Retratos humanos de mi pueblo

Transcripción

Retratos humanos de mi pueblo
RETRATOS HUMANOS DE
MI PUEBLO
VÉlez rubio a comienzos del siglo XX
Miguel Guirao Gea
RETRATOS HUMANOS DE
MI PUEBLO
Vêlez rubio a comienzos del siglo XX
RETRATOS HUMANOS DE MI PUEBLO
Vêlez rubio a comienzos del siglo XX
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Miguel Guirao Gea
REVISTA VELEZANA
AYUNTAMIENTO DE VÉLEZ RUBIO (Almería)
1.998
FICHA TÉCNICA
© Edita: REVISTA VELEZANA, Ayuntamiento de Vélez Rubio.
© Texto: Miguel Guirao Gea.
© Prólogos: Miguel Guirao Pérez y Julio Alfredo Egea Reche
© Reseña biográfica, justificación, correcciones, notas y coordinación de la obra: José Domingo Lentisco
Puche.
© Dibujos: Antonio Egea Martínez.
© Portada: grupo de personas en la Carrera del Mercado en las primeras décadas de siglo. Fotografías de
las páginas 5, 7, 51, 52 y 227: Se reproducen por gentileza de Diego Egea Rame Martínez y Candelaria
Gónzalez Palanqués; las de las páginas 10 y 13 son propiedad de Rosa Egea Rubio.
Fecha: Septiembre, 1998
Tirada: 500 ejemplares
Depósito Legal: D.L. Al
ISBN: 84Realización del picado de textos: Segunda Vico Mateos (Vélez Rubio).
Realización de la maqueta de interior: Amando Fuertes Panizo (Almería).
Impresión:
AGRADECIMIENTOS DE REVISTA VELEZANA
A Miguel Guirao Pérez, de Granada, Catedrático de Medicina que fue de la
Universidad de Granada, hijo y «heredero» del legado y la memoria de Don Miguel, su
padre, y, muy especialmente, hombre activo y solidario con numerosas empresas sociales y culturales. Desde el primer momento nos ofreció su concurso, realizó el prólogo
y nos proporcionó, siempre con prontitud y eficacia, cuanta información le solicitamos:
originales, fotografías, notas, etc. Miembro del Consejo Asesor de Revista Velezana, de
su valía, capacidad y entusiasmo ya tienen los Vélez ejemplos palpables.
A Julio Alfredo Egea Reche, de Chirivel, «nuestro» creador literario más internacional y más «eterno», militante activo de la vida; pero, por encima de todo, amigo y
profesor de la naturaleza viva del paisaje y de las personas. También miembro del Consejo de Dirección de Revista Velezana, colabora de forma permanente con sus publicaciones y nos anima en nuestros quehaceres editoriales.
A Antonio Egea Martínez, de Vélez Rubio, «el pintor de los Vélez», apasionado por su tierra, la música y las artes plásticas; dispuesto siempre a «echar una mano»
generosa y altruista a quien necesite de sus conocimientos y técnicas. Los dibujos que
ilustran este libro son fruto de su imaginación y «buen hacer» a partir de los textos de
Don Miguel.
Índice
Preliminares
reseña biográfica de
don miguel guirao
gea . ......................................................................................................................................................
15
INFANCIA Y JUVENTUD...................................................................................................................................
15
VIDA PROFESIONAL, SOCIAL Y FAMILIAR................................................................................................
17
SERVICIO A SUS PAISANOS Y CARIÑO A SU TIERRA...........................21
ESTUDIOS, INVESTIGACIONES Y PROYECTOS CULTURALES
23
SOBRE LOS VÉLEZ........... ÁLBUM FOTOGRÁFICO....................................................................................................................
27
JUSTIFICACIÓN DE LA EDICIÓN
José Domingo
Lentisco Puche...................................................................................................................................
35
DON MIGUEL, MI PADRE
Miguel
Guirao Pérez........................................................................................................................................
39
DON MIGUEL: EL HOMBRE, SU TIERRA Y SUS PAISANOS
Julio
Alfredo Egea........................................................................................................................................
43
Retratos humanos de mi pueblo:
lez rubio a comienzos del siglo XX ....................... 51
VÉ-
PRÓLOGO............................................................................................................................................................
53
MARIANO GALERA TERUEL...........................................................................................................................
61
I. LA FAMILIA DE MARIANO..................................................................................................................
61
II. SIRVIENDO AL REY..............................................................................................................................
62
III. SU MATRIMONIO................................................................................................................................
66
IV. LA HERENCIA.......................................................................................................................................
72
V. «A SU PAECEL, SEÑORITO MIGUEL, ¿ME PAGARÁN A MÍ
LO MÍO?»................................................................................................................................................
74
VI. «YO P’ABAJO Y AQUELLO P’ARRIBA»...........................................................................................
79
VI. «¡CHAS, CON QUE USTED ES DON MISTOS!»...........................................................................
80
VIII. EN LA ALHAMBRA...........................................................................................................................
82
IX. «TRES GENERALES. VÁMONOS DE AQUÍ».................................................................................
83
X. EN EL CASINO DE GRANADA..........................................................................................................
85
XI. «ME TIE USTED QUE MERCAR UNA DENTAÚRA» . ...............88
XII. EL TABACO DE PEDRO MOTOS....................................................................................................
89
XIII. «YO COMER Y JUMAR BIEN Y IL MAJO»...................................................................................
90
XIV. LAS CUERDAS DE PEPE RÍOS.......................................................................................................
91
XV. EL CONTROL......................................................................................................................................
92
XVI. EL HUÉSPED......................................................................................................................................
94
XVII. OTRO ZAGAL...................................................................................................................................
96
FINAL...........................................................................................................................................................
100
EL TÍO GREÑICAS..............................................................................................................................................
103
EL MAESTRO POLILLA.....................................................................................................................................
111
EL TÍO SESERA....................................................................................................................................................
117
INDALECIO..........................................................................................................................................................
123
14
I
reseña biográfica de
don miguel guirao gea
L
a biografía más extensa y pormenorizada de Don Miguel Guirao Gea
la realizó en 1988 su hijo, D. Miguel Guirao Pérez, con
motivo de la publicación del libro: Apuntes históricos de Vélez Rubio
y la Comarca de los Vélez, obra póstuma donde se recoge una gran parte de
los escritos «velezanos» de nuestro autor. A falta, pues, de una necesaria y
exhaustiva biografía sobre este personaje principalísimo de la historia de la
localidad, para la presente ocasión hemos considerado oportuno realizar una
reseña sintética de cuanto allí se decía, haciendo especial incapié en aquellos
aspectos relacionados con los Vélez y transcribiendo algunos párrafos de Don
Miguel*. En ocasiones, hemos completado esta escueta reseña con otros testimonios de quienes le conocieron, apreciaron y dejaron su opinión escrita.
INFANCIA Y JUVENTUD
Nació en Vélez Rubio el día 7 de julio de 1886, hijo de D. Miguel Guirao Rubio,
«un modesto médico rural, apocado y desconocido», que ejerció la medicina
en la localidad desde 1872 a 1919, y de Dª María Gea Carrasco. El propio Don
Miguel recordaba así sus primeros años:
«Nací en Vélez Rubio. En aquella villa del Marquesado aprendí
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* ACLARACIÓN: Los textos propios de Miguel Guirao Gea aparecen referenciados con las siglas MGG, y
los de su hijo, Miguel Guirao Pérez, con MGP; a continuación, tras la coma, el número de página. Las obras de
Santiago Granados Cruz se titulan: Almería, mi España inmediata (Almería, 1972) y El arbitraje de Agapito o
la necesidad natural del diálogo (Almería, 1990).
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I
Reseña biográfica de Don Miguel Guirao Gea
a leer por voluntad de mi padre y a creer en Dios con mi madre
bendita». (MGG, p. 65).
«No se me va el recuerdo de la casa que nací, ni la habitación
en que pasé una conjuntivitis vestido de nazareno sentado en una
butaca, alumbrado por un candil ¡casi dos meses!, ¡qué tiempos
aquellos! ¡tenía cinco años!. (MGG, p. 69).
La casa, ubicada en la calle Sastra, aún se conserva en la actualidad, con una
placa conmemorativa en su fachada, colocada por el Ayuntamiento en 1977.
La infancia y parte de la juventud transcurrió en Vélez Rubio, donde cursó
primaria y secundaria en el Colegio «Nuestra Señora del Carmen», que dirigió,
a comienzos de siglo, D. Benito Navarro Moreno, uno de los personajes «retratados» en el presente libro.
Estudió el bachillerato en el Instituto de Almería hasta 1904, fecha en la que
recibió un premio de Ciencias Naturales de la citada institución (El Defensor de
los Vélez, nº 15, 10-VII-1904).
«Estudié por libre en el Colegio de Nuestra Señora del Carmen
y venía a examinarme a Almería. El viaje era una olimpiada de
paciencia. 24 horas en coche, al principio, en tartana con remudas
de caballos y comidas frías...». (MGG, p. 35).
Eventualmente, el nombre de Don Miguel Guirao, como el de su padre y su
familia, aparece en la prensa local velezana con motivo de viajes, enfermedades,
vida social, exámenes, etc. Concretamente, La Defensa, en dos ocasiones, en su
sección de «Noticias» recoge que, tras «obtener excelentes calificaciones en los
exámenes del último año de bachillerato celebrado recientemente en el Instituto
de Almería», habían regresado a la villa los «aventajados estudiantes» Florián
Ruiz Egea (hijo de D. Florián Ruiz Torrecillas, letrado y director del Colegio de
2ª Enseñanza «Purísima Concepción»; véase nota nº 10) y Miguel Guirao Gea
(19-VI-1904); poco después, en octubre, un grupo de 5 velezanos lograban el
grado de bachiller: Marcos de la Cuesta Gómez, Miguel Guirao Gea, Florián Ruiz
Egea, Francisco Fernández Carrasco y Marcos Ruiz Egea; los tres primeros,
con «brillantes calificaciones» (8-X-1904).
Como caso curioso anotamos que en la sección «Noticias» del semanario
La Defensa (15-V-1904), con ocasión del derrumbamiento de una casa en la
calle Zaguán, dice que, «con grave riego de sus vidas», acudieron dos jóvenes
para rescatar a su propietaria María Pérez Teruel (María, la de Juan de Dios el
de las Cabras) de entre los escombros: uno era Manuel Gea Fernández; el otro,
Miguel Guirao Gea, que entonces contaba con 17 años. Más tarde, en 1916,
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Reseña biográfica de Don Miguel Guirao Gea
I
siendo ya médico, publicaría un trabajo sobre anatomía médica en La Evolución
(nº 30 y 31; 6 y 13-II-1916).
Para proseguir sus estudios, a finales de 1904 pasó a Granada, donde fue
alumno interno de la Facultad de Medicina entre 1908 y 1911, obteniendo numerosos reconocimientos a su trabajo de estudiante: Premio Ovelar del Arco
de la Facultad de Medicina en 1908; Premio Extraordinario en la Licenciatura
de Medicina (1911) y Doctor con sobresaliente en la Universidad Central de
Madrid.
VIDA PROFESIONAL, SOCIAL Y FAMILIAR
«Terminada su carrera, no quiso ser médico de Topares, como
era la ilusión de su padre que lo veía cerca de él, pensando, quizás,
en que lo sustituyera más tarde en Vélez Rubio». (MGP, p. 37).
Como él mismo reconoce, su «inquietud» y el «destino» lo llevaron a ser
médico militar. Así, en 1911 ingresó en la Academia Médico Militar, logrando
el nombramiento a Médico 2ª (1912) y, más tarde (1914), a Médico 1º. Estuvo
destinado en varios lugares de la geografía española: Almansa, Reus, Valencia,
Figueras y, finalmente, en Ceuta y Melilla, tomando parte en las operaciones
militares en la zona Ceuta-Tetuán entre 1915 y 1916: «cuatro años en las posiciones y blancaos de África, viendo a la gente sufrir y morir», por las que fue
reconocido con varias medallas: la de Ciudad Rodrigo (1915) y tres cruces rojas
del Mérito Militar (1913-1915).
«Su vocación militar, ese especial talante, no le desapareció en
su vida. Su exactitud en las cosas, su educada intransigencia, su
porte erguido y echado hacia atrás, su gorro de disección hecho a
imagen y semejanza del de los soldados de su tiempo, el lazo de
la bandera española que no se cayó nunca del hojal de su bata,
eso y detalles constantes de su manera de ser y estar, han sido
exponentes de una vocación que tuvo que truncar cuando solicitó
la separación del servicio al pretender... un destino militar en la
misma ciudad de su plaza de catedrático, y obtener como respuesta
que en el ejército no se necesitaban sabios, cuando aportaba documentación que avalaban sus méritos científicos y académicos»
(MGP, p. 41).
Catedrático de Técnica Anatómica en la Facultad de Sevilla entre enero
a junio de 1918, pasó de inmediato a ejercer su profesión en la Cátedra de
Anatomía Descriptiva y Embriología de Granada, desde junio de 1918 hasta su
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I
Reseña biográfica de Don Miguel Guirao Gea
jubilación en 1958.
«Como catedrático, su perfil era una mezcla de maestro y militar, y uno de sus alumnos de aquella época escribía después que,
cuando D. Miguel entró por primera vez en clase, no sabían si había
entrado un catedrático o un capitán». (MGP, p. 41).
Ocupó varios cargos en la Universidad, entre ellos, el de Vicerector entre
1929 y 1930, en que dimitió, y Decano de Medicina entre 1940 y 1951, años de
intensa dedicación y grandes dificultades y penurias por la situación política y
social de España y Europa en plena época de conflictos bélicos y carestías de
posguerras.
«Cuando yo recibí el decanato pocas existencias había. Acababa de liquidarse nuestra cruzada y la Facultad no tenía reserva
alguna, casi. Fue preciso hacerlo todo y, en consecuencia, hube de
empezar la economía de todo lo posible, tomando la tarea de vigilar
los más costosos servicios en su desarrollo interno, en el hospital,
con las dificultades inherentes a la dualidad de procedencia de los
subalternos, logrando establecer un equilibrio económico que me
permitiera establecer ahorros» (MGG, p. 49).
Durante estos difíciles años fundó y fue Secretario General de la Sociedad
Anatómica Española, de la que después sería nombrado Presidente y Presidente de Honor.
En 1955 consiguió, igualmente, la Fundación del Instituto Universitario de
Investigación «Federico Olóriz Aguilera», en recuerdo del que fuera catedrático
de la Universidad Central y antropólogo de fama internacional, personaje sobre
el que sentía una especial pasión y al que dedicó horas de estudio, conferencias,
homenajes, escritos y multitud de desvelos.
La mayor parte de su vida transcurrió en Granada, donde conoció (1905)
y contrajo matrimonio en noviembre de 1917 con la que sería su compañera
durante más de 60 años: Dº Isabel Pérez Serrabona, hija del famoso abogado
D. Fernando Pérez Suárez. En esa bella ciudad andaluza ejerció la docencia y
la medicina y vivió la pareja, «primero en la calle Nueva de San Antón, donde
nació y murió de cuatro años su hija Maquica, y, más tarde, se trasladó a San
Antón, donde, hasta 1932, nacieron, sucesivamente, sus otros hijos: Encarnación,
Miguel, María Luisa e Isabel Guirao Pérez Serrabona». Pero su domicilio más
famoso fue en la calle Duquesa, 10, abierto siempre para los velezanos.
Al final de sus días afirmará:»... mi destino estaba en Granada, donde encontré
a mi esposa, construí mi nido, nacieron mis hijos y parece ser que terminará mi
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Reseña biográfica de Don Miguel Guirao Gea
I
periplo...» (MGG, p. 76).
De Doña Isabel, Santiago Granados, conocedor y amigo de la familia, escribiría: «figura destacada y simpática de las sociedades granadina y almeriense,
con el porte de gran señora de un castillo feudal, que ganara todas las batallas
con la sonrisa, con su fina inteligencia y con sus no comunes dotes de amabilidad
y diplomacia». (El arbitraje de Agapito...,p. 243).
«La sociedad granadina de los años veinte acogió bien al médico
almeriense, no sólo porque era un joven y prestigioso catedrático
y un acertado médico, sino porque enraizó en la familia Pérez
Serrabona, que pertenecía ya a una representativa esfera social».
(MGP, p. 47).
«Participó en campañas y movimientos socioculturales de la
época, y acudía de vez en cuando a la tertulia del Café Alameda,
donde se reunían personalidades de la élite cultural de la época.
Hay un documento en el que su firma figura junto a la de Manuel
de Falla y Federico García Lorca, solicitando una biblioteca para
Granada». (MGP, p. 47).
A lo largo de su vida publicó numerosísimos trabajos de carácter científico
sobre medicina, cuya relación exhaustiva puede consultar el lector en el prólogo
de la obra: Apuntes históricos de Vélez Rubio y la Comarca de los Vélez, p.
21-28.
«En su vida profesional de ejercicio de la medicina... se granjeo...
el cariño y respeto de sus enfermos, que fueron muchos, porque
llegó a atender una gran clientela privada junto a otros en empresa
donde ejerció una auténtica medicina social» (MGP, p. 58).
Del mismo modo, sus conocimientos académicos y médicos, su valía personal y su posición social, le hicieron acreedor de numerosos cargos y servicios
de tipo profesional, político-social y cultural, «producto del largo caminar de un
ser inteligente -sabio y honrado- enormemente trabajador», cuya larga nómina
apuntamos:
© De carácter profesional: en el Colegio de Médicos de Granada, Presidente
de la Comisión Científica (1918) y Presidente electo (1924); Académico numerario
de la Real Academia de Medicina de Granada desde 1922, Presidente en 1953
y Presidente de Honor en 1978; Consejero de la Junta de Perfeccionamiento
Médico (1944); Presidente del Comité Directivo de Reuniones Cardiológicas
Andaluzas (1957); Secretario Perpetuo de la Sociedad Anatómica Española
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I
Reseña biográfica de Don Miguel Guirao Gea
(1976).
© De carácter cultural: Comisario de Excavaciones Arqueológicas de Vélez
Rubio (años 50); Miembro del Centro Cultural Germano-Español (1956); Consejero del Comité «Dante Alighieri» (1961).
© De carácter político y social: Subdelegado de Sanidad de Granada
(1920); Vocal de la Sección Técnica de la Lucha Antituberculosa de Granada
(1927); Director del Dispensario Antituberculoso de Granada (1927); Teniente
de Alcalde de Beneficiencia y Sanidad del Ayto de Granada (1929-30, 1936-37,
1949-52); Delegado Militar del Hospital Universitario de Santiago (1936); Director
del Hospital Musulmán Divisionario (1937); Médico de la Defensa Armada de
Granada (1937); Vicepresidente del Tribunal Tutelar de Menores de Granada
(1938); Asesor Médico de la Obra Sindical 18 de Julio (1943); Fiscal Delegado
de la Vivienda de la Provincia de Granada (1944); Presidente de la Acción Católica Universitaria (1945); Presidente Delegado de «Pax Romana» (1946); Jefe
del Servicio Español del Profesorado de Enseñanza Superior (SEPES) (1950);
Consejero Provincial del Movimiento (1955); Vocal Universitario de Protección
Escolar de Granada (1956); Inspector permanente de las Escuelas de ATS en
Málaga y Jaén (1956); Director del Instituto de Investigación «Federico Olóriz» del
Ministerio de Educación Nacional (1956); Consejero General de la Caja General
de Ahorros y Monte de Piedad de Granada en 1964, miembro de la Comisión
de Cultura en 1964 y Presidente del Consejo de Honor en 1969; Presidente de
la Cámara Oficial de la Propiedad Urbana de Granada.
Obligado las más de las veces por las circunstancias del momento y por su
valía científica y humana, ocupó numerosos puestos de responsabilidad política
y social. Siempre entraba ilusionado a sus nuevos cargos, pero después se
producía el desencanto e, inmediatamente, la dimisión irrevocable.
«Toda la nobleza con la que llegaba a sus cargos se tornaba en
indignación cuando se creía sorprendido o manejado en su buena
voluntad... Comenzaba siempre por componer exhaustivas listas de
personal, de sueldos, de obligaciones y deberes, de competencia en
el mejor deseo de enterarse, de estudiarse mejor lo que tenía entre
manos, pero parece que luego tenía que rendirse a la complicada
burocracia de lo municipal, que es mucho más enrevesado que una
lección de cátedra y la disciplina del servicio, menos simple y eficaz
que la de los soldados o los alumnos que él estaba acostumbrado
a tratar» (MGP, p. 56-57).
El periodista Acosta Medina dijo de él:
«De porte elegante, más bien inclinado hacia atrás, pero con
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Reseña biográfica de Don Miguel Guirao Gea
I
distinción y sin altanería, su ropa impecable, su sombrero siempre
borsalino, que llevaba en alto para hacer un saludo de político
inglés». «Hizo sus pinitos políticos, más que por ambición suya,
obligado por su personalidad, pero con un candor y una ingenuidad
completa de lo que es la política. Cuando se acabó el dedo y se
intentó un ensayo de democracia, Miguel Guirao fue el concejal que
alcanzó mayor número de votos...». (P. 56).
Obviamente, una personalidad tan destacada social, cultural y profesionalmente, tan singular en el panorama granadino en los años centrales de siglo;
con el largo historial de cargos y responsabilidades que desempeñó durante
su vida activa; pero, sobre todo, una voluntad tan comprometida con el trabajo
constante y con la ayuda a los demás, en especial a los más débiles, daría
como un fruto, entre otros, una extensa lista de reconocimientos, honores y
condecoraciones: Saada de la Orden de la Mebdavia (1938); Socio de Honor
del Instituto Italiano de Cultura (1940); Ufficiale del’ordine della Corona d’Italia
(1941); Presidente de Honor de la VII Reunión Andaluza de Cardiología (1946);
Encomienda de la Orden de Cisneros (1952); Gran Cruz de la Orden Civil de
Sanidad (1956); Encomienda con placa de la Orden Civil de Alfonso X El Sabio
(1956); Homenaje de Actualidad Médica en 1958; Medalla de Oro de la Asociación de Antiguos Alumnos de la Facultad de Medicina (1961); Premio Couder y
Moratilla de la Academia Nacional de Medicina de Madrid (1967); Beca de Colegial de Honor del Real Colegio de San Bartolomé y Santiago (1967); Medalla
de Plata al Mérito del Trabajo (1971); Oliva de Plata Jornada Médica de Jaén
(1972); Medalla Constancia en la Cruz Roja Española (1975); Presidente de
Honor del Colegio de Médicos de Madrid.
SERVICIO A SUS PAISANOS Y CARIÑO A SU TIERRA
A lo largo de su vida, pero especialmente a partir de la Guerra, aprovechando
su especial posición académica y social, utilizó toda su influencia para apoyar a
los más necesitados, sirviendo constantemente a sus paisanos en sus acuciantes
demandas y aliviándoles en sus desventuras. Primero, tras la Guerra, avalando
a sus paisanos del bando contrario; luego, ayudándoles en sus necesidades de
salud u otros múltiples servicios. La palabras de su hijo, D. Miguel Guirao Pérez,
son reveladoras y explican bien lo acontecido:
«Yo recuerdo que en la casa había como una especie de oficina
dedicada a Vélez... Llegaban sin nada, destrozados y vivían en
casa o se buscaba alojamiento ¡y se les vestía!. Los recuerdo con
uniformes de Falange que mi madre les sacaba de los depósitos
de Frentes y hospitales de los que era delegada».
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I
Reseña biográfica de Don Miguel Guirao Gea
«Siempre que alguien pasaba o se hacía algún prisionero de
aquella zona, se lo comunicaban a mi padre y él reunía la «comisión» que trataba de identificarlo por su apellidos, lo que no se
conseguía del todo hasta conocer el apodo. Nunca dejó de avalar
a nadie siendo de su pueblo».
«Cuando terminó la contienda, columnas enteras de soldados
del ejército vencido entraban en la Plaza de Toros de Granada
como prisioneros, y allí se trasladó prácticamente D. Miguel para
lograr sacar de aquella multitud sufriente a sus paisanos, lo que
conseguía con sólo su aval personal, porque tenía toda la confianza
del mando».
«De otra parte, el servicio a su pueblo como médico, sin cobrar
nunca, fue infinito, curando tantas enfermedades y asistiendo en
el dolor a tantos paisanos que conocían la casa de Duquesa, 10;
algunos como propia; este servicio se acrecentó en la época de
miseria de la posguerra, donde las enfermedades tenían la cara
trágica de la dificultad añadida en manutención, alojamiento y
desplazamientos».
«El Hospital de San Juan de Dios conocería muy bien, si recordara el paso masivo de enfermos de Vélez, de la amplia comarca
desde Cúllar al Puerto, porque todo lo que hubiera entre estos dos
puntos sonaba a velezano... Mi madre se ocupaba de la intendencia
de todas esas pobres gentes, recibiendo en casa a sus familiares,
llevándoles comida, pagándoles los billetes... ¡qué sé yo! ¡Y eso
durante medio siglo!. Seguramente que muchos vecinos del pueblo
recordarán cómo se ponía su casa de la Carrera del Carmen en los
veranos, por la doble razón de ser buen médico y no cobrar nada».
(MGP, p. 59-60).
En efecto, son multitud los testimonios de personas que aún viven y recuerdan,
una y otra vez, en señal de agradecimiento, los favores dispensados por aquel
gran hombre y profesional de «cuerpo entero», tanto en Vélez Rubio como en
Granada. Así, el almeriense D. Santiago Granados, tras relatar cómo en una
ocasión Don Miguel acudió solícito para aliviar a un amigo personal que había
sufrido una grave crisis estando en Granada, añade:
«A mí el caso no me sorprendió, pues conocía los grandes rasgos
de tan gran persona, entre ellos porque conocía de años y años,
cómo don Miguel en sus periodos de vacaciones, abría su consulta
gratuita, sobre todo los sábados, en su casa de Vélez Rubio, para
atender, y hasta, en algunos casos, darles las medicinas a cuantos
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I
Reseña biográfica de Don Miguel Guirao Gea
lo solicitaban y acudían a él». (El arbitraje de Agapito..., p. 248).
Otro testigo excepcional, Julio Alfredo Egea, con la gran maestría y la fina
sensibilidad que caracteriza su hermosa prosa poética, lo veía así en 1973:
«Recuerdo aquellos tiempos, sin seguros sociales ni ayudas
de ningún género, en que la enfermedad era la gran tragedia, la
enorme tragedia del pobre, pues al mal, al dolor, había que añadir
la inseguridad de asistencia. Recuerdo mis tiempos de niño en
Granada... Llegaban nuestros pobres campesinos de vida rota en
aquellos trenes de tristeza, con sus maletas de madera (¡aquellas
maletas de la posguerra que tanto tenían de ataúd!, hechas en las
humildes carpinterías de nuestros pueblos), llegaban remolcando
su vida deshecha, apenas un delgado rayo de esperanza... ¡qué
ronda interminable de manos en su puerta, qué rastros en su zaguán
de alpargatas indecisas, de temores y esperanzas!, y de pronto, la
sonrisa, la cama conseguida urgentemente, la palabra alentadora
y justa, la salud..., el amor cumplido».
Terminamos este breve repaso biográfico con una frase del propio Don Miguel
Guirao Gea, que resumen muy bien su pasión velezana:
«Y en cuanto a mi cariño a Vélez Rubio no es más que lo que
debe ser. Se elige la vivienda, la profesión, los amigos, los modos
de vivir, lo que no se puede escoger es la madre y la patria, y en
este pueblo están las dos. ¿Es que voy a renegar de ellas?. El amor
a Vélez Rubio es mi más puro amor» (MGG, p. 63).
ESTUDIOS, INVESTIGACIONES Y PROYECTOS CULTURALES LOS VÉLEZ
SOBRE
Una vez jubilado prosiguió su actividad incansable y constante.
«No perdía un minuto y procuraba sacar el máximo provecho al
tiempo...» «Siguió una vida intelectual muy activa, dejándose ver
por cuantos actos culturales se celebraban en la ciudad, estudiando idiomas siendo en algunos cursos el mejor alumno, buceando
aún más en la historia de su Universidad y en la arqueología de su
pueblo...» (MGP, p. 61-62).
Don Santiago Granados fue testigo, en Granada, de esta inquietud permanente por superarse y adquirir mayores conocimientos:
23
I
Reseña biográfica de Don Miguel Guirao Gea
«Esta era la postura social de una persona docta, donde las hubiera, que alrededor de sus setenta años, consideraba, en un pulcro
y natural gesto de comportamiento, sin arrugas ni estiramiento y sin
dobleces, que había que seguir estudiando y asumiendo nuevos o
más amplios conocimientos». (El arbitraje de Agapito..., p. 247).
Uno de los frutos más señalados de ese afán constante de superación, sería
el trabajo publicado de La Medicina en Granada desde la Reconquista hasta
nuestros días (Imprenta Universitaria, 1977).
Pero casi todos sus producciones de madurez y/o vejez fueron velezanas:
«Al acercarse su jubilación y, sobre todo, al producirse ésta (julio,
1956), se aproximó a la investigación arqueológica-antropológica y
la historia, o prehistoria, según el caso, de su Facultad y su pueblo.
Una y otra están, lógicamente, ligadas entre sí y ambas con su
formación personal de anatómico culto, porque no se puede hablar
de una verdadera especialización». (MGP, p. 45).
«En mis horas de descanso siempre ha sido Vélez Rubio una obsesión»
(MGG, p. 64). Aprovechó sus estancias vacacionales en Vélez Rubio para indagar sobre el terreno. Era corriente verle caminando, inagotable, recorriendo los
lugares de asentamientos humanos, cargado de objetos, sudoroso, polvoriento...
Pero también buscaba el contacto humano: «He pasado horas deliciosas al
cobijo y a la sombra de la iglesia de mi pueblo, estando al contacto con todos y
oyendo hablar de los problemas de cada uno, pues la Plaza de la Encarnación
es el termómetro de la villa...» (MGG, p. 69).
Fue Comisario de Excavaciones Arqueológicas de Vélez Rubio, en los años
50, cuando a casi nadie interesaban «esas manías», incluso se despreciaban
socialmente sus resultados. En este sentido, casi en solitario (salvo algunos
amigos personales que le acompañaron en algunas ocasiones) Don Miguel,
con ilusión y voluntad, se esforzó en estudiar y dominar unos conocimientos y
unas técnicas completamente nuevas para él.
«Durante unos cuantos veranos, aprovechando mis períodos de
vacaciones en la Facultad de Medicina de Granada, nos reuníamos
don Manuel Alarcón Sánchez, entonces notario y alcalde de Vélez
Rubio, hombre de grato recuerdo; don Santiago Granados Cruz,
abogado y funcionario de la Hacienda Pública, con residencia en
el distrito, y yo, para recorrer los campos de los Vélez -Blanco y
Rubio-, en busca de rastros arqueológicos, con el fin de contribuir
a la confección de un itinerario de este tema que ya figuraba en las
obras de Prehistoria Española y Universal -europea- por lo menos,
24
Reseña biográfica de Don Miguel Guirao Gea
I
desde los trabajos de Góngora, el marqués de Cerralbo, Federico
de Motos, el abate Breuil, el arqueólogo Cabré, etc» (Almería, mi
España inmediata, p. 18).
En definitiva, fue un auténtico pionero, cuyos resultados pueden reconocerse,
en una gran parte, en los materiales depositados en el Museo Comarcal Velezano que lleva su nombre, y en multitud de artículos publicados en la Revista
de Actualidad Médica que luego reuniría en un volumen titulado: Prehistoria y
protohistoria de Vélez Rubio y Vélez Blanco (Granada, 1955).
