Filosofia del movimiento olímpico

Transcripción

Filosofia del movimiento olímpico
FILOSOFIA DEL MOVIMIENTO OLÍMPICO
Filosofía del Movimiento Olímpico: filosofía y fuerza fí­
sica podrían parecer, a primera vista, un emparejamiento
forzado, una «contaminatio», como ocurre cuando se quiere
hacer coexistir dos objetos totalmente distintos, formar un
elemento homogéneo con dos elementos heterogéneos: la
filosofía es una ciencia del pensamiento, eminentemente teó­
rica, mientras que los Juegos Olímpicos, impregnados de su
originaria religiosidad y ennoblecidos por ella, se presentan
como una manifestación física tangible del «soma».
No obstante, la ligereza de semejante juicio no se le puede
escapar a nadie, por el hecho mismo de que un sistema fi­
losófico completo no puede dejar de lado el estudio de las
actividades prácticas del hombre, materia de importancia
fundamental que permite o niega al hombre un modo de
vivir particular: el vivir en el sentido evolutivo.
El deporte y, con un alcance profundamente vital, el
Movimiento Olímpico, alcanzan la cumbre de la filosofía bajo
la égida de la Etica, o son, más bien, la Etica misma en ac­
ción antes de serlo en doctrina.
El deporte está vinculado también con todos los demás
aspectos de la filosofía de los que no puede hacer, de nin­
gún modo, caso omiso. En realidad, la gimnástica es una
estética admirable, lo mismo que cualquier otra acción at­
lética en la que el estilo, y por lo tanto la perfección técnica
y moral del esfuerzo, tiene una importancia fundamental.
El dinamismo de la acción, que tiene su origen en una con­
fases ordenadas y, lógicamente, se acaba con un máximo X
dición de salud física y moral del individuo, es lógico, rigu­
roso e inexorable. Se desarrolla según una preparación a las
de rendimiento psicofísico. Deben realizar un estudio psi­
cológico profundo tanto el «paidotriba» como el «paideu­
ma», es decir, en primer lugar, el maestro que, en el caso
específico de palestra, con fines olímpicos, debe ser un in­
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SISTO FAVRE
vestigador riguroso, y, en segundo lugar, el alumno, que
debe ser un autocrítico vigilante y clarividente de su vida
íntima y de su propio temperamento, si desea alcanzar el
grado olímpico.
Podemos ahora recurrir a la «gnoseología» (Baumgarten,
Berlín, 1714-Frankfort, 1762), doctrina del conocimiento en
sus distinciones de «estesiología», «neología», «epistemología»,
que reconocía en la estética la doctrina del arte («aesthetica
est scientia cognitionis sensitivae») y que ha tenido tanta
influencia en la filosofía del arte posterior (el arte es movi­
miento olímpico por excelencia). La «gnoseología» tiene tam­
bién notorias relaciones con el movimiento olímpico y su
filosofía exaltadora.
No obstante, los Juegos Olímpicos y todos los Juegos aná­
logos que constituyen lo que se llama Movimiento Olímpico,
de tanta actualidad hoy día como en la antigüedad, son «Eti­
ca» ante todo y por encima de todo. El presente estudio
podría tener como título «Etica del Movimiento Olímpico».
Ya desde sus orígenes, expuestos e interpretados de for­
mas diversas según una protohistoria que, hasta hace poco
tiempo estaba impregnada de mito, los Juegos Olímpicos
aparecían como una manifestación religiofísica, es decir
como una asociación —una simbiosis, diríamos— de las fa­
cultades naturales y espirituales del hombre.
Los Juegos han nacido, pues, con la obligación de doble­
gar la fuerza bruta, permitiendo al mismo tiempo la expan­
sión y sublimación hacia unos fines nobles fijados por el
espíritu. Las Olimpíadas y los demás Juegos tienen, por
todas estas razones, el aspecto de festividades religiosas, de
verdadero acto propiciatorio de agradecimiento y devoción
hacia los dioses que han otorgado salud y perfección física,
o, más bien, que han revelado al hombre que, gracias a los
juegos y al entrenamiento asiduo y purificador, puede al­
canzar esta salud y perfección que le aportan serenidad del
alma, elevación del espíritu, sabiduría, conocimiento de sí
mismo y de las cosas: la «filosofía». Casi podríamos decir
que la filosofía, el arte, la poesía, la cultura aparecen a con­
tinuación y como consecuencia de los Juegos y del ejercicio
realizado para desarrollar la capacidad.
