La noche oscura, como sus ojos. La luz pálida del poste, amarillenta

Transcripción

La noche oscura, como sus ojos. La luz pálida del poste, amarillenta
Fernando Adrianzén G.
Despedida
La noche oscura, como sus ojos. La luz pálida del poste, amarillenta, me alumbra como nos
alumbró aquella noche, cuando la vi por última vez. Ella subió al ómnibus con su maleta. Yo había
llegado tarde; por más que intenté no llegué a tiempo. Me vio cuando se sentó al lado de la ventana.
Se apoyó, mientras que mi mirada la seguía. Me envió un beso y el aire transportó su sensación. El
bus arrancó y empezó a avanzar. Yo tenía el maletín en una de mis manos; con la otra sujeté el
sombrero en señal de despedida. Me volví y avancé por la acera en sentido contrario al bus. Me puse
el sombrero, saqué la cajetilla de cigarros: cogí uno, lo encendí y continué la caminata en dirección a
la calle. Cuídate, mi amor, pues yo no supe hacerlo, pensé. Luego, salí por la puerta del terminal y
me sumergí en la calle.
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Arena
Centenario
Cuántas historias se esconden en estas calles, en cada uno de estos edificios, en cada piedra
y en cada ventana. Ellas son testigos de excepción del camino, de la evolución, de estos cien años.
Celebramos el centenario de una provincia, pero no de la ciudad, de esta ciudad, de este lugar que
nunca se inició con los Tallanes, sino al pie de un algarrobo, en esos pequeños bares apodados “Los
agachaditos”. Ahí se inició tu historia real, al lado de un paso de agua, porque era el sitio más bajo
para pasar a caballo, y se inició como “La Punta”; luego, como Sullana, en una villa, que de
seguro, por aquel entonces, no pasaba de las doscientas personas mal distribuidas alrededor de la
“Loma de Mambré”. Personas que se asentaron en torno a ese cerro de arena porque de seguro
vieron que había cierta prosperidad, porque quizá el lugar era tranquilo. De seguro tus muy ilustres
primeros hijos fueron campesinos, cholas y cholos, negros y alguno que otro descendiente de
alguna Capullana u hombre Tallán. Junto a un tanque, sí, el “Tanque elevado”. Fue ahí, Sullana,
donde aprendiste a luchar, desde esa niñez árida y solitaria, contra personajes como don José de
Lama, intentándote invadir. Y otros defendiéndote como lo haría la sullanerita, esa forastera llegada
de Suyo, una mujer mítica y enigmática, ducha en el manejo del maíz para hacer chicha, experta
con el cuchillo para hacer cebiche, y cortés para atender a los clientes. Una mujer, sí, una mujer
salió en tu defensa. Y, aunque haya gente que se rasgue las vestiduras, tú, Sullana, obtuviste tu
nombre gracias a la valentía de ella y de muchos hombres y mujeres que pelearon por esta tierra en
la Corte de Huancayo. Ganando para ellos, y para sus hijos, y los hijos de sus hijos un lugar donde
vivir. Cuando las batallas de Simón Bolívar logaron expulsar definitivamente a los españoles del
Perú, un par de tus hijos ya había ofrendado sus almas en batallas; entre ellos, José Cardó Granell
y Juan José Farfán. Luego darías a luz a tus artistas, pues, como toda dama, te gustaba sentarte a
mirar, en las arenas donde hoy es el malecón, y escuchar en la brisa la música de tus hijos. Sullana,
quién te viera y quién te ve. Has crecido y aunque el mundo se empeña en verte entre ponchos,
sombreros, faldas negras, chichas y cebiches, hoy nos demuestras que estás tecnificada, que te has
vuelto más cibernética, pero que tu vestido aún sigue sucio. Tus cabellos ya no se pueden lavar en
tus aguas, pues esta fuente luce contaminada, ya no te puedes recostar en el malecón para ver el
