Así nació la aviación

Transcripción

Así nació la aviación
ASI NACIO LA
AVIACION
Condensado del libro de John Evangelist Walsh
Uno de los sucesos épicos de la historia de la humanidad (la invención del avión) ha
estado envuelto en la bruma durante casi 75 años; los inventores Wilbur y Orville
Wright apenas se distinguen del uno del otro, y sus descubrimientos han sido eclipsados
por el rápido avance de la tecnología, que en el lapso de una sola vida humana ha
puesto los planetas a nuestro alcance. Ahora John Evangelist Walsh rectifica la historia y
revive brillantemente toda la emoción, las frustraciones, los triunfos y los dramáticos
momentos de las primeras y vacilantes aventuras del hombre en el reino fantástico de la
navegación aérea.
Delgado, de nariz aguileña, Wilbur Wright tomó un tren en Dayton (Ohio); llevaba
consigo un baúl grande que contenía una buena provisión de herrajes de metal, unos 50
tirantes de madera delgados, varios carretes de alambre y un gran atado de tela de raso
blanco: los elementos de una “máquina voladora” desarmada (en este caso un
planeador).
Era el 6 de septiembre de 1900. Wilbur viajaba solo y se dirigía a Kitty Hawk, aldea
aislada en la sarta de islas arenosas llamadas Bancos Exteriores, frente a la costa de
Carolina del Norte. Había escogido aquel sitio después de enterarse de la velocidad de
los vientos que podía esperar allí.
“Es un esplendido lugar”, le había escrito Willian Tate, el director de la oficina local de
correos. “Los vientos son aquí constantes y en general de 15 a 30 k.p.h.”.
En Elizabeth City, cerca del estrecho de Albemarle, Wilbur contrató una goletita de fondo
plano para hacer la travesía de 65km hasta los Bancos. Al subir a bordo observó las
velas maltrechas, los cables deshilachados y la barra del timón en muy mal estado; pero
como hacía un día hermoso y soplaba una suave brisa, pensó que navegar de cinco a
seis horas por las plácidas aguas del estrecho no forzaría demasiado a la decrépita
embarcación.
A media tarde la goleta se hizo a la mar y poco después las aguas del estrecho se
extendían hasta la línea del horizonte sin señal de tierra. Al caer la noche el tiempo
empezó a estropearse y se descubrieron vías de agua en la nave, que se bamboleaba y
cabeceaba entre las olas. A medianoche el viento había adquirido proporciones de
borrasca.
De pronto el trinquete se arrancó ruidosamente de su percha y quedó gualdrapeando
prendido del mástil. Wilbur y un joven de la tripulación avanzaron por la inclinada
cubierta y lograron amarrar la lona, pero pocos minutos después se oyó otro estrépito al
soltarse la vela mayor. Entonces no les quedó sino un pequeño foque; si éste se
desprendía, la goleta estaría perdida.
Con pocas alternativas entre si, el patrón decidió jugarse el todo por el todo; viró en
redondo para poner la popa al viento, mientras oraba para que la violenta maniobra no
los echara a pique. Crujiendo y escorando, la goleta se mantuvo a flote y corrió viento
en popa alocadamente hacia el norte, haciendo agua todavía. Era más de la una de la
madrugada cuando los exhaustos navegantes pudieron al fin guarecerse detrás de un
cabo protector.
Allí permanecieron hasta las tarde del 12 de septiembre. Luego, tras remendar las velas
y con sólo una brisa ligera, se aventuraron a salir nuevamente a mar abierto. A la hora
del crepúsculo Wilbur pudo distinguir la sombra plana de una isla que rompía la línea del
horizonte, y a las 9 la goleta entró en la ensenada de Kitty Hawk.
Wilbur pasó la noche a bordo y a la mañana siguiente se dirigió a casa de Willian Tate. A
corta distancia de esa casa Wilbur levantó un cobertizo de lona donde comenzó a armar
su máquina.
Sólo la suerte impidió que Wilbur y sus efectos no encontraran un lugar de reposo
eterno en el fondo del estrecho de Albemarle. No asombraba a los lobos de mar,
conocedores de la región, que la tormenta se hubiera desencadenado aquel día, ni que
el dios de los vientos se hubiese enfurecido contra un hombre que venía a disputarle su
antigua dominación de los cielos. Pero con tal suerte, y con su voluntad indómita, Wilbur
y su hermano Orville realizarían algún día uno de los más antiguos sueños del ser
humano: conquistar el aire.
Una pasión dominante
Resulta irónico que en la mente popular la imagen de estos dos hermanos se haya
confundido, y que sus personalidades y realizaciones se mezclaran hasta el punto en
que, para la mayor parte del público, soy hoy casi imposibles de distinguir.
Orville, cuatro años menor que su hermano, gastaba bigote, era voluble y sociable;
hacía amigos con facilidad y más tarde fue admirado por su destreza técnica y su
competencia como piloto. Sin embargo, cuando ambos se presentaban en público,
Wilbur era el que más solía llamar la atención.
Wilbur aborrecía la charla trivial, y era tan reservado que a menudo daba a quienes lo
conocían la impresión de frialdad, reforzada por su laconismo cortante. Tenía el rostro
moreno, completamente afeitado, delgado y anguloso, casi macilento, lo que le daba
cierto aire de intelectual, fiel reflejo de la impresionante capacidad mental que poseía.
La pasión de resolver el problema del vuelo dominaba exclusivamente a Wilbur, aunque
contó con la valiosa ayuda de su hermano, y es claro que no era una ambición vulgar.
En realidad se trataba de un esfuerzo ardiente para dar sentido a su vida y expresión
cabal a aptitudes que, en otro caso, parecían destinadas a frustrarse.
En 1885, cuando Wilbur cursaba el último año de enseñanza media, recibió en el rostro
un terrible golpe con un palo de hockey imprudentemente blandido por un opositor, y la
boca le quedó convertida en una masa de sangre y dientes rotos. Los cuidados médicos
y una dentadura postiza le restauraron la cara, pero pronto se le presentó una
enfermedad estomacal crónica y, lo que fue más grave, una cardiopatía. “A todos
parecía”, narra un biógrafo, “que el chico había quedado baldado de por vida”.
Durante los ocho años siguientes, hasta que cumplió los 26, Wilbur no tuvo empleo fijo.
En un momento pensó consagrarse a la carrera eclesiástica, pero abandonó el proyecto
y no hizo planes para tener ninguna otra ocupación. Llenaba sus días leyendo y
trabajando en casa, hasta que llegó a la lúgubre conclusión de que estaba destinado a
morir muy joven. “¿Qué hace Wilbur?” preguntaba un hermano mayor en una carta a la
hermana. “¿Sigue de cocinero y de camarero?”
Una chispa brotó en su imaginación en 1894, dos años después de que él y Orville
habían abierto un tallercito de bicicletas en Dayton. La suscitó un artículo del McClure’s
Magazine en que se describía el trabajo de Otto Lilienthal, ingeniero alemán de 46 años
de edad quien, con unas alas rígidas parecidas a las del murciélago, había logrado volar
en un planeador, no una sino cientos de veces.
El tema del vuelo en aparatos más pesados que el aire no impresionaba mucho en
aquella época al público. Ocasionalmente la prensa popular publicaba algún artículo en
que se hacían confiadas predicciones; pero casi siempre las impugnaban otros diarios.
Sólo de tarde en tarde un inventor despertaba cierta emoción al construir realmente una
maquina para volar. Casi todas imitaban en su diseño a las aves, con alas que debían
batirse manualmente, o bien con un motor de vapor. En los 20 años que trascurrieron
antes de que se despertara el interés de Wilbur por el asunto, cuatro veces construyeron
los inventores aviones grandes con alas fijas e impulsados por hélices, pero todos los
ensayos resultaron infructuosos.
El único del cual pudo haber leído Wilbur fue el prodigioso esfuerzo de Hiram Maxim,
diseñador norteamericano radicado en Inglaterra a quien se debe la primera
ametralladora eficiente. Al estudiar el problema del vuelo, Maxim dedujo que la potencia
era el requisito fundamental. En consecuencia, hizo un enorme aparato que pesaba
cuatro toneladas, iba montado sobre ruedas y tenía un motor de vapor de 300 h.p. que
hacía girar dos hélices, las mayores construidas hasta entonces, cada una de cinco
metros y medio de punta a punta.
El monstruo se elevó varios centímetros, pero, después de avanzar muy poco, Maxim vio
que no podía gobernarlo y rápidamente lo desconectó. La maquina cayó por tierra muy
estropeada. Frustrado en sus siguientes experimentos, el precursor inglés abandonó la
empresa.
Lilienthal, por su parte, se inició con un estudio minucioso del vuelo de las aves. El
descubrimiento esencial que hacía posible sus planeos, según explicaba McClure’s, era la
“suave curvatura” de la cara superior del ala, de adelante hacia atrás, que el alemán
había copiado de las aves. Esta delicada comba era lo que daba al ala su poder de
sustentación, aun cuando Lilienthal no sabía exactamente por qué.
Wilbur admiraba la audacia de este alemán, pero lo que más le impresionó fue lo
inadecuado de su sistema de mandos. Las alas no estaban siempre niveladas, sino que
con cada ráfaga de viento se balanceaba hacia uno u otro lado. Colgado debajo de ellas
en una armadura especial, Lilienthal daba patadas a derecha o a izquierda tratando de
nivelar el aparato. Wilbur comprendió que esto sólo se lograría con alas de muy pequeño
tamaño, pero con las grandes, si la ráfaga era muy súbita o violenta, no podía esperarse
que la compensara el cambio de posición del peso de un hombre.
