62_ SUDAMÉRICA 63_ 63

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Se conocieron. Se amaron. Tuvieron un hijo. Se separaron.
Ella vive en París. Él, en Lima. ¿Puede el amor heterosexual de dos
personas homosexuales resistir a la distancia?
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una crónica de gabriela wiener
fotografías de cecilia jurado
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l pensaba
que ella
era un chico y ella pensaba que él era una chica. Se habían conocido
en el barrio y comenzaron a verse cada
vez más seguido. Una noche, Melvin se
quedó a dormir en casa de Amelia. Él
dormía y ella no, así que lo despertó:
–Oye, tú no eres hombre, ¿no?
Amelia entreabrió los ojos.
–Tú tampoco eres una mujer. Así
que déjame dormir.
Melvin la abrazó y se durmieron.
Pero en los días siguientes ninguno
sabía qué hacer. En la cabeza de Amelia
no cabía la posibilidad de estar con un
hombre y estar con Melvin, aunque tuvie-
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ra tetas, era como estar con uno. Además
ella era lesbiana. Y machona. Y virgen. Nada encajaba.
Para Melvin era casi tan complicado. Se consideraba una persona femenina pero también le gustaba
jugar el papel de protector. A fin de cuentas, era un
hombre. Y sus acorraladas hormonas masculinas le pedían actuar como el marido de esta chica. Iba a buscar
a Amelia a las esquinas donde ella solía beber con sus
amigos. Iba allí para pelearse con todos los hombres
que le faltaban al respeto y la sacaba a empellones.
–Oye, papito, está bien que parezcas hombre pero no eres
un hombre. Primero te haces la valiente y soy yo la que termino
pagando los platos rotos. Tu marido soy yo. Vamos para la casa,
carajo.
En la calle, Melvin es la chica de Amelia y ella es su chico, pero
en la intimidad, Melvin le dice a Amelia gordita y Amelia le dice
cholo a Melvin.
Cuando se emborrachan juntos, Melvin suele gritarle: «Tú eres
mi mujer. Yo te conocí siendo una niña y te hice mujer».
–Por eso no me va a dejar nunca. Si me deja, lo mato.
H
e llegado a París esta mañana en un vuelo directo desde
Barcelona, con mi teléfono celular muerto y los pechos
llenos de leche. Para venir hasta aquí he dejado a mi bebé de tres
meses, pero mis tetas no parecen haberse enterado, siguen con su
imparable producción de alimento y tengo la sensación de que estallarán de un momento a otro. Me siento tan culpable de haber
dejado a mi niña que pienso si a lo mejor este malestar que va
creciendo cada minuto no es mi merecido castigo. Lo peor es que
no veo a Vanesa por ninguna parte. En el aeropuerto Charles de
Gaulle es hora punta y en los altavoces resuenan advertencias de
seguridad cada vez más sofisticadas, algo así como que si llevas un
bote de champú en la maleta podrías ser acusado de fabricar explosivos líquidos.
Se había ofrecido a recogerme del aeropuerto y a hospedarme
en su departamento este fin de semana, pero por ahora Vanesa no
da señales de vida. La llamo por teléfono y la despierto. Su voz delata una resaca terrible. Una hora después aparece.
Vanesa es un travesti. Ella se autodenomina transexual pese
a no haberse sometido a un cambio quirúrgico de sexo. La había
conocido en el 2002 en la discoteca Kápital, la más grande del
populoso distrito limeño de Comas. Por esa época, Vanesa era indudablemente una de las reinas de las noches gay y acaparaba las
miradas con su estilizada figura y su cabellera rojiza al estilo de la
chica de El quinto ElEmEnto. Poco después, sin embargo, supe que
había viajado a Europa siguiendo la estela aspiracional de muchos
transgéneros peruanos. No volví a verla.
Hasta esta mañana.
A lo lejos, luce igual que en el 2002, pero de
cerca algo parece haberse deteriorado o ido para
siempre. Está muy delgada y su huesudo rostro de
chico casi se pierde entre sus cabellos ensortijados
recién lavados y sin secar. No se ha maquillado. Viste unos jeans ajustados, botas blancas y una chompa
del mismo color con cuello de cisne. Pese al frío, no
lleva abrigo. Para ser travesti exagera poco, intenta
verse como una mujer normal. Su talla small se lo
permite.
Después de reconocernos, caminamos hacia el
tren y noto por primera vez cómo las miradas indiscretas de hombres y mujeres siguen ese cuerpo de
mujer que habla con potente voz de camionero.
–¿No conoces a alguien en España que se quiera casar conmigo? –me pregunta.
Vanesa está de ilegal en Europa. Si los tuviera,
pagaría varios miles de euros por un matrimonio que
le permita obtener la residencia. Bromea con todos
los hombres que la miran. Cada vez que ve pasar a
uno más o menos atractivo, me dice: «Ahí va mi marido». Persigue a uno gritándole: «No te vayas, soy
la mujer de tus sueños». Dice en castellano: «¿Te la
chupo?». Los franceses la miran como si les estuviera preguntando la hora.
L
a Policía municipal suelta a sus perros y reparte palos y gases lacrimógenos contra los
travestis de Lima. Los operativos tienen nombres
muy extraños como «Profilaxis 2006». Desalojan los
sitios donde trabajan los travestis más pobres, como
uno que se hacía llamar «La pampa de las locas».
Meten a las chicas en sus camionetas y las llevan a los
calabozos, las violan y las vuelven a tirar a la calle a
pesar de que el trabajo sexual en el Perú no está penalizado. Cuando están en la calle, llega alguna
banda como «Los mojarras», especializada en atacar a putas y travestis, y entonces pueden darse por
muertas. Cada cierto tiempo, un travesti aparece
salvajemente asesinado en «extrañas circunstancias» dentro de su peluquería o apartamento.