atardecer, a ese sol poniéndose rojo, escondiéndose en el horizonte, tras las montañas de los
Marcawilcas. Ahora lo tienes que ver desde el ventanal de algún edificio. Porque hoy tu casa luce
sucia, porque hoy tus calles se empolvan con la indiferencia de los demás pensando que la calle es
propiedad de alguien más pero no de ellos. Por tus plazas deambulan niños y niñas, pero de seguro
no te debe extrañar, ellos también han perdido la memoria, como la pierdes tú día a día, cuando
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alguien descubre parte de tu pasado y lo vende. Entonces te enfureces, quieres tomar venganza, y
nos hieres con nuestra propia gente. Con nuestros propios amigos y hermanos, te vuelves hostil, nos
haces daño, pero igual persistimos en dañarte, en robarte, en ultrajarte, en profanarte, en utilizarte
y no darte las gracias. Y nos iremos a casa, a descansar, pensando que aún nos proteges, aunque en
realidad nos quieras lejos de ti. De tanto pensar me da sed. Me acerco a una tienda, compro una
gaseosa, salgo, miro el reloj: 10:30 p.m. Es tarde, me digo en voz alta, no pensará venir. Cruzo hacia
el centro de la Avenida José de Lama. Me paro frente al terminal de buses. Me recuesto en una reja.
Saco un cigarrillo del bolsillo derecho, lo enciendo, una bocanada de humo al viento, abro la lata de
cerveza y tomo un poco. Espero, no me queda más. El clima está frío, como nunca el clima anda
irregular, en fin, no es mi materia, no me interesa, pensé. Vibra el celular en el bolsillo de la
gabardina, lo saco, leo el mensaje: Espérame, llego enseguida, estoy por el terminal de Lima
entrando a Sullana, tkm. Lucía. Vaya, hasta en esto hemos cambiado, me digo en voz alta. Mientras
fumo otra vez.
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Arena
El espejo
El vidrio frente a mí. La calle. La bulla. El semáforo en rojo. Momento de trabajar. Bajo y
vendo entre los conductores, un agua, un chicle, un cigarro, una gaseosa. Algo, cualquier cosa es
bienvenida a la hora de vender durante el cambio de luces. Apenas son segundos. Son vitales para la
empresa callejera. De ahí depende nuestra alza o baja en las acciones de la vereda. El gigante
amarillo de tres ojos ha cerrado su ojo rojo y ha abierto el verde. Se termina el trabajo. Los carros
continúan su marcha. Las personas paran. Vuelvo a mi vereda, me refugio en el lugar designado, para
las personas como yo. Y descanso hasta que llegue el nuevo rojo. Me siento y, al mirar al frente, me
choco nuevamente con aquel reflejo. Es alguien que conozco. Pero esos ojos, esa mirada, me
perturba, es como si ingresara a lo más profundo de mi ser y encontrara los demonios de mi pasado,
presente y futuro. Su mirada es penetrante, y tan solo con verle me siento en el confesionario.
Entonces, bajo la vista, trato de huirle, pero la curiosidad me persigue. Y como atraído por un imán,
vuelvo a observarle. Pero ahora busco entenderle. Son cosas ajenas a mi edad. Cosas que aún no
comprendo. Sin embargo, aquel reflejo, aquella imagen, de un ser inacabado, de un ser sucio y
polvoriento, de gorra roja raída, de rodillas negras y de casaca algo antigua llama poderosamente mi
atención, es como si me identificara con él, como si de pronto, hubiese entendido quién es. Pero
entonces reparo en la imagen, y trato de entender el espejismo de esa existencia. La inexistencia de
un ser aparentemente lejano pero muy parecido a mí. Aquel vidrio refleja a alguien. ¿Quién puede
ser? ¿Acaso puedo ser yo?, pero es que no soy yo. Entonces, ¿Quién es? ¿Por qué me mira así? ¿Con
esa mirada inyectada de dolor y marginación? ¿Qué quiere de mí? ¿Si me acerco? ¿Si le pregunto?