Se le conocen algunas colaboraciones de temática velezana: varios trabajos
en la prensa (en especial un artículo en la Voz de Almería sobre la restauración
del castillo de Vélez Blanco, Voz de Almería, 1964); la presentación a la segunda
edición de Almería, piedra a piedra, del Padre Tapia, al que trató como párroco
e investigador en Vélez Blanco; y el prólogo a Almería, mi España inmediata
(1972), de D. Santiago Granados Cruz, buen amigo de Don Miguel y con el que
compartió varias excursiones arqueológicas por los Vélez en los años 50; algunas
reseñas personajes,... Sin embargo, a excepción de los trabajos sobre prehistoria
citados más arriba, casi toda su producción literaria se hallaba inédita hasta que,
en 1988, vio la luz una edición casi completa de sus «escritos velezanos».
En este mismo plano cultural fue un «avanzado» en su época, promoviendo
y solicitando a las autoridades políticas de entonces la reedición de la Historia
de Vélez Rubio, de Fernando Palanques, del que trazó un bosquejo biográfico
(1942); la restauración del Castillo de Vélez Blanco; la protección de la Cueva
de los Letreros o la creación de un museo de arqueología velezano (1953). Las
circunstancias políticas y sociales de aquellos controvertidos años 40, 50 y 60,
no permitieron ni siquiera iniciar las ilusiones de nuestro ilustre paisano. Tiempo
después, en el marco de la sociedad finisecular, se han logrado materializar, en
gran parte, los preclaros proyectos culturales de Don Miguel.
25
ALBÚM FOTOGRÁFI-
Don Miguel Guirao Gea (sentado, tercero por la izquierda) posando en Granada con sus compañeros y profesores de la
Facultad de Medicina, 1911.
Don Miguel y su novia, Isabel Pérez Serrabona, en 1910. Las imágenes fueron
realizadas, respectivamente, por los
fotógrafos Luis Villalba (de Baza) y J.
Torres (de Granada)
ALBÚM FOTOGRÁFI-
Tres instantáneas de
Don Miguel recién
terminada su carrera
y en sus primeros
destinos como médico militar. A la izquierda, un original
retrato realizado en
Valencia en 1914. Las
dos de abajo fueron
realizadas en Melilla
en 1915 y 1916.
ALBÚM FOTOGRÁFI-
Una imagen familiar de 1922 con dos de sus primeras hijas.
ALBÚM FOTOGRÁFI-
D. Miguel y su esposa, Dª Isabel, en 1955.
Excursión arqueológica de D. Miguel al Castellón de Vélez Rubio. 1956
ALBÚM FOTOGRÁFI-
Necrópolis del Cerro de las Canteras (Vélez Blanco, 1943). D. Miguel Guirao (dcha) y D. Santiago
Granados (izqda). (Foto de D. Manuel Alarcón Sánchez, por gentileza de D. Santiago Granados).
Necrópolis de la Hoya del Peral (Vélez Rubio), 20 de agosto de 1953. El Dr. Guirao hace mediciones
en un cráneo. Le acompañan: D. Santiago Granados (brazo izqda), D. Manuel Alarcón Sánchez (en
la medición) y el párroco de Vélez Blanco e historiador, Rvdo. José Angel Tapia Garrido. (Foto por
gentileza de D. Santiago Granados).
ALBÚM FOTOGRÁFI-
Conferencia del Dr. Guirao Gea en el salón de actos del Ayuntamiento de Vélez Rubio. (Década de los 50). En las otras tres
fotos aparece en algunas de sus habituales excursiones arqueológicas: Eras de Jarea (Vélez Rubio), Cueva de Ambrosio
y Cerro del Tángano (Vélez Blanco). Fotos de D. Manuel Alarcón Sánchez, reproducidas por gentileza de D. Santiago
Granados Cruz que aparece en las mismas.
ALBÚM FOTOGRÁFI-
Homenaje en Vélez Rubio. 26, Mayo, 1973.
ALBÚM FOTOGRÁFI-
El profesor Guirao en una de sus últimas fotografías.
II
JUSTIFICACIÓN DE LA EDICIÓN
José Domingo Lentisco Puche
C
omo hemos tenido ocasión de comprobar en la reseña biográfica
anterior, Don Miguel Guirao representa una vida de trabajo, sacrificio, servicio a los ciudadanos y auténtica pasión por su pueblo, Vélez
Rubio. Muchísimas personas, velezanos o foráneos, todavía agradecidas por sus
desvelos, recuerdan la talla humana e intelectual de Don Miguel, para algunos,
el personaje más importante y señalado del s. XX en los Vélez.
En su tierra, Almería, y especialmente en los Vélez, le han tributado numerosos homenajes de carácter oficial: Hijo Adoptivo de Chirivel y rotulación de
la calle «Decano Guirao» (1955); Hijo Predilecto de la Provincia de Almería y
Placa de Plata de la Diputación Provincial (1960 y 1961); Hijo adoptivo de Vélez
Blanco y rotulación de la calle «Doctor Guirao Gea» (1967); rotulación de la calle
«Dr. Miguel Guirao Gea» en Almería (1972); Presidente de Honor del Colegio de
Médicos de Almería (1972). En su pueblo, Vélez Rubio: Hijo Predilecto (1954);
Homenaje académico y denominación del Grupo Escolar en 1973; rotulación del
Camino Real como «Avenida Profesor Guirao Gea»; denominación del Museo
Comarcal Velezano «Miguel Guirao», inaugurado en julio de 1995.
Hace ahora 9 años que se publicó el libro Apuntes históricos de Vélez Rubio
y la Comarca de los Vélez, editado por el colectivo «Publicaciones Vélez Rubio»,
integrado por 4 personas que, degajados de Revista Velezana, decidieron por
su cuenta y con la ayuda de D. Miguel Guirao Pérez, depositario real del legado
de su padre, la edición del citado libro, donde se recogían multitud de trabajos
de M. Guirao Gea. Sin duda, un gesto desinteresado y un gran esfuerzo digno
de reconocimiento para todos ellos: Joaquín Cayuelas Martínez, Francisco
González Martín, Isabel Llamas Alpiste y Francisco Teruel López. La obra, de
gran volumen, tuvo muy buena acogida en Vélez Rubio, Granada y en todos
aquellos lugares donde viven personas que le conocieron o saben por terceros
de su labor humana y profesional. Pero en la actualidad se halla prácticamente
35
II
Justificación de la Edición
agotada.
Desde Revista Velezana entendemos que el mejor reconocimiento y homenaje
que se puede hacer a un personaje de la importancia de Don Miguel, sin duda,
es la difusión entre sus paisanos de su obra literaria, escrita con gran nostalgia
y cariño hacia Vélez Rubio. Por tanto, pensamos que merecía la pena hacer un
nuevo esfuerzo para divulgar nuevamente parte de sus trabajos, bien estuvieran
ya publicados o inéditos.
Cronológicamente, los escritos que ahora presentamos estarían redactados
hacia los últimos años de su vida. Casi con toda seguridad, entre 1970 y 1977
(fecha de su fallecimiento); es decir, cuando contaba con más de 80 años y
deseaba dejar constancia escrita de sus recuerdos de juventud. Valgan como
muestra estos dos párrafos del propio autor:
«Siempre resulta agradable echar una mirada hacia atrás sobre
el panorama de la tierra en la que se ha nacido, como si pudiera
volver a ser niño, colocando de nuevo, una por una, las hojas
del calendario que han venido cayendo, inexorablemente, desde
hace mas de ochenta años, en mi caso (después de 1976). Esto
es siempre consolador. Y todavía más cuando se vive apartado,
porque entonces aparece la nostalgia. Los jóvenes miran siempre
adelante. Los mayores lo hacen hacia atrás siempre. ¿A qué se debe
este fenómeno?». (De un trabajo inédito titulado: «D. Fernando de
Arredondo y Ramírez de Arellano»; Granada, 1976).
«De este modo, buscando con el corazón hemos podido lograr
cuanto a continuación presentamos. Perdón para las faltas que en
el escrito se descubran. Nuestro corazón cuenta ya bastante más
de 80 años. Por eso no queremos dejar más tiempo sin presentar
estos ensayos porque, a poco que nos pudiéramos retrasar, no
había ya ninguna posibilidad de notas, de rebusca, de corazón, ni
de nada». (MGG, p. 68).
Para la presente edición hemos seleccionado todos los trabajos relacionados con descripciones y relatos de personas que conoció y trató en su juventud
(hacia 1900-1920), de ahí el título que le hemos aplicado. Tienen en común ser
retratos de individuos que vivieron en Vélez Rubio (nacidos o no), con una especial inclinación hacia los marginados y/o los más desfavorecidos socialmente:
deficientes, campesinos, trabajadores, artesanos, pequeños comerciantes. De
cada uno de ellos se ofrecen unas pinceladas físicas e, incluso, psicológicas,
de comportamiento; y, por lo general, se nos muestra una o varias historias,
basadas en la realidad, con nombres precisos, espacios localizables y situaciones concretas conocidas, entonces, por todos los vecinos; aunque, eso sí,
36
José Domingo Lentisco Puche
II
relatadas decenas de años después y, por lo tanto, sujetas a las deformaciones,
olvidos y transformaciones propias de una edad avanzada y unos recuerdos
muy lejanos.
Muchos de ellos fueron ya publicados en 1988, otros son inéditos porque en
su momento no se dieron a la luz. Entre estos últimos, por su extensión, destaca
especialmente el relato titulado genéricamente «Mariano Galera Teruel», campesino ingenuo y sencillo de comienzos de siglo, en torno al cual se desgranan,
en tono jocoso y desenfadado, numerosas anécdotas, circunstancias y otros
hechos «memorables», casi todos divertidos, que el autor vivió personalmente
o le fueron narrados por amigos y familiares durante sus estancias estivales en
la finca de Piedra Negra (Rambla de Claví, entre Chirivel y Vélez Rubio), propiedad, entonces, de la acaudalada y distinguida familia de los Pérez Serrabona.
Incluimos también un sustancioso prólogo (inédito) donde el propio autor explica
la motivación de sus escritos, que tampoco se publicó en su día y juzgamos de
interés para entender mejor el sentido de estos testimonios de un anciano sabio,
honorable y profundamente apasionado de su lugar de nacimiento.
No hay en el autor un afán erudito o literario, pero sí se presentan de forma
ordenada, con un lenguaje claro y directo, y un interés por enseñar, recordar y
divertir al lector. El propio autor, en su modestia, confesaba «que estas siluetas
velezanas (refiriéndose a los «tontos» del pueblo) habrían resultado mejores
por una pluma puesta al servicio de un inteligencia más clara que la mía, pero
por eso son siluetas, es decir, contornos de la sombra de esos «personajes» y
de ningún modo retratos».
Para completar la obra y mejorar la edición se acompaña de cuatro aportaciones fundamentales:
1º) Un nuevo prólogo de D. Miguel Guirao Pérez, como siempre correcto,
cargado de sentimiento y veneración hacia su padre, y de reconocimiento y
agradecimiento hacia Vélez Rubio.
2º) Uno de los mejores «retratos humanos» que conocemos de Don Miguel:
el que hiciera en 1973 nuestro amigo y paisano Julio Alfredo Egea, desde hace
mucho tiempo ya reconocido por críticos y, sobre todo, lectores, como el creador
literario de mayor sensibilidad y calidad que hayan conocido estas tierras del
Sureste.
3º) Los dibujos de Antonio Egea Martínez, quien, a través de la lectura y de
su propia sensibilidad plástica, ha realizado un meritorio esfuerzo tratando de
mostrarnos la imagen, el gesto y/o la circunstancia concreta de las personas
retratadas por Don Miguel.
37
II
Justificación de la Edición
4º) Algunas notas a pie de página que nos ayudarán a ampliar nuestros conocimientos, precisar detalles de tipo histórico y puntualizar aspectos concretos
de los personajes.
Esta selección de trabajos (inéditos o publicados) que ahora presentamos
para su disfrute y placentera lectura, redactados en su lúcida y prolífica vejez,
desde luego no constituye toda la producción escrita de Don Miguel, pero
sí aquella parte más creativa de su tarea literaria, donde se describen, con
apasionamiento y sano humor, hechos, anécdotas e historias de su tiempo de
juventud, donde mejor se retratan a determinados «personajes» velezanos y se
muestran aspectos peculiares de aquella lejana sociedad de principios de siglo.
En definitiva, creemos que hemos dado coherencia y homogeneidad a estos
perfiles humanos de su amado pueblo: Vélez Rubio.
Queda pendiente, eso sí, el estudio de la obra escrita de Don Miguel y su
aprovechamiento como testimonio histórico de hechos, situaciones, circunstancias y espacios físicos y humanos ya desaparecidos que, por lo general, no
tienen cabida en las historias al uso, pero que nos aportan valiosa información
sobre la forma de pensar y de vivir de nuestros antepasados y de las sociedades
pretéritas, y que, en parte, de manera natural o artificial y sin conocer su origen
exacto, aún perduran en los gestos, carácter, habla y formas de ser de los velezanos de hoy. Ahora que la sociedad se está transformando a velocidad de
vértigo, conviene recordar los valores humanos de quienes nos precedieron.
José Domingo Lentisco Puche
Abril-Mayo, 1998
38
II
José Domingo Lentisco Puche
III
DON MIGUEL, MI PADRE
Miguel Guirao Pérez
N
unca llegó D. Miguel, mi padre, a ver impresos sus escritos sobre
Vélez, esos que ocuparon sus años setenta y ochenta, pero le hubiera gustado hacerlo porque los escribió con toda ilusión. Sin embargo, para mí es como si los viera, porque pocas veces hacía las cosas sin
pensar en otros beneficiarios, ahora sus lectores. La relación con su pueblo fue
algo determinante en su existencia. En el momento que se hacía patente una
«necesidad velezana» su atención era lo primero, y nadie podría decirlo mejor
que lo hace Julio Alfredo en esa hermosa pieza literaria que es el homenaje que
un día (1973) le brindó y hoy se reproduce aquí.
¡Aquella interminable cola de enfermos que llegaban a Granada, si no todos
los días, sí todas las semanas...! ¡Aquellas ristras de personas necesitadas que
subían en el verano por las escaleras de mi casa de Vélez desde que se abría
el portón...! ¡Aquel grupo de jóvenes, siempre presentes en la guerra civil en
mi casa de Granada, a donde llegaban por distintos caminos, unos evadidos y
otros capturados cuando el frente se derrumbó al final, avalados siempre por mi
padre...! ¡Aquel grupo que no sé si pasaba de media docena de estudiantes de
los Vélez, los primeros que llegaban después de la guerra y que representaban
ya la avanzadilla de los cientos o miles que les iban a seguir...! ¡Y siempre aquel
Hospital de San Juan de Dios, provincial de una artificial provincia de Granada
que incluía a los Vélez...! ¡Las recomendaciones para estudiantes, los destinos
para soldados, los seminaristas...!
Al jubilarse nuestro autor, podríamos decir que se dedicó a su pueblo. Procuraba adelantar las vacaciones hasta donde las obligaciones de los restantes
miembros de su familia se lo permitían, y allí gozaba auténticamente, libre ya
incluso de las colas de enfermos que, poco a poco, fueron desapareciendo, por
tratar de evitarlas él, médico todavía pero ya no colegiado, y porque la atención
social sanitaria estaba ya más organizada y era más eficaz.
39
III
Don Miguel, mi padre
Dotado de un martillo de geólogo de largo mango (que utilizó L. Siret y hoy
está en el museo de su nombre) y de unos saquitos fuertes y medianos, de telas
usadas, que le cosía mi madre, a sus entre setenta y ochenta años, se iba solo
cada mañana a buscar vestigios de las raíces de su pueblo (Canete, el Judío,
las Ánimas, Jarea...). Y volvía cargado de tierra donde se escondía ese «Nunmulites velezrrubiensis» que él presentó, o marcaba aquella estela funeraria que
luego volvía a investigar con ese grupo de fieles amigos de los que disfrutó y
que yo no relaciono por miedo de olvidar alguno, aunque hago excepción de D.
Santiago Granados, fidelísimo amigo felizmente entre nosotros, por su condición
de ilustre colaborador de la Revista.
Descubren los trabajos que aquí se presentan su corazón velezano, cavidad
por cavidad y rincón por rincón, y su portentosa memoria al servicio de una ilusión.
Ya he escrito en otra ocasión, que esa ilusión, o mejor, esa fijación en su pueblo
se puso bien de manifiesto meses o semanas antes de morir por una caída,
una de esas que acechan a quienes duran muchos años. Cuando deliraba en
el hospital, como consecuencia de una de esas largas estancias hospitalarias
que tanto contribuyen a la desorientación de los ancianos hospitalizados, pasaba, indefectiblemente, las noches de duermevela en su pueblo, eso sí, con su
inolvidable hija Maquica, que murió a los cuatro años, hacía casi sesenta, y su
madre, que no salió de Vélez. Me contaba: «Hacía una tarde en Canete... ¡Qué
bien lo pasó Maquica y que bien está la abuela...!» Debió ser una semana antes
de morirse, que se recuperaba y me decía: «Ahora cuando salga del hospital
tendríamos que irnos a Vélez, porque yo creo que en Cerro del Judío hay algo
que no es natural...» ¡Si hubiera visto su museo, su gran ilusión!
Sus escritos reflejan la memoria aplazada de una etapa feliz de juventud y de
niñez, pero son también el testimonio de una época de Vélez Rubio entrañable y
muy significativa en cuanto a una comparación con la actual, comparación que
resulta muy positiva viendo cómo se ha desarrollado nuestro pueblo.
Podemos deducir que, en aquellos tiempos, la vida de Vélez Rubio discurría
entre extremos. De una parte, los «amos», tranquilos y con todo el tiempo del
mundo, con sombrero de paja, cuello duro, bigote y bastón, tertulianos en los casinos e intelectuales en los paseos vespertinos; esperando el domingo para salir
a misa o, acaso, una visita entre semana, sin pensar en la «inútil marginación»
de sus vidas, descubierta y reivindicada tantos años después. Los niños y niñas
de unos y otras, con sus blusones, a veces con gorra los varones, y siempre
las niñas con sus largos vestidos y múltiples y generosos lazos, yendo con sus
botines a la escuela o jugando con pelotas y aros en sus horas de asueto. En
otro extremo, los trabajadores de toda condición. Repartidos los comerciantes
y los artesanos por doquier, personas diligentes y serviciales, que acaso fueran
los hombres a tomarse un café antes de empezar o se asomaran al casino al
terminar su jornada. Sin descanso los trabajadores del campo, los labradores de
40
Miguel Guirao Pérez
III
siempre, apareciendo por el pueblo sólo los sábados, o cualquier día para traer
la cosecha a las cámaras de los amos; los que vivían en el pueblo, sí podrían
descansar un rato en su portal, después de la faena y antes de irse a dormir.
Y entre todos, buscando a unos y sorteando a otros, nuestros «tonticos»,
divertidos o agrios, pero inocentes de sus actitudes, a veces provocadas. Cuando mi padre escribe de ellos siente como responsabilidad, como si fuera mejor
no acordarnos de sus defectos o de sus tristes vidas. Como médico, justifica
las deficiencias de sus cuerpos o sus cerebros, en su acondroplasia, en su
mongolismo, en sus genes en fin, y, como si necesitara aliviarse de algún peso,
trata, una y otra vez, de decirnos que leamos sus narraciones con comprensión
y amor hacia los protagonistas.
Entre los singulares personajes que cita, creo recordar al Pola, hombre circunspecto que venía al cortijo de vez en cuando y daba gusto estar con él; y no
sé si al Maestro Polilla, el carpintero, que, si era el que yo recuerdo, se trataba
de un hombre menudo y extremadamente bondadoso. De Mariano si sé más
cosas, y curiosas. Durante no sé cuántos años, cuando, cada verano volvían
mis tíos a Claví, había que bautizar a un niño y, una de las veces, cuando el
sacerdote le preguntó que cómo quería llamar a su hijo contestó: «Manolo
Pérez». Un verano no llegaron y el niño de turno no se bautizó, y cuando le recriminaron que no lo hubieran hecho, se excusó diciendo: «¡Y pa qué, si hemos
pegao a llamarle Pedro y el zagal contesta...!» Otra vez lo trajeron a Granada
por un Corpus, lo llevaron a la plaza a ver los toros y entró por el último tendido,
y, cuando se asomó y vio la hermosa panorámica, gritó entusiasmado: «¡Jozú,
cuántas cabezas...!
Entre los intelectuales de la época recuerda el autor personajes interesantes,
escritores famosos, excelentes poetas, cuya memoria y sus testimonios no se
pueden perder para, alguna vez, insistir en su provechosas vidas. Seguramente
que alguna vez descansaron a la sombra del Ciprés de José Domingo, ése que
sabe tanto de las historias que nuestro autor refiere con primor.
En los pueblos como Vélez Rubio no había otra cosa. Hoy ya no sería posible
una narración así, de ahí su interés, porque es una historia de retazos íntimos,
una época irrepetible y aún cercana, la de los padres y abuelos de muchos
lectores. Hoy día, Vélez está incorporado plenamente a la vida intelectual de la
nación. Centenares de estudiantes rebuscan por cualquier rincón de un amplio
espectro cultural; profesionales, velezanos también, desarrollan, con toda competencia, misiones de cualquier nivel, e hijos de nuestro pueblo han ocupado y
ocupan destinos de relevancia nacional.
De otra parte, Vélez Rubio marcha a la cabeza de la Comarca que se reivindica con toda decisión, y esta Revista Velezana, que hoy nos cita, es uno de
41
III
Don Miguel, mi padre
los mejores exponentes de esta realidad. Ella está escribiendo, con la mayor
competencia editorial y creciente prestigio, la moderna historia de su pueblo, y si
en su contenido insiste, acertadamente, en la tradición, también se pueden leer
artículos de pura actualidad. Quienes la impulsan están dado muestras de una
excepcional categoría humana y profesional, y hay entre los suyos nombres y
apellidos por donde inevitablemente pasa ya la historia del pueblo. Sirvan esta
últimas palabras de admiración y homenaje a su labor.
Miguel Guirao Pérez
Granada, Febrero, 1998
42
III
Miguel Guirao Pérez
IV
DON MIGUEL: EL HOMBRE, SU TIERRA Y SUS PAISANOS.
Julio Alfredo Egea
A
gradezco esta invitación, esta ocasión para decir algo sobre las tierras de los Vélez y sobre D. Miguel, porque entiendo que el mejor
homenaje a D. Miguel es hablar de su tierra y el mejor homenaje a
esta tierras es hablar en ella de D. Miguel.
En la Tertulia Indaliana, en la capital, y durante una de mis últimas actuaciones, se me acusó hace poco de no tener entre mis versos un canto a Almería.
Es cierto que no tengo lo que se llama propiamente un canto a Almería, a esta
parcela suya que son nuestras tierras altas; tal como han estado en boga estos
cantos en ciertas épocas literarias. Hay tantas cosas que decir urgentemente
en este mundo en que vivimos, hay tanta necesidad de dar nuestro latido de
poeta (mitad angustia, mitad primavera) a cada hombre que pasa, que a veces
nos falta voz para cantar a toda la hermosura que nos rodea: mujer, flor, campo,
ciudad...
Pero nuestra tierra no necesita ser cantada, la mejor canción, el mejor poema
es ella misma. A la mujer, a la flor, a la tierra propia, hay que gozarlas, gozarlas
con amor, no es necesario cantarlas, aunque a veces, en este gozo, la canción
llegue.
Yo estoy haciendo desde hace tiempo (ya lo dije en una intervención mía en
la capital) el mejor canto a nuestra tierra. En mi equipaje de poeta, entre versos
y sueños, siempre la llevo, España arriba y España abajo, en un constante ir
y venir para repartir mi verso, mi palabra encendida por Dios, entre todos los
hombres, y quiero que si algún día mi voz, que si algo tiene de magia poética
se lo debe al aliento de Dios que la envuelve, si algún día mi voz, digo, tiene
alguna categoría universal, en el más hermoso y amplio sentido de esta palabra,
43
IV
Don Miguel: El hombre, su tierra y sus paisanos
quiero que vaya unida al nombre de estas tierras de mi origen.
Es hermoso, en este ir y venir por tierras de España con mi luminosa alforja
de poeta, cumpliendo mi alta vocación de juglar, sentir que se está tejiendo una
red de amor entre la infinita legión de paisanos nuestros derramados por toda
la patria. Cuando llego a un sitio siempre estoy esperando que lleguen a mí y
siempre llegan. Una veces masivamente, como en Lérida, en que los he visto
ocupar medio teatro; otras veces individualmente. Un día es un Embajador en
tierras Americanas a su paso por Valencia (oriundo de estas tierras), otro día,
un maestro en León, un obrero en Vigo. El otro día, el último, un fotógrafo ambulante, al minuto, que lleva 30 años en los jardines de Murillo, con su caballo
de cartón, fotografiando palomas y niñas sevillanas, y que se me acercó para
preguntarme por su tierra almeriense.
Y es posible que entonces, cuando me preguntan estos almerienses derramados, encendidos de nostalgia, sea mi noticia, yo les conteste con mi mejor canto
a la tierra; porque de las cosas nuestras hay que retirarse para que adquieran
perspectiva, porque el amor se aviva y crece con la ausencia, porque me contagian sus nostalgias infinitas, porque entonces no sería un canto vacío, un juego
de versos felices, sino algo necesario que me pide un hombre de mi tierra como
una limosna y que yo le doy como se puede dar un pan o una rosa.
Es nuestra tierra un punto prodigioso en donde lo oriental y lo occidental se
abrazan, se anudan, para dar un resultado único. Es mora, cristiana vieja, latina,
europea, africana, romana, mediterránea en el sentido luminoso y en el sentido
cultural -largo y profundo- de la palabra.
Cada pueblo que vino se dejó el alma, jirones del alma enredados en los
altos picos de nuestras sierras, en la arboladura de los árboles centenarios que
tanto saben de hielos y de soles, de amor y de sequías.
Por eso nuestra tierra no tiene edad y el tiempo hay que contarlo por flores
de almendro, por despedidas y regresos, y por cales y geranios, mejor que por
minutos, porque son tierras con el secreto temblor de lo eterno, ganado en unas
nupcias de sabidurías viejas y de milenios de hombres que la amaron.
Tierra de contrastes, de extremismos, de cordial mano abierta; tierra que nos
entusiasma y nos duele; dulce y amarga, pobre y señora.
He dicho en alguna ocasión que Almería no es una señorita del mar, como
Cádiz; ni una cantaora amancebada con turista, como alguna ciudad andaluza. Es
la hija de familia pobre que va haciéndose su ajuar de espumas, que va curtiendo
sus percales con aroma de frutas, para darse, para realizar sus incondicionales
bodas con todo aquel que llega a ella con el corazón en su sitio.
44
Julio Alfredo Egea
IV
Y nuestra parcela (¡tierras altas de Almería!), es profundamente almeriense,
aunque tenga sus características propias, al encontrarse en su cielo un viento
sensual, de azahares murcianos, con un viento granadino, sobrio, en huída de
crestas nevadas.
Considero que cantar a nuestra tierra es colaborar de forma eficaz en este
entrañable homenaje a D. Miguel, porque los pueblos sólo tienen razón de ser
cuando dan seres tan fecundos como él lo es, y aunque ahora quedara borrada
toda la fabulosa historia, toda la cotidiana y hermosa verdad de la comarca, en
una forja continuada de trabajo y amor, aunque quedase todo borrado, digo,
Vélez Rubio (la Comarca) tendría una razón de ser, una justificación en el concierto de los pueblos por ser cuna de D. Miguel Guirao, hombre de plenitudes,
de generosidad, de prestigios ganados, de sabidurías increíbles y sensibilidades
exquisitas.
Nuestra tierra es a veces una fiesta de sol, a veces un desamparado lugar al
borde de amenazantes cataclismos atmosféricos. Como la vida. Y esto parece,
es, un símbolo aplicable a don Miguel y aplicable a nuestra tierra. Frente a lo
que pasa, a lo que cambia: la alegría, el dolor, la muerte (lo puramente circunstancial); lo que siempre queda: la nobleza, la generosidad, la fructificación del
esfuerzo, el sentido cristiano de la vida.
He cerrado los ojos, me he puesto a soñar y a sentir, y ha cruzado por mi
alma la historia y el vivir de nuestros pueblos como una película de hermosura
infinita. He visto al hombre artista del neolítico, en esa cueva de los Letreros,
en sus regresos de la caza y el amor, inventando símbolos y abstracciones,
queriendo arrancar de la arcilla un arco iris de colores soñados.
He sentido el legendario viento del estandarte de los Fajardo, en regresos
triunfales, y he sentido brotar en mi corazón las tres matas de ortigas verdes
del escudo.
Hoy mi alma, don Miguel, es un nuevo castillo de los Vélez, erizado de almenas
y torres de homenaje, de pendones antiguos y fiesta de banderas izadas en su
honor. He sentido en mi pecho el calor honrado de los hombres de mi pueblo,
Chirivel, que en sus sierras y llanuras luchan, ¡hermosa lucha!, con fragor de
tractores y herramientas, con el sudor cumplido como un rocío divino y luminoso, luchan, digo, por conseguir el pan... y también la rosa. Y ahora pienso que
sobran las palabras, que quizá esta palabrería mía no tenga justificación, y yo
he debido venir silencioso y emocionado, y poner, D. Miguel, entre sus manos
antiguas y sabías, un manojo de espigas verdes y un rama de almendro en flor.
Esta sería -habría sido mejor- la única manifestación digna en este homenaje;
y hacerle ofrenda del resultado, del milagro vegetal, del trabajo del hombre y
de la savia de la tierra.
45
IV
Don Miguel: El hombre, su tierra y sus paisanos
Y he venido aquí para hablar de nuestra tierra, porque ella es una de las
circunstancias en torno a D. Miguel, demostrando estar siempre enraizado en
ella, en contra de lo cual no han podido ausencias ni distancias. Pero he venido
principalmente para hablar de él mismo. No para hacer una fría estadística de
honores y privilegios, de plenitud de metas conseguidas, de altas cotas alcanzadas. Eso todos lo sabemos. Sus logros y sus frutos son el producto del largo
caminar de un ser inteligente -sabio y honrado- enormemente trabajador. Yo
quisiera con mi palabra temblorosa de poeta llegar más adentro. Tal como él
mostraba a sus alumnos la anatomía del corazón humano, yo quisiera mostraros
la anatomía espiritual de su corazón, fruta madura colmada de jugos de amor,
de deber cumplido, de entrega generosa, joyel de esencia de tomillos serranos
que no pudo ahogar la indiferencia fría de la gran ciudad.
Y quisiera que su corazón, que alberga oro viejo de tradiciones y logros de
nuevas conquistas, como hombre que es inteligentemente abierto hacia el futuro
y enamoradamente anclado en el pasado; quisiera que su corazón quedara
simbólicamente, sobre el cielo de los Vélez, como un puño de fuego, como una
estrella necesaria para alumbrar nuestras vidas, ahora que el desamor del mundo, que la ola gris del materialismo está azotando, también amenaza romper el
muro espiritual de la blanca historia del alma de nuestros pueblos.
Bastaría con hacer un canto al trabajo para hacer el mejor elogio de Don
Miguel. ¿Preguntadle a su infinita legión de alumnos? ¿Preguntadle a sus
enfermos? ¿A sus compañeros de trabajo...? ¿Quién dio más? ¿Quién fue
más puntual a la hora del deber, a la hora urgente del dolor ajeno, a la hora de
comunicar sabidurías?
Porque él nunca olvidó que el dolor y la alegría del diario trabajo tienen
profundas raíces teológicas, que el trabajo es la forja de la patria, un hermoso
deber de comunidad.
Estuvo siempre enamorado de su profesión, de su diario quehacer.
