TRANSFIGURACIÓN
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TRANSFIGURACIÓN
FERNANDO RIELO TRANSFIGURACIÓN Introducción por José M. López Sevillano Poco tendría que añadir a esta nueva edición corregida y aumentada de Transfiguración después de lo dicho, en la primera versión española y francesa, por la reconocida autoridad de dos eminencias del mundo de las letras: el prólogo del escritor y académico español, José García Nieto, y el préface del también académico, y uno de los mejores poetas y ensayistas franceses contemporáneos, Jean-Claude Renard. Transfiguración es el título de un libro caracterizado por composiciones breves en cuya estructura, literariamente bien moldeada, se ajustan las palabras precisas, exactas, cinceladas a modo de sencillas definiciones, sentencias, máximas, aforismos o proverbios, que Fernando Rielo denomina “transfiguraciones”. Nuestro autor es un experto en atrapar detalles, o en expresión de Argullol “cazar instantes”, que se implican, pasando por la vivencia espiritual, en su perfil cultural, filosófico y religioso, adobado con estados anímicos, sicológicos y de connatural altruismo, sin duda marcados por un “dolor sin amargura”. Se evidencia su habilidad en crear momentos de honda reflexión que se asocian con situaciones que atañen al individuo, a la sociedad, a la cultura. Los temas que se entretejen en estas composiciones son de diversa índole: la mística, la religión, la moral, la filosofía, el derecho, el arte, la ciencia. Y no digamos la conformación literaria que nuestro autor hace de esos otros momentos que dedica a la oración, a la poesía, a la anécdota, al juego lingüístico, al humor y a la crítica de actitudes inauténticas. Pero el asombroso talento de Transfiguración no reside en retener, mediante la palabra tallada, la intensidad del vivir viador, ni en transcender los temas, situaciones o momentos que le vienen dados. El encanto y la fascinación de las “transfiguraciones” rielianas consiste en dar, precisamente, ese toque místico que el autor sabe imprimir, ornamentado con el trazo estético, en el acontecer que llega cotidianamente a su pensamiento, a su sentir, a su emoción, sin excluir nada de lo auténticamente humano. La “transfiguración” todo lo incluye para ser en ella transformado. Dicho de otro modo. Lo que hace Fernando Rielo es, sobre todo, “transfigurar”, transformar en arte aquellas vivencias que vienen dadas en las expectativas que acucian a todo ser humano en su relación con Dios y el mundo, con la eternidad y el tiempo, con la vida y la muerte, con la soledad y el silencio, con la felicidad y el sufrimiento, con el amor y el odio, con la creencia y la increencia, con la ciencia y la ignorancia, con la guerra y la paz, con la justicia y la injusticia, con la virtud y el vicio, con la libertad y la esclavitud, con lo triste y lo lúdico. De ahí, la hondura, el calado, la magnitud que encierran las “transfiguraciones” que se contienen en las dos partes donde se incluyen los títulos o epígrafes de carácter peculiar e intencionadamente escogidos. Por eso, las transfiguraciones son “sentencias” a modo de declaraciones o definiciones breves, intensas, profundas, de muy diversa índole; —2— son “parénesis” o exhortaciones sencillas, atractivas, sugerentes, lejos de tensiones moralizantes; son “didascalias” o enseñanzas sobre la oración sincera y auténtica, o sobre la experiencia mística, tratando pedagógicamente de evitar posibles deformaciones pietistas; son “filiales” o momentos de intimidad espiritual, directos, creíbles, dedicados a las diversas manifestaciones del corazón filial del hombre en su relación amorosa con Dios; son “donaires”, greguerías o sentencias, en cuyo contenido predomina un humorismo de horizonte místico, que el autor define como “la sonrisa del dolor”1; son “sapienciales”, proverbios o dichos, que encierran alta sabiduría filosófica sobre la verdad, la ciencia, la vida, la muerte, el destino, los ideales; son “virtudes” o pautas que, en máximas o aforismos sapienciales, enseñan el comportamiento en orden a la experiencia mística; son “doxologías” o manifestaciones de alabanza a Dios en primera persona, verdaderas plegarias que evocan líricamente la entrañabilidad con lo divino; son “líresis” o poemas breves, en su mayoría al modo del haikú o de la tanka japoneses, donde la sentencia, el proverbio o la definición presentan sus ricos contenidos de forma literaria; son “misceláneas” o transfiguraciones que participan