Aunque en el Perú la homosexualidad no es ilegal, el matrimonio entre personas del mismo sexo sí
lo es, y no existe una ley antidiscriminación, menos
aun una que aluda específicamente a los derechos de los llamados
«transgéneros», como la ley de identidad de género española. Si alguien te viera besar en un supermercado a tu novio o novia del mismo
sexo, podría llamar a la Policía.
En una encuesta sobre exclusión social en el Perú, el colectivo
homosexual apareció como uno de los más discriminados en un país
atravesado de desigualdades. El setenta y cinco por ciento de los entrevistados contestó que ve «mal» que dos personas del mismo sexo
tengan relaciones sexuales. Y un treinta por ciento todavía piensa que
la homosexualidad es una enfermedad mental.
En medio de ese paisaje represivo, los trans han formado su particular gueto. Tienen hasta lengua propia. Hablan el «hungarito», un
extraño dialecto en clave. Vanesa lo habla con sus amigas peruanas en
París. Dice que surgió para despistar a la Policía. Los vocablos se logran
aumentando las sílabas y anteponiendo las consonantes «s» y «r». Por
ejemplo, «Hosorolasara, chisiricosoros» significa «¡Hola chicos!».
Como ejercicio, intenten decir en hungarito esta plegaria que
una vez le escuché decir a una transexual: «Dios mío, hazme invisible a la Policía».
E
l ginecólogo le anunció a Amelia que el suyo era un caso de
«ovario infantil». Ella y Melvin no podrían tener hijos. Soñaban tanto con tenerlos que uno les cayó del cielo. Era la bebé de una
mujer anónima que iba a abortarla en un consultorio clandestino. Decidieron quedársela, aunque después la dejarían al cuidado de una tía.
No había pasado ni un mes desde que encontraran a la niña, cuando
Amelia descubrió que estaba embarazada.
Habían tardado meses en hacer el amor. Al principio, porque vivían con la madre de Amelia, en su modesta casa, y dormían los tres
en la misma cama. Pero una noche la señora no fue a dormir. Amelia
se fue al sofá. Melvin le dijo que sólo quería dormir con ella, que no
iba a pasar nada, le dio su palabra de hombre. Su palabra de hombre,
claro, no valía nada. Una pareja de chicos gays tuvo sexo heterosexual.
A Amelia se le olvidó que Melvin era un hombre con cuerpo de mujer.
Y por eso le gustó. Un año después nació Valery.
Cuando Valery todavía era una bebé, Melvin fingía darle el pecho.
Poco después la niña ya le pedía la teta de silicona a su papá. Pero
sabía quién era quién. Amelia le pedía que le trajera sus zapatos y ella
le alcanzaba las toscas zapatillas de deporte y no los zapatos dorados
de tacón alto de Melvin. Si Amelia se ponía un calzón, la pequeña le
preguntaba por qué se había puesto la ropa de su papá y le alcanzaba
sus calzoncillos boxer. Melvin le decía a Valery que cuando creciera
esos tacos serían para ella y Amelia la llevaba a ver los partidos de
fútbol del barrio.
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Valery no era como esos niños adoptados por
parejas de homosexuales que la Iglesia considera
amenazados por no tener una familia como Dios
manda. No, ella no tenía dos mamás o dos papás. Tenía un modelo femenino y uno masculino. Tenía un
papá y una mamá. Aunque todo lo demás estuviera
revuelto.
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n su primera fiesta en Lima después de haberse puesto tetas, Vanesa vio llegar a esas
«mariconas» con sus enormes camionetas, joyas y
perfumes caros y pensó que ella quería ser así, exactamente como una de esas transexuales que migran
a Europa y vuelven a Lima como unas divas del cine
italiano. ¿Cómo lo hacen?, les preguntó. Una le dijo
que hacía shows; otra, que trabajaba en una discoteca; y alguna, que tenía un marido millonario.
Ir a Milán para un transexual peruano es como
ir a Harvard para un estudiante de Derecho. Algunos
salen del Perú con identidades falsas, sirviéndose de
una muy bien montada red para migraciones ilegales, que, según Vanesa, incluye a gente dentro de la
propia embajada de Italia en Lima. A Milán se han
ido todas sus amigas, más de dos generaciones de
chicas que gracias al trabajo sexual han construido
verdaderas mansiones para sus familias en los mismos barrios pobres de la periferia de Lima donde se
criaron. Por lo general, no se mudan a zonas residenciales, prefieren construir un segundo y hasta tercer
pisos, instalan jacuzzis o piscinas, y se compran un
automóvil escandaloso. Chicas que algún día fueron
hombres y que sólo mediante la prostitución han
podido pagarse costosas cirugías para obtener unos
portentosos cuerpos femeninos –su fuente de dinero– que incluyen la operación de cambio de sexo por
la que pueden pagar hasta doce mil euros en Europa.
Sólo enviando esas remesas han podido restituir su
imagen ante los que las juzgaron.
Felipe Degregori, un cineasta peruano que
prepara un documental sobre la discriminación
de transexuales en Lima, dice que ante el rechazo
y la marginalidad en que viven, migrar a otro país
supone demostrar que ellos pueden contribuir con
el progreso de la familia, solucionar sus problemas
económicos y de esa manera ganarse el respeto de padres, hermanos,
vecinos e incluso de la sociedad.
En Italia un transexual puede ganar hasta trescientos o cuatrocientos euros por día. En Lima, con suerte, pueden reunir entre cien
y ciento cincuenta soles diarios, unos cuarenta euros. Centavo a centavo, han dejado de ser la vergüenza de la familia para volverse sus
principales benefactores.
Mi hija Georgina piensa que el dinero hace la clase y eso no
es así.
Georgina es un transexual a la que «le han ido bien las cosas».