Entonces, si filosofar es la suprema experiencia espiri­
tual del hombre (véase Sócrates y Platón), filosofar sobre
el deporte es la cúspide sobre la cúspide, y aún más cuando
se filosofa sobre el Movimiento Olímpico, que es la esencia
del deporte.
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¿Quién ha nacido primero? ¿El deporte o la filosofía?
Creo que se puede responder a esta pregunta hipotética: el
deporte es el que primero ha nacido, sobre todo en la anti­
cua Olimpia homérica, aquella en la que Néstor (aproximada­
mente 1.400 años a. C), joven y muy probablemente futuro
participante en el sitio de Troya, ganaba las carreras de
carros y realizaba proezas diversas.
No se encuentra, en esta época, ningún indicio de filo­
sofía, sino simplemente indicios de aedos, vates, reyes-sacer­
dotes, amawones, casandras. De Egipto, Creta, Eufrates, se
han trasmitido nombres insignes de reyes-sacerdotes y con­
dottieri, mediante mensajes del arte y enseñanzas bélico­
gimnásticas, en una figuración ya perfeccionada y en las
primeras escrituras. Pero no tenemos ningunas informacio­
nes acerca de la filosofía inherente al Movimiento Olímpico
orgánico y organizado.
El gran mensaje, a este respecto, nos viene de la institu­
ción protohistórica de los Juegos Olímpicos por Heracles.
Este se considera como hijo directo de Zeus, a causa de su
fuerza inaudita y también de su ciencia, indiscutiblemente
probada por varios de sus Doce Trabajos. La limpieza de
las cuadras de Augías y la fertilización del valle de Lerna
son obras de un gran ingenio hidráulico y de drenaje higié­
nico y social.
¿Pero a qué escuela iba el hijo de Zeus y de Alcmena?
¿Existía ya entonces una escuela? Había sido formado en
la de Quirón, que tenía realmente su propia y verdadera es­
cuela, de la que salieron otros héroes y semidioses de la
época. Quirón, el Centauro, enseñaba canto, música, letras,
gimnasia y equitación; pero ¿cómo podía existir un indivi­
duo tan revolucionado en un pueblo como el de los Centau­
ros que es, según el mito, bárbaro, bestial y raptor de
mujeres?
Esto constituye una incógnita que ni siquiera consiguió
resolver el laborioso Robert Graves (Los Mitos Griegos,
Longanesi), intrépido explorador de los mitos más abstru­
sos. Queda todavía mucho por descubrir y sacar a la luz, en
este olvidado mundo de los Centauros, del que el frontón
del Templo de Zeus, en Olimpia, nos ofrece solamente algu­
nos dramáticos episodios relacionados con la tentativa de
rapto en las bodas del rey de los Lapitas, Piritoo, que acabó
con la derrota de los Centauros, frente a la superioridad,
como gimnastas y pugilistas, de los héroes griegos, pese a
encontrarse desarmados. Personalmente, renuncio, de mo­
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mento, a investigar sobre la personalidad de Quirón y el
ambiente legendario que representa. Me limito a Heracles.
Para mí, la filosofía nace con él, mucho antes de los
Siete Sabios (según la tradición: Tales, Pitaco, Bias, Solón,
Cleóbulo, Kilón, Mison), operando y elaborando en el siglo
vi a. C, aproximadamente, antes de Platón y de Aristóte­
les; además, la llanura de Olimpia, salvaje pero ya deporti­
va, y los Juegos Olímpicos instituidos por Heracles y
perfeccionados por el heráclita Ifito, existían ya varios siglos
antes que la Academia.
¿Entonces? ¿Había la filosofía precedido y suscitado los
primeros deportes, los Juegos Olímpicos y el Movimiento
Olímpico de tan divina esencia?
No. Porque precisamente con Heracles, cuya fuerza físi­
ca era sobrehumana, seguramente por origen divino, por
intuición o tal vez revelación de un Dios desconocido, pero
inmanente, nació la filosofía de la fuerza. Una fueza virtuo­
sa, si consideramos los Doce Trabajos y tantas y tantas
empresas caballerescas y heroicas.
Y para Heracles no fue más que una consecuencia lógica
de deducir las enseñanzas, reflexiones, postulados y normas
de la fuerza virtuosa, útil al prójimo; de instituir una filo­
sofía aplicable al ejercicio físico bajo la protección de su
padre Zeus y de su religión. Eminente tesmoteta, Heracles,
precursor de Platón, es, pues, epónimo de una civilización
calificada hoy todavía de olímpica y que siempre deberá
llevar grabado el cuño olímpico.