Meditaba Wilbur en estos problemas cuando se enteró de que sus conclusiones habían
resultado trágicamente acertadas. A principios de agosto de 1896, en un vuelo a
excepcional altura, el planeador de Lilienthal picó y, a pesar de sus frenéticos pataleos
para enderezarlo, cayó a tierra. El valeroso aviador se desnucó y murió al día siguiente.
Una visión brillante
Durante otros dos años Wilbur no hizo gran cosa en el campo de su interés, como no
fuera leer lo poco que podía encontrar sobre el tema y pasar muchas horas de su tiempo
libre observando a las aves. En la primavera de 1899 escribió a la Institución
Smithsoniana , en Washington, para pedir mayores datos; y así comenzó un período de
intenso estudio y experimentación “un hombre solo y sin ayuda”, como él mismo decía.
La Institución le contestó en junio, y le envió cuatro folletos y una bibliografía. De estos
estudios Wilbur Right llegó a la conclusión de que no existía una verdadera “ciencia” del
vuelo.
“En aquel tiempo no había un arte de volar, en el verdadero sentido de la palabra, sino
solamente el problema del vuelo”, escribió. “Miles de hombres habían soñado con
maquinas voladoras, y unos cuantos hasta habían construido aparatos a los que daban
este nombre y que podrían hacer cualquier cosa menos volar. Se habían escrito miles de
páginas sobre la llamada ciencia del vuelo, pero en su mayor parte las ideas que
exponían, así como los diseños para las máquinas, eran mera especulación y
probablemente erradas hasta en un 90 por ciento”.
A pesar de toda esta confusión, y al cabo de tres semanas de iniciar sus estudios a
fondo, Wilbur Wright logró descifrar el secreto esencial que más tarde haría posible el
nacimiento del avión.
Entrañaba la misma deficiencia que él había observado en el planeador de Lilienthal: el
control lateral o nivelación de lado a lado. La idea se le ocurrió, según relataría después,
al observar el vuelo de unos pichones. La oscilación de las alas de estas aves (el
inclinarse de un lado al otro) ocurría demasiado rápidamente para que se pudiera
explicar por el cambio de posición del cuerpo del pájaro. “Operaba una fuerza distinta
indudablemente de la gravedad”, indicó.
Cuál sería esa fuerza, fue la cuestión que lo ocupó durante mucho tiempo. Luego se le
ocurrió: “Si el borde posterior del ala derecha se dobla hacia arriba y el de la izquierda
hacia abajo, el pájaro se convierte en un molino de viento animado. Así recupera su
nivel, aunque haya sido lanzado de lado, por así decirlo, como he visto con mucha
frecuencia”. Continuando sus estudios llegó al convencimiento de que él era el único
poseedor de este secreto, y de que lo que se necesitaba era inventar un mecanismo en
el que se tuviera en cuenta este principio. Unas seis semanas después se le presentó la
solución, súbita y cabal.
Wilbur estaba solo en el taller, porque Orville se había tomado un día de descanso. Llegó
un cliente con una bicicleta que tenía un neumático desinflado. Wilbur sustituyó la
cámara de aire por una nueva, y el cliente se marchó.
Tomó entonces la angosta caja de cartón de la cámara para tirarla a la basura, pero algo
le hizo detenerse, y todas las imágenes de alas que habían flotado en sus sueños hacía
varios meses se desvanecieron, dejándole sólo una visión brillante. En vez de
contemplar en su mano una caja de cartón vacía de unos cinco centímetros de anchura
por otros tantos de altura y 25 de longitud, visualizó el modelo perfecto de las alas de
un biplano.
Se sentó ante su mesa de trabajo y trazó en el recipiente una serie de vigorosas líneas
verticales de arriba abajo, a lo largo de cada borde, de tal manera que tenían la
apariencia de montantes. Los dedos de la mano izquierda se le crisparon; el cartón se
torció de manera que el margen posterior bajó un poco. Al mismo tiempo dobló con la
otra mano el lado derecho, pero al contrario, es decir, que el margen posterior de la caja
se levantó ligeramente. Al instante vio que un juego de alambres dispuestos con poleas
entre dos superficies de aeroplano lograría el mismo efecto de “alabeo” que sus dedos
habían dado a aquel recipiente de cartón.
Trabajando por las noches hasta tarde, Wilbur construyó un modelo grande, que
completó el 27 de julio, menos de una semana después del incidente de la cámara de
aire. La envergadura de las alas era de un metro y medio, y cada una medía 30
centímetros de adelante atrás. Tenían una ligera comba o curvatura, como lo había
indicado Lilienthal. Las alas debían volarse como una cometa y la acción de alabeo se
gobernaría con cuerdas que el inventor sostendría con la mano desde tierra.
“Lancé al aire este aparato hacia fines de julio de 1899”, recordaba más tarde, “en un
campo situado al oeste de Dayton. Ahora es parte de la ciudad, pero en aquel tiempo
era un lugar retirado donde yo pensaba que nadie me importunaría”. Orville no estaba
presente, y salvo dos o tres escolares que se acercaron a curiosear, nadie lo
interrumpió. Las pruebas que hizo fueron del todo satisfactorias.
“¡Bájenme!”
El propósito principal de Wilbur en su viaje a Kitty Hawk, el año siguiente, era probar sus
controles en un planeador de tamaño natural tripulado por un hombre. El alabeo de las
alas parecía en principio perfecto, y debía mantener el aparato nivelado de un lado al
otro; pero para el control longitudinal, o sea, de adelante atrás, había resuelto usar un
elevador; un pequeño plano horizontal colocado adelante, no atrás. Este artefacto no era
nuevo en la aeronáutica, pero el conocimiento de su función era casi exclusivamente
teórico.
Conocía el delicado problema que se planteó a todos los precursores de la aeronáutica.
Como el aeroplano llevaría al hombre a un medio desconocido, tenía que inventar
simultáneamente el aparato y aprender a usarlo. Un mal cálculo en cualquiera de las
actividades podría redundar en lesiones graves e incluso en la muerte instantánea.
Su técnica consistió en avanzar poco a poco. Primero haría volar el planeador como si
fuera una cometa tripulada, manteniéndola sujeta de una cuerda a una torre de madera.
Así, con un riesgo mínimo, esperaba pasar varias horas cada día en el aire, probando los
mandos u mejorando su habilidad. Sólo cuando se sintiera más seguro ensayaría el
planeo libre, y esto también lo haría por etapas.
Después de unos diez días de trabajo en el cobertizo junto a la casa de Tate, quedaron
terminadas las dos alas, que medían cinco metros de envergadura, preparadas para
unirlas a los montantes. El planeador no tenía cola, pues Wilbur creía que la experiencia
de los demás había demostrado su inutilidad. Un cambio de última hora en el tamaño de
las alas lo obligó a volver a coser la cubierta de raso que había llevado consigo, lo cual
hizo en casa del jefe de correos sirviéndose de la máquina de coser de la señora Tate,
mientras ésta iba de un lado a otro sacudiendo la cabeza y lamentando el desperdicio de
tan hermosa tela que hubiera podido servir para hacer vestidos. En eso recibió una carta
de Orville, que se había quedado en Dayton. Le anunciaba que, como no había mucha
actividad en el taller, podría ir a acompañarlo; y en efecto, llegó el 28 de septiembre
provisto de una gran tienda de campaña. Los dos hermanos pensaban vivir y trabajar en
ella, pues era suficientemente grande para albergar el planeador.
El 6 de octubre estaba terminado el planeador, lo mismo que la torre de madera.
Soplaba un viento de 40 k.p.h. En la mitad del plano inferior se había dejado abierta una
sección angosta, de unos 45 centímetros a lo ancho, en la cual iría el tripulante tendido
boca abajo. Descansaría los codos en el borde de ataque del ala y la cintura en un
travesaño de madera, y llevaría los pies en contacto con la palanca que accionaba el
mecanismo de alabeo de las alas.
Orville y Tate sostenían en las manos sendas cuerdas amarradas cerca de las puntas de
las alas. Wilbur subió al aparato y las cuerdas se fueron largando poco a poco. El viento
elevó fácilmente la máquina voladora a unos cuatro metros y medio.
Pero poco después empezó a corcovear; bajaba violentamente la parte delantera y luego
subía con igual rapidez; todo el aparato se bamboleaba de un lado a otro. La voz de
Wilbur dominó el fragor del viento: “¡Bájenme! ¡Bájenme!” Los ayudantes tiraron de las
cuerdas y pudo regresar a tierra y salir del artefacto arrastrándose.
--¿Qué pasó? –le preguntó su hermano.
--Prometí a nuestro padre que me cuidaría –musitó Wilbur.
Volvió a subir en el planeador, que esta vez se mantendría más cerca de tierra. No se
repitieron las violentas sacudidas, y empezó a manipular cuidadosamente el mando de
alabeo y el elevador. Con gran satisfacción comprobó que la máquina respondía, y tras
media hora de práctica declaró que ya estaba preparado para la torre.