Mejor no. Mejor quedarse lejos de él. Pero esos ojos café hablan, dicen preguntas que mi alma
entiende. Delatan vivencias que mi corazón comprende. Su mirada refleja tristeza. Tristeza que se
empoza en el alma. Como copa que jamás se llena y así se revuelca en el huracán del desierto que va
quemando las entrañas, que va diluyendo el odio y lo une con la ira. Y todo eso lo entiendo, lo
comprendo, lo comparto ¿Pero aquel muchacho de roja gorra, de hosca mirada, puedo ser yo?
¿Acaso soy yo? Y ¿Quién soy yo? ¿Soy ese cuerpo que veo?, ¿Soy aquel chiquillo, triste y abatido?
Pero los vidrios solo trasmiten imágenes, reflejos de cosas. Entonces, puede ser solo eso. Tan solo
una imagen, un referente, un parámetro que sirve solo para compararnos. Pero no puedo ser yo.
Definitivamente no debo ser yo. Pero ¿Quién soy yo? ¿Quién es ese muchacho?
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Con apariencia
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decaída por el tiempo, por el sufrimiento, por una carga, que no es la suya; pero obligado a vivirla. Y
entonces, me siento abrumado por sus penas, y me siento en los suburbios de la vida, de la ciudad
mal construida. Del edificio sin bases. Del basural de la calle. Siento que al igual que él, soy el
estorbo de alguien. La rabia empozada de una ciudad malgastada. ¡Imposible, ese no puedo ser yo!
Pero entonces ¿Quién soy yo? Yo debo ser alguien, y ese alguien debe ser grande. Como los edificios
de esta ciudad. Limpios, bonitos y con luces de colores, que huelen bien cuando entras a ellos. De
ésos debo ser yo, sin embargo ese muchacho no es nadie. ¿Y qué es ser Alguien? ¿Qué significa ser
Alguien?
- Alguien, es un ser que es profesional con familia, que logra un status, – responde él
- ¿Familia? ¿Qué es una familia? ¿Tengo Familia? ¿Alguien como yo tiene familia?
- Tú no tienes familia – responde ella
- Alguien como tú, jamás ha tenido familia – Responde él La familia es la unión de varios seres
inexistentes ligados entre sí – dice un cura
- Pero, entonces ¿a dónde pertenezco, quién soy, qué soy?
- Ya te dijimos eres un muchacho. Un muchacho de la calle – responden él y ella.
- Entonces, ese soy yo, ese de aquel vidrio soy yo, un muchacho que vende caramelos, en la
calle.
- ¡Sí, ese eres tú!, bravo. – Ellos aplauden, sonríen, toman champaña; en eso me miran, y todos
serios – Déjanos en paz.
Voces, voces de gente que no significa nada. Que se sienten dueñas, por tener unos centavos más que
uno. ¿Acaso soy juguete de ellos? ¿Acaso debo dejarme arrastrar por sus pensamientos? No ¿Pero al
final qué soy? ¿Soy algo o no soy nada? No. Soy Alguien. He decidido ser algo. Ser Alguien. Esa es
mi verdad. Esa es mi meta. Ese es mi sueño. El chico de enfrente, es solo eso, una imagen, una
proyección mía, que parte de una realidad. La realidad actual. Ahora puedo verlo, puedo enfrentarlo.
No le tengo miedo. Y el vidrio vibra. Me levanto. El vidrio cruje. Avanzo. El vidrio tiembla. Llego y
el vidrio se raja de parte a parte. El muchacho se pierde entre los vidrios caídos de la acera de
enfrente. Definitivamente no podía ser yo. No podía ser el chico reflejado en el espejo.
