E - macPatty

Transcripción

E - macPatty
INDICE
Página
3.- ¿Por qué “ ¡Qué Historia!”? - Introducción
5.- Nuestros Orígenes
11.- Hechos y Circunstancias – Causas y Efectos 1921-1991
13.- CAPÍTULO UNO - Desde el 13 de marzo de 1921 hasta diciembre de 1930
17.- CAPÍTULO DOS - Desde enero de 1931 hasta el 29 de diciembre de 1939
23.- CAPÍTULO TRES
29.- CAPÍTULO CUATRO
33.- CAPÍTULO CINCO
37.- CAPÍTULO SEIS
41.- CAPÍTULO SIETE
45.- CAPÍTULO OCHO - Desde enero de 1940 hasta agosto de 1963
49.- CAPÍTULO NUEVE
55.- CAPÍTULO DIEZ
59.- CAPÍTULO ONCE
63.- CAPÍTULO DOCE
67.- CAPÍTULO TRECE
71.- CAPÍTULO CATORCE
75.- CAPÍTULO QUINCE
79.- CAPITULO DIECISEIS
81.- CAPÍTULO DIECISIETE
83.- CAPÍTULO DIECIOCHO - Desde enero de 1991 hasta (después les cuento)
85.- MIS ADORADOS PERROS
89.- CAPITULO DIECINUEVE - Comentarios finales
93.- El fin de “ ¡Qué Historia!”
TRES CUENTOS CORTOS
97.- Aquel extraño viejito judío
99.- El pastor marroquí
101.- El reencuentro
105.- EL LIBRO DE CLARA
107.- Introducción
108.- Arbol Genealógico 111.- Nuestros Orígenes - Mis padres
113.- Concepción Martinez de Peréz
114.- José María Martinez y Félix Martinez
115.- Justa Martinez de Constanza
117.- María Martinez de Ojea
119.- Clara Martinez de Belfiore
120.- Elisa Martinez de Constanza
121.- Domingo Martinez
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Con Hugo Cadelli
Donado al Museo Naval del Tigre
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¿Por qué “Qué historia...”?
Introducción
E
n realidad son varias las razones que me impulsaron al severo ejercicio mental que presupone un buceo,
en profundidad, sobre nuestro propio pasado.
Muchos creen que esta es una actividad inútil pues ¿quién puede ignorar qué fue de su vida, desde que
nació hasta el presente? A los que así opinan yo les hago una sola pregunta: “¿Qué día de la semana
naciste?” ¡Nueve de cada diez no lo saben!
Y si no saben ese pequeño detalle de un día en el cual fueron protagonistas, pues dudo mucho que conozcan
verdaderamente su pasado. Además, desde un cierto punto de vista filosófico, lo único que realmente
existe es el pasado. El pasado es inmutable, inalterable y eterno. Lo que pasó en un día determinado del
pasado jamás cambiará, siempre estará allí, en la memoria de los pueblos o de los individuos, aunque nada
sepamos de ello. Si ocurrió alguna vez siempre estará allí.
En cambio el presente es fugaz. Sólo dura una millonésima de segundo o menos y se vuelve pasado. Pasado
reciente, pero pasado al fin. Y en cuanto al futuro, simplemente: no existe. ¡No existe hasta que se vuelve
pasado!
¡Créase o no! Como dice Rippley.
Pero respecto de las razones mencionaré varias:
Yo he tenido una vida profesional muy activa y hasta cierto punto protagonista en las tareas que realicé en
los últimos años y que culminaron hace muy poco tiempo.
Por otra parte, trabajé sin interrupciones desde el día que ingresé al Colegio Militar, el 4 de marzo de 1937
hasta el día que me jubilé, el 30 de junio de 1990.
¡En total 53 años!
Cuando esto último ocurrió aproveché un par de meses para poner orden en mis cosas y luego, me pregunté: “ Y ahora ¿qué hago?”
Me es absolutamente imposible vivir sin tener nada que hacer. Eso sería sencillamente existir, pero no vivir. Y
yo soy un ser al que le gusta vivir. Me agradan los trabajos manuales.
Hice cerámica bastante bien, pero no puedo seguir con ello porque ya no tengo los medios necesarios:
como el horno, etc.
Hice modelismo naval también con mucho éxito y seguiré en ello mientras pueda y de hecho acabo de
terminar una fragata que le regalé a Quique (mi cuñado) y a mi hermana.
Tengo muchos hobbys, es cierto, pero necesitaba algo que me motivara fuertemente y me pareció que hacer
un relato anecdótico de mi vida, que por otra parte, no fue ni mediocre ni aburrida, era una buena idea.
Luego está aquello de “Nosce te ipsum” (conócete a ti mismo) y me pareció también una buena razón. Sólo
mirando para atrás podemos llegar a conocernos en profundidad, si no intentamos engañarnos a nosotros
mismos, lo cual sería ridículamente necio. Además, llegando a cierta edad, corremos el peligro de que la
esclerosis cerebral nos invada o intente invadirnos, para lo cual además de las medicaciones que nos receten
los matasanos y que no tendremos más remedio que engullir, creo que es una excelente terapia obligar
a nuestras células grises a realizar el único ejercicio que la rehabilita en verdad: “agudizar la memoria y
exaltar el espíritu de la investigación”. En una palabra, obligarlas a funcionar coherentemente y con agilidad.
Existe otra razón, que tal vez sólo sea la pretensión de perdurar, más allá de la muerte, aunque mas no sea
en el recuerdo de un puñadito de descendientes.
Desearía que mis nietos y nietas y por qué no mis bisnietos sepan de mí, mucho más de lo que yo supe de
mis abuelos y bisabuelos.
Las dos últimas: porque es un desafio a mí mismo y porque es muy divertido.
Roberto Harry Martinez
1991
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NUESTROS ORÍGENES
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Domingo Martinez
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Delia Rotondaro
P
or las venas de mi hermana, mi hermano y yo corre una sangre que es la resultante de una buena
mezcolanza de etnias. Es una mezcla de sangre gallega (asturiana -ver Libro de Clara), calabresa,
vasca y unas gotitas de origen poco conocido, que nos heredó la bisabuela materna y que, algunas
malas lenguas solían decir que por allí habían andado los indios cordobeses.
Pero vamos por parte y ordenadamente.
Mi abuelo paterno, gallego él, (asturiano, ver Libro de Clara) llegó a la Argentina procedente de Galicia, allá
por el año 1871, y luego trajo a su mujer y una hija. Se llamaba Domingo Martinez, su mujer era Manuela
Fernandez Veiguela y su hija se llamaba Concepción.
Vaya a saber cómo y por qué esta familia se radicó en el pueblito de Pilar, a 60 km de Buenos Aires. Este
pueblito era, en esos años, un pequeño caserío de alguna centena de habitantes dedicados a la agricultura
exclusivamente. Por esa razón estuvo, tempranamente, ligado a la Capital por una vía férrea, único acceso
rápido, ya que anteriormente se podía llegar solamente en carretas o diligencias.
El abuelo traía de su tierra natal su habilidad como artesano herrero, de aquellos que sabían hacer esas
primorosas rejas que adornaban las ventanas y los patios como si fueran puntillas de hierro. Además,
naturalmente, como buen campesino, sabía como construir arados y otros artefactos necesarios para la
tarea rural.
Por aquel entonces ya existía en Pilar la iglesia de la Virgen del Pilar que dio su nombre al pueblo, cuyo origen
es Aragón y tiene su fabulosa Basílica en Zaragoza, ciudad española como la que más.
Allí, en ese pequeño pueblo que él y su familia ayudaron a crecer, nacieron sus restantes hijos e hijas, mis tíos
y tías: Félix, José María, Justa, María, Clara, Elisa y el menor Domingo, que nació el 26 de setiembre de 1889.
En total 8 hijos contando a la española Concepción. Es interesante comentar que el menor de la familia,
nuestro padre Domingo, nació cuando la hija menor ya tenía 5 años y que más adelante sus hermanas
mayores fueron sus primeras maestras en la escuela.
Mis abuelos murieron antes de mi nacimiento, de tal modo que no pude conocerlos, pero en cambio conocí
a todos sus hijos, mis tíos y los treinta y cinco primos, aunque casi todos fueron mayores que yo. Eran, sin
excepción, personas de bien y muy apegadas a la familia, siguiendo la vieja usanza de los gallegos (asturianos).
Eran gente humilde pero hidalga y orgullosa, honesta y recta.
Si escribo empleando el pasado es, naturalmente, porque de aquella larga lista de queridos primos sólo
quedamos unos pocos, con los cuales me une un gran cariño y con quienes me alegra encontrarme.
Respecto de la vocación de mi padre por las armas, lamentablemente, nunca llegué a saber por qué y
cómo llegó aquel chiquilín de 15 años, criado a 60 km de la Capital, en una época en que se vivía totalmente
aislado de todo el mundo, a tomar la decisión de seguir la carrera militar. Es necesario recordar que en el año
1903, cuando tomó tal decisión, jamás había salido de Pilar, no conocía Buenos Aires y me pregunto si habría
visto antes, por lo menos una vez, a un soldado. Presumo que sí, que tal vez alguna tropa haya realizado
maniobras cerca de Pilar y eso lo haya motivado. ¡Quién sabe! ¡Esta es otra pregunta que quedó trunca!
De cualquier manera ello confirma una vez más que cada hombre o mujer nace con un destino y éste es
inexorable. (Ver Libro de Clara y su relato de este hecho).
Aquel hijo de un herrero gallego (asturiano) inmigrante, criado en el aislamiento de un pequeño pueblo del
campo argentino llegaría, con el tiempo y su voluntad a ser General de División, Jefe de Policía de la Capital
y por 3 días, Ministro de Relaciones Exteriores de la República Argentina y por designio de ese mismo destino
moriría a los 55 años de edad, el 17 de abril de 1945.
Sus hermanos mayores hicieron sus vidas en el mismo lugar en que nacieron y vivieron como hombres simples
de pueblo pequeño.
Sus hermanas se casaron y salvo 2 de ellas, que dejaron Pilar para establecerse, una en Brandsen donde su
esposo tenía una farmacia y la otra en Buenos Aires, casada con un sastre, todas ellas vivieron y murieron
en Pilar.
Sólo el menor de todos, mi padre, tuvo un destino totalmente distinto al de todos sus hermanos y por lo demás,
absolutamente imprevisible y que lo hizo gravitar fuertemente entre todos sus familiares, quienes sentían
por él una admiración próxima a la idolatría. De todos mis primos sólo hubo uno, Aníbal Pérez Martinez, que
también eligió una carrera militar. Fue marino y falleció con el grado de Capitán de Navío. Otro más que
estudió leyes y se graduó de abogado. Los demás fueron honestos trabajadores, sencillos y puros, pero no
se elevaron socialmente, aunque lograron el respeto de sus semejantes.
Veamos ahora qué pasó con la línea materna.
Mi abuelo se llamaba Pío Rotondaro, era de origen italiano y, según me han afirmado, provenía de un
pueblo del sur de Italia, en Calabria, llamado Rotondella, ubicado cerca del talón de la bota italiana. He
tenido la oportunidad de visitar Calabria y llegar muy cerca de ese pueblo.En verdad no sé cuándo ni
cómo llegó a la Argentina, pero debe haber sido cuando era un niño aún pues se educó aquí y obtuvo un
título de Escribano. Se dedicó especialmente a la escribanía de marina. Era un hombre culto y de rígidas
costumbres. Vivió cuando joven en la Capital, cerca de Plaza Italia y se casó con mi abuela Elena Otero,
de origen vasco español, cuya madre, mi bisabuela, a quien conocí, era una viejita pícara y encantadora
de apellido Giraldez.
En algún momento de sus vidas se fueron a vivir a una inmensa casa-quinta de Villa Ballester, que también
conocí y que fue el centro de gravedad de toda la familia Rotondaro, hasta la muerte de mi abuela.
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Mi abuelo falleció el año en que yo nací (1921) de modo que no lo conocí. En cambio mi abuela y mi
bisabuela vivieron muchos años y fallecieron cuando yo ya era un joven mayorcito.
La abuela Elena era dueña de un extraño carácter: dominante y severa en ciertas cosas, muy poco afecta
a las ternuras familiares, desprovista de todo sentido del humor y al mismo tiempo carente del necesario rigor
con sus hijos, razón por la cual, probablemente, estos carecieron del empuje que hubieran requerido para
lograr una formación profesional. Como abuela era precisamente el modelo de la abuelita simpática, era
una figura hierática, de mirada escrutadora y de hablar monosilábico.
Mi madre Delia Florinda, fue la tercera de los 6 hijos de ese matrimonio y la segunda de las 2 mujeres. Nació
el 18 de abril de 1898 y falleció a los 86 años, el 18 de enero de 1984. Sus hermanos fueron Esther, Horacio,
Pío, Marcelo y el menor Carlos María.
Esta no fue una familia muy prolífica, al contrario de la paterna, pues entre todos los hermanos tuvieron en
total 12 hijos. Es decir que sólo tuve 9 primos maternos.
En esta familia ocurrió algo extraño, pues siendo el padre un profesional en buena posición económica,
ninguno de los hijos varones estudió y no obtuvieron, por lo tanto, título profesional alguno. Es posible que,
como dije anteriormente, algo de culpa haya tenido la actitud asumida en ese sentido por mi abuela.
Los hermanos Rotondaro eran bastante unidos entre sí y les encantaban las reuniones familiares que
generalmente terminaban en medio de grandes bromas y fuertes carcajadas.
Todos ellos eran de carácter fuerte, como buenos descendientes de calabreses y de vascos, pero quien se
llevaba las palmas, sin discusión alguna,
¡era mi madre!
Todos sus hermanos varones se deleitaban en contar las infinitas travesuras pesadas que habían sufrido,
durante sus infancias y adolescencias por cuenta de la hermanita Delia. Y no cabe dudas que durante todas
sus vidas estuvieron, de un modo u otro, sometidos a su voluntad.
Mi madre tuvo siempre un carácter muy fuerte. Mi hermana y yo siempre recordamos, algo en broma por
cierto, que ella usaba la pedagogía del “castañazo”. No admitía réplica alguna, ¡ni siquiera permitía el
intento de una explicación! Fuimos educados de un modo estrictamente militar. Y así fue conmigo, mientras
dependí de ella, es decir, hasta que ingresé en el Colegio Militar. A mi hermana, en cambio, de nada le sirvió
casarse y tener marido e hijos, por momentos se olvidaba de ello y la seguía tratando como a una niñita.
Esto, entiéndase, sin desmedro de reconocer el amor y la preocupación que sentía por nosotros.
¡Era su carácter calabrés!
Hoy ya tengo setenta años bien vividos y la necesaria ecuanimidad para racionalizar los hechos de mi
pasada vida y algunos de los de mis padres y creo que estos formaron una increíblemente dispar pareja.
No puedo encontrar ningún vínculo común o semejante entre el carácter de mi padre y el de mi madre.
El fue un militar y por lo tanto de rígida formación; estudioso de los aspectos técnicos de su arma, la artillería, a
la que le dedicó grandes esfuerzos que produjeron entre otras cosas, un cañón antiaéreo y un libro de balística
interior que fue una verdadera Biblia para la formación de innumerables futuros Ingenieros Militares. Además,
en ratos perdidos encontró la forma de estudiar y recibirse de Ingeniero Constructor, título civil que le permitió
construir su propia casa entre decenas de otras más. Era un pasable violinista y adoraba la música clásica.
Era de carácter afable, de excelente humor y proclive al perdón y al olvido. No era rencoroso y no tenía ni
enemigos ni enemistades.
Durante su estadía en Europa se adaptó con gran facilidad al trato diario con la mejor sociedad parisiense,
al punto que era muy mentada su gallarda presencia y su delicado señorío. Se movía en los grandes salones
como si hubiera nacido en ellos y lo disfrutaba enormemente. Le encantaban las veladas de gran gala en
la Opera de París y la asistencia a los numerosos banquetes a los que era frecuentemente invitado.
¡En París era un pez en el agua!
¡Debe haber odiado el tener que alejarse de aquel mundo!
Mi madre, en cambio, era un animalito salvaje. Tenía la actitud voluntariosa y hasta cierto punto caprichosa
de los calabreses. Las cosas le gustaban o no le gustaban. Pero no había que preguntarle por qué. Era un
ser intuitivo, con una formación elemental, como la mayoría de las niñas de su época. Amaba u odiaba.
Nunca tuvo término medio. Creo que esa forma de ser, que se originó en su infancia para autoprotegerse. Era
absolutamente imposible tratar de hacerla entrar en razones. Cuando había tomado una resolución nada
la hacía cambiar, aún cuando su fuero interno advirtiera su error. Esa forma de actuar entre las cosas de la
vida la mostraba como a un ser duro e intransigente y ello hizo que transitara por la vida, hasta su muerte,
prácticamente sin amigas ni amigos.
En París aceptó rápidamente las costumbres parisinas, en cuanto a vestimenta y forma de vida, pero nunca
pudo acostumbrarse a la vida social oficial.
Le disgustaban los banquetes y las recepciones ceremoniales y no perdía oportunidad para demostrarlo, lo
cual sacaba de quicio a mi padre y originaba numerosas discusiones caseras.
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Las francesas sometían a mi padre aunque de este hecho él era “casi” inocente. No hay que olvidar que el
flirteo ocasional, siempre el deporte nacional de las francesas. Detestaba también las idas a la Opera, pues
no era amante de esa clase de música (yo tampoco lo soy), todo lo cual hacía de esta pareja algo muy
despareja especialmente, porque su carácter era muy intolerante. En Europa mi padre debía viajar muy a
menudo para realizar visitas a fábricas de armas y presenciar experiencias. Ello hacía que la tercera parte
del año estuviera fuera de casa y ese era otro motivo de frecuentes discusiones a pesar de los numerosos
regalos que solía traernos para apaciguar los ánimos maternos.
En resumen, casi no puedo recordar un hogar en el que reinara una verdadera armonía conyugal y ello hizo
más sencillo para mí el pronto alejamiento del hogar paterno, que nunca extrañé. ¡Lamentablemente!
Se podría argüir que estos comentarios tienen poco que ver con nuestros orígenes genéticos y ello tal vez
sea cierto en el sentido más puro del término, pero no es así en el origen y en la formación de nuestro propio
carácter y es por ello que he juzgado interesante mencionarlos.
Es posible que alguno de sus hijos, de los hijos de ambos, podamos comprender algo más de nuestras
propias actitudes ante la vida al conocer estos hechos y quién sabe si algún nieto o nieta no se reconozca
más íntimamente también.
Todos Los Nietos
Atrás: Silvia Martinez con Nicolás Catalano en los brazos, Javiera y Aixa Homps con el
otro mellizo Alejandro Catalano.
Adelante: Rocco y Bárbara Avolio y Rodrigo Catalano (hijo del 2do marido de Silvia)
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Haben Sua Fata Libelli
(Los libros tienen su destino)
¡Qué Historia!
Hechos y Circunstancias – Causas y Efectos 1921-1991
General de División Domingo Martinez, su esposa Delia Florinda Rotondaro
y Roberto Harry Martinez
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En brazos de Mochy
Balcón en 1922
Altolaguirre 1961, Villa Urquiza
con La Nena
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CAPÍTULO UNO
Desde el 13 de marzo de 1921 hasta diciembre de 1930
N
ací el 13 de marzo de 1921 a las 14 horas, en la casa de mi tía Esther y su esposo Enrique Didiego,
ubicada en la calle Altolaguirre 1961, de Villa Urquiza.
Altolaguirre 1961, Villa
Urquiza en el año 1990
Era un día domingo.
Mis padres no vivían allí y, según creo, las razones de ésta, mi primer visita a la casa de quienes poco tiempo
después serían padrinos de bautismo, fueron dos: la primera es que en aquellos tiempos la cigüeña sólo
llegaba a las casas de familia y la segunda que mi padre, que a la sazón era Capitán del Ejército y por ello
tenía que cumplir con sus obligaciones habrá temido que mi madre, sola en su casa, no oyera el llamado
de la señora cigüeña.
Estuve allí hace poco y encontré una casa vieja muy reformada y aunque no puedo asegurarlo, creo que
debajo de todos aquellos agregados, está la original. Deberían declararla “monumento nacional”, ¿o no?
Ante ello, supongo que mis tíos más cancheros en eso de los nacimientos le habrán sugerido la mudanza
transitoria. El hecho de que mi nacimiento fuera del hogar paterno me parece, ahora, como un símbolo
de lo que fue una constante en mi futura vida. En efecto, en total sólo viví 14 años con mis padres, como se
verá más adelante.
Días después de ese domingo 13 “conocí” el hogar de mis padres, un pequeño departamento en el primer piso
de una casa de la calle Moldes 755 de Colegiales. La casa de Altolaguirre al 1961, creo que aún existe.
Para la casa de Moldes el tiempo no ha pasado. La he observado varias veces desde afuera y aunque,
naturalmente nada recuerdo de ella, tengo un par de fotos que me dio mi madre en las que se ve claramente
el balcón y su muy particular barandal de hierro forjado, que sin dudas es el mismo de hace 70 años.
Moldes 755, Colegiales - Balcón en 1990
Dos años después nos mudamos a la casa que mi padre construyó en Bucarelli 2000 esquina Juramento, en
Villa Urquiza.
Aunque sólo viví allí 8 años la recuerdo perfectamente y hasta tal punto que podría trazar, con muchos
detalles, un plano con muy pocos errores. Ello se debe, tal vez, a que aquel fue todo mi universo hasta los 9
años, un universo excluyente, pues de él solo salía para ir a mi escuela que estaba a cincuenta metros de
mi casa y en la misma cuadra. El resto del mundo no existía para mí.
Un niño de 5 años de hoy lo sabe casi todo comparado con lo que yo sabía a los nueve.
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Bucarelli 2000, esquina Juramento, Villa Urquiza
No es mucho lo que recuerdo de aquellos años: María Rosa, amiga de la infancia de mi madre, que
pasaba largas temporadas con nosotros; mis tíos Enrique y Esther que en esos días vivían muy cerca, en la
calle Olazábal; mi primo Aníbal que era oficial de la Marina de Guerra (llegó a Capitán de Navío y falleció
siendo joven aún) y a quien yo quería entrañablemente; mis primos Guille y Esthercita, a quienes veía muy
a menudo y a algunos vecinos como los Gamba, los ingleses de enfrente, la familia Walter, la familia Horne.
Con sus primos Enrique, Guille y Esthercita Didiego, hijos de la tía Esther Rotondaro
Recuerdo también un pequeño negocio de La Martona (tradicional empresa de productos lácteos) a donde
yo iba a comprar tarritos de dulce de leche que costaban cinco centavos.
La panadería Tanoira, cercana de la estación y los cines Edén y el 25 de Mayo que solíamos frecuentar
algunos domingos para para ver películas mudas, en tanto un mediocre pianista aporreaba un viejo piano.
Recuerdo también el Nash, “poderoso” auto doble faetón propiedad de mi padre con el cual hicimos una
larga y riesgosa travesía por caminos de tierra para visitar a nuestros parientes de Pilar.
También recuerdo un viaje en tren hasta Quemú-Quemú en La Pampa, invitados por los tíos Didiego que,
para ese entonces, estaban radicados allí por razones de trabajo.
Fue para mí una aventura super excitante, algo así como una expedición al desierto (en realidad era casi el
desierto, no habían indios pero se olían). El hecho fue que me divertí mucho en esos días.
Luego todo volvió a la rutina de siempre hasta que un día hubo una gran conmoción en casa, en el barrio y
también en todo el país. Había llegado el 6 de setiembre de 1930 y con él el golpe de estado que derrocó
a Hipólito Irigoyen.
Mi padre, ya Teniente Coronel, era el subdirector del Colegio Militar y por lo tanto tuvo su participación en
esa revolución (madre de otras tantas que llegaron después). No sé cómo fue que me enteré que el Colegio,
en su marcha hacia Plaza de Mayo, pasaría a dos cuadras de casa, por Olazábal y hacia allá fuimos para
verlos pasar y grande fue mi sorpresa cuando vi, a la cabeza de la columna y a caballo a mi padre.
Aún hoy, sesenta años después, experimento algo de la emoción que aquello me produjo.
Por supuesto que no tenía la menor idea del significado histórico y político de lo que estaba ocurriendo. Creo
que casi nadie tenía, en ese momento, la menor noción de la trascendencia de esos hechos para el país.
Lo que sí recuerdo aún, fueron los días siguientes a ese acontecimiento. Mi casa se llenó de visitantes. Eran
todos Jefes del Ejército que, casi todas las tardes, llegaban a casa a conversar con mi padre sobre los hechos
que estaban ocurriendo y Dios sabe cuántas cosas más. Recuerdo que se sentaban a discutir en el escritorio
de la casa y a veces en la sala. Todo ello era, para mi hermana y para mí, causa de excitación nerviosa que
se manifestaba con risitas y corridas de un lado para otro.
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Recuerdo también las idas y venidas del asistente de mi padre
acarreando mate de la cocina al escritorio durante horas.
Este aquelarre militar se fue apaciguando con los días hasta que
todo volvió a la normalidad, al tedio de la rutina diaria.
Pero, unos dos meses después explotó una nueva bomba. Una
tarde, estábamos mi madre, mi hermana y yo en nuestro dormitorio
en el piso alto, recién llegados del colegio, cuando escuchamos la
voy de nuestro padre que subía la escalera dando grandes voces:
“Delia, Delia nos vamos...”
Como no era su costumbre gritar ni subir corriendo las escaleras,
estábamos algo atónitos y hasta asustados.
De pronto entra a la habitación dando muestras de gran alegría y
diciéndole a mi madre: “Mirá” y abre un portafolio que traía y deja
caer, sobre mi cama, varios fajos de billetes de dinero...
Para mí y para mi hermana el dinero no tenía ningún significado, de
modo que nada entendíamos. Luego y aún eufórico comienza a
repetir, riéndose: “Nos vamos a Europa” expresión sin sentido alguno
para mí y posiblemente muy poco para mi madre.
Tranquilizándose le cuenta que lo enviaban a Europa y que antes
de un mes debíamos partir. No sé que impresión le produjo la noticia
pero mamá se sentó en mi cama y se puso a lagrimear.
Yo miraba la escena absorto, seguramente con mirada estúpida y
probablemente pensando que iríamos otra vez a ...
Quemú-Quemú.
Primos Belfiore: Mimina, Haroldo,
Kica, La Nena y RHM
La Nena y Roberto a los 6 años
La realidad fue que a partir de ese día se acabaron para mí muchas cosas: el tedio de diaria rutina, mi plácida
e insulsa infancia e ingresaba en una vorágine de acontecimientos que tendrían una increíble influencia en
el resto de mi vida. Pero yo no lo sabía aún. En verdad ya nada sería igual.
En las semanas siguientes todo fue volcánico para nosotros. Llegaron nuevos e inmensos baúles que mi madre
comenzó a llenar de ropas, zapatos y todo lo que era necesario para el viaje. La casa estaba siempre llena
de parientes y amigos que venían a “ayudar” y el clima era de gran algarabía a la que yo me sumaba y
contribuía generosamente, hasta que mi madrecita ponía término con un par de gritos. Y llegó el día en el
que abandonamos nuestro hogar, la casa a la cual nunca retornaríamos.
Fuimos a alojarnos en una pensión en Belgrano en la calle Zavalía, entre Juramento y Mendoza, que creo
aún existe. Allí estuvimos hasta que una noche, no recuerdo de qué fecha, aunque estimo que fue en la
semana de enero de 1931, nos embarcamos en el Conte Verde, un buque de bandera italiana que zarpó
cerca de media noche con destino a Génova.
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Por supuesto que allí estuvo toda la familia y amigos y corrieron ríos de lágrimas como lo exigían las
circunstancias. En ese momento comenzó una nueva y muy distinta vida para todos nosotros y en particular
para mí.
Del viaje y de la vida a bordo, curiosamente, recuerdo muy poco. Admito que posiblemente estaría aturdido
o cuasi hipnotizado por todas las novedades que ocurrían constantemente. Todo era nuevo y tan distinto a
lo que yo conocía...
Sólo recuerdo nítidamente un detalle.
Una mañana, después de largos días de navegación y siendo muy temprano mi padre nos despertó a todos
y, haciéndonos mirar por el ojo de buey del camarote, nos dijo:
“Estamos en el estrecho de Gibraltar. ¡Eso que se ve allá es Africa!”
¡Yo miré, lo miré a él y no entendí nada! Muchos, pero muchos meses después, me enteré de qué cosa era
Africa.
Bautizando a la muñeca
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CAPITULO DOS
Desde enero de 1931 hasta el 29 de diciembre de 1939
P
oco tiempo después llegamos a Génova donde estuvimos uno o dos días y luego comenzó otro
periplo, esta vez por tierra europea. Hicimos un largo viaje en tren, atravesando sabe Dios qué países,
hasta arribar a Bruselas.
Allí conocí el segundo hotel de mi vida, el segundo de los que, en el futuro, sumarían una larguísima lista de
lo cual tampoco tenía la menor idea en ese entonces.
Permanecimos apenas un par de días en Bruselas, pero fueron suficientes para vivir nuestra primera aventura.
En el hotel le robaron, a mi padre, el dinero que llevaba en una billetera de cuero, pero dejaron la cartera.
Papá armó un gran escándalo (no sé cómo se las habrá arreglado porque no hablaba francés, aunque sí
el alemán), la cosa fue que vino la policía y no sé cómo se recuperó el dinero. Pienso ahora, que para ello
debe haber influido fuertemente, el pasaporte diplomático que poseía y que amparaba a toda la familia.
Luego, otra vez arriba de un tren que, en pocas horas, nos depositó en París.
¡Y allí nos quedamos cinco largos años!
Hubo una breve estadía en un hotel parisino del cual no recuerdo ni siquiera el nombre y luego nos mudamos
a una suerte de departamento (algo que hoy llamaríamos un appart hotel) ubicado en el Boulevard Berthier,
a pasos de la Porte Champerret y frente al cual había una especie de larga plazoleta entre dos calles.
Allí bajábamos mi hermana y yo a jugar, pero sobre todo a mirar a los francesitos que hacían lo mismo pero con
más soltura. Eran los dueños de casa y nosotros los pajueranos. A veces nos hablaban pero no les entendíamos
nada y se iban, seguramente pensando que éramos unos tarados. ¡No lo éramos pero lo parecíamos!
Una vez, no sé cómo, me hice un amigo. Tenía algo parecido a un pequeño tractorcito metálico, muy brillante
y jugaba con él cargándolo con tierra. Yo lo miraba fascinado. ¡Nunca había visto nada igual! De pronto me
hizo una seña, llamándome, me acerqué tímidamente y cosa increíble, comenzamos a jugar juntos, hablando
cada cual en su idioma y aunque ninguno de los dos entendía al otro... ¡nos entendimos!
Más tarde se tuvo que ir no sin antes dejarme el tractorcito, diciéndome algo así como: “Propio...”
Volví a casa eufórico contando mi aventura repetidas veces a mi madre y a mi hermana y asegurándoles que
el francesito me había regalado el juguete. Pero cuando llegó mi padre y le conté la historia, me hizo volver
a la tierra, diciéndome que lo que el muchacho me había dicho era: “Propre” que quiere decir “limpio”, o
sea que quería que lo limpiara.
Hubo un poco de desilusión, pero no mucha. ¡Lavé tanto y tantas veces ese tractorcito! ¡Quería devolverlo
impecable! Quería asegurarme la amistad de ese francesito, ¡mi primer amigo en París! Pero sólo lo vi un
par de veces más y ni siquiera llegué a saber cuál era su nombre. De todos modos, de haberlo sabido
probablemente lo habría olvidado hace años o ¿tal vez no? O tal vez era otro pajuerano en busca de un
amigo, como yo... ¿quién sabe?
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Boulevard Gouvion St. Cyr
Por otra parte, poco tiempo después nos mudamos a un hermoso departamento nuevo, no muy lejos de
donde estábamos, al 48 Boulevard Gouvion St. Cyr, “troisieme etage a droite” (así era la cosa) y allí nos
quedamos casi 5 años.
Días antes habían llegado los muebles recién adquiridos, estilo muy moderno, completamente “ a la
page”....
Y comenzó, en serio, la nueva vida.
Estábamos, por entonces en Marzo de 1931, días antes de mi cumpleaños (el primero en Francia y el único
del que me acuerdo), quizás porque fue el primer acontecimiento familiar en Europa o porque recibí el primer
regalo en el Viejo Mundo, un hermoso tren eléctrico que me enloqueció y del que aún conservo la máquina,
un bello ejemplar. Lamentablemente el resto no logró sobrevivir al ataque rapiñesco de mis primitos, a nuestro
regreso a la Patria.
Pero no todo fueron rosas... Se avecinaba una horrible pesadilla de la que no tenía la menor sospecha.
En Francia las clases comienzan en los primeros días de septiembre y terminan a fines de junio del año siguiente.
No sé de quién fue la idea, aunque lo sospecho, pero mis padres decidieron que mi hermana y yo debíamos
ingresar a un colegio francés como internos, en malas palabras: como pupilos. Y de religiosos. El pretexto fue
que, de ese modo, aprenderíamos francés muy rápidamente. A nadie se le ocurrió preguntarnos si nosotros,
mi hermana y yo, deseábamos adquirir ese conocimiento tan rápidamente.
¡En realidad no teníamos la menor idea de lo que significaría, para nosotros, ese modo de aprender
francés!
Creo que, de haberlo sabido hubiéramos preferido aprender el “oficio mudo”, pero en fin la cosa fue
que para septiembre, ambos estábamos haciendo un curso acelerado de “pupilosis”. ¡Es cierto! Aprendí
velozmente el idioma de Racine y Moliere, pero mucho más rápido aún, aprendí a odiar ese aborrecible
sistema educacional y en particular a los curas.
Trataré de relatar, lo más brevemente posible, las experiencias vividas en la Ecole Gerson de la Rue de la
Pompe de París, donde empezó mi “martirio” juvenil. Prometo no exagerar nada ni falsear a la verdad.
Una mañana de no sé que maldito día, mi padre me llevó a aquel inolvidable colegio. Luego de esperar
unos minutos en la portería, apareció una persona, un celador según me enteré después, con quien mi padre
habló unos minutos, mientras yo los miraba sin entender nada y bastante asustado. Luego papá se despidió
de mi con un beso y me dijo:”... el próximo sábado te vengo a buscar”. Esperó a que el celador, tomándome
de un brazo me condujera hacia los edificios del colegio y se fue....Con cada paso que yo daba el corazón
se me achicaba un poco más. Antes de entrar en aquel edificio, que me parecía horrible y amenazador,
me di vuelta para mirar a mi padre, no sé para qué, tal vez esperando que me llamara y me sacara de ahí,
pero ya se había ido. El celador me hablaba y yo ni siquiera lo miraba, pues no entendía lo que me decía,
hasta que de pronto se detuvo, me dio vuelta para que lo enfrentara y siguió hablando y yo sin entender y
mucho más asustado... ¿Cómo decirle a esa bestia (eso me parecía que era) que no le entendía? Luego
me llevó a lo que supongo sería la Dirección y me presentó (eso creo) a quien, más adelante lo supe, era el
“capo cura” de esa maldita cárcel para infantes.
No tengo aún hoy, la más mínima noción de lo que me dijo, pero el tono me pareció amenazador.
Es necesario que explique, ahora y bien claramente, cuál era la situación que yo estaba viviendo en ese
momento.
Cinco meses antes acababa de cumplir 10 años de edad, diez años vividos en un barrio alejado del centro
de la ciudad de Buenos Aires, donde había llevado la vida de un niño que jamás se había separado de su
madre a más de 50 metros. Que nunca llegó a pasar una noche fuera de su casa y que se hallaba en un país
totalmente extraño, cuya lengua no entendía en absoluto y que, por lo tanto, se hallaba completamente
incomunicado, en un medio desconocido y que se mostraba hostil.
18
Luego fui conducido a una de las aulas, a través de un largo pasillo exterior, desde donde se veían, a la
izquierda una serie de puertas que correspondían, cada una de ellas, a un aula y a la derecha un amplio patio.
Entramos y el que me condujo habló con el profesor que estaba al frente de la clase el que, posteriormente,
me presentó a mis futuros compañeros, aproximadamente unos treinta, que me miraban con la curiosidad
propia de esos casos.
Me asignaron un banco y en ese mismo instante comenzaron casi dos años de permanecer sentado en
aulas de cuatro colegios distintos, en los cuales no aprendí casi nada que fuera de provecho para mi futura
formación cultural, excepto, claro está el idioma francés, algo de historia y geografía francesa.
Pero volvamos a lo que sucedió ese día, el más conflictivo de todos los que viví en ese colegio.
Todos los compañeros de clase tenían puesta su mirada en mí, los más cercanos me hablaban y yo, que no
entendía nada de lo que me decían, les contestaba con un gesto de impotencia, casi de desesperación,
hasta que no me prestaron más atención, urgidos por la necesidad de seguir con la clase. El profesor hablaba
un rato, preguntaba después y así continuó la cosa hasta que llegó la hora del recreo. A la salida del aula me
rodearon los chicos y casi todos juntos hablaban. Por el tono de voz me di cuenta que me hacían preguntas
que yo no sabía cómo responder.
Hasta que se me ocurrió decir:
”yo soy Argentino....yo soy Argentino...”
Entonces, de pronto uno de ellos captó, al parecer, lo que yo quería decir y con voz de triunfo dijo:”il est
argentin...” lo que me causó una gran alegría porque se me abría, de pronto y de un modo inesperado, una
pequeña puertita hacia el entendimiento y entonces, me aferré a esa palabra y creo que a partir de ese
momento, lo único que dije durante días fue: “Argentin” o mejor dicho “argentan…” como decían ellos.
Y esa fue mi primer palabra en francés, aprendida a las dos horas de estar en ese colegio. ¿C’est pas mal,
eh? (esto lo aprendí meses más tarde).
A mediodía nos condujeron al comedor (refectoar dijeron, en realidad era al refectoire, pero esa es otra cosa
de la que me enteré mucho después). Este era un gran salón con muchas mesas en las que se acomodaban
8 chicos en cada una de ellas. Allí, cuando nos autorizaron a hablar, se oyeron de pronto trescientas voces
simultáneas y entre ellas, las de mis compañeros de mesa, todos haciéndome preguntas que me desesperaba
por entender, porque me hubiera gustado contestarles, pero... hice lo que pude... que no fue mucho.
Después del almuerzo nos soltaron en el gran patio, allí se formaron infinidad de grupitos de amigos que
comenzaron a jugar, cada grupo en lo suyo. Yo también formé mi grupito de...uno y allí me quedé, sin saber
qué hacer, observando lo que hacían los demás. Estaba solo entre centenares de chiquilines, iguales a mí,
pero distintos, porque ellos podían comunicarse entre sí y yo no.
El día continuó sin variantes hasta que llegó la hora de ir al dormitorio. Este era exactamente como los que
conocí años después en el Colegio Militar, un gran salón con cuatro filas de camas de hierro, pintadas de
blanco, separadas por una mesita. Del techo colgaban seis bombitas de luz blanca y tres de luz azul. A un
costado de la puerta de entrada se hallaban los baños y al otro, una pequeña habitación donde dormía
un celador.
Me condujeron a una cama, que en lo sucesivo, sería mi cama y sobre ella encontré la pequeña valija que
yo había llevado y que contenía los efectos que el colegio exigía: ropa, abrigos, zapatos, útiles de aseo y
todo lo necesario para la nueva vida.
Nos ordenaron ir al baño y luego nos hicieron desvestir y colocarnos un “coqueto” camisón. El celador de
turno dijo un montón de cosas, que no entendí y de pronto todo el mundo se metió en la cama y yo también.
Luego apagaron las luces y el silencio se adueñó del ambiente. Era un silencio que se oía, al menos así me
parecía, porque hay silencios que se oyen y que duelen. El de esa noche me dolió.
No sé cuánto tiempo estuve despierto, a pesar de mi cansancio, no lograba el sueño. Parecerá ridículo, pero
tenía miedo de dormirme. Tenía frío. Tenía pena.... y lloré. ¡Pero me dormí!
De pronto fue el pandemonio. Se encendieron las luces y todos los chicos comenzaron a levantarse. Yo no
tenía noción de lo que estaba pasando. ¿Por qué se levantaban todos? ¿Qué ocurría? Pues resultó ser la hora
de levantarse. Eran las siete de la mañana. La noche había terminado y con ella el calor de mi cama.
Me vestí, fui al baño y luego acomodé un poco la ropa de la cama (no
hacíamos la cama, de ello se ocupaban empleadas del colegio) y luego,
formaditos nos llevaron a un edificio muy raro, para mí, que según supe más
tarde, era una “capilla “, a rezar.
Era la primera vez en toda mi corta vida que yo entraba en una capilla, de
modo que esa era mi primera experiencia religiosa, la primera de mi vida
consciente (aunque está demás, aclaro que de mi bautismo, como Católico
Apostólico Romano, no tenía ni tengo el más mínimo recuerdo).
Yo estaba totalmente estupefacto. No podía comprender el significado de
los gestos y recitados cadenciosos que todos hacían y mascullaban, como
si fueran títeres, todos al mismo tiempo, ¡como verdaderos muñecos! ¿Para
qué hacían eso?
Nadie me había hablado jamás de todos esos actos rituales, tan caros a los
religiosos, según aprendí más tarde.
En toda mi infancia transcurrida en Villa Urquiza, nunca fui llevado a una
iglesia, nunca se me había enseñado a rezar en casa, como sé que se
acostumbraba en algunos hogares, ni tampoco en el colegio.
19
Por lo tanto mi desconcierto era total. ¡No sabía qué hacer!
Aquí creo necesario aclarar que mi padre era profundamente creyente y en particular, un devoto fervoroso
de la Virgen del Pilar, la Virgen de su pueblo natal y que además, toda su familia era también muy creyente.
De mi madre, en cambio no puedo decir lo mismo, era más reservada en cuestiones de este tipo y recién
en su vejez fue más activa en la materia, aunque de un modo muy personal.
Sin embargo, a pesar de este antecedente, Papá nunca, ni en Urquiza ni luego en París, actuó como un
católico practicante y no hizo nada en particular, para que sus hijos sí lo fueran. Por ello mismo, nunca pude
entender su obstinación, durante los dos primeros años en París, en alojarnos en colegios religiosos a mi
hermana y a mí. Nunca se lo pregunté, pero son tantas las cosas que hubiera deseado preguntarle, años
después y que quedaron sin respuesta. Como dice la canción:
“... me hubiera gustado tenerte, Papá, con el cabello canoso y la cara surcada por las arrugas, pero
tenerte, tenerte...”
Pero volvamos a la historia.
Días más tarde, durante un recreo y mientras, en soledad, miraba lo que hacían los demás, se me acercó
de pronto un chico, algo mayor que yo y en perfecto castellano, me dijo: ¿“Tú eres el Argentino?” fue tal la
sorpresa al oír hablar a alguien en mi idioma que casi me caigo de espaldas. Resultó ser un peruano que ya
llevaba dos años en ese colegio y que, por lo tanto, era un veterano. Luego me enteré por él mismo, que
se llamaba Benavides y que su padre, que era un Mariscal, era nada menos que el presidente del Perú, en
ese entonces.
Mi alegría fue inmensa. ¡Ya no estaba solo! Tenía con quien hablar y lo hice. Le pregunté mil cosas que
necesitaba saber y mi dio mucha información y consejos que me fueron muy útiles.
Lamentablemente no coincidíamos ni en las clases ni en el dormitorio y a veces, ni en los recreos y a pesar
de que nos reuníamos frecuentemente, no llegamos a ser amigos.
Durante los recreos en el gran patio se armaban grupos con gustos afines en materia de juegos. Yo no recuerdo
como fue, pero terminé uniéndome a los que practicaban el “jeu de pomme”, antiguo juego francés, que
consistía en golpear a una pelota con la mano contra un frontón.
Allí no necesitaba hablar sino darle a la pelota con fuerza y entusiasmo y dar gritos y saltitos de alegría, cuando
anotábamos algún tanto. Mi entusiasmo fue tal que para la noche tenía la mano hinchada y dolorida, pero
eso no era importante para mí, pero sí lo era el que comenzara a integrarme, a no estar solo.
Y así pasaron varios días y cada vez faltaba menos para el ansiado sábado y el regreso a casa. Soñaba con
ese día, tal vez creyendo que ya no volvería más a ese lugar o ¿quién sabe qué?
El viernes por la tarde ocurrió algo que me dejó atónito por la forma como reaccionaban los chicos y que
yo no entendía.
Estábamos en clase de estudio cuando de pronto entró un celador y comenzó a distribuir unas papeletas de
color rosa, dándole una a cada chico (menos a mí, seguramente debido a mi incapacidad con el idioma) y
de inmediato cada cual se dio a la tarea de escribir en ellas. Luego de unos minutos el celador recogió las
boletas y se retiró. Yo tenía gran curiosidad por saber de qué se trataba y más tarde, en un recreo lo busqué al
peruano, lo encontré y lo interrogué sobre aquel asunto. Resultó que las famosas papeletas eran solicitudes
para obtener el permiso de salida, al día siguiente. Cada cual debía llenar la suya: apellido, nombre, edad,
año que cursaba, quién lo vendría a buscar y... ¿por qué quería salir?... ¡aunque parezca mentira! Al día
siguiente se devolvían autorizadas... ¡pero no todas! Algunos no podían salir por mala conducta o alguna
otra causa. ¿Qué tal? Yo no cumpliría con esa obligación durante el primer mes y luego sí lo haría, como
todos los demás.
Hasta acá la casa tenía cierta lógica. Lo increíble fue el procedimiento posterior.
Al día siguiente, que era sábado y la mañana tan esperada por todos, en algún momento volvió el mismo
celador con las esperadas papeletas y comenzó la primera manifestación de sadismo que pude conocer en
mi vida. El canallita recorría lentamente los pasillos, deteniéndose frente a cada banco y mirando fijamente
al alumno allí sentado, y con aire de matamoros, simulaba buscar la correspondiente a ese niño y se la
entregaba cuando el pobre estaba ya al borde de las lágrimas. Luego seguía con ese jueguito banco por
banco, pero a algunos los salteaba y esos pobres desgraciados quedaban convencidos que no podrían
salir. Pero la cosa no acababa ahí. Al terminar la recorrida, permanecía unos minutos al frente de la clase,
revisando o haciendo como si revisara las boletas que habían quedado en sus manos y luego reiniciaba el
mismo paseito anterior, entregando otras autorizaciones. Este divertimento freudiano lo realizaba varias veces,
satisfaciendo así, quién sabe qué clase de trauma esquizofrénico que debía dominarlo. De todos modos
siempre había algún sancionado con privación de salida, lo que daba más realismo a esa tortura mental.
Varias veces, tiempo después, también fui elegido para la diversión de esa bestia humana que jamás pude
olvidar (aunque nunca llegué a estar privado de salida). Y llegó el ansiado sábado y con él el regreso a
casa. Mi padre me vino a buscar y durante el viaje de regreso, en el taxi, me hizo infinidad de preguntas
tales como: “ ¿Qué tal el colegio? ¿Te gustó? ¿Hiciste amistad con algún chico?”
Invariablemente contesté a todas esas inquisiciones con un rotundo: “No, es una porquería”. “¿Por qué?”
replicaba él. “Porque sí” contestaba yo. Luego no habló más.
Ahora 55 años después, tengo la impresión de que a él tampoco le gustaba el asunto, pero donde manda
capitán no manda marinero. Y a otra cosa.
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Al llegar a casa me reencontré con mi hermana, quien también había hecho su primera experiencia de
“pupilitis aguda” y que tampoco estaba muy feliz. El fin de semana transcurrió muy rápido, como era lógico y
el domingo al atardecer, estábamos de vuelta en nuestros reformatorios,... perdón ... en nuestros colegios.