Con el fuerte cable de la torre conectado al centro del plano inferior y con Wilbur a
bordo, Orville y Tate hicieron subir el planeador en el viento hasta que se estabilizó
aproximadamente a la altura de la torre, a unos cuatro metros y medio. En seguida
largaron más las cuerdas, y la máquina flotó libre, sostenida más o menos estacionaria
por el cable de la torre. Fue una experiencia emocionante para Wilbur, que veía la tierra
moverse y danzar a sus pies. Pero poco a poco advirtió que algo fallaba.
Las alas no se sostenían en la posición esperada, o sea casi paralelas a la tierra, sino
que se empinaban mucho hacia arriba contra el viento, y todo el aparato volaba a un
ángulo que Wilbur estimaba por lo menos de 20 grados respecto de la posición
horizontal, impedía volar y estorbaba el funcionamiento de los mandos.
Wilbur permaneció en la torre unas tres horas antes de darse tristemente por vencido.
Al parecer las alas no tenían sustentación suficiente y, en efecto, las pruebas posteriores
demostraron que sólo podían soportar la mitad del peso que él había calculado.
¿Cuál sería el defecto? ¿La curvatura de las alas o comba, como se llamaba? ¿La
cubierta de raso? ¿El tamaño? Habían construido las alas según las tablas normales de
presión atmosférica que se usaban entonces, y Wilbur estaba seguro de no haber
cometido ningún error. ¿Sería posible que estuvieran equivocadas las tablas mismas, tan
laboriosamente compiladas a lo largo de los años por Lilienthal y otros?
Wilbur tuvo que renunciar a las muchas horas de práctica que se había prometido. Para
sostener el planeador en la posición adecuada, necesitaría vientos de 55 a 65 k.p.h., y
sería casi una locura que él, sin ninguna experiencia, se elevara en medio de corrientes
tan violentas.
En las dos semanas siguientes hicieron pruebas continuas con el planeador, y en una
ocasión sin piloto, pero nada ofrecía a Wilbur la clave del misterio. “Cuando
terminamos”, relató Orville, “Wilbur estaba tan confundido que ni siquiera podía plantear
una teoría”. El 23 de octubre los hermanos Wright se despidieron de los Tate y se
embarcaron de regreso a tierra firme.
En las seis semanas pasadas en los Bancos, Wilbur comprobó el valor de sus mandos
básicos, aunque fue muy poco lo que aprendió de su manejo. Pero los controles, como
tuvo que aceptar de mala gana el inventor, eran inútiles con alas que no volaban bien.
Regaló el planeador a los Tate, y de allí a poco la mayor parte del costillaje, los
montantes y largueros tan cuidadosamente labrados por las manos de Wilbur
alimentaban el fuego en la cocina del jefe de correos, mientras la hija del matrimonio
andaba por los caminos de arena con un vestido de raso.
Un elemento secreto
Nuevamente en Dayton, Wilbur unió dos largueros de madera en forma de una gran v,
cuyo vértice fijó en un pivote que le permitía girar a la derecha o a la izquierda. En
seguida hizo varias alas pequeñas de madera, de diferentes tamaños y combas, que
probó unas con otras, dos a la vez, montándolas en los brazos de la v y exponiendo al
viento el artefacto.
Aunque reconocía que este aparato era bastante burdo, parecía confirmar su sospecha
de que las tablas de Lilienthal eran inexactas y que se necesitaban alas de superficie
mucho mayor. Se puso, pues, a construir un nuevo juego de alas con envergadura de
6,70 metros y anchura de 2,13. El peso total de la nueva máquina era casi el doble de la
primera: 44,5 kilos.
Los hermanos regresaron a los Bancos en julio de 1901, y establecieron su campamento
a unos seis kilómetros al sur de la casa de los Tate, cerca del cerro Kill Devil, duna de
unos 30 metros de altura desde la cual pensaban iniciar sus vuelos en planeador. Los
experimentos del primer día (unos 20 vuelos hechos por Wilbur) fueron una gran
desilusión. El mando longitudinal (el elevador) no funcionó bien, la máquina se elevó en
dos ocasiones a una altura peligrosa y (lo que era peor) el problema de la sustentación
seguía en pie.
Durante los diez días siguientes Wilbur voló la máquina como una cometa, y al fin
resolvió reducir la comba de las alas y el área del elevador. Descubrió que con ello
mejoraba el control longitudinal, y el 8 de agosto despegó 13 veces desde un punto
bastante alto en la ladera del Kill Devil. El problema de la sustentación seguía por
resolver, pero fue su primer día de verdadera satisfacción. Determinó intentar un viraje
al otro día.
Hacía más de medio siglo que todos los interesados en la aeronáutica suponían que una
máquina voladora tendría que virar en el aire tal como un buque cambia de rumbo en el
agua, es decir, por medio de un timón, sin variar el nivel de las alas. Casi todos, por
supuesto, habían observado que no era ese el método de que se valen las aves, las
cuales comienzas su viraje con una inclinación lateral en la que un ala se levanta
mientras la otra se inclina hacia abajo. Se pensaba que el hombre probablemente no
podría alcanzar esta libertad de maniobra en el aire; y en todo caso, virar sin inclinar el
aparato sería preferible a lo que hace el pájaro, pues permitiría al piloto conservar su
cómoda posición vertical.
No se sabe cuándo empezó Wilbur a pensar en emular a las aves, pero la idea debió de
ocurrírsele espontáneamente, puesto que el principio de alabeo del ala fue lo que
permitió la inclinación lateral del planeador en el aire.
Se lanzó la máquina casi desde la cima del cerro Kill Devil el 9 de agosto. Tan pronto
como Wilbur sintió que tenía un buen dominio del aparato, activó los alambres de
alabeo, las alas respondieron y la nave inclinada viró hacia la izquierda. Sin embargo, a
los diez segundos de vuelo el piloto sintió una vaga inestabilidad. Sin perder un
momento, enderezó otra vez el ala y aterrizó.
Hizo otros tres vuelos sin virar; luego, en medio de una inclinación lateral en el quinto
intento, el ala baja izquierda tocó tierra, el planeador se vino abajo entre una lluvia de
arena y Wilbur fue lanzado de cabeza contra el elevador. Por milagro sólo sufrió algunas
magulladuras en la nariz y en el párpado, pero no pudo volver a elevarse antes del 14
de agosto.
En los tres días siguientes despegó media docena de veces, y el 16 de agosto había visto
lo suficiente para confirmar sus temores. El viraje con inclinación lateral de las aves
ocultaba un elemento secreto. “Nuestra máquina no gira siempre hacia el ala más baja”,
escribió, “lo cual es un resultado inesperado y que desbarata completamente nuestras
teorías”. Entonces comprendió el defecto; la misma acción de alabeo que inclina las alas,
originaba más resistencia. Mientras que la velocidad del ala baja permanecía poco más o
menos constante, la alta se retardaba cada vez más, tirando en sentido contrario a la
dirección deseada y convirtiendo el aparato en algo muy parecido a un pájaro con un
ala rota.
Fue un desencanto abrumador. Wilbur escribió: “Cuando salimos de Kitty Hawk a fines
de 1901, era dudoso que volviéramos a reanudar nuestros experimentos”. En el tren de
regreso a Dayton permaneció en un mutismo más profundo que de costumbre. Hubo un
momento, sin embargo, en que pareció despertar para declarar enfáticamente que, si el
hombre alguna vez llegaba a volar, “no sería dentro del término de nuestra vida… ¡ni
siquiera dentro de un milenio!”
Una máquina nueva
Trascurrían las semanas y no cesaba la melancolía de Wilbur por su fracaso. Veía ante sí
una serie de intrincadas dificultades, de las cuales sólo habían tenido una levísima
noción los demás experimentadores. Las tres dimensiones principales del ala:
envergadura, comba y cuerda (que es la medida desde adelante hasta atrás) tenían
entre sí relaciones muy estrechas en que las variaciones parecían infinitas.
La idea que finalmente lo curaría de su melancolía no fue repentina. Empezó con una
carta de otro precursor, Octave Chanute, interesado en el vuelo desde hacía casi 40
años, y su libro Progress in Flying Machines, publicado en 1894, fue el primer tratado
histórico amplio del tema. Wilbur había sostenido correspondencia con él después del
primer viaje a Kitty Hawk, y el estudioso había visitado a los hermanos Wright el verano
anterior. En su carta invitaba a Wilbur a hablar ante la Sociedad Occidental de
Ingenieros, de la cual Chanute era presidente. El discurso, que pronto habría de
reconocerse como un hito en la literatura aeronáutica, fue pronunciado por en inventor
en Chicago el 18 de septiembre de 1901.
Proyectando fotografías y dibujos sobre una gran pantalla, Wilbur presentó un resumen
de sus experimentos, incluyendo el secreto del alabeo de las alas. Confesó que su más
grande desilusión había sido descubrir el defecto en las tablas de Lilienthal, tenidas por
buenas durante tanto tiempo. Chanute, muy complacido con el discurso, quiso publicarlo
en los Anales de la Sociedad; pero Wilbur vaciló. Se sentiría más tranquilo si pudiera
hacer antes unos cuantos ensayos para comprobar la magnitud de los errores de
Lilienthal. Era muy grave rechazar públicamente las conclusiones de una autoridad
reconocida.
A su regreso a Dayton, armó un aparato de prueba parecido a la v de madera que había
usado el verano anterior, pero resultó muy burdo. Entonces recurrió a un objeto común
en su tiempo: una veleta, pero en vez de la ancha paleta le conectó dos modelos de alas
dispuestas de tal manera que el embate del viento sobre una de ella haría girar el
indicador hacia la derecha, y hacia la izquierda so pegaba sobre la otra.
