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EL MUNDO COMO VOLUPTUOSIDAD
E HIDRATACIÓN
FRANCISCO JAVIER SAN MARTÍN
“La vida es un anhelo opaco y un tormento (…) El optimismo no es más
que una autoalabanza injustificada de la voluntad de vivir,
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la cual se mira complacida en su propia obra:
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de ahí que sea no solo una doctrina falsa, sino incluso perniciosa”
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Arthur Schopenhauer, El mundo como voluntad y representación, 1819
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El pesimismo de Arthur Schopenhauer es mítico. El
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mundo es solo una abstracción indescifrable y la vida
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humana una serie encadenada de errores y fracasos que
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sólo el arte y la belleza serían capaces de paliar. Medio
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siglo antes que Nietzsche, Schopenhauer enuncia que
el mundo solo puede se concebido y vivido como fenómeno estético. Su ética es decididamente pesimista
aunque su estética es un arsenal de optimismo al límite:
solo la belleza o la santidad puede salvar al ser humano. Citar a Schopenhauer quizás no sea la forma más
ortodoxa de comenzar un ensayo sobre Sylvie Fleury
(Ginebra, Suiza, 1961), la artista del optimismo supuestamente descerebrado, del lujo como sistema de
creencia, de la superficialidad como condición existencial de la post-modernidad. Pero quizás podamos encontrar un cierto cruce: Fleury juega a no reflexionar, a
caminar sobre la cultura contemporánea como una conSylvie Fleury: The Eternal Wow On
Shelves, 2007. Cortesía de la galería
Almine Rech, Bruselas.
sumidora compulsiva en los pasillos de un centro comercial, y sin embargo, en este declarado cinismo hay
un leve poso de amargura, una conciencia que se resis-
te a manifestarse. Quizás, ni Schopenhauer era el pesimista radical, ni Sylvie Fleury es la optimista vacua que nos quiere hacer creer. El filósofo alemán se consolaba en las lluviosas tardes de Fráncfort con los cuadros gélidos de Caspar David Friedrich o las melodías arrolladoEl CAC Málaga presenta las obras más representativas de Sylvie Fleury del 18 de marzo al 12 de junio.
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ras de Richard Wagner;
Sylvie Fleury, alimenta su
ennui metropolitano con
objetos preciosos de Gucci
o Prada, pero ese despliegue de lujo y exclusividad
no puede borrar un rictus
de desengaño o insatisfac-
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ción. Como en el caso de
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Warhol, su gran mentor, es
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difícil descubrir si verda-
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deramente ama los objetos
que representa o si, por el
contrario, los muestra para
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Sylvie Fleury: serie Skin Crimes, 2008, y YES TO ALL, 2008. Vista de la
instalación en el Mamco (Musée d’art moderne et contemporain), Ginebra,
2008. Cortesía de la galería Mehdi Chouakri, Berlín.
evidenciar su vacuidad. La
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iconografía de Fleury está ligada al pop, pero sus formas de hacer son típicamente post-conceptuales, próximas a las de John Armleder, de quien fue asistenta en su juventud.
Pero no todo es cuestión de pesimismo u optimismo, de posiciones fundamentales, sino
más bien del detalle vital, la ironía, el guiño cómplice o el malentendido desviado. Cuando
Fleury realiza una pieza como Eternal Wow On Shelves en 2007, un remake de los estantes
minimalistas de Donald Judd de los que se desbordan entes informes, oscuros y pegajosos,
está continuando una tradición anti-minimalista de raíz feminista que busca la crítica de la
dureza del minimal clásico –fálico y autoritariamente masculino– con la blandura informe de
esas mismas formas que Lynda Benglis tomó en los setenta de Pollock, siempre entre la crítica política y la fascinación formal. Mona Hatoum lo ha hecho con Piero Manzoni, Santiago
Sierra con Sol LeWitt, Janine Antoni con Robert Morris y Wim Delvoye con Carl Andre. Sylvie Fleury no es una artista obsesionada por la originalidad y parece más interesada en insertarse en una tradición crítica y en cuestionar algunos de los presupuestos inamovibles del modernismo: ¿es el arte moderno naturalmente inconformista?, ¿son los artistas modernos genéticamente hostiles al orden establecido? Sus despliegues de bolsas y objetos de grandes marcas sobre seductoras moquetas o, más explícitamente aún, su texto luminoso Yes To All realizado con los colores de la bandera y una tipografía característicamente estadounidense1, conducen estas preguntas a un terreno ambiguo y desafiante.
Los términos iconográficos con los que trabaja Sylvie Fleury son de sobra conocidos y fueron mostrados en una exhaustiva retrospectiva que realizó en 2008 en el Musée d’art moderne
et contemporain de su ciudad natal, titulada genéricamente Lentejuelas y dependencias o la
fascinación de la nada, con más de doscientas obras que ocuparon los cinco pisos del museo,
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una invasión del espacio que remite al horror
vacui, pero también al abigarramiento de los
productos en una tienda: la moda y la industria
del lujo, el glamour de la belleza y la juventud,
la delgadez y la hidratación, el maquillaje y la
Fórmula 1, la aventura espacial y los sofisticados interiores comerciales, los diseños op de los
50 contaminados con trash de los 70, y junto a
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todo ello –o quizás más bien por todo ello– la
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presencia inquietante, insidiosa, de personajes
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fantásticos o de hongos gigantes, a medio cami-
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no entre el imaginario infantil de gnomos en
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húmedos bosques del Norte y la adulta ensoñaF
Sylvie Fleury: Untitled, 2000.