La vida en la escuela siguió sin mayores variantes, excepto que cada día que pasaba aprendía alguna
palabreja nueva, urgido por la necesidad, lo cual me permitía una mayor integración con mis compañeros,
aunque muy limitada, pero continuaba sin entender una palabra de lo que se decía en clase. Pero recuerdo
en particular dos hechos que, en su oportunidad, me impresionaron, mal el primero y muy bien el segundo.
Una mañana, en tanto el profesor hablaba dictando su clase y que yo seguía sin entender, aburrido saqué
de un bolsillo una pequeña pelota que había traído de casa, para hacer mi contribución al “jeu de pomme”
y me dediqué a juguetear con ella en mi banco. Tan absorto estaba en ello que no me di cuenta que el
profesor se había acercado a mí y antes que yo pudiera hacer nada, me arrebataba la pelotita diciendo
“confisqué”, es decir confiscado y se volvió a su mesa. Yo me quedé estupefacto y algo furioso. Llegado el
recreo lo busqué a mi asesor “escolástico”, el peruano, quien me explicó lo que había pasado. La pelotita
no la volví a ver.
Días después amaneció nevando ¡qué emoción! Era mi primera experiencia con la nieve y me gustó mucho.
Los recreos se transformaron en campos de batalla con bolas de nieve. En esas batallas participé exultante,
sobre todo porque en ellas participaban también algunos celadores, a quienes les dedicábamos las bolas
más grandes (algunas de las cuales llevaban unas inocentes piedritas adentro). También jugábamos a
deslizarnos sobre la nieve caída, con lo que al poco tiempo éste se transformaba en hielo y entonces se
organizaban verdaderos campeonatos para ver quién llegaba más lejos. Era muy divertido.Pero fuera de
esos acontecimientos y de mi progresivo aprendizaje de un francés básico champurreado, no aprendí nada
más. El año escolar terminó a fines de junio del año siguiente, es decir en 1932 y con él mi estadía en ese
colegio.
Papá había comprado un auto. Era un Graham Page enorme, realmente algo espectacular para la época y
mucho más aún si se lo comparaba con el Nash doble faetón descapotable, al mejor estilo de los que usaban
los “gangster” de Chicago, que dejáramos en Buenos Aires. Ese auto nos hizo conocer casi toda Europa.
En sucesivas vacaciones recorrimos toda Francia, luego España, Bélgica, Holanda, Alemania, Austria, Suiza,
Italia (repetidas veces). Mi padre era un fanático de las catedrales famosas que pululaban en Europa y
también de los infinitos castillos y palacios cargados de historia que se nos cruzaban en el camino, sin olvidar
cuanto museo importante se nos presentaba.
Fue, sin dudas, una experiencia valiosísima para todos y particularmente para mi hermana y yo (mi hermano
era aún muy pequeño para darse cuenta de nada), aunque en honor a la verdad, frecuentemente nos
aburríamos como locos.
Sólo muchos años después comencé a darme cuenta del enorme festín cultural que ello representó para
nosotros. Recién al regreso a Buenos Aires empecé a valorizar, en toda su magnitud, hasta que punto aquellas
experiencias habrían de gravitar en el resto de mi vida.
21
En Fountainblue
22
P
CAPITULO TRES
ero volvamos a la historia otra vez.
Terminadas las vacaciones y ya de regreso a mi casa, me entero que me cambiaban de colegio.
Y así fue.
Ingresé en el Notre Dame de Boulogne Sur Seine, ¡también de curas! Este colegio era mucho más importante
que el anterior, tanto en cuanto a instalaciones como en número de alumnos. Por lo pronto tenía dos edificios
distintos para lo que nosotros llamamos primaria y secundaria. En realidad la denominación de los grados o
años en Francia va desde el “onziemme” (11e) hasta el “premiere” (1ª). Yo comencé en el “huitiemme” (8e)
y llegué hasta el “quatriemme”(4º). Además disponíamos de una piscina cubierta, una pista de atletismo,
cancha de fútbol y otras delicadezas por el estilo. Para ese entonces yo ya hablaba bastante bien el francés,
de modo que todo era más sencillo y menos traumático.
Aquí también fui protagonista de un hecho tragicómico. En el primer día y el primer recreo se me acerca un
grupito de 4 a 5 sabandijas y uno de ellos me preguntó si yo sabía boxear. ¿Y qué se me ocurrió decir? ¡Que
sí!. Entonces otro de ellos me dice que él era el campeón de box de la primaria y que tenía que saber si iba
a seguir siéndolo o no, para lo cual tendríamos que boxear juntos. Yo, con mi mejor sonrisa de estúpido, le
contesté que por mí podía seguir siendo campeón. Pero no hubo nada que hacer. Me llevaron a un lugar
apartado del patio, donde nos pusimos en guardia y ... ¡desperté un minuto después! Fue la única alternativa
violenta que viví en ese colegio. Mi vencedor me abrazó, lleno de felicidad por haber conservado el título
y luego fuimos muy amigotes.
Lo más importante de todo lo que me ocurrió en este colegio fue que allí hice mi primera comunión.
Conservo de ello una estampita que me dio mi madre y unas fotos que muestran a todos los comulgantes
que pertenecían a distintos cursos. Tengo también otra foto con mis compañeros de curso. Muchas veces
he mirado esas fotos en busca de alguna cara conocida pero, confieso que no he podido recordar a nadie.
Esos rostros son sólo fantasmas de mi pasado que nada me dicen.
La vida en ese colegio fue mejor que en el anterior, básicamente por mi cada día mayor dominio del
idioma y de la idiosincrasia de los niños franceses, que era muy distinta a la nuestra. Todos ellos, a pesar de
la poquedad de sus edades, tenían mucho más mundo que yo.
Me doy cuenta ahora, reflexionando sobre ello, que sobre sus hombros
había casi dos mil años de una riquísima historia que, de un modo u
otro, les daba mayor conciencia de su propio valor.
A mi hermana también la habían cambiado de colegio y estaba en
uno que se hallaba justo enfrente del mío.
Sólo como curiosidad quiero comentar que, además de las clásicas
materias: historia, geografía, literatura, gramática, etc también
enseñaban latín y ésta era una asignatura que me gustaba y estudiaba
con placer. La disciplina era algo más rígida que en el anterior colegio,
pero no había canallitas.
Releyendo lo escrito hasta ahora me doy cuenta que existen errores
de fechas y que ello se debe a que en Europa las vacaciones son en
los meses de julio y agosto y que la actividad, ya sea comercial como
la escolar, comienza en setiembre y, por lo tanto es muy probable
que en el primer colegio en el que estuve, la Ecole Gerson, sólo haya
permanecido unos 4 meses, es decir hasta el fin del año y que después
de las vacaciones por Navidad y año nuevo fui enviado al de Boulogne.
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Hice este descubrimiento al leer la fecha de mi primera
comunión al dorso de la estampita que conservo y que
establece que ese acto tuvo lugar el 2 de junio de 1932.
Es decir al final del año escolar, para lo cual fue
necesario que yo hubiese estado en ese nuevo colegio
desde el comienzo del año 1932. Allí estuve, creo yo,
probablemente hasta las vacaciones de julio – agosto
de 1933.
Luego, en el segundo cuatrimestre del 33, por razones
que ignoro terminó nuestra “pupilosis aguda” y nos
enviaron, a ambos al liceo Carnot, en la avenida del
mismo nombre.
De este período recuerdo varias cosas. Por ejemplo que, en nuestro carácter de externos y considerando
nuestra poca edad, yo tenía 12 años y mi hermana sólo 10, mi padre contrató un taxi, que nos llevaba y nos
iba a buscar; pero lo particular y anecdótico de ello fue nuestro chofer, pues se trataba de un noble ruso,
exiliado como otros muchos y que vivía de ese trabajo. Era una excelente persona, que nos trataba con afecto
y gran responsabilidad. Recuerdo su nombre porque casualmente se llamaba Alexis, casi como mi perro.
En ese liceo coincidí por primera vez con Eduardo Jorgensen quien desde ese entonces fue mi inseparable
compañero en todas mis andanzas en París. También recuerdo a mi hermana sosteniendo pacientemente
nuestras valijas escolares y las de algunos otros de la pandilla, mientras que nosotros jugábamos furiosamente
a la pelota, en la vereda del colegio, hasta que la paciencia de la hermanita llegaba a su fin.
No estuvimos mucho tiempo. Luego ingresé en otro liceo, el Pasteur, a unas diez cuadras de mi casa en Neully,
al que iba caminando. Ninguno de estos dos liceos logró dejar alguna huella relevante o digna de mención;
pasaron sin penas ni glorias. De todos modos éramos felices por el solo hecho de haber abandonado la vida
de pupilos.
Con la llegada del auto nuevo comenzó una serie interminable de viajes para conocer primero, todo lo que
había en los alrededores de París: St Denis, Chantilly, Reims, Fontainblue, Versailles, Verdún, los campos de
batalla, los inmensos cementerios de guerra, etc. Del cementerio de Douaumont recuerdo un detalle en
particular, que se avivó en mi mente como consecuencia de las secuelas de la 2da. Guerra Mundial. En el
centro del grandioso edificio construido para honrar a las víctimas de la guerra del 14-18, se había preparado
una tumba destinada a albergar los restos del Mariscal Petain, quien tuvo la desgracia de sobrevivir hasta la
segunda guerra y verse obligado a presidir los destinos de una Francia ocupada por los alemanes. Después
de la guerra fue juzgado, deshonrado y condenado a prisión perpetua en el castillo de If, el mismo donde,
de acuerdo con la leyenda, estuvo encerrado el Hombre de la Máscara de Hierro, de quien se dice era el
hermano mellizo de Luis XIV, y que debió ser el verdadero rey, por haber sido el segundo en nacer.
En cuanto a Petain, creo que sus compatriotas fueron muy injustos con él. Y muchos franceses piensan lo
mismo. Luego fuimos a Chartres, Orleans, Boulogne sur Mer a visitar la casa del General San Martín, al monte
Saint Michel, Deauville, Bélgica, Holanda, etc. Un verano, creo que fue en el año 1932, hicimos un largo
viaje por España, entrando por Barcelona, donde nos encontramos con mi primo Aníbal, que había llegado
a Cádiz en la fragata Sarmiento y que se había corrido hasta allí para vernos. Fue una alegría grande para
todos. Luego nos acompañó en nuestro largo viaje en auto por Zaragoza, Valladolid, hasta la Coruña,todo
ello con el doble objetivo de visitar a la Virgen del Pilar en Zaragoza y a la “tía Pacha” en la Coruña. Esta era
una hermana de mi abuelo que residía allí, junto a varios hijos, los primos hermanos de mi padre, a quienes
él no conocía.
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Recuerdo a la tía Pacha y la casa en que vivía, en el piso alto, pero a nadie más. También recuerdo un
paseo en auto con la tía Pacha quién no soportó las alternativas del auto y se descompuso, provocando
gran alboroto en mis padres y disimuladas risitas de mi hermana y yo. Una tarde, mi hermana y yo, nos fuimos
al cine, que quedaba muy cerca, a ver una película de Maurice Chevalier, que según creo, se llamaba “El
teniente sonriente” o algo así...
Terminada esta visita, Aníbal se despidió de nosotros y regresó a su buque, en tanto que la familia siguió su
periplo por el Cantábrico hasta San Sebastián, luego Biarritz, en Francia y, desde allí hasta París a través del
Valle de la Loire.
Para setiembre de 1933 me instalaron en otro y esta vez último colegio que se llamaba Ecole Pascal. Fui muy
feliz, hice muchos amigos, con algunos de los cuales aún mantengo relación, pues los he visto varias veces,
en ocasión de los repetidos viajes que allá hice entre los años 71 y 88.
En el Pascal volví a coincidir con Jorgensen. Para entonces yo era “un parisien” perfecto, nadie sospechaba
que yo no fuera francés y muchos se sorprendían cuando yo se los decía. En ese entonces ser argentino en
París era, para los franceses, algo así como lo que es hoy para nosotros un emir árabe. Todos suponían que
éramos millonarios estancieros y nos miraban con admiración.
Fueron mis fieles amigos: Pierre Auerback, Jean Dubuc, Jean Jacques Vuillmain, Pedro Etcheto, y el más
compinche, junto con Jorgensen, Jean Caracciolo, que hoy ostenta, por derecho propio, el título de Duque
de Laurino y Príncipe de Nápoles. Fueron los años de una libertad, casi absoluta, para moverme fuera de
casa, con mis amigos. Dos veces por semana íbamos a patinar al Palais de Glace o a Molitor o al cine o
simplemente a “flaner” (vagar) por Champs Elysees o el Bois de Boulogne. En el Palais de Glace habíamos
formado una barritas de chicas y chicos (teníamos apenas 13 años) y entre ellas recuerdo muy bien a Stella
Gath, a la que volví a ver en el 49, junto con su marido a Monique Lyon, una pequeña y amorosa judía,
que nunca más vi porque en el año 1942 fue deportada y murió en una cámara de gases en Dachau. ¡Qué
Dios la tenga en la gloria! Mi padre era un fanático del cine; ya desde nuestra corta vida en Villa Urquiza,
con frecuencia íbamos al cine, mudo en esa época y luego en París, especialmente en invierno, era nuestra
salida obligada todos los domingos.
En esas tardes de cine aprendí a conocer y amar a los inolvidables grandes: el Gordo y el Flaco, Oliver
Hardy y Stan Laurel, a Buster Keaton, a Harold Lloyd, a Bach y Fernandel, a Charlot, a Maurice Chevalier,
a Josephine Baker, a Jeanette Mac Donald, a Nelson Eddy, a Jean Kiepura, a Fred Astair, a Henri Garat , a
Danielle Darrieux y a tantos y tantos más que hicieron nuestras delicias en aquellos tiempos y que aún hoy
lo siguen haciendo.
Entre los años 1933, 1934 y 1935 concluíamos nuestras largas giras turísticas, invariablemente, en la Cote
D’Azur, específicamente en Cannes y en el Hotel Royal. Pasábamos, algo más de un mes allí y disfrutábamos
intensamente cada minuto de esos días. Cannes, en aquellos años era mucho más exclusivo que ahora. He
estado allí varias veces en los últimos años y, si bien se han producido cambios, aún conserva su tradicional
costanera “la Croisette” y sus grandes hoteles: Carlton, Miramar y el “nuestro” el Martinez.
Pero ahora hay mucha más gente y cuando esto ocurre, en cualquier balneario, la calidad de vida disminuye.
Por esa razón cierto público, el de mayor nivel económico, ha emigrado hacia otras playas. De todos modos fue
para mí muy excitante recorrer sus calles, como lo hacía hace 55 años y reconocer sitios y circunstancias.
Podría narrar infinidad de anécdotas sobre aquellas vacaciones, pero sería alargar innecesariamente este
relato. Allí conocí a muchos compañeros de correrías, de ambos sexos, cuyos nombres he olvidado, aunque
no sus rostros. También solían veranear allí varios miembros de la colonia militar argentina, que formaban
parte del entorno de amigos de mi padre, tales como Clelia y Alfredo Intzaurgarat (hoy General en retiro),
Sampayo (que también llegó a General), la familia Jorgensen y algunas veces Barrera Scala (otro que también
logró el generalato). El espíritu viajero de mi padre nos hizo conocer casi toda la costa, Menton, Mónaco
con Montecarlo, Niza, Antibes, Juan les Pins hasta Cannes y luego Tolón y Marsella. En aquel entonces Saint
Tropez era un pueblito de pescadores sin importancia alguna.
En Cannes, con sus padres
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Años después volví a recorrer todo eso y admirarlo de nuevo, pero ya con
otros ojos, los de un hombre de 50 años. Nuestro Hotel Royal es, ahora,
una casa de departamentos privados.
Siete veces, en siete años distintos, estuve en la Cote D’Azur, aunque elegí
para descansar a Juan les Pins, a 6 km de Cannes, un hermoso lugar para
disfrutar de la vida.
En uno de los tantos viajes fuimos a Roma y, naturalmente visitamos San
Pedro y el Papa, que, en ese entonces era Pío XI.
Nos recibió en una audiencia pública; nos impartió la bendición e
intercambió unas palabras con mi padre. A mi hermana y a m í nos pareció
un ser sobrenatural.
Ya fuera del Vaticano nuestro padre nos daba explicaciones sobre la
Basílica; en cierto momento nos comentó que, a todo aquel que pasara
una determinada puerta de la Basílica se le otorgaban cien años de
indulgencias.
¡Para qué lo habrá dicho!
Pues La Nena y yo comenzamos a correr de un lado al otro de esa puerta tantas veces, muertos de risa,
que creo que juntamos varios millones de años de perdón celestial, hasta que fuimos llamados al orden de
un modo muy terrenal.
Pero… ¿quién nos saca lo bailado?
En otra oportunidad, al principio del invierno de 1934, creo yo, hicimos un viaje en tren, mis padres y yo y el
entonces Capitán Sampayo, hasta Viena primero y luego a Budapest. Mis hermanos quedaron en París, a
cargo de la sirvienta, que era una española excelente. Me gustó Viena, muy parecida a París, pero mucho
más Budapest, con su ciudad a caballo del Danubio, Buda es la ciudad alta y Pest la baja. En ese tiempo
gobernaba el Almirante Horthy, en calidad de regente (lo de almirante es curioso porque Hungría no tiene
mar). Una noche fuimos a cenar a un restaurante típico en Buda, donde un conjunto gitano ejecutaba
canciones húngaras.
De regreso a París la vida continuó con su ritmo normal.
Mi actividad deportiva era bastante intensa. Una vez por semana iba a nadar a la piscina Molitor con
Auerback y con Vuillmain. También tomaba clases de esgrima, florete y sable en la Ecole, con el maestro
Edoaurd Gardere, que había sido campeón de Francia durante años.
Muchos años después me entero que su hijo, del mismo nombre era profesor de esgrima en el club Italiano
de Buenos Aires. Una tarde me largué hasta allá, me le presenté y estuvimos charlando, emotivamente de
las vueltas que da la vida.
Tampoco podría olvidar a la familia Lacombe. El señor, creo que se llamaba Ari, su esposa Georgette y la
madre de ésta, la inefable madame Geofrois. Esta inolvidable familia, que vivían en el mismo edificio, eran
nuestros “parientes queridos” más cercanos que tuvimos durante esos años. Permanentes compañeras de
mi madre, fueron amables, cariñosas y fieles amigas. Para mí fueron mi abuela y mi tía francesas. Nunca las
olvidaré.
Cuando regresé a París en el año 1949, hice lo imposible para encontrarlas, pero no tuve éxito. En cambio, mi
hermana unos tres años después tuvo la buena fortuna de volver a verlas y eso me alegra, porque debíamos
manifestarles, como adultos, el gran cariño que les profesábamos cuando niños. De paso y ya que estamos
en el tema, no está demás comentar que en un concurso interescolar de esgrima que se hizo en París, en el
año 1935, salí vicecampeón. C’est pas mal, ¿eh?
Sería un pecado que, en esta seguidilla de recuerdos, me olvidara del Circo Medrano de Paris, que aún
existe. Todos los años fuimos, por lo menos una vez, a ese circo. Era un edificio casi circular de mampostería
con techo lo que lo hacía muy particular. El astro de ese espectáculo era un clown suizo, que se llamaba
Grock. Era sensacional! Tocaba un pequeño violín con gran maestría y también el piano, no recuerdo mucho
de su rutina, pero sí que era muy cómica y enloquecía al público. Usaba una expresión muy común en ese
entonces que hacía las delicias de los franceses, era: ¿“Sans blague?” que equivale a algo así como: ¿“no
me digas?”. También actuaban Los Fratellini, una familia de payasos, muy famosos en Europa, fundadores
de una dinastía que aún hoy actúa.Creo oportuno mencionar que en nuestra casa, sólo nuestros padres
hablaban en castellano, en tanto que mi hermana y yo siempre usábamos el francés, pues nos resultaba
más fácil. La consecuencia fue que a nuestro regreso a Buenos Aires, nuestro idioma natal estaba lleno de
“francecismos”.
En realidad la vida, para mí y para mi hermana, comenzó en París pues los pocos años vividos en Villa Urquiza no
habían dejado, casi ninguna experiencia. En cierto modo se puede decir que ambos “nacimos” en la ciudad
luz, hablamos francés como cualquier nativo y, en un todo, nuestra conducta social era la correspondiente
a francesitos de la clase media alta.
Como un buen ejemplo de ello menciono el hecho, aparentemente trivial, de que mi padre me llevó un día
a un sastre y me hizo confeccionar un esmoquin, con el propósito de que yo pudiera asistir a las recepciones,
seguidas de cena, que él estaba en obligación, por reciprocidad, de ofrecer a algunos personajes importantes
con los cuales tenía tratos por razones oficiales. Y resulta que, en Francia, era costumbre protocolar que el
hijo mayor del dueño de casa estuviera presente en esas ocasiones.
Conservo alguna foto de una cena de gala en el barco que nos trajo de regreso, en la que luzco dicho
atuendo con la soltura de un “bacán” de aquellas épocas.
26
El año 1935, el último de los 5 que vivimos en París fue, sin duda alguna, el mejor para mí. Estaba totalmente
integrado con los franceses y su forma de vida. Lo viví con la mayor intensidad que era posible, en aquel
ambiente, para un jovencito de 14 escasos años. Un acontecimiento mayor, que nos impactó, fue la muerte
de Carlos Gardel. El hecho ocupó la primera plana de todos los periódicos durante varios días, pues es sabido
que él era muy conocido en París, quizá aún más que en Buenos Aires.
Yo jamás lo había visto, ni siquiera en el cine, pero en casa había uno o dos discos de él y además alguno
de nuestros amigos argentinos eran bastante fanáticos.
Otro hecho que no puedo dejar de comentar ocurrió en Cannes. Una tarde nos paseábamos en familia por la
Croisette, cuando mi hermana descubrió a Maurice Chevalier, que se paseaba con un amigo por los jardines
del antiguo Gran Hotel; se enloqueció un poco y le pidió a mi padre que se lo presentara. A éste le causó
mucha gracia y acercándose a aquel monstruo de la escena, lo saludó y le comentó el deseo de su hija,
ante lo cual y muy divertido él también la llamó y le dio la mano, charlando brevemente con ella. El corolario
fue que mi hermana durante días no se quiso lavar la mano que había sido tocada por su ídolo...
Para septiembre u octubre de ese mismo año recibimos la infausta nueva.
¡Debíamos regresar a Buenos aires, a fin de año!
En Cannes, con sus padres
Hotel Royal, Cannes
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28
CAPÍTULO CUATRO
E
sta novedad no causó alegría a nadie, aunque parezca paradójico. A mí me cayó como un balde
de agua helada. Me encontraba a gusto en París, no deseaba irme. No había nada en aquella
ciudad lejana que deseara ver o conocer.
Era un país extraño que, de atenerme a lo que había aprendido en los colegios franceses, era bastante
salvaje y poblado de indios y de desérticas tierras. Era, lógicamente, una exageración... pero no mucha.
Pero la suerte estaba echada, debíamos irnos, sólo nos quedaba un par de meses en Europa.
Antes de relatar nuestros últimos 60 días en París, debo recordar mi iniciación en los quirófanos como “vedette”,
que se produjo en un sanatorio histórico para los argentinos, pues en él falleció, en el año 33, según creo, el
General Uriburu, quién comandó la revolución del 30 y a quien debo agradecer los 5 años en Europa.
La mencionada e indeseada iniciación fue como consecuencia de un sobrehueso que tuvo la estúpida idea
de crecer en mi fémur derecho y que me producía algunas molestias al caminar. Tuve el dudoso honor de
ser operado por un famoso cirujano de apellido Ombredanne, muy conocido en todo el mundo por haber
inventado un aparatito para anestesiar, del que yo tuve el maldito privilegio de ser involuntario usuario.
Recuerdo perfectamente la habitación en la que estuve internado y, muy especialmente que no tenía
número, como es habitual, sino un nombre, se llamada Las Margaritas y el papel de las paredes terminaba
en una guarda de grandes margaritas.
Para compensarme de este desagradable trance mi padre me regaló una colección de 5 libros soberbios,
por su encuadernación y su contenido. Cada uno de ellos trataba de un tema diferente: la tierra, el mar, el
cielo, el hombre, los animales y las plantas. Me fascinaban y los releí muchas veces.
Muchos años después, y siendo yo para ese entonces un hombre casado, mi madre se los obsequió a mi
hermano Jorge, quién, lamentablemente los dejó en su primera casa matrimonial, donde quiero creer que
aún están. Es posible que algún día pueda recuperarlos.
La última Navidad, antes de dejar París, fue celebrada en casa y a ella concurrieron todos los amigos de mis
padres, incluyendo nuestros vecinos los Lacombe. Estas fiestas nunca, hasta el día de hoy, me parecieron
alegres sino más bien melancólicas y cargadas de los recuerdos más tristes de nuestro pasado. Nunca
he podido separarlas de un sin fin de añoranzas que se alargan innecesariamente, en la espera de una
medianoche que, una vez transcurrida me deja un sabor amargo de: ”¿ ...y ahora qué?” Después de ese 24
de diciembre de 1935 volvió la vorágine que provoca la urgencia de embalar todo, de mudarse a un hotel
y de los escasos días que nos quedaban para hacer tantas cosas, las últimas cosas.
Nos alojamos en el Astoria, a 50 metros del Arco de Triunfo, hasta que una mañana, con unos pocos bártulos
en mano (el grueso equipaje había sido depositado anteriormente en la estación )y en un taxi nos dirigimos
a la “Gare du Nord”, desde donde un tren nos depositaría en el Havre, y allí nos esperaba el buque alemán
Cap Arcona, para llevarnos a nuestra patria.
Como detalle final y en honor a la gentileza de mi gran amigo Auerback, recuerdo que, mientras esperábamos
en el andén, advierto que Pierre se acercaba a nosotros, a grandes pasos. Venía a despedir a su amigo (no
conocía a mis padres) y, en sus manos traía un pequeño ramo de violetas que ofreció a mi madre.
Han pasado 55 años y aún veo esa escena.
Tres o cuatro horas después, llegamos al muelle y, para gran sorpresa mía, el barco estaba anclado en la
rada, como a una milla de distancia. Vimos como cargaban a nuestro auto en una gran barcaza y luego
el equipaje y por último bajamos todos nosotros. Esa maldita cosa se movía como enloquecida, haciendo
nuestras delicias, en tanto que mi madre estaba un tanto asustada. A todo esto mi padre... filmaba.
A medida que nos acercábamos al barco, comenzábamos a apreciar su enorme tamaño. La barcaza arrimó
a la escala real y allí un grupo de marineros, prácticamente nos alzaron en vilo y nos condujeron hasta el
puente de paseo.
Luego nos llevaron a nuestros camarotes que eran inmensos, dejamos nuestras cosas y volvimos a subir para
ver la partida y despedirnos de Francia. Allí, acodados a la barandilla, vimos como, lentamente se alejaba
la costa; en silencio, cada cual con sus pensamientos. De pronto me di vuelta y miré los ojos de mis padres,
ambos los tenían húmedos por las lágrimas.
Papá filmó ese momento, y meses más tarde, le puso título a esa escena, decía:
“Adiós ...Francia”
Una premonición, ¿tal vez?
Era un hermoso buque de tres chimeneas, muy confortable y lujoso, un verdadero palacio flotante. Nuestros
días a bordo transcurrían en los sucesivos quehaceres propios de los viajes en barco.
Por la mañana jugábamos al deck, golf o a la carreras de caballos, o bien mirábamos jugar al tenis en la
cancha de tamaño reglamentario que había en el puente de chimeneas.
29
Toda la familia en el Cap Arcona, 1936
Por la tarde siempre había entretenimientos preparados por el director de “fiestas y afines”. Lo mismo ocurría
por la noche que, siempre terminaba en bailes, concursos, etc. Hicimos escala en Vigo, luego en Lisboa y
de allí a Río y luego el destino final, Buenos Aires. El viaje duró unos 15 días.
Llegamos una mañana radiante de sol. No estoy seguro de la fecha, pero tengo razones para creer que fue
en febrero, tal vez en la primera quincena.
Desde temprano estuvimos todos en un puente cerca de la proa, desde donde se apreciaba la ciudad,
lejana aún. La primera impresión que tuve de mi ciudad natal, fue de sorpresa por la cantidad de edificios
muy altos que se veían. Cabe recordar que todas las ciudades europeas, que yo había conocido, tenían
una estructura edilicia antigua, y casi ninguna casa sobrepasaba los 6 pisos.
Cuando el buque entró en la dársena norte comenzamos a divisar la muchedumbre que esperaba la
llegada, y nos afanábamos por reconocer las caras familiares, pero ello no era fácil, pues los 5 años nos
habían cambiado a todos.
Fueron nuestros padres los primeros en reconocerlos y en señalarnos a cada uno de ellos.
Cuando la nave atracó al muelle y en tanto se tendían pasarelas de desembarco, miré insistente y críticamente
a las personas que estaban allí y me quedé estupefacto al ver cómo vestían. Todos estaban de negro o
de azul oscuro, con camisas blancas, corbatas y unos impresionantes sombreros de ala anchísima que me
recordaban a los cowboys de las novelitas que yo leía en París.
En ese momento mi atuendo era: pantalón de franela gris, saco sport color ladrillo, zapatos combinados
marrón y blanco y una camisa de sport con el cuello abierto y volcado por encima del cuello del saco. ¡El
contraste era aterrador! Y creo que pensé:
¡“Adónde diablos hemos venido a parar!”
En ese momento me inclinaba a darle la razón a lo que los franceses me habían dicho de la Argentina y
de los argentinos: ¡“Gente de campo, buenas personas pero, muy primitivos!” Creo que me extrañó no ver
vacas y caballos retozando por todos lados. ¡“Ay, Juna, nomás!”
Poco a poco fuimos identificándonos mutuamente, los de arriba y los de abajo. Cuando se permitió el acceso
a bordo, los varones mayores fueron subiendo: tíos y amigos, en primer lugar y luego mis primos.
El reencuentro avivó la memoria y pronto surgieron miles de preguntas. Mis primos querían saberlo todo, todo
lo que me había pasado y lo que habíamos visto y lo que habíamos hecho durante los 5 años.
Como yo me había vuelto medio suspicaz, me pareció advertir algunos comentarios, acompañados de
sonrisitas socarronas, sobre mi forma de vestir. Claro que comparando con lo que era la última moda en
Baires, lo mío les habrá parecido el summum de la ridiculez. Pero, ¿qué podía hacer yo? Tuve que esperar 10
años para que mi vestimenta hiciera furor en mi tierra. Y esto no es una exageración, de ningún modo.
30
Después de los largos y tediosos trámites de aduana (en estas
cosas los argentinos siempre fuimos pioneros), llegamos al
Hotel Nogaró, en la Diagonal Sud, nuestro primer alojamiento
en estas tierras.
La estadía allí fue, afortunadamente, corta, porque Carlos
Coelo, el amigo fiel de mi padre de los días del Colegio Militar
(donde fueron compañeros de curso), siguiendo instrucciones
epistolares de papá, nos había alquilado un departamento en
la calle Santa Fe 914, al que fuimos cuando hubieron llegado
y acomodado los muebles que trajimos de París.
El departamento que era hermoso y magníficamente
ubicado parecía una plaza pública durante las siguientes
semanas. Como es lógico, ninguno de los muchos parientes
que teníamos dejó de venir a chusmear. Grandes y chicos
todos querían saber y ver lo que habíamos traído. También
nosotros iniciamos una serie de idas a Pilar, la cuna de mi
padre y hasta Villa Ballester donde residía mi abuela y parte
de la familia materna.
Después de un tiempo todo se fue calmando y comenzamos
a reorganizar nuestra vida. Para variar, me anotaron en
otro colegio religioso, el Champagnat, como externo
naturalmente. Era una escuela muy pituca y estaba a 6
cuadras de mi casa. Allí fueron mis compañeros los hijos de
familias muy conspicuas.
Ese año, 1936, no fue fácil para mí, pues mi padre, consciente de mis falencias respecto de la enseñanza de
las materias nacionales, tales como historia, geografía, literatura y gramática castellana, contrató a una tal
Srta. Quintanilla, que, quién sabe de dónde salió, para que me desasnara.
La buena señora, el primer día que vino a casa, para comenzar lo que sería una ardua tarea, me empezó
a hacer preguntas de distinto tipo y nivel y a los pocos minutos me dijo:” Hijo, vas a tener que empezar
de cero”. Me hizo un dictado de más o menos media carilla. ¡Cuándo vio el resultado por poco le da un
ataque! No había una sola palabra que tuviera por lo menos un error. Para que hablar de lo que fue la cosa
en historia y demás yerbas.
Después de esa inquisición habló en privado con mi padre. No sé lo que le habrá dicho, pero el asunto fue
que más tarde tuvimos una conversación de “hombre a hombre” con el viejo.
Me preguntó qué pensaba hacer, es decir qué carrera pensaba seguir. Qué preguntita para un jovenzuelo
de 15 años, recién desembarcado de 5 años en Francia y que las únicas carreras que había visto eran las
del Tour de France.
¿Qué podía decir? Normalmente esa pregunta se le hace a un joven cuando está por terminar el nacional,
pero no a un párvulo que acaba de terminar el segundo año en una escuela a 12000 km de distancia de
su tierra.
Desde mi nacimiento sólo había conocido militares: mi padre, mis primos Aníbal y su hermano menor el “Cholo”
que en el 30 era cadete del Colegio Militar, y una interminable retahíla de milicos en Francia. Además, en
casa sólo se oía hablar de cañones y otras verduritas por el estilo.
Por lo demás a aquella pregunta, era obvio que no podía, de ningún modo, contestar:” Ninguna”, aunque
en verdad eso pensara, así que contesté, sin entonación heroica, ni nada parecido: “Quiero ser militar”. Este
fue el primer error trascendente de mi vida.
La vida militar que, como consecuencia de esta tibia declaración, llevé durante 20 años, no me disgustó,
pero no era mi verdadera vocación, como se verá más adelante.
La cuestión es que hice mi tercer año en el Champagnat, donde volví a reencontrarme con Jorgensen,
que estaba en el país desde fines de 1934. Algo debe haber hablado mi progenitor sobre mis ignorancias,
porque ninguno de los Hermanos Maristas que fueron mis profesores, sufrió desmayos o colapsos, o problema
existencial alguno, a pesar de mis monstruosas y garrafales falencias.
Pero la cosa es que, con la Quintanilla y los Maristas, pude lograr salir a flote y con inusitado éxito, porque
para poder rendir tercer año me obligaron a dar previamente las materias que no me fueran reconocidas:
castellano, literatura, historia y geografía de primer y segundo año, de modo tal que el mes de diciembre
de 1936, incluyendo los exámenes de ingreso al Colegio Militar, tuve que dar algo así como 30 exámenes y
además aprobarlos todos. Lo que nunca entendí es ¿cómo no me dieron el Premio Novel?
Fuera de bromas,
¡ese fin de año fue un asco!
Creo que lo que realmente me salvó fue que tengo una memoria de la gran p... , ¡cuando quiero!
A veces pienso
¿qué habría pasado si hubiese sido menos memorioso? ¿Qué sería hoy? Tal vez ingeniero.
O tal vez un fracasado.
¡Chi lo sa!
31
El 4 de marzo de 1937, nueve días antes de cumplir los 16 años, ingresé al Colegio Militar de la Nación en San
Martín. Fui designado a la 2ª- compañía de Infantería.
Y allí comienza otra historia que terminaría 20 años después. Veinte intensísimos años, no sólo para mí sino
para mi país.
El 4 de marzo de 1937 fue, también el final de los 16 años que viví con mis padres, tal como mencioné antes,
pues a partir de ese día mi domicilio legal estuvo en los cuarteles de las unidades a los que fui designado.
Diez y seis años. Diez en Villa Urquiza, cinco en París y uno en Buenos Aires.
Esta desvinculación de la casa paterna, a tan corta edad, tendría su influencia en toda mi futura vida.
14 años
32
E
CAPITULO CINCO
l primer año en el Colegio Militar, fue siempre el más duro de sobrellevar, un poco por el brusco cambio
de vida y otro poco porque es casi una tradición que los cadetes de los años superiores les hagan la
vida imposible a los “bípedos implumes”, que tal era uno de los sobrenombres más cariñosos que se les daba
a los nuevos reclutas. Había muchos más, como por ejemplo: reclutón, calandraca, mariquita y cualquier
cosa que pusiera bien de relieve su miserable condición social de último orejón del tarro.
Pero casi todos sabíamos, por referencias, que esa eran las reglas del juego, que duraban sólo un año y que
luego pasaríamos a la categoría de noveles aprendices de “torturadores” de los nuevos clientes. De todos
modos, no hay dudas de que la cosa no era una simple broma y a veces había que aguantar momentos
muy duros.
Y no todos podían, en el primer mes siempre había deserciones.
Los dos años de internado en los colegios franceses, cuando sólo tenían 10 y 11 años, me habían hecho un
veterano a los quince, de modo tal que muy pocas cosas me sorprendieron y ninguna me pareció difícil de
soportar, aunque varias fueron francamente desagradables.
Allí comenzaron sólidas amistades que perduran inalterables como el primer día. Si algo tiene de bueno la
milicia es el intenso nivel de camaradería que en ella se logra y que dudo mucho que exista en ninguna otra
carrera, ni civil y vocacional.
A pesar de que los tiempos que nos tocó vivir más tarde, cuando ya fuimos oficiales, fueron tremendamente
conflictivos, salvo muy pocas excepciones, seguimos muy unidos.
En lo personal, jamás tuve problemas con ninguno de mis compañeros
y esta afirmación no es una simple declamación, si se tienen en cuenta
las grandes divisiones políticas que pasamos y que aún perduran en
estos días.
Entre los que fueron mis más firmes amigos, deseo mencionar a :
Quique Cadelli - quien, como si fuera poco mi amistad, se le ocurrió
casarse con mi hermana y eso que le advertí que no era necesarioEnrique Diehl que, de pronto desaparece sin decir nada, pero que
un día regresa sin tampoco decir nada, Coco López, mi queridísimo
amigo durante toda su vida, y que un día se fue sin despedirse y para
siempre, Carlos Ortiz, a quién veo poco pero siempre con enorme
placer, y que se acuerda de cosas que hicimos en el Colegio que ya
nadie recuerda, Eduardo Jorgensen el amigo más viejo que tengo y
no por la edad, al que conocí en París en el año 1931 (hace 60 años) y
con quien no me veo frecuentemente pero ¿qué puede cambiar eso?
Y todos los que no veo casi nunca, pero que son mis camaradas de
la promoción 66, y eso tampoco se puede cambiar.
Mi primer día de Colegio se pareció bastante, salvando el lenguaje y la
edad, a aquel primer día de la Ecole Gerson de París. Nos reunieron por
grupos cuadras correspondientes, casi iguales a aquella otra de 1931.
Cadelli, Diehl y RHM
Nos asignaron las camas y armarios, y empezó el baile. Abandonamos la ropa de “civilacos” expresión
científica que significa de civiles. Nos repartieron un uniforme de fajina con enormes botines y polainas, que
no sabíamos como se usaban pero, por suerte y gracias a la ayuda de un cadete del mismo año, que repetía
curso y que con gran paciencia nos decía qué hacer y cómo, salimos del paso. Ese cadete se llamaba
Balmaceda y nada sé de su destino.
A todo esto los amos del negocio, los cadetes del último año, que en ese entonces era el cuarto, atronaban
en ambiente dando toda clase de gritos ordenando quién sabe qué. Ninguno de nosotros, los reclutones,
entendía nada.
Luego nos hicieron salir de la cuadra y formar al frente de ella, a la carrera, siempre era a la carrera, y allí
apareció el comandante de la compañía, un tal Capitán Jiménez, que nos endilgó una interminable perorata,
repleta de amenazas y que no auguraba nada bueno para el futuro. No recuerdo lo que dijo, pero ni falta
que hace.
En realidad la cosa no fue tan mala. Teníamos clases teóricas todas las mañanas de lunes a sábados e
instrucción militar, los lunes, miércoles y viernes por la tarde. La instrucción militar la hacíamos en el campito,
que era un gran descampado que existía detrás del Colegio. La instrucción fundamental se llamaba “orden
cerrado” y consistía en un manicomio, en el que todos nos gritábamos órdenes a nosotros mismos, que
cumplíamos religiosamente. Algo así como: ”fiiiiirmesy luego “desssssscanso” y así sucesivamente durante
largos minutos. Luego matizábamos con “ saludo.... uno” y “saludo .... dos”.
Al principio me causó gracia, pero después de varias horas la cosa se volvía asquerosa. De este modo,
lentamente nos iban transformando y dejábamos de ser seres humanos cualunques, para volvernos
“soldados”.
33
Poco a poco fuimos comprendiendo que ya no debíamos tener voluntad propia y que la única voluntad
que realmente importaba era la de nuestros superiores, es decir los quinientos o más cadetes que no eran
“bípedos implumes” No era muy halagüeño, pero así era nomás y punto.
Poco tiempo más tarde comenzó otra variante, esta se llamaba “orden abierto”. ¡No eran muy imaginativos
para inventar nombres! Esta consistía en correr por el campo como locos, hasta que alguien ordenaba:
“cuerpo a tierra...” y luego “de pie, a la carrera...” y así seguía hasta que cada uno de nosotros pensaba:
“¿Quién mierda me habrá mandado a meterme en este quilombo?”
Al cabo de algún tiempito, del ser humano no quedaban ni rastros y eso era justamente lo que se buscaba,
para que, sobre los restos lastimosos de cada uno de nosotros, se comenzara a construir un “futuro oficial
del Ejército”.
El sistema era, y sigue siendo, buscar la despersonalización del yo individual para, en un segundo paso, lograr
una personalidad única e integrada tras objetivos comunes.
Todo esto era necesario, aún cuando con el aumento de jerarquía que llega más tarde, cada cual comience
a desarrollar su propia personalidad que, muchas veces trasciende en su ambiente natural y también, en
algunos casos, al ambiente nacional.
Pero volviendo a la historia, la instrucción militar continuó con el conocimiento de las armas y la práctica
de tiro.
A medida que pasaba el tiempo comenzaron a disminuir ciertas tareas “torturantes” para comenzar con
otras más lógicas.
Primero vino el ensayo de la ceremonia de entrega del uniforme, que presuponía la finalización de la era
del “bípedo implume” para pasar a la de “reclutón” y a veces de “calandraca”, ligeras demostraciones de
elevación social.
Luego llegó la práctica de desfile para la jura de la bandera, que se hizo en la ex avenida Alvear, frente al
Monumento de los Españoles, y que fue, por varias razones, la más importante que haya hecho el Colegio
Militar en toda su historia, y que dudo mucho que haya sido en mi honor. Debe haber habido otras razones,
creo yo...
Poco tiempo después, otra vez práctica de desfile, esta para celebrar el 9 de julio. Y todo continuó así hasta
que llegó el final del curso y las maniobras militares que se hicieron en Yuquerí, Entre Ríos, cerca de la ciudad
de Concordia.
Yuquerí
Estas maniobras merecen un recuerdo muy especial.
Un buen día nos embarcaron en un tren de la línea Mitre, en vagones comunes de pasajeros y, después
de varias horas de viaje llegamos a un paradero llamado Yuquerí, donde nos hicieron bajar y ponernos el
equipaje, que consistía en un montón de cosas que, luego enumeraré.
Pero antes quisiera comentarles a que se llamaba uniforme de fajina. Este uniforme era una bombacha tipo
campo de una loneta increíblemente dura e impermeable, una chaquetilla de una tela muy gruesa y áspera,
los consabidos botines y polainas y un casco de corcho ridículo y muy molesto. Nada que ver con los que
usaban los Tres Lanceros de Bengala.
Este uniforme lo usaban tanto los soldados de las unidades del Sur como los del Norte, de modo tal que los
del Norte reventaban de calor y los de Sur se c......n de frío. Ignoro cuál habrá sido el criterio rector del que
diseñó este uniforme, pero no me extrañaría nada que hubiese sido algo como:
“¡En la milicia no hay privilegios para nadie.....que joder!”
34
La cuestión es que encima de esa expresión exquisita de diseño militar, nos tuvimos que colgar una mochila
que pesaba 25 kg, un fusil Mauser de 5 kg, un cinturón con cartuchos, que también andaba por los 6 kg,
un sable bayoneta y una caramañola llena de agua que andaba por los 2 kg. De modo que teníamos que
soportar una carga de casi 40 kg y, además marchar, debidamente formados, a un ritmo de 5 km/hora.
¡Qué lo parió!
Al llegar al campamento, en una arboleda grande, comenzamos
de inmediato a levantar las carpas, armatostes que albergaban a
un pelotón completo de 8 hombres (bueno... casi hombres) y su jefe,
total 9.
Recién después tuvimos derecho a un descanso a la espera del rancho
que se estaba preparando y del que vale la pena hacer un comentario.
El “rancho”, es decir el morfi en el idioma parabólico de nuestra milicia,
se cocinaba en las cocinas de campaña, “las morochas”, como se
les decía cariñosamente y la comida consistía, invariablemente, en
un guiso, pesadote él, que contenía algún trozo de carne- vaya uno
a saber de que bicho.
Había abundante pan y un postre, generalmente queso y dulce o
alguna fruta y un gran jarro de café que muchos sospechaban que se
hacía e las mismas ollas que los guisos. ¿Quién sabe porqué, salvo que
fuera por que alguna vez alguien encontraba un poroto dentro?
Pero a esa edad y después de una agitada mañana de locos ejercicios,
en los que siempre el enemigo era la caballería, nuestro escuadrón de
caballería, éramos capaces de comer cualquier bicho y a cualquier
hora.
Campamento en Córdoba
Muchas cosas pasaron en esa, mi primera maniobra militar, y sería interminable este relato si contara todas las
que recuerdo. Así que me limitaré a las más importantes y a las más cómicas. Por supuesto que las comidas
las hacíamos sentados en el suelo y haciendo equilibrios y malabares para que el plato, el jarro de café, la
caramañola con agua y el postre de “vigilante” no fueran a rodar por la tierra, que era nuestro mantel, lo
que no siempre se lograba. Además cuando había viento, todo terminaba cubierto con una gruesa capita
de tierra, que al principio tratábamos de limpiar, pero al final la comíamos también. Todo esto entre bromas,
algunas pesadas y risas a granel.
Un día, como motivo de un ejercicio más o menos bélico, tuvimos que pasar la noche en un montecito,
durmiendo debajo de lo que se llamaba “paño de carpa individual”, un curioso invento militar que no servía
para nada, pero que había que instalar prolijamente para que el jefe de pelotón no tirara la bronca, y luego
el que tenía suerte, se iba a dormir en algún lugar más seguro, por ejemplo un establo abandonado o una
porqueriza. Pero el clímax se logró cuando al querer completar el agua de las caramañolas, descubrimos
que sólo había agua en un bebedero para vacas y afines, y que flotando sobre sus “cristalinas aguas”,
alegremente, había excrementos de animales. Y ¿qué fue entonces lo que hicimos? Pues llenar nuestros
botellones y a otra cosa. ¡Y aquí estamos! ¡Cómo si hubiéramos cargado agua bendita!
Las letrinas eran lugar de reunión obligado, por razones obvias, allí nos encontrábamos todos. Para los que
no han tenido la suerte de conocer esos maravillosos sanitarios modernos, les aclaro que esas instalaciones
consistían en un foso de unos 50 cm de ancho por l metro de profundidad y unos 10 de largo. En uno de sus
laterales tenía una suerte de baranda de la cual nos agarrábamos para “no ir a parar a la mierda”, literalmente
hablando. Había que ser muy joven, muy desprejuiciado y muy atleta para hacer todo eso al mismo tiempo
y con éxito. Nosotros éramos todo eso y más aún.
Una tarde, mi futuro cuñado y yo, paseando casualmente por esos parajes, descubrimos que, allá abajo,
sobre una montaña de humanos excrementos, había un montón de monedas. ¡Para qué! Nada de lo que hice
pudo convencer a Quique, que esa pequeña fortuna se “había ido a la mierda” y que no era para nosotros.
