concurso de cuentos 2014 web

Transcripción

concurso de cuentos 2014 web
II PREMIO DE
CUENTOS
EL GRECO
Textos galardonados 20
2014
Erinnungen eines Drachens
Rosa María Mérida González
Primer premio
L ibélula, imítame con tu singular vuelo.
“Ese constante cantar de la chicharra por el intenso calor resuena estrepitosamente en las
paredes cóncavas del cráneo y aturde, impide el pensamiento. Pretende evitar que los malos
sueños se desvanezcan. Dejad de cantar de una vez. Calor, detén tu agonía. No sigas siendo
la causa del clamor de las pequeñas criaturas. Necesito silencio en el que hundirme. Necesito
vivir en el silencio.”
I rrumpo en el espacio acompañada de las brisas.
“Resbala, se desmorona, se desintegra y desaparece, desvaneciéndose. Incolora e
invisible. Es dolorosa a veces. Salada y tan alejada del mar. Patria verdadera. No obstante se
reconforta en la versión del océano del pensamiento. Cae y se desliza en el reflejo de cristal.
Se consume en su frenética huída. El vértigo, el abismo. Ese sonoro destello imperceptible al
tacto humano, que queda grabado en el tiempo infinito.”
B ombea aire corazón ardiente, esencia de mis sueños.
“Solo es un eco que resuena en el lejano horizonte. Una reverberación leve, pero intensa.
Una iglesia vacía donde los santos observan. Es la fría roca que deforma la realidad
produciendo esa incongruencia de sonidos que chirrían en los tímpanos: Eco. El más ligero
movimiento quebranta la calma. Quieto. No te muevas. No respires. No pienses. Sobre todo,
no pienses. Las ideas son la gran pesadilla, ruido, de los sitios vacíos, a falta de que no son
escuchadas en ningún otro lugar... Sentado en el húmedo suelo, evádete.”
E mana alegría, pequeño, con esas sonrisas.
“Ese hambre voraz e insaciable que surge a fin de encontrar algo inexistente. Divide el
espacio con la mirada en tantas pequeñas partes como puedas para poder llegar a lo
inexistente. Es paradójico y aún sigues buscándolo. Escudriña el entorno ávido de tragar.
Traga, traga aire, y atragántate inmundicia. Traga la amargura que tú mismo has sembrado.
Sonríe cuando el lumen de tu garganta este sumido en la oscuridad. Solo tienes que abrir la
boca. Eso es lo que estabas buscando.”
R ecoge ingeniosamente ese hilo conductor, guíame por lo desconocido.
“El trigo es muy alto, tanto que basta con acariciar sus raíces. El roce es rápido, pero
intenso. Deja una delicada huella en cada planta. La piel flota y de ella brota la calma. No es
etéreo, pero es vaporoso. Es dulce y muy vital. Aromas de olor a vida, de olor a amores,
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penas, llantos, promesas en el aire. La hierba es cálida. Dorados trigales que en un tiempo no
eran más que semillas. Trigales dorados de sol, dorados de luz, dorados de espíritu. Cabellos
negros, oscuros, y trigales dorados.”
T orpe vuelo es, pero ligero, potente.
“Arrancarme todos y cada uno de los pelos de la cabeza.
Ser una esponja de mar para que el agua llegue a dentro por simple difusión.
Ser medusa, para no tener ojos y así no llorar, pero simular con los tentáculos mi particular
agonía.
Ser una estrella de mar para vivir boca abajo lejos de la luz. Oscuridad, te anhelo.
Ser un gato para clavarme las uñas en el corazón.
Ser tortuga, ese caparazón.
Ser mosquito, dura poco.
Ser salmón, para así darnos cuenta de que no somos imparables.
Ser coral, pasa por planta y a veces por muerto.
Ser escarabajo para hundirnos del todo en nuestra gran mierda.”
A duéñate de mi alma, cielo inmenso, hazme tuya antes de que me haya ido.
“Quiero conocerte, dolor. Saber por qué actúas así. Querría compartir las razones de tu
angustia, de tu disconformidad y de tu soledad. Nunca hablas con nadie. Dispuesto estoy a
cerrar los ojos y soportar todas tus pesadillas. Dame ese resentimiento tuyo. Lo quiero.
Déjame compartir contigo el dolor del dolor. Sé que sufres, incluso tú, sufres. Tienes miedo a
sucumbir y por eso te manifiestas así en las personas. Olvidas hasta que Eres y la única forma
de reafirmar tu existencia es manifestar tus duelos y tus lutos en vidas ajenas. Solo cuentas
con la compañía de tu efecto. La tortura interna es evidente. Enséñame a ser tú y poder llevar
encima la tortura del dolor.”
D ame energías para poder volar sola y así poder verte.
“Agua. En estos ojos cansados y anegados por las lágrimas. Malgasto de ese bien tan
preciado y que tanto derrochamos. Habrá que aprender a caminar sin piernas. Pensar sin la
mente, aunque muchos lo intentan con mucha perseverancia. Aprender a ser nada y así no
derrochar. Nada, que está en todas partes. Nada, que ocupa las mentes pensantes,
inteligentes, muertas. Deseamos convertirnos en la nada, es más de lo que yo nunca podré
ser...”
M antén mis alas rectas, enhiestas, pues sé que tú me alientas.
“El color marchito, tonos oscuros, manchados. Rojo sangre de los labios rotos. Blanco del
azahar en primavera. Mas endiabladas manchas han enturbiando la luz que los portaba.