–¡Tiene cien mil euros en el banco! –grita Vanesa.
No sólo le ha construido la casa soñada a sus padres en el Perú,
también se ha cambiado de sexo. Vanesa la llama «su hija» porque fue
ella quien trajo a Georgina a París.
Entre las transexuales latinoamericanas funciona un sistema de
madrinazgo. Vanesa es la «madre» de Georgina porque quiso pagarle
todos los gastos del viaje, alrededor de unos cinco mil euros, que es lo
que cuesta sacar el pasaporte, comprar el billete de avión e instalarse
en una ciudad de Europa. Se trata de un préstamo, ni más ni menos.
Para la «hija», es la visa para un sueño y debe trabajar cada noche
para retribuir la confianza de su «madre». Para la «madre», poder
pagarle el viaje a una novata es un signo de categoría y, cuantas más
hijas ostente, su prestigio en el mundo de las mariconas será mayor.
Vanesa tiene dos hijas en París, pero ella también es la hija de alguien.
De hecho, a su «madre» le debe su nombre de mujer: Vanesa.
Desde el principio, su «madre» le dijo que sólo había una manera
de hacerse rica en Milán. La respuesta tenía cuatro letras: p-u-t-a. A
Vanesa le fulguraron los ojos bajo sus falsas pestañas. La Vanesa madre, sin embargo, no es puta, es ladrona. Vive en Milán desde los dieciséis años y es una de las grandes amas del negocio en esa ciudad.
E
l 14 de enero del 2003 Vanesa salió del aeropuerto Jorge
Chávez de Lima vestida de hombre y con el pelo amarrado en
una coleta. Tenía una visa de turista por quince días. Debía llegar a
Italia vía Francia. Pero nunca llegó a Milán. Cuando el metro la dejó en
el centro de París, todo le pareció familiar. Tuvo una fuerte corazonada: quizá podía hacerlo de otra manera. En esta ciudad tan bonita a lo
mejor no tenía por qué ser puta. Llamó a la Vanesa de Milán y le dijo
que no podía salir de París. Que le amortizaría la deuda desde ahí y se
puso a limpiar oficinas.
En una de sus primeras noches en la Ciudad Luz, cuando todavía alquilaba una habitación de hotel, una chica peruana la llevó a la
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A lo lejos, en el aeropuerto de París, Vanesa luce igual que en el 2002, pero de cerca algo parece haberse
deteriorado para siempre. Está muy delgada y su huesudo rostro de chico casi se pierde entre sus cabellos
ensortijados. No se ha maquillado. Viste unos jeans ajustados, botas blancas y una chompa del mismo
color con cuello de cisne. Para ser travesti exagera poco, intenta verse como una mujer normal.
«¿No conoces a alguien en España que se quiera casar conmigo?», me pregunta
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mejor discoteca de los Champs-Elysées. Se le acercó un hombre mayor. Alain, se llamaba, era asesor
financiero en París. El Viejo, como ella lo llama, la
llevó a su casa. Es el relato de su leyenda personal
en París. Este es su paraíso perdido. Los seis meses
con Alain, cuando pudo comprarse zapatos Gucci,
cuando fue a Eurodisney, cuando tuvo un automóvil
del año, cuando trajo a sus «hijas». En el Perú, a
una amiga le puso una peluquería y a otra le operó
la nariz. Lo dice así, como si ella hubiera usado el
bisturí. No sólo pudo enviar remesas a Lima, también consiguió visitar a sus colegas en Milán. «Debes trabajar muy bien en París», le dijeron al ver su
bolso Dior.
En su leyenda personal, Vanesa no es puta, es
una chica que tiene «amiguitos cariñosos que la ayudan». O al menos eso es lo que quiere que yo crea.
–¿Cuántas mujeres se casan por interés? –exclama–. ¿Cuántas mujeres son putas y no se dan
cuenta?
En sus anécdotas ella es siempre la que cuida
el honor de sus padres y hermanos, la que está con
hombres millonarios porque le gustan, porque se
encariña con ellos, como una hija con un padre mimoso.
–Mis amigas me decían: maricón, deja los
complejos, trabaja, aprovecha que eres joven, pero
yo quería triunfar de otra manera.
¿Por qué habían cambiado sus planes? Se acomoda uno de sus rulos sobre la frente mirándose en
una de las ventanas del vagón y dice:
–Me enamoré y me cagué.
C
armen se dio cuenta de que su hermano era
homosexual porque desaparecía la ropa de
su armario. En la familia había otro como Melvin.
Un tío. Carmen pensó que a lo mejor era algo genético. Tenía tanta vergüenza que cuando se encontraba con Melvin en una fiesta elegía irse.
Un día Melvin salió en un talk show de la televisión contando
su vida. Si lo hace para llamar la atención, dijo su padre, debería ir al
psicólogo. Y si lo hace por plata debería ponerse a trabajar.
Cuando a Melvin lo operaron del apéndice, el médico le dijo a
la familia que tenía un exceso de hormonas femeninas. Sus primeras desapariciones fueron coronadas por los primeros golpes de papá.
Carmen piensa que sus padres descuidaron a Melvin por los problemas de pareja. Papá se había ido con otra.
Carmen, que ve a la hija de Melvin de vez en cuando, dice que
encuentra a su sobrina muy afectada. Está preocupada porque Valery
crece en un ambiente que considera inadecuado. Habla con jergas y
tiene el pelo recortado «como hombrecito», igual que Amelia.
En los últimos tiempos la ha visto muy delgadita. Sabe que quien
la cría es la madre de Amelia, una señora muy mayor. Amelia hace su
vida loca y deja a la niña, dice Carmen. Cuando viene a visitarla, ella
intenta darle de comer pero Valery no quiere.
–Tiene el estómago reducido.
Según Carmen, la niña siempre le pregunta por qué su papá usa
tacones y por qué se pinta la boca.
