del confucianismo al catolicismo

Transcripción

del confucianismo al catolicismo
DEL CONFUCIANISMO AL CATOLICISMO
Por Juan Ching Hsiung Wu, Ministro plenipotenciario de China ante la Santa Sede
“Ángeles de las Misiones”, Bérriz (Vizcaya), 1948
1
Prólogo
El 19 de marzo de 1948, festividad de San José, Patrón de China, su excelencia don
Juan Ching Hsiung Wu, Ministro Plenipotenciario de China cerca de la Santa Sede, dio
en el Aula Magna de la Universidad Gregoriana la siguiente conferencia1.
El señor Wu Ching Hsiung es una de las figuras más representativas de la China
moderna, rica en antiguas tradiciones, pero deseosa de asimilar la cultura de las
naciones occidentales. Esto explica el que desde los veintiún años, y por espacio de
cinco, el señor Wu ha frecuentado sucesivamente la Universidad de Michigan, en los
Estados Unidos; la de París, y luego la de Berlín. Fue recibido Doctor en Derecho en
los Estados Unidos a la edad de veintidós años. Al empezar la conferencia, el R. P.
Dezza, Rector de la Universidad Gregoriana, dio las gracias al señor Wu Ching
Hsiung, exaltando por una parte la profunda ciencia jurídica del embajador chino,
puesto que es el autor de la nueva Constitución de la República China, actualmente en
vigor; y por otra su gran fe cristiana, tan ardiente y apostólica, pues es el autor de una
traducción china del libro de los Salmos, a la que sucederá una nueva traducción china
de los libros del Nuevo Testamento.
Con la mayor sencillez y una sinceridad conmovedora, pero al mismo tiempo con
visión clara de la profunda acción de la gracia en su alma y de sus caminos
silenciosos, el señor Wu Ching Hsiung refirió las etapas sucesivas por las que Dios le
había llevado, desde el confucianismo que había sido la religión de su infancia y la de
su ambiente familiar, hasta la luz de la fe católica.
El señor Wu hubiera podido dar a su relato el título de Confesiones en el sentido que
lo dio San Agustín: una alabanza dirigida a Dios para pagarle sus misericordias. Y hay
otras muchas semejanzas entre los dos convertidos. Antes de darse plenamente a
Dios, el hijo de Santa Mónica había gustado todas las corrientes de pensamiento de su
1
A la conferencia asistieron sus Eminencias los Cardenales Luigi Lavitrano y Máximo Massini;
S. E. Mons. L. Nigris, presidente de la Obra Pontificia de la Propagación de la Fe.
2
época: con Virgilio se había enternecido ante las desgracias de Didon; con Hortensio,
de Cicerón, se había entusiasmado por la sabiduría. Se había hecho el apóstol de
Mani; el escepticismo de la Nueva Academia le había seducido. Asimismo la odisea
del señor Wu nos hace pasar por Confucio, Lao Tsé, después por un vago
evangelismo, más tarde por Bergson, Goethe, hasta la linde de la rebelión contra la
Providencia. Y así como para San Agustín los auxilios se multiplicaron pronto con la
predicación de San Ambrosio, el espiritualismo de Plotin, la lectura de San Pablo, el
ejemplo de los monjes; así el señor Wu fue ayudado por las Escrituras, por Newman,
por Papini, por Dante, por la Santa de Lisieux, hasta llegar a la verdadera luz y a la
entrega total de sí al Señor. El ambiente de piedad y sobrenaturalismo que envuelve
las efusiones del Santo Obispo de Nipona, es también el que baña el conmovedor
discurso del convertido chino.
Termino haciendo resaltar, como lo hizo el reverendo P. Dezza, el deseo expresado
por el mismo señor Wu al Santo Padre el 16 de febrero de 1947, al presentar a Su
Santidad sus cartas credenciales de Ministro Plenipotenciario de la República China...:
“Que una gran floración espiritual se desarrolle en China, y que en ésta llegue a ser la
Iglesia como un rico jardín de hermosos renuevos junto a los viejos frutos. Que
produzca muchos maestros instruidos en la ciencia del reino de los cielos que sepan
extraer de su tesoro nueva sabiduría y la antigua ciencia, y la transformen en el crisol
del Amor Divino, en la Belleza que no muere, la de ayer y la del presente: la Eterna
Belleza”.
CH. Boyer, S. J.
3
Del Confucianismo al Catolicismo
Odisea espiritual según unos recuerdos personales
Eminencias, Excelencias,
Mis Reverendos Padres, Señores:
Es la primera vez que pronuncio un discurso en francés. Es también la primera vez
que hablo de mi conversión, de mi odisea espiritual. La lengua me es bastante difícil, y
la materia tampoco es fácil. Pues ¿cómo contar las misericordias infinitas de Dios en el
espacio de una hora? Necesitaría toda la eternidad para agradecerle todo lo que ha
hecho por mí. Por otra parte, como Nuestro Señor dijo: “No sois vosotros los que me
habéis elegido a Mí, sino Yo os he elegido a vosotros”, sería necesario preguntarle las
verdaderas razones de haberme elegido. En cuanto a mí no he hecho más que
aceptar con todo mi corazón su elección diciéndole: ¡Aquí me tenéis a Vuestro
servicio! ¡Hágase Vuestra voluntad!
El R. P. D’Elia me ha urgido repetidas veces de un año a esta parte a tener esta
conferencia, o mejor esta confesión ante vosotros ad maiorem gloriam Dei, y yo no
pude menos de acceder a la petición de un sacerdote que tantos servicios ha rendido
a mi país por amor de Dios.
Además, el R. P. Rector fijó, providencialmente, un día que me es triplemente querido.
En primer lugar, hoy es viernes de Pasión. Yo no sé por qué, pero en mi estado actual
tengo gran predilección por todos los martes y viernes, en que son conmemorados los
misterios dolorosos. Podéis imaginaros, pues, cuánto más el viernes de Pasión me
será grato.
En segundo lugar, es la fiesta de los Siete Dolores de Nuestra Señora. ¿Y cómo
expresar mis sentimientos sobre este misterio? Yo creo que la contemplación de los
4
Dolores de nuestra Madre debiera ser el centro de nuestra vida espiritual. Porque para
amar a Jesús perfectamente hay que amarle con el corazón maternal de María. Para
sentir plenamente la Pasión de Nuestro Señor es necesario que nuestros corazones
estén traspasados por la misma espada que atravesó el Corazón de María, y esto es
precisamente lo que ocurrió a Santa Teresa de Ávila y a otros Santos. No me ha
ocurrido esto a mí; pero cuán vivamente lo deseo.