Brotaba de ella, hijos de la luz. Las sombras, eternas enemigas de esas difuntas alegrías,
conducen al hombre a un miedo desde el que se les puede controlar. La luz, cálida, baña cada
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rincón, muestra a los hombres el verdadero camino, afín de dejar las tinieblas atrás, en la
lejanía de nuestras pesadillas. El gris con que se refleja el alma a través de esos ojos
cerrados, ojos cerrados que no dejan de observarme. Lo incoloro es señal de vida. Al ponerse
el Sol, nosotros retornamos a nuestras ilustres pesadillas: la verdadera realidad a la que
llamamos “sueño o fantasía”. Pinta tus labios de ese carmín, rojo sangre, Marlene, antes de
salir a bailar. No dejes de hacerlo, no despiertes de tu pesadilla de cancanes”
A ire que arrastras sueños y esperanzas, llévate también éstos mis suspiros.
“Ese cosquilleo, sentir el roce del viento en las mejillas. Tan intenso. Adquiere la
consistencia de una mano que acaricia levemente el rostro, tratando de evitar que las lágrimas
se derramen libremente, sin control. La fluidez, su libertad para flotar, se convierte en la tortura
que no le permite tocar, solo golpea y acaricia. Es frustrante sentir la mano que roza y no
poder sentir el tacto de su piel, no poder tocar a la mano que intenta ayudarte, que te empuja
en ocasiones. Debes conformarte con sentir su presencia y seguir adelante. Para mí ese es
suficiente consuelo.”
Yo soy tu esclava, tú conoces mis flaquezas.
“Ante un mundo fatuo y sin vida, la soledad es la única y verdadera compañía. Es señal de
existencia, señal de humanidad. Los bostezos, sensaciones, emociones, recuerdos golpean
tus párpados, ondas infinitas. La soledad protege tu rostro del inexorable paso del tiempo. Las
palabras fútiles no tienen cabida en ese ambiente. Hundirme en ese pozo oscuro quiero. Sentir
la seguridad de las paredes inquebrantables. En medio de esa soledad, con ella, y para ella:
cantar. Los pensamientos no mortifican en las bolas de cristal. La espuma nevosa atrae la
atención, pasa desapercibido pequeño guisantito. Solo pretendo escapar del ruido, pero eso
supondría negar mi propia existencia. Cada ápice de mi esencia es el ruido más vital jamás
percibido por el hombre. No se puede arrancar, cortar con bisturí el alma y guardarla en un
bote de formol… es una lástima, ciertamente…”
Orea las nubes, apártalas, permíteme observar la tierra de los caídos.
“Venid pequeños ovinos, no tengáis miedo. Bajo estos colmillos afilados solo hay promesas.
Promesas vacías de un paraíso que jamás os proporcionaré. Sé que os convence, es lo mejor
que os han ofrecido en la vida. Venid a mí pequeñas inútiles, torpes, estúpidas, lánguidas,
pobres, ingenuas, crédulas, y humanas ovejas. Venid a mí.”
Revuelve con gracia esas hojas caídas, las verdaderas hijas del viento.
“La inmensa ciudad. Fuente de todos los bienes. Reunión máxima de la sociedad. Luces
que inundan el cielo en la noche. Sonido de los automóviles al pasar.
La ciudad es hostil, horrible, manipuladora. Es un ente pensante. Nos controla a todos,
ignorantes. Con las luces quedamos ciegos. Con los ruidos quedamos sordos. Esclavos
atrapados en las mejores jaulas jamás diseñadas: las ciudades.”
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Tormenta de fuego es lo que llevo dentro.
“Parado en el camino. Esperando. El viento danza en su libre albedrío produciendo
espirales de caídas hojas, otoñales. Esperando. La suave brisa recorre, llamarada, rayo de sol,
frío intenso, helado, la mente vacía, marchita, inerte, olvidada y malherida que yace
Esperando. Las dudas asaltan, pesadillas, malos sueños que se reconfortan llenando la mente
desierta de sucios, horribles e inútiles pensamientos. Soy un susurro, un olvido del gigante que
ideó este mundo. La más baja, errante, inhumana, cruel y sanguinaria arpía. Agresiva peste y
suave, delicada, clara, armoniosa, sonriente estupidez. Esa. Siempre Esperando. Caos, caos
sumo, completo y enfermizo: Caos. ¿Por qué esperar? ¿Qué se puede esperar de quien
malogra? Nada. Represento el vacío. El vacío que ocupa mi mente.”
Envejezco por acción del tiempo.
“No hay aire, burbujas. Sumergido y flotando en fantasías de otra vida. Suave es, el susurro
de tus olas, gotas de agua. Lluvia que recorre tus entrañas: agua. Brillante y sencilla. Libre,
fluye sola, consigo, viva. Respira, fresca, revuelta. Volar es como nadar, nadar es como
caminar. ¿El fondo? Infinito. ¿El tope? ¿Quién nombra? Océano extenso, enorme, peligroso y
maravilloso. Fundirme deseo en el suave y sosegado susurrar de las olas y sus surcos
cargados de sal y siluetas sinuosas que simulan el paso de las almas perdidas, sucumbidas en
el mar...”
Soy simple, mas aún así, vuelo.
“Pobre roca… no eres más que un fragmento que conforma el lecho del potente río. Siento
tu impotencia, la de no poder moverte, la de no poder liberarte de tus esposas de cristal y
surgir de la tierra que te engulle presurosa. No tienes oídos, no tienes ojos, y aún así tus
alaridos atraviesan la barrera de coral que separa a lo inerte de lo vivo. Eres resto de
grandeza, de ese gran templo arrollado por la imperiosa fuerza de las aguas que hizo sucumbir
la resistencia de la roca, la belleza de la rosa, los fusiles de las tropas...”
Orillas de los océanos, para mí no sois fronteras.
“El mayor, y por lo tanto, inalcanzable sueño de la humanidad: poder escribir sus vidas con
lápiz y no con tinta de sangre.
