Descarga Gratuita - Colegio Médico del Perú
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UN SHAMÁN AMAZÓNICO EN EL PRINCIPADO DE MÓNACO Arquímedes Vílchez Cáceda Página 3 © 2011 Bubok Publishing S.L. 1ª edición ISBN: 978-84-9009-844-8 DL: M-43830-2011 Impreso en España / Printed in Spain Impreso por Bubok Dedicatoria A mi amigo César E. Fan Fiestas, en cuyos devaneos anestesiológicos desde la floresta amazónica a las sierras extremeñas españolas, me inspiré. Página 5 ÍNDICE Página I. De cómo me involucré con el ayahuasca .......................................................................... 09 II. Conociendo a César y sus dilemas .................................................................................... 12 III. Visita al principado de Mónaco ........................................................................................ 18 IV. Los veinticinco relatos amazónicos................................................................................... 24 V. De Europa a la Amazonía ................................................................................................. 78 VI. Viaje a la triple frontera amazónica .................................................................................. 86 VII. Navegando por el amo de los ríos, el Amazonas ............................................................. 92 VIII. San Pablo, el leprosorio .................................................................................................. 104 IX. De patitas en el triángulo amazónico .............................................................................. 117 X. La Nueva Jerusalén ......................................................................................................... 121 XI. Gerusa ............................................................................................................................. 125 XII. Por el río Ucayali ............................................................................................................ 132 XIII. ¡Vaya encarguito!........................................................................................................... 135 XIV. Emos v.s Sicarios .......................................................................................................... 138 XV. Al fin encontré el tesoro .................................................................................................. 140 XVI. La tía Toti........................................................................................................................ 149 XVII. Ingo Inch ......................................................................................................................... 156 XVIII. Liberación femenina amazónica ..................................................................................... 161 XIX. El retorno ........................................................................................................................ 167 Página 7 I -Pedro, confío en tu olfato de investigador, desenvuelve esta trama que me está volviendo loco– expresó lacónicamente, Zaldívar. Recuerdo vivamente aquel día en que mi rutina existencial se vio perturbada por un informe de auditoría médica que daba cuenta de una desquiciante situación: cuatro pacientes oncológicos curados como por arte de magia. El temor de denuncias por mala praxis, aunado al descrédito mediático y la consiguiente ruina económica, no dejaba dormir a mi jefe, quien inmerso en un sesudo devaneo se interrogaba como pagaría la hipoteca de su piso y su último BMW. A regañadientes acepté indagar sobre el milagroso caso que tenía un común denominador, el cuarteto había viajado meses previos a la Amazonía. Ignorante aún de los portentos indescifrables que descubriría, no podía imaginarlos transformados de la noche a la mañana en vitales Indianas Jones. Página 9 El primer día de mi investigación en el servicio del Dolor y Cuidados paliativos de mi hospital comarcal vi a César, un colega anestesiólogo. El experto en tanatología sometía a medio centenar de pacientes a unas extrañísimas sesiones de relajación. Me pareció gracioso que los dolientes acudieran en pleno invierno europeo, untados de repelentes de zancudos, portando gafas de sol y vestidos con pantalones cortos y camisas panameñas. Dentro de un auditorio estrafalariamente pintado de verde menta fosforescente, el conferencista remojó un puñado de lianas resecas en agua contenida en una bandeja de aluminio, a continuación ofreció beber de la extraña pócima. La mayoría lo hacía con delectación. Vaciado el cuenco de bauxita, César dio lectura a veinticincos manuscritos tan deteriorados como los pergaminos bíblicos encontrados hace más de medio siglo en el Mar Muerto. Bajo el susurro de sus palabras sus pacientes aparcaron sus carcasas osteoporóticas en el auditorio y sacaron a pasear sus espíritus por ignotos universos. Se hizo un silencio insondable que sonaba a emoción litúrgica, roto a intervalos por los sollozos lastimeros y las carcajadas de quienes retornaban de sus extraños viajes espirituales. Angustiado me pregunté qué iniciación era aquella, qué antiquísimo y salvaje ritual estaba presenciando en pleno corazón de la modernidad europea. Intrigado decidí experimentar aquellas sensaciones, y en la siguiente sesión me sumergí de lleno en aquellos relatos amazónicos. Puedo afirmar que ingresé a un mundo que jamás creí que existiría. Algunas enfermeras al verme beber de rara poción que César preparaba, no disimularon en lo más mínimo sus gestos de reproche. Próximo a presentar mi informe final a Zaldívar, más de una insinuó que se debería levantar cargos contra César, por el uso de sustancias prohibidas. El bebedizo aquel era Ayahuasca, una milenaria bebida enteógena amazónica, un portal a dimensiones desconocidas. Mi informe desaprobó la administración de tales hierbas místicas y se cancelaron los tours pentadimensionales por Sudamérica. Un aliviado Zaldívar siguió tomando sus enésimos y adictivos préstamos bancarios. Página 11 II Finalmente tres del cuarteto de pacientes oncológicos murieron, si bien se produjo una mejoría inicial en sus calidades de vida, sólo uno logró una cura total y fue debido a un inicial y erróneo diagnóstico anatomopatológico. De aquella investigación surgiría una amistad que cambiaría radicalmente mi percepción del mundo. Conocí a César. Durante los meses siguientes me deleité escuchando sus anécdotas de médico rural por ignotos ríos amazónicos. Sorbí con fruición historias acontecidas en sus andanzas por olvidadas comunidades ribereñas amazónicas fondeadas en vorágines de tiempo y espacio. A fuerza de tanto escucharlos me grabé los raros nombres: Inahuaya, Isolaya, Pacashanaya, Roaboya, Cashiboya, etc. Mi amigo jamás narró que fornicó con una fabulosa sirena, ni que fue tragado por una gigantesca anaconda a la que destripó con una navaja suiza logrando abrirse paso heroicamente a través de sus tripas, tampoco que degolló a tenebrosos sicarios de la mafia del narcotráfico. Lo que me contó, apenas fueron cosas simples, apenas lo que vio y sintió. César hablaba con desbordante y contagiosa pasión sobre la gran selva sudamericana, en un interminable y fogoso cotorreo que paulatinamente despertaría en mí el anhelo de conocerla. -En el río la vida no vale nada, aquella es una tierra salvaje, no es un día de campo al Parque del Retiro- me decía. - Observarás cosas que herirán tu susceptibilidad y no deseo visitarte al psiquiátrico- bromeaba, cuando le manifestaba mi deseo de conocer la voluptuosa floresta. - Tan solo bebe una infusión de ayahuasca, lee mis apuntes e imagina que estas allá, no seas cabeciduro, la selva no es para cualquiera- me insistía. Inicialmente me incomodaba que César me creyese incapaz de sobrevivir en la Amazonía. Ante sus reiteradas bromas, yo replicaba que en mis ventrículos fluía sangre del maestre de navío Santiago Charco, un fiero guerrero que acompañó a Página 13 Francisco de Orellana en su viaje de descubrimiento del río Amazonas en el siglo XV. Le recordaba que desde hacía más de quinientos años mi familia fabricaba seres con cojones de tres quilos la unidad y sagacidad a borbotones. Debo admitir que César era un tipo rematadamente complicado, que tenía una visión dramática de la vida y que su espíritu de mortificación e innata habilidad para la infelicidad carecía de límites. Me acostumbré a sus extravagancias al comprender que muchas de sus malsanas actitudes eran reflejo de sus profundas preocupaciones existenciales. El desgarramiento de su desarraigo se manifestaba en su expresión de ausencia, cargaba a cuestas una inenarrable nostalgia. Observarlo resultaba tan triste como ver a un camello en la Antártida, buscando sus marejadas de ardientes dunas entre los refulgentes témpanos eternos. César era mi amigo, pero la verdad es que no me gustaba tenerlo en mi piso por lo aguafiestas que era. Desde que llegaba se ponía a realizar un sinnúmero de irónicas comparaciones; así, si me veía bebiendo una copa de Johnny Walker etiqueta negra comentaba en un tono burlón, que denotaba un regocijo malicioso: allí va un saco de yucas que alimentaría una familia amazónica por quince días; un sorbo de Dom Perignon equivalía a la soldada mensual de un profesor amazónico. Y así continuaba sus interminables secuencias de cáusticos parangones. Sus irónicos y mordaces cometarios transformaban mi escocés en las rocas en un cáustico cóctel de lejía helada. Autoexiliado e inmigrante, César sufría sobremanera al toparse con sus paisanos sudacas barriendo las calzadas, arropados con fosforescentes chalecos verdes y naranjas, estigmatizados como los presos de conciencia que vacacionaron en los crematorios experimentales que diseñó Adolfito. Algunas veces su dolor era tan intenso, que literalmente se le paralizaba el corazón. -¿El poder de don Dinero que ha hecho de ti, hermanito?, ¿porque estás tan lejos de casa?- les decía a los barredores. Cuando se ponía sentimentalón, César rememoraba sus vivencias de inmigrante, sus primeros meses de estadía en Madrid. Me contó que durante los meses que duró el proceso de homologación, tuvo que ingeniárselas para poder sobrevivir, que Página 15 apremiado debió tocar las puertas de una iglesia evangélica Asamblea de Dios de Madrid donde se hizo pasar por un pastor visitante de la Asamblea de Dios del Perú. Haciéndose pasar por quien no era y gracias a su prodigiosa memoria predicó los evangelios y citó capítulos y versículos bíblicos con gran alarde de erudición. Tan embelesados quedaron los buenos hermanos madrileños con su erudición teológica, que le permitieron pernoctar en la iglesia, le llevaron alimentos y vestidos, y hasta le dieron algo de dinero. Para poder comer César estudió la biblia meticulosamente y mucho, como en sus mejores tiempos de estudiante de medicina en donde devoraba de memoria dos enormes tratados de anatomía de Testud Latarget. César reconocía que la abundancia tiene sus absurdos. Sufría al apreciar a guapos adolescentes españoles empecinados en transformarse en estercoleros vivientes a través de las drogas, culpaba a la sociedad de consumo de aquellas pesadillas y despotricaba a su gusto de la avidez de protagonismo y la obsesión por las marcas comerciales, a las que llamaba tristes galones militares de la nefasta guerra del invidualismo in extremis. Ofuscado se preguntaba ¿por qué tenía que presenciar extremos?, en la selva amazónica debió denunciar a profesores abusivos que desgarran las orejas de sus alumnos al zarandearlos cruelmente, y en Madrid remitió una docena de cartas dirigidas al excelentísimo ministro de educación sugiriendo la posibilidad de contratar guardaespaldas israelíes para evitar que algunos alumnos hagan papilla a sus maestros. Página 17 III El máximo placer de mi amigo era recorrer las ciudades ultramodernas de la costa del mediterráneo, de donde regresaba aturdido y con el corazón descompuesto tras observar tanto lujo y boato, lo que él denominaba: la obscena opulencia. El peor día de su vida en Europa fue un fin de semana en el principado de Mónaco. César quedó deslumbrado de aquel espejismo ultramoderno donde nadie muere por desnutrición, ni partos mal avenidos, ni tétanos neonatal; sino por suicidios, anorexias-bulimias y volantes incrustados. En la pequeña isla vio niños y niñas premunidos de tecnología de punta e inteligencia artificial tratando de pescar ocio en el mar de Google con sus aparejos de manzanitas mordidas. Viéndolos bronceaditos a lo Ken y con toques de fucsia a cultura Barbie, César los notó tan distintos y distantes de sus pícaros pacientitos amazónicos del río Ucayali, que hasta llegó a pensar que estos últimos eran embriones desechados de algún experimento extraterrestre mal avenido. César palpó el glamour del Gran Casino de Montecarlo donde hizo paros cardiacos al ver el sórdido espectáculo de miles de euros siendo tragados por las ruletas rusas como toneladas de krill ingresando en las enormes fauces de una enorme ballena Azul. Pudo captar con su camarita digital a algunos paparazis oliendo pedos de celebridades para averiguar lo que tragaron y dar la primicia en sus papeles higiénicos satinados. Admiró a espigadas bellezas gélidas que parecían maniquíes, acompañadas de altaneros y despreocupados jovencitos herederos de ingentes fortunas. Se topó con señoras de manicura perfectas ataviadas de graciosos sombreros que impresionaban llevar Óperas de Sídney sobre las testas. Irreconoció a abuelas de rostros desdibujados por tantas cirugías plásticas que dejaron sus cutis más estirados que cueros de tambores de guerra Zulú. Bramó como un poseso al ser ladrado por perros ataviados con saco y corbata michi, y por coquetas perras vestidas con lencería fina. Indignado del gasto absurdo y derroche delirante de una población rendida a los ardores del consumismo, César dio rienda suelta a sus clásicas comparaciones. Un solo yate costaba Página 19 más que todas las canoas que flotan sobre los 7 millones de kilómetros cuadrados de superficie de la Amazonía, el precio de un alazán árabe representaba leche y huevos que alimentarían a cien familias amazónicas de por vida, la venta de un solo automóvil Lamborghini calzaría de zapatos y zapatillas a todos los colegiales de la floresta. Al divisar un reluciente Rolls Roys gritaba: ¡allí van una docena de escuelas para 5000 niños amazónicos!, una estilizada Harley Davinson que más parecía una mantis religiosa representaba 500 botiquines comunales. Y así, continuó durante horas con su alienante manía de catalogar y comparar cada ornamento de lujo que veía. Visitó el Palacio del Príncipe. Cuando debió hacer uso de los servicios higiénicos, ingresó a un amplísimo cuarto de baño donde vivirían holgadamente dos familias marginales de Puerto Príncipe. Impresionado, César casi se hace un nudo en el pene para no ensuciar de urea y amoníaco un lindísimo y reluciente WC más aséptico que una mesa quirúrgica en una sala de operaciones en Ruanda. Se le paró el corazón varias veces más al enterase que algunos vecinos iban a París a comprar pan en helicóptero y que bebían agua embotellada en Alaska. Hastiado del boato, César caminó por el principado llorando de impotencia mientras se golpeaba la frente sonoramente con las palmas de ambas manos, en un vano intento de borrar de su memoria todo cuanto vio. Aquella realidad era demasiado para él. Desesperadamente acudió a buscar algo de alivio espiritual en la catedral de San Luis, más antes refugiarse en ella debió pasar por el frontis de las muchas iglesias de la religión oficial monaguense donde acaudalados prosélitos rinden pleitesía al dios Dinero, alaban su poder y buscan la quintaescencia de su presencia con avara idolatría dentro de hermosos templos bancarios de áureos acrónimos. Ya de rodillas ante la Santa Devota, César oró a favor de una lluvia de uranio, suplicó a la madre de Cristo que intercediera ante el Divino a favor del único cataclismo que podría cambiar la indolencia actual. -¡Dios mío, haz posible una conflagración mundial, que desaparezca este mundo como hiciste con los dinosaurios hace 65 millones de años!