Notas al concierto de la ORCAM del 18 de abril de 2011. Auditorio

Transcripción

Notas al concierto de la ORCAM del 18 de abril de 2011. Auditorio
MÚSICA Y LITURGIA. UNA RELACIÓN AZAROSA
Concierto del 18 de abril de 2011
(Auditorio Nacional, Sala Sinfónica)
Orquesta y Coro de la Comunidad de Madrid
Ruth Rosique, soprano
María Hinojosa, soprano
Albert Casals, tenor
Pau Bordas, bajo
Jordi Casas, director
Luciano BERIO (1925-2003):
Magnificat
Wolfgang Amadeus MOZART (1756-1791):
Misa en do menor Kv .427
Regularmente, la Curia Romana y, en muchas ocasiones, incluso los Papas hacen
públicas directivas para la ordenación del uso de la música en los templos católicos,
sobre todo en lo que se refiere a sus relaciones con la liturgia. A quienes no estén
familiarizados con la doctrina del catolicismo les podrá parecer que este interés es
algo propio de épocas pretéritas. Sin embargo, durante el siglo XX, y también en el
XXI, han sido numerosas, no sólo las encíclicas e instrucciones, sino también las
manifestaciones públicas más informales que, en congresos o publicaciones periódicas, han fijado las orientaciones y las opiniones de la jerarquía católica.
Uno de los episodios más curiosos de esta actividad propagandística se dio en
1986, cuando fue publicada en una revista católica una conferencia que el entonces
cardinal Joseph Ratzinger había pronunciado el año anterior en el Octavo Congreso Internacional de Música Sacra. Cuando fue transformada en artículo impreso,
dicha conferencia tuvo un notable eco mediático porque, en ella, aparecían algunas
opiniones acerca de la música rock y pop. Sus aseveraciones fueron sacadas de contexto y, por lo tanto, desvirtuadas en la polémica posterior, que, en su mayor parte,
tuvo como objetivo subrayar el carácter reaccionario y elitista de Ratzinger.
No es el objetivo de este breve ensayo discutir las posturas acerca de la música y
su función en la liturgia defendidas en el seno de la iglesia. Sin embargo, hay una
cuestión que se impone cuando queremos abordar las manifestaciones músicoreligiosas de las que obras como la Misa en do menor, de Wolfgang Amadeus Mozart,
o el Magnificat, de Luciano Berio, son ejemplo. ¿Cómo podremos entenderlas y
1
hablar sobre su individualidad, y sobre la de tantas otras, sin tomar en consideración los contextos, formados por normas y tradiciones, de los que surgieron?
La mencionada conferencia de Ratzinger no es, desde luego, interesante si se
toma como sentencia sobre el gusto o las prácticas musicales seculares. Lo cierto es
que, inmediatamente, la Iglesia Católica se puso a la defensiva y matizó las afirmaciones (o lo que se había adivinado en ellas), situándose a favor de la música rock y
pop que divulgaba mensajes “sanos” y acordes con el cristianismo. Pero esto es reducir el mensaje de Ratzinger que, en realidad, cuando refirió el rock y el pop en el
congreso de 1985, lo hizo dentro de dos argumentos morales, sin duda, pero que ni
siquiera planteaban la cuestión de los gustos. Su premisa era otra: identificar la
“musicalización” de la Palabra de Dios como un doble proceso de “sensualización”
y “espiritualización”. Tan delicado proceso debía asociarse, siempre según Ratzinger, a una experiencia comunitaria cuyo objetivo era la “ascensión” del hombre
hacia Dios. Si la transpusiésemos al campo de la recepción musical, la formulación
corresponde a lo que vivimos en el momento de la escucha.
Para aclarar esta idea, cabe tal vez mencionar que Ratzinger partía de la metáfora
“sursum corda”, expresión de la misa que se traduce literalmente como “arriba los
corazones” o “levantemos el corazón”. La redención sólo se alcanza en dicha integración en la transcendencia de la fe. Sin embargo, y éste es el punto en el que aparece el rock, esta experiencia simultáneamente sensual y espiritual no podía ser
confundida con la búsqueda de la redención individual por vías alternativas y, obviamente, condenables en la perspectiva de Ratzinger, como, por ejemplo, la música que conduce a la intoxicación, a la “ilusión de la liberación del yo en el éxtasis
salvaje del ruido y la masa.” Su discusión retomaba, por lo tanto, la clásica oposición entre las categorías de apolíneo y dionisiaco, traduciéndolas en un discurso de
carácter pragmático y que intentaba distinguir claramente el catolicismo del mundo
secular.
La dicotomía entre apolíneo y dionisiaco es, de hecho, un tema recurrente en la
historia de la música, así que es comprensible que se manifieste, con mayor o menor profundidad en cualquier reflexión sobre la misma. Cabe, no obstante, señalar
que, a diferencia del uso que de ellas hace Ratzinger aceptando una conceptualización habitual en la tradición judeo-cristiana, ambas categorías también pueden ser
consideradas complementarias, no rivales. No es un accidente que, en la mitología
griega, Apolo y Dionisios fuesen hijos de Zeus. Ambos, si le hacemos caso a
Nietszche, son las formas bajo las cuales la música se nos puede aparecer: su aspecto irracional y su aspecto armónico y matemático. Mientras la primera exaspera los
sentidos, la segunda nos hace más virtuosos.
Intentaremos mostrar en las siguientes páginas cómo la composición de música
relacionada de alguna forma con los dogmas o las formas musicales propias del rito
de la Iglesia Católica es inseparable de una tradición, con la que cada artista ha de
entrar necesariamente en diálogo. Es evidente que otras confesiones religiosas plantean la misma cuestión, aunque sus manifestaciones musicales puedan ser de naturaleza completamente diferente, pero la presente exposición se centrará fundamentalmente en el ámbito del catolicismo y en los géneros de la Misa y Magnificat. La
selección se debe a una motivación puramente pragmática, consecuencia de las dos
2
obras musicales que se escucharán en el programa de la ORCAM al que este ensayo
se asocia.