El lapicero proporciona seguridad. Seguridad de poder retroceder. El lapicero proporciona
inocencia. ¿Por qué no poder escribir la vida a lápiz? ¿Por qué conformarse a que las
palabras, cual lacre, queden selladas en el pergamino de nuestra existencia? ¿Por qué
derramar la sangre con cada palabra, con cada gesto, con cada acción? ¿Qué es lo que nos
dirige a cometer fallos? Un ser maligno que no nos permite rectificar, que no nos permite ser
perfectos, pues ambiciosos no solo buscamos el perdón de la falta cometida, pero la grandeza,
la gloria. Somos seres ambiciosos. Ese ser irradia bondad, no obstante, y generoso,
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proporciona el don del error. La ciencia, la razón, deben su existencia a este don único del que
debemos sentirnos orgullosos.”
Recorro el espacio, limitada cual marioneta.
“La pluma arañada, descolorida por el uso, el desgaste, por el tiempo, raja la piel. Piel
suave, blanca, que deja paso al oscuro, profundo y ardiente rojo que cae gota a gota en el
pergamino. Pergamino que se estremece del poder que éstas contienen. La pluma suave, pero
firme, sujeta por la mano experta de quien escribe comienza la historia con un Once upon a
time… que no tiene prisa por terminar, y sin embargo ya sabe cuál será su final…”
O bservo el horizonte, anhelando ser estrella.
“El espacio es diáfano, el eco emperador supremo. Espera famélico la llegada del río. La
corriente rápida que arrasa la superficie con sus juncos. La superficie que se hunde por su
imponente paso. Los surcos que deja a su paso. El río que convierte el (d)espacio
(veloz)mente y lo desborda. Que ahoga al eco en un chillido agónico que no se puede percibir.
El agua que alimenta los sueños de ese hombre perdido y muerto en el desierto. Agua que
entierra las grietas de esos finos labios rotos. Literatura, que es sin duda, nuestro pan de cada
día.”
Soledad de mis pesares,
caballo que se desboca,
al fin encuentra la mar
y se lo tragan las olas.
Federico García Lorca.
PD.: No soy forma humana, mas algo inerte. Y aún si más que placer, leerlo ha sido tortura,
ayúdame lector a una última cosa, dime, ¿quién soy? Las respuestas suelen encontrarse
siempre grabadas en nuestra retina. Revisa los cajones del desorden, verás una idea tirada en
la papelera. He ahí la solución de este pequeño problema.
[OROSETROYAMDATREBIL]
[ATEMOCANUEDSAIROMEM]
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Mírame
Paula Pavón Rodríguez
Accésit
Las uñas de Mónica eran azules. O verdes. Dependía de la luz que les diera.
Su corazón latía con fuerza y sus dedos temblaban, indecisos, al pintar la última uña de la
primera mano. Mordiéndose el labio inferior, mojó el pincel. Sacudió tres veces antes de
empezar con la derecha.
El color era casi transparente. Una fina capa de agua derramándose sobre sus uñas. Un
amago de sonrisa apareció en su cara, aliviando un poco el ceño fruncido por la concentración.
Tras unos minutos, terminó.
Se tumbó por completo en el sofá, la piel desnuda rozando la tela. Extendió las manos por
encima de su cabeza, la luz artificial filtrándose a través de ellos, y contempló su trabajo:
pinceladas irregulares y la pintura comiendo el borde de los dedos. Cualquiera que lo viera se
reiría de un trabajo tan chapucero. Pero era su chapuza. Su pequeño acto de libertad.
Se quedó ahí durante veinte minutos, agitando las manos, tal y como había visto hacer
siempre. Ahora no podía moverse, o se le irían. Se preguntó si lo estaba haciendo bien. Si era
correcto. Sacudió la cabeza, los mechones negros tapándole los ojos. Sólo se escuchaban los
golpes de la bombilla.
Por fin se levantó, y, esquivando las cajas y montones de libros de texto que ya nunca más
utilizaría, se dirigió al baño. Apenas se había mudado hacía menos de una semana, sin decir
a nadie adiós, recogiendo las cosas por la noche, aprovechando que su compañero de
habitación estaba fuera, de fiesta. A la mañana siguiente, había presentado un justificante
(falso) al director. Al salir del despacho, ya no era alumno de la universidad. A las cinco de la
tarde, ya estaba en el tren. Su móvil había sonado, insistente. Llamadas perdidas y what’s ups
de Irina que nunca leería. No volvería atrás. Con el corazón rasgado, había cambiado la
tarjeta SIM del móvil a una de pago. La mantuvo entre sus dedos antes de romperla y tirarla.
En esa estación abandonaba su pasado.
En esa estación, echaba a los raíles a Sergio.
Había tragado saliva antes de subir Una bola en la garganta la quería atragantar. No
respiraba bien. Una señora mayor le miró con cara rara. Otro le preguntó si necesitaba ayuda.
Sergio hubiera negado con la cabeza, fingiendo una sonrisa fiera, echado pecho y hubiera
entrado, como si nada. Pero no Mónica. No ella. Asintió, dejando que el hombre cogiera la
maleta de une extremo, y le ayudara a subirla. No le vio al bajar.
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Irina le había hablado mucho de su ciudad natal. De las calles estrechas. Del frío en
invierno. De la bruma. Del río envenenado. Del calor en verano. Hablaba de Toledo con odio.
Con miedo. Nunca se atrevió a preguntar. Sabía que se arriesgaba mucho, ¿y si sus padres
llamaban a la policía? No. Habían sido ellos quienes le habían echado de casa. No les
importaba. Pero, ¿y si Irina le odiaba por no haberla dicho nada? ¿Y si le buscaba? No. Sabría
curarse. Era independiente. Fuerte. No lo necesitaba. No a Sergio. No a alguien que nunca
existió más que en las fantasías de los adultos.