- pedía entre sollozos. Página 21 -¡Dios mío, perdónalos porque no saben en lo que gastan!continuaba. De regreso al continente, compungido de ver tantos egos hipertróficos de vidas disolutas y anestesiadas ante el sufrimiento ajeno y lejano, Cesar se inspiró y presentó un fabuloso proyecto a la FAO, la organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación. Su original idea consistía en aprovechar los desechos del desagüe de Mónaco, estos deberían ser sedimentados, compactados y envasados para su envío al continente más excluido donde cachorros de humanos mueren desgarradoramente por falta de alimentos. Basado en un estudio nutricional, César concluyó que un buen mojón de magnate monaguense contenía aún restos de proteínas viables de caviar Beluga, camarones, quesos suizos y demás delicias que podrían suplir los requerimientos calóricos proteicos de miles de niñitos marasmo-kwashiorkor que agonizan en cuartos inmundos del quinto infierno del tercer mundo. Un único impase, el oloroso, debía ser resuelto fácilmente al embalarlas en cajas recicladas de perfumes Coco Channel. El alimento debía ser empaquetado con el rótulo de “Residuos Grimaldi, donación de la comunidad mediterránea monaguense”, sería una réplica exacta de la Lata Campbell de Andy Warhol con un fino detalle incorporado, en medio del envase rojiblanco iría un bull constituido por el blanquísimo trasero del heredero de Rainiero III. La ONU denegó su proyecto y César se enojó muchísimo por la hipocresía imperante en este organismo mundial, decepcionado replicó argumentando con bibliografía médica que un buen porcentaje de la población mundial come mierda a través de la práctica del anilinguis. Apenado debió abandonar el proyecto cuando recibió una notificación desde Zurich amenazándolo con llevarlo a los tribunales bajo cargos de descrédito institucional. Página 23 IV César padecía una enfermedad congénita, el síndrome de Marfan. Desde su concepción en el vientre materno un elemento del grupo terrorista genético Adeene activó una peligrosa bomba de tiempo dentro de su tórax, un aneurisma aórtico del tamaño de una salchicha susceptible de estallar en cualquier instante. Bastaba un súbito aumento de presión sanguínea, que rasgase la adventicia de su aorta, el principal vaso sanguíneo del cuerpo humano que tiene el grosor de un pene erecto, para que muriera desangrado en segundos. Consciente de su condición médica, César gustaba mencionar el parangón entre su abombada aorta y el errático río Amazonas que algunos años sufre caprichosas y furibundas crecidas que desbordan su curso y aniega poblados y sembríos, cosechando muerte y destruyendo el esfuerzo de tantos años y de tanta gente. -Igualito, igualitito que mi jodido aneurisma aórtico- bromeba, golpeándose el pecho como King Kong. Infinitas fueron las veces que intenté convencerlo de someterse a una cirugía reparadora en el excelente servicio cardiovascular del Hospital Madrileño Gregorio Marañón, más César siempre argumentó que intuía que no lograría superar la valla de supervivencia. Antes de conocerlo, jamás sentí curiosidad por visitar Sudamérica. Creía carecer de la compulsión viajera de mi ancestro, arrastrado a América tras el oro, la plata y las especias en una época en que nuestros eruditos pensaban que la tierra era plana y estaba sostenida por las pezuñas de cuatro paquidermos. Viajar a Las Indias Orientales era entonces un fabuloso negocio, se arribaba a un paraíso donde las mercancías no requerían del indispensable pago comercial estilado con la India, Cipango o Catay. Cruzando el peligroso Mar de los Atlántes la cuestión era simple, tomar propiedades ajenas con total desparpajo e impunidad. En mis células se replican genes de los primeros bravíos que se hicieron a la mar tras la conquista del Nuevo Mundo. Y porque Página 25 me enorgullezco de ellos, debo admitir que nuestros ancestros tuvieron problemas con el control de la bragueta. Créanme, a medio millar de años de distancia envidio las delicias que debieron gozar desvirgando kilómetros de hímenes de chúcaras y bellas infieles. Qué pena que hoy en día, azorados nos percatemos que debemos responder ¿qué fue de los miles de metros cúbicos de semen abandonados en aquellos fértiles vientres?; frente a la pregunta ¿qué hacemos con los miles de transgénicos sudacas asentados en la península, hordas invasoras que crecen como un infiltrante cáncer de pene? He aquí un buen caso para el juez Garzón, tal vez este logre una victoria histórica de juicio por paternidad y exija una penectomía masiva exhumatoria a lo largo y ancho de las playas del Caribe por el Atlántico, y desde el golfo de México hasta la Patagonia por el Pacífico. Aún en vida y tal vez guiado tal vez por un presentimiento, César me hizo heredero de sus veinticinco relatos de rigurosas 200 palabras cada uno, que hacen un total de 5000, una palabra por cada kilómetro del río Amazonas que recorrió. En homenaje a la amistad que nos unió, adjunto aquí sus escritos. Los originales que obran en mi poder son de un bello tinte alimonado, pliegos impregnados de fragante olor a humedad, donde están plasmadas sus historias, luminiscentes momentos vividos en sus afiebrados recorridos por las cercanías de la tórrida línea ecuatorial. Página 27 ( 01 ) LOTES 8 Y 1AB DE LA PLUSPETROL Sabido es que el petróleo contamina de sustancias tóxicas las cuencas de los ríos amazónicos, que diabólicos lotes exploratorios de la Pluspetrol están convirtiendo en cloacas los serpenteantes Corrientes, Pastaza y Tigre asentados en la selva ecuatoriana-peruana. Un escabroso informe de la CNN sobre el lugar da la vuelta al mundo: guerreros de la milenaria etnia achuar mueren de manera inexplicable, se hunden en las aguas como anclas de barco. Gerentes de hidrocarburos de sombrías conciencias intentando minimizar el daño ecológico, ordenan sembrar miles de hectáreas de totorales y helechos en las selvas deforestadas y envenenadas. Un esfuerzo ridículo como animar a viejitos prostáticos que intenten apagar un voraz incendio con sus penes cuentagotas. Los achuar sucumbían fondeados en las turbias aguas. - ¡Brujería! –clamaban, furibundos nativos. Chamanes de toda la Amazonía se reúnen e invocan a los milenarios espíritus de la madre naturaleza, soplaron toneladas de tabaco y realizaron insólitas purgas y conjuros. ¡Y nada! Finalmente llegan los resultados de los exámenes histopatológicos forenses remitidos al Center Diseases Control, de Atlanta: los achuar se hunden en las aguas amazónicas porque su sangre y demás tejidos contienen kilogramos de plomo, cadmio y mercurio. Página 29 ( 02 ) SUVENIR Los Smith decidieron vacacionar siguiendo la ruta tomada por Francisco de Orellana en 1542. Volaron de Nueva York a Quito, en la capital ecuatoriana subieron a una lancha y alborotados y extasiados descendieron por el río Napo hasta desembocar en el Amazonas. El tour incluía 3 días de convivencia en una aldea ribereña perteneciente a la etnia de los guerreros achuar. Quedaron maravillados con la belleza de la jungla y la calidez de su gente. Al partir se despidieron acongojados, previamente decidieron intercambiar regalos y John, el unigénito hijo adolescente cedió su reproductor mp3 a cambio de una bolsita de tocuyo que contenía un extraño suvenir en su interior. A la semana de retornar a casa se esfumó la paz traída del bosque tropical. Un escuadrón de comandos SWAT rodeó y allanó la casa de los Smith mientras un helicóptero Uh-60 Black Hawk sobrevolaba el vecindario. Tras pagar una cuantiosa fianza y negar bajo juramento ser miembros de un clan zombi o integrantes de alguna secta satánica, los padres se enteraron que un compañero de estudios de John encontró el exótico suvenir achuar en el ático y emocionado lo paseó por todo el vecindario. Era una cabeza reducida. Página 31 (03) DERRAMES DE PETRÓLEO El gerente de la Transnacional de hidrocarburos Pluspetrol entendió que no fue buena idea traer a su hija adolescente al campamento petrolero. Se esforzaba en convencerla con mentiras, que aquellas inversiones eran necesarias para que el país salga del subdesarrollo, que damos trabajo a mucha gente, que de aquello vivimos. Con tantas ausencias ignoraba el sentir de la joven alarmada por el daño ocasionado a la biodiversidad, ella lo responsabilizaba del derrame de petróleo vertido a las aguas amazónicas, de envenenar la vida acuática con desechos tóxicos, de transformar lagunas y cochas en aguas salobres más radiactivas que plantas nucleares; donde el oxígeno disminuye tanto que pronto los peces requerirán bombonas de oxígeno y ventiladores mecánicos para respirar en espera del millón de años que requiere el intercambio evolutivo de branquias a motores diesel de combustión. La joven le exigía renunciar de inmediato. El hombre, nervioso, apenas atinaba a atusarse el denso bigote. - ¡Papito no pude ser que los delfines parezcan focas y que los guacamayos semejen gallinazos, por favor abandona este trabajo inmundo y vámonos a casa. Vine para que me muestres la belleza y el esplendor de la selva amazónica y no una horrenda fotocopia! - Página 33 (04) PEPO La familia de un gerente de la Pluspetrol viajaba exultante a través del río Tigre, disfrutaban de un bello tours amazónico. Los dos hijos adolescentes pasaban el viaje molestando a un anciano achuar que se ganaba el sustento limpiando el barco, jamás lo llamaban por su nombre y se dirigían a él despectivamente estrenando jocosos y humillantes apelativos. Paradójicamente eran extremadamente cariñosos con Pepo, una hermosa mascota rottweiler que saludaba con su portentosa voz a cualquier animal que asomara en las orillas. Caía la tarde cuando Pepo observó a una pareja de guepardos que dormitaba perezosamente, intentando impresionarlos corrió a la borda ladrando poderosamente. Sorprendidos, los guepardos replicaron con tal potencia que Pepo se asustó, perdió ímpetu y equilibrio, y cayó al río. Ambos jóvenes intentaron arrojarse a las turbias aguas para rescatarlo, más una huesuda tenaza se los impidió con firmeza. Asidos por las muñecas zarandearon groseramente al vejete, al tiempo que recitaban altisonantes epítetos a la región perianal de su fallecida madre achuar. Vencida la añosa resistencia y a punto de lanzarse al rescate se percataron que en medio de la ebullición grosella del agua flotaba una osamenta nacarada. Pepo había caído en un banco de pirañas. Página 35 (05) LOCO ORGASMO El viejo acudía todas las tardes al medio del río Ucayali siguiendo una rutina de medio siglo. De rodillas en su frágil canoa, realizaba aspavientos de mimo simulando limpiar ventanas. Era un orate inofensivo, vivir desnudo constituía su único delito. Algunos de sus reiterativos soliloquios están grabados en mi memoria. -¿Por qué me abandonaste, amor de mis amores?, ¿qué maldad te hice?, ¡perra miserable!, !puta deleznable! Algunas veces yo observaba desde la loma de mi centro de salud como grupos de adolescentes malcriados arrojaban pepas de mango sobre su canosa cabeza, mientras reían a carcajadas viendo como el loco huía asustado cubriéndose el rostro con los codos hasta desaparecer en el follaje. Absolutamente nada quedaba ya del apuesto novio que una lejana noche disfrutaba su luna de miel a bordo de una lancha que surcando el río Ucayali, pasaba frente a Contamana rumbo a Iquitos. Sobre cubierta él embestía a su bella esposa, quien gozaba en pose de jaguar al acecho, apoyada en un frágil barandal de estribor. ¡Ahmmm! Al retornar del orgasmo se percató que la desvirgada vagina se había transformado en un enorme forado de fierros retorcidos por donde se ahogó su amada y su cordura. Página 37 (06) SORPRESA Pedro había pasado los seis últimos años de su vida en una prisión de Medellín donde sufrió lo indecible. Remontando el Amazonas retornaba a Iquitos-Perú, paradójicamente en el mismo barco que le jugó una mala pasada. Descansando boca arriba en una hamaca, recordaba el lejano y aciago día cuando después de cuatro días de viaje desde Iquitos, a pocas horas de arribar a Leticia-Colombia, su vecina de viaje, una monjita de cara dulcificada por gruesos lentes de culo de botella, le pidió un pequeño favor. -Señor, voy al baño un instante, por favor cuide un ratito mi cajita-. - ¡Déjela junto a mi mochila! - respondió Pedro desde su hamaca, sin inmutarse. De improviso y tal furibundos corsarios ingleses abordando un jugosos galeón español repleto de oro, miembros de la DEA tomaron la embarcación, encañonaron a los pasajeros y procedieron a revisar pertenecías. Veinte kilos de clorhidrato de cocaína de la más alta pureza fueron hallados en la cajita dejada en custodia, a un costado yacían tirados lentes y sotana. Maniatado y esposado, Pedro fue subido a bordo de una patrulla policial desde donde sus ojos locos intentaban reconocer a la falsa monjita entre una alborotada y cuchicheante multitud arrellanada en la proa. Página 39 (07) EL ENSUEñO Lenin viajaba exultante por el río Ucayali, aquella sería la última vez que sería cena de zancudos. La lancha pronto atracaría en Contamana donde tenía pensado abrir una ferretería, nunca más volvería a abandonar su terruño. Había pasado los tres últimos años de su vida trabajando en faenas de exploración petrolera, ahorró cada dólar que Pluspetrol pagó por su esfuerzo. En el fondo de sus viejas botas Caterpillar, cientos de billetes de 100 yacían apretujados, muchísimos Benjamín Franklin dopados por sus efluvios digitales. En las últimas semanas se concentró en buscar el nombre del negocio que le permitiría vivir sin tragar más hidrocarburos. No hablaba con nadie y apenas salía del camarote por temor a ser asaltado. En una de las pocas veces que salió a tomar aire vio a una bella muchacha apoyada sensualmente en el barandal de estribor, un querubín amazónico entallado en blusa y bluyín provocativos; armado de las agallas que infunde don Dinero, Lenin le propuso compartir camarote. En Contamana el capitán debió sacudirlo para despertarlo del profundo sopor. Sus pies desnudos tropezaron con blísteres de diazepam y latas de cerveza. En aquel instante acudió a su mente el nombre del letrero que nunca escribiría: “El Ensueño”. Página 41 (08) BRASIL Viajaba sobre el río Madeira acompañado de mi novia, muchos de los pasajeros de la lancha iban al carnaval de Río de Janeiro. Baco y Eros capitaneaban la lancha, decenas de parejas demasiado efusivas fornicaban en movedizas hamacas o sobre el rígido y oxidado y húmedo piso metálico de cubierta. Bajo una noche iluminada de luna llena superaban con creces lo que Pamela Anderson y Tommy Lee mostraron en internet. !Y como gemían!, no eran gatitos caseros fornicando en las terrazas, sino que gruñían como guepardos destrozándose en la orillada y oscura floresta. De la nada una bella pareja swinger se pegó a nosotros, en portuñol nos insinuaron realizar un intercambio de parejas, mis ojos gritaron que ¡siiiiii! al posarse sobre las fabulosas ancas de la hembra pura sangre, pero mi novia dijo tajante que ¡noooo! He olvidado los detalles de aquel viaje pero jamás olvidaré las curvas asesinas e infartantes de aquella bella mulata. Me casé con mi novia y también me divorcié. Aún ahora, a décadas de allí, siento las frescas aguas terrosas del río Madeira bañando mis noches de insomnio donde me imagino haciendo el amor con aquella exuberante vedette que iba a bailar a Río. Página 43 (09) VENUS DE WILLENDORT Quedé prendado de Wendy desde el instante en que la vi subir pesadamente las escaleras que llevaban a la cubierta de pasajeros. Me dejé seducir por el vaivén asincrónico de sus exuberantes depósitos energéticos glúteos y torácicos. Mi musa pasaba horas sentada en posición de loto y manos a la papada, pensativa devoraba el verdor de su campo de visión. Parecía una estatua de Botero. Era rubia y de carita de muñeca barbie, ojos verde esmeralda y gastaba un voluptuoso talle compatible con sus 160 kilogramos. Vestía un polo I Love Stanford que caía hasta sus rodillas, donde cabrían cómodamente una pareja de mamuts. Me enamoré de su belleza cromañón, un biotipo perfecto hace 20000 años, entonces prototipo de vientre fecundo y sensualidad ilimitada, lejos de la actual anorexia de portadas. Me acerqué a ella chapurreando un pésimo inglés. Poco importó la dificultad idiomática, logramos comunicamos a través del esperanto del amor. La noche del viaje la llevé a mi hamaca y me enrosqué entre sus blancas piernas de mármol; semiahogado en sus efluvios vaginales, no pude dejar de sonreír al escuchar el comentario de una pareja de avispados pendientes de nosotros. -¡Parece que lo estuviera pariendo!- Página 45 (10) SHALOM Shalom y Elizabeth se habían reconciliado, luego de un año superaron un pequeño mal entendido que los había distanciado. Viajaban de Yurimaguas a Iquitos a través del río Huallaga, iban muy cómodos en un amplio camarote, abastecidos de agua y conservas apenas salían a cubierta. Permanecían más en posición horizontal que vertical, copulando sin cesar. A medio trayecto la tripulación se percató que la lancha se bamboleaba peligrosamente, angustiados achacaron el incidente a la lluvia torrencial y fuertes vientos que esta traía consigo; sin embargo, tras amainar el temporal el barco seguía a punto de irse a pique. La tripulación se apeó al canto del río para revisar motores y estabilizar la carga, lo que sucedía seguía constituyendo un misterio. Asustados, los pasajeros imploraban ayuda al divino. Un avispado se percato del origen de tanto balanceo y se lo comunicó al capitán. A puno de zozobrar, la autoridad acudió a golpear la puerta del camarote de los amantes quienes abrieron asustados, sudorosos y apenas cubiertos con tollas. -¿Qué pasa señor, que sucede porque tanto alboroto?- preguntó angustiado Shalom, acomodándose con disimulo el arma al ristre. -¡Se los suplico!, ¡dejen de hacer el amor que nos hundimos! – rogó el capitán. Página 47 (11) URGENCIA EN EL RÍO Tres reales, 3000 pesos o 5 soles es el precio del pasaje. Docenas de pequeños botes de madera entrecruzan diariamente el río Amazonas de Perú a Colombia y viceversa desde el amanecer hasta el ocaso. A nadie extraña encontrar seres humanos flotando panza arriba en el trayecto, aquella es una autopista fluvial de muchísimo cuidado. En cierta ocasión que viajaba de Santa Rosa a Leticia, debí esperar unos minutos para conseguir el cupo mínimo de pasajeros. A medio trayecto noté que un pasajero se doblaba desesperado, estaba pálido y diaforético. En ese instante imaginé lo peor, una estadística entre los cientos de camellos que mueren en aeropuertos y fronteras de todo el planeta al estallar la maldita droga camuflada en sus entrañas, sobredosis fatales, cientos de gramos de clorhidrato de cocaína directo al torrente sanguíneo que producen horripilantes muertes. Una samaritana, asustada al ver es mal estado general del hombre se levantó de su asiento y vociferó al motorista: - ¡Señor, este hombre se nos muere, por favor llévenos rápido al hospital de Leticia! El desfalleciente amagó una sonrisa y replicó: -mejor apéate un ratito compadre, por que la única urgencia aquí, ¡es que ya me cago!- Página 49 (12) TEMORES INFUNDADOS Había pasado 8 horas en el Golfinho III, un veloz y amplio deslizador que volaba sobre las aguas del río Amazonas siguiendo la ruta Iquitos-Leticia-Tabatinga. Un lugar donde se puede jugar al twister, un pie en Perú, el otro en Colombia y una mano en Brasil. A pocos minutos de arribar al destino final el deslizador se apeó a un caserío donde subió un pasajero que desde el inicio me observó con un incómodo detenimiento. Su bigote a lo Pablo Escobar Gaviria hacia flotar mi imaginación, me veía flotando panza arriba sobre el agua con medio kilo de plomo en las entrañas. El tipo en cuestión podía ser o narcotraficante o militante de las FARC o informante de la DEA o agente de la CIA o tratante de blancas o ecologista; descarté esta última idea pues tenía más pinta de Pedro Navaja que de Al Gore. De pronto dirigió su mirada a mi entrecejo y sentí morir, sabía de más que una pequeña confusión podría mandarme a la otra vida. -¡Joven, lleva usted puesta la prenda al revés!