La liturgia católica entre dos Concilios
Hacia 1600, los templos de la Europa cristiana continental presentaban tres paisajes
sonoros diferentes, que reflejaban las características de las tres Iglesias principales:
la Romana, la Luterana y la Calvinista. Sus diferencias en materia de fe tenían una
traducción sonora, como se puede confirmar todavía en la actualidad. Conforme
sintetiza Lorenzo Bianconi, en la iglesia, “los católicos escuchan sin cantar, los calvinistas cantan sin escuchar y los luteranos escuchan y cantan al mismo tiempo.” La
Iglesia Católica se caracteriza por la atribución a su jerarquía de las funciones de
mediación entre Dios y los fieles, lo que explica su tendencia a "escuchar sin cantar".
La expansión del luteranismo y del calvinismo obligaron al catolicismo a especificar los puntos teológicos en los que se distanciaba de los movimientos reformistas. Este proceso tuvo lugar en el Concilio de Trento, que, entre 1545 y 1563, lanzó
diversas propuestas, algunas de carácter más práctico y que también afectaron a la
música. Éste fue, de hecho, un asunto que se empezó a tratar en 1562, es decir,
cuando las reuniones del Concilio llegaban a su fase final. Los debates se orientaron
en torno a dos ideas principales. La primera era la necesidad de poner orden sobre
algunos excesos de carácter moral, consecuencia de la mezcla entre sacro y profano
que se daba en los géneros musicales medievales. La segunda, típicamente humanista, era la de que, necesariamente, los textos cantados en las iglesias debían ser inteligibles. Por último, parece que algunos de los participantes en el Concilio insistieron en que la combinación de música y texto era un medio eficaz de suscitar
“sentimientos piadosos”.
El Concilio acabó dejando en manos de los concilios provinciales la ejecución
de sus recomendaciones. Según José López Calo, la decisión fue, por un lado, un
ejemplo de prudencia. Por otro, se deriva del hecho de que las acusaciones a los supuestos “excesos” tenían más que ver con la influencia de una corriente puritana
que con la realidad de los mismos. Así, por ejemplo, el argumento de que la complejidad polifónica impedía entender el texto se contraría fácilmente con la constatación de que eran perfectamente conocidos por los fieles. En resumen, por un lado, con la excepción de las capillas Romana (a la que se asocia la importante obra de
Palestrina) y Milanesa, que, a diferencia de otras, aplicaron la reforma de forma más
estricta, las medidas determinadas en Trento tuvieron pocas consecuencias prácticas inmediatas. Por otro lado, esto favoreció el nacimiento de diversas “escuelas”
asociadas a ciudades diferentes. Una de ellas fue la de Salzburgo, que, en la Europa
posterior a la reforma, asumió un papel interesante como consecuencia de su localización, por así decirlo, fronteriza entre católicos y protestantes y entre el norte y el
sur.
El poder de la iglesia católica, particularmente el financiero, declinó con el advenimiento de los regímenes liberales, quienes ya no le atribuían el papel simbólico
de cohesión identitaria que, durante el Antiguo Régimen, había asumido. Por ello,
fue común el desaparecimiento de las esplendorosas capillas musicales que, hasta
las guerras napoleónicas, habían proliferado en toda Europa. Obviamente, esto no
3
implicó el desaparecimiento de la práctica musical en las iglesias: lo que desapareció
fue la pompa y la espectacularidad musicales ligadas a la liturgia que, hasta entonces, había sido directamente gestionada por la jerarquía. Tampoco significó, muy al
contrario, el desaparecimiento del elemento religioso de la vida musical europea.
Lo veremos más adelante, cuando abordemos más adelante la cuestión del revivalismo de la música sacra que caracterizó el siglo XIX.
A finales de ese siglo y en el cambio al siglo XX, la Iglesia Católica, que nunca se
mostró demasiado proclive a aceptar las audacias “modernistas”, en todas las acepciones que el adjetivo contiene, intentó promover la continuidad de una escuela de
música sacra sancionada por el Vaticano. Un compositor contemporáneo del modernismo (diez años más joven que, por ejemplo, Claude Debussy), Lorenzo Perosi, fue quien de forma más evidente encarnó la tentativa por parte del Vaticano de
utilizar la música como instrumento de propaganda y evangelización. Perosi trabajó
para cinco Papas como Maestro Perpetuo della Cappella Sistina y, siendo un compositor activo en una época de profundas transformaciones musicales y productivas, consiguió la rara proeza de ser igualmente respetado fuera y dentro de la iglesia.
Una vez más citaremos a Debussy, quien, tal como otros músicos como Vincent
d’Indy o Giacomo Puccini, le tuvo bastante estima profesional. El sucesor de Perosi, Domenico Bartolucci, prosiguió su labor, intentando conciliar en sus composiciones el respeto al estilo palestriniano con la referencia inevitable a elementos procedentes de la ópera italiana.
Perosi y Bartolucci vivieron dos momentos importantes en lo que se refiere a
las relaciones entre música y liturgia. El primero colaboró en la redacción del Motu
Proprio sobre música sacra “Tra le sollecitudini”, promulgado por el Papa Pío X en
1903. El segundo tuvo que aplicar las indicaciones emanadas del Segundo Concilio
Vaticano, realizado entre 1962 y 1965. El Motu Propio de 1903 tuvo una influencia
considerable en la música de carácter religiosa escrita durante el siglo XX, particularmente en las Misas de autores como Igor Stravinsky, FranK Martin o Francis
Poulenc. Según la formulación contenida en el documento, la música sacra debía
distinguirse por tres rasgos principales: santidad, belleza formal y universalidad. El
primero no se refiere al uso habitual del término asociado a la excepcional humildad de los santos, sino a un significado etimológico anterior del término hebreo correspondiente. En el Antiguo Testamento “santo” significa lo que se distingue de lo
profano, lo que se pone exclusivamente al servicio de Dios. La consecuencia lógica
es la de que los géneros seculares, particularmente los consumidos en el mercado
de la cultura popular, no eran los más adecuados para el servicio divino. El concepto de belleza utilizado en el Motu Propio también merece un comentario. Se deriva
de la aceptación de que los cantos litúrgicos fijados en el estilo gregoriano (o de los
que éste es precursor, tal como el estilo polifónico de la época del Concilio de
Trento) sintetizan la deseable fusión entre liturgia (o rito) y expresión sagrada que
empuja al creyente hacia la adoración. El canto gregoriano es, de hecho, considerado en este documento como el “modelo supremo” de la música sacra. Por último,
la idea de universalidad implicaba el rechazo de cualquier manifestación vernácula
y, al contrario, la exaltación de una tradición musical específica, que se confunde,
como hemos adelantado, con el canto gregoriano y con el estilo polifónico.