Para poder regular a voluntad las condiciones del experimento, montó su aparato en un
extremo de un “canal” hecho con una vieja caja y colocó un ventilador para soplar por él
una corriente continua de aire. Algunos cálculos sencillos basados en los ángulos que
adoptaba la veleta le permitían obtener conclusiones sobre la capacidad comparativa de
sustentación de los modelos de alas. Un solo día de trabajo con este instrumento le
bastó para cerciorarse, y escribió a Chanute: “La tabla de Lilienthal adolece de graves
errores”.
Y después hizo un nuevo descubrimiento: el túnel aerodinámico, abandonado por la
ciencia después de haber sido utilizado más de 30 años atrás, permitía reducir el ingente
problema del diseño de las alas a una sencilla serie de operaciones matemáticas.
El instrumento que entonces construyó Wilbur, con materiales recogidos en el taller de
bicicletas, resultó valiosísimo para descubrir principios fundamentales que nunca se
habían entendido, lo mismo que para suministrar un tesoro de precisiones sobre las
propiedades y el funcionamiento de las alas. En total registró y valoró más de 1000
lecturas. En seguida, entusiasmado con las prometedoras perspectivas de sus
observaciones, escribió audazmente a Octave Chanute que el avión práctico y con motor
ya no estaba sino “a muy pocos años” de distancia.
El nuevo planeador diseñado aquel invierno no era sólo una versión a mayor escala de
uno de los modelos ensayados en el túnel, sino que se combinaban en él propiedades de
tres o cuatro alas en miniatura. El cambio más notorio fue en la envergadura: las
nuevas alas medían 9,80 metros, y sin embargo el peso (casi 51 kilos) apenas había
aumentado. La comba era la más ligera ensayada hasta entonces, y el control del alabeo
de las alas también se modificó. Se instaló una cuna poco profunda en la cual apoyaba la
cadera el tripulante que accionaba el alabeo moviéndose a derecha o a izquierda.
Sólo una característica era totalmente nueva: la cola. Armado sobre largueros que se
extendían más de un metro de las alas hacia atrás, se elevaba una especie de timón
angosto de dos aspas, pero fijo. Wilbur esperaba resolver así el problema del viraje.
El último secreto
Los hermanos Wright regresaron a Kitty Hawk a fines del verano de 1902, y el 20 de
septiembre, con la ayuda de Tate, llevaron el planeador al cerro Kill Devil. Wilbur
empezó con una serie de vuelos cortos en línea recta. En un aterrizaje estuvo a punto de
estrellarse, pero declaró que la falla había sido suya, y no del aparato, cuya fuerza
ascensional y cuyos controles de estabilidad respondían cabalmente a sus deseos.
Ya era tiempo de que Orville empezara a adiestrarse, y el 23 de septiembre se dirigieron
los hermanos y Tate a un cerrito situado al oeste de la gran duna. Orville dio muestras
de ser un buen discípulo, que por instinto hacía las maniobras adecuadas. Por la tarde
regresaron al cerro grande.
Tras un vuelo de Orville, Wilbur se elevó en el planeador, voló una distancia de unos 60
metros, pero sintió una perturbación muy extraña. Cinco o seis veces la máquina osciló
mucho de un lado al otro, “escorando hacia la derecha y luego a la izquierda”. A pesar
de esto, permitió a su hermano menor que volviera a elevarse.
Despegando desde más abajo en la falda del cerro, Orville gobernó bien el planeador
durante un lapso breve. Luego, como las alas empezaron a inclinarse al ser azotadas por
un viento oblicuo, aplicó el alabeo confiando en restablecer el equilibrio, pero entonces
el ala alta se elevó más aún, la nariz del aparato se levantó y empezó a volar hacia
atrás. El aparato volvió a inclinarse hacia adelante, giró rápidamente en círculo, tocó el
suelo con la punta de un ala y se desplomó pesadamente sobre la arena. Orville explicó
a su hermano que la causa fue no haber aplicado a tiempo el mecanismo de alabeo de
las alas.
Tras un par de vuelos de Wilbur, en los cuales ejecutó medios virajes a izquierda y a
derecha, volvió a elevarse Orville, y antes prometió a su hermano maniobrar con mayor
atención. Pero casi inmediatamente tuvo otra vez dificultades.
Navegando a una altura de nueve metros, vio alarmado que “una de las alas se estaba
levantando demasiado y la máquina derivaba lentamente en dirección contraria”. Movió
las caderas para activar el alabeo y hacer bajar el ala. El ala alta se levantó de pronto
más todavía, la nariz se elevó también y el artefacto empezó a deslizarse de lado.
Completamente al garete, se fue deteniendo, quedó un momento suspendido en el
viento y, en seguida, fue lanzado hacia atrás otra vez contra el cerro. Orville apenas
tuvo tiempo de volver la cabeza, aterrado, antes del choque.
El planeador pegó contra el cerro, rodó unos cuantos metros y se detuvo convertido en
un montón de largueros quebrados y tela hecha jirones. Wilbur y Tate acudieron a todo
correr y vieron que Orville forcejeaba para salir de los escombros, aturdido, pero ileso.
Hechas las reparaciones, volvieron a llevar el planeador al cerro grande el 29 de
septiembre, pero también en esa ocasión, aunque algunos de los vuelos fueron
perfectos, tanto Orville como Wilbur sintieron aquel extraño resbalamiento lateral que
parecía indicar el comienzo de un barreno del ala baja. Lo que hacía difícil diagnosticar
ese deslizamiento era que se presentaba en el momento menos pensado. ¿Por qué unas
veces el aparato surcaba el aire tranquilamente, y luego, en condiciones aparentemente
iguales, todo se tornaba confusión?
En los días siguientes los hermanos realizaron otros 40 vuelos, la mitad cada quien. El
giro y el resbalamiento ocurrían mas o menos a cada tercer vuelo. Algunos aterrizajes
fueron tan violentos que, como dijo Wilbur, “a veces nos considerábamos afortunados de
haber salido ilesos”. Sin arredrarse por ello, ambos siguieron tenazmente dedicados a su
propósito, “corriendo el riesgo” deliberadamente una y otra vez.
Al fin Wilbur encontró la solución. Supuso que el origen de las dificultades estaba
exclusivamente en la cola, que a veces recibían el embate del viento por mal lado. “Si
aquella fuera la verdadera explicación”, escribió el mayor de los dos hermanos, “para
remediar los giros intempestivos habría que poner una veleta vertical móvil”.
El concepto era totalmente nuevo. Otros que habían hablado de una cola móvil
pretendían que se usara para dirigir el aparato, pero ninguno de aquellos diseños se
había llevado a la práctica en un vuelo real, pues, si así hubiera sido, pronto se habría
demostrado que ese timón “de dirección” no era práctico. El timón móvil de Wilbur tenía
únicamente el propósito de mantener el equilibrio; lo que producía el viraje del aparato
era la inclinación de las alas. Este descubrimiento, y el principio del alabeo del ala (que a
la postre dio origen al alerón) fueron los secretos fundamentales del vuelo gobernado
por el hombre. Un avión no puede volar sin tenerlos en cuenta.
Seis días después quedaron terminadas las modificaciones, y los dos hermanos
efectuaron unos 30 vuelos sin el menor percance y sin que volvieran a presentarse ni el
movimiento lateral ni el giro. El timón móvil había transformado mágicamente un par de
alas indómitas en una dócil máquina voladora. Ya no cabía ninguna duda: tal como lo
había establecido desde un principio Wilbur, el planeador que se pudiera gobernar en
todas las condiciones, una vez dotado de su propia fuente de fuerza mecánica, podría
volar y seguir volando hasta distancias imprevisibles.
Surge un rival
Los hermanos pasaron todo el interno perfeccionando el motor y las hélices, que
quedaron terminados a principios de junio de 1903; en seguida empezó la construcción
de la máquina, que ellos llamaban sencillamente el Wlyer (“el volador”). Aún estaban
dedicados a esta labor en julio cuando les llegaron noticias desconcertantes. Tendrían un
rival por el honor de ser los primeros en volar.
Este contrincante era el profesor Samuel Langley, astrofísico de fama mundial y director
de la Institución Smithsoniana. Fascinado por el vuelo de las aves desde su niñez,
Langley había iniciado en 1886 experimentos serios con máquinas más pesadas que el
aire. Durante los diez años siguientes, con ayuda de otros científicos, mecánicos,
ingenieros y obreros, sólo había conocido una serie de fracasos, a la que él mismo se
refería como “una historia de desastres”.
Pero en 1896, el mismo año en que murió Lilienthal, alcanzó un triunfo. Un “aeródromo”
(así lo llamaba Langley) que parecía una libélula monstruosa y pesada cerca de 14 kilos,
fue lanzado con una catapulta desde una casa flotante en el río Potomac. Era un modelo
no tripulado, con un motorcito de vapor, y voló unos 750 metros antes de ir a posarse
en el agua sin estropearse. No tenía más control que una cola rudimentaria, pero fue la
primera vez que un modelo había volado efectivamente y el acontecimiento se difundió
ampliamente en la prensa del país.