- expresó, con amigable y cantarín dejo caribeño mientras su índice derecho gatillaba sobre las costuras sobresalidas de mi humedecida camisa. Página 51 (13) BUTTERFIELD Silvio llegó a Manaos, el París de la Amazonía. Tras un viaje de 10 días en hamaca desde Iquitos a favor de la corriente, casi se olvida de caminar. La belleza de la urbe lo enmudeció, un lujurioso valle de silicio en medio de la espesura tropical. Pasó la primera noche en un hotel barato donde una voluptuosa morena que se alojaba en un cuarto contiguo se ofreció a hacerle compañía. La pasaron bien, toda la noche su acompañante estuvo llamándolo peru (sin tilde significa pavo en portugués). A la mañana siguiente, Silvio encontró varias docenas de cervezas en lata sobre la mesita de noche, algunos condones usados adornaban el piso delatando tórridas escenas de amor, Silvio se alegró de haberse protegido. Cerca del medio día, tocó la puerta de la amiga para invitarla a almorzar pero se sorprendió cuando le abrió un moreno con pinta de Pelé. ¡Ups!. Tal vez había metido las cuatro y palideció cuando el tipo, tal vez el marido, se quedó mirándolo insistentemente. Silvio se disculpó, dio medio vuelta confundido y se dirigió a su habitación. El sujeto lo tomó suavemente del brazo mientras susurraba al oído una voz familiar: -¡nao tenha medo peru! Página 53 (14) SICARIO Me desplazaba del puerto de Tabatinga al de Leticia en un bote colectivo, un corto trayecto fluvial de un par de kilómetros. A mi lado se sentó un sujeto que esquivaba el choque de pupilas y miraba a todos y a nadie a la vez. Apenas se arrellanó, destiló un penetrante vaho a muerte, tan agudo que ni el medio litro de perfume barato que tenía encima lo atenuaba. Un tatuaje en uno de sus antebrazos simulaba un código de barras, una raya un muerto. Mientras avanzábamos sobre la turbiedad del río Amazonas, de soslayo lo observaba realizar mímicas de percuteo sobre algunas garzas. A medio trayecto extrajo una minúscula biblia del pantalón, la colocó en su regazo y se puso a rezar con la convicción de sacerdote católico pedófilo. A mis oídos llegaron sus confusos bisbiseos, agradecía a la Virgen del Rosario la gracia concedida. Finalizado el trayecto abrió el librito azul de los Gedeones Internacionales que en su interior guardaba una fotografía y un escapulario, sonrió con maledicencia y arrojó al agua “Este libro no será vendido”. De pronto, una súbita ráfaga de viento llevó la foto a mis pies, un adolescente que nunca más sonreiría, sonreía. Página 55 (15) LETICIA Frente al Banco de Bogotá en la ciudad amazónica de LeticiaColombia me topé con una mujer hermosa hasta el tuétano, Shakira multiplicada por dos. Me acerqué e invité a tomar un refresco apelando a mi solitaria condición de foráneo. -Bueno, si usted insiste-, me respondió con un delicioso y dulce tonito cantarín. Mientras le narraba anécdotas, me concentraba en sus labios que imaginaba rodeando sensualmente mi firme masculinidad. Ella reía a mandíbula batiente. Del refresco pasamos a cervezas. Ya estaba a punto de pedirle que me acompañase a mi hotel, cuando en el frontis del local se apeó un camioneta de lunas polarizadas de donde bajaron 6 sujetos vestidos de negro portando enormes pistolas en ambas sobaqueras y pequeñas ametralladoras colgando del cuello. -¡Tranquilo, es mi marido, nada te va a pasar!- susurró. Me presentó como su peluquero así que me quedó más que actuar como afeminado, me jugué la vida aparentando ser un tipo inofensivo ante aquellos sicarios. El hombre hizo un desdeñoso gesto de que me largara, ya salía del lugar cuando sentí la mitad de mi culo en la mano de un fornido guardaespaldas. Desde la calle escuché las risotadas de shakira burlándose de mi desgracia. Página 57 (16) POLICÍA FEDERAL Me encontraba en el puerto fluvial de Tabatinga-Brasil. Media docena de policías federales subieron al barco a realizar controles de rutina. Una policía me tomó ojeriza de inmediato, ignoro que le molestó, tal vez que le mirase el enorme culo o inconscientemente le recordé a alguien desagradable. Bella y altiva se jactaba del poder que le confería su autoridad. Me miraba como una sabandija y mientras rebuscaba en mis pertenencias arrojó sobre cubierta mis pantalones y calzoncillos, rodaron medicinas y aditamentos de profesión que acostumbro llevar conmigo. -¿Vocé e médico?-preguntó. Al responderle afirmativamente, solicitó mis credenciales. Comprobado el hecho, sus dedos índices vociferaron enojados: -¡Adverto que nao pode ejercer no Brasil! A unos metros unos niños traviesos golpearon un panal de abejas. En minutos una sombra ensordecedora cubría toda la cubierta. Medio enjambre clavó sus aguijones en el enorme culo de la policía, tal vez creyendo que defendían su redondo e inmenso panal. La mujer se moría, no podía hablar ni respirar; una severa reacción anafiláctica causó edema glótico y broncoespasmo mortal. De lejos, aprecié su lánguida mirada solicitando ayuda, disimuladamente arrojé al río mi cajita de medicamentos de emergencia. Ella fue explícita, yo no podía ejercer en Brasil. Página 59 (17) AYAHUASCA Charles era apenas un adolescente cuando atravesó las arenas milenarias de Mesopotamia formando parte de una avanzada militar, cuando debería estar en casa viendo la serie infantil Powers Ranges. Dado de baja del ejército del país que no conoce la derrota, deambuló sin ton ni son por las arenas estadounidenses de las costa este y oeste. Tal puta barata, se acostó el diván de cada psiquiatra de veteranos de guerra que encontró, loqueros que le hicieron tragar más pastillas que las bombas arrojadas por los superbombarderos B52 sobre Bagdad dirigidas a la lengua de Sadam Hussein. Buscando paz viajó a la India, meditando en el templo de Sri Ranganathaswamy soñó que deambulaba en la exuberante Amazonía. Arribó a Iquitos. Internándose en la espesura y guiado por un chamán bebió extractos de lianas sicodélicas, bajo sus efectos regresionó a Bagdad, junio 1993, logrando recordar a un asustado jovenzuelo iraquí encañonándolo a un metro de distancia. -¡Papá!- gritó Charles al ver a la muerte calata. -¡Papá!- repitió su atacante mientras huía despavorido. Perdido en el culo del mundo recordó lo que el psicoanálisis le había negado tras esquilmarlo con miles de verdes, el rostro desencajado del soldado árabe era el suyo. Página 61 (18) BAYWATCH Luis arriesgó su vida saltando por la borda al observar que un hombre arrojaba a una mujer sobre el barandal del barco fluvial en que navegaba. No dudó un segundo, impulsado por un automatismo se lanzó a las turbias y peligrosas aguas del río Ucayali, tras la víctima; no reparó en los cardúmenes de pirañas ni en las legiones de caimanes. Los gritos de desesperación de la gente obligó al capitán a detener la nave. Pasados angustiantes minutos, Luis retornó nadando solo y agotado. La tripulación le tiró una cuerda, logrando subir a duras penas. Jadeante y ofuscado por un valeroso e inútil esfuerzo que casi le cuesta la vida, o un testículo o una pierna; se plantó frente a un extranjero, un tipo rubio con más tatuajes que jefe de pandilla de una sección salvadoreña de la mara salvatrucha MS13. -¡Pervertido de mierda!- le soltó, muy enojado. -¡Casi muero por tu culpa!El foráneo no atino a replicar, sus orejas encendidas dijeron todo. Sucedió que el gringo había consiguió una enamora a bordo y antes de invitarla a compartir camarote decidió arrojar al agua su muñeca inflable, irónicamente para evitar que ella pensara que era un pervertido. Página 63 (19) PESADILLA Año 2023. Al igual que a fines del siglo XX, una coalición internacional invade no Mesopotamia, sino la cuenca amazónica. Esta vez el objetivo no son pozos petroleros, es un commodity más codiciado aún que el obsoleto batido de huesos de dinosaurios: agua. Las filigranas de la gargantilla de la doña Sudaca viran del turbio sensual al rojizo macabro de un crepúsculo sangriento. Los ricos, convencidos de no poder llevar a sus familias a la luna, despertaron de sus sueños juliovernianos; incapaces de adquirir la Amazonía en subastas de Sothebys, ordenaron tomarla. En medio de la locura de aquella sangrienta guerra surge un clamor inmundo: -¡ni para ti, ni para mí!- vociferan los sudacas mientras envenenaban la cantimplora del mundo. Plantas, animales y 8 mil millones de homo imbecilis sucumben. El miasma a muerte cubre la totalidad del otrora voluptuoso bosque. Luis de 13 años se despierta asustado, ha dormido mal, siente un bulto bajo su espalda y sacude la cama. Una botella de agua envasada cae al suelo, recoge el recipiente y de un tirón bebe el contenido sintiendo un inusitado deleite pues nada le asegura que aquella pesadilla algún día no se convertirá en una vívida realidad. Página 65 (20) BAILARINAS CONGÉNITAS Jamás olvidaré aquella noche de sábado en la triple frontera, solitario ingresé a una discoteca en Santa Rosa, audazmente ubicada frente al puesto de la Policía Nacional del Perú. Ya adentro quedé absorto del erótico baile forró de las brasileras que movían sus afamados cuartos traseros como aspas de molino, a un costado las colombianas las miraban con desdén esperando la próxima pieza musical para lucirse con sus pasitos de salsa. Noté que un alegre grupo de jovencitas locales cómodamente sentadas en unas mesas reían y bebían. Disimuladamente me percaté que la mayoría llevaban colgando entre sus pechos una suerte de extrañas carteras; extravagantes bolsas de cuero, me dije. En vano trataba de determinar que eran esas cosas que pendían de sus cuellos. La penumbra, la humareda de cigarrillos y las luces multicolores no me permitían dilucidar aquella intriga; además, como foráneo no podía mirarlas demasiado. Al pasar lo suficientemente cerca a ellas sentí un horror indescriptible. Salí de allí de inmediato, indignado por lo que había apreciado. Irónicamente debí sonreír ante el enorme letrero colocado a la entrada del lugar: Prohibido el ingreso a menores de edad. Aquellas no eran exóticas carteras de mano, eran bebés de pecho. Página 67 (21) A MORTE Yo viajaba desde Santa Rosa frontera peruana a Manaos-Brasil, el París del Amazonas. En Fonte Boa se embarcó un personaje que colgó su hamaca cerca a la mía. Era un predicador evangélico que se había tragado una olla de sopa de bandada de loros y hablaba a mil palabras por minuto. El hablaba y yo escuchaba, la verdad es que no tenía muchas ganas de platicar con el tipo aquel. Narraba que su iglesia inició con tres pelagatos y ahora contaba con quinientos, que pensaba tener una feligresía cercana al millón, que anhelaba pastorear una iglesia con más aforo que la torcida brasilera saturando el Maracaná en un partido de fútbol de eliminatorias mundialistas contra su mítico y archirrival Uruguay, que tuvo una bella hija que adolescente enfermó y murió de una extraña enfermedad, que sufrió lo indecible hasta el día que tuvo una revelación divina: soñó que si su hija siguiera viva sería una ramera. -¡Se fue, mejor así, hubiera sido una puta pecadora!- vociferó. Sin inmutarme le respondí sinceramente: -¡yo la hubiera preferido mil veces puta, pero viva y a mi lado!-. El hombrecillo no volvió a dirigir palabra alguna en lo que restó del viaje. Página 69 (22) HERMES Vi con mis propios ojos la versión veintiunesca y maldita de la mítica leyenda de “El Dorado”. En la cuenca del río Madre de Dios enclavado en la frontera Perú-Brasil se extrae oro fluvial a precio de vida. Cientos de dragas informales convierten un paraíso terrenal en satánicos muladares. Infernales relaves mineros arrasan selvas vírgenes convirtiéndolas en indigestos jardines, esfumando todo vestigio de vida de sus entrañas, dejando regueros de olores inmundos en las orillas de ríos inermes donde apenas sobreviven gallinazos enfermos que picotean penosamente entre las raíces de árboles resecos convertidos en estatuas de sal. El lugar ostenta el récord Guinnes de poseer el historial más turbio por metro cuadrado del planeta, el maldito y tóxico mercurio se bioacumula en las entrañas de los seres vivos transformando sus oquedades en tubos de azogue, calidoscopios contemporáneos que refleja la mierda existente en esta hipócrita esfera globalizada. Allí atendí a niños afectados con severa toxicidad neurológica y dermatológica, grotescos estigmas cubrían sus frágiles pieles de pies a cabezas. Llegaban a mí tiritando con 38 grados centígrados, a la ectoscopía más parecían cebras parquinsonianas que embriones humanos. Aquellos niños están tan contaminados con mercurio, que juro los vi defecar termómetros. Página 71 (23) EL ESTRECHO Pueblo fronterizo enclavada en la cuenca del río Putumayo, una correntada de 1600 kilómetros de crueldad que separa Perú de Colombia, sus serpenteos que esconden tomos de historia no escrita sobre abusos de aventureros, caucheros, misioneros, guerrilleros y narcotraficantes. Conocido como “el paraíso del diablo”, es un lugar donde la vida no vale nada y el divertimento es permanente, donde existe amnesia estatal bilateral y se comercia en dólares, donde chocitas semiderruidas se entrelazan con edificios arrebozados con antenas parabólicas, donde nadie recibe al forastero con los brazos abiertos sino con miradas de desconfianza, donde la gente se rige por el código tácito de prohibido preguntar, donde los cultivos de coca se expanden por la maleza tropical como acné severo por el terso cutis de Mozasana, donde machos avasalladores golpean a sus mujeres peor que domadores de fieras enfurecidos y las matan con mas impunidad que en Ciudad Juárez, donde el dicho de Francisco de Quevedo parafraseado hace más de 400 años cobra máximo vigor: poderoso caballero es don Dinero, donde dragas que buscan oro de aluvión encuentra más osamentas que metal, donde después de escribir estas líneas no vuelvo allí ni tras realizarme un trasplante de cara. Página 73 (24) DNI Marcos regresaba a casa después de dos años de servir en el ejército peruano. Orgulloso del grado de sargento primero obtenido, a cada instante palpaba su constancia guardada en el bolsillo trasero de sus vaqueros, anhelaba mostrársela a su abuelo Pancho. La lancha lo dejó en el pueblo de Nauta, donde el Ucayali y el Marañón paren al amazonas. Su terruño aún quedaba a tres horas de distancia aguas abajo en canoa. Hacia unas horas había peleado con un trío de rufianes que intentaron asaltarlo y se sentía raro. Siguió a los maleantes a un rústico restaurante, desde un canto del local oía sus acaloradas discusiones sobre fechorías, recordaban asesinatos. Marcos sintió una angustiante corazonada cuando narraron la desaparición de varios hombres en una zona de extracción ilegal de madera, pues el abuelo trabajaba eventualmente en la tala de caoba. Marcos se extrañaba que su presencia no les inmutase, ellos actuaban como si él fuese invisible. -¡Debemos deshacernos de los documentos!- expresaron. Al salir del lugar uno de ellos arrojó una bolsa plástica, Marcos la abrió y encontró un DNI que felizmente no era del abuelo; era el suyo, a un costado su arrugada constancia de sargento, le miraba. Página 75 (25) EL HENRY III La pesada barcaza se desplazaba de Pucallpa rumbo a Iquitos a través del río Ucayali. La larga y monótona travesía aburría a Lorena, quien sufría con sus idas y venidas a los urinarios, sin contar la cola que debía hacer para obtener un poco de arroz mazacotudo y un hueso de pollo guisado. A bordo ofertaba su cuerpo para pagar la manutención de su hijito que sufría de hidrocefalia, necesitaba el dinero y no dudaba en usar el arte del oficio más antiguo del mundo. A medio trayecto, en Requena subió un solitario francés que desde el primer instante quedó impactado por sus enormes y torneadas ancas de potranca envueltas en la brillantez de una piel caoba. La invitó a compartir camarote. Allí Lorena le dio de beber subrepticiamente tabletas de diazepam en un vaso con cerveza, para luego esquilmarlo sin miramientos. En unos días en una campaña internacional de salud operaron gratuitamente al niño. Lorena contenta acudió al Hospital Regional de Iquitos para agradecer al cirujano. -¡Gracias doctorcito por salvar la vida de mi hijo!