorios y que ayer nomás hiciera sangrar mi boca con un golpe de puño. Cuando
se va, el guardia se me acerca: «¿Sabés con quién estuviste hablando? Con el jefe.» El
«jefe», Feced,3 conocido por su odio personal e irracional hacia los militantes políticos.
…Él mismo ha venido a verme. ¿Debería sentirme halagada?, ¿debería darle las gracias
por su «debilidad»?… Voy a tener a mi hijo… ¿qué significa?, ¿y después? No lo sé
aún pero quizá esas palabras conlleven mi sentencia de vida. Soy incapaz de
ilusionarme con la idea, estoy rodeada de muerte y de dolor, mi vida no me pertenece y
he perdido la noción del futuro. Vivo cada minuto esperando sólo el siguiente, no
pienso en el afuera, en la libertad, sino en las múltiples posibilidades que me sugiere ese
próximo minuto. Sólo mi hijo me abstrae del presente y me lleva por rincones
desconocidos de mi imaginación. Hay alguien que sostiene un niño en sus brazos…,
¿soy yo?… Hay alguien que musita una canción de cuna…, ¿soy yo?… Hay alguien
que empuja un cochecito bajo un sol de primavera…, ¿soy yo? Mi vida se ha reducido
a un adentro de miedo y a un afuera de imágenes cinematográficas. Soy sólo eso,
fragmentos de mí misma que se esparcen por este cuarto, burlando, a veces, sus paredes
para robar del afuera la vida que aquí nos arrebatan a cada instante.
3
Jefe de Policía de la ciudad de Rosario, en la provincia de Santa Fe.
27 de enero
Me sobresaltan las corridas por el pasillo. A pesar de la puerta cerrada puedo escuchar
con increíble claridad los golpes que descargan contra un cuerpo. Pero lo que me resulta
más increíble aún es la ausencia de lamentos… «¿Cómo te llamás?» «Miguel…» No
alcanzo a entender el apellido. Como hicieran conmigo, la misma pregunta la repiten
una y otra vez. Y es entonces cuando escucho la voz de la Victoria, la famosa Polaca 4 a
quien «la patota»5 había cambiado el nombre por ser la compañera del Víctor. La
pregunta-afirmación de la Victoria me produce un escalofrío: «¿Así que vos sos el cura
que casaba a los Montoneros?»6 Miguel, el joven salesiano de mirada dulce y hablar
calmado, el que quería servir a Dios luchando por la justicia en esta tierra. Me duele el
pecho y me ahogan los sollozos. Serán las dos o tres de la mañana. Algo serio esta
sucediendo porque han dejado de hostigar a Miguel. Escucho algunos susurros entre la
guardia, parece que han traído a alguien más, parece que está gravemente herido, tal vez
ya haya muerto. El sitio se llena de un silencio mortal.
4
Pollo Baravalles y Victoria la Polaca. Militantes de la izquierda que fueron secuestrados por las fuerzas de
seguridad y terminaron colaborando con la policía.
5
Grupo de fuerzas paramilitares/parapoliciales.
6
Organización guerrillera.
(10:30 de la mañana). Pido al guardia que me lleve al baño. Quiero ver a Miguel y quizá
también al otro compañero herido. Esta vez espío descaradamente ante el guardia, pero
él no hace ningún intento por evitarlo, es como si no le importara. Y no le importa, pues
no hay nada interesante o nuevo que yo pueda ver. Efectivamente, el pasillo está
desierto y las puertas de la salas de interrogación y de tortura abiertas de par en par. No
hay nadie allí, ni siquiera una señal que me permita constatar lo que ocurrió anoche.
Debo haber estado dormida cuando los sacaron de aquí. Deben haberlo hecho en
silencio y con sigilo. ¿Volveré a saber de ellos?
29 de enero
Hoy el Pelado,7 contrariando órdenes, me ha permitido bajar al sótano a bañarme. Allí
he conocido algunos rostros nuevos, los de las voces que a veces me llegan hasta ese
pequeño cuarto al que cada día traen más gente. Alguien, una señora menuda 8 con una
sonrisa en sus labios y una mirada tristísima me alcanzó una toalla, una camisa y unos
jeans. Su calor y su ternura me han penetrado profundamente. No pudimos cruzar
palabra pero he encontrado en su gesto una gran comprensión por mi sufrimiento.
Somos un puñado de soledades, unidas por el mismo dolor.
30 de enero
Anoche este sitio siniestro nuevamente se ha llenado de gritos, corridas y lamentos. Han
«trabajado»9 toda la noche tratando de exprimir palabras a los recién llegados. Se dice
que pertenecen al Partido Obrero. El volumen altísimo de la radio no ha sido suficiente
para cubrir tanto sufrimiento. He sentido las manos de Analía buscar las mías y
apretarlas para unir su miedo y su dolor al mío y darnos fuerzas para sobrellevar este
horror.
7
Miembro de las fuerzas parapoliciales.
Juani Betanín. Madre de tres militantes, dos de los cuales ya habían sido muertos por las fuerzas policiales, y uno
por las fuerzas militares.
9
Han torturado.
8
Esta mañana han arrastrado el cuerpo de un joven hasta este cuarto. Dos horas más tarde
han entrado los guardias enloquecidos: se les escapó uno. Yo disfruto mentalmente con
la situación, pienso en la suerte del que se ha escapado y ruego para que no lo
encuentren. Pero al mismo tiempo me estremece el odio y la furia que el hecho ha
desatado entre estos hombres. Escucho los golpes y preguntas a los otros compañeros y
los gritos del dolor se confunden con los gritos de la ira. Han entrado a este cuarto y han
maniatado al joven, «no sea que te nos escapes vos también», y de propina le han dado
un fuerte golpe en la cabeza. Ahora que los otros se han ido, lo miro por debajo de mi
venda. Lo sacude el temblor de los sollozos y del miedo. Siento, de repente, una ternura
infinita por ese niño grande que ha entrado ya a la irremediable condición de
«desaparecido», condición que nos hermana y nos convierte en eslabones de una cadena
que comenzó hace casi un año y que no acabará todavía. Quisiera preguntarle su
nombre, decirle que comprendo su dolor, que es el mismo que el mío, trasmitirle esa fe
que lucho a cada instante por mantener viva. Pero no podemos hablar, se nos ha
impuesto un «toque de queda» y cualquier susurro puede despertar sospechas. Presiento
que espían nuestros movimientos tratando de pescarnos en alguna charla prohibida. No
se dan cuenta que también nosotros estamos aprendiendo a percibirlos, que la venda
sobre los ojos es cada vez menos un impedimento para reconocerlos y distinguirlos a
ellos de nosotros. Sabemos ya cuándo nos acechan y cuándo tenemos un respiro, cuándo
está la guardia hostigadora y cuándo la «liviana», cuándo se tortura y cuándo se
descansa, cuándo obtienen un dato y cuándo no obtienen nada. Les conocemos sus
buenos y sus malos humores y nos alegramos de su «mal humor» y nos entristecemos
con su «buen humor». Sabemos también que al Lito10 no lo han encontrado, que la
cacería ha sido infructuosa, que eso los tiene mal, inquietos y coléricos, y se echan la
culpa los unos a los otros por el descuido. Para no ahogarse con la bronca la descargan
de tanto en tanto contra los prisioneros. Antes de que yo pueda cruzar palabra con el
compañero maniatado, ellos vienen y lo llevan. Poco después los ánimos comienzan a
aplacarse y retornamos lentamente a la «normalidad» rutinaria. Es de noche ya y cada
uno se sumerge en sus propias reflexiones tratando de evadir el espeso silencio que nos
rodea.
10
Militante del Partido Obrero.
31 de enero
«LT8, Radio Rosario, informa para usted a las ocho en punto de la mañana. Rosario. En
la madrugada del día de la fecha, durante un allanamiento llevado a cabo por efectivos
de la policía provincial en una finca ubicada en esta ciudad, fueron abatidos cinco
subversivos, tres hombres y dos mujeres, quienes opusieron resistencia a las órdenes
policiales, lo que originó un enfrentamiento en el que también resultó herido un cabo de
la seccional 18. Los subversivos muertos pertenecían al Partido Obrero, información
que se obtuvo al secuestrarse de la finca material correspondiente a dicha organización
terrorista de izquierda. También fueron secuestrados del lugar una imprenta, lo que
indicaría que la finca era utilizada por la mencionada organización terrorista como
centro de impresión de material subversivo. Además…»
Han apagado la radio bruscamente, pero ya es tarde, la noticia ha llegado a cada uno de
los prisioneros. El lugar está lleno de artefactos eléctricos: una heladera, un lavarropas
(«Pelado, ¿querés este lavarropas?» «No, che, no me interesa, le falta la tapa y, además,
yo ya me llevé uno»), un ventilador, y también, una pequeña imprenta —Frágil/Made in
Italy— aún en su envoltorio de envío aéreo. Del lugar se han llevado anoche a los
prisioneros detenidos hace dos días, todos menos el Lito que se les escapó. Dos mujeres
y tres hombres, y se dice que eran del Partido Obrero.
2 de febrero
Te han dicho que te prepares, que hoy vendrá el «juez militar». 11 No comprendes
mucho estos formalismos y procedimientos internos, pero desconfías, único sentimiento
posible que has aprendido en tu corta experiencia de prisionera. No serás la única
entrevistada y, por eso, traen del sótano a una joven. Has escuchado decir que los del
sótano están un poco más cerca de la sentencia de vida. Se sienta en el piso, a tu lado, y
tú la observas. Está muy nerviosa y no puede evitar mover una pierna. Vuelves a
observarla, y entonces te baña un sudor frío: es ella, y hace apenas un mes tú estabas
llorando su muerte. No, no se trata de un error, eso dijeron afuera, tal vez para frenar
cualquier intento de búsqueda. Es ella y está viva. Le dices en un susurro: «Marisol», 12
y ella se sobresalta. La tranquilizas: «Soy yo, la hermana de Inés. No te preocupes,
nadie sabe que nos conocemos.» Marisol, la compañera de estudios de tu hermana, la
que tantas veces las hizo reír hasta llorar con sus ocurrencias, la que había vencido los
obstáculos de la distancia y la incomunicación esperando con admirable paciencia el
regreso de su compañero preso durante la dictadura anterior. Sabe que es casi seguro
que hoy se decida su suerte, se lo han dicho esta mañana. Tú puedes percibir la angustia
y la incertidumbre en la mueca de su boca… ¿Cómo trasmitirle esperanza si tú tampoco
la tienes?… Te vienen a buscar, tienes el «honor» de ser la primera y, por lo tanto, estás
ignorante de lo que te espera, pero lo intuyes porque te conducen a la sala de tortura…
Quiero que este calvario se acabe… Por primera vez siento profundamente que mi paz y
mi descanso sólo serán posibles con mi muerte; por eso le pido, le ruego a Darío, 7 el
«bueno» de «la patota», que apoye su revólver sobre mi sien y dispare… Les he visto la
cara a todos cuando en medio de una sesión de picana se ha desprendido la venda de
mis ojos… He visto sus rostros impasibles y su concentración tratando de hacer «su
trabajo» a la perfección. Ahí estaban El Ciego 13 y el «Juez Militar» demostrando, quizá,
que la picana aplicada a la cabeza, al cuello, a los senos, con la ayuda de otra picana
aplicada al mismo tiempo a la vagina y a las piernas, es un método eficaz de destrucción
físico-moral del prisionero. Monstruos, monstruos, y entre ellos, el Nacho, 14 aquel
vecino de la infancia, aquel amigo con quien alguna vez compartí salidas y
diversiones… El Nacho… ¿cómo imaginarle este «oficio» detrás de su aspecto formal y
respetuoso?…
Cuando te regresan al cuarto, allí están aún Marisol y Analía. Ellas te ayudan a sentarte
en el piso junto a ellas y aprietan tus manos para contener tu temblor. Marisol moja sus
dedos en té y humedece tus labios resecos. Lloras por tu hijo, por ti y por todos, por el
daño irreparable que les están causando. Escuchas la voz de Marisol que dice: «No
temas, tu hijo va a nacer sano y hermoso, no permitas que te destruya la desesperanza»,
y sientes cómo poco a poco vas reconciliándote con tu fe. Bajo la venda se te esfuma el
recuerdo de la realidad que te rodea y las imágenes se desvanecen en la inconsciencia.
Una voz de orden me devuelve a la realidad: «María Sol Pérez-Losada, Analía Urquijo,
traslado con efectos.» Deben haber pasado varias horas desde que perdí el sentido, el
silencio indica medianoche. Trato de comprender lo que ocurre, no sé si ya las habrá
entrevistado el «juez militar», no sé adónde las trasladan a estas horas. No hay tiempo
de hablar, sólo un largo abrazo y mutuos deseos de buena suerte. Cuando las llevan me
recuesto sobre el piso y el temblor violento que sacude mi cuerpo indica que mi mente
ha leído el mensaje oculto tras esa orden «inofensiva». Darío 7 me trae una manta y
levanta la venda de mis ojos. Nuestras miradas se cruzan y mi pregunta pierde todo
sentido: «¿Adónde las llevan?» Conozco la respuesta y él lo sabe, por eso niega con la
cabeza y me dice: «Quedate tranquila. A vos no te va a pasar nada.»
11
Miembro de las Fuerzas Armadas que decidía sobre la vida y la muerte de los(as) secuestrados(as).
María Sol Pérez-Losada de Ameri.
13
Lofiego, alias el Ciego. «Especialista» en tortura con picana eléctrica.
14
Ayudante del juez militar (posiblemente, miembro del Servicio de Inteligencia como el juez militar).
12
5 de febrero
Estoy sola aquí. Una pequeña escalera conduce a un entrepiso construido de apuro para
destinar a allí a algunos de los secuestrados. Los compañeros, con un sentido de humor
que rompe la tensión del miedo, lo han bautizado «la fabela», en concordancia con la
miseria que caracteriza los suburbios brasileros. Ahí están mi compañero y dos más. Al
amigo Zapato15 se lo han llevado con Analía y Marisol. Esta tarde vino el Pelado y los
hizo bajar para que el Pollo 4 baldee el lugar. Por primera vez en estos días, el azar, o la
orden del Pelado, ha permitido este breve encuentro con mi compañero. Nos hemos
puesto, disimuladamente, uno al lado del otro. Su brazo ha tocado el mío y hemos
intercambiado unas palabras mirándonos a los ojos con nuestras vendas un tanto
levantadas. De repente se ha inclinado hacia mí y ha besado mis labios. Y esa muestra
de cariño, esa caricia entre tanto horror y tanto golpe, ha hecho quebrar el frágil lazo
que me unía a la realidad y me he desplomado al suelo sin sentido.
Me sonrío ahora recordando el incidente. Muchas veces, ante los golpes, había rogado
poder desmayarme, hacer caer un telón negro frente al drama que estaba representando.
Nunca tuve suerte, ni aún cuando Gatica, 7 en uno de sus ataques de odio, hizo estrellar
mi cabeza contra la pared y me fui deslizando hacia el piso, aturdida, desconcertada.
Hoy he aprendido otra verdad: nuestro cuerpo reacciona y se resiste ante las agresiones
externas con la misma fuerza con que puede responder a una caricia. El brusco
contraste, el paso imprevisto de un estado al otro, ha producido un impacto superior a
mis reservas, y he necesitado unos segundos de inconsciencia para poder asimilar el
nuevo mensaje. Reflexiono: el amor puede más que el odio y ha logrado hacerme huir
por un instante de la dolorosa conciencia de esta realidad.
15
Me refiero al compañero Roberto Luna.