del calado sentencial, sapiencial y lírico de las formas anteriores. El concepto de “transfiguración” indica, a mi modo de ver, lo que puede poseer de notable calidad mística y literaria una definición, un proverbio, un aforismo, un apotegma, un precepto, una oración, un adagio, una máxima, un dicho, un pensamiento. La temática es —como afirmaba Dámaso Alonso de la poesía de Rielo— “delicada y suave”, variada, incluyente, sin exabruptos ni discontinuidades; va desde lo más profundo a lo más detallado de las situaciones corrientes; desde la seriedad respetuosa hasta lo espontáneamente lúdico; desde la apoteosis de la dicha amorosa hasta la romántica melancolía de un amor que en el acontecer de la vida se desposa con el dolor. ¿Quieres, querido lector, hacerte con Transfiguración? ¿Quieres saber lo que es, en Fernando Rielo, la visión estética intensificada en la imagen literaria y en la carga vivencial? ¿Quieres ver lo que viene potenciado en el trazado de las diversas formas del lenguaje sapiencial que configuran estas composiciones rielianas? Intenta despojarte de algunos prejuicios, escucha con atención el sonido del toque místico que te llega, haz un breve esfuerzo de comprensión afinando tu natural ingenio, y, seguramente, te encontrarás “transfigurado” en tu más alta dignidad como persona, hallarás un “sabor” sobrenatural, una celeste sabiduría que sentirás en lo más propio de ti mismo de igual modo que lo percibía vívidamente San Agustín cuando exclamaba: Tu autem intimior intimo meo et superior summo meo (Tú, Señor, eres lo más interior de lo más íntimo mío y lo más superior de lo más supremo mío). La experiencia mística, ajena a toda actitud egocéntrica, es egófuga, huye del ego para, buscando a Dios que es lo sumo, buscar también lo sumo del “otro”, esa “mística deidad” que es el prójimo; por esta causa, toda “experienciación” del mundo de la gracia es enormemente creativa y dinámica haciendo patente, posesiva y entrañable, la forma de caminar nuestro ser abierto al Absoluto. Fernando Rielo, elevando la mística —lejos de todo cariz fenomenologista— a ontología, hace de su lenguaje estético comunicación ontológica o mística de una realidad que es a su espíritu experiencia vital. Esta ontológica experiencia vital, con supuesto metafísico, 1 Fernando Rielo: un diálogo a tres voces, (Libro de entrevistas por Marie-Lise Gazarian), Nueva York, 1993, F.F.R., Madrid, 1995, p. 109. —3— es lo que define el quehacer transfigurativo de nuestro autor, cuyo resultado es el toque carismático: místico tacto, que es deseo, es inspiración y es comunión. Es deseo de escribir lo que es Dios mismo con el mismo escribir con que Dios mismo quiere escribir en nuestro espíritu. Así lo enseña esta transfiguración: Tú eres, Dios mío, la poesía que deseamos escribir y no sabemos. Si Tú quisieras mover nuestro dedo, serías el poema digno de tu nombre. Es también inspiración. Podemos, ciertamente, afirmar que las “transfiguraciones” son hermosas composiciones breves que definen lo que es el poema puro, desprovisto de atavíos retóricos, de elementos prosaicos, de rimas, incluso del encasillamiento métrico; su arquitectura interna posee el ensamblaje de las palabras adecuadas, precisas, ajustadas a la imagen que emana de la inspiración. Henri Brémond, en su discurso ante la Academia Francesa en octubre de 1925, confirma esta sencilla reflexión: “sólo puede ser realmente puro ese trance inefable del espíritu creador que llamamos inspiración”2. Por eso, el material poético tiene que morir, abrirse completamente a la inspiración que le llega con toda simplicidad, con nitidez, con inefabilidad. Este morir a seguridades y autosuficiencias, esta forma de abnegación estética, hace que las “transfiguraciones” sean momentos de divina inspiración como don sin mediatización alguna: “La inspiración viene al poeta — asevera Fernando Rielo— cuando su prosa ha muerto”. Y digo bien cuando me refiero a la “divina inspiración” aplicada a la poesía. No es, ni mucho menos, una afirmación mía. Es una definición tan antigua como nueva. Juan Alfonso de Baena, por ejemplo, sentenciaba en el siglo XV que “la poesía es gracia infusa del mismo Dios”3. Acertada también es, en esta línea, la palabra del poeta inglés Percy B. Shelley: “Si esa influencia —la de la inspiración celeste— fuese duradera en su pureza original, no es posible predecir la grandeza del resultado. Pero cuando se comienza a componer, la inspiración va ya declinando, y