4
Desde un punto de vista formal, tanto el Motu Proprio “Tra le sollecitudini”
como el Segundo Concilio Vaticano reconocieron que el canto gregoriano, la polifonía renacentista y la música destinada al órgano como los más adecuados para la
liturgia. Sin embargo, la profunda reforma de la década de los sesenta del siglo pasado también dio un nuevo énfasis a la identidad cultural de las diversas áreas geográficas en las que se había implantado el catolicismo y a la participación de todos
los creyentes en la liturgia. Puso, por lo tanto, en duda la idea de “universalidad”
para la música sacra defendida a inicios del siglo XX. Esto explica que el género
canción, infinitamente más popular que el repertorio en los que los estilos históricos (el gregoriano y el polifónico) eran determinantes, acabase siendo hegemónico
en los templos católicos.
La Misa y el Magnificat como géneros musicales
La Misa y el Magnificat son, por un lado, celebraciones y oraciones cristianas y, por
otro, géneros musicales. Aunque es necesario distinguir esos niveles, ambos aspectos están íntimamente relacionados. Obviamente, su historia, particularmente la de
la Misa, se une inextricablemente con la historia del cristianismo. No puede ser,
por lo tanto, nuestro objetivo sintetizarla en estas breves notas. Sin embargo, sí
puede ser útil destacar algunos episodios de esa historia que conformaron la estructura que necesariamente los compositores tuvieron que usar en sus partituras.
El primer aspecto que mencionaremos es de carácter dogmático: mientras el eje
de la Misa es la eucaristía, el del Magnificat es, de forma menos específica, la oración. La Liturgia (o tal vez deberíamos decir las liturgias) de la Misa es, por lo tanto,
diferente de la denominada Liturgia de las Horas, a la que pertenece un conjunto
de oraciones entre las cuales se encuentran las Vísperas. El Magnificat es el número
que cierra dicho oficio, aunque sea habitual encontrarlo como pieza autónoma,
como himno de acción de gracias.
La forma ordinaria del rito romano –la Misa que, por ejemplo, usó como base
Mozart– se encuadra en los denominados ritos latinos, que, a su vez, se diferencian
de los ritos orientales. Más adelante aludiremos a algún compositor ruso influido
por la fe ortodoxa, por ello vale la pena advertir que, entre los mencionados ritos
orientales, se encuentra el denominado rito bizantino, usado por las iglesias católicas de Oriente y también por las iglesias ortodoxas. El Concilio de Trento fue también el momento en el que se uniformizó o, visto de otra manera, el momento en
el que se abolieron normativamente las numerosas variantes de la liturgia de la misa
que se habían desarrollado a lo largo de la Edad Media. El misal de Pío V, de 1570,
propuso un modelo que, con poquísimas excepciones, permaneció esencialmente
estable hasta las modificaciones del Concilio Vaticano II. No obstante, la estructura
fundamental del rito romano se había fijado mucho antes, a lo largo de un proceso
que se inició en el siglo IV y que concluyó en el VII. Desde el punto de vista musical, se considera que la Messe de Nôtre Dame, que Guillaume de Machaut compuso
en el siglo XIV, es el referente.
Por su parte, el Magnificat se relaciona, como ya lo hemos recordado, con la Liturgia de las Horas, también conocida como Oficio Divino. La hipótesis aceptada es
la de que esta liturgia se “desgajó” de la Misa, en celebraciones independientes de la
eucaristía, dando lugar a oraciones que se suelen agrupar conforme las horas del día
5
en las que se realizan. El Magnificat en particular es un himno mariano, basado en
el pasaje del Evangelio de Lucas en el que se narra la visita de María a su prima Elisabet, cuando ésta estaba esperando el nacimiento de su hijo, San Juan Bautista.
María proclama en ese momento la grandeza de Dios: a la confiante humildad del
creyente se opone la omnipotencia del Señor y al castigo de los ricos y poderosos, el
enaltecimiento de los humildes y hambrientos. Comenzó a ser usado para concluir
las Vísperas en el siglo VI. Es uno de los himnos de los servicios luteranos y anglicano y, por supuesto, también en los de la Iglesia Ortodoxa.
Durante la Reforma y la Contrarreforma, la Misa y el Magnificat fueron los textos litúrgicos más utilizados por los compositores católicos. Su popularidad permaneció en el siglo XVIII, momento en el que las nuevas tendencias que solemos asociar con el clasicismo, sobre todo después de 1750. Dado su doble carácter litúrgico
y musical, ambos se fueron identificando con determinadas convenciones, fundamentadas en los textos y que son significativas en el contexto del rito al que pertenecen. Así, la estructura musical de la primera puede presentar pequeñas diferencias, aunque existe una sucesión más o menos habitual formada por los cinco
números (Kyrie, Gloria, Credo, Sanctus y Benedictus y, finalmente, Agnus Dei)
que presentan características estables.
Por ejemplo, los números que Mozart llegó a concluir de su Misa en do menor
pueden relacionarse con algunas de ellas. Cabe recordar que, además del conocidísimo Requiem, el compositor salzburgués escribió una docena de misas. Su catálogo
contiene igualmente letanías, vísperas, varios Kyrie y motetes, cantatas y oratorios
basados en temas sacros. Con posteridad a la Misa Solemne en do mayor, Mozart escribió música para el rito litúrgico del ordinario sólo una vez. Se trata, precisamente, de la Misa en do menor, K 427 que dejó inacabada. En sus misas salzburguesas,
Mozart había adaptado las partituras a las exigencias del arzobispo Colloredo, que
prefería servicios más breves. Al contrario, la misa escrita en Viena presenta una
mayor tendencia hacia la suntuosidad y la grandiosidad, así como un tono grave
que se puede asociar con la tonalidad principal, usada en otras obras “turbulentas”
de su catálogo, como el Concierto para piano K. 491 y la Fantasía y Sonata K. 475/457.