Ella le contesta que su papá es payaso y por eso está disfrazado.
B
ajamos en la parada de metro Jon Jaures Quartier, a unos
pasos del departamento de Vanesa en la avenida Secretoin, al
lado de la estación del norte y del canal L’Uurchk.
En el barrio de Vanesa vive todo tipo de gente, sobre todo de clase
media. Al lado del canal se congrega un grupo de homosexuales por la
noche. Vanesa lo cuenta como si ella fuera una vecina chismosa más
y esto le pareciera un fenómeno extraño y no parte de su vida, como
es en realidad. Me dice que ya veré el departamento, que es pequeño
pero que tiene una gran ventaja: no paga nada por él. Lo alquiló sólo
con su pasaporte y un día dejó de pagar. Pasaron meses y el dueño
le hizo un juicio pero salió perdiendo porque ahora está acusado de
lucrar con ilegales. Si Vanesa gana el juicio, hasta podría quedárselo.
Tener un departamento propio en París no es poca cosa.
Al entrar al lugar, en realidad un estudio de cuarenta metros cuadrados de un solo ambiente, impresiona el olor. ¿Cómo en París puede
oler a Lima? En realidad a ciertas casas de Lima, a ciertas horas del
día. Es un olor a mezcla de ropa sucia y comida estofada en agua con
arroz y ajo. La calefacción está al máximo. Casi hace calor. Siempre
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está encendida. Sobre uno de los radiadores duerme
la gata Chinchosa. Una ruidosa pareja de periquitos
australianos pelea dentro de su jaula. La decoración
es barroca y parece salida directamente del contenedor de basura. Hay una vieja mesa redonda frente a
un televisor gigantesco. Un sofá raído. Un cuadro de
un hombre en trineo que atraviesa un paisaje nevado. Una cama al fondo y en la pared unas hojas de
palma extrañamente colocadas alrededor de un retrato grande de Vanesa, como si fuera una estampa
de la virgen. Adornos de perros dálmatas y floreros
rellenos de llaves viejas, botones, monedas de un
céntimo. Cuelga de clavos en las paredes una serie
de accesorios dispares como una estola de plumas o
un gorro de Mickey Mouse, en su versión aprendiz
de brujo. Sobre la refrigeradora hay fotos de Vanesa
posando con otras chicas también transexuales y una
foto de un chico con una niña. La pequeña, que en
la foto debe tener unos cuatro años, sonríe pícara y
con la mano hace el signo que en el Perú se usa para
hablar de homosexuales: un aro muy abierto con el
índice y el pulgar.
Hay una especie de tienda de campaña montada improvisadamente con sábanas que hacen las
veces de puerta. Allí dentro está durmiendo Frederic, el marido de Vanesa. No puedo verlo. Sólo puedo
escucharlo roncar y tirarse un pedo. Ella contiene la
risa.
–¡Uy, papi! Cómo duermes, oye. Levántate ya.
Es que ayer nos fuimos a una fiesta y regresamos a
las seis de la mañana.
Empiezo a sentirme incómoda.
–A Frederic lo conocí tres días después de que
salió de la cárcel –dice Vanesa mientras llena la nevera.
Cómo será dormir bajo el mismo techo con
dos desconocidos, un ex presidiario y su novia transexual. Frederic, parisino de nacimiento, fue detenido en Roma con varios kilos de cocaína y estuvo
cinco años en prisión. Regresaba con su cargamento
del Brasil. Según Vanesa, su novia de ese entonces,
una prostituta brasileña, lo usó para sacar la droga.
Cuando salió libre, lo primero que hizo él fue buscar
a unas prostitutas de las que había sido asiduo cliente, que vivían en este mismo piso y que por casuali-
dad eran amigas de Vanesa. Ella no lo atendió pero conversaron hasta
el amanecer.
–Por eso no me puedo casar con él, pues hija. Si no, ya tendría
los papeles. Uy, imagínate si nos casamos. Yo peruana y casada
con un ex narco. Me revisarían de pies a cabeza en todos los aeropuertos.
Me muestra unas fotos. En una aparece con un chico rubio.
–Ése quería casarse conmigo porque pensaba que era mujer.
Cuando le contó la verdad fue una conmoción.
–Me dijo que creía haber encontrado en mí a la mujer con quien
casarse y tener hijos. Yo le dije: hijos tengo. Pero me dejó.
Saca otra foto donde aparece ella con Frederic y su familia en un
almuerzo campestre. Se ven muy felices. Ellos saben que ella es gay
y la aceptan. Frederic, en la foto, es un hombre de casi dos metros de
altura, fornido y calvo.
–Es un buen chico pero está desmoralizado. Hay días en que no
da ni un euro, pero a mí no me interesa el dinero.
Frederic era conductor de autobuses hasta que sufrió un accidente. Iba en su carro a doscientos kilómetros por hora. Cuando lo
encontraron, tenía la pierna detrás de la cabeza. Ahora lleva clavos y
cobra una pensión de trescientos euros mensuales que alcanza para
muy poco.
–Lo bueno es que limpia, lava la ropa y cocina con cinco euros.
Buenos días.
Frederic sale en calzoncillos largos y polo.
–Has dormido como un chancho, oye mierda.
Las palabrotas son una constante manera de manifestarse cariño. Frederic va a la cocina y desde ahí grita en tono acusador.
–Vanesa, ¿y el pollo?
–Está aquí afuera.
–Pero todavía no lo has hervido. Eso tarda una hora.
El hombre de la casa habla una mezcla muy personal de francés,
italiano y portugués. Sólo por la raíz latina podemos entendernos en
castellano.
–Te estoy diciendo mi amor, mi amor, levántate. Te he dejado
dormir para que después no estés de mal genio y mira cómo te pones.