En tercer lugar, celebramos hoy la fiesta del padre putativo de Jesús, que es el Santo
Patrón de mi país. Imposible relatar todo lo que este gran Santo ha hecho por mí y por
mi familia. Sólo diré que lo escogí por modelo y que nunca me falló. Y tengo plena
confianza en que el Santo jamás abandonará a mi país. Como sabéis, China está en
periodo de sufrimiento, pues va a nacer el Catolicismo. Aquel que asistió tan bien a la
Santísima Virgen para darnos al Cristo, asistirá sin duda para que nazca en China el
Cristianismo.
¡Qué dulce y maravillosa es la providencia de Dios! Sin embargo, mi tarea ahora no
consiste en hacer actos de amor, sino en contar la historia de mi conversión.
Primeramente, permitidme recordaros una simpática anécdota de nuestro Gran
Patriarca San Ignacio de Loyola. Cuando tenía treinta y tres años hizo el proyecto de
estudiar Gramática. “Es increíble -dice Godescard- cuántas penas le costó vencer las
dificultades inherentes al estudio de los primeros rudimentos. Las ocupaciones de su
juventud y los ejercicios de la vida contemplativa, no le ayudaban a plegar su espíritu a
las minucias de la Gramática. Como estaba absorto en Dios, olvidaba en seguida lo
que había leído. Por ejemplo, en lugar de conjugar el verbo amo, hacía actos de amor
de Dios. “Os amo Dios mío -decía-, Vos me amáis; amar, ser amado, y nada más. Sin
embargo, a fuerza de vencerse terminó haciendo algunos progresos”2. Pues bien, hay
en mi situación algo parecido. A decir verdad, no puedo concentrar fácilmente mi
atención para conjugar el pasado, el presente y el futuro de mi vida. En efecto, al
2
Abbé Darras: Vies des Saints, tomo III, pág. 211
5
preparar este discurso me he sorprendido más de una vez recitando estos versos de
San Juan de la Cruz:
En la interior bodega
de mi Amado bebí, y cuando salía
por toda aquesta vega,
ya cosa no sabía,
y el ganado perdí que antes seguía.
¿Qué es lo que yo dejé? Por una parte, el mundo y el hombre viejo en mí; y por otra,
un formidable grupo de grandes espíritus humanos, entre los cuales se encuentran
Confucio, Lao Tsé, Gautama Buda, Shakespeare, Goethe y los poetas chinos. “Y en
verdad, todo lo tengo por perdido o desventaja en cotejo del sublime conocimiento de
mis Señor Jesucristo: por cuyo amor he abandonado y perdido todas las cosas, y las
miro como basura por ganar a Cristo, y en Él hallarme no con tener la justicia mía, la
cual es la que viene de la Ley, sino aquella que nace del a fe de Jesucristo, la justicia
que viene de Dios por la fe”3.
No quiere esto decir que no haya nada verdadero, nada bueno y nada bello, en lo que
en cierto modo me había preparado a conocer a Cristo y a su Esposa. Pero es de
notar que todo lo que hay de verdadero, de bueno y de bello, viene de Cristo, porque
Cristo es la Luz verdadera que alumbra a todo el que viene a este mundo. Para hablar
analógicamente, Cristo es el Sol que luce para todos, en tanto que la Iglesia Católica
es la lente biconvexa que, reuniendo en un foco sus rayos luminosos, lanza su fuego
sobre la tierra. Para que nuestra alma se inflame de amor divino, hemos de ponerla en
esta hoguera.
3
San Pablo: Epístola a los Filipenses, III, 1-9 -Nota de la Editorial: Aunque el señor Wu refiere
en su conferencia la traducción de don B. Botte, O. S. B., hemos preferido coger tanto para
ésta como para las demás citas de esta obra, la traducción de don Félix Torres Amat, por ser
más conocida entre nosotros.
6
Nel suo profondo vide che s’interna
Legato con amore in un volume
Ció che per l’universo in squaderna4
Quiero decir que no hay comparación entre las doctrinas de los hombres y el Verbo.
Los hombres son de la tierra y hablan de la tierra; Cristo, por el contrario, viene del
cielo y descubre lo que Él ha visto y conocido. Para apropiarnos de una bella
expresión de Santa Catalina de Siena, Cristo, siendo Dios, es el que es; todo hombres,
aún el más grande del mundo, en sí es siempre el que no es. He querido hacer este
preámbulo antes de hablar de los instrumentos y de las ocasiones que Dios se ha
dignado emplear para conducirme a la luz.
En primer lugar os voy a contar un sueño, algo extraño, que mi madre tuvo la víspera
de mi nacimiento. Vio, como me han contado, un anciano de barba blanca que
conducía hasta el umbral de la habitación de mi madre, a un joven a caballo. El
anciano se paró y dijo a mi madre: “Señora, aquí está su hijo”, y se marchó. El caballo
entró y fue directamente hacia mi madre; al mismo tiempo el joven, sin cansarse,
ensayaba cabriolas sobre la grupa del caballo hasta que entró, en fin, en el seno de mi
madre. Esto la despertó y a la madrugada del día siguiente nací. ¡Qué buen día había
elegido Dios para mi nacimiento! Era el 28 de marzo de 1899, martes de Pasión. Han
pasado desde entonces cincuenta martes de Pasión.
Pero ¿por qué os he contado el sueño de mi madre? Nunca he creído en los sueños.
Sin embargo, este sueño puede servir como una alegoría a mi odisea espiritual. Mi
madre simboliza la Iglesia Católica. El hijo soy yo. Las continuas cabriolas ¿no
simbolizan acaso todos los cambios, investigaciones y turbaciones que había de
experimentar antes de abrazar la verdadera Fe? El umbral simboliza quizá el Bautismo
que recibí en la secta de los metodistas. ¿Pero quién podría ser el anciano? Pues
4
En su profundidad veo que se integra -unido amorosamente en su libro- lo que en el universo
se esparce como en páginas sueltas. (Dante: Divina Comedia: “El paraíso”, canto XXIII.)
7
bien, para mí representa a Confucio y todo lo que hay de bueno en la vieja cultura
oriental. En cuanto al caballo, pienso que representa la Providencia, porque se acerca
directamente a mi madre, a pesar de todas las cabriolas del hijo inquieto.
Se me figura que yo nací para el dolor: perdí a mi pobre madre a los cuatro años.
Nació en 1873; y apenas tenía treinta años cuando murió. Se puede decir que jamás vi
a mi madre. Porque no conservo ninguna impresión de su rostro, y no dejó ningún
retrato. Me han contado lo que decía a mi padre el día de su muerte: “He venido a tu
casa para pagar mi deuda. Habiéndote dado tres hijos, pagué mi deuda, y ahora me
voy.” Al despedirse de la primera mujer de mi padre, que debía ser en adelante mi
educadora, mi madre expresaba su pena de dejarla tan pronto y con la carga de
educarnos. Así vine a tener dos madres: la que me dio el ser y la que me educó.