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ción psicodélica, la apertura de las “puertas de
la percepción”, unas puertas que se abre a emanaciones alucinógenas cuando estos hongos se
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superponen a wallpapers de diseño op que rompen la planitud del muro y construyen una arquitectura inestable, ondulante y coloreada. Creo que este contraste, esta ambigüedad perversamente construida, quiere marcar una distancia y una posición: mi arte trabaja con lo banal
de la moda, los media, el glamour y el design pero solo como materia prima. Introduzco en él
claves ocultas para explicar que no se trata de una banalidad plana, sino minuciosamente cimentada. Empleo lo superficial –consumo, lujo, automóviles y maquillaje– como cargas de
profundidad capaces de fragmentar la realidad y arrojar algo de luz sobre ella. Convierto el
museo en una tienda de productos exclusivos porque la lógica del arte contemporáneo me
conduce a ello. Rem Koolhaas lo enunció de forma irrevocable cuando construyó una tienda
de Prada en Manhattan en la que una buena parte del espacio estaba ocupado por un escenario
en el que se mostraba arte, performances y conciertos de música: si en la época de la industria del ocio los museos se han convertido en tiendas, por qué no continuar hasta el extremo
esa lógica perversa y convertir las tiendas en museos.
Lujo, calma y voluptuosidad
Su primera exposición de carácter retrospectivo realizada en 1999 en el Migros Museum
für Gegenwartskunst de Zúrich con el título genérico de Hot Heels, mostró que el arte de Sylvie Fleury estaba dotado de una capacidad combinatoria ágil y flexible, un sentido calculado
de hibridación que atendía tanto a los objetos expuestos como a la forma de presentarlos en la
sala, algo así como un instinto de instalación que le permitía combinar elementos de proveniencia dispar. Una de las instalaciones más características de la exposición, Frauenmuseum
(1998), se despliega en un espacio totalmente recubierto de peluche blanquecino que conforA R T E Y PA R T E
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ma un lugar sobresaturado de protección y seducción, silencio y elegancia,
una especie de locus amoenus moderno
del que surgen, como en un bosque encantado, seis peanas forradas del mismo material sintético: un espacio aislado, artificial y seductor, una suerte de
Soft Cube, en el que se insinúan, como
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apariciones flotantes, seis pequeños obS
jetos: un bolso Kelly, un frasco de Cha-
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nel 5, un par de zapatos Gucci, unas de-
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portivas Nike, una botella de agua
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Evian y un estuche de maquillaje VaF
nity: algo así como la epifanía del lujo
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y la exclusividad, objetos preciosos y
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superfluos mostrados como un concen-
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trado de atracción fatal. Y al acercarnos
a esos seis pequeños objetos entendemos mejor por qué Sylvie Fleury ha
transformado el modernista cubo blanco en postmoderno cubo blando: el espacio de exposición se alía con los objetos que lo contienen para construir
una apoteosis de la seducción en el que
la vista ha dado paso al tacto, la mirada
a las caricias y la contemplación del
arte a la seducción de los objetos. Y a
través de este dispositivo, Fleury alude
(arriba y abajo)
Sylvie Fleury: Frauenmuseum, 1998. Vista de la instalación y
detalle de la botella de Evian.
irónicamente al valor añadido que la industria del lujo asocia a este tipo de objetos. Frauenmuseum viene a ser una actualización de “Là, tout n’est qu’ordre et beauté, luxe, calme et volupté”, el célebre verso de Baudelaire en Les Fleurs du mal que Henri Matisse retomó en un
cuadro no menos célebre. Y la actualización se refiere al hecho de que Sylvie Fleury ha llevado a un lugar modernamente codificado, urbano y contemporáneo aquello mismo que Matisse aún situaba en un espacio de felicidad natural, mítico e intemporal.
La metodología, sin embargo, es ortodoxamente modernista: estos seis objetos tienen marcada a fuego la genealogía del ready-made duchampiano o, para ser más exactos, del readymade imitado de Jasper Johns, al modo de su Painted Bronze de 1960 –dos latas de cerveza
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Ballantine realizadas en bronce sobre una peana del
mismo material y pintura al óleo para representar la
etiqueta– pero Fleury separa cada objeto, los coloca
sobre peanas independientes, en un estadio superior
de evolución, y además su factura impersonal fundida
en aluminio pulido contrasta con el cálido y manual
proceso de trabajo de Johns. Toda la artesanía irónica
de Johns se encaminaba a validar un proceso de re-
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Sylvie Fleury: Prada Shoes, 1998.
presentación: objetos que parecen reales pero que, simultáneamente, evidencian que no lo son, situando al
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espectador entre la decepción y la sorpresa. Fleury,
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que ha asimilado cuidadosamente esos procesos iró-
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nicos de lo moderno, aspira a una meta-ironía que
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casi deje de serlo: un gélido modelo de aluminio puli-
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do –pequeño y precioso, reluciente y uniforme, duro
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y extraño– situado en un ambiente de seductora mor-
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bidezza. La amorosa y minuciosa representación al
óleo de la etiqueta de las latas de cerveza de Johns ha
Sylvie Fleury: Vanity Suitcase, 1998.
dado paso a un monocromo deslumbrante que basa su
eficacia de extrañamiento sólo en lo reconocible de su forma, una Gestalt marcada a fuego en
la memoria de la consumidora, aunque se encuentre desprovista de cualquier indicación de
color, como objetos albinos o descoloridos, pero aún imperiosamente seductores.
Jeff Koons, más próximo aún a Andy Warhol, también ha reproducido objetos simples –un
conejito hinchable, un tren de mercancías, una licorera y su juego de vasos– en aluminio pulido. Una superficie pulida que refleja la imagen del espectador-consumidor, que identifica en
un mismo plano al ser deseante con su objeto codiciado.
Ready-made exclusivo
Gucci, Evian, Chanel, en el interior de un Museo de Arte Contemporáneo, no pueden dejar
de evocar a Picasso, Matisse o Pollock. La operación de Fleury es cuando menos brillante:
identificar marcas con firmas, empresas con artistas: un ejercicio de promiscuidad delirante
pero exacto y cuidadosamente cínico. Semejante al que esgrimió Andy Warhol cuando llamó
The Factory a su estudio. O, uno de sus más ilustres mentores, Salvador Dalí. Cuando Dalí
firmaba hojas en blanco para que posteriormente se imprimiera en ellas cualquier cosa, no estaba sino llevando al extremo el fetichismo de la firma. Convirtiendo la firma en una empresa. La argumentación era tan simple como rotunda: la gente no valora mis cuadros, sino mi
firma. Entonces, el paso lógico es hacer firmas sin cuadros: grandes hojas de papel en blanco
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con la ostentosa firma del artista
en la parte inferior derecha. Dalí
tuvo la feliz ocurrencia de trasladar el problema del monocromo
desde un aspecto visual y pictórico –Rauschenberg, Manzoni o
Klein– a otro más insidiosamente
comportamental: sus hojas fir-
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madas conducen al monocromo
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fuera de la pintura a través de un
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recurso tan sutil como finamente
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intelectual: hacer de la firma un
cuadro, sustituir la identidad por
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Sylvie Fleury: Untitled, 2010. Bronce fundido y hoja de paladio.