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Arena
Arena
El sol caía sobre la arena. La carretera se derretía en una cruel visión, como si la autopista se
estuviera evaporando bajo el inclemente sol. A diez metros de ahí, doblando a la altura del algarrobo
con el colegio nacional, se levantaba una turba de casas, distribuidas en forma de ciudad. De una
urbe, precaria, apocalíptica, hecha de esteras, cemento, ladrillo y calamina. A diez metros de la
carretera a Paita, se levanta un pueblo lleno de llagas y sufrimiento. A diez metros del pavimento se
pierde la esperanza y renace la costumbre, el hambre y el padecimiento. Al centro de aquellas casas
hay una iglesia que pretende ser el centro, el corazón de aquel asentamiento humano o, mejor dicho,
del hacinamiento humano. Con un nombre que intenta seducir el oído, haciéndole creer esperanzas
vanas, casi profanas a la razón y al bolsillo. Aduce el nombre, a una mejor vida. Intentando mejorar a
su antecesora, piensa ser nueva, cuando lo único que logra a cada momento, en cada instante, es
hundirse en su propio dolor, como visión infernal donde hombres y mujeres anclados a riscos se
tragan unos a otros en un eterno padecimiento. Pienso que tal vez quisimos eso, en el génesis de
nuestra creación, siendo éste el móvil intrínseco de nuestro actuar. En aquel tiempo, muchos nos
sentíamos capaces de hacer de este sitio un lugar diferente, un territorio capaz de albergar al foráneo,
de abrazar al hermano, de ayudar a la mujer caída, de sonreírle a los problemas y poder voltear al
costado confiando en el otro, en su mano extendida hacia nosotros. Siento que muchos de nosotros,
queríamos hacer de este lugar un sitio diferente. Contrario al recuerdo de las ciudades de las que
proveníamos. Opuesto a las historias que llenaban nuestras ollas. Inverso a las dificultades pasadas
en nuestras tierras. Sin embargo, la esperanza se volvió ilusión. La ilusión se volvió recuerdo. El
recuerdo se lo tragó la arena de este desierto al que venimos a vivir. Día a día contemplo nuestros
hogares, desde a través de estas rejas, mientras hago la limpieza de la capilla, observo nuestras casas.
Y siento que cada vez entiendo más y más, ese lenguaje de las fachadas. Esas historias que se pintan,
se desdibujan en cada puerta, en cada ventana, en cada estera, ladrillo o triplay. Veo en ellas el afán
con el que fueron edificadas, miro el trajinar de mis hermanos para subsistir en esta supuesta nueva
ciudad. Percibo el esfuerzo de las madres por el futuro de sus hijos, y la indiferencia de estos hacia al
trajín y tesón de sus padres. También descubro la desilusión, el conformismo de otras casas. El poco
ánimo de sus dueños por culturizarse o el poco empeño o vigor necesario para resolver los avatares
de sus vidas. Otros prefieren convivir con ello. Para así sobrellevar la carga, de una historia en la que
ellos fueron participes. Pienso, que en algún momento intentamos cambiar nuestras vidas, nuestras
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tradiciones. Entonces, llegó un cura. Vimos una esperanza, vino gente extraña, forasteros de otros
lares y alucinamos que ellos nos sacarían de pobres. Un mal, que nos consumía día con día.
Entonces, creímos, creemos y creeremos, en aquel hombre sujeto al madero, con tres clavos, en él
vertimos nuestras esperanzas, nuestros sueños, nuestros delirios, nuestras penas. Y pensamos, aquel
hombre nos va ayudar. Por eso damos nuestro tiempo, nuestro sudor y lágrimas, las depositamos en
él. Y decimos: él tiene que ayudar. Por eso venimos el domingo, damos la limosna, nos casamos,
ofrecemos nuestros hijos y nos condenamos con nuestros pecados. Y a una voz repetimos: Él tiene
que ayudarnos. Es en aquel momento cuando sentimos la necesidad de estar ahí. De permanecer a su
lado, ayudando de cualquier manera y poco a poco nos vamos sumergiendo en esto que llamamos
parroquia. Un grupo de gente inconforme: con su suerte, con su casa, con su familia, consigo mismo.