No hubo nada que hacer y tuve que ayudarlo para que pudiera extraer aquel tesoro. Fácil es imaginar que
nos reímos tanto que, aún hoy, no sé como no terminó enterrado en aquella masa pegajosa y mal oliente.
La estrategia fue que yo debía sostenerlo de las piernas, mientras él, cabeza abajo intentaba el rescate. A
pesar de los enormes riesgos, la tarea concluyó con gran éxito.
En otra oportunidad, a algún genio militar se le ocurrió organizar un concurso nefasto que consistió en que,
cada compañía, con sus oficiales a la cabeza, pero éstos a caballo y partiendo de distintos lugares debía
marchar en pos de un punto de reunión situado a unos 12 km de distancia. Los cadetes marcharíamos con
todo nuestro equipo sobre el lomo. Y se largó la carrera, porque eso era. Aún hoy creo que eso fue de un
salvajismo demencial y, no entiendo como, no reventamos todos. Hicimos los 12 km en una hora y media.
¡A más de 8 km por hora y con 30 kilos encima!
Llegamos exhaustos y con ampollas en ambos pies, del tamaño de un huevo. El médico trabajó una semana
entera, para sacarnos a flote. Casi ninguno pudo usar los botines durante todo este tiempo.
Otra aventura memorable fue nuestra ida a la ciudad de Concordia, por invitación de las autoridades y en
ocasión de celebrarse una fecha regional importante.
Nos ordenaron la más rigurosa limpieza y prolijidad en el vestir, lo cual era bastante problemático, porque sólo
teníamos la ropa de soldado, pero hicimos esfuerzos inauditos para estar bonitos, porque nos enloquecía
la idea de una fiestita después de casi un mes de aquella fajina. Y llegó el día y allá fuimos. Y creo que, fue
un grave error estratégico de nuestros mandos. Y también creo que hasta el día de hoy, se debe recordar
en Concordia aquel desastre.
Fue todo el Colegio Militar completo, es decir más de 600 energúmenos. Fuimos en formación hasta la parada
Yuquerí, nos montamos a un tren especial y llegamos a la ciudad, totalmente eufóricos.
35
Desde la estación otra vez en formación hasta el Club, que creo se llamaba Progreso, por lo menos hasta
ese día. Cuando entramos al club nos encontramos con un inmenso y vistoso patio interior, coquetamente
engalanado. A ambos costados habían dispuesto filas de mesas y muchas sillas, llenas de gente y, en especial
de las jovencitas de las mejores familias de la ciudad y sus alrededores que, nos echaban voraces miradas
y amplias sonrisas, pero ... al fondo había una larga mesa repleta de manjares y bebidas de todas clases.
Pues, ¿qué suponen que ocurrió?
Lo previsible, la gran mayoría de esa horda salvaje y babeante, se dirigió, en masa, a devorar y beber todas
las existencias comestibles y bebibles que el Club Progreso había preparado en homenaje a los cadetes.
Los concordenses nos miraban azorados y algo estupefactos. Habían preparado una solemne recepción con
discurso incluido y no sabían qué hacer. Los oficiales del colegio comenzaron a darnos órdenes en voz baja,
hasta que lograron imponer un poco de calma y entonces, alguien, no sé quién era comenzó su perorata.
Nos daba la bienvenida y manifestaba su orgullo y la de “toda los ciudadanos de Concordia” por la presencia
del Glorioso Colegio Militar, que fundara Sarmiento.... bla, bla, bla, y no terminaba nunca! Entre tanto nosotros
mirábamos de reojo el “morfi” y el “chupi”; hasta entonces ni siquiera nos habíamos fijado en las “bellezas
locales” que, a esta altura, ya no estaban tan dispuestas, como al principio, hacia esos extraños cadetes.
Terminado el discurso se reinició la corrida hacia los manjares que nos esperaban. Pasaron largos minutos
antes que, satisfechas nuestras necesidades primarias, nos dedicáramos un poco a las niñas presentes, las que
aún atónitas por nuestro comportamiento, aceptaron gustosas nuestra amistad y comenzó el baile, al cual
poco a poco se adhirieron los oficiales y algunos jefes. A medida que pasaba el tiempo, y que la confianza
renacía, la fiesta se volvió cada vez más animada y descarada, ayudada por el aumento del nivel alcohólico
de la muchachada. Creo que las niñas presentes terminaron haciendo toda clase de locuras, debidamente
guiadas por las expertas indicaciones de los más caraduras. Y no es de descartar que alguno se haya llevado
a su “china” en ancas hacia lugares más íntimos, bajo la mirada ansiosa, eso sí de sus madres.
La reunión continuó hasta muy avanzada la noche, en medio de un jolgorio generalizado que llegó a
contaminar a las más serias señoronas que, en tanto miraban con cierto recelo la conducta de sus niñas,
aceptaban con gran alborozo las picardías de esos “queridos cadetitos”, ¡qué Dios los proteja!... amén.
Eran cerca de las 2 de la mañana cuando se ordenó la retirada y pasó un largo rato hasta que se organizó
la columna y nos pusimos en marcha hacia la estación. Pero el nivel alcohólico de algunos camaradas
transformó esa marcha en una tragicomedia. Resulta que para mejor conservar el orden y la formación
marchábamos arrimados al cordón de la vereda y, en cada esquina, siempre había algún mamado que
giraba hacia la derecha como lo hacía la vereda y, detrás de él se iba toda la columna, para gran alegría
de los que aún conservaban suficiente lucidez y salían a enderezarlos a empujones.
Con todo llegamos a la estación, subimos a los vagones y quince segundos después estábamos todos dormidos
en los asientos o en el suelo. Cuando llegamos a la parada Yuquerí, bajamos entre dormidos y mamados y
así nos pusimos en marcha, a la luz de linternas hasta el campamento. De inmediato nos tiramos en nuestros
jergones y nadie se preocupó por saber si no habrían quedado algunos tirados por el camino. Yo creo que
hubo varios que llegaron por la mañana, hechos pelota.
36
Q
CAPÍTULO SEIS
uedaría por relatar un par de cosas.
La primera consiste en detallar en que consistía el jergón sobre el cual dormíamos. Era una suerte de funda de
unos dos metros de largo, cerrada en un extremo y que rellenábamos con paja seca, de modo que tuviera
un espesor razonable. Allí, sobre esa cosa, extendíamos un par de sábanas y una manta. La almohada se
confeccionaba del mismo modo. A los tres o cuatro días la colchoneta era un asco de apenas dos centímetros
de espesor y las sábanas tenían el mismísimo color de la tierra. Además, la zona estaba repleta de esas
gorditas arañas que viven en cuevitas bajo el suelo. Eran inofensivas pero, de todos modos, cuando durante
la noche salían a merodear, en busca de alimento, y cruzaban sobre nuestras manos o brazos pegábamos
alaridos de espanto y dábamos manotones desesperados para alejarlas.
Una noche, después de una copiosa lluvia, tuvimos que encender los faroles y levantarnos para masacrarlas
a pisotones, en medio de una sinfonía de puteadas y risas.
Con el tiempo nos fuimos acostumbrando a ellas y comenzamos
a respetarlas mientras no se pusieran demasiado pretenciosas.
Algunas querían dormir con nosotros, debajo de la cobijas. Y no
todos se lo permitían.
La segunda se refiere a un festival interno que se hacía el día
del cadete y que era una increíble tradición. El plato fuerte de
aquella celebración era un show teatral en el que los alumnos
hacían de todo, desde los libretos, la escenografía y por supuesto
la actuación actoral. Había conciertos de violín, piano, flauta, de
canto, “coristas”, números cómicos e incluso, representaciones
farsescas fenomenales. Una obrita que causó revuelo se basaba
en un inocente malentendido entre un Marqués (Quique), que
tenía una hija casadera y un noble de la zona (Diehl), que
andaba detrás de una famosa espada que quería poseer.
El travieso diálogo explotaba al máximo las confusiones eróticas y las bélicas. La concurrencia aullaba de
risa. Estas fiestitas se hacían todos los años, pero la de 1937 fue sensacional.
Creí que el anecdotario principal estaba completo... ¡pero no! Me estaba olvidando de las “choteadas” y
otras finezas que solían ocurrir en los recreos o durante las horas de estudio.
Las aulas estaban en lo que se llamaba patio interior, un amplio lugar rodeado de aulas al que se llegaba
por un pasillo de unos 3 metros de ancho por 5 de largo.
En todas las aulas de cualquier escuela siempre existió el grupo de los súper traviesos que se dedicaban a
hacerle la vida imposible a los más mansos y a los más peculiares.
En nuestra aula había una pequeña pero conspicua cantidad de candidatos a soportar las tropelías de los
monstruos salvajes, que eran muchos. Y éstos, pronto comprendieron que era mejor no oponer resistencia
ostensible a aquella horda, porque eso los exaltaba aún más, de modo que, en cierto modo aceptaban la
condena de buen talante. ¿Qué otra cosa podían hacer?
Una de las bromitas consistía en esperar que faltara un minuto o dos para que sonara el timbre de reiniciación
de clase y entonces la horda sedienta de sangre se volcaba en masa sobre la víctima propiciatoria y en un
santiamén le quitaban toda la ropa, excepto el calzoncillo y, con absoluta indiferencia hacia los alaridos de
la víctima. Luego, mientras uno de estos malditos vigilaba la llegada del profesor que, lentamente, cruzaba
el patio desde la sala de profesores, poco a poco le iban devolviendo la ropa, comenzando por la camisa,
luego la chaquetilla y dejando para el final, pantalones y botines. Con estas últimas prendas existían variaciones
tales como, tirarle los pantalones cuando el profesor estaba por entrar al aula. En cuanto a los botines,
frecuentemente eran colocados encima del pizarrón, sobre una gran repisa que éstos tenían. Esto se hacía
muy a menudo, especialmente con “profes” que no solían usar el pizarrón. Lo más divertido de esta tortura era
observar al pobre y sufrido camarada cuando, mientras el profesor dictaba su clase, éste se vestía tratando
de no llamar la atención. Lo curioso del caso era que aquellos nunca parecieron dar la menor señal de darse
cuenta de lo que pasaba, por lo que yo sospecho que se hacían los burros. ¡Sabia actitud por otro lado!
Y ahora sí, esta vez será la última de las anécdotas que contaré de lo ocurrido en el viejo Colegio Militar de
San Martín.
Estaba por terminar el año y ya se estaban preparando las ceremonias correspondientes al egreso de los
nuevos subtenientes que, entre otras cosas comprendía la realización de una fiesta a la que, además de las
autoridades y de los familiares de los egresados participaban todos los cadetes y sus parientes.
Era una muy linda y alegre fiesta que tenía una larga tradición. Pero el diablo metió la pata y la perrada, es
decir, los cadetes de los demás años nos enteramos, vaya uno a saber cómo, que los que se recibían habían
solicitado a las autoridades del Colegio, que se organizara para ellos, un “buffet” aparte del que se haría
para el resto de los participantes.Este fue un intento de “discriminación” – ahora está de moda esta palabra
– que no estábamos dispuestos a aceptar de buen grado.
El resultado fue una muy activa campaña, por parte de esa perrada.
37
La campaña asumió el carácter de tragedia cuando, a uno de nuestros compañeros de curso, con gran
facilidad para la literatura y, parodiando unas famosísimas rimas de Bécquer, escribió unos versos que
comenzaban así:
“qué tendrá Cuarto año?
Salomón esta sentado en
Su trono de oro...etc.”
Salomón era una de los cadetes que se estaban por recibir y uno de los más odiados por sus arbitrariedades
con los subalternos. El verso corrió como un reguero de pólvora por todo el Colegio. Cuarto año bramó y
exigió la cabeza del autor, el inolvidable Jorge Ornstein, hijo de un prestigioso Jefe, confesó la autoría de la
jocosa para algunos y ofensiva para otros, obra literaria.
El resultado fue una sanción en una unidad de tropa. A esta sanción se le dio el excesivo e injustificado
marco de una formación militar que presenció la “ejecución”. Hoy, creo que detrás de tanta y tan ridícula
severidad, debió existir alguna otra causa, y ésta muy bien pudo haber sido un modo de castigar al padre
más que al hijo. Las razones, de índole políticas, recién pudieron entreverse años más tarde.
En el ínterin, los cadetes del último año llevaron a la práctica una severísima represión que, entre otras
exquisiteces, consistió en colocarse a ambos lados del estrecho pasillo por el que debíamos pasar para
dejar el patio y dirigirnos a las cuadras, armados de tableros de dibujo y de las reglas de pizarrón y sacudirlas
despiadadamente sobre las cabezas de los que pasaban tratando de esquivar los golpes, lo cual no siempre
era posible. Fue una monstruosidad que contó con la complicidad de los Oficiales que no podían ignorar lo
que sucedía, pero que no se hicieron ver.
La cosa terminó cuando un cadete resultó seriamente herido lo que provocó, por fin, la intervención de las
más altas autoridades que dieron fin a tantas tropelías. Y ahora sí, se acabó el primer año y el Colegio Miliar
viejo, pues cuando empezó la licencia anual, todos sabíamos que nunca más volveríamos a él. Nos esperaba
el flamante Colegio Militar del Palomar.
Para ese entonces, mi padre había adquirido una propiedad de unas 3 hectáreas en el km 40 de la ruta 8,
es decir a unos 15 km de Pilar. Era un magnífico lugar para pasar las vacaciones. Se había construido una
piscina de regulares dimensiones que, pronto hizo las delicias de mis amigos que se llegaban hasta allá a
pasar algunos días y, por ello, la “quinta” dejó súbitamente de ser un lugar recoleto, para transformarse en
la base de operaciones de una “banda de forajidos” que asoló el lugar, llegando hasta el mismo Pilar.
Fueron sumamente memorables las largas partidas de truco que, algo después, jugábamos, incluyendo a
mi padre (gran aficionado), pero muy mal perdedor.
Ese verano aprendí a conducir automóviles, gracias a la generosidad de mi tío Félix que me facilitó un viejo
Ford T que tenía archivado desde hacía años. Mi primo Mingo, inolvidable y querido compañero de farras,
se las ingenió para ponerlo en servicio y ése fue, sin dudas, el auto que más quise. Pilar era, en ese entonces,
un pueblo casi de la familia. Allí éramos delincuentes juveniles impunes, nada nos podía pasar. En momentos
de máxima euforia, nuestro Ford estaba en todos lados y a veces hasta circulábamos por las veredas de la
plaza. Nos conocían hasta los perros y nos festejaban todas nuestras burradas.
El verano transcurrió en un “dolce far niente” aunque pletórico de alegrías.
Pero todo pasa y, lo agradable pasa rápido, de modo que, de pronto, nos vimos de vuelta en el colegio,
aunque esta vez en el Palomar. Era, sin dudas, una maravilla de comodidad y hasta de lujo.
El primer día se distribuyeron los cadetes según sus preferencias de arma.
Yo elegí la artillería (¿qué otra cosa podía hacer?) En realidad, mi preferencia fue para la aviación, pero mi
padre se las arregló para que en el examen médico me encontraran una falla en un oído.
Conmigo, se incorporaron a la misma arma otros hijos de viejos milicos: Jorgensen, Ortiz y Hebling. Luego nos
llevaron a nuestros futuros alojamientos y nos asignaron nuestras habitaciones. Disponíamos de un dormitorio,
un vestidor y un baño cada 4 cadetes. Un lujo asiático, comparado con las viejas cuadras del viejo Colegio
y ni que hablar con el dormitorio común de la Ecole Gerson.
Otra curiosidad fue que pasamos del primer año al tercero, pues se cambiaron las designaciones y ahora el
último año era el quinto. Por otra parte, el Ministerio de Guerra, dispuso la realización de cursos acelerados,
de tal modo que, durante el año 1938 haríamos tercero y cuarto y en el 39 quinto y luego OFICIALES...
¡todo en 3 años!
La instrucción en artillería era completamente distinta a la de los infantes y para mí, mucho más agradable.
El único problema que tuve fue con los caballos. Artillería era un arma montada y yo, jamás había visto un
caballo, hasta entonces, excepto en los circos, de modo que el primer día que tuvimos equitación y me
asignaron un caballo, ¡casi me da un síncope! Era lo que los artilleros llamamos un sillero tronco, una bestia
enorme, un perfecto animal de tiro, como que era el que se atalajaba directamente al cañón. Era como
10 cm. más alto que yo y allí arriba tenía que colocar el atalaje que era una montura rarísima repleta de
cadenas y que pesaba cerca de 40 kg. Aún no sé como lograba hacer eso, pero lo hacía tres veces por
semana. Tampoco sé, debido a qué milagro, me podía sostener arriba de esa mole de carne, los primeros
tiempos. Pero lo logré y terminó gustándome.
Esa mitad de año finalizó con una pequeña maniobra de invierno en Campo de Mayo, que no dejó nada
digno de mención.
Ese año aproveché los 15 días de licencia para hacer un pequeño crucero hasta el Brasil, acompañado
de mi madre. Ese fue el primero de una larga serie que vendría años después, aunque yo no lo sabía. Lo
pasamos muy bien pues fue muy divertido.
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A mediados de agosto ya estábamos, terminadas las breves vacaciones, de vuelta en el Palomar, pero esta
vez en cuarto año, que en ese entonces era el penúltimo y, por muchas razones el mejor de todos. Estábamos
demasiado arriba para que los del último año se metieran con nosotros, y no lo suficiente como para tener
las responsabilidades que ellos tenían.
Los oficiales también eran más tolerantes con nosotros y estábamos demasiados avivados para meternos en
líos, aunque el espíritu aventurero, con frecuencia, nos llevaba a caminar por las cornisas y a veces, sufríamos
las consecuencias de las burradas que hacíamos.
Pero disfrutábamos tanto de esas, en el fondo, inocentes travesuras que no sabíamos resistir la tentación.
Después de todo éramos muy jóvenes y esas cosas se hacen a esa edad o no se hacen nunca.
En el transcurso de este año, 1938, el segundo de nuestra vida de cadetes y el primero en el nuevo Colegio, la
pandilla que integrábamos Cadelli, Diehl, López, el petiso Planes, Ortiz y a veces algunos otros como Imposti y
siempre yo, consolidó su amistad y el número de “canchereadas” que nos mandábamos crecía velozmente
y las “canas” que nos “enchufaban” también, pero eso no parecía preocuparnos mucho.
Fueron tantas las anécdotas que se generaron en ese año que ni siquiera voy a intentar relatarlas. El ambiente
en ese magnífico Colegio era propicio para muchas cosas. Por de pronto, casi todos los distintos cuerpos de
edificios se unían entre sí por pasajes subterráneos que, investigamos prolijamente, y que se transformaron
en algo así como un segundo “habitat” para nosotros. Fueron tantas las travesuras que se hicieron en esos
subterráneos que, años después, fueron clausurados con rejas y puertas con candados.
Existe por ahí, en algún lado, cierta fotografía obscena que muestra nuestras “caras ocultas”, foto ésta que
fue tomada casi en las narices de toda la oficialidad del Colegio, en un alarde de inconsciente desafío.
A principios de ese año, ingresó al Colegio mi primo Guillermo Didiego y por lo tanto nos veíamos todos los días,
además con frecuencia le tuve que sacar de apuros. A mitad de año pasó a revistar en Comunicaciones.
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CAPITULO SIETE
L
a maniobra correspondiente al 38, la hicimos en una estancia situada en un lugar denominado Cinco
Cerros que se hallaba cerca de la estación Bosch y próximo a Mar del Plata.
Esa maniobra, la segunda como artillero, fue memorable
porque, debido a la sequía reinante, durante un ejercicio
de tiro se incendió una importante zona de esa estancia,
lo que nos obligó a suspender los ejercicios y dedicarnos
a apagar el fuego que se había acercado demasiado
al casco de la propiedad.
Hubo dos hechos que recordar. Primero que, mi madre,
acompañada por mi hermana y una prima, se llegaron
hasta allá a visitarnos, para gran alegría de la pandilla.
Conservo una película que filmé en esa ocasión.
La segunda fue que, un fin de semana, nos autorizaron a
viajar hasta Mar del Plata, y allí nos largamos Ortiz, López,
mi primo Didiego y yo. Tengo una foto que recuerda
este hecho.
Terminada la maniobra y de regreso al Palomar, hubo ceremonia de egreso, como todos los años y luego,
otra vez de vacaciones en la “quinta” que ahora se llamaba “Las Delias”, en honor a las dos Delias de la
familia, madre e hija.
Y otra vez la quinta se llenó de ruido y risas, pequeños escándalos nocturnos, que “indignaban” a mi padre,
porque él se levantaba temprano para ir a su oficina, mientras nosotros dormíamos plácidamente. Mi tía
Esther, era una de las cabecillas de las farras nocturnas.
Una mañana fuimos despertados a los gritos por mi padre que nos ordenó levantarnos y esperarlo fuera de
la casa. Un tanto atónitos, nos vestimos y cumpliendo la orden salimos a esperarlo y allí, entre risas y bromas,
nos encontramos con mi tía y mi hermana. Sale Papá, nos hace formar y, muy seriamente, nos hecha una
furibunda filípica, condenándonos a juntar bichos canastos. La formación estaba integrada por: mi tía a la
cabeza, mi hermana, yo, Quique y el ñato Diehl.
Con Quique nos íbamos hasta Pilar a caballo – eran 15 km. – sólo para hacer pinta y volvíamos de noche,
llegando a la quinta a la una o dos de la mañana.
¡Qué tiempos aquellos!
En otra oportunidad con Quique – era el inventor de todas estas cosas- hicimos un paseo a la tarde por Pilar
en un Ford 37 que tenía mi padre, pero para que no fuera tan monótono lo hicimos desnudos. Arribados a
Pilar, los parientes y los amigotes, nos saludaban y nos invitaban a detener el auto para charlar, cosa que,
lógicamente, no podíamos hacer. Al principio nadie entendía por qué no parábamos, pero cuando se
avivaron de la situación la cosa se puso “peluda” porque se originó una verdadera cacería para sacarnos
del auto, hasta que juzgamos prudente emprender la retirada.
Durante el verano eran muchos los visitantes que llegaban a pasar el día y entre otros, eran “habitues”,
Clelia y Alfredo Intzaurgarat, fieles amigos desde París. Además de primos y amigos de mi madre y de mi
hermana.
Para ese año, 1938, mi hermano Jorge recién cumplía los diez años y aún no había comenzado a tener
amigotes propios.Éramos felices, pero además vivíamos en un país feliz que, si tenía problemas, nadie se
enteraba de ello. No teníamos la menor idea de lo que era un dólar ni para que servía. Por la noche nos
quedábamos largas horas tirados sobre el césped, frente a la casa, sin temor alguno a nada ni a nadie,
porque no había nada a qué temer y hay que recordar que la quinta se hallaba sobre la ruta 8, pero
aislada del mundo.
Todo era tan distinto de la realidad actual que la comparación asusta. No puede haber duda alguna que
aquellos tiempos eran infinitamente mejores, vivíamos en tanto que ahora sólo existimos, y no es lo mismo.
El hecho es que la vida en verano, en la quinta, era una verdadera delicia que disfrutábamos entre todos,
con fervor e inconsciencia.
Y por fin un día de marzo de 1939, iniciamos nuestro último período en el Palomar y ahora como Cadetes
en busca del título de Subteniente. No era tan sencillo, nos esperaban diez meses de ardua labor y con más
responsabilidades que nunca.
Durante mi vida de artillero tuve dos Capitanes, el primero se llamaba Rodríguez, de sobrenombre Matriculita,
quien era una excelente persona, oficial de Estado Mayor y especializado en Historia Militar, tema sobre el
cual llegó a tener gran fama.
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Este tenía un gran respeto y simpatía por mi padre, lo que no me venía mal a mí.
El segundo, cuando estábamos en quinto año, fue un tal Carlos S. Salinas, Ingeniero Militar que estuvo en Europa
con nosotros, pero al que nunca conocí allá. Este era un grandote de enormes piernas con botas inmensas,
a tal punto que nosotros decíamos, en solfa, que con una sola de esas botas nos podíamos hacer un par y
con el sobrante teníamos para una montura de campaña. Era un estúpido, permanentemente amargado y
que nos amargó el año. Me trataba con malas ganas, al punto que le pregunté a mi padre por ello y no me
habló bien de él ni de su labor en Francia. Deduje, entonces, que el cretino se vengaba de él conmigo.
Pero de todos modos seguimos adelante y llegó la maniobra de final de año que hicimos en Córdoba en
la Pampa de Olaén. Fue muy linda maniobra en la que tuve la primera oportunidad de mi vida de tirar con
una batería de artillería de cañones Bofors 75 mm., los mismos que mi padre había comprado en Suecia para
nuestro país, y que yo estrenaba cinco años después, recién llegados.
Luego de regreso al Colegio, nos preparamos para la ceremonia de egreso que se realizó el 29 de diciembre
de 1939.
En el transcurso de esa ceremonia que presidía el Dr Ortiz, como Presidente de la Nación, ocurrió un hecho
que, por sus características, creo que fue un signo premonitorio de lo que sería una constante en nuestra
futura carrera militar. ¡Corrió sangre! Había un fotógrafo en el Colegio, un tal Franz que se encargaba, entre
otras cosas, de obtener las fotografías de la ceremonia de egreso, para lo cual se ubicaba cerca del palco
de las autoridades. Estaba en esa tarea cuando de pronto explotó el frasco de magnesio que utilizaba
para su cometido. La explosión generó un intenso humo blanco y nos conmocionó a todos y en particular al
Presidente y sus acompañantes, pues nadie entendía lo que había pasado, hasta que se vio al pobre Franz
cubierto de sangre y de quemaduras. Pasó un largo rato hasta que se restableció el orden y la ceremonia
pudo continuar. Después de la ceremonia, que se realizó con los egresantes aún en ropa de cadetes, nos
fuimos a cambiar y vestir por primera vez el uniforme de Subtenientes. Fue, sin dudas, un día de gloria para
nosotros y nuestras familias.
Por la noche fuimos recibidos como nuevos socios del Círculo Militar. Aún estábamos algo duros en nuestra
situación y nos costaba tratar con la familiaridad que cabía a los que, hasta hacía muy poco, fueran nuestros
oficiales instructores.
Pero ese día tuvo otras consecuencias, tales como la separación con nuestros camaradas de más de tres
años, a algunos de los cuales no volveríamos a ver nunca más.
En los siguientes cuatro años murieron cinco de ellos: tres por accidentes; Cabral, Castagneto y Roca, y dos por
los balazos que recibieron el 4 de junio de 1943: Ferrer y Giustinian Cigorraga, todos queridísimos amigos.
Luego, la asignación de distintos destinos a todo lo largo del país, produjo la diáspora definitiva que,
lamentablemente, con el devenir del tiempo y de los acontecimientos políticos que nos esperaban, nos
separó de un modo mucho más cruel y estúpido, separación que duró años, demasiados años, antes que
llegara el fraternal encuentro que, en el fondo de nuestros corazones, todos anhelábamos.
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Lo primero que hicimos Cadelli y yo, en el primer día hábil posterior, fue hacernos socios del “Seguro de
vida Militar” y no porque temiéramos por nuestras vidas, sino porque nos enteramos que, de ese modo
podríamos obtener un anticipo de nuestro primer sueldo como Subtenientes que, vaya esto como anecdótica
información, era de $ 285 (m/n) por mes. Cobramos y al día siguiente salimos disparados para Mar del
Plata, a gozar de la vida. Fue mi primer veraneo en ese balneario, que era muy distinto a lo que es hoy.
Sinceramente prefiero aquel Mar del Plata al de hoy. Tenía aún la vieja Rambla que era muy hermosa y tenía
cierta distinción galana y altiva que ya no posee. Era un paseo reservado a la clase media alta para arriba
y se parecía mucho a Biarritz, en Francia.
Allá formamos una inolvidable barra con el añorado Bebe Quesada, el loco Ortiz, Lauro Vigil y su hermana
Perla y una niña de la que sólo recuerdo que le decían Beba y que era muy hermosa pero un tanto boba y
que soportaba con estoicismo nuestras sangrientas bromas, y muy especialmente las de Quesada.
El Bebe Quesada, que era hijo de un famoso periodista de la época, se hizo aviador y fue comandante
de un “Comet” y murió en un accidente con ese avión en Brasil, siendo aún muy joven. ¡Con él se fue un
inolvidable amigo!
Quiero terminar este capítulo con algunas reflexiones.
El día que recibí mi diploma de Subteniente de Artillería, tenía 18 años, es decir, me faltaban aún 3 para
ser mayor de edad. No obstante ello ya era un menor emancipado, con una carrera por delante que, en
aquellos años, era muy prestigiosa y totalmente independiente, desde el punto de vista familiar.
Ocho años antes, sólo ocho años, yo pisaba por primera vez suelo europeo y comenzaba así una nueva
vida llena de experiencias trascendentes que remodelarían, definitivamente, mi carácter y mi visión de la
vida desde todo punto de vista, desde lo ético, lo moral, lo material y lo religioso.
¿Qué quedaba ese día de aquel ignorante y pusilánime niño que salió de Villa Urquiza ocho años antes? Yo
creo que nada. Sólo una borrosa figura. ¡Un fantasma del pasado! Estimo que ese período en Francia me
cambió de tal modo que, desde entonces, nunca pude mirar a mi país como otro argentino cualquiera, sino
como un francés “radicado” en Buenos Aires. Ello explicaría nítidamente mis actitudes frente a casi todo, pero
muy especialmente, frente a los terremotos políticos que tuvimos que soportar durante más de 40 años.
Ello fue, al menos eso creo, la causa de que me mantuviera distante y algo indiferente a las pasiones que
se desataron en ese período, porque nunca pude comprenderlas y racionalizarlas, y muchas actitudes que
lograron fascinar a mis compatriotas, me resultaban completamente ridículas, fantochescas, deshonestas y
las rechazaba en lo más íntimo de mi ser.
Nunca pude llegar al fanatismo por nada, fuera ello político, religioso o deportivo.
No está en mi ánimo la crítica de aquellos acontecimientos, no me creo con la capacidad necesaria para
ello, pero sí he sido un observador válido, porque desde aquella vieja Europa, aprendí a sacar conclusiones
de casi todo aquello que, de un modo u otro, influía en mi vida y lo aplicaba a mi conducta, tratando de
no caer en errores trascendentes, si podía evitarlo.
Es, tal vez, por ello que para esos hechos, todo era, para mí, como si yo no perteneciera al mundo que me
rodeaba y entonces casi todo me era indiferente, o por lo menos, actuaba como si lo fuera.
Para bien o para mal así fue y así es aún.
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CAPITULO OCHO
Desde enero de 1940 hasta agosto de 1963
D
espués de mis primeras vacaciones como Oficial de Artillería, me presenté en mi nuevo destino,
el Regimiento No. 6 de Artillería-Escuela, sito en Campo de Mayo.
Luego de la presentación de rigor ante mi Jefe de Regimiento, el Tte. Coronel D. Eduardo Ávalos, gran
personaje, sumamente querido y respetado por todos sus oficiales y de enorme predicamento como artillero,
fui asignado a la 2ª. Batería, compuesta de antiguos obuses de 105 mm., cuyo jefe era el Capitán J. M.
Domínguez, otro increíble personaje.
En el Casino de oficiales se me asignó una pieza, que compartí con Videla Aubone, de mi misma promoción.
Olvidaba mencionar que fuimos cuatro los camaradas de mi promoción asignados al mismo destino: Videla
Aubone, Golletti, Ferrer y yo. En casi todas las unidades existía alguna ceremonia tradicional para recibir a
los nuevos oficiales, como miembros plenos del Casino. Estas ceremonias eran, con algunas variantes que
dependían del destino y del “gusto” personal de los subtenientes más antiguos, sumamente salvajes. En
nuestro caso la cosa fue así: se nos informó por escrito que esa noche, a tal hora y en tal sitio, tendría lugar
una cena en nuestro honor, a la que deberíamos concurrir de uniforme social, con gorra y sable.
Esperamos con ansiedad que llegara el momento de nuestra aceptación como miembros del Club de
Subtenientes – éramos en total más de veinte. A la hora precisa abrimos la puerta del salón donde se llevaría
a cabo la ceremonia y lo que allí vimos nos dejó estupefactos. Los demás concurrentes vestían de las maneras
más estrafalarias: en calzoncillos algunos, en pijamas otros, con ropas de gimnasia, en traje de baño pero
con cinto y sable, etc. etc. Cada cual eligió su vestimenta según se le ocurrió, pero... he aquí el detalle, todos
estaban con cara de perros y se comportaban como si estuvieran con uniforme de gala y aunque todos se
tuteaban, en esa ocasión se trataban con el mayor respeto y ceremonia.
El más antiguo de ellos presidía la ceremonia de iniciación y mientras los demás nos miraban impertérritos,
aquel nos endilgó una larga perorata sobre la infinita responsabilidad que recaería sobre nosotros, a partir
de ese día, en la vigilancia y protección del Santo Grial, el que según él, estaba encerrado dentro de una
caja de cartón, debidamente cerrada y sellada, colocada en el centro de la mesa, pero que en su exterior
permitía visualizar la siguiente leyenda
“Dirección General de Sanidad-100 Preservativos 100Después se nos obligó a rendir pleitesía a los demás asistentes, en su condición de miembros de la
“Muy Noble Orden de los Artilleros de la Mesa Cuadrada”
Era un verdadero manicomio.
A continuación de ese introito se nos permitió tomar asiento y guardar silencio y empezó la cena. Comenzaron
a llegar las fuentes y en tanto aquellos degenerados englutían verdaderas exquisiteces, nuestros platos sólo
contenían escasísimos alimentos provenientes del comedor de tropa. Ellos tomaban buenos vinos y nosotros
sólo agua y poca. Además y a medida que progresaba el “Ágape”, nos fueron autorizando a quitarnos
las ropas, comenzando por el sable, la gorra, la chaquetilla, hasta quedar en calzoncillos, pero sin permiso
para hablar, excepto para responder preguntas, para lo cual debíamos ponernos de pie y en la posición
militar (¡en calzoncillos!). Luego nos hicieron brindar con cada uno de ellos individualmente, con un brebaje
especialmente preparado a ese efecto y que era “matacaballos”.
Prefiero omitir la índole de las preguntas que debíamos contestar, para no ofender al lector.
Esta tragicomedia se prolongó largo rato, pero afortunadamente, con el aumento del nivel alcohólico la
cosa fue degenerando y, al final, comenzaron a llegar oficiales de mayor antigüedad y hasta algún jefe,
quienes se sumaron alegremente al jolgorio que duró hasta bien entrada la noche.
Nada de esto impidió que a las 7 de la mañana estuviéramos todos listos para dar instrucción a la tropa. ¡Y
bien listos que estábamos!
A partir de ese día la camadería entre la perrada se hizo general, de modo que todos nos tuteábamos, a
pesar de que había años de diferencia de antigüedad.
No olvidaré nunca a aquellos viejos amigos, fieles en las buenas y en las malas: Bertelloni, Correa, Iricibar,
Sarapura, Luna, Videla Aubone, Castro Sánchez, Golletti, Ferrer, Colomer y tantos otros, camaradas excelentes,
algunos de los cuales llegaron al Generalato, muchos a Coronel y otros murieron muy jóvenes.
La vida de un oficial joven, en una Escuela de Arma era muy exigente. Entre la instrucción de la tropa y la
de oficiales, apenas nos quedaba tiempo para desayunar y almorzar. Desde las 6 de la mañana hasta las
5 de la tarde no parábamos, pero luego, nos bañábamos, nos vestíamos de civil y salíamos al trote rumbo
a la ciudad y las diversiones, aunque, generalmente, regresábamos al cuartel a dormir a eso de las 2 de la
mañana. Dormíamos poco, pero ¿quién quiere dormir a los 20 años?
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Como premio por haber logrado el oficialato en tiempo record, mi padre me regaló un auto. Era un Plymouth
cupé modelo 40. Una joyita en esa época, que amplió, fuertemente, mi campo de acción para la farra.
Mis primeros compañeros de parranda fueron Videla, Ortiz (que estaba en otra unidad, pero también en
Campo de Mayo) y en ocasiones Sarapura. En el cuartel no todo era fajina, en nuestro tiempo libre solíamos
practicar salto, equitación y con frecuencia, organizábamos unos picaditos de polo.
Para ese entonces yo tenía una tropilla de cuatro caballos: el Satán para salto, el Pibe para polo, el Lucifer
(alias Negrito) como caballo de armas (se le decía así al caballo preparado para maniobras) y por último un
hermoso alazán de largas crines llamado Oro, de fabulosa pinta y majestuoso andar, que era muy envidiado
por todos.
Una vez por mes entrábamos de semana, es decir que durante 7 días no podíamos salir y debíamos dedicarnos,
totalmente, a conducir nuestra batería, en todas sus actividades, desde la diana hasta el silencio, incluyendo la
asistencia al comedor de tropa, durante el desayuno, el almuerzo y la cena. Pero durante esas “semanas” era
cuando más nos divertíamos en el Casino de Oficiales, pues siempre había ocasión para un partidito de truco
o para un desafío de jaquet o para preparar cargadas a algún camarada desprevenido. Los días domingos
solían venir al Casino las novias o las señoras de los que se quedaban por semana o guardia y esos días
debíamos portarnos como niños bien educaditos, pero durante el resto de la semana era el despiporre.
Algunos de los muchachos eran verdaderos monstruos en eso de organizar “cargadas” y en llevarlas a
cabo.
Recuerdo dos en particular.
El Casino de Oficiales estaba en un primer piso al que se accedía por una amplia escalinata de anchos
escalones de mármol. Una noche, después de confirmar que el “cliente” se había retirado, el grupo de
“delincuentes juveniles”, fue a las caballerizas a buscar al Bolita. Este era un caballo de enormes proporciones,
pero muy manso y le hicieron subir la escalinata, lo que no fue fácil, pues el Bolita estaba lleno de pánico, lo
introdujeron en la pieza del “cliente”, de la cual, previamente se habían quitado los foquitos de luz.
A la una de la mañana, cuando el dueño de casa regresó, al no poder encender la luz del techo, se dirigió
a su mesa de luz, para utilizar el velador, todo ello entre puteadas, pero de pronto tropieza con una montaña
de carne peluda que, además se movía, porque estaba muy inquieto y sale gritando espantado. Entre tanto
los autores de la “bromita” reventaban de risa en las piezas vecinas. Hay que agregar que durante la larga
espera, el pobre Bolita había llenado el piso de bosta y orines. Algo horrible. El damnificado no tardó mucho
en descubrir a los causantes de la hazaña y comenzó con largas y pesadas diatribas y amenazas de muerte
para todos. La cosa no terminó allí, pues era impensable dejar al Bolita en el Casino pues las consecuencias
podían ser bravas, de modo que hubo que sacarlo de la pieza y hacerle bajar las escaleras, lo que se consiguió
a fuerza de grandes cantidades de terrones de azúcar, golosina ésta que enloquecía al inocente caballo.
Luego, al día siguiente debimos limpiar el desastre en la pieza.
En otra ocasión dos camaradas se lanzaron a una suerte de guerra privada, que culminó cuando a uno de
ellos se le ocurrió hacer correr querosenes debajo de la puerta de la habitación del otro, mientras dormía la
siesta y encenderlo, después de lo cual se fue a “dormir”. El incendiado comenzó, de pronto, a pedir auxilio
a los gritos, lo que nos hizo asomar al pasillo a todos los demás y al ver lo que sucedía, acudir en su ayuda y
apagar el fuego, aunque sin saber la causa de todo ese escándalo.
1940- Escuela de Artilleria 46
Caballo Lucifer
Por ser el más joven, fui designado abanderado del Regimiento, lo que además del consiguiente honor, era
una gran comodidad, porque en todas las marchas, desfiles y demás ceremonias, mi puesto era el más
cómodo.
En aquellos años, de gran tranquilidad política, todas las tardes, a partir del mes de julio, practicábamos
tiro de artillería, lo cual nos agradaba enormemente a todos, porque ese era el fin último de toda nuestra
preparación como artilleros.
Por esas casualidades de la vida, la jura de la bandera se realizó en Pilar y la presidió mi padre que, a la sazón,
había alcanzado el generalato. Fue un acto apoteósico, pues teníamos a toda la familia de hinchada.
Después de esa jura, toda la actividad era en el campo: marchas con toda la batería para ocupar posiciones,
instalación de vivacs, tiros de artillería en la que actuábamos por turno, como jefes de la misma, etc. , todo
lo cual era muy agradable porque uno sentía que, por fin, estaba cumpliendo con el verdadero objetivo
de la carrera elegida.
Tal vez suene como algo ilógico, pero la vida en campaña me gustaba mucho y es lo único que extrañé
de la vida militar.
Al final del año toda la Escuela se alistó para las maniobras que se realizaron en Villa Mercedes – San Luis.
Nos embarcamos en un larguísimo tren que tardó más de doce horas para arribar a destino. Esta vez, a
diferencia de cuando éramos cadetes, nos asignaron camarotes para pasar la noche y teníamos un vagón
restaurante para nuestro uso exclusivo, de tal modo que el viaje resultó una alegre excursión.
Conservo algunas fotos de la carpa que compartí con mis buenos amigos Bertelloni, Iricibar y Castro Sánchez,
donde se me ve haciendo “música” con un acordeón a piano que me había comprado. Los fines de semana,
cuando no teníamos obligaciones que cumplir, nos íbamos hasta la ciudad, vestidos de civil y casi siempre
al Club Social que nos había aceptado como socios temporarios. Allí siempre se armaba un bailongo con
las niñas locales. ¡Lo pasábamos muy bien!
Estuvimos casi un mes en esa campaña y al terminar la misma se realizó un desfile seguido de una fiesta,
ofrecida por nuestro Jefe, en agradecimiento a las atenciones recibidas.
Sería muy injusto si dejara de mencionar al soldado que era mi asistente, por sus hazañas para esperarnos
siempre, en cualquier lugar que fuera nuestro destino, con un asado, en el que la víctima era algún animal
que, según él cazaba, pero que siempre sospeché que los robaba de alguna finca cercana. Pero la guerra
es la guerra y en tanto comiéramos como los dioses, lo mejor era no preguntar nada.
Sólo una vez tuve un problema y fue con misterioso cerdito que, según mi asistente era salvaje, pero que
según un lugareño se lo habían robado de su chiquero. Pude convencer al fulano que algún sacrificio había
que hacer en honor al Glorioso Ejército Argentino. No se fue muy convencido, a pesar de que lo invitamos
a comer el maldito bicho.
Demás está decir que las maniobras eran un campo propicio para toda suerte de bromas, en las cuales,
de tanto en tanto participaban algunos Jefes y una de las predilectas era la interceptación de las cartas
que alguna noviecita enviaba a su adorado. Con ello se podía llegar a su lectura en “público” para gran
bochorno y, a veces, bronca del destinatario. En esto no había piedad y se consideraba una grave ofensa
a sus camaradas, que el “cargado” intentara el menor signo de desagrado. Eran las reglas del juego: “Hoy
vos, mañana yo”.
Terminadas las maniobras, volvíamos al cuartel y comenzaba la licencia anual: por trozos. Teníamos casi
treinta días de franco que esperábamos con ansiedad. Y así concluyó el año 40, mi primero como oficial.
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CAPITULO NUEVE
N
o recuerdo demasiado que fue lo que hice en ese período pero es muy posible que lo haya
pasado en la “quinta” y algunos días en Mar del Plata.
Para ese entonces la pandilla que habíamos formado en el Colegio estaba diezmada por la diáspora que
se originó con los destinos de cada uno. Quique Cadelli estaba en la Escuela de Aviación, en Córdoba,
Diehl en su Regimiento de Infantería, en la provincia de Buenos Aires, López en su unidad de Caballería, el
petiso Planes había sido dado de baja del Colegio antes de recibirse, Imposti también se hallaba en otro
Reg. de Infantería, de modo que en Buenos Aires sólo quedábamos Ortiz, Jorgensen y yo. Eso provocó que
nos viéramos poco con los demás y ello durante los períodos de licencia.
No puedo terminar el “racconto” de mi primer año de subteniente sin contar lo que, siempre consideré, la
anécdota más divertida de toda mi época de oficial.
Mi compinche Ortiz me invita un día, a hacer un curso de piloto civil. Para ello me dice que se había informado
y que lo podíamos llevar a cabo en un aeródromo civil de San Fernando. Y allá nos largamos un domingo.
Conversamos del asunto y nos dieron una orden para el correspondiente examen médico. Cumplimos este
trámite sin inconvenientes (lo que confirmó la influencia de mi padre, con los médicos del Colegio Militar,
pues nada tenía en los oídos).
El domingo siguiente volvimos eufóricos y comenzó el curso. Muy poco tiempo después, estando en el cuartel,
me comunican que debía presentarme de inmediato ante el Jefe de la Unidad, el famoso Teniente Coronel
Avalos. Mi sorpresa fue enorme y también mi inquietud, pues dicho Jefe no tenía la costumbre de llamar a
nadie para darle besitos, sino todo lo contrario.
Mientras me dirigía a su oficina, me preguntaba: ¿”Qué c.......a habré hecho?” Cuando llegué y me presenté
ante su ayudante que, por suerte, era un medio pariente mío, el Tte. 1º. Tito Luciani, éste me dice: “¿en qué lío
te metiste?” , lo que no mejoró para nada mi índice de julepe y luego de ver al Jefe me dice: “Podés entrar
nomás”. Entro, me cuadro, saludo militarmente y me presento, tal como era de rigor. El diálogo siguiente fue
exactamente como aún lo recuerdo.
EL JEFE: “Dígame Subteniente, ¿es cierto lo que me han informado: que
está haciendo un curso de piloto?”
YO: “Sí, mi Teniente Coronel”
EL:” y, ¿acaso ignora Ud. lo que prescribe el Reglamento de Servicio
Interno al respecto?”
YO: (que ignoraba lo que decía ese maldito reglamento): “No, es
decir, sí”
EL:”Yo se lo voy a decir, ignorante, el Reglamento dice que un Oficial
no puede hacer ninguna actividad fuera del cuartel, sin la debida
autorización de su Jefe, ¿lo sabía o no?”
YO: “No lo sabía, mi Tte. Coronel”
EL: “Pues ahora lo sabe y no se le ocurra pedirme el permiso porque no
se lo voy a dar, ¿entendido?”
YO: “Sí, mi Tte. Coronel”
EL: “Pero no voy a dejar pasar esto sin una sanción. ¿Qué prefiere?
¿cinco días de arresto o una patada en el culo?”
YO: (atónito e incrédulo de lo que acababa de oír y con una trémula vocecita, le contesté: ¡“Una patata
en el culo, mi Tte. Coronel!”
EL, solemne: ¡“Date vuelta!”
Yo me doy vuelta y me pega la más encantadora patada en el culo de toda mi vida.
Salí de ese despacho loco de la vida porque la había sacado muy barata.
La anécdota corrió como reguero de pólvora por todo el cuartel; quién sabe cual fue el cretino que corrió
la voz, aunque me inclino por Luciani. Desde ese día cada vez que yo hacía una macana, alguien se ofrecía
para darme otra patada. Lo que nunca supe es cómo se enteró el Jefe de lo que yo estaba haciendo.
Durante mucho tiempo tuve la sospecha de que mi padre, por segunda vez, frustraba mi mayor anhelo.
Los paseos más habituales que solíamos hacer con Ortiz y a veces con Diehl o con Videla eran la concurrencia
a varias confiterías de gran moda, en las que actuaban fabulosas bandas de jazz. Una de ellas quedaba en
el primer piso de la Galería Pacífico y era muy concurrida por la juventud de la época y en la que actuaba
una banda de jazz dirigida por un famoso saxofonista negro llamado Booker Pitman y en la que actuaba,
también como saxo, el gran Bebe Quesada, aún en plena bohemia.
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Otras veces íbamos a otro boliche llamado New China, en pos de otra excelente banda, cuyo nombre no
recuerdo y en la que cantaba una vocalista de sobrenombre Georgia, que luego se casaría con el benemérito
Diehl y de la cual soy amigo hasta el día de hoy. Una maravillosa mujer.