Cortesía de la galería Thaddaeus Ropac, Salzburgo/París.
el trabajo, el proceso por su con-
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clusión. Sylvie Fleury, a su vez, invierte el anonimato industrial de un escurrebotellas o de
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una pala para retirar nieve a un modelo en el que predominan las marcas y en el que los objetos se valoran más por su nombre que por su forma o utilidad. Gucci, Evian, Chanel; Picasso,
Matisse, Pollock; Calvin Klein, Ralph Lauren, Giorgio Armani: al final, todos conviven en el
museo de arte contemporáneo a través de una cultura inclusiva, que tiende a hacer desaparecer las fronteras entre arte y empresa, entre diseño de interiores y moda.
Su perversión del ready-made no es sólo formativa, en el sentido de que se trata de readymades imitados, sino también temática: cuando Duchamp comenzó a reflexionar sobre el procedimiento del ready-made se hizo la pregunta clave: ¿qué objetos son susceptibles de convertirse en ready-mades? Y enunció una de las ideas clave del arte contemporáneo, la Teoría
de la indiferencia, que él definía como “una anestesia estética”, un procedimiento conceptual
que anula la implicación emocional entre el artista y el objeto elegido: no valen los objetos
muy feos, lo que luego se convertiría en kitsch masivo, porque llaman la atención por su fealdad; tampoco valen aquellos demasiado bellos, puesto que llaman la atención por su belleza.
En ambos casos entra en juego el problema del gusto, uno de los caballos de batalla de Duchamp. Sólo objetos planos, vulgares, literalmente grises. Simétricos y banales: auténticas
obras de no arte.
Sylvie Fleury ha dado un giro de 180º a esta proposición, a la manera de cómo Marx invirtió la dialéctica hegeliana, para mantener su esencia cambiando radicalmente las formas.
Fleury elige sus objetos con cuidadosa premeditación: exclusivos, lujosos y, aunque producidos en serie, genéticamente minoritarios. Si el ready-made clásico, como operación esencialmente lingüística, era inclusivo, los ready-mades de tercera generación de Fleury se basan en
la exclusividad, esa condición de rareza que alimenta exponencialmente el deseo de poseerA R T E Y PA R T E
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Sylvie Fleury: Vanity Case, 1998.
los. Con ello ha llevado el ready-made desde un enunciado conceptual que reflexiona sobre el
estatus de la obra de arte hasta otro basado en el estatus social que proporcionan los objetos
minoritarios. Un colgador de sombreros como el que empleó Duchamp y un frasco de Chanel
de los que funde Fleury en bronce cromado pertenecen a un mundo idéntico de objetos, pero
no podrían ser más dispares: uno es un objeto neutro, un índice de la realidad; el otro es producto de una pasión posesiva, de la urgencia demoledora del deseo. Uno muestra la indiferencia de la elección, el otro la búsqueda en el inquietante mundo de lo superficial.
El espacio natural del arte de Sylvie Fleury es la boutique. Sus instalaciones con zapatos,
bolsas y otros productos de moda generalmente aparecen dispuestos desordenadamente sobre
un suelo de moqueta de color rutilante. Su colocación resulta ambigua, entre el desorden casual y la distribución estratégica. El referente artístico se encuentra, sin duda, en las “scatter
pieces” de finales de los sesenta y comienzos de los setenta, esas instalaciones en las que Robert Morris, Eva Hesse o Richard Serra esparcían por el suelo materiales y objetos que generalmente provenían de una actividad precisa realizada con ellos. Si en aquellas piezas predominaba una óptica productiva y era el trabajo –cortar, rasgar, doblar, etc.– el que organizaba
el aparente desorden de los materiales en la sala de exposición, en las instalaciones de Sylvie
Fleury el caos de objetos de consumo esparcidos en el suelo del museo se relaciona con aspectos psicológicos del consumo –indecisión, seducción, compulsión– y sociales –compra inA R T E Y PA R T E
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Sylvie Fleury: Untitled, 1992, y sobre la pared, Pleasures, 1996.
discriminada, obsolescencia programada, exclusividad–. Incluso, comparadas con las instalaciones de Andy Warhol en las que mostraba grandes embalajes de productos alimenticios o
de limpieza, la perspectiva de Fleury ha cambiado. En aquellas instalaciones de los años sesenta, predominaba la idea de packaging, almacenamiento y disponibilidad, en las que se
mostraba el producto comercial como objeto de arte ante la mirada del espectador, situándole
como en un supermercado, ante la expectativa de compra. En estas disposiciones de Fleury
predomina una idea de acción transcurrida, los restos esparcidos de la seducción, una especie
de paisaje después de la batalla del deseo compulsivo. Si las mercancías amontonadas de
Warhol parecen responder a los estímulos de compra y los preliminares de la excitación consumista, los restos desparramados de Fleury evocan más bien el abandono post-coito, los vestigios de un clímax que ya ha sucedido.
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Elogio de la hidratación
“El rojo y el negro representan la vida, una vida sobrenatural
y excesiva; el marco negro hace a la mirada más profunda
y singular, confiere al ojo una apariencia más decidida de
marco abierto al infinito; el rojo que inflama el pómulo aumenta
la claridad de la pupila y añade a un bello rostro femenino
la misteriosa pasión de la sacerdotisa”
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Charles Baudelaire, Le Peintre de la vie moderne, 1863
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En “Elogio del maquillaje”, un capítulo de Le Peintre de
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la vie moderne, Baudelaire realiza una encendida defensa
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del maquillaje como condensación de la artificialidad moF
derna en oposición a la idea dieciochesca de la Naturaleza
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como modelo ideal de Belleza. Elogia Baudelaire la “in-
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mensa majestuosidad de las formas artificiales” en oposi-
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o.