La mirada serena y bondadosa de Zeus, expresada en su
augusta fisonomía coronada por una cabellera y realzada
por una barba con hilos astrales abundantemente ondula­
dos, esta mirada radiante que comunica luz, amor y con­
fianza al género humano, inicia, alienta, impulsa a los hom­
bres hacia la agonística olímpica, enseña y propone a los
hombres fuertes que saben multiplicar y utilizar su fuerza
para un noble servicio social. Esta expresión fisonómica
divina humanizada, posiblemente la plasmó Fidias en los
rasgos de Zeus criselefantino, conservado en el santuario del
Templo de Olimpia, pensando en Heracles, convertido en
fundador de los Juegos, por su ciencia y voluntad. Pero el
personaje de Heracles estaba perdido en la noche de los
tiempos y mil años antes ningún arte estaba capacitado para
proporcionar retratistas y retratos, sobre todo de los pen­
sadores y atletas al mismo tiempo, y menos aún para uni­
ficar, en forma plástica, sofica y fusicos.
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Tal vez Fidias (490/485-430 a. C.) se inspirara en la perso­
nalidad y los rasgos augustos de los Sabios bajo cuya
acción florecieron, poco a poco, las primeras Escuelas fi­
losóficas, comenzando por la Escuela Jónica, fundada por
Tales de Mileto (s. VII-VI a. C.) y siguiendo por las de Pitá­
goras, Sócrates y otros insignes médicos de cuerpos y almas,
cuya doctrina abarcaba la armonía de la formación física,
ética, intelectual del hombre, hasta el máximo grado de
perfección posible, grado de perfección que, por fin, pudo
sugerir en Sócrates maestro, y confirmar en Platón alumno,
la revelación de la inmortalidad del alma (v. en Fedón, diá­
logo de Platón, el relato sobre las últimas horas de Sócrates,
la serenidad de su muerte, testimonio sublime de la fe en
la naturaleza divina del alma y de su destino sobrenatural).
Y tales testigos salían de las palestras y del gimnasio;
eran productos ilustres del Movimiento Olímpico, atléticofilosófico, que se habían hecho dignos de la inmortalidad
del alma y dignos de proclamarla después de haber pasado
por la criba de una disciplina religiosa y autónoma muy
severa.
De Heracles a Sócrates y Platón: un camino de diez si­
glos al final de los cuales, Fidias, cuando quiere dar el rostro
a Zeus, recurre a la síntesis de los rostros de filósofos, emi­
nentes representantes de la armónica educación helénica:
la educación olímpica. Y podemos aún añadir que Glicón
Ateniense (primeros años del tercer siglo antes de Cristo)
quiso dar a su formidable «Heracles en reposo» («Hércu­
les Farnesio», Museo Nacional de Nápoles) este rostro bar­
budo profundamente caracterizado con una inclinación pen­
sativa sobre el hombro y la axila apoyada sobre el mango
de su pesada maza, en una actitud de laxitud extremada y
de vigilancia previsora, también debió inspirarse probable­
mente en un rostro de filósofo; quizás en una síntesis de
filósofos atletas, vivientes o resurgidos de un arte de retrato
entonces muy en boga, sobre temas de este género.
En la solemne estatua, gigantomaquia del pensamiento
y de la acción, se encuentran fundidas la potencia física y la
potencia intelectual: un momento de reposo en previsión
del movimiento.
Desde ahora, sabemos que los Juegos Olímpicos y los
otros (mi reciente volumen: Civilisation, Art, Sport, Soc. Ed.
Dante Alighieri, expone a este respecto demostraciones pro­
batorias para todos los ciclos prehistóricos e históricos),
fueron los factores y promotores de la mayor evolución
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mediterránea y europea, primero helénica y después greco­
rromana.
Su importancia civil y humanista queda subrayada por
el hecho de que los historiadores hicieron de ellos el punto
de partida de la cronología histórica, debido a la gran reso­
nancia de su eco cuadrienal en la memoria de los pueblos.
Las Olimpíadas, lo mismo que las Píticas, las ístmicas,
las Nemeas y las Panateneas, son de esta forma la más ele­
vada expresión de las tradiciones griegas que funden con­
juntamente, en una armonía admirable y decisiva, los valores
físicos y espirituales. La más elevada expresión y, al mismo
tiempo, el origen y causa que determinó la superioridad de
la civilización helénica sobre las demás civilizaciones del
mundo antiguo y su vigencia permanente en el mundo mo­
derno.