Por las noches nuestro reducto preferido era el Tabarís donde había un show nocturno de primerísimo nivel,
al que llegaban artistas de gran renombre internacional.
Con los 300 pesos m/n que eran todo nuestro capital, podíamos darnos esos lujos y aún ahorrábamos dinerillos
a fin de mes. ¡Qué tiempos aquellos! Hoy día ni un Coronel podría llevar aquella vida.
Yo me alojaba permanentemente en el cuartel, como era mi obligación en tanto fuera soltero, de modo
que, si bien solía cenar en casa de mis padres con cierta frecuencia, sólo dormía allí algunos sábados. Así las
cosas, mi independencia de la casa paterna, que había comenzado, de cierto modo, con mis internados
en París y continuado con los 3 años del Colegio Militar, se acentuaba cada vez más.
En verdad yo me sentía más cómodo con mis camaradas de la milicia que rodeado de mis familiares, ello
sin desestimar el cariño que sentía por ellos. Pero, no los necesitaba, en verdad.
Y así llegó el 41, año que produciría algunos acontecimientos que tendrían influencia directa en mi familia.
En el Regimiento se produjo un cambio de jefatura. Se fue Avalos y llegó el nuevo jefe el, posteriormente
famoso Rattenbach, que falleciera muchos años después con el grado de Teniente General, habiendo dado
mucho que hablar.
Este señor modificó grandemente la actividad de la Escuela, priorizando la instrucción de oficiales, por sobre
todo lo demás. Al extremo que la instrucción de la tropa quedó en manos de suboficiales y supervisada por
los oficiales, los cuales nos pasábamos casi todo el día en clases de estrategias, táctica artillera y tiro, además
de clases de cultura general, que él mismo impartía. A decir verdad, nos sacudió en forma, quitando de
nuestras mentes todas las telas de arañas que se pudieron haber amontonado y que, en ciertos casos, eran
muchas.
Ese año, la maniobra se hizo en un campo de la provincia de Buenos Aires, cerca de estación Bosch. Eso estaba
a unos 120 km de la Capital, así que, siguiendo la columna que llegó allá en un tren, envié mi auto con mi
asistente, de modo que durante los fines de semanas libres, nos íbamos de paseo al pueblo y a otros lugares
vecinos y una vez me vine hasta Buenos Aires. Fue una buena campaña, excelente nivel de camaradería
y provechosa profesionalmente. Pero lo mejor fue, sin dudas, el agasajo que nos ofreció el pueblo, en el
consabido Club Social. Pero lo más sobresaliente del año fue la muerte del Presidente Ortiz y la consiguiente
toma del mando por el Vice, el Dr Ramón Castillo.
Cada cambio de gobierno trae aparejado cambios en el Gabinete y otros cargos de importancia. En este
caso el que más nos sacudió fue la designación de mi padre como Jefe de Policía de la Capital Federal.
Este designación traería colas, largas y dolorosas, para el país y para mi familia.
Otro hecho que recuerdo mucho fue la sorpresa que me llevé un día, casi por el final del año.
Estaba almorzando en el Comedor de Oficiales, como siempre, cuando un soldado que oficiaba de telefonista
en el Casino, se me acerca y me dice:” Mi subteniente, hay un llamado para Ud., desde el Alvear Palace
Hotel”. Me sorprendió porque no conocía a nadie en este Hotel, así que allá fui, seguro de que se trataría
de un error. Levanto el tubo y de inmediato escucho una voz, que me pareció conocida pero que no podía
identificar, que me dice: “¿Roberto?... YFOY c’est moi (soy yo)”. Por un instante me quedé como petrificado.
Sabía bien quién era la única persona en el mundo que me podía saludar de esa forma, pero no podía creerlo.
Con voz algo trémula le contesté: “¿C’est toi Jean? (eres tú Jean)”. Y luego, ante su respuesta afirmativa,
le digo: “Pero si no es posible”. Pero lo era. Se trataba de mi compañero de la Ecole Pascal de París, Jean
Caracciolo de Laurino, mi gran amigo de los años 34 y 35.
Me informa que había llegado dos días antes con su madre, su mujer y ¡2 hijas! Y que me esperaba en el
hotel para charlar y contarme sus aventuras. La cosa me produjo gran alegría, por lo inesperada, así que
a las 6 de la tarde estaba yo preguntando por él en la conserjería del hotel, y allí me llevé la segunda gran
sorpresa. Yo pregunté por el apellido por el cual yo lo conocía en París: Jean Luarinó y en el hotel no había
nadie registrado con ese nombre. Desconcertado, ensayé con otro de sus apelativos, Caracciolo, sin éxito
otra vez.
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No sabía qué hacer, hasta que se me ocurrió llamar a la Policía y hablar con Carlos Coelo, a quien mi padre
había nombrado Subjefe. Este me dijo que quedara en casa mientras él hacía las averiguaciones. Al poco
tiempo me llama y me informa que, efectivamente, mi amigo estaba en el Alvear, pero registrado con el
nombre de Jean de Ribón. Así que volví al hotel y ahora sí pude dar con él. Subo a sus habitaciones, golpeo,
se abre la puerta y allí estaba nomás.
Nos abrazamos largamente sin poder disimular la emoción que nos embargaba a ambos. Me presentó a su
mujer y a sus hijas y luego estuvimos hablando largo rato, sobre todo lo que nos había pasado, a él y a mí,
durante esos 6 años. Acoto que ambos somos del mismo mes y año, o sea que en ese momento él tenía 20
años y ... ¡su mujer e hijas! ¡Qué apurado!
Debo aclarar lo del IFOY. Esto era una sigla ultra secreta que teníamos, para los dos allá en el colegio y
provenía de un dicho usual entre los ingleses que dice: I am friend of you y que significa algo así como: “Soy
tu amigo”. En un diccionario Petit Larousse Ilustré que aún poseo, en la tapa se pueden leer esas siglas hechas
con un sello de goma auto fabricado.
A partir de ese día nos vimos casi a diario, durante los 4 años que vivió en Buenos Aires, luego, terminada la
guerra, se volvió a su París.
Quedaría por relatar cómo fue que Jean me encontró, a sólo dos días de llegar. Resulta que, otro amigo
común, un argentino que también formaba parte, esporádicamente, de nuestro grupo en París, Pedro
Etcheto, supo anticipadamente de su llegada y como casualmente ese año había sido llamado a filas, como
reservista en una unidad próxima a la mía, sabía perfectamente donde estaba yo porque, con frecuencia, nos
encontrábamos en Campo de Mayo, entonces, cuando Jean preguntó por mí. Le dio mi número telefónico,
lo que permitió el reencuentro.
En el futuro volvimos a encontrarnos muchas veces, con Jean pero siempre en París. Pero esa es otra
historia.
Para ese entonces yo ya había conocido en aquella mentada confitería, donde solíamos ir a escuchar a
Booker Pitman, a la que, dos años después sería la futura madre de mis hijas. Nos casamos en el año 1943,
año en que pasó de todo, incluyendo mi casamiento.
Un cura, RHM, Ma. Elena W. de Pulleiro, Delia Rotondaro de Martinez, la esposa del Presidente de la República,
el Presidente Pedro Pablo Ramirez, Monseñor de Andrea, Gral Domingo Martinez y un amigo.
Entre el Presidente y su esposa, atrás, se ve al Capitán de Navio Manuel Pulleiro.
De este tema sólo voy a decir que fue algo que comenzó muy bien y terminó pésimamente mal y punto.
Para ese entonces, mi familia se había mudado a otro departamento más pequeño, en la calle Juncal 958,
y allí estuvieron hasta que, por necesidades protocolares, en razón de su nuevo cargo, que lo obligaba a
recibir muchas visitas.
Alquiló un departamento en el 6º. Piso de la Caja Nacional de Ahorro, que está en Plaza de los Congresos. El
lugar no era muy pituco, pero en aquellas épocas era cómodo para mi padre, porque estaba a tres cuadras
de la Jefatura.
Por lo demás, el departamento era enorme y de gran categoría. Disponía de gran recepción, cuatro
dormitorios, tres baños, antecocina, cocina y dos habitaciones de servicio con baños.
Mi padre juzgó necesario tener un valet personal que, además haría un poco de todo, para lo cual contrató
a un polaco grandote, al que todos terminamos queriendo mucho, pues era una excelente persona. Este
hombre, que se llamaba Francisco, había sido en su Polonia natal carpintero enchapador, y como mi padre
era un aficionado fanático por la carpintería, tenía instalada una en su quinta a la que le dedicaba todas
sus horas cuando estaba allá (esta aptitud de Francisco fue como un regalo del cielo para él). Terminaron
siendo inseparables.
El otro fiel amigo de Papá era un enorme gato de angora que él mismo había comprado e hizo castrar, para
poder llevarlo a la quinta. Este animal sabía exactamente la hora en la cual mi padre venía a almorzar y lo
esperaba sentado frente a la puerta de entrada del departamento. Cuando mi padre habría la puerta, de
un salto se trepaba y enroscaba en su cuello y allí se quedaba mientras mi padre se desvestía, claro que con
gran placer por parte de su patrón. La relación de este animal con mi padre merecería todo un capítulo
aparte, pero sólo voy a mencionar un hecho.
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Mi padre falleció, en esa casa unos tres años después. Una semana más tarde mi madre tuvo que ir hasta la
quinta y llevó al gato como lo hacía mi padre. Cuando llegaron y abrieron las puertas del auto, el “animal”
salió corriendo y se trepó a un altísimo eucalipto y allí permaneció, sin hacer caso a nada ni a nadie. Una
semana después lo encontraron muerto al pie de aquel árbol. “Cuanto más conozco a los hombre más
quiero a los animales” dijo alguna vez un filósofo griego, hace miles de años.
Es curioso como funcionan las cosas en éste país. Fue suficiente que yo fuera el hijo del Jefe de Policía para
que empezaran a pasarme cosas raras e impensables previamente.
Sólo voy a contar algunas.
Ya mencioné que nos agradaba, a Videla y a mí, ir al Tabarís, lo que hacíamos frecuentemente y especialmente
cuando andábamos con poca plata. Entrábamos, pedíamos un whisky y, por sólo 5 pesos de aquellos, nos
veíamos un fantástico show que duraba más de una hora; eludíamos amablemente a las “coperas” y nos
íbamos a dormir al cuartel. Esto duró mucho tiempo, hasta que una noche, al llamar al mozo para abonar la
cuenta, éste nos dice: “No debe nada, ¡su cuenta ya está paga, señor!”. Asombrado, hecho una mirada por
el salón para ver si la gentileza provenía de algún amigo de mi padre, cosa que ya me había ocurrido, pero
al no ver a nadie, le pregunto: “¿Quién pago?” ante la ignorancia del mozo le pido que llame al Maitre.
Cuando éste llega, le repito la pregunta y él me responde, muy ceremonioso:
“¿Es Ud el hijo del General Domingo Martinez, Jefe de Policía?”
y ante mi afirmativa respuesta, me espeta: “Señor, Ud será el invitado de la casa, toda vez que desee concurrir
a ella”, y se alejó, no sin que antes yo le diera las gracias.
Videla y yo salimos del local muertos de risa y en el camino hasta Campo de Mayo, hicimos toda clase de
especulaciones, tales como: dónde carajo averiguaron quién era yo, y también, si sería cierto eso de que
podíamos volver siempre y no pagar. Y entonces, decidimos probar la semana próxima, con cautela, cómo
funcionaba la cosa. Volvimos y se repitió la historia y entonces Videla, más caradura que yo, le preguntó al
mozo si la gentileza de la casa contemplaba que invitáramos algunas coperas a la mesa y nos contestó:
“¡Las que quiera!”
Para que lo habrá dicho, después de aquello lo único que no hicimos en el Tabarís fue ¡dormir!
Cuando andábamos escasos de plata, íbamos al Tabarís, justo al revés de lo que hacían todos los demás y
ello, debido a la gentileza de los dueños de un boliche que pretendían, seguramente, trato preferencia, “por
si las moscas”.Pero ese no el único, hubo teatros, que utilizaron la misma treta. La otra sorpresa era ver cómo
muchos agentes de la policía, que en esos años controlaban el tránsito desde arriba de una garita elevada,
saludaban respetuosamente a mi auto, cuando pasaba cerca de ellos. Era obvio que se habían pasado la
información de la patente de mi auto a todas las comisarías.
En otra ocasión, me detiene un agente, so pretexto de que yo habría cometido una infracción, que yo
negaba rotundamente, y ante el nivel de la discusión, me amenazó con llevarme a la seccional, a lo que
accedí voluntariamente. Llegado que fuimos, el agente hace la denuncia y el oficial de guardia, sin pedir
mi descargo, me pide documentos. Se los doy, los lee y se pone blanco como el papel. Me pregunta, muy
afablemente, si por casualidad yo era hijo del Jefe.
Ante mi afirmativa y casi desfalleciente, me dice: “Pero ¿por qué no lo dijo antes?” en tanto le echaba
una mirada de odio al pobre agente, que no sabía dónde esconderse.
No sé qué le habrá hecho al pobre cana, pero me acompañó hasta
la puerta pidiéndome disculpas. En algunas ocasiones mi padre, que
solía hacer visitas nocturnas a las comisarías, especialmente a las más
bravas, me pidió que lo acompañara y alguna vez me usó como
trampa, para evaluar la forma como trataban a los civiles, que era
mala, igual que ahora.
Carlos Coelo, por su lado, hacía lo mismo, pero era inexorable
cuando encontraba perlas, razón por lo que no era querido por sus
subordinados.
En cambio mi padre que, entre otras cosas fue el creador de la Policía
Federal, era muy apreciado y considerado. Creo que, dentro de su
firmeza de conceptos, no existen dudas que no era de carácter más
bien gentil, condescendiente y proclive al perdón.
Esto se pudo notar con nitidez durante los tristes sucesos del 43. Era muy sabido que tenía convicciones
nacionalistas, emparentadas con las ideas de Uriburuy de Bautista Molina, líderes de esas concepciones
filosóficas de la época. Además, su contacto íntimo con el ejército alemán, durante su estadía en Europa,
confirmó fuertemente su germanofilia y su admiración por aquel ejército, como ocurría, por otra parte con
la gran mayoría de la oficialidad del nuestro.
Ello le significaría un gran conflicto emocional, cuando las circunstancias lo obligaron a tener que decidir, entre
la lealtad a su Jefe, el Presidente Castillo y sus camaradas ideológicos de toda la vida. Soy un convencido
que aquella pugna interna, precipitó su temprana muerte.
El año 42 se inició con un nuevo cambio de jefatura del Regimiento, que también cambió de nombre, y
pasó a llamarse Escuela de Artillería. El nuevo Jefe fue el Tte- Coronel Saurí, quién también estuvo en Europa
con mi padre, pero al que no conocí allá. Este buen señor, años después, volvió a influir negativamente en el
curso de mi vida, como relataré a su tiempo. También ese año cambié de Jefe de Batería, pues mi anterior
Jefe, el Capitán Machavelli, se fue y lo sucedió un Tte., cuyo apellido no recuerdo, a pesar de que fue una
excelentísima persona. ¿Será por aquello de que sólo recordamos a los malos y no a los buenos?
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En esta nueva batería compartíamos tareas con Castro Sánchez, lo que reforzó la amistad que ya teníamos.
El ambiente en esta batería no podía ser mejor. Desde el Jefe para abajo nos tratábamos como íntimos
amigos.
Yo ya estaba en mi último año de subteniente y para ese entonces, teníamos dos camadas más de
subtenientes por debajo. Íbamos subiendo poquito, pero subiendo.
En cuanto a mi vida fuera del cuartel, había cambiado en razón de mi reciente noviazgo.
Las salidas ahora eran por la tarde y casi siempre al cine con otras parejas, tales como Sarapura y su novia
o con una prima de ella y su marido. Hacía buena letra, ¡qué otra cosa podía hacer!
Iglesia del Socorro, 20 de diciembre de 1943
Ma. Elena Pulleiro y
Tte. Roberto Harry Martinez
Delia Rotondaro de Martinez y el
Capitan de Navio Manuel Nicolas Jose
Pulleiro
Ma. Elena Pulleiro de Wassermann
y el General de Division Domingo
Martinez
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54
L
CAPITULO DIEZ
o más sobresaliente del año fue, sin dudarlo, la maniobra final, la más larga y más importante de
las que yo realizara hasta entonces.
Se hizo en Córdoba en la Pampa de Olaén e intervinieron en ella más de diez mil hombres. La primera parte,
que duró unos veinte días, se realizó en unos campos cercanos a Villa María y a unos 60 km de Olaén y fue
exclusivamente de tiro. La segunda parte, en cambio, tuvo un desarrollo distinto, pues había dos bandos en
oposición, lo que provocó grandes desplazamientos y actividad nocturna.
La marcha de los 60 km entre la primera posición y la segunda estuvo llena de acontecimientos tragicómicos.
La segunda parte, en Olaén estuvo signada por la tragedia.
Pero vayamos por partes.
La columna que formaba la Escuela en la ruta, tenía casi
3 km de largo. Hay que recordar que era una columna a
tracción a sangre, es decir que todos los vehículos, cañones,
carros varios, etc. eran tirados por caballos. Y además, la
marcha se hacía en zona montañosa, lo cual significaba
un esfuerzo terrible para el ganado, por las pendientes que
debía superar y por ello debía hacerse al paso y, en ciertos
pasajes, todos los jinetes debían marchar a pie llevando a
los caballos de las riendas y cuidando que los carros no se
salieran del camino, porque de ocurrir un desbarranque, el
peso de los vehículos arrastraría toda la caballada detrás.
Fue una marcha en 3 etapas y en cada una de ellas, a
pesar de marchar desde el amanecer hasta las 6 o 7 de
la tarde, es decir, después de 13 horas de marcha, sólo
recorríamos unos 20 km.
En cada etapa, al llegar al lugar del vivac, que había sido elegido previo reconocimiento, lo primero era
cuidar del ganado, limpiarlo, darle agua y luego su ración. A continuación se armaban las maromas, es decir,
se tendían unas sogas entre postes y allí se los ataba. Terminada toda esta tarea, que llevaba más de una
hora, recién nos ocupábamos de la tropa y al final nos tocaba a nosotros. El hecho era que pasaba de la
diez de la noche cuando podíamos comer algo y echarnos a dormir. Al día siguiente, diana a las cinco. Otra
vez dar agua y ración a la caballada, atalajar, armar la columna de nuevo y recomenzar la penosa marcha.
Hacíamos un descanso cada media hora para aliviar al ganado. A mediodía comíamos a caballo y durante
la marcha. El carro cocina de cada batería recorría toda la columna y nos daba de comer. Corríamos la
liebre pero, la guerra es la guerra.
A eso de las 6 de la tarde, el Jefe de la Escuela, que iba a la cabeza, me hace llamar (yo era el oficial de
órdenes, es decir el correveidile) y me ordena hacer un reconocimiento de la ruta, pues había un par de
posibles bifurcaciones en el camino y no era el momento oportuno para errarle.
Delante nuestro estaba una larga columna de carros y un par de camiones que llevaban todo lo necesario
para montar el vivac. Entre ambas columnas se dejaban unos 15 km de separación para permitir alguna
detención imprevista y evitar así ser apurado por la que venía detrás.
Cumpliendo con la orden, salgo al trote en busca de la columna anterior y después de una hora y media la
alcanzo, justo cuando acababa de llegar a la zona de vivacs. Me presento al Jefe de la misma, quien ante
la información que yo le doy sobre la inminente llegada de la columna principal, me ordena permanecer
con él y esperar.
Pero el tiempo pasaba y ni señales de la columna esperada y comenzamos todos a inquietarnos, al punto
que me ordena regresar a localizarlos y conducirlos al vivac.
Durante más de una hora retrocedí sin encontrar nada. Ante ello y sospechando que podían haberse
equivocado de ruta, regreso y tomo la desviación hasta el otro camino. Se hizo de noche y la única luz que
podía utilizar era la de mi linterna. Al cabo de casi otra hora comienzo a sentir ruidos, los clásicos de una
columna en marcha. Doy gracias al cielo, porque yo estaba tan cansado que temía caerme del caballo.
Alcanzo la cabeza, me acerco a mi Jefe y le informo que se había equivocado de camino. Detener la
columna fue fácil, hacerla dar vuelta y de noche, una tarea titánica, porque hay que girar cañón por cañón,
carro por carro, pero de tal modo que el último vehículo termina siendo el primero.
Resuelta la cosa, emprendimos la marcha retomando el camino y y llegamos al vivac a las 12 de la noche,
¡hechos “pelota!”.
Cuando llegué, mi asistente ya había armado mi carpa, entré en ella, me saqué el cinto, me tiré en el catre
totalmente vestido y con las botas puestas y me dormí como un tronco.
Al día siguiente la diana sonó más tarde, a eso de las 7, porque tanto la gente como los matungos estaban
exhaustos. Además la última etapa era más corta y por terreno más llano.
Terminados los preparativos previos, iniciamos la marcha hacia nuestro destino final, Pampa de Olaen. Cuando
al fin llegamos, nos sorprendió ver la cantidad de tropa que ya estaba allí. La mayoría eran unidades de la
zona cordobesa, que ya llevaban un mes en ese valle.
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Nuestro vivac fue instalado al final del valle y muy cerca de una olla de agua cristalina, que provenía de una
pequeña cascada. Era un hermoso lugar y había sido elegido para la instalación de las carpas de los oficiales.
Desde nuestras carpas, ubicadas en una zona elevada se dominaba todo el inmenso campamento.
Las carpas de los oficiales eran para dos personas, la compartí con Castro Sánchez. Había una gran carpa
que servía de comedor y de sala de reuniones ya que allí era desde donde se impartían las instrucciones
para los ejercicios y también donde se hacía la crítica posterior.
La cena era, generalmente, el momento del día en que nos encontrábamos casi todos, porque a la mañana,
por lo general, estábamos en las posiciones o Dios sabe dónde. Y ese era también el momento para las
bromas livianas y algunas medias pesadotas.
De noche lo único que se podía hacer era, escribir cartas, arreglar las pilchas y preparar la tarea para el
día siguiente. La luz provenía de los soles de noche a querosenes. Por lo demás, como siempre, estábamos
molidos, nos dormíamos tempranito.
El agua potable provenía de una pequeña vertiente que estaba detrás de nuestra zona de carpas y,
permanentemente, todas las tardes, pasaban carritos aguateros en busca de aquel líquido. La ida, con los
tanques vacíos era sencilla, pero el regreso con carga era muy peligroso porque el caballo que tiraba del
aguatero, apenas si podía frenarlo y poco a poco tomaba velocidad, hasta alcanzar el llano. Los conductores,
muy baqueanos ellos, hacían maravillas pero... un día el diablo metió la cola y un carro se embaló demasiado
y al pisar una piedra volcó dándose vuelta. Uno de los dos soldados saltó a tiempo, pero el otro no pudo y los
quinientos kilos lo aplastaron, reventándole el tórax. Fue horrible, lo presenciamos todos, pero nada pudimos
hacer. El pobre soldadito murió en la enfermería rato después.
La cosa nos impresionó vivamente a todos nosotros y nos dejó un gusto amargo en la boca por varios días.
Algún tiempo después, habiéndose terminado un ejercicio particularmente largo y duro, se nos concedió un
fin de semana largo que, en conjunto con camaradas de promoción, con destino en unidades cordobesas,
tales como Arca, Ardanza, Vélez y tres oficiales más, decidimos hacer una escapada hasta La Falda, que
estaba a menos de 60 Km. donde nos alojamos en un hotel por una noche y aprovechamos para darnos un
buen baño con agua caliente, cosa que no hacíamos desde que salimos de Campo de Mayo.
Recorrimos la ciudad, llena ya de turistas, comimos en un buen restaurante y luego de vagabundear
a “piacere”, resolvimos regresar al campamento temprano, porque el cielo se estaba cubriendo de
amenazadoras nubes.
En el camino de regreso y cuando faltaba apenas media hora para llegar, se desató una furiosa tormenta
eléctrica y casi todos los rayos parecían caer en el vivac, posiblemente atraídos por la enorme masa metálica
que formaban los cañones y demás ferreterías.
De pronto un rayo de gran intensidad nos sacudió a todos, en el auto, pues tuvimos la sensación de que
nos había caído encima. Pasado el susto, recobramos la calma, pero sabíamos ya que algo grave había
pasado. Y así fue.
Un rayo, una centella decían algunos, cayó en una roca y una bola de fuego entró por un costado de una
carpa donde dormían doce soldados y salió por el otro extremo y en el camino mató a dos de ellos y llenó
de extrañas quemaduras a casi todos los demás. Yo estuve en esa carpa y vi los cuerpos de los muertos y oí
los alaridos de los quemados. Fue algo horrible por lo inesperado y por lo trágico.
Todo aquello que, en su marcha de muerte, a través de la carpa, tocó aquella maldita bola quedó quemado
o derretido, incluso los machetes de acero.
Fue una noche de espanto. Nadie durmió. ¿Quién hubiera podido? Ante la fatalidad nada se podía hacer.
Los médicos atendieron, como pudieron, a los heridos que, poco después fueron evacuados hacia la ciudad
más próxima. Esta desgracia nos amargó la vida durante el resto de la campaña. Pero la vida sigue y la
función debe continuar y continuamos.
Pasaron muchas cosas en esa campaña, pero no todas fueron tristes. Contaré una anécdota típica de estas
guerras de juguete.
Una noche tuvimos que levantar la posición en la que habíamos estado todo el día “luchando” para retornar
al vivac. Era una de esas noches renegridas en las que uno no alcanza a ver la punta de su propia nariz.
Mientras se formaba la columna, discurríamos entre todos, sobre qué rumbo tomar. Era tal la negrura de la
noche que no era posible guiarse por algún elemento del paisaje, así que después de una cómica discusión,
el Capitán, hombre experto él, sacó una brújula y decidió el rumbo a seguir y, como dónde manda capitán
no manda marinero, para allá salimos.
Después de más de media hora de marcha, uno de los oficiales dijo: “Oigo ruidos al frente, me parece que
es la otra batería, ¡mejor los seguimos!”. Y así lo hicimos, pero como la cosa no progresaba según los cálculos,
decidimos enviar a un sargento a investigar la cosa.
Volvió media hora después y nos dijo: “Somos nosotros. ¡Es la cola de nuestra batería!”. ¡Nos queríamos morir!
¡Más de una hora andando en círculos!
Esto, que parece un chiste, es muy común en el campo y de noche. También ocurre en la selva. Pero, de
pronto, encontramos una senda, la seguimos y así llegamos al vivac.
Otra anécdota.
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Nuestro Jefe, el Director de la Escuela, tenía una virtud que a veces es una estupidez. Era muy honesto en
todo lo que hacía. Pero en aquella oportunidad su honestidad casi causa una tragedia de esas que hubieran
salido en todos los diarios del mundo.
Le ordenaron preparar un tiro de exhibición con toda la Escuela, es decir con seis baterías, o sea con 24
cañones con calibres desde 75 Mm. hasta 155 Mm., que sería presenciado por todos los agregados militares,
especialmente invitados a ese efecto.
Se trataba de un tiro de demolición y en esos casos actúan todos los cañones al mismo tiempo y disparan
varias ráfagas, es decir 10 o 20 disparos cada uno, según se ordene.
Esos ejercicios se hacen mediante una preparación previa muy minuciosa. Pero cuando se trata de una
demostración con concurrencia internacional, es de buen tino, meter la “mula” haciendo unos tiros previos
el día anterior, para asegurarse que todo salga bien.
Pero él no quiso saber nada, a pesar de que se le previno que algo podía salir mal, y eso, en el mejor de los
casos sería un papelón macho.
Para colmo los observadores extranjeros fueron ubicados en una loma, a la altura de los blancos y unos 1000
metros hacia la derecha. Pero cuando se tira a 10 o más kilómetros, un Km. angularmente no es nada.
El “gran honesto” se aferró a sus principios y nada.
A la hora señalada del día señalado, comenzó el tiro y, para horror de los que estábamos observando, los
impactos se producían delante de la loma de los observadores. Cuando se disipó el humo y la polvareda, en
la loma no había nadie, y nosotros, pálidos como muertos, nos miramos y dijimos: “¡Cagaron fuego!” (sic).
Se detuvo el tiro, todos montamos a caballo y salimos disparados hacia la maldita loma esperando lo peor.
Cuando llegamos, los agregados y demás espectadores corrían como locos, alejándose de la zona batida
por el fuego. ¡Qué espectáculo! Cuando nos dimos cuenta que nada pasaba, nos tiramos de panza al suelo
reventando de risa, porque aquello parecía una película de Chaplin.
Más tarde nos dedicamos a buscar y recoger, los restos que aquellos nobles caballeros habían dejado en su
presurosa retirada, gorras, binóculos, fustas, pañuelos, guantes, sables, etc. Esta boludez le costó el relevo,
en el día, al “gran honesto”. Con esa hazaña terminó la maniobra, pero los comentarios pícaros y risueños
duraron meses, para nuestro gran y salvaje regocijo.
Antes de embarcarnos de regreso a Buenos Aires, hicimos un desfile por las calles de Villa María.
Ya de vuelta, comenzaron los turnos de licencia, y a su tiempo cada uno se largó por su cuenta.
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CAPITULO ONCE
E
se año se casó mi hermana con Quique Cadelli, me casé yo y, en el medio,
como para que nadie se olvidara de esos dos hechos trascendentes, se
produjo la famosísima revolución del 4 de junio de 1943 y créase o no, ya
nada fue igual, ni para mi hermana, ni para mí, ni tampocopara los 25 o 26
millones de argentinos que éramos entonces.
De haberlo sabido, tal vez no nos hubiéramos casado, digo yo… el “sacrificio” por
la patria tal vez hubiera valido la pena.
Siempre estuve convencido y ahora, a la distancia, lo estoy aún más, que ese
año marcó un hito histórico para nuestro país. Ese año 43 marca la iniciación de
la decadencia argentina. A partir de esa fecha, cada año transcurrido, fue peor
al anterior.
Lentamente al principio, y luego cada vez más rápido, hasta llegar al doloroso, innegable y triste estado
actual.
En 1943 la Argentina era el sexto, séptimo u octavo país en el mundo. Hoy estamos en el centésimo lugar y lo
que es peor, hemos llegado a una crisis moral y ética, que nos ha transformado en una masa de descreídos,
disconformes y renegados de nuestro propio país, lo cual nos aproxima a la disgregación social, caso único
en el mundo.
Éramos un país de inmigrantes y en poco menos de 50 años nos hemos transformado en emigrantes. No se
va más gente de nuestra pobre patria, porque no puede, sólo por eso. Y yo soy uno de ellos.
Estamos ahogados por palabras huecas, por promesas que nunca se cumplen, por dirigentes que sólo piensan
en su interés personal. ¡No hay grandeza! ¡Se acabaron los próceres! ¡Vivan los crápulas, los oportunistas!
Mi estadía en la Escuela de Suboficiales fue relativamente breve. Sólo un año y medio, pero en ese tiempo
pasaron tantas cosas, que creo que fueron los tiempos más densos de toda mi vida de oficial.
Lo ocurrido durante ese año, se podría dividir en dos partes muy distintas entre sí.
La primera se desarrolló desde mi incorporación, en febrero hasta la revolución del 4 de junio y la segunda,
desde esa fecha hasta que me fui en mayo del año siguiente.
La primera etapa fue una mezcla de rígida disciplina, con un perturbador ambiente de intrigas internas que
yo no comprendía en absoluto. Por lo demás encontré una cálida camaradería, a pesar de que los oficiales
éramos, lógicamente, de distintas armas: infantería, caballería, artillería, zapadores y comunicaciones. En
eso era igual que en el Colegio Militar.
En la batería de artillería conocí a un jefe fabuloso, el entonces Capitán Noailles Ansaldo y a un grupo
excepcional de oficiales: el colorado Sanguinetti, López Meyer, Bett y Pérez Estévez, compañero de camada.
Formamos un grupo muy unido y de gran amistad.
Entre los infantes no podría olvidar al Cap. Cortinez, quien años después muriera fusilado en Campo de Mayo
y al que aún hoy lloro, por su enorme calidez y hombría de bien.
En caballería, como no recordar al gordo Green, un muchacho que amaba la vida como nadie y que, con
su gracia y alegría vital nos hacía felices a todos. Siempre dispuesto a la broma y a los chistes amables, hasta
que hizo su pirueta final. Falleció siendo joven aún.
También fue un excelente camarada Reyes de Roa, hoy poderoso ejecutivo de Terrabusi. ¡Y tanto y tantos
otros!
Trabajábamos duro pero con alegría, tratando de no dejarnos llevar por el ambiente de chimentos e intrigas
políticas, que nos rodeaba. Era evidente que, un determinado grupo de jefes y oficiales, andaban en otra
cosa que nada tenía que ver con nuestra misión en esa Escuela.
Resultaba realmente difícil mantenerse al margen de aquello. Con cierta frecuencia se nos proponía integrar
el G.O.U. (grupo de oficiales unidos), del que no sabíamos para qué diablos servía. Cuando hacíamos
preguntas, nos decían cosas que no tenían mucho sentido y sospechábamos no eran más que boberías y
que la realidad era otra, algo que o alcanzábamos a definir.
Creo que aquello era un simple tanteo para tratar de indagar nuestros sentimientos más íntimos y clasificarnos
de ese modo, como: de la causa o no. El problema principal era que casi nadie sabía cuál era esa causa.
La mayoría, entre los que yo me contaba, sólo pensaba en cumplir con sus obligaciones en la Escuela y
punto.
Pero, nadie se daba cuenta que en aquellos días se estaba dando comienzo a un flagelo terrible, que aún
hoy perdura, y que ha terminado por destruir a nuestras Fuerzas Armadas. La “politiquería” se había infiltrado,
como maligno virus, en la milicia, pudriéndolo todo.
A pesar de lo difícil que resultaba, yo y casi todos los oficiales de la Escuela, nos resistimos a entrar en ese
juego. Pero, como siempre ocurre, los activistas, entre los cuales estaban los Jefes, llevaron a esa muchachada
a un estúpido destino. Hasta fines de mayo y a pesar de los intentos de acaparar voluntades, la vida resultó
más agradable de lo imaginado por mí. Los almuerzos en el Casino eran verdaderos festivales de humor.
Realmente se sentía uno bien.
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Entre tanto se advertía un inusitado movimiento de idas y venidas de Jefes de otras unidades de la zona, que
se encerraban a deliberar en los despachos y nadie más que ellos sabía de qué se trataba.
La cosa se ponía cada vez más tensa y la perrada intuía que algo estaba por ocurrir.
Hasta que un día, fue el 3 de junio de 1943, se nos informó que se había ordenado el acuartelamiento en
toda la Guarnición.
La orden era preparar a todas las subunidades, para salir del cuartel, en campaña, con todos los armamentos
completos y equipados para hacer noche fuera de la unidad. La oficialidad estaba atónita. Nadie sabía,
hasta ese momento qué pasaba y adónde iríamos.
Pero de pronto, toda la actividad se volvió febril. Se proveyó de armas a todos los aspirantes, se armaron las
mochilas, se repartió munición. Los artilleros preparamos los cañones, cargamos la munición, se ensillaron y
atalajaron los caballos, etc. etc. Fue el pandemonio. Y lo peor era que nadie sabía la razón de todos esos
preparativos. Cerca de las 9 de la noche, el Director reunió a toda la oficialidad y le comunicó que la Escuela
iba a marchar a Plaza de Mayo, en apoyo del Presidente de la Nación, el Dr Ramón Castillo (sic).
Jamás en toda mi vida escuché una perorata más ridícula e hipócrita. La realidad era muy distinta, como
quedó demostrado por los hechos subsiguientes.
En una actitud que, al principio me irritó, pero que con el tiempo supe valorar en toda su magnitud, se me
ordenó asumir la guardia del cuartel. Esa orden me dejó fuera de la acción. Existía una razón para ello, que
me fue explicada días más tarde.
Mi padre era muy conocido por todos los conspiradores, que sabían perfectamente que, cualesquiera fueran
sus sentimientos personales, él sería fiel a su Jefe, el Presidente de la Nación en virtud de ello, mis superiores
quisieron evitarme la dolorosa decisión de actuar contra mi padre o bien desobedecer las órdenes de mis
jefes.
Algo de razón tenían, aunque no toda, pues jamás, bajo ninguna circunstancia, por crítica que fuera ésta,
hubiera yo dejado de obedecer las órdenes de mis superiores jerárquicos.
Y di pruebas de ello. Cerca de las 10 de la noche se recibió en la Escuela una llamada para mí. Era mi padre,
desde la Jefatura de Policía, lo atendí, me preguntó si pasaba algo en Campo de Mayo y le respondí que
yo no sabía de nada raro.
Esta llamada se originó en el hecho que, cuando se decidió el acuartelamiento, muchos oficiales estaban
en sus casas y no era prudente usar el teléfono para llamarlos por temor a las interferencias, así que se pidió
a los oficiales que tenían auto propio que lo facilitaran para que, conducidos por los asistentes, fueran a
buscar a los faltantes.
Mi auto salió para traer a dos de ellos y, como era lógico que ocurriera, ni bien entró en la Capital, fue
reconocido por la policía que informó de inmediato a la Jefatura. De ahí el llamado que recibí.
Cerca de la media noche la Escuela recibió la orden de partida y yo, por entonces a cargo de la guardia,
parado en la puerta del cuartel, tuve la amarga visión de ver partir a mis amigos hacia lo desconocido.
Saludaba con fervor a todos los que se iban y, entre ellos, a mi querido compañero el Teniente Giustinián
Cigorraga, a quién una bala de 12.7 mm le quitó la vida frente a la Escuela de Mecánica de la Armada. Se
fue así, repentinamente, sin que él, ni nadie más supieran por qué. Allí también y de la misma forma, murió
otro querido camarada, Ferrer. Ninguno de los dos tenía más de 24 años.
Ese mismo día murieron 12 hombres de la Escuela, entre suboficiales y soldados. Además murieron muchos
civiles inocentes que, en ese mal momento circulaban por la avenida Figueroa Alcorta, frente a la Escuela,
a bordo de un colectivo, que resultó desecho por balazos de grueso calibre.
Ellos fueron los primeros de una larga e interminable lista de muertos, por la locura estúpida de unas Fuerzas
Armadas, enfermas por los políticos y la politequería, y que aún hoy sigue matando y lo que es peor, matándose
entre sí.
Homo homini lupus (el hombre es un lobo para el hombre). ¡Y en todo este tiempo ni un solo político ha caído
muerto por una bala! ¿Somos o no somos unos enfermos mentales incurables?
¿Cuándo comprenderemos que nuestra misión no es política y que nuestros enemigos, si los tenemos, no
están dentro sino fuera de nuestras fronteras?
Pareciera que los argentinos no sabemos disentir y discutir nuestras ideas en paz, y que queremos resolver
todo, a lo “macho”, como el gauchaje oculto e ignorante, al que tanto decimos admirar.
Lo que siguió es historia y todos la conocemos, aunque sólo unos pocos conocen los entretelones que, en
poco más de dos años llevaron a Perón al poder.
En el camino quedaron: el General Rawson, el General Ramírez, el General Farrell, todos idiotas útiles, al servicio,
sin saberlo, de una ambición. Y además, una gran cantidad de jefes, que contribuyeron a esa ambición,
pero que luego dejaron de ser útiles o mejor dicho, idiotas útiles.
Pero hay temas que no son susceptibles aún, de un análisis desapasionado y no creo que llegue ese día,
aunque tal vez sí, cuando alcancemos la mayoría de edad como nación, es decir, dentro de uno o dos siglos,
será posible hablar de ello sin cegarnos por la pasión.
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Después de esos acontecimientos, volvimos a la “normalidad”, así entre comillas, porque nada fue normal
en el país desde aquel 4 de junio de 1943.
Como consecuencia de lo ocurrido, la Escuela quedó definitivamente a cargo del segundo, un Tte. Coronel
Francisco A. Gómez, un tío no demasiado inteligente, pero de trato muy agradable y al que queríamos mucho.
La disciplina se relajó un poco, debido al cambio de mando y también a la vorágine de los acontecimientos
políticos.
El General Rawson, líder aparente de aquel movimiento, se proclamó Presidente de la Nación, pero ni siquiera
logró asumir el cargo y a los 3 días fue reemplazado por el General Ramírez, el cual a su vez duró un poco
más de 6 meses y también fue relevado por el inefable General Farrell, a propuesta de Perón, quién de esta
manera dio el primer paso para que dos años después, él mismo fuera electo para ese cargo.
Este fue el último capítulo de un plan hábilmente concebido y llevado a cabo con la ayuda de los miembros
de G.O.U - Ite jacta est (el hecho ha concluido).
Aquellos cambios en la cima del poder, provocaron innumerables relevos y designaciones a las que las
autoridades de la Escuela eran muy sensibles, tanto que, para demostrar su adhesión, nos enviaban, con
frecuencia, a presenciar la ceremonia. Este acto de presencia, pretendía dar la imagen del amplio e
incondicional apoyo de las Fuerzas Armadas, al nuevo jerarca de turno.
Nosotros terminamos llamando, a esas comisiones, el “besamanos” y las tomábamos a la chacota. Entre
besamanos y besamanos algo trabajábamos, pero ya no era lo mismo.
Parte del artículo aparecido en el diario La Nación del 21 de Junio de 1998
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CAPITULO DOCE
A
quí creo oportuno contar otra anécdota comiquísima.
Una mañana fuimos citados por el Jefe, tres oficiales que teníamos auto propio y se nos ordenó presentarnos,
de civil, en el Ministerio de Guerra donde, en ese entonces Perón era lo que ahora se llama subsecretario,
en calidad de oficiales de órdenes.
Esto sucedía cuando el Ejército, o mejor dicho el generalato y algunos coroneles, andaban intrigando, por
enésima vez y en esta ocasión el blanco era Ramírez.
Bueno, el hecho fue que yo propuse a Green como acompañante y de inmediato nos largamos para el
Ministerio que, por aquella época, estaba en Viamonte y Callao. Llegados a destino, pedimos hablar con
Perón y se nos indicó lo esperáramos en la antesala del despacho. Esa antesala era un amplísimo salón con
cómodos sillones de cuero y una gran mesa en el centro. Al poco tiempo se abre la puerta y aparece el
Coronel Perón. Nos pusimos de pie de un salto y nos apresuramos a presentarnos. Éramos como 10, pues
habían llegado otros oficiales de unidades de Campo, con las mismas órdenes. Todos de civil.
Perón nos saludó efusivamente, como era su costumbre y nos dijo que usáramos ese salón para lo que
quisiéramos, incluyendo para dormir, informándonos que él estaría muy ocupado (todo el día y posiblemente
la noche y que no nos “molestaría” para nada).
Además hizo llamar al Oficial de Intendencia del Ministerio, que era un tal Generoso Lage, a quien yo conocía
de antes y le dijo textualmente: “Los muchachos van a estar aquí algún tiempo así que tenés que tratarlos
bien. Que no les falte nada, ni comida, ni buenos vinos, ni cigarrillos, ¡¿entendiste Generoso?!” Y concluyó
sus instrucciones diciéndonos: “Ustedes no tienen nada que hacer, están aquí por las dudas sea necesario
comunicar alguna orden a sus unidades, así que, traten de pasarla bien”. Y se fue.
Generoso se portó como un ángel. Nos trajo de todo, la comida venía de un famoso restaurante cercano,
que proveía lo que cada uno de nosotros, individualmente, apetecía. Ojalá que esto dure veinte años, nos
decíamos entre risas.
Por la tarde pedimos mazos de cartas e hicimos un campeonato de truco, con griterío y todo, mientras
tomábamos café y gaseosa a litros que un mozo, muy pulcro, nos traía sin chistar.
Después de cenar y haber leído los periódicos de la noche, nos dispusimos a dormir. La mayoría se quitó
el saco y los zapatos, y se echó en el sillón a su elección o en el suelo, excepto Green quien se quedó en
camiseta y calzoncillo, y se tiró en el suelo, sobre unos almohadones, casi enfrente de la puerta de entrada
al despacho de Perón.
Estábamos plácidamente dormidos cuando, de pronto se abre la puerta de la antesala y veo asomarse la
cara de Perón; éste observa el espectáculo y sin encender la luz y en puntas de pie, se dirige a su oficina. Al
llegar a la puerta se encuentra con el corpachón de Green y al intentar superarlo, sin querer, lo golpea un
poco y entonces se oye la voz del gordo que dice: “¡No jodan, pendejos, dejen dormir!”. Perón se quedó
duro y yo y otros más que como yo se habían despertado, no pudimos contenernos y nos largamos a reir en
sordina. El colmo fue cuando Perón, poniéndose el índice frente a la boca hace “ssshh”, pidiéndonos silencio.
A todo esto el inefable Green seguía rezongando.
Perón entró por fin a su despacho, encendió una luz de su escritorio, buscó unos papeles, cerró los cajones,
volvió a pasar por sobre el gordo y se fue. Entonces fue la explosión de risas. Green nunca quiso creer lo que
había pasado. Durante la siguiente mañana, un poco aburrido de no tener nada que hacer, se me ocurrió subir
dos pisos y llegar al salón de actos que era donde se estaba realizando el gran cónclave, desde la víspera.
Estaba lleno de coroneles y algunos tenientes coroneles, además de 4 o 5 generales. Fisgando a través de
una hendija del cortinado, pude reconocer entre otros a mi ex Director de la Escuela de suboficiales, Cnel.
Ramírez, al Cnel. Avalos, al Tte. Coronel Ornstein, al General Pistarini y algunos otros de menor importancia.
La discusión parecía haber terminado pues, al parecer, se estaba redactando un memorando resolutivo,
que luego suscribieron varios de los presentes. Nadie prestaba atención a mi presencia de modo que allí me
quedé quietito escuchando lo que se decía.
Se designó una comisión de tres generales, encabezados por Pistarini, para que se trasladaran hasta la
residencia del Gen. Ramírez y le comunicaran la decisión de aquella “junta”. Sería reemplazado en el cargo
por el Gen. Farrell.
Las razones políticas que llevaron a esa decisión las ignoro, pero los historiadores y estudiosos de la política
argentina de aquellos tiempos, como el norteamericano Potash las hicieron conocer años después, en su
libro: “Argentina. El Ejército y la Política.”
Después de dos días nos comunicaron que podíamos irnos.
El resultado de todo aquello fue que Farrell asumió la Presidencia y lo primero que hizo fue designar a Perón
como Ministro de Guerra y a todos los miembros del GOU en todos los cargos claves del estado y de la milicia.
Cabe recordar que en ese entonces Perón, además de Ministro, era Secretario de Trabajo y Previsión Social
y que poco tiempo después sería Vicepresidente de la Nación. Había logrado ser el dueño de casi todo el
poder, pues Farrell era su más sumiso subordinado.
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Para mi padre, esa revolución tuvo varias consecuencias. La primera fue su relevo de la Jefatura de Policía,
cargo que recayó en mi antiguo Director, el Cnel. Ramírez. La segunda, su regreso a la Dirección General
de Ingenieros, aunque por poco tiempo, porque meses después, fue designado Comandante General del
Interior, cargo de reciente creación y del que fue el primer Comandante.
Esto le otorgaba una posición de privilegio, porque dependía directamente del Ministro. A fines del 44 fue
propuesto para ascender a General de División, la mayor jerarquía en el Ejército en aquellos años, pero
previamente debió hacerse el reglamentario examen físico. El resultado de ese examen fue terrible para él
y para todos nosotros, pues se le detectó un tumor en el pulmón derecho.
¡El cielo se nos vino abajo!
Estábamos todos atónitos, desconcertados e incrédulos de que tan tremenda fatalidad, hubiera caído de
pronto, sobre nuestro padre. Pero, a pesar de que la cosa era innegable, ninguno de nosotros quería aceptarla.
Se le hicieron los estudios de rigor, para la época; el diagnóstico final fue terminante. La única posibilidad
de salvarlo era la cirugía, ciencia que, en el año 44, era aún bastante precaria, al menos con respecto a lo
que es hoy.