Sylvie Fleury: Wow (N 3). Cortesía
de la artista y de la galería Thaddaeus
Ropac, Salzburgo/París.
ción a lo “vulgar e inmundo” de lo natural y, en un arrebato poético, llega incluso a hablar de la “haute spiritualité
de la toilette”. Lo artificial es uno de los atributos esen-
ciales de lo moderno: una belleza construida a través de “la época, la moda, la moral y la pasión”, en antítesis a la belleza natural. En este contexto, lo cosmético aparece como un estrato
añadido que oculta la orografía naturalmente irregular de la piel, su fin es la consecución de
una superficie uniforme y artificial: la belleza moderna exhibida por las mujeres en los boulevards. Cuando Sylvie Fleury recoge de revistas femeninas textos como “Moisturizing is the
Answer” y los traslada a enseñas de neón, parodia cruelmente la seriedad y gravedad conceptual de la serie Art as Idea as Idea de Kosuth, pero también está ironizando sobre la primacía
de lo artificial. Está continuando la tradición de la apropiación textual de eslóganes publicitarios y consignas urbanas, y simultáneamente está poniendo al día postulados característicos
de la primera modernidad –Il faut être absolument moderne– con correcciones características
de su tiempo que ella emplea como invectivas irónicas: la belleza del maquillaje ha sido sustituida por la salud de la hidratación. Hidratación post-moderna, en profundidad, frente a la superficialidad del mero maquillaje moderno. Pero además, las mujeres que eran simples sujetos pasivos de exaltación romántica del maquillaje, tienen ahora en el arte de Fleury un protagonismo directo, una voz capaz de retomar las consignas alienantes y reorientarlas de manera
desafiante. “Skin Crimes. And 28 Ways To Prevent Them”; “Hot Lips: Colors With Bite”;
Spring Cleaning. Scrubbing, Waxing, Wrapping, Polishing, Snipping, Shaping and Buffing
Your Body”2: en lugar de rechazar esta intrusión cosmética en el cuerpo de las mujeres o de
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Sylvie Fleury: Moisturizing is the Answer, 2000.
argumentar contra él, Fleury se limita a recoger estas proposiciones, las descontextualiza, las
magnifica en grandes letreros sobre las paredes de la galería y de esta forma subraya su oculto poder de control y sometimiento. Además, en Skin Crimes, donde aparecen coches accidentados pintados con gamas de esmalte de uñas, alguno de estos términos, –Waxing, Polishing, Snipping, Shaping– tienen un doble significado, como tratamientos de belleza femenina
y como mantenimiento y tuneado de coches. En una reciente conversación con Peter Halley
Fleury declaró que “al recontextualizar algo muy superficial se le puede dar un nuevo significado y a veces, al ser una mujer y exponer un par de zapatos, un coche, o una pieza de Carl
Andre puedes darle una dimensión más profunda”.
El desafío de Sylvie Fleury consiste esencialmente en agudizar las contradicciones del sistema económico-artístico y conducirlas a un punto de no retorno. Y no solo desde una perspectiva económica y social. También se presenta el desafío de los nuevos temas relativos al
protagonismo de la cultura y el consumo específicamente femeninos en las sociedades avanzadas en un proceso de reformulación del gusto. Si Marinetti colocaba su coche de carreras
en la vanguardia del cambio de gusto y la incomparable ebbrezza della velocità como un deseo específicamente maquinista y masculino, Fleury bien puede contestarle: “El mundo se ha
enriquecido con una belleza nueva. Una botella de Evian, con su sofisticado azul oscuro, con
su etéreo perfil ondulado, con su capacidad de singularizar a la persona que la toma, es más
bello que la Victoria de Samotracia”.
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Y el rosa, un color que la artista emplea asiduamente
en toda su gama de tonos cosméticos, es más que un
color, es la huella de la carne sobre las cosas, la promesa de una felicidad infinita. En “Le Mauvais Vitrier”, uno de los más célebres poemas de Le Spleen
de Paris, Baudelaire narra la historia de un artista –él
mismo– enfermo de ennui que escucha los gritos de
un vidriero que vende su mercancía por la calle. Le
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llama desde la ventana y el pobre hombre ha de subir
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seis pisos de una estrecha escalera cargado con su frá-
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gil mercancía al hombro. Examinada esta, el poeta
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grita violentamente al vidriero: ¿Pero cómo, no tienes
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cristales de color, cristales rosas, mágicos cristales del
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paraíso? ¿Cómo te atreves a venir a los barrios pobres
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sin cristales que nos hagan ver la vie en rose? Le echa
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Sylvie Fleury: Chromo Quartz, 2001.
Cortesía de las galerías Sprüth Magers,
Berlín, y Thaddaeus Ropac, Salzburgo/París.
a empujones de la buhardilla y cuando el mal vidriero
llega a la calle tambaleándose, el poeta le lanza un
tiesto que le derriba y le rompe su “mezquina mercancía”. El relato concluye con una frase
terminante: “Estos arrebatos de locura no dejan de tener su peligro y pueden pagarse caro.
Pero, ¿qué importa la condenación eterna a quien halló en un instante lo infinito del goce?”.