En virtud de un convenio secreto, la Secretaría de la Guerra de los Estados Unidos le dio
50.000 dólares y toda la ayuda necesaria para construir un aeroplano grande. Pasaron
cinco años. A mediados de julio de 1903 se informó que la casa flotante de Langley, en
cuya cubierta habían instalado una gran catapulta muy compleja, estaba anclada en el
Potomac. Adentro, a punto para armarla en el momento preciso, guardaban la máquina
voladora.
El 8 de agosto sacaron con grúa el aparato. No era de gran tamaño; para poner a
prueba sus teorías, Langley había construido otro modelo, esta vez de un cuarto del
tamaño del definitivo, y también debía volar sin tripulación. En un titular un tanto cruel,
el Times de Nueva York informó del resultado del experimento: “Avión submarino: Un
defecto del mecanismo de dirección lo hunde en el agua”.
A pesar de este fracaso, Langley insistió valerosamente en que “se obtuvieron todos los
datos que esperábamos de esta máquina”. Si esto era así, quizá el profesor Langley
estaba más cerca de lo que parecía del verdadero vuelo. Los hermanos Wright no podían
saberlo con precisión.
Wilbur y Orville no quisieron apresurarse. Como había que hacer trabajo mecánico en los
Bancos, Wilbur resolvió levantar un segundo cobertizo que serviría de taller y hangar. Él
y su hermano armarían el Flyer y, antes de montar el motor, ensayarían el aparato
como un planeador… precaución obvia y necesaria. Si todo salía bien, algún día, hacia
fines del mes de octubre, uno de los dos haría la primera tentativa. Parecía que para
entonces Langley seguramente ya se habría elevado por los aires.
“Ahora nos toca a nosotros”
Los hermanos regresaron a Kitty Hawk en septiembre. Mientras construían el nuevo
cobertizo, reanudaron la práctica con el planeador de 1902. El 7 de octubre el diario
registra el único trabajo: una modificación de la vieja máquina. No sabían que Langley,
sin aviso previo, había hecho su intento. “Fracaso de la máquina voladora”, anunciaba el
Times de Nueva York. “La inmensa nave aérea avanzó velozmente por una pista de 20
metros, fue llevada por su impulso 100 metros y luego cayó gradualmente al río
Potomac, de donde salió totalmente desbaratada. En ningún momento hubo nada que
pareciera un vuelo”.
Los Wright seguramente supieron la noticia al cabo de uno o dos días. Su único
comentario, que se sepa, está en una carta de Wilbur a Chanute: “Veo que Langley ha
hecho su ensayo y a fracasado. Parece que ahora nos toca a nosotros echar los dados, y
no sé con qué suerte correremos”.
El 9 de octubre empezaron a armar el Flyer. Mientras tanto había llegado George Spratt,
uno de los ayudantes de Chanute, ansioso de estar en el primer ensayo del Flyer, y
Chanute también había escrito que esperaba poder acudir. Su carta llegó a manos de los
hermanos el primero de noviembre. En ella les remitía incluso un recorte de periódico.
Decía que el profesor Langley, aunque muy desilusionado, había logrado que el Ejército
le concediera audiencia para solicitar permiso de hacer otra prueba. El 8 de noviembre
debía reunirse una junta. Si Langley lograba persuadirla, podría estar preparado unos
cuantos días después. Lo más probable era que ya hubiera empezado a reparar su
máquina.
Las alas del Flyer de los Wright, de 12 metros de largo, estaban preparadas. Todavía
faltaba por armar y adherir la cola. Después de eso, deberían dedicar por lo menos unos
días a hacer pruebas de planeador. Tardarían luego otra semana en montar el motor y
probarlo en tierra. Según este programa, aunque no hubiera ningún percance, el Flyer
no estaría preparado antes del 15 de noviembre.
Aquella noche Wilbur tomó una decisión que no sólo fue la más audaz, sino la más
temeraria de su vida; Orville estuvo de acuerdo: se cancelaría la prueba del Flyer como
planeador. A la mañana siguiente empezarían temprano a montar el motor y las dos
hélices mientras terminaban la cola. Si trabajaban de día y de noche sin descanso, tal
vez les bastarían tres días, o acaso cuatro. Originalmente habían proyectado despegar
con un viento de 25 k.p.h. Resolvieron que cuando todo estuviera terminado, el 5 o el 6
de noviembre, despegarían con cualquier viento que soplara.
Al día siguiente iniciaron un programa de inusitada actividad, y el 4 de noviembre Orville
anotaba en su diario: “Nos falta medio día para terminar”. Por desgracia hubo que
suspender los preparativos, pues se observó un defecto que no habían advertido antes:
excesivo juego en los cubos de las hélices, agravado durante una prueba por el
funcionamiento desigual del motor, al punto de que la vibración de las hélices había
torcido sus ejes tubulares. Sería necesario enviarlos otra vez a Dayton, para lo cual se
ofreció Spratt, quien en ese momento se disponía a regresar.
El 25 de noviembre, otra vez dispuestos para la prueba, hicieron un nuevo
descubrimiento: uno de los ejes reconstruidos tenía una fina rajadura capilar. Se
convino en que Orville iría a Dayton para fabricar nuevos ejes, esta vez de sólido acero
de muelle. Partió el 30 de noviembre; calculaba regresar a las dos semanas. Si Langley
se proponía hacer otro ensayo ese año, seguramente lo habría intentado antes del
regreso de Orville.
Y así ocurrió. Cuando Orville regresó, el 11 de diciembre, traía una noticia que fue tan
bien recibida como los nuevos ejes: tres días antes Langley había fracasado más
rotundamente que antes. Esta vez, en el momento del lanzamiento, su máquina apenas
había pasado del borde de la plataforma cuando se le desprendieron las alas. “El
gallinazo se destroza”, proclamaba un titular del Post de Washington. “Cayó en el agua
como una manotada de cemento”, informaba otro diario del país.
La carrera de Langley había terminado, y en su caída arrastró consigo gran parte de la
poca fe que hasta entonces se tenía en la maquina voladora. Después un gran sector de
la nación y del mundo estaba dispuesto a aceptar la vieja sentencia: si Dios hubiese
querido que los hombres volaran, hace tiempo que nos habrían nacido alas.
Cuantro vuelos históricos
El 13 de diciembre amaneció despejado y perfecto, con viento de unos 25 k.p.h. Pero
era domingo. Y ni siquiera para realizar el primer vuelo de la historia faltarían los
hermanos a la palabra que habían dado a su padre, de santificar el día del Señor.
También el lunes hubo cielo azul, aunque con vientos débiles. Por la tarde resolvieron
dirigirse al cerro Kill Devil para hacer la prueba, y a las 1:30 izaron una bandera, la
señal convenida para prevenir al Puesto de Salvavidas de Kitty Hawk. Al dirigirse los
Wright hacia el cerro se les unieron cinco espectadores.
Para despegar, el aparato debía montarse en una plataforma con ruedas que corría
sobre una pista de madera forrada de hierro y de 18 metros de longitud. El extremo
superior de este riel de despegue fue fijado sobre la arena a 45 metros de altura en la
falda del cerro, y colocaron el Flyer sobre él. Pusieron en marcha el motor y durante
algunos minutos ambos hermanos escucharon muy atentos su ruidoso ronroneo,
haciendo al mismo tiempo la última comprobación del estado de las hélices. Luego
Wilbur, sacando del bolsillo una moneda y volviéndose a su hermano, la arrojó al aire.
Orville pidió, y Wilbur ganó.
Calándose la gorra, éste subió a bordo. Se oyó un grito. Se inclinó a soltar el cable de
retención y el aparato avanzó, primero lentamente, pero fue ganando velocidad.
Los hermanos esperaban mantenerlo en el aire tanto tiempo como durara el
combustible, y llevaba suficiente para 13 km. Pero el vuelo terminó a menos de cuatro
segundos del despegue, tras correr sólo 32 metros. La mala salida tuvo la culpa, según
Wilbur, y ni él ni su hermano tomaron en cuenta la experiencia como un vuelo legítimo,
pues lo había facilitado la gravedad, además de resultar demasiado corto.
La mayor parte de los dos días siguientes se emplearon en reparar el patín de aterrizaje,
que se averió en el vuelo de Wilbur. En la mañana del jueves 17 de diciembre el tiempo
había empeorado, y la luz mortecina se reflejaba aquí y allá en pozas de lluvia
congelada. Saliendo del cobertizo, Wilbur encontró vientos fluctuantes de unos 40 k.p.h.
Tendrían que esperar para continuar las pruebas.
Dos horas después todavía estaban agazapados al amor de la estufa, cuando uno de
ellos, no se sabe cuál, propuso impaciente que de todas maneras trataran de volar.
Era el turno de Orville. Diez años después recordaría vívidamente el riesgo que corrió:
“Hoy no se me ocurriría hacer mi primer vuelo en una máquina desconocida, con un
viento de 43 k.p.h., aun sabiendo que el aparato ya había sido probado y ofrecía
seguridad”.
A las 10 de la mañana se izó la bandera de señal y ambos empezaron a colocar la pista,
esta vez en la base llana del cerro. Hacía tanto frío que tenían que regresar a intervalos
para calentarse las manos ante la estufa. Cinco espectadores desafiaron el frío para
observar y ayudar en caso necesario.
Cuando todo estuvo a punto, Wilbur y Orville se apartaron un poco de los demás. “Se
estrecharon las manos después de un rato”, recordaba John Daniels, “y no pudimos
dejar de observar que permanecían mucho tiempo con las manos enlazadas, como si no
quisieran separarse”.
