“DESTINO” Virgilio Profundos, llenos de dulzura y picardía, dos ojos

Transcripción

“DESTINO” Virgilio Profundos, llenos de dulzura y picardía, dos ojos
“DESTINO”
Virgilio
Profundos, llenos de dulzura y picardía, dos ojos lo observaban. Un perro atorrante de tamaño de
mediano y lleno de pulgas que, como casi todos los perros de las islas era marrón como el agua, lo
acompañaba. Sentado en el sucio pajonal, juan era un extraño para si mismo. Los zapatos hundidos
en el barro y el guardapolvo quien sabe donde. Sostenía la cabeza con sus manos que la
aprisionaban con fuerza, dolor y rabia. La mirada se perdía en el juncal de la otra orilla. El lento y
manso lujan se había llevado el tiempo.
Un biguá vino de alguna parte y lo saco de su propio rio interior, la mirada del perro lo tranquilizó
y las imágenes comenzaron a danzar. Tristes y dolorosos recuerdos de su infancia, con las
interminables y violentas peleas entre sus padres y la extrema pobreza de su hogar, si éso era un
hogar.
Fue un niño pálido, enfermizo, retraído y triste. El poco dinero que traía el padre no alcanzaba para
lo elemental, y el resto lo perdía en el viejo bodegón de la calle navarro, con sus paredes de dudoso
color, viejas sillas y mesas de madera, en las que alternaban en piadosa penumbra las carreras de
caballo, ennegrecidos naipes gastados por miles de manos entreveradas en un truco, en ocasiones
violento y los infaltables vasos de vino barato. Juan se avergonzaba cuando urgido por la madre iba
a rescatarlo de esa magia orillera y compadrita, y lo traía a la casa entre vahos de alcohol y
tropezones.
Pero Juan tenia un refugio, la vieja radio siempre unida a las históricas radio Municipal y del
Estado. Pasaba horas acurrucado al lado de la misma con el oído pegado al parlante y el mínimo de
volumen, porque el encargado del conventillo se enojaba por el gasto de electricidad. Descubrió así
la majestuosa grandeza de Beethoven, la perfección clásica de Mozart, el romanticismo
aparentemente alegre y despreocupado, pero con un profundo sentido trágico de Tchaikovski, la
policromía de Rimsky Korsacov y el mágico vuelo, intemporal y etéreo de Ravel y Debussy.
Su otro refugio era Virgilio, con su canto pleno de horizontes infinitos. Solía sentarse frente al
busto del poeta en los jardines de la Facultad de Agronomía, cerca de la estación del Lacroze a leer
y soñar...
Por ese tiempo comenzó a trabajar y lo hizo con responsabilidad, lo que unido al candor y la
sencillez de su trato le brindo el aprecio y confianza de sus superiores. Progresó y llegó a ganar más
dinero que su padre, dándoselo totalmente a la madre. Pudo así iniciar estudios secundarios en el
turno de la noche del Nacional Sarmiento y por fin, en unos años, la Facultad de Medicina
Recordó su primer trabajo práctico cuando el ayudante, ubicó en la mesa de mármol varios huesos
humanos, y días después un brazo resecado por el formol, que hizo huir a las chicas a lugares
posteriores. No le fue difícil la carrera, era obsesivo en sus estudios. Se sentía ya médico en
Semiología, materia que lo puso en contacto por primera vez con ese ser complejo, triste y asustado
que es el paciente. Sus diagnósticos eran rápidos y definitivos pero con el tiempo y experiencia se
transformaron en serenos, meditados, y muchas veces dudosos, siempre abiertos a las
modificaciones que le imponía la misteriosa y cambiante naturaleza humana.
Era un buen clínico y excelente ayudante de cátedra, pero en lo mas profundo de sus entrañas
arrastraba una culpa que ahora frente al río lo estaba destruyendo sin piedad. Se preguntaba que
hubiera pasado si en lugar de rodearse de diplomas y títulos a manera de defensas, se hubiese
acercado más al padre , tratando de comprenderlo y así poder expresarle sin miedo todo el amor que
por el sentía...
El padre a veces no volvía a la casa por varios días, y ni los amigos del bodegón sabían donde
estaba.
Hacia el oeste un elusivo sol se escondía en la tarde de la ciudad, ornando los pisos altos de la
facultad con una vacilante corona roja, robada a veces por una rezagada nube. Estas huían
deshilachadas por el fuerte pampero que corría desbocado desde la mañana.
Juan estaciono donde pudo su 600 y afronto la fría tarde invernal. Caminó por Junín encarando el
corredor que se forma en la calle Paraguay, donde la gigantesca mole de la facultad y el viejo
Hospital de Clínicas, encajonaba al viento arrojándolo con furia hacia el puerto.
Pronto estuvo en la cátedra donde iba a realizar un trabajo. Sus alumnos lo saludaron con el cariño
que había sabido ganarse por la dedicación y amistad que les brindaba.
Repentinamente un estallido de violenta locura se apoderó de Juan, él que salió corriendo de la
clase ante el asombro paralizante de los estudiantes.
El 600 corría velozmente por Libertador hacia el Norte. Juan se aferraba al volante sin tener noción
de lo que ocurría a su alrededor. Al llegar al Tigre, cruzó el puente de madera sobre el Reconquista,
en un infernal ruido de tablas sueltas. Con furia incontenible atravesó las zonas de los astilleros,
tomando luego un camino de tierra en dirección al Lujan. El barro lo atrapó. La lluvia de la pasada
noche había transformado la calle en un lodazal. No supo cuanto tiempo estuvo en el coche,
hundido de costado en un zanjón salió con dificultad del mismo, que resoplaba vapor y humo con
fuerte olor a quemado. Camino como pudo hasta llegar al rio... un perro ladraba.
La costa despertó con las primeras luces del alba y sus colores comenzaron a vibrar en una creciente
sinfonía de ocres, amarillos y verdes invernales. El pescador dirigía la canoa alejándose de la farola
de San Isidro y vió lo que quedaba de juan, entre unas ramas y camalotes... La prefectura se hizo
cargo.
En la mesa de disección estaba, demacrado, con manchas azules, los ojos desorbitados, perdidos en
el ultimo horror, con un hilo de sangre coagulada dibujando un río muerto salido de su boca... había
encontrado a su padre.

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