la poesía más gloriosa que jamás se haya escrito es probablemente una sombra débil de la concepción original del poeta”4. La inspiración podría ser, por supuesto, perdurable si se diera la actitud de inocencia ante la presencia de este amoroso soplo divino que gratuitamente se da, como el sol o la lluvia, a todo ser humano que lo quisiera recibir. Adentrémonos en la perdurabilidad de esta fuerza inspirativa que emerge de las transfiguraciones rielianas. Pero es además comunión, donación recíproca, lejos de abstracciones y de hallazgos conquistados. Este carácter donal lo expresa, de algún modo, María Zambrano: “La poesía se separa de la filosofía—más exacto sería decir que no la acepta—porque el poeta no quiere conquistar nada por sí. Lo ofrece como gloriosa manifestación de quien tan generosamente se lo regala. Según el filósofo Schelling, 2 Cit. por Antonio Blanch, La poesía española, Madrid, Gredos, 1976. 3 Cit. por Cano, Poesía española del siglo XX. De Unamuno a Blas de Otero, Ediciones Guadarrama, S. L., Madrid, 1960, p. 251. 4 Luis Cernuda, Pensamiento poético en la lírica inglesa, UNAM, México, 2ª edición, 1974, p.99. —4— ‘Dios es el Señor del ser’. Y con esto sí estaría de acuerdo el poeta, aunque no lo diga, ni crea creerlo. Toda poesía no es sino servidumbre a un Señor que está más allá del ser”5. La donación es éxtasis, y éste exige, en consecuencia, dos actitudes fundamentales: negativa, la abnegación de sí mismo; positiva, la salida de sí mismo. El lenguaje de la poesía auténticamente mística, lejos de los restos deformantes de la limitación lingüística, es comunicación donal y sólo puede ser entendido, como dice Cristo, por el deseo y la aceptación de la palabra dada, inspirada: “¿Por qué no entendéis mi lenguaje? Sencillamente, porque no queréis aceptar mi palabra” (Jn 8,43). La esencia del lenguaje místico consiste, pues, en expresar, con la suprema maestría del arte de la palabra, que el hombre no es para sí ni para el mundo; antes bien, sólo para un Dios, que es comunidad de tres personas en infinita apertura de amor, un amor que forma recreativamente al espíritu humano, un amor que se expande al prójimo y con éste a toda la creación. La poesía mística es eminentemente liberadora: no esclaviza, no cercena, no desgarra, no vulnera, ni siquiera increpa. Esta es la diferencia radical de la auténtica poesía mística con las otras formas del sentir poético aunque éstas conlleven una incoación mística. La poesía mística, si es auténtica, tiene que ser, por esta causa, el más creador de todos los géneros poéticos. Y es que la poesía mística es, por sí misma, un verdadero género literario. Nadie duda que existen distintas formas del sentir poético; inclusive, muchos de nuestros poetas ensayan, inmersos en su cambiante actitud ante la vida, varias de ellas como un científico ensaya sus experimentos en el laboratorio. Contra formalismos literarios, Rielo tiene esa sentencia no exenta de cierto humorismo y fina ironía: El poema que sólo danza con palabras es fantasma como los que se aparecen en los castillos ingleses”. Junto al elemento lúdico, se halla también la penetrante pasión por un amor pleno que sólo puede ser realizado a golpes de dolor, de verter muchas lágrimas. ¡Cuánta lágrima queda, desde luego, tallada en el verso rieliano! Algunos de los títulos de sus obras poéticas lo demuestran: Llanto azul, Pasión y muerte, Dolor entre cristales… ¿Qué tiene la lágrima para que, místicamente, sea tan valiosa? Una de las “transfiguraciones” parece darnos la respuesta: No hay lágrima de la que Dios no guarde preciosa memoria. O aquella otra que reza: La lágrima es un dios al que el poeta acude para serlo. Todo buen poeta deja grabado en sus poemas el dolor existencial, que, de una u otra forma, es propiedad de todo ser humano; por eso, no hay en realidad poema que no sea proyección de un alma doliente: El poema es cárcel donde cumplen condena 5 María Zambrano, Obras reunidas, Aguilar, Madrid, 1971, p 207. —5— los gemidos del poeta. Hay, sin embargo, una diferencia entre el poeta místico y el que no lo es. La poesía mística nos hace visible la presencia invisible del Amado. Desde este amor personal, con dibujado rostro, todo cobra sentido. Ningún esfuerzo es escatimado, nada sobra: ni lo que produce dicha ni lo que puede causar dolor y angustia. “Ni Kierkegaard, ni nadie de los que han hablado de la angustia, trazan el momento del amor. Sólo el temor aparece. Y no hay amor porque no hay