¿Pero qué quiere decir: He venido a pagar mi deuda? Para explicar esto es necesario
referirse al budismo que cree en el karma y en la reencarnación de las almas. Si
alguien recibe favores de otro en esta vida, tiene que devolverlos en otra vida
posterior. Así, al hacer algún servicio, se piensa que no se hace sino pagar la deuda
que tenía de cierta menar contraída en una existencia precedente.
Evidentemente, esta idea es falsa. No obstante, el sentimiento de que el fin de la vida
consiste en librarse de una deuda, fundamentalmente es sano y provechoso. Es un
buen sentimiento ligado a una ideología falsa. Lo único que hace falta es pasar por la
criba todas las ideas paganas para descubrir en ellas los granos de oro y purificarlas
de toda aleación.
Para mí, el sentimiento de esa deuda, que he heredado de mi madre, se ha
transformado por la gracia en sentimiento de gratitud hacia Dios. Cuántas veces he
dicho con el Salmista:
¿Cómo corresponderé con el Señor
por todos los beneficios que de Él he recibido? (116)
8
Cuando lo rezo lo hago con el espíritu y la fe de un católico, pero también con el
corazón de un chino que ha absorbido desde su infancia con la leche, el sentimiento
de un deudor. ¡Que todo hombre se considere un deudor! -deudor a Dios y deudor a
los prójimos por amor de Dios-. Pues no puede uno resarcirse de la deuda del amor
hasta la muerte, y es más, hasta el cielo. Desgraciados los que se consideran
acreedores, porque no hay más que un solo Acreedor.
Seis años después del fallecimiento de mi madre murió mi padre a su vez. Tenía
sesenta y tres años; yo tenía entonces diez. Su muerte fue para mí una gran
experiencia. En su lecho de muerte parecía en éxtasis durante varias horas, dirigiendo
de tiempo en tiempo su mirada hacia las ventanas, diciendo: “Ved ocho pusa (es decir,
ocho hombres divinizados) para conducirme al cielo. ¡Qué condescendencia!, ¡qué
condescendencia!; ¡qué indigno soy!, ¡qué indigno soy!” Su rostro se había iluminado
con una sonrisa celestial. Exhaló su último suspiro sonriendo.
Jamás he visto una muerte tan bella como la de mi padre. Pero su vida había sido más
bella todavía que su muerte. En mi infancia, el elogio de sus virtudes y buenas obras
se comentaba en toda la ciudad de Ningpo. Se le llamaba un pusa5, (santo) en vida.
Se decía que nunca había rehusado ayudar a un hombre en apuro. No se cansaba de
decirnos: “Si no os apresuráis a ayudar a vuestros prójimos con el pretexto de que no
sois lo suficientemente ricos, no ayudaréis nunca a vuestros prójimos.” Y practicaba lo
que enseñaba. ¡Dios mío, qué felicidad!: ¡me habéis concedido ser hijo de un hombre
tan bueno!
Aplicadas a mi padre, recuerdo con frecuencia las palabras de Santiago: “La religión
pura y sin mácula delante de Dios Padre, es visitar o socorrer a los huérfanos y a las
viudas en sus tribulaciones y preservarse de la corrupción de este siglo”6. En este
sentido mi padre es un católico, un ciudadano de la Jerusalén celestial. Me acuerdo
5
6
Hay quien traduce: busa
Santiago, 1, 27
9
también de lo que San Pedro dijo en la casa de Cornelio: “Verdaderamente acabé de
conocer que Dios no hace acepción de personas sino que, en cualquier nación, el que
le tema y obre bien merece su agrado”7. Por fin, de lo que San Pablo escribe a los
Romanos: “Que no son justos delante de Dios los que oyen la ley, sino los que la
cumplen; ésos son los que serán justificados. En efecto, cuando los gentiles, que no
tienen ley escrita, hacen por razón natural lo que manda la ley, estos tales, no
teniendo ley, son para sí mismos ley viva: y ellos hacen ver que lo que la ley ordena
está escrito en sus corazones”8.
Para mí la vida y la muerte de mi padre son ocasiones por las cuales Dios me ha
iniciado en muchos misterios sobrenaturales. En primer lugar, desde mi infancia he
creído siempre que hay cierta relación misteriosa entre la bondad y la divinización de
las almas. En segundo lugar, después de haber visto la muerte de mi padre, no he
podido dudar de la existencia de la otra vida. Por último, he pensado a menudo que si
la felicidad de ser hijo de un hombre bueno ya era tan dulce, ¿quién puede concebir la
felicidad y la dulzura de ser hijo de Dios? Estos días al recibir la Santa Comunión, he
hecho mía la última palabra de mi padre: “El Dios de los dioses, el Rey de los reyes, el
Señor de los señores, ha venido en persona para unirse con una miserable criatura.
¡Qué condescendencia!, ¡qué condescendencia!; ¡qué indigno soy!, ¡qué indigno soy!”
Pero ni mi padre ni mi madre me fueron tan queridos como mi segunda madre, la que
me educó. No teniendo ningún hijo propio, se había consagrado a nosotros, a mi
hermano y hermana mayores, pero sobre todo a mí, que era el más pequeño. Me
rodeó de atenciones y al mismo tiempo me hizo saborear la dulzura y profanidad del
amor maternal. No hay ninguna persona contra quien haya pecado tanto; pero
tampoco hay nadie por quien sienta tanto afecto. Cuando tenía quince años cogí la
fiebre tifoidea. Me cuidó durante veinte días y veinte noches. Apenas convalecía,
7
8
Hechos de los Apóstoles, 10, 34
A los romanos, 2, 13-15
10
cuando ella cayó agotada. Se rompió una de las arterias y quedó muda durante los
diez días anteriores a su muerte. Tenía entonces sesenta y tres años.
Verdaderamente se puede decir que había sacrificado su vida para librarme de la
muerte.
Nunca he tenido una pena tan grande. Durante algunos meses, después de su muerte,
permanecí casi inconsciente. Cada vez que me encontraba con una señor anciana la
llamaba “mamá”. Era verdaderamente fastidioso para las señoras e impresionante
para todos. Pero un día, al mirarme al espejo, un pensamiento atravesó mi alma y me
curé de repente: “Después de algunas decenas de años yo también voy a morir y me
reuniré con mi madre”; ¡ah, el pensamiento de la muerte, qué fuente de consolación es
para los afligidos! Este pensamiento me sostuvo para vivir sin mi madre. Pero ¿quién
podría prever que aun antes de morir Dios me daría otra Madre que no muere?
Recientemente he leído Le livre de l’Amour Inifniti por la M. Luisa Margarita Claret de
la Touce. Dice que el amor “es una luz tan viva que ciega e impide discernir los
defectos, las imperfecciones de aquellos a quienes se ama”. Y añade: “El amor es una
fuerza ¡qué poder da la voluntad, cuántos actos produce por encima de las fuerzas
humanas, qué valor suscita a veces! ¿Hasta qué heroísmo no conduce?”9
Estas palabras me hicieron pensar en mi segunda madre. Pero si el amor de una
madre no tiene límites, ¿quién puede sondear la anchura y la longitud, la altura y la
profundidad del amor de Cristo que dio su vida para que nos llenemos de la plenitud
de Dios?