Madrugada del 8 de febrero
Te prometen que te bajarán al sótano si tú les cuentas en qué andan tus hermanas. 16 El
sótano es para ti un puente de distancia real con este cuarto en el que has estado tirada
desde hace más de dos semanas en permanente espera de nuevas sesiones de tortura y
hostigamiento. Por eso aceptas el trato, con la certeza de que el único cuento que les
tendrás preparado será el del dolor de los tuyos por tu desaparición. Y así lo haces. Ellos
vuelven una y otra vez sobre el mismo punto, deseando que al fin les pruebes sus
sospechas de que tus hermanas —una o todas, da lo mismo— andan en algo. Sospechas
infundadas pero que conllevan su necesidad de obtener otro dato que les permita
entregarse una vez más a la excitante aventura de la caza. Son varios y sus preguntas
son ridículas: «¿Y si vamos ahora a tu casa y tus hermanas andan “levantadas”?»17 Tú
les tomas la palabra y respondes con calma: «Sí, levantadas a las dos de la mañana
tratando de consolar a mi madre por mi ausencia.» Te amenazan, te gritan, pero ya
saben que tú vas a defender tus argumentos a muerte y que ellos perderán la chance de
un nuevo secuestro. Podrían hacerlo de todas maneras, total el acto en sí les devolvería
la seguridad en sí mismos y en esa autoridad que el ejército les ha legado. Han pasado
más de una hora en este círculo de preguntas y respuestas sin sentido. Ellos se aburren,
se cansan, y finalmente abandonan el interrogatorio y te llevan de vuelta al cuarto.
Agachas la cabeza tratando de ocultar el gesto victorioso que, temes, se escape de tu
boca. Te alegras de que la venda oculte el brillo de emoción y de triunfo que hay en tus
ojos. Tú, que eres como un pequeño insecto enredado en una telaraña, les has ganado
otra batalla, y no puedes rechazar la profunda satisfacción y alegría que este hecho te
produce.
16
17
En este contexto andar significa tener compromiso político con la oposición.
Se dice de quienes han abandonado el domicilio propio repentinamente por temor a la persecución.
12 de febrero
«Señor, quiero que me informen adónde llevaron a mi marido. Necesito hablar con mi
abogado.» Yo, que estoy volviendo de mi sueño, me siento confundida ante las palabras
«informen» y «abogado», dos términos legales en este sitio tan ilegal. Quisiera echarme
a reír a carcajadas si no fuera por la angustia que percibo en esa nueva voz compañera
que, imagino, acaban de traer a este cuarto. He estado sola desde que se llevaron a
Marisol y a Analía, y la idea de tener a alguien cerca para compartir estas interminables
horas, me pone bien, aunque me siento un tanto egoísta por el costo que esto implica.
Cuando el guardia se va, inclino mi cabeza y la observo bajo la venda: es una persona
de unos 45 años.18 Está inmóvil, como si un cataclismo le hubiera paralizado su
voluntad de movimiento. No hay manera de establecer contacto con ella, está recostada
sobre el piso en el otro extremo del cuarto. Si levanto la voz para hablarle, podrían
oírme y vendrían enseguida.
18
Me refiero a Nelly. Detenida por razones ajenas a la política y, posteriormente, solidaria con la situación de los(as)
detenidos(as).
La promesa de bajarme al sótano después de aquel interrogatorio nocturno no se ha
cumplido aún. Tampoco espero que vayan a cumplir con lo prometido, no sería
coherente con su conducta dual y contradictoria. Además, la lógica me indica que si no
obtuvieron de mí la mitad del trato ellos no tienen porqué cumplir con la otra mitad. Sin
embargo, cada vez que Managua7 aparece en el cuarto yo insisto: «¿Cuándo me bajan?»
y él repite cada vez: «¿Estás segura de que querés que te baje y no querés que te dé la
libertad?, y yo: «Sí, estoy segura.»
Ahora que Managua ha dejado de circular por estos lados, me recuesto y observo a mi
compañera sin que se dé cuenta. Ella se ha levantado un poco la venda y me mira con
un gesto tal de incredulidad y sorpresa que me hace comprender al instante su total
desconocimiento del lugar y de la situación en que se encuentra. Quizá crea que el
ofrecimiento de libertad es sincero y que yo digo que no o por miedo a salir de allí o
porque he perdido completamente la razón. Ya no me causa gracia su ingenuidad sino
una profunda pena, y pienso en todos los de afuera que, como ella, se han puesto una
venda anticipada sobre sus ojos para no saber del horror de esta realidad. Sé que le
tomará sólo unas horas entender que la han invitado a participar del juego del gato y el
ratón, pero por ahora cree aún en la justicia y merece mi respeto.
16 de febrero
«¡A estas dos las pueden bajar al sótano!» Reconozco la voz de «Carlitos»19 y empiezo
a pensar que la orden puede ser cierta. El corazón me da un vuelco de emoción, pero
reacciono al instante: ¿y qué suerte correrán los que están en la «fabela»?, ¿qué será de
mi compañero? Escucho, entonces, los pasos del Carlitos subir las escaleras. Luego de
un momento dice: «Y a estos me los bajan también.» La orden no implica el final de
este calvario ni el comienzo de una etapa mejor. Pero así y todo nos invaden la alegría y
la esperanza.
19
Jefe del Servicio de Informaciones de la Jefatura de Rosario.
24 de febrero
Me dices que no sabes qué harán contigo, que quizá no sobrevivas. Por eso, te quitas el
anillo y me lo entregas, «para seguir estando cerca tuyo, pese a todo», murmuras. Te
hablo de mis miedos y de nuestro hijo. Me pides que elija un nombre. «Se llamará
Gabriel», respondo con firmeza. Gabriel, el nombre que tú le diste cuando apenas
empezaba a ser una presencia entre nosotros. Y si es una niña, se llamará Lucía. Lucía,
luz, calor, sol, esperanza. Sé que aún vive porque hoy lo he sentido moverse dentro mío
y por un momento me he dejado inundar por la alegría y la confianza. Sin embargo, por
una hendija se han filtrado nuevos temores y nuevas angustias. Desconozco el daño que
la tortura pueda haberle ocasionado. Tú me pides que tenga fe, que no abandone esta
lucha por la vida porque llevo en mis entrañas un sol que alumbra las sombras del
presente. Recuesto mi cabeza en tu hombro y te cuento que extraño por las noches tu
brazo rodeando mi cintura. Siento tu mano acariciar mis cabellos. Cierro mis ojos para
olvidarme, por unos instantes, de este sótano húmedo, de estas paredes descascaradas,
de esas diminutas aberturas con rejas, allá arriba, al ras de la calle, por las que
difícilmente entra un rayo de sol. Tu calor me abriga y me protege. Quisiera prolongar
este minuto indefinidamente, pero sé del carácter «ilegal» de este encuentro y de las
amenazas en caso de que nos descubran. Por eso te digo que siempre te pienso, que
estás conmigo siempre, y te beso y me aparto con tristeza. Tú te quedas con tus brazos
vacíos de mí y un dolor hecho agua en tu mirada. Yo lucho por no dejarme penetrar por
la idea de que quizá esta sea la última vez que te vea. Es posible que tú estés sintiendo
lo mismo. Corro a mi cuarto-celda y me desplomo sobre la esterilla que hace de cama y
toda mi bronca y mi impotencia estallan en un llanto inconsolable.
5 de marzo
Desde una distancia prudencial observo la línea que forman los compañeros, cada cual
con un pequeño atado de ropa improvisado, ropa que, como la que hoy llevo, habrá
pertenecido a otros que, sólo Dios sabe, estarán vivos o muertos. Anoche les
comunicaron que serían llevados a la cárcel de Coronda. 20 Un aire de desconfianza e
incertidumbre invade el lugar. Nadie desconoce que el mismo comunicado ha
conducido a muchos a la muerte. Una excusa fácil usada ya en otras ocasiones: intento
de huida. Busco ansiosamente los ojos de mi compañero pero presiento que a él le
cuesta levantar su cabeza y encontrarse con los míos. ¿Cómo decir adiós, o hasta
siempre? La fila empieza a moverse, y entonces él vuelve la cabeza y nos miramos
largamente. Intenta una sonrisa que se transforma en una mueca de dolor y levanta su
mano, la lleva a sus labios y me regala un beso. Su beso me devuelve la fe. «Hasta
mañana», murmuro, «hasta mañana», porque habrá un mañana, estoy segura ahora. «Te
quiero», le digo, me digo, mientras llevo mi mano a mis labios y le regalo un beso.
20
Ciudad de la provincia de Santa Fe.
Por las hendijas se filtra una luz
Lunes 11 de julio de 1977, 11:50 de la noche
Un dolor intenso estalla en mi vientre al tiempo que dos celadoras y un guardia, fusil en
mano, me arrastran, casi a las corridas por el interminable pasillo. Mis manos están
esposadas bajo mi vientre y respiro profundamente. Hay en mi mente y en mi corazón
un torbellino de emociones: temor, ansiedad, alegría, impaciencia. Va a ocurrir un
milagro, el primero en tantos meses: el milagro de la vida sobre la muerte. Me quitan las
esposas y me recuesto sobre la camilla. Una mujer, un ángel para mí, se acerca y me
acaricia la cabeza: «Todo va a salir bien», dice, y pronuncia mi nombre con dulzura.
Comparo mi sufrimiento físico de ahora con el de hace unos meses atrás, y eso me da
fuerzas para sobrellevarlo. Aquel había sido un sufrimiento sin sentido, infligido por el
odio y el ensañamiento. Este es sólo un paso hacia la luz, hacia esa luz que ya empieza a
deslizarse entre mis piernas arrastrando consigo una infinita paz. Siento su llanto. Río y
lloro, y esta sala se ilumina toda, como si un pequeño bichito de luz hubiera derrotado
las sombras. Hoy vuelvo a juntar los fragmentos de mi ser, en ti y por ti, hijo mío. Hoy
vuelvo a volar amarrada a la cometa de tu luz.
Gabriel
hijo, digo
hijo que recuestas tu cabeza en mi corazón
para acunar mi sueño
para llenar mi vida
hijo, digo
para que tu ternura nunca se agote
para que sobrevivas al dolor
para que venzas el miedo
hijo que has combatido a la muerte
y que has hecho brotar la alegría
en los húmedos rincones de la pena
abre tus ojos y mira
eres testigo de esta historia
la verdadera historia
y te nombro
Gabriel
Gabriel
para que anuncies la verdad
Gabriel
para que anuncies la vida
Gabriel
para que derrotes el silencio
Perfil de la autora
En julio de 1980, tres años después del nacimiento de Gabriel, María del Carmen Sillato
salió de la prisión con libertad vigilada: «Cuando salí de la cárcel, hace 20 años, la
inmensa alegría de volver a casa y de reencontrarme con mi hijo, mi sueño de años, no
alcanzó para superar el dolor de lo vivido. Esperé con ansias la libertad de mi
compañero. Poco después de su liberación quedé embarazada, tuvimos otro hijo. Nos
llegó la oferta de refugio político que nos ofrecía Canadá. Yo no quería dejar Argentina
pero los servicios de inteligencia nos habían vuelto a amenazar… tuvimos que irnos a
Canadá. “Diálogos…” es un trabajo que comencé hace algunos años. Un día me senté
frente a la computadora y fue algo automático: empecé a escribir mi testimonio, “para
que mis hijos conozcan la historia por mí”, decía al comenzar. Lo escribí casi de un
tirón, llorando ante cada palabra que transcribía al papel, revolviendo con la escritura
las heridas del pasado hasta que dejaran de sangrar. Creo que esas heridas nunca dejan
de sangrar pero aprendemos a vivir y a disfrutar de la vida aún con esas heridas.
Mientras elaboraba mi testimonio iba elaborando mi dolor por los ausentes, mi culpa de
estar viva, mi pena por el dolor que había tenido que sufrir Gabriel… Mi testimonio me
hizo ver que yo nunca había superado lo ocurrido y que sólo entonces empezaba a
reconciliarme conmigo misma. Guardé mi testimonio en un cajón. Era mi rincón
terapéutico al que volvía cuando estaba triste para llorar sin tener que dar explicaciones.
Una parte de ese texto la di a luz en el certamen literario. La motivación fue personal
pero también, y fundamentalmente, en reconocimiento al dolor de quienes desde el
silencio de su muerte o desaparición nos recuerdan el horror de lo vivido. Así, esta
antología que recoge tantas obras valiosas, es no sólo un documento testimonial sino
también un ejemplo de solidaridad y de homenaje a quienes ya no están.»
Engracia Reyna Caba,
(Segundo Premio compartido)
Sin título
Crecí en una aldea de un departamento de Guatemala. Las primeras letras las aprendí en
una escuelita donde había sólo un maestro para cuatro grados. Mi maestro había
estudiado sólo tercer grado de primaria. De la casa donde vivíamos, teníamos que
caminar aproximadamente una hora, salíamos temprano para llegar a la hora de entrada.
Al principio teníamos miedo de caminar, yo tenía cinco años y mi hermana siete. Una
vez nos dijo otra niña que habían unos niños de la escuela que querían corrernos para
violarnos. Aún nosotras no lo entendíamos pero a partir de eso nos dio miedo y siempre
buscábamos compañía para regresar a casa. En nuestra aldea gozábamos de la
naturaleza, el río, el bosque, los pájaros. Nos gustaba buscar frutas de los árboles.
Vivíamos muy felices a pesar de la pobreza de mis padres y los sufrimientos de
aislamiento y abandono.
Mi papá tenía la esperanza de tener un hijo, pero no fue así, todas fuimos mujeres. Él
es un campesino que tuvo mucho interés en salir adelante y también un buen agricultor.
Somos mayas ixiles.
Después de un tiempo regresamos a la cabecera municipal y mi papá, con la visión
que tenía de formarnos, nos inscribió nuevamente en la escuela. Comenzamos una
experiencia distinta ya que por no hablar el español perdí el año. No me gustaba ir a la
escuela porque no entendía lo que el maestro nos decía y otro porque había unos ladinos
que nos discriminaban y pegaban. No podía quejarme con el maestro porque no me
podía expresar en español.
Mi padre me obligaba a ir a la escuela, por lo que seguí pero en otro municipio, y así
fui superando el miedo y la vergüenza de hablar, porque aprendí a hablar en español.
En esta misma etapa de mi vida comencé a sentir lo que es la discriminación: nos
decían «indios shucos».1 A mí me dolía todo ese trato de parte de los ladinos, situación
que yo no lograba comprender bien todavía. Produjo en mí, entonces, un rechazo y odio
contra ellos. No podía permitir que discriminaran a mi gente. Ellos se dieron cuenta que
yo los odiaba y también asumieron la misma actitud conmigo, al punto de que por ir a
traer agua en la pila pública nos agarramos a golpes con una de ellas porque siempre nos
empujaban.
1
Indios sucios.
Mi padre nos contaba que sus abuelitos le contaban a él que antes no llegaban carros
a la comunidad. Entonces la gente indígena de allí tenía que sacar cargados en la
espalda a los ladinos para llevarlos a la capital. Ellos tenían que caminar ocho días a pie
con el patrón al hombro. Esto era sin ningún pago.
El tiempo transcurrió. Mi deseo era estudiar y llegar a ser maestra y enseñar a los
niños y niñas, así como a los adultos para que no se dejaran discriminar. Además, yo no
quería quedarme como cualquier ama de casa encerrada en la casa, soñaba con ser
alguien para romper la imagen que se tiene de la mujer, como sumisa, obediente al
esposo y a los padres. En el pueblo no habían mujeres profesionales pues la idea era que
la mujer no podía estudiar porque nunca conseguiría trabajo como los hombres; además,
que las mujeres no tenían capacidad para estudiar y trabajar.
Al terminar la primaria quería seguir estudiando. Por lo mismo, busqué apoyo y gané
una beca. Estaba muy contenta porque podía seguir estudiando, especialmente porque
era la oportunidad de salir de mi comunidad y conocer nuevos lugares. En esa escuela
había estudiantes de todos lados. Éramos la mayoría indígenas de escasos recursos. Sin
embargo, en esta nueva experiencia comenzaron a ocurrir cosas extrañas. A cada cierto
tiempo comenzaron a llegar unos hombres desconocidos a interrogarnos sobre cada uno
de los alumnos que venían del Quiché, porque, nos decían, que los de ese departamento
todos eran guerrilleros. Éramos entonces tres mujeres del Quiché. De lejos se podía
distinguir quiénes eran de allá por el traje que teníamos. A partir de entonces
comenzamos a sentir mucho temor. Inclusive tuvimos la idea de cambiarnos de traje [y]
no hablar nuestro idioma para que no nos identificaran. Sentíamos mucha impotencia
ante esta situación. No alcanzábamos a entender lo que estaba sucediendo. Nos
reuníamos entre las tres para ver si podíamos hacer algo para defendernos. Sin embargo,
por nuestra poca experiencia no se nos ocurría nada. Además, ni siquiera conocíamos de
alguna organización para que nos ayudara. No habíamos tenido experiencia ni con la
guerrilla ni con nada. Sin embargo, todas estábamos acusadas de ser guerrilleras,
simplemente por el hecho de ser del Quiché, donde la guerrilla se había implantado
desde hacía varios años. Pero sobre todo porque la guerrilla había ajusticiado al finquero
Luis Arenas, conocido como el Tigre de Ixcan.