Ya, vaya usted a cocinar y no joda.
Por un segundo no sé quién es el macho de la casa. En todo caso,
parece que ambos quieren demostrar que lo son. Empiezo a sentirme
la única chica en esta habitación. Empiezo a sentirme muy sola.
–Me estresa este hombre, te lo juro –dice Vanesa.
Voy a pasar las próximas cuarenta y ocho horas con una pareja al
borde de un ataque de nervios o al borde de la lucha libre, así que más
vale que empiece a buscar algo de qué hablar. Para
empezar debería dirigirme a esta especie de Obelix.
Le pregunto algo que ya sé: cómo la conoció.
–Aquí en esta casa cuando…
–Ya le conté, cállate.
–No eres muy cariñosa, ¿no, Vanesa?
No he podido evitar inmiscuirme.
–Yo soy muy cariñoso –dice Frederic en castellano–, pero él no.
Recordé que ella en francés se pronuncia él
(elle).
Vanesa es una mujer encerrada en un cuerpo de
hombre. Pero según Frederic, es en realidad un chico
encerrado en un cuerpo (falso) de mujer.
C
uando se veía como un hombre, Melvin, trabajaba como cobrador de autobuses. Al
abandonar su carrera de Hotelería y Turismo para
transformarse en mujer, su padre dejó de hablarle.
Tenía una frase que siempre repetía: «Hijo maricón
al cementerio». Por eso lo metió a practicar karate.
Un día el padre le preguntó sobre su obsesión
por vestirse como mujer. Si quería podía ser gay,
pero no había razón para el escándalo. Él tenía en
el banco amigos homosexuales que en su casa vivían
una vida y en la calle otra.
Por su padre, se cortó el pelo llorando.
Por su hija viajó a Europa para trabajar de puta.
S
iento un fuerte dolor de cabeza y creo que
tengo algo de fiebre. Debo entrar sin demora
al cuarto de baño y usar el sacaleches para descongestionar mis pechos o corro el riesgo de padecer una
infección llamada mastitis. Extraigo varios centímetros cúbicos de leche sobre la bañera de Vanesa utilizando mis manos, porque no me doy abasto con el
sacaleches. La naturaleza puede ser muy cruel. Ahora lo daría todo por unas tetas de silicona. Daría lo
que sea por liberarme de mi condición femenina durante unas horas. Vanesa, en tanto, se está cambiando de camiseta. Deja a la vista sus tetas casi perfectas
y no puedo evitar las comparaciones. La curiosidad
me mata y le pregunto si puedo tocarlas.
«En el sentido más caballeroso del término, Marco Avilés
se ha hecho de millar y medio de mujeres. Ha oído, seguido
y escrito sus historias en gentil prosa que hace justicia a los
anhelos confiados. Dudo que ahora pueda desentenderse de ellos.
Como tampoco podrá hacerlo el lector, y menos aun las internas
mismas, que los urden y viven bajo encierro. Este libro, para los
de afuera, será un catálogo de sueños en medio de una pesadilla.
Pero para las de adentro será una ventana en la pared.
Algo así como si todos los días fueran de visita».
Jaime Bedoya
Presentación en Lima: domingo 22 de julio. 7 pm.
Auditorio César Vallejo. Feria del Libro. Centro de Convenciones del Jockey Plaza.
De venta en librerías y supermercados.
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Ir a Milán para un transexual peruano
es como ir a Harvard para un estudiante
de Derecho. A Milán se han ido más de
dos generaciones de chicas que gracias al
trabajo sexual han construido verdaderas
mansiones para sus familias en los mismos
barrios pobres de la periferia de Lima donde
se criaron. Chicas que algún día fueron
hombres y que sólo mediante la prostitución
han podido pagarse costosas cirugías
para obtener portentosos cuerpos
femeninos, su fuente de dinero
–¡Claro!
–No se siente nada raro…
–Son normales, ¿ves? Hasta se juntan.
–Hay como algo durito en el fondo pero son
bastante blandas, parecen naturales…
–Sí, tuve suerte.
–No envejecen nunca. Son mejores que las de
verdad.
–Normalmente caen.
–Ah, entonces también caen.
–Tengo una amiguita que parece que hubiera
tenido cinco perritos y seis gatitos y cuatro chanchitos. Pero las mías no sé por qué no caen.
–¿Y cómo haces?
–Nada. Dicen que se pueden reventar pero yo
me he peleado a golpes y nada.
Operaciones de Vanesa: nariz, prótesis de suero
salino en los pechos –lo bueno del suero salino o fisiológico es que si alguna vez la prótesis se rompe el
cuerpo lo absorbe, me explica– y muchas hormonas;
en realidad, pastillas anticonceptivas. También algo
de silicona que ella misma se inyectó en las caderas
porque la operación era muy costosa. Compró unas
agujas en la farmacia y se encerró en una habitación
de hotel. Fue llenando cada hueco de su cuerpo masculino con ese líquido grasiento y al instante apareció ahí una redondez femenina. Las tetas, en cambio,
se las operó un cirujano peruano por mil doscientos
dólares.
–Y no terminé de pagarlas. Sólo le di setecientos dólares. Me dijo que le llevara el resto del dinero
cuando fuera a sacarme los puntos. Nunca regresé. Me saqué los puntos con el cortaúñas.
Vanesa se gusta. Es un narciso casi insoportable. Supera en vanidad a todas las mujeres que conozco. Habla de su cuerpo y se felicita
por su suerte. Gracias a sus huesos finos ha podido diseñarse un cuerpo muy parecido al de una chica de veintitantos años. Nada que ver
con esos transexuales de curvaturas groseras.
Vanesa se siente una mujer, ésa es su tragedia, pero ni por eso
tiene en mente el cambio de sexo.