- le dijo besándole las manos. Al despegarse de la historia clínica, un par de inconfundibles ojos azules la miraron con nostálgica somnolencia. Página 77 V El día que el aneurisma aórtico de mi amigo se rompió como un globo de carnaval dentro de su pecho, vi en su muerte una oportunidad de romper la cotidianidad de mi vida. Apenado, leí mil veces sus manojos de arrugados manuscritos y sentí que había en ellos verdades poliédricas que necesitaba y debía vivenciar. Desoyendo los consejos de un pelotón del fusilamiento compuesto por mis padres, amigos y novia; al igual que mi tatarata…abuelo el hidalgo conquistador Santi Charco, realicé una trepidante travesía a Sudamérica en busca de un tesoro que superaba en valía a “El Dorado” que él y Orellana jamás descubrieron. Tras recorrer la Amazonía retorné a casa donde sufrí una severa crisis de desadaptación. Por mucho tiempo recorrí abúlica y tristemente las aceras insulsas de la Gran Vía, observando impertérrito sus papagayos tricolores en las esquinas, estúpidos animales de metal que ni gritan ni baten alas. Gracias al Dios de Jacob, curé de esa pesadilla Kafkiana tras recibir cientos de enemas de nostalgia, supositorios mentales de melancolía, sangrías de ausencia y muchísimos emplastos de cariño. A un lustro de las incidencias de aquel andar, atenuada ya la furia de mis vivencias y tras haber tragado suficientes sedantes y ansiolíticos como para dopar a todo el ejército chino, dejé de lado estúpidos sentimientos de culpa y renuncié al paro y a ser catalogado como un caso siquiátrico con código F32.2. He intentado convertir mi experiencia en un recuerdo sereno y me siento feliz de poder contarte esta historia, adelanto para algunos ansiosos que el tesoro que encontré en la selva que por más de tres siglos perteneció al reino de España, yace a buen recaudo y crece floreciente día a día en un banco de Madrid que de ninguna manera es el BBVA. El viaje a Perú fue un pandemónium. Partí apenas premunido de un par de croquis. En menos de 24 horas recorrí tres mundos, abandoné el reluciente aeropuerto de Barajas a bordo de un Página 79 confortable y espacioso Airbus, y mil y un ronquidos después me encontraba de patitas en el bullicioso Jorge Chávez de la “tres veces coronada villa”, donde la cercanía al mar se siente en el aroma a algas marinas. Allí tomé una conexión, y minutos después trepaba a un pequeño y claustrofóbico Boeing rumbo a la gran selva amazónica. El avión se curvó pronunciadamente sobre el gris cielo limeño y abandonó las aguas azuladas del océano pacífico ensuciadas por cientos de puntitos blancos que volaban al ras de las olas convertidos en gaviotas. A 10000 pies el pájaro de acero partió al Perú como un deslumbrante mago desmembrando en dos a una bella muchacha en su espectáculo circense. Mi piel blanca y mi largo pelo castaño contrastaban con la variopinta mixtura de razas que me rodeaba, noté que el mestizo sudamericano es un tremendo batido de sémenes procedentes de los cinco continentes, una terrible combinación genética que alocaría a Watson y a Crick. Sonreí al imaginar que así debía de verse un zoológico de terrícolas en alguna ciudad experimental marciana conseguidos gracias a extraterrestre. con tanto tantos OVNI conejillos y tanta de indias abducción Todo mudaba minuto a minuto, nada quedaba del envidiable confort de primera clase, los lujosos asientos de cuero dieron paso a asientos de bus metropolitano, el caviar y el vino servido a libre demanda en bandejas de plata y copas aflautadas se transformaron en ridículos vasitos plásticos con Coca-Cola y sobres de galletas resecas, los rizos rubios de las azafatas del atlántico mudaron al liso azabache de las del pacífico quienes hablan un castellano cantarín con un tonito nasal que me causa gracia. A los pocos minutos de viaje apareció el plomizo de los andes coronados de hielos eternos y media hora después vislumbré un panorama irreal, una locura paisajística: el menú gourmet vegetariano de un dios dietético se servía a varios kilómetros bajo mis pies, la selva tropical parecía una infinita ensalada de millones y millones de brócolis sazonados con escurridizos jugos alimonados. Pese a viajar apiñado sentí ráfagas de euforia al apreciar aquella maravillosa vista. Superadas algunas turbulencias arribé a un lugar que poco había mudado en el último millar de años. Página 81 Al descender del avión fui arrollado por una avalancha de colores y calores. Ante mí se abría un escenario subyugante de seductoras imágenes, una isla acariciada tangencialmente por las aguas del río más largo y caudaloso del planeta. Un tórrido calor tropical lo envolvía todo, el reflejo de la brillantez solar era tan intenso que por un momento sentí que los miles de espejos de la central solar voltaica de Arnedo en La Rioja se concentraban directamente en mis retinas, hecho que me obligaba a entornar los ojos como un ratón recién nacido y a hacer visera con ambas manos. El verdor omnipresente de la floresta amazónica combinaba sutilmente con el lapislázuli del cielo manchado de gordos copos blancos. Tibias brisas a esencias de troncos, bejucos, lodo y limo podrido aromatizaban el lugar. Yo rebosaba de excitación y estaba envuelto en una sensación de irrealidad, algo de ello probablemente se debió al jet lag. A continuación tomé uno de los miles de mototaxis que pululan por el lugar causando estridencias con sus motores de un cilindro. El taxi amazónico me dejó a las afueras de la ciudad, en un descampado que colinda con el río Nanay, un pequeño afluente del Amazonas de meandros sinuosos que rodea la ciudad de Iquitos. A la entrada del lugar un enorme letrero mal pintado señalaba que me encontraba en el Grupo Aéreo 42 de la fuerza aérea peruana, una base militar que por toda flota tenía un único y destartalado hidroavión Twin Otter. El anfibio metálico se bamboleaba tenuemente amarrado a una estaca plantada en la fangosa orilla. Dudé que aquel armatoste, desecho de la payasada de Vietnam pudiera dejarme íntegro en mi destino: la triple frontera amazónica, un excitante punto de encuentro entre Perú, Brasil y Colombia. Anhelaba deambular por las ciudades hermanas de Santa Rosa, Tabatinga y Leticia; un lugar irreal digno de conocer donde según César “la vida no valía nada”. Nada quedaba de la comodidad de las Europas. De descansar en relucientes salones con asientos ergonómicos, pasé a apoyar el espinazo en una crujiente y deslucida banca de madera astillada y semienterrada en la arena. Mi culo era amenazado por clavos oxidados que emergían de mi incómodo asiento. Un puñado de cocoteros que salpicaban el terreno a duras penas me brindaban algo de sombra, su ralo follaje escondía balas verdes que cada cierto tiempo pasaban rasantes y ruidosas sobre mi cabeza Página 83 bombardeándome con tibios proyectiles de flora intestinal. Al vaho infernal se agregó el diabólico hostigamiento de agresivos mosquitos que dejaron sobre mi piel ronchas tamaño de chapas de gaseosas, los muy hijos de puta se revolcaban con delectación sobre mi epidermis e incluso llegaron a copular con impudicia sobre la gruesa capa de repelente que me cubría. Bueno, ya estaba allí y me dediqué a contemplarlo todo con la delectación de un niño, mi único consuelo era saber que en un par de semanas terminaría la búsqueda de un tesoro que bien valía soportar todos aquellos inconvenientes. Tras dos horas de espera un joven oficial de la fuerza aérea peruana se acercó al puñado de pasajeros que aguardábamos y balbuceó una breve explicación, por culpa del mal tiempo reinante en la frontera se cancelaba el único vuelo semanal que cubría la ruta. Del grupo apenas surgió un murmullo de protesta. -¡Por algo será joven!- respondieron los pasajeros con resignación. Un par de comerciantes modelos de Botero, de hablar franco y candoroso que se habían granjeado mi simpatía, me invitaron a acompañarlos a viajar a la frontera, vía fluvial. El problema con mis nuevos amigos era que su dejo me obligaba a concentrarme, algunas veces me llevaba mejor con el idioma alemán que con sus envolventes dialectos de castellano amazónico. Los gordinflones me aconsejaban mucho, que tuviese cuidado con los timadores, que jamás recibiese en custodia paquetes ajenos pues podrían contener droga, y que nunca aceptase pócimas de bellas mujeres pues podrían contener somníferos, etc. -bueno, unos días con estos gordos alegres como cachorros y de humor efervescente, no sería tan malo- me dije. El próximo vuelo a la frontera salía el siguiente sábado, si es que salía. Rebobiné mis pensamientos y me cuestioné haberme circunscrito al desplazamiento aéreo a fuerza de la costumbre. ¿Qué de malo me podría pasar en tres días sobre el río Amazonas a bordo de unos lentos y pesados barcos fluviales? Página 85 VI Embarcadero “El Huequito”, situado a orillas del río Itaya. Un terraplén de lodo y greda rebosante de luminosidad y pestilencia formado por cientos de rugosas tablas adosadas entre sí que impiden resbalar y fungen de pasarelas a gallinazos ávidos de carroña que nadie se molesta en espantar. En medio del río flotan estructuras afianzadas a enormes troncos de diámetros de llantas de camiones, transformadas en hotelitos resuelve urgencias hormonales, bares bulliciosos y peligrosas y mortales gasolineras informales. Las casitas flotantes se ubican desordenadamente entorno a toneladas de fierros oxidados llamadas lanchas, en cuyas altas torretas se lee el nombre de algún hijo o amante del dueño, a un costado unos enormes letreros pintados con letras fosforescentes señalan el destino final: HOY a Yurimaguas, MAÑANA a Pucallpa, etc. Cada cierto tiempo el sonido estridente y lacerante de las sirenas indicaba el zarpe de las mismas. Nadie revisa documentos y no existe lista de pasajeros. El lugar es un hervidero de gente que se obsequia ramilletes de groserías mientras cargan o descargan mercancías al son de estridentes e inquietantes músicas emitidas por manojos de parlantes ubicados en la cubierta de cada embarcación. En el aire se entremezclan baladas brasileras, vallenatos venezolanos, cumbias tropicales peruanas, salsas colombianas, pasillos ecuatorianos y algo de rock. Como un desquiciado me carcajeaba de algunas de sus graciosas y estúpidas letras: “ojalá que te mueras…”, “así son los hombres, son una basura…”, “ya se ha muerto mi abuelo, ya,ya,ya…” Irónicamente aquel caótico desorden enmarcado en podredumbre destilaba vida a borbotones. Por el lugar deambulaban fenotipos anfibios de anchísimas espaldas y gruesos pies de ornitorrincos darvinianamente adaptados al agua; son los descendientes de las milenarias etnias amazónicas, hijos del sol y de la luna, de ríos y bosques, los verdaderos dueños y señores de aquellas aguas y verdores. Me impactó ver a un grupo de atípicos estibadores vestidos con pantalones cortos de mezclilla y botas de jebe de caña alta, eran abuelos cargando enormes racimos de plátanos Página 87 sobre sus osteoporóticas curvaturas dorsales; seres sin tiempo que precisan de tecnología de datación de fósiles para identificar sus edades, últimas cohortes de grandes guerreros iquitos, achuar, quechuas, boras, shipibos, cocamas; que otrora dominaron la selva virgen, que aunque aparentaban miserables y paupérrimos, caminaban más arrogantes que soldados de la SS ingresando a Polonia en setiembre de 1939. Tras las cortinas blanquecinas de sus opacificados cristalinos aprecié una verdad absurda y triste, trabajaban para poder comer. Se me atoró un ojo en la tráquea al palpar una suerte equivalente a enviar a los viejecillos de asilo de las Hermanitas de los Pobres de Madrid a laborar jornadas completas en las construcciones del boom inmobiliario de las costas de Murcia. Dolorosamente percibí un sutil sistema de castas en aquel frenético batido de razas, costumbres y sincretismos mágicos religiosos. Noté que el nativo ribereño representa la escala social más baja pese a ser el heredero natural del lugar, ¡vaya tonta e inesperada paradoja! Entre la muchedumbre paseaban varios predicadores evangélicos ofreciendo entradas para la tierra prometida, gente aferrada a las escabrosas indulgencias del Medioevo. Yo los rehuía y me preguntaba, que más apocalípsis que aquella realidad se podría esperar. Evangélicos, católicos y mormones bullían por docenas esperando pescar almas en aquel hervidero de pobreza; todos ofertando esperanza, un suculento anzuelo que les ofrece la posibilidad de una nueva vida donde ya no habría más sufrimientos, ni más penurias económicas, ni más angustias. Al acercarse a mí, para predicarme sus respectivos credos, los predicadores y sus acompañantes casi me incrustan entre los ojos una compacta y enorme biblia Nácar Colunga de 3 kilos y un pequeño libro del mormón por el culo. -¡Si no aceptan la palabra de dios se sancocharán eternamente como inguiris!- vociferaban, señalando a las sudorosas vivanderas removiendo unas renegridas y humeantes ollas conteniendo enormes plátanos verdes en ebullición. Página 89 Quienes me intrigaron con su comportamiento y sus vestimentas fueron unos tipos de pobladas cabelleras y largas barbas que predicaban acompañados de sus mujeres que a su vez portaban túnicas y velos. Me enteré que eran los Israelitas del Nuevo Pacto Universal, gente andina que encaminan sus vidas según los lineamientos de Penatateuco, una secta de quechuahablantes genuinos herederos de los fabulosos incas del Tahuantinsuyo que alucinan ser más sefarditas que aquellos que pueblan la franja de Gaza y que venden diamantes en Amberes. Uno de ellos, un joven de piel cobriza que retorcía la fría piel de una pequeña anaconda sobre su cuello, culpaba al animalito de los males existentes en el mundo y le reprochaba el haber tentado a Adán, amén de haber marcado a la humanidad con el estigma del pecado y obligar al hombre a ganarse el pan con el sudor de la frente. Al verme sonreír al escuchar sus disparates, se acercó a mí y me invitó a palpar a su pecadora mascota. Conversamos un rato, al enterarse que yo era extranjero y que iría a la triple frontera, Christopher Huamán, el tipo que cargaba a la cómplice de Eva se emocionó en demasía y me invitó a visitar su pueblo al retorno de mi viaje. La Nueva Jerusalén está enclavada a unos 50 kilómetros antes de llegar a la triple frontera amazónica. -Deseo que en España conozcan la existencia del éxodo de mi pueblo, deseo que la religión que mi gente profesa sea conocida en todo el mundo, y tu testimonio es importante – expresó, al tiempo que confianzudamente palmeaba fuertemente mis omoplatos. Página 91 VII Subí a la motonave” Isabel II”, una desvencijada barcaza de carga y pasajeros de 60 metros de eslora y diez de manga distribuida en tres niveles; inferior de carga, intermedia de pasajeros y la superior que era tienda, bar y comedor. Su capacidad era de 150 personas pero calculé que estaban embarcadas unas 300. A mi alrededor docenas de caóticas hormigas humanas cargaban la atestada lancha avanzando al ritmo de gritos, chillidos y conchas de sus madres. Disimuladamente contabilicé unos cien chalecos salvavidas anudados groseramente a los barrotes del techo. Yo temía que la barcaza se hundiese al ir sobrecargada al punto del naufragio, pues estaba atiborrada de personas, animales, y toda gama de artículos de primera necesidad; imagínate que subieron hasta fierros de construcción y bolsas de cemento. Quedaba claro la prioridad de la carga sobre los pasajeros. El miedo intensificaba mi impresión que la embarcación escoraba peligrosamente. En determinado momento cuestioné a uno de los tripulantes la insensata idea de amarrar los chalecos salvavidas; amablemente le sugerí que tan solo deberían dejarlos colgando, argumentando que en la eventualidad de necesitarlos no perderíamos unos valiosísimos segundos. El astuto hombrecillo de mediana edad me miró con sus ojillos de rata y replicó inteligentemente: -Señor, disculpe, si los amarramos bien, ¡es para que no se los roben! En pleno cenit bajé a visitar la bodega de carga donde encontré un infernal aniego de bostas que despedía un nauseabundo olor a metálica humedad. Sobre una enorme plancha de hierro que formaba la estructura del suelo, yacían tirados una piara de cerdos manchados de óxido con las cuatro patas amarradas en brutales nudos corredizos; varias docenas de patos y gallinas con las alas entrecruzadas como brutales llaves de yodo, les hacían compañía. Aquella era una escena que llevaría directo al manicomio a más de un activista de sociedades protectoras de animales. A la entrada del recinto un cartel enmohecido prohibía animales a bordo, ironías de las leyes peruanas con tanto valor Página 93 como rollos de papel higiénico. Al fondo se divisaba el cuarto de máquinas, para llegar a los potentes motores Caterpillar debí saltar sobre cajas, jaulas, bicicletas, racimos de plátanos y demás bultos. Llamó poderosamente mi atención unas grandes cajas de madera conteniendo bloques de hielo envueltos en aserrín y sacas de sal; tecnologías de la necesidad que mantienen el pescado fresco hasta por quince días o en salazón hasta por un año. No toqué absolutamente nada de lo que allí había porque era vox populi que entre esa parafernalia de carga, viajaban de contrabando insumos para fabricar cocaína e incluso a veces iba a bordo a modo de polizonte, la mismísima diosa colombiana: doña Blanca Pasión viuda de Alegre, acompañada de su séquito de dólores. Ubicado en el área de pasajeros armé mi hamaca y esperé pacientemente el zarpe programado para las dos de la tarde. Caía la tarde y nada. Bamboleándome ociosamente en mi estrecha habitación colgante, sentí mucha hambre de la carne tibia de las pasajeras de miradas seductoras que lucían sus bellas anatomías enfundadas en pequeñas faldas o vaqueros a punto de estallar. Al rato comprendí la razón de mi repentina pasión, la cubierta estallaba en feromonas; tenues olores almizclados responsables de perpetuar la especie que me obligaban a aspirar levantando el cuello como un gallo bebiendo agua. Imaginé sorber sus vaginas fangosas con sabor a greda fresca y acariciar sus relucientes y canelísimas espaldas de féminas dignas de empreñar. Evitando pecar, casi les pido a los tripulantes de la lancha que me amarren a una columna de fierro como hicieron sus colegas de otrora con el valeroso Ulises en su paso por la Isla de las Sirenas. Mis dos amigos, ya a estas alturas con nombres propios, Juanito y Juaneco resultaron ser un par de donjuanes de pacotilla. Posaban descaradamente sus miradas libidinosas sobre las redondas protuberancias de las muchachas y les lanzaban piropos chuscos y trillados, los noté faltos de originalidad y dada la grosería de sus modales no les auguraba ningún futuro en sus intentos de conquista. Ignorando el medio siglo a cuestas y la asimetría que les conferían sus vientres cerveceros que además soltaban apestosas carcajadas anales, el orondo par de sibaritas aireaban y ventilaban con lujo de detalles y con total desparpajo sus múltiples hazañas amorosas. Bromeando le toqué el Página 95 protruyente tinajón a uno de ellos y le recordé sus escasas chances de flirteo ante las docenas de guapos y musculosos jóvenes amazónicos con vientres de plomada que rondaban y flirteaban a las bellezas litúrgicas. -No hay problema Pedro, dijo Juanito, “billetera mata a galán”. Juaneco se compró el pleito y extrajo un grueso fajo de billetes con el que se cacheteó de ida y vuelta mientras expresaba: -¡cuánto tienes, cuánto vales, nada tienes, nada vales!A los minutos los vi melosos. Usando sus labias rimbombantes trataban de entablar amistad con tres hermosas jovencitas que increíblemente los encontraron comiquísimos y se reían a mandíbula batiente de sus jocosos comentarios. En ese instante recordé lo que bien decía mi abuela, que hay un roto para cada descosido. El trío de amigas eran comerciantes de sandalias brasileras azaleia, ellas viajaban a la frontera tres veces al año para comprar lindas y cómodas sandalias en Brasil; realizaban un jugoso negocio, pues el calzado triplicaba su precio ya de retorno en la ciudad de Iquitos. De la nada el par de panzascontentas enviaron a la más joven y hermosa del trío a donde yo me encontraba. Una esbelta y desinhibida muchacha de piel canela y cabello negro se me acercó, me tuteó del saque y me invitó coquetamente a unirme al grupo. -¡Acércate joven que no muerdo!