En suma, la vida familiar de mi infancia fue para mí el semillero donde el Divino
Jardinero sembró la semilla de la fe, de la esperanza y del amor.
Ahora voy a tratar mi educación.
9
Págs. 89-90
11
A los siete años empecé mis estudios bajo la dirección de un preceptor confucianista.
Me enseñaba a leer el libro: Los veinticuatro modelos de la piedad filial. Recuerdo
todavía el verso que decía:
El sentimiento filial hace vibrar el Corazón del Cielo.
Pero el modelo que más me encantaba era Lao Tsé. Era un anciano de setenta años,
con muchos hijos y nietos. Pero tenía aún una madre de más de noventa años. Para
complacer a su madre jugaba en su presencia como un pequeñuelo. Una vez llevando
en bandolera cubetas de agua, se cayó, y el agua se derramó. Esto le hizo ganar no
solamente el aplauso de los niños, sino también la sonrisa de su madre. Yo imitaba a
menudo este ejemplo, con mucho éxito delante de mi madre, mas quizás mi caída
fuese demasiado real para hacer sonreír a mi madre. Verdaderamente, este anciano
es la figura de San Francisco de Asís que M. Chesterton ha llamado el juglar de Dios.
Tengo predilección por todos los Santos que son alegres y humoristas, a pesar de
todos los sufrimientos íntimos, por ejemplo: San Felipe de Neri, Santo Tomás Moro y
Don Bosco. Yo también quiero ser un hijo de Dios y un loco de Cristo para ganarme la
sonrisa de María. El amor y el sufrimiento, es verdad, van unidos; sin embargo, hay
que sufrir con alegría y buen humor.
A los nueve años iba a la escuela, donde me enseñaban los rudimentos de las
ciencias naturales. Entonces toda la naturaleza tenía para mí una frescura como si
acabara de salir de la mano de Dios; y, por consiguiente, el conocimiento creciente de
los secretos del Universo no hacía más que aumentar mi adoración hacia el Creador.
Para la moral, los clásicos confucianistas eran todavía el manual de oficial. Se nos
hacía recitar los libros de Confucio y de Mencio. Por eso teníamos que aprenderlos de
memoria. Este método de educación tiene sus ventajas. Las máximas de los grandes
maestros constituyen una parte orgánica de nuestra vida. Se las aplica en la vida
social como se emplea la moneda legal en el comercio del mundo. Por ejemplo,
12
Confucio dijo: “No hagas a otro lo que no queráis que se os haga a vosotros”10. En mi
juventud yo oía a menudo citar estas mismas palabras en las querellas entre los
alumnos. Asimismo, Mencio dijo: “Cuando el Cielo quiere dar a alguien una gran
visión, antes abreva su corazón con amargura, somete a la fatiga sus nervios y sus
huesos, y al tormento del hambre sus miembros, y todo su cuerpo le reduce a la más
extrema indigencia, contraría y hace fracasar sus empresas. Por este medio despierta
en él los buenos sentimientos, fortifica su paciencia y le comunica lo que le faltaba
todavía”. Yo no sé cuántas veces han sido citadas estas palabras para consolar y
animar a los amigos que, a pesar de todos sus esfuerzos, han experimentado
fracasos.
Yo no puedo intentar hacer aquí un esbozo del confucionismo. Los que se interesan
por este sistema pueden aprovecharse del libro de monseñor Lokuang: La sapiezna
dei cinesi: Il Confucianesimo. Quiero hablar únicamente de la influencia que la
personalidad de Confucio ha ejercido sobre mi vida espiritual. Su personalidad siempre
ha fascinado mi alma, porque la encuentro tan bella como buena. Como han
testimoniado sus discípulos: “El Maestro era afable con gravedad, severo sin dureza,
respetuoso sin tener nada de forzado”11. En efecto, Confucio se había esforzado
siempre por armonizar las tendencias antitéticas que surgían en él sin cesar. Era a la
vez humorista y vivo de temperamento, tierno y severo, cuidadoso de una disciplina
estricta sin oponerse, sin embargo, a toda distracción, vehemente y por tanto recogido,
mostrándose bajo múltiples actividades y, con todo, formando una sola unidad. La
filosofía de Confucio me hace pensar en la regla de San Benito, en la que, como lo ha
dicho tan bien nuestro Santo Padre, “la prudencia se junta a la simplicidad, la humildad
se asocia al ánimo generoso, la mansedumbre atempera la severidad, y una santa
libertad ennoblece la obediencia necesaria”12.
10
Lun-Yu, XV
Lun-Yu, VII
12
Encíclica Fulgens radiatur
11
13
Pero, sobre todo, es su conocimiento propio lo que me ha impresionado
profundamente. Confucio dice, por ejemplo:
“El sabio observa cuatro leyes principales; en cuanto a mí, todavía no he podido
observar un sola. Aun no he podido cumplir con mi padre los deberes que exijo de mis
hijos, no con mis superiores los deberes que exijo de mis inferiores, ni con mi hermano
mayor los deberes que exijo de mi hermano pequeño; no he hecho todavía para con
mi amigo lo que exijo de él con respecto a mí. ¿No es verdaderamente sabio perfecto
quien en la práctica de las virtudes ordinarias y en sus conversaciones de cada día se
esfuerza por evitar hasta los menores defectos, quien teme siempre prometer más de
lo que puede dar y quien hace que sus palabras respondan a sus acciones y sus
acciones a sus palabras?”13
Confucio se reconoce imperfecto, y su humildad se funda en la verdad, pero no se
desalienta, quiere progresar sin cesar en la vida de la perfección. ¿No es católico en
espíritu? ¿Pero de dónde le viene su ánimo generoso? Para mí, viene de su fe y de su
confianza en el Cielo, que me parece no es más que Dios con otro nombre.
Una vez, perseguido por Houan T’ouei, Confucio dijo: “Habiendo procreado el Cielo en
mí la virtud, ¿qué puede hacerme Houan T’ouei?”14. Otra vez dijo a un discípulo: “Sólo
el Cielo me conoce”15. Y en otra ocasión dijo a un príncipe: “Un hombre con verdadera
caridad se porta con sus padres como lo hace con el Cielo, y sirve al Cielo como a sus
padres”16.