Y es precisamente ese mismo “infinito de goce” lo que prometen al paseante los objetos iluminados tras el escaparate o las seductoras fotografías de publicidad en las revistas, pero un
goce que no es ya acción, como en Baudelaire, sino que aparece concentrada en forma de objeto. Es una excitación objetualizada, literalmente fetichizada, capaz de producir un exceso
que hace saltar por los aires la frontera entre deseo y realidad. “Todos los fetiches se basan en
códigos –ha declarado en alguna ocasión Sylvie Fleury– que son compartidos por diferentes
colectivos. Y el arte se ha basado siempre en patrones similares. La moda participa de esta
misma estructura de manera aún más evidente y resulta claro que podemos pasar rápidamente
de uno a la otra”. Sylvie Fleury acude a la llamada del color rosa –pues el fetiche rosa es doblemente carnal– para llevarlo a un límite de saturación capaz de insinuar sus contradicciones: peluches rosas, cohetes espaciales en diferentes gamas de rosa, rosa sobre coches accidentados, un neón rosa que promete “baudelerianamente” Perpetual Bliss, inmensas barras de
labios con toda una gama de rosas, o como resumen de todo ello, una gran pintura mural rosa
con el texto C’est la vie! tomado de la tipografía cursiva de Christian Lacroix en la que explota el contraste entre esa expresión francesa de resignación y la felicidad prometida por el fondo de color y que, de paso, realiza un homenaje directo y conciso a Rrose Sélavy, el álter ego
femenino de Marcel Duchamp, el artista en femenino.
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Warhol au féminin
“Comprar es más americano que pensar”. Este enunciado de
Andy Warhol, tan apropiado en su época, resulta ahora, a comienzos del siglo XXI, realmente restrictivo y quizás debería ser
reformulado como “Comprar es más humano que pensar”. Durante la infancia y adolescencia de Warhol en Pittsburg, los estadounidenses pusieron a punto una inversión epistemológica: los
objetos valen más que las ideas, su adquisición colma la eferves-
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cencia del deseo, la calma o la domestica, hasta que un nuevo
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objeto aparece en la pantalla de exhibición mediática y lo realimenta. Calmadas las aguas, después de la crisis petrolífera de
Bansky: Discount Soup
Can, 2005.
1972, Barbara Kruger retoma el argumento en un espíritu más
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próximo a Dada: I Shop Thereford I Am, conduciendo el enunF
ciado humanista de Descartes al pasillo del supermercado, ese
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pasillo sobre el que ironiza el ruso Oleg Kulik: “El pobre Warhol
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perdió el camino en el supermercado de la contemporaneidad; y
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no consiguió encontrar la salida más que a través de la ironía”3.
Uno de los valores más sólidos del arte de Sylvie Fleury se basa
en invertir la proposición cartesiana para cuestionar el anti-consumismo primario y elemental de Kruger y volver a conectar con
la fuente original de Warhol. Su Golden Supermarket Cart de
1993 lo explica con el lenguaje de los símbolos y los materiales:
los símbolos porque el vulgar carro de la compra de una gran superficie se encuentra instalado sobre una peana de cristal girato-
Andy Warhol: Campbell’s Soup
Can, 1964.
ria, como el último modelo de una marca de automóvil; los materiales porque en lugar del vulgar aluminio, el carrito de esa
compra ideal es de oro, de oro puro. ¿Qué productos meteríamos
en ese carro? Evidentemente no un manojo de puerros y un pack
de doce botellas de leche, sino un frasco de Chanel 5, unas sandalias de Gucci y cosas parecidas. Ficción de la ficción, deseo
del deseo, alimentando un bucle permanente. Y, como confiesa
la propia artista: “Un deseo satisfecho despierta nuevos deseos”.
Banksy, el popular artista “callejero”, ataca desde el otro frente: en 2005 realizó e instaló ilegalmente en el MoMA de Nueva
York Discount Soup Can, una versión con una marca blanca de
las latas de sopa Campbell’s de Warhol, aludiendo al elitismo del
arte de los museos. De esta forma, Warhol es atacado desde dos
Sylvie Fleury: Golden
Supermarket Cart, 1993.
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frentes: como un elitista de la
high culture por el guerrillero
Bansky y como introductor de
los gustos working class en los
museos por la sofisticada Sylvie
Fleury. Pero cualquiera que conozca un poco las metodologías
de apropiación del arte contem-
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poráneo descubrirá inmediataS
mente que en realidad ambos ar-
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tistas, bajo la ficción de una crí-
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tica, han colocado a Warhol en
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Sylvie Fleury: Skin Crime (Givenchy 601), 1997. Cortesía de la artista y
de la galería Bob von Oursow, Zúrich.
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menajean desde sus respectivas
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el centro de su atención y lo ho-
posiciones estéticas. Las cajas de productos de régimen Silm Fast que Fleury realizó en 1999
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formalmente aparecen como el eco directo de las Brillo Box que Warhol realizó casi medio siglo antes. Pero Warhol citaba repetidamente la comida –latas de sopa Campbell’s, cajas de
melocotón en almíbar Del Monte, kétchup Heinz o Corn Flakes de Kellogg’s– como productos de primera necesidad, alimentos básicos de la compra en el supermercado en la época de
los productos envasados, mientras que Fleury realiza el viaje de vuelta desde esa ostentación
alimentaria hasta su contrario, barritas adelgazantes, batidos sin calorías, de una cultura que
valora ante todo la delgadez, como estética y como estado saludable. Los papeles pintados
con la imagen en primer plano de una vaca que Warhol realizó en 1966 aludían a un país sobrealimentado, o quizás más bien a un país en el que sus habitantes tenían definitivamente
asegurada la alimentación y podían lanzarse al consumo indiscriminado de productos superfluos. Las cajas de Silm Fast de Fleury aluden a una cultura de dieta, de gimnasio y anorexia.
Enunciado de forma esquemática podríamos decir que Warhol representó los primeros productos de la sociedad de consumo, y Fleury los de la sociedad opulenta; en la primera el factor alimenticio adquirió un carácter explosivo, mientras que en la segunda ha llegado a ser un
factor implosivo.
