iv. galileo y la iglesia - Foro Español de la Familia

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iv. galileo y la iglesia - Foro Español de la Familia
IV. GALILEO Y LA IGLESIA
27. Galileo Galilei/1
Según una encuesta del Consejo de Europa realizada entre los estudiantes de
ciencias de todos los países de la Comunidad, casi el 30 % de ellos tiene el
convencimiento de que Galileo Galilei fue quemado vivo en la hoguera por la
Iglesia. Casi todos (el 97 %), de cualquier forma, están convencidos de que fue
sometido a torturas. Los que —realmente, no muchos— tienen algo más que decir
sobre el científico pisano, recuerdan como frase «absolutamente histórica», un
«Eppur si muove!», fieramente arrojado, después de la lectura de la sentencia,
contra los inquisidores convencidos de poder detener el movimiento de la Tierra
con los anatemas teológicos.
Estos estudiantes se sorprenderían si alguien les dijera que estamos ahora en la
afortunada situación de poder datar con precisión por lo menos este último falso
detalle: la «frase histórica» fue inventada en Londres en 1757 por Giuseppe
Baretti, periodista tan brillante como a menudo muy poco fehaciente.
El 22 de junio de 1633, en Roma, en el convento dominicano de Santa María sopra
Minerva, después de oír la sentencia, el «verdadero» Galileo (no el del mito) dio las
gracias a los diez cardenales —tres de los cuales habían votado a favor de su
absolución— por una pena tan moderada. Porque también era consciente de haber
hecho lo posible para indisponer al tribunal, entre otras cosas intentando tomarles
el pelo a esos jueces —entre los cuales había hombres de ciencia de su misma
envergadura— asegurando que en realidad en el libro impugnado (que se había
impreso con una aprobación eclesiástica arrebatada con engaño) había sostenido
lo contrario de lo que se podía creer.
Es más: en los cuatro días de discusión, sólo presentó un argumento a favor de su
teoría de que la Tierra giraba en torno al Sol. Y era erróneo. Decía que las mareas
eran provocadas por la «sacudida» de las aguas, a causa del movimiento de la
Tierra. Una tesis risible, a la que sus jueces colegas oponían otra, que Galileo
juzgaba «de imbéciles»: y que sin embargo, era la correcta. Esto es, el flujo y reflujo
del agua del mar se debe a la atracción de la Luna. Tal como decían precisamente
aquellos inquisidores a los que el pisano insultaba con desprecio.
Aparte de esta explicación errónea, Galileo no supo aportar otros argumentos
experimentales, comprobables, a favor de la centralidad del Sol y del movimiento
de la Tierra. Y no hay que maravillarse: el Santo Oficio no se oponía en absoluto a
la evidencia científica en nombre de un oscurantismo teológico. La primera prueba
experimental, indiscutible, de la rotación terrestre data de 1748, más de un siglo
después. Y para «ver» esta rotación, habrá que esperar hasta 1851, con ese
péndulo de Foucault, tan apreciado por Umberto Eco.
En aquel año 1633 del proceso a Galileo, el sistema ptolemaico (el Sol y los
planetas giran en torno a la Tierra) y el sistema copernicano (la Tierra y los
planetas giran en torno al Sol) eran dos hipótesis del mismo peso, en las que había
que apostar sin tener pruebas decisivas. Y muchos religiosos católicos estaban a
favor del «innovador» Copérnico, condenado, en cambio, por Lutero.
Por otra parte, no sólo Galileo se equivocaba al referirse a las mareas, sino que ya
había incurrido en otro grave error científico cuando, en 1618, habían aparecido
en el cielo unos cometas. Basándose en apriorismos relacionados con su «apuesta»
copernicana, había afirmado con insistencia que sólo se trataba de ilusiones
ópticas y había arremetido duramente contra los astrónomos jesuitas del
observatorio romano, quienes decían, en cambio, que estos cometas eran objetos
celestes reales. Luego volvería a equivocarse con la teoría del movimiento de la
Tierra y de la fijeza absoluta del Sol, cuando en realidad éste también se mueve en
torno al centro de la galaxia.