En efecto, no se puede separar de la decisiva aportación
olímpica todos los elementos morales, civiles y religiosos
ofrecidos a la atención, reflexión y costumbres de los in­
dividuos y de las comunidades.
Las «anfictionías», primei ejemplo de reuniones demo­
cráticas destinadas a la búsqueda del equilibrio de fuerzas
políticas, por tanto de la paz, pueden considerarse como un
producto del Movimiento Olímpico de la época, nacido bajo
la condición expresa e inviolable de la tregua durante sus
celebraciones. Las «Anfictionías», en efecto, se reunían pe­
riódicamente para discutir la organización de los Juegos,
y en esta reunión serena en la que, precisamente según las
condiciones de las treguas, había que tratar de cuestiones
y divergencias políticas y militares, los «anfictiones» pro­
curaban solucionar las peligrosas controversias que poco
a poco surgían entre las diversas «polis», prolongando a ve­
ces la duración de la tregua olímpica normal y llegando
incluso a acuerdos pacíficos.
La filosofía estaba inserta en los Juegos Olímpicos y en
los demás panhelénicos, precisamente porque su considera­
ción filosófica los había codificado y consagrado, estando,
por otra parte, adornados y coronados por los concursos
culturales.
Los autores trágicos más importantes (el período de
teatro más bello fue el de la gran escuela popular del
epos griego) Esquilo, Sófocles, Eurípides y los mejores poe­
tas líricos —una poesía lírica olímpica con acentos heroi­
cos— como Simónides, Píndaro. Baquílides y tantos otros,
no hubieran sido conocidos y no hubieran llegado tan alto
sin la popularidad y el estímulo de la gloria derivada de la
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audiencia que les proporcionaba la multitud reunida para
los Juegos.
No nos encontramos, pues, ante manifestaciones depor­
tivas reservadas, aunque por sí mismas constituyan un com­
ponente excepcional de la cultura, sino ante una panorámica
ampliamente demostrativa y distinta de las facultades hu­
manas mejor definidas y más elevadas. Este tipo de mani­
festaciones representa la parábola completa de la evolución
humana, del músculo al espíritu, de lo físico a la filosofía
y a la metafísica. Constituyen una conciencia de lo más re­
cóndito a lo expresado, que justifica la espera y la partici­
pación del pueblo, bien sea contingentemente emotiva o re­
fleja por la educación. Una conciencia de raíces tenaces,
tronco generoso y frondosidades exuberantes, conciencia que
nos explica al mismo tiempo las razones de la larga persis­
tencia de las Olimpíadas, las de su injerto en la ética, en las
usanzas de la Caballería y también las de su resurrección
en el tecnocrático mundo moderno.
La conquista romana, tan rural y ruda en apariencia, no
interrumpe el Movimiento Olímpico. Por el contrario, con
el megalómano y paranoico Nerón, alcanza cumbres insospe­
chadas. Casi dos siglos antes, Escila había trasladado a Roma
toda la organización de los Juegos, precisamente para salvar
sus ideales. La pura, religiosa y ética manifestación depor­
tiva se había degradado, de hecho, hasta una monótona ex­
hibición de atletas profesionales reclutados en las regiones
más atrasadas de Grecia, una Grecia desarmada éticamente
que enfrentaba, en la palestra de Rodas, las «porneia» de
Lesbos y de Mitilene.
Roma tenía sus Circenses con un sello etrusco imborra­
ble, igual que su nacimiento y sus primeros pasos; Circen­
ses que más que un producto del ideal olímpico evoluciona­
do, lo eran de la iniciación heráclea y nestoriana más
atrasada, común tanto a la Tróade como a la diáspora egea.
Después, como consecuencia de la ocupación romana, se
caracterizaron más bien —a pesar de los combates de gla­
diadores— por una tendencia y un modo olímpico, de la
palestra a la filosofía del arte, como atestiguan escritores
tales como el viejo Fabio Pictor (225 a. de C), combatien­
te de la guerra púnica, en Cannas, embajador en Delfos,
autor de una austera Historia de Roma, en la que su versión
de la leyenda de Troya es del mayor interés; Marco Teren­
cio Varrón (nacido en Rieti en 116 a. d. C.-27 a. de C),
fenómeno de erudición y de cultura humanista; Tertuliano,
nacido en Cartago (155-160-240?), historiador y filósofo con­
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SISTO FAVRE
vertido al cristianismo, a la valiente concepción ético-reli­
giosa; Eusebio de Cesarea (265 aprox. - 335 ó 340 d. de C.)