- me dijo. Sonreí forzadamente y no me quedó otra que completar la media docena. Me enamoré a primera vista de aquel encanto de mujer que inspiraba en mí una exótica mezcla de ternura de querubín y furor de sádica dominatriz. Del instante en que la conocí, di de baja al par de galanes y anduve con ella de arriba para abajo; bueno, más arriba que abajo. ¡Gerusa, oh diosa amazónica que brebaje le diste a mi alma que cada segundo de mi vida te recuerdo, ¿cómo olvidar el azabache de tus cabellos impregnados de olor a fruta fresca, cómo no recordar tus caderas de configuración deliciosa y tus aterciopeladas nalgas que contrastaban con tus manos dignas y ásperas de tanto quehacer? Página 97 Finalmente partimos a media noche. Nadie parecía destilar aburrimiento, quedé sorprendido de la tranquilidad del resto de pasajeros inmersos en tarareares despreocupados, despiojos mutuos y pesados duermevelas. Fui el único en reclamar por la demora al patrón de la lancha. El sujeto me miró desconcertado y sonrió con indulgencia, telepáticamente vociferó que me vaya al carajo. Sumisamente debí aceptar el hecho que en el río el tiempo renguea e inclusive existe placer en las demoras. De las vigas herrumbrosas del bajo techo revienta-cráneos del compartimiento de pasajeros, colgaban tres pequeñas bombillas de cincuenta voltios que irradiaban una luminosidad amarillenta; un tenue fulgor que atraía a miles de insectos cuyos batidos y zumbidos formaban auras circulares de casi un metro de diámetro. Las batientes y multicolores hamacas impresionaban una colonia de murciélagos prehistóricos en hibernación, para llegar a la mía debía avanzar en cuclillas bajo las telas combadas, golpeando con la mitra toda suerte de culos y esquivando bolsos y mochilas dispersas por doquier. En esos instantes, al percatarme de mis penosas circunstancias, no me quedó más alternativa que sonreír o sonreír. Gerusa descolgó su hamaca del lugar que ocupaba junto a sus amigas, avanzó a gatas y anudó su camarote portátil junto al mío; previamente discutió con un par de pasajeros inconformes con su intromisión. Apenas unos centímetros nos separaba, estábamos tan cerca que podía sentir el calorcillo disipado por la raja de su bello culo. Gerusa estaba contenta conmigo y no lo disimulaba un ápice, conversamos mucho. A punto de conciliar el sueño sentí la tibieza de sus pequeños seños sobre mi cuerpo, la muchacha se había deslizado sinuosamente dentro de mi hamaca. No aguanté las ganas y he de decir que el sexo en hamaca exige dominar extraordinarios movimientos de contorsión y poseer la flexibilidad de un acróbata chino. Sus jadeos y gemidos rompieron el silencio de la noche, pudorosamente traté de evitar la propagación de su impúdico léxico de placer para no llamar la atención del mar humano que nos rodeaba. Temerariamente incrusté mi mano en su boca como un golpe de karate, más no conté con el sobrepeso añadido y mi escasa habilidad para anudar hamacas, y ¡pum! Al rato me vi dando tumbos por el Página 99 suelo como un pesado costal de patatas, despertando a medio mundo y con el borde de la mano izquierda sangrando. Aquella primera noche en la lancha apenas dormí. En plena madrugada, me dediqué a contemplar absorto una sobrecogedora y silenciosa negritud nocturna apenas ensuciada por las tenues destilaciones intermitentes del canibalismo cósmico. Quedé hipnotizado por el vuelo centellante de las luciérnagas y el fulgor de unos puntillos rojizos apareados en el agua que después me enteraría eran ojos de caimanes. Aferrado con una mano al borde del barandal y otra al culo de Gerusa que me acompañaba en respetuoso silencio, apreciaba las mismas estrellas que me enseñó a leer mi padre, especialmente la bendita y nostálgica constelación de Orión cubierta por el dedo índice paterno. Gerusa se aburrió al rato y me abandonó, se fue a dormir en mi hamaca sorprendida de mi expresión atribulada, no entendía que tanto observaba yo en una insulsa oscuridad que ella conocía desde siempre. Cada cierto trecho un puñado de lucecitas aparecían entre la bruma, eran mecheritos de querosenes refulgiendo dentro de las incontables casitas camufladas entre la maleza y dispersas a lo largo de toda la riada. Tenues luces crepusculares se reflejaban como papel aluminio sobre el agua de un hermoso color de chocolate navideño sobre la que destellaban sensuales olas plateadas que daba ganas de sorberlas. Quedé anestesiado por el éter de la vida y me adentré en los óleos de aquellos paisajes poéticos capaces de soliviantar ambiciones y despeñarlas por el precipicio de la magia del vivir. Abruptamente un silencio que hiela el alma dio lugar a una sublime sinfonía, una oda a la vida, millones de seres celebrando un día más de supervivencia; trinos, graznidos, susurros, gruñidos, chillidos, zumbidos etc. La lenta embarcación avanzaba sobre un caudal de millones de metros cúbicos, a mi alrededor millones de palmeras y árboles de ventrudos troncos instigados por Eolo presentaban ramas y realizaban reverentes venias a mi paso. El influjo de luz que reverberaba en ambas orillas distantes varios kilómetros entre sí, creaba una enajenante ilusión de estar en el mar. Mis ojos ávidos contemplaban alborozados la exótica belleza del jardín botánico y zoológico Página 101 más grande del planeta. Entiendo que nombrar todo el espectáculo de color y sonido sería cansino, así que apenas mencionaré lo que más me gustó; guacamayos de espléndidos plumajes y osos perezosos colgados de árboles desplazándose lentamente como adolescentes deprimidos por un amor no correspondido. ¡Ah!, debo mencionar que en la taza de chocolate brincaban juguetones delfines rosados, ¡sí!, ¡rosados! Orgulloso puedo decir que forniqué con la seductora señora Natura y alcancé multiorgasmos de matices visuales. Intentar describir mas detalles de lo que pasó entre ella y yo es una osadía, una avezada aproximación a la soberbia. A medio día subí al bar a beber algo acompañado del quinteto, invité unas cervezas y al recibir la cuenta entendí por qué había escasa clientela, los precios eran compatibles con bares de terraza de cruceros Royal Caribbean. Haciéndose el gracioso un tipo con cara de palo y sonrisa sardónica se acercó a mi e intentó venderme una fabulosa idea, deseaba ser mi socio en un millonario negocio, una sociedad en la que el ponía nada más que la idea y yo todo el dinero. Inmediatamente los juanes se percataron de su molesta presencia y lo amenazaron con arrojarlo al río si seguía importunándome. El sujeto sugería que yo aportase tres mil dólares para alquilar una draga que llevaríamos a trabajar en una zona donde se encontraban pepitas de oro con tan solo miccionar en la arena, melosamente juraba y rejuraba que pronto nos haríamos millonarios. A los pocos minutos el estafador se aburrió con mis argumentos de desinterés, ante mis cerradas negativas supo que yo no pescaría su anzuelo y comenzó a mirarme con desprecio para luego desaparecer tan abruptamente como llegó. Página 103 VIII El río es todo, camino y despensa. Las lanchas proveen alimentos y noticias, y fungen de conexiones entre los múltiples pueblitos ribereños y el siglo XXI. No existen horarios de arribo y los pobladores pasan horas a la intemperie esperando, conscientes que la fecha y hora de llegada varía por múltiples imprevistos; demoras en carga y descarga, el humor del piloto y el capricho del río quien es finalmente el que verdaderamente manda y que a su vez está condicionado por el clima y si se discurre a favor o en contra de la correntada. Vía radiofonía se monitorea el paso de los fierros flotantes por los distintos poblados, viajar en lancha conlleva una surrealista impuntualidad e informalidad, que infartaría a cualquier súbdito inglés que se precie de serlo. A lo largo del trayecto observé orillas carcomidas, oquedales producto de la roza y quema. Selva convertida en chacras atiborradas de yucas y plátanos, alimentos básicos de los agricultores amazónicos de orgullo telúrico. Entre los cultivos aparecía gente extrovertida y de raza amiguera acicalando la hierba húmeda con sus callosos dedos, caminando con las barbillas lejos de sus tóraxs al sentirse amos de la selva. Los nativos amazónicos abandonaban un momento sus machetes y azadas para apreciar el espectáculo de la barcaza rompiendo la monotonía del aislamiento frente a sus narices, terminada la pequeña tregua volvían a tomar sus armas para seguir batallando en la lucha diaria por la supervivencia. Al caer la tarde estos campesinos se transmutan en pescadores y suben a sus frágiles canoas para penetrar por ríos secundarios y terciarios en busca de los sustanciosos peces que en la noche y bajo la luz de la lumbre irían a nadar en los acuarios estomacales de sus hijos. Cada cierto trecho aparecen comunidades sumidas en el olvido gubernamental, irónicamente sobre los techos de palma de aquellas humildes y escuálidas casitas ondeaban deslucidas banderas rojiblancas, gritos silenciosos y desgarradores de auxilio ante tamaño abandono. -¡Aquí estamos!-flameaban. Página 105 Las lanchas caletean en la mayoría de aquellas comunidades ribereñas excluidos de la interconectada aldea global de McLuhan, pueblitos compuestas por gentes simples que comen yuca y pescado y sueñan con pescado y yuca. Al apearse en sus orillas se produce el mismo ajetreo, hordas de vendedores suben a bordo para ofrecer frutas y manjares regionales; pirañas ahumadas, caparazones asados de tortugas recién degolladas, paté de hígado de mono, brochetas de gusanos y de colas de lagartos. En cada parada se acondicionan prácticos muelles portátiles revienta-nucas, un par de resbalosas tablas de madera de cinco metros de largo y veinte centímetros de ancho que comunican la proa de la embarcación con la fangosa orilla. Graciosamente, jaurías de perros chuscos y enclenques que apenas pueden sostener sus cuerpos, asumiendo ínfulas de bravos mastines perseguían con sus opacos ladridos a la lancha que pesadamente abandonaba el lugar. La embarcación atracaba en cada poblado una hora en promedio, tiempo suficiente para poder recorrerlos. Todos tienen una plaza principal donde se sitúan un local comunal y una pequeña iglesia de madera de simples estilos y ornamentos góticos de irrisoria similitud a las de la Sagrada Familia de Gaudí. En el interior de sus humildes templos reposan toscas cruces de maderas apolilladas, rezagos de un ferviente catolicismo heredado de padres agustinos y franciscanos que trataron a toda costa de imponerles al Cristo crucificado, ignorando que los nativos tenían ya sus benévolos dioses del río y del bosque, exentos del diabólico estigma de la Santa Inquisición. Soy consciente de los excesos cometidos a nombre del celo cristiano por muchos de aquellos sacerdotes, basta decir que tratando de modificar los infieles estilos de vida del nativo hasta se metieron en su intimidad; les aconsejaban que fornicasen únicamente en la sosa en la pose del Misionero, les suplicaban por el amor a Dios que dejasen de imitar la cópula de los jaguares. Que gran error de apreciación, ¡tan delicioso que es fornicar como felinos! Yo personalmente no les hubiera hecho caso aunque me cocinasen los testículos en el mismísimo infierno y en la propia sartén de Belcebú. Página 107 El segundo día a bordo de la Isabel II atracamos en San Pablo, un antiguo leprosorio. Aprovechando que la lancha demoraría un par de horas para cargar un bloque de madera, fui a su pequeño cementerio a depositar un ramo de helechos sobre la tumba de unos legendarios misioneros españoles que otrora batallaron contra la Hanseniasis. Ante sus osamentas imaginé la gran fuerza moral que los arrastró hacia allí, debí preguntarme nostálgicamente, ¿dónde quedaron sus ideales?, ¿en qué momento se cagó la iglesia católica? ¡Qué talla de seres humanos, la de aquellos sacerdotes!, gente cuya responsabilidad abrumadora los llevó a dedicar décadas de sus vidas a los ribereños amazónicos. Españoles que arriesgaron sus vidas por una palabrita actualmente en desuso y que al término del siglo XXI, si no hacemos nada se convertirá en un arcaísmo: Misericordia. - Hace mucho que en España ya nadie los recuerda viejos- les dije, acongojado. - Pero a mí no me han de engañar pendejos, sé que la pasaron muy bien degustando los culazos de tantas monjitas- bromeé. Si bien no deseo pecar de irreverente, tampoco hago mal en imaginarlos clavando sus vergas enhiestas en las sabrosas carnes de tanta misionera que con amor a borbotones curaban leprosos y a enseñaban a leer a los leprositos. Si bien doy fe que ellos y ellas cumplieron sus votos de pobreza y humildad a pie juntillas, ni loco podría garantizar el de castidad, amén que lo vivido y lo gozado nadie se los quitará. Mientras rezaba una oración en honor a tan cándidas almas, se me acercó un vejete que encontró mi fenotipo muy parecido al del padre Asencio Villarejo, uno de los tantos cultísimos y aventureros sacerdotes españoles que haciendo gala de un formidable espíritu de sacrificio vegetaron por esas selvas llevando amor y esperanza; ello, a años luz de los tergiversados apostolados de tantos pedófilos malnacidos de la actualidad. Siguiendo una buena vibra, bromeé que Villarejo era mi tío abuelo. La inocencia corrió como reguero de pólvora, en minutos el pueblo entero se conmocionó con la nueva. Viejos y viejas con Página 109 secuelas de lepra acudieron a verme, me tocaban reverentemente con sus muñones curados hace medio siglo por mi supuesto tío y comentaban: igualito que el padrecito, blanquito como el finadito, mira su sonrisa, sus ojos de cielo, hasta camina igualito. Al escucharlos supe que no me quedaba otra alternativa que seguir adelante con lo del rollo familiar, tanto agradecimiento inmerecido me conmovió en extremo que debí intelectualizar la mentira; siendo ambos españoles existía una alta probabilidad que nuestros huesos compartan más de una secuencia de genes y por tanto parentesco. Palidecí cuando uno de ellos me alcanzó uno de los diarios de Villarejo y pidió que se los leyera, balbuceé un instante al darme cuenta que estaban escritos en latín. Astutamente salí del apuro contando una historia más parecida a un rollo de culebrón mexicano que a las cuitas del fenecido curita. Siendo hora retornar a la lancha; la turba, compungida con lo que supuestamente estaba escrito en la lengua oficial del vaticano, simplemente no me dejó partir. -¡Por favor, quédate hasta que pase otra lancha!-expresaron a coro. La Isabel II debió partir, adiós juanes, adiós Gerusa. Permanecí un día entero en San Pablo donde aproveché para recorrer un mercadillo de sobrecarga sensorial repleto de frutas remaduras, colas de caimán, pirañas secadas en sal, huevos frescos de tortugas acuáticas, olorosos caparazones asados de enormes tortugas terrestres que más parecen cerdos, tripas rellenas con sangre y arroz, cecinas ahumadas, pescados a la plancha o al vapor envueltos en hojas. Allí también se puede comprar pieles de anacondas y de jaguares. Ingresé a sus tienditas humildes de anaqueles vacíos donde apenas se encuentra aditamentos básicos; sal, azúcar, velas, fósforos, gasolina, aceite de cocina y aceite de motor, carbón, plátanos, pilas. Sin poder evitarlo me imbuí de humor negro, sádicamente pensé que sería un buen chiste bizarro solicitar a una de las humildes tenderas un whisky etiqueta azul y huevos de centurión, e intentar pagar a plazos con mi VISA platinum. Algunas doncellas de los bosques de ojos difuminados me miraban de soslayo. Chicas curiosas llenas de ímpetu y de brillo, de rostros limpios como frutas recién lavadas y brillosos ojos Página 111 negros como brasas de carbón; sonreían traviesas, contoneando con donaire sus voluptuosos cuerpos al tiempo que me hacían adiositos con las manos soñando tal vez que las llevaría conmigo a recorrer lugares distantes y distintos. Que grato era apreciar a aquellos bellos querubines de sexos incandescentes y bravíos caracteres labrados en caoba; tanto así, que si a alguna de ellas se le incrustaba una espina en sus pies descalzos, la extraía sin ademanes ni gestos de dolor con la naturalidad de quien se retira con un mondadientes una hilacha de carne de entre los incisivos. La palabra resignación se lee en los serenos ojos de las jóvenes madres amazónicas prematuramente envejecidas por la paridad masiva, mujeres de fortaleza inquebrantable cuya prodigiosa fertilidad de úteros las hacen pasar la mitad de sus vidas cargando minúsculos seres en sus entrañas tal koalas australianos, exponiéndose en cada parto a una altísima tasa de mortalidad materna. Pese a soportar estoicamente vidas difíciles y repletas de privaciones, sus auras desbordan cariño y ternura a borbotones. Las vi acariciando las caritas sucias de sus pícaros bribonzuelos con las mismas manos fuertes que labraron la comida que estos se llevan a la boca, y que a falta de manicuras semejan lijas de albañilería. Aquellos niños de bulliciosas algarabías cubiertos con politos deslucidos estampados con orejitas de Mickey Mouse, ignoran que para ellos visitar al ratoncito en su habitáculo de La Florida, es un evento tan inverosímil como concertar un picnic familiar en la Casa Blanca entre George W. Bush y Bin Laden. Al verlos jugando fútbol en pequeños descampados, rogaba al divino que pudiese surgir entre ellos un Leo Messi, cuyo sueldo de 800000 euros mensuales equivale al pago adelantado de la producción agropecuaria de todo San Pablo por un milenio. Aquellos niños amazónicos me recordaron también que por el compromiso con ellos fue que el gran poeta Javier Heraud se dejó matar, ¡qué compromiso de guerrillero mi Dios!, ¡qué entrega y generosidad de aquel adolescente un millón de veces más grande que el mismísimo Ernesto Guevara de La Serna, el Ché! En aquel leprosorio me pregunté, ¿por qué tanta diferencia entre la gente del Amazonas y del Ebro?, ¿dónde estaban las mieles de Página 113 la democracia y la igualdad de oportunidades entre los seres humanos? Me invadió una oleada de ansiedad, sentí que se me despellejaba el alma al percatarme que les tenía lástima tan sólo por el mero hecho que vivían en situaciones de extrema pobreza material. Me dolía haberles adjudicado aquel axioma lastimero, más comprendí que mi apreciación se debió al hipócrita discurso de una sociedad etnocéntrica dominante que considera la carencia de bienes el mayor pecado capital, que compara el bienestar de un pueblo basado en conceptos de mercado que nada tiene que ver con calidad de vida. En San Pablo no todo son opacos porvenires, también hay un buen vivir pues se