Lo operó el Dr Arce, un famoso cirujano, amigo de mi padre y de los Risolía, en el Sanatorio Podestá, que ya
no existe.
Al terminar la intervención fui llamado a una salita vecina al quirófano, donde el Dr Arce me dijo: “Hemos
encontrado un pulmón lleno de ganglios. Nada se pudo hacer, de modo que lo cerramos de inmediato. Yo
le doy tres meses de vida, aunque tal vez con aplicaciones de rayos pueda vivir algo más. A él le diré que le
hemos extirpado parte del pulmón”.
En realidad vivió menos de 5 meses, pues hizo una metástasis cerebral.
Falleció el 17 de abril de 1945, a los 55 años de edad, después de un padecimiento cruel e injusto.
Aunque no sé porqué razón, Perón sentía un gran respeto y aprecio por él y ordenó se le rindieran altísimos
honores militares.
Formaron todas las tropas de la guarnición Buenos Aires y fue conducido en un armón de artillería a cargo
de la Escuela de Suboficiales, a través de una larga doble fila de soldados, desde la Plaza Congreso hasta la
Chacarita, donde, al llegar, se dispararon 17 cañonazos en su honor. Fue emotiva la ceremonia y quizás, desde
alguna parte, es posible que él haya presenciado ese último adiós de su Ejército, al que tanto había amado.
A partir de ese día todo cambió para mi madre y para nosotros, sus hijos. Yo tenía 24 años, mi hermana 22
y mi hermano 17.
Fue como si de pronto hubiese caído un espeso cortinado que nos separó, inesperadamente, de muchos
que, hasta entonces, eran constantes concurrentes a la casa paterna.
Sólo unos pocos permanecieron fieles a su memoria y continuaron brindándonos su amistad.
En honor a la verdad debo decir, claramente que, Alfredo Intzaurgarat, en muchos momentos difíciles para mí,
en mi carrera, se comportó como lo hubiera hecho mi padre, de lo cual le estaré eternamente agradecido.
(Me acabo de enterar, hoy 13 de febrero de 1991, que falleció anteayer. Ningún pariente participa el hecho,
sólo lo hacen empleados de YPF). Creo que este recuerdo era absolutamente necesario.
Antes de irse, Papá tuvo la dicha de conocer a dos de sus nietos: Hugo, que ya tenía casi un año y Patty,
nacida en Febrero y que se la llevé con apenas un mes. La tomó en sus brazos con los ojos humedecidos por
las lágrimas, pero se negó a besarla, “por temor a contagiarla” según me dijo.
Ese mismo año, apenas un mes antes, yo había ingresado a la Escuela Superior Técnica, hecho que le dio
gran alegría, pues varias veces durante su enfermedad, había soñado que regresaría a ella, como profesor
de Balística, cuando se curara y se retirara. Por momentos tenia esperanzas y se aferraba a ellas, pero le
duraban poco, porque los padecimientos eran terribles y se daba cuenta que estaba llegando al final.
Muchas veces lo sorprendí, llorando en silencio, la cara vuelta hacia la pared...
Después de aquel infierno la vida retornó a su curso, como debía ser. Yo continué mis estudios en la Escuela,
mi madre se mudó a un departamento más chico en Belgrano y luego a otro más chico aún, donde vivió
hasta su muerte, casi 40 años después.
Volví a mis días de estudiante, actividad que me resultó agradable y reconfortante. Tenía 30 compañeros
de curso, de los cuales mi camada era la mayoría, pero también había algunos de años superiores, lo que
no impidió que conformáramos un grupo de grandes amigos, prescindiendo de toda cuestión de jerarquías.
No teníamos otra obligación que el estudio, lo que, por otra parte tenía como consecuencia lógica, la
obligación de aprobar todas las materias, caso contrario, el regreso a la tropa.
De modo que estudiábamos como locos.
Había concurrencia a clases todas las mañanas desde las 7.30 hasta las 13 hs, desde el lunes al sábado. Por
las tardes estudiábamos, por grupos en la casa de alguno de nosotros, pero más adelante resolvimos hacerlo
en la propia Escuela, era más cómodo y además siempre existía la posibilidad de encontrar algún profesor
que aclarara los puntos difíciles de tal o cual materia.
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Mis compañeros de estudio, en los dos primeros años, fueron López Bravo, Meneclier y, a veces Palma, ¡el
sabelotodo! Teníamos muy buenos profesores, aunque algunos eran más didácticos que otros.
Al terminar el primer año, es decir en los primeros meses del 46, todos los oficiales de la Técnica y de la Escuela
de Guerra, fuimos enviados a distintas guarniciones, a los efectos de colaborar en el control de las elecciones,
en las cuales Perón se presentaba como candidato a Presidente.
Yo fui al 2 de Artillería de Montaña, en Jujuy, y como la comisión era de dos meses, no pude llevar a mi familia
y me alojé en el Casino de Oficiales. El Jefe de la Unidad había sido mi jefe en la Escuela de Artillería, por lo
que éramos viejos conocidos.
En Jujuy me hice de muchos amigos, tanto civiles como militares. Recuerdo muy particularmente, a un tal
Gronda, que era instructor de vuelo del aeródromo de la ciudad.
En aquella época, debido a la guerra en Europa, no había neumáticos ni nafta común, de modo que la
gente se las arreglaba con cubiertas remendadas con parches abulonados. Era algo increíble. Funcionaba,
pero era necesario limitar la velocidad de la marcha. Además, usaban las mezclas más extrañas para hacer
funcionar los motores.
En el aeródromo había un Fleet, un biplano muy viejo, pero que era una hermosura. En ese avión, Gronda
me hizo conocer, desde el aire, toda la Quebrada de Humahuaca, una verdadera y alucinante maravilla.
Solíamos aterrizar en Tilcara para visitar a algunos amigos.
Un día me preguntó si me animaba a aterrizar en los campos de un descendiente del Gen. Las Heras, que
estaban ubicados en una olla detrás de las montañas. A ese lugar se podía acceder sólo a lomo de mula,
a través de un pequeño sendero zigzagueante, y después de 6 horas de marcha.
Antes de que yo le contestara, me previno que hacía años que quería hacerlo, pero que nunca se había
atrevido y agregó, que el momento era propicio, pues eran las 6 de la mañana y había tiempo de sobra
para ir, comer con ellos allá arriba y volver.
Debo aclarar que, a esa hora salíamos del Club Progreso, y Gronda estaba medio “machado” como dicen
allá. Y yo debo haber estado loco, porque le dije que sí, aunque debí salir disparando. Y fuimos. Había que
entrar por una pequeña abra en la montaña y luego comenzar a bajar en círculos, suavemente, hasta
encarar la punta del valle y aterrizar. ¡Nunca, jamás volví a hacer nada más hermoso y emocionante en
toda mi vida!
Allá abajo, en cuanto sintieron el ruido del motor, salieron todos al campo a saludarnos y a palpitar el aterrizaje,
que fue perfecto. Acomodamos el avión para la salida, lo atamos y luego los saludos enloquecidos de los
visitados.
Bueno, almorzamos como reyes, bebimos abundantemente y después de una larga charla, dormimos una
siestita. Estábamos en eso, cuando vinieron a despertarnos y a avisarnos que se aproximaba una tormenta.
Salimos disparados al avión y una vez puesto en marcha, 4 o 5 peones se colgaron de la cola, mientras Gondra
aceleraba el motor y, a una señal, soltaron todo. El avión corrió como si supiera que de ello dependía su
material existencia y ¡decolamos!
Y de nuevo las vueltas alrededor del valle, pero esta vez trepando, hasta que pudimos encarar el abra, que
las negras nubes estaban tapando, pero pasamos y gritamos de alegría como si hubiéramos conquistado
el Everest.
Llegamos al aeródromo casi de noche y además con un cielo cargado de amenazadoras nubes. Allá abajo
divisamos unas pequeñas luces y a ellas nos dirigimos, eran los faros del auto de Gronda. El avión se detuvo
a dos metros del autito, cuando empezaba a llover. Cuando logramos bajar de la máquina, un mecánico
nos dijo que en la ciudad estaban histéricos buscándonos, pues sabían de la salida, y que nos hubiéramos
hecho “puré” en algún lado. Así que fuimos a tranquilizar a medio mundo y yo personalmente tuve que
aguantar al Comandante de la Agrupación que me endilgó una buena filípica y me trató de irresponsable.
Aunque nunca supe por qué…
Estuve allá hasta principios de marzo, cuando tuve que regresar para reiniciar las clases. El segundo año
fue mejor y me pareció más fácil que el primero.
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66
E
CAPITULO TRECE
n setiembre tuve a mi segunda hija, Silvia y con ella se completó mi familia. Así pasaron los dos primeros
años, que eran generales para todos, pues recién al pasar al tercero se elegía especialidad.
En oportunidad de tener que elegir, tuve mi tercera frustración. Yo pedí el
pase a Aeronáutica, para seguir Ingeniería Aeronáutica – era el último año
que se podía hacer el pase-, pero mi antiguo Jefe el Cnel. Saurí, ahora
Director de la Escuela, decidió, arbitrariamente y, caso único en la Escuela,
qué especialidades debían seguir cada uno de nosotros y, para mi eligió el
Servicio Geográfico, especialidad que yo aborrecía.
Fui a verlo para que reviera su decisión, pero se mantuvo firme, aduciendo
que, en la Escuela de Artillería, yo había demostrado excelentes aptitudes
para esa especialidad. Ante esa respuesta le informé que pediría volver a
la tropa, lo cual, primero lo desconcertó, luego trató de convencerme, pero
ante mi cerrada negativa, me dejó en libertad de proceder.
Así las cosas, llega a la Escuela una nota del Comandante General del Interior,
por la cual se apelaba al patriotismo de los alumnos para que, algunos de
ellos aceptaran cursar Ingeniería Electrónica (no se llamaba así en aquellos
años), en razón de que no había suficientes especialistas en un tema que
era, casi desconocido, para el Ejército de aquel entonces. Dudé, pero al
final otros camaradas me convencieron con el cuento de que era ciencia
del futuro, y acepté. Y, por aquello de “las ironías del destino”, los oficiales
de aeronáutica, compañeros de curso, también hicieron esa especialidad.
Así fue que, de un modo u otro, el destino ya había decidido por mí.
Y creo que fue para bien, pues la electrónica me fascinó de entrada y me dediqué a ella con gran entusiasmo,
que aún perdura. Casi sin darnos cuenta se fueron los 4 años de estudio y en diciembre de 1948, a los 27
años ya era Ingeniero Militar, con todas las de la ley.
Entre tantos acontecimientos distintos y todos de gran calibre, me he estado olvidando de un episodio que,
si bien no ha sido de trascendencia para mí, lo es desde un punto de vista micro histórico.
Al abandonar la Escuela de Suboficiales hacia el mes de mayo del año anterior, el 44, lo hice ayudado por
una gestión de mi padre, y en razón de mi deseo de ingresar a la Técnica, para lo cual debía dedicar la
mayor parte de mi tiempo al estudio, lo cual en ese destino se había vuelto imposible.
Como consecuencia de ello me salió el pase a la incipiente Dirección de Fabricaciones Militares que, para
entonces, tenía su sede en un viejísimo edificio que había quedado en pie, vaya a saber por qué milagro,
desde la exposición del Centenario. El presidente era el Gen. Manuel Savio, de quien, por las vueltas que da
la vida, terminé siendo su ayudante.
Cuando hice mi presentación, me preguntó por qué razón estaba yo allí y, cuando le expliqué mi deseo de
estudiar y posteriormente, ingresar a la Escuela, me respondió: “Muy bien, yo no lo voy a ocupar mucho,
pero sepa que si no aprueba el examen de ingreso, le pondré una mala calificación y si lo aprueba tendrá
la calificación de sobresaliente.”
En realidad no me molestaba casi nada. Sólo tenía que llevarle la firma a las 8 de la mañana y a las 11,
todos los días.
Creo que, son pocos los de mi edad que han tenido la posibilidad de tener trato diario con el Gen. Savio, y
estoy orgulloso de ello.
Releyendo lo escrito para este período de mi vida, advierto que he pasado por alto multitud de hechos
anecdóticos, pero sería imposible relatarlos a todos y por lo demás, es dudoso que puedan concitar el interés
que, en su momento, despertaron en mí.
Un día me entero que me había salido el pase a la 6ª. Compañía de Construcciones en Comodoro Rivadavia.
¡No lo podía creer! Parecía una broma de mal gusto. Me formé como electrónico, a pedido de la más alta
autoridad militar y terminaban enviándome a ¡construir casas! ¡Me quejé! Lo fui a ver al Gen. Bassi que era
el firmante de aquella famosa nota, debida a la cual acepté esa especialidad, y cuando le expliqué toda
la cosa, el muy cretino me contestó: “vea... yo ya estoy retirado. Nada puedo hacer por Ud. le han hecho
una mala broma. Tendrá que aguantarse”. No podía entender tamaña falta de responsabilidad por parte
de un general. La verdad era que no le importaba un carajo lo que me pasaba por haber creído en él.
Cosas como ésta y muchas más que viví más adelante confirmaban mi asco por una milicia que, cada día,
me hacía más extraña.
Pero, de todos modos, tuve que ir a Comodoro Rivadavia, donde me esperaba una Compañía integrada
por suboficiales y soldados excelentes, los mejores que he conocido en mi corta carrera militar.
La ciudad era, en aquellos días como esas que se ven en las películas del Far West. Una larga calle central,
de tierra, con los cordones de la vereda a un metro de altura, respecto del nivel de la calzada. Con caballos
atados a la puerta de los bares, esperando que sus dueños se cansaran de jugar al pocker y de chupar.
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A lo largo de esa calle estaban todos los negocios, los mayoristas, los acopiadores y los minoristas. El resto de
la ciudad acompañaba ese estilo de pueblo de la Patagonia.
Es bien conocido que las familias de la zona, en su gran mayoría, estaban formadas por un comerciante o
por un técnico de YPF y una mujer, traída de los cabarets de Buenos Aires, que había preferido la seguridad
de una vida de intensa labor, a las incertidumbres de su vida de prostitutas.
La tarea que tenía que cumplir mi Compañía, era la construcción de una enfermería de unos 20 metros de
largo por 8 de ancho, con todo lo necesario, es decir cocina y baños para unos 30 enfermos.
En realidad era un gran galpón prefabricado, de madera, importado de Finlandia. Era como un inmenso
mecano, pero había que armarlo y, si bien los suboficiales tenían una gran experiencia en obras militares de
cemento, de aquello, ni idea. Por suerte me encontré con un inspector de obras de la Dirección General
de Ingenieros, que se llamaba Tschis que las sabía todas, y me dijo: “No se caliente Capitán, yo le voy a dar
una mano”. En realidad me dio las dos manos, sin él no sé que corno hubiera hecho.
La enfermería se hizo y en tiempo récord. Trabajábamos en tres turnos de ocho horas, mañana, tarde y noche.
Durante dos meses no durmió nadie en el barrio. Todos me venían a felicitar por los progresos edilicios y de
paso, me decían: “¿Por qué tanto apuro? ¿Por qué no paran por la noche, eh?”
Olvidaba decir que la enfermería se hacía en un barrio militar y que estaba rodeada de ¡casas de jefes y
oficiales! Creo que en esos dos meses debo haber recibido varios ¡trillones de puteadas! Pero yo me divertía
con la bronca de los demás. ¿Algo sádico, no?
El gobernador de Comodoro Rivadavia era el Gen. Julio A. Lagos y el vice
un coronel De Vedia, ambos excelentes personas con quienes me llevé muy
bien. Tenía un jeep a mi disposición de modo que tuve la suerte de recorrer
toda la zona, desde Camarones hasta Caleta Olivia, y en una oportunidad
hice un viaje hasta Colonia Sarmiento. Por razones del servicio tuve que
visitar casi todo el yacimiento petrolero.
Un día llegó, al mando de un avión de Lade, mi amigo el Comandante
Carlos French, y me invitó a viajar, ida y vuelta, hasta Río Gallegos. No fui
más allá del aeropuerto, pero fue más que suficiente. La Patagonia no era
para mí. Sinceramente me quedaba con París.
Terminada la obra recibí órdenes de embarcar la Compañía para Buenos Aires, en un barco que se llamaba
José Menéndez, y con ese acto terminó mi experiencia en el sur. Corría por entonces el mes de marzo de
1949.
Estando aquí, en la Capital, me entero que se estaba por enviar una comisión a Inglaterra para recibir unos
radares, recientemente adquiridos, y hacer el curso correspondiente para su manejo. Me entero, también,
que tenían dificultades para integrar la misión, por falta de técnicos especializados. Pregunté quién era el
responsable de esa misión y descubro que era el Gen. Sampayo, viejo conocido y amigo desde Europa. Lo
voy a ver y le hago el planteo, mejor dicho me tiro el lance y resultó aprobado. Resumiendo, de Comodoro
Rivadavia a Londres, ¡flor de pase!
Otra vez el viaje era por sólo dos meses y por lo tanto no era un pase, sino sólo una comisión.
Salí para Londres, vía París, a mediados de junio. Conmigo iban dos Oficiales Battaini y Ortiz de Rosas y
además 6 suboficiales. En Londres fuimos recibidos por representantes de la compañía inglesa, fabricante
de los radares, y al día siguiente salimos, en tren, hacia Leicester, a uso 180 km al norte de Londres.
Allí nos alojaron en un hotelito de morondanga, que no nos gustó nada, de modo que salimos a la pesca de
algo mejor y lo encontramos en el Grand Hotel, un señor hotel.
Nos dieron una habitación para cada uno, a nuestro pedido, a pesar de nos advirtieran, repetidas veces
que eso sería muy costoso. Pero no lo era en realidad. La diferencia de criterio al respecto, se debía a que
Inglaterra acababa de salir de la guerra y los ingleses, aún tenían muchos problemas y dificultades y no
concebían nuestro “derroche”.
Nuestra vida en Leicester, era muy monótona. Salíamos para la fábrica a las 8 de la mañana. Tomábamos
un “bus” que nos dejaba en la puerta de la empresa. Allí teníamos clases teórico prácticas hasta las cinco
de la tarde, con una hora de almuerzo en el medio. La actividad era agradable y los ingleses nos trataban
muy bien.
Pero luego, de regreso al hotel, no había nada que hacer. Leicester era, en ese entonces una ciudad industrial,
especializada en zapatería. Se cenaba a las 18.00 hs, los cines empezaban a las 19 y terminaban a las 22 y
luego la gente salía corriendo del cine para irse a su casa. A las 22.30 no quedaba ni un perro en las calles.
Ante ese panorama decidimos pasar los fines de semana en Londres, para lo cual tomábamos un tren que
salía los viernes, a las 18.00 y nos dejaba en la ciudad a las 19.30 hs. Los domingos hacíamos el viaje al revés
y llegábamos a nuestro hotel a las 23 hs. Pero más adelante descubrimos que, si salíamos una hora antes de
la fábrica podíamos alcanzar un avión que nos dejaba en París a las 20 hs de la noche y desde entonces,
casi siempre pegábamos el salto hasta allá. La diferencia de ambiente era fenomenal. En tanto Londres era
aún una ciudad con secuelas de la guerra y por lo tanto llena de limitaciones, París era un eterno festival que
daba la impresión que por allí, la guerra no había pasado. Íbamos a los cines y yo fui mucho al teatro, al Lido,
al Folies Bergere, etc. etc. Aquello era un paraíso y más aún porque nuestra paga era en libras esterlinas y
con un generoso plus por coeficiente. Yo era Capitán y cobraba 400 libras, que en aquellos años equivalían
a 1000 dólares. ¡Ganaba el doble que el gerente de la fábrica en la que estudiábamos! En esas condiciones,
¡todo nos parecía barato!
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En París, lo primero que hice fue tratar de ubicar a Jean y para ello me dirigí una mañana a su domicilio, que
yo conocía muy bien y tuve la buena fortuna de encontrarlo. A la mucama que salió a atenderme le dije:
“Dígale que el Sr IFOY desea verlo” con ello le devolvía la pelota, por aquel llamado telefónico en el 41.
Fui una sorpresa para él, de la misma magnitud que aquella otra de 8 años antes, en Buenos Aires. Después
de aquel encuentro nos vimos muy a menudo.
Una tarde preparó una reunión, en su casa, con los viejos amigos de nuestra juventud. Estuvieron, además
de él, Auerback, Vuillmain y lo que realmente más me sorprendió, Estela Gath con su marido, a quien
naturalmente yo no conocía, pero que me saludó con la misma cordialidad de los demás. Fue allí cuando
me enteré de la muerte, en Dachau, de Monique Lyon y de que Dubuc, que hizo la guerra en una unidad de
tanques, estaba loco y encerrado en un manicomio. Tristes noticias que no pudieron, sin embargo, disminuir
la emoción de aquel reencuentro.
Pero todo lo bueno tiene su fin. Por alguna razón que, después conocimos, llegó la orden de regresar, antes
de concluir la misión. Pero, por suerte la orden era “regresar por el primer avión de Aerolíneas Argentinas
(en esa época se llamaba FAMA) y para variar, las tripulaciones estaban en huelga y nadie sabía cuando
se reanudarían los vuelos.
Además, el agregado militar en Londres, era un Coronel, cuyo apellido se me escapa y lo lamento porque
era un gran tipo, quien nos dijo que aprovecháramos esa situación, para visitar Europa y que, mientras tanto,
él se ocuparía de todo.
Palabra santa. Battaini y Ortiz de Rosas, partieron rumbo a Italia, Suiza y España, en tanto que yo, me quedé
15 días en París. Dediqué esos días para recorrer el pasado. Fui a ver mi primer colegio, el Geron, pero no
entré. Luego traté de encontrar el Notre Dame de Boulogne, pero no pude hacerlo. En cambio me fue muy
sencillo llegar a la Ecole Pascal, de la cual saqué una foto, y además pude entrar y hablar con un señor que
estaba a cargo ya que, en agosto, las escuelas están cerradas en París.
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También visité mi ex barrio, la Place des Ternes y mi antigua casa de Boulevard Gouvión St. Cyr 48. Casi nada
había cambiado, a pesar de los 13 años transcurridos, con una guerra en el medio. Allí estaba la librería
Christian, donde yo adquiría los libros de la colección Nelson que aún conservo; la farmacia de la esquina a
donde iba a menudo haciendo mandados de mis padres y a ver las películas de Charlot que proyectaban
en una de sus vidrieras; el bistró (café) donde compraba los cigarrillos “Ed. Laurence – etiqueta verde “para
papá”, etc. todo estaba allí, como siempre, excepto que en el “troisiemme etage, a droite”, quién sabe qué
intruso viviría ahora... También recorrí a pie la calle de Sablonville, que tanto trajiné, antaño, para llegar a la
casa donde vivía Eduardo Jorgensen y allí tampoco había cambios.
La casa estaba intacta y a su lado la “boulangerie” (panadería) y, hasta pensé que podría encontrar a Víctor,
el hijo del panadero, que era compinche nuestro y... tal vez lo vi, tal vez era ese cincuentón que atendía a
los parroquianos o tal vez no. No me animé a preguntar. No quería que me dijeran que había muerto en la
guerra o algo por el estilo. Preferí irme con la ilusión de que lo había visto. ¡Es muy difícil pretender volver al
pasado! Lo he intentado muchas veces, pero sin éxito, casi siempre.
Alquilé un auto y recorrí el Bois, el lago donde patinábamos cuando se congelaba, en los inviernos crudos
de París; los claros en ciertos lugares del bosque, donde solíamos hacer unos picaditos de fútbol y donde me
detuve, esperando oír las risas y las bromas de mis amigos de entonces.
Subí hasta el último piso de la Torre Eiffel y saqué fotos a diestra y siniestra, que aún tengo. Fui a Sacre Coeur,
a contemplar la ciudad, que se ofrecía, tendida a mis pies.
Y, en algún momento deseé que no hubiesen pasado esos trece años. Me obsesionaba la idea de que entre
toda esa gente, con quienes me cruzaba en los Champs Elysees, hubiera algunos que, quizás, fueron mis
amigos o compañeros de colegio y que no supiéramos reconocernos; me parecía absurdo, pero era así,
todos los lazos estaban rotos.
Dejé París con pena, pero prometiéndome, a mí mismo, que volvería y lo hice, muchas veces.
70
CAPITULO CATORCE
R
egresé a la Argentina vía Lisboa donde me reencontré con el resto de la comisión.
El vuelo fue en un DC6B que hizo escala en Dakar, luego en Natal, Río y al final en Buenos Aires. Pero no estuve
mucho tiempo aquí porque me salió el pase a la Escuela Antiaérea, que estaba en Mar del Plata, en calidad
de profesor de radares, pero terminé siendo Jefe de un grupo de Bofors 40 mm.
Allí me encontré con un Tte. Cnel. Padín, que había conocido años atrás siendo
capitán, en Campo de Mayo. Me recibió de mala gana, pero al poco tiempo
nos hicimos grandes amigos.
Alquilamos una linda casa en la Perla, y allí estuvimos sólo año y medio, pues
luego retorné a Buenos Aires, de donde no me movería más.
Ese año, 1949, fue muy movido para mí. Pasé, en forma de relámpago de Buenos
Aires a Comodoro Rivadavia, de allí vuelta a Bs.As., casi de inmediato a Londres,
de Londres a París, de allí a Bs.As, de nuevo y finalmente Mar del Plata.
Para ese entonces Patty tenía 4 años y Silvia 2 y medio. En Mar del Plata estuvimos
el 50 y parte del 51.
En aquellos años Mar del Plata, en invierno, era un plomo. Casi todos los grandes
negocios de la San Martín estaban cerrados, de modo que, toda nuestra
actividad social se limitaba a reuniones en casas de familia más las idas al Casino,
cuya entrada era gratis para nosotros, los milicos.
De todos modos se vivía bien y tranquilo, alejados como estábamos de los
perpetuos líos de la Gran Ciudad de Bs.As.
A mediados del 51 me volvió a salir el pase a Bs.As., esta vez a la Dirección General de Fabricaciones Militares,
lugar al que hubiese querido ir inmediatamente después de egresar de la Técnica. Me costó dos años y medio
llegar, pero llegué. Allí estuve hasta fines del 53, cuando por fin fui enviado con destino, dentro de la DGFM,
que me gustaba realmente, el Laboratorio de Electrónica (LABE). A fines de 1952 había ascendido a Mayor,
tenía sólo 31 años. En 16 años había pasado de “bípedo” en el Colegio Militar a Mayor.
Estuve en ese destino hasta 1957, cuando en junio de ese mismo año solicité mi retiro, siendo Teniente Coronel
y con 36 años. Habían transcurrido 20 años y tres meses desde mi ingreso al Colegio Militar.
En el LABE lo primero que me tocó hacer fue la reorganización de la Planta de Televisores que, en ese momento
era, por razones políticas, la obsesión del Ministro de Defensa Sosa Molina.
Este se había comprometido con Perón en la producción de un televisor, que se llamó “Evita”, destinado a
venderse al pueblo a valores muy reducidos. Pero el tiempo pasaba y los televisores no aparecían, debido,
probablemente, a la incapacidad del Jefe que tenía la responsabilidad de la ejecución. Entonces el Director
de FM me llamó a su despacho y me preguntó si yo me animaba a hacerme cargo del asunto y empezar a
entregar televisores en 6 meses. Yo le contesté, muy caradura, que sí, siempre me diera carta blanca.
El Director, que era el Gen. Muller, me miró un rato, seguramente indeciso sobre si me echaba a patadas
de su despacho o algo así, pero al final, tomando una hoja con el membrete de la DGFM, la firmó al pie y
blanco y me la dio diciéndome: “Ahí la tiene, pero ¿estará consciente de que se juega la cabeza en esto?”
Yo le respondí: “Si, mi General”. Saludé y me mandé a mudar y, mientras tomaba el ascensor para irme me
preguntaba:
“¿Cómo mierda será un televisor?”
El primer TV Argentino
71
Pero a los 6 meses empezamos a entregarlos. Por alguna razón que aún hoy ignoro, en el LABE se empezó
a murmurar por lo bajo:
“Guarda, ¡Jarrito está chinchudo!”.
Jarrito era yo, el apelativo viene de Harry.
Pero chinchudo o no pudimos salir adelante. Lo de la carta blanca se me cumplió al pie la letra, todo lo
que yo pedía a la Dirección General se me concedía de inmediato y además supieron hacer la vista gorda
en algunas cosas, no muy correctas que yo hacía, aunque siempre en bien del objetivo a cumplir. El Capo
estaba chocho de modo que yo pasé a ser el niño mimado de FM.
Aún hay testigos vivos de lo que afirmo y todavía, entre los sobrevivientes de aquella época, se comenta la
forma absolutamente expeditivo que yo había adoptado para sacar a flote aquel proyecto.
Pero a la par de aquello, algo más se estaba cocinando en el país. Estábamos a fines de 1954, y el ambiente
político era infernal. El gobierno se daba cuenta de ello y apretaba los tornillos a máximo, pero la tensión
aumentaba por horas. A fines de ese año, habíamos concluido con creces la entrega de televisores y la
producción continuó en una fábrica militar, de modo que fui destinado a otra tarea, no tan agitada como
la anterior, pero sí interesante.
El golpe revolucionario de setiembre de 1955, de cuya inminencia yo tenía información por varios conductos,
no me sorprendió. Seguimos todos sus acontecimientos desde la calle Viamonte y Florida donde estaba la
sede central de CITEFA.
Escuchábamos todos los comunicados provenientes de Córdoba y de los buques de la Marina. Nada podíamos
hacer, pero nos comíamos las uñas de ansiedad. Todos los que estábamos en esas escuchas deseábamos la
terminación del gobierno de Perón, que había caído en un fantástico desprestigio nacional e internacional,
por múltiples razones.
Cierta noche, enterados de los que estaba por suceder, nos largamos a presenciar el cañoneo de la sede
de la Alianza Nacionalista, en Corrientes y Maipú. Hasta que llegó el día aquel de la renuncia de Perón y su
embarque en la cañonera Paraguaya.
Asistí, desde los balcones de la Casa Rosada, a la llegada de Lonardi y observé, con mirada incrédula, a la
multitud que, allá abajo, aullaba de alegría, como tantas otras veces, pero vivando a otro personaje y me
preguntaba cuántos de ellos habían estado antes, en esa plaza gritando: “Viva Perón”.
Siempre he sido escéptico sobre las lealtades populares. Y el tiempo me ha dado la razón. Acaso hubo alguna
vez ¿alemanes Hitleristas?, ¿es que algún italiano confiesa hoy su fervor Mussolinista? Y ¿qué pasa con los
polacos comunistas o con los húngaros etc. etc.?
Creo que los pueblos son manejados y manoseados, sin piedad, por quien logra el poder y cuanto más poder
tiene mayor es el manoseo, y el único camino que le queda a ese pueblo es aguantar y seguirle el tren al
“monarca” de turno, hasta que se les presente la oportunidad de liberarse de él. Así ha sido siempre en el
pasado y, lamentablemente, así será en el futuro, siempre surgirá un “salvador” en alguna parte del mundo,
que arrastrará a su pueblo a un nuevo desastre.
Nil nove sul sole (nada nuevo bajo el sol).
Después de la asunción de Lonardi, a la presidencia provisional, al revés de lo que se podía suponer, aumentó
el nivel deliberativo en las Fuerzas Armadas, hasta alcanzar límites inauditos. Eran los capitanes y los mayores los
que imponían sus opiniones a sus superiores y éstos, que sabían que estaban llenos de pecadillos, no podían o
no sabían como controlarlos. Parecía que había llegado la hora de la venganza, la venganza entre hermanos.
Se hacían denuncias por cualquier tontería, se provocaron bajas entre los suboficiales. Uno de ellos, en Citefa
me dijo: “¡Uds, los oficiales y los jefes, nos obligaban a gritar Viva Perón y ahora nos dan de baja por haber
cumplido órdenes!”. ¡Y tenía razón! ¡Y me consumía la vergüenza!
Ese no era más el Ejército al que yo había ingresado, lleno de inocencia y con otros sueños, 18 años antes.
Allí comenzó mi desengaño, alimentado por todo lo que pasó después. El relevo de Lonardi, por causas políticas
y ambiciones personales. El pase a retiro de muchos dignos Jefes y Oficiales por quién sabe qué razones, que
nada tenían que ver con dignidades profesionales, sino sólo por haber estado en el lugar equivocado y en
el momento equivocado.
Los absurdos fusilamientos del 56, que tanto me dolieron, en lo personal y en lo profesional, pues yo conocía
a algunos de ellos y sabía de sus generosas virtudes y sus límpidos corazones.
Como dije al principio, yo seguía siendo un “Francés” radicado en la Argentina y había cosas que no entendía,
en mi patria y que sigo sin entender. Por ello y por algunas otras cosas más es que abandoné el servicio activo
tan tempranamente.
Pero dejemos estas historias y volvamos a lo que fue mi vida de relación social desde mi casamiento hasta mi
separación.Durante ese período de algo menos de 25 años, mantuvimos constantes relaciones de amistad
con tres grupos distintos.
El primero se componía de Perico Sarapura y la Gata Calegari, a los que, con frecuencia se unían Vazquez
y su mujer Haydeé y tambien Jorge Médici y la suya, y ocasionalmente, algunos otros.
El otro grupo lo conformaban Baleto y Carmen Ojea, Haroldo Belfiore y sus hermanas Mimina y Quica con sus
respectivos esposos Franco y Guibert y de tanto en tanto Walter Costanza con sus varias y sucesivas “esposas”.
72
Con los Sarapura
Parados: Menena Martinez, Perico Sarapura, Graciela Pulleiro y Ma. Elena
W. de Pulleiro Sentadas: Pin Lopez, Gata Sarapura y Ana M. Pozzi
El tercer grupo, y sin dudas el más loco de todos, lo integraban Coco López y Pin, Ana María y Pozzi, Lidia y
Coco Pérez y el inefable Jorge Sierra y su mujer.
Con todos ellos, aunque separadamente, recorrimos todos los teatros y restaurantes habidos y por haber.
Invariablemente, por lo menos dos veces por semana, estábamos con algunos de ellos, en sus casas o en la
nuestra. Y siempre el tema general de conversación era la “joda”, eso sí con toda seriedad y dedicación.
Las “canastas” estaban de moda y difícilmente podría mencionar alguna actividad que me pudriera más.
Pero ¿qué podía hacer? Debo decir honradamente que, si bien nos divertíamos en grande, el nivel intelectual
de nuestras conversaciones era ¡lastimosamente bajo!
Vivíamos totalmente despreocupados del presente y del futuro. No había ninguna crisis que nos afectara. Lo
comentado en los párrafos anteriores, es demostrativo de que el dinero nunca nos faltaba. ¡Créase o no!
Me apena un poco recordar esas épocas, porque casi todos aquellos entrañables amigos de mi juventud
y mi vida adulta, se han muerto ya: Baleto y Carmen, Franco, Sierra, Pozzi, López, Haroldo Belfiore, Perico
Sarapura y quién sabe cuál otro. Lo mismo pasó con mis compañeros de aquel viaje a Europa en el 49;
Battiani y Ortiz de Rosas...
Y también murió Jorge Otero a quién debo mi iniciación en el modelismo naval, que tantas satisfacciones
me ha dado y al que aún pienso dedicarle muchas horas. Era un gran bohemio, que escondía, tras hoscas
actitudes, un enorme corazón.
Y cómo olvidar a Mingo Martinez, mi primo pilarense más querido, un ser ingenuo, lleno de ternura, de risa
fácil, que amaba la vida simple de su Pilar que nunca quiso dejar, tal vez porque temía a lo desconocido.
Cuando miro para atrás, me asusta un poco lo sólo que me estoy quedando y me apenan todas esas
ausencia que llenaron mi vida, durante más de 40 años. Pero ese es el juego de la vida, y hay que aceptarlo.
Afortunadamente, en mi familia no he tenido desgracias, excepto claro, las de la generación anterior y esa
es otra ley de la vida.
Pero volvamos al relato.
Los 6 años que siguieron a mi retiro, fueron sin dudas, los más difíciles de mi vida adulta. No es nada fácil
pasar de la actividad Militar, en la que me había formado y que conocía bien, a la jungla despiadada que
es el mundo civil, del cual yo carecía, totalmente, de conocimiento y para el cual mi experiencia militar no
servía para nada.
Estuve 6 meses en una fábrica de componentes electrónicos, recién creada, a la que llegué por pedido de
varios de sus componentes que eran amigos míos y al principio todo parecía funcionar bien, pero pasado
un tiempo se transformó en un nido de gatos que concluyó con la separación de un importante sector de
la empresa y la situación se volvió insostenible y me fui.
Después de ello y ante una propuesta que me hiciera un importante comerciante del área electrónica, me
dediqué a diseñar y construir equipos electrónicos de medición y ajuste.
73
Mi labor fue titánica. Yo hice los diseños, dibujé los planos funcionales y mecánicos, etc,etc, y además
me encargaba de la producción de los chasis, cajas, frentes grabados y las cajas de cartón. Todo ello
personalmente y a pie o en colectivo, pues me había quedado sin auto. Luego, personalmente armé, en
total soledad, los primeros 30 equipos, en el departamento que López no ocupaba, por estar de pase en el
interior. Más tarde me mudé a un pequeño taller que alquilé en el barrio de Saavedra.
Para hacerla corta, produje más de 500 instrumentos de distintos tipos, que vendí a comerciantes
especializados. Pasé muy malos ratos en el trato con esos señores, que eran casi todos judíos y conocían
todas las trampas que yo ignoraba.
Técnicamente tuve éxito, comercialmente no. Y ello principalmente porque justo en esos años se abrió la
importación de esos productos y Japón invadió el mercado con mercadería de primera calidad.
Estaba por cerrar cuando una empresa me propuso la fabricación de 300 radios a transistores, tomando
armadores que ellos pagarían y lo hice.
La cosa anduvo bien, pero una vez concluido ese trabajo me invitaron a trabajar con ellos en el diseño y
fabricación de televisores, con un sueldo fijo, que era suficientemente interesante.
Trabajé en eso durante 3 años, que fueron muy agradables, pues a pesar de ser judíos eran excelentes
personas. Lamentablemente esos amigos empezaron a hacer tonterías y se fundieron. De este modo
terminaron mis experiencias industriales.
Poco después me propusieron ir a trabajar a CITEFA de nuevo, pero ahora como agente civil.
Aunque yo creí que sólo estaría allí el tiempo necesario para, estudiar el ambiente y volver a mi independencia
anterior, permanecí en CITEFA hasta mediados de 1990 cuando logré mi jubilación civil.
Mi larga permanencia en ese Instituto merece, también, un largo comentario.
74
CAPITULO QUINCE
Desde 1963 hasta 1991
R
eingresé a Citefa a principios de 1963, seis años después de mi alejamiento, por el retiro.
Para ese entonces el Director era el Cnel. Aguilar Benítez de la camada anterior a la mía, del cual me había
hecho muy amigo, muchos años atrás. A pesar de ello, con el tiempo y debido a tontas actitudes que él
asumiera hacia mí, cuyo origen, por no involucrar a mi ex mujer, no deseo comentar, terminamos totalmente
distanciados. Sin embargo debo ser honesto y agradecerle que me ofreciera el ingreso a ese Instituto, en
momentos muy difíciles para mí y cuando realmente necesitaba esa ayuda.
Al ingresar me designó Jefe del Departamento Organización y Métodos, actividad que asumí con entusiasmo
y dedicación, y que en verdad era el punto más crítico de un Organismo que no atinaba a encontrar su
rumbo.
En ese entonces Citefa era una masa informe de laboratorios diseminados en distintos lugares geográficos,
como cuando yo lo dejé, pero sin objetivos concretos y al que las Fuerzas Armadas ignoraban totalmente,
pues no les resolvía ninguna de las necesidades que ellas tenían.
Yo me dediqué, en un principio, a poner orden en todo el sistema burocrático interno que era absolutamente
caótico y a intentar de convencer a Aguilar, de que debía establecer con claridad los objetivos del Instituto,
a corto y mediano plazo, pero fue inútil pues él tenía otras ideas que le posibilitarían hacerse conocer
políticamente, con miras a su ascenso a general. Ante esta situación juzgué más prudente esperar mejores
tiempos.
Al año siguiente, llegó Vita, también retirado, y vino a trabajar conmigo. Fue el mejor compañero que tuve,
en Citefa, hasta que nos jubilamos juntos.
No he conocido hombre más honesto en su proceder ni más fiel, en las buenas y en las malas. Traía consigo
toda la hidalguía de las viejas familias provincianas- es sanjuanino – y una insobornable dignidad, que puso de
manifiesto, día a día, durante los 26 años, durante los cuales trabajamos como si fuéramos una sola persona.
Le doy las gracias por su cordialidad, su afecto y todo su apoyo.
A fines del año 65, sin previo aviso y sin que hubiera mediado ninguna cuestión personal entre ambos, Aguilar,
ya general, me hizo transferir al Instituto de Obra Social del Ejército, (IOSE). Olvidaba decir que en el 63 fui
reincorporado a la vida activa en el ejército, en la categoría de “llamado a prestar servicios”. Esta nueva
situación mejoraba el monto de mi retiro y con una permanencia de sólo 4 años, dicho monto se hubiera
elevado substancialmente.
Pero hete aquí que yo también me considero un hombre muy consciente de mi dignidad y no estuve nunca
dispuesto a ninguna clase de manoseos, provinieren de quien provinieren.
El resultado fue que solicité, por segunda vez en mi vida militar, el pase a situación de retiro efectivo.
Estaba dispuesto, también, a irme del Instituto, cuando, afortunadamente para mí, el nuevo Director, el
Almirante Milia, advertido de lo que ocurría, me pidió que me quedara, hasta que me pudiera hacer dar
de alta en un nuevo escalafón que estaba en estudio. De todos modos, entre tanto, trabajé 6 meses “ad
honorem”, según consta en los archivos de Citefa.
Pero luego llegó mi alta y en mejores condiciones que antes.
Con este nuevo Jefe, logré un entendimiento perfecto.
Es necesario que haga notar que no era un técnico, sino un
estratega y, sin embargo, su visión de la misión y objetivos
del Instituto, eran asombrosos.
Cambió todo: la misión, las funciones a cumplir, la orgánica y
el sistema de contrataciones del personal científico y técnico
y logró obtener contratos importantes con las Fuerzas. Con
él comenzó la era misilística en Citefa.
Con pequeñas modificaciones, más de forma que de fondo,
todo ese esquema perduró, hasta que yo dejé la Institución,
y ello en gran parte debido a mi obstinación y oposición a
aceptar alteraciones sustanciales, que pudieran producir
desviaciones en aquella idea madre.
Milia se quedó hasta fines del 68, después de revolucionar
todo el Instituto e insuflarle una nueva fe a todo su personal.
Además nos dejó un nuevo edificio, que es, sin dudas, una
verdadera maravilla.
75
En el ínterin se produjo una novedad trascendente para mí, Silvia,
recientemente casada, me obsequió con una nieta, Aixa.
Mi nueva situación de abuelo me causó gran alegría. Mi familia
aumentaba, aunque se achicaba por otra parte pues, para esa
época, mi separación matrimonial ya era un hecho fatídico,
aunque no legal aún. Esto último ocurrió en 1971.
El siguiente Presidente (el título del cargo había cambiado) fue
el Comodoro Conca, una excelentísima persona, a quien llegué
a apreciar mucho, pero que lamentablemente sólo estuvo un
año.
Fue, durante su gobierno, cuando, por su decisión, fui designado
Jefe del Departamento Planes y Programas, puesto desde el cual
tuve el control de todo lo que se refiriera a la actividad científica
y técnica del Instituto y ¡por Dios que me hice oír!
Aixa Homps con Patty
Hay algo digno de mención. Desde su creación en Febrero de 1954, hasta que yo dejé el Instituto, este tuvo 24
presidentes distintos. Es decir 24 en 36 años, lo que da un promedio de 1,5 años por presidente y ello teniendo
en cuenta que hubo uno, mi gran amigo el Brig. Ruiz, que estuvo 5 años.
Además de los 24, sólo hubo dos que habían estado antes en el organismo. Los otros ni siquiera sabían dónde
quedaba, cuando tuvieron que hacerse cargo.
Es debido a esa falta absoluta de idea sobre Citefa, de sus misiones, de sus objetivos, etc., por parte de los
recién llegados que, desde mis puestos de trabajo, pude llegar a tener tanta influencia en el accionar general
de ese Instituto.
Estuve 11 años de Jefe de Planes y luego 10 años de Secretario General; en este último cargo, toda la
documentación que llegaba al Instituto o que salía de él, pasaba por mis manos, y ello me dio un poder
enorme que molestó a muchos, que nunca se animaron a atacarme, porque conocían el apoyo incondicional
que siempre tuve de mis superiores (ellos sí confían en mí) y porque no estaban dispuestos a aguantar mis
berrinches fundamentados.
Y, lo más importante fue el gran apoyo que me brindó el personal, tanto los científicos, como los técnicos e
incluso los agentes administrativos.
Una anécdota.
Una mañana, en un acto que se realizó en la Escuela Superior Técnica, me presentaron a un Cnel. Ingeniero
Militar, totalmente desconocido para mí y cuando oyó mi apellido (todo el mundo me conocía por Harry
Martinez) me dijo:
“Ah… Tenía ganas de conocerlo. ¿Así que es Ud el dueño de Citefa?” ¡E vero!
Creo, estoy seguro, que en mi pasaje por Citefa, he dejado rastros imborrables, tanto espirituales como físicos;
hay pocas, muy pocas cosas allí que no tengan mi marca y tendrán que trabajar mucho y negativamente,
para destruirlas y ello me llena de orgullo.
Pero basta de Citefa. Hablemos de otros temas.
Todo aquel que tenía algún conflicto, fuera este por el trabajo o personal, acudía a mi oficina sin anuncio
previo y casi siempre encontraba el modo de resolver sus problemas. Pocos años antes de mi separación y
del modo más accidental, conocí a Ana. Para ese entonces y siguiendo otro de mis arranques locos, se me
metió en la mollera, la idea de construir un órgano electrónico y como soy una salvaje mezcla gallego con
calabrés y algo de vasco, no paré hasta que lo terminé.
Una vez concluido quise la opinión de expertos en el tema: léase organistas. Invité a varios que me dieron,
cada uno de ellos, muy buenos consejos para mejorarlo.
Pero un día, el petiso Planes (ex compañero de aventuras en el Colegio Militar) me llamó para decirme que
me iba a traer una famosa organista para que viera mi obra. La experta resultó ser Ana.
Y allí comenzó, hace 33 años otra historia. Por aquel entonces yo estaba pasando muy malos ratos en mi
vida matrimonial y una vez que se casaron mis hijas, me quedé completamente solo en mi departamento
de Juramento 3077, en Belgrano. La soledad no es buena consejera y aunque soy un hombre que ama la
soledad y puede vivir en ella, “ad limina” ello no es bueno y uno termina aferrándose al calor humano.
Ana ha sido desde entonces la más fiel compañera que un ser pueda desear, en cada uno de todos estos
largos años.
Con ella y por ella iniciamos una serie de 8 increíbles viajes por casi todas las ciudades importantes de Europa
y hemos recorrido, incansablemente, todos los países bañados por las cálidas aguas del Mediterráneo,
excepción hecho del Líbano porque siempre estuvo en guerra, Albania por su condición de país ultra comunista
(en aquel entonces), Argel y Libia, por sus gobiernos de tinte extremista y por lo tanto inseguros.
76
Previamente, y gracias a un pasaje de favor que obtuve a través de mi hermano, a la sazón Comandante
de Aerolíneas Argentinas, en el año 71 hice un corto viaje de 15 días, de los cuales destiné 8 a París y 6 a
Roma. Cuando llegué a París habían pasado 22 años desde mi última estadía allí. Desde el primer día intenté
tomar contacto con Jean de nuevo, pero éste había vendido su casa de la Rue Cimarrosa, de modo que me
dediqué afanosamente a su búsqueda, para lo cual, recordando el apellido de uno de sus tíos, que conocí
en Bs.As., pude localizarlo, aunque sólo en mi penúltimo día en París, pues al día siguiente yo debía volar a
Roma donde me esperaba Arrigo Franco, el marido de Mimina Belfiore. Enterado de ello, Jean me pidió que
fuera a su nuevo domicilio, cercano al Louvre a donde llegué cerca de las 19.00 hs.