Una de las series que ha hecho célebre a Sylvie Fleury es Skin Crime, realizada desde 1999
y repetida en diferentes configuraciones: automóviles en sinistro total comprados en desguaces. Remite literalmente a los Desastres automovilísticos de Warhol que, a su vez aludía, en
esa mística de representación de violencia y muerte a Francisco de Goya. Pero Fleury marca
las distancias y se instala en un Zeitgeist post-apocalíptico. Además de la evidencia de que la
artista suiza sustituye las imágenes periodísticas de Warhol por coches reales, en los que la
brutalidad del accidente queda violentamente explícita en la sala de exposición, el tono de la
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Sylvie Fleury: Skin Crime 2 (Givenchy 601), Skin Crime 3(Givenchy 318), 1997.
elegía por la muerte en carretera resulta diametralmente opuesta. Warhol empleó gamas de
color brillante para otras imágenes de muerte –sillas eléctricas, disturbios raciales, calaveras–
pero en la serie de los desastres automovilísticos se remitió a un solemne y fúnebre negro.
Sylvie Fleury, con su metodología irónica de hiper-banalidad, pinta cuidadosamente esos coches accidentados con gamas de color de maquillaje que aparece incluso en el título –Skincrime 2 (Givenchy 601), Skincrime 3 (Givenchy 318)– formando una suerte de oxímoron visual:
la tragedia automovilística decorada con colores de laca de uñas, muerte y belleza unidas en
un pacto contra natura. Un pacto que adopta un tono decididamente grotesco cuando el espectador lee alguno de los titulares de revistas femeninas rotuladas en la pared junto a las ruinas del automóvil: “Miniskirts are back”, vuelve la minifalda, o “Want a Killer Body. Read
This”, ¿quieres un cuerpo de infarto? Sigue leyendo. O quizás no sea tan grotesco, precisamente porque se apropia de los aspectos más caricaturescos de la cultura mass-media: en el
Salón automovilístico de turno, el nuevo modelo de BMW o de Toyota, suele aparecer, sobre
una base giratoria, con una joven azafata tendida sobre el capó. Y la promesa de felicidad,
status y sexo del automóvil, esconde entre sus tripas, en la potencia del motor, también la inA R T E Y PA R T E
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minencia del accidente: el rosa
de lápiz de labios se convierte
en rojo de sangre. Y entonces,
quizás no nos resulte tan glamourosamente banal la artista
cuando declara: “Muestro las
cosas como son. De este modo
expongo también los instrumen-
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tos y los mecanismos que las
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hacen ser como son”.
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La última frontera
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Fleury se ha referido en alguna
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ocasión al imparable avance de
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las mujeres en el campo laboral,
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Sylvie Fleury: First Spaceship on Venus, 1996.
social, económico y político,
pero señalando también un im-
penetrable reducto masculino: el mundo del motor y especialmente el de las competiciones de
Fórmula 1 en las que el único papel de las mujeres es el de azafatas que protegen con un paraguas o una sombrilla a los pilotos de las inclemencias de la lluvia o del sol. Un papel reducido y humillante, esencialmente decorativo, semejante al de las “groopies” de los grupos de
rock and roll. Con intención de romper esa última frontera, Fleury ha realizado numerosas
piezas relacionados con diversos aspectos de los automóviles, desde la ya citada serie Skin
Crime de accidentes automovilísticos maquillados hasta esculturas ready-made de motores
sobre peanas o neumáticos dorados convertidos en fuentes, o la minuciosa reconstrucción de
un taller de tuneado de coches –She-Devils on Wheels-Headquarter, de 1997–, pasando por
un provocativo vestido femenino de piloto de Fórmula 1 realizado en colaboración con Hugo
Boss en 1999. La pieza, en cuero blanco, repleto con los habituales logotipos de los patrocinadores, es un mono, pero en lugar de pantalones, continúa con una falda hasta los tobillos.
Una amplísima abertura muestra las piernas y en teoría facilita el manejo de los pedales del
bólido, pero en la práctica juega con el erotismo de un traje de noche, con el fantasma masculino de sexo y velocidad.
Si toda esta iconografía automovilística remite a una masculinidad comportamental en la
que velocidad, dominio y control resumen un imaginario condensado en el “mundo del motor”, en First Spaceship on Venus, otra de las series más aclamadas de la artista, comparece
directamente la imagen del falo –erecto, penetrante e indomable– en forma de cohetes espaciales esquematizados o, como la propia artista confiesa, de “enormes vibradores”, mientras
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que las pinturas murales que los acompañan ofrecen sugerencias de formas
vulvares. Pintados también con colores
de laca de uñas o rouge de labios, estos
cohetes espaciales vuelven sobre el argumento de la feminización de los
símbolos masculinos. Presentados en
grupos de seis o siete, van provistos de
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una banda sonora basada en la manipuS
lación de sonidos de películas de cien-
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cia ficción y en la que de vez en cuan-
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do se oye, como una consigna imperio-
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sa, la palabra égoïste, la célebre marca
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de perfume de Chanel. Como en otras
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ocasiones, el sonido fue realizado en
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colaboración con Sidney Stucki, artista
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y diseñador sonoro de Ginebra. El propio título de la serie está tomado de
una película de ciencia ficción –Der
schweigende Stern, La estrella silenciosa, adaptada en los EE.UU. como
First Spaceship on Venus– una delirante coproducción de 1960 entre Alemania del Este y Polonia. Con sus resplandecientes colores de maquillaje,
estos cohetes no se dirigen a la Luna o
a Marte, sino a Venus, a la exploración
y conquista del planeta del amor. Si-
(arriba y abajo)
Sylvie Fleury: First Spaceship on Venus (17 ABC), 1998.
tuados en penumbra, rememoran el
ambiente de un peep show o de un sex shop. Sin embargo, tanto orgullo eréctil, queda desactivado en otras dos versiones de los cohetes derivadas de la original: en una de ellas, los cohetes se han desinflado y comparecen patéticos y relajados en el suelo, como puffs plateados,
mullidos y acogedores, a la manera de las “soft sculptures” de Oldenburg. En otra, aunque
aún de pie, han perdido cualquier carácter agresivo o penetrante pues están forrados de peluche, de manera que el fantasma fálico ha devenido en suave osito peludo. Como Marcel Duchamp, que al aspecto amenazador de los pinchos de su Porte-bouteilles, los encargados de
acoger la húmeda embocadura de las botellas, contrapone las suaves y acogedoras formas de
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Fountain, también Fleury juega con la
sexualización de los objetos, y la masculinidad de los cohetes espaciales se
conjuga con la femineidad rotunda de
sus enormes platillos volantes en plástico metalizado, suavemente apoyados
en el suelo por uno de sus costados.