El Kyrie de la Misa en do menor está escrito para coro y solista y su tono es, como
dicta la convención, solemne e imponente. El Gloria presenta siete de las secciones
en las que puede llegar a ser dividido y se basa, como es habitual, en una cierta alternancia entre las intervenciones corales y solistas. Se inicia con una entonación a
la que sigue una arrebatadora sección coral y que contrasta con el leve canto de la
segunda soprano en el “Laudamus te”. El principio de alternancia prosigue con la
densa e impresionante intervención coral del “Gratias agimus tibi”, que contrasta
con el anterior “Laudamos te” y con el lírico dúo del “Domine Deus”. Como era
también convencional, concluye con la elaborada fuga de “Cum Sancto Spiritu”. La
magnífica sección central del Credo (que Mozart dejó inacabado), “Et incarnatus
est” responde a la convención como movimiento lento destinado, en este caso, a
una de las sopranos solistas. Finalmente, el Sanctus, cantado por un doble coro y en
que destacan las intervenciones de los metales, reúne exaltación y reverencia, mientras que en el “Benedictus qui venit”, cantado por el cuarteto vocal solista y el doble
coro, no hay indicios del lirismo casi operístico que se encuentra en secciones anteriores: aquí, el objetivo es subrayar la solemnidad del momento. Estas dos secciones
6
del Sanctus concluyen con el coral “Hosanna in excelsis”: lo habitual sería que en
ambos casos se presentase como una fuga, pero, en este caso, en segundo lugar, es
una breve coda con la que concluye, de forma un tanto sorprendente, lo que nos
resta de la partitura.
No hay constancia de que Mozart llegase a escribir las invocaciones del Agnus
Dei para la Misa en do menor. Pero si considerásemos otra de las misas que sí dejó
concluida, la Misa en do mayor K. 317 “Coronación”, podríamos confirmar la firmeza
de la convención. El “Benedictus” mantiene el carácter serio y reverente, mientras
que el “Hosanna”, en las intervenciones corales, introduce una tensión creciente en
el movimiento. El “Dona nobis pacem”, en el Agnus Dei, es lo que proporciona en
esta misa el cierre más rotundo que habitualmente se espera.
En lo que se refiere al Magnificat, durante los siglos XV y XVII, el estilo polifónico envolvió el himno mariano en magníficas formas musicales, tal como se puede
confirmar en el catálogo de Morales, Victoria, Palestrina y Lassus, entre otros. La
tendencia se hizo todavía más clara a partir del siglo XVII, cuando se generalizó una
búsqueda de la expresividad que, por ejemplo, se puede rastrear en la forma como
el significado de determinadas palabras es “pintado” mediante el uso de los recursos
del color orquestal. Esto se puede verificar fácilmente en los conocidos Magnificat
compuestos, ya en el siglo XVIII, por Vivaldi, Handel y Bach. El que Mozart compuso para las Vesperae solennes de Confessore en 1780 puede usarse como ejemplo de
los cambios estilísticos introducidos en el clasicismo. Sobre todo, lo que destaca es
la primacía dada a la forma en la estructura de cada uno de los números: Mozart se
sirve de una forma de sonata con introducción, dentro de la cual, no obstante, es
posible detectar la pervivencia de la teatralidad con la que se destacan algunas palabras y las ideas que se les asocia. Un ejemplo evidente es el cambio brusco de intensidad (piano), en el momento en el que se canta que los “humildes” serán exaltados por el Señor.
Luigi Cherubini, Ludwig Van Beethoven, Gioachino Rossini, Franz Schubert,
Charles Gounod, Franz Liszt y Anton Bruckner, entre otros compositores, escribieron misas a lo largo del siglo XIX. En el siglo pasado, el género siguió tentando a
numerosos autores, entre los cuales se encuentran Maurice Duruflé, Francis Poulenc, Vaughan Williams, Frederick Delius, Olivier Messiaen, Leonard Bernstein,
Lou Harrison, Igor Stravinsky, Paul Hindemith, Benjamin Britten y Arvo Pärt.
Durante la primera década del siglo XXI, la Misa sigue inspirando a compositores,
sobre todo a compositores estadounidenses, como por ejemplo a Roberto Sierra,
Kentaro Sato, Nico Muhly, Jeffrey Quick y Daniel J. Knaggs, entre otros.
Los compositores románticos no se sintieron atraídos por el Magnificat, tal vez
porque el mensaje de apología de la humildad del creyente frente a la omnipotencia
divina era un tanto incompatible con la orgullosa individualidad que caracterizó el
arte del siglo XIX. El mensaje final del texto, según el cual los ricos y poderosos
acabarían siendo castigados por su orgullo también puede explicarlo, en un período
en el que el temor a los movimientos revolucionarios marcaron la agenda política
de todos los países europeos. Este mensaje potencialmente subversivo y, sobre todo, social y colectivo, sin embargo, puede que explique cierto resurgir del género
Magnificat en el siglo XX, del que la partitura de Berio puede ser considerado un
ejemplo relativamente temprano. El suyo se cuenta entre los escritos, entre otros,
7
por los siguientes compositores: Heinrich Kaminski (1925), Vaughan Williams
(1931), Goffredo Petrassi (1939-40), Minao Shibata (1951), Gerald Finzi (1952),
László Lajtha (1954), Alan Hovhaness (1958), Michael Tippet (1961), Lennox Berkeley (1968), Heinz Werner Zimmermann (1970), Krzysztof Penderecki (197374), John Tavener (1986) y Arvo Pärt (1989). Es más difícil hablar de convenciones
en los Magnificat compuestos durante el siglo XX, al menos en el sentido que le
hemos dado al término en la descripción de la Misa en do menor de Mozart o, incluso, del Magnificat con el que concluyó las Vesperae solennes de Confessore. Es cierto,
no obstante, que los compositores han retenido, por un lado, la libertad expresiva
que se asocia tradicionalmente a este género musical y que, por otro, en algunos casos se puede detectar la pervivencia de la actitud revivalista en la recuperación de
gestos o de estilos propios de la música del pasado.
Entre la emoción y la tradición revivida
En el Romanticismo, los géneros sacros salieron de los templos y, juntamente con
los oratorios y otras obras inspiradas en temas religiosos, se adaptaron a las nuevas
condiciones impuestas por la práctica musical urbana de los conciertos públicos,
que ha caracterizado la vida musical occidental durante los siglos XIX y XX. En
contrapartida, la nueva valorización del pasado y el subjetivismo, actitudes puramente románticas, favorecieron la recuperación de la música sacra antigua. En parte, este movimiento, que es una especie de reedición de las posturas puritanas ya
comentadas a propósito del Concilio de Trento, perseguía distanciarse de la influencia que la ópera tenía en el repertorio interpretado en las iglesias.