«padre de la historia eclesiástica», autor de una Crónica
que es también historia pedagógica de los Cristianos, Asi­
rios, Hebreos, Griegos y Romanos; Magno Aurelio Casiodo­
ro (nacido en Squilace, en Calabria, 490 d. de C. aprox., fa­
llecido con más de cien años en el cercano convento de
Vivario, que mandó construir sobre el acantilado de la Sila,
cortado a pico sobre las aguas del mar Jónico) que fue obis­
po después de haber sido ministro de Teodorico, Amalasun­
ta, Teodato y Vitiges y que en la Historia Gótica, en De
Anima, en las Institutiones defendía una coexistencia góticoromana mediante la fusión de las virtudes, glorias y méritos
respectivos a fin de establecer una sólida civilización eu­
ropea; Isidoro de Sevilla (560 aprox. - 636 d. de C.) que, en
su documentado Chronicon y en otros escritos, fue un ac­
tivo anotador de los Juegos (Libro XIX) y de los ejercicios
físicos de la antigüedad. Juegos y ejercicios que conocieron en
España una reedición caballeresca y cultural fanática con
memorables repercusiones en Provenza y en el ciclo caro­
lingio.
Pero, volviendo a un período puramente romano, debe­
mos poner particularmente de relieve los actos más benéficos
de la época imperial, debidos a los emperadores Flavios, pa­
dre e hijo, Vespasiano y Tito, nativos de la sabina Rieti.
El primero quiso «morir de pie», el segundo .«delicia del gé­
nero humano», atleta de una valentía excepcional; ambos so­
beranos, ambos propagadores de la cultura que podemos de­
finir «olímpica» difundida por Grecia en un centro entusias­
ta como el centro quirita; entusiasta de una cultura de pales­
tra y de una cultura filosófica elegantemente distinta de la
cultura brutalmente marcial y que podemos englobar en el
Movimiento Olímpico.
Además, en el mundo de la Romanidad, no faltan otros
personajes que actúan bajo la égida del Movimiento Olím­
pico. Baste con citar a Cicerón y César, alumnos de la pa­
lestra de Rodas.
Para probar aún mejor que estamos realmente en la at­
mósfera olímpica, con la exaltación de valores morales,
civiles y religiosos, tengo el gusto de citar las palabras de
Cicerón que, elegido edil en el 69 a. de C, declaraba:
«Nunc sum designatus Aedilis, scio mihi Ludos sanctis­
simos maxima cum caeremonia faciundos, mihi Ludos anti­
quissimos, qui primi Romani, sunt nominati, maxima cum
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dignitate ac religione Iovi, Iunoni, Minervaeque esse fa­
ciundos».
Como puede verse, el Edil en persona —uno de los más
altos cargos de la República— estaba encargado de la or­
ganización de los Circensi (llamados primero Magni, o Ro­
mani o Consuali). Los combates reciben el calificativo de
«santísimos», porque están consagrados a Júpiter, Juno y
Minerva y deben realizarse con el más grande fasto, el más
elevado espíritu de dignidad civil y religiosa.
Es necesario distinguir los Circensi de los Munera gla­
diatorum, llamados precisamente munera (recompensas eco­
nómicas) y no combates porque están lejos de los ideales
expresados por el Movimiento Olímpico al que se oponen.
En los muriera no hay serenidad, ni religiosidad, ni jue­
go: no está en juego una corona de laurel, sino la muerte
para el vencido y los sextercios para el vencedor.
Podemos explicarnos la hostilidad del cristianismo, que
recae también sobre las demás actividades deportivas, con­
sideradas equivocadamente como una exaltación del cuerpo
solamente en detrimento del espíritu.
No obstante, pese a la supresión de las Olimpíadas y al
abandono de otros combates, el espíritu de Olimpia no
desaparece de las conciencias, la humanidad no puede re­
nunciar a la competición serena en la que los valores del
espíritu se desarrollan y encuentran una justa exterioriza­
ción en el acrecentamiento de la fuerza física. En virtud de
esta necesidad insustituible, hacia el siglo IX de la era cris­
tiana se pudo asistir a la reconstrucción de una sociedad
que, aunque impregnada aún de costumbres bárbaras, dirige
la mirada hacia el mundo antiguo grecolatino preparándose
para seguir sus huellas.
