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El misterio del hombre rojo. Crónica de la muestra. Por Augusto Gayuas. Aquel viernes me convocó una fábula. A las siete y media nos aproximamos al Serpa, en Pringles y Gorriti, previo pasar por un mercado chino para comprar una botella de vino tinto. Una vez dentro del espacio de arte, nos saludamos con los amigos presentes y dirigimos tímidas miradas de reconocimiento a los que no conocíamos. Allí estaba el artífice de la muestra que se inauguraba aquella tarde, Nicolás Guardiola, con su clásica remera arrebatada a Freddy Krueger en alguna cruenta batalla en lo profundo del ensueño. Lo saludamos, tomamos nuestras copas, conversamos algunas palabras con él y con los otros queridos serpianos, y a continuación nos dejamos arrastrar por el color de las paredes y la envolvente música que sonaba en los parlantes. Recorrimos las dos salas de la galería que exhibía un relato compuesto por una serie de pinturas (óleos sobre tela en su mayor parte) y textos intercalados que conformaban, junto con la música original compuesta y realizada por Emilio Bronzini (miembro junto a Guardiola de la banda Los Mortales), “El misterio del hombre rojo”. La obra de Nico Guardiola siempre mantuvo una línea, o mejor dicho, una búsqueda, metafísica, indagando en contenidos surrealistas para plasmarlos en formas ajenas al surrealismo, apegadas a un lenguaje más simple y directo, que acepta los simbolismos en la medida en que el espectador esté dispuesto a recorrerlos, sin necesidad de conocimientos o experiencias previos, eludiendo todo resto de elitismo. Ello se percibe en la misma idea de construcción de relatos, tan presente en la obra de Guardiola que, sin embargo, parece ser a la vez un alegato contra las formas convencionales de relatar. “El misterio del hombre rojo” se inserta sin dudas en las exploraciones estéticas y narrativas que viene desarrollando Guardiola desde hace años, aunque con el agregado que supone la búsqueda de rupturas consigo mismo, la apelación a nuevos criterios plásticos, el mismo desfasaje hacia lo oscuro y lo rojo que pude ir percibiendo en sus últimas obras. Y sumado a ello, la audacia que supone la configuración de una articulación entre imagen y palabra, cuidadosamente modelada para no redundar ni explicar, para no intervenir demasiado en las emociones y los sentidos de los espectadores en tanto protagonistas del arte, acaso la parte más importante del intercambio. La música, aquella divinidad que rige nuestros destinos y nos quiebra por dentro y por fuera, parecía ser el engrudo que facilitaba la perfecta combinación de esas distintas (pero equiparables) expresiones estéticas. “El misterio del hombre rojo” es la historia transhistórica de un enigmático personaje. Un ser más allá del principio y del fin, más allá del bien y del mal, que llega un día a la tierra porque la tierra misma lo llamó. Una especie de observador que viene de fuera, que descubre, sin conocer de antemano, pero que tampoco parece buscar conocer, a diferencia de los conquistadores que buscan clasificar y colonizar. El hombre rojo no viene a conquistar. Por lo tanto, tampoco a comprender. Su búsqueda, su descubrimiento, pasa por la vivencia misma, por las emociones que dimanan de la experiencia. Pero ese ser que viene de fuera también parece ser lo múltiple contra lo uno. Ese estado de la conciencia que no sabe de conceptualizaciones, que se esconde en lo más profundo de uno mismo. Que clama por anteponer el ser al deber ser, la mirada al juicio. El saber (el sentir) a la comprensión. Días más tarde, con mi amigo el Turco discurríamos sobre el hombre rojo: ¿hombre, dios, demonio? Nombres tan caros a nuestra limitada forma de concebirnos. Acaso un demiurgo de lo no creado. Un antiguo entre lo nuevo, pero un mesías entre lo que será viejo. Cuando su aparición o su identidad parecían el misterio, de pronto, el verdadero misterio resultó ser su desaparición. Cuando la última pintura nos lo muestra deshaciéndose, despidiéndose, su presencia se adivinó sabida, resuelta, y el misterio resultó ser su partida. Y el fin, San Rojo, la santificación de lo que no es. Al final, todo se reduce a esta sentencia: “Cuando la razón se nubla, nace el misterio”. El resto de la velada, como de costumbre, nos encontró pasándola bien con amigos, conocidos y extraños. Comiendo un rico guiso de lentejas con vino para paliar el hambre y el frío que se iban adueñando de la noche. Conversando y compartiendo. Cuando promediaba la medianoche, decidí acompañar a Lili a la plaza Once. Nos despedimos, nos tomamos el 168 y una vez en la plaza, ella emprendió su largo recorrido. Yo por mi parte inicié la caminata hacia la parada del 71. Ahora sí se sentía el frío. Y aquel era el momento para reflexionar sobre la muestra. Finalmente, lo que me había convocado ese viernes era una fábula sin moraleja. Si acaso existe tal cosa. Y casi pude sentir el aliento del hombre rojo sobre mi hombro cuando iba caminando a la parada del bondi, diciéndome amigablemente: “Para qué llamar fábula a lo que simplemente es”. De inmediato me vinieron a la mente las palabras finales del poema escrito por Nicolás Gadda Thompson en ocasión de la muestra de Guardiola: El hombre rojo es Hijo pródigo de nuestra terca voluntad. y siempre lo será