La persecución a lideres religiosos había comenzado en todo el altiplano
guatemalteco a partir de los 80. Ya los secuestros habían aumentado, ya no eran
solamente a los hombres a quienes se perseguía, sino también a las mujeres.
Al terminar las clases, es decir el ciclo escolar, terminé mis estudios con éxitos. Para
esta época fui a la casa con mis papás. Pero al llegar, el pueblo estaba totalmente
ocupado por el ejército. Ya no podíamos circular libremente (si es que algún día lo
hicimos). Los soldados entraban a las casas a violar a las mujeres. Teníamos mucho
miedo. Ya no salíamos de la casa.
Una noche, cuando mi familia y yo nos estábamos acostando, escuchamos
movimientos extraños cerca de la casa y ladridos de perros. Todas las noches era igual,
pero esta vez alrededor de la casa. Presentí algo terrible, pero no podíamos salir
corriendo. Era demasiado tarde. Luego escuchamos toquidos fuertes y violentos en la
puerta de la cocina y el cuarto donde dormíamos todos. Nadie quería abrir la puerta pues
nos imaginábamos lo que esto significaba para nosotros. Sin esperar nada vimos que la
puerta se abrió de par en par por la violencia de los hombres encapuchados. Yo estaba
parada enfrente sin moverme y sin saber qué hacer. Al principio, cuando escuché esos
movimientos, hubiera querido que me tragara la tierra, o nos tragara a toda mi familia.
Pero al entrar esos hombres estaba dispuesta a enfrentarme y defenderme, pasara lo que
pasara. Como yo estaba enfrente, de golpe me lanzaron esta pregunta: «¿Cuándo vas a ir
a dejar otra vez nuestra comida? ¿Verdad que vos ya fuiste una vez? Somos de la
guerrilla, ¿no nos reconoces?» A lo que yo les contesté: «¡Mentirosos, yo no los
conozco, yo nunca he ido a dejar comida a la guerrilla. Además, ustedes no son
guerrilleros, son del ejército!» Apenas terminaba de hablar, cuando de pronto sentí un
golpe fuerte en la cara y sin moverme me quedé viendo fijamente la cara del hombre
que me estaba interrogando. Ellos estaban disfrazados de mujeres. Nuevamente me
dice: «¿Te vas con nosotros? Vos nos apoyás, ¿verdad? Somos de la guerrilla.» En este
mismo momento me da otro golpe en la cara, sentí que había perdido la mitad de la
cara. Me quedé sin moverme y sólo me mordía los labios de coraje, cuando me
agarraron y me jalaron para afuera de la casa y resisto. Este mismo hombre le da
órdenes a los demás para que registren la casa. Perdí el control. No sabía nada de la
familia, de mis padres y de mis hermanas. El oficial nuevamente le da órdenes a los
soldados para que me agarraran. Sigo resistiendo pero no pude defenderme entre un
montón de soldados, que yo en ese momento había identificado plenamente. Gritaba y
gritaba pero me agarraron, me golpearon y casi inconsciente, me taparon la boca, me
agarraron mis pies, mis manos y mi cabeza. Era un montón de soldados y el oficial me
violó. Sentía asco, odio, matarlos era imposible.
Se retiraron y vi a mis padres hincados. Ellos vieron cómo los soldados me habían
violado. Jalé a uno de mis sobrinos, lo cargué y salimos todos de la casa. Cuando apenas
estábamos saliendo y cruzando la calle escuchamos que habían rodeado nuevamente la
casa y comenzaron a patear nuevamente las puertas. Nos fuimos en la oscuridad y
pasamos despacito cerca de una casa. Afortunadamente no había perros, pero
escuchamos a los soldados que entraron a la casa de otros vecinos. Igualmente con
violencia abrieron la puerta y violaron a las mujeres. Ya solamente escuchábamos los
gritos. Estábamos cerca aún, escuchando el salvajismo del ejército «nacional». Nosotros
seguíamos caminando despacio sin saber a dónde ir. Encontramos una casita que era de
dos marranos y allí nos quedamos sentados. Quería que amaneciera luego, 2 pero la
noche era larga. No podíamos comunicarnos. Solamente cada uno pensaba qué hacer al
salir el sol.
Amaneció y antes de que se levantara la gente logramos con mucho cuidado llegar a
la casa. Al llegar nos dimos cuenta de que no se habían conformado con lo que nos
habían hecho sino que se llevaron todo lo que era de nosotros: nuestra ropa, nuestras
cosas; habían saqueado toda la casa.
2
Amaneciera pronto.
A partir de esta fecha decidimos salir del pueblo y salimos sin saber a dónde ir. Lo
que nos interesaba era salir de allí. Nuestra dignidad y todo ya se había violado.
La gente callaba, nadie podía decir nada. El que hablaba o denunciaba pagaría con su
vida. Por eso nadie podía hacer algo, mucho menos nosotros. No había dónde ir a
denunciar, todo estaba controlado por los militares. Ellos negaban todo. Al siguiente día
los soldados entraron a otra casa, violaron a la mujer. Después de violarla la colgaron a
ella y a su esposo y les echaron gasolina y los quemaron, adentro de su casa. Ese fue el
inicio de las grandes masacres y así continuamente hasta acabar con las aldeas.
En la huida con mi familia, por la noche llegamos a un lugar pero no teníamos dónde
dormir ni con qué, solamente dormíamos bajo las hojas de los árboles, comíamos raíces
porque tampoco teníamos qué comer. Había muchos insectos que nos producían
infecciones pero no podíamos relacionarnos con nadie. Estábamos aislados totalmente
de la gente por temor de que nos denunciaran al ejército o por miedo nos acusaran con
los comisionados militares. En ese lugar nos quedamos un tiempo aguantando hambre y
pasando toda clase de sufrimientos.
Este sufrimiento, ver a mi familia en una situación de hambre, enfermedad y tantos
sufrimientos, no lo soportaba. Pensaba entonces en alguna alternativa. No podíamos
esperar a que nos hicieran lo mismo, prefería morir de hambre y no morir torturada,
aunque las dos cosas eran iguales.
Ante la impotencia y falta de alternativas, decidí unirme a la guerrilla, luchar con las
armas en la mano, acabar con esos hombres que hacían sufrir a nuestro pueblo. Sentía
tanto coraje, odio. Quería ver de frente al oficial que me había violado, acabar con su
vida y su ejército. Me incorporé a la guerrilla. Terminó mi sueño de estudiante. La vida
la vi de otra forma. No era fácil. Teníamos que luchar contra un Estado, pero antes,
entender que el cambio solamente lo podíamos lograr todos unidos.
Ya en mi vida guerrillera, la experiencia comienza a ser dura. Caminábamos sólo de
noche, sin luz, no podíamos hablar, donde nos entraba el día allí nos quedábamos a
esperar nuevamente la noche para seguir nuestro rumbo.
Lo más difícil para mí fue cambiar mi traje indígena por una camisa y un pantalón.
Me sentí horrible, sentí que todos me miraban. Sin embargo, a pesar de esa sensación de
rara, me di cuenta que allí todo era diferente, todos se trataban de compañeros y había
un ambiente de fraternidad, solidaridad y compañerismo. El entrenamiento que nos
daban, a pesar [de] que era duro, no fue tan difícil para mí, yo tenía una misión definida,
era la de prepararme para acabar con esos perros.
Recuerdo a 1981 y 1982 como la época de las grandes masacres. Es difícil e
incontable, las masacres, las violaciones. Lo único que relato acá es parte de lo que yo
viví en carne propia y de quienes vivieron cerca de mí, de allí que es difícil contar todo
porque cada mujer, cada hombre, cada joven, cada niño o niña, de aquel entonces tienen
sus propias historias, así como del país entero. Es horrible.
A pesar de su huida ante las masacres y torturas, muchas personas, especialmente los
ancianos y los niños, murieron de hambre, o frío y enfermedades en las montañas.
Dentro del grupo en que me tocó estar, éramos cinco. Yo era la única mujer de este
grupito. Nos habían mandado a proteger a la gente de una aldea y ayudarlos a escaparse.
Contábamos con carabinas y rifles. Nuestras armas no estaban en buenas condiciones.
En esa ocasión la gente se fue de noche, se organizaron de tal manera para evitar
cualquier situación. Después de caminar una noche, nos quedábamos entre los
matorrales de día, ya que había helicópteros del ejército rastreando y por tierra,
patrullas. Como siempre, caminábamos de noche, pero al avanzar en el camino nos
encontramos que una de las tres mujeres embarazadas del grupo estaba a punto de dar a
luz. Sin embargo, como he narrado, no había dónde atenderla. Entonces ella y su esposo
se quedaron dentro de una zanja entre el matorral, y como tenían otros hijos pequeños,
ellos sí siguieron con nosotros mientras avanzábamos en nuestra huida.
Aún en esas condiciones supongo que el parto de la señora fue rápido porque que no
habíamos avanzado tanto cuando nos alcanzó con su esposo, ya con el bebé en brazos.
Los esposos eran los que atendían el parto de sus esposas ya que cada cual velaba por su
vida. Lo importante, para cualquier ser humano, era salvarse de la muerte y todo lo
demás tenía solución. Al siguiente día nacieron otros dos bebés junto a un río.
Cuando regresamos nuevamente a la aldea, lo único que encontramos fue sangre de
las personas que no habían salido de sus casas. Los habían quemado dentro de sus
ranchos, no sin antes torturarlos primero. Los soldados habían robado todas las cosas de
la gente, los animales, ovejas, vacas, gallinas y todo. Habían quemado todo el maíz de
la gente, no había nada para comer. Todo había sido destruido, sólo mirábamos el humo
de las casas y de los cadáveres quemados. Ya no había señal de vida, ni pájaros, todo
estaba silencio.3 La gente no creía lo que veía, era algo jamás visto; habían sucedido
cosas que destruían sus creencias. Por ejemplo, para nuestros abuelos el maíz es
sagrado, es la vida misma. Sin embargo, habían violentado ese principio ya que habían
quemado el maíz. Lo que veíamos era maíz quemado, lo que olíamos era maíz
quemado. Algo peor nos esperaba.
3
Todo estaba en silencio.
Yo no comprendía exactamente lo que miraba. No me imaginaba el alcance de
dichos actos. Regresamos a donde la gente estaba escondida. Les informamos lo que
había sucedido en su comunidad. La gente no creía lo que les estábamos diciendo.
Todos comenzaron a llorar. Se consolaban con estar vivos, ya que como dije, los que no
salieron fueron quemados dentro de sus casas. Quizás lo importante era estar vivos.
Contábamos con información de otras comunidades donde estaba ocurriendo lo mismo.
Eran cientos de personas que vivían esta situación.
La gente de esta comunidad no regresó más a su lugar. No había nada. De esa
manera fueron en busca de otro lugar a donde no había llegado el ejército todavía.
Caminaron semanas enteras para llegar a un lugar más seguro. Las caminatas las
realizábamos de noche; no se podía caminar de día. No podíamos juntar fuego ni de
noche ni de día; el ejército estaba en todas partes. Cualquier movimiento sospechoso era
inmediatamente controlado por ellos y bombardeado también: ametrallaban los campos
desde los helicópteros, lanzaban bombas en las montañas. En esas masacres los
soldados separaban a hombres y mujeres, a las mujeres las violaban frente a sus esposos
o padres. En una de esas aldeas apartaron a todas las mujeres de diferentes edades, las
desnudaron, las violaron y las formaron ya ultrajadas. Luego las llevaron a un puente
cercano y comenzaron una por una a tirarlas al río. Los soldados se divertían haciendo
eso, mientras que los sobrevivientes veían cómo sus esposas e hijas caían al río.
Para ese entonces supimos que la política del ejército era «gentes que estaban en las
aldeas eran guerrilleros y no había que perdonarlos, había que matarlos» sin importar si
eran niños, mujeres o ancianos. En esta etapa se crean las patrullas civiles, 4 integradas
por personas de las comunidades y que fueron obligadas por el ejército a formar parte
de estas patrullas. La mayoría por miedo y temor patrullaban a la par del ejército.
Aprendieron a matar a sus hermanos campesinos, pues ellos conocían mejor a la
población que el propio ejército. Se volvieron muy sanguinarios, mataron a miles de
personas.
4
Se las conoció como Patrullas de Autodefensa Civil (PAC).
Las aldeas quedaron destruidas y lo único que nos quedaba era la vida y teníamos
que defenderla. Aunque en el camino de nuestro diario huir fueron muriendo muchas
personas, sentíamos gran impotencia por no poder hacer nada por ellas. Todos eran
campesinos de tierra fría quienes se tuvieron que refugiar en tierra caliente. Pasaron
varios meses. Estas personas por venir de tierra fría a tierra caliente se fueron
enfermando de paludismo, diarrea, fiebre y otras enfermedades. Yo no era enfermera, ni
sabía de medicinas, pero luchaba para curar a las personas. Pedía apoyo a otras personas
y logramos curar a algunos, sin embargo, la mayoría del grupo murió, especialmente los
niños.
Todos estábamos tristes. No entendíamos lo que sucedía, por qué sufríamos de esta
manera, qué habíamos hecho para recibir tanto castigo. En fin, existía una desesperanza
en el grupo. Finalmente fui nombrada para cumplir otras tareas y de esa forma me
separé de la gente a quienes habíamos acompañado por varios meses.
Después de largos dos años fui a visitar a mi familia, de quienes me había separado
para alzarme a la guerrilla. Ellos también habían cambiado de lugares varias veces. Se
trasladaban de uno a otro, supuestamente buscando lugares más seguros. Sin embargo,
al poco tiempo llegaba el ejército o las patrullas civiles y la familia debía abandonar sus
ranchos y cosechas, pasar nuevamente hambre y reconstruir su vida. Era lo mismo de
siempre, no había tranquilidad. Con la esperanza de encontrarlos en el lugar donde me
habían informado unos días antes, fui a buscarlos. Cuando llegué me di cuenta de que se
habían marchado también. Regresé y me fui a buscar a los compañeros de la guerrilla
que debían esperarme en un lugar acordado. Tenía que caminar más de un día, sola,
pero no pude llegar y me entró la noche en el camino. Tomé la decisión entonces de
quedarme en la montaña y buscar dónde dormir. Pero al rato de estar acostada en la
hamaca que me había instalado, de repente comienzo a escuchar ruidos cerca de mí. No
era ruido de gente. Escuchaba que venían rápido hacia mí. Me levanté de la hamaca,
preparé mi arma que era una pistola 38 mm, con mi linterna alumbré y me di cuenta que
era una partida de coche monte.5 Al final se retiraron, se fueron enojados y gritaban. No
pude dormir en toda la noche, tenía mucho miedo. Me imaginaba yo solita en medio de
la gran montaña. Así era, estaba sola. Amaneció y continué mi camino, pero al llegar a
donde me iban a esperar los compañeros, no había nadie, estaba silencio. Sin embargo
continúe buscando para ver qué había pasado, cuando de repente venía un señor
corriendo con su carga en la espalda y me dijo que los soldados habían entrado a la
comunidad: «Los soldados entraron a la aldea, están matando a la gente y ya mataron al
compañero que te esperaba. Vení, vamos a escondernos.» Yo con mi pistola no podía
hacer nada, eran cientos de soldados acompañados por los patrulleros civiles. Ya no
podíamos llegar a la aldea. Luego en la plática con el señor que me había advertido lo
del peligro, me dijo: «¿Cómo es que andabas con esos hombres y sola. Una mujer no
debe andar con ellos, el cuerpo de la mujer es débil. Si mi mujer se fuera con ustedes no
aguantaría. Ella no aguanta correr y se dejaría agarrar por los soldados.» Lo único que le
pude contestar al señor fue que: «No estoy aquí por gusto, es una necesidad. Tenemos
que defendernos o nos acabarán. Es hora de que las mujeres nos demos valor y
demostrar que podemos luchar al igual que los hombres. Así como nosotras podemos,
su esposa y las demás mujeres también pueden.» En ese instante, la esposa de él nos
estaba escuchando. Al decir esto intercambiamos una sonrisa con ella. Fue la única vez
que la vi, ya que nunca más supe de ella. No sé si sobrevivió la situación.