En mi opinión, los historiadores que han percibido en
la sociedad feudal carolingia la Edad Media helénica ho­
mérica, están en lo cierto. Ambas son épocas de gestación
que llevan gérmenes fecundos de civilización.
Los poetas y novelistas nacidos dentro de una nueva fe,
la fe cristiana, crean una Caballería formada por nobles cas­
tellanos, príncipes y reyes que entran en liza levantando el
estandarte del ideal contra todos los tiranos para defender
la Fe, y a los débiles y los oprimidos.
De la invención imaginaria a la realidad no había más
que un paso, que pronto se franqueó porque la Caballería
así concebida respondía a las necesidades de aquellos tiem­
pos. Se redactó un Código de Honor y la Iglesia misma, so­
lícitamente, impartió su bendición a la institución. La exce­
316
SISTO FAVRE
lencia física y moral del Caballero encontró su lugar natural
en los campos de batalla y en las lides de los torneos.
No es difícil descubrir, tanto en los ejercicios físicos como
en la disciplina moral del Caballero, el espíritu de Olimpia
renovado, ejercicios y disciplinas practicados para mante­
nerse ágil, pleno de energías y preparado para las pruebas.
El origen aristocrático de los Caballeros, y, por consi­
guiente, su desprendimiento táctico del pueblo podrían in­
ducir a creer que los torneos y empresas caballerescas
dejaban a la masa indiferente. En absoluto: los cronistas de
la época nos hablan de una gran asistencia de público que,
aun no siendo más que espectador volvía a solazarse con
el espectáculo físico y solicitaba, a su vez, Juegos en los
que trataba de hacer revivir los Juegos públicos antiguos.
Las festividades religiosas y civiles eran la ocasión pro­
picia para organizar, en las plazas al aire libre, las competi­
ciones deseadas: carrera, lucha, pugilato, tiro con arco y,
sobre todo, carreras de caballos.
Incluso cuando al sistema feudal le llegó su hora y co­
menzó a ceder el paso a otras formas sociales y políticas,
como las Comunas, los Reinos nacionales, las Señorías, la
Caballería no cayó en desuso; continuó proporcionando ins­
piración a cantos, baladas, novelas y poemas. Los Juegos
griegos dieron el mismo impulso a la literatura y al arte en
general, señal evidente de que el atleta y el Caballero esta-,
ban considerados como síntesis de la potencia física y espi­
ritual.
Sin embargo, partiendo de Italia, nace el movimiento
humanista, difundiéndose por Occidente. Con el renacimien­
to cultural se volvía al ideal del mundo greco-latino.
Con el estudio de los clásicos vuelve a aparecer con nueva
consistencia el sistema educativo que une la educación in­
telectual a la física.
En consecuencia, observamos a lo largo de los siglos
XVI, XVII y XVIII una progresión del interés renovado por
los ejercicios físicos y por las manifestaciones deportivas
que suscitan.
La filosofía, la literatura y el arte expresan el equilibrio
recuperado entre las actividades físicas y las espirituales.
Autores que por su misma profesión parecerían alejados
de los ideales del mundo deportivo, quedaron cautivados,
por el contrario, por la belleza de las formas antiguas, por
la sinceridad de las actitudes y por todo un modo de vivir
que ya había tomado de Olimpia carta de naturaleza. Por
ejemplo, Metastasio, poeta cesáreo en la corte imperial de
FILOSOFÍA DEL MOVIMIENTO OLÍMPICO
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Viena, en pleno siglo XVIII, entre tantas otras tragedias mu­
sicales, escribió una titulada Olympiades, en la que hace
revivir la atmósfera de los Juegos Olímpicos. Esto es un
indicio de que aquella fútil sociedad, incluso en medio de
sus encajes y minuetes, conservaba en el fondo de su con­
ciencia este ideal de vida que los griegos habían indicado
en su concepto de KALOKAGATHIA, tan bien expresado en
la parte pedagógica de Platón y de Aristóteles: belleza y
bondad, perfección física y valor moral.
El paso del siglo XVIII al XIX no es sólo un simple cam­
bio, sino una transformación radical de la sociedad que, sos­
tenida por las correntes iluministas, suprime violentamen­
te o reestructura las castas hasta entonces dirigentes, afir­
mando los derechos del pueblo.
Así comienza, en numerosos países europeos así como en
otros continentales, el ardor del «Risorgimento», que busca
la liberación de la pesada dominación extranjera y que exige
vastas y radicales reformas sociales.