Era su nueva vida. Una oportunidad que no podía dejar escapar. El impulso había venido
solo. De repente. Como un fuego. Y no iba a permitir que le quemara por dentro.
Tragó de nuevo saliva. Se aferró en el marco de la puerta. Inspiró y expiró varias veces,
intentando controlar su respiración. No había hecho ese viaje para nada. Ya había dado el
primer paso. Sólo le quedaba el resto.
Se miró al espejo. Barba sin afeitar. Monstruo en el reflejo.
Abrió el cajón de la derecha del mueble del lavabo. Espuma de afeitar y cuchilla de hombre.
Cerró los ojos. Llevaba haciéndolo durante años. Podía hacerlo otra vez. Era rutina ¿Qué
cambiaba? Todo.
El agua sonaba como una cascada desafinada. Fría contra sus mejillas. Pasó el jabón.
Esperó unos minutos. Primera pasada de la cuchilla. Cada vez se iba acercando más al
espejo. Cada vez más crecía el miedo. Cuando terminó, tenía toda la cara irritada. Se acarició
la piel. No era la más suave, y podía sentir algún corte en la barbilla.
Dejó las cosas en su cajón.
Abrió el cajón de la izquierda del mueble del lavabo. Horquillas, polvo, lápices de ojos,
pintalabios. Y sombra. Varios colores.
Eligió uno.
Verde. Verde mar. El anochecer en una playa donde dio ese beso. No había sido su
primero, ya había salido con dos chicas antes, pero sin una sonrisa que hiciera mariposas el
estómago. Ojos castaños como la madera y piel pecosa. La salida. Y una nueva vergüenza.
Ilusiones necias del fin de la niñez. La primera de todas las decepciones de su adolescencia.
Extendió el color sobre el párpado derecho. En los anuncios de televisión todo parecía más
fácil. Más rápido. Igual en los vídeos. Nadie le previno de lo que estaba a punto de hacer.
Después, debajo del ojo. Con un dedo, difuminó el polvo.
Dio un par de pasos atrás. Con una mano, se tapó la parte de la cara que tenía maquillada.
El sonido de la televisión del piso de al lado estaba muy alto.
Se tapó la otra.
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Gritos para que la quitase. Cambio de canal.
Seguía dándose asco. Siempre el mismo asco.
Las lágrimas caían al suelo. La nariz y las mejillas, rojas. El color se corrió un poco.
La repulsión que sentía a sí mismo le llevaba persiguiendo desde hacía ya diez años.
Desde aquella noche en la que se vio por primera vez su reflejo. Desde entonces, promesas
rotas, promesas vacías. Hiciera lo que hiciese, siempre estaba condenado a fracasar, como
una tragedia griega de mal gusto. O llegar a casa con un morado y un labio partido. O no
llegar.
Su familia lo había visto mucho antes que él: era un bicho raro. Algo extraño, un
experimento que había salido mal. Un chiste malo. Uno de esos maricas disfrazados de
mujeres en un desfile del Orgullo Gay. Había intentando cambiar, ser lo que ellos querían que
fuese. Ceder ante la presión. Pero la presión rompe. La presión envenena. La presión
esconde. Máscaras y más máscaras. Lo único que permanecía, el nudo en el estómago, las
agujas al reírse de ellos. Pero sólo podía ser otra cosa que un caballero valiente, héroe que
salva princesas.
En cambio, se había encontrado con un monstruo reflejado en el río. Él mismo. Pero no era
un “él”
Aspirando, abrió los ojos. Tenía los nudillos blancos, dedos aferrándose al borde del lavabo.
La bilis le subía por el esófago. Arcada. Se contuvo. Tragó. Hiperventilaba. Para. Ahora.
Levanta la cabeza.
La imagen de un algo que lloraba le devolvió la mirada.
Temblaba. Frío que calaba sus huesos. Su corazón. La soledad. El miedo. ¿A qué? ¿A ser
quien era?
Se había asomado a su propio abismo y se había visto.
Ya no había vuelta atrás.
Volvió a respirar, sin apartar la mirada del espejo. La persona del otro lado tampoco lo
hacía. De alguna manera, eso le dio fuerzas.
Agarró de nuevo la pintura. Fingió que los dedos no temblaban. Terminó el ojo izquierdo,
irregular.
Abrió de nuevo el cajón.
Rojo.
Rojo había sido el primer color que le había llamado la atención en la tienda de cosméticos.
El cumpleaños de su madre. Tenía catorce años. Ese pintalabios brillaba con más intensidad
que el resto. Rojo puro, rojo intenso. El color que menos le gustaba a su madre. Lo compró, sin
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pensar demasiado. Cuando cayó en la cuenta de lo que había hecho, sus labios resaltando
sobre la palidez de su piel, lo tiró, horrorizado. Los chicos no se comportan así. No hacen eso.
Y él era un chico, ¿no?
Todo había empezado entonces. Fue la primera vez en el que atisbó a comprenderlo.
Rojo. Como los nudillos después de una pelea. Rojo, como su sangre al caer. Rojo, como
los gritos de su familia. Rojo, como los insultos y las risas de aquellos que creía sus amigos.
Rojos, como esos tacones que había visto. Rojo, como la pasión que ardía por dentro en el
encuentro de dos amantes. Rojo, como el manto de la Libertad encaminando al pueblo. Rojo,
como sus labios, con pequeñas cicatrices de palizas, partirlos, de morderlos por callar, por no
decir la verdad.
Se acercó aún más al espejo. Humedeció los labios e hizo un “pop”.
Cerró los ojos una última vez. Cuando los abrió, su reflejo le devolvía la mirada. La sonrisa.
El temblor. El miedo, pero también la resolución. Tenía los ojos hinchados, y el verde
revoloteaba alrededor de ellos.