¿Acaso no está claro que para Confucio el Cielo es todopoderoso, sapientísimo y
bueno? Desgraciadamente los confucianistas no alcanzaron con exactitud este punto
esencial del pensamiento de su maestro. Sólo han predicado la piedad filial con
13
Chung Yung, XIII
Lung-Yu, VII
15
Lung-Yu, XIV
16
Li Ki, XXVII
14
14
relación a Dios. En la manos de los confucianistas el teísmo naciente de Confucio ha
degenerado en un panteísmo empobrecedor. En la historia de China no hay un
hombre tan grande como Confucio, porque no hay ningún hombre tan filial respecto a
Dios. En una carta al Presidente Chiang Kai-shek, le digo que ahora necesitábamos
considerar a Confucio como nuestro punto de partida para llegar a Cristo. Para mí, y
seguramente para el Presidente también, es el único camino que conducirá a nuestra
nación a un renacimiento espiritual. Sólo el Evangelio de Cristo puede llevar a efecto la
doctrina de Confucio.
Según mi querido amigo el Padre Abad don Pedro Celestino Lou, monseñor
Constantini ha propuesto en varias ediciones a los Benedictinos del Extremo Oriente:
“una obra cuya envergadura no está por debajo de la misma regla de San Benito, a
saber: conservar y profundizar en la antigua cultura nacional china, dándole el
rejuvenecimiento del Cristianismo”. De hecho, esta proposición es de una importancia
capital para todos los apóstoles de China. Y permitidme añadir que cuando China se
renueve por el Cristianismo, rejuvenecerá a su vez al Cristianismo de Occidente. El
Occidente de hoy, a lo sumo, es cristiano de nombre. Se desea la paz del mundo, pero
se ha olvidado la verdadera fuente de paz.
Pero me aparto de mi asunto. Voy a volver a él. En una palabra, Confucio ha ejercido
en mí una gran influencia. A menudo me he dicho y lo he repetido a mis amigos
católicos de China: “Si nuestra justicia no es más perfecta que la de Confucio, no
entraremos en el reino de los cielos; pues habríamos recibido en vano la gracia de
Dios”.
Pero hay algunas palabras de Confucio que me han revelado hasta dónde llega su
doctrina. Por ejemplo, alguien dijo a Confucio: “¿qué pensar de la doctrina de devolver
15
el bien por el mal?” Él respondió: “Si devolvéis el bien por el mal, ¿qué devolveréis por
el bien? Hay que devolver la justicia por el mal y el bien por el bien”17.
Estas palabras me parecían demasiado calculadoras y no bastante generosas. Eran
demasiado prácticas, demasiado terrenas para ser nobles y espirituales. ¿Pero quién
es, me pregunté, el que ha dicho que hay que devolver el bien por el mal? Cuando
encontré que era el gran filósofo Lao Tsé quien había dicho esto, me sumergí
hondamente en su libro Tao Teh King. En él encontré palabras que me llegaron al
instante. Por ejemplo:
El sabio es bueno con los buenos,
Es también bueno con los malos:
Pues la virtud es buena en sí.
El sabio es fiel con los fieles,
Es también fiel con los infieles:
Pues la virtud es fiel en sí.18
Me parecía que el Tao Teh King representaba, aun éticamente, un punto de vista más
alto que el de Confucio, pero sobre todo su metafísica y su dialéctica son quien han
influido en mi pensamiento. El P. Juan Monsterleet, en un artículo en que hablaba de
mí, ha dicho exactamente: “Discípulo de Confucio en la moral, en la mística se parece
más a Lao Tsé, y el místico en él lleva ventaja al moralista”19
No es posible en este momento hacer una exposición de esta influencia. Pero algo he
escrito donde se ve un resumen del taoísmo tal como yo lo he asimilado. Es un pasaje
17
Lun-Yu, XIV
Cap. XLIX
19
Études, junio de 1947, pág. 361
18
16
escrito por mí en inglés, y que el P. Dominik Thalhammer se ha dignado traducir al
alemán20. Ahora yo lo he traducido del alemán al francés.
Permitidme que os lo lea:
El significado del tiempo es evocar la Eternidad; el del viaje, el Hogar; el del
conocimiento, recordar la Ignorancia; el de la ciencia y el del arte, el Misterio; el de la
longevidad representa la vida huidiza; el de toda grandeza humana, la Humildad; las
complejidades y sutilezas, la sencillez, la multiplicidad, la Unidad; la guerra, el de la
Paz; el del universo nos trae a la memoria el más allá.
No es el viaje el que origina el mal, pero es verdaderamente una tragedia perderse en
el viaje.
En este punto quiero añadir algunas palabras sobre la relación entre la vida moral y la
contemplación. Yo estoy en que toda espiritualidad debe fundarse en la vida moral;
pero, por otra parte, la vida moral debe bañarse, por decirlo así, en el océano de la
contemplación. Sin contemplación la vida moral tendería a degenerar en un
humanismo seco y estrecho. Sin la vida moral la contemplación resultaría vacía y
degeneraría en quietismo. Sólo el catolicismo ha armonizado perfectamente las dos
tendencias opuestas como están representadas por el confucianismo por una parte y
el taoísmo por otra. Para mí esta armonía está bien simbolizada por un versículo del
salmo 96:
Las nubes y la oscuridad le envuelven,
La justicia y la equidad son el apoyo de su trono.
El confucianismo me había preparado para apreciar el segundo verso; el taoísmo para
saborear el primero, pero sólo el Catolicismo me hizo comprender los dos en la unidad
20
Ved Wu: Die Wissenschaft der Liebe, pág. 37
17
de su conjunto. De hecho el Amor de Dios transforma toda acción en contemplación y
hace toda contemplación desbordar en acción.
En cuanto al budismo no lo había estudiado en mi juventud, pero más tarde lo estudié
seriamente. Sería demasiado largo hacer una relación sobre esta religión. Pero si
podéis imaginaros a un hombre que posee la filosofía pesimista de Schopenhauer y al
mismo tiempo dotado del celo apostólico de un San Francisco Javier o de un San
Vicente de Paúl, tendréis aproximadamente el carácter de Gautama Buda.
Sin embargo, en mi juventud recibí el influjo del budismo por dos máximas conocidas
de todos. La primera es ésta: Si me niego a descender al infierno (para salvar almas),
¿quién descenderá al infierno?21 La segunda es ésta: En cuanto un carnicero
abandona su cuchillo, se convierte en un Buda22.
Estas ideas generosas me inspiraban y me preparaban para comprender la Pasión de
Nuestro Señor y su Amor sin límites por los pecadores.
A los dieciocho años me encontraba en una escuela de Derecho en Shanghai, dirigida
por un metodista americano, Mr. Chas W. Rankin. Es un hombre excelente. Él me
inició en el Evangelio. Bajo su influencia fui bautizado en una iglesia metodista. Pero
por entonces no tenía una clara noción de Cristo. Mi fe oscilaba entre los dos
extremos. Consideraba a Jesús solamente como un hombre, porque Él mismo se
llamaba “el Hijo del hombre”. Por consiguiente no era Dios, sino únicamente un héroe
humano, aunque fue el más perfecto entre los hijos de los hombres. O lo consideraba
como Dios, pero no como verdadero hombre. Puede revestirse y despojarse de la
humanidad como de un vestido exterior a su naturaleza. En la Pasión no sufrió en
realidad.