consume alimentos naturales y se disfruta de gratos ambientes de camaradería y solidaridad, abundan las risas y juegos y el buen sexo, se está rodeado de mucho esparcimiento y siesta y pereza y paz. Horrorizado ante la posibilidad que el pobre fuera yo, un insignificante súbdito de la corona española cuyo concepto de felicidad hasta hacia poco se basaba en la tenencia de bienes, vomité. Al día siguiente subí al Eduardo III, una lancha que carecía de sonar y cartas de navegación. Cada cierto trecho el timonel introducía una larga caña de bambú para medir la profundidad del cauce, era época de estío y encallar en un banco de arena podría mandar a pique a la barcaza obligándola a realizar una grosera voltereta de travesti brasilero ofertando su cucú en pleno carnaval de Río de Janeiro. El avance de la lancha lo dictaba aquel hombre confiado ciegamente en su perfección visual de veinte sobre veinte dioptrías, capaces de captar hasta el sutil burbujeo del pedo de un delfín bajo el agua. Tétricamente tomé certeza que de volcarse la lancha se suscitaría tal caos y desorden que ni el propio Haudini saldría vivo de aquel pandemónium. “En el río la vida no vale nada”. A media mañana la cubierta del Eduardo III parecía una sesión de sauna finlandesa. En las primeras horas del día el frescor del viento sobre cubierta se siente en el rostro como al abrir una nevera, con las horas se transformará en el furor de una secadora de cabello apuntando al entrecejo. El calor me hacía beber como un dromedario preparándose para atravesar el Sahara. A cada instante debía visitar los urinarios, hedores de amoniacos. Página 115 Inequívocamente me vi sentado en un reducido espacio formado por delgadas planchas de metal picoteadas por el óxido, cuya pintura estaba plagada con dibujos pornográficos realizados por otros cagones que a guisa de pincel usaron objetos punzantes o romos como llaves o monedas. Desconocidos vates populares, inspirados en sus placeres colónicos plasmaron espontáneamente su arte, corazones deformes atravesados con punzantes flechas de Cupido, vaginas y anos atravesados por vergas enhiestas; sus dedicatorias eran palabrotas aderezadas con horrorosas faltas ortográficas, graciosas huellas para la posteridad que sin licencia reproduzco: “que triste es amar sin ser amado, pero más triste es cagar sin haber comido”, “todo el arte del cocinero viene a parar en este agujero”, “caga el rey, caga el papa y también la mujer más guapa”, “prohibido cagar más de un kilo”, “aquí hasta el más macho se baja el pantalón”, etc. Debo decir que salía renovado espiritualmente de aquellos santuarios excretores bellamente adornados con grabados del inconsciente colectivo del viajero local. IX Después de dos largos días desembarqué en el triángulo amazónico, allí tracé una bisectriz y después de calcular senos, cosenos e hipotenusas encontré a mi bomba latina. Durante las mañanas acompañaba a Gerusa a realizar sus compras de sandalias y desayunábamos en Brasil, al medio día paseábamos por tiendas de ropas en Colombia y caída la noche dormíamos en el pobre pero honrado hotel Las Hamacas, en Perú. La triple frontera es un lugar paradisiaco y caótico donde ha desaparecido más gente que en el triángulo de Las Bermudas. Es una esmeralda a la que un día le cayó mierda, allí existe una plaga aun no codificada en el New England Journal of Medicine denominada Ajuste de Cuentas que consiste en la súbita aparición de plomo en los tejidos y que amenaza con extenderse por la región como la peste bubónica por las Europas del Medioevo. Todo es lindo, menos la parca que ronda y ronda. En la frontera los malos no son tipos de filudas miradas Página 117 intimidatorias y caras subrayadas y heladas sonrisas, si no alegres y educados sicarios que canturrean con indiferencia y te saludan amablemente antes de descerrarte una bala entre las cejas; son simples asalariados que retornan sonrientes a casa tras cometer sus escalofriantes crímenes justo a tiempo para acudir a misa, incluso algunos son tan bienintencionados y solidarios que dejan parte de su comisión a los deudos para ayudar a cubrir los gastos del sepelio. Trabajo es trabajo y el trabajo dignifica, así que nada de semblantes demudados. Esta es una región misteriosa donde algunos muertos no tienen la decencia cristiana de un traje de celulosa, donde existen sicópatas de cataduras peligrosas y espíritus sarnosos que embalsaman cristianos rellenando de piedras sus abdómenes para asegurar su permanencia eterna en el fondo limoso del río. Se puede apreciar balsas, botes y canoas vagando al garete en la inmensidad del río Amazonas y nadie hace comentario alguno, nadie sabe nada, pues todos conocen que prudencia y discreción son pasaporte y salvoconducto. Los “sapos” mueren. Mira y calla. Una nefasta y calamitosa realidad consecuencia del contubernio clandestino con la cocaína. Pasear por la triple frontera era una locura. En mis bolsillos; euros, dólares, soles, pesos y reales se confundían entre sí. El paso de uno a otro lugar se hace en pequeños botes que llevan 3 banderitas, una más amplia que las otras resalta la nacionalidad del motorista. De Santa Rosa a Leticia el castellano peruano toma un dejo caribeño, de Leticia a Tabatinga la cuestión lingüística es idéntica a la de los vecinos del Duero. Tres lugares donde todo varía, diversos amperajes eléctricos de 110 a 220, otros husos horarios, otros rostros, otras músicas, otras comidas y otros efluvios de mujer. Degusté visualmente enjambres de bellezas colombianas de fabulosos cuerpos y pieles blancas que contrastan maravillosamente con cabellos azabaches, brasileras de pieles canelas y brillosas embutidas en minúsculas faldas y pantalones cortos que muestran muslos y pantorillas de fabulosos cuádriceps y gemelos que estremecen. Anhelé beber y sorber y clavarme dentro de tan bellas cataratas de placer, pero bien advertido decidí vengarme con Gerusa. Imaginar el frío de una veloz bala dentro de mi cabeza, deshacía todas mis pretensiones de don Juan. Página 119 Acepté la invitación de Cristian Huamán y de retorno recalé en la Nueva Jerusalén, Gerusa siguió de largo hasta Iquitos con unos buenos fardos de sandalias azaleia. X Me impactó la locura de tanta gente intentando vivir como los judíos de antes del advenimiento de Jesucristo. Seres incapaces de ubicar la Palestina en el mapamundi, pero que creen poseer genes hebreos en sus alienados vasos sanguíneos; andinos que desestiman sus orígenes de genuinos herederos de una fabulosa raza que formó el gran Tahuantinsuyo cuyos territorios abarcaron desde Quito hasta La Patagonia. Una insania colectiva los induce a anhelar estar arrodillados ante el lejano Muro de las Lamentaciones de Israel, teniendo ellos los fabulosos muros del Machu Picchu, las paredes del templo del Cori Cancha y de la fortaleza de Sacsahuamán. La Nueva Jerusalén era un bastión de los Israelitas del Nuevo Pacto Universal. Allí encontré un Arca de Noé que permitiría a los escogidos sobrevivir a un nuevo diluvio universal, un mentirosillo y ridículo armatoste construido por Exequiel Ataucusi, su primer líder y fundador. Me adentré en un humilde Página 121 templo construido de lustrosa madera, un remedo oligofrénico del templo de Salomón, donde todas las noches un centenar de pobladores bisbiseaban desgarradoras jeremiadas. A un costado del púlpito, dormía una Arca de la Alianza hecha de latones que contenía dos trozos de madera balsa donde se leían los diez mandamientos dictados a Moisés. Todas las casitas del pueblo estaban adornadas con estrellas de David y tenían las puertas manchadas con sangre de cordero, siguiendo la recomendación dada por Moisés para evitar la muerte de los primogénitos ordenada hace 3000 años por el faraón Ahmosis. Las comunidades aledañas a la Nueva Jerusalén responden a los nombres de Nuevo Tel Aviv, Nueva Haifa, Nueva Beerseba, Nueva Ramat Gan, etc. Ataucusi y sus seguidores fueron testigos del terror perpetrado por el grupo criminal Sendero luminoso que asoló al Perú y lo sumió en tiempos de paranoia en las últimas décadas del siglo pasado. Él fundó la secta de los Israelitas del Nuevo Pacto Universal, gente desarraigada en su propia patria, inmigrantes entre los inmigrantes que respondieron con un absurdo ante lo absurdo. Y aunque hoy la paz haya retornado a las alturas de las cordilleras de los andes de donde partieron, nada hará que ellos vuelvan a sus olvidados terruños a cultivar sus papas y pastear sus llamas y sus vicuñas allende en las alturas. ¡Nada! Mi tolerancia religiosa es amplia más se agotó al ver a un gordo y sabroso becerro tendido sobre una enorme pira, siendo rociado de aceite de oliva extra virgen. No pude controlarme ante esa lacerante realidad y sincerándome le dije a Cristian que esos doscientos kilos de proteína próximas a ser incineradas y desperdiciadas, servirían mejor trozadas en los hambrientos estómagos de los tantos niños semidesnutridos que pululaban por el lugar. Tras escucharme, el muchacho se indignó y casi me golpea por expresar semejante blasfemia, comentó en quechua y muy enojado lo que yo había dicho con un sucio matarife que fungía de sacerdote de la casa de Leví. Entre los dos me atravesaron con sus láseres pupilares. Asustado, y aconsejado por el sentido común, debí retractarme antes que alguien ordenase mi inmediata lapidación. Página 123 Al palpar la desgraciada intolerancia del fanatismo religioso decidí salir corriendo del lugar, apenado por sus niños carentes de horizontes que no saben ni pío de aritmética pero dominan La Torá como el mejor de los rabinos y que superan en tecnología alimentaria a la gente de la NASA pues para nutrirse ni siquiera deben comen carne deshidratada y pulverizada, a ellos les basta olerla calcinada. Para dejarme partir Cristian Huamán me exigió un óbolo, una contribución al pasaje de su pueblo a la lejana tierra bendita y divina de Palestina donde nació Jesús. Le di 100 euros, más por miedo que por devoción alguna a su causa. -¡Se acabó la diáspora!, ¡después de dieciocho siglos regresaremos a la tierra prometida!- expresó, muy ufano. -¡Vamos a tomar posesión de los altos del Golán!- XI De regreso a Iquitos golpeado por la locura religiosa, me olvidé del objetivo primordial de mi viaje y me dediqué a fornicar tres veces al día con Gerusa. -¡Llévame a España, Pedrito!- me suplicaba Gerusa. -¡Mi marido, mi bebito, mi rey, mi príncipe!- me decía, embelesada y embobada mientras jugaba alborozada atrapando mi cabello rubio entre sus manos color canela. ¡Qué cariñosa mujer!, a cada instante me besaba y apachurraba, a decir verdad en determinados momentos la encontré demasiado melosa. -¡Pedrito, pareces Jesusito!- bromeaba. Gerusa me mimó con languidez gatuna y hasta la extenuación. Gocé a mares con sus poderosas contracciones vulvovaginales que parecían un centenar de suaves manos galesas ordeñando mi Página 125 verga. No por poco hombre, más si en honor a la verdad debo decir que ella me hizo sentir un agresivo macho alfa y que yo era poseedor del único pene del planeta. Me cautivó su sumisión, increíblemente luego de hacer el amor Gerusa me besaba los pies; sí señor, los pies, como la Magdalena a Jesús. Nunca nadie me había besado los pies. En las mañanas la acompañaba a su puesto de ventas de sandalias y me dedicaba a apoyarla en sus ventas. -¡Lleve casera!-, vociferaba yo, a los transeúntes. - ¡Barato nomás! No estaba preparado para recibir halagos directos de las chicas, modestamente diría que quedaban impactadas por mi porte europeo y mis verdes ojos, y no es porque yo sea muy guapo sino porque mi biotipo escasea en esos lares. -¡Hola bombón!-, me decían algunas chicas, otras tomaban una sandalia y mirándome a los ojos decían: -¿Cuánto cuestas? Hasta llegaron a darme algunas palmaditas en el pompis. ¡Hay Gerusa!, si no fuera por tus celos enfermizos y tu sentimiento de posesión estarías aquí en mi piso donde escribo estas líneas, impidiéndome concentrarme tan solo con el aliento de tu cuerpo. Recuerdo que juntos embriagamos a la luna y aullamos como jauría de lobos bajo el centello de los astros. Ecos de tristeza retumban en mis oídos cuando rememoro tu cálida y dulce voz. ¡Qué piernas y que trasero Gerusa! Tu vagina sabía a zumo de piña de la que bebí mucho y ávidamente. Ni que decir de tus maneras sexuales que jamás he vuelto a encontrar, de tus contorsiones de acróbata del Cirque du Soleil. ¡Oh máquina de amor, oh afrodita amazónica!, desde aquí y donde sea que estés, ¡qué Dios te bendiga eternamente! Gerusa varias veces se trenzó a golpes con más de alguna chica que osó coquetearme. -¡Es mi marido!, ¡que miras puta de mierda!- les decía a las supuestas contrincantes, quienes asustadas se alejaban. Página 127 Gerusa no les daba tregua y seguía insultándolas, cortándoles la retirada. -¡Quitamaridos!- vociferaba. No faltó algunas azaleias lanzadas a las espaldas en fuga, poco le importaba perder clientela y asustar a las posibles compradoras. Me tenía al borde de la paranoia al acosarme a cada instante con ráfagas de preguntas sobre mis supuestas infidelidades. -¿Que tiene la Fresia que no tenga yo?- expresaba socarrona, ¡cuidadito con estar encamándote con esa sucia!- continuaba, refiriéndose a una señora octogenaria vecina de ventas que profesaba por mí un bello cariño abuela-nieto. -¡Nadie me va a quitar a mi marido!, ¿qué se habrá creído esa puta descarada?-bramaba. Algunas veces Gerusa trataba de justificar su actitud antes sus dos amigas viajeras, vecinas de ventas; tras oír sus infundados argumentos, ambas tratando de evitando conflictos se limitaban a bajar la cabeza y continuar con sus quehaceres. -¡Te pasas ya, Gerusa!-se limitaban a decirle. Me asustaba su sentimiento de posesión, la amaba pero no deseaba ingresar dentro de la vorágine de locura de una insegura enferma de celos. Sin fuerzas para refutar sus estupideces, yo apenas atinaba a sonreír con un punto de malhumor. Recuerdo muy bien la última noche que pasé con ella. Habíamos tenido un encuentro sexual gratificante, yo había quedado exhausto pero ella deseaba más sexo e intentaba vanamente que mi pene se parase para una enésima función. Tan agotado me hallaba que mi compañero no iba a volver a presentar armas el resto de la noche aunque me lo pidiese una orden judicial emitida por Garzón. A mis fabulosos treinta muchos no conseguiría una erección más, pese a embutirme de viagras como si fueran vitaminas. Voy a aprovechar la oportunidad para mencionar que siempre respondí sexualmente hablando, pues el Divino me bendijo con una banana ecuatoriana de exportación que Gerusa dejaba más exprimida que limón de emolientero. -¡Así quiero dejarte, para que no pienses en ninguna otra mujer!decía ella, sonriente. Página 129 Tuve sed y salí a la calle a comprar agua pero había olvidado el dinero, al poco rato regresé y encontré a Gerusa recostada en la cama en posición ginecológica vaciando en su vagina el condón que minutos antes yo había tirado al tacho de basura. -¿Qué haces?- le pregunté asustado y sorprendido. -¡No me dejes!- repuso. -¡Quiero tener un hijo tuyo!No dije nada más, la besé con furia y mientras las besaba supe que aquel sería nuestro último encuentro. Lo que pasaba en el laberinto intrincado de su mente es un enigma y el hecho de querer retenerme con un hijo, una total idiotez. Al día siguiente simulé estar enfermo y no acudía al puesto de sandalias, tomé mis pertenencias y abandoné el hotel como un fugitivo. Perdón Gerusa por olvidar la elemental cortesía de un adiós, ¡perdón mi amor! Decidí completar mi itinerario y regresar a casa donde irónicamente pensaba reunirme con mi novia que abortó legalmente un hijo mío sin comentármelo siquiera, hecho que me enteré al fisgonear cierto día en su diario olvidado y abierto en posición ginecológica. Página 131 XII Nuevamente en “El Huequito”. Me embarqué en el Henry III, otra enorme lancha que viajaba esta vez por el río Ucayali. El paso cansino del Henry III me permitía aprecian nuevamente a los nativos cultivando yuca y frijol a la vera del río, a sus mujeres sentadas en sus palafitos trozando pescados y lavando ropitas y a sus inocentes niños de alegrías virulentas entregados al divertimento, jugando a las canicas o al futbol, lejos de los enajenantes y epileptógenos juegos de consolas. En este nuevo viaje en lancha por el Ucayali, vi consternado el paso de sucias barcazas petroleras que convierten arroyos transparentes en aguas más tóxicas que beber de las cañerías que aún quedan en Chernóbil, aprecié buques repletos de enormes y centenarios troncos aserrados que a los lejos simulaban palillos de fósforos superpuestos. Leyendo un mapa de Sudamérica calculé que se requeriría de un mínimo de tres vidas para recorrer el río Amazonas y sus mil afluentes que serpentean en una cuenca de siete millones de kilómetros cuadrados. Irónicamente entendí que a ese ritmo de contaminación y deforestación al depredador homo sapiens le bastaría apenas tres décadas para convertirla en un nuevo Sahara. Vi barcos lujosísimos provistos del confort de hoteles 5 estrellas ancladas frente a chocitas paupérrimas. Hordas de jubilados americanos y europeos de vidas desahogadas arribaban a la Amazonía atraídos por imágenes en HD y 3D emitidas por la Natural Geografic, Discovery Channel y Animal Planet; seres inmersos en la onda de Green Pace que buscaban el Santo Grial perdido en la naturaleza primigenia. Noté sus rostros de cera apreciando la biodiversidad tras claraboyas de vidrio antiimpacto, aferrados a la modernidad dentro de cabinas climatizadas acondicionadas con frigobar, fax, televisión, telefonía satelital e internet. Algunos otros se arremolinaban consternados en torno a niños amazónicos que no tienen oportunidades de competir en el mundo www.com y que se encuentran en una desventaja indecente; tratando de tranquilizar sus conciencias, les ofrecían regalitos y repetían conceptos esgrimidos por Obama: power of change, hope, you can. Página 133 Particularmente pienso que enviar a un jovencito amazónico a competir con su par europeo o americano por una vacante corporativa sería tan atroz como enviarte a pelear a muerte con el campeón mundial de tae kow do, tú con los pies desnudos y él con las zapatillas de toperoles de Leo Messi. XIII César, sabedor que la anoréxica lo podía reclutar en cualquier instante, además de asegurar sus relatos con el único amigo que tuvo en su éxodo por varios hospitales de las comunidades autónomas, solicitó en su testamento que yo regase sus cenizas en su natal Inahuaya y que debería buscar un valioso tesoro. Menudo encargo, me jodió con el último pedido, sus cenizas bien los podía enviar por DHL, al fin y al cabo no me reclamaría hasta el juicio final, pero ¿y el tesoro? A los pocos días de su cremación me llegó un potecito de aluminio junto a una escueta nota, dentro dormitaba un cheque a mi nombre con 100 000 euros y estas palabras: “Pedro, cuando recibas esta misiva yo ya estaré muy lejos. Siempre supe que se me rompería la maldita aorta, te agradezco por haber sido mi amigo en un lugar donde yo era diferente y que para mí también todo era diferente, tanto que a veces hasta el sol parecía otro sol. Ve a mi natal Inahuaya y busca un tesoro que Página 135 me pertenece, consérvalo y cuídalo. Una abrazo. Posdata. Si no cumples mi encargo juro que te jalaré de las patas todos los días hasta nuestro próximo reencuentro”. Relajado y bamboleándome en una hamaca en el Henry III, recordaba muchas de las pláticas que tuve con César, me apenaba recordar las veces que lo molestaba con mis indiscreciones. -¿César, dime porque viniste a España, si vivías en un paraíso?