5
Cerdos de monte.
En la montaña, es decir en la guerrilla, conocí a varias mujeres. Cada una tenía
diferentes funciones. Al igual que el hombre, las mujeres participaban en combates, ya
que se habían ganado el espacio de estar en la unidad militar, que era la encargada de
enfrentar al ejército. Yo, por supuesto, quería estar en la unidad militar. Deseaba
enfrentarme con el ejército que asesinaba a mi gente. Sin embargo, los responsables me
asignaron tareas diferentes. Me tocó ir a trabajar con la población, o sea, con la base. Lo
acepté, aunque no era lo que yo quería hacer. Muy probablemente hubiera perdido la
vida, ya que muchas mujeres jovencitas perdieron la vida combatiendo al ejército.
Una de mis hermanas, la más pequeña, también se había unido a la guerrilla. Ella fue
ingresada a las unidades militares. Se destacó en el combate. Ella no le tenía miedo a
nada. Aprendió rápido el uso y manejo de las armas. También, al igual que yo, estaba
consciente de que debíamos liberar a nuestro pueblo de la explotación y opresión que
vivíamos los indígenas y especialmente las mujeres. Esa motivación la llevaba ella
siempre, en los combates combatía con valentía.
En esa misma época también, supe que, además, se habían incorporado dos primas,
aparte de otros primos. Ellas cumplían tareas en otros frentes, ya que como se sabe se
llegó a tener varios frentes de lucha.
Recordar ese sufrimiento es volver a vivir esos momentos. Para mí ha sido una
pesadilla, pues cada poco soñaba en eso. Aún en este tiempo sigo soñando lo que vi y
me tocó vivir. No puedo olvidarlo, muchas veces sueño con estar en mi casa. Luego
escucho los movimientos espantosos que me rodearon esa noche, y aún me rodean.
Quiero gritar y salir gritando y me despierto. Al estar despierta me doy cuenta que es un
sueño, que es el pasado que me persigue, el pasado que aún no logro superar. Pienso y
me pregunto si algún día lograré olvidar eso y me respondo que quizás sea posible si
algún día llegara la justicia. Mientras la impunidad es la que campea. Es difícil pensar
que vamos a olvidarlo, si el terror aún sigue vivo y nos sigue persiguiendo donde
estemos. Si los responsables de tales vejámenes siguen sin castigo, es difícil, por más
que queramos olvidarlo o perdonarlos. Es difícil.
En 1983 éramos cinco mujeres trabajando juntas en equipo. Nuestras vidas, al igual
que las vidas de nuestras comunidades era[n] muy difícil[es]; seguíamos en peligro. Los
soldados estaban persiguiendo a la gente que andaba huyendo. En una de esas los
combatientes se enfrentaron a ellos, mataron a muchos soldados en esa ocasión y el
ejército estaba muy enojado. Ellos andaban en helicópteros y aviones. Anduvieron
tirando bombas por todos lados; ametrallaron hasta el último rincón de la montaña.
Nosotras nos defendíamos bajo los árboles. Escuchábamos que en el cielo se hacían
pedazos las bombas y caían sobre nosotras. El ruido del avión y el estallido de las
bombas nos dejaban sordas. Duró como una hora y media. Lo único que hacíamos era
defendernos conforme el movimiento de los aparatos que estaban sobre nosotras.
Afortunadamente salimos con vida, pues también la población se había retirado.
La Navidad estaba cerca. No pensábamos en fiestas, únicamente nos alegrábamos
por estar vivos y pensar en nuestros familiares. Recordaba mi niñez y juventud, de
cómo pasaba la Navidad junto a mis seres queridos. A mis primos más queridos los
había matado el ejército. Uno de ellos había caído en combate, ya que unos años antes
habían secuestrado a su papá y a sus dos hermanos mayores. Jamás supimos nada de
ellos. Eran muchachos alegres. Habían sido los primeros maestros graduados de la
comunidad. Ese fue el pecado de ellos: abrirle los ojos a su pueblo. Todo eso me
armaba de valor para soportar aquellos días y noches de tristeza, desolación y horror;
pero también me daba ánimos para seguir adelante, seguir en la lucha que serviría para
dignificar la vida y reivindicar a mi pueblo.
Al poco tiempo, como en la vida guerrillera era así, me cambiaron de lugar de
trabajo. Me destacaron en otro frente guerrillero. Para llegar allí tuvimos que caminar
cinco días seguidos. Caminamos por caminos llenos de espinas y navajuelas (hojas con
filos que cortan). Para contar lo que yo viví necesitaría más tiempo. Sin embargo estoy
consciente de que muchas cosas se me han escapado, pero trato aquí de reflejar una
experiencia que la conciencia de la humanidad no debe olvidar jamás para que nunca
jamás se vuelva a repetir esta barbarie. Ya en el nuevo lugar en que me tocó trabajar, el
clima era diferente. Había mucho calor, muchos insectos y enfermedades como el
paludismo. El grito de las chicharras era insoportable, el canto de los zancudos en la
noche no nos dejaba dormir. Al llegar allí, conocí a nuevas personas, otros idiomas. Lo
que me gustó era que siempre existía solidaridad entre compañeros. Me enseñaron a
vivir en la espesa montaña selvática del Ixcan. Nuevamente comencé a trabajar en
equipo. La tarea consistía en coordinar el trabajo de vigilancia, alimentación y seguridad
del campamento. Aparentemente el lugar era tranquilo, pero eso se debía a que la gente
del lugar se había ido a refugiar a México, ya que días antes el ejército había engañado a
la gente diciéndoles que no los matarían si se quedaban en la población. Sin embargo no
fue así, los masacraron, les echaron gasolina y los quemaron. Había también mucha
gente en las montañas en donde se formaron posteriormente las Comunidades de
Población en Resistencia.
Desempeñé mis actividades de coordinación, de formación política, seguridad y
alimentación que me habían asignado. Fue una experiencia difícil y a la vez bonita
porque me relacionaba con muchas personas. Aprendí mucho, pues tomé decisiones
importantes en esos momentos difíciles. A veces, por la poca experiencia, hice cosas
que quizás no eran las más indicadas. Sin embargo, cuando me señalaban mis errores
me dolía, pero aprendí que a través de la práctica y la voluntad se podían superar los
errores.
Tuve una hija en la montaña y fue lo más difícil de mi vida. En la montaña no había
donde lavar los pañales. Con el tiempo se secaban fácilmente, pero no existían
suficientes. Juntas nos tocó estar bajo el bombardeo de los aviones del ejército. Ellos
nos seguían persiguiendo. De noche tratábamos de improvisar un rinconcito para poder
dormir. Sin embargo, una noche fue tan difícil la situación que nos llovió toda la noche.
El agua corría por todos lados, toda la tierra estaba bien mojada. No había más remedio
que acostarse en el suelo mojado con mi nena. A partir de entonces tomé la decisión de
dejarla con una familia que integraba las Comunidades de Población en Resistencia, ya
que se habían comprometido a cuidarla. Arrancar a mi hija de mis brazos fue el
sacrificio más grande de mi vida. No soportaba dejarla a ella con la familia. Lloré
noches enteras. Estaba entre dos situaciones: dejarla a ella para seguir la lucha o
quedarme con ella para cuidarla. No he llegado a comprender cómo fui capaz de dejarla
a ella y decidir seguir luchando. Quizás el amor a la vida y por mi pueblo me hizo que
dejara a mi nena de pocos meses de edad. Muchas veces me arrepentí de haberlo hecho.
Sin embargo, ¿hice bien o hice mal? Quizás nadie me puede decir qué hubiera hecho,
pues yo misma he vivido este sacrificio. Una como mujer es la que al final de cuentas
sufre y paga por su maternidad. Quizás eso nunca lo entiendan algunos hombres.
Después de esta experiencia, con el corazón partido, me incorporé a un nuevo trabajo.
Al poco tiempo me enfermé. No comía, no tenía fuerzas para seguir. Sentía que la
cabeza se me hacía en mil pedazos. Mis compañeros me lavaban la ropa, me llevaban la
comida a mi champa,6 pero no comía, simplemente no me pasaba nada. Lo único que
me animaba era el cariño que me daban los compañeros. Luego me pusieron diez
inyecciones, pues según los compañeros encargados de servicios médicos lo que yo
padecía era una debilidad fuerte. A pesar de las carencias alimenticias, pronto me
recuperé y nuevamente me incorporé a las actividades de la organización.
6
Especie de tienda decampaña provisional hecha con ramas de plantas o plásticos.
Como parte de mi formación me enviaron a un curso de filosofía y materialismo
dialéctico. En ese curso nos enseñaron de astronomía, el universo y muchas cosas
nuevas para mí. Los diferentes conceptos que se tiene de la formación de la tierra, la
vida y el hombre. Me gustó bastante. Nos poníamos de acuerdo con un compañero para
levantarnos a las cuatro de la mañana y estudiar juntos. En este curso éramos varias
personas de diferentes lugares de origen. Fue muy alegre y recuerdo que fui abanderada
en la clausura de esa actividad junto con otro compañero. Ya era Noche Buena, pero se
decidió hacer la fiesta para el fin de año. Para esa ocasión matamos una marrana que le
habíamos puesto de nombre Nancy. Era muy grande. Me ofrecí junto con otros
compañeros para arreglarla. Cuando ya la estábamos destazando nos dimos cuenta que
estaba esperando críos. Tenía siete cochinitos. Calculaban los expertos que les faltaba
una semana para nacer. Nos sentíamos mal y con mucha lástima por los animalitos, ya
que no sabíamos de la situación de la pobre Nancy. Cabe recordar aquí que en todo este
tiempo solamente se cocinaba de noche. De día el fuego se mantenía apagado porque el
humo era un elemento que daba señal de nuestra presencia. Al amanecer ese día, los
chicharrones estaban listos para el desayuno. Éramos más de cien personas. Los tamales
fueron para el día y en la noche se hizo la fiesta. Se organizaron varias presentaciones
entre los compañeros y para finalizar, el baile. La despedida de ese grupo fue muy triste,
pues cada quien debía regresar al frente de donde venía.
Después de esa experiencia, recibí una carta donde me decían que debía presentarme
urgentemente en la Escuela Nacional de Combatientes. Era lo único que decía la carta.
Me quedé con mucha duda y me hacía preguntas: ¿para qué me querrán allí? Sin mucho
tiempo, al siguiente día salimos con la persona que me iba a guiar hasta allá.
Caminamos más de dos días, cruzamos un río grande en cayuco y varios ríos también.
Después de caminar largo, llegamos a la orilla de un río más grande que el anterior, el
que más adelante se llama Usumacinta. Tenía mucho miedo al cruzar ese río. Pensaba
que si ocurría cualquier fallo en la lancha podríamos caer en el agua y yo no podía
nadar. Al final llegamos a nuestro destino, llegamos a la Escuela. El compañero guía me
presentó a los responsables y de golpe me indicaron que yo debía formar parte del
mando de la Escuela. No podía creerlo. Para mí ese trabajo o responsabilidad de formar
nuevos combatientes no estaba a mi nivel. Definitivamente me sentía incapaz de
aceptarlo. Me quedé un buen rato pensando sin decir nada, pero luego respondí: «No
puedo, no acepto, yo no tengo la capacidad. Lo único que les pido es que me entrenen
junto con los nuevos, durante los tres meses que dura el curso de inicio.» Sin embargo,
los compañeros me explicaron que yo tenía una gran potencialidad y que yo debía
desarrollarla. Además, que tenía experiencia en el manejo de personal y no me costaría
mucho. No había para donde,7 me habían seleccionado y uno no podía rechazar la
misión que le daban. Yo estaba allí y todos debíamos estar dispuestos a hacer lo que se
decidía, pues estaba entregada las veinticuatro horas del día de mi vida.
Estábamos en el corazón de la montaña. La vegetación era espesa, los ríos muy
transparentes llenos de peces, camarones, caracoles, cangrejos, etcétera. Nos quedaba
cerca un río grande y uno de mis responsables me enseñó a nadar. A diario teníamos
media hora para ir al río. Es así como aprendí un poco a nadar.
La mayor parte del colectivo eran indígenas de diferentes etnias. También había más
mujeres, personas de la ciudad, del campo, indígenas y ladinos de diferentes edades. El
más pequeño tenía quizás catorce años; estaba allí con su papá. Había personas de
distintas religiones, aunque la mayoría eran católicas, unas evangélicos y otras de la
religión maya. Al despertar escuchábamos el grito de los saraguates. 8 En las mañanas
pasaban los monos por el campamento. Nos tiraban ramas secas, hojas o frutas de los
árboles. Los molestábamos y al ver esto, se rascaban la panza, se colgaban, subían y
bajaban de los bejucos. Eran tan divertidos que les gustaba que los molestáramos.
Llevaban cargados a sus hijos en la espalda. Esto era de todos los días, especialmente
por las mañanas.
7
8
No había más remedio, no había nada que hacer.
Monos tropicales. Su aullido es similar al del jaguar.
Poco a poco me fui acostumbrando. En los temas políticos que me tocaba dar tenía el
apoyo de mis responsables y del otro compañero del mismo mando. Por suerte éramos
del mismo idioma o etnia. Yo era la única mujer en ese equipo. Para todos el día era
cansado. A las cinco de la mañana se daba la voz de levantada y todos se levantaban
inmediatamente. Luego la voz de formación y se pasaba la lista al personal. Después los
ejercicios que eran de las 5:30 a 6:30 a.m., y más tarde el baño para los que quieran
bañarse, solamente que debía ser por escuadra. Bueno, la vida guerrillera es muy dura,
se trabaja duro de sol a sol. Esto es en los campamentos de entrenamiento. En las
unidades militares la situación es diferente, porque cuando andaban en operativo cada
quien llevaba su pinol9 y nunca estaban en un lugar fijo. Los responsables éramos los
primeros en levantarnos y los últimos en acostarnos. Debíamos evaluar el día. Recuerdo
que me señalaban cosas como: falta de concentración en mi trabajo, inseguridad en mí
misma, falta de carácter de mando. En fin, me dolía lo que me decían los compañeros.
Sin embargo, yo estaba dispuesta a superar mis errores. Tuvimos experiencias con
personas de diferentes lugares. Recuerdo que a los de la ciudad les costaba más; se
esforzaban mucho para hacer lo que los demás hacían. Quizás se debía a la situación
diferente en la que habían crecido. Sin embargo, hacían grandes sacrificios. Una vez una
señora que vigilaba de noche, por no conocer el terreno, se perdió como cuatro horas
entre la montaña. Nos apoyábamos entre todos, ya que nosotros podíamos hacer cosas
que ellos no podían y ellos tenían experiencias que no teníamos nosotros. Es decir, que
nos complementábamos.
9
Harina de maíz tostada que sirve de base para preparar una bebida refrescante.
En esa época, 1988, el ejército incrementó su ofensiva contra la guerrilla a la que le
llamó Ofensiva Final. Esa situación interrumpió la formación de nuevos combatientes,
ya que tuvimos que salir todos a combatir. Todos se fueron incorporando a escuadras o
pelotones guerrilleros.
En esta ofensiva el ejército lanzó varios batallones de kaibiles (fuerzas especiales) y
refuerzos de diferentes especialidades. Además tenían el apoyo de las Patrullas de
Autodefensa Civil. Eran miles y miles de soldados que avanzaban contra la población y
la guerrilla. Volaban aviones en el cielo, así como helicópteros que llamaban a la
población a que se entregara. También llamaban a los combatientes para que se
rindieran, ya que si no lo hacían eran personas muertas. Instalaron puestos militares en
lugares estratégicos. Desde esos lugares tiraban obuses (bombas) con intenciones de
exterminarnos. Esta ofensiva tardó meses pues el ejército subestimó a la guerrilla y a la
población que estaba resistiendo en las montañas. Sin embargo, resistimos, no nos
rendimos. Al contrario, se dieron varios enfrentamientos donde el ejército era el que
perdía, ya que tenían más armas que nosotros. En una ocasión el ejército se ubicó a
quince minutos de la población. Había muchos niños, ancianos y mujeres en ese grupo.