21
22
Traducción literal
Idem.
18
Además, los metodistas se dividían en dos grupos: los fundamentalistas y los
modernistas. Mr. Rankin se alistaba con los fundamentalistas y yo me inclinaba hacia
el partido del modernismo.
A decir verdad, durante casi veinte años mi espíritu no conoció un sólo día de reposo.
Sin saberlo, recapitulaba casi todas las herejías que aprendí más tarde en la historia
de la Iglesia. Es el resultado trágico de la interpretación privada y caprichosa de la
Sagrada Biblia.
Pero nótese que mientras mis ideas no fueron rectificadas por la fe católica, rodaba yo
en el cieno del pecado. Sólo al curarme de la tendencia herética, comenzó a mejorar
mi enfermedad espiritual. Esto prueba que las torpezas morales y la aberración
intelectual se sostienen recíprocamente. Sólo la gracia de Dios puede levantar el alma
de tal bajeza.
En 1920 continué mis estudios jurídicos en la Universidad de Michigan, y el año
siguiente recibí el título de Doctor en Derecho. En adelante el deseo de saber debía
dominar mi alma hasta mi conversión al Catolicismo. El P. Eguren ha dicho en un
artículo que mis escritos durante este período le recordaban las Confesiones de San
Agustín. No me atrevo a aceptar esta comparación; lo que puedo decir es que mi vida
ha confirmado y verificado el dicho del Santo, que el alma está hecha para Dios y que
no puede descansar sino en Él.
En 1921 me encontraba en París. Me había apasionado por la filosofía de Bergson.
Hay que aclarar que esta influencia no me fue mala. Por lo menos me libró de la
influencia del positivismo de Augusto Compte, que había pretendido que el espíritu del
hombre progresara de la Religión a la Filosofía y de la Filosofía a la Ciencia. Las obras
de Bergson, de William James y de Havelock Ellis, el autor de La danza de la vida, me
hicieron percibir la falsedad y la superficialidad de la proposición de Augusto Compte.
Pensaba yo que cuando menos en este siglo, el espíritu del hombre debía progresar
19
de la Ciencia a la Filosofía, y de la Filosofía a la Religión. Pero en aquel momento mi
interés dominante era la Filosofía; y la Filosofía del porvenir y de los acontecimientos
de la vida cautivaba mi alma.
Recientemente he leído un libro de Madame Maritain, donde encontré un pasaje
interesantísimo:
“Hablando de la moral, Jack, medio en serio, medio en broma, había presentado esta
proposición de la cual nos hemos reído después a menudo con el Padre Garrigou: La
moral es una danza que se baila de todas las formas que se presentan sin pararse
jamás en ninguna”23
Leyendo estas palabras estaba demasiado asombrado para poderme reír. Porque es
justamente lo que yo había concebido de la vida moral antes de mi conversión. Pero
hay un grano de verdad aun en esta proposición, pues, si pudiera pararse en cualquier
forma de moral advenediza, no podría un fijarse en Dios. El P. Monsterleet ha escrito
amablemente de mi conversión: “Tan movedizo era al buscar los placeres antes de su
abjuración, como estable en su fe y en su fidelidad después de su conversión”. Dijo la
verdad, y quiero explicaros el porqué. Para mí la felicidad de un hombre consiste en
amar a alguien digno de ser amado. Si, pues, el objeto de vuestro amor es
infinitamente digno de ser amado, entonces vuestra felicidad será sin límites. Y si
vuestra felicidad es sin límites, ¿cómo podréis desear el cambio? Sin embargo, la idea
de la danza me encanta todavía. Como se lo he dicho a M. Maritai: para mí la vida
espiritual no es más que un movimiento rítmico de amor con Cristo en el seno del
Padre, bajo la suave moción del Espíritu Santo.
En 1922 me encontraba en Berlín. Leyendo el Fausto de Goethe, quedé encantado.
Me identifiqué con el doctor Fausto. Era muy amigo de Mefistófeles. Le adopté como
guía en el mundo. Quise saberlo todo y poderlo todo. Quise probarlo todo hasta el
23
Les grandes amitiés, I, pág. 128
20
infierno. Al mismo tiempo tenía una confianza misteriosa de que al fin Dios triunfaría
sobre mí y sobre mi amigo Mefistófeles. Cuando leía en el prólogo lo que el Señor dijo
a Mefistófeles:
Un hombre bueno, aun en sus vagos e indefinidos deseos, está cerca del verdadero
camino.
Mi corazón se estremecía de júbilo, pero mis pies seguían ligeramente los pasos del
diablo. Emulando a Fausto, jugaba con mi alma. El resultado era justamente como
Fausto había dicho:
¿No soy yo el fugitivo..., el desterrado, el monstruo sin ideal y sin reposo..., quien,
como un torrente mugiendo de roca en roca, aspira con furor al abismo?
Pero hay varias cosas en Fausto que han contribuido a mi vida espiritual, sobre todo
Choros Mysticus en la conclusión del drama:
Alles vergangliche
Ist nur ein Geichnis
Das Zulangliche
Hier wird’s Ereignis;
Das unberschreibliche
Hier ist’s getan;
Das Ewing-Weibliche
Zieht uns hinan24.
El 1924 había vuelto yo a China. Fui sucesivamente profesor, rector, juez, abogado,
editor y legislador. En apariencia mi vida era extremadamente próspera. En realidad,
era una continua angustia.
24
Todo lo que se pasa es una sombra, -Lo inacabado aquí se termina, -Lo indefinible aquí se
hace realidad, -La mujer eterna nos lleva hacia lo alto.
21
En la primavera de 1937, el día de mi cumpleaños, escribí un largo poema patético; de
él son estos versos:
¡Ah cómo quisiera volar,
llevando toda la creación sobre mis hombros!
Pero, ¡ay!, no he encontrado
ningún camino allá arriba en los cielos25
El poema concluye con un grito de angustia:
¡Oh, Dios, si estáis ahí,
quisiera conocer vuestra secreta voluntad!26
El mismo día escribí en prosa: “Espero que en la segunda parte de mi vida encontraré
lo que en la primera he buscado con tanto ardor pero en vano”27
Pero la miseria de un pecador conmovió la misericordia de Dios. ¿Cómo podía yo
soñar que en el invierno del mismo año encontraría lo que buscaba? Todo es gracia,
todo Providencia.