Los zapatos con tacón de aguja, uno
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de los emblemas del fetichismo y
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substituto fálico por excelencia, están
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muy presentes en el trabajo de Sylvie
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Fleury, tanto en forma de objetos rea-
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les en sus instalaciones, junto a bolsas,
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cajas y otros complementos del ves-
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tuario femenino, como en buena parte
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de sus vídeos. High Heels on the
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Moon (en la luna con zapatos de tacón), una de las “consignas” que ha
repetido en diferentes instalaciones, se
Sylvie Fleury: Hot Heels, invitación para la exposición en el
Migros Museum (Zúrich), 1998/99.
relaciona con esa última frontera a la
que acabamos de aludir, los reductos
amurallados de la testosterona. Y la conquista espacial es otro de ellos. Como en el caso del
uniforme femenino para una piloto de Fórmula 1, la propuesta de Fleury no se limita a una
simple penetración en ese espacio de exclusión –la eventual participación de alguna mujer en
los programas de adiestramiento de astronautas– sino un desbordamiento, pues la propuesta,
radical de puro poética, es que las mujeres se paseen por la luna no con las pesadas botas reglamentarias, sino con estilizados zapatos de tacón de aguja y de esta forma caminan por la
polvorienta superficie lunar no con el “pequeño paso” de Amstrong, sino con la decidida zancada de una modelo sobre la pasarela. Traspasando unos estereotipos –la mujer hipersexuada– a otro orden de estereotipos relativos a la investigación espacial, Sylvie Fleury logra
no sólo crear paradojas, sino sembrar auténtica confusión. La ironía de los tacones y la conducción automovilística alcanza en Hot Heels, la tarjeta de invitación para su exposición en el
Migros Museum en 1999, el nivel de lo grotesco: imitando el logo de Hot Wheels, una conocida marca de juguetes de coches, e incluso el perfil del producto para sujetarse en el gancho
del expositor, Fleury sigue insistiendo en las funcionalidad simbólica de los tacones pero, a
diferencia de la poética del lujo a la que ya nos ha acostumbrado, se sumerje en este caso en
el mundo canalla de las imitaciones baratas.
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Sylvie Fleury: Wild Pair, 1994.
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Una pieza temprana, Wild Pair, 1994, mostrada al año siguiente en la memorable exposición Fémenin-Masculin. Le sexe de l’Art, en el Centro Pompidou de París, muestra una disposición pobre e hiper-sofisticada a la vez: pobre por los materiales empleados, tres pares de zapatos sobre un lecho de hojas de revista; sofisticado por la alta intensidad simbólica de las
imágenes. Los zapatos de tacón han sido rociados con spray de plata metalizada –el color de
la primera Factory de Warhol– sobre portadas de revistas eróticas masculinas. La operación
parece a primera vista solamente un gesto de precaución de la buena ama de casa que teme
manchar el suelo de su hogar, pero inmediatamente descubrimos que esa operación de maquillaje de los zapatos oculta parcialmente el cuerpo de los jóvenes de las revistas. La “pareja
salvaje” se pone sexy, pero no necesariamente para atraer al macho, sino como forma de afirmación personal. El procedimiento de Sylvie Fleury es tan simple como contundente: en lugar de denunciar el consumo desenfrenado de la industria de la belleza, y con ello los estereotipos sobre el cuerpo de las mujeres, los pone de relieve y de esta forma los conduce a un límite intolerable; en lugar de denunciar los modos de opresión del fetichismo masculino, se
los apropia como un arma tomada al enemigo en el propio campo de batalla. “Las herramientas de poder –ha declarado la artista– se ejercen en nuestra sociedad por hombres y no por
mujeres, por ello, cualquier fetiche se percibe en primer lugar desde una perspectiva masculina, y esto es algo que tendemos a dar por sentado”.
Pero quizás, respecto a los tacones de aguja, la pieza más significativa sea la pareja de vídeos Here Comes Santa / Bells, realizados en 2005. Sobre una mullida moqueta roja en el priA R T E Y PA R T E
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Sylvie Fleury: fotograma de Strange Fire, 2005. Cortesía de la artista.
mero y verde claro en el segundo, vemos avanzar dos esbeltas piernas de mujer calzadas con
unos espectaculares zapatos plateados. Y en su caminar resuelto y a veces violento, va rompiendo bolas plateadas. Uno de los símbolos más evidentes de lo hogareño, las bolas que
adornan el árbol de Navidad, son destrozadas por esta ama de casa convertida en femme fatale, armada de glamour y rabia, construyendo una imagen invertida de la paz doméstica y del
idilio navideño. Bolas y zapatos reflectantes parecen obedecer a una misma lógica, pero el
conflicto se ha puesto en marcha. La banda sonora responde a las expectativas del título, música navideña, aunque su empalagoso mensaje de paz y armonía se ve interrumpido por el
violento sonido de los adornos al romperse.
Noli me tangere
Si buscáramos un artista moderno del que pudiéramos decir que pertenece exclusivamente
al universo de lo visual, que no remueve experiencias táctiles o que carece completamente de
cualquier implicación sinestésica, Piet Mondrian sería un buen candidato. Su obra madura, rigurosamente construida sobre la visión del plano pictórico, muestra una armonía abstracta paA R T E Y PA R T E
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ralela a la de la naturaleza, pero radicalmente
alejada de cualquier tentación de representarla. Y esta lejanía, esta eliminación de cualquier promiscuidad con los efectos sensoriales
de lo natural, resulta clave en la operación estética de Mondrian: frente al tacto, el más directo y grosero de los sentidos, la mirada ha
de ser capaz de desarrollar una percepción
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abstracta y cerebral, profundamente intelecS
tualizada. Aún así, cuando Sylvie Fleury aña-
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de un pedazo triangular de peluche rojo sobre
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el plano correspondiente en un cuadro en lo-
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sange de Mondrian, como en Composition
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dans le carré avec coin rouge (peinture nº 3)
de 1992, no es tanto –aunque sí en parte– por
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Sylvie Fleury: Composition dans le carré avec coin
rouge (peinture nº 3), 1992.
proximidad táctil, por colmar esa distancia
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aséptica en la que había sido mantenido el espectador frente a los cuadros del maestro holandés, sino sobre todo por introducir una pequeña cuña de banalidad, de seducción y superficialidad en la grave y espiritual estética
de Mondrian. Por introducir también algo sensualmente femenino en ese universo cerrado y
abstracto, místico y profundamente masculino
en el que habitaba Mondrian.