Después de saludarnos y charlar un rato me presentó a su tercer esposa (yo había conocido ya las otras
dos, a una en Bs.As. en el 41, y a la segunda en París en el 49 y a su tercer hija, que entonces tenía sólo 13
años). Luego me comentó que ya tenía un compromiso para cenar esa noche, que no podía eludir, pero
me rogó que yo lo acompañara, de modo tal de poder cumplir con ambos.
Curioso y algo inquieto, le pregunté quiénes eran sus amigos y cuando me lo dijo, con absoluta
tranquilidad, casi me da un soponcio, pues aquellos “amiguitos” eran: ¡Edouard de Rothchild y el Karim
Khan! Por un momento dudé y hasta le dije que, probablemente, frente a un desconocido como yo, no
podrían hablar libremente, pues yo sabía, como todo el mundo, que esa clase de monstruos no se reúnen
a cenar para hablar de tonterías.Jean se rió y me contestó que yo estaba equivocado y que me sentiría
muy cómodo con ellos.
Y así fue. Ambos eran hombres de menores de 45 años, extremadamente simpáticos y con un evidente
“savoire faire” que me hizo sentir como si nos hubiéramos conocido toda una vida.
La cena fue una perfecta demostración del altísimo nivel de señorío que les sobraba a ambos. A pesar de que
se trataba de conspicuos personajes del “jet set” internacional, se esforzaron para que yo no lo notara.
Ni una palabra, ni un gesto que pudiera, tan siquiera, rozar mi sensibilidad. Y sin embargo, el nivel general
fue sideral. Hablamos, casi sin solución de continuidad, en francés, en inglés, en español e italiano “anche”.
Y yo, en el nirvana, pues les seguí el tren sin arrugar. Entre tanto Jean me hacía guiños de aprobación, muy
divertido por la situación.
Es sabido que este señor Karim, compró al gobierno italiano, una franja de 100 Km. de ancho, en el extremo
NE de Cerdeña, donde hizo una enorme tarea de infraestructura, que transformó la zona en una serie de
balnearios del más elevado nivel social.
En determinado momento dedicó un largo rato en contarme las maravillas de aquel emprendimiento y me
quiso convencer de que yo no dejara de ir a pasar unos días en aquel paraíso, para lo cual me indicó, con
lujo de detalles, cómo debía hacer para llegar hasta allá. Lamentablemente yo no podía hacerlo, por falta
de tiempo y de dólares.
Esta fue una inolvidable cena, después de la cual, nos despedimos, como viejos amigos.
Naturalmente, nunca más los volví a ver, pero sí estuve en esa bendita Costa de Esmeralda, cinco años
después, acompañado por Ana. El Khan tenía razón, aquello era un paraíso.
Al día siguiente volé a Roma, donde me esperaba Franco. Me alojé en un hermoso hotel en Monte Parioli, uno
de los barrios más pitucos de Roma y a pasos de la casa de la madre de Arrigo. Durante los 4 días siguientes
no paramos un minuto, mi pariente me hizo conocer cuanto lugar interesante había en esa ciudad y unos
restaurantes, difíciles de hallar y donde solía reunirse la crema del mundo financiero e intelectual romano.
Luego, llegó la hora del regreso a Bs.As. y al trabajo.
77
Jean Caracciolo
78
Foro Romano, Roma
CAPITULO DIECISEIS
E
n el 1969 se casó Patty con Roberto Avolio y a su tiempo, nació mi primer nieto Rocco.
A fines del año 72, decidí vender mi departamento de
Juramento y junto con el nuevo matrimonio adquirimos una
hermosísima casa en Florida, muy apta para dos familias, pues
eran dos viviendas completas bajo un mismo techo, con lo
cual cada uno pudo mantener su intimidad y al mismo, una
razonable vida familiar.
Dicha casa se halla en la misma calle Gűemes, en la que aún
vivo pero al 2480, Florida, en tanto la nueva está en el 1189,
de Vicente López. En el año 71 mi salud me hizo una jugarreta,
pues me fabricó un infarto de miocardio que, por suerte fue
bastante leve y del que me recuperé muy bien.
Pero no dejó de ser un aviso, que me sirvió para pensar un poco más en la forma estúpida en que estaba
llevando mi vida y en la necesidad de un cambio total.
De aquello se podían sacar dos conclusiones y también dos resoluciones. La primera podía ser cuidarme
como a un geronte, sentadito en una mecedora y bien arropadito. La segunda dedicarme a vivir lo mejor
posible, corriendo todos los riesgos. Elegí la segunda y al diablo con los gerontes. Y no me equivoqué. ¡Y jamás me arrepentí!
Güemes 1189, Florida
A mediados del 80, profundas desavenencias conyugales en la pareja Avolio- Martinez, produjeron la ruptura
y la separación de todos los habitantes de aquella casa: yo por mi lado, Patty por el suyo y Avolio por otro
lado.
Para mí fue muy doloroso porque me lanzaba otra vez más a una vida solitaria que, cada vez me hacía más
encerrado en mí mismo, más ostra. Pero está claro que ese destino me estuvo marcado desde mi nacimiento,
y que gracias a que tengo una enorme vida interior, no he llegado a transformarme en un insociable. Ana
ayudó enormemente para que ello no ocurriera.
Recuerdo, no obstante con mucha frecuencia un hecho, lleno de inocencia, pero dramático al fin, que
ocurrió una de las primeras veces que fui a buscar a Rocco y Bárbara, para almorzar juntos en un boliche
de la zona.
Estábamos esperando que nos sirvieran cuando Bárbara dijo de pronto: “Qué lástima que nos separamos,
abuelo, antes estábamos todos juntos y ahora vivimos en tres casas distintas” a lo que Rocco agregó: “¡Y
ya no te tenemos a vos!” y yo nada pude contestar y casi no hablamos durante el resto del almuerzo. ¿Qué
cosa, en realidad, hubiera podido yo decir?
Para ese entonces yo ya tenía 6 nietos. Aixa, Javiera, Rocco, Bárbara y los dos últimos (espero), un par de
mellizos, mezcla de delincuentes juveniles con angelitos sabandijas, que son capaces de enloquecer a un
santón: Nicolás y Alejandro.
La casa en la que me instalé y a la cual le hice muchas reformas es absolutamente perfecta para mí.
Tengo en ella todo lo que puede hacer agradable la vida de una persona de mi edad y condición y la
considero una bendición del cielo.
Pero volvamos a la historia que, a partir del 73 y seguramente como una suerte de compensación, el destino
que mi vida fuera un lujo.
Los años 70 y 80 fueron fantásticos para mí. En ese período hice viajes de dos a tres meses al exterior, en los
años 75, 76, 77, 78, 79, 81, 86 y 88. Todo un récord de placer físico y un baño de lujuria para el intelecto.
79
Rocco y su abuelo
Santa Sofía, Estambul, Turquía
En crucero por el Mediterráneo
Tumba de Muhamed Alí
En Estambul, Turquía
Fountainblue, Francia
En Atenas
Otro crucero por el Mediterráneo
80
CAPITULO DIECISIETE
E
n el año 86, en París, nos volvimos a juntar los tres hermanos, por primera vez después de 51 años.
Todos habíamos estado allí antes, pero ese año la
visita a nuestro París, tuvo un calor diferente. Tengo
una foto de todos nosotros en la puerta del 48 Bd.
Gouvión St Cyr, algo más viejos pero con el mismo
espíritu.
Durante todos esos años pude cumplir todos mis
sueños y satisfacer mi avidez, por conocer todo
lo más posible, de una parte del mundo que dio
vida, a través de los siglos, a nuestra civilización
occidental.
He hundido hondamente mis manos en la búsqueda
de las raíces de nuestra cultura y llegué a la
conclusión que sólo ciertas costumbres locales nos
diferencian, en tanto en lo profundo, todos los
hombres del mundo tienen las mismas inquietudes,
los mismos anhelos y los mismos sueños.
48 Bd Gouviñon St. Cyr
los 3 hermanos y Quique
He recorrido incansable y preferentemente, los países mediterráneos. He estado allí por donde hace siglos
pasaron los babilonios, los fenicios, los griegos, los romanos, los turcos, los árabes. Pueblos que dejaron
imborrables huellas de su grandeza, por doquier y que aún hoy, en este mundo tan tecnificado, nos asombran
por su belleza y magnitudes inexplicables e irrepetibles. Y me he preguntado ¿por qué nos creemos tan
superiores a ellos?
Hicimos cinco cruceros por el Mediterráneo y me enamoré perdidamente de Grecia y sus increíbles islas
del Mar Egeo y del Jónico y de Jerusalén con su intensa carga religiosa, y de Egipto y sus imposibles obras
faraónicas y de Marruecos y sus encantadoras gentes y de Estambul, de Atenas, y tantos y tantos otros sitios,
a los cuales desearía poder una y otra vez, aunque a veces me duele pensar que, tal vez ya no dispondré
de mucho tiempo para regresar a recorrer todo aquello.
Pero haré todo lo que sea necesario y posible para volver, porque aún quedan muchos rinconcitos que me
están esperando para contarme sus historias centenarias y enseñarme sus más recónditos secretos. Porque
¡los pueblitos hablan y cuánto! Sé que el mundo no termina en esas tierras, pero sí sé que mi mundo comenzó
allí, porque cuando lo recorro, siento que cada molécula de mi cuerpo se reencuentra con otras, que vagan
por esos lugares, idénticas a las mías y ambas vibran en la misma frecuencia.
Es extraño, pero así como me fascinan aquellas tierras que he mencionado, no experimento el menor deseo
de visitar el Oriente, por ejemplo, aunque bien sé que me agradaría y mucho, pero sería como visitar la casa
de un pariente lejano, con quien no me siento ligado por lazo alguno, excepto la curiosidad. Me temo que
mis moléculas no “vibrarían”, en esos lugares y entonces, ¿para qué?
De todo esto que narro, han quedado miles de imágenes registrándolo todo, en cientos de metros de películas
de cine y en centenares de fotografías, prolijamente ordenadas y clasificadas que, tal vez, dentro de muchos
años sean observadas y escudriñadas, con fervor cuasi religioso, por alguno de mis nietos y por qué no, por
algún bisnieto, del mismo modo que yo lo hice con mis antiguas y escasas fotos que logré conservar.
He descubierto, en los últimos quince años que los ojos de un niño miran lo mismo que los de un viejo, anteojos
mediante, pero lo que ven es muy distinto. Los niños ven sólo imágenes, los viejos vemos emociones.
Tengo la sensación que esta parte de mi relato se ha vuelto demasiado sentimental, pero es que han pasado
muchos años y muchas cosas, desde aquel día de enero del 31, cuando mi pie pisó tierra genovesa y bueno,
no todo puede ser divertido, ¿no?
81
Juan Les Pins, Costa Azul, 1988
Galeón, Cannes, Francia
Niza, Costa Azul 1986
Dubrovnik, antigua Yugoslavia
En el camarote y una payasada
Venecia, Italia
Con su primo Walter Constanza,
Embajador de Portugal en ese año.
82
Egipto
Santa Margarita, Italia
CAPITULO DIECIOCHO
Desde enero de 1991 hasta ... (después les cuento)
E
l año 91 empezó medio atravesado para mí. Los problemas de mi corazón, que comenzaron que
empezaron allá por el 71 y que, durante muchos años me dejaron en paz, y me permitieron hacer montones
de travesuras, parece que ahora se les ha dado por ponerse firmes y me previenen, severamente, diciéndome:
“Jarrito o te dejas de joder o te voy a dar un julepe macho”. Y ¿qué le voy a contestar? “Si papito, me
voy a portar bien”
Pero la verdad es que yo no me resigno a un tipo de vida de “quasi” total inactividad y pendiente de la
pildorita A, la capsulita B y las inyecciones, cada tanto, etc. Y es por ello que busqué, casi con ansiedad, la
solución terminante y definitiva: la operación, con sus consabidos bypass, y a otra cosa.
Para ello me pasé parte de enero y parte de febrero, yendo y viniendo al Hospital Militar, para que me hicieran
todas las pruebas necesarias, para determinar, fehacientemente, el estado de mis coronarias. Y no fue un
divertimento, ni nada parecido.
En la primer semana de enero me subieron a la “mesa de tortura” para que me hicieran una “angio
coronariografía” (léase cateterismo). No era mi primera experiencia en esta clase de investigación, pues
ya había pasado por ello en el 73. En rigor de verdad, no es un tratamiento doloroso, anestesia mediante,
pero si bastante molesto.
“¡Quédese quietito! Respire hondo… No respire… ¡Dése vuelta para allá! (uno nunca sabe donde es allá)
¡No se mueva! Va a sentir un fuerte calor, pero sólo dura un instante.
Y la cosa sigue así durante una hora y media y justo cuando uno ya está por explotar y mandar todo al
carajo, le dicen: “¡Bueno, ya terminamos!”
Pero, la sorpresa vino cuando, ya vestido y listo para salir huyendo de la casa de Frankestein, se acerca el
médico actuante y me espeta, lo más pancho: “Sabe, Martinez, va a tener que volver mañana otra vez,
porque se descompuso la máquina y no pudimos registrar, en la película, la última parte del cateterismo”.
En ese momento yo no sabía si mandarlos a todos prolijamente a la mierda, o comprendiendo el estado de
miseria que está viviendo ese Hospital, darles un besito en la mejilla a todos, empezando por las pequeñas
enfermeras.
Y ¿qué fue lo que hice? le dije: “Está bien, volveré mañana”.
Y me volví a mi casa, almorcé y me tendí en mi cama para descansar un poco de la fajina matutina que
fue agotadora.
Cuando de pronto, sin pensarlo apoyo mi mano derecha sobre mi pecho y siento la misma sensación que
hubiera experimentado si, en ese lugar, alguien hubiera colocado un pescado muerto y congelado. Me
levanté de un salto, encendí la luz y me quedé asombradísimo; el antebrazo y la mano derecha (que fue
utilizado para el cateterismo, estaban insensibles, sin pulso y prácticamente inutilizados). De inmediato
llamé al H.C.M. y tuve la clásica respuesta de nuestro bien puteado servicio telefónico. No pude conseguir
comunicación con ninguno de los 6 números que intenté.
A la mañana siguiente me fui al servicio de Hemodinamia donde me habían hecho el trabajito y les largué
mi bronca con lo que me ocurría. Hubo un ligero desconcierto, hasta que se reunieron tres profesionales y
cada cual dio su opinión. Luego me hicieron unas mediciones de presión, en ambos antebrazos y el resultado
dio una disminución de eficiencia física, en el antebrazo derecho del 50 %. Y comenzaron las explicaciones,
tratando de minimizar el tema, pero al final me enviaron a otro servicio (cirugía cardiovascular) para que
contemplaran la necesidad o no, de realizar una intervención exploratoria, con miras a volver el brazo a la
normalidad.
Resumiendo: me hicieron internar, asunto que fue también algo Kafkiano y al día siguiente, bien tempranito,
me prepararon para la operación (inyección, afeitada de brazo, radiografía de tórax, etc.) y cuando me visitó
el cirujano, me volvió a estudiar, comprobando que la situación había mejorado y entonces me pidió que
me quedara otro día más internado. Al segundo día, volvió el matasanos y después de volver a examinarme,
me dijo que era mejor no tocar nada, pues la cosa se iba a recomponer sola.
Ni bien salió de la habitación aquel genio, me vestí, recogí mis cosas y me mandé a mudar, sin decir nada
a nadie. ¡Todavía me deben estar buscando!
La cosa, con el tiempo fue mejorando, pero dos meses después, aun tengo problemas en ese antebrazo,
lo cual dice bien a las claras que alguien hizo una c......a allí. Un mes después de aquello, volví para que
continuaran el estudio fallido y pasé por la segunda sesión de cateterismo, pero esta vez pretendieron ingresar
por las arterias femorales, mediante una punción.
¡Para qué! ¡Fue un verdadero desastre!
83
Me perforaron una vez la pierna izquierda, a la altura de la ingle y fracasaron. Pasaron a la derecha y por dos
veces fracasaron, porque, según ellos, “mis arterias están endurecidas y no permiten el ingreso del catéter”.
La cuestión fue que me hicieron ver las estrellas. Volví 3 días después para otra tentativa, esta vez por el brazo
izquierdo, por suerte con éxito y sin problemas.
Bueno, el resultado de estas vacaciones que pasé en el HMC, fue que no era necesaria aún una operación.
Tengo que someterme a un tratamiento y rogar para que en el ínterin se descubra el famoso “detergente
arterial” y sino, dentro de dos o tres años, tendré que rever, otra vez, cómo andan mis cañerías. ¡Qué le
vachaché! Como dice el tango.
De todos modos tengo 70 pirulos, bastante bien llevaditos, y ¡una vida muy bien vivida! No hay que quejarse
demasiado.
Como dijo Séneca: “No importa lo que sobrellevas, sino cómo lo sobrellevas”. ¡Ese tío no era ningún idiota!
El final de esta historia no lo puedo contar, por la simple razón que no la conozco.
Por consiguiente para saber más habrá que esperar el final de la novela.
Pero entre tanto, tengo oportunidad de reparar una omisión, de la cual me siento culpable, “in tutto”.
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Mis adorados perros
E
ntre tanto cuento, me he olvidado de contar la historia de cuatro amores que tuve:
¡mis cuatro perros!
En realidad se trató de dos perras y dos perros: Minou, Gina, Toby y Alex, que aún me acompaña.
Silvia tenía alrededor de 12 años y permanentemente me pedía que le regalara un perrito y tanto fue el
cántaro a la fuente que... un día me decidí y me fue a recorrer la Av. Figueroa Alcorta, cerca de River, donde
se solían juntar vendedores de cachorros de razas “varias”.
Cuando ya desesperaba de encontrar algún ejemplar que me gustara, de pronto vi una perrita de no más de
40 días, de raza caniche, de muy buen pedigree, que estaba atada a un poste con una soguita al cuello.
Esta sentadita y me miraba y al acercarme se paró movió la colita y creo que me llamó diciéndome: “Llevame,
llevame por favor”. La alcé y ya no pude soltarla. Le pagué y nos fuimos, caminando, yo no tenía auto en
ese entonces, hasta la estación Belgrano C, donde tomé un taxi hasta casa.
El alboroto que produjo nuestra llegada fue fenomenal: gran alegría de las hijas y protestas de la madre,
pero triunfamos y la perrita se quedó.
La bautizamos Minou en honor a una pequeña poetiza de gran moda en la época, Minou Drouet.
Pero como suele suceder con los niños, el entusiasmo pasó en poco tiempo, y yo me tuve que hacer cargo
de la pequeña Minou, que por otra parte se enamoró perdidamente de mí.
Yo me encargué de todo, alimentación, paseos, higiene, peluquería, etc. La
perra chocha... y yo también.
Era un animalito sumamente dócil y tierno, muy inteligente como todos los
de su raza y también muy celoso de su patrón.
Cuando al final del día, yo me sentaba en un amplio sillón a leer el diario, ella
de un salto se acomodaba al lado mío y sino le prestaba la atención que
ella esperaba, se trepaba sobre mis piernas y apoyaba su cabeza sobre mi
pecho y....yo me derretía.
Íbamos juntos a comprar el diario y no lo podía leer hasta el regreso, porque
me lo sacaba de las manos, lo llevaba, muy oronda y orgullosa entre sus
fauces y sólo me lo devolvía a la entrada de casa.
Con el tiempo desarrollamos una profunda intimidad humano perruna, que
se ahondó hasta el infinito, cuando en el departamento quedamos ella y yo
como únicos habitantes.
Para ese entonces, por varias razones debía quedarse sola en el departamento, gran parte del día, lo que
no le agradaba nada y muchas veces se vengaba de mí, destrozando mi almohada, sólo tocaba la mía,
despreciando las demás. A mi regreso yo intentaba un severo reto que terminaba con Minou sobre mis rodillas
y en grandes mimos mutuos.
Pero un día, al regresar la encontré muy caída, diría más bien triste. Nada de lo que pude hacer modificaba
las cosas. Incluso no quiso comer nada. Al día siguiente salí a la búsqueda de un veterinario, a quién se la
llevé. La revisó y me dijo con algo de indiferencia, que tenía una infección intestinal y que para ello le daría
una serie de inyecciones.
Y así fue, pero la perrita no mejoraba nada, hasta que un día, a mi llegada, me miró desde el rincón donde
estaba echada, movió un poco la cola y nada más. Le di yo mismo una inyección sedante, pero tuve el
presentimiento que se me moría.
Esa noche la llevé a mi pieza y la recosté sobre unos diarios y allí se quedó quietita. A media noche me
desperté, encendí la luz y al mirarla me di cuenta que estaba muerta.
Se había ido en el silencio de la noche, sin molestar a su amo. Murió de cáncer. Sentí una gran pena, porque
me quedaba totalmente solo y sabía que la iba a extrañar.
Por la mañana la envolví en unos trapos, la metí en una vieja valija y la llevé hasta el garaje, subimos al auto y
puse rumbo hacia San Martín al Labe, donde la hice enterrar al pie de un árbol centenario en un baldío que
había enfrente, y allí quedó, allí estará aún. Eso ocurrió cuando había cumplido 10 años, en 1968.
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Dos años estuve sin perro, hasta que un día Hugo Cadelli, me sorprendió con un regalo que trajo desde
Entre Ríos, una bolita de carne, de cara arrugada y ojos grandes y dulces. Era una boxer preciosa de pocos
días.
Fue mi segundo amor perruno, era muy traviesa y desprejuiciada, orinaba y
demás en cualquier lado y salía corriendo a esconderse cuando yo la retaba.
Era muy juguetona y simpática. Cuando creció y alcanzó los 7 meses, dejó
de ensuciar y comenzó a exigirme que la sacara a pasear. La llevaba atada
porque era muy piantadina, pero sólo al principio, pues después se hizo muy
obediente.
Detestaba que la dejara sola, al punto de destruir cualquier cosa que
encontrara a mano, por esa razón empecé a dejarla en la cocina y
antecocina, pero igual se vengaba de mí destruyendo los zócalos de madera
y las puertas.
Por suerte cuando cumplió los 2 años, fuimos a la casa grande de Florida,
donde no solamente tenía lugar para corretear a gusto, sino que estaba
siempre acompañada, esto fue muy importante para mí también, pues en
esos años hice cinco viajes de dos a tres meses, sin problemas para ubicar la
perrita, pues, aunque me extrañaba, no estuvo nunca sola.
Pero adquirió la mala costumbre, insuflada por el resto de la familia, de devorar todo lo que encontraba a
mano, especialmente las sobras de comida. Ello tuvo serias consecuencias pues engordó mucho, al punto
que tuve que someterla a un severo régimen para volverla a la línea.
Dormía en uno de los sillones de mi living y no le agradaba ningún otro lugar. Durante el día andaba por todo
el jardín, pero al atardecer subía a mi piso y ya no se movía de allí hasta el día siguiente.
Un verano, una amiga de Patty trajo un macho de la misma raza y sin que yo me diera cuenta del error que
se iba a cometer, la perra quedó preñada. Fue en mal momento, pues ya tenía más de 6 años y estaba
demasiado gorda. A su tiempo, una noche intentó tener sus cachorros y logró parir tres, que nacieron muertos,
pero lo más grave fue que le quedaron dentro otros tres. Se le hicieron radiografías y luego la operaron para
liberarla de los fetos muertos.
Recuerdo que cuando la fuimos a buscar, tarde por la noche, al entrar la vi aún tendida sobre la mesa de
operaciones y creyéndola dormida le pregunté a la veterinaria: “¿Cómo está?”.
Cuando oyó mi voz comenzó a mover la cola desesperadamente, en tanto intentaba girar la cabeza
para mirarme.
Me acerqué y la tranquilicé mientras ella me lamía las manos. La llevamos a casa tendida sobre una
vieja manta, la subimos a mi departamento y la acosté sobre la misma manta, cubriéndola para que no
tomara frío y cerca de su boca dejé una escudilla con agua. La acaricié y después de recomendarle que
se portara bien y que no debía moverse, me fui a dormir.
Por la mañana temprano, me levanté y corrí a verla. No se había movido en toda la noche. Era una buena
paciente. Se recuperó muy rápido y sin ninguna secuela.
A mediados del 80 me mudé y empezó una nueva vida para ella y para mí. Pero duró poco, porque en el
verano del 81, la pobrecita hizo un tumor maligno en la tiroides y luego de una noche de pesadilla, me di
cuenta que debía decidirme y hacerla sacrificar. La dejé en el patio y cuando volví a las 2 de la tarde, me
recibió a los saltos, lo que hizo trastabillar mi decisión.
Pasó un día perfecto, pero al regreso del trabajo, al día siguiente, la encontré echada en el suelo, sin fuerzas
y apenas reaccionó a mis caricias. Eso me decidió, llamé al veterinario que la atendía, que al llegar y verla
me dijo que lo mejor que podíamos hacer por ella, era sacrificarla. Y con el alma hecha pedazos, acepté y
murió en mis brazos sin consciencia y sin dolor. La hice enterrar en el amplio parque de CITEFA, al pie de un
enorme árbol, donde aún está. Fue otro rudo golpe para mí.
Estaba decidido a no tener más perros, porque sus muertes me provocaban gran desasosiego y me afectaban
demasiado y durante algunos meses estuve solo. Pero ese no era mi destino pues en el verano del 82, mis
nietos, Rocco y Bárbara jugaban en la vereda y de pronto Bárbara entra corriendo al living, donde yo estaba
leyendo el diario y, muy exaltada, me pide que salga a ver un perro “hermoso” que parecía tener hambre.
Salí rápidamente, un poco alarmado porque no sabía que clase de bicho podía ser el intruso.
Cuando salgo veo en la entrada del portón a un animal grande, de muy buen pelaje, aunque bastante
sucio. Era una cruza de manto negro. Al acercarme observo que era tuerto y mostraba señales de viejas
heridas en la cara. Pero daba la sensación de ser muy manso. Me acerqué más, lo acaricié y le pedía los
chicos que fueran a la heladera y me trajeran unos trozos de carne cruda en un plato. El pobre estaba tan
hambriento que devoró toda la carne y cualquier cosa que le dieron.
Después de aquello, volví al interior de mi casa, no sin antes recomendar a los nietos que fueran prudentes,
porque era un animal desconocido. Continué leyendo el diario y de pronto siento la voz de Bárbara que
me dice: “¡Mirá, abuelo!“. Y allí, en la puerta de la cocina estaba el fulano que me miraba como pidiendo
permiso para entrar. Lo llamé y se acercó lentamente y cuando llegó bien cerca se sentó y levantó una pata,
como para saludar. Le di la mano y ese fue el primer contacto de una amistad que duró 3 años.
A pesar de los ruegos en contra de los nietos, esa noche lo hice dormir en el garaje. Al día siguiente, muy
temprano en tanto que los niños dormían, yo me levanté para ir al trabajo. Luego abrí el portón para sacar
mi auto y el can salió a todo vapor y se perdió de vista. Lo vi desaparecer y pensé que no lo vería más.
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Craso error, a mi regreso, siete horas después, me sorprendió verlo echado frente al portón.
Era obvio que me esperaba.
Abrí y se metió al patio como si hubiera nacido allí. Entré el auto, cerré el portón y lo miré largamente o
mejor dicho nos miramos largamente.
Yo pensaba: “¿Qué haré con él?” y él pensaba: “¿Qué hará
conmigo?”. Y ganó él. Se quedó conmigo. Lo bañé y se dejó
acicalar como un lord inglés.
Más tarde llamé a mi veterinario quien lo revisó y lo encontró
sano pero muy golpeado. Le dio una inyección antirrábica y
comenzamos a descubrirnos mutuamente.
Era un animal que tenía una gran experiencia callejera, pero
era evidente también, que alguna vez había convivido con
una familia, porque se sentía cómodo en la casa. Comía poco
y exclusivamente carne, despreciando verduras y comida
balanceada. Era además increíblemente limpio, nunca ensució
adentro ni siquiera en el patio.
Su piel era muy limpia y jamás levantó pulgas. Era muy agradecido y me sorprendió la fiereza que ponía
para defender “su casa”, no permitía que nadie se arrimara al alambrado que, en esas épocas había entre
el patio y la vereda. Esa fiereza años después le costaría la vida.
Lo sacaba a pasear con collar y traílla, porque sabía que en cualquier momento se escaparía, bueno eso
creía yo, porque conservaba el espíritu bohemio de sus días de callejero.
Cada vez que encontraba una oportunidad, se escapaba. La primera vez que lo hizo, traté de seguirlo, pero
cuando yo me acercaba demasiado se alejaba rápidamente, hasta que desistí y pensé que no lo volvería
a ver. Pero a la hora u hora y media, lo veía pasearse por la acera de enfrente. Salía a llamarlo y me miraba
moviendo la cola, pero no se me arrimaba. Yo dejaba el portón entreabierto por las dudas y, al rato entraba
y me llenaba de zalamerías.
Repitió esas aventuras muchas veces, pero siempre regresaba. Debí acostumbrarme a esas demostraciones
de independencia, aunque siempre me molestaban: temía por él.
A veces salía a buscarlo en auto y cada vez que lo encontraba, era suficiente que abriera la portezuela
para que subiera velozmente. El paseo en auto le gustaba, lo que me confirmaba que debía tener, en algún
lado, un antiguo hogar. Creo que fue abandonado lejos de su primer casa, adrede para que no volviera.
Hay muchos que hacen eso.
Pero a pesar de todo nos llevamos muy bien. Era muy dócil y cariñoso. Tenía aproximadamente 4 años
cuando apareció en casa y tres años después, durante una hermosa noche de verano, murió envenenado
con estricnina. Seguramente algún vecino decidió que el pobre Toby (así lo llamábamos) debía morir.
Fue algo espantoso, cuando sentí el golpe de su caída en la cocina, corrí a ver qué pasaba y lo vi, tirado
en el piso, rígido como una tabla y jadeando. Me di cuenta de inmediato que lo habían envenenado y me
desesperé porque no sabía qué hacer. Tardó unos 5 minutos en morir. Por la mañana lo llevé a CITEFA y lo
hice enterrar al lado de Gina.
Estuve varios días con alta presión y con grandes mareos. Estaba indignado, era como si me hubieran violado.
Me quitaban algo mío, que además, era algo vivo y querido. Creo que fue mejor que nunca supiera quién fue
el autor de aquella asquerosidad, pues en el estado de ánimo en el que me hallaba, pude haber hecho una
barbaridad. Durante días sospeché de medio mundo y buscaba formas de vengarme. Por suerte reaccioné
y dije basta, porque ya estaba trastornándome.
He tenido muy mala suerte con mis perros, los tres primeros murieron mal, muy mal.
Estaba decidido a no repetir la historia. Había llegado el momento de abandonar una compañía que me
agradaba mucho, pero que también me causaba grandes sufrimientos psíquicos.
Pero el hombre propone y....
Al poco tiempo, para mi cumpleaños, Ana me trajo un cachorro de manto negro de apenas 30 días. Mi razón
lo rechazó, pero mi corazón volvió a flaquear y lo acepté.
Es un animal con un gran pedigree, que se advierte con solo mirarlo. Con el tiempo se transformó en una
belleza de más de 40 kg. Y posiblemente el más tierno y fiel perro que se pueda desear.
Durante su infancia y hasta el año, me volvió loco porque era muy travieso, especialmente cuando se
quedaba sólo por las mañanas, por causa de mis obligaciones. Me destrozaba, con saña, todas mis plantas.
Me di cuenta que un animal de ese tamaño, sino era obediente, podría llegar a ser un peligro, de modo
que le puse un adiestrador para que le enseñara obediencia. Era un técnico de CITEFA, que además se
dedicaba a esa tarea.
Cumplió con su cometido, pero era muy severo y Alex lo odiaba.
Salíamos a paseo con collar de ahorque y una larga traílla, pero era demasiado fuerte para mí y me llevaba
a la rastra. Entonces contraté a otro adiestrador par que le enseñara a andar suelto pero, obedeciendo mis
órdenes y prohibiéndole cruzar las calles sin autorización.
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Desde entonces salimos sueltos. El se me adelanta, pero siempre me espera en las esquinas y nunca tuve
problemas, excepto con las personas que se cruzan con él, quienes le tienen un profundo respeto, por no
decir julepe.
El pobre Alex trajo, como regalo de sus padres una severa alergia a las pulgas que llega a enloquecerlo y
que me da muchísimo trabajo, pero lo estoy llevando adelante.
Por último, agregaré que tengo fotografías de todos mis perrunos compañeros de más de 29 años de los 70
que estoy cargando hoy (temporalmente).
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CAPITULO DIECINUEVE
Comentarios finales
L
o narrado hasta ahora, no es sino una síntesis muy apretada de los hechos más sobresalientesde mi
pasada vida, al menos desde mi punto de vista.
Eso no es todo, desde luego, hay mucho, pero muchísimo más, que no he mencionado por varias razones,
siendo la principal que no era mi objetivo sacar trapitos al sol, ni dar explicaciones a nadie de mi conducta,
ni lamentarme de nada.
Mi vida ha sido agradable y he tenido mucha suerte. A los 15 años ya conocía casi toda Europa y había
aprendido dos idiomas extranjeros y he podido satisfacer, durante los 55 años siguientes, casi todos mis deseos.
¿Qué más se puede pedir?
Todo lo que venga de ahora en más, será la yapa y sinceramente espero bastante aún.
De modo que voy a dedicar estas páginas a una suerte de auto análisis. ¿Qué he llegado a ser? espiritualmente
se entiende. Qué y cómo pienso sobre: religión, ética y moral, amistad y amigos, política y dirigencia, etc.
¿Cómo creo que soy?
Creo que soy y he sido siempre un hombre mental y espiritualmente limpio, honesto, leal, sincero y de buen
carácter. Soy medianamente inteligente y los años me han hecho muy racional y tolerante. Me gusta vivir
en paz y en soledad y aunque me agradan las reuniones sociales, no me siento cómodo en medio de
desconocidos o poco conocidos.
Se podría decir que una larga serie de circunstancias me han hecho poco comunicativo, en general y
encerrado en mí mismo en muchas ocasiones.
No me gusta meterme en la vida de los demás, aún cuando de mi propia familia se trate. Pero estoy siempre
dispuesto a acudir al primer llamado, cuando me necesitan. Siempre estoy cerca aunque no se note. Admito
que soy poco dispuesto a demostraciones de afecto, pero eso forma parte de mi auto encierro y no es falta
de amor por los míos o de afecto para con mis amigos.
He odiado a la hipocresía y a los hipócritas. He detestado a los farsantes e intrigantes. A los interesados y a
los chupamedias. A los ambiciosos. A los prepotentes y a los chusmas.
¿Cuáles son mis creencias religiosas?
En cuanto a mis creencias religiosas, confieso que, a pesar de ser un Católico Apostólico Romano, nunca
he sido practicante y nunca sentí la necesidad de serlo. Pero atención, CREO en un ser superior totalmente
abstracto, indefinible e incomprensible para nosotros los simples humanos. Que puede ser el Dios de los judíos,
de los cristianos, de los musulmanes, el Gran Espíritu de los indios americanos, al Amón Ra de los egipcios,
el Zeus de los griegos o e Júpiter de los romanos y todos aquellos dioses tan temidos y tan respetados por
tantos y tantos extraños y antiguos creyentes, que existieron y existen aún, a todo lo ancho de este mundo
y a todo lo largo de nuestra historia. Creo que no puede haber más que un Dios, no importa el nombre que
se le dé y de qué forma se le rinda culto.No puedo admitir que Dios prefiera éstos no, aquellos sí, como se
afirma vehemente, todos fueron creados por El.
Nada me irrita más que la infinita soberbia pedante de los que afirman: “esta es la única religión
verdadera”.
Cómo explicar entonces que, en un mundo de 6000 millones de seres, sólo 1000 sean cristianos, en todas sus
diversidades, otros 600 musulmanes, 30 judíos, 600 budistas y haya millones de shintoistas y de otras variadísimas
creencias orientales milenarias y se siga diciendo: ¡la mía es la única verdadera!
¿Acaso todos los demás, los millones de seres que no creen como ellos, son ignorantes, herejes condenados
a los infiernos, por el sólo hecho de no pensar como otros pretenden?
Jamás podré aceptar eso.
Creo que las religiones parten de un sentimiento genético, de una necesidad esencial del hombre, con
minúscula, de creer en un ser, una voluntad superior omnipotente, a la cual le TEMEMOS, aunque no sabemos
por qué. Creo que los hombres, de distintas razas y etnias y de diferentes localizaciones geográficas, han
construido, a través de largos tiempos diversas religiones que, partiendo de ansias espirituales, del temor a lo
desconocido, de un angustioso afán por eludir el castigo supremo, o para satisfacer su paz interior o incluso
para establecer normas de conducta generales comunes a una determinada sociedad y como
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consecuencia de todo ello, han elaborado legislaciones que satisficieran todas esas exigencias, que
cumplieran determinados fines y que, es evidente, que fueron y son necesarias y buenas, pero que no pueden
pretender, ninguna de ellas tener la exclusividad de la verdad.
He respetado y seguiré haciéndolo, a todos los creyentes, cualquiera sea su credo, en tanto éste sea sincero
y honesto.
He visto a los judíos rezar, meciéndose rítmicamente, frente al Muro de los Lamentos, en Jerusalén.
He visto a las gentes llorar en silencio, arrodilladas frente a la loza de mármol donde, según dice la leyenda,
estuvo el cuerpo de Jesús, hasta su resurrección.
He visto a los musulmanes postrándose, cinco veces por día, en las mezquitas de El Cairo o de Estambul, para
rendir culto a su Allah. He visto los increíbles monumentos alzados hace más de 4000 años, por el pueblo
más religioso del mundo, el egipcio, en honor a sus diversos dioses, que no eran sino distintas personalidades
de un mismo Dios. He visto infinidad de templos y templetes construidos por los griegos y romanos, con los
mismos propósitos.
Y es tanto más aún lo que no he visto, pero de lo que tengo conocimiento, que no puedo concebir siquiera,
que todos esos millones de seres, que sirvieron a sus dioses y los amaron, fueron herejes execrables que se
asan en los fuegos eternos.
Por otro lado, tengo una concepción personal sobre “de dónde venimos, para qué y a dónde vamos”, que
no sé cómo se ha originado en mí y que he discutido larga y apasionadamente, con una persona sumamente
versada en temas religiosos en general y fuerte conocedora de casi todas las corrientes filosóficas conocidas
hasta el presente.
Todas las religiones, escritas por los humanos, aún cuando se trate de la interpretación de una “revelación”
ponen al hombre como eje central de toda la concepción religiosa y en particular en la relación dioshombre.
Personalmente creo que el hombre, como ser individual, no tiene la trascendencia que él mismo pretenden
darse y que su relación personal con Dios es unilateral, es decir los hombres creen o quieren creer que Dios
ha de satisfacer todos sus ruegos y los salvará de todas las penurias terrestres, siempre y cuando cumplan
con determinadas normas y se aferran a ello con desesperación.
Además, todas las religiones abundan en promesas para el más allá, es decir para después de la muerte,
promesas que sólo son creíbles por una fe incondicional, pero que por otra parte puede ser una mala
interpretación de algo mucho más sutil.
Sin embargo, basta con recordar cuál fue el destino del hombre en la tierra, desde sus orígenes, para dudar
de la eficacia de aquellos ruegos. Lo primero que hizo el hombre recientemente creado, fue desobedecer
a su Dios. Lo segundo el asesinato de un hermano por el otro. Y ¿luego qué pasó?
Guerras y más guerras, enfermedades, epidemias, catástrofes de todo tipo, dolor y más dolor, a través de
los siglos.
Y todo ello, ¿por qué? Porque lo trascendente no es ni lo fue nunca el hombre (con minúscula), sino el Hombre
(con mayúscula), es decir la Humanidad en su conjunto.
Pensemos un poco. Se dice que el hombre apareció en la Tierra (de un modo u otro) hace 10 millones de
años. No deben haber sido muchos, ¿tal vez una pareja? ¿Un Adán y una Eva? A través de todos esos
siglos nacieron, se multiplicaron y murieron. Pero el resultado final (hasta ahora) somos los 6000 millones que
pueblan la Tierra hoy.
¿Cuántos hombres podemos asumir que han vivido en total desde el principio, sabiendo que el crecimiento
es exponencial, es decir muy lento al principio y rápido al final? De hecho la población humana se duplicó
en los últimos 50 años.
Yo estimo que no han sido más de 50 mil millones. Ahora bien, ¿cuántos de esos 50 mil millones han trascendido
hasta el presente? quiero significar ¿cuántos de todos ellos han hecho algo que haya elevado al Hombre,
desde su primitivo estado animal hasta su nivel actual?
Ahora bien, sumando filósofos, santos, científicos, militares, gobernantes, literatos, pintores, escultores, músicos,
etc., etc. ¿Cuántos fueron?
¿Cien mil? ¿Un millón? ¿Y que ha pasado con los 49999 millones restantes? ¿Quién sabe algo de ellos?
¿Para qué vivieron, sufrieron, temieron y murieron? ¿Qué pasó con ellos? Nadie dice nada al respecto. Los
historiadores ni los mencionan. Son o fueron seres totalmente anónimos, que tuvieron, sin embargo una
participación activa en el desarrollo de la Humanidad, aunque más no sea como “material de consumo”,
pero que no han dejado rastros.
¿Quién, excepto un muy selecto grupo de aristócratas, que cada día son menos, sabe quienes fueron sus
bisabuelos, sus tatarabuelos y todos los parientes anexos? NADIE. Y sin embargo, ¡fueron imprescindibles para
nuestra propia existencia!
Y ¿para qué sirve nuestra existencia entonces, desde un punto de vista cósmico? Pues somos la materia prima,
el caldo de cultivo del cual han surgido y surgirán esos seres trascendentes, esos seres súper inteligentes, súper
dotados, que han elevado al HOMBRE desde sus orígenes “quasi” animales, a un nivel de conocimientos que es
gigantesco con respecto de aquel origen y que, con gran velocidad, en los últimos siglos está alcanzando
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alturas asombrosas y que, salvo un cataclismo final definitivo, es presumible esperar que logre alcanzar, al
final de su camino, el conocimiento supremo, que lo fundirá en Dios mismo. Allí en ese punto pretérito, habrá
terminado la Humanidad actual, tal como la hemos conocido y llegará otra “Humanidad” impredecible
aún para nosotros.
Esto que estoy escribiendo tiene apoyatura bíblica y también filosófica y también lógica.
La Biblia, en el Apocalipsis, de un modo elíptico señala ese punto como el Juicio final y lo ubica para los
años 2100 aproximadamente. Otros cálculos basados en otros métodos establecen esa fecha entre el 2100
y el 2300. Estas fechas parecen muy lejanas para nosotros y sin embargo es como hablar de lo que pasó el
siglo pasado, ¡que no está tan lejano! Y esa es, a mi modesto juicio, la relación del Hombre con Dios que
Este está esperando.
Para un Dios infinito 10 millones de años no es tiempo. Para la Humanidad tampoco, para el hombre con
minúscula sí.
¿De dónde venimos? ¿Qué somos? Y ¿adónde vamos?
Fuimos energía latente o potencial. Somos materia y energía. Vamos hacia la energía pura activa.
No me preguntes por qué y para qué, pues ése es el gran misterio. Tal vez seamos parte de la gran explosión
que creó el universo y que, según dicen los astrónomos, cuando termine la expansión se iniciará la contracción
hasta llegarse al punto inicial. Luego recomenzaría todo.
Tal vez todo nuestro universo no sea más que una molécula de sangre, de la Sangre que circula por una
arteria de un Dios infinito.
Podría tratar este tema por horas pero es mejor que cada uno saque sus propias conclusiones. Además no
espero que me entiendan y mucho menos que acepten, sin más ni más lo que afirmo.
¿Qué entiendo por moral y por ética?
Este es un tema de gran actualidad, por la sencilla razón de que el mundo en general y los que lo gobiernan
en particular, parecen desconocerlo por completo.
Para abordar la cuestión con seriedad, veamos que dice mi diccionario sobre ambos conceptos.
ETICA: del griego ethiké. Parte de la filosofía que estudia la moral y obligaciones del hombre.
ETICO: del griego ethikós. Costumbre perteneciente a la moral.
MORAL: del latín Moralis. Perteneciente o relativo a la moral. No cae o no puede caer en la jurisdicción de
los sentidos, sino de la conciencia. Filosofía que estudia: la moral y las obligaciones del hombre. En rigor se
trata nada menos que de diferenciar entre el bien y el mal, entre la bondad y la malicia, referido a todos
los actos humanos.
Para mí resulta evidente que son dos conceptos distintos, pero que se refieren ambos a las acciones de los
hombres, a sus actitudes frente a los demás y a la vida.
Respecto de lo moral, creo que el concepto ha variado mucho a través del tiempo. Lo que era sumamente
inmoral en el siglo pasado hoy parece muy moral y lo nítidamente inmoral es difícil de definir, por lo menos en
las sociedades de occidente, que parecen estar muy dispuestas a aceptarlo todo. Todos los días vemos ocurrir
delante de nuestros ojos hechos sorprendentes por desprejuiciados y desenfadados, en personas individuales,
en grupos sociales, en los periódicos, en la televisión, en el cine, en todas las actividades humanas, sin excluir
las políticas ni las administrativas, ni las religiosas, que hubieran sido causa de espanto para nuestras abuelas
y que hoy parecer ser aceptadas por la sociedad.
Ya nadie se molesta en definir qué es moral o qué no lo es. La voz de órden parece ser: “si a mí me conviene
o me gusta lo hago y se acabó”.
Es más aún, muchas veces decimos de tal o cual: “¡Si no aprovecha la oportunidad es un tarado!”. Sabiendo
en nuestro más íntimo pensamiento que ello es una inmoralidad.
El grado de permisividad al que hemos llegado es increíble. Nuestra conciencia individual y colectiva parece
estar anestesiada o atontada, pues su capacidad de reacción es cada día más limitada.
Pareciera que nos hemos resignado a todo, porque en realidad ya casi no creemos en nada.
Y esto no es válido únicamente para nuestro país sino para todo el mundo occidental en general y gran
parte del resto del mundo también.
No pretendo la existencia de una sociedad puritana, yo no tengo nada de puritano, pero sí creo que
tendríamos que frenar esta pendiente infinita que no sabemos a dónde nos conduce, salvo que deseemos
el Apocalipsis.
Si existe una actividad humana absolutamente ignorante del significado de los conceptos éticos y morales,
ella es sin dudas la política. Los políticos suelen decir, muy ufanos: “En política todo es negociable”. Esto es
absolutamente aberrante. ¿Cómo puede admitirse que alguien pueda negociar sus ideas, sus convicciones,
su formación, sus luchas?
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¿Qué clase de dignidad puede tener un individuo que acepta, como normal, esta forma de vida?
El resultado es: parlamentos desprestigiados, con funcionarios totalmente corruptos, en todo el mundo. Basta
hablar con la gente de cualquier país para saber lo que piensan de sus seudos representantes.
No sé cuál será la solución, pero el mundo, absolutamente revuelto en el que vivimos, es una clara señal de
que los pueblos se están cansando.
Una lectura más o menos detallada de los periódicos de estos días, nos muestran hasta qué punto los pueblos
están convulsionados y se están rebelando contra sus autoridades y no me estoy refiriendo a los países
sudamericanos exclusivamente, sino también a los europeos como Alemania, Inglaterra, España, Polonia,
Hungría, Checoslovaquia, Albania, Yugoslavia y la ex poderosa Rusia.
Frecuentemente me pregunto: “¿qué saldrá de todo esto?”
¿Qué clase de mundo social estará por llegar? Hemos conocido las monarquías, los totalitarismos de derecha
y de izquierda, las democracias sinceras y las hipócritas y también los gobiernos populares o seudo populares
y... ¿después qué?