ninguna presencia, ningún rostro”6. La intimidad divina, a la que aspira con firmeza y sin descanso ser unido el poeta místico, es la única mirada que, en desprendimiento total, tiene puesta en esta vida: esta mirada es contemplar la tierra desde el cielo y no el cielo desde la tierra donde quedan nuestra carne y nuestros huesos: No mires al cielo desde la tierra. Mira la tierra desde el cielo. Este es el bien mirar de un alma desprendida de las horas: de cada una… ¡con su tumba a cuestas! Más allá de aquellos que luchan con Dios para intentar creer, Transfiguración nos enseña que estos poetas desarraigados tienen, eso sí, una forma de creencia indubitable desde el principio, pero esta creencia queda en campo inexplorado, sin labrar, sin fortuna, porque más allá que la simple creencia, está la fe como don aceptado en confianza total, en transparente generosidad, en amante misericordia… La creencia se hace verdaderamente fe donal cuando está formada por el amor, a pesar de todo dolor habido, de toda contrariedad posible. Por eso, puede comprenderse bien la queja de nuestro autor sobre la apatía y la desconfianza hacia lo celeste en muchos poetas, sobre todo contemporáneos: El campo tiene más fortuna con el labriego que el cielo con los poetas. Más allá de aquellos que se engríen de sus transgresiones y afirman su fervor por lo erótico, Rielo afirma tanto las limitaciones como los más elevados valores humanos en el místico amor. Pero lo hace contra toda forma de egoísmo proporcionado por el instinto de felicidad, de transgresión. Quizás sea por esto que Rielo caricaturice, sin incurrir en moralismos, la llamada “antipoesía”. Así lo expresa en una de las composiciones de este libro: 6 María Zambrano, o.c., p 193. —6— Literatura erótica es arte de convertir las palabras en coristas. Más allá de los que definen la poesía como “palabra en el tiempo”, Rielo afirma que “la poesía es enemigo infatigable del tiempo”, y sólo por una sencilla razón: el poema es el intento de atrapar en el tiempo la poesía que, desbordando todo tiempo, es eternidad. Si para Lessing el tiempo constituye el dominio del poeta, así como el espacio lo es del pintor, para nuestro autor el poeta místico, dominado amorosamente por Dios y Dios dominado amorosamente por el poeta, sabe infundir en el poema una poesía que eleva la fragmentariedad del tiempo a presente místico y la extensionalidad del espacio a mística presencia. Certera es la afirmación de Cernuda cuando afirma que la poesía es “combinación de tradición y novedad”. Pero, ¿cuál es la forma mejor de combinar lo antiguo y lo nuevo? Para el autor de Transfiguración, “La poesía consiste en que extraigas tu muerte del lenguaje”. Esta extracción de la muerte para una vida perdurable la hace el poeta místico por la incorporación —desde la experiencia personal en el amor y en el dolor— de las diversas formas, antiguas y nuevas, de expresar la constante de la experiencia mística cristiana: la unión de amor con las Personas Divinas y la proyección de esta mística riqueza en el prójimo y en la naturaleza. La llamada “escritura automática” del surrealismo formal que rompe invariablemente los esquemas métricos y melódicos, aunque el mismo Breton reconoce que no es posible el automatismo puro, es asumida por muchos de nuestros poetas. Es este un surrealismo formal efímero en nuestra poesía porque es, quizás, agobiante a la fina sensibilidad poética que no se deja llevar por la marabunta de las palabras abandonadas a su suerte. Por eso, sentencia Rielo: Las palabras agobian al poeta porque buscan vivir lo mejor posible. Dejemos atrás ya estas reflexiones que han intentado abrirnos camino y “entremos más adentro en la espesura” de estas transfiguraciones rielianas. No nos conformemos con leer simplemente este libro y dejarlo después aparcado en una de nuestras estanterías. Para hacernos con estas hermosas sentencias, poéticamente boceladas de Transfiguración, necesitamos ir con aquella mirada que, en palabras de Robert Browning, “debe exceder su propio alcance porque para eso está el cielo”, o, como señala la máxima goethiana: “Ningún buen libro puede ser saboreado y comprendido por quien no sea capaz de completarlo”. O, como nos enseña, finalmente, aquella “transfiguración” que nunca deberíamos olvidar los amantes de la poesía, de cualquier poesía: Cuando un poema sólo sea jarrón sobre tu mesa, estate cierto que no te dará flores. José María López Sevillano Nueva York, Enero de 2002.