Éramos dos mujeres responsables de la retirada. Nos costó convencer a algunas
personas que ya no podían seguir resistiendo. Pensaban que era el final porque
estábamos rodeados. Casi jalados los sacamos de allí. Después de unos instantes
comenzó el combate, ya que la guerrilla estaba defendiendo a la población. El combate
fue largo. Perdimos a varios compañeros y compañeras. El ejército también porque
bajaban los helicópteros a recoger heridos y muertos.
En esta etapa ya se estaban realizando las negociaciones para la firma de la paz, pero
todo era muy contradictorio, porque mientras eso se decía en la capital y en el exterior,
los combates seguían y las masacres del ejército continuaban en las comunidades. Los
soldados seguían destruyendo milpas, robando animales, quemando los bosques y las
casas de la gente.
Después de esta ofensiva aparentemente volvió la calma. Entonces el Estado Mayor
decidió dar descanso por compañía, una semana de descanso a cada compañía. Hubo
comida en gran cantidad, fiestas, bailes y hasta casamientos hubieron.
Habíamos trabajado juntas con una compañera casi durante todo ese tiempo. Nos
quisimos mucho. Compartíamos tantos momentos alegres y difíciles: nos contábamos
nuestros secretos, jugábamos fútbol con los hombres y nos gustaba mucho. Una vez ella
estuvo de árbitra y yo era la única mujer entre los jugadores. Cuando estábamos casi
terminando el primer tiempo de juego, de repente patié fuerte la bola y, cabal, un
golazo. Todos me abrazaron y el público hizo mucha bulla. Nuestro público eran los
niños. Aplaudían y gritaban. Fue muy emocionante. Esto se volvió costumbre para
nosotras. Ya las demás compañeras poco a poco se animaron y se fueron formando
equipos de mujeres.
Había mucha participación de las mujeres, especialmente indígenas jovencitas. Sin
embargo, el problema principal que se tenía era que cuando conseguían compañeros en
la montaña, se embarazaban y se iban de regreso a su casa o con la familia del
compañero. Fueron muchas las mujeres que vivieron esta situación, se fueron y ya no
regresaron más. Los hombres eran los que salían favorecidos, ya que ellos seguían allí y
a las mujeres les tocaba lo más difícil. Sin embargo, eso es natural en la mujer, pero
cuestionaba el porqué los hombres no asumían la responsabilidad también de los hijos,
que no sólo fuera la mujer. Pero nuestros reclamos no fueron escuchados. Las mujeres
eran las que tomaban la decisión de cuidar a sus hijos o continuar en la lucha. Muchas
así lo hicieron, dejaron a sus hijos y continuaron en la lucha. Pero la mayoría no, porque
conocíamos experiencias de que si las mujeres dejaban a sus hijos, estos ya no las
reconocían como su mamá y era muy doloroso.
Luego, más tarde mi vida cambió; me mandaron a trabajar con mujeres. Allí las
condiciones eran distintas. Era entonces una organización de mujeres que comenzaría a
luchar de otra forma. Ya estaba iniciando el trabajo allí cuando recibí una carta de mi
papá. La carta ya tenía un año, recién entonces la estaba recibiendo. Mi papá me
contaba que mi hermanita más pequeña, de quien narré al principio, había caído en
combate. Lloré amargamente. Tenía tiempo de no ver a mi hermana, a mi familia.
Estaba sola, no encontraba con quién desahogarme. Mis compañeros de lucha estaban
lejos. No tenía a quién contarle mi situación. Me sentía perdida. Quería ir con mi
familia, sentía que mi vida no tenía razón. Quería regresar nuevamente a la montaña,
buscar a mis compañeros y compañeras. Fue difícil. A la fecha no sabemos dónde está
enterrada. No podemos rescatar siquiera sus huesos y sepultarla para tenerla cerca de
nosotros.
Mi otra hermana para mí estaba perdida. No tenía razón de ella desde hacía diez
años. Nadie me daba noticias de ella. Transcurrió quizás un año cuando recibí una carta
y unas fotos que ella nos había mandado. Agradecí bastante a ese ser que nos da la
existencia. Solamente recibí la carta. No podía mandar ninguna respuesta porque no
tenía dirección de ella. Nuevamente nos volvimos a perder.
En estas condiciones, quise recuperar a mi hija que había dejado con una familia en
la montaña. Me costó localizarla. Pero lo más difícil para mí fue que ella no me conocía.
La familia donde ella estaba ya no me la quería devolver, era su familia. Ella tampoco
se quería venir conmigo. La familia afirmaba que yo desde hacía años que la había
dejado regalada. Me dolió porque yo nunca había pensado en eso. Nunca se me había
cruzado por la mente. Pero mis razones nunca se entendieron. Me costó recuperar a mi
hija. La situación era muy difícil para todos. Sin embargo, nuevamente la volví a dejar
con el otro hermanito, pero ya esta vez fue en un colectivo de niños y en un lugar
mucho más seguro.
Nos conocimos en la montaña con el que hoy es mi esposo. Compartimos los mismo
ideales, los mismos sueños y esperanzas. Antes de que finalizara la guerra, decidimos
vivir juntos, construir nuestra propia vida, dedicarle tiempo a nuestro hijo e hijas.
El 29 de diciembre de 1996 se firma el Acuerdo de Paz Firme y Duradera entre el
gobierno y la guerrilla. Para quienes habíamos combatido desde las trincheras contra el
ejército y contra el atraso en que han sumergido a nuestro pueblo, esta situación no era
fácil. Teníamos un sentimiento de engaño, de derrota. No encontrábamos la lógica de
esto, dónde empezar, qué hacer. En fin, teníamos miles de preguntas. Sabíamos que el
ejército nunca dejaría de controlar a la gente, la riqueza no sería distribuida, dónde
quedó la esencia de nuestra lucha, en fin... A donde nosotros nos habíamos decidido ir a
vivir (mi esposo, mis dos hijas, mi hijo y yo) la pobreza seguía siendo el rostro de todos,
la situación era muy dura. Sin embargo, tenía la esperanza de que el país cambiaría, que
nuestra lucha no tendría que haber sido en vano, es decir, la discriminación y la pobreza
deberían de desaparecer algún día.
Sin embargo, las sorpresas en la vida aún no terminaban para mí. Un día en mi casa,
que era de láminas tanto en el techo como en las paredes, el piso de tierra, sin agua
potable, sin energía eléctrica, como de costumbre había terminado de darle de mamar a
mi nena y justo la estaba acomodando en la hamaca, de repente vi a alguien parada en la
puerta. No me imaginaba, ni lo podía creer. Fui corriendo a abrazarla fuertemente y
lloraba de la alegría igual que ella. Era mi hermana. La hermana que había buscado y de
quien nadie me daba razón. Tuvieron que pasar catorce años para volver a encontrarnos.
Las cartas que nos escribíamos en estos largo años nunca llegaron, más que dos. Ya
nosotras habíamos cambiado bastante, no éramos las mismas. Ella llegó con su esposo
que en ese momento conocí. A raíz de esto supimos de la familia, es decir, de mis papas
y mis hermanas, ya que teníamos ocho años de no vernos ni de tener noticias de nadie.
La otra etapa, dura para mí, fue mi llegada al pueblo de donde había salido hacía
quince años. Aún no lograba olvidar todos los sufrimientos, sentía mucho miedo,
pensaba que mis sueños podían ser reales nuevamente, ya que soñaba que me mataban.
Eso era de siempre, aunque todavía sueño a veces. A mi pueblo no he llegado a vivir.
Para mí ha sido un problema familiar, mis hijas e hijo no pueden hablar el idioma maya
que hablamos, han crecido en medios diferentes al nuestro y eso nos ha traído muchas
dificultades.
Mi madre me ha pedido establecerme en el pueblo. Nuestras familias en las
comunidades mayas son muy unidas, siempre se piensa en todos los miembros de una
familia cuando se tienen eventos de importancia. Quizás es por eso que mi madre quiere
que nos establezcamos en el pueblo; además por los muchos años que estuvimos
separadas.
Actualmente sigo participando en diferentes actividades, especialmente con los
grupos de mujeres, pero tenemos problemas de seguridad personal por estar
organizadas. En el lugar donde vivo existe todavía mucha gente del ejército y de los
comisionados militares que nos están amenazando en cualquier momento. Cuando nos
organizamos, hasta nos han prohibido organizarnos. Nos dicen que somos de la URNG
(Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca). Aunque no estemos haciéndoles nada,
seguramente ellos se sienten amenazados porque nosotras como mujeres hablamos de
nuestros derechos y exigimos para que nos respeten, especialmente nuestras opiniones,
ya que los hombres siempre imponen sus ideas y su autoridad. Pero ahora que ya
conocemos algunas leyes que protegen a las mujeres ya no nos dejamos. 10 Claro que
hay mujeres que se asustan y no participan. Las condiciones para organizarnos son muy
difíciles todavía. No contamos con recursos para poder movilizarnos. Por ejemplo, hace
una semana salimos para participar en un taller a donde el objetivo era hacer una
propuesta para que esta formara parte de una iniciativa de ley que se presentaría a favor
de las mujeres. Nosotras estábamos muy entusiasmadas para participar, ya que era
nuestra opinión y nuestra voz, cosa que jamás se había dado para la elaboración de una
ley. Es más, ni siquiera conocemos nuestras leyes. Como vivimos en un lugar muy
lejano es muy difícil salir de la comunidad. Hay mucho lodo en el camino, los pickups
no pasan, en fin, no teníamos forma de transportarnos. Pero teníamos muchas ganas de
participar en la actividad, por lo que decidimos caminar hacia el río. Cruzamos el río. El
agua nos llegaba a la cintura. Había mucho calor y sentimos fresca el agua. Más
adelante estaba el río Chixoy y no había lancheros. Estuvimos esperando un buen rato.
Nuevamente caminamos. Estábamos bien cansadas, ya que íbamos casi descalzas, hasta
que encontramos unos muchachos que nos llevaron en su carro. Sin embargo, más
adelante no había paso. Caminamos nuevamente. Encontramos después de caminar a un
señor, pero no nos quería llevar, ya que llevaba carga de cardamomo. Pero le
suplicamos que nos llevara y al fin accedió. A las doce de la noche estábamos llegando
al lugar donde íbamos. Hacía mucho frío, pero nos sentíamos contentas de haber llegado
a nuestro destino. Al siguiente día estábamos, las seis mujeres que veníamos del mismo
lugar, presentes a las ocho de la mañana en la actividad. Nos encontramos con otras
mujeres que venían de lugares lejanos también, todas con la única ilusión de que algún
día cambie nuestra situación.
En esta actividad encontré un ejemplar de la revista Hombres de Maíz.11 Me
entusiasmó la idea de poder escribir mi historia y que muchas personas más supieran de
la situación de las mujeres de mi país a partir de la mía. Por eso me animé y aquí les doy
a conocer mi historia.
10
11
Ya no lo permitimos.
Revista guatemalteca donde se dieron a conocer las bases del certamen literario.
Perfil de la autora
«Nacimos de la población sobreviviente de las masacres y de la tierra arrasada», se lee
en un documento de las Comunidades de Población en Resistencia de la Sierra y del
Ixcan, departamento del Quiché —al noroccidente de la capital de Guatemala.«Nacimos
por la necesidad de salvar nuestras vidas ante la gran cantidad de masacres que el
ejército cometió en los primeros años de la década del 80. Somos decenas de miles de
familias campesinas de diferentes etnias que nacimos para lograr vivir en libertad.»
Engracia Reyna Caba pertenece a una de esas naciones indígenas, la ixil, que recién
después de la firma de los Acuerdos de Paz, en diciembre de 1996, pudo dejar de «huir
por montañas y selvas defendiéndose y resistiendo ante la persecución de los militares.»
«Provengo de una familia humilde, mis papás no saben leer ni escribir, nunca fueron a
la escuela, mi papá habla un poco el español, mi mamá no. Siempre tuve inquietudes
para estudiar, sin embargo, por lo que relato en mi testimonio, no me fue posible.» En la
actualidad, Engracia Reyna Caba Solano vive con sus dos hijas, su hijo y su esposo, ha
retomado las labores campesinas y aún «me mantengo cerca de la lucha por los
derechos indígenas y de las mujeres porque creo que nosotras tenemos mucho que hacer
para lograr nuestras reivindicaciones. Mi experiencia anterior, durante la guerra, me ha
sido muy útil en estos trabajos». Gracias, en lengua ixil, se dice tantish. Tantish a vos,
hermana Kalb’ob’, por tu testimonio.
María Cecilia Dubón,
(Segundo Premio compartido. Salvadoreña)
Historia de mi vida*
Había una vez, una familia muy pobre en un cantón llamado El Sitio, en el
departamento de Chalatenango. Había una humilde casita donde vivían solamente tres
personas, la mamá, el hijo y la nuera. Eran católicos, iban los primeros viernes del mes a
la parroquia de Arcatao.1 Allí se hacía una velada toda la noche en oración al Santísimo
Cristo Rey.
*
1
Se ha respetado el estilo de la autora. (N. del E.)
Comunidad del departamento de Chalatenango. (Las notas son de las compiladoras de la edición salvadoreña.)
Pero no fue sólo eso, por medio de esa fe que antes teníamos hubo cambio de sacerdotes
y allí se fue descubriendo que no era sólo eso de rezar sino algo más que teníamos que
descubrir, que vivíamos en una gran miseria y explotación, desde los más pequeños
hasta los más grandes y allí comenzaron a ver quiénes estaban comprometidos con
Dios, algunos empezaron a recibir cursillos y enseñanzas para poder reunir personas y
celebrar la palabra de Dios y así poderle explicar a la gente lo que estaba sucediendo y
la vida que estábamos pasando bajo la opresión, la explotación y la miseria. Unos tenían
tierra para trabajar, tenían granos básicos para poder pasar la vida, mientras otros no
teníamos nada, ni granos básicos ni tampoco tierra para trabajar. Así fue como los
campesinos empezamos a levantar la frente, a formar parte de una directiva de la
organización de la UTC que significa Unión de Trabajadores del Campo, o de otras
organizaciones.
En aquella humilde casa de aquel cantoncito vivíamos Dorotea Orellana, mamá de Raúl
Orellana, yo, María Cecilia Dubón, esposa de Raúl, y mi primer hijo.
Un día, no lo recuerdo, pero la hora sí, como a las cuatro de la tarde del año setenta y
cinco, se formó la directiva allí en nuestra casa quedando como secretario general Raúl
Orellana, pues yo conscientemente como su esposa aceptaba sus compromisos desde
esos momentos y tuve que enfrentar momentos muy difíciles porque en ese tiempo no
toda la gente se organizó. Siempre había gente de ORDEN 2 que se dedicaba a señalar a
los dirigentes del movimiento, y como nuestra casa era muy humilde pero se prestaban
las condiciones para todas las actividades que se realizaban, nos reuníamos para hacer
tardes alegres y pensar en el más necesitado, salíamos a los demás caseríos a pedir
colaboración para ayudar a aquel más pobrecito, se compartían los días comunales con
todos a modo de llevar todos los trabajos a un tiempo.
Qué bonito
Qué bonito es vivir así compartiendo los bienes y las ideas por los demás donde no
haigan opresores ni oprimidos. En ese tiempo pude conocer muchas personas que
llegaban a nuestra casa que unos todavía existen como Facundo Guardado 3 y otros. Así
fuimos siguiendo.
2
Organización Democrática Nacionalista. Estructura paramilitar de apoyo a los cuerpos represivos que funcionaba a
nivel nacional, especialmente en el campo. Durante el gobierno del presidente Fidel Sánchez Hernández se destacó
por sus crímenes en la guerra de El Salvador-Honduras.
3
En ese momento, un dirigente de las Fuerzas Populares de Liberación Farabundo Martí (FPL), organización
integrante del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional.