Pero algo nos empuja a ser diferentes, a creer nuevamente en nosotros y que podemos cambiar algo
en nuestra vida. Que esta humanidad que nos aqueja y nos rasga como trapo viejo es una realidad
pasajera. Ya vendrán tiempos mejores; pero de pronto, nos damos cuenta, dejamos de soñar,
levantamos la cabeza y la realidad degradante, cruel emperadora, nos golpea en la cara, en el rostro
marchito y desnudo, y caemos adoloridos sobre esta arena, en esta maldita arena, pegada a nuestros
ojos, a nuestros sueños, rompiéndonos la propulsión y anclándonos, cual despiadado verdugo, a una
terrible condena. Esta arena, esta rara compañera, nos aguarda, cual fiel aliada, se devora nuestros
llantos desesperados, nuestras historias amargas, nuestros ecos de madres y padres desorientados. Y
entonces volvemos los ojos, desesperados, atormentados hacia ese Cristo desnudo. Capaz de
entregarse a la humillación, capaz de sentirse tan humillado y tan digno. Pensamos, nos refugiamos,
nos acogemos a un Cristo tan sufriente, tan herido, tan acongojado como nosotros mismos. Que se
desnuda ante nuestra humanidad. Que se viste de humano para comprender nuestros pesares.
Aullidos del alma, que nos callamos, nos tragamos, con cada golpe del marido. Con cada olla vacía.
Con cada cartera desaparecida. Con cada… Son estos dolores, que nos atraviesan la piel y nos
laceran los huesos. Fatigan el espíritu y envenenan la mente. Es tal vez por eso que también vinieron
aquellos jóvenes. Con esas ganas, que se despiertan en los albores de la juventud. Vinieron a inyectar
algo de su vida a esta desolada capilla. A pintar una sonrisa, en los rostros compungidos de los más
pequeños. Llegaron una mañana de enero, se fueron una tarde de febrero, bajo la lluvia de verano, y
los niños siguen aquí, esperando su regreso. Uno el cual parece, nunca se va a dar.
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Arena
Examen final
I
- A ver, a ver, organicemos lo que está diciendo – dijo el Profesor Rueda –. Según usted, todo
estaba tranquilo hasta que llegaron sus compañeros de tercero…
/En realidad todo ya había sido planeado junto con Paola y Paris, el chiste era que necesitábamos
de una distracción para que Edmundo robara una prueba. Con el examen robado, todo quedaba
resuelto. Una nota bastaba para salvar el año. Con respecto a Edmundo, él era sencillamente el
instrumento, un peón de este pequeño juego. Pero todo se complicó cuando Baruc tomó las cosas
demasiado en serio y empezó a pelear con Paris. No sé cómo miércoles se enteraron de todo; sin
embargo, conociendo a Baruc, la partida aquí frente al profesor Rueda, la tengo ganada /
- Así es profe, además, hay que acotar que ellos empezaron el pleito – argumentó Wagner
- Eso es mentira Wagner – estalló Baruc. Se puso en pie de un brinco y contuvo el puñetazo
que iba a dar al escritorio del profesor Rueda – Disculpe profesor, pero es que no fue así.
- ¿Ve, profesor, como está en mi contra? Yo, un simple muchacho indefenso, sería incapaz de
golpear a una mole como esta.
- Basta – dijo el profesor Rueda y mirando a Baruc – siéntese y tranquilícese.
Baruc estaba sentado al lado de Wagner. Mirando al profesor de disciplina tratando de
explicar el problema que había surgido en el patio de la escuela el día de ayer. El despacho era
amplio y por las paredes color leche se descolgaban cuadros. Un ambientador desplegándose por la
oficina. El sol a la espalda del Profesor Rueda, tratando de atravesar las persianas y en la
computadora, cual secretario de juzgado estaba el psicólogo de la escuela, el señor Hernández.
- Lo ocurrido fue lo siguiente – dijo Wagner –. Verá profesor Rueda: Paris, Paola y yo
estábamos conversando frente al aula de segundo de primaria cuando Baruc vino con su pandilla y
nos empezó a amenazar. Como no le hicimos caso, entonces, se la agarró con Paris y empezó la
bronca. Realmente, yo estoy apenado por lo ocurrido, Profesor Rueda…
- Bueno ¡basta!, eso es suficiente para aclarar un tanto el asunto y usted qué tiene qué decir al
respecto, jovencito – dijo mirando a Baruc.