Cuando Orville subió al aparato, Wilbur recomendó a los espectadores: “No pongan cara
triste; rían, griten y aplaudan para animar a mi hermano cuando se eleve”. Los
presentes, en efecto, hicieron una ruidosa demostración.
Dominando el estruendo del motor se alzó la voz de Orville anunciando que estaba listo.
Se soltó el cable de retención. El Flyer avanzó mientras Wilbur ayudaba a mantenerlo
nivelado agarrando los montantes del ala derecha. En el momento de llegar al final de la
pista, Orville movió el elevador y el Flyer se levantó inclinándose ligeramente. Al pasar
del final de la pista los patines estaban a menos de un metro de arena. Wilbur se detuvo
a observar atemorizado.
El Flyer se niveló y siguió subiendo hasta que llegó a una altura de tres metros; luego se
inclinó mucho, volvió a levantarse, volvió a inclinarse y se elevó otra vez. A unos 30
metros de vuelo hizo la última inclinación hacia abajo y recorrió seis metros más. Luego
los patines tocaron tierra.
Wilbur y los demás corrieron a felicitar a Orville. Wilbur sabía que se había logrado algo
decisivo; y en efecto, este vuelo de Orville, de 36 metros y medio en 12 segundos, se
reconoce hoy universalmente como el primer vuelo de la historia de la aviación. Pero en
Kitty Hawk, el 17 de diciembre, ninguno de los dos hermanos aceptaba la prueba
incondicionalmente. Había sido demasiado breve.
Con ayuda de los espectadores, el Flyer, que pesaba 270 kilos, fue llevado otra vez al
deslizadero de arranque y Wilbur subió a bordo. Rebasando el punto hasta donde había
llegado Orville, voló otros 15 metros y luego aterrizó. Tiempo total de vuelo: 13
segundos.
Volvieron a llevar el Flyer al punto de arranque y Orville se elevó. Esta vez la máquina
se detuvo a 60 metros de distancia. Tiempo en el aire: 15 segundos.
Exactamente a mediodía Wilbur inició el cuarto ensayo. No empezó bien, pues el piloto
corregía demasiado con los controles y se presentaron inmediatamente ondulaciones,
pero el Flyer siguió adelante, y a los 90 metros de distancia las caídas y subidas
empezaron a ser menos pronunciadas. A una altura de tres metros sobre la arena, el
Flyer volaba directamente contra el viento avanzado de 150 metros, 180, 200, mientras
la reluciente envergadura de las alas se iba empequeñeciendo contra el fondo gris de la
arena y el cielo, y el ruido del motor iba disminuyendo. A unos 240 metros de distancia
el aparato empezó a cabecear otra vez y el vuelo terminó a poco menos de 260 metros
al cabo de 59 segundos.
Trasladaron el Flyer una vez más al campamento y allí lo dejaron mientras conversaban
en grupo. De pronto alguien gritó. El viento había levantado al Flyer y lo había echado
hacia atrás. Wilbur corrió al frente, pero no pudo detenerlo. Orville y John Daniels
corrieron por detrás mientras las grandes alas rodaban “como un paraguas vuelto al
revés”. Daniels quedó enredado entre los tirantes de alambre.
“No sé cómo ocurrió eso”, comentaría después, “pero me vi atrapado en esos alambres
y el aparato daba vueltas y más vueltas, y yo estaba cada vez más enredado en él.
Cuando al fin paró un segundo, casi rompí todos los alambres y montantes al tratar de
zafarme”.
Fuera de la ropa desgarrada y unos cuantos rasguños, Daniels no sufrió heridas graves;
pero el Flyer quedó desbaratado. El motor se había soltado; los montantes y las costillas
se rompieron. Aquella temporada no habría más vuelos.
Guardaron la máquina, y a media tarde los dos hermanos se dirigieron por la costa a la
estación meteorológica de Kitty Hawk para enviar un mensaje a su padre. El telegrafista
cometió un error al transmitir el tiempo de vuelo, que fue en realidad de 59 segundos,
de manera que el telegrama decía: “cuatro vuelos con buen éxito jueves por la mañana
todos contra el viento de 21 millas (34 k.p.h.) despegando desde un llano con sólo la
fuerza del motor velocidad media en el aire 31 millas (50 k.p.h.) el más largo 57
segundos informa prensa regresamos a casa para navidad”.
Esa noche otro de los hermanos, Lorin, llevó el informe al Journal de Dayton. El director,
viejo periodista llamado Frank Tunison, ni siquiera se volvió a mirar. “¿Cincuenta y siete
segundos?” comentó con sequedad. “Si hubieran sido 57 minutos tal vez habría sido
noticia”.
En el pastizal de Huffman
Se ha insistido mucho en que la prensa norteamericana no tuvo la menor idea del
alcance de lo que los hermanos Wright habían logrado, ni informó adecuadamente de
ello. La verdad es que, a pesar de la momentánea incomprensión de Tunison, la prensa
si tenía el más vivo interés en descubrir toda la verdad; pero precisamente eso era lo
que Wilbur no quería dibulgar.
A los cinco testigos oculares del éxito obtenido en las pruebas con el Flyer se les había
pedido que no hablaran del asunto, fuera de reconocer que se había hecho un vuelo. A
Chanute y a Spratt se les rogó no dieran detalles de la construcción del aparato; y en
cuanto a fotografías, de las cuales se habían tomado como una docena, por ningún
motivo debían salir del poder de los Wright.
A pesar de todo, dos activos reporteros del Virginian-Pilot de Norfolk pronto
descubrieron la noticia, que se publicó el 18 de diciembre bajo un gran titular de primera
plana. Contenía muchos errores, pero no dejaba duda de que los hermanos Wright
habían volado. Aquel día sólo otros dos diarios publicaron la noticia, pero al anochecer
los periodistas empezaron a buscar a los Wright en su casa de Dayton y, entre el 18 y el
22 de diciembre, la prensa de todo el país publicó la información que logró cosechar.
Cuando los Wright llegaron a su casa el día 23, la encontraron rodeada de periodistas, a
cuyas preguntas ambos se negaron a responder. Los reporteros que acudieron en los
días siguientes no los hallaron más comunicativos.
Al fin, después de Año Nuevo, los hermanos emitieron una declaración para corregir los
errores que se habían publicado, pero en ella no revelaron nada nuevo. El último párrafo
de la declaración nos da la clave: “Como todos los experimentos los hemos realizado a
nuestra propia costa, no estamos dispuestos por el momento a suministrar fotografías ni
descripciones detalladas del aparato”. Cesó el desfile de los periodistas. Al fin y al cabo,
la historia inevitablemente saldría a la luz. No era posible usar un avión ni experimentar
con él en secreto.
Pero esa era precisamente la idea que Wilbur había concebido. Se proponía perfeccionar
el aparato hasta la etapa de uso práctico, el punto en que podría venderse más
ventajosamente, sin mostrarlo al público ni revelar su funcionamiento. Pensaba que la
venta del Flyer como secreto total le daría un ingreso inmediato suficiente para
garantizarle independencia económica vitalicia “sin explotar el invento comercialmente si
contraer responsabilidades comerciales”.
A fines de abril de 1904 un tranvía interurbano, de la línea que hacía el servicio entre las
poblaciones del sur de Ohio, se detenía en la solitaria estación de Simms, a unos 13
kilómetros al oriente de Dayton, y de él descendían Wilbur y Orville. Ante los hermanos
Wright se extendía una zona de tierras labrantías.
Se dirigieron los dos a determinado campo y lo cruzaron hasta llegar a un gran
cobertizo. Se quitaron la chaqueta y empezaron a abrir cajas y a esparcir materiales
para el Flyer numero dos. Este mismo viaje lo repitieron todos los días, excepto los
domingos, durante un mes, y a mediados de mayo quedó terminado el nuevo Flyer. El
trabajo se había llevado a cabo sin intrusos. Wilbur escribió en una carta: “Creo que los
periodistas no se han llegado a enterar de lo que estamos haciendo”.
El campo era parte de una granja lechera perteneciente al presidente de un banco de
Dayton, Torrence Huffman. Esta pradera, protegida en dos de sus lados por sendos
lienzos de altos árboles, ocupaba 36 hectáreas de terreno llano, campo suficiente para
volar, y estaba en el centro de una zona poco poblada. La única amenaza verdadera a la
intimidad eran los tranvías y la parada en la estación de Simms. Los tranvías llegaban a
intervalos de 30 minutos. Wilbur pensó que bastaría programar los vuelos entre una y
otra llegada.
Con todo, de vez en cuando los curiosos podrían ver hasta los vuelos bajos y cortos, y
para frustrar el inevitable fisgoneo de la prensa, Wilbur ideó una ingeniosa treta. La
tarde del 25 de mayo, en respuesta a invitaciones escritas dirigidas a todos los diarios
de Dayton y Cincinnati, acudieron una docena de reporteros al pastizal de Huffman. Sólo
había una prohibición con carácter terminante: tomar fotografías del aparato.
Sacaron el Flyer y Wilbur subió en él. El aparato avanzó, pero al final de la pista, en vez
de ascender airosamente, cayó torpemente en la hierba, resbaló unos metros y se
detuvo. Wilbur explicó a los periodistas que había ocurrido una avería en el motor, pero
que al día siguiente quedaría arreglada.