Y bastaría en su homenaje hacer un canto al ejercicio de la medicina, a esa
legión de hombres que luchan silenciosamente contra la muerte, contra el dolor
-ese misterioso latigazo divino- y que viven la intimidad, la grandeza y la miseria
del hombre y no se quedan ante los umbrales del alma porque alma y cuerpo
están tan anudados en el ser que hay que explorar ambos en duras jornadas
de remedios y consuelos... ¡El hombre médico! Ese hombre que sufre todas las
enfermedades en su propia carne, que a veces se enciende con la alegría de la
esperanza y otras, impotente, siente la vida huir entre sus manos y muerde su
impotencia ante las puertas misteriosas e inevitables de la muerte.
En un deseo de hacer mi poesía materia de homenaje, acerco hasta su
46
IV
Julio Alfredo Egea
grandeza, mi querido D. Miguel, mis humildes versos que en alguna ocasión,
de manera simbólica, han intentado recoger todo esto. Pertenecen a uno de mis
antiguos libros, al titulado La Calle, y dicen así:
Muchos días los pasaba inútilmente
persiguiendo los pájaros del pulso;
y le seguía la muerte de puntillas
y su alma caminaba en los termómetros.
«No hay solución». «Consulta indefinida».
«Botas de nieve y duda». «Paso a paso».
«Dios puede hacer milagros todavía».
En la pupila frío de los quirófanos.
Le quisiera pedir a Dios tenazas
para sujetar vida algunas veces,
cuando el inútil grito de las aulas
derrama su impotencia de antisépticos.
La casa huele a yodo y a geranios.
Los niños no comprenden lo que pasa,
en su pequeño mundo de patines.
«Llamaron cinco veces del Seguro».
«Un hombre trajo a un niño entre sus brazos».
«Acaso no lo tenga la farmacia».
«El corazón responde todavía».
La vida es como un pájaro encerrado
en una triste jaula de suspiros.
«No es nada». «Ya verá...». «Sólo unos meses».
Y se amontona vida ante su puerta;
vida encerrada en un latir brumoso,
vida febril resuelta en mil tentáculos,
vida entre muerte y vida, sólo un paso.
El hombre, inútilmente,
pretende verse a solas con su muerte
y tira de una vida
con una hebra de estambre algunas veces
y otras recobra vidas que abren ríos
con las arterias firmes.
Entonces es un Dios con bata blanca
que busca soledades
para morir un poco.
Y quizá el mejor canto a Don Miguel podría hacerse cantando a nuestras
piedras viejas, piedras con una hermosa cicatriz de siglos. Porque él es un
enamorado, un apasionado buscador de la antigua huella del hombre, de los
47
IV
Don Miguel: El hombre, su tierra y sus paisanos
enigmas de la antehistoria, quizá, para, sin saberlo, acariciar su humana raíz, su
origen de razas en plenitud de sensibilidades. Y lo sueño sosteniendo entre sus
manos temblorosas el precioso fragmento de una cerámica como un trozo de
corazón perdido, y buscando con sus ojos, por rincones subterráneos, trazos de
almagre con veladura de siglos, intentando hacer traslúcida la niñez del mundo
o desenmascarar a un dios ibérico, fabuloso portador del arco iris, oculto tras
arcillas y grafismos.
Y esta multiplicación en tareas y vocaciones diversas es claro testimonio de
su inquietud por calar con hondura en las dos circunstancias fundamentales del
hombre: la Historia y la Vida; es decir, toda la dimensión del hombre estudiada
por él con temblor humanísimo, destrenzando misterios, llegando con sus ojos
sabios a profundidades increíbles, alumbradas por su inteligencia, por esa luz
que Dios le ha cedido, celestial antorcha, privilegiado destello del resplandor
divino. Y esa inquietud enorme y fecunda prosigue, porque él es uno de esos
hombres relevos necesarios, de cesión de antorchas, no puede postrarse con
los años, replegarse a una vida vegetativa, porque siente cotidianamente el
empujón de su corazón joven.
Y quisiera hablar por boca del pueblo, que mis palabras fuesen sencillas
palabras de nuestras gentes campesinas, que tanto le deben, que tanto saben
de su generosa ayuda, y mis frases de homenaje sólo encerrarán hermosura de
nuestro diario decir -Dios, trigo, besana, lluvia, primavera, cosecha, árbol...- y
que cada palabra se alzara como un símbolo elocuente y bello de su hermoso
vivir.
¡Hablar por boca del pueblo, de estos pueblos suyos, de estas gentes suyas
que tanto le deben!
Recuerdo aquellos tiempos, sin seguros sociales ni ayudas de ningún género,
en que la enfermedad era la gran tragedia, la enorme tragedia del pobre, pues
al mal, al dolor, había que añadir la inseguridad de asistencia. Recuerdo mis
tiempos de niño en Granada... Llegaban nuestros pobres campesinos de vida
rota, en aquellos trenes de tristeza con sus maletas de madera (¡aquellas maletas
de madera de las posguerra que tanto tenían de ataúd!, hechas en las humildes
carpinterías de nuestros pueblos), llegaban remolcando su vida rota, apenas un
delgado rayo de esperanza... ¡qué ronda interminable de manos en su puerta,
qué rastros en su zaguán de alpargatas indecisas, de temores y esperanzas!, y
de pronto la sonrisa, la cama conseguida urgentemente, la palabra alentadora
y justa, la salud..., el amor cumplido.
Recuerdo mis tiempos de niño en vacaciones, en Chirivel; cuando enfermaba
un pobre, había un denso aire de tragedia sobre el pueblo. La familia vendía la
mejor oveja, acaso la única oveja, los restos de cosecha repartida con temor
48
Julio Alfredo Egea
IV
porque el pan era corto y el año largo, y marchaban... con un dolor de siglos en
el alma. Pero yo sonreía porque en Granada también estaba Dios y estaba D.
Miguel haciendo honor a su hermoso nombre de arcángel.
Por eso yo hubiera querido este homenaje en la plaza, delante de la maravilla
de la iglesia mayor de la comarca, a cielo abierto, con toda la gente antigua y
endomingada de nuestros campos, con el sudor y la herramienta, la flor y el fruto,
en una ofrenda sin palabras, en la que sólo se oyera un emocionado rumor de
corazones. Aunque tampoco esta mal que la organización de estos actos haya
partido de la Asociación de Padres de Alumnos, en estos tiempos de redención
intelectual, cuando Vélez Rubio parece una pequeña Salamanca, un pequeño
Santiago, ciudad estudiantil con alegría de juventud en sus calles, con un equipo
de hombres desvelados en la diaria transmisión de saberes.
Es una alegría ver cómo nuestra comarca marcha en el aspecto educacional
como nunca pudo soñarse y muchos de sus hijos, por tener oportunidades para
ello, ocuparán en un futuro cargos importantes en los campos de la cultura y
el arte.
He de hacer extensivo este homenaje en nombre de todos a doña Isabel, su
esposa, piedra fundamental, rosa fundamental en las esquinas, las etapas, las
cuestas y cumbres de su vida. Y digo piedra y rosa, como símbolos de fortaleza
y ternura, de ayuda y desvelo amoroso.
Mi homenaje a la miguelería de su familia, triunfadora en los campos de la
ciencia, dignos sucesores, y a toda la prolongación de su sangre hasta el fin
de los siglos, que han de saber que el padre, el abuelo, Miguel, el bisabuelo, el
tatarabuelo Miguel, es algo muy serio, algo profundamente serio, uno de esos
seres que dejan huella en su andadura más allá del tiempo y de la muerte.
Los seres, amigos míos, con talla, con categoría humana, nunca se van del
todo. Yo lo he comprobado con mujeres y hombres de mi estirpe labradora, no
conocidos o apenas recordados entre las nieblas de la infancia, que son espíritus
de mi cotidiano pensamiento, que los siento a mi lado como una huella celeste,
como un compañero silencioso que reconforta y alienta en esta andadura a
veces luminosa, a veces llena de sombras y abismos que es la vida.
Y Don Miguel, amigos, (Dios conserve su vida muchos años) cuando se nos
vaya, cuando camine hacia Dios con su alforja repleta, (en seres como D. Miguel
nunca se puede hablar de muerte, sólo mueren los seres yertos y vacíos) cuando se vaya a presentar sus cuentas claras, a comprobar la imposible anatomía
de dios, la imposible arqueología del ángel, quedará para siempre, para todos
aquellos que sintieron el roce de su luminosa vida (no sólo para el latido de su
sangre prolongada en el tiempo), ¡para todos! sus amigos, sus alumnos, sus
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IV
Don Miguel: El hombre, su tierra y sus paisanos
enfermos. Hermosa trilogía de seres en su vida: el hombre que ama con amor
sereno y firme de la amistad; el hombre que aprende, comprende y asimila sabias
conquistas viejas para continuar la lucha, la antigua y hermosa lucha contra el
dolor y la muerte; el hombre que sufre y espera.
Esta trilogía de seres rodearon su vida, y su andadura entre ellos ha sido
fecunda y clara.
Señores, perdón por tanta palabra, sólo he intentado decir algo de la hermosa
verdad de una vida noble.
Y quiero terminar, D. Miguel queridísimo, con una hermosa frase campesina
de saludo y esperanza: ¡Dios le guarde!.
Julio Alfredo Egea
Mayo, 1973.
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RETRATOS HUMANOS DE MI PUEBLO
Vêlez rubio a comienzos del siglo XX
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Miguel Guirao Gea
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dedicatoria
«... sólo he pretendido dejar apuntadas estas siluetas de la vida
de Vélez Rubio hace más de sesenta años, apuntes tomados entonces con la imaginación de mis quince, conservados, enmohecidos
y casi extintos en los avatares de mi vida de trabajo, larga por
misericordia de Dios, y expuestos con la sencillez de mi estilo y por
amor a Vélez Rubio».
Miguel Guirao Gea
52
PRÓLOGO
H
ubo un cierto número de hombres, relativamente numeroso,
que interesan -a nosotros por lo menos- para tejer el
anecdotario de la villa de Vélez Rubio en el primer cuarto del siglo
que corremos. Sus nombres o sus apodos, a veces, porque la mayoría son
gentes del pueblo, sólo son conocidos de referencia por no muchas personas, porque ya quedamos pocos de los que los tratamos, los escuchamos y
hasta conversamos con ellos. Estas gentes modestas son la salsa de la vida
y de la tradición popular, tan extensa y tan sabrosa.
Vamos a presentar los nombres de algunos de ellos con algún rasgo de
sus «personalidades».
Mariano Galera Teruel, el de Claví , desconocido para muchas
gentes de hoy, un rinconete, un truhanejo, mezcla curiosa de gramática
parda campesina y de inocencia; Cristóbal, con su primitiva imaginación,
que guardaba un nido de vacas volanteras en una caña de panizo y precisamente en su punta; Tadeo, religioso en su trato y su conducta, creyente
en el misterio de la Santísima Trinidad, pero desatado y frenético cuando
se insinuaba que tenía que echar una firma; las «almendras» de Ramón
el Chino ; lo que la suegra de Mariano contaba a D. José M. Pérez Serrabona: «¡ Ay, señorito! La otra ha hecho un disparate que nos tiene a toos
pasaos, se fue con el novio esta primavera»; la promesa de Francisco el
Tonto de no volver a saltar por encima del arco de la Puertas de Granada
con la tabla cargada de pan, que iba a cocerse en el horno, «porque era una
barbaridad»; las «poesías» de Juan Bautista el Pola; el «compás» del
Maestro Polilla ; las fobias de Reconcentro a los perros; la divertida
genialidad de D. Diego La Puente, de tener que ganar en el juego de la
lotería, precisamente en un cartón hecho por él en la tapa de una caja de
su droguería, o el arrastre de su bastón por la reja de su novia, a media
noche, para indicarle su presencia. Todo esto está lleno de encanto. No
podía faltar en estos ensayos.
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
1. Los sucesos a que hace referencia el autor, vivos aún en la memoria de algunos velezanos, están recogidos en el trabajo titulado «Violencia y muerte en la Comarca de los Vélez (1936-1940)», de Rafael Quirosa
Cheyrouze y Muñoz, publicados en REVISTA VELEZANA, nº7 (1988); p. 45-53.
53
Prólogo
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En la redacción de estas notas referentes a gentes del pueblo y del campo, con preferencia a la modestas, hemos procurado ajustarnos al modo
de expresarse y a su lenguaje propio, usando modismos del terreno, que
parecerán extraños a los lectores que no sean del país y aún a los de la propia tierra, porque quizás se hayan ido perdiendo en el tráfago de gentes y
de negocios en que ahora se vive, y por el efecto disuasivo y disolvente que
acompaña a todo progreso. He aquí algunas expresiones que pueden ser
típicas. Otras que no aparecerán en estos ensayos son también corrientes
en la zona. Las relatadas por nosotros y las no referidas, queremos consignarlas por si pudieran alguna vez tener valor para estudiar la evolución del
lenguaje en el distrito de Vélez Rubio.
Hablar abonico : hablar bajo. Alzar : guardar; por ejemplo: ¿Dónde tienes el pañuelo? Está alzado en el arca. Arruñar : en los campos,
arañar. Los gatos arruñan. Radículo : no tener ganas de comer. ¿Qué
le va usted a mandar a la niña que está muy radícula?. Hacer la zalá
: hacer la intención, pero sólo la intención de hacer zalemas. En la moa
: por lo que se ve o se dice; de acuerdo con la moda. Bufete : cajón de la
mesa sobre la que se come. No la mesa del escritorio del abogado, ni su
fama, ni su clientela. Pava : además de la hembra del pavo, un aparato
de hojalata para alumbrarse; una vasija de forma cónica, con un asa y su
torcida. Una especie de candil. Arde con aceite o petróleo. Alcuza : vasija
de hojalata cónica para usar el aceite de las cocinas. Maural : una estera
de esparto, pequeña, de contorno circular. Zagal, zagala : muy usado
en el pueblo y en el campo, muchacho, muchacha. Ir de cutío : «pegar la
gorra». Enfurruñarse : enfadarse. Radeor : rodillo de madera usado
para dejar enresada la media fanega, cuando se miden gramos. La humedis : la humedad. Nano : burro pequeño que marcha a la cabeza de una
recua de mulos que tiran de un carro. Forrinchar : resolverse un cólico
intestinal violentamente, con dolor y estrépito. Roñate : tacaño, miserable. Esfarriar : descarriarse, delirar, quizá desvariar. Asnear : decir
insulseces, tonterías, necedades, simplezas. Discreto : dícese del hombre
instruido. Escurecer : obscurecer. Chuchurrío : marchito. Esmiriao
: flaco. Aunque sea escortesía o hablando conmigo solo : lo dice
un campesino cuando nombra un cerdo, delante de personas instruidas.
Perla : lo más delicado que se puede decir a un niño. Asina que : así que.
Agora : ahora. Dentaura : dentadura. Escupinajo : esputo. Dirarrera
: diarrea. Los farios : los ovarios. Una miaja : una migaja, un poco.
Frecuentemente se sustituye la «r» final de los verbos por la letra «l»:
cambial , venil , subil ; y otras veces se dice blincal : por brincar, etc.
54
Prólogo
La «b» de la palabra burra y la «v» de viaje, en plural suenan como «f»:
las furras , los fiajes .
Algunas de estas expresiones irán apareciendo en las páginas siguientes, sin que podamos señalar su procedencia, su existencia en el léxico, su
deformación o desgaste por el uso, o su importación por gentes de otras
regiones. Hay que hacer constar que los vocablos extranjeros que traen
los trabajadores españoles en Alemania, Holanda, Suiza o Francia, no
se han incorporado todavía al acervo del habla velezana; esto es obra de
bastante tiempo. Los pobladores, viejos y jóvenes, sí dejaron su impronta
y su heráldica.
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Los pueblos necesitan rememorar sus tradiciones. Hay que recordárselas, porque las echan de menos. Estamos seguros de que los velezanos
de hoy gustarían de evocar efemérides de sus antiguas gentes o habrían
agradecido que les contasen detalles curiosos desvanecidos en la nebulosa
de los tiempos. Vamos a presentar algunos de ellos.
La muerte de doña María la Chapá, cuyo recuerdo tanto soliviantaba
a Tadeo; la de D. Fernando el Águila, asesinado a hachazos por un malhechor, una noche de ronda en que no se había hecho acompañar por un
enorme perro mastín, en quien tenía depositada su confianza; las deliciosas escenas del timo de Andrés el Nano a los caldereros italianos con la
participación de la Ceacera; la Encantá de la Cueva del Toro, brazo de
mar para los inocentes engañados; el crimen que costó la vida a la mujer
de Cristóbal (otro distinto del que después referiremos), echando sobre
el cadáver unos sacos de harina para hacer creer que la muerte la habían
producido éstos; los pormenores del famoso ladrón apodado el Curubizco,
que robaba en el pueblo durante la noche y fue hallado durmiendo en pleno
día, en un «carnero», nicho vacío, en el cementerio viejo, siendo prendido
al levantar una lápida detrás de la cual dormía tranquilamente, incautándose de las onzas robadas que guardaba en un calcetín; el acontecimiento
de aquel señor de Vélez Rubio que estuvo a punto de luchar a espada con
su propio hijo en la obscuridad de la noche, sin alumbrado público, hasta
que el padre habló recriminando al mozo que rondaba escapándose de
su hogar; la historia de un bravucón que prometió llamar tres veces a la
puerta del Cementerio viejo, en el Cabecico, en plena noche de invierno,
y clavar un clavo con una piedra, y volvió corriendo velozmente hasta la
Posada del Marqués, donde lo esperaban sus amigos, porque los difuntos
habían aceptado el desafío y le habían arrebatado la capa, suceso que fue
puesto en claro a la mañana siguiente, cuando el cortijero de la Cachucha
55
Prólogo
iba hacia el pueblo y vio en la puerta del sagrado recinto una capa sujeta
con un clavo que el «valiente» mismo había clavado sobre su capa, siendo
el clavo y no los insultados difuntos, quien le había retenido su prenda de
abrigo; detalles y pormenores de aquel señor que escondió su yegua en un
zarzal, a unos metros del lugar en que almorzaba el jefe de los carlistas, con
un hombre junto al animal, dentro del gran zarzal, para que no relinchara,
temiendo que se la requisarían; el encuentro entre un hombre del campo
que volvía del pueblo a su cortijo con un soldado francés de la vanguardia
de Sebastiani, cuando el francés le gritó: «¡arrête- toi!», y el pobre campesino dio un palo a la burra, apresuradamente, creyendo que le había dicho:
«¡arréale!», quedando al momento prisionero como rehén del estafermo,
decomisadas las provisiones compradas y obligado a servir como guía a los
invasores que pisaban Vélez Rubio por primera vez; la personalidad del Sr.
Vizconde de Perrín, figura relevante de la nobleza francesa, huido de su
patria, que vivió en nuestro pueblo y despertó la afición a la literatura del
vecino país, siendo de su época, de su estancia en Vélez Rubio, los libros
de Fénelon, de Bossuet, de Madame de Sévigné, de Pascal, etc., que formaban parte de las bibliotecas de los eruditos velezanos de aquel tiempo
y, probablemente, el apodo del mozo del casino Liberal de comienzos de
este siglo, a quien se nombrara Perrín; la divertida escena de D. Antonio
Gandía, persona bondadosa y muy conocida, quien salió de prisa de su
casa una mañana para su cortijo del Barranco de la Canal, porque se había hundido el tejado, y pasó todo el día en las Puertas de Granada con el
burro sujeto por el ramal, «cascando» con unos y otros, porque sus amigos
se confabularon y al irse uno se presentaba otro... «que si el precio que
habían tomado las papas; que el Alporchón era la ruina del pueblo; que
estaban echando una ‘consumá’ terrible, por lo que el Tío Greñicas se iba
a poner las botas»... y al obscurecer se volvió a su casa diciendo: «bueno
y ¿qué le vamos a hacer? Si es que estaba muy viejo, como yo. El cortijo
lo hizo mi bisabuelo»; incluso los detalles de nuestra guerra de liberación
(1936-1939). ¡Ah, esta guerra!.
Saber el nombre y apellidos de aquel que no había salido de Vélez Rubio
nada más que para ir a la Cañada de la Cierva y en un verano muy caluroso
se le metió en la cabeza ir a bañarse en Águilas. Era ya cincuentón y estaba
soltero. No se había bañado nunca. Las gentes de Vélez referían con cierto
retintín que «no lo había visto el agua». Salió de Vélez en el correo de Lorca y se fue derecho a la estación de ferrocarril de Águilas. Sin más ni más,
sin preguntar a nadie, se subió a un vagón abierto y se sentó esperando
la salida. Las gentes iban y venía con equipajes, cestas, maletas y alguna
sandía. Él seguía en su asiento.
De repente, en la espera, se le ocurrió escribir a su madre a quien que56
Prólogo
ría mucho, pero que se había quedado en Vélez Rubio. En el vagón todo
estaba tranquilo. No montaban otros viajeros. Mejor para él. Si daba el sol
o corría viento podría cambiar de asiento. Y empezó la carta. «Querida
madre: ya estoy en el tren y mientras que arranca te pongo estas letras en
esta postal que he comprado en la estación. Es el castillo de Lorca. Luego
dicen que en el tren no se puede escribir porque se menea mucho. Pues
no es verdad. Estoy como en una butaca, la de Vd. abajo en la cerería,
¡tan fresquita!».
En esto pasó un empleado del tren. Lo miró y le dijo con cierta sorna:
-Oiga Vd. ¿Qué hace Vd. ahí?
Él se extrañó, pero contestó:
-Yo es que voy para las Águilas y estoy escribiendo a mi madre mientras el tren arranca.
- Pues va usted al llegar el mes que viene ¿No ve que es un vagón vacío
y está en vía muerta? El tren salió hace hora y media, tiene usted que
esperarse hasta mañana.
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Los personajes van a expresarse como lo hacían en sus tiempos. Nadie
que pueda leer estos «ensayos» se llame a engaño y mucho menos a desenvoltura por parte nuestra. Hemos supuesto que será más propio escuchar a
Ramón el Chino contestar: «¿Y a ti, que te importa? Yo voy adónde me
sale»; al nazareno que dejó el farol a Indalecio el de la Chichona en
la procesión del Jueves Santo: «anda hombre, toma esto es que me estoy
haciendo de cuelpo, que es que estas cosas son de priesa»; al Tío Picolo
: «Señorito Juan Diego, que se lo digo a usted, que no puedo forrinchal y
me da un dolol que clamo», como que el pobre tenía un cáncer de recto; a
la suegra de Mariano Galera: «Señorito, la otra ha hecho una cosa que
nos tiene a toos pasaos. Se fue con el novio esta primavera»; al Maestro
Reconcentro , gritar: «zagal, pégale un puntapié a ese perro, que me va
a morder. ¡El perro del Levita!; ¿Dónde estarán los dichosos guindillas?».
Al Tío Sesera exclamar en un juicio ante tres magistrados: «con premiso
de la media sala, ¡D. Florián es un tío podrío!». El desprecio del maestro
carpintero el Polilla al metro, por ser «una cosa franchuta»; lo que Indalecio decía, explicando una fracasada aventura amorosa: «No. Verás.
Es que yo creía que era una seña y luego resultó que era una contraseña»;
lo que el miliciano del puesto de control dijo a la Gonzala, al registar las
aguaderas: «¡Anda, suelta los huevos y vuélvete pa tu cortijo. Si no traes
el carnel, aquí te dejas los sesos!»; la expresión de Mariano Galera en
la plaza de Toros de Granada, al empezar una corrida en Corpus, viendo la
57
Prólogo
gente desde arriba: «¡Muchacho!; dónde tienen las patas toos estos tíos
y estas tías?».
Todas estas expresiones y muchas otras, que irán apareciendo, sería una
lástima el dejarlas sin presentar y una traición al modo de hablar de estas
gentes sencillas de los campos e incluso de la villa, que responde a su modo
de pensar. Como son sus vestidos, sus costumbres, sus modos de vivir, es
también su lenguaje: sencillo. Aunque ahora las modas han cambiado y
las gentes viven más holgadas. Se trata de un estrato social humilde y fundamentalmente bueno que se horrorizó, por ejemplo, de los fusilamientos
de los señores de Huéscar en nuestro término de Vélez Rubio, durante la
guerra de liberación (1936-1939), y dio consuelo, cobijo, protección y calor
humano a muchos escapados de otros pueblos, sin que se pueda señalar
que un solo natural de Vélez Rubio cayera víctima de los propios velezanos,
cuando tantos otros pueblos y ciudades -algunos cercanos- se ensañaron
con sus propios convecinos. Vélez Rubio fue en nuestra guerra un refugio
para todos1.
Las páginas siguientes irán, pues, expuestas con el hablar de sus «personajes».
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Es obligado presentar una explicación antes de dar fin a este prólogo.
No ha habido en nosotros el más leve intento de chanza, burla o reproche,
ninguna murmuración con respecto a los apodos que van a ser presentados.
Es obligado hacerlo. Los hemos tomado del lenguaje popular. Las gentes
aprovechan algún defecto humano para designar a ciertas personas con
la lengua certera, pero desenvuelta y punzante, del pueblo. Creemos que
ganarían estos ensayos si se pudieran transcribir los nombres y apellidos
cargados con apodos y sobrenombres, pero, aún sin ellos, pensamos que
merecen la pena de ser consignados para ir echando la vista a la vida retrospectiva de Vélez Rubio.
Las historias de los pueblos, de todos, contienen hechos buenos y malos,
acontecimientos felices y luctuosos. En ellas se relatan victorias y derrotas,
no solamente triunfos, y así la serie de retrasados mentales que vamos a
presentar, en contraste con la relación ya ofrecida de valores velezanos,
muchos de primera fila, tiene también su derecho a ser contada en esta
pequeña historia de Vélez Rubio. Entrarán en un muy segundo orden, pero
pueden estar presentes, aunque ocupen el entresuelo de su sociedad. Las
tradiciones de los pueblos forman sus ejecutorias, sus pergaminos.
Con lo poco reseñado sobre estos «personajes», otra pluma mejor que
la nuestra puede acabar de relatar sus «biografías», y lo mismo puede
58
Prólogo
hacer con las verdaderas personalidades, por supuesto. Las cosas nacen
así, borrosas, y después se perfeccionan. Los minerales extraídos del filón
no son, de momento, instrumentos o máquinas. Precisa su fundición para
fabricar éstos después. Los capiteles y las estatuas no se recogen de las
canteras, sino que hay que tallarlos.
Pero la persona que corrija estos ensayos ha de hacerlo pronto, pues si
no hemos sido capaces de captar todos sus perfiles humanos, habiéndolos
visto y oído por nosotros mismos, ¿podrá otro hombre de la generación
venidera mejorar lo hecho? ¡Ojalá!.
Pero no le irá mal en estos apuntes un pequeño recorrido por su ambiente
social de los comienzos del siglo, acompañando a estos desgraciados con
dificultades mentales y pobres, por añadidura. Ello podrá servir como de
recuadro para aquellas destacadas figuras. Los pobres que mencionaremos
nacieron igualmente en Vélez Rubio, en el mismo huerto, y tienen sus derechos. Son también, a su modo, Historia de Vélez Rubio. De todo hay en
la viña del Señor.
I. LA FAMILIA DE MARIANO
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60
MARIANO GALERA TERUEL
Por los años 1915 a 1920, vivía en el cortijo de Claví, término de Vélez
Rubio2, una familia campesina propietaria de una reducida finca, compuesta
así: padre, Juan Galera; madre, Catalina Teruel; hijos varones, José Antonio,
Juan, Mariano y Domingo; hijas, Catalina, Juana, Isabel y Ana. Al padre
le decían Juan Terrible.
Yo los conocí en el año 1919. La madre estaba ya viuda. La Tía Catalina
Teruel era una mujer inteligente. Dotada de carácter, llevó adecuadamente
su labor y sus hijos. En su trato resultaba agradable. Sabía vivir. De otra
manera no hubiera sacado adelante a su familia, 8 hijos.
Bajaba a los mercados de los sábados a Vélez Rubio y hacía visitas a
las señoras dueñas de las fincas vecinas, regalando a los niños garbanzos
tostados, peladillas, pan de garbanzo y cosas así. Atendía a la pareja de la
Guardia Civil cuando hacía el recorrido por su cortijo y, en tiempo de primavera, tenía siempre dispuesta una pequeña orza de miel de abejas, así
como una perdiz en escabeche o un conejo cazado por sus hijos al acecho,
o un liebre para D. Ezequiel Cabrera, que estaba en el Ayuntamiento y entendía de contribuciones y consumos, y alguna vez cazaba personalmente
permaneciendo unos días en el cortijo; y para D. Fernando Carrasco y D.
Paco Fernández, personas influyentes que habían sido alcaldes y podían
volver a serlo, y «echaban» los consumos. La Tía Catalina pensaba cuerdamente. Era muy discreta.
El tercero de sus hijos varones, «nuestro» Mariano, era un hombre poco
despierto, pero avispado. No era tonto, pero tampoco era listo. Más bien
podría decirse que era un hombre con aspecto de pocas luces, lo cual era
exacto, según se verá, pero con astucia suficiente para presentar su faceta sin
brillo y aprovecharse de las circunstancias con cierta habilidad, manejando
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

2. La finca de Claví, ubicada en término de Vélez Rubio, pero lindante con el de Chirivel, se halla enclavada a ambos márgenes de una húmeda y pajarera rambla que, recogiendo las aguas de la cara norte de las
modestas sierra de la Atalaya, la Sierrecica del Álamo, etc, las vierte a la Rambla de Chirivel. En su mayor parte,
la finca sigue siendo forestal, incluye extensas porciones de monte de arbolado hasta volcar a los llanos de
la Mata y la cabecera de la rambla del Centeno, así como sugestivos paisajes. Aún hoy es posible reconocer
algunas de las cualidades que la hicieron famosa a comienzos del s. XX; en especial, su extraordinario, aunque desvalijado, cortijo de dos plantas a la vera de la Rambla, con su aristocrático porche de columnas y sus
magníficas rejas de hierro.
61
Mariano Galera Teruel
la otra. Él hacía reír, pero en el fondo se reía de los demás.
Su aspecto predisponía un poco en contra suya. Más bien alto, poco suelto
en sus modales, algo encorvado, los brazos quizá un tanto más largos de
lo corriente, tenía la frente reducida y un tanto huida; el pelo negro, con
algunas canas, las cejas pobladas, anchas las mejillas y algo larga la mandíbula. Sus ojos eran pequeños, pero miraban con fijeza. Hablaba despacio,
arrastrando un poco las palabras. Su fraseología era muy divertida. Sonreía
con frecuencia y rara vez se le sorprendía enfadado. Era un hombre bueno.
Esto, por descontado.
Nacido en aquel paraje más bien solitario, criado guardando ganado y
escardando pinos, poco habría que esperarse de él en otro cualquier sentido. Sabía cosas referentes al monte, de la caza de la perdiz, de la liebre,
de cuándo salía el conejo de su madriguera para tirarle en el acecho, «de
mismo ponerse el sol», de echar las boqueras en la rambla, de armar y cocer
una calera, dándole su punto para vender la cal, etc... De instrucción, nada,
absolutamente nada. No sabía hacer la «o» con un canuto. Las burras eran
para él las «furras»; la atalaya, la «talaya»; los arrendajos, pájaros de color
parduzco con cierto parecido al cuervo, que se veían en los álamos de la
rambla de Claví, los «randrajos». Y todo por el estilo.
II. SIRVIENDO AL REY
Mariano no debió haber servido en el Ejército. Sus aptitudes eran bastante reducidas, pero lo alistaron. No alegó nada y fue incorporado a un
Regimiento de Infantería de la guarnición en Sevilla.
Los negociados de quintas en los Ayuntamientos no jugaban limpio.