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/Que Wagner es una rata, hace una semana se había portado demasiado extraño. Sabía que por
alguna extraña razón Edmundo andaba con ellos. No sé los motivos de Edmundo, pero tampoco
me interesan, el hecho es que no me agradaba para nada la compañía de esos sujetos al lado de
Edmundo. Que para ser sincero no son más que pura basura. El asunto aquí, es que el gordo de
Wagner nos ha dejado como cagada frente al teacher. Para mí, que esta mierda tiene algo que ver
en todo lo que ocurrió el día de ayer, pero ¿cómo acusarlo? Necesito algo que lo incrimine. Vamos,
piensa Baruc, piensa /
- Bien, si no quiere hablar entonces no puedo hacer más –dijo el profesor Rueda a Baruc –. Señor
Hernández: llame a Gabriel Albujar y a Paris Crisanto
- Sí, profesor. Jovencitos, por aquí, por favor - dijo el psicólogo a Baruc y Wagner, mostrándoles
la salida. Al salir al pasadizo miró a Gabriel y a Paris – Por favor pasen – les dijo y los hizo entrar a
la oficina. – ¡Ustedes! – dirigiéndose a Wagner y Baruc – vayan a su aula, luego se les llamará – y
con eso cerró la puerta.
II
El hombre. El hombre, una pieza de ajedrez. El hombre: una pieza de ajedrez en un inmenso
tablero. Una marioneta de sus pasiones, de sus razones. ¿Quién me puede decir si eso es verdad o
falsedad? ¿Quién de todos los dioses me puede contestar? Anda, dime Zeus, cómo evitar la ambición
desmedida, si tu trono lo robaste. Y tú, Yavé, ¿qué puedes decir al respecto? Has creado el bien y el
mal, pero tú estas ajeno a él. La humanidad sufre y ustedes ¿qué hacen? Ajenos. Exiliados. Cual
entes fuera de la materia. Yo, un tipejo, una masa corpórea de tiempo limitado que divaga en una
tierra sin tiempo ni espacio. En esta soledad que me consume. Es mi crimen que me señala. Quisiera
explotar, romper algo; pero me detengo. Me quedo aquí, cansado, sobre mi cama, pensado en lo que
hubiese pasado si no lo hubiese realizado. Si mi padre nunca me hubiera castigado. Pero todos los
días es siempre lo mismo, si no sacas buenas notas no hay paseo de vacaciones. A veces quisiera
mandar por un tubo al viejo y a mis estudios. Pero no lo hice y terminé por destruirme, realizando
una acción que hoy me condena. Pero la bomba explotó hace unos días, para ser más exactos,
cuatro días atrás. Después de esa conversación me decidí a realizar cualquier cosa con el fin de salir
aprobado. Ocurrió que durante la cena, mi padre me informó que había ido al colegio averiguar
sobre mis notas y en cortas palabras me dijo que si no aprobaba en el último examen del trimestre
me mandaría derechito a un colegio militar. Y me salió con el típico reproche de papá economista:
Mira hijo, tú sabes que el país vive una crisis económica muy fuerte; darte educación ya es mucho y
yo con mi gran esfuerzo estoy dándote una educación particular, en uno de los colegios más caros y
respetados de la ciudad. Ya pues, ponte las pilas y no desperdicies el dinero que estoy invirtiendo.
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Arena
Yo entiendo que vives bajo una fuerte presión, pero has un pequeño esfuerzo y trata de aprobar.
Dios por qué no me mandaste un hijo como el Julio, ese sí que es hijo. Deberías seguir su ejemplo.