Creo, como Churchill, que la democracia no es la mejor forma de gobierno, pero es la única posible. Y yo
agrego: “en tanto sea honesta y sincera y abandone la hipocresía”:
Ruego al Dios de los judíos, de los cristianos, de los mahometanos y a todos los dioses de todas las creencias
de los humanos con minúscula, que yo esté totalmente equivocado en mis negros presagios y que el porvenir
del Hombre, con mayúscula, sea glorioso y esplendoroso.
¡Aunque yo no lo vea!
Los amigos y la amistad.
A través de casi toda mi vida he tenido, como es lógico innumerables amigos. Íntimos amigos, temporales
amigos y ocasionales amigos.
No soy de fácil amistad, aunque si soy un ser amistoso, pero no ávido de amistad.
Acepto con agrado al amigo ocasional, fruto de un viaje o de una actividad social o de trabajo y disfruto de
esa compañía mientras la circunstancia se produce, pero no intento prolongar la relación indefinidamente.
He tenido muchos amigos temporales, es decir que han ocupado parte de mi vida durante largos años y que
luego, por distintas razones, he dejado de ver. A la gran mayoría los he extrañado, pues disfrutaba de esas
compañías, no siempre por las mismas causas. Ya he mencionado estos amigos en otros pasajes de estas notas.
Pero sólo me queda un reducido puñado de no más de 6 o 7 que alcanzaron la categoría de íntimos. Y estos
sí fueron y son imprescindibles para mí.
Lamentablemente, muchos de ellos, demasiados, diría, se han muerto o se ha roto el contacto.
Pero esta intimidad, no necesariamente significó y significa una vinculación diaria, un enlace permanente,
por el contrario nos vemos poco, pero sabemos unos y otros que, en el caso necesario, allí estaremos, para
lo que sea. Y en eso radica para mí la verdadera e indestructible amistad.
FIN
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El fin de “ ¡Qué Historia!”
C
on esa última frase terminó Papá el relato de su historia, fundamentalmente porque no conocía el
final de la misma.
Calculo yo, por los datos que él mismo da, debe haber sido alrededor de marzo de 1991.
Luego escribió unos cuentos cortos y divertidos que continuarán a la presente.
Lamentablemente los médicos del Hospital Militar se equivocaron una vez más, pero esta vez en el diagnóstico
sobre su salud, que fue empeorando día a día. Recorrió el IOSE, llegando a subir 4 pisos por la escalera en
un muy precario estado de salud, a los efectos de conseguir el dinero o la autorización para ser intervenido
del corazón, esta vez por el Dr René Favaloro, dado que él y su equipo, le diagnosticaron una cardiopatía
que requería de una urgente intervención para un cambio de la válvula aórtica.
Yo lo acompañé muchas veces al Sanatorio Güemes, ya que no quería manejar hasta allá, y vi el enorme
esfuerzo que hacía para caminar tan solo una cuadra, en la que debíamos pararnos varias veces debido a
los intensos dolores que este bendito corazón le ocasionaba. Y muchas veces me dijo que, no quería vivir
en ese estado: ¡O bien o nada!
Fue intervenido por el Dr Favaloro el 8 de julio de 1991, por la mañana. Mi hermana y yo solamente, estuvimos
ese día con él, y nos despedimos antes de partir al quirófano, ordenándole yo, al despedirme, que se portara
bien.
¡Nunca se nos cruzó ni por un sólo instante que ése sería el último momento en que lo veríamos con vida!
Según nos explicó Favaloro, más tarde, ¡su cuerpo dijo basta! Y no quiso reaccionar favorablemente al
cambio de la válvula. Y que, si bien había operado a otro señor esa misma mañana que, al entrar en la
sala de operaciones estaba aún peor que Papá , el destino había querido que fuera este caballero el que
estuviera horas más tarde, sentado y comiendo.
Murió en la sala de operaciones un día lunes 8 de julio de 1991.
No se le hizo velatorio porque así él lo quería, y nosotros también. El martes 9 de julio, feriado nacional,
amaneció lluvioso por lo que no pudimos enterrarlo sino hasta 2 días después. Descansa en Pilar, en el Jardín
del Sol, muy cerca de toda su familia ya fallecida.
Mientras estuvo en el Sanatorio Güemes, le pidió a Ana que le comprara un libro, y entre visita y visita de sus
hermanos y cuñado que lo hicieron reir mucho con las anécdotas del pasado leyó el que sería el último de
los miles de libros que llegaron a sus manos y que devoraba con verdadero afán.
Este libro se llama YO, MAHOMA de José María Gironella, donde subrayó un montón de frases pero la que
más me impactó fue la frase final que dice así:
“En verdad, la muerte no existe. El cuerpo sólo pasa por transmutaciones químicas, mientras que el alma
seguirá siendo la misma partícula de Dios, del todo: consciente de su ser y de su razón de ser, y de habitar
la materia. Por eso que sólo los ignorantes inconscientes temen la hora de la muerte”.
Luego de su muerte encontramos, mi hermana y yo, una carta dirigida a nosotras, despidiéndose “por si el
Diablo metió la cola”, como la tituló.
Y también encontramos 3 gruesos libros que fueron unas cartas que le escribía el Ingeniero Kamenetzky,
que trabajaba en CITEFA, donde relataba, este ingeniero las charlas tenidas con Papá, sobre metafísica,
comparaciones que hacían sobre el Talbut y la Biblia, y un tercero que se llama “Los super Robots” que aún
conservo y que es, realmente muy difícil de entender para mis conocimientos. Este Ingeniero, muerto creo
en el año 1982, le hizo a Papá una carta natal, porque además de todo era astrónomo y astrólogo, donde
cuando llega al año 1991 escribe:
“No hay hasta mucho tiempo después progresiones de (y un signo que significa hombre)”.
Por lo que, a Silvia y a mí nos quedó siempre en la mente que Papá sabía que su destino estaba marcado
para ese año. Y de ahí este relato que empezó a hacer 6 meses antes.
Y ¿qué pasó luego?
Bueno, mi tía Nena conserva en un lugar privilegiado de su casa y su corazón la famosa locomotora, único
juguete que perduró de su niñez, todos sus hermanos y sobrinos se llevaron, a pedido nuestro, algo de la
casa de Papá con la certeza que sería como un tesoro para ellos. Así partieron algunos cuadros, ceniceros
y demás recuerdos que están en buenas manos. De los famosos tomos sobre el mundo, el hombre y el cielo
nunca supimos más nada, lamentablemente.
Su perro Alex, que en su carta de despedida nos pedía Papá que lo hiciéramos sacrificar debido a los
problemas alérgicos que tenía, siguió viviendo por años, ya que ninguna de las dos fue capaz de cumplir
su deseo. Un albañil a quien Papá apreciaba mucho y éste a su vez a él y a su perro, lo llevó y lo tuvo por
muchos años hasta que el tiempo decidió por su suerte.
No volvimos a ver a Ana, en mi caso particular porque cada vez que he hablado por ella me ha resultado
imposible hilvanar 4 palabras seguidas sin emocionarme, pero sé que está bien y sigue recordándolo. (falleció
en el año 2009, vivió 18 años más)
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El año pasado, 1999 fallecieron dos de sus grandes y viejos amigos Jorgensen y Diehl.
Tenemos mi hermana y yo muchos recuerdos materiales, sin valor alguno más que el sentimental, de nuestro
padre y tienen algunos también nuestros hijos, sus nietos. Pero son todos ellos muchos más valiosos que joya
alguna.
Yo, en particular, tengo el famoso cuadro de Las Invasiones Inglesas, que puede recordar muy bien todo
aquel que haya ido a su casa alguna vez, el libro del Ingeniero Kamenetzky, Los Super Robots, así como su
carta natal, tengo ceniceros, cerámicas y muchas fotos.
Con respecto a esto tengo que contar porqué desapareció mucho material muy valioso para nosotras.
Estando la casa sola, decidimos que mi hijo Rocco fuera de noche a quedarse con el perro y nosotros íbamos
de día, mientras resolviéramos que íbamos a hacer; pero una noche que Rocco no estaba entraron unos
ladrones por la ventana del baño de atrás que, muy lejos de robar cosas con valores reales, se llevaron sólo
un pequeño amplificador de guitarra eléctrica de mi hijo y una vieja impresora donde Papá escribió sus
Relatos y se dedicaron a destruir todo lo que les vino en gana.
Por lo que destruyeron y se llevaron muchas películas de cine, vaya uno a saber pensando qué tipo de filmación
tendrían. Rescatamos sólo una nuestra, de cuando éramos chicas y una donde se puede ver muy claramente
a nuestro abuelo: “Papi Domingo”, como heredamos llamarle, en Bariloche y otra de una campaña que hizo
Papá a Jujuy, (ambas del año 43) que luego de muchos años las pasé a video para salvarlas, ya que como
eran de 16 Mm. les quedaba muy poco tiempo de vida.
Pero si tenemos aún muchas de las fotos que él menciona y el álbum de fotos desde su niñez que las escaneé
para que completen este relato.
Al tener que radicarme en los Estados Unidos con el deseo de seguir siendo útil y poder trabajar a los 54 años,
decidí copiar nuevamente toda Su Historia y ponerla en la computadora (ya que lo que utilizó Papá, era unos
discos blandos que no se usan más) para preservar todo su relato y sus fotos y, además de llevármelo conmigo
(sin ser algo tan pesado como las fotocopias que tengo del libro), y poder dejar unas copias actualizadas a
los sistemas Windows que se utilizan ahora, a mis hijos para que, algún día, se lo relaten a mis nietas y puedan
ellas saber quiénes eran sus tatarabuelos y bisabuelos, qué hicieron, cuándo vivieron, cómo sentían y sufrían
y cuántas alegrías pasaron. Con esto pongo un FIN a esta parte del relato, quedando para más adelante,
agregar los Cuentos Breves y las fotos para completar y redondear esta hermosa historia de mi Papá.
Hoy es 6 de febrero del 2000.
Patty Martinez
Nota:
Sigue a continuación una foto de la contratapa del Talbut que le regalara su amigo con unas frases escritas por Papá en
junio de1991. Y yo me pregunto: ¿por qué después de tantos años eligió 1991 para escribir algo sobre el Talbut?
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La última foto tomada con sus nietos Rocco y Bárbara, y Alex, el perro, en Junio 1991
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TRES CUENTOS CORTOS
Aquel extraño viejito judío
E
ra una hermosa tarde del verano europeo y muy particularmente de aquel inolvidable sitio que se
llama Juan les Pins, en la soberbia Cote D´Azur francesa, en el que con frecuencia pasábamos algunos días
de descanso al final de nuestras correrías por media Europa. Como todos los días a esas horas recorrimos,
repetidas veces, el largo paseo costanero, rito habitual de todos los turistas y había miles con los mismos
deseos de paz y de glorioso disfrute, como nosotros.
Luego, en cierto momento nos detuvimos y nos sentamos en uno de los tantos bancos que existen a lo largo
del paseo, y un tanto subyugados por la belleza del espectáculo que se nos ofrecía mirábamos, en silencio,
el ir y venir de los veraneantes, las audaces evoluciones de los esquiadores acuáticos, la entrada y partida
de veleros de regular porte y de algunos cruceros particulares de los que son tan comunes en estos mares.
Era la misma escena de todos los días pero es algo de lo que uno jamás se harta de observar, porque hay
cierta magia en ello que atrapa y que persigue aún a la distancia, algo que revive en la mente apenas se
lo evoca.
Estuvimos así largo rato hasta que de pronto ocurrió lo
inesperado.
Un señor de edad, de estrafalario porte, al menos para ese
lugar y tiempo, pues vestía de traje, cuello y corbata y lucía
un viejo panamá, de aspecto costoso pero totalmente fuera
de época, se detuvo frente a nosotros y comenzó a hablarnos
en un correcto francés pero con un acento que traicionaba
su origen foráneo. Su aspecto, a pesar de lo extraño así como
su postura y su fino lenguaje, indicaban que se trataba de un
personaje culto y de cierta distinción, añeja si se quiere, pero
no por ello menos real. Por ser yo el único que hablaba francés,
fui también el único en entenderlo, me dijo: “¿Es un hermoso
día, no es así?” Y antes que pudiera contestarle me preguntó.
“¿Vienen a menudo?” Y , ante mi respuesta afirmativa,
prosiguió diciendo: “Yo viajo permanentemente, tengo amigos por todo el mundo y como no tengo nada
que hacer y soy millonario, voy a visitarlos con frecuencia. Ahora le tocó el turno a mis amigos de aquí”.
Todo fue dicho casi sin interrupciones, y sin que yo pudiera decir ni una palabra. Ya estaba circulando por mi
cabeza la idea de que se trataba de un chiflado cuando mis acompañantes me preguntaron, en castellano,
por supuesto, qué era lo que decía.
Instantáneamente el viejito reaccionó y dijo, esta vez en correcto castellano: “Ah… ¡Pero Uds. no son de
acá, Uds. ¡Son argentinos! ¡Yo conozco Buenos Aires! Corrientes y Esmeralda! ¡Casa Tow! ¡Los 49 auténticos!
¡El Bazar dos mundos! ¿Todavía existen?” preguntó, ávido de respuestas y mirándonos ansioso. A partir de
ese momento la conversación se generalizó, aunque cada pregunta nuestra le provocaba una catarata
de palabras en respuesta.
Y así fue que supimos que era judío de origen alemán y que en los años 30, asustado por lo que, advertía
que iba a ocurrir en Alemania quiso y logró exiliarse.
Su deseo era ir a los Estados Unidos, pero había mucha demanda y no era fácil, entonces solicitó su visa para
la Argentina y la obtuvo fácilmente y así fue que para fines del año 31 estaba en Buenos Aires.
En nuestro Buenos Aires le fue fácil vincularse y se dedicó al corretaje de diversos artículos y trabajó con
grandes almacenes y negocios y que por ello los recordaba tanto. Poco a poco fue acumulando algún
pequeño capital y siguió insistiendo en obtener su visa para los EEUU lo que al final logró.
Hablaba de Buenos Aires con cariño y con gran conocimiento. Mencionó sitios tales como famosos restaurantes
que ya no existen y nombró a muchos de los más conocidos artistas de la época como Gardel, la Merello,
Tania, Corsini y otros más, todo ello como para confirmar su conocimiento de aquel Buenos Aires.
Todo esto lo contaba con suma coherencia y casi sin ser requerido por preguntas. Tenía ganas de narrar su
vida y lo hacía. Por momentos, el asunto me parecía tan extraño que presentía estar frente a un mitómano,
a un ser inocente, dulce y desprovisto de toda noción de maldad.
Continuó su narración:
“En Nueva York me dediqué al negocio más importante en aquellos tiempos: a jugar en la bolsa. Con el
dinero que llevé y con suma prudencia al principio, compré y vendí acciones y siempre tuve olfato y también
mucha suerte mire Ud. compré acciones a 10.000 dólares que ahora vales 350.000, ¿qué le parece?”
A mí me parecían cosas de Mandinga o cuentos de hadas y no sabía si debía creerle o no. Me preguntaba
por qué me decía esas cosas a mí y si no las habría estado diciendo a medio mundo en ese paseo.
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Pero por otro lado parecía tan sincero, eran tan coherente y su mirada era tan inteligente y vivaz.
Pero él seguía hablando:
“Ahora sigo viviendo en Nueva York, pero estoy poco allí porque viajo mucho. Compré un hotel y vivo en él,
cuando estoy allí y mis asuntos económicos me los maneja una importante empresa especializada en esa
materia, que cada vez me hacen ganar más dinero, ¡tanto que yo no puedo gastarlo! Y por las dudas les he
dejado instrucciones y ellos saben qué hacer en caso de que me pase algo raro o que me muera, así que
me dedico a pasear, ¿le parece mal?”
Naturalmente le dije que me parecía perfecto y que lo felicitaba y le pregunté: “Pero hay algo que me
extraña señor, ¿por qué está sólo? ¿No le agrada viajar acompañado?”
Y me contestó: “nunca estoy solo, ¿acaso lo estoy ahora?”
“No”, le repliqué “pero esto es transitorio, pronto nos dejará y se encontrará solo”
“Me gusta la soledad”, contestó, “aunque tengo infinidad de amigos por todas partes. Esta noche me esperan
unos viejos amigos a cenar, y casi siempre es así”.
Antes de que se le ocurriera irse le pregunté cómo era posible que yo no lo hubiera visto antes, paseando
por ese mismo lugar, y me respondió que él si me había visto a mi varias veces y que tal vez, yo no fuera
buen observador como lo era él.
Entonces le pregunté por qué, entre todas las personas que había allí nos eligió a nosotros para esa charla
y sobre todo para hacernos esas confidencias.
Me contestó: “ya se lo dije, yo tengo muy buen olfato para tomar decisiones, o ¿ya lo olvidó?”
“¡Tiene razón!” le contesté, “pero entones ¿qué vio en mí o en nosotros?”
“Es porque Ud tiene un “aura” buena. ¿Sabe lo que es eso?” “Si, lo sé”, le respondí, “pero ¿cómo lo sabe?
Muy pocas personas en el mundo pueden ver el aura”
“Pues yo soy una de ellas y podría decirle muchas cosas de Ud pero no lo haré porque hace muchos
años aprendí que no hay que pretender mezclarse en el destino de los demás, porque las consecuencias
pueden ser imprevisibles. Pero le confieso que esta virtud mía mucho me ha ayudado en la vida. Vea Ud,
me advirtió cuándo debía salir de Alemania, mucho antes de que las cosas se pusieran terribles. Permitió
que yo supiera siempre quien me podía engañar y quien era sincero en mis negocios y también me ayudó
en mis especulaciones bursátiles y ya ve, he tenido éxito, en todo”.
“Pero no le sirvió para encontrar una esposa”, le repliqué.
A lo que contestó: “Se equivoca, tuve una gran mujer pero falleció y desde entonces y siempre, todas las
demás que he conocido me parecieron con defectos y advertía que las cosas no iban a durar, y bueno
siempre hice caso a mi buen olfato”.
Y así tan repentinamente como cuando llegó me dice:
“Bueno, me alegro e haberlos conocido, me voy”.
Y cuando yo tendí mi mano para estrechar la suya, dio un paso atrás y diciendo: “No, mejor así” y nos
saludó al estilo oriental, las manos con las palmas sobre los muslos e inclinándose hacia nosotros, muy
ceremoniosamente.
Luego giró y se alejó a paso cansino sin mirar para atrás.
Nunca más volvimos a verlo.
A veces me pregunto si realmente existió o ¡fue una alucinación colectiva!
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El pastor marroquí
Estábamos en Lisboa y nos propusieron un paseo de una semana a Marruecos.
El avión nos dejó en Casablanca, una ciudad que se hizo muy famosa por una película de Humphrey Bogard
y por aquel encuentro entre Churchill y Roosevelt durante la segunda guerra mundial.
La ciudad en sí misma no es demasiado pintoresca ni atractiva para el turista, pues tiene un estilo demasiado
europeo y salvo la “cashba” que es la ciudad amurallada donde sólo viven árabes, no tiene demasiados
elementos turísticos.
No obstante y ayudados por un guía fuimos a visitar la famosa cashba y recorrimos sólo aquellas partes
preparadas para los turista, es decir algunas, calles, uno o dos cafés muy cinematográficos y, por supuesto,
varias tiendas y bazares donde nos quisieron vender de todo y siempre a un precio que es diez veces el de su
valor real. Pero en esto no hay realmente ánimo de estafar a nadie, es que el regateo es el deporte nacional
de los árabes y esto es tan así que deprecian terriblemente al que no sabe pelear por su precio.
Recuerdo que uno de los vendedores con quien tuve una pequeña charla a ese respecto me dijo:”Los
americanos me dan asco, no saben comprar, pagan cualquier precio por cualquier cosa y ni siquiera saben
para que sirve lo que se llevan”
En verdad el tío ese no estaba muy equivocado. En realidad nunca entendí por qué viajan los yanquis.
Una vez, en Pompeya, le escuché decir a una rosada señorona americana a su marido, en son de queja:
“Vamos, dear, ya estoy cansada de ver ¡ruinas de la guerra!” ¡E vero!
Pero volviendo al cashba de Casablanca, admito que tuvimos mucha suerte pues se nos presentó la
oportunidad de ver la ceremonia de un casamiento.
Los musulmanes no se casan con ceremonias religiosas. El matrimonio se negocia, largamente, entre los padres
de ambos novios. En realidad se trata de ver cuánto aporta cada familia a la nueva pareja y, conociendo
la debilidad de los musulmanes por el tire y afloje, la cosa suele llevar meses.
Una vez terminado el negocio se escribe el resultado en una suerte de contrato, donde se tiene en cuenta,
incluso la posibilidad de que el marido repudie a su mujer, en algún futuro, facultad que le concede el Corán
y también los privilegios que tiene la mujer número uno frente a las otras tres posibles, aunque esto de las
cuatro mujeres, que también permite el Corán, ya casi no se usa.
Terminada toda esta “burocracia”, los novios, acompañados por todos sus familiares y los amigos de ambos,
salen a recorrer el cashba, para que todo el mundo se entere de que a partir de ese instante son marido y
mujer.
A la cabeza de esta suerte de procesión, van músicos que tocan unas flautas de madera de fabricación
casera y golpean, rítmicamente, pequeños tambores, todo ello acompañado de cantos improvisados que
auguran larga vida y prosperidad a la nueva pareja.
Es algo lleno de colorido y de alegría y tuvimos la suerte de presenciarlo. Esta es una de aquellas cosas que,
por ser tan distintas a nuestras costumbres más nos agradan y que jamás olvidaremos.
Otra cosa que nos llamó la atención fueron las cigüeñas, que allí abundan. Hacen sus nidos en los techos
de las casas y es fascinante verlas decolar y aterrizar en ese tan pequeño espacio. Impresiona observar el
respeto que le tienen los árabes, grandes y chicos, que no las molestan en absoluto. Y se pregunta uno qué
les pasaría a esas pobres e inocentes aves en los pueblos de nuestro país.
También abundan los perros y éstos, a diferencia de los occidentales no tienen un dueño, sino que pertenecen
a toda la comunidad. No los miman, pero les dan de comer e impiden que se les haga daño.
Un día después alquilamos un auto y luego de informarnos sobre la forma de salir de la ciudad y tomar la
ruta correcta, partimos con destino a la ciudad de Marrakech.
Esta ciudad es realmente una ciudad árabe y eso es lo que queríamos ver.
El clima de Marruecos en verano es perfecto y por esa razón tiene una gran afluencia turística que generó
la construcción de fabulosos hoteles, en todos lados, los que por suerte están ubicados de modo de no
estropear la autenticidad del mundo árabe.
Salimos, buscamos la famosa ruta y, afortunadamente, nos equivocamos y nos metimos en un camino
secundario. Fue una verdadera suerte porque esta ruta nos llevó a nuestro destino pero pasando por media
docena de pequeños e increíbles pueblitos.
Caseríos de no más de veinte o treinta casas de adobe, todas con su gran mercado, donde cada uno expone,
en el suelo, lo que quiere vender o canjear. Allí se ve de todo, desde verduras, frutas, gallinas, corderos,
cacharros de bronce y de cerámica, collares, telas, sandalias, etc. etc.
Al principio teníamos cierto temor a detenernos, pues después de todo estábamos absolutamente solos
en un mundo desconocido, de modo que pasamos por el primer pueblo muy despacio pero sin detener la
marcha.
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Entre tanto los chicos y las mujeres nos saludaban con voces y con las manos en alto, a lo que
respondíamos.
Pero fuimos juntando coraje y en el siguiente poblado, al descubrir un negocio que no era más que un techo
y un especie de mostrador y donde ofrecían Coca Cola, nos detuvimos. De inmediato se acercaron 6 o 7
muchachitos muy sonrientes que nos ofrecían collares y otras chucherías. No sé cómo fue pero logramos
que trajeras botellitas de la famosa bebida y algunos vasos. Desechamos los vasos por su dudosa limpieza y
tomamos el refresco directamente de la botella.
Mientras tomábamos se generalizó la charla, algunos sabían palabras en francés, otros en español y entre
risas logramos pagarles el importe debido. Entre tanto se acercó un hombre mayor y éste si hablaba francés,
lo que no es muy extraño si se recuerda que hasta no hace muchos años, Marruecos era un protectorado
francés-español.
Aprovechamos para preguntar si estábamos en el camino correcto hacia Marrakech, lo cual confirmó y tras
despedirnos partimos.
Poco tiempo después llegamos a la ciudad y lo primero que encontramos fue la serie de grandes hoteles
destinados a los turistas. Sin dificultad encontramos el nuestro, su nombre era “N’ fis”, no recuerdo qué quiere
decir.
Por la tarde contratamos un guía que nos hizo conocer todo lo más pintoresco de Marrakech y los consabidos
bazares.
Recorrimos la cashba de arriba a abajo, metiéndonos en cuanto local público encontramos y naturalmente
en los bazares donde tuvimos la ocasión de practicar el regateo árabe.
Este es algo increíble en verdad pues por momento parece adquirir apariencia de indignación y ofensa,
por ambas partes y más de una ocasión la operación se concreta cuando uno ya está saliendo del local,
absolutamente “indignado” y termina, feliz comprando por 30 lo que le ofrecieron a 200 y que no vale más
de 10.
Pero lo mejor fue, sin dudas, la feria, donde entre otras delicadezas había encantadores de serpientes y un
increíble dentista que exhibía, en el suelo y sobre una sábana de dudoso color, un muestrario de su habilidad,
es decir dientes y muelas sanguinolentas de todo tamaño, color y estado y además y con gran orgullo su
instrumental quirúrgico, tenazas, pinzas comunes, un par de serruchos y un martillo grande que aún hoy me
pregunto, no sin sentir escalofríos, ¿para qué lo usaría?
Pero lo que nunca olvidaré de este sorprendente viaje por el mundo musulmán, ocurrió en las afueras de
Marrakech, cuando abandonábamos la ciudad con rumbo a Rabat, la capital.
A poco de andar comenzamos a observar que transitábamos por terrenos muy cuidados, bien cultivados y
con frecuentes manadas de ovejas bien vigiladas por pastores. El paisaje era notoriamente distinto del que
ofrecía el camino anterior.
En cierto momento nos detuvimos a tomar algunas fotografías y entonces advierto a un pastor, hombre de
cierta edad que, sin quitar el ojo de su manada nos observaba muy sonriente y entonces me le acerco y le
hablo en francés.
“Buenos días”, a lo que me responde también en francés: “Un bellísimo día, ¡como todos los días aquí!”,
siempre muy sonriente.
“¿Esas ovejas son suyas?”, le pregunto.
“Son de la familia, pero yo las cuido como si fueran mías” respondió.
“¿Y dónde vive Ud?” insistí.
“Allá, detrás de esos muros” me contesta señalando una curiosa construcción de adobe, ubicada a un
costado del camino y a unos cien metros hacia adentro.
Desde donde estábamos sólo se podía ver una alta pared de unos 4 metros de altura que formaba un
rectángulo de unos cien metros por sesenta u ochenta y con un único portón en el centro de la pared más
larga.
“Pero ¿dónde está su casa?” le insistí.
“Adentro están todas las casas de todos los miembros de la familia. No hay puerta o ventanas hacia fuera,
todo es hacia adentro. Por la noche entramos nuestras ovejas y otros animales y se cierra el portón hasta el
día siguiente”.
“¿De modo que todos viven juntos? Y... ¿cuántos son?”
“Allí vivimos unos 40 o talvez más. Pero somos muchos más, sucede que los jóvenes se han ido a las ciudades
en busca de otra vida. Ya no se conforman con esto” contestó con cierto dolor.
“¿Pero Ud es feliz acá?” insistí.
Y la respuesta surgió rápida y sincera:
“Pero señor, mire, vea esos campos verdes, vea esos maravillosos árboles llenos de pájaros, mire ese cielo
tan azul, respire este aire tan puro y sienta como calienta ese hermoso sol, todo eso es mío,
¿cómo puedo ser infeliz?”
100
El reencuentro
¡Otra vez en casa! Después de tantos años, allí estaba, ¡en París de
nuevo! Sabía que era real pero me parecía un sueño.
A bordo del ómnibus que me llevaría desde Orly hasta la Gare
des Invalides, parada Terminal de los recién llegados a la Ciudad
Luz por alguna línea aérea, no me alcanzaban los ojos para observarlo todo.
Desde que entramos a París me esforzaba para reconocer lugares,
edificios, monumentos y cualquier pequeña placita por la que
yo pude haber transitado en aquellos años de mi niñez y de mi
adolescencia y también de mi primer regreso, ya hombre pero
joven aún.
A medida que nos acercamos al centro de la ciudad y pude
volver a ver Notre Dame y el Hotel de Ville, mi corazón comenzó
a dar saltos de alegría dentro de mi pecho.
El ómnibus subió por la rue de Rivolí y al llegar a la Place de la Concorde viró hacia el puente Alejandro III,
lo cruzó y se metió en las calles interiores de la estación Terminal de los Invalides.
Abandoné el lugar con mi valija en la mano. Me quedé unos instantes mirando la fantástica vista que se
logra desde allí. Apoyé mi maleta en el suelo, me senté encima y dejé correr la mirada.
Allí estaba el “tout París”: los Inválidos, el Palacio Bourbón, la Tour Eiffel, el Sena, Champs Elysees, la Place
Concorde, el Ministerio de Marina, la Catedral Madelaine y allá arriba y detrás de todo el Sacre-Couer.
Dios mío ¡qué ciudad!
Estaba como mareado por tanta belleza que se me ofrecía sin pudor, como una mujer consciente de su
hermosura y orgullosa de sí misma.
Largo rato estuve allí sin decidirme a nada, pero de pronto me levanté, tomé la maleta, detuve un taxi y
me hice llevar a mi hotel que no estaba lejos de allí.
Había esta en ese mismo hotel años antes pero el tiempo no pasaba en vano, no reconocí a nadie, ninguno de los que me atendieron en ese entonces estaba aún allí y, tal vez ni siquiera sería del mismo dueño.
Lástima, me hubiera gustado encontrar una cara familiar, alguien de entonces con quien intercambiar
recuerdos, hubiera sido una forma de creer que todo era igual, pero no era así.
Me di una ducha, me cambié la ropa y salí a la calle. Tenía urgencia de volver a pisar el asfalto de las
veredas parisinas, tenía ansias por volver a recorrer, una por una, mis viejas calles, mis viejos bistrós, para
llegar pronto a... ningún lado.
Tomé los Champs Elysees casi a la altura del Arco de Triunfo y caminé lentamente hacia el Rond Point,
mirando todas las vidrieras, aunque sin ver lo que había en ellas, mirando, casi descaradamente, a la cara
de los hombres y mujeres de mi edad, que se me cruzaban, en busca de algún rostro conocido, aunque
sin tener idea de cuál era el que quería ver.
De pronto me di cuenta de lo absurdo de mi actitud y entonces me senté en una mesa de un café, para
serenar mi espíritu y planificar mi accionar futuro.
Pedí un “café creme” y pensé.
Estábamos en pleno verano francés. Sabía muy bien que en ese mes París se vacía y casi todos mis amigos
debían estar en algún lugar de veraneo y que, por lo tanto, no debía ser muy optimista en mi deseo de
encontrar a alguno de ellos.
De todos modos tomé una servilleta de papel y con un lápiz, comencé a hacer la lista de mis futuras “presas”.
Escribí:
-Jean
-Jean Jacques
-Pierre
-Jules
-Estella
Si tan sólo tenía la suerte de encontrar a uno sólo de ellos encontraría a todos los demás.
Pero …¿ por dónde empezar?
Conocía muy bien el domicilio de Jean y el de Pierre, por lo menos el que tenían entonces, claro está, pero
razoné, en París nadie se muda, tienen que seguir allí.
De modo que tomé la decisión de comenzar por Jean. Allí iría a la mañana siguiente.
Continué mi paseo, metiéndome en todas las nuevas galerías y también en las viejas, como “Le Lido”. Seguí
hasta el Rond-Point y crucé la avenida para acercarme al Palais de Glace.
101
No entré, sólo di vueltas alrededor y me pareció que nada había cambiado. Luego me senté en un banco
y me entretuve mirando a los jóvenes que entraban y salían, con sus botas de patinar colgadas de un
hombro, tal como lo hacíamos nosotros y recordé aquellos días.
Éramos un pequeño grupito de amigos, compañeros de colegio algunos y otros no.
Había también un par de niñas: Estella Gatti y Michelle Lynn.
Michelle era una pequeña judía, hecho que no nos importaba a ninguno y de lo que no nos hubiéramos
enterado de no haber sido que nunca aceptaba encontrarse con nosotros los sábados y era muy cuidadosa con lo que comía, lo cual, naturalmente, despertaba nuestra curiosidad y ella nos explicaba todas
las razones religiosas que ella respetaba y que nosotros no entendíamos muy bien pero que también terminamos respetando.
Años después y con motivo de mi primer regreso, Jean y Pierre, que era también judío, me comentaron el
trágico final de esa pequeña y dulce niña. La Gestapo la capturó y fue deportada con toda su familia.
Recién después de la guerra se pudo saber que había muerto en las cámaras de gas de Dacha.
En su momento esta historia me causó una profunda impresión y el sabor amargo de su destino aún hoy
me horroriza.
Aquí, en Buenos Aires he oído a muchos hablar de los campos de concentración y sus cámaras de gas.
Pero el comentario siempre era de talante más bien anecdótico. Yo los dejaba hablar y de pronto les preguntaba si conocieron personalmente a alguien que hubiese muerto así.
La respuesta siempre era negativa y entonces yo les contaba lo que sabía de esta niña que había sido mi
amiga y de pronto se hacía un profundo silencio, cargado de turbación, nadie sabía qué decir.
Nunca fuimos muy amigos. En realidad la conocí durante muy poco tiempo y por más esfuerzos
que hago no logro recordar gran cosa de su rostro. Y sin embargo no la puedo olvidar. Al día siguiente,
alquilé un auto y me largué a recorrer casi todos los lugares que más conocía. Había cambios, es cierto,
nuevos edificios, remodelación de algunas partes del Bois de Boulogne, pero lo esencial estaba allí.
París seguía siendo París...
Fue un verdadero festival de recuerdos.
Llegando al mediodía me dirigí al petit-hotel de Jean, ubicado en la rue Cimarosa a metros de la avenida
Cléber.
Y allí sufrí mi primera desilusión. La casa había sido vendida y ahora vivían allí tres familias distintas, que no
supieron decirme dónde podría estar el antiguo dueño.
Por un momento quedé desconcertado, luego me dirigí a un restaurante de la zona y, mientras almorzaba,
pensaba en la forma de hallar alguna pista que me permitiera saber algo de Jean. ¡Y algo surgió! Recordé
el apellido de un tío de él que también vivía en París. Pedí el Botín, es decir la guía de teléfonos de la ciudad
y comencé la búsqueda. Tuve suerte esta vez, pues había una sola persona con ese apellido y vivía cerca
del Trocadero, de modo que al volver al hotel hice la llamada. Me contestó una mujer de voz suave y de
culto tono, quién, al escuchar mi pedido de hablar con el señor de R., tras una leve hesitación me informó
que dicho señor había fallecido cuatro años atrás.
Por un momento el bochorno me impidió hablar, pero luego de pedirle disculpas le dije a quien buscaba yo
en realidad y entonces, muy amablemente me hizo saber que mi amigo estaba viviendo en Berna desde
hacía unos meses y que no sabía cuándo volvería.
¡Mi primer jugada había fracasado!
Pero estaba decidido a insistir, de modo que al día siguiente, al término de mi largo paseo por la ciudad,
me dirigía a la casa de Pierre, en la Place Malesherbes.
Allí estaba el petit-hotel de la familia de Pierre, que yo bien conocía.
Llamé y al minuto apareció un sirviente a quien pregunté por mi amigo y recibo otra vez una desagradable
respuesta: “¡El señor Pierre no se halla en casa, ha partido hacia el sur del país, a su casa de campo y no
volverá hasta pasado un mes!”.
¡Qué remedio! Le dejé un mensaje y me retiré.
Entonces me di cuenta que después de tantos esfuerzos y a pesar de todas mis ilusiones, tendría que dejar
París sin haber tenido el enorme placer de volver a charlar con mis viejos amigos, porque no tenía la menos
idea de los domicilios de los demás.
Pero París es París y hay que aprovecharlo, de modo que los días siguientes fueron los de un amante eufórico.
¡No dejé rincón sin recorrer!
Hasta que una mañana decidí dedicarla a la isla de la Cité, donde están la Sainte Chapelle y Notre Dame,
entre otras cosas.
102
Caminé por todas las callejuelas del lugar, el más antiguo de París y me dirigía a visitar los paseos que rodean la iglesia cuando de pronto veo un cartel, con una flecha, que decía “Crypte Memorial” e intrigado
me dispuse a ver de qué se trataba.
Justo detrás de Notre Dame y donde la isla termina, me encuentro con un paredón de más o menos un
metro de altura, que da la sensación de estar tallado en la piedra y a lo largo del cual leo una larga inscripción, que no recuerdo de memoria, pero que dice algo así: “Esta Cripta ha sido erigida por el pueblo
de Francia a la memoria de los 300.000 franceses que la furia asesina del nazismo arrancó de sus casas,
deportó y masacró en las cámaras de gas de Dacha, Belsen-Belsen, Treblinks, Ausswhcht, Sobiborg ..”. Y
seguía nombrando los campos del horror.
El texto es sobrecogedor, pero la cripta misma es lo más doloroso que hubiera podido imaginar.
Bajé por una escalera de piedra, muy estrecha hasta un hemiciclo de paredes desnudas y a cielo abierto,
también talladas en la piedra y permitiendo la entrada a otro hemiciclo, que es cubierto y está en una
penumbra permanente, hay una ancha puerta que da a una pequeña sala, también semicircular, de la
que salen seis galerías en cuyas paredes, de ambos lados se ven pequeñas luces, prolijamente ordenadas
en filas y columnas y al lado de cada una de ellas un apellido y el nombre de cada uno de los 300.000
muertos en aquellos campos de exterminio.
La sencillez extrema del monumento, la severidad de su concepción y el alto contenido evocativo que encierra es estremecedor. Los visitantes recorren esos pasillos en profundo silencio y con tremendo respeto.
Yo entré, miré esas paredes, esas luces y me estremecí al pensar que cada una de esas lucecitas fue alguna
vez un ser humano igual a mí.
Recorrí dos o tres galerías y me estaba por retirar cuando mi vista quedó atrapada por una de esas luces
y por el nombre que había a su lado, decía:
“LYNN MICHELLE”
Me quedé unos segundos como petrificado. ¡No podía creer lo que veía! Se me nublaba la vista y eso
hacía más difícil y más completa mi confusión.
Pero era cierto allí estaba con todas sus letras, entre trescientos mil nombres, que casi no había leído, este
surgió de pronto como una explosión.
Mis pensamientos eran un torbellino de sensaciones y de incredulidades. Cómo y porqué había sucedido
algo así.
Hice un paso atrás y me quedé unos instantes mirando ese nombre y esa luz y me dolía no poder recordar
la cara de la pobre niña.
Poco a poco me serené y tímidamente levanté una mano para tocar suavemente, con la punta de los
dedos, las letras de aquel nombre.
Probablemente fue una ilusión provocada por la alta intensidad emotiva del lugar, pero me pareció sentir
una pequeña descarga eléctrica y retiré rápidamente la mano.
De pronto sentí la necesidad urgente de respirar aire puro y comencé a buscar la salida, pero cuando
había hecho unos pocos pasos, me detuve, me di vuelta y tímidamente, también, le hice un pequeño
saludo con la mano a ese nombre, a esa luz y salí.
Cuando hube llegado arriba, a nivel del suelo de la isla, me senté en un banco a meditar y pensé que, a
pesar de todos los inconvenientes, había encontrado a uno de mis viejos amigos, al único que jamás creí
volver a “ver”.
FIN
Esto es todo lo escrito por RHM y terminado en marzo 1991
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El Libro de Clara
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Introducción
Quiso la casualidad que, en enero del 2006, conversando con mi prima Laura Franco del libro de
papá, ella me cuenta que su abuela Clara, hermana de mi abuelo Domingo Martinez, también
había escrito un cuaderno con un relato de sus orígenes y un poco de la vida y descripción de
sus 7 hermanos.
Clara murió con 83 años en el año 1967 y quería que sus nietos supieran cómo habían sido sus
abuelos y bisabuelos y el por qué de muchas cosas.
Obviamente que enseguida le pedí este cuaderno a Laura y copié todo lo que hacia referencia a
los 8 hermanos Martinez y sus padres, para incluirlo luego de “Qué historia”, ya que contenía varias
explicaciones a interrogantes de papá y corregía ciertos errores debido a este desconocimiento.
No debemos olvidar que cuando papá lo escribió él era ya el más viejo de su familia y no tenía a
quien consultar, tal como lo dice en su prólogo.
Es por eso que ahora incluyo, luego del árbol genealógico que pondré hasta donde yo pude
investigar, lo escrito por Clara Martinez de Belfiore que es un poco el comienzo de “Qué historia”.
Patty Martinez
3 de abril del 2006
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Árbol genealógico de RHM
DOMINGO MARTINEZ Y MANUELA FERNÁNDEZ VEIGUELA (asturianos)
Tuvieron 8 hijos:
Concepción (española) de Pérez Martinez: 8 hijos Enrique, Manolo, Aníbal, América, Alcira,
Hortensia, Cholo y Sara Pérez Martinez.
José María: 10 hijos entre ellos Mingo Martinez
Félix: 10 hijos
Justa de Constanza: sin hijos
María de Ojea: 4 hijos Lia, Syra, Chela, Baleto Ojea: nieto Fernando
Clara de Belfiore: 4 hijos: Mimina Franco, Kica Guibert, Choco y Haroldo Belfiore.
Laura y Adriana hijas de Mimina Franco.
Elisa de Constanza: 2 hijos Walter y Ethel Constanza
Domingo: 3 hijos RHM, Edith (La Nena) Cadelli y Jorge Martinez
______________________
Bisabuela materna de apellido Giraldez
PIO ROTONDARO Y ELENA OTERO
Pío era italiano de Calabria, y Elena argentina
Pío fue el 1er escribano de la Casa de Gobierno
Tuvieron 6 hijos
Esther R. de Didiego; 4 hijos Enrique, Nati, Guille y Esthercita.
Esthercita 2 hijos: Claudio y Julio Didiego.
Enrique: 3 hijas
Guille: 4 hijos: Cristina, Estela, Alejandra y Claudio
Nati ?
Delia Florinda Rotondaro de Martinez : 3 hijos, 8 nietos
RHM
Edith M de Cadelli
Jorge Martinez
Horacio Rotondaro: 2 hijos: Carlos y 1 mujer (sin hijos)
Pío Rotondaro: 1 hijo: Luis Rotondaro Mitre (sin hijos)
Marcelo Rotondaro: 1 hijo Marcelo (Pocho Largo) (sin hijos)
Carlos María Rotondaro: Sin hijos
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DOMINGO MARTINEZ Y DELIA FLORINDA ROTONDARO
Tuvieron 3 hijos
Roberto Harry Beatriz Susana (Patty)
Silvia Elena
Edith Delia M de Cadelli Hugo Cadelli
Ma. Del Pilar (Patina)
Diana Cadelli
Jorge José
Jorge M
Ma. Inés Victoria
Patty: 2 hijos Rocco y Bárbara Avolio – 4 nietos: Micaela y Luna Zanola y los mellizos Chiara y
Thiago Ghiorzi Avolio
Silvia: 4 hijos Aixa y Javiera Homps y Alejandro y Nicolás Catalano (mellizos)
8 nietos: 2 de Aixa: Joaquín y Agustín Herrera Gayol, 3 de Javiera: Marcos, Dolores y Tomás
Lefebvre, 2 de Nicolás: India y Benjamín Catalano y Lucio de Alejandro Catalano.
Hugo Cadelli: 3 hijos Diego, Deborah y Romina Cadelli
Ma. Del Pilar de Mittelbach: sin hijos
Diana Cadelli de Arce: 2 hijos Rodrigo y Ma. Noel Arce
Jorge Martinez (h): 2 hijos: Agustín y Alejandro
Ma. Inés: sin hijos
Victoria: aún soltera
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NUESTROS ORÍGENES
Relato de Clara Martinez de Belfiore, entre los 80 y 82 años dirigido a sus nietos: Laura y Adriana Franco (hijas
de Mimina), Marcela y Andrés Guibert (hijos de Kica) y Graciela, Ma. Clara y Patricia Belfiore (hijos de Choco).
Clara falleció en el año 1967 a los 83 años. Era la tía de Roberto Harry Martinez.
M
MIS PADRES
is padres eran españoles, nacidos en la provincia de Asturias. Mi padre, Domingo Martinez, era un
hombre de buena planta, su rostro fino de buenas facciones, ojos negros grandes, de tez blanca,
frente alta y boca bien formada, su cabello negro y ondulado (era lo que se llamaba: buen mozo).
Muy honrado, recto, trabajador y enérgico, no escatimaba medios para que a su familia no le faltara
nada.
Se casó en España y dejando a mi madre allá con una hija pequeña (que fue mi hermana mayor Concepción)
se vino a la Argentina, como era el furor entonces, en busca de riquezas.
En 1871 embarcó durante una travesía de 3 meses, pero al llegar al Brasil se enfermó de viruela, pues allí era
ésta y la fiebre amarilla enfermedades endémicas. Estuvo muy mal y vio morir a muchos de sus compatriotas,
a quienes los metían en un saco y los arrojaban al mar.
Un día, creyéndolo muerto, se aproximaron a él con el saco y él se dio cuenta y gritó: ¡”No, todavía no. Traigan
un sacerdote”! y acto seguido lo hicieron. Hizo su confesión y le aplicaron la Extremaunción y luego empezó
a mejorar notablemente hasta sanarse por completo, pudiendo llegar a su destino sano y salvo.
Se dedicó con ahínco a trabajar y pudo hacer un hogar y reunir una pequeña fortuna durante cinco años de
lucha. Luego, ya con una base sólida, mandó a buscar a mi madre y a su hija ofreciéndoles comodidades
ganadas con su labor.
Mi madre, Manuela Fernández Veiguela era hija de gente rica (aún se conserva su casa en poder de un
sobrino) pero entonces había una ley que el que salía de España no podía llevarse sus bienes, debían quedar
en poder de los parientes más cercanos. Así fue, pero mi abuela, no queriendo desprenderse de su nieta
se vino también.
Mi madre era una morocha muy agraciada, no muy alta, pero muy ágil y trabajadora. De mucha iniciativa
y audacia de ojos negros, cabellos oscuros y lindas facciones, simpática, buena, generosa, se conquistaba
a cuantos la trataban y sólo con llamarla (Doña Manuela) ya se sabía a quien se referían. No tengo palabras
para ponderarla y cuanto más tiempo pasa más la recuerdo sin olvidar ninguno de sus dichos.
Nacimos aquí siete hijos más, un total de ochos con Concepción que vino de España. José María en San
Justo, Félix en Pilar, Justa en Flores y María, Elisa y Domingo y yo en Pilar (provincia de Buenos Aires).
Ahí se radicaron, teníamos una manzana de casas construidas alrededor y en su interior una pequeña quinta
con árboles frutales, flores, verduras para el gasto de la casa. Aún recuerdo una pequeña glorieta formada
por un laurel, un naranjo y un duraznero, donde estudiábamos y hacíamos nuestras labores en el verano,
bajo su sombra.
Mi madre fue una HEROÍNA con gran energía y tino dirigió la educación de sus 8 hijos, llevándolos por el camino
recto, ya con consejos, con dulzuras y, cuando era necesario, con castigos. Estos eran los menos porque
éramos obedientes y a una indicación con sólo un ademán volábamos a hacer nuestra obligación. A cada
uno nos había dado una tarea, así que, todos sabíamos cuál era nuestra obligación, vuelvo a repetir.