A la otra tarde se había congregado menos público y los resultados fueron casi los
mismos. Wilbur presentó excusas por el mal funcionamiento del motor y agregó que el
viento era muy flojo. No estaba seguro de cuando podría intentar un nuevo vuelo.
Los directores de diarios y periodistas de Dayton y de las ciudades circunvecinas
archivaron la historia en espera de acontecimientos más positivos. Parecía que, pese a
los éxitos de los hermanos Wright en Kitty Hawk, la era del vuelo todavía no
despuntaba. Años después Wilbur recordaba con satisfacción este engaño, observando
“qué bien logramos despistar a la prensa durante las dos temporadas de experimentos
en Simms”.
Los vuelos empezaron pocos días después de que los periodistas se retiraron, pero sólo
el 13 de agosto logró Wilbur sobrepasar la mayor distancia obtenida en Kitty Hawk; voló
más de 300 metros, Inventaron en seguida una catapulta sencilla para acortar el
despegue, y la primera vez que se usó, el 7 de septiembre, Wilbur voló unos 425
metros. El 20 del mismo mes cerró un círculo por primera vez y Orville repitió esta
hazaña el 14 de octubre. Finalmente, el 9 de noviembre, Wilbur voló más de cinco
minutos en cuatro vueltas alrededor del campo, en las que hizo un recorrido total de
cinco kilómetros.
En 1905 estaban preparado para la última etapa; 30 amigos suyos convinieron en que,
en el momento propicio, harían una descripción de lo que habían visto, pero sin dar los
detalles del Flyer. En presencia de éstos, en días sucesivos Orville voló 19 kilómetros,
luego 15, 25 y 30, y Wilbur coronó esta exhibición el 5 de octubre con un vuelo en que
recorrió 39 kilómetros.
Durante estos últimos vuelos largos los Wright advirtieron por primera vez la nueva
dimensión casi mística que habían agregado a la experiencia humana. “Más que nada”,
comentó Wilbur, “la sensación es de paz perfecta, mezclada con una emoción que tensa
los nervios al máximo, si se puede concebir semejante combinación”.
Después del último vuelo del 5 de octubre desarmaron el aparato y lo guardaron,
Habrían podido continuar, pero ocurrió lo inevitable: el Daily News de Dayton, al oír
rumores de “vuelos sensacionales”, publicó una breve nota. Un diario de Cincinnati la
reprodujo al día siguiente, y pronto apareció en el prado de Huffman una multitud de
curiosos… pero allí ya no había más que ver que vacas y caballos.
Ni espectadores ni aplausos
Cualquiera hubiera pensado que la máquina voladora estaba a pocas semanas de su
presentación en el escenario mundial, y que los Wright cosecharían una gran fortuna. No
sucedió así. Todavía habrían de transcurrir más de dos años y medio de enojosas
negociaciones con Estados Unidos y algunos otros países antes de que ocurriera ese
gran acontecimiento.
No se debió a la falta de visión de los gobiernos, sino a la inflexibilidad voluntad de un
hombre: Wilbur Wright, quien no estaba dispuesto a permitir, de ninguna manera, que
el presunto comprado viera el Flyer, ni en el aire ni en tierra, hasta que tuviera en su
mano debidamente firmado un contrato aleatorio cuya estipulación principal fuera que
los hermanos Wright recibirían determinados pagos tras demostrar la máquina en vuelo.
Con cualquier otro invento esta posición habría podido sostenerse; pero como todo le
mundo suponía que una máquina voladora no se podía perfeccionar a escondidas,
afirmar que ya se había logrado eso era exigir mucho de la credulidad humana. Un corto
vuelo en público habría bastado para disipar todas las dudas en forma sensacional, pero
Wilbur no quería correr tal riesgo antes de haber firmado el contrato. (La patente básica
de los Wright relativa a sus artefactos de control estaba todavía pendiente.) Pasaban los
meses sin que los dos hermanos cedieran ni un punto, pese a las reiteradas súplicas de
parientes y amigos.
Primero ofrecieron el Flyer al Ejército de los Estados Unidos; luego a los gobiernos de
Inglaterra, Francia y Alemania. Todas las negociaciones estaban estancadas. Los Wright
se negaban incluso a mostrar los planos de la máquina. Y la verdad era que no los
tenían.
El factor que al fin modificó la situación fue la competencia extranjera. En abril de 1903
Octave Chanute había visitado a Francia, donde dictó una serie de conferencias sobre el
planeador de los Wright de 1902, y divulgó tanto el secreto del alabeo de las alas como
el de la verdadera función de la cola. Aprovechando esta información, por lo menos doce
franceses habían construido planeadores “tipo Wright”. Muchos no seguían el diseño con
cuidado, o no lo entendían, pero se había formado un ambiente de optimismo.
En octubre de 1906 un brasileño rico que vivía en París, Alberto Santos-Dumont, hizo un
vuelo de 60 metros en una extraña máquina con alas hechas de celdillas de cometa.
Exhibió su invento ante una gran muchedumbre y un breve vuelo fue acogido con
aclamaciones de asombro. Sin embargo, los Wright no se conmovieron ante lo que
consideraban un “saltito”.
Santos-Dumont hizo algunas modificaciones a su aparato y en un mes después voló una
distancia de 200 metros ante un público que gritaba de entusiasmo; algunos lloraban de
emoción y otros hasta se desmayaban. No había la menor duda de que los 21 segundos
que permaneció en el aire constituían un vuelo de verdad, y Santos-Dumont empezó a
proclamarse persistentemente el primer hombre que había logrado volar. ¿Y donde
quedaban los Wright? le preguntaron. Replicó que en Francia nadie creía que hubieran
logrado nada.
Esta vez los hermanos pusieron atención. La posibilidad de que Santos-Dumont
produjera una máquina voladora práctica no les preocupaba, pues consideraban su
aparato un juguete extravagante, sin controles adecuados, incapaz de virar o maniobrar.
Lo que sí les preocupaba era la idea que se había difundido por todas partes de que el
vuelo del hombre era ya una posibilidad inminente. “Como obstáculo para las
negociaciones”, escribió Wilbur, “esto es casi tan grave como la realidad”.
Se reanudaron tentativamente las negociaciones, y en 1907 los Wright pasaron seis
meses en Francia consultando, escribiendo y reescribiendo interminables contratos,
aceptando con serenidad las críticas de la prensa hostil (“fanfarrones” era el calificativo
que les endilgaban más frecuentemente”.
No llegaron a ningún acuerdo, pero cuando Wilbur regresó a los Estados Unidos el
Ejército ya había cedido. En dos reuniones celebradas en Washington en diciembre,
Wilbur y la Junta del Ejército concordaron en las condiciones y la fecha para las pruebas
oficiales: septiembre de 1908. Mientras tanto se destinarían varios meses a mejorar el
motor y a convertir el Flyer de manera que pudiera llevar dos tripulantes sentados. Los
hermanos proyectaban probar el nuevo diseño en una sesión secreta en Kitty Hawk
durante la primavera.
El contrato con el Ejército quedó firmado a principios de febrero de 1908, y tres
semanas después el representante de los Wright en Francia logró al fin organizar un
sindicato para la fabricación comercial del Flyer. Las pruebas que se pensaban efectuar
en Francia se llevarían a cabo también en otoño.
La sesión de práctica en Kitty Hawk no resultó nada secreta, pues varios periodistas se
las ingeniaron para espiar las operaciones. Uno de ellos escribió: “Había algo misterioso,
casi sobrenatural en todo ese asunto. Allí, en la playa solitaria, se ejecutaba el acto más
grande de todos los tiempos, pero no había espectadores ni aplausos, y no se oía más
que el ruido de las olas al romper y los graznidos de las aves marinas asustadas”.
Era cierto. En los diarios se publicaron noticias de los 22 vuelos hechos por los Wright
durante los ocho días que permanecieron en los Bancos; pero no hubo la ferviente
reacción que habría sido de esperar. Era demasiado tarde para eso. Tanto en Europa
como en Estados Unidos otros hombres efectuaban vuelos cada día más largos y los
hacían en público, donde miles de personas podían compartir la emoción del
descubrimiento. Algunos habían comprendido el valor de los mandos de los Wright, y
modificándolos y adaptándolos habían logrado vuelos a mayores distancias: León
Delegrange voló 11 kilómetros en Milán; Louis Blériot recorrió 10 en Issy-les-Moulineaux
(Francia); y en ese mismo campo Henry Farman logró una marca de 20 minutos en el
aire. A la luz de tales espectáculos continuos y públicos, sin duda palidecía la hazaña
secreta de los hermanos Wright.
“Somos como niños”
Se decidió que Orville dirigiera la prueba para el Ejército de Estados Unidos, mientras
Wilbur pasaba a Francia, donde llegó a fines de mayo de 1908 y fue nuevamente
recibido con burlas por la prensa hostil, resuelta a defender la precedencia de los
aeronautas franceses. En junio se dirigió a Le Mans, con su gran hipódromo en cuyo
campo interior haría los vuelos. León Bollée, fabricante de automóviles, le ofreció los
talleres de su cercana fábrica para armar el Flyer.
Vestido con traje de faena, igual que los trabajadores de Bollée, Wilbur se puso a
trabajar con el mismo horario de diez horas de los demás y almorzaba con ellos en la
fábrica al mediodía. Para los obreros este comportamiento era extraordinario, muy
distinto de la imagen que se habían formado de hombres como Santos-Dumont, que no
trabajaban con las manos y sólo alternaban con sus iguales.