Y yo pensé para mí: Y qué miércoles me importa Julio. Mi padre continuó: Bueno, ve tú cómo lo
haces, pero me traes aprobado el examen final. Se levantó y se fue a descansar. Luego, me fui a mi
cuarto. Mientras trataba de descansar sonó el celular. Al mirar la pantalla vi el nombre de un
compañero de clase (Vaya -compañero que me había tocado)
- Sí, aló – contesté
- Hola Edmundo, ¿qué decidiste, le entras o no? – me dijo Wagner.
- Sí, sí, claro.
- Entonces mañana en el recreo te explico cómo le vamos a hacer.
- Perfecto, entonces hasta mañana, ok, bye.
- Bye.
Durante el recreo, busqué a Wagner por los patios del colegio. Lo hallé junto con Paola, una
chica que según dicen ha estado con medio mundo. A mí me valía, me importaba la nota. Odio los
colegios militares como para meterme en uno. Así que, si quería sacar buenas notas, tenía que
considerar todas las posibilidades. Y Wagner era una de las opciones. Esa mañana me explicó cómo
era el trabajito. Para las 12:00 horas del día siguiente, debía haberse cumplido la mitad del plan. Yo
estaría en las inmediaciones de la biblioteca del colegio. Wagner, junto con Paola y Paris, harían que
mis patas y ellos se peleen en plena escuela, de esa forma atraerían las miradas de todos los
profesores. En cuanto eso ocurriera debía ir hacia la sala de profesores, ya ahí buscaría los exámenes
de tercer año, tan luego los obtuviera iría hacia la biblioteca, así nadie sospecharía de mi persona.
Luego, solo era cuestión de esperar a que termine el recreo. La otra mitad del plan era la entrega de
la prueba. Tan solo consistía en enviar el examen a través de un cuaderno y luego ellos me darían la
prueba y las respuestas de la misma. Vaya, era un plan genial; pero se salió de control cuando uno de
mis amigos empezó a mecharse de verdad y Paris terminó en la enfermería. Mientras, yo fui
traicionado por Wagner y Paola, pues cuando les entregué el examen, sencillamente, no me
volvieron a hablar. Hace ya cuatro lunas que no me hablo con Gabriel, ni con Laura, ni con Baruc.
Hace cuatro días que terminó el colegio. Yo desaprobé el año; mañana viajo a Piura. Mi padre quiso
que me internara en el colegio militar. Hoy solo queda empacar mis cosas. Y no sé por dónde
empezar.
III
Una gota de cristal resbala por la mejilla de Laura. El barandal detiene su rabia: en su mirada se
contempla el enojo, la pena y el llanto. Es que en aquel ómnibus que se aleja rumbo a Piura, viaja
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algo que pudo ser. De nada valió el esfuerzo y el sudor. Aún recuerda cómo corrió a través de las
calles para llegar al Terminal Terrestre. Cómo el viento golpeaba su rostro, y en su mano derecha una
carta. En su mente solo el rostro de Edmundo. Laura no entendía lo que ocurría, solo quería verle.
Laura sabía que lo que sentía quizás no era correspondido. Ella solo quería observarle. Notar en sus
ojos la inocencia y la picardía de los chicos bien. Le gustaba cuando él se bromeaba con ella. Su
sonrisa franca y aquel regalo que le dio para su cumpleaños. Laura sólo quería mirarle. Descubrir,
entre sus palabras, la sinceridad de su corazón. Si tan solo se hubiera animado a gritarle antes de
subir al bus o cogerle para que no subiera. Laura sólo quería entender. Comprender a aquel joven que
le dio la mano por primera vez en el colegio nuevo. Su pelo castaño y sus ojos color caramelo, una
sonrisa agradable y ese gorro que le asentaba tan bien con ese polo de marca y esas zapatillas. Así se
le presentó por primera vez en su casa cuando el grupo fue a hacer un trabajo que el profesor de
ciencia les había dejado. Laura se acuerda muy bien de aquel día. Por la mañana se acordaron del
trabajo de ciencia. Entonces, Edmundo le dijo: No te preocupes Laura, si no tienes grupo nosotros te
acogemos. Y Laura tan avergonzada por ello: Gracias, respondió tímidamente.