Esta operación de “puesta en femenino” adquiere una nueva complejidad referencial en
piezas como Patrick und Josef, de 1996. Syl-
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Sylvie Fleury: Patrick und Josef, 1996.
vie Fleury coloca unos zapatos diseñados por el canadiense Patrick Cox con la característica
rejilla de Mondrian sobre una amplia peana cuadrada con uno de los reconocibles Homenaje
al cuadrado de Josef Albers. En Jackson und Patrick, repite una operación semejante pero
con un fragmento de All-Over de Jackson Pollock. En estas maniobra de recolocación, brillantes aunque, por otra parte, previsibles, late la referencia a Yves Saint-Laurent que treinta
años antes había realizado una colección de vestidos femeninos en base al alfabeto básico de
colores primarios y líneas ortogonales de Piet Mondrian. La operación de Saint-Laurent en
1965 ponía en escena un eco tardío de la aspiración vanguardista por extender las configuraciones del laboratorio del arte a objetos de uso común, por socializar en la vida cotidiana las
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Sylvie Fleury: Crystal Custom Commando, 2008.
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invenciones formales de la vanguardia, en la línea de los constructivistas rusos o los futuristas
italianos, mientras que la de Sylvie Fleury, alentada por las resonancias del ready-made, es de
signo contrario y aspira a reintroducir los zapatos de Patrick Cox, que nacieron en el ámbito
de la moda, en el contexto del arte contemporáneo. Una especie de reabsorción, o una vuelta
del hijo pródigo a la casa paterna, siempre desde una óptica de identificación entre la obra de
arte y el objeto de alta gama. Y siempre introduciendo esos sofisticados objetos en el contexto de artistas que, como Mondrian o Pollock, desprenden un fuerte aroma masculino. Y en todos los casos, como también en Wild Pair, los zapatos femeninos se imponen a una base masculina, como diciendo la última palabra o reproduciendo la posición arriba/debajo de la Mariée y sus atentos célibataires. La estrategia de la artista se basa a menudo en la práctica de la
citación y la apropiación: Piet Mondrian, Josef Albers, Marcel Duchamp, Andy Warhol, Piero
Manzoni, los minimalistas, Eva Hesse, Daniel Buren, Victor Vasarely, Claes Oldenburg...:
una exposición de Sylvie Fleury parece en ocasiones un manual de arte contemporáneo manipulado por una mente perversa y juguetona, una mente que juega a vaciar de contenido la
obra de sus predecesores, a llevarla a un estadio de cínica vacuidad en la que se han perdido
todas las referencias. En el museo municipal de Eslingen distribuyó una gran cantidad de zapatos Mondrian sobre una pieza de suelo de Carl Andre, aludiendo sin duda a la poética del
caminar del artista estadounidense. Pero Andre se sintió ofendido por esta intrusión de banalidad y prohibió el empleo de su pieza como simple peana o como alfombra metálica para acoger banales zapatos. Durante una retrospectiva de Andre en el Museo de Krefeld, pidió autorización para que unas modelos pasearan por sus piezas de suelo con los zapatos de tacón de
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Sylvie Fleury: Crystal Custom Commando, 2008.
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Mondrian, pero también le denegaron el permiso. Finalmente, Fleury recurrió a coleccionistas privados de Ginebra para realizar un vídeo, Walking on Carl Andre, en el que se muestran
los zapatos caminando sobre las esculturas minimalistas.
Pero en una última demostración de agilidad, Fleury ha vuelto a invertir el sistema de referencias al arte y la moda en un vídeo de 2008: Crystal Custom Commando, realizado en 2008,
muestra a tres tiradoras vestidas de cuero disparando con fusiles de asalto sobre cuatro bolsos
de Chanel colocados sobre dianas de entrenamiento. Referencia o, más exactamente, homenaje a Niki de Saint Phalle, una ineludible referencia feminista fallecida recientemente. A comienzos de los años sesenta Niki de Saint Phalle escenificó performances de pintura en las
que realizaba cuadros con una pistola, una suerte de Pollock au féminin. Colocaba tubos de
color en la superficie de cuadro, de forma que al ser impactados por las balas se extendían
como formas del azar y la violencia. Sylvie Fleury reproduce el mismo escenario bélico con
una gama de bolsos Chanel de delicados colores pastel. Niki de Saint Phalle obtenía imágenes sugestivas con sus disparos, mientras que Fleury solo consigue cadáveres inertes: bolsos
tiroteados, ruinas de un lujo inaccesible
Notas al pie
1
La expresión Yes To All, tomada como ready-made textual de uno de los mensajes característicos del sistema operativo de Microsoft, ha sido empleada por Fleury como título de exposición, en diferentes emplazamientos y con diversos materiales. Como letras de neón rosa aparecieron en 2007 en el tejado de un inmueble de su ciudad natal; como
descomunal rótulo publicitario, realizado en acero y cuentas de cristal, en la muestra Garden Art, realizada en
Watters, Austria, en 2008.
2
“Agresiones cutáneas y 28 formas de prevenirlas”, “Labios sexy. Colores para morder”, “Limpieza de primavera.
Exfoliación, depilación a la cera, drenaje corporal, cortes de pelo, perfilado de cejas y tratamientos purificantes”.
3
Oleg Kulik: La sfida dell deserto del Gobi, ovvero l’insoportabile fascino della Mongolia, 2004.
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