España acababa de sufrir la enorme desgracia de la liquidación del imperio colonial. Todo andaba sin orden, desarticulado, como acontece con las
personas después de una enfermedad grave. La convalecencia de la Patria
era larga y penosa. Había pasado, es cierto, aquella lamentable etapa en la
que unos mozos de los reemplazos librados de ir a filas se ofrecían para ir al
servicio por otros, mediante una cierta cantidad de dinero. Se compraba y se
vendía el honor de defender a la Patria. Además, se manejaba el concepto de
«chapaos», que equivalía al de «emboscados» de la primera guerra mundial
europea, de 1914-1918, y de la segunda y la de todas las guerras. Todo esto
era considerado como depresivo o denigrante, pero acontecía. No se había
restablecido el equilibrio y la ponderación en las oficinas públicas, aunque
no en todas, en verdad, para recuperar la confianza de las gentes.
Lo cierto fue que Mariano resultó en Sevilla, como soldado, sin haber
debido serlo. Y no le debió ir muy bien por lo que él refería y por algo más
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Mariano Galera Teruel
que se supo de él a través de otros soldados y de sus propios familiares.
Cuando en Claví, en el cortijo de D. Fernando Pérez3, durante el veraneo, alguno de los hijos de D. Fernando o algún invitado, de los que había
siempre veraneando, le preguntaban: «Mariano: ¿te pegaron mucho en el
cuartel?». Contestaba siempre, como si la pregunta hubiera sido hecha por
primera vez: «Muchacho, las ‘gofetás’ no caben en toa esta casa».
Sabía que aquello regocijaba a la gente joven y lo repetía gustoso, siempre
igual, bajo el mismo patrón, como un loro. No se enfadaba.
Debió haber estado bastante expuesto a sufrir un Consejo de Guerra o
fue sometido a él. Se deducía de lo que el refería a retazos y sin completa
hilación. Parece ser que le sucedió lo siguiente:
Estaba Mariano haciendo guardia junto al armero de la compañía, lugar
como se sabe de responsabilidad en la custodia de los fusiles de la misma.
Visitaba en aquellos momentos a uno de los Tenientes otro Teniente amigo, pero de Caballería. Los oficiales hablaban de armas y estaban cerca del
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3. Nota de D. Miguel Guirao Pérez Serrabona: Se trata de don Fernando Pérez Suárez, propietario de la
finca de Claví en el momento en que se desarrollan los acontecimientos y anécdotas que relata el autor. La
familia Pérez Serrabona, una de las principales de la zona, era originaria de Vélez Rubio y residía en Granada.
Estaba compuesta por el padre, D. Fernando Pérez Suárez, ilustre abogado de Granada y, antes, abogado
también en su pueblo, propietario, profesor de matemáticas del Colegio de Ntra Sra del Carmen, de D. Benito
Navarro, y alcalde canovista en el momento de la temible epidemia del cólera que diezmó a la población;
opción política muy arraigada en la familia hasta el punto de que su hermano, D. Antonio Ramón, fue
Presidente de la Diputación Provincial de Almería, Diputado a Cortes y Presidente del Directorio Provincial
de D. Antonio Cánovas del Castillo. En Granada fue ilustre abogado y hombre influyente, pero, sobre todo,
asiduo de la célebre tertulia del «Café Alameda», a la vuelta de la Plaza de Campillo, donde estaba el Liceo
y, junto a él, su casa.
D. Fernando estaba casado con Dª Encarnación Serrabona Fernández, también velezana, que aportó a
su familia, entre otras dotes, su extraordinaria simpatía y humanidad, la casa de la Carrera del Carmen donde
vivió «siempre» la familia, y la devoción y el cuidado de «El Señor de la Caja», imagen que fue adquirida por
su tío, D. Diego Fernández Lozano, sin descendencia, pasando a su muerte a su hermana, Dª Isabel Juana,
madre de Dª Encarnación. Una hermana de ésta, Dª Juana, esposó con un hermano de don Fernando (dos
hermanos con dos hermanas), de modo que los Pérez Serrabona de los que vamos a hablar se duplican en
los Vélez: dos Isabeles, dos Diegos, dos Antonias, dos José Manueles, todos Pérez Serrabona.
De «nuestros» Pérez Serrabona, los de D. Fernando y Dª Encarnación, la descendencia fue como sigue:
la hija mayor, Antonia, murió en plena juventud y en Madrid, afectada de un osteosarcoma de rodilla; Juan
Diego murió también muy joven, siendo Juez de Primera Instancia de Álora (Málaga); D. Fernando, abogado
en Jaén, y Manolo en Granada, heredaron de su padre la simpatía y la influencia, viviendo una intensa vida
intelectual en la tertulia «El Rinconcillo», donde el último hizo una estrecha amistad con García Lorca (se
conservan no pocas cartas entre Federico y Manolo), siendo, además, secretario del «Centro Artístico», en la
Acera de Darro. La menor de los cinco, Isabel, se casaría en Granada, en noviembre de 1917, con D. Miguel
Guirao Gea, autor de este libro.
63
Mariano Galera Teruel
centinela. Al Teniente de Infantería se le ocurrió coger un fusil del armero
para explicar al compañero algo especial de lo que venían hablando. Nunca
lo hubiera hecho. Mariano se echó el suyo a la cara y exclamó a voces:
-¡Oye, alto! ¡Que te tiro! ¡Deja ese fusil! ¡Suéltalo, ahora mismo! ¡Mira
que te tiro!.
El oficial dejó el arma en su sitio, pero preguntó a Mariano, entre colérico y avergonzado:
-¿Es que no me conoces? ¿No conoces a tu Teniente? Te vas a acordar
de aquí en adelante.
-¡No! ¡Me lo ha dicho el Sargento! ¡A ver si te tiro! ¡Fuera! ¿No oyes?
¡Suelta eso!.
Aquello originaría el correspondiente relevo del soldado y el parte del
oficial. Y debió promoverse el correspondiente interrogatorio y, tal vez, el
procesamiento o solamente las diligencias previas, porque Mariano contaba que lo llevaron al Coronel y a los Capitanes, todos, y que lo marearon
mucho. «Venga a preguntar, porque se pusieron muy majaeros. ¡Y venga
a preguntar!».
Desde luego pasó al calabozo y después al Hospital Militar, como enfermo o para ser observado, aunque realmente no lo estaba, ya que él refería
que el calabozo estaba «más oscuro que boca lobo», y que en Hospital le
pusieron a «yeta» (dieta) porque se quejaba de dolor de estómago.
Cuando se le preguntaba: «Mariano, ¿qué es eso de «yeta»?». «¿Yeta?»
-Contestaba:-»Yeta es no comer naisca». Y refería pormenores del hambre
que pasó en el referido Hospital, porque el médico de la clínica lo mantuvo
2 o 3 días a dieta. Al 4º día preguntó a Mariano, durante la visita:
-¿Cómo estás tú, muchacho?.
-Muy malico, con la yeta.
-A éste -dijo el médico al practicante- sopas y pocas.
Mariano decía:-¿Quién va a saber lo que yo tengo dentro de la barriga?
-Y añadía:-Hasta que un día... Había allí, en otra cama, un soldado catalán
que estaba también a dieta, pero lo cierto es que comía bien, a escondidas.
Y un día -contaba Mariano- me quité la correa, me enganché a corriazos
y le quité dos chuscos y me los comí. Y como me mataban de hambre, pidí
el arta y me golví al cuartel. Y no me metieron más en el calabozo.
Así acabó el episodio de la guardia en el armero. Cuando fue licenciado
ocurrió algo muy gracioso. Al pedirle la residencia para extenderle el pasaporte y la correspondiente lista de embarque, él pidió ir «al Rubio», pueblo
de la provincia de Sevilla. Mariano montó en el tren hasta Estepa, y desde
allí, en diligencia, hasta El Rubio. Al llegar, bajaron los demás viajeros y
Mariano bajó también. Pero al contemplar el lugar vaciló bastante, tratando
de reconocer alguna casa, algún cortijo, un árbol, un cerro, alguien de Claví
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Mariano Galera Teruel
o de Vélez Rubio; pero no halló nada de esto. Con ello se intranquilizó y
preguntó al primero que pudo:
-¡Oye, zagal! ¿Este es el Rubio?
-Sí, éste es El Rubio.
-¡Ca, éste no es El Rubio!
-¿Qué no? Éste es El Rubio. ¡Si yo soy de aquí!
-Y yo te digo que no. A ver ¿Dónde cae el tío Picolo, y Claví? ¿Dónde
esta el cortijo del señorito Manolo? ¡A ver! ¡Qué va a ser esto el Rubio! ¿A
que no? ¡Si lo sabré yo! ¡El Rubio...!
Mariano llevaba razón. Como que estaba a más de 400 kilómetros del
Rubio que él buscaba, de Vélez Rubio. El interlocutor lo miró de soslayo
y dudó un tanto. Aquel soldado que había venido a El Rubio, con aquella
pinta, desconocía el pueblo y preguntaba cosas extrañas que él no había
oído, el Tío Picolo, el señorito Manolo, Claví ¿Quién era, un desertor? Eso
le pareció, lo que le obligó a requerir la Guardia Civil que examinó la documentación y deshizo el error devolviéndolo al cuartel de Sevilla.
Mariano contaba que un Guardia Civil le preguntaba:
-¿Eres un sartaor? (Un desertor). Dímelo a mí y no te pasará nada.
-Yo no soy ningún sartaor. Yo soy Mariano Galera Teruel, de Claví, del
Rubio, hijo de la Tía Catalina, la de Claví, pero yo no soy ningún sartaor.
Ustés están equivocaos. Y ya está.
Vuelto al regimiento, el asunto fue motivo de gran regocijo en la compañía y en el cuartel entero, porque llovía sobre mojado. Ya conocían el
paño. La chanza duró bastante. Le rehicieron la documentación, revisando
su filiación y averiguando que era natural de Vélez Rubio, provincia de Almería. Pero en lugar de extenderle la lista de embarque para Huércal Overa
o para Lorca, distantes por ferrocarril 35 y 45 kilómetros respectivamente
de Vélez Rubio, lo hicieron para Almería capital. Huércal Overa y Lorca
tenían ferrocarril. Pero no: lo echaron para Almería y, desde allí, hubo de
trasladarse a su cortijo a pie, sin comida ni dinero, a 185 kilómetros. Y aquí
viene lo más pintoresco del viaje, tal como Mariano lo contaba.
Anduvo a pie bastante tiempo, y como no llevaba una peseta, hubo de
entrar en un predio cubierto de parrales para comer algunas uvas, esas
famosas uvas de Almería. Pero lo sorprendió el guardia quien, al ver el
aspecto del licenciado y ante lo que éste le contara, le cortó un buen racimo
y le dio medio pan. Con ello recobró alientos y continuó carretera adelante
preguntando siempre lo mismo: «¿Por dónde se va al Rubio, a Vélez?».
Y refería que encontró un carro, vehículo muy corriente en aquellas
épocas, hoy desplazado por los camiones, tirado por una recua de mulas, al
frente de las cuales marchaba siempre un burro pequeño al que los carreros
llamaban el «nano». El carro tenía dos ruedas grandes, iba cubierto por
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Mariano Galera Teruel
un toldo de lona pintada, descansando sobre arcos de madera y descendía
hasta cerca del suelo lo que llamaban «bolsa», colgada del marco del carro
por medio de cuerdas y formada en los costados por esteras de esparto sujetas con cuerdas de cáñamo y el suelo de tablas. El carro iba vacío, según
Mariano. Obscurecía. El carrero vio al soldado marchar a pie, cansado, y
le invitó a subir. Le haría compañía.
Mariano montó y, andando andando el carro, se hubiera quedado dormido, pero no había cerrado los ojos cuando unos chiquillos que iban en
el carro comenzaron a llorar. Él miró y con la obscuridad no vio a nadie, ni
preguntó nada. Le pareció natural que el carrero llevara sus hijos. Volvió a
intentar dormirse y se repitieron los llantos de unos chiquillos que seguían
sin verse. Cuando refería esto, solían preguntarle los que escuchaban su
relato, en Claví:
-Pero, ¿dónde estaban los chiquillos?
-Yo no lo sé. Ellos venga a llorar y a chillar, pero allí no había ningún
zagal.
-Pero, hombre, habría algún chiquillo por allí, acostado en la bolsa...
-No, señorito Juan Diego. Allí no había ningún zagal pequeño. ¡Que
no! Allí estaba yo sólo y el carrero. Ningún zagal.
¿Qué era esto? ¿Habría sido Mariano tal vez machacante y el recuerdo
de los niños del Sargento, que darían que hacer más que los Siete Niños
de Écija, y la misma Sargenta, no lo dejaban conciliar el sueño? ¿Eran
alucinaciones? ¿Pesadillas?
En este plan llegó hasta Albanchez, donde bajó del carro y allí continuó
hasta su cortijo. Él decía «Elmanchés».
Con este viaje de «recreo» terminó el servicio de las armas de Mariano.
Su familia se alegró mucho, su madre sobre todo; pero no le iría en las zagas
él, que había vuelto como de una expedición a la estratosfera. Volvía como
soldado raso, pero indemne, sin lisiar. Ya era bastante. Él, por su parte,
no habría pensado volver de Mariscal de Campo. No estaba el horno para
bollos.
III. SU MATRIMONIO
Mariano conoció a su mujer en una rifa. Las rifas eran unas fiestas campesinas que se daban en los cortijos y creo que se siguen celebrando. Con
motivo de alguna festividad religiosa, se reunían días señalados los mozos
y las mozas para bailar y charlar durante unas horas. Con frecuencia, las
rifas las organizaban las madres que tenían hijas casaderas, con lo cual
daban a las mozas ocasión para conocer mejor a la juventud masculina
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Mariano Galera Teruel
y trazarse los planes para el futuro. La fiesta era bien recibida por ambas
partes, resultando una divertida agencia matrimonial. Hoy ha cambiado
todo. En los campos hay ya «salas de baile».
Al final del verano, frecuentemente, terminadas las faenas de la trilla,
faltando todavía tiempo para iniciar la siembra del nuevo año agrícola,
se planeaba una rifa. En el cortijo se preparaban las cosas, con tiempo.
Se buscaba y apalabraba algún tocador de guitarra del mismo campo, lo
que allí no es difícil, pues a los niños se les enseña a leer, escribir y hacer
cuentas, y, si acaso, como complemento, a tocar la guitarra. Cada familia
tiene uno de estos instrumentos de música. Hoy existen bastantes escuelas
rurales, pero entonces se encargaban de estas enseñanzas «maestros de
escuela», que no eran tales maestros ni tenían escuela, sino únicamente
alguna instrucción elemental, quizá licenciados del ejército y andaban por
los cortijos dando lecciones, el viernes aquí, allí el lunes, de acá para allá,
a pie generalmente, con sus paraguas que les servía para la lluvia y para el
sol, y aún para defenderse de los perros.
Contando con algún tocador de guitarra, se extendía la voz de la fecha y
el lugar de la rifa y se disponía la casa lo mejor posible. Se enlucía con cal.
Allí no se dice «encalar» o «enjabelgar», sino «enlucir» la cocina, pieza a
la que llaman «la casa». Se arreglaba el suelo, de tierra generalmente, se
pedía sillas a la vecindad y se elegía un pollo bien gordo, rara vez una pava,
para ser rifado.
En el día de la fecha estaban preparados garbanzos tostados, anises
comprados en la confitería, «flores» de panizo florero, a veces algunas
tortas cocidas en el horno de la casa y, por supuesto, una botella de aguardiente con una copa bastante pequeña y una bombona de vino peleón. Y
agua fresca en la jarra. No faltaban algunas matas de albahaca («alábega»)
para perfumar el ambiente que olía pronto a sudor y a refajos. Los mozos
iban viniendo por grupos, de dos, de cinco, de tres o solos, cuando el sol
iba cayendo.
Previos los saludos naturales, preguntándose por las familias y comentando los días de calor que estaban haciendo, que estaba la «planta achicharrá», empezaba a hablarse de la rifa, de si vendrían muchos mozos, de
si alguno estaba todavía de trilla, de quién tocaría, etc...
Y cuando la concurrencia lo merecía, aparecía el tocador y empezaba
a templar la guitarra lentamente, con paciencia, ante la expectación y el
silencio de todos, comenzaba a rasguear unas parrandas y después rompía
a cantarlas, acompañándolas con la guitarra que ordinariamente sonaba
bien, pues las uñas de los tocadores, hombres de campo, hacen arrancar a
las cuerdas tonos brillantes, y empezaba a cantar:
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Mariano Galera Teruel
En el Campillo llueve, mi amor se moja.
Mi amor se moja, mi amor se moja.
Quien fuera carrasquilla alta y frondosa.
Anda que eres, anda que eres
la más resaladita de las mujeres.
Y ya estaba la mecha encendida. Las parejas se improvisaban o estaban
ya convenidas. Los novios bailaban juntos. Si la novia aceptaba la invitación de otro mozo y bailaba con él, había disgusto entre los novios y quién
sabe como terminaría aquello. Los pretendientes masculinos solicitaban
de la futura novia bailar unas coplas de parrandas, generalmente cuatro, y
si ellas aceptaban, casi estaba cerrado el contrato de noviazgo, («noviaje»
en aquel terreno).
El bailar bien unas parrandas es allí una cosa no corriente. El mozo tiene
que acompañar el ritmo de la moza, que lleva la iniciativa. Bailan frente a
frente, si bien, alternativamente, la pareja resulta de costado. El baile no
empieza hasta que el cantador ha lanzado la primera estrofa de la copla. El
cambio de sitio de la pareja va acompañado de la estrofa siguiente. El final
de la copla marca el final del baile. La iniciativa de la moza va acompañada
de una cierta travesura inocente a veces, como es el dar una vuelta sobre
sí, que el mozo debe imitar; pero, en ocasiones, la moza inicia solamente la
vuelta y su acompañante no comprende la intención y da la vuelta completa,
quedando burlado, con el consiguiente regocijo de la concurrencia que ríe
ampliamente. El mozo resulta chasqueado y se ruboriza. En el campo se
ríe mucho. Dicen que no cuesta dinero.
La danza empieza al atardecer, a veces se baila en la era de trillar, y
termina amanecido, sin haber descansado más tiempo que el necesario
para que las parejas se turnen, para tomarse unos garbanzos o unos tragos
de agua o vino, o para relevar al tocador. Nadie descansa de bailar porque
nadie se cansa de hacerlo. La alegría es general. Todos sudan. Las mozas
y los mozos se sientan por turnos y allí se inician o se continúan -a veces
se dan por terminados- los barruntes de noviazgos o los noviazgos que
parecían más firmes.
Mientras tanto, algunos mozos que no saben bailar o no les gusta hacerlo,
se reúnen en la esquina del cortijo para charlar, o se divierten tirando a la
barra, o echándose el pulso, o probando sus pistolas, enormes algunas, en
aquel tiempo, del calibre 12 ó 16, disparando contra la puerta del corral,
con el consiguiente espanto de las gallinas y la contrariedad del dueño del
cortijo, o contra el tronco de un árbol que nada tiene que ver con la rifa.
Como final de la fiesta, venía la rifa del pollo, hecha con papeletas numeradas en trozos de papel de colores, rojo, verde o amarillo, vendidas a
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Mariano Galera Teruel
real, sorteando un número escrito a mano también en otro papel, doblado
e introducido en un sombrero. El favorecido llevaba orgulloso el pollo a
su casa.
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

En una de estas rifas estaba Mariano. La cortijera tenía dos hijas casaderas. Con una de ellas entabló conversación Mariano. No sé si bailando,
pero debió suceder así. El mozo hubo de cumplir, pues quedaron novios y
se citaron para el domingo inmediato. Volvió Mariano, según lo convenido,
y tuvo la cita con la moza al oscurecer, detrás de la esquina del cortijo, al
final de la cual, él le propuso la fuga que ella no aceptó. Y no se sabe cómo
pudo suceder, que la otra hermana, que acudió a la disputa en ayuda de la
novia o traída por la novedad del caso, se fugó con él.
Parece ser que Mariano insistía en que se marchara su novia con él, y
ella reiteraba que aquello no estaba bien. El novio, entonces preguntó a
la hermana: «y tú ¿te vienes?». «Sí, le contestó; yo sí». Y se escaparon
juntos dejando burlada a la novia que había dado una prueba de sensatez
y de cordura.
Así resultó Mariano con su novia «arrestada» en el cortijo de la Tía Catalina. Debió ello producir el natural disgusto, pero al final se arregló todo
y el matrimonio ocupó una pequeña vivienda adosada al cortijo.
Un día, en el verano siguiente al rapto de la Gonzala, D. José Manuel
Pérez Serrabona, el «señorito» Manolo para aquellos campesinos, salió de
caza con su escopeta y su perra. Pensaba tirar a los conejos o a alguna perdiz.
Y se llevó a Mariano, que era un buen aficionado. Por casualidad o intencionadamente, porque D. José Manuel era un espíritu siempre dispuesto a
la broma, la excursión vino a llegar cerca del cortijo de la madre de la novia
y al señorito Manolo se le ocurrió hacerle una visita con su acompañante,
para lo cual le bastaba decir que tenía sed y necesitaba echarse un trago
de agua, cosa natural por el ejercicio hecho, la digestión del desayuno, el
tiempo de verano y la hora, como las 11 de la mañana. Mariano trató de
disuadirlo, pero no se atrevió a contrariarlo poniendo inconvenientes, lo
que no habría conseguido. Y le siguió resignado. Pensó que D. José Manuel
no conocía la finca ni los cortijeros. La puerta del cortijo estaba casi cerrada
por causa del sol y de las moscas. D. José Manuel llamó y, desde el interior,
le respondió una voz de mujer:
-¡A entro! ¡Pase!- No había perros o no ladraron.
Una vez en la casa, D. José Manuel pidió agua. La cortijera, una mujer
entre los 40 y los 50 años, muy agradable, se dirigió a la alacena de la habitación -cocina y estar, «la casa», como allí se nombra, según hemos dicho-,
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Parece ser que Mariano insistía en que se
marchara su novia con él, y ella reiteraba que
aquello no estaba bien. El novio, entonces,
preguntó a la hermana: «y tú ¿te vienes?». «Sí,
le contestó; yo sí». Y se escaparon juntos de-
Mariano Galera Teruel
para sacar un vaso de cristal que reservaba para las ocasiones semejantes,
pero el «señorito» la detuvo. Ella iba a lavarlo, porque las moscas adornan
con sus heces.
-No; la jarra. Deme la jarra. Me gusta beber en ellas porque hace el
agua más fresca -y bebió despacio, elogiando el líquido. Después se volvió
a sentar.
-Y usted, buen hombre -dijo la mujer a Mariano- ¿Usted no bebe?.
-No, no tengo ni chispa de sed.
-Como usted quiera -contestó la mujer, y tomando una silla baja con
asiento de soga, se sentó en ella frente a los visitantes, en medio de la
casa.
D. José Manuel «pegó la hebra»: «Yo creo que conozco este cortijo. Yo
he cazado por aquí. Tenía usted dos zagalas que deben ser ya mozas».
Entró en la casa, con esto, la hija que no quiso irse con Mariano y se hizo
la disimulada. Y él también, por supuesto.
-¿Es ésta una de ellas? Me parece que la he visto yo antes.
-Sí señor, ésta es la menor, aunque ande ya por los deciocho.
-¿Y la otra?
-¡Ay señorito! La otra ha hecho disparate que nos tiene pasaos a toos.
Se fue con el novio esta primavera. Aquella era mi Gonzala. ¡Que lástima
de mi Gonzala!
-¿Con el novio, dice usted? ¿Con qué novio?
-Ni yo lo sé siquiera. Si yo no lo he visto en mi vida, ni quiera Dios que
lo vea. Con un tontarrón de por ahí, de esos Clavises. Ni yo, ni naide nus
lo explicamos. Pero, ande usted, que como yo le eche la vista en lo arto,
se va acordar de mí. Lo araño y lo rajo como a un chino.
La mujer estaba hecha una furia. Su hija seguía silenciosa, y yo creo que
divertida por la escena. Mariano hacía lo imposible por terminarla, pero
sin pestañear. Quieto.
-Mujer, si eso ya no tiene remedio. Tranquilícese usted, amiga. Todo
se arreglará.
-¡Ca, si dicen que ya están casaos! Pero el tío me las tiene que pagar.
Se lo juro a usted señorito. Si hay que pegarle un tiro, se lo pego. ¡Se lo
juro a usted! ¡Ladrón!
En un momento de pausa, Mariano se puso en pie.
-Vámonos, «señorito» Manolo.
-Espérate hombre, que estamos muy bien aquí. Aquí se está tan a gusto.
Siéntate. No tengas prisa. Siéntate.
-Y tú, mozuela ¿Tú no tienes novio?
-No, a mí no me quiere naide.- Y bajó la vista al suelo entre avergonzada
y ruborosa.
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Mariano Galera Teruel
-Señorito Manolo, vámonos ya. Yo... es por su mamá, que nos estará
echando de menos.
-Espérate hombre. ¿por qué tienes tanta prisa?
-Como sabe usted que va siendo la hora de comer, y primero que lleguemos. Y yo tengo que espantar las moscas. Ya lo sabe usted. ¡Que son
tan pesás! ¡Que caen en los platos!
-Pues vámonos, hombre, vámonos, Mariano que llevas razón- Estuvo
a punto de saltar la chispa -Llevas razón hombre-. Y con esto se despidió,
dando las gracias por la hospitalidad.
Por el camino exclamó Mariano, decidido:
-Señorito Manolo, yo no vengo más a este cortijo. ¡Jesús que tía más
animal!
-Pero Mariano, si tú...
Mariano continuaba:
-¡Qué tía! ¡Pos no me digas! ¡Un tiro! ¡Vaya con la tía! ¡Si no está usted
le suelto un gofetón!.
-Tu suegra, Mariano, tu suegra. ¿Qué esperabas, pelaillas? ¡Hala
vámonos! Llama a la perra ¿Un gofetón? ¡Cá!. ¡Llama a la perra!¡ tuba!,
¡Hala, pa Claví!. ¡Delante de tu suegra no has estado tan valiente! Lo que
dices es de boquilla. Vámonos, que el sol quema.
IV. LA HERENCIA
Fallecida la Tía Catalina, viuda desde varios años, los hijos acordaron
hacer las particiones del caudal existente. Los varones, Antonio, Mariano,
Juan y Domingo, y las hembras -no recuerdo si alguna estaba ya casada,
probablemente sí- discutieron ampliamente el asunto sin llegar a un acuerdo. Debió intervenir a fondo D. Ezequiel Cabrera, tanto por su amistad
con la familia como por sus conocimientos sobre fincas, pues debía ser ya
Oficial del Ayuntamiento de Vélez Rubio, encargado del Servicio Catastral.
Y era muy competente.
Convenidos ya, bajaron un día y hora acordados a la notaría de Vélez
Rubio. El notario era a la sazón D. Pero Díez Antúnez, persona agradable
que dejó grato recuerdo en el distrito. El documento estaba ya extendido, a
falta de alguna pregunta accesoria a los interesados. La oficina había tenido
bastante trabajo anteriormente a la hora convenida, que era hacia mediada
la tarde, y la lectura de la partición se retrasó bastante. Además, aunque
los bienes a repartir no eran muchos, las modalidades particionales de los
mismos eran muy detalladas, porque los herederos eran relativamente
72
Mariano Galera Teruel
muchos, con lo cual la lectura y las aclaraciones verbales del notario se
prolongaron un cierto tiempo. Los interesados miraban cómo la tarde se
acababa y ellos tenían que caminar en burras unas dos y media o tres horas
para volver al cortijo. Estaban, pues, impacientes. Por fin, todo terminó y
el documento tuvo fuerza legal.
Oigamos los comentarios del acto hechos por Mariano, si somos capaces
de evocarlos. Son deliciosos. Él los refería con frecuencia, pues en las siestas
en Claví, en el cortijo de D. Fernando Pérez, la gente joven hacia repetir el
«disco» a Mariano, porque resultaba divertido. Decía Mariano:
-El tío Túnez estuvo liyendo el papel aquel, que no se acababa. Uru,
uru, Juan, Domingo Galera Teruel.. Ru.. Ru.. mayo, que no se entendía
ni jota... linda por levante.. Vertientes de la Talaya... y al poniente con la
rambla. Ru, ru, la parte del pinar, Mariano, Isabel... ¡Madre mía, que no
entendía yo ná!. Y el tío Túnez venga a correr, que tenía ganas de acabar.
Que yo no entendía náa. Ni esto- Y se llevaba los dedos índice y pulgar de
la mano derecha a los dientes superiores, enganchando la uña del pulgar y
retirándola rápidamente, lo que producía un chasquido especial.
-¡Que yo no entendía naisca, D. Paco! ¿Están ustedes conformes?
¿Quieren decir algo? Ustés están a tiempo. Conformes, ¿que escurece?.
Pero, hombre, pos claro. Conformes. ¡Si eran las ocho de la noche!. El
cortijo estaba sin naide. La Gonzala y los zagales solos. Los animales los
habíamos dejao encerraos, sin comer, sin llevarlos al agua. ¡Pos claro,
ala pa Claví! ¿Conformes? ¡A ver!.
Por el camino, Domingo, el hermano menor, más avispado, soltero
entonces, dijo a los otros:
-¡Animales! Sus he engañao. El cerro de la Talaya es pal caso mío. El
bancal grande de la boquera es mío. Del caño de la rambla tengo yo solo
tres partes. El par de mulas y el arao me han tocao a mí. Animales, ¿pa
qué habéis estao conformes? Pa mí, mejor. ¡Ya veréis, ya veréis! De la
pinata del Cerrón sus tengo que abonar a cada uno diez duros, pero no
tengo ahora dinero. Tenéis que aguardar.
El tiempo confirmó en gran parte la tesis de este desalmado hermano.
Juan y Antonio fueron a vivir a un cortijo cercano, lindante, y Mariano se
quedó en otro pequeño, medianero con el cortijo principal en el que se
instaló Domingo como continuador de la familia de los Galeras, del padre,
Juan Terrible, y la madre, la Tía Catalina, tan diplomática a su manera,
tan astuta.
El hermano menor, soltero más tiempo de lo normal, de carácter esquinado y solitario, incapaz de dar a Mariano «un soplo en un ojo», quedó
como señor de Claví.
Mariano, con hijos ya, se vio reducido a vivir casi de la nada, arrincona73
Mariano Galera Teruel
do en un ángulo del cortijo principal, sin ensanches, sin poder tener una
docena de gallinas y un pequeño atajo de ovejas y cabras, porque al menor
descuido pisaban terreno de Domingo y en seguida venía la amenaza de
denuncia.
Por éstas y otras razones, los hermanos no se llevaban bien, como es
debido. Domingo amenazaba con frecuencia con dar parte a la Guardia Civil
o llevar a Mariano al Cuartel o al Juzgado. Era prácticamente imposible
la convivencia.
De este modo, Mariano esperaba las temporadas de verano de D. Fernando Pérez como el agua de mayo, como su mejor y más segura cosecha.
Pasarse un par de meses trayendo agua al cortijo en una burra con cántaros, sin prisa, tanto por parte de él como del jumento, fumando tabaco de
pastilla o «ataos por la cintura» -él consumía en invierno hojas secas de
carrasca o alguna matucha de tabaco sembrada en la hortaliza, con gran
peligro, por los carabineros-, echando siestas, charlando con las criadas
del amo y con los señoritos, y llevándose las pesetas por los jornales prestados... aquello era vivir.
En su cortijo, con su hermano vigilando por el ventano de la puerta de
la calle si una gallina picaba la flor de las habichuelas o si un zagal pequeño
tiraba una piedra a un almendro para que cayera una almendra y podérsela
comer, no se podía estar. Su pobre Gonzala, que resultó una buena mujer,
conocía bien todo esto. Ella no subía al cortijo de Doña Encarnación. Se
quedaba con sus hijos y sus necesidades. Como la Lola de los Puertos, no
se quedaba sola, sino con sus hijos y... pesares.