Ese fue todo el gran delito para que empezaran a reprimir a los campesinos reforzando y
aumentando militares por todos los municipios y cantones que empiezan a hacer
balaceras de día y de noche con el fin de desalojarlos de sus lugares acusándolos de
subversivos. Los pobres campesinos no podían llegar a sus casitas ni de día ni de noche
porque si llegaban allí los mataban. Teníamos que desalojar el lugar dejando sin querer
todas las cositas que teníamos. El caserío llamado Los Riveras 1 fue un lugar muy
reprimido por el puesto de militares de Patamera1 a esa gente le dimos apoyo en El Sitio
allí en nuestra casa teníamos a cuatro familias pero después fue lo bueno y el sacrificio
que tenía que resistir porque a mi esposo por ser secretario general siempre le ponían el
dedo y empiezan a buscarlo tres veces por semana la guardia de Arcatao y como no lo
encontraban decidieron llegar tres veces al día, llegaban los soldados de Patamera en la
mañana, y en la tarde y en la noche los guardias nacionales de Arcatao metiendo mucho
miedo diciéndome que si a mi marido no lo encontraban, a mí me iban a colgar y me
iban a sacar la lengua para que dijera donde andaba y «si no decís te vamos a matar y te
vamos a quemar a vos y a tu casa porque esa es la casa de reuniones». Yo juré nunca
decirles nada, lo que hacía era inventar cosas como para poder salir bien. Un día los
campesinos pusieron periférica4 para poder ir a trabajar un rato. Ese día mi esposo Raúl
había ido a arrancar unos frijoles cuando yo iba para la casa encuentro a toda la gente
que iba huyendo porque iban los soldados y al que encontraban lo mataban y encuentro
a mi suegra y le digo «¿y mi niño?». «Hay mi niño se quedó en la hamaca afuera», me
contestó ella, sólo me llevaba uno de arrastras, le contesto yo «hay mi niño lo matan, yo
me voy a traerlo«. «No», me contestó ella, «no vaya, la van a matar porque ahí no queda
nadie», pero yo con una fe tan grande no me detuve, yo que llego a mi casa los veo en la
otra casa y no me vieron, agarro a mi niño y me voy corriendo para otra casa menos
sospechosa y llego y estaba con llave, de repente veo otra señora y le digo «cómo ha
sido eso que ahí está usted, tiene la llave de esta casa tíremela por favor», yo que saco
llave y me caen interrumpiéndome que hoy me iban a matar si no les decía qué se había
hecho toda la gente del valle y me ponían los fusiles en el cuello y me decían que «te
valga que no te metes en nada».
4
Se refiere al sistema de vigilancia al que recurrieron los propios campesinos, que apostados en los alrededores de las
comunidades, alertaban a la población civil ante la llegada de las fuerzas represivas.
La próxima vez llega la guardia a las dos de la tarde y a las siete de la noche rodearon la
casa y la abrieron, si a mi esposo no lo hallaban pues yo era la víctima pues él andaba
por una marcha, me obligaron a decirles que al siguiente día él se iba a presentar. Pues
qué pasó, que al siguiente día lo capturaron con el fin de hacerlo perdido yo tenía siete
meses de embarazada y así me agarraba sólo de un Dios Todopoderoso, que a cuántos
no les había hecho milagros, porque tenía que enfrentar todos los puestos del ejército.
En Chalatenango yo andaba resuelta a lo que me tocara porque yo por lo que me
interesaba era saber de mi esposo a él lo tenían en una bartolina del cuartel del D.M.1 5
en Chalatenango pero antes de saber de él se nos hacía difícil ir a enfrentar, cualquier
persona no podía ir a preguntar por alguien que habían capturado porque para ellos
todos teníamos el mismo delito. Siguiendo todos los enfrentamientos y sacrificios, ya
tenía yo mis tres hijitos dos varones y una niña cuando ya no podíamos llegar ni
nosotras las mujeres a hacerles la comida a nuestros niños ellos lloraban de hambre por
los montes.
Era un veinticuatro de marzo de 1980 cuando se escucha la noticia que Monseñor Oscar
Arnulfo Romero era asesinado por las balas asesinas de los criminales que sin piedad
mataban niños, jóvenes, mujeres embarazadas y ancianos, estos criminales pensaron que
con quitarle la vida a un pastor de la iglesia como Monseñor Romero iban a parar el
movimiento y se equivocaron, ese mismo año del 80 estuvimos refugiados en lugares de
la frontera hondureña como el Portillo de las Cruces, El Chupamiel, Los Filos y la
Cañada, allí comíamos porque siempre no faltaba la voluntad de Dios, hay pueblos que
tienen la buena voluntad que se solidarizan con los más necesitados, pero de allí nos
sacaron las tropas salvadoreñas combinadas con hondureñas a puros roquetazos de
helicópteros, bombas, morteros, granadas y fusilería, una invasión tremenda, salimos
rumbo a Patamera llegando en el 81, todos los días nos invadían con morteros lanzados
desde Nombre de Jesús,1 de la Presa Cinco de Noviembre,1 del puesto que tenían en el
Chupamiel1 y en Nueva Trinidad,1 ese mismo año nos sacan para el cerro llamado
Chichilco allí pasamos seis meses comiendo el corazón de papayo y cabeza de huerta y
flor de Madre Cacao sin sal, no teníamos sal, azúcar, jabón, nada, guindiábamos 6 a
todas horas de la noche pasando el río Sumpul con tanto niño, yo fui una de las que
guindiaba sin tener a quien decirle «ayúdeme por favor» porque mi esposo no podía
ayudarme porque andaba en los campamentos guerrilleros. Después volvemos a
Patamera a pasar otros días allí siempre martirizados por los bombardeos teníamos unas
pequeñas defensas como eran los zanjos de comunicación y los llamados tatús 7 pero no
era sólo eso teníamos que guindiar, el día 28 de marzo del 82 a buenas cinco de la
mañana se empieza aquel gran movimiento de dieciséis helicópteros desembarcando
tropas para El Chupamiel y por todos lados, desde ese momento se le hizo el llamado a
toda la gente para salir rumbo a Santanita 1 de ahí para Los Amates1 pero teníamos que
pasar el río Sumpul, cuando íbamos lo pasamos lentamente, allí dormimos.
5
6
Destacamento Militar Número 1.
Huían, se escapaban.
7
Refugios subterráneos.
El día siguiente fue lo triste, vimos que estábamos rodeados de militares la única salida
que nos habían dejado era el río Sumpul donde ahí vimos correr la sangre de tantos
niños inocentes porque el río estaba de lado a lado y los que logramos pasar corríamos
quebrada arriba quebrada abajo día y noche sin comer pasando encima de los muertos
pero no les teníamos miedo a los muertos sino a los asesinos que andaban muertos de
pensamientos. Yo María Cecilia me tocó guindiar sola con mis tres niños anduvimos
cinco días con toda la gente yo como los dos niños estaban pequeñitos no podíamos más
cuando amaneció el día siguiente nos tenían una emboscada en el río Manaquil que duró
la balacera desde las ocho de la mañana hasta las dos de la tarde ahí sólo Dios con
nosotros y para no alargar más que es mucho más yo salí del monte a los dieciséis días
con los niños casi muertos saliendo de ahí oíamos decir que había un refugio en Mesa
Grande, Honduras, decidimos irnos para allá, ya llevaba mis tres niños y a mi esposo no
lo volví a ver dejándome con el compromiso de criarlos yo sola, yo María Cecilia les he
servido de madre y de padre a nuestros hijos estando acá en Guarjila se incorporaron
mis dos hijos a la guerrilla.
Uno se llamaba Abraham de seudónimo Aníbal de doce años de edad, el otro era
Armando de seudónimo Hernán de dieciséis años de edad. Abraham murió en el 88 y el
otro, Armando, murió en el 90 quedando yo en la gran miseria sin amparo de nadie,
lamento tanto mis dos hijos porque ellos eran todo en la vida mi única esperanza ellos
eran los que iban a trabajar para mantenerme yo no me arrepiento de que ellos haigan
sido combatientes me siento orgullosa, de lo que sí me resiento es que no nos han
tomado en cuenta a las madres que no entramos en la tercera edad en mi caso yo me
siento abandonada y despreciada triste muy triste por no tener quien por mí, bueno
aunque no es sólo esto. Pero esta historia la cuento yo María Cecilia quiero que disculpe
por la mala letra y los errores me despido yo María Cecilia Dubón me llaman Chila y
seudónimo Bilma de 46 años de edad.
Perfil de la autora
«Ahí», y señala uno de los árboles de su patio, «ahí, debajo de ese palo de carao,
sentada en aquella silla vieja, escribí en las hojas de un cuaderno de mi hijo, mi
testimonio». La mañana es tan calurosa como cualquier otra en Guarjila, municipio del
departamento de Chalatenango, El Salvador, y María Cecilia Dubón sigue narrando
mientras pela naranjas. Escribía su testimonio y pensaba: «Quisiera tener la dicha de
que mi historia de vida quede en la historia, que la gente lea la verdad de lo que tanta
gente ha padecido.» Su historia comenzó a pocos kilómetros de esa casa de adobe, tejas
y piso de tierra donde ahora vive. «Nací en el cantón El Sitio, en 1953, y ahí estuve
hasta que me casé a los 18 años.» «¿Enamorada?» Le sorprende la pregunta y ella
sorprende con una sonrisa transparente: «Sí, enamorada. Antes, las muchachas y los
muchachos nos mirábamos cuando los domingos íbamos al mercado de Arcatao. Así
era, ni una palabra, sólo miradas. Yo sentí que Raúl me echó los ojitos y me gustaron
sus ojitos.» Le encanta recordar ese tiempo. «Cuando un muchacho quería casarse con
una muchacha, los padres de él escribían una carta a los padres de ella y el muchacho la
entregaba, envuelta en un pañuelo, a la familia de la mujercita. Tuve tres enamorados
que me pidieron en matrimonio. A los dos primeros les regresé los pañuelos, así era, así
se les decía que no. El tercero fue Raúl y quería casarme con él. Mis padres aceptaron.
Raúl era pobrecito, sólo tenía a su mamá y una casita pero para mí era suficiente.» De
modo que el sí de María Cecilia Dubón a Raúl Orellana fue no devolverle la carta ni el
pañuelo. «Y siempre los conservé… hasta que tuve que salir huyendo de la casa dejando
todas nuestras cositas…» Su mirada regresa al árbol de carao. Sus manos repartiendo
las naranjas, la regresan a esa mañana calurosa: «Vamos, comamos estas naranjas para
refrescarnos.» El cuerpo y el alma.
Concepción Jiménez S.
(Recomendación. Cubana)
Relato inolvidable
Cuando recuerdo estas cosas, aún hoy después de cuarenta años, me resulta difícil,
siento una emoción que no pertenece al pasado, sino que es mi vida misma, la de mi
madre, mis compañeros de lucha, de todos los que nos unimos, cubanas y cubanos para
luchar contra los gobiernos violadores de nuestros derechos que estaban acabando con
los sueños de mi país.
Empecé en esta lucha muy joven, a finales de la década del cuarenta, primero en el
barrio, después en el Instituto de La Habana, hasta que me uní al Directorio
Revolucionario1 en 1956. Cooperé en el Movimiento 26 de Julio aquí en Luyanó. 2 La
rebeldía la heredé de mi madre.
Mi madre, una tabacalera, una brava mujer que guapeaba para ganarse la vida como
despalilladora, con un sueldo miserable. Yo iba con ella a toda manifestación y creo que
desde ahí empecé a sentirme en combate contra la infamia; mi vieja sufrió en su cuerpo
la «porra» machadista que golpeaba a los que participaban en actos públicos y cometía
todo tipo de abusos. Una golpeadura me la llevó a la tumba: en una manifestación de
Los Torcedores3 le lesionaron un pulmón, pero ella no dejó de participar, así mismo
enferma como estaba, hasta que falleció ¡la pobre vieja! Y se me aceleró la rabia contra
los abusos.
1
Organización creada el 24 de febrero de 1956 por los estudiantes universitarios para darle impulso a las
manifestaciones estudiantiles antigubernamentales.
2
Barrio de la ciudad de La Habana perteneciente al actual municipio 10 de Octubre.
3
Asociación que agrupaba a los obreros tabacaleros.
Terminé de criarme con una tía mayor que quería quitarme de la cabeza a toda costa
todo lo que olía a la lucha y oposición. Pero yo seguí en mis trece. Imagínate, «hijo de
gato, caza ratón». Yo tenía
bien claro contra quién luchaba: contra todo lo que consideraba una injusticia y esta
sobraba.
Como estudiante en el Instituto tiraba muebles desde las ventanas. Era nuestra forma
de protestar. El 11 de mayo de 1949, participé en las acciones de repudio popular ante la
ofensa de un marine yanqui. Un desgraciado que, el muy salvaje, se encaramó en los
hombros de la estatua de nuestro Apóstol, José Martí, y la usó como urinario público.
¡Qué vergüenza!
La participación en estas cosas no era fácil. Había que correr, se recibían golpes, al
que se caía le daban patadas en el piso. La policía no creía en nadie. Nosotros, con
nuestra juventud, éramos sus enemigos. La represión era brutal. Dentro de los
estudiantes había grupos reaccionarios que representaban al gobierno. Estos quemaban
documentos oficiales, amenazaban a los profesores y atacaban a los grupos
revolucionarios, que éramos nosotros.
Con el golpe de Estado de Fulgencio Batista, el 10 de marzo de 1952, la economía de
mi casa se hizo más crítica. No tuve otro remedio que dejar el Instituto y ponerme a
trabajar en una casa de huéspedes que estaba en 27 y L, en El Vedado. La dueña se
llamaba Josefa. Yo la ayudaba a hacer todo tipo de trabajo en la casa. Allí vivían
muchos estudiantes, en su mayoría, de Medicina y Derecho que me invitaron a
participar en sus reuniones. Yo acepté contenta y así es como me integré al Directorio
Revolucionario. «Entre col y col», me enamoré. Conocí a Julio, pintor de brocha gorda.
Un hombre humilde, amoroso, que sentía también lo que pasaba en Cuba. Su amor me
ayudó bastante a ser fuerte. Un día nos casamos, hicimos un hogar y la felicidad fue
nuestro amor, el estandarte ante todas las dificultades de la lucha común.
Cuando salí embarazada de mi primer hijo lo sentí como parte de la lucha. La
maternidad me hizo más madura y responsable, me sentí muy comprometida y pensé:
«La realidad de mi hijo no puede ser la mía, la de mi madre, la de otros tantos. Tengo
que seguir luchando.» Y junto con los pañales me propuse tejerle un sueño, una vida
diferente.
Nació mi hijo y seguí en la batalla. Cuidaba de mi hijo, trabajaba en la casa de
huéspedes y seguía en mis actividades en el Directorio Revolucionario. Llevaba
propaganda a distintos lugares, repartía cócteles molotov para sabotajes. Yo
aprovechaba el bulto de ropas que lavaba en la casa para junto con la ropa llevar
propaganda, los explosivos caseros, etcétera. Un día, al salir de la casa de huéspedes, fui
interceptada por el capitán de la tiranía, Martín Pérez, que se encontraba en la puerta del
Hotel Colina,4 esbirro conocido en La Habana por sus abusos, asesinatos. Este tipo
estaba orgulloso de sus fechorías. Cuando lo vi me quedé aterrada, lo confieso. Yo
acababa de entregar en la Escuela de Medicina una cantidad de fósforo vivo terrible. En
tono despótico me dijo:
—Oye, párate ahí.
—¿Es conmigo? —respondí.
Él me contestó violento:
—Sí, contigo misma.
Me registró la jaba y al no encontrar nada me dio una bofetada. Yo le preguntaba que
por qué era eso. Él me tiró al piso de un empujón y allí me dio patadas por todo el
cuerpo. Mis compañeros veían aquello y no se podían meter, pues estábamos alertados.
Si esto ocurría, nadie podía intervenir para evitar señalarse. El esbirro, después de
golpearme, cogió su perseguidora5 y se fue. Yo me quedé tirada en el piso adolorida y
con la boca rota. Sentí una humillación como mujer, como revolucionaria, que me hacía
llorar. No por el dolor, sino por la rabia.
4
5
Hotel de La Habana ubicado en la llamada Colina Universitaria, frente a la Universidad de La Habana.
En Cuba, carros de patrulla que conduce la policía.
De la casa de huéspedes salieron algunos compañeros que ayudaron a levantarme,
lavarme la cara y recuperarme de la golpeadura.