–A una amiguita le han puesto la cabeza del pene como un clítoris. Ella dice que siente como que se viene pero que no eyacula. Y
tengo otra amiga que dice que no siente ni cuando mea. Le dice a su
marido: «Métemela». Y él: «¡Pero si ya te la metí!». Yo siempre seré
un hombre. No puedo suplantar a una mujer aunque me opere. Ya
estoy yendo contra Dios siendo como soy, imagínate si me opero. Me
gustaría haber nacido mujer pero no pudo ser.
Salimos a dar un paseo por el barrio. Nos metemos en una cabina telefónica. Y mientras vemos pasar fuera a toda clase de hombres
como por una pantalla de televisión, me dice la verdad:
–No me opero porque si no no sale el negocio. Me operaré cuando ya no me funcione.
E
n la foto, Amelia tiene unos seis años. Su mamá le ha puesto
un vestido blanco y lazos en el pelo largo. Es su bautizo. A los
once años, sólo quiere usar pantalones deportivos para ir al colegio.
Cuando su madre le pregunta dónde está su falda del uniforme, ella
siempre le dice que está lavada.
Un día tuvo que aceptar que su hija era como una de esas chicas
que parecen hombres. «Chitos», les dicen en Lima. La había criado
como una niña. ¿Qué había hecho mal? Le volvió el alma al cuerpo
cuando su hija se enamoró de un hombre, aunque éste no se viera
exactamente como uno de ellos.
Amelia era un nombre injusto para una chica varonil que jugaba
fútbol. Por eso se lo cambió a Michael. Le gustaba estar con hombres
pero únicamente para entender sus vestimentas, para saber de qué
hablaban, para imitarlos. Sólo podía enamorarse de chicas. Hasta que
vio a Vanesa.
C
uando menciono a Amelia delante de Frederic, él dice: «Ah, la
Michael, la mujer de Vanesa». Hace un mes que no saben de
ella. Según Vanesa, Amelia ha estado emborrachándose con la plata
que ella le mandaba. Me dice que siempre serán una familia, pero que
no le gusta nada su actitud.
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Aunque no me lo ha dicho explícitamente, Vanesa trabaja como prostituta en París. Intenta hacerme creer
que irá al Bosque de Bolonia sólo por esta noche, para conseguir unos euros. Hace un momento alguien la
llamó por teléfono para pedirle «dominación psicológica y física». Tiene un anuncio con su teléfono en una
página web, aunque le da pocos resultados. Cuando vienen los clientes a esta casa, puede cobrarles hasta
ciento cincuenta euros por tener sexo en la misma cama donde, me informa, voy a dormir esta noche
–No es que sea machista pero si yo le doy protección espero que la sepa apreciar. Le pedí que no
me fallara y me falló.
Cuando se separaron, Vanesa le dijo a Michael
que si algún día se acababa el amor siempre tendría
su apoyo y ahora, asegura, sigue enviando dinero
para su hija.
–Supe que se ha ido a vivir con una prostituta.
Yo no soy celoso. Me llamó y me lo contó. Yo sólo le
he pedido que se cuide.
–Quizás se emborrachaba de nostalgia por ti.
–¿Sabes cuánto me gastaba en teléfono hablando con ella? Ochocientos euros, que me los pagaba
El Viejo. La llamaba desde la una hasta las cinco de
la mañana. Le ponía canciones y llorábamos toda la
noche.
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sta noche Frederic y Vanesa me llevarán al
Bosque. Le Bois de Boulogne es un parque
en el límite oeste de París, cerca del suburbio de
Boulogne-Billancourt. Tiene un área de casi nueve
kilómetros cuadrados, dos veces y media más grande
que el Central Park de Nueva York. Durante la Guerra de los Cien años, el bosque fue la guarida de muchos forajidos. Enrique IV plantó quince mil moreras
con la esperanza de alumbrar una industria local de
la seda. Su repudiada mujer, Margarita de Valois,
tuvo ahí su refugio. El lugar fue transformado en un
parque por Napoleón III, en 1852. Los parisinos lo
llamaban «El Jardín de los Placeres Terrenales»,
pero, como la pintura de El Bosco, no es ningún paraíso, más bien podría ser un infierno para almas retorcidas. Robert Bresson tiene una película llamada
Las damas deL bosque de boLonia. Le Bois albergaba a
cerca de mil quinientas trabajadoras sexuales de ambos sexos, pero a fines de los noventa se hizo una
«limpieza» y ahora sólo quedan algunas mujeres y
varios cientos de travestis, sobre todo inmigrantes de
origen latinoamericano sin papeles.
M
e siento muy enferma. Debo tener más de treinta y ocho
grados de temperatura. La infección es un hecho. Tengo
los pechos como dos piedras de río. Vanesa duerme. Luego de comer
el estofado de pollo que preparó Frederic hemos tomado un descanso.
Cada hora he entrado al baño a sacarme leche, pero no es suficiente.
Necesito ir a un hospital para conseguir un sacaleches eléctrico que
extraiga grandes cantidades y así aliviar el dolor. Vanesa se niega a
acompañarme, se convierte en un niño caprichoso y desconsiderado
cuando alguien intenta alejarla de la cama. Les digo que iré al hospital
sola pero el marido se ofrece a acompañarme. Vamos caminando a la
maternidad. Allí no tienen el bendito sacaleches. Me recomiendan seguir sacándomela con la mano. Al volver al departamento Vanesa me
dice, somnolienta, que a Michael también le pasó esto cuando daba de
mamar a Valery. Me enseña como apretármelas.