V. «A SU PAECEL, SEÑORITO MIGUEL, ¿ME PAGARÁN A MÍ LO MÍO?»
El empleo u ocupación de Mariano en el cortijo de D. Fernando, en
Claví, el de arriba, el cortijo nuevo, consistía principalmente en traer agua
desde un caño que brotaba junto a la balsa de la rambla, al pie de un cerro
poblado de encinas y pinos, para las necesidades del cortijo. Tenía para
eso una burra con sus aguaderas de esparto en las que transportaba cuatro
cántaros a la vez, es decir, entre 40 o 50 litros por viaje, vertiendo el agua
en una tinaja grande de las fabricadas en Totana (Murcia).
El viaje duraba una hora, aproximadamente, pero él no tenía prisa, ni
la caballería tampoco, de tal manera que, cuando el sol calentaba demasiado, los viajes se iban retrasando y se daban por terminadas. Él y su burra
echaban sus siestecitas, de mutuo acuerdo.
Por las mañanas temprano, antes que se levantaran los señoritos, Ma74
Mariano Galera Teruel
riano había estado ya en la venta del Tío Picolo esperando el auto correo
para Cúllar-Baza que pasaba por la venta hacia las ocho y media, viniendo
de Vélez Rubio. Allí recogía Mariano una arqueta de madera con llave que
subía al cortijo las provisiones desde Vélez: carne, pescados, quesos, latas
de conserva, de mantequilla, de foie-gras, galletas, mortadela, embutidos,
bizcochos, azúcar, chocolate, sal, té, café, cerillas, tabaco, etc; lo que no
podía adquirirse en el campo. Y por las tarde, Mariano tenía que llevar la
arqueta al correo con la nota de lo que había de comprarse en Vélez, para
traerlo por la mañana. El correo pasaba por Vélez a las tres y media de la
tarde.
En el cortijo se presentaban ocasiones de apuros, por visitas inesperadas,
que eran frecuentes, y había que improvisar comidas para los huéspedes.
Entonces, Mariano recorría los cortijos cercanos, comprando huevos, pollos,
palomas, algún conejo, pan casero, etc. Él disfrutaba con el encargo, como
apoderado. Nunca se dijo que guardara dinero para sí. Eso, jamás.
También tenía cosas que resolver en el cortijo: matar un pollo o un conejo, subir leña para la cocina, que consumía mucha, ordeñar unas cabras
y cosas por el estilo.
En resumen: Mariano no estaba del todo parado, aunque comía y bebía
bien, echaba sus siestas, se divertía escuchando el gramófono de D. Fernando, que atraía a las gentes de los cortijos, aún lejanos, porque lo oían por
primera vez; y se llevaba por las noches alguna comida para sus pequeños
y su mujer, que se la daba doña Encarnación, siempre tan buena. El gramófono era nombrado «la máquina cantadora» por aquellas gentes.
Pero, en el fondo, él estaba intranquilo. Le parecía que aquella abundancia de comida, bebiendo sus vasos de vino y fumando casi a sus anchas, era
el equivalente al jornal que debía ganar y percibir en dinero, en moneda
contante y sonante. Y aquello, no. Él quería pesetas y duros. Y comer bien,
por supuesto.
Aquella inquietud debió expresarla entre la servidumbre y los labradores
de la finca que vivían en el cortijo antiguo, a 50 metros del nuevo, y todos,
para oírlo y divertirse, sin duda, le habrían dicho: «Tú no sacas de ahí un
cuarto en todo el verano; los señoritos te dan bien de comer, pero pagarte,
no. Tú no pillas ni una perrilla en estos meses, que podrías estar en lo tuyo
con tu familia». Y él se lo creería.
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Pasaba yo aquel verano en Claví con la familia y acostumbraba a salir por
las mañanas con un libro y me sentaba a la sombra de una encina, a media
vertiente del Cerrón, en alto, pasando allí el tiempo leyendo cómodamente,
75
Mariano Galera Teruel
con aire puro y fresco, sin ruidos, hasta la hora del almuerzo. Lo recuerdo
con verdadero deleite.
Una de aquellas mañanas, Mariano paró la burra cargada, miró para
ver si yo estaba leyendo y subió despacio hasta mí. Hablamos de cosas
indiferentes: del calor, de la mucha agua que necesitaba el cortijo, de que
no debían bañarse, etc.
-Ya ve usted, D. Miguel. Si luego no se pueden bañar, si la tina es pequeña y el agua no se llega a calentar y ya están pidiendo otra. ¡Digo yo!.
Vacilando un poco en hacerlo, al fin se decidió Mariano y me preguntó:
-A su paecel, señorito Miguel, ¿me pagarán este verano a mí lo mío?
Usted ¿qué dice?.
-Pero, ¿quién temes que no te pague? ¿Cuál es lo tuyo que tú dices?.
-Hombre, lo que yo trabajo aquí, que toavía no sé cuánto gano y tengo
ya tres zagales y la Gonzala y yo.
Yo comprendí que le seguían calentando la cabeza con el tema y le pedí
que me explicara todo lo que le habían dicho los guasones y los murmuradores, y él accedió:
-Verá usted D. Miguel. Es que ayer tarde, cuando bajé la arquilla a lo
del tío Picolo, estaba allí Pedro, el tuerto de María Lucía, y Juan el de los
Ramales, y el hijo del Bancalejero, y un carrero que pidió una copa de
aguardiente, y yo y el tío Picolo. Y el Pedro, que estaba enseñando una
pistola, que es un bárbaro, que un día se pega un tiro y se mata, empezó a
dicirme que qué llevaba yo toos los días diario en la arquilla, que si eran
las cartas pa las novias de los señoritos o cartuchos pa las escopetas.
Que tirara la arquilla o que la menearan los señoritos, que así sabrían lo
que pesa y el bochorno de la siesta, en vez de estar acostaos y fumando
puros, y que yo no iba a pillar ni una perra gorda, que too lo compraban
al fiao en las tiendas y que no pagaban na a naide. Y usted ¿qué le parece
señorito Miguel?.
Yo le expliqué detenidamente todo. La arqueta llevaba cosas para comer,
como él mismo veía a diario, sin quitar que metieran dentro, en Vélez, alguna carta o periódico o un sobre con papel para escribir... él lo sabía bien. Las
cuentas las pagaban los señoritos todas, absolutamente todas, pero cuando
bajaban a Vélez, acabado el verano, antes de salir para Granada, para no
estar con los billetes o duros o calderilla para arriba y para abajo, rodando
dentro de la arquilla con el queso o las sardinas. Y que a él le abonarían la
cantidad que pidiera, sin descontar las comidas, pudiendo pedir a cuenta
algún dinero. Le pagarían hasta el último céntimo.
Mariano se tranquilizó y permaneció callado unos momentos. Pensaba
yo que «rumiaba» la cantidad que pediría a los amos, pero la verdad era que
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Mariano Galera Teruel
tenía otra cosa entre ceja y ceja, que por cierto estaban juntas, pero entre
ellas cabrían bastantes inquietudes, por lo que daba él a entender.
-¿Qué te pasa, no te has quedado conforme? Pregúntame.
-No señorito Miguel, no. Es que yo querría otra cosa y se la voy a decir.
Vamos a ver. Yo querría que usted me enseñara a cural más o menos. Ese
libro que usted tiene ¿es de los que enseñan a cural? ¿lo puedo yo mercar?
¿cuánto vale? ¿lo tendrán los Sorianos ahí en el pueblo?
Yo quedé perplejo ante lo que me pedía. Enseñarle a curar. Sin embargo,
seguí con la idea hasta ver adónde quería ir.
-Pero tú, Mariano, si tú no sabes leer. ¿Por qué no aprendiste en Sevilla?
-Calle usted, yo no, pero el zagal mayor va a empezar luego a luego.
O se lo pregunto yo al maestro Ballesta, que enseña a los dos grandes la
cartilla y es un tío muy listao (listo).
-Bueno, pero ¿para qué quieres tu aprender a curar, para las ovejas?
-No. Verá usted, señorito Miguel. Es que cuando ustés se van, toavía
llegan tíos y tías en sus burras y traen zagales pa que los cure usted a toos y
se van a otro lao. Y digo yo: si D. Miguel me enseña, les saco yo los cuartos.
¡Pa que se los saquen otros!- Mariano se sonreía inocentemente.
-Pero hombre, ¿cómo puedo enseñarte a curar? ¿Te crees que es cosa
fácil, sin saber leer, y en unos cuantos días? Y con esas manos, con ese
roñerío y esas uñas que parecen pezuñas de las cabras, ¿piensas tú que
alguna mujer te dejaría que le tocaras, ni a sus hijos?
-Anda tú. ¡Qué se cree usted, que las tías no vienen sucias! ¡Que son una
marranas, que güelen a podrías, que paece que vienen toas meás! ¿No lo
nota usted, D. Miguel? Por más que usted está acostumbrao.
El caso es que decía la verdad. Muchas de las que dolía el estómago, o
un ovario -los «farios» decían por allí- o la vesícula, por ejemplo, y necesitaban ser exploradas en su abdomen, traían uno o dos refajos de lana azul,
amarilla o verde, bordados con lana también, figurando pájaros o flores
inocentemente logrados, que pertenecieron a sus madres que los habían
heredado de las suyas. Era de suponer la suciedad que tendrán almacenada
en sus tejidos. Pero en lo de aprender a curar...
Él continuaba con el tema del olor de las mujeres y decía:
-Estas tías güelen muy mal. Por ahí afuera, las tías güelen mejor. En
Graná mismo y en Sevilla, sin ir más lejos. ¿Se acuerda usted, señorito
Miguel, de aquella zagala que vivía en la casa de al lao de sus papás, en
Graná, que llevaba el pelo rizao y un mandil blanco y era muy apañá?
¿Se acuerda usted? Aquella si golía bien. ¡Y que no se reía cuando yo le
guiñaba!.
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Mariano Galera Teruel
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Yo no conocía nada de esto, pero me enteré después. Lo de Mariano
había sucedido estando yo fuera de Granada, siendo médico-militar, soltero todavía. Pero pude reconstruirlo todo más tarde. Vivía la familia de D.
Fernando Pérez Suárez entonces en el Campillo Bajo, nº 6, y en la casa nº
8 y 10 vivía una familia compuesta, al parecer, por una tía soltera, mayor
ya, su hermano, a quien en el Casino llamaban «Engaña-losetas», porque
era cojo y siempre ponía el pie lesionado en otro diferente del previsto, y
dos sobrinos, ambos médicos militares y el mayor Catedrático actual de la
Facultad de Medicina de Madrid. La señora contrajo matrimonio con D.
M. F. S-P., viudo, abogado de Granada, presidente de su Diputación Provincial y Alcalde de dicha ciudad, en cuyo cabildo figuré yo como Teniente
Alcalde, por primera vez.
Asistí como médico a este matrimonio, y allí me enteré de lo que refería
Mariano, porque me lo completó la señora. Sucedió así.
Una tarde, en la siesta, llamaron a la campanilla de la casa en el Campillo
Bajo, 8. Hacía un rato que habían terminado de comer. La criada cuerpo
de casa se asomó a un balcón interior que daba al patio y tiró de la cuerda
para abrir la puerta. Este modo de abrir era obligado en las casas antiguas
con patio central, en las que no se habitaba el bajo, destinado a despensa,
leñera y alguna salita para los veranos, y la vivienda estaba en la planta
primera, con comedor, cocina y una pequeña despensa, despacho, gabinete,
dormitorios y aseos, quedando la planta alta para dormitorios de la servidumbre, trastera, enseres de invierno, como alfombras, estufas, etc...
La criada tiró de la cuerda y abrió la puerta. Allí apareció un hombre de
aspecto vulgar, que miraba con curiosidad al patio, las macetas, las columnas, unos tapices colgados en la pared y algún banco de madera. Levantó
la cabeza y dijo a la doncella, sin más ni más:
-¡Oye, zagala, bájame la jarra que estoy asao! ¡Anda, que me eche un
trago de agua fresca! ¡Que hace mucha calor! ¡Jesús qué calor!
La servidumbre se sorprendió y no supo qué hacer. Se retiró y explicó
el caso a su señora. Ésta se asomó al balconcillo, se retiró también y dijo
a la criada:«Baja y dile a ese cateto que aquí no tenemos jarra ninguna.
Que se vuelva a su cortijo. Y cierra la puerta, que estoy segura se la deja
abierta». Bajó la sirvienta y le dijo lo convenido. Lo que él contestara se
puede fácilmente comprender, porque ella dio un portazo y subió la escalera
riéndose a todo reír del lenguaje y del aspecto de Mariano. Así contaba él
que la zagala se reía cuando él le guiñaba.
Mariano acostumbraba a salir de la casa de D. Fernando al terminar
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Mariano Galera Teruel
de comer y se sentaba en un banco de la Plaza Mariana Pineda, cercana,
admirando cada día más la «astrucia» de la estatua, que era una mujer
«fabricá de piedra, y tenía pelo y too».
Una de esas tardes tuvo la ocurrencia de buscar la jarra en casa de los
vecinos, y ya hemos visto cómo le resultó la exploración y el «jarro de agua»
que le descargó la zagala del mandil blanco, «tan apañá», dándole con la
puerta en las narices y riéndose del pobre cortijero de Claví.»Las mujeres
de Graná son así de risueñas y algo «prósperas»4, añadía Mariano.
-Pero es que Mariano -refería yo a la señora- contaba que la muchacha
«golía bien».
-Seguramente, se habría terminado la comida y ella se había ido a su
cuarto para lavarse y ponerse el uniforme y, con toda seguridad, se había
echado una poca de agua de Colonia que le agradaba, y siempre tenía un
frasquito de aquélla que se vendía a granel en las droguerías. Era una
moza muy limpia, y yo le permitía ponerse alguna flor en el pecho o en el
pelo. Era una buena chica y muy risueña. Bastante agradable.
VI. «YO P’ABAJO Y AQUELLO P’ARRIBA»
El día de la llegada de Mariano a Granada quedó alojado en casa de D.
Fernando, y su señora procuró -según de costumbre- que el viajero estuviese bien atendido.
Se le preparó en una habitación una cama para él solo y se le montó un
colchón de los llamados de muelles, o, mejor, colchoneta, formada por una
tela metálica especial, muy resistente, sujeta a un bastidor de madera de
pino, que se colocaba descansando sobre los largueros de hierro de la cama
y podía tensarse cuando se alargaba por el peso repetido del durmiente,
pasados meses y años, a veces. Precisamente ésta había sido tensada unos
días antes. Dispuesta la cama de este modo, con un colchón de lana sobre
la colchoneta y ropas muy limpias, probablemente el viajero no había conocido otra mejor. Por la mañana le preguntó doña Encarnación:
-¿Qué, has descansado, has dormido bien?
-Pos no señora, no he dormío na.
Pensó la señora que había sido por el extrañamiento de la cama y aquello
pasaría pronto.
-Verás como esta noche si duermes.
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4. Nota de autor: «En el campo de Vélez Rubio ‘próspero’ significa: de mal carácter, ser desabrido.
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Mariano Galera Teruel
-Como no sea en el suelo...
-¿Qué dices, que quieres dormir en el suelo?. Y se propuso colocar la
colchoneta en el suelo.
-¡Cá, con esa astrucia no, Dª Encarnación! Verá usted, señora: yo
tanteé la cama y estaba bien blanda. Me acosté y me acurruqué, pero la
astrucia me echó p’arriba. Y así he pasao la noche: yo p’abajo y aquello
p’arriba. Que si quieres... que no pude hacer poza y no he pegao un ojo.
¿No hay por ahí un colchón de perfollas? Mejor sería.
La verdad era que Mariano y todos los suyos habían dormido siempre
en tarimas o camas de tablas y encima de colchones de perfollas de panizo,
que son blandas y elásticas, sobre todo las interiores que cubren el grano
de las panochas o mazorcas, cuando las perfollas están bien seleccionadas
y secas.
Esto era corriente entonces en aquellos campos -hoy no respondo de
ello- y en todos los campos se renovaban las perfollas al desgranar el panizo, lo que era de paso un motivo de regocijo, porque se reunía la familia y
a veces vecinos y parejas de novios, escogiendo las hojas más suaves para
los colchones. Había que renovarlos por que se pudrían, sobre todo las de
las camas de los niños, que se orinaban en ellas por las noches. Secas y
nuevas las perfollas, hacían un relleno blando, si bien crujían cada vez que
el durmiente daba una vuelta en la cama.
No era infrecuente que se deslizara algún pedazo de «zuro», que es el
corazón de la panocha, el ovario de la flor que ha de soportar el grano (el
óvulo). En este caso, el dormir resultaba incómodo porque el zuro seco tiene
una consistencia dura. Lo suelen utilizar en los campos como tapones de
ocasión para botellas con vino, aceite, vinagre, leche, etc...
Mariano echaba de menos su cama dura y no podía acostumbrarse a
dormir sobre un colchón de lana apoyado sobre otro metálico. Para eso,
mejor dormir sobre una azalea en el suelo. «Zalea», decía él.
VI. «¡CHAS, CON QUE USTED ES DON MISTOS!»
D. José Manuel Pérez Serrabona era muy aficionado a la caza. En la
zona de Vélez Rubio hay alguna, pero no abunda como para dar ojeos.
Para cobrar un par de liebres hay necesidad de recorrer bastante terreno.
Conejos sí hay, si bien la mixomatosis ha dado al traste con casi todos los
del terreno. Perdices sí hay también.
En una excursión de esta índole, D. José Manuel sufrió una caída con
fractura de un maléolo peroneo y su familia lo trasladó a Granada, encargando su asistencia al Catedrático de la Facultad de Medicina D. Víctor
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Mariano Galera Teruel
Escribano. Reducida la fractura y puesto un escayolado, el paciente fue
trasladado a su domicilio. Todo marchó bien, pero tardó en ser dado de
alta unas semanas, tiempo que hubo de estar en cama o en casa, aún levantado.
Para que le diera distracción, hicieron venir de Claví a Mariano Galera,
que vino seguidamente y con complacencia, porque se le presentaba la ocasión de pasar unos días en Granada. Su estancia en la ciudad está cuajada
de sucesos graciosos y ocurrencias de Mariano, tanto que no será posible
recordarlas. Una de ellas fue como sigue.
Estaba D. José Manuel con su escayolado en la pierna lesionada. D.
Víctor iba de vez en cuando a darle un vistazo y tenía costumbre de hacerlo temprano. Eran fines de mayo. Mariano madrugaba mucho, a estilo
del campo, y en cuanto se le oía andar era llamado por el paciente, para
charlar con él. Cada vez que una criada anunciaba la visita de D. Víctor,
Mariano era echado de la habitación rápidamente y salía de estampía, precaución atinada porque podría decir alguna inconveniencia. D. Víctor era
hombre serio, muy sociable y cortés, pero procedía de Burgos y no había
encajado todavía las cosas de Andalucía. Era peligroso dejar a Mariano en
la habitación.
Una mañana, llegó D. Víctor para hacer la acostumbrada revisión. La
puerta de la calle estaba abierta porque una criada hacía la limpieza de la
entrada. D. Víctor subió rápidamente la escalera y se presentó en el dormitorio del enfermo. Éste reconoció los pasos del Doctor y dijo rápido a
Mariano: «¡Salte, que sube D. Víctor, pronto!».
Mariano era tardo en sus movimientos y D. Víctor rápido. No pudo salir
Mariano. Manolo saludó a D. Víctor y aprovechó el retraso de aquél para
hacer saltar la chispa.
-D. Víctor, perdone usted, este es el labrador de mi padre que ha venido
para acompañarme unos ratos. Con él cazaba cuando me caí. Oye, Mariano, este señor es D. Víctor, mi médico, el de más fama de Granada.
D. Víctor miró al campesino y se quedó un tanto parado. Seguramente
le sorprendió la «personalidad» del de Claví, hecho como estaba a visitar
gentes y a explicar cada año a una «cosecha» de alumnos de medicina. Era
un buen psicólogo y se hizo cargo en un momento del panorama.
Mariano, por su parte, lo miró con aquellos ojos pequeños, inexpresivos,
pero con una mirada de curiosidad y una cierta mezcla de recelo y picardía,
sin levantar del todo la cabeza, pero sin perder de vista al Profesor. Movió
un poco la cabeza y sus labios se desplegaron para decir:
-¿Chas, con que usted es D. Mistos!.
Don Víctor sonrió y replicó:
-Sí, yo soy D. Mistos. Y tú eres Mariano. ¿Ves cómo te conozco? Yo soy
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Mariano Galera Teruel
D. Mistos. ¿Qué te parece?.
D. Víctor vestía bien, de ordinario. Llevaba aquella mañana un traje
oscuro y un chaleco blanco, de piqué. De uno de sus bolsillos pendía un
colgante, una cinta ancha de seda negra o de moaré con una moneda de
oro, probablemente una pelucona. Tiraba del colgante para sacar el reloj.
Esto era muy «chic» en aquellos tiempos.
Mariano se fijó en la moneda, que le gustó mucho, al parecer, y con su
inocencia natural, sin ironía ni intención malévola - de lo que era incapaz-,
sin malicia, ni reparar en lo que hacía, tomó el colgante, sopesó la moneda
y exclamó:
-¡Qué buena mamalla llevas!
En aquel momento apareció la seriedad de D. Víctor. Dijo algo así como
de no haberle hecho mucha gracia la aparente broma del cateto, pero se
reprimió y dijo:
-¿Has visto?- Y se volvió hacia el paciente. Éste hizo salir a Mariano, le
excusó como hombre retrasado mental y extendió la pierna. D. Víctor la
exploró, confirmando que todo iba bien, bromeó un poco con Manolo y se
despidió de costumbre. No pasó nada más.
VIII. EN LA ALHAMBRA
Mariano estaba siempre disfrutando. Los señoritos le llevaban a todas
partes. En Granada, la visita a los monumentos artísticos es indispensable.
Mariano no entendía nada de esto, ni le preocupaba el ver la Alhambra,
ni si existía o no este tesoro. Pero los Pérez Serrabona lo llevaron algunas
veces para explorar sus reacciones ante el Palacio y, sobre todo, al ver el
bosque, como campesino que era.
Poca astilla sacaron del labrador. El miraba a todas partes, aparecía
sorprendido y se paraba como para expresar su admiración, pero todo
quedaba reducido a algún gesto, porque su cerebro no le prestaba nada
para hablarlo. En su cabeza no había nada que no se refiriese al ganado,
los pinos y la caza. Y de todo esto no existía nada en el Palacio, ni siquiera
en el bosque.
No decía nada. No se atrevió siquiera a decir lo que expresó un carpintero
de Vélez Rubio, a quien el propio D. Fernando había enseñado el bosque en
una tarde de Mayo, desde el jardín de los Adarves: «Don Fernando ¡Todo
esto sembrado de panizo!».
Contaba Mariano, por todo recuerdo de la Alhambra, que bajaba un
auto por la cuesta, corriendo mucho. Mariano bajaba también con su
acompañante. La pendiente obligaba a los autos a ir de prisa. El chauffer
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Mariano Galera Teruel
tocó la bocina. Esto le hizo volver la cabeza. A Mariano le pareció lo más
disparatado correr de aquella manera, miró a la Plaza Nueva y exclamó en
alta voz:
- ¡Qué te estrellas muchacho, que te estrellas!. Luego, contaba el propio
Mariano: - Pero que «arretorció» y no le pasó na.
Otra vez, saliendo de la casa para subir también a la Alhambra, porque
había hecho un día muy caluroso, Mariano se volvió rápido, como para
entrar en casa:
-¿Adónde vas?
-Hombre, iba a buscar una vara (como las que se usan para arrear
a las caballerías) o cualquier palo. Por si salía algún «perrucho». Una
bestruga5.
Él recordaba el bosque y pensaba en algún mastín oculto que pudiera
embestir, como sucede en los cortijos cuando un desconocido se aproxima.
Los perros ladran y le muerden, si no se defiende. Hay que llevar una vara
o un cayada, o coger un par de piedras.
Este fue el comentario mayor que le sugirió la Alhambra. No se hizo
la miel para la boca de los asnos. El grandioso monumento que inspiró a
Washintong Irving, a Bretón, a Zorrilla, a Rusiñol, a Falla,... sólo despertó
a Mariano la idea de que entre aquellos árboles frondosos podía salir algún
«perrucho» que le rasgara los pantalones. Sus temores no alcanzaron al
feroz carpintero que pensaba talar el bosque y sembrarlo de panizo...
IX. «TRES GENERALES. VÁMONOS DE AQUÍ»
Era tiempo de las fiestas del Corpus Christis en Granada. Se estaba en
feria. Se dieron aquel año tres corridas de toros y una novillada, con buenos carteles. A Manolo se le ocurrió llevar al campesino a los toros. No los
había visto nunca. Sacó dos entradas generales y procuró estar en la plaza
cuando la corrida iba a empezar. Subieron las escaleras y se detuvieron en
el piso alto para que Mariano pudiera ver bien el espectáculo.
El momento de asomarse y ver tanta gente, tantos sombreros, tantas
mantillas, tantos abanicos, todo tan junto, produjo a Mariano más impresión que los salones de Embajadores y tres patios de los Leones juntos.
Miró con curiosidad, con aquella especial curiosidad suya que parecía no
terminarse nunca, moviendo ligeramente la cabeza, llevando la vista aquí
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5. Nota de autor: «Bestruga» o «Vestruga» (no he encontrado en el léxico esta palabra y no sé si escribe
con «b» o con «v») quiere decir, en aquellos campos, una «vara». Una rama delgada. El taray o taraj las proporciona buenas.
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Mariano Galera Teruel
y allá, largo tiempo, sin decir una sola palabra, dando la impresión de absorverlo todo y estar empapándose del más pequeño detalle. De repente, se
volvió y preguntó: por toda inquietud ante el grandioso panorama: «Señorito Manolo, ¿y adónde tienen toos estos tíos las patas?». Como sólo veía
cabezas y bustos de las gentes sentadas, le preocupaba cómo resolverían el
problema de colocar las piernas. Una reacción psicológica primitiva.
Junto a Mariano y D. Manuel había bastantes personas de pie, hombres
y mujeres, porque habían llegado tarde o no había sacado entrada de tendido o porque preferían verlo todo panorámicamente, cosa digna de ver.
Entre estas gentes se encontraba un guardia municipal de Granada, con
uniforme de caballería, de gala: guerrera azul de paño, calzón de montar
blanco, bota alta negra con espuelas, correaje y guantes blancos, casco con
plumero blanco también y un gran sable de caballería. Curioseaba la corrida
y su presencia ayudaba a mantener el orden en la plaza.
Mariano inclinó un poco la vista hacia un lado, en su rebusca, y tropezó
con el guardia que lo estaba mirando casualmente. No le agradó el hallazgo.
Acercó su cabeza a la de D. Manuel y dijo en voz baja: «¡Un General!».
Bastó aquella graciosa expresión para que su acompañante se regocijara
interiormente y, viendo más allá otros dos guardias juntos, se fue trasladando, sin decir nada, hasta quedar al lado de la pareja, esperando la reacción
del cateto que le seguía sin darse cuenta de que iban cambiando de sitio.
Pero éste se dio cuenta al fin de la novedad y se dirigió rápido al señorito,
diciendo: «Don Manolo: mire usted estos tíos. Tres Generales. Vámonos
de aquí», y echó a andar.
Se le representaron en el momento en su cabeza todas las escenas de su
milicia, que no fueron muy buenas, como referimos: la guardia del armero, la «majaería» del Coronel y los Capitanes, su pasaporte para el Rubio,
el Sargento Fernández y sus «gofetás». ¡Fuera!. Ya se acabó la corrida de
toros. Él no quería más que salirse de la plaza no fuera a ser que lo arrestaran, aunque D. Manuel le aseguraba que no eran Generales; él no estaba
tranquilo porque los conocía muy bien. Por si acaso, fuera de la plaza. Y
hubo necesidad de salirse.
Al volver a casa, doña Encarnación le preguntó:
-¿Qué, te gustaron los toros?
-No, señora ¡Cá!.
-Pero, ¿Por qué?
-El señorito Manolo lo sabe. Él lo sabe.
-Pero, ¿es que os ha sucedido algo?
-No señora. Que a mí no me gustan los toros. Que estoy harto de milicia.
Él había visto sólo la lidia de dos toros por culpa de los malditos Genera84
Mariano Galera Teruel
les. A él si le gustaban los toros. Los Generales, no. Estando éstos en la plaza,
él no duraba un minuto, con toros o sin toros. No. ¡A la calle! Y nada menos
que tres Generales. ¡Qué estarían buscando! Por si acaso. ¡Qué no!.
Doña Encarnación intrigada, insistió:
- Pero si creo que son unos toros muy buenos. Si torea El Gallo.
- Eso dician allí. ¡El gallo, el gallo. Ese de colorao es el gallo! Pero no
señora, aquel no era ningún gallo. Era un tío, un tío que tenía dos patas,
como nusotros, Dª Encarnación. ¡Qué gallo! Dos patuchas delgás. Era
un tío, que lo vi yo. Se creen que uno es tonto. Pero, ¿cómo estaba toa la
gente pa dicir que era un gallo? ¡Un gallo con dos patas y dos manos y
un pedazo de sable! Vamos hombre, me paece que los gallos los conozco
yo bien ¡No me digas! ¡Vaya gallo!.



Estando en Madrid, contó D. José Manuel ésta y otras historias de Mariano a sus amistades; la herencia, los tres Generales, la milicia en Sevilla, el
bautizo y otras llenas de gracia. Y me refirió que estando en un café, pasada
nuestra guerra, en compañía de un General, amigo desde la infancia y vecino
suyo en Granada, se presentaron otros dos Generales emparentados con
el primero, todos muy conspícuos, que venían a tomar una taza. El amigo
de D. José Manuel hizo a éste contar lo sucedido en la plaza de toros de
Granada. Éste lo contó, con su gracia natural, y al terminar con la frase:
«Tres Generales. Vámonos de aquí», se produjo un buen rato de risa entre
ellos. Alguno apostilló: «Y llevaba ese hombre razón.¡ Cualquiera está
tranquilo al lado de tres Generales!
Si se pudieran dar los nombres de estos tres Generales que fueron figuras
destacadísimas en nuestra Cruzada, ganaría este relato bastante. El primero
fue Capitán General de una Región y mantuvo invitado en Capitanía una
temporada a D. José M. Pérez Serrabona.
X. EN EL CASINO DE GRANADA
En su deseo de pasear a Mariano y exhibirlo, D. Juan Diego Pérez Serrabona decidió un día presentarlo ante sus numerosos amigos.
En el Casino de Granada estaban los socios prácticamente agrupados en
dos partes: una, el «Senado», para los viejos; la otra, para los jóvenes; pero,
cosa curiosa, no se le llamaba «Congreso», como debía ser, a imitación del
sistema bicameral parlamentario español de entonces, sino «la pecera». D.
Juan Diego decidió llevarlo a «la pecera» para reírse un rato.
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Mariano Galera Teruel
Vistió a Mariano todo de nuevo, con un traje de D. Juan Diego, pues las
tallas venían a ser casi las mismas. Camisa blanca con cuello duro, chaleco
de piqué, americana y pantalón oscuro, calcetines blancos, corbata de lazo,
zapatos negros y sombrero de paja (canotier). Le colocó unos guantes en
el bolsillo de la americana, salientes los dedos, una pañuelo de seda en el
bolsillo de arriba, lo afeitó, le roció una poca colonia, le entrego un bastón
de bambú y lo llevó, sin más ni menos, al Casino. La operación duró una
hora y media.
Estaba el Casino en la llamada, por esto, Acera del Casino, en el lugar que
ocupa ahora el Teatro Isabel la Católica, y fue incendiado por las turbas en
tiempos de la República. En aquel momento, en el de la llegada de D. Juan
Diego y su acompañante, estaba de pie en la cancela de entrada un conserje
llamado Caba, que gozaba de reputación merecida. Vestido de librea, bien
acicalado, con bigote y peinado con raya, cuidaba esmeradamente de la
entrada del edificio, vigilando sin cesar la llegada de los socios, a los que
ayudaba a quitarse los abrigos y sombreros y los colocaba, junto con el
bastón, muy usado entonces, en sus respectivos sitios.