Te cuento que otro día, cuando salimos de la Escuela de Medicina, se formó un
tiroteo. ¡De madre fue aquello! Se armó la de San Quintín, el corre corre. Yo salí
corriendo y un compañero, que ni me acuerdo el nombre, me dice:
—Oye Natividad, ¿estás herida?
Yo buscaba dónde, porque no sentía dolor, pero iba dejando un rastro de sangre.
Después, como a cuatro cuadras, fue que me caí desmayada. Unos compañeros me
recogieron y me curaron de forma clandestina. Aún hoy estoy padeciendo de esa herida.
De puro milagro no me quedé coja.
Todo lo que te cuento iba aparejado a mi papel de la familia. Los trabajos domésticos
y las privaciones. Mi familia nunca, nunca dejó de comer, a pesar de los altibajos de
Julio en su trabajo. Hoy algunas muchachitas dicen que no tienen tiempo de ayudar a
sus hijos con las tareas, leerles cuentos o jugar con ellos: «que si el trabajo», «que si
estoy cansada». ¿Qué diré yo? Pero aunque sea un tiempecito sacaba para darle amor a
mis hijos, pues te digo que después de Raúl tuve a Angelina. Y ahí están ellos: ¡nunca
dejé de atenderlos! Supe sacar entre cócteles molotov, los frijoles, la propaganda y los
pañales, amor para todos. Porque en eso de dar amor, nadie puede como la mujer.
Siempre me mantuve en la lucha, unas veces a rostro descubierto, otras oculta,
huyendo yo sola, otras escondida con mis hijos en casa de familiares. Me mudaba de
casa, tenía que moverme constantemente. Había chivatos, 6 los llamados treinta y tres,
que delataban a los compañeros ante los esbirros de la policía. A muchos vi caer presos,
otros heridos, como el compañero Felo, que le atravesaron la pierna con un disparo,
después lo circularon y nosotros sin poder hacer nada.
Eran tiempos difíciles. No se dormía ni de noche ni de día. Aquí en la ciudad,
teníamos como tareas fundamentales: efectuar sabotajes contra los medios de transporte
y las comunicaciones, recaudar fondos para la lucha insurreccional, recopilar medicinas
para la lucha en la Sierra Maestra,7 distribuir propaganda y reclutar hombres para la
montaña.
6
Delatores que vigilaban a los revolucionarios para informar a la policía. También se les conocía por «treinta y tres
treinta y tres».
7
Importante región montañosa en el oriente del país.
Yo participé en acciones del 13 de marzo de 1957, cuando el Asalto al Palacio
Presidencial. Hicimos un cordón alrededor del lugar, a pesar de que se llevó a cabo por
sorpresa. No cumplió su cometido porque un grupo que debía apoyar esta acción no
concurrió al combate. La situación de los compañeros se tornó insostenible,
francamente, por lo que se retiraron por otro lado. José Antonio Echeverría fue para
Radio Reloj. ¡Ese tipo era valiente de verdad! Anunció la muerte del tirano y después se
dirigió a la Universidad, cuando fue asesinado. ¡Qué dolor! Pero para el pueblo no fue
en vano, pues la acción del 13 de marzo aumentó el odio del pueblo contra la dictadura.
Muchos, desgraciadamente, fueron los compañeros que lucharon y cayeron en la
lucha. Urselia Díaz Báez cayó al explotarle un petardo en el cine América; Aleida
Fernández Chardiet, asesinada por los esbirros del SIM como represalia por haber
intervenido una conversación de Batista con un yanqui y haberla sacado a la luz pública;
las hermanas Lourdes y Cristina Giralt, asesinadas en su propio apartamento.
Mi casa estuvo en acción cuando la huelga revolucionaria del 9 de abril de 1958. Ya
en el 59, al triunfo de la Revolución, estuve apoyando la huelga del 2 de enero, en la
que nosotros los trabajadores tomamos los centros de trabajo y expulsamos a los
dirigentes sindicales reaccionarios. Paralizamos el país. Esto fue importante para el
triunfo de la Revolución.
Por fin veía cumplida una parte de mi sueño: derrocar al gobierno tiránico. Y le digo,
que para nosotras las mujeres cubanas empezó una nueva etapa. Sobreviví a una
pesadilla para enfrentarme a otro sueño: construir la nueva sociedad.
Perfil de la autora
«Mi mundo ha sido el mundo del lápiz y de las cuartillas, la enseñanza a las jóvenes
generaciones», explica en una hoja escrita a mano, con una caligrafía redonda, prolija,
sin duda de docente, Concepción Jiménez. «Nací en La Habana en 1932, en el seno de
una familia proletaria. Soy maestra de profesión y ejercí el magisterio hasta 1998, año
en que me jubilé.» Pero Concepción no jubiló su necesidad de continuar aprendiendo de
los modos de resistencia de otras compañeras latinas y caribeñas, ni la de seguir
escribiendo: «No quise quedar en silencio y, aunque más vieja, quise aportar con un
granito a la memoria de las mujeres de América Latina y El Caribe.» Muchas gracias
chica, querida compañera, por unirte a todas.
Silvina Testa, Silk.
(Recomendación. Argentina. Reside en Cuba)
La rebeldía de Sara
A la memoria de Juan Carlos Silva
«Son miles los sueños», dice el periódico de esta mañana. Y me dejó pensando. Yo diría
que fueron miles los soñadores… Allá y por aquellos años, los sueños y las pesadillas se
mezclaron de una manera tan extraña que hoy uno se pregunta quién estaba dormido y
quién despierto. Yo creo que eso a mí me despertó, mientras a otros los adormecía. Pero
como siempre, de todos los sueños uno termina despertándose, y algunos despertares
duelen mucho más que otros. Esta historia comenzó hace mucho tiempo. Seguramente
yo aún ni había nacido. Dicen que la injusticia es vieja como la humanidad misma.
Todo parece indicar que sí, pero hoy pienso que sus formas cambian y que las locuras
avanzan, crecen y hasta se desbordan. Esta historia que les voy a contar no es mía, o
mejor dicho, no es la mía porque yo era apenas una niña, cuando todo aquello comenzó,
que miraba y me dolía con ese dolor puro-gesto como es el de los niños, callado,
denunciante, memorioso. Pero esta historia también es mía como lo es de toda mi
familia, porque después de lo ocurrido ya nadie volvió a ser como era antes. Todos nos
perdimos un poco, todos nos extraviamos por caminos raros, queriendo encontrarle luz
a las tinieblas y asegurarnos que el amor no se desvanece por los avatares de la historia.
Pero hubo alguien que arriesgó su vida, en cuerpo y alma, alguien con quien la pesadilla
se ensañó particularmente. Alguien a quien la vida la hizo víctima y testigo, dándole
piel y memoria donde marcar sus huellas.
Ella siempre fue así, viviendo la vida como se lo dictara su real deseo, sin importarle
quién quedara en el camino. Según mi mamá y los que la conocen desde niña, ella
siempre fue rebelde. Rebelde… esa palabrita que dice tanto y no dice nada. Me recuerda
una canción que se escuchaba en Argentina por los años 70 y que decía: «Yo soy
rebelde porque el mundo me ha hecho así.» La de ella, mi hermana Sara, es de esas
rebeldías que se expresan naturalmente, que genuinamente se desarrollan en el lugar y
espacio que las genera, como si no existieran vallas para limitarla ni tiempos para
demorarla. De la rebeldía familiar pasó a la escolar y de la escolar a la social. En la casa
sus revueltas eran por un maquillaje antes de tiempo o por un ombligo al aire cuando
apenas alcanzaba los catorce años, aunque también podía contestar pésimamente mal y
hasta le hacía frente al viejo, que por aquellas épocas infundía temor y respeto; o se le
ocurría comprarse ropa, cosméticos y zapatos anotándolo a nombre de mamá y la vieja
tenía que estirar el mango 1 como un chicle para poder pagarlo y sin que el viejo se
enterara. Entonces los castigos paternos iban desde salir con la cara lavada, cambiarse la
ropa y hasta un buen par de cachetadas; en cambio, mamá no le pegaba pero si
brundulaba,2 protestaba horas y días enteros sobre aquellos gastos impulsivos y
desconsiderados. En el colegio de monjas las rebeldías se hicieron colectivas, hacer
entrar los novios por el patio trasero de la escuela, la clásica fumada en el baño, y un
día, la más grave, fue a través de la ventana del aula cuando le preguntaron a un señor si
era de apellido Gallo, y como el hombre les respondió que no, le retrucaron:3 «Perdón,
nos equivocamos de gallinero.» Desde entonces ellas fueron severamente sancionadas y
él se ganó el sobrenombre de «Don Quiquiriquí». Si bien las monjas conocían y
apreciaban a mi familia, no fueron clementes con los castigos, suspensiones múltiples,
sanciones reiteradas, prohibición del viaje de estudio.
1
Término popular para designar al dinero. «Estirar el mango como un chicle.» Expresión familiar para significar que
el dinero es poco y debe hacérsele rendir.
2
Protestar, rezongar de manera verbal y reiterada. Vocablo utilizado en las regiones con fuerte ascendencia italiana.
3
Responder de manera desafiante. Término derivado del juego de cartas llamado truco.
Todo esto que les cuento yo apenas si me acuerdo, pero en mi casa lo contaron tantas
veces que me lo aprendí de memoria. Es como esas anécdotas de la propia infancia, uno
termina sin saber si lo vivió, lo vio en una foto o se lo contaron, pero para el caso es lo
mismo. La rebeldía de Sara siempre fue una de las conversaciones predilectas en las
reuniones familiares; a todos les daba placer agregar algo cuando se hablaba del tema,
además de que aprovechaban y descargaban en ese momento la montaña de palabras
atragantadas que les inflingía tanta revuelta ajena. Ella, la mayor de los cuatro
hermanos, la que se rebeló a todo, desde el mandato paterno hasta del orden social, la
que nos sigue sorprendiendo por sus actos y por su vida, se cayó varias veces y se sigue
levantando tanto como sea necesario. Su otra rebeldía, la que vino después, ya no pudo
ser un tema predilecto ni un motivo de risa, mucho menos de descarga.
Le llegó el tiempo de ir a la universidad. Mi papá no quiso que fuera a estudiar a
Córdoba porque allá había estallado el cordobazo 4 en el 69 y todavía todo seguía
bastante convulso. Además de que en la docta5 estudiaba su novio del pueblo y los
viejos pensaron que no era oportuno que estuvieran los dos en la misma ciudad porque
lo menos que iba a hacer era estudiar y hasta iba a terminar de madre soltera. Entonces
la mandaron muy lejos, a setecientos largos y lejanos kilómetros del pueblo, a una
ciudad tranquila del interior del país donde nunca pasa nada.
4
5
Revuelta popular de obreros y estudiantes acontecida en la ciudad de Córdoba —capital de la provincia argentina
homónima— el 29 de mayo de 1969.
Nombre que se le da a la ciudad de Córdoba por su gran número de doctores (médicos y abogados) debido a la
existencia de la Universidad que data del siglo XVI.
Pero, fue como dicen por allí: «Lo que está pa’ ti no hay quien te lo quite.» Ya verán.
Aterrizó en esa ciudad que era serena como un pueblo grande, aunque en su nombre
llevara la marca de la rebeldía, la ciudad de Resistencia.6 Bella por sus flores y sus
frutos subtropicales, dolida por sus aborígenes desde siempre olvidados, esta capital
norteña se sumó como otras tantas a los movimientos populares de izquierda. Y ella,
Sara, no quedó indiferente a la época que le tocaba vivir. Así fue que cambió los
vestidos de lamé, uno diferente cada sábado, y sus cosméticos de adolescencia por el
poncho rojo y negro 7 y la cara lavada, símbolos de una joven revolucionaria. Estudiaba
en la universidad, trabajaba para mantenerse y militaba. Se había convertido en una
mujer casi perfecta para su tiempo, dejando atrás un pasado de caprichos de hija
malcriada de clase media. El amor ligado a esta nueva identidad no tardó en llegar. Se
enamoró de uno de los dirigentes estudiantiles. El también tenía el perfil perfecto:
estudiante de ingeniería, inteligente, políticamente formado, descendiente de indígenas;
no era bello pero sí apuesto. Cuando íbamos a visitarla a aquella ciudad, era para mí ir
al encuentro de todo lo que mi pueblo gringo 8 y excesivamente llano no me daba. Yo
soñaba, a través de su historia, con una vida de estudiante en la ciudad, con miles de
amigos con quienes hablar de «cosas importantes» y, por supuesto, con un gran amor.
Pero los tiempos comenzaron a ponerse hostiles, el gobierno civil en sus últimos tramos
dio espacio para la existencia de una siniestra organización de odio y exterminio, la
tristemente famosa AAA.9 Y se acabó el cuento de hadas para empezar la historia del
horror. Sara tuvo que dejar Resistencia para poder resistir. De allí se fue a Formosa 10 y
de Formosa a Santa Fe.11 Todo cambiaba vertiginosamente… las ciudades, su propia
imagen, los amigos, la identidad. Para sobrevivir ya no se podía ser el mismo, había que
ser otro. Y Sara pasó a ser Nana y el Indio fue Ignacio. Día a día se iban enterando de la
desaparición de tal, del arresto de cual, de la muerte de aquel otro. Pero ellos seguían la
lucha, clandestina y convencida, cada vez más riesgosa.
6
Capital de la norteña provincia del Chaco.
Prenda típica de la norteña provincia de Salta, tejida con lanas en telar. Originalmente fue utilizada por las
montoneras del general Martín Güemes en las batallas de comienzos del siglo XIX.
8
Apelativo familiar que se utiliza para designar a los descendientes de italianos en Argentina.
9
Siglas de la llamada Alianza Anticomunista Argentina, organización paramilitar.
10
Capital de la provincia homónima.
11
Capital de la provincia homónima.
7
De dos pasaron a ser tres, Nana quedó embarazada. El mundo se le abría y se le cerraba
a la vez. La vida le seguía imponiendo retos. Aquella bellísima mestiza, mezcla de
sangre indígena con la italiana del nuevo mundo, abrió los ojos en el preciso instante
que su padre estaba reunido con los obreros del frigorífico 12 que amenazaban con cerrar.
Y en la maternidad no hubo nadie más que ella, recién nacida y sin derecho a una
inscripción legal, y su madre, recién parida, clandestina y con documentos falsos. Pero
no tan lejos de allí, éramos unos cuantos, muchos, que esperábamos con temor y gozo
su llegada. Cuando llegó la noticia a la casa, mi alegría fue gigantesca, ella y yo éramos
casi hermanas gemelas del día de nacimiento, apenas nos separaban doce años y unas
pocas horas. Me sentí menos sola.
12
Lugar donde se faena a los animales, principalmente vacas y caballos, cuya carne luego es vendida para el consumo
humano.
La clandestinidad es un camino difícil y las emboscadas de aquellos criminales
acechaban en cada esquina. Nana le pidió a mis padres que buscaran a la niña y se la
llevaran por dos semanas al pueblo, para poder escapar de Santa Fe y perderse en el
gigantesco Buenos Aires. La pequeña llegó a la casa con unos cuatro meses de edad,
toda vestidita de rosa. Cuando los viejos entraron por el pasillo, mamá la traía en los
brazos, papá venía detrás. Los tres hermanos estábamos almorzando; fue extraño ese
momento. Hubo silencios, miradas, regocijo por saberla viva. Papá se calmó de sus
cóleras, mamá estaba feliz por ese pedacito de su hija en su regazo. Era la vida entre
tanta confusión, era el amor por sobre todo el resto. La niña estaba como su madre,
clandestina y con identidad falsa, «era la hija de una prima que debía hacerse operar y
se quedaría por poco tiempo». Pero la niña se enfermó y hubo que traer al médico.
Llamamos a una doctora joven que recién llegaba al pueblo, a ella se le podía mentir…
«Diagnóstico: angina roja, hay que darle medicamentos… ¿Cómo se llama la criatura?»
