JOSE LUIS TORRES CONTRA LA OLIGARQUIA MALEFICA
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JOSE LUIS TORRES CONTRA LA OLIGARQUIA MALEFICA
JOSE LUIS TORRES CONTRA LA OLIGARQUIA MALEFICA Por Juan Carlos Jara No han sido pocos, por fortuna, en nuestra historia, los periodistas que supieron hacer de su profesión un permanente compromiso militante en defensa del país y de sus sectores más vulnerables. José Hernández tal vez haya sido, entre muchos, el ejemplo más ilustre en el siglo XIX. Rodolfo Walsh, Raúl Scalabrini Ortiz y José Luis Torres, los más paradigmáticos del XX. El tucumano Torres, nacido el 21 de enero de 1901, fue un autodidacta que no completó los estudios primarios pero que en la “década infame” –así bautizada por él mismo- se erigió en el fiscal de la patria a través de sus resonantes denuncias y campañas periodísticas contra el régimen oligárquico. En su adolescencia simpatizó con el movimiento anarquista. A los 16 años fue detenido por primera vez al participar de una huelga en demanda de mejoras laborales en el Ingenio Ledesma. “Fue éste mi primer encuentro con la fuerza del Estado organizada al servicio de la plutocracia”, recordará más tarde. Lejos de intimidarlo, esa primera entrada policial le “encendió el alma como una pavesa”, convenciéndolo de que “es un miserable el hombre que pudiendo realizar algún esfuerzo por mejorar la vida de sus iguales, oprimidos por la injusticia y la mezquindad, se queda sin hacerlo por comodidad, por cobardía o por culpable indiferencia”. Como Torres no era cómodo, ni mucho menos cobarde o indiferente, dedicó el resto de su vida a luchar contra esa opresión. En el diario “El Orden”, de Tucumán, aprendió, ejerciéndolo, el oficio de periodista. Después, compelido por los poderosos enemigos que se había ganado entre las fuerzas vivas tucumanas, partió hacia el norte del país, a Salta y a Jujuy, donde además de comprobar que el poder de la Leach y de la Standard Oil era tan omnímodo como el de los magnates azucareros de su provincia, conoce al general Enrique Mosconi, quien ejercerá una influencia decisiva en su vida. Hacia 1932, trocado el anarquismo adolescente por un nacionalismo de signo popular, lo encontramos otra vez en Tucumán donde ha sido nombrado ministro de gobierno en la gestión de Juan Luis Nougués. El enfrentamiento del gobernador y su ministro con el poderoso Centro Azucarero Tucumano, que se opone a pagar una retención de pocos centavos al precio del azúcar, provoca la intervención de la provincia por parte del gobierno nacional, a la sazón en manos del general Justo y de su todopoderoso ministro de Hacienda Federico Pinedo. Allí comprende Torres que “los organismos funcionales del Estado no ejercen un contralor indispensable sobre las actividades perniciosas de los particulares, cuando éstos son poderosos, y es inútil entonces tratar de llamarlos al cumplimiento de sus deberes legales”. A raíz de estos hechos decide abandonar su provincia y radicarse definitivamente en Buenos Aires. Cuando llega a la capital, corren los días del pacto Roca –Runciman y de negociados escandalosos como el de la venta de las tierras de El Palomar. Torres, “por temperamento, por vocación y por deber, agitador de rebeldías”, arremete contra la ley de Coordinación de Transportes, contra los monopolios eléctricos, de gas y de teléfono y se convierte en el enemigo público número uno de empresas como la CADE y Dreyfus, la banca Bemberg y el flamante Banco Central filobritánico, es decir la “patria financiera” de la época, a la que combate sin tregua desde diarios y revistas de escasa circulación y a través de folletos y cartas abiertas sistemáticamente silenciadas por la gran prensa. En 1940 publica “Algunas maneras de vender la patria”, su primer libro, donde hace la radiografía de la década infame, en el tono apasionado y enfático que le es particular. Allí se define como un “francotirador suelto”, sin partido. Sus denuncias contra el ministro del Interior Miguel Culaciati, lo llevan a la cárcel en 1943. Recupera la libertad con la revolución de junio de ese año, a la que va apoyar desde el principio, lo mismo que al peronismo que lo sucede. Sin embargo no ahorrará críticas a ambos gobiernos cuando considere que se alejan de la línea de regeneración nacional que él preconiza. Esa actitud ambivalente, que lo lleva a bandearse con frecuencia del nacionalismo popular al más crudo nacionalismo de derecha -incluida su pizca de judeofobia-, puede observarse repasando sus libros de entonces: “Los Perduellis” (1943), “La década infame” (1945) y “Una batalla por la soberanía” (1946). En este último se opone enérgicamente a la aprobación por el Congreso Nacional de las Actas de Chapultepec, por considerarlas –con toda justicia- un atentado contra la seguridad y la soberanía del país. En esa ocasión rompe con el jefe de la bancada peronista en el Senado, su viejo amigo Diego Luis Molinari. En libros posteriores: “La patria y su destino” (1947), “Seis años después” (1949), “Nos acechan desde Bolivia” (1952) y “La oligarquía maléfica” (1953), su visión del peronismo se hace más comprensiva y accesible. Sin embargo poco tiempo después, particularmente a partir de los proyectados contratos petroleros con la California, vuelve a la oposición más enconada -en sintonía con otros intelectuales nacionalistas como Manuel Gálvez y Ernesto Palacio- y, a diferencia de su amigo Scalabrini Ortiz, que sabe distinguir entre Perón y Pinedo, recibe con alivio el golpe del general Lonardi en 1955. Después de eso publica los ocho números de la revista “Política y políticos” bajo el lema “ni con unos ni con otros”. Tras el golpe de palacio que reemplaza al clerical Lonardi por el liberal Aramburu, le clausuran la revista y su espíritu de lucha comienza a decaer. “Como Guido Spano me meto en la cama a leer y no escribo más”, anuncia entonces a sus allegados. Solo, olvidado y en la pobreza más absoluta muere el 4 de noviembre de 1965.