- ¿Te parece si vamos a las cuatro? – dijo Edmundo.
- Si, claro – respondió Lura – Pero ¿quiénes van a ir?
- No te los he presentado, disculpa mi despiste. Mira – le dijo y señalando a un chico algo
paliducho, agregó – él es Gabriel, él, Baruc – un chico algo agarrado, pero con pinta de tener calle
–.Por último – agregó – Marcela y Jorge.
- Entonces te espero en mi casa – le dijo Paula y se fue algo ruborizada.
Por la tarde llegaron todos y en menos de dos horas tenían el trabajo listo. Lo que Laura más
admiraba de Edmundo era esa confianza con la que él le hablaba. Era como si se conocieran de toda
la vida. Paula sentía en él un amigo. Pero cuando Edmundo se subió al bus, ella entendió que era
algo más. Era un sentimiento distinto, uno que no había sentido jamás y que ahora le causaba cierto
dolor. Pero también era algo que le daba la ilusión y las ganas de hacer alguna locura para que
Edmundo se diera cuenta de lo que ella sentía. Entonces respiró hondo, reunió sus fuerzas y saltó el
barandal.
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Arena
Tres damas.
Dedicado a doña Liliana, mi madre,
doña Susana y a doña Yanina.
Eran tres señoras. Tres mujeres muy amables y serviciales. Eran tres seres femeninos que
adoraban el café y la buena charla. Tres mujeres que se encontraban todas las tardes en la juguería
de don Rubén a las cinco de la tarde. La mayor de las tres, doña Isabel; la segunda doña Emperatriz y
la tercera doña Carlota. La primera de vestimenta sencilla y acorde con su peso y edad. La segunda
siempre pretendía ser más que las otras damas, así que siempre iba arreglada con los mejores atavíos
para la ocasión, aunque a veces abusaba del maquillaje y sus atuendos, convirtiéndose así, en un
reverendo escándalo para la moda y el buen gusto. La tercera siempre buscaba ser caritativa, y no por
ser muy devota de algún santo o por alguna santa penitencia impuesta en alguna iglesia o por el
perdón de sus pecados sino porque para ella eran imprescindibles dos cosas: el donativo a raudales y
que su nombre anduviera de boca en boca, entre las altas esferas del pueblo. Resulta que estas tres
damas coincidieron en el cielo y, como tres Marías, las tres niñas nacieron bajo un mismo techo.
Cual prodigio de algún Dios peregrino, vivieron al calor de doña Yolanda y don Ángel. Como todas
las tardes, se reúnen para charlar y tomar el acostumbrado lonchecito, aunque este nombre sea
motivo para algún programa de una radio capitalina. Pero, eso a nuestras ilustres damas, nos les
importaba. Las cinco de la tarde era hora sagrada, y ahí estaban las tres, cual jóvenes mozas, en su
mesa reservada, riendo y parlando, dándole a la sin güeso mucho trabajo y mucha elocuencia.
Alrededor de aquella mesita, con el sabor del café negro, recién pasau en la boca; con sus galletitas
con mermelada o saboreando algún dulce de ocasión. Es en ese instante del día, en que el tiempo se
detiene para ellas. Aquel lugar, aquel sitio de la ciudad se vuelve su centro y surge la voz, como
paladín de esa costumbre perdida, y se comunica, se habla, se parla y se hace tertulia, sobre los
últimos acontecimientos de la ciudad, de la casa, de la vida y milagros de cualquier persona que se
les cruce por la mente. Sin embargo, no todo es sonrisa y buenas costumbres, no todo es apariencia
frívola y desencarnada; cual pintura realista, estas tres señoras tienen cada una su historia, su
oscuridad, su propia sombra, y su propio madero que cargar. Sin embargo y a pesar de todo, las tres
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señoras, no olvidaban su tradición sagrada, su costumbre incorrupta. Y como cada tarde, pase lo que
pase, se reúnen a tomar su café con galletitas, a las cinco de la tarde, en la juguería de don Rubén.
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