-¡Por amor!- me respondía. “Pedro, diez años trabajé como un burro en mi tierra, lastimosamente el dinero a duras apenas me alcanzaba para los menesteres básicos. Tengo una hija Marfan como yo y no quiero que sufra y muera prematuramente, mi mayor anhelo es que le desactiven la bomba que mi carga genética le implantó. Cuando supe por la ecografía 3D que me nacería una niña Marfan, le planteé a su madre la posibilidad de un aborto terapéutico; más al día siguiente mi mujercita amazónica desapareció para nunca más volverla a ver, se esfumó en las selvas con mi embrión en su vientre. Durante estos últimos siete años las busqué por todos los ríos y nada, se esconden y las niegan. Ahora estoy aquí en tu país ahorrando el dinero suficiente para salvar a mi nena, estoy convencido que ella si pasará la valla de supervivencia. La pobreza no es mala Pedro, siempre que ella no te mate a los hijos”. Me apenaba rememorar el hecho que constantemente lo reñía al encontrarlo desayunando sanguches de atún en el interior de su automóvil fiat de segunda mano. Con una hogaza de pan y 5 conservas de atún adquiridas en oferta de supermercado, César desayunaba toda una semana apenas por un puñado de euros; en las tardes almorzaba comida de hospital que yo particularmente no se la daría ni a mi perro, y en la noche ayunaba. –¡Lo hago por amor, Pedrito!- me adelantaba, cuando lo pillaba comiendo esas porquerías. Astutamente me ganaba por puesta de mano, antes que lo volviera a reñir por tacaño. Página 137 XIV En el trayecto a Inahuaya me topé con una variopinta mezcolanza de gente. Trotamundos y mochileros de sobaquinas infernales, hippies desaliñados y desfasados vestidos con atuendos heredados de sus rebeldes abuelos de los 60, neo hippies tatuados y atiborrados de más collares y zarcillos que brujos africanos, artistas pobres buscando inspiración, ecologistas de la moda verde en peregrinación por el pulmón del mundo, chicas solitarias y enigmáticas que imagino que bajo sus jeans deben llevar calzones de castidad ultradelgados confeccionados con fibra de titanio. Imaginé que entre tanto vago profesional habría algún excéntrico heredero de ingentes fortunas luchando con sus ascos, intentando lavar generacionales sentimientos de culpa. De tanto viajero me sorprendió encontrar en el Henry III a un puñado de jóvenes emos vestidos de negro con sus inconfundibles looks de personajes de anime japonés. Durante todo el trayecto los amigos de Gokú se la pasaron mirando sus zapatillas Converse y el sublime verdor en mística actitud de vacío. Sus apatías crearon en mi mente un paralelo entre ellos y los jóvenes de los barrios del sicariato situados en la triple frontera. Unos coqueteando con el suicidio y los otros con el asesinato. ¡Mierda!, me percaté que ambos grupos expresaban una violencia sin sentido, unos hacia sí mismos y otros hacia los otros. Entendí que eran abortos de una globalización neoliberal que no les brinda la oportunidad de una gestación completa como seres humanos y que apenas los considera capitales de consumo dentro de un sistema económico que los valora tanto como una tuerca de metal. Todos eran embriones teratogénicos del homo sapiens, que ante la ausencia de perspectivas laborales y horizontes de vida se agobian de desesperanza y gatillan sus módems de destrucción y autodestrucción, únicas alternativas que consideran valederas frente a esta perra vida de subsistencia y conformismo que tienen como opción en este atroz mundo contemperráneo. Página 139 XV Dejándome llevar por el tejemaneje del azar, luego de innumerables dificultades arribé a Inahuaya. Un onírico lugar enclavado a orillas del río Ucayali, asentado sobre sinuosas colinas tapizadas de verdor, rezagos de los andes sudamericanos que agonizan en la llanura fluvial. Cientos de amodorradas casitas de madera de techos de palma tejida y pisos de tierra yacen ordenadas en largas hileras que engañosamente aparentan vacías pues en sus interiores hay niños a granel. Miles de cocoteros crecen en el lugar como mala hierba, cada cierto trecho unos silos sépticos emergen de la arena como periscopios de Satán. Aprovecho para darte un consejo, jamás mires dentro de aquellos fosos pues están repletos de desagradables sorpresas que asemejan continentes a la deriva en la era mesozoica y donde bullen millones de burbujeantes gusanitos color crema cuya recordación no me dejó comer bien un par de semanas. ¡Y eso que como médico estoy acostumbrado a ver todo tipo de inmundicias! En las primeras décadas del siglo XIX, Inahuaya fue un próspero y neurálgico punto del boom cauchero que cobijó a un amasijo de nacionalidades llegadas tras la savia elástica. Al lugar arribaron cientos de aventureros y con ellos la barbarie contemporánea. Años después los caucheros huyeron en una trepidante huida tan abrupta como su llegada, su salida fue un alivio para el nativo amazónico pues el caucho trajo tan solo destrucción y muerte. Tribus enteras fueron diezmadas por los tasajeadores de árboles afiebrados de avaricia que lo único bueno que dejaron fueron sus exóticos biotipos, en Inahuaya aún perduran las narices sefarditas marroquíes de los Cohen, los ojos achinados de los Wong, el porte altivo de los Barbagelata y la arrechura de los Jacques. En el río Ucayali se dieron Masadas sin judíos, epopeyas que la historia universal se ha olvidado de registrar, donde fieros guerreros amazónicos y angustiadas madres nativas mataron a sus hijos y luego se suicidaron para evitar la esclavitud. Página 141 Pasear por “el camino del tigre”, traducción de la palabra shipibo Inahuaya al castellano; implica toparse con libélulas cuyas alas semejan aspas de ventiladores de techo, con arañas en cuya sedosa filigrana dormitan resecos pájaros secuestrados, con saltamontes de trancos tan largos como canguros y con ratas de 50 kilos denominados ronsocos que son unos hámsterdinosaurios. Al mes de recorrer el lugar y descartar una docena de pistas falsas, me invadió el desasosiego. Tiré la toalla tras buscar al tesoro casa por casa, más empecinado que el maldito de Herodes Lafita buscando al hijo del hombre entre los hogares de Belén. Me había dado por vencido, estaba casi convencido que ninguna niña menor de diez años en Inahuaya era la hija de mi amigo. Y, ya era hora de partir. El último día de mi estancia resolví aventurarme y salí a caminar por las afueras del pueblo. Sin proponérmelo me topé con una niña larguirucha y delgada de inconfundible fenotipo de portador de síndrome de Marfan, que sentada en un tronco derribado frente al patio delantero de su humilde vivienda degustaba una jugosa sandía junto a media docena de amiguitos. Al verme se incorporó y me ofreció una tajada de fruta que sacó de un baldecito de plástico que tenía entre los pies. Me habló en idioma shipibo y a pesar de no entender nada de lo que dijo, su familiar timbre de voz dislocó mi corazón. Me fijé con detenimiento en sus ojos negros y achinados que derrochaban ternura y supe con certeza que ya los había visto antes. Al fin había encontrado a la hija perdida de César. Al rato de conocer a Flor de Selva le regalé una caja de bombones, esperé que se fueran los niños que jugaban con ella para que así pudiera comerlos todos. Sin embargo, tras tomar el obsequio y darse cuenta que eran dulces, la niña llamó a gritos a sus amiguitos y les invitó un dulce cada uno. Viéndola compartir, alejada del salvaje individualismo maquillado de una “competividad” que desgarra y desmiembra, de inmediato la adopté en mi corazón. La niña vivía con sus abuelos maternos y con la tía Toti que tenía un espeluznante marido, su madre había muerto en un segundo embarazo de otro compromiso. Acepté la posada que me ofreció el abuelo que lucía una boina celeste en la cabeza que no se la Página 143 sacaba para nada, un viejecillo que andaba todo el día quejándose de la vida y de sus achaques, en una actitud que me recordaba al pitufo Gruñón. La abuela, una artrítica viejecita amargada me saludó con un mohín de fastidio, me señaló con sus deformes dedos de nudillos resecos que terminaban en largas uñas curvadas como guadañas de la parca y soltó un poco diplomático saludo. - ¡Una boca más, y una yuca menos!Me acomodaron en su casita de madera apolillada y crujiente que tenía una amplia sala y tres dormitorios que por puertas poseían rústicas cortinas fabricadas con enormes escamas de paiche que semejan vieiras del Camino de Santiago. El patio trasero rebosaba de fosforescentes heliconias y melenudos helechos. Esa misma noche lloré al palpar las paredes de aquella casita de madera mohosa tapizada de líquenes que semejaban arrecifes de coral. Noté que los esquineros de techo parecían réplicas de la ciudadela de Spiderman. Me asignaron el cuarto de la niña donde un pequeño mechero de keroseno iluminaba las siluetas de un dinosaurio Barney de peluche asentado en una repisa que temblaba torpemente al golpeteo del viento sobre el techo. Sobre la tarima en que me recosté hallé una muñeca cosida a mano cuya irregularidad de trazos denotaban que eran hechura de Luz de Selva, abracé con fuera a aquella rotosa Frankenstein. Su olor a pobreza impregnó mi aturdida alma. La casita era tan pequeña que dejaba escuchar las turbinas de Boeing que el viejo tenía por culo, después que lanzaba sus ventosidades se podía escuchar su risita solapada. Bajo la pálida luz de un candil observé las vigas del techo ennegrecidas de hollín, semicarcomidas por voraces polillas que dejaban en sus superficies criptogramas similares a los códigos secretos con los que fantasea Dan Brown. Para llegar al baño ubicado en el patio trasero debía pasar frente al cuarto de los ancianos donde Luz de Selva yacía ovillada sobre el suelo de madera balsa tan confortable como el mejor colchón ortopédico que muchos hoteles de Dubái envidiarían. La niña dormía cobijada con una roída mantita protectora que en interminables noches amazónicas suplió a las largas y cálidas manos del padre que nunca conoció pero que la amó hasta el tuétano. De ello yo daba fe Página 145 personalmente. Dentro de un claustrofóbico mosquitero que me protegía también de murciélagos tamaños de ardillas voladoras, debí sufrir el desquiciado asedio de millares de zancudos atraídos por mi calor corporal, estos batían infernalmente las alas esperando pacientemente que una parte de mí se pegase a la tela para proceder a acribillarme a su gusto. Bien advertido me quedé dormido adoptando la posición militar de un guardia real cuidando el palacio de Buckingham. De boca de los abuelos de Luz de Selva pude conocer de primera mano la historia de César. Mi amigo fue hijo único de un chamán shipibo. Tras graduarse de médico trabajó unos años en Inahuaya sacrificándose por su gente y dándolo todo. Fue el primer médico que en diez mil años de existencia parió Inahuaya y que atildadamente fundió la medicina occidental y la medicina natural heredada de su padre. El mismo médico que fue maldecido y aborrecido por la misma gente que curó, cuidó y amó; al decidir emigrar a otras tierras, a un remoto y extraño lugar llamado España. -¡Allí no te necesitan hijo, aquí te necesitamos mucho!- le suplicaba su madrecita. -¡Hijo ingrato!- fue la última palabra que oyó de la boca de su padre. Ambos viejecillos shipibos murieron cuando él estaba en España. Cuando la gente del poblado se enteró que yo había sido amigo de César en España, se armó un alboroto sin igual. Las autoridades me obligaron a salir del pueblo y volver a ingresar para recibirme como se debía. Una comitiva presidida por el alcalde acompañado por la banda de música del único colegio y una jauría de perros famélicos dueños de potentes ladridos de otros cuerpos me dieron la bienvenida. Al son de bombos y platillos debí caminar con sumo cuidado como un desactivador de explosivos para evitar embarrarme en un campo minado repleto de cagarrutas caninas. El alcalde en persona me acompañó a la casita de madera y techo de palma de Luz de Selava, una construcción sostenida por altos palafitos a la que se accedía a través de una escalinata carcomida por comejenes que Página 147 expelía un vaho de pobreza material. Aquella noche hubo una fiesta en mi honor donde la gente se emborrachó con bidones de aguardiente. Terminada la algarabía, y ya con los rayos solares encima, muchos niños buscaban a sus padres volteando con dificultad a los descerebrados que dormían la mona tirados sobre la arena. Una escena que recordaba a soldados aliados intentando reconocer a sus amigos entre los caídos en el desembarco de Normandía, aquel lejano día D. XVI La tía Toti fue un especial quebradero de cabeza. Tenía de marido a un atorrante maderero que cargaba de hebilla de cinto la cabeza disecada de la shushupe, la rastrea más venenosa de lugar. Aconteció que la cincuentona no era consciente de las lozanías pérdidas de su juventud, que hacía mucho que la belleza le había dicho good bye. Embutida en apretados pantalones de licra, movía su negro y largo cabello azabache como una yegua azotando el anca con su crin espantamoscas. Me tenía loco con sus insinuaciones, al pelar un plátano me guiñaba, a cada instante se mordía el labio inferior y batía sus parpados como aleteos de colibrí. La mujercita aprovechaba toda oportunidad que tenía para agacharse, descaradamente fingía acomodar racimos de plátanos al tiempo que quebraba la cintura y me mostraba la sonrisa partida de su inmenso culo gelatinoso. -¡Cuando quieras es tuyo!- me decía al pasar a mi lado con un susurro melifluo y sugerente vocecilla forzadamente infantil. Página 149 El pueblo carecía de servicios médicos. La abuela de Luz de Selva era experta en el arte del sobado e imposición de manos como curaba Jesús de Nazaret hace más de 2000 años. Muchas eran las personas que acudían a solicitarle remedios para todo tipo de males, emplastos para evitar el vigésimo hijo, resinas para las parasitosis, macerados para la impotencia, infusiones de malva para calmar toses tísicas y carraspeos bronquíticos, etc. La vieja se autodenominaba curandera buena y no bruja malera, era enemiga de invocar a fantasmas y aparecidos, pero por si las moscas colocó una cruz en la puerta de la entrada de la casa y colgó sendas raíces de sábilas sobre los brazos sangrantes del crucificado. Ante un pedido explícito de la abuela para enseñarle medicina humana me asusté. Me preguntaba cómo podría condensar 7 años de instrucción universitaria intensiva en el cerebro semiatrofiado de aquella anciana analfabeta. Astutamente opté por recitarle una docena de protocolos simples para el tratamiento de algunas enfermedades comunes, recomendaciones que ella debía aplicar como seguir las instrucciones para armar un arbolito de navidad. Al brindarle aquellos pequeños consejos de medicina, me convertí en su fiel confidente. Amén de curandera y comadrona del pueblo, la madre de Toti era la Sherezada del lugar, más en cuestión de malsana curiosidad la Persa no era rival para ella. La doña me contó historias intemporales, era una maestra del sarcasmo y nada escapaba a su amplio repertorio, sádica y morbosamente disfrutaba ventilando la intimidad de su hija, de quien narró relatos bizarros y picarescos. Concentrado y excitado yo seguía al detalle su picante e hiriente imaginería, la vieja afirmaba que su hija se había acostado con medio pueblo y que su vagina estaba tan usada y estirada que si le hacía el amor mi pene entraría en ella como pata de mula en barro; cariacontecida responsabilizaba totalmente a la línea genética del marido de la erotomanía de Toti. -Si colocas todos los penes que tragó su vagina en fila india, fácilmente podrías confeccionarías un salchicha que iría hasta tu tierra- ironizaba. Página 151 Su atroz yerno tampoco se salvó del veneno de su lengua bífida. -El Foncho tampoco es muy santo que digamos, es un mujeriego y su mote es “cachachanchas”, por precaución cuando se vino a vivir con mi Toti vendí el par de cerdos que criaba en el patio trasero- me decía. Al caer la tarde toda la familia se arremolinaba en el frontis de la casa. En torno a un fogón se asaban pescaditos envueltos en hojas de Bijao o se cocía deliciosos aderezos de roedores gigantes como el añuje, majaz y ronsoco. La pequeña tribu incluía al loro Pepe, al guacamayo Roco y a Pancho un minúsculo monito capuchino que cabía en la mano de Luz y vivía pegado a ella. La sobremesa era rota por el restallido de secos leños resinosos cuya humareda desdibujaba el rostro del maderero y su mirada huidiza. El sujeto apenas me dirigía palabra, para mí era un aliento pues con su voz llegaba su apestoso aliento de dragón de Comodo. Desde que me instalé en la casa, el marido de Toti intentó hacerme sentir un advenedizo y las pocas veces que se dirigió a mí lo hizo con tono burlón, mal disimulaba su rencor hacia mi persona. De reojo yo notaba que intentaba pescarme mirando el grasoso culo de su amada. El