Todos nos miramos, ella no tenía nombre. Mamá saltó muy rápido, «Catalina Pérez»,
respondió. Catalina se parecía a su verdadero nombre, Carolina, y Pérez hay millones en
mi país. Nunca nadie la llamó Catalina, ella fue siempre en el pueblo Lila, como la
bautizó su abuelo. En los pueblos las indiscreciones duelen duro. Recuerdo aquel día
que iba caminando con una amiga de la escuela, y el viejo Lagos, el bicicletero sucio y
roñoso, me paró en la calle para preguntarme si yo era la hermana de la guerrillera. O
aquella otra vieja, la que tenía la tienda a la vuelta de la Iglesia y que se le salían los
dientes postizos cuando hablaba, que me señaló como la hermana de la terrorista.
Llegué llorando a la casa. Ellos no imaginaban el alcance de sus palabras. Las malas
lenguas pueblerinas pueden traer consecuencias aún peores, como lo que hizo Raquel.
Raquel había visto a Sara en Santa Fe caminando con su niña, y ella, que nunca llamaba
a su madre, esta vez la llamó para contarle el chisme. Y fue reguero de pólvora, y llegó
a oídos de la Policía Federal de la provincia. No tardaron en allanar nuestra casa.
Llegaron de madrugada. Eran cientos; entraron con violencia. Ellos no saben hacer las
cosas de otro modo. Había policías en cada rincón de la casa. Nos sacaron de la cama,
nos pusieron contra la pared. A Lila, que dormía en su cuna apaciblemente, le pusieron
una pistola en la cabeza, con sus cuatro meses de vida ella era la rehén. Papá pidió
hablar con el que dirigía la operación. Lo llevó a su oficina, al cruzar el pasillo, el
mismo por el que había entrado con mamá y Lila quince días antes. Había decenas de
policías apuntándole. El viejo estuvo astuto, les negoció con la mentira. Empezó por
confirmarles lo que ellos ya sabían: que Lila era hija de Sara y el Indio, era verdad.
Luego les dijo que se la habían entregado unos desconocidos en un cruce de rutas y que
él estaba dispuesto a colaborar con la policía, es decir, que cuando supiera de su hija y
su yerno se los entregaría. Y ellos se fueron, y nos dejaron la angustia y el miedo, pero
estábamos vivos.
Nana e Ignacio ya no tenían casa. El desmantelamiento era feroz, en toda la ciudad
quedaba un sólo foco de militantes. Se preparaban para huir a Buenos Aires. La última
noche en Santa Fe durmieron en casa de los Bartolli, los padrinos de Carolina. Era una
casa antigua, de esas que las habitaciones se alinean una detrás de la otra, muy larga y
angosta. Nana e Ignacio dormían en el último cuarto. En la madrugada, la hora que los
militares preferían para sorprender a la gente, llegó el allanamiento. Ignacio lo escuchó
y despertó a Nana; huyeron por el patio. La casa colindaba con las vías del ferrocarril.
Corrieron entre los rieles en la oscuridad mientras escuchaban los gritos de la familia
Bartolli. No quedó nadie, a todos los mataron. Nana tenía mucho miedo, lloraba, sentía
que perdía sangre, le faltaba el aire, estaba asustada, sus pasos eran cada vez más lentos.
Ya no tenía fuerzas para seguir. El Indio le suplicó que corriera, pero ella desfallecía a
cada paso. Él le impuso la resistencia: «O corrés o tendré que matarte», le gritó
apuntándole con una pistola. La muerte acechaba por todas partes. Llegaron como
pudieron a una ciudad cercana, a la ciudad de Esperanza. 13 La esperanza se les tendía a
los pies: fueron los únicos sobrevivientes del último allanamiento en Santa Fe.
Buenos Aires les trajo aires buenos, mejores que los vividos en los últimos meses. Con
sus diez millones de habitantes, la ciudad les ofrecía un lugar más propicio para la
clandestinidad y el anonimato. Pasaron los años, creo que fueron dos o tres, no más. El
país vivía bajo una dictadura militar sangrienta, pero una tensa calma reinaba en las
ciudades. No se recomendaba andar de noche por las calles; tampoco sin documentos.
Nana volvió poco a poco a su verdadero nombre, encontró un trabajo, alquiló un
departamento. El Indio siguió militando, nunca se desenganchó; con cautela y
perseverancia seguía su meta. Él venía al pueblo dos veces al mes a visitar a su hija.
Llegaba de incógnito en el ómnibus de la mañana temprano y se iba para la casa del
abuelo. El Nono 14 fue un cómplice maravilloso, no entendía demasiado pero sabía que
tenía que cubrir. Lo esperaba con mate15 y una copita de caña Legui. 16 Según él, curaba
todos los males. En esos años, no sólo Lila esperaba la visita de su papá con ansias, yo
también. Él fue quien me abrió los ojos en mi adolescencia, quien escuchaba mis
conflictos de los quince años, quien me reconocía en mi verdadero sentir. Él también era
mi padre. Con Lila éramos doblemente hermanas. Cuando me tocó mi turno de ir a la
Universidad, allá conocí a mi primer amor. Un día le dije: «Vos sos como él.» A lo que
respondió: «Sólo llevamos el mismo nombre y las mismas ideas, pero no más que eso.»
Y era cierto, pero a mí no me importaba, él era como el otro. Sara venía menos, una vez
cada dos meses. Venía en otro ómnibus, por otra ruta. Para que no hubiera gente del
pueblo que pudiera reconocerla. Papá iba a buscarla. Venía escondida en la parte de
atrás del auto. Cuando ella llegaba toda la casa se cerraba y nadie que no fuera de la
familia podía entrar. La clandestinidad se hacía familiar en la propia casa.
13
Ciudad de la provincia de Santa Fe.
Abuelo, derivado del italiano.
15
Bebida típica de Argentina, Paraguay, Uruguay, sur de Brasil y Chile, preparada a base de una planta, yerba mate, y
agua caliente, que se bebe con una bombilla metálica en una pequeña calabaza vaciada.
16
Licor muy dulce que toman principalmente las personas mayores, su nombre se debe al famoso jockey argentino
Leguizamo.
14
El tiempo había transcurrido. Ya la dictadura llevaba cuatro años en el poder. La Cruz
Roja y Amnistía Internacional habían visitado las cárceles y centros de detención
clandestina del país y habían hecho públicas sus declaraciones. Las esperanzas crecían.
Sara llevaba una vida tranquila en Buenos Aires. El Indio continuaba con su militancia,
un tiempo en el país, un tiempo en el extranjero. Lila seguía viviendo con nosotros en el
pueblo. Los viejos le propusieron a Sara unas vacaciones en Mar del Plata, así ella podía
pasar unos días con su hija. Al regresar, el viejo siguió para el pueblo y mamá a Buenos
Aires con Sara y Lila, para que las vacaciones se le prolonguen un poquito más. A los
tres días de haber llegado, una mañana llaman por el portero eléctrico. 17 Era Enrique.
Mamá se alegra con su visita y lo hace subir. Al abrirle la puerta del departamento se
encuentra con que él no estaba solo. Enrique había sido detenido la noche anterior en un
bar de Buenos Aires por no llevar documentos y, cuando lo hicieron hablar, él cantó. 18
La única persona que conocía con un pasado militante era Sara, y ahora venían a
buscarla. Esperaron por ella, le arrancaron a Lila de los brazos y se la llevaron. Gritó
con toda su fuerza que le entregaran la niña a su madre. Mamá pasó todo aquel día con
tres parapoliciales en el pequeño departamento de la calle Junín. Eran los mismos que le
habían traído a Lila. Por la noche se fueron diciéndole que su hija había sido retenida
por toxicómana. Mamá llamó a uno de los pocos amigos que Sara tenía en Buenos
Aires, que por suerte era abogado. La buscaron por todas las comisarías. No estaba en
ninguna. Al día siguiente la llaman por teléfono. Era uno de los del día anterior: «Su
hija estará demorada por algunos días. Si quiere puede mandarle ropa y productos de
higiene. Pasaré a recogerlos más tarde.» Mamá regresó al pueblo con Lila y la angustia
a cuestas. Nadie entendía qué había pasado aquel viernes 13 de noviembre, que por
cierto, no tiene su mala reputación en vano. Sara estaba secuestrada en la ESMA, 19 allí
donde habían masacrado a tantos miles y miles de argentinos. Al mes recibimos un
llamado. «Estamos en Las Rosas, a ochenta kilómetros del pueblo. Vamos para allá.
Llevamos a su hija. Cierren toda la casa y abran el portón que da sobre la calle
Urquiza.» Recuerdo que venía de la escuela en mi motito, cuando veo a papá parado en
medio de la calle con los brazos en alto y haciéndome señas de que entrara a la casa
urgente. Todo estaba cerrado. Yo seguía sin entender, aunque a mis quince años
entendía mucho más que otros. Llegaron al rato. Venían Claudio y otro, que no recuerdo
su nombre, trayendo a Sara. Ella venía con la consigna expresa de no hablar con nadie
sobre lo que había vivido en el último mes. La traían porque venían a «blanquear»20 su
expediente de Santa Fe. Esa noche Sara no podía dormir; yo tampoco. Creo que nadie
durmió. Me hizo un gesto en silencio y yo comprendí que debía seguirla. Fuimos en
puntas de pie hasta la galería. Cuando llegamos, ella se levantó el camisón y me mostró
su vientre. Tenía infinitas lastimaduras. Después sus muñecas y sus pies; traían la traza
de las sogas que amarraron sus miembros. Le pregunté qué era. Me dijo llorando: «La
tortura. ¿Ves? Esto es de la picana eléctrica y esto otro de estar atada días y días a una
pared.» Nunca pude olvidar ese momento. Me parece verla, ella, esbelta y bella como se
lo regaló la naturaleza, y el dolor que no sabía por qué espacio de su cuerpo gritar. Ya
hacía mucho tiempo que no tenía fuerzas para la rebeldía.
17
Llamador eléctrico que se utiliza en los edificios de propiedad horizontal.
Denunció, delató, en lenguaje familiar.
19
Siglas de la Escuela Superior de Mecánica de la Armada, donde funcionó un campo de concentración durante la
última dictadura militar (1976-1983).
20
Limpiar, aclarar, volver las cosas a punto cero, en lenguaje familiar.
18
En el año de 1980 el gobierno lanzó un programa escolar donde invitaba, entre otras
actividades, a que los estudiantes rindieran homenaje a las grandes figuras de las
Fuerzas Armadas Argentinas. Entre las veinte estudiantes de mi clase, las monjas me
solicitaron a mí para que diera una clase especial. Se trataba del aniversario de la muerte
de un alto oficial del ejército, Juan Carlos Aramburu. Se responsabilizaba a los
Montoneros21 de dicha acción. La perversidad del sistema se ensañaba con todos los
miembros de la familia. Sara estaba siendo torturada en Buenos Aires al mismo tiempo
que en el pueblo me obligaban a hablar bien de sus torturadores.
En los cinco meses que Sara estuvo secuestrada, la trajeron varias veces de visita. Por
supuesto, siempre con algún torturador que la acompañara. El viaje más patético fue el
del Año Nuevo. No le recomiendo a nadie empezar el año con dos torturadores a su
mesa y en el patio de su propia casa. A las doce de la noche brindamos con sidra…
¿Qué se podía festejar? Nada, sino la resistencia con el enemigo adentro, y desear que
se murieran pronto todos esos asesinos. La burla era tan grande que nos trajeron regalos
y dulces y bebidas los mismos que torturaban a mi hermana día y noche en la ESMA.
¿Cómo no indigestarse con tanta mierda? Después era Marcelo 22 quien la traía, su
«responsable». Las fuerzas paramilitares de represión habían desarrollado un macabro
sistema de tutores en el que cada secuestrado tenía el suyo. Yo no sé bien para qué
servían, pero Marcelo fue un poco confuso con Sara. Sacaba a sus «pupilos» a comer
pizza a la medianoche; les traía libros de los que secuestraban en los allanamientos. Nos
dio su nombre verdadero y su dirección23 para que le escribiéramos a Sara; la llevaba al
pueblo uno o dos fines de semana al mes. Se convirtió en parte de la familia porque sin
él no podíamos tener a Sara con nosotros. Llegó a hacer cosas increíbles, como ir al
casino de Paraná a jugar con Sara, mi hermano y su mujer y dejarnos su auto para
pasear por el pueblo, un Dodge verde que tenía un pedal suplementario (era para
disparar a las gomas de otros autos en algún atentado). Le gustaba la casata brasileña,
un postre exquisito que mamá preparaba. Se llevó la receta.
21
Organización político-militar de izquierda que existió en Argentina en las décadas del 70 y el 80.
Era el nombre clandestino utilizado para las tareas parapoliciales en la ESMA. También lo llamaban Sérpico y el
Mellizo, por su parecido con Alfredo Astiz, otro militar represor.
23
Su nombre verdadero es Ricardo Miguel Cavallo y su dirección particular: Aranguren 486 9º A, Capital Federal.
[Ricardo Miguel Cavallo, ex oficial del campo de concentración de la Escuela de Mecánica de la Armada de Buenos
Aires, fue arrestado en México el 24 de agosto de 2000 y puesto a disposición de la justicia española por la acción del
juez español Baltasar Garzón. El juez lo acusa de «genocidio, terrorismo desarrollado por medio de secuestro, toma
de rehenes, seguida de desapariciones y torturas». (Nota de las editoras de la edición salvadoreña.)]
22
A Sara la secuestraron por delación, aunque ellos no sabían exactamente a quién se
habían llevado. Pero cuando pidieron información a otras provincias supieron quien era.
«¡Así que vos sos Nana y tu marido Ignacio, los dos que se nos escaparon de Santa
Fe…! Vos ya no nos interesás, pero Ignacio sí. Te vamos a guardar hasta que lo
encontremos a él. Vos nos vas a ayudar.» Le pidieron que escribiera una carta para
hacerlo venir del extranjero. Ella resistía, no aceptaba. Mamá ya le había escrito al Indio
para contarle lo que había pasado y para que no se acercara a la casa ni llamara por
teléfono porque estaban intervenidos. Como las torturas eran cada vez peores, ella
aceptó redactar la carta diciéndose que la escribiría de tal modo que él comprendería lo
que estaba aconteciendo. Lo hizo, pero no se la aceptaron y se la devolvieron junto con
la de mamá… «Ya no te necesitamos.» Su rebeldía no le alcanzaba para salvar a su
compañero.
Sara recobró su libertad el 25 de marzo de 1981. Ese mismo día el Indio cumpliría 33
años.
Perfil de la autora
«Si bien me doy a la tarea de la escritura desde hace ya cierto tiempo, nunca he
publicado y es la primera vez que participo en un certamen literario», nos cuenta Silvina
María Cecilia Testa, quien nació en el pueblo de San Jorge, provincia de Santa Fe,
Argentina, el 20 de abril de 1964. A los diecisiete años se trasladó a otra provincia,
Córdoba, donde ingresó a la Universidad Nacional de Córdoba y cinco años más tarde
obtenía su licenciatura en Psicología. Allí permaneció dos años más trabajando en una
escuela para niños(as) con serios trastornos de personalidad. En agosto de 1989 se
trasladó a París, donde permaneció durante diez años desempeñándose como psicóloga
y estudiando etnología. «Desde 1996 ya no ejerzo mi profesión, sino que me dedico
completamente al oficio que me apasiona: la etnología o antropología cultural. A
principios de 1998 viajé a La Habana, Cuba, ciudad donde resido y avanzo en mi
trabajo de campo para mi tesis de doctorado en etnología. Colaboré con el Centro de
Estudios del Caribe de Casa de las Américas y actualmente soy investigadoradoctorante del equipo «Mujeres Caribeñas e Instituciones» —coordinado desde la
Universidad de Antillas y Guayana de Martinica—, donde llevamos adelante una
investigación comparada sobre «Mujeres y violencia en el Caribe». Y un día de tantos
supo del certamen de la propuesta-sueño, se sentó frente a la computadora y lo que
redactó nada tuvo que ver con sus investigaciones: era la primera vez, no sólo que
participaba de un concurso, sino que escribía esa historia. Lo que ella ni nadie sabía
ocurrió meses después, cuando detuvieron en México, a instancias del juez español
Baltasar Garzón, a quien fue el torturador de su hermana: Ricardo Miguel Cavallo. En
respuesta al pedido del juez, Silvina Testa prestó su declaración. Pero, además, presentó
como prueba, y desde luego le fue aceptado, su testimonio. El texto literario tuvo así
una derivación insospechada: se constituyó en evidencia ante un tribunal de justicia.

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