Cabe destacar que el siglo XIX asistió a la generalización de otro fenómeno que
ha perdurado en los siguientes. Se trata de la disociación entre dos tipos de música
religiosa o sacra, uno devoto e interpretado, no sólo en los templos, sino también
en espacios privados, y otro, reflejado en un corpus que respondió fundamentalmente a exigencias estéticas y al que, por lo tanto, no se asociaban en exclusivo el
fervor y la inspiración de la piedad. La religión fue entendida por muchos como
una especie de refugio seguro frente a los súbitos cambios impuestos por las revoluciones industrial y política. Ese refugio se hizo tangible en la música de épocas
remotas que, como hemos apuntado, había sido recuperada entre tanto gracias a los
avances de las disciplinas académicas de la historia y la filología. Al mismo tiempo,
determinados géneros musicales como la Misa, sobre todo la de Requiem, y el Te
Deum, se vincularon a ceremonias cívicas, que permitieron la continuidad de cierta
monumentalidad suntuosa procedente del Antiguo Régimen.
El importante movimiento cecilianista, nacido en Ratisbona, se centró en el revivalismo de la música sacra del siglo XVI: proponía una estética contemplativa
frente al sentimentalismo y virtuosismo excesivos favorecidos por la enorme popularidad de la ópera. A partir de 1867, se ramificó por varios países europeos y americanos. Frente al movimiento paralelo de la recuperación del canto gregoriano enarbolado por el Monasterio de Solesmes, que fue el fundamento de la recuperación
de la música antigua en Francia, el cecilianismo centró su atención en la polifonía.
Por ello se le puede atribuir el mérito de la recuperación de la música de Pierluigi
da Palestrina, así como de la de Tomás Luis de Victoria, entre otros. La influencia
del cecilianismo sobre algunos compositores fue considerable, en la medida en que
8
su actividad hizo posible la audición, en concierto, de músicos que, pasados los siglos habían desaparecido del paisaje sonoro europeo. Esta experiencia fue, por
ejemplo, determinante para Claude Debussy (que en 1889 afirmaba que Palestrina,
juntamente con Johann Sebastian Bach y Richard Wagner, era su compositor preferido). Citamos obviamente a este compositor, entre otros posibles como Franz
Liszt, Gabriel Fauré o Anton Bruckner, porque es él quien nos proporciona el punto de contacto entre, por un lado, cierto gusto por el misticismo contemplativo reforzado por la recuperación de la música antigua y, por otro, el modernismo.
Debussy escuchó por primera vez música de Orlando di Lasso y de Palestrina
en 1885, durante su estancia en Roma. En su correspondencia, dejó constancia de la
particular experiencia, de la fascinación provocada ante el contrapunto, habitualmente “desagradable”, pero que, en las manos de los maestros italianos, se hacía
admirable, subrayando con sutileza y profundidad el texto y produciendo imágenes
sonoras que recordaban a las ilustraciones de los misales antiguos. Algunos años
después, en 1893, su correspondencia también documenta una nueva experiencia
de maravillamiento sonoro –de “emoción musical”– ante Palestrina. Esta vez, fue
en París, en la iglesia de Saint Gervais, gracias a la labor de recuperación del repertorio antiguo de Charles Bordes. Escribe Debussy a propósito de la misa que escuchó: “Es maravillosamente bello; esta música, escrita de forma muy severa, parece
completamente blanca, y no traduce la emoción (como se hizo corriente después) a
través de gritos, sino de arabescos melódicos, esto hace que, en cierta manera, mediante el contorno y por el entrecruzamiento de esos arabescos, se produzca algo
único: ¡armonías melódicas!” Debussy y otros muchos compositores después de él
usaron la música ritual del pasado (o de tradiciones no europeas) como fuente de
inspiración y renovación del lenguaje y de la expresión.
Los “gritos” que mencionaba Debussy en la cita que acabamos de transcribir se
relacionan con un acontecimiento particular, que afectó exclusivamente a práctica
musical de la iglesia católica. Mientras que las restantes confesiones cristianas (anglicana, protestante y ortodoxa) permanecieron en la obediencia estricta a la inteligibilidad del texto, y una cierta “contención” con objetivos exclusivamente edificantes, a finales del siglo XVIII hubo un cambio en la música sacra que irradió
desde Francia. En 1786, Jean-François Le Sueur publicó el primero de una serie de
panfletos, que tituló Exposé d’une musique imitative et particulière à chaque solennité. Este
texto modificó de forma notable la forma de entender la música escrita para celebraciones religiosas. La carrera profesional de Le Sueur, nacido en 1760, siguió el
camino habitual en el Antiguo Régimen. Durante su formación, fue niño de coro
de la colegiata de Abbeville y de la catedral de Amiens. En 1778, fue nombrado
maestro de capilla de la catedral de Saint Germain de Sées. Posteriormente, ocupó
el mismo lugar en las catedrales de Dijon, Mans, Saint-Martin de Tours y, finalmente, en la iglesia de los Santos Inocentes y de la capilla de Nôtre Dame, ambas
localizadas en París. En 1786, sin embargo, su carrera dio un giro radical, cuando
tuvo la osadía de incluir una sinfonía entre la música que había escrito para las celebraciones del día de la Asunción en Nôtre Dame. Provocó así una encendida polémica, en la que se encuadra el ensayo antes citado.
Le Sueur tuvo que dimitir de su puesto en Notre Dame y, después de haber
servido a Napoleón, en la Capilla Real de las Tullerías, se convirtió en un aplaudido
9
compositor de ópera y en un influyente pedagogo. Su idea de hacer extensiva a la
música sacra la reforma que Christoph Willibald Gluck había llevado a cabo en el
ámbito teatral fue demasiado “revolucionaria” para la época. La música, en su opinión, debía ser expresiva, imitativa y “característica”. Es decir, de forma sintética
podemos considerar sus teorías como precursoras de la música de programa que
desarrollarían los compositores de la generación posterior. Queda claro en las siguientes palabras: “La música puede imitar todas las inflexiones de la naturaleza.