A la llegada de nuestros visitantes, miró fijamente a Mariano e hizo un
gesto de desagrado. Mariano, por su parte, apenas entró, empezó a curiosearlo todo: perchero, escalera de mármol, bastonera, sillones, servidumbre,
cuadros, etc., tan indiscretamente que el Sr. Caba descubrió toda la trama.
Dirigiéndose directamente a Mariano le preguntó a quema ropa:
-¿Usted es socio?
Mariano se volvió a D. Juan Diego y preguntó:
-¿Qué dice este tío?
Intervino D. Juan Diego, apaciguador, y empezó a explicar al Sr. Caba
que se trataba de un amigo, administrador de la familia, de Vélez Rubio,
poco instruido, pero muy buena persona. Y la visita era solamente para
enseñarle el Casino.
Mariano, entre tanto, ajeno al pleito en que se hallaba metido, seguía
observando o mirando, por lo menos, lo que no es lo mismo, cualquier detalle que le llamara la atención. ¡Y eran tantos! Pero observaba sin rodeos.
Con la inocencia primitiva de campesino, miraba aquí y allá, se dirigía a la
baranda de la escalera y palpaba la bola de cristal tallado, y el paragüero,
quedándose fijo, sin pestañear.
El conserje comprendió en el acto todo el engranaje. Conocía perfectamente el carácter de D. Juan Diego y entendió que no se trataba de un
socio, sino de un cateto tonto e ignorante que servía de pretexto para la
diversión de unos amigos. Él, por su parte, hubiera escuchado gustoso lo
que aquel hombre hablara, si es que la admiración del Casino le permitía
decir algo, aunque parecía que no; pero su cargo en el establecimiento y la
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Mariano Galera Teruel
dignidad de la Sociedad no le permitían tales cosas.
De repente, dijo a Mariano, en voz alta:
-¡Oiga usted: deje usted eso!
Mariano volvió la cabeza sin mover el cuerpo, sorprendido por la llamada,
como esos muñecos de los ventrílocuos cuando dialogan sentados frente al
público con el Sr. Viñas, que está de pie detrás de la silla. Y no dijo nada. El
conserje se dirigió a D. Juan Diego y, sin mirar a Mariano, exclamó:
-Sr. Serrabona, esto no. Este Sr. que salga de aquí.
-Pero, Caba...
-Nada; que se vaya. No puede ser. Lo siento, Sr. Serrabona.
Mariano acabó entendiéndolo. Estaba bien claro. Pero no quería irse. Y
encarándose con el conserje, dijo:
-Pero. ¿qué dices? ¿qué te traes? ¿Qué «astrucia» es esta?
El conserje no se movió de su sitio. Miró seriamente a Mariano, extendió
su brazo derecho y lo dirigió hacia la calle, marcándole la salida. No le dijo
nada más. No quería voces. A D. Juan Diego, sí:
-Sr. Serrabona, perdóneme, pero este Sr. no es un administrador. En un
tonto. Aquí, en el Casino, en este Casino, no puede ser. Excúseme. ¡Tome
usted, hombre, que se deja el sombrero y el bastoncito!. Mariano salía de
estampía y se hubiera olvidado hasta la camisa.
-Que tío más fiera, señorito Juan Diego. Yo no voy a entrar más aquí.
¡Vaya con el tío!, con ese chaquetón que lleva que es un aparejo, que por
pocas le arrastra. ¡No me digas! ¡Vámonos por la calle! Si yo fuera otro,
ya vería usted como este tío tenía que dicir las cosas claras ¡A lo mejor se
cree que la casa en suya! ¡Pero muchacho que casa! ¿De quién es la casa?
¿Del «arcarde»? ¡Tie que ser suya! ¡Qué casa más bonica! ¿Y toos aquellos
que estaban setaos en aquel cuarto tan grande y no hacían na? Y había un
comandante también -Mariano se refería al «Senado»- ¡Y los zapatancos
que llevaba el tío, no me digas!- Mariano volvía sobre el Sr. Caba...
-Pues como los que tú llevas y yo.
-Sí, señorito Juan Diego, pero yo me los quitaba porque me hacen daño.
Se va mejor con las esparteñas. ¿Dónde mercaría yo unas esparteñas
bonicas pa la Gonzala y unas esparteñicas pa los zagales?
-Yo no sé si las habrá.
-No ahora no, señorito Juan Diego. Es pa luego, cuando me vaya a ir.
Ahora no.
XI. «ME TIE USTED QUE MERCAR UNA DENTAÚRA»
Mariano tenía la boca muy sucia. El haberse enjuagado poco; el tabaco
de hoja seca, sin preparación; el pan endurecido de los amasijos que du87
Mariano Galera Teruel
raba quince días, en ocasiones; los garbanzos de la olla, duros como balas,
alimentación diaria, casi. Todo habría motivada la caries de su dentadura.
Pero, sobre todo, la falta de limpieza.
Una tarde, en la siesta, tendido a la sombra de la carrasca de la rambla,
frente al cortijo, Marino se dirigió a D. Paco Hortal:
-Señorito Paco, me tiene usted que mercal una ‘dentáura’.
-Y tú, ¿para qué la quieres?
-Hombre D. Paco, pa comel. Mire usted.- Y abrió la boca.
Aquello era lastimoso. Los dientes, casi desaparecidos. Los «quijales»
(colmillos) como roídos, negruzcos. Las muelas casi sin corona. Algunos
quedaban todavía, pero con manchas obscuras. Las encías inflamadas. Al
acercarse para mostrar la dentadura, olía mal.
-Y esto, ¿de qué es?
-De la misma elmiguilla.
En el campo la caries dentaria es denominada «hormiguilla», señalando
tal vez con ese nombre el trabajo constante y larvado del proceso destructor
de los dientes.
-Pero ¿cómo ha sido eso?
-Yo ni lo sé, D. Paco. La Gonzala la tiene y el zagal mayol también. Eso
será, a lo mejor, acostao uno durmiendo en el bancal o el la brenca del
cortijo o en la era mismo. Allí hay ahora, por el verano, muchas hormigas
y se metió en los dientes una pequeñica; ahí está estrozándome.
-Pero tú te habrás puesto ya medicinas.
-Sí, agua de rabo-gato, de tomillo, miera, hoja de tabaco, hollín de la
chimenea. Pero no; ella está ahí dentro. Si dicen que no hay quien la mate.
Pero me se hincha la cara, con un dolol...
-Si tú lo que necesitas es que te registren la boca. El maestro Pola, ahí
en el pueblo, te la deja pelá como la era en una sentá, o métete una yesca
y arrímale un mixto. Así matas la hormiga y un hormiguero.- Mariano
se reía, comprendía la broma.
-Eso no, D. Paco, eso no.. Pero usted me encargará un día una dentáura. Ya lo creo.
-¿Yo? Yo no tengo una perra. Pero mira; anda a esos barrancos y búscate una grande. Allí hay de todos gustos. Los barrancos a que se refería D.
Paco tenían a veces osamentas de animales muertos: asnos, alguna mula,
perros, cabras, ovejas. D. Paco hablaba en broma, por oír a Mariano.
-No, D. Paco, en los barrancos no. Ca el dientista.
-Te vas a ver negro.
-Bueno otro día. Cuando usted tenga cuartos me la paga usted. En
Elbox (Albox) creo que hay uno que trabaja bien.
-En eso quedamos.
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Mariano Galera Teruel
XII. EL TABACO DE PEDRO MOTOS
El tontaina Mariano disfrutaba en los veranos para todo el año siguiente. Hablar mano a mano con los señoritos, dejar a las criadas reírse de
sus ocurrencias, unos ratos de conversación con los visitantes enfermos
que acudían en busca del médico, salir de caza con escopeta y perros, ir
al acecho de algún conejo o liebre, comer en corro con la servidumbre,
oír conversaciones de todas clases, echar algún cigarro de la petaca de los
huéspedes... todo eso era para él una distracción y un provecho. Su misión
de traer cargas de agua para el cortijo y vaciarla en la tinaja para usos de la
cocina, baño y retrete, no agotaba mucho. Y se comía bien. Había tiempo
para todo.
Naturalmente, los veraneantes fumaban tabacos diferentes: de pastilla,
emboquillados, paquetes de cuarterón y hasta atados por la cintura y puros
y picadura en pipa. Mariano se había echado unos cálculos.
-Oye, Mariano, -le preguntó un día D. Fernando- ¿Qué tabaco te gusta
más?. Mariano contestó sin titubear:
-El tabaco de Pedro Motos.
D. Fernando se extrañó de la rapidez de la respuesta, lo que demostraba
una resolución firme. Y le preguntó:
-¿Por qué?
-Pos verá usted, D. Fernando: porque no es juerte, juerte, ni flojo del
too. Una cosa mediá.
D. Pedro Motos era señor natural de María, que había contraído matrimonio en Vélez Rubio y vivía allí. Un día subió de visita a Claví y durante
ella debió dar algún cigarro a Mariano. Esto bastó para que éste formara su
juicio sobre el tabaco, que le debió gustar, porque respondía siempre con
la misma frase: «yo, el tabaco de Pedro Motos o del tío Pedro Motos», sin
conceder a este señor el tratamiento de «Don»; «que no es juerte, juerte,
ni flojo del too». Así había surgido una nueva marca que rivalizaba con el
filipino, el Partagás, las pastillas de Gibraltar, etc...
XIII. «YO COMER Y JUMAR BIEN Y IL MAJO»
-Y a tí, Mariano, ¿qué es lo que más te gustaría? ¿Te gustaría un automóvil?
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Mariano Galera Teruel
-¿Yo? ¿Pa estrellarme?
-¿Y una motocicleta?
-Menos. Mire usted, cuando vino D. José Luis con la suya, pensemos
toos que era la fin del mundo. Yo voy a toos laos con mi burra cana.
En efecto, allá por los años 1912 o 1914, siendo Gobernador de Málaga
D. Agustín de la Serna y Ruiz, su hijo, D. José Luis, hizo una visita a D.
José Manuel Pérez Serrabona, en Claví, un verano. Y viajó en una moto.
Contaban que, al oír el escape del vehículo resonar fuerte, dando explosiones, al subir con dificultad la Rambla de Claví, muy arenosa, los cortijeros
del camino, sus mujeres y los niños, así como las gallinas, asnos, mulos,
perros y pavos... todo ser viviente echó a correr hacia las casas o los cerros
próximos, asustados, porque algún mozo que había servido en el Ejército,
gritó: «¡ Afuera, afuera, una metrallaora, que están tirando, ¡pronto!,
¡una metrallaora!».
España atravesaba una situación delicada en Marruecos. La guerra en
el Rif estaba al rojo vivo y las gentes sencillas estaban sobresaltadas con
el espectro del recuerdo del Barranco del Lobo, creyendo y admitiendo la
posibilidad de la extensión del conflicto a la Península. Todos estábamos
nerviosos. Por otra parte, ninguno de aquellos campos había visto una
motocicleta. A lo sumo, bicicletas. Por eso decía Mariano:
-Yo no quiero ninguna amoto. Y luego que cuestan las perras.
-¿Y un caballo?
-Hombre eso sí: una yegua güena que crie muletos pa sacarle los
cuartos, sí. Eso sí.
-Pero tú, si no trabajaras sería mejor.
-¡Toma, claro! Pero, ¿y los zagales y la mujer?
-¡Qué se lo busquen ellos!
-No, señorito Paco. Ellos no. Los zagales son pequeños. Ya trabajarán.
No digas... Ya lo creo.
-Pero si a ti te dijeran: ¿qué es lo que tú querrías mejor?
-Pos mire usted D. Paco. Yo, comel y jumal bien y il majo.
-Mira por dónde sale ahora...
-Sí, porque bien comío y bien jumao, se hacen hombres grandes, como
el elcalde.
El Sr. Alcalde de Vélez Rubio era entonces, efectivamente, un señor que
comía bien, fumaba bien y vestía bien. Y era lo que se llama un buen mozo.
Constituía la envidia de Mariano.
Mariano, en su teje-maneje, solía apuntar certero. Comer y fumar bien
y ir majo. No era un mal programa. No estaba mal pensado.
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Mariano Galera Teruel
XIV. LAS CUERDAS DE PEPE RÍOS
Salimos de caza una mañana de fines de agosto. Hacía ya fresco. La
mañana era hermosa. Nos movilizamos todos. Subimos por la rambla de
Claví en dirección a la balsa del Caño y nos desplegamos formando fila
de casi un kilómetro, con escopetas y perros. Trepamos entre chaparros
y pinos hasta el Cerro del Roble, vértice que domina mucho hacia Sierra
Estancias por el Sur y hasta Sierra de María por el Norte. Había poca caza:
dos manojos de perdices grandes ya volaban veloces, sobre todo cuando
lo hacían hacia abajo, pues para arriba el vuelo era más lento, por tratarse
de un ave pesada. No tuvimos suerte.
Continuamos hacia el Norte a través de una mancha de pinos magníficos
que cubrían la vertiente divisoria de aguas hacia la Rambla del Centeno,
que empieza por allí, y la de Chirivel. El panorama esta espléndido. Alguien
preguntó a Mariano:
-¿Cómo se llama este sitio?
-Las Cuerdas de Pepe Ríos. Contestó aquel sin vacilar.
-¿Por qué?
-Yo no lo sé. Porque mi madre, que esté en el cielo, les dicia las Cuerdas
de Pepe Ríos. Son del tío Roquillo. Aquél es el cortijo. Éstas son las Cuerdas
de Pepe Ríos. Y ya está.
Yo solté una carcajada. Daba la casualidad de que en Vélez Rubio había existido un D. Pepe Ríos al que Mariano se refería, sin duda, aunque
sin el «Don» que le correspondía al Sr. Ríos, con toda seguridad. Al oír a
Mariano, un hombre rudo del campo, tratar de tú a D. Pepe Ríos, no tuve
otro remedio que echarme a reír, aunque no dejé de pensar que Mariano
tuviese alguna determinada razón para hacerlo así, porque corrientemente
él no escamoteaba, en su «modus vivendi» y en su sencillez no fingida, el
tratamiento a cada persona: señorito, don, señora... cuando se dirigía a
personas con tales derechos.
Recuerdo haber visto a D. Pepe Ríos, en Vélez Rubio, siendo yo estudiante de bachillerato, marchar por una acera de la Carrera del Carmen.
Estaba muy viejo. Era bajito y andaba encorvado. Vestía traje negro muy
limpio, sombrero hongo, botas y guantes del mismo color. Quizá tenía luto.
Parecía estar ciego, pues se hacía acompañar por una criada del campo, al
parecer, por su atuendo, también vestida decentemente, quién conducía al
anciano cogiéndole por la muñeca izquierda. La criada-lazarillo marchaba
al lado izquierdo de D. Pepe, y con la mano derecha prendía la muñeca de
señor envuelta en un pañuelo hecho dobleces, para no rozar con su mano la
piel del enfermo. La marcha era lenta, con toda precaución. El espectáculo
merecía la pena de ser contemplado.
91
Mariano Galera Teruel
No recuerdo qué debió pasar con D. Pepe Ríos. No me atrevo a aventurar
nada, por el tiempo que desde entonces ha pasado. Entonces, todo estaría
claro, pero ya no soy capaz de rememorarlo. Pero parece ser que aquella
finca de las Cuerdas, que debió pertenecer a dicho Sr. Ríos, pasó a poder
de un campesino y que el anciano no mereció en su memoria el respeto a
que era acreedor. Por eso nombraba Mariano las Cuerdas de Pepe Ríos.
La balsa del Caño de Claví era la balsa de D. Antonio Martínez, el cortijo
de otro Claví, más al Poniente, era el cortijo de D. Paco Fernández, el otro
nuevo de Claví, el de D. Fernando Pérez, pero las Cuerdas eran de Pepe
Ríos, a secas.
Cazaba con nosotros aquella mañana Bonifacio Pérez Serrabona, primo
hermano de D. Manuel, D. Juan Diego y D. Fernando Pérez Serrabona. Era
bastante más joven que yo. Tenía mucha chispa, mucho donaire. Al oír a
Mariano repetir las Cuerdas de Pepe Ríos, que había sido pariente de los
Serrabona, saltó como una ballesta.
-De D. Pepe Ríos, Mariano, Don Pe-pe-Rí-os. Que le has quitado el don
a uno que lo tiene más arraigado que D. Juan Tenorio. Don Pe-pe-Rí-os.
¡Qué te enteres!
El campesino volvió la cabeza, intentó mover los labios y acabó levantando los hombros, indiferente, como queriendo decir «¡Qué te crees tú
eso! Éstas son las Cuerdas de Pepe Ríos porque mi madre lo dicía así. Mi
madre que esté en el cielo».
Y siguió la partida de caza.
XV. EL CONTROL
Vélez Rubio quedó en la zona roja durante nuestra guerra de Liberación.
Mariano y su familia lo pasaron mal. No fue movilizado él, según creo, pero
la contienda sacudió mucho las condiciones de su vida. Por los campos había
«huidos», gentes que pertenecían a quintas llamadas a filas que no querían
ir a los frentes. Los «milicianos» recorrían a cada momento la región con
pretexto de buscar «facistas», pero, en realidad, para registrar los cortijos
y requisar provisiones de todas clases: harina, patatas, aves, ovejas, cerdos,
cabras, huevos, embutidos, aceite, tocino, todo cuanto podían; colchones,
mantas, bestias... todo. «Porque lo mandaba el comité».
La vida en los campos resultaba difícil. No tendrían los constantes
sobresaltos de los pueblos a los que llegaban en todo momento órdenes
de alistamientos, partidas de milicianos en desorden, investigadores de
denuncias, encarcelamientos, multas, etc.. No. Pero el temor a ser detenidos si aparecían por los pueblos, hacía a los campesinos permanecer
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Mariano Galera Teruel
en sus refugios de los montes o en sus cortijos, huyendo a las sierras en
el momento de vislumbrar una partida de milicianos o de «Guardias der
Sarto» (de Asalto), evitando a toda costa su encuentro, pero dejándolos
vaciar libremente sus casas.
En las entradas de los pueblos se instalaron «controles», lugares de
acecho, registro y detención de sospechosos, así como de bebidas, francachelas y fanfarronadas, en las que se mezclaban milicianos y milicianas,
sin escrúpulos ni moral ningunos. Con esto disminuyó la inquietud de los
campos.
La Gonzala bajó un sábado al mercado semanal de Vélez Rubio, mercado
reducido casi a cero, con docena y media de huevos de gallina que pensaba
vender, si podía, para comprar un poco de aceite, una caja de cerillas y unas
patatas, si las encontraba. Al llegar al puesto de control, junto a la carretera, a la entrada del pueblo, un miliciano le salió al encuentro y echando la
mano a las aguaderas de la burra preguntó:
-¿Qué traes aquí?
-Unos pocos huevos.
-Tráelos. No, deja, los sacaré yo.
-Bueno, pero. ¿qué es esto?
-El control, ¿no lo ves? ¿Estás ciega o tonta? ¿traes el carnet?
-¿Qué «cannel»?
-¡El carnet! Anda. Suelta los huevos y aquí te vas a quedar hasta que
presentes el carnet. O mejor, vuélvete al cortijo y trae otros pocos huevos,
que estamos muchos.
-Pero hombre, buen hombre, si yo no tengo cannel. Si es que no tengo
ni una gota de azaite. Y estamos cinco en la casa, tres zagales. Deje que
venda los huevos.
Pero levantando el mosquetón respondió el miliciano:
-Ahí te dejas los sesos como sigas hablando. ¡Hala p’arriba!. Y dile a tu
mario que es un canalla, un fascistón. ¡Ya le echaremos mano!.
La pobre mujer volvió al cortijo llorando. Habían juntado docena y media
de huevos, de cuatro gallinas que se habían salvado de las requisas de los
del «sarto». No se los habían comido para comprar otras cosas necesarias
y los del control se los comerían. ¿Qué hacer?.
Mariano me lo contó cuando terminó la guerra:
-Mire usted, señorito Miguel, no teníamos cannel, ni sabíamos que
era aquello, pero los de Ruesca se habían hecho los suyos en la FAI. No
hubo más remedio que hacérselo, pero como en el Rubio no había quedao
ningún retratero, que too el mundo estaba en el frente, ni en el Chirivel, ni
en Vertientes, ni en Elbos, ya ecidimos yo y la Gonzala ilnos a Güelcas, y
allí había un sargento de Venta Quemá que nus lo pagó. Ya ve usted. Siete
93
Mariano Galera Teruel
leguas p’allá y siete leguas p’acá pa unos retratuchos de cannel. Mire usted
como vendríamos. Era pa los Santos y nus llovió en el collao del Muro.
No necesita esto de comentarios. El desorden, el abuso, la falta de caridad y de control entre los que controlaban y los que mandaban controlar,
condujo a lo inevitable, a la pérdida de la guerra por los que estaban en
mejores condiciones para haberla ganado.
¡Cuántas Gonzalas y Marianos pasarían por tantos controles!
XVI. EL HUÉSPED
En el cortijo de D. Fernando hubo un día mucho ajetreo, de mucho trabajo. Por la mañana, antes del almuerzo, hacia las once, se presentó en la
rambla un auto grande, de lujo, y descendió de él un señor de cierta edad,
acompañado de un joven, hijo suyo, que ya había estado allí.
La gente se puso en movimiento y pudo verse que se trataba de personas
bien. Después de algún tanteo, Manolo exclamó:
-Sí, es Luis L. B.6, y el otro debe ser su padre. ¡Madre, dígaselo usted a
papá! Que es D. Luis L. B. Yo voy a recibirlos.
Subían ya, y Manolo salió al encuentro saludando, afectuoso:
-¡Hola Luis! ¡Qué bien! ¿Usted es D. Luis?
-Sí señor. Perdonen ustedes, mi hijo me ha recordado la amable invitación de ustedes. Estábamos en Huércal y he dicho: Luis, vamos a Vélez
Rubio, a ese cortijo de esos señores tan cariñosos, a ver si los saludamos
y tomamos un poco de aire fresco. Allí no se puede respirar. Ayer hubo 39
grados a la sombra. Esto es hermoso, ¡Cómo están sus padres? Yo conozco
a su papa de oídas. Un gran letrado. Vamos Luis, di a Pedro que ponga el
coche a la sombra de aquella encina, junto a donde hemos parado. ¡Qué
sitio tan delicioso! Vamos.
Cuando llegaron al cortijo, la familia salió a recibirles. En la placeta
delante del cortijo, se saludaron.
-Papá, éste es D. Fernando.
-Ya lo conocía, de referencias, por cierto magníficas.
-Muchas gracias, D. Luis. Han hecho ustedes bien viniendo a almorzar
con nosotros. Éste es un lugar muy agradable. En estos momentos calienta
el sol, pero las mañanas y las noches son frescas. Estamos a algo más de

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u
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
6. Se trataba de D. Luis López Ballesteros, famoso periodista de Madrid, que fue candidato cunero y
diputado liberal en varias ocasiones por el distrito electoral de Vélez Rubio en las primeras décadas del siglo
actual
94
Mariano Galera Teruel
1.000 metros de altura. Entren ustedes. Ahí dentro se está muy fresco.
¡Pase usted, pase!.
La visita se hizo muy amena. Los viajeros estaban encantados. El hijo
conocía ya Claví, como hemos dicho. La personalidad de D. Luis era bastante
destacada. Era, a la razón, diputado de Cortes por el distrito de Huércal
Overa-Vélez Rubio y director del Imparcial, periódico de una gran tirada.
D. Luis estaba algo fatigado. El calor le producía dolor de cabeza. Se
sirvieron unos refrescos. Ya, más descansados, salieron a la placeta para
contemplar el paisaje. El lugar estaba hermoso, con encinas y pinos, algún
roble y monte bajo de chaparras, principalmente. Había conejos, alguna
liebre, torcales y perdices.
Allí continuó la conversación hasta las horas del almuerzo. En la cocina
estaba todo en marcha. Teresa, la cocinera de Granada, se esmeraba en su
tarea. Pasada una hora, entraron en el comedor. El señor huésped se sentó
hacia el centro, de espaldas a la luz de la calle. Aunque había persianas, el
resplandor del sol de agosto le molestaba. Padecía de jaqueca.
Servida la sopa, la gente joven comenzó a animarse. Eran unos momentos
agradables, y los invitados parecían encontrarse como en su casa. Dª Encarnación, la señora, servía los platos, como en familia. La habitación tenía
cuadros, vitrinas con cristalería, un tresillo... estaba francamente bien.
A poco de empezar a comer, entró Mariano y se colocó detrás de D. Luis,
de pie. Era costumbre que Mariano cortara una rama de acacia y espantara
las moscas de vez en cuando, pues en los cortijos hay en verano siempre
moscas y molestan durante la comida. No era bastante el tener cerrado
durante el día y pulverizar ozonopino. Ellas no faltaban. La rama con la que
se presentó Mariano era algo grande. En su intención de acabar de una vez
con todas las moscas, había cortado casi un tercio de una acacia joven.
Al ver la primera mosca sobrevolar la mesa, movió la rama con tal ruido
que, D. Luis, sorprendido, volvió la cabeza y miró a Mariano. No le agradó.
Posiblemente había rozado el pelo. No dijo nada, pero se vio claro que no
le gustaba aquel refinamiento o la forma de llevarlo a cabo.
Los comensales se dieron cuenta, y D. Fernando, hábil, dijo: «Mariano,
deja eso. Si no hace falta». Alguien hizo un gesto a Mariano, que dejó caer
la rama y siguió de pie.
Y se continuó comiendo. La gente joven comentaba cosas sin transcendencia. Manolo y Luis estaban animados. Todo vino a lo suyo. Un almuerzo
improvisado y sabroso, en un lugar de temperatura agradable, en pleno
agosto, con una familia muy simpática.
Manolo quiso amenizar el ágape. Lo mejor sería que Mariano contara
algún sucedido suyo, en su fraseología especial. Pero cambió el motivo. Y
mientras los demás comían, dijo a media voz: «Mariano. ¿te acuerdas de
95
Mariano Galera Teruel
algún toque de la mili? Toca uno».
D. Fernando miró a su hijo, como reprochándole la ocurrencia. No era
conveniente. Entre la familia sola, bueno; pero con aquellos señores...
Pero Mariano estaba ya moviendo la cabeza como rebuscando algo y,
de repente, empezó con voz estentórea: «¡Tararí..tíi...tíi...tíi...tíiti...tíiti!»,
remedando el toque de corneta para reconocimiento en el botiquín. Hubo
un momento de sorpresa. El huésped se quedó algo suspenso. D. Fernando
mandó al músico a la placeta y excusó su imbecilidad, mientras la gente
joven reía la desentonación del corneta improvisado. El pobre había hecho
a su manera lo que le habían mandado.
La comida terminaba. Se sirvieron los postres. Flan y frutas del terreno.
También melón fresquito. Después, café y cigarros.
D. Luis pidió retirarse un poco, pues le seguía molestando la jaqueca.
Creo que descansó un poco tendido en una hamaca, en el ambiente fresco
de una habitación. Los demás continuaron su charla.
Al caer de la tarde, cuando el sol se retiraba de la placeta, se sacaron
mecedoras, sillas y hamacas y la tertulia se mantuvo amena hasta la puesta
del sol. El huésped, descansado, alternó gustoso con la familia, le fue presentado Mariano y éste le contó alguna de sus aventuras, su casamiento,
Granada, los toros. Todo.
La inteligencia y talento de D. Luis le hizo comprender el retraso mental
del músico de la comida. Y le regaló un soberbio cigarro habano, dándole
un apretón de manos. D. Luis calificó a Mariano como un caso muy curioso, y se despidió cordial de la familia dando las gracias por el rato tan
agradable pasado, sintiendo no poder estarse más tiempo y ofreciéndose
a D. Fernando para todo en Madrid.
En conjunto, fue un magnífico día de expansión.
XVII. OTRO ZAGAL
Serían las dos de la tarde de uno de los primeros días de Julio. Un auto
grande matrícula de Granada llegó al cortijo de D. Fernando Pérez, en
Claví.
La marcha del auto había sido lenta y fatigosa porque la rambla de Claví
estaba algo húmeda por alguna tormenta reciente y el coche se hundía en
la arena. Desde la carretera de Chirivel a Vélez Rubio hasta el cortijo había unos dos kilómetros de rambla cuesta arriba. El motor roncaba y del
radiador se escapaban vapor de agua y agua a borbotones.
El auto paró en la misma rambla, porque la rampa de subida al cortijo
no estaba arreglada desde el verano anterior.
96
Mariano Galera Teruel
La gente joven descendió rápida del vehículo y empezó a subir al cortijo,
en la alegría de pasarse un par de meses tranquilos y fresquitos, porque en
Granada habían dejado una temperatura calurosa.
Los cortijeros bajaron presurosos para saludar a los viajeros y empezaron a ayudar a la descarga del equipaje, que era abundante y pesado.
Los chiquillos del cortijo estaban de pie en una pequeña altura inmediata,
silenciosos, gozando de la novedad.
D. Fernando y Dª Encarnación fueron los últimos en descender. Sus
edades les aconsejaban hacerlo despacio. Empezó la descarga. Sueltas las
cuerdas, los bultos iban siendo colocado en el suelo.
-Suba usted con cuidado este cajón, Juan, porque pesa mucho. Son
vajilla y cubiertos. Lleva mucho cristal. Las maletas después. Y así, lo
demás.
Mariano estaba en su cortijo y vio pasar el auto. Seguidamente se fue
para arriba con el fin de ayudar a la descarga.
-Buenos días D. Fernando.
-Hola Mariano.
-Doña Encarnación ¿cómo están ustedes? Buenos días.
-¡Ah, Mariano! Buenos días o tardes, porque ya son casi las tres ¿Cómo
andáis? ¿Cómo están tu mujer y los nenes?
-Pues, verá usted...
Doña Encarnación le interrumpió, disponiendo algo sobre el equipaje.
Los señoritos habían visto a Mariano y le daban voces para que subiera.
Éste estaba en su salsa campesina. En camisa, sin nada sobre la cabeza, sus
pantalones remangados y desflecados, sujetos a la cintura por una correa,
sin calcetines, con sus esparteñas, por supuesto, y sin afeitar desde quince
días atrás.
Doña Encarnación volvió a preguntar:
-¿Cómo andáis?. ¿Cómo se pasó el invierno?
-Señora, regular. Regular na más. No estaba satisfecho del Invierno.
-¿Ha hecho mucho frío?
-¡Cá!
-¿Qué ocurre, otro zagal?
En el cortijo se sabía que cada año cuando los señores venían, en verano, Mariano tenía un hijo más. La señora le preguntó esto por decir algo,
nada más.
-Sí, señora, otro zagal más. Ya hay otro más.
-Mariano, sois muchos ya. Los tiempos están malos.
-¡Ya se empeñó la Gonzala!
Entre las personas que estaban ocupadas con el equipaje, la caja de
botellas, algunas ropas de cama que había que reponer, una caja de discos
97
Mariano Galera Teruel
de gramófono, a las que había que prestar un cuidado especial, estalló
una oleada de risa, al considerar la simpleza de Mariano. Hablaba como
lo sentía. ¡Buena razón para explicar la venida al mundo de una nueva
criatura! Los cortijeros se miraban. Teresa, la cocinera, tan socarrona, la
cuerpo de casa, todos sonreían. La señora, discreta e inocente, volvió la cara
disimuladamente y siguió disponiendo el traslado del equipaje. «Ahora
esta maleta de libros de D. Fernando, ¡que pesa mucho! ¡no la cojáis del
asa! ¡de las correas!
Pasados unos momentos cesó la solapada algaraza de la servidumbre y
la señora preguntó a Mariano:
-¿Y cuándo lo habéis bautizado? ¿Qué nombre le habéis puesto?