hombre de la madera psiquiátricamente era un sádico, soltaba carcajadas amargas al notar que los perros le rehuían pues temían sus patadas destripadoras. Fui testigo de su maldad, una vez vi volarle el cuello a un gallo loco que lanzaba vigorosos cacareos en pleno medio día, lo hizo con sus propias manos y como quien destapa una burbujeante botella de champaña. Los viejecillos vivían peleando todo el día, a cada hora se amenazaban mutuamente de irse y abandonar al otro. Pese a vivir juntos 50 años nunca se casaron, yacían juntos gracias a candentes complicidades y mucho sufrimiento compartido. Durante la cena se daban una tregua, tranquilos conversaban sobre asuntos cotidianos, temas sobre pesca, caza y clima eran masticados suave y románticamente. Me deleitaba escuchando sus onomatopeyas sentimentales, mientras sus bellos recuerdos de antaño impregnaban mi ser, Toti usando una pequeña toalla a modo de espantamoscas espantaba decenas de moscas ávidas de posarse sobre viandas y potajes; con total desparpajo atravesaba mi nariz con su estropajo si alguna osaba revolotear cerca de mi Página 153 rostro. Migas y restos de comida iban directo a los buches de las gallinas y las panzas de algunos perros que aguardaban pacientemente, olisqueando aquí y allá, estos últimos siempre estaban pendientes de los movimientos del maderero. Luz de Selva mostraba gran desenfado en la conversación. El viejo cascarrabias gustaba recordar anécdotas de su antiguo trabajo de regatón a bordo de su inseparable bote que yacía arrumado sobre la arena a unos metros de la casa. Era una embarcación de 8 metros de largo y 2 de ancho a la que el viejo diariamente pulía y calafateaba. La reliquia estaba pintada externamente de rojo y blanco con los colores de la bandera peruana, unas negras letras góticas mostraban su rimbombante nombre “Codito, el macho de los ríos”; el apelativo de “codito” hacía referencia a la famosa longitud del falo del abuelo, que según las malas lenguas en sus buenos tiempos iba desde la articulación del codo hasta la punta de los dedos. El ex tendero fluvial pasó la vida recorriendo los ríos amazónicos viviendo del trueque, nostálgicamente usaba su inseparable remo a modo de bastón de apoyo y espantaperros. Gracias a él conocí relatos preñados de misterios, mitos tribales y temores ancestrales; el precio, acompañarlo a libar un whisky amazónico hecho de raíces y cortezas maceradas en aguardiente. Página 155 XVII En Inahuaya conocí a Ingo Inch, un noruego de nacionalidad americana que buscaba en la Amazonía un lugar donde crear un Centro para el Bienestar, un albergue idéntico al que posee Deepak Chopra en la Jolla, California. Nunca dejaba su pesada mochila que contenía interesantes best-sellers del médico indú, mezclas de ayurveda, física cuántica y sentido común. Subido a un árbol de mango y casi tocando los perfiles de nubes plagadas con escenas cubistas, Ingo apreciaba en lontananza el verdor infinito mientras se embutía de mangos y tragaba párrafos enteros del Sincrodestino, Curación Cuántica y Siete Leyes Espirituales del Éxito. Algunos días dejaba los mangos y se dedicaba al ayuno, pasaba el día en posición de yoga controlando el ritmo del pulso y la respiración, abrazaba a los árboles y les hablaba como si fueran unos viejos conocidos, los besaba y les narraba sus temores y vicisitudes; relajado se quedaba dormido acurrucado entre sus raíces. Al conversar con él me apenaban mis preocupaciones fútiles como preguntarme si estaría a buen resguardo mi automóvil o si mi conserje había cerrado la llave del gas. Ingo irrumpía en mis triviales y me invitaba a compartir su preocupación por los niños amazónicos que se encuentran en tremenda desventaja en este mundo globalizado. Él argumentaba a favor de un socialismo espiritual, tenía muchos proyectos, cada cual más raro e interesante. Ingo deseaba crear fábricas de agua embotellada y gaseosas de alta calidad denominada Amazonía Company que pudiesen desplazar a las archiconocidas bebidas de la Coke Compañy, argumentaba que las ganancias serían destinadas a los más necesitados y que así el poder económico pasaría de la aberrancia de unos pocos a la gran masa llamada humanidad. Su sistema económico solo funcionaría teniendo a favor la complicidad del humano común y silvestre, Ingo pensaba que esa era la única solución a la lepra espiritual que asola al mundo y cuyas llagas vemos día a día, una sociedad supurando pestilencia y desesperanza, repleta de emos adolescentes y niños sicarios. Su idea revolucionaría la economía de mercado, donde el ciudadano Página 157 compraría pensando que del dólar que paga por una botella de agua, 90 centavos irían a calmar el hambre y la sed de su antípoda africano o asiático o caribeño; también se dejaría de engordar las cuentas bancarias de quienes compran agua de Alaska a 10 dólares la botella. Una gran duda existencial lo atormentaba, Ingo ignoraba si el humano del blackberri y del ipad aceptaría comprar un producto sin posicionamiento de marca, dudaba si estaríamos preparados para tal revolución o si se debería aguardar hasta el año 2050 para que desaparezcan dos generaciones más de zombis tecnócratas que permita vislumbrar el cambio que el mundo reclama. ¡Ay Ingo, que será de tu vida y de tus locuras! Ingo tenía loco al alcalde con sus propuestas en pro de mejorar la educación y la salud de los niños inahuayinos. Necesitando dinero para financiar sus proyectos, ideó una estrategia; subido al árbol de mango tomaba nota del tráfico fluvial en una bitácora, pretendía imponer un impuesto solidario a cada embarcación que surcara el río Ucayali, una especie de peaje que contribuiría a financiar la Amazonia Company, marca registrada. Contabilizaba todo, desde canoas personales capaces de atravesar el intrincado laberinto de ríos y cochas, simples troncos horadados a hachazos y cuchillazos que a lo lejos parecían cascaritas secas de plátano; balsas formadas por troncos superpuestos, viviendas flotantes con gallinas en los techados y grandes recipientes de metal conteniendo tierra donde prender fogones; rápidos deslizadores con potentes motores fuera de borda; lentos botes peque-peque; pesados y herrumbrosos barcos de carga y pasajeros arrojando humo azul y espeso; barcazas cargando el contaminante petróleo; lanchones terroríficos arrastrando árboles muertos que a la distancia se confunden con inocentes cerillos. Su primer intento por cobrar el impuesto también fue el último. Decidió empezar con el ejemplo y bitácora en mano se plantó ante el deslizador del ayuntamiento de Inahuaya que estaba a punto de partir. Estiró la mano y le solicitó al burgomaestre un óbolo voluntario a favor de la economía solidaria espiritual. La autoridad hizo la mímica de sacar algo del pantalón y violentamente escupió un esputo verde y mucinoso en la oquedad de sus dedos estirados. Página 159 -¡insensible de mierda!-gritó Fulgencio. La expresión fue opacada por la risotada brutal de la tripulación. XVIII Convivir unas semanas con el hombre de la madera fue lo peor que me pasó. El marido de Toti era un esmirriado hombrecillo de melena grasienta y malhumorado que llegaba a casa al caer la tarde casi siempre bebido. Jamás había visto hombre tan mugriento, se llevaba una mano al sobaco como Napoleón y acariciaba su entrepierna como hacía Armstrong al salvarse del cáncer testicular, antes de ganar siete veces el Tour de Francia. Que antipático de ser humano, describirlo implica decir que un centenar de meteoritos impactaron en su cara y que tenía un máximo de 50 palabrotas por todo léxico, apenas maldiciones y groserías salían de su boca. Solapadamente percibía su sonrisa sardónica y la tensión helada de su mirada asesina. Toti temía las rabietas del maderero y hacia lo indecible por no desatar su ira, se preocupaba por tener la comida fresca y abundante, la cama y casita limpia y reluciente. Más para el infeliz nada era suficiente, cualquier nimiedad era un buen Página 161 pretexto para humillarla y tratarla peor que a un animal. El cavernario la estropeaba desde que llegaba, la acusaba de acostarse con todos los hombres del lugar incluso conmigo, de puta y perra la trataba. A media noche se escuchaban los quejidos de Toti quien sufría descargas orgásmicas como pararrayos en plena tormenta tropical, unos minutos después a mis narinas llegaban los efluvios del semen escurriendo por sus orificios. El sexo entre ella y el maderero eran las pastillas analgésicas en sus dolorosos ping pong de separaciones y reconciliaciones. Me encantaría narrar algunos detalles sórdidos pero lastimosamente esta no es una página pornográfica. Toti llegó contarme que cierta vez el degenerado le bajó unos embriones gemelares a punto de patadas. Enfréntalo, le recomendé, al ver su rostro petrificado de espanto; más nunca pensé que lo tomaría literalmente, yo tan sólo me refería a plantear cara al problema y separarse civilizadamente. Toti, harta de las palizas del malsano machista que tan solo después de castigarla se le apaciguaba la furia de oligofrénico que necesita dominar a alguien para sentirse algo en la perra vida. A pesar de temerle hasta el tuétano lo enfrentó abiertamente en una pelea a puño y patada limpia. ¡Qué valiente!, ¡que hidalguía de mujer!, digna descendiente de las amazonas que Fray Gaspar de Carbajal alabó. Aquella pelea fue un espectáculo macabro, pese al férreo empuje inicial, Toti fue cayendo ante el poder del macho dominante. El maderero la tomó de la cabellera con sus manazas inmundas y la obligó a comer arena, muy ufano el desgraciado se acomodaba el cinto con ambas manos en grosera señal de pertenencia. Lastimosamente las patadas y mordiscos de Toti no hacían mella alguna en el desgraciado, era como ver al valiente y combativo púgil filipino Manny Paquiau enfrentando al campeón mundial de peso pesado el ucraniano Vitali Klitschko en una pelea de 15 asaltos. La pelea se tornó horripilante, nadie intentaba separarlos y cuando yo pedí clemencia para Toti, un grupo de espectadores gritó que no me metiera en cosas de marido y mujer. Al ver llorar a su hija, la abuela de Luz de Selva me regaló una irónica sonrisa y recitó fríamente: Página 163 -Pedrito, lágrima de mujer y cojera de perro no has de creer-. Creo que a mí me dolió más que a Toti cada golpe que el bruto le propinó, sartas de puñetazos en los seños y cachetadas a granel. Una rabia asesina se apoderó de mí y sentí que todo el voltaje de la Central térmica de As Pontes en La Coruña se descargaba directamente en mi corazón. Impotente debí beber una taza de lágrimas amargas. Aquella misma noche fui a buscar a Toti y le ofrecí mi ayuda profesional, le ofrecí que en la revancha ella lucharía en igualdad de condiciones, peso a peso, una lucha justa. Como anestesiólogo que soy conozco demasiado bien el efecto de los órganos fosforados y a la mañana siguiente compré un insecticida. Le pedí a Toti que rociase un chorro del veneno en las sandalias del animal. En pocas horas el infeliz presentó nauseas y vómitos, diarreas y relajación de esfínteres. Continuamos intoxicándolo por todo un mes, durante todo ese tiempo el concha de su madre estuvo postrado en cama y apenas probaba agua, nada de comida. Bajó 35 kilos de peso y estaba débil y deshidratado. Eran al fin, justas cotejas. Al día 31 del envenenamiento, Toti sacó al convaleciente de su tarima y lo arrastró a la calle, al mismo lugar donde ella aguantó la consabida paliza. Allí se cuadró como un púgil rabioso y le dio la tunda de su vida, sus bíceps y cuádriceps latigaron una furia retenida. El esperpento no podía creer lo que veía, su cara desencajada y mirada desorbitada reflejaba su desconcierto. Toti lo masacró literalmente, incrustó su rostro agujereado en las múltiples cagarrutas caninas diseminadas por doquier, al tiempo que le soltaba una lluvia de invectivas. Sudorosa y con el cabello revuelto como furiosa medusa le gritaba exultante, ¡cabrón de mierda! y ¡comemierda! Cinco tardes consecutivas lo vapuleó, una por cada año de convivencia. Una multitud de mujeres del pueblo sintiéndose reivindicadas la aplaudían a rabian y hasta la ayudaron con unos buenos rodillazos y patadas. Se acabó el miedo para Toti, no más sobresaltos ni humillaciones. Muy a mi pesar debí detenerla, ya estaba bueno el estropicio, si seguía con su actitud justiciera iba a matar al hombre. ¡Comemierda!, le gritaban las mujeres al maderero cada vez que le veían, un horrible apelativo con que el pueblo lo bautizó. Página 165 Ningún hombre le hablaba ni se dignaba a mirarlo pues había dejado un pésimo precedente. A los pocos días el maderero se largó del pueblo con su orgullo destripado. Toti formó una organización femenina, Las Tigresas del Oriente, unos 200 años después que lo hiciera Flora Tristán en las Europas. Nunca es tarde para comenzar a luchar, el club tenía por logo una lata de insecticida. XIX Luz de Selva me comenzó a llamar espontáneamente de tío, a cada instante me obsequiaba frescas y deliciosas tajadas de sandía. La veía jugar con sus amiguitos y amiguitas adornados con costras y ralladuras. El grupo se revolcaba aparatosamente en el fango de las orillas como hipopótamos en el Kalahari, se lanzaban al agua desde precarios trampolines formados por resbalosos troncos unidos con lianas a modo de gigantescos códigos de barra. Varias veces los vi caer de bruces e hincar los dientes como castores. Al verlos bañarse como vinieron al mundo. Tras dejar sus ropitas convertidas en harapos de tanto uso y abuso, dobladitas con el cuidado de camisas Armani en una boutique de París, yo sonreía. Noté apenado que algunos de sus cuerpecitos tenían cicatrices de quemaduras, accidentes ocasionados por las bombas molotov con que se alumbran en las noches. Pícaros niños y adolescentes se burlaban graciosamente de mi persona, acentuando las zetas al Página 167 hablar y repitiendo como locos algunas de las palabras que yo usaba con más frecuencia: joder, tío, vale, gilipollas, cabrón. Aquellos memorables días me adentré en la selva, avancé en la espesura y reposé en el pasto suave y perfumado. Navegué en pantanos eternos repletos de guamas y piripiris y victorias regias. Disfruté de las lloviznas y de las locuras del clima. Una ligera garua podía convertirse al rato en una fabulosa tormenta tropical cargada de rayos formidables y escandalosos truenos; cuando al fin escampaba, el firmamento paría arcoíris superpuestos que impresionaba un desfile de banderas gay. Algunas veces me subí al árbol de mango donde Ingo elucubraba sus ideas para salvar al mundo. En respetuoso silencio lo acompañaba a contemplar la policromía del verde. A veces yo tenía la impresión de estar dentro de una película de Jurassic Park. Sobre los enormes árboles jaurías de monitos organizaban tremendas orgías que me recordaron una bella frase de Ernesto Cardenal “todo el cosmos copula”. Para poder ingresar de paciente a un manicomio, apenas faltó que apareciera entre la vegetación el temible hocico de un velociraptor o la motosa barba de Steven Spielberg. Asistí a una febril sesión de Ayahuasca donde paseé por territorios desconocidos e insondables, bajo el susurro de palabras misteriosas y melodiosos cantos ancestrales me comuniqué con los espíritus de los bosques. Recibí en el rostro el espeso humo de tabaco expelido por el hocico de un chamán. Entenderme con él fue una hazaña lingüística, ultrajamos al idioma castellano sin compasión alguna. Tragué una pócima amarguísima y viajé al inconsciente, el ayahuasca es una vía milenaria y postmoderna de viajar por el universo a lo Star War, un fabuloso portal a dimensiones desconocidas. Todo a mi alrededor era energía extendiéndose sin fin, me vi en medio de sicodélicas serpientes alimonadas copulando entre sí que impresionaban caduceos de mercurio, el logo de las órdenes medicas de todo el orbe. Tuve ensoñaciones semiinconcientes, así las tortugas parecían Volkswagens, el zumbido de las mocas semejaba un escuadrón de f-16 en vuelo rasante. Lo más lindo fue el mensaje que la naturaleza me encargó para hacer llegar al Página 169 mundo, en plena sesión la palabra AMAZONAS apareció en el aire y recompuso sus letras una y mil veces hasta formar un holograma, una nueva palabra que a su vez era un pedido: MOZASANA. La naturaleza desea ser por siempre una moza sana. Tirado entre carrizos y tallos tiernos de bambú, fui testigo del poder infinito de la naturaleza y de la innata capacidad del ser humano de gatillar su propia mejoría física y espiritual. La historia del cuarteto oncológico se remontaba a aquel ritual. Los primeros indicios de regresar a Europa aparecieron cuando noté musgo y líquenes en los bordes de mis tarjetas de crédito. Antes de partir me concentré en retener aquellas sensaciones de paz natural y fijar los detalles del lugar en mis neuronas para retenerlos para siempre, pensando tal vez que algún día escribiría esto que hoy escribo. Conversé con los abuelos de Luz de Selva sobre el pedido de César de operar en la niña en España. Les informé que todos los gastos de la niña estaban asegurados gracias al esfuerzo y el tenaz trabajo de su ahorrativo padre. En ese punto volví a ver a César comiendo sanguches de 0,25 centavos de euro mientras yo me embutía salamis de 10 euros, muy apenado entendí que pese a su ausencia física fue un amantísimo padre. Contra todo pronóstico los viejecillos aceptaron mi propuesta y se quedaron llorando como unos niños, yo había sido explícito al informarles el riesgo quirúrgico que Luz de Selva corría. De regreso a Madrid procedí a iniciar los trámites para recabar Visas para la pequeña y para la tía Toti, una gestión más angustiante que el tumultuoso viaje que te he contado. Bueno, termino diciéndote que operaron a la niña exitosamente en el Hospital Gregorio Marañón. Luz de Selva logró salvar la valla de supervivencia, superó sin apremios la cirugía reparadora de aneurisma de cayado aórtico a tórax abierto a la que su progenitor siempre se negó a someterse. Hoy vive feliz en Madrid con la tía Toti que a su vez se casó con un ex torero español. Poseen un pequeño negocio, y por cierto, cada vez que voy a visitarlas, el tesoro me pasea por su banco de frutas donde termino con la boca embutida de fresca y deliciosa sandía. Página 171 Página 173