Como mariposas en el cielo.
Mónica salió del apartamento. La puerta se cerró fuerte. No sabía a dónde iba, pero, por
primera vez, era ella quien dirigía su vida.
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De otra dimensión
Laura Merchán Peces
Primer premio
Hace mucho tiempo, cuando la Tierra era muy joven, cayó una gran roca procedente de un
planeta muy lejano y especial, que con el paso del tiempo pasó a formar parte de la tierra que
pisamos actualmente, quedando solo un pequeño fragmento solidificado en algún punto de
nuestro planeta, pasando desapercibido entre los seres humanos, sin nosotros saber el gran
poder y peligro que yacía en su interior.
Kevin, un chico de dieciséis años, vivía en las afueras de un pequeño pueblo llamado
Stones. Era un chico alto, moreno y con el pelo corto y ondulado, con ojos azules penetrantes,
con un azul sacado del cielo y del oleaje marino. Cuando salió del instituto, decidió tomar el
camino más largo de vuelta a casa, no tenía ánimos de llegar, prefería dar un largo paseo
acompañado de sus pensamientos. De repente, se tropezó y cayó al suelo, gimiendo se
acercó las manos a la cabeza dolorido, levantó la mirada para ver qué era lo que había
interrumpido su camino, y descubrió una pequeña piedrecita azulada, aboyada de unos de los
laterales, como si un chuchillo la hubiera dividido en dos partes. Se levantó y la agarró, la
observó durante un largo tiempo, algo en especial atraía su atención, entonces la introdujo en
el bolsillo derecho del pantalón y continuó su camino. Al llegar a casa su madre le preguntó:
―Kevin, ¿qué te ha pasado? ¡Estás manchado de barro de pies a cabeza!
―Estoy bien, mamá, no te preocupes, es que me he tropezado de vuelta a casa, ahora me
daré un ducha - Dijo subiendo las escaleras, de camino a su habitación.
―Espera, Kevin, ha llamado tu amiga y me ha preguntado si este año te vas a presentar al
concurso de acertijos del pueblo ―dijo su madre con voz orgullosa―. ¡Te han elegido a ti!
―No lo sé, supongo que sí, además ya no me apasionan tanto los acertijos, la verdad, no
creo que me sirvan para nada ―dijo ya desde el piso de arriba cerrando la puerta de su
cuarto.
Después de ducharse, cenó en su habitación una porción de pizza que le había traído su
madre y se sentó en su mesa para estudiar, si quería aprobar el examen que estaba próximo.
Cogió la piedra que le había hecho caer al suelo, y la hizo girar entre sus dedos, cuando
observó que ahora la piedra era de otro color, un negro oscuro, como el universo.
―Es muy extraño que una piedra cambie de color, bueno, mejor dicho, es casi imposible
―dijo con una mirada dudosa.
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Una hora después seguía estudiando, pero cada vez le resultaba más difícil mantener la
concentración, se le cerraban los ojos y tras realizar varias cabezadas, finalmente se quedó
dormido encima de la mesa, arrugando los papeles que se encontraban debajo de él. De
repente la piedra empezó a dar pequeños saltos, cada vez más fuertes y con más energía
hasta que tocó la mano de Kevin, entonces se quedo quieta, y una luz roja salió de la piedra
como si del sol se tratara, producía una luz tan intensa que se asemejaba tanto a una estrella,
que dejó por completo la habitación cubierta de un rojo vigoroso y brillante.
―¡Qué dolor de cabeza! ―dijo Kevin quejumbroso― ¡Ay! Pero… Pero…
Miró a su alrededor y descubrió con ojos insólitos que se encontraba en un ascensor de un
lujoso edificio, tres paredes del ascensor eran rojas y una de ellas tenía un alargado cristal
reluciente que ocupaba la pared entera. Miró un cartel azul, y leyó en él “Edifico Pesadillas,
siete plantas”. Arriba estaba el cuadro del indicador de plantas, en él vio que marcaba “1ª
Planta”.
―Esto debe de ser un sueño, sí, eso es, me he quedado dormido encima de la mesa, no
pasa nada ahora me despertaré ―dijo seguro de sí mismo mientras se cruzaba de brazos.
Pasó el tiempo y no ocurría nada, entonces se empezó a desesperar:
―¿Pero por qué no me despierto? ¿Qué está ocurriendo? No entiendo nada. Espera un
momento, ¿desde cuándo en los sueños se puede pensar con tanta claridad? ―dijo
extrañado.
Miró las flechas que indicaban que abrían las puertas del ascensor, lo pulsó, pero no se
abrió, lo volvió a pulsar, pero sin respuesta. Entonces escogió un piso y lo pulsó.
―Muy bien, a la planta cuarta ―pensó con seguridad.
El ascensor dio una débil sacudida, acompañado de un fuerte crujido que asustó a Kevin.
Después permaneció quieto y tras unos segundos se puso en movimiento. Los números del
indicador empezaron a subir pero cuando llegó a la cuarta planta no paró, y continuó subiendo.
―¿Pero a dónde voy? Yo he pulsado la cuarta planta ―dijo con ojos inquietos y
preocupados- Bueno… me da igual. Mientras llegue a algún sitio.
El indicador de plantas seguía subiendo: quita planta, sexta planta, séptima planta….”
―¡¿Cómo?! Pero si sólo hay siete plantas en el edificio ―gritó ahogadamente, casi a punto
de llorar.
Pasado un tiempo el ascensor seguía subiendo y Kevin lloraba desconsoladamente.