Todos los sentimientos están igualmente en sus dominios.” Aplicó su teoría a todas
sus composiciones, incluyendo las sacras, que él mismo presentó con detallados
prefacios. Un ejemplo conocido es el que escribió para una misa de Navidad. Concibió la obertura inicial con la intención de recordar varias profecías relacionadas
con el nacimiento del Mesías, dando por ello un especial destaque a los trombones,
cuyo timbre rememoraba el de las trompetas utilizadas por los antiguos sumos sacerdotes y, además, añadía la esperada gravedad y solemnidad a las profecías, que lo
son también de la Pasión y posterior Resurección. Lesueur influyó de forma directa
en su discípulo, Hector Berlioz, por ejemplo en su Grande Messe des Morts, dando
lugar a una tendencia que nos permite distinguir más claramente las restantes. Las
ideas de Lesueur facilitaron la asimilación de las técnicas sinfónicas en las Misas de
otros compositores tan diferentes como Beethoven y Liszt o en otras obras sacras,
como es el caso del Te Deum concluido en 1884 por Bruckner.
Las diferencias del estilo sacro del XIX con el estilo desarrollado, por ejemplo,
por Mozart, por lo tanto, no se debe únicamente a una cuestión epocal. O, mejor
dicho, las diferencias se deben al impacto de las teorías expresivas en el arte, que
también afectaron a la composición de obras litúrgicas. Si volvemos a la Misa en do
menor bajo esta perspectiva, veremos que, más que perseguir efectos dramatúrgicos,
su composición depende de la combinación de los variados estilos musicales que
Mozart dominaba cuando llegó a la capital austriaca: desde las fugas estudiadas en
obras de Bach y Händel hasta la ópera seria. El estudio de los dos últimos compositores mencionados fue fundamental y se documenta en los arreglos que realizó de
fugas y oratorios de los dos maestros. Esta influencia se revela, por un lado, en el
“Cum Sancto Spiritu”, la sección final del Gloria. También en el “Osanna” del
Sanctus. Por otro lado, en secciones como el “Laudamos Te”, del Gloria, o “Et Incarnatus Est”, del Credo, presentan un estilo comparable al de las grandes arias de
la ópera seria. Basó la primera en una serie de ejercicios vocales que escribió para su
esposa, Constanze, y, tal como ocurre con el “Et Incarnatus Est”, el virtuosismo vocal tiene su correspondiente en el virtuosismo con el que son tratados los instrumentos de viento. La fuerza de esta partitura, a diferencia de las mencionadas de
Lesueur y Berlioz, no reside, por lo tanto, en los efectos dramáticos, sino en la dicotomía entre el contrapunto y la homofonía de las partes solistas. Densidad y ligereza, casi fragilidad, se oponen a lo largo de toda la partitura que, por cierto, fue reutilizada sin problemas por el compositor en la cantata Davide Penitente, estrenada
en 1785. Para entender la diferencia de la que hablamos, bastaría comparar el Credo
de esta Misa con el que Liszt compuso para la Misa Festiva para la Consagración de la
Catedral de Gran, de 1856, que es una especie de gran poema sinfónico.
Religión y modernismo musical
10
Los compositores de la generación posterior a la de Liszt, contemporáneos de Debussy (que no escribió ninguna obra litúrgica, aunque sí se acercó a temáticas religiosas, por ejemplo en El martirio de San Sebastián), se aproximaron a la expresión
religiosa incentivados por motivos diversos. La fe personal, por un lado, y la fascinación ejercida por los modos gregorianos y por las “armonías melódicas” de la polifonía renacentista, por otro, fueron motivos bastante habituales, combinados o
por separado. Además, determinadas circunstancias históricas también empujaron a
muchos compositores a reencontrarse con la fe, o a utilizar elementos estilísticos
propios de la música sacra o litúrgica, así como sus formas, independientemente de
su utilidad inmediata en el rito. El motivo era más bien la búsqueda de convenciones y gestos retóricos reconocibles por una comunidad que, en algunos casos, eran
usados como signos de algún tipo de experiencia espiritual. Así, en las conturbadas
décadas de los 30 y de los 40 del siglo XX, importantes compositores aludieron a la
religión en sus obras. Stravinsky compuso su influyente Sinfonía de Salmos en 1930,
tal como Bartók, que escribió su Cantata Profana el mismo año. Schönberg escribió
Moses und Aron en 1932 y Paul Hindemith, Mathis der Maler en 1935.
La notable impronta de la Sinfonía de Salmos en el Magnificat de Berio y, en general, en la música del siglo XX es el pretexto ideal para dedicarle una atención particular. Según nos cuenta Stravinsky en los diálogos que mantuvo con Robert Craft,
su personal concepción musical del Salmo 150, usado en la última sección de la
obra, fue la de limpiarlo de cualquier tipo de sentimentalismo heredado del siglo
XIX. Éste fue, de hecho, el punto de partida de la obra. Stravinsky quiso reconstituir el carácter imperativo que caracteriza al Antiguo Testamento, juntamente con
el uso de la danza como una de las formas de alabanza y adoración utilizadas por el
rey David. Esto puede explicar la imagen sonora de la partitura, cuyo ímpetu rítmico va acompañado de cierto hieratismo, producido por el predominio del viento y
la percusión en la instrumentación y por la armonía, en la que no se usan escalas
diatónicas y se evitan las resoluciones de acordes tradicionales en el estilo tonal. Su
visión “objetiva” de la composición musical también se reforzó, tal como en otras
obras del período neoclásico, mediante el recurso de técnicas de escritura del pasado: lo ilustra bien la doble fuga de la segunda sección, basada en el Salmo 40.
Hay otro compositor, el italiano Giorgio Ghedini, que también formó parte del
grupo de músicos que, admirando profundamente la música antigua, la incorporó
en sus propias obras. Es muy probable que la mayor parte de los lectores de estas
notas no hayan oído hablar nunca de él y que se estén preguntando la razón por la
que acaba de ser citado. Ghedini fue profesor en el Conservatorio de Milán entre
1941 y 1962, donde tuvo como alumnos, entre otros, a Luciano Berio y a Claudio
Abbado. La influencia que ejerció sobre el primero es particularmente evidente en
el Magnificat: de hecho, el propio Berio ha admitido esa deuda. Ghedini editó numerosas obras de compositores italianos renacentistas y barrocos, tales como Monteverdi y Frescobaldi, y aplicó esa experiencia en sus propias composiciones. Una
de sus obras más importantes, el Concerto spirituale “De la Incarnazione del Verbo Divino”, compuesta en 1943 y estrenada en 1946, fue, como el propio Berio admitió
posteriormente, una inspiración para el Magnificat. El estilo del Concerto spirituale, no
obstante, es diferente, en la medida en la que refleja cierto eclecticismo expresivo
11
por parte de su autor, que usa los recursos rítmicos y armónicos más modernistas
cuando así lo requiere el contenido del texto sobre el que se basa la obra.