A
unque no me lo ha dicho explícitamente, Vanesa trabaja como
prostituta. Al principio intenta hacerme creer que irá al Bosque sólo por esta noche, para conseguir unos euros. Hace un momento, además, alguien la llamó por teléfono para pedirle «dominación
psicológica y física». Tiene un anuncio con su teléfono en una página
web, aunque le da pocos resultados. Cuando vienen los clientes a esta
casa, puede cobrarles hasta ciento cincuenta euros por tener sexo en la
misma cama donde, me informa, voy a dormir esta noche. Es más
sencillo ir al Bosque; allí gana treinta euros por cliente, pero el flujo es
constante y a veces los clientes son más que generosos.
–Yo hice teatro para niños, yo bailé en cabarets, yo quise demostrar que las travestis en Europa no venimos sólo a putear, pero como
se suele decir: no se pudo.
Frederic me dice que el francés no es un ser prejuicioso, que
cuando ama no le importa que su amor sea hombre o puta o las dos
cosas a la vez. Antes de entregarla a manos de todos los viciosos de la
ciudad, él le prepara a su chica un delicioso baño de burbujas que ella
rechaza de muy mal humor.
–Te he dicho mil veces que no le eches espuma.
–¿Crees que soy tu esclavo?
–¡Ay, muy macho eres!
Vanesa se pone un pantalón ajustado y una camiseta corta. El frío
es apoteósico esta noche en París y en el Bosque, me dicen, baja hasta
cero grados. Vanesa no lleva abrigo.
–Prefiero morir de frío que morir de hambre.
Subimos al destartalado coche de Frederic. El
marido de Vanesa conoce a fondo el mundo de la
prostitución en París. Antes tuvo otras dos parejas
prostitutas. Me cuenta que lleva tiempo trabajando
como taxista clandestino para las chicas transexuales, aunque por ahora está parado. Las recogía de su
casa y les cobraba diez euros por llevarlas a las inmediaciones del Bosque. Noto que el parabrisas del
coche está semidestrozado. Concluyo que no escarmienta y sigue conduciendo a velocidades ilegales.
En efecto, corre y se pasa todos los semáforos.
–Los que van al Bosque quieren saber qué tienes entre las piernas.
Con una frase como ésta, Vanesa es capaz de sacarte hasta de una angustia burguesa como el miedo
a la muerte y devolverte a la vida.
–Algunos piensan que eres mujer, pero cuando
descubren que no lo eres les da lo mismo. Es más,
se ponen más viciosos. Su fantasía es decirme que
es su primera vez y preguntarme si me la pueden tocar. Después están ahí arrodillados. Cada uno con su
drama.
Vanesa puede ser muy vulgar pero su fantasía
es que la traten como una chica delicada. Cada uno
con su drama.
M
ichael supo que Vanesa se había enamorado de otro y que pensaba quedarse en París. En el hombro todavía tenía tatuada una imagen
de ella, de la primera foto que le envió desde Francia.
Al principio se sintió sola y para no seguir sufriendo
se buscó otra pareja. Ahora vive con ella y con la pequeña Valery. Es una chica de la que dice estar muy
enamorada.
A veces Valery mira las fotos de Vanesa y dice:
«Mi papá es bien bonita». Michael le ha dicho a Valery que su nueva pareja es su mejor amiga y salen a
pasear juntas, con los hijos de ella, a los Valery que
llama hermanitos.
Según Michael, Vanesa no envía dinero para su
hija hace más de un año. Ella sabe que ha tenido problemas pero necesita el dinero más que nunca. Trabaja sellando bolsas en el Mercado Central de Lima,
algunas veces de madrugada. Si llega antes de las ocho de la mañana
todavía puede llevar a su hija al colegio.
Todo ha vuelto a la normalidad: Melvin está con un chico y Amelia está con una chica.
E
l Bosque es profundo y tenebroso: el reino de lo natural. Se
presta para toda clase de fantasías sexuales al estilo de eL señor de Los aniLLos. Sólo si enfocas bien la vista, podrás ver unas figurillas humanas completamente artificiales, con pelucas, vestidas con
abrigos de piel y botas doradas, y no son precisamente elfos. Una vez,
un chico le pidió a Vanesa que lo amarrara, llegó la Policía y ella salió
corriendo, dejándolo ahí atado. Cierta noche encontraron a una compañera acuchillada y a otra tuvieron que llevarla en estado de coma al
hospital. De cómo sales depende de con quién entres. Vanesa se ha
propuesto derribar algunos prejuicios esta noche: me dice que en el
Bosque los árabes las insultan pero después les gusta que los penetren.
Que hay muchos negros que la tienen pequeña. Y que existen transexuales argelinas. Hay que prepararse para lo inesperado.
Frederic nos deja en el punto de encuentro de las peruanas. Allí
están dos compatriotas en pleno descanso, comiendo comida china
que les venden ahí mismo. Una es Tatiana, la otra «hija» europea de
Vanesa. Hablan de una «peluquera», ex profesor del jardín de infantes. Tatiana la acogió en su casa y supuestamente se insinuó a su marido, al que por cierto conoció en el Bosque.
–Las que recién llegan siempre quieren alcanzar rápidamente lo
que a uno le ha costado tiempo y esfuerzo –sostiene Betina, la mayor
del grupo. Su actitud desencantada contrasta con el entusiasmo de
una joven brasileña que grita desaforada: ¡Soy mujer, soy mujer!
–Siempre la confunden con maricona –se burla Vanesa.
La pequeña carioca se abre el abrigo contra el viento y desafía
el tráfico con sus pechos desnudos y su diminuta tanga. Las luces la
iluminan y por un instante ella es el mascarón de proa de este barco
a la deriva. Se baja la tanga, entreabre la mata de pelos y nos enseña
a todos con orgullo cómo es una mujer natural. Se pasa un dedo y se
lo lame como en una película porno. Sin duda, debe de estar bajo los
efectos de alguna droga magnífica. Se sabe que en el Bosque algunas
chicas se drogan para soportar el frío y las horas de trabajo duro con
sus clientes.