Levantó la cabeza para ver qué planta indicaba la pantalla y en ella iba poniendo: “planta 60,
planta 61, planta 62…”. Kevin sentía que el ascensor ganaba velocidad, él se empezó a
marear, de tal forma que cayó al suelo dándose un fuerte golpe en la cabeza. Su visión ahora
era borrosa y oscura, la luz del ascensor cada era más débil, cuando de repente el ascensor
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dio una fuerte frenada en seco, que hizo a Kevin golpearse la cabeza con la pared. Se
incorporó dificultosamente y miró al espejo para ver el aspecto que tenía, ya que no se
encontraba muy bien. Pero de repente, tras él, apareció una enorme figura, vestida de negro,
con una capucha grande y holgada que cubría su cabeza. En su mano izquierda llevaba un
instrumento punzante largo y fino. Produjo unos sonidos inteligibles, que parecían proceder de
un lugar muy lejano. Cuando Kevin miró detrás de él no había nada, giró la cabeza para mirar
al espejo y allí estaba la figura, tras él, con la cabeza agachada, golpeando aquel objeto
punzante. En el ascensor solo estaba él, pero en cambio si miraba al espejo, allí estaba aquel
ser produciendo sonidos de ultratumba. Se lanzó hacia la puerta del ascensor, golpeándola y
gritando con fuerza. La figura empezó a moverse, como si quisiera salir del espejo y Kevin
gritaba hasta donde su voz y sus pulmones le permitían. De repente la puerta se abrió, y Kevin
cayó al suelo vigorosamente. Se levantó deprisa, miró detrás de él y vio la figura que cada vez
estaba más cerca, entonces miró a su alrededor y divisó una puerta azulada. Se apresuró para
llegar hasta ella, la abrió y al salir contempló un espacio vacío y negro, era como el universo,
parecía no tener fin. Apareció entonces de la nada un coche amarillo, Kevin corrió hasta él y se
subió al coche sin pensarlo dos veces, él sabía que tenía que alejarse de aquel monstruo que
le perseguía.
Miró a su lado, en el sitio del conductor había una silueta transparente y brillante que lo miró
con sus ojos oscuros y dijo con tono alegre y despreocupado:
―Buenas, bienvenido al mundo Pesadillas.
―¿Cómo? ―preguntó Kevin, haciendo un esfuerzo para que le saliesen las palabras
comprensiblemente―. Pero… ¡¿Dónde estoy?!
―Bueno… Te encuentras en otro planeta, de otra galaxia muy lejana a la tuya. Y te
preguntarás cómo has llegado hasta aquí, como todos los de tu planeta, ¿verdad?
―¿Cómo todos los de mi planeta? ―declaró atemorizado.
―Sí, verás, este planeta, antes era muy bello, tenía grandes prados, campos, valles, ríos,
océanos y mares preciosos, que hacían de este lugar el planeta más hermoso del universo,
era muy parecido al tuyo ―dijo con tono triste y melancólico mientras miraba a Kevin―. Pero
los que habitábamos aquí destruimos toda esa belleza, y ahora solo queda un espacio vacío y
oscuro, un viejo árbol agonizante y lo que queda de ese edificio ruinoso en donde has estado
tú. Todos los seres que quedamos ahora somos solo sombras de lo que éramos antes, somos
seres despiadados y egoístas que queremos arrebatar a otros lo que nos quitamos a nosotros
mismos, en este caso, a vosotros, queremos haceros daño por la envidia que nos corroe. Y
esa pequeña piedrecita que todos los seres humanos cogéis sin saber su peligro, todo por la
curiosidad y algo que os llama la atención de tal modo que quedáis hipnotizados por completo.
Esa piedra te trae hasta aquí, donde vives una pesadilla detrás de otra sin parar, y cada vez va
en más aumento, según pasas de una a otra, la siguiente es aún más dolorosa y terrorífica que
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la anterior hasta que acabamos quedándonos con vuestra alma. Mi trabajo consiste en eso
exactamente, pero yo en el fondo no quiero ser malo, pero no tengo más remedio, por eso os
explico todo antes de que ocurra lo inevitable. Yo te digo de verdad que lo siento mucho ―dijo
poniendo sus manos en el volante.
El coche arrancó y se puso en marcha rugiendo como si de un león se tratara.
―¿Cómo? Quieres decir que yo voy a… ―dijo llorando sin terminar la frase, porque su voz
se había ahogado con el llanto.
―Lo siento ―dijo tristemente―. No tengo más remedio, es mi tarea. Ahora este coche se
estrellará contra el único árbol que queda en este planeta, y tú morirás.
―¡No! ¡Por favor! ¡Algo podré hacer, por favor, te lo suplico! ―pronunció angustiado.
El fantasma negó con la cabeza, mientras el coche ganaba velocidad. Cada vez iba más
deprisa y el corazón de Kevin estaba en un puño. Tenía un nudo en la garganta y su cara
estaba roja y sudorosa. Kevin empezó a llorar y llorar tanto que sus lágrimas formaban ríos.
―¡Esto no puede ser real, no puede estar ocurriendo! ¡Dios mío! ¡Ayúdame! ―gritó Kevin
mientras se ponía las manos sobre la cabeza.
―De acuerdo, haremos un trato ―dijo el fantasma― Te daré una oportunidad si quieres
vivir.
―Lo que sea, haré lo que sea ―gritó desesperado.
―Sé que te gustan los acertijos, y que se te dan bastante bien. Haremos una cosa, si
resuelves un acertijo que yo inventé, antes de que nos estrellemos, podrás marcharte de este
mundo.
―De acuerdo, sí ―declaró esperanzado.
―Escucha con atención. Iba un camión por la carretera y se le cae una naranja, entonces la
cogen cinco, después la pelan diez, y por último se la comen treinta y seis. ¿Cómo es posible
esto?
―¡Eh…! ¡No puede ser! ¿Cómo se la van a comer treinta y seis? ―gritó Kevin.
El coche corría velozmente, faltarían unos treinta segundos para el impacto.