-Pos verá usted, doña Encarnación, a éste no lo vamos bautizao.
-Pero ¿cuándo nació?
-Pa San José.
-Mariano, ¡más de tres meses ya! ¿Por qué?
-Pues mire usted, doña Encarnación. Es que se ha tirao ahora a la
Fuente Grande -la parroquia rural del término- un cura nuevo. Y lleva ya
ecisiete rales. Y luego las mujeres se ponen majaeras con las pelaillas, que
hay que mercarlas en el Rubio, en la confituría, y los zagales se revuelcan
con los baberos limpios y los estrozan too, retozando, y las furras están
too el día p’arriba y p’abajo... y hemos pegao a dicirle Pedro y el zagal
paece que entiende, y ya... ¡Pos no hace falta, digo yo! Por eso no lo vamos
bautizao.
Nuevamente se produjo el estallido de risa colectiva. Aquello era inaudito. Mariano no se molestó. Estaba acostumbrado a las chanzas de los
mozos del amo. Y era un hombre bueno.
-Eso no puede ser, dijo la señora. Nada, mañana mismo se bautiza, o
cuando descansemos. El niño se bautiza. ¿Cómo puede ser eso así? Díselo
a tu mujer. Lo bautizaremos como Dios manda. ¡Tres meses largos ya!
¡Jesús Dios mío! Se bautiza como los demás.
-Bueno, Doña Encarnación ¿subo esta botija?
-Sí, con cuidado, que es aceite. Despacio. Ponerlo todo en la placeta.
Ya subo yo.
Esta anécdota tan sabrosa, la manejó D. José Manuel Pérez Serrabona
con bastante frecuencia a lo largo de su vida, y, cuando la refería, sus oyentes
se reían de lo lindo.
En Madrid, donde él residió después de la guerra y donde murió, sus
amistadas estaban encantadas con su chispa y su ingenio. Entre ellas se
encontraba el entonces ministro de gobernación, D. Blas Pérez González,
hombre muy inteligente, Profesor de la Universidad de Madrid, noble y
sencillo, que gustaba charlar con D. José Manuel. Éste le había contado
98
Mariano Galera Teruel
muchas ocurrencias de Mariano, que le hacían reír, sirviéndole de descanso
en su constante y difícil tarea de gobernador de España, pero lo del bautizo
le encantaba. Y como D. José Manuel lo contaba con tanta gracia...
Recuerdo un día, por el año 1954, durante las oposiciones de mi hijo
Miguel a la Cátedra de Anatomía de Valladolid, en Madrid, por supuesto,
me presentó mi hermano político, D. Manuel, a D. Blas, en el Ministerio.
Las oposiciones habían terminado. D. Blas me felicitó y nos hizo sentar,
sonriente. Yo lo conocía, por haber estado en una Asamblea de coordinación
benéfico-docente en Madrid, como Decano de la Facultad de Medicina de
Granada, bajo su presidencia. Pero él no recordaba de mí. D. Blas es hijo
de un médico.
El Sr. Ministro tomó la palabra y bromeó con Manolo para sacarle alguna de sus agudezas, tan originales, y le preguntó: «¿Cómo anda el del
bautizo?»; y, al despedirnos, se volvió y me dijo: «¿Conoce usted el Cristo
del señorito Manolo?». Y volvió a sonreír diciendo: «Manolo no se pierda
usted». El señor Ministro se refería al señor de la Caja de Vélez Rubio.
En otra ocasión, estando Manolo con D. Blas en el Ministerio, dijo el
Sr. Ministro:
-Manolo venga usted conmigo. Vamos al Pardo.
-¿Yo, D. Blas?
-Sí, venga usted, tengo que hacer allí.
Fueron al Pardo. D. Blas despachó un asunto. Era una tarde de junio.
Iba a obscurecer. La entrevista fue breve y en el jardín. Al terminar, D. Blas
mandó venir a Manolo y lo presentó a una determinada personalidad. La
conversación se prolongó un tanto y me contó Manolo que D. Blas inició la
idea de que esa persona escuchara contar lo del bautizo. Con la gracia para
relatar y el don de gentes que Dios le había concedido, él refirió lo del zagal:
«Que habían pegao a dicirle Pedro y el zagal paece que entiende...»
Manolo decía que había quedado sorprendido de la amabilidad y sencillez
de aquella persona, que rió la anécdota y aún la apostilló con otra llena de
gracia y donosura.
Así, Mariano, la Gonzala y el niño de Claví habían posado en el Palacio
del Pardo, donde muchas personalidades no habían estado todavía.
¡Ya se empeñó la Gonzala!
¡Se ha tirao un cura nuevo!
¡Vamos pegao a dicirle Pedro!
FINAL
Tal era Mariano Galera Teruel. Era así, como tenía que ser. Su medio
ambiente no le ayudaba para ser más avispado. Nacido en el cortijo de Claví,
situado en un lugar casi desierto, rodeado de cerros, la Atalaya, el Cerrón,
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Mariano Galera Teruel
la Sierrecica del Álamo, a más de 15 kilómetros de la villa de Vélez Rubio
y algo menos -no mucho- de Chirivel, allí había fundado su familia, allí
vivió y allí murió. No había viajado más que para servir al Rey, acompañar
al señorito Manolo en su fractura de pie, en la caza, y para hacerse la foto
para el carnet, en la guerra.
La iglesia más cercana, la de Fuente Grande -sufragánea de la Encarnación de Vélez Rubio- exigía casi tres horas de camino para ir a misa, y
no había que contar, por supuesto, con pláticas, novenas, horas santas,
confesiones frecuentes, ejercicios espirituales, etc.. A la parroquia se iba,
en general, para sacar las partidas de casamiento, para bautizar un niño
-y ya hemos conocido lo ocurrido con el último zagal de Mariano- o para
dar sepultura a una persona. O en Navidad, para oír cantar a la Cuadrilla
de Ánimas, o el día del Santo titular San Salvador.
No existían las escuelas rurales, creaciones de tiempos posteriores, ni,
de haberlas, los niños mayorcitos podían desplazarse a distancias de un
kilómetro, en ocasiones, por la inclemencia de los tiempos y porque, en
cuanto podían tenerse en pie, los necesitaban los padres para borregueros,
guardadores de pavos o tareas mayores. A lo más, venían a enseñarlos a
leer, escribir y a hacer las cuatro reglas de aritmética, unos maestros ambulantes que daban en cada cortijo una clase por semana.
Estos apuntes que se refieren a Mariano sólo tienen de valor el que recogen facetas de la manera de ser de este hombre de campo, retrasado de
instrucción más bien que retrasado mental, ni tonto ni listo, aunque con
una mezcla de ambas cosas, predominando la astucia, que hubiera quedado
inédita sin los veraneos de la familia de D. Fernando Pérez Suárez.
Para muchas personas incluso de Vélez Rubio fue un desconocido, porque no traficaba en los mercados y ferias, ni se le veía en oficinas públicas
ni en los comercios.
Sin el reactivo de los Pérez nadie hubiera reparado en él. Por consiguiente, sólo entre la familia de referencia y las otras con ella relacionadas pueden
tener las escenas relatadas algún significado anecdótico, que sería mejor
apreciado si las refiriera otra mano más diestra que la mía, pero no tengo
otra mejor, que yo sepa. Aún con tal defecto, estas notas no dejan de tener
algún interés, pues la fraseología de Mariano, su modo rápido de conducirse
en ocasiones en que se necesita una decisión, su embozada picardía para
no molestar, su «modus vivendi», son merecedores de ser conocidos.
La mayor parte de los episodios de las páginas anteriores me fueron referidos por D. Juan Diego, D. José Manuel y D. Fernando Pérez Serrabona.
Otros lo recogí yo. Si hay algún error no tiene trascendencia mayor. Si se
citan personas determinadas es sólo para dar a la escena mayor realidad,
mayor vivencia y solamente por esa razón, dentro del respeto obligado a
100
Mariano Galera Teruel
esas personas que sirven de recuadro o de valorización. No hay ninguna
otra intención. Es lástima que los mismos señores Pérez Serrabona, que
convivieron con el protagonista durante más tiempo que yo, no se tomasen
la molestia de irlas coleccionando, pues yo creo que estas notas no recogen
sino una pequeña parte de lo producido por el campesino clavileño.
He sacado la conclusión que Mariano era un «personaje» de tanta valía
que, puesto al alcance de novelistas de empuje o de autores teatrales, como
los Quintero, Vital Aza, Muñoz Seca, Paso o Javier Poncela, habría dado
origen a divertidas comedias. Pero se perdió sin dar fruto.
Aún con esta pérdida, en el ambiente de las temporadas de Claví, resulta
un ser curioso y divertido con su teje maneje de dejarse llevar y sacar astilla y, cosa curiosa, sin disgustarse nunca. Su paciencia natural resultaba
muy interesante. Yo no lo oí jamás desconcertarse en ocasiones que podía
haberlo hecho con toda razón.
Era curiosa su fraseología y resultaba agradable oírle decir: agora,
alcuza, risotá, zagala, trebes, caragüelles, zagalejo, mentirijillas, escurecer, pisotón (moneda de dos pesetas); términos sonoros más o menos
deformados gramaticalmente, pero españoles, que han sido barridos por
los desplazamientos y mezclas de las gentes durante y después de nuestra
guerra, el turismo, el éxodo de los trabajadores a Centro-Europa y el snobismo de nuestros tiempos.
Mariano se extrañaba de que Granada -que conoció en la enfermedad del
«señorito Manolo»- estuviese pavimentada, adoquinada, y decía: «estando
too aquello enlosetao ¿dónde van a sembrar?»
Su extrañeza por tanto adelanto de lo tiempos -él se refería al gramófono, las motocicletas y los aviones- lo expresó un día así: «No, si yo le digo
a usted doña Encarnación, que como esto siga asina vamos a ladrar los
hombres. Si esto es que no hay quien lo entienda». No es posible encerrar
en un estudio toda la figura de Mariano. Su anecdotario es extensísimo,
porque abarca toda su vida.
Ninguno de los hombres de valía contemporáneos naturales de Vélez
Rubio han pasado con sus producciones en tertulias, oficinas, círculos o
ministerios como lo ha hecho el «tontarrón de esos clavises». Yo entiendo
que tiene derecho a que se hable de él y que se le recuerde como una pieza
valiosa de la antología de Vélez Rubio, a su manera. Inocentemente.
urante muchos años, los Ayuntamientos de la Nación contaban en el capítulo de ingresos de sus presupuestos con un concepto denominada Impuesto de Consumos. No sé si sería ésta su
legítima titulación, pero así se nombraba públicamente.
Todos los años se confeccionaba el reparto del impuesto que había de
cobrarse en el año entrante o se elaboraba y publicaba en Agosto, cuando
D
101
Mariano Galera Teruel
EL TÍO GREÑICAS
la cosecha de cereales estaba recogida, y se ponían al cobro tres trimestres
a la vez. Cosa muy mal hecha.
Era un arma muy importante, con doble filo. Por un lado se arbitraban
recursos para atenciones de pago de empleados, beneficencia, alumbrado
y limpieza del vecindario, arreglo de calles y plazas, pago de contingente
provincial, escuelas públicas, etc. Esto era justísimo. Pero por el otro, resultaba un arma política terrible, pues el reparto se hacía, con frecuencia,
con vistas a las elecciones para Diputados a Cortes, lo que deformaba el
principio legal del tributo, hasta el punto de que los correligionarios de los
políticos en el mando, liberales y conservadores en comienzos del siglo,
pagaban poco o no pagaban nada, y los contrarios tenían que cargar con
las cuotas de los otros.
Con este proceder, tan ilegal e inhumano, las gentes cuyo partido no estaba en el mando, «no tenía la vara», estaban atemorizadas, pues pagaban
cuotas elevadas, lamentándose de la desigualdad, mientras los contrarios se
reían de ellos, y si no pertenecían a ningún partido, si no votaban, pagaban
por unos y por otros.
En resumen: una cosa justa y lógica, la ayuda a los municipios para
atenciones públicas, de las que todos participarían y disfrutarían, era
llevada a cuestas en su pago por la mitad del censo de los habitantes por
malas artes de los gobernantes que sólo buscaban votos para los comicios
y castigaban brutalmente y con impunidad a los que habían votado en el
campo contrario, en la zona más sensible del cuerpo: en el bolsillo. Era
una cosa increíble.
Tan inhumana forma de cobro, que a veces motivó levantamientos populares, era alguna vez imposible o difícil, cuando menos, de hacer efectiva
su recaudación. Las gentes se resistían a pagar porque conocían la injusticia del reparto hecho. Muchas personas habilidosas y poco escrupulosas
no pagaban o pagaban poco, pero los carentes de protección o los que se
obstinaban en defender un ideal para ellos legítimo, sufrían los golpes, e
incluso los embargos.
Como el pueblo no estaba bien, las cosechas eran escasas y la emigración para América (Argentina y Brasil, principalmente) se mantenía viva,
el procedimiento ejecutivo del cobro de este impuesto tenía que actuar con
frecuencia.
Los Ayuntamientos apremiaban a los agentes ejecutivos, que eran
103
El Tío Greñicas
personas de sus plantillas de empleados u otras a quienes arrendaban el
cobro, mediante un tanto alzado, y el arrendatario tenía manos libres -no
«manos limpias», como el pueblo decía sarcásticamente- para cobrar las
cuotas fuera como fuera, con lo que el pobre contribuyente quedaba inerme e indefenso, porque si recurría al Ayuntamiento éste daría la razón al
agente ejecutivo, para no dañar sus propios intereses.
Los agentes ejecutivos tenían que ser personas frías, indiferentes al
dolor ajeno, amables en la trato, aunque sin escrúpulos para poder sacar
el dinero sin perturbaciones públicas, sin suscitar escándalos ni riñas, pero
llevando su gato al agua.



Uno de estos hombres, era el Tío Greñicas. No sé si actuaba como empleado municipal, como delegado de una empresa que se hubiera quedado
con el cobro del citado impuesto municipal o si era él mismo el arrendatario.
No lo sé. Pero si puedo afirmar que el Tío Greñicas practicaba las diligencias
de los embargos correspondientes.
Era un hombre bajo de estatura, viejo, encorvado y sonriente. Tenía una
vocecilla especial. Su conversación era fácil, hacía gestos de aprobación
cuando se hablaba con él y parecía «que no había roto una plato» en su vida,
pero estaba siempre dispuesto y diligente para embargar. Lo acompañaban
otras dos personas, no sé si eran guardias municipales, «guindillas» o no,
pero desde luego guarda-espaldas, porque la región dorsal del Tío Greñicas
y su cabeza corrían sus peligros. Él usaba gafas para leer y tenía derecho a
llevar una pistola, por si acaso. Y portaba bastón grueso; un cayado.
Pasado el período voluntario del pago de las cuotas y el subsiguiente de
apremio sin hacer efectivo el pago, la Comisión de Embargo se echaba al
campo para cumplir su odiosa tarea, con el Tío Greñicas a su cabeza.
No embargaban por zonas completas, porque si un vecino era embargado, los cortijos que tenían noticia de ello -y la noticia corría como la pólvora- eran semidesalojados de sus ajuares, dejando sólo enseres sin valor,
como cebo, y al presentarse a embargar encontraban la casa prácticamente
vacía. No. Lo prudente era salir un día a una dirección y conseguir todo
lo posible en la tarea y, al día siguiente, cambiar el rumbo. Lo interesante
consistía en actuar por sorpresa, como los zorros que asaltan una noche un
corral de gallinas y los restantes corrales no tienen nada que temer, porque
la zorra no vuelve por allí en unos días. Así era el Tío Greñicas: un raposo
de género diferente, un zorro humano. Y muy temible.
Una mañana se presentó la cuadrilla de embargo en una cortijada. Se
aproximó a la puerta de un cortijo, y uno de los corchetes dio con el bastón
104
El Tío Greñicas
un golpe, exclamando:
-¿Quién hay ahí? ¡Buenos días!
Una mujer como entre los 35 y los 40 años salió para abrir. Los perros
ladraban furiosos. Abrió el ventano, miró a los hombre y preguntó:
-¿Qué quieren ustedes?
-Abra usted- dijo el Tío Greñicas.
La mujer sospechó mal de aquellos tres hombres. No conocía a ninguno
de ellos. No pasó por su mente que podían ser de la partida del Vivillo, pero
preguntó de nuevo:
-Pero ¿qué quieren ustedes? Yo estoy sola.
-Venimos a comunicarle una orden del Ayuntamiento. Abra usted
mujer.
-Si es cosa del Ayuntamiento, bueno. Ella tenía un hijo, el mayor, sirviendo al Rey. Se casó joven, sería algo relacionado con el Servicio. Alguna
noticia procedente del Regimiento. Y abrió ¿qué sabía ella?.
-Buenos días -dijo el Tío Greñicas, y empezó el trajín. Tú Felipe el papel y
la pluma, siéntate a esta mesa. A ver. Una cantarera con cuatro cántaros;
una sartén, no, dos sartenes, una grande; unas trévedes; una rasera...
-Pero ¿qué es esto? Preguntó la mujer asustada.
El Tío Greñicas seguía como una máquina. Un candil; una «pava»,
unas tenazas; un soplón.
-Pero oiga usted buen hombre: ¿esto qué es? ¿Es pa embargar? Mire
usted que no está aquí mi hombre. Pare usted hombre, haga usted el favor, pare usted.
-Dos fuentes de Níjar. Uno, dos... siete platos vidriados. Dos vasos. Un
jarrero con dos jarras. Un botijo. Una sillica. Una media fanega con su
radeor. Una medio celemín y una cuartilla...
-¡Ea, que no! ¡Que no tocan más, habrase visto!
-Una cuna de madera, una mesa con su bufete.
-¡No! ¡La cuna no! ¿Va usted a dejar dormir en el suelo a mi nena? ¿Es
qué se le han secao las entrañas, tío viejo? ¡Tío sayón!
-Abre el bufete. A ver el cajón. Seis cucharas; dos navajas; un encedeor
de yesca... ¡Ah! Una alcuza. Dos maurales.
-¡Alto! ¡Socorro! ¡Los ladrones! La pobre mujer salió a la puerta y gritó:
Antonia, Francisca, María, venid que me embargan, ¡Venid! No llores
tu nenica. Una niña rubia, como de un corto añito, gritaba a la vez que su
madre. Estaba acostada en la cuna y enferma.
El inventario estaba casi terminada y el Tío Greñicas exclamó:
-Tú, a la cuadra, a ver lo que hay. Aligera hombre. Y tú, Felipe, que se te
cae la pluma de la mano. Y sube después a la cámara. No te entretengas.
Una ojeada, y baja pronto, que ya hablaremos.
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-Buenos días -dijo el Tío Greñicas, y empezó
el trajín. Tú Felipe el papel y la pluma, siéntate
a esta mesa. A ver. Una cantarera con cuatro
cántaros; una sartén, no, dos sartenes, una
El Tío Greñicas
Una vecina entró en la casa:
-¿Qué es esto?
-Estos tíos, que embargan.
-¿Que te embargan? ¡Ca! A ti no te embargan. Llegaron las otras vecinas.
-Isabel ¿pero que lío es éste? ¡Por qué lloras? Y la zagala ¿Por qué
llora? ¿Le han tocao? Ah, ya caigo, los consumos. El Tío Greñicas. ¡Mal
rayo lo parta! ¡Ca, que este tío no te embarga a ti, ahora verás! Y salió a
la calle.
-¡Francisco, Juan, Manuel, subid. Dejad el riego! ¡Echad la pará!
¡Subid ligero!
La mujer cobró alientos. El del corral dijo: una burra. En la cámara... y
no dijo más, sino que escapó corriendo. Y el Tío Greñicas acabó diciendo:
vámonos.
-¡Ca! Ustedes no se van, ahora suben los hombres.
-Vengan esos papeles, tío feo, tío mochilas. Traiga usted los papeles.
¿No le da a usted lástima, verdugo? ¡Qué no! Sal y grita a los hombres
que suban a escape, que estos tíos no se vayan. La nena sin cuna ¡Tío
barrabás, tío gitano, tío Greñicas más malo que la cólera!
El Tío Greñicas tuvo miedo. Lo tenía siempre, porque su cuerpo no
resistía una paliza y allí la veía venir cuando subieran los hombres desde
la huerta. Él quería, a él le gustaba actuar rápido y su dictado era casi telegráfico, para terminar en unos minutos; pero el corchete, al escribiente le
estorbaba lo negro y escribía a paso de tortuga. De ortografía, cero. Y estaba
nervioso. El Tío Greñicas no había logrado encontrar otro más diestro que
aceptara el servicio. La pluma se metía en el tintero hasta el fondo y echaba
cada borrón...
–¡Tío ladrón, tío mala sombra, Tío Greñicas! ¡Qué no embarga usted!
Ya gritaban las cuatro mujeres, y la niñica lloraba, seguía llorando sin
consuelo.
-¡Venga esos papeles, los papeles! Una de ellas, la más joven, roja como
una amapola, se abalanzó al que escribía. Dio un tambaleo a la mesa del
bufete y volcó el tintero. Echó mano al papel del inventario que defendía
el plumífero y el papel quedó estrujado y roto. ¡Venga ese papel!.
Se entabló un forcejeo general. Las mujeres vencieron al escribiente,
que se defendía sin gritar. La orden de batalla era: obrar y callar. Nada de
escándalos. Allí parecía que estuvieran las mujeres y la niña solas. No se
oía la voz de ningún hombre.
Las otras se emplearon con el Greñicas. La valentona le pateó el sombrero, lo arañó, le tiró de la chaqueta y quiso derribarlo, pero no pudo. Entre
todas lo empujaron a la calle y cerraron la puerta. El sombrero, o lo que
107
El Tío Greñicas
quedara de él salió por el ventano, volando, a la placeta.
- ¡Francisco, Juan, Juan: no subáis ya, que no hace falta!
Pero los hombres venían ya con sus azadones. La cuadrilla -y no precisamente la de Ánimas- se replegó en desorden, camino hacia la carretera que
quedaba cerca. Allí no había nada que hacer, si no era recibir coscorrones,
algún sillazo y sufrir desgarros en las prendas de vestir. Las mujeres se
habían vuelto furias. Prudencia. En retirada.
-Vámonos, gritó el Tío Greñicas. Ya caerán ¡De prisa!
Y era una sensata medida, porque los regantes corrían ya. Creyeron al
principio que fuese cosa de mujeres, alguna disputa que se resolvería entre
ellas mismas. Sería mejor dejarlas. Pero al ver al Greñicas al que conocían
de sobra, y recordar que el cortijo no había podido pagar el mote de la
«consumá» lo comprendieron todo. Al oír a la niña y a las mujeres gritar
y observar cómo los agentes salían corriendo, pensaron en algo más serio
y subían dispuestos a los que fuera preciso.
Pero no era necesario. Los agentes huían. El Tío Greñicas, con su sombrero en la mano y la chaqueta desabrochada. Los otros, cada uno por su
cuenta y lado. Había que organizar una caza de hombres, pero antes tenían
que informarse de los sucedido. Y entraron en la casa.
Mientras se enteraron de todo, los comisionados habían cruzado el barranco y ya no se veían. Torcieron el camino para no ser vistos.
La reflexión se impuso a todos. Al fin, los enseres estaban allí y el papel
roto. Los consumeros huían a uña de caballo. Ya bajaría al pueblo y buscarían apaño. El tintero quedaba en el suelo, volcado, casi toda su sangre
negra, «venenosa», que encerraba para hacer daño a los infelices retrasados
en el pago, la había empapado el suelo terroso. Y no la devolvería.
Una de las vecinas lo agarró, salió a la calle y lo lanzó al ejido, gritando;
«¡toma tu bribón! ¡Y ya no escribes más!»
La poca tinta que restaba en la panza del tintero, que era de tamaño
grande, con tapón de rosca, se repartió al estallar el artefacto siniestro
contra la placeta del cortijo y sus salpicaduras quedaron rociadas por el
suelo de piedras, el ejido y la era de trillar lindantes. Allí quedarían hasta
que las borraran las lluvias de otoño, si venían, testimoniando el atropello,
manchando la era de trillar el grano del cual podría, quizás, salir una hostia,
pero seguramente saldría el pan para alimentar a toda aquella familia por
todo un año, incluida la niñica enferma en su cuna cerca de dos meses ya,
por su diarrea estival, a la que únicamente se le suministraba como medicina y alimento «sustancia de pan y de arroz», porque no toleraba otra
cosa, teniendo ya casi un año de edad, y en cuya boca dos tímidos dientes
medios inferiores iniciaban su salida sin fuerza para brotar por la profunda
avitaminosis. ¡Y se pretendía embargar la cunita!.
108
El Tío Greñicas
Ya bajarían a Vélez y se arreglará todo. Todavía quedaban personas con
corazón. Se pagaría a plazos. Pero la cuna no se la llevarían.
El verduguillo agente ejecutivo había tenido un fallo. Tal vez el primero
en su oficio. Y sobre el altar de la era de pan trillar, lavadas la manchas de
tinta, en la siguiente cosecha se podrían extender sin recelo los corporales
del rito de asegurarse el pan de cada día para todo un año nuevo. Tal vez
estaría derogado ya el ominoso impuesto.
E
n los tiempos a los que nos referimos, trabajaba en Vélez Rubio, como carpintero -no llegó a ser ebanista- un hombre viejo
ya, a quien se conocía como el Maestro Polilla. No sé si este apodo
tendrá relación con el de El Maestro Pola. No recuerdo que supiera entonces por qué era denominado así. Los pueblos inventan apodos al parecer
sin sentido ninguno, pero suelen referirse a alguna cualidad visible de las
personas o a algún suceso gracioso en los que ellos fueron protagonistas. La
cuestión es tener una expresión burlona, por lo menos, para cada convecino,
109
El Tío Greñicas
EL MAESTRO POLILLA7
porque llamarlos por sus nombre no tiene gracia. La verdad es que con los
apodos se conocen mejor las gentes entre sí. Pedros, Juanes o Josés hay
muchos y hay que añadir un apellido, por lo menos, lo cual resulta largo
y molesto. Borrumbón, Matarratas, Perrín, Blincaciecas... no hubo en
Vélez-Rubio más que uno. Los apodos tiene su razón de ser.
Quiero recordar que vivía en la parte alta de la calle León8. Se trataba
de un hombre bueno en sus maneras y en su conducta. No gozaba de muy
buena fama como técnico de la madera, pero vivía de ella. Hacía puertas,
ventanas, sillas (que luego les ponían los compradores asientos con soga,
los del campo preferentemente, pero también los del pueblo, aunque a
éstos le gustaba más la anea), cunas, cantareras, jarreros, medias fanegas,
cuartillas, celemines y medios celemines para medir el grano, y mesas. Estas
solían ser pequeñas si eran destinadas al campo, y tenían su cajón al que
los del campo llamaban «bufete». En los campos solían y suelen todavía
cubrir estas mesitas con tejidos de algodón y lana con colores inocentes y
brillantes, a listas, hechos de telares en los campos mismos -hoy casi no
quedan- tejidos muy llamativos que se llamaban «tendías». No he encontrado en el léxico la palabra «tendida» como substantivo. Vale, pues, la
palabra «tendía» como expresión campesina9. En el bufete se guardaba el
sobrante del pan de las comidas. El pan entero, todas las piezas obtenidas
en los amasijos, se mantenían en zarzos de caña y soga, colgados en los
techos en las cámaras de los cortijos y alguna pieza suelta en capazas, para
tenerla más a mano. Los panes eran -y creo que son todavía- piezas de seis a
diez libras. Así se trabajaba menos en los amasijos y el pan tardaba más en
endurecerse, porque un amasijo duraba una semana por lo menos. También
se guardaban en el bufete las navajas y las cucharas. No eran usados los
tenedores ni los cuchillos. De servilletas, ni hablar.
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7. Este trabajo se editó por primera vez en 1988, fallecido ya D. Miguel (1977), en el volumen homenaje
titulado «Apuntes históricos sobre Vélez Rubio y su comarca» (p. 281-285), editado por el colectivo «Publicaciones Vélez Rubio», y bajo el cuidado de D. Miguel Guirao Pérez, hijo del autor. Posteriormente, corregido,
se incluyó en el número 15 (1996) de Revista Velezana; p. 143-136.
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8. Testimonios de quienes le conocieron afirman que residía en la actual calle Ronda de Abastos.
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El Maestro Polilla
El Maestro Polilla -volvamos al relato-, vivía de su carpintería, oficio
modesto que divinizó el Redentor. Hombre experimentado por la práctica,
y sencillo y humilde, usaba unas gafas viejas y sucias, seguramente para
vista cansada, con el arco forrado con un trocito de tela. Podía ser que al
ponerla fuera blanca, pero la suciedad de sus manos por el trabajo, el polvo
de serrín y el sudor de la frente se conjugaban para que la tela estuviera casi
siempre mugrienta. A él no le importaba. Buscaba solamente que no le molestara al dorso de su nariz el peso de las gafas. Sus muchos años de trabajo
le habían concedido una habilidad o destreza tales, que le permitían tomar
las medidas a ojo. Las herramientas como las reglas, escuadra y compases,
al maestro no le hacían ninguna falta. El martillo, el escoplo, el cepillo, la
sierra, la garlopa y la barrena, sí. Pero los primeros, no. Engorros, decía él.
Le bastaba echar una ojeada y el trabajo resultaba completo, perfecto. Esta
era su expresión. La perfección era para él mismo. Pero para las gentes, no.
La confianza le llevaba a situaciones muy graciosas.
-Maestro: esto ha salío torcío.
-Esa es tu vista. El palo está derecho. Mira bien el larguero, mira.
Es que es largo, como tú pedías. En esta cama cabéis tres. No ves bien.
Cómprate unas gafas.
-Maestro: ¿qué ha hecho Ud? La cantarera ha resultao pa tres cántaros.
-Bastante tiempo ha tenío cuatro. Eso es lo mismo, mujer. Así te paseas
más. Es que estaba podría.
-Maestro: el listón es muy gordo. Yo le dije a Ud. que más delgao.
-Y ¿quién te ha dicho a tí que los listones tienen que ser delgaos? ¡Tenéis
unas cosas! ¡Anda y llévatelo! Otra vez me dirás que es muy delgao. Yo he
visto ya muchos listones. ¡Si vieras los que hace Paco Leva! ¡Anda, anda
y échale un vistazo! -y escenas por el estilo.
Pero lo más curioso -y a eso corresponde el título de estas notas- es
que algunas veces era llamado a una casa para encargarle algún trabajo y,
naturalmente, tenía que tomar medidas. El no quería manejar el metro,
que decía era una novedad franchuta. El medía por varas y por cuartas.
Cuatro cuartas daban una vara. Y era verdad. Si la cosa no era aceptada,
echando una ojeada volvía a su casa y traía la vara. Pero bien porque no
lo creyera necesario o por olvido -cosa muy propia de su vejez-, el hecho
era que muchas veces se arreglaba con su palmo, la anchura de su mano
extendida, desde la yema del pulgar a la del meñique. El decía que su palmo
9. Nota del autor: «Actualmente teje estas telas una fábrica mecánica dentro de la villa».
112
El Maestro Polilla
era justamente una cuarta y llevaría razón. El palmo de su padre era enteramente igual al suyo. ¿Para qué otras medidas?. Su padre midió siempre
así. El problema era cuando tenía que poner un cristal a una ventana o
dos cristales de tamaño diferente. Entonces pedía una hebra de algodón y
echando nudos, uno aquí, otro allá, el otro más distante, salía diligente a
la tienda y allí le cortaban los cristales.