–Vanesa tiene un bonito cuerpo y como es pequeña puede pasar
por una mujer. En cambio, la brasileña es mujer pero se comporta
como un travesti. No es necesario ser una mujer para ser femenina.
Betina es lapidaria.
Veo a Vanesa con toda su fabricada feminidad alejarse hacia los
coches que hacen fila para verla. Si se quedara con nosotros no podría
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La pequeña brasileña se abre el abrigo contra el viento
y desafía el tráfico con sus pechos desnudos y su
diminuta tanga. Las luces la iluminan y por un instante
ella es el mascarón de proa de este barco a la deriva.
Se baja la tanga y nos enseña a todos con orgullo cómo
es una mujer natural. En el Bosque de Bolonia algunas
chicas se drogan para soportar el frío y las horas de
trabajo duro. «Es mujer pero se comporta como un
travesti», dice una de sus compañeras
trabajar. Sobre todo porque acaba de volver Frederic
con su porte de caficho intimidante.
En ese momento, un Peugeot viejo se detiene
a nuestro lado. Dentro hay una mujer. Es la hermana de Frederic, que ha heredado temporalmente el
negocio del taxi clandestino. Frederic me invita a un
tour relámpago por el Bosque, mientras esperamos
que Vanesa haga lo suyo. Soy el copiloto de la hermana. Una mujer grande con gafas llamada Florence
que usa un poncho de alpaca, regalo de una de las
chicas peruanas. Florence pasó una temporada deprimida y llegó a pesar ciento veinte kilos, me explica
Frederic. Ahora ha bajado treinta y seis kilos y está
intentando salir, ganándose la vida de esta forma.
–Hola, Carolina. Saluda a tu marido –le dice
Frederic a una morena muy alta que tirita de frío al
lado de la autopista.
Frederic es amigo de todas. Las llama desde
el carro y me va explicando quién es quién. Esto es
América Latina, nuestro continente a pequeña escala. Ésta es argentina. Esta otra es colombiana: le
enseñó a bailar salsa a varias. La que se está drogando es uruguaya. Ésta es peruana, pero tiene papeles
españoles. Aquélla fue a la que encontraron con la
cabeza abierta. A ella le dicen la Ñata y cocina un cebiche delicioso. Ésas de las pelucas son transexuales
árabes. Allí donde parece haber un embotellamiento
están las mujeres del Bosque. Ése que va ahí es el
ecuatoriano que vende comida. Y ésa de ahí es Paloma. Era policía en el Perú. Más allá está Shirley, otra
peruana que estudió en la universidad y es muy inteligente. Hay quince o veinte personas que viven en
Ecuador de lo que esa chica que está parada ahí hace
con su culo cada noche en el Bosque. Y aquélla que viene ahí tiene
sida, pero cuida al cliente. Por estar enferma, el gobierno de Francia le
da comida, casa, medicamentos y hasta papeles.
Me siento invisible con mi metro sesenta y mis medidas sobrias.
Lo que está ocurriendo ante mis ojos es «una de esas cosas para hombres». Y no puedo dejar de pensar en cómo sería un mundo sin mujeres. Después de todo, un transexual no es más que la proyección de
lo que un hombre cree que es una mujer. Por eso a los hombres heterosexuales les gustan tanto los transexuales. Porque en estos tiempos
son lo más parecido que encontrarán a su ideal femenino.
Florence nos tiene que dejar. Frederic y yo caminamos buscando
a Vanesa que ya lleva más de una hora desaparecida.
–Una vida un poco extraña, ¿no crees? –dice Frederic.
–¿Extraña?
–Una vida de mierda.
Frederic es la persona más sensata de este periplo. Y probablemente también la más sensible.
H
ace poco en el Bosque a Vanesa la cogió la Policía. Por ser
transexual, puta e ilegal. Casi nada. Para que la soltaran, tuvo
que decir que era de Cuba y que en su país mataban a los maricones.
Al salir de la cárcel llamó al Perú buscando consuelo, pero allá sólo
tenían curiosidad por saber cuándo enviaría el dinero. Por eso se cambió de teléfono. Por eso fue difícil dar con ella.
Atrás han quedado los días de bonanza en que se travistió de ángel benefactor para sus hermanas mariconas. Ahora está enamorada
de ese caficho bonachón e inteligente, de ese white trash «franchute»
que le hace baños de espuma y la trata como a un niño malcriado.
Vanesa sale por fin del Bosque como un hada magullada. En una
hora se ha hecho noventa euros. Diez se le acaban de caer y está enfadada. Antes de llegar a la casa nos detenemos en una tienda y con el
dinero de la prostitución compramos pan, jamón, queso, mantequilla,
galletas y chocolate. Ellos quieren invitarme. Luego nos guarecemos
en su madriguera con la calefacción a tope y comemos juntos, casi
felices. Entonces recuerdo que Frederic también tiene a sus hijos lejos,
como Vanesa, como yo esta noche. Me lo contó camino a la maternidad. Su madre se los llevó a Brasil y no ha vuelto a verlos. Todos
estamos lejos de nuestros hijos ahora. Me pregunto si, acostados en
su cama de marido y mujer donde nunca podrán procrear, piensan
en ellos. En Valery, por ejemplo. Yo dejo que un poco más de leche se
vaya por el desagüe mientras me doy un baño de agua caliente. Es lo
que las chicas del Bosque hacen al volver a casa para sentirse mejor.
En la cama donde a veces Vanesa se gana la vida, duermo sobre mi
abrigo.
mis primeros cincuenta_ juan villoro. los cincuenta estados del imperio gringo_ daniel alarcón.
los increíbles cincuenta de un matrimonio_ familia conesa. las (casi) cincuenta mujeres de mi vida_ juan bonilla.
cincuenta aforismos para no soñar_ joaquín sabina
ilustraciones_ eriván phumpiú

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