La Providencia de Dios obra ordinariamente de una manera escondida; pero algunas
veces obra manifiestamente. Durante el invierno de 1937, Shanghai cayó en las
manos de soldados japoneses y tuve que dejar mi casa para refugiarme en otra. Me
costó muchísimo despedirme de mi biblioteca que contenía millares de libros. Tenía tal
apego a los libros que prefería morir antes que vivir un sólo día sin saborear el placer
de la lectura. Entonces, al dejar mi casa, llevé varios libros para que me acompañaran
en mi vida fugitiva. De entre los libros ingleses no cogía más que cinco: The Holy
Bible; The life of Christ by Giovanni Papini; World’s Best Porse (Morceaux choisis), por
25
Tien Hsia Monthly, IV, pág. 385
Ibid
27
Ibid., pág. 384
26
22
Van Doren; William James: The Varieties of Religious Experience; Salec Essays of T.
S. Eliot.
Vivía sólo en una habitación secreta. Meditaba día y noche sobre el misterio de la vida
y de la muerte. En mi orgullo y mi ignorancia murmuraba contra Dios. Pensaba que si
hubiera sido Dios, el mundo hubiera estado mejor dirigido. No hubiera permitido la
guerra. Mientras pensaba esto, abriendo al azar la Sagrada Biblia, vi el salmo 14
(Vulg., 13), que dice:
“Dijo en su corazón el insensato: no hay Dios. Los hombres se han corrompido y se
han hecho abominables por seguir sus pasiones; no hay quien obre bien, no hay ni
uno siquiera.
El Señor echó desde el cielo una mirada sobre los hijos de los hombres para ver si
había uno que tuviese juicio o que buscase a Dios.
Todos se han extraviado, todos a una se hicieron inútiles, no hay quien obre bien, no
hay siguiera uno.”
No pude terminar el salmo. ¡Qué contestación había dado a mís murmuraciones!
“No hay quien obre bien, ni siquiera uno”. Esto me hizo reflexionar profundamente:
“¿Acaso son buenas mis acciones?” Y me respondía: “¡No! -¿He cometido yo también
acciones abominables? ¡Sí! -¿Tengo razón en murmurar contra Dios? ¡No! -Si hubiera
sido perfecto, inteligente, si hubiera buscado a Dios seriamente, ¿hubiera tal vez
desarmado la justa cólera de Dios? ¡Sí!”
Para convertirse primeramente hay que reconocerse pervertido. Estaba ya combatido
mi espíritu, pero me resultaba demasiado doloroso el continuar esta condena de mí
mismo. Por consiguiente cerré la Biblia. Quise leer otra cosa más ligera para
distraerme. Abrí entonces The World’s Best Prose con una indiferencia completa.
23
¿Pero qué encontré allí? Era un trozo escogido de la Apología Pro Vita sua du
Cardinal Newman. El pasaje comienza con estas palabras:
“Tomando, pues, como punto de partida la existencia de Dios, miro fuera de mí el
mundo de los hombres, y veo un espectáculo que me llena de una congoja indefinible.
El mundo me parece que desmiente la gran verdad, de la que estoy plenamente
convencido; y el efecto sobre mí es por consiguiente tan desconcertante como si se
negara mi propia existencia. Si mirara en un espejo sin ver mi rostro, tendría poco más
o menos la misma sensación que experimento de hecho cuando miro este mundo
agitado sin ver ningún reflejo de su Creador.”
Lo cito todo entero porque expresaba exactamente el estado de mi alma en aquel
preciso momento. Entonces continué leyendo, y encontré esta proposición notable:
“Desde el momento que hay un mundo en un estado tan anormal, no me sorprendería
si la intervención es también extraordinaria y milagrosa”. Es decir, que la enfermedad
extraordinaria exige necesariamente un remedio extraordinario. En fin, el Cardenal
concluía su argumento con la necesidad de la infalibilidad de la Iglesia. Su
razonamiento me pareció irrefutable Estaba persuadido.
En los días siguientes leí la Vida de Cristo, de Papini. Cuando llegué a las páginas tan
expresivas donde describe a la pecadora María Magdalena, y cómo llorando a los pies
de Jesús se puso a bañarlos con sus lágrimas. Dije yo a Nuestro Señor: “Yo también,
mi bien Amado, he sido un pecador durante toda mi vida, pues Vos me habéis dotado
de bellos dones naturales, y los he derrochado entre las vanidades del mundo”. Sin
esperar el fin de mis palabras el Señor me consoló, hasta el punto que lágrimas de
alegría se mezclaron pronto con lágrimas de arrepentimiento.
Lo que había empezado en amargura terminó en dulzura, y todo concluyó en un cuarto
de hora. ¡Qué bueno es el Señor!
24
Habiendo terminado el libro de William James, no me quedaba más que un libro:
Select Essays, de T. S. Elliot. Allí me encontré un ensayo sobre Dante, donde Elliot
hace una comparación entre Shakespeare y Dante. “Shakespeare -dice- nos revela la
más grande extensión de la pasión humana; Dante la mayor elevación y la mayor
profundidad”. Me habría gustado siempre Shakespeare. Hasta había publicado un
ensayo con el título: Shakespeare taoísta28. En cuanto a Dante únicamente le había
admirado en la distancia. En mi juventud había intentado varias veces estudiar la
Divina Comedia, pero cada vez se malogró, no había llegado mi hora. Pero habiendo
leído la apreciación de T. S. Elliot, tuve un gran deseo de leer a Dante y en seguida
mandé que me compraran un nuevo ejemplar de la traducción inglesa de su Divina
Comedia. Cosa sorprendente, apenas leí el primer cuarto, se fascinó mi espíritu
completamente:
Nel mezzo del cammin di nostra vita
mi ritrovai per un selva oscura
che la dirtta via era smarrita29
¡Qué ecos despertaban en mi alma estas palabras mágicas! Quisiera poder describiros
lo que sentí entonces, pero es imposible. ¡Es necesario haber viajado en este sombrío
bosque para comprender su oscuridad! ¡Terminé mi lectura en tres días!
Me acuerdo todavía de los pasajes que me subyugaban. Por ejemplo, lo que Virgilio
dijo a Dante en la puerta del Infierno:
Ed egli a me: “Questo misero modo
tengon l’anime tristi di coloro
che visser senza infamia e senza lodo.
Mischiate sono a quel cattivo coro
28
Tien Hsia Monthly, III; pags. 116-136 (“Shakespeare as a Taoist”)
En medio del camino de nuestra vida -me encontré en un bosque oscuro -pues la senda
derecha se había perdido
29
25
degli angeli che non furon ribelli
né fur fedeli a Dios, ma per se fôro”30
Y después, lo que Dante decía a Beatriz:
La spada di quassù non taglia in fretta,
nè tardo, ma che al parer di colui
che disiando o temendo l’aspetta31.
Esto me recuerda las palabras de Lao Tsé:
La red del cielo encierra todo.
Sus mallas son anchas,
y, sin embargo, nadie se le escapa.
Pero fue el último canto el que me conmovió más profundamente. Allí fue donde vi un
retrato de mi verdadera madre:
Quia se’a noi meridiana face
di caritate; e giuso, intre i mortali
se’di speranza funtana vivace32.