Ocurrieron muchas demoras, incluso una quemadura con agua hirviendo que sufrió
Wilbur en el brazo izquierdo al reventarse una manguera de su motor, pero el 4 de
agosto llevaron el Flyer en gran secreto de la fábrica a un cobertizo en el hipódromo. En
un rincón Wilbur instaló un catre, una silla, un lavabo y una pequeña estufa de gas, y allí
vivió durante los cinco meses siguientes.
Su impaciencia aumentaba cada hora, Henry Farman se había marchado a los Estados
Unidos para hacer exhibiciones en varias ciudades, con una garantía de 25.000 dólares,
y se informaba que en un campo de Long Island había congregado a miles de personas
que fueron a admirar una serie de cortos vuelos en línea recta. A pesar de que todavía le
molestaba la herida del brazo, Wilbur resolvió no esperar más. El 7 de agosto anunció
que volaría al día siguiente si el tiempo lo permitía.
A las 7 de la mañana Wilbur saltó de su catre, se puso su traje de faena y calentó un
poco de café; luego, por centésima vez, empezó a revisar sistemáticamente el Flyer.
Unos pocos periodistas madrugadores le oyeron silbar mientras martillaba. Una hora
después los obreros empezaron a instalar la pista y la catapulta. A las 10 las graderías
estaban llenas de espectadores. No se cobró la entrada, y muchas personas llegaron
preparadas para pasar el día en el hipódromo.
El Flyer fue trasladado a la pista de despegue; sus blancas alas brillaban al sol. Entonces
Wilbur desapareció, pero a los pocos minutos volvió a presentarse con traje gris, cuello y
corbata, y una gorra vuelta hacia atrás. Ningún aviador de la época hacía un vuelo de
exhibición vestido con traje de mecánico.
Encendieron el motor y Wilbur subió a bordo. Permaneció inmóvil unos cuantos
segundos, tocando las palancas de mando que tenía cerca de las rodillas. Lo que ocurrió
en seguida fue tan inesperado, rápido y gracioso, que los espectadores se quedaron
boquiabiertos. “En un abrir y cerrar de ojos actuó la catapulta”, narró uno de ellos. “El
señor Wright fue lanzado al aire mientras los espectadores nos quedamos pasmados”.
El Flyer se había elevado después de una corta carrera por el deslizadero y subió
velozmente a una altura de nueve metros. Un ascenso tan seguro era algo nunca visto
en Europa, donde el despegue no se lograba sino tras una larga carrera, y no siempre la
primera vez que se intentaba. La multitud lanzó gritos de admiración.
Pocos segundos después el ala izquierda del Flyer se inclinó hacia abajo al iniciar el
aparato un fuerte viraje. Ante este movimiento inesperado volvieron a subir los gritos de
la multitud, pues muchos creían que la máquina se estaba cayendo. Las señoras
gritaban y se tapaban los ojos para no ver esa “aterradora” inclinación de las alas, cosa
que entonces nadie entendía en Europa. Los que habían volado, habían visto vuelos o
leído acerca de ellos, creían que la manera adecuada de hacer girar una máquina
voladora era describir un amplio arco con muchas sacudidas y manteniendo las alas
horizontales. Allí, ante sus ojos sorprendidos, tenían a Wilbur Wright cerniéndose en alas
radiantes con toda la gracia ágil y la confianza de un ave.
Wilbur guió suavemente al Flyer descubriendo un círculo y pasando frente a las
graderías, Luego repitió una vuelta y volvió a pasar ante los espectadores, cuyos gritos
de angustia se habían convertido en frenéticas aclamaciones. Tras dos minutos en el
aire aterrizó con toda facilidad cerca de la catapulta. Antes de que se hubiera detenido
del todo, los espectadores invadieron el campo y corrieron hacia él agitando los brazos y
los sombreros, gritando sus felicitaciones, tratando todos de estrecharse la mano.
Dos o tres aviadores franceses estaban presentes, entre ellos Louis Blériot, a quien un
reportero se le acercó para pedirle su opinión. El aviador, vacilando para encontrar las
palabras adecuadas, contestó: “Considero que para nosotros en Francia, en todas
partes, ha empezado una nueva era del vuelo. Después de este acontecimiento no tengo
calma suficiente para expresar cabalmente mi opinión”.
Rey del Aire
A Orville también le había tocado su turno en Fort Myer (Virginia), donde el 9 de
septiembre por la mañana voló sobre los terrenos del Ejército durante 57 minutos y
subió a una altura de más de 33 metros. Por la tarde volvió a elevarse y voló más de
una hora. En los tres días siguientes sobrepasó repetidamente esta marca y al fin llegó a
una hora con 14 minutos y a una altura de 60 metros.
Fue una hazaña magnífica del hermano menor; la noticia causó sensación en Europa y
renovó la emoción que suscitó Wilbur. La mañana del 18 de septiembre éste recibió un
cablegrama cuando se preparaba a hacer un despegue. Se le informaba que la tarde
anterior, en un vuelo con un pasajero, Orville se había estrellado desde una altura de
más de 30 metros.
El pasajero, un joven teniente del Ejército llamado Thomas Selfridge, sufrió fractura del
cráneo y murió una hora después. Orville se fracturó una pierna, algunas costillas y la
cadera. Su estado no era grave, pero la convalecencia sería larga. La causa del
accidente fue una rajadura del grosor de un pelo en una de las hélices, lo cual produjo
una vibración que hizo a esa hélice romper uno de los alambres del timón.
Por respeto a la memoria de Selfridge, primera víctima del vuelo con motor, Wilbur
canceló sus planes y pasó el resto del día, como le escribió a su hermana, meditando
una y otra vez: “Si yo hubiera estado allí, eso no hubiera sucedido”.
Tres días después, todavía en Francia, volvió a elevarse, y durante los tres meses
siguientes hizo cerca de 100 vuelos. El último día de 1908 voló alrededor del campo una
distancia total de más de 145 kilómetros, y permaneció en el aire dos horas y 20
minutos, marca que no fue superada en seis meses.
Wilbur hizo el último vuelo público en 1909, en los Estados Unidos, y fue algo
sorprendente y único. La ciudad de Nueva York conmemoraba el tercer centenario de la
llegada del explorador Henry Hudson en su velero, el Half Moon. Se habían organizado
desfiles y banquetes; la ciudad estaba embanderada, y los periódicos predecían que más
de 1000 embarcaciones surcarían las aguas del bajo río Hudson: antiguos barcos de
velas cuadradas, buques de guerra de siete naciones y lujosos trasatlánticos, entre ellos
la última maravilla de los mares, el famoso Lusitania. Pero la atracción principal sería
indudablemente la exhibición del más reciente milagro del mundo: la máquina voladora
inventada y pilotada por Wilbur Wright en persona.
El vuelo oficial iba a ser largo (por lo menos 15 kilómetros). El 29 de septiembre Wilbur
hizo un vuelo corto de práctica, y regresó a su base en Governors Islandm, en el
extremo de Manhattan. Poco después de aterrizar hizo señales a su mecánico y se elevó
de nuevo.
Sobrevoló en un círculo la isla, ganando altura antes de dirigirse hacia el norte. Luego se
inclinó ligeramente y puso su mira en la Estatua de la Libertad.
El Flyer enfiló derecho hacia el colosal monumento. Con una fuerte inclinación lateral,
Wilbur pasó detrás de la efigie a no más de seis metros de las vestiduras metálicas de la
cintura y apareció debajo el brazo levantado que sostiene la antorcha, para repetir la
maniobra.
A su izquierda navegaba el Lusitania, que se dirigía a la salida del puerto, y Wilbur
resolvió pasar en frente del gran barco cuyas cuatro inmensas chimeneas se alzaban a
mayor altura que él. Súbitamente se oyó en toda la bahía la sirena ensordecedora del
trasatlántico británico que hacía un saludo, como escribió el reportero de un diario
estadounidense, “de la nave Reina de los Mares al Rey del Aire”.
Dos minutos después, al desembarcar Wilbur de su máquina lo rodeó una nube de
periodistas emocionadísimos por la audiencia del vuelo y su belleza simbólica. Lo
primero que notaron fue la calma extraordinaria de Wilbur, muy distinta de la
acostumbrada exuberancia de otros pilotos. Pero esta vez en sus labios apretados
jugaba una leve sonrisa mientras “se metía las manos en los bolsillos y parecía
ligeramente complacido”.
Cinco días después hizo el vuelo oficial yendo al norte hasta la tumba de Grant y de
regreso, en una distancia de 30 kilómetros. Todo centímetro disponible de costa a sus
pies y todas las azoteas estaban ocupadas por espectadores que agitaban los brazos y lo
aclamaban.
Wilbur Wright vivió tres años más antes de sucumbir de una fiebre tifoidea a la edad de
45 años, y casi todo ese tiempo lo pasó en medio de la agitación de los negocios. Pero
aquel día fue el de su triunfo. Al iniciar el descenso hacia Governors Island, era el foco
de millones de pares de ojos; el objeto brillante de un homenaje casi histérico de los
miles de embarcaciones reunidas para el acto.
Wilbur Wright era, indiscutiblemente, el “Rey del Aire”.
Orville Wright
Wilbur Wright
Selecciones del Reader’s Digest – Febrero de 1976
Transcrito por Rony Cruz Mendoza – 24 de Febrero del 2010

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