―No lo sé, no lo sé ―gritó con una voz desesperada y vibrante.
―¡Piensa chico, piensa! Dijo la figura.
Kevin bajo la cabeza y pensó profundamente.
―Ya lo sé ―dijo dando un chasquido con los dedos―. La cogen cinco (los dedos de una
mano), la pelan diez (los dedos de las dos manos) y se la comen treinta y seis (los dientes de
la persona que se la come).
[14]
―Muy bien, chico, ¿cómo lo has adivinado? ―dijo alegrándose el fantasma, que aún tenía
un poso de bondad en su corazón―. Ahora cumpliré lo que te prometí. Adiós chico, ha sido un
placer conocerte- Dijo la figura bajando la cabeza, en modo de respeto hacia Kevin.
Kevin se despertó en su habitación, estaba empapado de sudor. Todo había parecido un
sueño, pero cuando miró a la piedra seguía produciendo esa luz roja brillante y reluciente, pero
con menos intensidad que antes, y eso le dio a Kevin la certeza de que había ocurrido de
verdad y que no había sido fruto de un simple sueño. Se levantó y cogió la piedra, que cada
vez brillaba menos. Bajó las escaleras para dirigirse a la calle, cuando su madre desde la
cocina le preguntó:
―Kevin, ya le he dicho a tu amiga que no te interesa participar en el concurso de acertijos,
le he dicho que ya no te gustan como antes.
―¡Qué va! Estaba equivocado mamá. Si que participaré en el concurso, y con mucho gusto
―dijo con una sonrisa nerviosa―. Y yo que decía que no servía para nada en la vida, ni más
ni menos que para salvártela- Se dijo para sí mismo saliendo por la puerta, llevando consigo la
piedrecita en la mano.
―Está más raro últimamente… ―dijo su madre asomándose desde la cocina para ver
cómo salía Kevin por la puerta.
Kevin iba con su bicicleta a toda velocidad, de repente paró en seco en el puente del río del
pueblo, entonces cogió la piedra y la arrojó con fuerza al agua.
―Ya no volverá a molestar a nadie más ―dijo con seguridad mientras veía como la piedra
se hundía en el agua.
La corriente arrastró la piedra hasta una pequeña ciudad, no muy lejana a Stones. Dos
señores que paseaban por la orilla del río vieron la piedrecita azulada y brillante, uno de ellos
la cogió y la miró orgulloso como si acabase de descubrir un tesoro, sonrió al otro hombre,
intentando darle envidia.
Entonces el hombre se la llevó a su casa para guardarla y ponerla como adorno de su
preciosa casa de campo. Pero lo que él no sabía era el viaje que estaba a punto de realizar,
hacia un mundo en el que difícilmente se puede escapar.
[15]
Sueños africanos
Clara Casanova Fernández
Accésit
Abad tiene trece años y es africano. Ha cruzado la frontera de Ceuta y ha sobrevivido. Tuvo
suerte. Viene desde Kenia y lo ha pasado muy mal, pero ha sido el mejor parado de toda su
familia. Esta es su historia.
Kenia era un lugar bonito. A Abad le gustaba mucho. Vivía con su familia: su padre, su
madre, su hermana y sus abuelos. Todos ellos se apreciaban, pero todos habían sufrido, tanto
que en sus ojos, si te acercabas, podías ver el sufrimiento de alguien cuya vida ha sido una
amargura que no les dejaba en paz. Eso en los mayores. En los niños había una sonrisa, que
terminaría por convertirse en el sentimiento de amargura de sus padres. Pero ellos no lo
sabían y eran felices.
Las calles de Kenia estaban siempre abarrotadas de gente, por eso, los padres de Abad no
solían dejarle adentrarse mucho en la ciudad. Pero un buen día su padre le mandó a hacer
unos recados al mercado. Abad aceptó con mucho gusto, pues era algo que no ocurría todos
los días. El mercado estaba abarrotado de gente. Abad estaba perplejo ante tanto gentío, se
sentía abrumado, pero por dentro su cuerpo hervía de emoción. Paseó delante de los puestos,
sin prisa, disfrutando de la algarabía de los comerciantes. Pescados, carnes, frutas, telas… un
mundo multicolor lleno de aromas, al que por desgracia Abad no estaba acostumbrado, ya que
su familia era muy pobre y no podían permitirse el “lujo” de comer todos los días lo mínimo que
cualquier persona necesita. Ese día el padre de Abad le dio unos chelines, que consiguió
trabajando duramente, en la última campaña de recogida de caña de azúcar. Tenía que
comprar un poco de trigo y algo de pescado seco.
Mientras Abad caminaba por el mercado, algo llamó su atención. Un grupo de jóvenes,
bastante numeroso, parecían discutir, hablaban y gesticulaban sin parar. De pronto uno de
ellos se quedó mirándolo fijamente y se acercó a él. Le preguntó su nombre. «Yo soy Kiano», y
lo invitó a tomar una taza de chaí, le presentó a sus amigos: Matu, Karami, Kairu y Wangari.
Abad les saludó con una sonrisa, todos eran mayores que él. Kiano le dijo que querían irse a
Europa, porque estaban hartos de vivir en la miseria y de ser maltratados continuamente.
Apenas podían sobrevivir en condiciones pésimas. Wangari y Matu habían ido a la universidad
de Nairobi y planeaban escapar a un “mundo mejor” desde hacía mucho tiempo. Sabían que
era un camino largo y difícil, pero tenían la esperanza de conseguir lo que algún compañero
suyo había conseguido ya. Eso les motivaba para seguir su sueño.
[16]
Abad regresó a casa con una sola idea en la cabeza: “Correr hacia un mundo mejor”.