Y lo que en primer lugar se desprende de la propuesta
de estas reformas es la exigencia de una educación extendi­
da a todo el pueblo y no únicamente una educación intelec­
tual, sino una educación moral y física.
De la educación física a la práctica deportiva sólo hay un
paso y, sin detenerse en polémicas, yo diría que de la prime­
ra nace la segunda.
Mientras tanto, la transformación cada vez más rápida
de la economía agrícola en economía industrial, el bene­
ficio de la escuela, que deja de ser exclusivo de las clases
ricas y queda al alcance de todos los ciudadanos, gracias
a la justa iniciativa del Estado, había suscitado desde el
comienzo la cuestión del ocio. La solución de este problema
no podía limitarse a la fundación de bibliotecas y centros
culturales, porque debía abrir a la humanidad una yía nue­
va (aunque existía desde milenios), la vía más simple y más
natural, la del deporte recreativo de competición.
Cuando el diplomático francés Pierre de Coubertin se
preparaba para la ardua empresa de la restauración de las
Olimpíadas, había ya presentido el momento histórico fa­
vorable: el neoclasicismo, revaluación del arte y visión op­
timista de la vida, tal como nos había sido transmitida por
griegos y y romanos y a la que el romanticismo desencade­
nado no había afectado excesivamente.
Por otra parte, la arqueología, con sus admirables descu­
brimientos, contribuía a despertar la atención por el mundo
clásico, o mejor dicho, a reavivarla. Fue en Atenas donde,
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SISTO FAVRE
como era lógico, se desarrolló la Primera Olimpíada mo­
derna.
Debemos ver en esta fecha histórica: 1896 —más impor­
tante aún que la fecha inicial, 776 a. de C.— el comienzo de
una era nueva para toda la humanidad.
Hoy las Olimpíadas no admiten subdivisiones ni fronteras
de naciones o de continentes. Todos los pueblos, a medida
que llegan a su madurez civil y política, solicitan formar
parte de la grande y cada vez más preponderante familia de
Olimpia.
Así pues, precisamente con las Olimpíadas nace, como
hecho histórico, el Movimiento Olímpico. Todo lo que se ha
dicho hasta ahora en este breve resumen de la antigüedad
a nuestros días, no pretende ser una introducción explicativa,
una búsqueda de los orígenes de las causas que han deter­
minado el fenómeno.
En su forma exterior, el Movimiento Olímpico es orga­
nización, programa y propaganda. En su verdadera esencia
de fenómeno social (humano, diría yo, puesto que va dirigido
a todos los pueblos libres), se reconocen los principios filo­
sóficos que lo sostienen y dan validez y duración a sus
bases. Encontramos en ellos una ideología promotora y
tutelar.
No podríamos hablar de «Movimiento», es decir, de la
búsqueda de un fin, si solamente observáramos la simple
manifestación de combates sin resaltar los principios mo­
rales, sociales, educativos que están vinculados con él y que
transforman a organizaciones y atletas en artesanos, pro­
ductores y multiplicadores de un bien público, de un proceso
de salud y felicidad universal.
Al comenzar he invocado como argumento esta parte de
la filosofía que llamamos Etica, porque estudia y propone
los usos y costumbres en su aceptación más amplia.
Esta es la parte más variada del campo filosófico, porque
cada época, o mejor dicho cada ciclo histórico, presenta,
como meta, un modelo ideal particularizado.
La moral cristiana, al recoger los principios de la Etica
antigua, introdujo nuevos elementos que desplazan sustan­
cialmente el centro de gravedad de lo humano a lo divino,
es decir, los criterios de la acción. No es casual que el De­
cálogo comience con la afirmación de un solo Dios, presente
siempre con la recompensa o el castigo y que el Evangelio
sea el perfeccionamiento del Decálogo.
Emmanuel Kant, del que parte la filosofía moderna, quie­
re hacer de la moral una construcción exclusivamente hu­
FILOSOFÍA DEL MOVIMIENTO OLÍMPICO
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mana cuando dice: «Actúa de forma que tu acción pueda
servir de regla universal.» Su imperativo categórico es una
orden de la razón y nace del concepto de libertad: «Puedes,
luego debes.»
Pero la moral kantiana es quizás demasiado racional para
ser comprendida y aceptada como uso por una humanidad
que no ha llegado aún a la «razón universal», para emplear
una imagen de G. B. Vico.