Realmente nopuedo expresar mi apreciación sobre la Divina Comedia más que con
tus propias palabras:
Nel suo profondo vidi che s’interna.
Legato con amore in un volume,
ció che per l’universo si squaderna33
30
Y él me dijo: “Este destino miserable -pertenece a las tristes almas de los -que vivieron sin
infamia y sin gloria. -Se encuentran con este malvado coro de los ángeles que no fueron ni
rebeldes -ni fieles a Dios, pero se fiaron de ellos mismos” (Infierno, III.)
31
La espada de arriba no corta ni demasiado pronto ni demasiado tarde, mas que ante el que la
espera con deseo o con temor (Paraíso, XXII)
32
Tú eres aquí para nosotros antorcha de amor, como un sol de mediodía; y allí entre los
mortales, eres inagotable fuente de esperanza (Paraíso, XXIII)
26
Recuerdo que al presentar mis cartas credenciales al Santo Padre, se dignó dirigirme
estas palabras de una dulzura maternal:
“Nos os saludamos -dice el Santo Padre -como a un hijo leal de la Iglesia, cuyo viaje a
la fe católica fue iluminado por la Divina Comedia, de Dante.”
Yo no sé cómo el Santo Padre lo ha sabido, pero es la verdad que Dante fue mi guía
hasta la puerta de la Iglesia.
¿Pero quién me hizo entrar por la puerta? La Santísima Virgen y su humilde hija Santa
Teresa de Lisieux.
Os voy a contar cómo conocí a mi Madre y mi Hermana. Uno de aquellos días, un
amigo católico vino a visitarme a mi habitación secreta. Él no sabía nada de todo lo
que Dios había hecho en mí independientemente de toda influencia exterior. Pero me
instó a cambiar de casa y me invitó a refugiarme en la suya por algunos días.
Agradecido a su amabilidad, consentí.
Durante mi estancia en su casa, su familia rezaba en común todas las noches el
Rosario. Una vez, viendo un retrato de una señora, le pregunté: “¿Es Santa María,
verdad?” ¡Pareció sorprendido de mi ignorancia! “No -dijo-, no es la Santísima Virgen,
es Santa Teresa de Lisieux, la Florecilla de Jesús. “Pero ¿quién es esta Florecilla?;
nunca he oído hablar de ella”. Entonces me dio un folleto en francés sobre Santa
Teresa del Niño Jesús. Al abrir al azar vi estas palabras:
“Ah, estoy persuadida de ello, aun cuando tuviera en mi conciencia todos los crímenes
que se pueden cometer, no perdería nada de mi confianza; iría con el corazón
desgarrado de arrepentimiento a echarme en los brazos de mi Salvador. Sé que esta
33
En la profundidad (de Dios) vi que se integra, -reunido amorosamente en un libro, -lo que en
el universo se esparce como en páginas sueltas (Paraíso, XXIII). He citado ya estos versos a
propósito de la catolicidad de la Iglesia; luego, lo que es verdadero para el cuerpo místico es
también verdadero para sus miembros. Cada uno de ellos reproduce, más o menos
perfectamente, las características de su santa Madre.
27
multitud de ofensas se abismaría en un instante como una gota de agua echada en
una hoguera ardiente”. Esto hizo decidirme a volver a mi Padre como el hijo pródigo,
pues la gracia había tocado mi corazón. Una enfermedad extraordinaria exige una
confianza extraordinaria.
Al mismo tiempo, tuve el gusto de conocer al R. P. G. Germán, entonces Rector de la
Universidad de la Aurora. Venía a visitarme de vez en cuando. Me dio a leer el Cours
supérieur de Religion, de Mons. L. Prunel y Ecclesia: Encyclopédie populaire des
connaissances religieuses. Por fin, el 18 de diciembre de 1937, el Padre me administró
el bautismo bajo condición en la capilla de Santa María aneja a la Aurora.
En enero del año siguiente me encontraba en Hong Kong. Nací en la parroquia de
Shanghai; pero fue la parroquia de Hong Kong la que educó mi infancia católica34.
Desde entonces, Dios prodigó sobre mí y sobre mi familia gracias imposibles de
contar. Solamente puedo decir con Santa Teresa: “Oh, Dios mío, habéis sobrepasado
mi esperanza y quiero cantar vuestras misericordias”. Voy a contaros un solo ejemplo
que lo dice todo:
Después de la guerra, en 1946, me encontraba otra vez en Shanghai. La Universidad
de la Aurora me invitó en el verano un día a que formara parte del a presidencia de los
exámenes. Antes de empezar éstos supliqué al P. Bonnichon que me enseñara la
capilla donde yo había recibido el bautismo y la primera comunión haciá diez años.
En cuanto me puse de rodillas delante de la estatua de mi Madre María, las lágrimas
asomaron a mis ojos. Esta vez eran lágrimas de gratitud, pues ya había gustado del
fruto que Ella nos dio y cuán dulce lo había encontrado.
El salmo del Buen Pastor es el primero de los salmos que traduje al chino: fue la
noche del 7 de diciembre de 1937. Ignoraba entonces que era la vigilia de la fiesta de
34
Estoy agradecido sobre todo a Mons. Valtosa, que me confirmó en 1983, y al P. Maestrini,
que fué mi director espiritual; los Padres de Maryknoll y las Religiosas Carmelitas me ayudaron
mucho, asimismo, durante mi estancia en Hong Kong.
28
la Inmaculada Concepción de María. Ya para entonces había terminado el primer ciclo
de mi odisea espiritual. Puedo decir con propiedad, que el Buen Pastor me ha hecho
reposar en verdes praderas y me ha conducido hacia las aguas refrescantes; me ha
dirigido por los senderos de la justicia y me ha hecho andar en el valle de las sombras;
ha ungido mi cabeza y ha hecho desbordar mi cáliz.
Pero esto no quiere decir que haya llegado a la cumbre. Nada de eso. La vida
espiritual debe progresar sin cesar; he terminado el primer ciclo, por decirlo así. Es
como en la santa Misa, que proporciona la base de nuestra vida espiritual: desde el
comienzo hasta el Credo es el primer paso; del Ofertorio a la Consagración, el
segundo; la Comunión representa el tercero. Esto constituye un ciclo: Deo gratias.
Pero mañana se dirá otra Misa que formará otro ciclo; y así siempre hasta la muerte. Y
en cada Misa diréis: Introibo ad altare Dei: “Subiré al altar del Señor”; y yo vuestro hijo
y servidor responderé: Ad Deum qui laetificat juventuten meam!”: “¡Subiré con Vos
hacia ese Dios que ha colmado de alegría mi alma, en una renovada juventud!”
Roma, 19 de marzo de 1948.
Juan Ching Hsiung Wu.
29

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