Ahí, en esa quinta, aprendimos a andar a caballo pues teníamos coche y, como no salíamos de la casa sin
que nos acompañaran los mayores, todo se hacía adentro.
Yo tenía un pedazo pequeño de tierra donde cultivaba flores (pues siempre me gustaron mucho) y estaba
hermoso, gozando entre ellas, pero una noche llegó una manga de langostas que asoló con todo dejando
la tierra y comiéndose hasta la fruta y corteza de los árboles. ¡Cuánto lloré! ¡Mis flores! ¡Mis flores! Todo
desaparecido. Nada. Nada más que tierra, los árboles con sus troncos blancos, muchos se secaron. Pero,
mi madre no desmayó y repuso todo y poco a poco nuestra quinta volvió a florecer.
¡A mi madre! ¡Cuánto le debemos a ella! Todo lo que somos y hemos sido, pues mi padre abandonó todo
en manos de ella, hijos, fortuna, hogar, en una palabra era el todo de la casa.
Ella cultivaba sus amistades, amistades que aún conservamos y que se han ido sucediendo de padres a
hijos. Era una fiel amiga, siempre estaba pronta para hacer un servicio, ya con las manos, ya con el bolsillo.
Su palabra era una escritura, lo que prometía hacía, valiéndole esto el respeto y cariño de todos.
111
Recuerdo que una vez, siendo yo muy niña, llegó una amiga que alquilaba un campo de los Carabassa
diciendo que se vendía. Desesperada, Doña María Teppa, que así se llamaba, vino y le contó a mi madre
lo que sucedía diciendo: “sino no lo compramos tenemos que abandonarlo y está sembrado y, ¿adónde
vamos?”
Mi madre, enternecida, le dijo: ¿”Por qué no lo compran”?
Ella respondió: “Porque no nos alcanza el dinero”
Mi madre le dijo: ¿”Cuánto necesita”?
Ella respondió: “Ochocientos pesos”.
Mi madre se levantó, fue al colchón de su cama, descosió un rincón, sacó un rollito y de ahí salieron los $
800.- que puso en manos de Doña María y le dijo: ¡”Cómprelo”!
La señora, sumamente agradecida, lloró, abrazó a mi madre y le dijo: “Doña Manuela, nos ha salvado. En
cuanto venda la cosecha el dinero será devuelto”. Sólo la palabra, sin escritura, sin escribano, sin abogado,
así era el tiempo de antes.
Así era mi madre.
Recuerdo que en el lugar donde mis padres tenían sus casas, había un terreno que formaba esquina y ellos
le tenían muchos deseos porque ahí era propicio para un negocio. Cierto día se enteraron de que se vendía
y que su dueño era Don Agustín Sanguinetti (familia que hoy existe) y mi madre me llevo consigo a dicha
casa. Don Agustín saludó con cariño a mi madre y ésta le expuso la causa de su ida. La idea de comprar
ese lote. Este señor le dijo: “Es suyo, Doña Manuela. No importa que no tenga el dinero o no lo haya traído,
empiece a hacer la casa que desea que escrituramos cuando Ud. quiera.” Valía $ 400.
Mi madre fue a casa y le llevó el dinero, quedando dueña del lote donde hoy está una tienda y donde
nosotros vivimos muchos años. Casa muy cómoda que contaba con 11 piezas, jardín y demás.
Así eran aquellos tiempos. Sólo la honradez era una recomendación y la palabra una escritura. ¡Pobre mi
madre! Siempre con las riendas en la mano, siempre pensando en el porvenir de sus hijos siempre progresando.
No era de sangre azul, pero era hija de gente honrada y recta y eso lo llevaba en la sangre y nos lo transmitió
a los 8 hijos. Ese es el verdadero mérito, formarse por su propio esfuerzo y con la frente alta y limpia. De eso
estamos orgullosos todos sus hijos y la admiramos y recordamos con cariño y el respeto que se merece.
Mi padre murió primero. Nunca habíamos llorado un muerto en la familia. Para nosotros fue una gran pena.
Fue el 17 de agosto, a las 9:30 de la noche y como llovía copiosamente el pueblo no lo supo hasta el otro
día 18, a pesar de que estábamos rodeados de amigos.
Pasó un caso muy raro cuando el falleció. Se escucharon 3 golpes en la pared donde estaba la cabecera
de la cama. En la habitación no se sentía un ruido. Domingo, que ya era militar, estaba arrodillado llorando
tomándole la mano. Creímos que era la espada de él que la había dejado en la otra habitación pero,
estaba en su lugar. Se buscó por toda la casa algo que lo hubiera producido, pero todo fue inútil. Antes de
morir pidió todos los hijos y todos rodeamos su cama, menos Concepción que, por encontrarse enferma y
vivir en Goldway (Mercedes) no había podido venir. Nos miró a todos y dijo: “Falta una” Nos bendijo y pidió
un cura. Yo oí su confesión y le dijo: “A mis hijos no les dejo fortuna pero sí un nombre honrado que, con él,
se abrirán las puertas en cualquier parte, y creo que lo sabrán conservar” No habló más, fueron sus últimas
palabras.
Para su entierro, la Municipalidad de Pilar hizo hacer pozos en las bocacalles (pues eran de tierra en ese
tiempo) y por la lluvia había barro. Lo llevaron a pulso hasta la Iglesia donde le hicieron misa de cuerpo
presente y luego lo colocaron en la bóveda de la familia Patiño, hasta que nosotros construimos la que hoy
existe, que dice “Domingo Martinez y flia”. Fue el primero en habitarla, después le siguieron los demás.
Entonces se usaba un luto muy riguroso, con mantos y crespones, parecíamos viudas; sin salir, con la puerta
de calle entornada y un crespón en el llamador.
El falleció a los 65 años. Mi madre vivió hasta los 73 rodeada del cariño y atenciones de sus hijos en el chalet
de Elisa en Pilar.
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CONCEPCION
Concepción Martinez de Pérez
Ella era mi hermana mayor. Vino de España a los 5 años y sirvió de madre a todos los otros siete que nacimos aquí. Era muy buena, trabajadora, útil para todo y muy linda. Las fotos dicen de su belleza, grandes
ojos negros, blanca, cabello ondeado, no muy alta, pero cariñosa, nos mandaba con modales suaves
y sonriendo. Nunca recibí un castigo de su parte. Era maternal por naturaleza. La recuerdo cuando nos
llamaba a María y a mí, porque éramos muy seguidas y siempre estábamos juntas, muy unidas. Ella decía
Maclara y Clamaría y sabía que apareceríamos las dos.
Fue muy festejada, tocaba el piano con mucha dulzura, siempre que siento “El llanto de una viuda” se me
representa.
Se casó con un español que gozaba de poca salud y tuvieron 8 hijos: Enrique, Manolo, Aníbal, América,
Alcira, Hortensia, Cholo y Sara Pérez Martinez. Todos muy buenos chicos, inteligentes, trabajadores, estudiosos
que adoban a su madre.
Enrique ocupó y sigue hoy jubilado en puestos públicos. Casado con una buena chica, maestra también
jubilada, es cariñoso con sus viejas tías, a quien criamos en casa mucho tiempo, desde los 18 meses. Era
precioso de chico y hoy mayor es buen mozo. A él le llamaba la atención cuando mi madre estornudaba
pues era una serie continuada, y la miraba con sus grandes ojos y decía: “Cómo toze mamá” pues hablaba
con la zeta.
Como era ella la que le hacía los remedios, no quería que se le acercara y enseguida le decía: “Siéntese,
mamá, en la ventana” y entonces se quedaba tranquilo. Muchos de estos dichos se me quedado grabados.
Otro de los hijos de Concepción que se destacó por su inteligencia, amor a su madre y aplicación al estudio
fue Aníbal.
Cuando niño estuvo mucho tiempo con nosotros en la casa de mi madre, lo recuerdo rubio, blanco de ojos
azulados, lo que le valió el sobrenombre de “inglés”, era el mimado de Justa.
Hizo sus primeros estudios en Pilar, hasta prepararse para la Marina a la que demostró siempre gran inclinación.
Primero ingresó en la Escuela de Mecánica y como allí se destacó por su aplicación y buena conducta lo
premiaron pasándolo a la Marina, donde se destacó aún más pues fue los 4 años que estuvo abanderado,
premiado con la conducta “Honor al Mérito” , “Pro Patria”, “Amor a la madre”, “Mejor alumno”. En la escuela
lo llamaban el “curita” pues él se daba maña para no recibir amonestaciones y sí felicitaciones.
Llegó a ser Ingeniero Naval Capitán y en sus largos viajes estudió Ingeniería Civil, dando examen cuando
la nave estaba en el puerto. Cuando hizo su primer viaje, en la Fragata Sarmiento, alrededor del mundo
fueron a España y los recibió el entonces Rey de España Alfonso XIII. Se enteró de que Aníbal era el mejor
alumno y lo condecoró diciéndole: “Estoy orgulloso de que un hijo de españoles reciba este obsequio en
una nación como la Argentina, pues no puedes negarlos por tu apellido (Pérez Martínez)”.
Cuando se vestía con su traje negro de etiqueta de marino, luciendo en su pecho todas sus condecoraciones,
quedaba tan elegante, pues era alto y lo llevaba dignamente, que a mí se me llenaban los ojos de lágrimas
de emoción. Todos sus méritos los consiguió personalmente, haciendo sacrificios, robando horas al descanso
y pensando en su madre y decía, por ella y para ella, todo. Fue un hijo admirable. Cuando venía de un
largo viaje sólo pensaba en llevar a su madre a diferentes distracciones y la presentaba como: “Mi madre,
mi novia y mi amiga”.
Mucho la lloró cuando murió y no tardó enseguida él, pues de un ataque al corazón murió a los pocos días.
Murió soltero, sus restos se encuentran en la bóveda de Pilar, que él mismo hizo la hizo construir para su madre,
padre y los que siguieran. Hoy se encuentran también allí: Alcira, y Manolo, fallecido hace poco.
Manolo también fue un buen chico, pequeño, ágil, inquieto y sumamente inteligente. Yo lo llamaba la
“mosca” porque tan pronto estaba sobre un caballo, como subía un poste, corría por un alambrado, tiraba
de las orejas al perro, es decir, en continuo movimiento.
De ojos vivaces, simpático, hizo sus estudios en Pilar y juntamente con Aníbal su Primera Comunión, dirigidos
siempre por Justa que fue la verdadera maestra de ellos.
Los preparó para el ingreso al Nacional, de donde salió para emplearse en Impositiva y fue escalando los
puestos debido a su facilidad en matemática y clara inteligencia, llegando a ser uno de los principales
empleados y querido por los demás.
Cuando falleció, hace 2 años, estaba en el Consejo. Se encuentra en Pilar en la compañía de los suyos.
Un ataque al corazón fue su fin.
113
Recuerdo que ellos habían formado un cuadro de fútbol con otros chicos cerca de casa y cuando venían
se escapaban, pero mi madre y Justa los esperaban enojadas porque no estudiaban sus lecciones y no
hacían sus deberes.
Ellos sabían lo que les esperaba y entraban sigilosamente buscándome a mí para que los defendiera y yo los
cobijaba no permitiendo que los tocara “Don Juan de la Bardaza” como le llamaba mi madre al “látigo”.
Sólo les alcanzaba los rezongos, que eran justificados, yendo los dos a hacer sus deberes en silencio.
Cholo – llamado Arturo, muy buen chicos siguió la carrera militar, pero por mala suerte tuvo que abandonar
y emplearse en la Dirección de Ingenieros, donde todavía está.
Se casó con una buena chica, muy trabajadora, llena de méritos y virtudes, que los sabe trasmitir a sus 2
hijos: Adriana y Hernán.
Ahora Sara, empleada en el Churruca espera su jubilación.
América se desempeña como ama de casa, borda primorosamente y atiende a la familia.
Hortensia se casó, yo la crié hasta los 8 años, la quería mucho y es hoy una buena esposa y buena madre,
teniendo sus 2 hijas y de la mayor ya tiene 3 nietos. La menor, de gran belleza, en un accidente ferroviario
cuyo auto fue arrastrado por el tren, puso en peligro su vida, falleciendo su compañera y salvándose ella
milagrosamente, pues la daban por muerta. Fue en un paso a nivel en Derqui, la trasladaron a Pilar donde
la atendieron primorosamente, hasta que la pudieron llevar a la Capital, para su curación perfecta, pues
allí carecían de los elementos necesarios.
Hoy está empleada, sabe inglés, es perito mercantil y siento como yo un gran amor por los perros y
actualmente tiene en su poder un perro que fue mío, llamado Niñita, al que mima como a un niño.
JOSE MARÍA
El 2do de mis hermanos fue José María.
Era blanco, muy parecido a mi padre, callado, muy parco para hablar, honrado y franco, respetado y
querido por todos. Se casó con una compañera mía de colegio: Magdalena Anastasio, muy trabajadora
y económica: del centavo hacía pesos y crió 10 hijos, todos buenos. Todos se casaron menos Elba y Carlos.
Están en buena posición.
El que se destaca es el que lleva el nombre de mi padre y de mi hermano menor, es decir, es el Domingo
Martinez (Mingo) que queda. Se casó con una chica de méritos, Chela Pagani, trabajadora, viva y simpática,
que lo ayuda y aconseja mucho, habiendo llegado a una buena posición social y económica. Tienen 2 hijos
que los educan con todo primor. Todos son honrados, trabajadores y en buena posición.
FÉLIX
Mi 3er hermano fue Félix. Buen muchacho, de gran corazón, pero no le tenía mucho amor al trabajo.
Desempeñó puestos públicos, fue Juez de Paz en Pilar y cuando murió estaba aún en él.
Era buen mozo, alto, bien formado, de ojos negros y pestañas muy crespas, pero moreno, lo que le valió el
sobrenombre de “negro”.
Le gustaba viajar, era amigo de conocer mundo y por 2 veces se ausentó de la casa para recorrer el mundo.
Mis padres lo encontraron una vez en Escobar en la casa de un amigo y otra en la casa de una tía María, en
Flores. Le gustaban mucho los caballos y siempre tenía uno, al que lavaba, cepillaba y cuidaba como un niño
y todas las tardes se emperifollaba y salía a pasear por el pueblo, con otros muchachos, luciéndose con su
caballo “zaino”. Hizo la conscripción en Cura Malal, entonces se les llamaba “Guardias Nacionales” durando
3 meses, pero él fue llamado 2 veces. Les pagaban $ 11.- por mes, sueldo que puso en un cuadro, con una
inscripción que decía: “Mi primer sueldo”. Le gustaba mucho bailar, se lucía en el vals y elegía siempre por
compañera a Pepita Rojas, dejando las demás compañeras el lugar libre, pues bailaban primorosamente.
Se casó con Teresa Fresco, buena muchacha, trabajadora y limpia con quien tuvo 10 hijos, habiendo fallecido
Armando, chico muy inteligente. Cuando le preguntaban si tuviera que volverse a casar ¿con quién lo
haría?, respondía: “con Teresa”.
Recuerdo que cuando Félix se casó se construyó una casa en Manzanares (pueblo que pertenece a Pilar,
pero era pequeña: dormitorio, comedor, baño y cocina, con su galería y jardín.
114
Cierto día que la familia Posse, (que vivían en San Miguel) fueron a pasear a su casa, mi hermano nos invitó
a conocerle la casa y nos llevó en un break, coche que se usaba mucho y que también se les llamaba
“volantas”, que era nuestro, manejando él. Cuando yo entré en la cocina, exclamé: “¡pobre Teresa!, ¡apenas
se va a dar vuelta en esta cocina”! y salí ligero.
Estas palabras mías, que era aún muy niña, quedaron grabadas en la familia Posse, pronosticándome que
sería una gran ama de casa, pues ellas habían observado lo mismo.
Falleció a los 63 años en Pilar. Teresa en San Miguel a edad avanzada.
JUSTA
Justa Martinez de Constanza
Justa es la hermana que le seguía a Félix, era blanca (pues en la familia había 4 blancos y 4 morenos. Los
blancos salían a mi padre y los morenos a mi madre).
De lindas facciones, inteligente, ella siempre decía que tenía un 6º sentido, por lo acertada en sus
observaciones, direcciones, mandos y consejos.
Por esta razón, mi madre le llamaba:” Sargento de Línea”, pues ella siempre estaba dispuesta a dar
órdenes y las hacía con energía y voluntad. Todos consultaban con ella, por cualquier cosa, pues era muy
acertada.
Cuando tenía 11 años era muy alta y delgada, parecía que tuviera 15 o 16 por lo que yo le llamaba “La
Chucha” porque había una señora de un guardabarrera que se le parecía, cosa que no le agradaba mucho
a mi hermana.
En la Escuela se destacaba por su inteligencia. En aquel tiempo había pocas maestras y se valían de las niñas
más vivas y precoces para que les ayudaran con el título de Ayudantes o Monitoras. Esto le valió para que
se despertara en ella el amor al magisterio y a los 11 años fue nombrada Maestra de varones en la Escuela
Nro. 1. Mucho le valió el Sr Manuel Montemayor que ocupaba una de nuestras casas y era Secretario de
Consejo Escolar de Pilar quien, al ver la disposición, aptitudes y actividad la ayudó dándole lecciones y
preparándola para ese puesto.
En ese tiempo se daba examen en la Dirección de Escuelas de la Provincia, así que se podía ser empleada y
estudiar a la vez. Así hizo Justa recibiéndose muy joven, con buenas clasificaciones y sirviendo de guía para
las demás hermanas.
También preparó a otras maestras, a sus sobrinos y fue siempre enérgica, gozando de buena salud y lindo
carácter. Tenía grandes ocurrencias, que nos divertían a todas.
Recuerdo que estando mi hermano José María haciendo el servicio militar en Villa Mercedes (San Luis), ella
se vistió con la ropa de varón y, como tenía un parecido, se tiñó el bigote y colocándose el sombrero, se
presentó ante mi padre que leía el diario en el comedor.
Grande fue la sorpresa y exclamó: ¡”José María”! pero nosotros nos pusimos a reir, entonces mi padre levantó
el bastón dispuesto a mandárselo por la cabeza, pero luego lo bajó y le dijo:”Vamos a dar una vuelta por
la plaza”.
Como ésta eran muchas sus ocurrencias, en realidad, era la que alegraba la casa.
115
De Izq. a derecha: Justa Martinez y María Martinez de Ojea
Cuando Montemayor se fue a San Miguel como Director de la Escuela Nro. 1 se la llevó a Justa, pues la señora
le había tomado mucho cariño y fue como maestra de la escuela, pagándole la pensión y abonándole
además $ 30 mensuales y llevándoles canastas llenas de comestibles, pues entonces los sueldos eran escasos
(siempre fueron los maestros los castigados).
El Sr Montemayor, por su inteligencia, fue escalando posiciones y, para ayudar a los gastos de la casa se
empleó con Don Pedro Scala que tenía una gran casa de comercio y él le llevaba los libros. Cierto día llegó al
negocio un empleado de Morea, Arostegui y Cia. Pidiéndole un empleado bueno y entonces lo recomendó
al suyo, renunciando al colegio y pasó como empleado de dicha casa y llegó a ser socio y poseer fortuna
con lo que educó a sus hijos.
Mi madre volvió a traer a Justa a Pilar y ya fue como Directora de la Escuela Nro. 4, por la que trabajó
intensamente, adquiriendo gran fama. El número de alumnos aumentaba diariamente y tuvo necesidad de
otra empleada llevándola a Elisa y más tarde fui yo; le llamaban
“La Escuela de las Martinez”.
Demás está decir lo que trabajábamos, llevándonos siempre las mejores clasificaciones y felicitaciones de
los Inspectores.
Estando yo en esa Escuela con 70 niños en el grado, en una Conferencia Escolar donde estaban presentes
todas las maestras del Partido y presentes el Presidente del Consejo Dr Alonso Reyes y el Inspector del Partido
fui felicitada como la mejor maestra y el mejor grado.
¡Esto no lo olvidaré jamás! Fue tanta mi emoción que bajé la cabeza y dos lágrimas rodaron por mis
mejillas.
En ese tiempo iban a la Escuela hasta niños de 17 años y como a Justa le gustaba el orden y estábamos en
la Avenida Márquez, llamó a un agente de policía para que corroborara el orden, lo que fue muy felicitada
por la Inspectora Sra de Gorostiaga. Toda clase de medidas tomó Justa, llegando a ser la mejor del Partido.
Justa quería mucho a Elisa, pues ella la crió, porque nació cuando yo tenía 4 y medio años y enseguida nació
Domingo, así que Justa fue la madrecita de Elisa.
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Recuerdo que era muy mimosa y para que no llorara de noche se la llevaba con ella a la cama, y le ponía
la mano al cuello, diciéndole: “El piquicuero” y la pobre Justa tenía toda la noche la mano que la oprimía
sin quejarse con santa resignación.
Este cariño a la madre fue transmitido a sus hijos, pues cuando Elisa se casó, ella se hizo cargo de Walter y
Ethel Constanza, viniendo de Buenos Aires al Pilar, para más facilidad y cuando la 2da enseñanza volvió a
Buenos Aires.
Los cuidó como verdadera madre hasta que se recibieron.
Todos reconocemos lo que hicieron Pedro y Justa por esos chicos.
Dios la premió, pues tiene un marido muy bueno, franco, sincero y muy servicial que la cuida como oro en
paño. Tiene su casa propia, con toda comodidad. Lo único que la entristece es que no ha tenido hijos,
envidiando a las demás hermanas que los tienen. Siempre fue muy buen y servicial.
Hoy goza de buena salud y excelente estómago.
Cuidó a mi madre hasta que murió, pues era la única soltera, casándose después con el hermano del esposo
de Elisa, es decir, 2 hermanos con 2 hermanas.
MARÍA
María Martinez de Ojea
Era la hermana que seguía a Justa.
Fue la más hermosa de todas, pues aún a pesar de sus años y achaques lo es. Alta, delgada, bien formada,
de gran distinción y dotada de mucha inteligencia y de un temperamento exquisito. Blanca, rosada, de
cabellos negros ondeados, grandes ojos negros, sombreados por pestañas largas y crespas y boca bien
formada, se destacaba entre nosotras, como si fuera una modelo.
Recuerdo que la Sra de Montemayor le decía a mi madre: ¿”Doña Manuela, adónde la mandó a hacer”?
Siendo niña era buscada para todas las fiestas, llevar la bandera, decir las poesías, en los cuadros infantiles
todos los desempeñaba a las mil maravillas, ya fueran tristes o alegres, hasta para llevar la cola a las novias
era solicitada, viniendo a ser el chiche mimado del pueblo. Pero ella no por eso era engreída ni vana, siempre
modesta, estudiosa, buena hija y hermana.
Cuando venía de la Escuela tomaba mis cuadernos, libros y con una leída ya estaba al corriente de todo y
ya pronta para jugar o desempeñar otros papeles.
En cambio yo estaba dale que dale para que esta cabeza dura se ablandara, lo que me valía el honroso
nombre de “burra”.
En todos los exámenes tenía los diplomas de honor o premios como la mejor alumna y yo decía: “De mí se
olvidaron”.
Estudió para maestra, el piano el que tocaba con tanta suavidad y gusto, que yo siempre pedía que tocara
ella, pues me parecía que tenía más gusto. Era de mucha sensibilidad y la transmitía a la música, sin ningún
esfuerzo. Por eso, cuando mi madre nos daba las tareas, las más pesadas y más esfuerzo eran para mí, y las
más livianas para ella.
Mi madre decía “Es más débil que tú”. Recuerdo que cuando nos tocaba regar las plantas, ella contaba
cuentos y yo hacía el trabajo.
Para tenernos entretenidas nos hacía pisar cascotes con un martillo, para los caminos del jardín y ella elegía
los más blandos, dejándome siempre los que tenían cal que eran muy duros, así que pronto hacía un montón
grande y yo estaba golpea que golpea sin alcanzarla.
Bordaba muy bien, tenía mucha habilidad para tejer que aún conserva haciéndoles los trajes y tricotas a
toda la familia.
Cuando señorita era admirada y se casó muy joven con Pío Ojea, muy buena persona, recta pero un poco
celoso de ella, aunque no lo demostrara.
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Vivía con el reloj en la mano, todo debía estar a su hora, cosa que la mortificaba a María, pues muchas
veces no se daba abasto en los quehaceres de la casa para el cumplimiento debido.
Comía siempre la misma cantidad y cuando María le ofrecía algo más, él contestaba “como para vivir y no
vivo para comer”. Era muy recto, incapaz de una mala acción, como era la gente entonces.
Se recibió de farmacéutico después de casado, llevándose buenas corridas para alcanzar el tren, pues
valido de que vivían cerca de la estación, se dejaba estar.
Tuvieron 4 hijos: Baleto, Syra, Chela (Ojea todos) y una que falleció llamada Lía Clara. El mayor, o sea Baleto,
muy inteligente recibiéndose de Ingeniero Civil y está casado con una buena chica de buen corazón y linda.
Tienen un hijo, o sea Fernando, que hoy estudia medicina cuyas manos serán aptas para la cirugía, pues
mueve sus dedos con facilidad asombrosa.
Syra, es igual al padre, en su aspecto personal y moral. Inteligente, viva, capaz para todo, activa sin igual, en
una palabra es el hombre de la casa. Ella es para todo admirable: sin aprender teje, borda y es profesora
normal. Se retiró de la escuela para cuidar a su madre a quien adora y sufrió una seria operación. Ha sido
la maestra de su sobrino, Fernando, el mimado de la casa, pero en realidad se lo merece, pues es un chico
de grandes méritos.
Chela es profesora de piano, tiene muchas cátedras, pero es mimosa pues siempre se considera la más
chica y con derecho por ello.
En fin, es una familia modelo, educada a la antigua, con el reloj en la mano. ¡Lástima que ahora no puedo
hacerle los honores a los sabores de los flanes que hace María!
Recuerdo que siendo chicas, escuchábamos una conversación de las mayores, respecto a la belleza,
usándose entonces las pestañas largas y crespas. Esto lo poseía María, pero la mías eran cortas con lo que yo
no estaba muy contenta. Entonces María me dijo: “No te aflijas, yo te las voy a hacer crecer” y apoderándose
de una tijera de un solo tijeretazo me cortó las de un ojo, pero yo sentí tal dolor que no le permití el otro. No
diré lo que sufrí, pues las puntas que me quedaron se me entraban y me lastimaban la córnea haciéndome
caer lágrimas. Mi madre notó esto y me preguntó que tenía, pero yo por temor de que la castigara a María,
guardé silencio, hasta que poco a poco fueron creciendo, con gran sufrimiento mío y reserva.
Hoy está en cama, con reuma en una rodilla. Espero que se mejore y poder seguir nuestras charlas, a pesar
de que está un poco sorda, pero siempre linda.
Fernando Ojea con sus tías Chela y Syra y
la abuela María en la departamento de los Ojea
Pío Ojea, su hijo Baleto Ojea y su esposa Carmen, y María Martinez,
(esposa de Pio y madre de Baleto) Sentado Fernando Ojea
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CLARA
Clara Martinez de Belfiore
Ahora hablaré de mí. Pues bien, yo fui la que seguí a María, es decir mayor que Elisa y Domingo.
Fui muy mimada hasta que nació Elisa, morena, de cabello crespo, fuerte, más bien gruesa y robusta. Por
eso mi madre cuando repartía los trabajos reservaba para mí los más pesados porque era capaz de hacerlos.
Cuando íbamos a la Escuela se destacaba siempre María, por su inteligencia, prontitud para resolver los
problemas, facilidad para escribir, desenvoltura y fineza. Lo contrario a mí.
Lo que yo poseía era un buen corazón, de una sensibilidad exquisita, lo que le valió a mi madre para decirme
muchas veces: ¡“Cuánto vas a sufrir en la vida, sería mejor que fueras de corazón más duro, pues esos son
los que progresan”!
En la escuela yo era de las últimas lo que me valió más de un reto y el sobrenombre de “burra”. Con este
dicho se me formó un complejo de que lo era y, como tal, sólo serviría para trabajar y no para estudiar como
las demás hermanas. Mi madre me decía: “estudia, estudia, sino serás siempre una burra”.
“Bueno – respondía yo - los burros sirven para trabajar, para eso serviré yo”.
Efectivamente era una maravilla en los quehaceres domésticos, lavado, planchado, fregado. Lo que no me
gustaba mucho era cocinar, pero para hacer platos sencillos me daba maña. Los pisos nuestros eran los más
blancos del Pueblo y había un dicho “blanco como los pisos de las Martinez”. Entonces no había encerado,
era lavado con cepillo y jabón y de rodillas. Las mías ya tenían callos. Tampoco había bombas. Se sacaba
el agua del pozo con baldes y cadena, con los cuales había que llenar piletas para los animales, riego para
plantas, la cocina y lavado de ropa y pisos. ¡No había las facilidades de ahora y todavía se quejan!
Yo hacía las contenta porque en mí se había formado la idea de que para otra no servía.
Tenía gran habilidad para hacer muñecas de trapo a las cuales les bordaba los ojos, nariz, boca y los cabellos
se los hacía con hilo negro o marrón. Las tenía de todos los tamaños. También hacía muebles con alambres
y los forraba con géneros blancos. Me gustaba la costura y el bordado.Así fueron pasando los años, hasta
que de niña me convertí en señorita, entonces decían que yo era muy linda, pero mi misma timidez me
hacía esconder de las personas.
Mi hermana María se casó muy joven y el marido Pío me empezó a aconsejar que estudiara, a lo que yo le
contestaba “no, porque soy burra”. Tanto hizo y me dijo que al final me convenció. Justa fue mi maestra
y empezó por darme lecciones de geografía e historia. Finalmente me recibí en 2 años y fui felicitada por
la mesa examinadora. Mi carrera se la debo a Pío y María. Trabajé 15 años en la Escuela como maestra y
Directora y hoy tengo 80 y estoy gozando de la jubilación. Esa Escuela parecía destinada a la familia, pues
primero fue Justa, María y luego yo y cuando Mimina fue grande le tocó a ella.
Me casé con un italiano, Belfiore, que era de buen corazón, pero de carácter como una pólvora. Tuvimos
4 hijos: Haroldo, Mimina, Choco y Kica. Se criaron sanos y fuertes con aquel aire puro del campo. Mucho
luché en mi vida, sobre todo después de casada, me olvidé del mundo, viviendo para mi casa y mis hijos.
El mayor, Haroldo, estudió para Maestro Mayor de Obras, para seguir después Ingeniería pero se cansó y
no continuó. Cuando se recibió le pedí a Domingo, que entonces era Director de Ingenieros, que le diera
un empleo, pues no lo quería en la calle y debía ganar para sus gastos. Domingo le dijo: “Te daré empleo y
en tu casa, en la mía y en la calle soy tu tío, pero allí soy el Director y cumplirás como los demás”. Estuvo ahí
hasta retirarse con 20 años de servicios, viajando por toda la República, recibiendo las Obras Militares, pues
era muy recto y honrado, le tenían mucha confianza, nunca se dejó sobornar por dinero.
Como había nacido un 20 de setiembre, fiesta italiana, su nombre fue una discusión. Finalmente se registró
con Haroldo Italo, porque había nacido el día de los italianos y Argentino por su patria. Lamentablemente
murió muy joven y fue el gran disgusto de mi vida que aún no puedo creer. Nació un 20 de setiembre, día
de los italianos y murió un 8 de julio, día de los argentinos.
Mimina era traviesa, viva, activa, muy inteligente. A los 9 años ya había cursado el 6to grado obteniendo
altas clasificaciones. Se recibió de profesora de solfeo a los 10 años. A los 5 ya tocaba el piano. Le hice
estudiar francés, dibujo y pintura y a los 12 años ya estaba estudiando el Normal. Se empleó en la misma
Escuela de Pilar. Se casó con un buen muchacho Arrigo Franco, italiano, doctor en leyes, muy trabajador
que la ha rodeado de comodidades. Hizo varios viajes al extranjero conociendo muchos países. Tienen 2
hijas Laura y Adriana Franco.
119
El otro hijo es Choco, muy bueno y apto para cualquier trabajo, pero no pudo estudiar porque el médico
me dijo que era enfermo del corazón, llegando hasta Tenedor de Libros. Adora a sus 3 hijas; Graciela, María
Clara y Patricia. 2 rubias como la madre y una morocha como el padre.
Kica siempre fue muy buena y cariñosa, muy tímida, no
teniendo más amigas que Ethel, la hija de Elisa, a quien
llamaba “mi hermana”. Hizo su carrera en el Jesús María
pupila. Después se empleó en una Escuela de Campo
de Mayo, donde estuvo hasta que se casó con Cesar
Guibert y tienen 2 hijos: Marcela y Andrés.
Kika Belfiore de Guibert, Syra Ojea, Mimina Belfiore de
Franco y Chela Ojea en el Parque Japonés
ELISA
Elisa Martinez de Constanza
Es otra hermana, la penúltima, porque el menor era Domingo.
Sobre ella poco escribiré. Nació 4 años y medio después que yo, por consiguiente fue la menor de las mujeres.
Siempre fue mimosa para lo que tenía gran habilidad y conseguía lo que quería y tomaba como base que
era enferma. Justa no veía más que por los ojos de ella, rodeándola de cuidado y atenciones. Era buena,
no era capaz de una maldad, pero se crió en una atmósfera de egoísmo, velándose siempre sobre ella y
eso aún subsiste.
Estudió para maestra y también para profesora de piano y dibujo y pintura, de lo cual yo saqué algo, pues
me gustaba mucho la pintura y me detenía delante de ella cuando pintaba, quedándome grabado en mí
aquello y hoy con mis 80 años estoy poniendo en práctica para recuerdo de mis nietos.
Siempre mi madre la libraba de tareas pesadas, pues ella decía que estaba enferman, cargando yo con lo
más pesado. Recuerdo que, cuando Justa era Directora de la Escuela Nro. 4 , estábamos las tres y debido
a nuestro tesón, ésta adquirió gran nombre. En cambió la Escuela Nro. 1, se venía abajo. El Consejo Escolar
no encontró nada mejor que llevar el 4to. Grado de nuestra Escuela a la Nro. 1 y con el grado a Elisa, para
poner como Director sin grado al Sr Ferrarotti.
Como Elisa conocía música, le tocaba dirigir los cantos en toda la Escuela, lo que le llevaba un tiempo
precioso, que era robado a la enseñanza del 4to Grado a su cargo.
Esto hacía que llegara a casa siempre de mal humor y con quejas: que se abusaba de ella, pues no podía
enseñar debidamente las materias a sus alumnos y que no se le perdonaba nada.
Demás está decir los disgustos que se llevaba mi madre que ya esperaba su regreso intranquila y nerviosa.
No había tranquilidad, se sumaba a esto, la pena que a Justa le había ocasionado la llevada del grado y
de su hermana y veía a su Escuela apocada para favorecer a otra escuela.
Esto le obligó a presentar su renuncia y pedir su jubilación. Cierto día se presentaron a la Escuela Nro. 4
el Inspector, el Presidente y el Secretario del Consejo Escolar de Pilar para hablar con Justa, aceptarle la
renuncia y al mismo tiempo ofrecerme a mí la Dirección en su reemplazo. Esto era para mí un alto honor,
pero pasó por mi mente el cuadro doloroso que se presentaba en mi hogar con las quejas de Elisa. Entonces,
sobreponiéndome a la impresión recibida les contesté que deseaba que el puesto se lo dieran a Elisa, que
la volvieran a traer de la Nro. 1 y que yo quedaba muy tranquila como maestra de grado. Grande fue la
sorpresa que le ocasionó a la Comisión Escolar mi contestación.
El Dr Alonso dijo: “Nunca esperé esto, es la primera vez que oigo que se rechace un ascenso tan merecido,
para que lo ocupe otra.”
Contesté que esa otra era mi hermana, y que en mi casa había desaparecido la tranquilidad desde que
Elisa iba a la Nro. 1, que lo hacía por mi madre que sufría mucho. Comentaron entre ellos, pero Elisa volvió
a la Escuela Nro. 4 y yo quedé en el grado y en mi casa se acabaron los sinsabores.
120
Como Elisa era linda pronto se casó con el Escribano José Constanza formando un hogar feliz, pues se llevaban
completamente de acuerdo.
Tuvieron 2 hijos: Ethel y Walter Constanza.
Ethel casada con un buen muchacho, inteligente, estudiosos y que llegará muy alto. Tienen una hija inteligente
que se destaca en la escuela y su madre está consagrada a ella en cuerpo y alma.
El otro hijo es Walter, muy estudioso, se recibió de abogado y hoy es Concejal de la Municipalidad por el
partido Socialista Democrático; partido que fue del padre en el cual fue dos veces diputado. Buen chico,
de un buen corazón, que se crió con mis hijos. Un poco turbulento de chico, pero de grande una monada.
Se casó con una buena chica con quien tienen una hija, buena, estudiosa y muy gentil.
Con Elisa nos vemos de tarde en tarde, nos solíamos encontrar en Mar del Plata, pues mi hija Kica se crió con
la de ella y se conservan ese cariño.
Recuerdo que por mis tareas yo había pasado mucho tiempo sin encontrarme con ella. Un día, me dijo
que ella comulgaba casi todos los días y yo hacía mucho tiempo que no lo hacía, entonces me dijo que me
acompañaría a la Iglesia para que lo hiciera, y habiendo tomado mate se fue conmigo a comulgar, para
alentarme, después yo me reía porque ella decía “Dios me perdonará”, lo hice por vos.
Hoy vive en Pilar acompañando a su esposo, aunque aquello es una heladera y poseyendo un hermoso
departamento en Bs. As, pero él no quiere salir del Pueblo. Viven el uno para el otro, alejados de todos. Se
conserva muy bien.
La última vez que vio a Haroldo le dijo que la besara, cosa que le llamó mucho la atención a mi hijo y me lo
contó. Ella es poco expansiva, habla poco y mide sus palabras.
Los Primos: Domingo Martinez (Mingo, hijo de José Ma. Martinez), RHM (hijo de Doming Martinez ), Ana Salvatori, Syra Ojea (hija de María Martinez de Ojea) y Walter Constanza (Hijo de Elisa Martinez de Constanza)
DOMINGO
Este fue nuestro hermano menor. Llevó el nombre de mi padre. Era lindo de niño y lo fue de hombre. Suave
y cariñoso, correcto y sumamente religioso.
Se crió en la Iglesia del Pilar, vestía a la Virgen a quien tenía un cariño sin límites, ayudaba en la misa, era
acólito, los curas lo querían mucho y él decía que estudiaría para cura. Mi madre, contenta, decía: “Bueno
de 8 hijos uno será para mí”. Era sumamente obediente, todos lo querían y mimaban.
Tocaba el violín que era una maravilla, desde muy niño se manifestó en él su inclinación a ese instrumento,
comprándole mi madre uno pequeño, al cual le arrancaba dulces notas. Entonces se decidió por uno más
grande y tomarle profesor donde hizo, en poco tiempo, grandes progresos.
Mi padre se sentaba en el patio y escuchaba la orquesta formada por el piano, tocado a 4 manos por mis
hermanas, la flauta por José María y el violín de Domingo. El profesor, tan pronto acompañaba con el piano,
como a la flauta o al violín, se llamaba Domingo De Paola.
Era verdaderamente una delicia sentirlos. La gente paseaba por la calle escuchando. ¡No lo olvidaré nunca!
Esa música familiar. Elisa solía tocar en Bs. As. En conciertos, estudiaba hasta 10 horas diarias. Me acuerdo
que una vez tocó la Rapsodia Húngara Nro. 2 de Liszt. La tengo siempre grabada en mi memoria.
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Domingo tocó el violín hasta hombre, pero con una dulzura tal, que nadie le imaginaba, le imprimía todo el
sentimiento de su alma, suave y dulce.
Le llamábamos “nene”, hasta que se casó, entonces le llamamos Domingo, pero por sus amigos Dominguito,
para diferenciarlo de mi padre. Una vez llegó al Pueblo un Tte. Benavides que había estado en una Revolución y
le aconsejó que siguiera la carrera militar, pues en él todo se prestaba, su físico y otras cualidades. Entusiasmado
vino y se lo contó a mi madre, la cual no salía de su asombro y le dijo “haces como el topo, cambias los ojos
por la cola”.
Sólo tenía 14 años y mi madre decía: “No puedes, se precisan 16”. Pero viendo el entusiasmo fue y lo consultó
con el cura párroco, quien le dijo: “Doña Manuela, para que sea un mal cura, hágale el gusto, déjele seguir
la carrera militar”.
Mi madre objetó que no tenía la edad, pero entonces no había el Registro Civil. El Sr cura contestó que él
le fabricaría la edad, pues esto no era un pecado, puesto que era para un bien y que lo dejara probar que
sino le gustaba volvería de nuevo. Le favorecía su estatura, pues era alto, delgado, ágil y muy despierto.
Se preparó en 3 meses el ingreso dando un examen excelente y fue admitido al Colegio Militar. Siempre se
destacó por buen estudiante, con altas clasificaciones y conducta, siendo uno de los primeros.
Demás estará decir lo que lloramos su ausencia, parecía que faltaba la mitad de la familia pero, venía todos
los días que tenía licencia. ¡Estábamos orgullosas de él! Siempre se conservó sencillo y humilde, cariños con
todos. Siguió para Ingeniero Militar, además estudió para agrimensor e Ingeniería Civil. Fue profesor del Colegio
Militar donde hizo un libro sobre balística, Director de la Dirección de Ingenieros de Fabricaciones Militares.
Hizo viajes al extranjero siendo condecorado en todas las ocasiones que fue. Se distinguió en toda su carrera
por su rectitud, honorabilidad y honradez, un caballero, lo había heredado. Se casó con Delia Rotondaro y
tuvo 3 hijos. Roberto Harry, que también fue militar que se casó con Menena Pulleiro y tuvieron 2 hijas, Edith
Delia (La Nena) que se casó con Enrique Cadelli, aeronáutico y tuvieron 3 hijos y Jorge José Martinez, de la
aeronáutica que también se casó y tuvo 3 hijos. Sus hijos, muy buenos todos, cada uno tiene su hogar.
Cuando murió Domingo tuvo un entierro enorme, pues era querido por todo el mundo y falleció siendo Jefe de
Policía. Siempre conservó su fe católica yendo todos los domingos a misa, y cuando se enfermó hizo muchas
promesas, entre ellas a San Blas y regaló a la Iglesia del Pilar el mosaico del piso, e hizo una procesión donde
concurrimos toda la familia. Tenía a la Virgen del Pilar en su casa, siempre iluminada, pues no la olvidaba
cuando él la vestía en la Iglesia del Pilar.
Yendo una vez a una Revolución le tocó dirigir un cañón, acompañándolo los cadetes del Colegio Militar, 2
fueron muertos a su lado y él, cerrando los ojos al peligro invocaba a la Virgen del Pilar. Estaba presente un
sobrino, Tito Luciani, y el padre iba por la vereda y al ver caer a los cadetes desafiando las balas, los levantó
en los brazos y los llevó al hueco de una puerta, para que no fueran pisoteados.
Cuando Jefe de Policía fue otra Revolución, pero él no quiso exponer a la Policía, diciendo que era inútil
sacrificar tanto padre de familia a un ejército. Esto lo elevó aún más ante los buenos corazones.
Murió joven, a los 55 años, cuando aún prometía mucho para su patria. Sus restos se hallaban en la Chacarita
(hoy trasladado al Parque Memorial).
No olvidó nunca a sus padres, sobre todo a mi madre por quien tenía adoración, llevándole todos los domingos
un ramo de flores a la bóveda.
Fue muchas veces puesto como ejemplo en los púlpitos por los sacerdotes. Acostumbraba a ir al anochecer
a la Iglesia del Pilar a pedir por su salud, cuando estaba enfermo, colocándose siempre en el mismo lugar. El
sacristán lo veía y hasta que se iba no cerraba la puerta sin saber quién era, (más tarde lo supo).
Hizo una promesa de ir al Tandil y hacer el Via Crusis, entonces fue Carlos Coelo y le dijo: “Yo te acompaño”
y sin saberlo nadie se fueron, cumpliendo su deseo. Hizo cuanto pudo por su salud pero está designado que
Dios se lleva los buenos dejando los malvados.
Iba siempre a casa con su familia y también amigos pues le gustaba pasar un día de campo, hasta que hizo
su propia quinta en el camino a San Miguel llamándole “Las Delias” por la señora y la hija. Hoy se llama “Las
Dalias”, en la ruta 8. En su quinta se hizo un taller de carpintería, se hacía los muebles, llegando a hacer mesa
como la de Nuestro Señor Jesucristo, que la lucía en el comedor.
No olvidaré nunca el día que entregó su espada, para usar la de General cuando fue ascendido. Como
era tan devoto de la Virgen del Pilar, el cura le hizo una misa hermosa, a la cual asistió todo el Pueblo y como
no había más lugar ocuparon el atrio, la calle y parte de la plaza.
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Aquello fue imponente. El cura vestido de gala, el altar cubierto de flores y toda la familia ocupaba los
primeros bancos. Cuando llegó el momento de la entrega, el cura dijo un sermón que impresionó a todos,
los cuales lloraban. Domingo, estrenando su traje de General se dirigió con paso firme al altar mayor, parecía
una figura, pues su elegancia se destacaba entre todas las luces y firme escuchó las palabras del sacerdote
y éste se aproximó con un paño rojo y blanco y tomó en él la espada que mi hermano depositó en brazos
del cura haciendo la venia. El cura le entregó la de General y él la colocó en su cintura. Esta espada se
encuentra en la Iglesia del Pilar en un estuche. Sólo se oía decir “Dominguito” y todos lo besaban, todos lo
querían por su humildad. Después se fue al cementerio depositando flores en la bóveda de mis padres. ¡Fue
un acto inolvidable!
Me olvidaba escribir que cuando él quiso ser militar mi madre, que profesaba gran fe a la Virgen de Luján,
fue a verla y le pidió que, en alguna forma se lo hiciera comprender si lo dejaba seguir esa carrera. Compró
2 velas benditas y las encendió en la sala y en el sebo derretido se formaron 2 espadas que las conservamos
en una caja, habiéndose perdido cuando nos cambiamos acá.
Cuando era niño iba al colegio que quedaba frente a mi casa y por la ventana mi madre lo llamaba para
tomar el café y le decía: “Señorita, mi mamá me llama a tomar el café”, y acto continuo se iba. Todo se le
permitía pues todos lo querían por su dulzura y respeto.
Siguió siempre estudiando para lo que tenia una gran facilidad ayudado por sus hermanas mayores, pecuniaria
e intelectualmente.
Cuando estaba en el Colegio Militar llevaba siempre su bolsillo provisto pues todos los hermanos y padres
contribuían para que no hiciera mal papel entre sus amigos.
El 4 de junio es un día de grandes recuerdos. Primero porque es el cumpleaños de Syra y después porque es
el aniversario de la Revolución que tantos disgustos me causó. Fue la de 1943. Domingo era Jefe de Policía
y a su lado estaba Choco. El Ejército rodeaba la ciudad. Tomaron la Casa Rosada y la Jefatura de Policía,
sin derramar una gota de sangre. Ese día fui a la Capital ignorando todo lo que pasaba y con la emoción
rodé por la escalera mecánica, salvándome una señora que iba adelante. ¡Nunca lo olvidaré! Luego fuimos
a lo de María y con ella a la casa de Domingo que sabíamos se encontraba bien junto con Choco. Los años
han pasado, pero siempre tengo todo presente, sólo Domingo se fue al cielo, donde tendrá un lugar al lado
del Señor por su bondad.
Los peronistas le hicieron mucho daño y lo defendió Ruiz Guiñazú, que lo conocía íntimamente, llamándole
el “militar caballero” y que no sabían respetarlo ni aún después de su muerte. También la familia Risolía lo
apreciaba mucho, cuidándolo hasta sus últimos momentos el Dr Arturo Risolía.
Si hubiera vivido hubiera sido una gran recomendación para sus hijos. En un momento, en el cementerio se
escuchó decir:
“Aquí se va el gran orgullo de las Martinez”.
El sable se encuentra en el Museo de la Iglesia del Pilar.
FIN
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