Después de hablar largamente con su padre, descubrió con sorpresa, que lejos de quitarle la
idea, su padre ya contaba con que algún día su primogénito estaría dispuesto a emprender el
“gran viaje”. Su padre Kaman llevó a su hijo Abad hasta un rincón de la humilde cabaña donde
vivían, y levantó una pequeña estera de esparto tras la que se ocultaba un trampilla que
guardaba una bolsa de tela. Kaman se la entregó a su hijo, lo miró a los ojos y lo abrazó con
todas sus fuerzas. Abad se despidió de su familia con una mezcla de pena y esperanza al
mismo tiempo. Les prometió que volvería a verlos. Kiano y sus amigos esperaban nerviosos e
impacientes a Abad. La luna iluminaba las caras asustadas de todos. Una camioneta
destartalada paró en el borde de aquel camino alejado del pequeño poblado. El tío de Kiano
les invitó a subir en la parte de atrás. Los jóvenes subieron al camión sin decir ni una palabra y
se acurrucaron entre unas tinajas arropándose con unas mantas para protegerse de la fría
noche.
El ruido de los chirriantes frenos de aquella apestosa furgoneta despertó a Abad y sus
amigos. Wangari se sacó un envoltorio que llevaba escondido dentro de su chaqueta y se lo
dio a un malhumorado conductor. Eran los ahorros que habían podido acumular sus padres y
algunos familiares durante años para que Wangari y sus amigos pudieran realizar el peligroso
viaje.
Se encontraban en medio de un camino que iba a parar hasta un pequeño bosque. El
conductor les dijo que estaban en Marruecos a un par de Kilómetros de la frontera con Ceuta.
En un papel les dejó apuntado el nombre de la persona que se encargaría de acercarlos a la
costa y llevarlos en patera hasta Gibraltar. Abad suspiró profundamente, le dolía todo el
cuerpo. Después de cruzar África a través de Sudan, Libia, Túnez, Argelia y Marruecos y haber
soportado largas noches sin dormir, escondidos debajo de camiones grasientos, maltratados
por traficantes sin escrúpulos, apaleados y pasando por mil y una penalidades, se encontraba
allí, en la frontera con España. Lejos quedaba su pequeño pueblo de Kenia, en medio de
aquella tierra que lo vio nacer. Durante los tres meses y medio que duró el interminable viaje,
las ilusiones y los miedos se apoderaban a la vez de Abad. Aquella noche llena de nubes era
ideal para acercarse a la inmensa valla. Una persona les indicaba de manera silenciosa que se
introdujeran por un agujero hecho en la tierra que había debajo de unos matorrales. Después
de reptar durante unos largos y angustiosos minutos salieron a la superficie, donde les
esperaba otro compañero que les guío a lo largo de toda la noche caminando hasta la costa.
Manuel, una de las personas que les guiaba, les dio algo de comer, frutos secos y agua,
durmieron durante buena parte del día. Al caer la noche Manuel les indicó el camino para
llegar a la embarcación que debía llevarles hasta el ansiado “paraíso”. Abad miró a sus amigos
de viaje y se fundieron en un abrazo silencioso. Con lágrimas en los ojos descubrieron la
patera que les transportaría por el estrecho y a otros compañeros que se agolpaban en la orilla
del Mediterráneo ceutí. Eran más de ochenta personas entre los cuales había mujeres
embarazadas y niños de no más de ocho años de edad.
[17]
La barcaza fabricada con neumáticos de vehículos agrícolas atados unos con otros por
cuerdas sobre una base de madera, se balanceaba con fuerza hacia los lados. No iba a ser un
viaje de placer precisamente. El primer día se le hizo interminable, la gente no paraba de
vomitar y de quejarse; el ambiente era terrorífico. Las noches interminables y el frío
insoportable, un niño lloraba desconsolado hasta la segunda noche que paró de llorar. No
podía, no podía. Un balanceo, otro, y otro más. No veía nada, solo notaba el sabor del agua
del mar en sus labios.
Abad no se acordaba de más, pero había calculado unos cuatro días desde que partieron
de Ceuta. A Abad lo rescataron los guardacostas españoles, junto a unos cincuenta
compañeros más, los demás no tuvieron tanta suerte. Abad perdió a sus compañeros de
viaje… No hay un solo día que no se acuerde de ellos.
Cuando los miembros de Salvamento Marítimo llevaron al hospital de Campaña a Abad,
descubrieron que llevaba algo pegado a su pecho con cinta adhesiva, como si fuera parte de
su propia piel. Les costó trabajo despegarlo. Por fin despegaron la bolsa de tela que su padre
le entregó antes de partir.
Ahora Abad compagina los estudios de instituto con trabajos en el Museo Arqueológico
Nacional. Una antigua y valiosa pieza de oro, perteneciente a una arcaica tribu Masai preside
hoy una de las estancias del Museo, lo cual permite dar una asignación económica a Abad y a
su familia en Kenia.
[18]
Créditos
Textos ganadores
Erinnungen eines Drachens. Rosa María Mérida González. 2º de
Bachillerato. Primer premio. Primer nivel.
Mírame. Paula Pavón Rodríguez. 2º de Bachillerato. Accésit. Primer
nivel.
De otra dimensión. Laura Merchán Peces. 3º de ESO. Primer premio.
Segundo nivel.
Sueños africanos. Clara Casanova Fernández. 1º de ESO. Accésit.
Segundo nivel.
El jurado del concurso estuvo formado por los profesores del
Departamento de Lengua y literatura del IES El Greco, cuyo fallo dio a conocer
el día 29 de abril de 2014.
Ilustración de portada: Carmen Gómez Camuñas, 1º de Bachillerato
Ilustración de contra portada: María Sánchez Barrilero, 1º de Bachillerato
[19]
II PREMIO DE
CUENTOS
EL GRECO

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