La ética de la que debo hablar es de una elevación más
accesible y más limitada al fenómeno particular del Movi­
miento Olímpico. En este caso, el hombre no se considera
en su individualidad abstracta, sino en sus relaciones con
la sociedad en su capacidad de introducirse en la vida común.
Las dificultades de la existencia, más numerosas a pesar
de la invenciones mecánicas modernas, parecen haber cau­
sado un relajamiento de las reglas morales y también un
ocaso del sentimiento religioso en las conciencias que buscan
solamente lo material, la satisfacción inmediata de las nece­
sidades constantemente en aumento, en esta civilización lla­
mada «de consumo» (lo cual, en cierto sentido, es también
«derroche»).
Y aquí es donde se sitúa, a modo de compensación, una
moral que me atrevería a calificar como deportiva. En efec­
to, nace en el conjunto de principios, reglamentos y normas
estudiados y dictados para permitir la regularidad de la
práctica deportiva. La celebración de las Olimpíadas no es
un hecho aislado que atañe a algunas sociedades deportivas
desconocidas; es una manifestación universal que concier­
ne a todos los pueblos y gobiernos.
Cada nación selecciona a sus mejores jóvenes y trata de
que alcancen —en fechas fijas, cada cuatro años, lapso de
tiempo suficiente para renovar una dotación ético-atlética—
el rendimiento máximo de sus medios físicos y morales.
Estos jóvenes serán, pues, el símbolo de todo un pueblo,
bajo la atenta mirada del mundo entero. De su actuación en
estos concursos dependerá un juicio que, de modo inevi­
table, afectará igualmente a la nación que les haya presen­
tado.
En definitiva, el grado de civilización, de sociabilidad,
de participación en el «bien común» de un pueblo se puede
evaluar por el grado de capacidad de sus atletas.
Podríamos decir, en otros términos, que la «prueba olím­
pica» otorga «la máxima recompensa», proporciona el coe­
ficiente de la aleación específica de cualquier conjunto
étnico políticamente organizado y homogeneizado.
320
SISTO FAVRE
Los Comités olímpicos han tenido el gran mérito de crear
en todo lugar la atmósfera olímpica, de hacer comprender
no sólo a los atletas, sino a todo el pueblo, la importancia
de las competiciones, es decir, la importancia de un depor­
te sano en la vida.
Un hombre nuevo ha nacido, pues, que expresa una ética
nueva para una sociedad nueva, libre del nacionalismo mez­
quino, un hombre que franquea todas las fronteras territo­
riales o raciales, con un espíritu de fraternidad y de com­
prensión desconocido hasta el presente.
No quiero caer en la utopía soñada por Platón y Tomás
Campanella, que espera el advenimiento de una humanidad
perfecta. El mal ¡ay! persistirá, pero quedará reducido a
proporciones más aceptables y su misma presencia servirá
de pedestal al bien.
A esto precisamente tiende el Movimiento Olímpico me­
diante su acción ética, o sea, a la instauración de costumbres
a través de las cuales el individuo y las comunidades puedan
expresar sus valores, obtener sus victorias, afirmar una su­
perioridad, sin darles jamás a las competiciones la apariencia
de un conflicto, sino sólo la de una comparación de métodos,
de escuelas, de aspiraciones cuyos resultados didácticos serán
después el patrimonio de todos los que, vencedores o ven­
cidos, se hayan enfrentado noblemente en el estadio.
La filosofía del Movimiento Olímpico estará constituida,
celebración tras celebración olímpica, por las estadísticas de
los resultados técnicos en continua evolución cualitativa;
por el número creciente de países competidores; por las
obras de arte y de cultura que presentarán al margen de las
competiciones atléticas; por la tipología perfeccionada de
los participantes; por los resultados de una mejora éticosocial que un día podrá aparecer positivamente universal.
El triunfo de la «filosofía del Movimiento Olímpico»
antiguo y moderno se prepara. El antiguo, vencedor de un
mundo aún salvaje; el nuevo, vencedor y salvador de un
mundo más peligroso aún, el de la máquina que amenaza
con dominar y trastornar el espíritu del hombre.
Unicamente la sabiduría olímpica, por sus raíces lejanas
y profundas, descubiertas por Heracles y resucitadas por
Coubertin, traduciéndose en una realidad permanente y um­
versalmente operante, tendrá la virtud de mantener nuestro
mundo y la humanidad que lo habita en la parábola exacta
de su perennidad de vida.
SISTO FAVRE
Roma

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