En una nota autobiográfica, Berio explicó cómo otros compositores no italianos,
esto es, además de los Petrassi, Ghedini o Dallapiccola, fueron igualmente determinantes en la génesis de su Magnificat. En el origen de esta obra se entremezclan
de forma peculiar experiencias históricas y estéticas, tal como podemos leer en las
palabras del propio compositor: “Nací en un pequeño pueblo de Italia, cerca de la
frontera con Francia y lejos de los llamados centros culturales. Viví allí hasta los
dieciocho años, estudiando y aprendiendo todo lo que pude acerca de mi "patrimonio". Nunca sentí que tuviera menos privilegios por vivir en la provincia, pero sí
me sentí herido y enfadado cuando, en 1946, cuando acabó el fascismo, me di
cuenta de la amplitud y profundidad de la privación cultural que el fascismo me
había impuesto. Ese mismo año (ya tenía veinte) fue cuando escuché por primera
vez en mi vida la música de Schoenberg, Milhaud, Hindemith, Bartók, Webern,
etc, es decir, las voces reales de mi herencia europea. Estos compositores, así como
otros, habían sido previamente prohibidos por la "política cultural" fascista. El impacto fue, por decirlo suavemente, traumático, y necesité seis años para recuperarme. Yo creía, tal como ahora, que la mejor manera de lidiar con las experiencias
traumáticas era hacerles frente hasta el final, y si es posible, exorcizarlas en su propio terreno. Estas son las premisas del Magnificat, escrito en 1949. Fue uno de mis
exorcismos de las experiencias y los encuentros de aquellos años y, creo, mi último
tributo a ellos.”
Como podemos comprobar fácilmente, en este breve relato se obvia por completo la referencia a ninguna experiencia de carácter religioso: la tradición a la que
Berio quería incorporarse era la del modernismo musical europeo, no la de la música sacra, intentando, por esa vía, salir de la estrechez de miras que le había impuesto la política imperante en su país de nacimiento durante los años del fascismo.
Tal como hizo más tarde en otras obras, abordó el himno mariano del Magnificat
como texto verbal transformado en música. La referencia a importantes obras posteriores, como la Sinfonía (1968) o Coro (1975-6), nos puede aclarar lo que queremos decir, en la medida en la que integran diferentes técnicas vocales asociadas a
textos procedentes de diversos puntos geográficos. La influencia de Stravinsky, particularmente de la mencionada Sinfonía de Salmos, es, tal vez, el elemento más evidente del Magnificat de Berio, sobre todo en lo que se refiere al uso de la disonancia,
al papel asumido por el ritmo y a la concisión que caracteriza a todas las técnicas
que aplica.
La trayectoria posterior de Berio le alejó del neoclasicismo que se puede descubrir en el Magnificat, acercándolo al “núcleo duro” de lo que en ocasiones se ha denominado el “alto modernismo” musical europeo. La objetividad y la racionalización aplicadas al uso de los materiales sonoros siguió siendo caracterizando esta
nueva fase del modernismo, tal como se verifica en la obra de Berio y de otros conocidos compositores asociados a la misma tendencia, como Karlheinz Stockhausen, Iannis Xenakis, Pierre Boulez, Luigi Nono o György Ligeti. Más difusa es la
relación de estos compositores con el fenómeno religioso o, más concretamente,
con las concepciones de la divinidad propias del cristianismo, particularmente del
catolicismo. La importancia del compositor católico Olivier Messiaen –cuyas pri-
12
meras obras, no lo olvidemos, datan de la década de los 30 del siglo XX– para esta
generación es sobradamente conocida, pero se debe más bien al papel que la pieza
Modo de valores e intensidades tuvo como precursora del serialismo. Quienes, en estos
años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, atribuyeron algún tipo de trascendencia a su música lo hicieron por una vía diferente del reglado mundo de la devoción cristiana. Podemos pensar en el ejemplo de Stockhausen, quien usaba la imagen del “mundo en vibración” como modelo para su obra, identificando el
movimiento de expansión y contracción del universo con la respiración de Dios. Su
idea de Dios, sin embargo, poco tenía que ver con aquél frente al cual se humilló
María o cuya muerte y resurrección se celebra en el rito de la Misa. Los aspectos de
la Iglesia Católica que Stockhausen retuvo, por ejemplo su veneración por el arcángel Miguel, son más bien de orden mítico. De la misma manera, su visión del Dios
creador, a quien el compositor-humano traducía en sus partituras, tenía que ver
con una experiencia mística del cosmos completamente ajena a la fe católica.
Coda en la que se alude a la espiritualidad (post-)moderna
La discusión sobre las ideas religiosas de Mozart es inseparable de su obediencia
masónica, en la que se inició a finales de 1784. Racionalista y anti-católica, la primera logia perteneciente a la denominada masonería especulativa había sido fundada en el Reino Unido en 1717. Como movimiento, promovía la ayuda mutua entre
sus miembros y, particularmente la rama de la que formaba parte la logia a la que
perteneció Mozart, promulgaba que la felicidad universal podría ser alcanzada mediante el perfeccionamiento moral, la libertad, la fraternidad y el estudio sistemático de la naturaleza. Fue percibida por el catolicismo como una especie de competencia, siendo condenada por sucesivos papas desde el siglo XVIII. No obstante, no
se puede decir que Mozart no fuera católico: su correspondencia documenta la gravedad con la que se tomaba los temas religiosos. Pero su experiencia de la religión
era muy humana, como las circunstancias en las que fue compuesta la Misa en do
menor nos revelan. Parcialmente estrenada a finales de 1783, casi un año después
de su boda con Constanze, fue el resultado de un voto relacionado con ella: Mozart
prometió escribirla si conseguía casarse con ella. Por eso, más allá de las convenciones y de las características de la propia composición, podemos adivinar en los pasajes solistas destinadas a las sopranos el cariño que sentía por su mujer.
La música que Berio escribió en los años de la posguerra nos sitúa en un mundo
completamente diferente. La forma como un afecto privado se proyecta en una
composición suntuosa, destinada a ser interpretada en un templo durante la Liturgia de la Eucaristía, es completamente diferente a la transformación de un himno
mariano en una especie de exaltación de la libertad contra la represión autoritaria.