Nada de frases «titánicas» (el demasiado célebre «Eppur si muove!»), de todas
formas, más que en las mentiras de los ilustrados y luego de los marxistas —véase
Bertolt Brecht—. Ellos crearon deliberadamente un «caso», útil a una propaganda
que quería (y quiere) demostrar la incompatibilidad entre ciencia y fe. ¿Torturas?
¿Cárceles de la Inquisición? ¿Hoguera? Aquí también los estudiantes europeos del
sondeo se llevarían una sorpresa. Galileo no pasó ni un solo día en la cárcel, ni
sufrió ningún tipo de violencia física. Es más, llamado a Roma para el proceso, se
alojó (a cargo de la Santa Sede) en una vivienda de cinco habitaciones con vistas a
los jardines del Vaticano y con servidor personal. Después de la sentencia, fue
alojado en la maravillosa Villa Medici en el Pincio. Desde aquí, el «condenado» se
trasladó, en condición de huésped, al palacio del arzobispo de Siena, uno de los
muchos eclesiásticos insignes que le querían, que lo habían ayudado y animado, y a
los que había dedicado sus obras. Finalmente llegó a su elegante villa en Arcetri,
cuyo significativo nombre era «Il gioiello» («La joya»).
No perdió la estima o la amistad de obispos y científicos, muchas veces religiosos.
No se le impidió nunca proseguir con su trabajo y de ello se aprovechó,
continuando sus estudios y publicando un libro —Discursos y demostraciones
matemáticas sobre dos nuevas ciencias— que es su obra maestra científica. Ni
tampoco se le había prohibido recibir visitas, así que los mejores colegas de
Europa fueron a verle para discutir con él. Pronto le levantaron la prohibición de
alejarse a su antojo de la villa. Sólo le quedó una obligación: la de rezar una vez por
semana los siete salmos penitenciales. En realidad, también esta «pena» se había
acabado a los tres años, pero él la continuó libremente, como creyente que era, un
hombre que había sido el benjamín de los Papas durante larga parte de su vida; y
que, en lugar de erigirse en defensor de la razón contra el oscurantismo clerical, tal
como afirma la leyenda posterior, pudo escribir con verdad, al final de su vida: «In
tutte le opere mie non sarà chi trovar possa pur minima ombra di cosa che declini
dalla pietà e dalla riverenza di Santa Chiesa». (En todas mis obras no habrá quien
pueda encontrar la más mínima sombra de algo que recusar de la piedad y
reverencia de la Santa Iglesia). Murió a los setenta y ocho años, en su cama, con la
indulgencia plenaria y la bendición del Papa. Era el 8 de enero de 1642, nueve años
después de la «condena» y después de 78 años de vida. Una de sus hijas, monja,
recogió su última palabra. Ésta fue: «¡Jesús!» Por otra parte, más que con los
«eclesiásticos», tuvo problemas con los «laicos»: o sea, con sus colegas de las
universidades, que por envidia o conservadurismo, blandiendo Aristóteles más
que la Biblia, lo intentaron todo para quitarlo de en medio y reducirlo al silencio.
La defensa le vino de la Iglesia; la ofensa, de la universidad.
En ocasión de la reciente visita del Papa a Pisa, un ilustre científico deploró, en un
«importante» diario, que Juan Pablo II «no puso ulterior y debida enmienda por el
trato inhumano de la Iglesia hacia Galileo». Si debemos hablar de ignorancia, por lo
que se refiere a los estudiantes del sondeo, con los que hemos empezado, en el
caso de estudiosos de tal envergadura, la sospecha es de mala fe. La misma mala fe
que se mantiene desde la época de Voltaire y que tantos complejos de culpabilidad
ha creado en católicos mal informados. Sin embargo, no solamente las cosas no
fueron como pretende la propaganda secular; sino que hoy en día hay nuevos
motivos para reflexionar acerca de las no innobles razones de la Iglesia. El «caso»
es demasiado importante como para no volver sobre él.

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