No obstante, dicha apropiación por parte de Berio no viene acompañada por ningún gesto subversivo en relación a la tradición litúrgico-musical a la que el Magnificat pertenece. La utilización del creyente Stravinsky como modelo refuerza esta
idea, al tiempo que queda clara la noción, heredada de la década de los 30, de que la
música tenía una dimensión colectiva y un potencial interventivo que no se podía
ignorar. Es más, el Magnificat puede ser considerado un precursor de aquello que
determinaría una de las líneas fundamentales de la trayectoria artística de Berio, la
de investigación creativa en torno a las relaciones entre palabra y música, o, dicho
13
de otra forma, voz humana e instrumentos musicales, que le llevó a explorar con
imaginación y profundo respeto los más diversos paisajes y tradiciones culturales.
La tradición litúrgico-musical propia del catolicismo fue una de ellas.
Ambas obras tienen, cada una a su manera, rostros claramente humanos, que se
pueden contraponer a diferentes experiencias musicales de la devoción religiosa.
Otros compositores –por ejemplo, Liszt, Bruckner, Messiaen o, profesando otras
religiones, Arnold Schoenberg y Stravinsky– hicieron el camino de otro tipo de
aproximación, en la que su propia devoción se confunde con el ejercicio de la composición. A este propósito, hay, por ejemplo, un interesante artículo de Enrico Fubini –publicado en castellano por la Universidad de Valencia y que, precisamente
por estar disponible en traducción, parece conveniente citar– en el que desarrolla la
interesante tesis de que la contemporaneidad del descubrimiento del método dodecafónico y del de su propia identidad judía no fue una mera coincidencia. Más o
menos en esos mismos años, el retorno de Stravinsky a la fe ortodoxa, ocurrido en
1926, también coincidió con cambios en su manera de componer, patentes en obras
como la mencionada Misa de Salmos, pero también en otras de temática no religiosa,
como Oedipus Rex, de 1927. En ambos casos, podemos detectar una cierta apetencia
por reconstruir comunidades imaginarias, basadas en la identidad religiosa, pero
también la constatación de que la música y la fe podían tener puntos de contacto.
Paradójicamente, ambos defendieron una actitud racionalista y muy objetiva frente
a la composición musical, que parece estar reñida con la idea de la música (y de la
fe) como el dominio de lo inefable, de lo que no tiene límites racionales.
Algunas décadas después, ya en los años 60 del siglo XX, hubo algunos influyentes creadores que reclamaron la espiritualidad como elemento definidor de la
composición musical. Mayoritariamente oriundos de los entonces llamados países
del Este. como Polonia y la Unión Soviética, usaron dicha reivindicación como
fuente para la innovación de su lenguaje, pero también como forma de proponer
un tipo de experiencia musical inmaterial, sólo posible si se basaba en lo que podríamos llamar la "transpersonalización" del yo. Siguiendo el rastro de la fortuna de
la Misa y del Magnificat en el catálogo de los compositores a los que nos referimos,
citaremos como ejemplo a Penderecki y Pärt. Ambos comparten una profunda fe
religiosa y ambos la erigieron como una especie de fortaleza asediada por el totalitarismo.
El estreno de la Pasión según San Lucas (Passio et Mors Domini Nostri Iesu Christi
secundum Lucam) del primero de estos dos compositores, realizado en la catedral de
Münster en 1966, se considera un momento importante para la historia de la música culta europea, entre otras razones porque colocó la religión en el centro de la
vanguardia musical de la época. Fue escrita para tres coros mixtos a cuatro voces,
coro infantil a dos voces, tres solistas y orquesta. Prosiguiendo el camino antes sugerido, en el que son jalones Stravinsky y Schoenberg, el músico polaco puso por
delante la técnica y el rigor formal de la composición, renunciando aparentemente a
la expresividad entendida como imitación de algo que está fuera de la partitura. Ése
había sido, de hecho, el ideal que había perseguido en sus obras anteriores y que
continuó en esta partitura, esencialmente atonal. El resultado, sin embargo, es impresionante y conmovedor para quien escucha, en la medida en que muestra, sin
renunciar a la extrañeza típica de la música vanguardista, el tormento y la tortura
14
que fue la Pasión de Cristo. El Magnificat de Penderecki, de 1974, es representativo
de esta primera fase del compositor, en el que se apropió de numerosas técnicas
vanguardistas, inmediatamente anterior a su fase neo-romántica, iniciada en 1975.
Es más: la complejidad extrema de esa partitura es lo que le alertó de la necesidad
de cambiar su manera de abordar la composición. Usaremos una vez más el adjetivo “extrañas” para referirnos a las variadas sonoridades fijadas en la partitura y su
manipulación del tiempo, que comunica una rara visión de la trascendencia.
El estonio Arvo Pärt también dio un giro a su manera de componer a mediados
de la década de los 70. Hasta entonces le había preocupado hacerse con las posibilidades abiertas en “Occidente” por técnicas como el serialismo y la aleatoriedad, por
el collage y la indeterminación. El estudio de la música sacra medieval y renacentista (por ejemplo, de Machaut), sin embargo, le abrió nuevas perspectivas que incorporó en sus composiciones a partir de 1974. Es característica la simplicidad repetitiva de las mismas, construidas a partir de materiales sonoros que se organizan
siguiendo el modelo del sonido de las campanas, es decir, usando la tríada como fenómeno sonoro “natural” y resonante. Pärt, además, persigue en su música la pura
representación del fluido del tiempo. Dicha fluidez, como se puede comprobar en
el Magnificat que escribió en 1989, se basa en una textura homofónica en la cual los
acentos, estrictamente dependientes del texto utilizado en cada ocasión, se suceden
muy sutilmente de forma irregular. Puede ser establecida cierta relación entre Pärt
y algunos de los jóvenes compositores americanos antes mencionados, en cuyo catálogo se puede documentar la pervivencia de los géneros musicales sacros en el siglo XXI, especialmente Jeffrey Quick y Daniel J. Knaggs, ambos participantes del
movimiento de renovación del uso de la música sacra en la liturgia que se está dando en los Estados Unidos. El también citado Nico Muhly, nacido en 1981, presenta
un perfil más complejo, aunque, en lo que se refiere a su música coral, dicha relación también podría ser evocada.
Teresa Cascudo García-Villaraco
15

Documentos relacionados