En cierta ocasión, no había llevado la vara. En la casa no se encontraba
un hilo a la mano. Entonces pidió la escoba para medir con la caña, pero
no se atrevió a ir por la calle con aquel artefacto en el que había señalado
la altura y la anchura por unos cortes dados con una navaja que llevaba
siempre en el bolsillo. Le dió vergüenza. ¡Qué dirían las gentes al ver al
Maestro Polilla con una escoba por las calles!. Entonces se le ocurrió hacer
lo que otras veces había hecho, con éxito, según él. Estiró sus brazos y sus
manos y con los dedos índices tiesos, exclamó:
-Señora, voy a hacer una cosa que yo tengo costumbre de hacer. Voy
a tomar la altura, que es lo más importante y luego se corta aquí lo que
sobre. Ya verá Ud. No tenga cuidado. Venga una silla.
Se subió a una silla, llevó sus índices, uno a lo alto y otro a lo bajo del
marco, bajó de la silla y salió a la calle de estampía diciendo:
-Espere Ud. unos minutos. Voy a casa de D. Diego La Puente. Es cosa
de momentos.
Allá fue el Maestro Polilla, con sus brazos estirados y abiertos y los dedos índices tiesos, como un compás de su invención que aventajaba a los
modernos y engorrosos instrumentos. Con él suplía el Polilla al metro, a la
cinta métrica, a la escuadra, al compás, a la plomada, al nivel... a todo.
Poco hay que discurrir para adivinar cómo resultarían las medidas del
cristal. ¡Bueno se pondría D. Diego La Puente, que vendía cristales en su
droguería, cuando viera llegar casi corriendo al Maestro Polilla desde el otro
extremo del pueblo con los brazos estirados!. Ya conocía el caso, porque el
Polilla lo había hecho otras veces.
D. Diego solía exclamar en casos semejantes: ¡Zopenco! ¡Hamamelis!.
Esta última palabra corresponde a una planta medicinal cuyas hojas
se han empleado en forma de extracto alcohólico contra las hemorragias.
D. Diego era droguero y vendía cristales, pero había sido mancebo en una
farmacia y se le había quedado la palabra que usaba como un comodín. En
esta ocasión podría significar con ella: ¡Arrea! ¡Ya está aquí el del compás!
¡El cliente va bien servido! Lo que ya hago es venderle la hoja entera y que
él la corte allí, porque si me fío de las medidas que trae ese tío... Y lo que
sobre que lo pague el dueño o lo guarde en su casa. ¡Y ojalá que sobre! ¡Yo
no le vendo un cristal con el tamaño que el Polilla pida y se venga luego
diciendo que ha resultado estrecho por culpa mía! ¡Que él había tomado
113
-Señora, voy a hacer una cosa que yo tengo
costumbre de hacer. Voy a tomar la altura, que
es lo más importante y luego se corta aquí
El Maestro Polilla
las medidas justas!.
Y tan justas, como medidas con su compás especial. El compás del Tío
Polilla. Las matemáticas era para él unas zarandajas, una inutilidad, una
birria, un sacadineros. Si Pitágoras, Echegaray, Einstein, Poincaré o el
mismo Rey Pastor hubieran conocido la teoría del Polilla, la cosa hubiera
tenido otro resultado. Fue una lástima. Pero ninguno de estos sabios le
hicieron falta al Polilla, por lo menos para sus marcos, sus puertas y sus
cantareras. En lo que faltó fue en los cristales, pero él no tenía culpa, porque
las medidas estaban bien tomadas. El ojo humano es el mejor aparato para
medir. Y el del Polilla, amén de sus gafas, era infalible. El lo decía así y lo
explicaba. Con razón decía a la campesina que veía torcido el palo:
-Esa es tu vista. El palo está derecho. ¡Cómprate unas gafas! ¿Para
que vamos a echarle la regla?.
¿No decía él que estaba derecho?. Pues a otra cosa. Y para otra vez que
buscara a Paco Leva o al Maestro Pedro Romero o a Reconcentro. Ya vería
como tenía que volver a él, al Maestro Polilla, porque a él le había bastado
siempre con la cuarta y su compás.. de precisión. ¡Y qué precisión! Para
que luego digan que había que corregir la longitud del metro patrón que se
conserva en París y que fue el origen del sistema métrico decimal, porque la
medición del meridiano no estaba bien hecha!. Cómo que no se consultó al
Maestro Polilla... Los sabios son muy descuidados o demasiado engreídos.
Carpinteros como el que presentamos hubo muy pocos. Los matemáticos
nombrados, tan famosos, no cayeron en pensar que en cada mano tenían
una cuarta de las de Castilla, equivalente a 208 milímetros del Sistema
Decimal. El Polilla lo había adivinado. Lo presintió. Lo intuyó. Pero quedó
ignorado hasta hoy.
Otra de las «personalidades» populares de Vélez Rubio era el Tío Sesera.
Ignoro cuáles serían su nombre, apellidos o su familia. Era yo demasiado
joven para conocer éstos y otros pormenores que ahora echo de menos. Así,
al recoger los recuerdos de entonces, siempre quedan faltos de afinación
y de detalles. Por otro lado, tampoco pueden ser muy esenciales para mis
relatos.
El Tío Sesera parece que le nombraban así por su carácter testarudo,
obsesivo, terco, tozudo. Él tenía siempre que llevar la razón. Era de talla
115
El Maestro Polilla
EL TÍO SESERA
pequeña y delgado de cuerpo.
También en mis tiempos era ya viejo. Por eso era el Tío Sesera. Me
explicaré. Este nombramiento de «Tío» no era derivado de su parentesco,
pues él no podía ser tío de todo el pueblo por línea sanguínea, ni equivalía a
darle un tratamiento despectivo, peyorativo, como en el lenguaje corriente
se usa. No. El Tío Sesera llevaba el «Tío» como lo llevaba el Tío Recocentro,
el Tío Borrumbón, el Tío Pataseca, etc... Con ello se quería significar que
era un hombre de edad. A Indalecio el de la Chichona, por ejemplo, nadie
se atrevía a decirle el «Tío Indalecio» y en cambio se le decía al Tío Polilla,
al Tío Greñicas, al Tío Sesera. Era, pues, un distintivo, una dignidad, en
sentido del pueblo, un señor, un monsieur, un míster o un herr, a su manera, o un hombre de edad, simplemente.
El Tío Sesera gozaba de una reputación de mal carácter, de mal genio.
Regañaba por todo, nada le venía bien, discutía por una pequeñez, no
transigía con sus vecinos, se enojaba fácilmente. y el caso era que, pasado
el arrebato, era un hombre normal. Pero cuando se enfurruñaba, el primer
ímpetu era insoportable. Con todo, había logrado una edad avanzada.
En cierta ocasión tuvo una oportunidad para mostrar su manera de ser,
la que fue recordada en el pueblo durante decenas de años. Ya se perdió
todo. Nadie que no sea viejo la recordará. Los jóvenes no, por supuesto. ¡Y
los viejos somos tan pocos!.
Sucedía, por entonces, que la Audiencia Provincial de Almería destacaba en determinadas circunstancias, que yo desconozco, un Tribunal de
Magistrados que se trasladaba a Vélez Rubio, y seguramente a las demás
cabezas de Partido Judicial para celebrar los juicios, una vez reunido un
determinado número de procedimientos. Esto era cómodo para las gentes,
pues se evitaban el viaje a la capital, Almería, viaje incómodo que exigía
casi una jornada para la alcanzar la ciudad. A ese Tribunal le llamaban
las gentes la «Media Sala». Algo parecido a cuando venían comisiones de
Catedráticos del Instituto de 2ª Enseñanza de Almería para examinar en
determinados Colegios.
En una de las actuaciones de la Delegación de la Audiencia de Almería,
resultó encartado el Tío Sesera. No sé porqué, pero ello sería derivado de
su intemperancia, de alguna violencia o desacato ante alguna autoridad.
Algo por el estilo, pues, aparte lo dicho, era un ciudadano corriente. Lo
malo estaba en su «genio».
117
El Tío Sesera
Siempre despertaba gran curiosidad la presencia de la Audiencia en
Vélez Rubio. Las togas y birretes de los Magistrados, el mecanismo litúrgico del juicio, los ujieres, la actuación de los Letrados; todo. En aquella
ocasión las gentes estaban interesadísimas. Iban a juzgar al Tío Sesera y
todos esperaban la reacción del cascarrabias.
Actuaba como Letrado el que lo era de carrera, D. Florián Ruiz Torrecillas, director a la sazón de famoso colegio de 2ª Enseñanza que tan justo
renombre tenía en el año de referencia10. Empezó el juicio. Se cumplió todo
lo de ritual, lo reglamentario con relación al Tío Sesera y le llegó el turno al
Letrado, D. Florián Ruiz. La Sala -que era la de actuaciones del Juzgado de
1ª Instancia de Vélez Rubio- estaba llena, repleta. No cabía un alfiler.
El Sr. Letrado comenzó su discurso. Saludó a la Sala, se disculpó porque la tarea sería superior a sus fuerzas, recapacitó sobre su situación de
hombre que vivía en el pueblo del acusado, invocó a la Divina Providencia
y empezó a hablar. Hombre culto, conocía el terreno que pisaba y se desenvolvía bien. Naturalmente, defendía los derechos de sus poderdantes y
tuvo necesidad de poner sobre el tapete el comportamiento de la parte contraria: el Tío Sesera. A medida que hablaba, el Tío Sesera se iba cargando
de electricidad. Un color se le iba y otro le venía a la cara. No quitaba la
vista sobre D. Florián.
-El caso es, Sres. Magistrados, que este hombre, anciano, debía recapacitar que la vida es ya corta para él y que hay que ceder muchas veces
llevando la razón, y más aún si no se la posee.
El Tío Sesera se metía las manos en los bolsillos y las sacaba rápidamente,
sin saber qué hacer con ellas, aunque no habían sido ellas las causantes de
que estuviera encartado, por lo que entre las gentes se corría.
-¿Qué está diciendo D. Florián? ¿Qué yo no llevo razón? Y será capaz
de decirlo. Pues miente -murmuraba el Sesera- ¡Miente!
En el asiento, en el banquillo, se movía sin cesar. No encontraba postura. Los pies se le iban y se le venían, cruzándose. Los estiraba. Los dejaba
quietos, pero volvía al movimiento.
-Es que -decía el Letrado- este hombre que aquí véis, no obstante a su
edad avanzada, tiene un espíritu fuerte y valiente; no aguanta nada de
lo que muchas personas toleran y se va del seguro; quiere que su opinión,
¡pobre opinión!, sea siempre la justa; por todo se alborota, sin dejar pasar
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10. La enseñanza en Vélez Rubio a finales del s. XIX se impartía en dos centros: el Colegio de la Purísima
Concepción, fundado en 1880, ubicado en la Posada del Marqués (Puertas del Convento) y dirigido por D.
Florián Ruiz Torrecillas; y el Colegio de Nuestra Señora del Carmen, fundado en 1882 y dirigido por D. Benito
Navarro Moreno (Véase después). Su andadura puede seguirse con mayor detenimiento en la prensa de la
época y, como siempre, en la obra de F. Palanques: Historia de la villa de Vélez Rubio, p. 616-619.
118
El Tío Sesera
ciertas cosas que otros dejan pasar y para él son montañas, y en este caso,
precisamente en este lamentable caso, Señores Magistrados...
El Tío Sesera no pudo aguantar más. Le hubiera dado un ataque de
apoplejía. ¿Cómo era posible que se metieran así con él? Y los Magistrados
sentados, tranquilos, dejando al abogado referir mentiras, porque todo lo
que D. Florián decía lo eran. Pero, ¿por qué no le llamaban la atención?.
Él mismo, el Tío Sesera se lo dirá, a él y a todos, porque él no le teme a
nadie ni a nada.
De repente, descruzó sus piernas, que estaban una sobre la otra, miró
fijamente a D. Florián, en seguida al Sr. Presidente, se puso de pie como
un autómata, estiró su brazo derecho señalando al Sr. Letrado y exclamó
con voz temblona, pero fuerte:
-¡Con permiso de la Media Sala! ¡D. Florián es un tío podrío!
Efectivamente, el Sr. Letrado era bajo de talla, delgado y con poca salud.
Volvió a mirar al abogado, desafiante y se sentó en el banquillo.
La gente del pueblo que esperaba algo especial del Sesera, al escuchar
que le acusaban, soltó una carcajada general. ¡Oh! ¡Lo que esperábamos!.
Ya podía venir sobre él una sentencia tal o cual, una multa, un arresto,
una reclusión; a él le daba igual. El Sr. Letrado había hecho referencia del
apartado 6º del artículo 273 de cierta disposición y de la Sentencia del
Tribunal Supremo de Justicia. El Tío Sesera entendió que lo iban a llevar
al Tribunal Supremo y gritó:
-¿Y por esto me van a llevar al Supremo? Yo no voy allí. No me da la
gana. D. Florián no tenía razón en lo que estaba diciendo. Ya se verá.
Ustedes -decía mirando al Tribunal- debían vivir aquí y verían si lo que
yo digo es verdad. Este tío, este Don Florián que no vale sus orejas llenas
de agua...
Sonó el campanillazo y se escuchó en silencio la advertencia del Sr. Presidente de mandar desalojar la Sala, y siguió la vista. El Letrado, podrido y
todo, completó su informe y la Sala dictó sentencia adecuada a la calificación
de los hechos que no serían muy grandes pienso yo, porque el acusado vivió
luego en el pueblo y allí falleció años después. Él y su «genio».
El Tío Sesera no se defendió, sino que acusó, que atacó. Así era él. Así
había vivido y llegado a ser viejo y así murió, no aguantando ancas de nadie,
ni ante la solemnidad de los Tribunales.
¿Qué él no era como otros? ¿Qué él no era valiente?. En la calle se lo
diría él a D. Florián, el «tío mirria». ¡Y a la media Sala entera!. ¡Ahora
verían las gentes quién era el Tío Sesera! Ahora es cuando se van a enterar. ¡Pos ya lo creo, vaya un abogao, el tiucho de D. Florián! ¿Y a aquél
tío le hacía caso la Media Sala? El Sesera le había dicho las cosas claras,
bien claras.
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De repente, descruzó sus piernas, que estaban una sobre la otra, miró fijamente a D.
Florián, en seguida al Sr. Presidente, se puso
de pie como un autómata, estiró su brazo derecho señalando al Sr. Letrado y exclamó con
El Tío Sesera
E
l así nombrado era un hombre como de unos veinticinco años.
Bajo, muy bajo de cuerpo, tenía unas piernas demasiado cortas
en relación con el tronco. La cabeza grande. Tardo de expresión.
La cara estaba pálida y los párpados adematosos. La voz resultaba algo
ronca. No había servido al Rey. Era, a nuestro juicio, un enfermo deficiente hormonal. Una mezcla de pseudo-mongolismo asentado sobre una
acondroplasia. Andaba lento, con un pequeño balanceo de pato, y hablaba
despacio, arrastrando la palabra. Hoy entran estos cuadros en la patología
de los cromosomas.
121
El Tío Sesera
INDALECIO
No obstante, trabajaba en la huerta, paseaba por el pueblo, fumaba y
tenía amistades, que se reían de sus ocurrencias, y disfrutaba mezclándose
en un círculo de señoritos. En su trato resultaba agradable, inofensivo.
Los domingos y otros días festivos vestía su camisa limpia y su traje oscuro, con un sombrero negro, una corbata de plastón que sería de su padre,
por lo vieja que estaba, y sus zapatos que no se habrían limpiado nunca.
Algún día, en verano, aparecía con un viejo chaleco de piqué blanco con
bordados, que producía la hilaridad de los que miraban y cuya procedencia
nunca quiso explicar. Tal vez era hermano de la corbata. Iba a algún casino,
de mirón. No jugaba ni bebía, si no se le convidaba. Las gentes lo nombraban
Indalecio el de la Chichona. Este era el apodo de su madre.
Recuerdo una Semana Santa que pasé en Vélez Rubio, siendo médicomilitar, que aproveché para recordar sus procesiones, que tanto me habían
ilusionado siempre. Salí al encuentro de una de ellas, en una calle, para
observar su conjunto, muy agradable. Bajaba el Paso de Jesús Nazareno
por la Cuesta de la Lucías -¿Quiénes serían esta Lucías que dejaban la calle
titulada con sus nombres?-. Era la tarde del Jueves Santo. Yo iba acompañado de mi amigo Paco Sánchez Maestre, entre nosotros, Paco Hortal.
Pasó la Hermandad de Jesús y llegó la de San Juan. Llevaban los penitentes
-en Vélez, nazarenos-, las túnicas con colores adaptados a los pasos a que
pertenecían: los de San Juan, blancas; los de la Purísima, azules, los de
Jesús, moradas; los de la Dolorosa, negras. Todos podían llevar el rostro
descubierto o cubierto con una tela que colgaba, con agujeros para los ojos,
y no llevaban cucurucho, que es importado de Sevilla, posteriormente.
Me pareció que me miraba un nazareno blanco, porque no apartaba de
mí los agujeros de su tela, de su careta, porque eso parecía enteramente
la tela blanca que, desde su cabeza, descendía hasta el pecho. Y me llamó
la atención.
-¿No me conoces?. Me preguntó.
Era un hombre bajo, gordo, que llevaba su túnica blanca y un farol de
hojalata con cabo de vela encendido, encerrado entre cristales manchados
de cera, y un mango de madera de pino grueso, como de más de un metro
de largo, todo lo cual sobresalía mucho sobre su cabeza, pesaría bastante.
Paco Hortal dijo, en voz baja: «Es Indalecio. Vamos con él. Ya verás».
-¿No me conoces?
-No.
Se levantó la tela y apareció la cara de luna sonriente de Indalecio.
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Indalecio
-¿Y ahora? ¡A que sí!
-Pos ya ves. Pos de nazareno. Mi padre, que esté en el cielo, era de San
Juan. Y yo también. Esta es su túnica y su farol ¿qué le vamos a hacer?
Por si uno ... como su padre. De San Juan. ¡A vel!
-Pero te arrastra, te resulta larga.
-Sí, eso dice mi madre, pero, ¿quién le corta? ¡Si era de mi padre! Tié
que seguil así ¿Quién le mete la tijera¿ ¡A vel!.
-Pero el farol pesará mucho ¿no?. Lo cogí. Sí pesaba.
-Mi padre, que esté en gloria, no podía ya con él. El pobre estaba lisiao.
En esto, se presentó otro nazareno blanco, mozo también, y dijo apresuradamente:
-Ten esto, Indalecio, tenme el farol que mira que me estoy haciendo
de cuerpo. ¡Tómalo, Indalecio, que me hago, anda que tengo prisa, que
no aguanto!
Indalecio cogió el farol, y dijo:
-¡Vamos! ¡Oye, güelve pronto, que esto pesa y yo llevo ya el de mi padre,
que está en el cielo! ¡Que güelvas!
La procesión se puso en marcha, y el pobre Indalecio iba con un farol
en cada mano. Seguimos un poco tiempo incorporados al cortejo, que era
muy vistoso, muy agradable y emotivo, y mientras bajaba a la Carrera de
San Francisco, rodeando para evitar el paso por la escalinata, yo la bajé y
esperé la procesión en la Carrera. Al llegar la imagen de San Juan a esta
calle, hubo otro descanso. Nos acercamos a Indalecio.
-¿Cómo va eso?
-Pos ya veis. El pillo no ha güelto. Si yo lo sabía. Estos zagales del
campo son unos pillos.
Pero se presentó otro caso semejante. Otro penitente. Indalecio se quedó
mirándole sin decir palabra, receloso.
-Indalecio, toma el farol una miaja, que voy a la Posá de Facundo que
me tienen guardá una caja de tabaco. Ahora vengo y te daré un cigarro.
Ten el farol.
Y diciendo esto, le apoyó el farol en el pecho y salió corriendo, desapareciendo entre los nazarenos. El pobre no sabía qué hacer.
-Pero zagal, ¿no ves que llevo ya dos? ¡Adónde meto este! ¡Que majaería, no te tardes hombre! ¿No veis, o es que tengo yo que lleval toos los
faroles?
Indalecio volvía la cabeza, pero el del tabaco no regresaba.
-Y ¿qué hago yo ahora? ¿no estáis viendo estos sinvergüenzas? ¿Qué
hago yo, cómo dejo yo abandonaos estos faroles de San Juan? Mi padre,
que está en la gloria, paece que me lo estaba diciendo que no los tomara.
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-Indalecio, toma el farol una miaja, que voy
a la Posá de Facundo que me tienen guardá
una caja de tabaco. Ahora vengo y te daré un
Indalecio
Pero ¿cómo los dejo? En la procesión de la madrugá, en la de la Buzaina,
me las pagarán. Les voy a zumbir la Buzaina. Ya verán, ya verán. Mañana
van a tocar la Matraca.
Indalecio se echó al hombro los faroles apagados, como si llevara un
costal de trigo o una cruz. Los faroles chocaban unos con otros al andar,
y el pequeño Cirineo siguió en su puesto entre la risa de los cofrades y,
seguramente, la de los pícaros que habían «aprovechado» la procesión
del Jueves Santo para divertirse con el enano y estarían disimulados en
las filas de los penitentes.
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La «Buzaina» era el nombre que el pueblo daba a un monstruo de latón
en forma de tritón, de metro y medio de alto y casi dos de largo, con la boca
abierta, enseñando sus dientes y su larga lengua roja y con una boquilla de
trompeta al final de su cola enrollada. Pesaba bastante, y estaba montada en
un bastidor metálico con sus ruedas. En realidad era una bocina mitológica
incorporada al rito de la Semana Santa Velezana, como el Dragón sobre el
que va de pie la Tarasca en la procesión del Corpus de Granada. Parecen
ser costumbres medievales importadas de la Provenza francesa. El nombre
de Tarasca suena a procedencia de Tarascón.
La Buzaina marchaba en el cortejo de la procesión de la madrugada del
Viernes Santo, en la cual iba Jesús camino del Calvario con la cruz sobre
el hombro, después que le había sido comunicada su sentencia de muerte
en el Sermón de madrugada, en la Iglesia Parroquial de la Encarnación.
La sentencia era pronunciada desde el coro por un nazareno, cantando,
vociferando insultos al Redentor, mientras un sacerdote, a ser posible
elocuente, apostrofaba al impostor desde el púlpito. El último acusador de
Jesucristo fue Pedro Colleras, que acababa su acusación casi para meterse
en su cama por las emociones sufridas en su alegato. El pueblo llenaba el
templo. Las mujeres suspiraban y lloraban.
Durante la procesión, un nazareno que entendía de música, daba con
la boquilla de la cola de la Buzaina tres notas graves, tres trompetazos que
sonaban roncos, como lamentos, que eran seguidos por tres golpes de un
tambor envuelto en tela negra. Así, la burla era repetida de tiempo en tiempo
en el itinerario de la procesión. En la penumbra del amanecer resultaba
solemne, impresionante.
La «Matraca» era un artefacto de madera formado por un eje horizontal
colocado sobre pies de madera, con una manivela en un extremo. El eje llevaba a lo largo de su recorrido -metro y medio-, cuatro tableros de madera,
a semejanza de las aspas de un molino de viento, y, en los intervalos de los
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Indalecio
tableros, unos mazos de madera fuerte sujetos al eje mediante barras de
hierro enganchadas, como goznes, para que pudieran golpear fácilmente
sobre los tableros. Bastaba hacer girar el eje mediante la manivela para que
el aparato se pusiera en movimiento, con lo que iban cayendo los mazos
pesados sobre los tableros huecos, produciendo un ruido ensordecedor, reforzado por la resonancia del recinto en que se encontraba. A veces, parecía
que la torre se derrumbaba sobre la Plaza de la Encarnación desde el campanario, en el cual estaba instalada la Matraca, a 30 metros de altura.
Desde la terminación de los Santos Oficios del Jueves Santo hasta la
Resurrección del Señor, en la mañana del domingo siguiente, la Matraca
substituía a las campanas en señal de duelo, anunciando la salida y la entrada de las procesiones.
Todo este ritual popular de la Semana Santa se perdió en nuestra guerra
de Liberación (1936-1939), y no parece que pueda volver. Pero no está de
más recordarlo a las gentes de hoy.
O
tra figura curiosa de la época del Maestro Polilla, el descubridor del compás que llevaba su nombre, era un maestro carpintero a quien el humor popular había rebautizado con el remoquete de Reconcentro. No supe ni creo que sabré nunca a qué obedecía
este apodo.
Era un hombre bajito, como de unos sesenta años, agradable de aspecto,
que marchaba con pasos vacilantes e inciertos, como dando saltitos unas
veces y otras arrastrando los pies, quizá temeroso de caerse; el cuerpo inclinado hacia adelante, los brazos moderadamente abiertos, como buscando
el equilibrio, con cara que iniciaba una sonrisa sin completarla y la mirada
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Indalecio
RECONCENTRO
casi fija. En suma: era un parkinsoniano incompleto. Por eso podía todavía
seguir su oficio o hacer como si lo siguiera.
Por la calle llevaba siempre una regla, como una vara de medir, o un
listón, un trozo de madera de carpintería, estrecho y largo. Podría alguien
pensar que era una herramienta de su profesión, un distintivo, como un
uniforme o un reclamo. No. No necesitaba propaganda. Le hubiera resultado
inútil. La verdad era que le temía a los perros y llevaba siempre la regla para
defenderse de ellos, no como instrumento de trabajo. Le parecía indiscreto
o poco apropiado llevar un bastón, como D. Diego Rame, D. Miguel Carlón,
D. Diego María López, etc... No resultaría bien, según él. Era mejor un trozo
de madera. Los pobres no llevan bastón, decía él.
Recuerdo que un día salía yo de mi casa, en la Carrera del Carmen, nº
11. Era verano. Acababa la siesta. Me propondría ir un rato a la Plaza de
Arriba o cosa parecida -no se ahora exactamente a qué lugar me dirigíapero tomé la acera derecha yendo hacia abajo.
El Maestro Reconcentro venía en dirección a la Iglesia del Carmen, por
la misma acera. Reconcentro se paró de repente y, a la altura de una casa
propiedad de D. Pedro Jordán, que habitaba el Sr. Juez de Instrucción,
volvió la mirada hacia una reja de la vivienda, vaciló un tanto, mirando alternativamente a la reja y a mí, apoyó el listón en la pared e intentó subirse
a la reja. Dado el desorden de la coordinación de sus movimientos, propios
de su enfermedad y un estado circunstancial de nerviosismo exaltado, al
pobre carpintero le resultaba difícil colocar el pie en el primer travesaño,
pero repetía torpemente su intento agarrándose con sus manos, sin dejar de
volver su mirada hacia mí. En su rostro de máscara se expresaba el terror.
Sus ojos no parpadeaban.
No comprendía yo lo que estaba viendo. En la calle estábamos él y yo
solos. No pasaba nadie más. Yo era un mozalbete y nos separaban unos 50
metros. Me detuve, dejándolo maniobrar. ¿Se trataría de mí? Imposible,
pero lo prudente era pararse hasta ver qué sucedía. Y lo hice así. Pero Reconcentro seguía nerviosísimo, bregando por encaramarse y hasta trepar
por la reja.
A los pocos momentos pasó por mi lado un perro vulgar, no grande,
delgaducho, que venía detrás de mí, aprovechando la sombra en que estaba la acera. El animal iba despacio, pero al detenerme yo, me adelantó. Al
verlo pasar por delante de mí, empezó Reconcentro a gritar con una voz
129
Dado el desorden de la coordinación de sus
movimientos, propios de su enfermedad y un
estado circunstancial de nerviosismo exaltado,
al pobre carpintero le resultaba difícil colocar
el pie en el primer travesaño, pero repetía
torpemente su intento agarrándose con sus
Reconcentro
rara:»¡Picho, fuera!».
Cesó en su intento de subirse a la reja, cogió el listón y lo levantó,
amenazando al perro. Éste no le hizo caso, ni quizá lo había oído, porque
continuaba su marcha tranquila y estaba todavía a bastante distancia para
molestar a Reconcentro. El perro iba a su camino, a su ritmo. El maestro
gritó desaforadamente:»¡Zagal, dale a ese perro, que me va a morder,
hombre! ¡El perro del Levita! ¡Picho! ¡Dale un puntapié! ¿Dónde demonios
se meterán los guindillas? ¡Fuera, picho! Lo que sucede en este pueblo no
pasa en ninguna parte».
No hubo necesidad. Llamé al perro, hice como para expulsarlo de la
acera y el animal aceleró su paso y subió por el próximo callejón. El Maestro Reconcentro reconoció enseguida a quién pertenecía el can. Parecía
como si llevase la estadística de los perros del pueblo. Por la cuenta que le
tenía, sin duda. ¡El perro del Levita! ¿Habrase visto algo semejante? Y el
caso es que el tal perro era un animal delgado como una sardina. Pero a
Reconcentro le parecía que era un tigre de Bengala.
El Maestro me dio las gracias con voz temblorosa, se paró un poco, por
si al dichoso perro se le ocurría volver, cogió su listón y continuó hacia el
Carmen, con sus pasitos cortos y prudentes, su cuerpo inclinado y su cara
con gesto sonriente, sin sonreír, expresión clínica sintomática de su lesión
encefálica del cuerpo estriado.
Nuestro carpintero era muy conocido. Vivía cerca del lugar del suceso,
pero no acierto a localizar su carpintería. Era uno de los desgraciados que
formaban parte del divertimiento de los desocupados. Con cierta frecuencia
se oía cantar a un chiquillo o a un adolescente incluso, cosa bastante lamentable, como he comentado tantas veces, la siguiente vulgar copla, mientras
el pobre arrastraba casi su cuerpo, por la rigidez de los músculos de sus
piernas, para realizar algún pequeño trabajo de su oficio, del cual vivía:
Matarratas, toma un higo
y dáselo a Barragón.
Cuando venga Reconcentro
que le retuerza el pezón.
abía en Vélez Rubio, en mis tiempos de adolescencia, un grupo de hombres -cosa curiosa, ninguna mujer que yo supieracon taras mentales exageradas. Yo he pensado mucho, como médico ya, en las posibles causas de aquellas desdichas, sin llegar a abarcarlas
todas. Más tarde expresaré mi opinión.
Lo cierto es que andaban por las calles en la villa algunos hombres
adultos y viejos, jóvenes otros, los menos, a los que se denominaba «tontos», englobando en aquella expresión a los referidos retrasados mentales
H
131
Reconcentro
o degenerados, algún mongólico... formando una pequeña «casta» dentro
del señalado ambiente de cultura de la sociedad velezana.
A estos pobres seres de Vélez Rubio intento referirme con esos trazos de
semblanzas, deseando captar lo esencial de ellos para que no se pierda del
132
PERSONAJES CÉLEBRES DE VÉLEZ RUBIO
todo alguna curiosa efemérides y haciéndolo con mi mejor sentimiento de
compasión, incluso respeto a ellos, pero no dejando de matizarlos para que
puedan tener alguna amenidad y merezcan ser leídos y recordados.
I. CRISTÓBAL
Cristóbal era ya un hombre de más de 30 años cuando yo tendría 10 o
12. Se decía de él que su familia había tenido alguna hacienda e incluso
que él era dueño de algunas fanegas de tierra de huerta y que un tutor se
las «administraba». Yo no sabía más. Las gentes, sí. Alguien parafraseaba
el refrán conocido: «Administrador que administra y enfermo que se
enjuaga, algo tragan».
Marchaba por las calle, sucio y harapiento. Olía mal. Miraba casi siempre al suelo, buscando objetos que recogía y guardaba en los bolsillos de la
chaqueta, en los de dentro y en los de fuera, y en los del pantalón. Como
a él le daba lo mismo, recogía alpargatas viejas, cajas de fósforos, papeles,
colas de cigarros, trapos, botones, carretas de máquinas de coser, sin hilo,
naturalmente, e incluso trozos de hojalata. Todo iba a parar a sus bolsillos,
con lo cual marchaba abultado y deforme, como un tonel, balanceándose
ligeramente, con paso lento y musitando algún canturreo, lo que lo hacía
inofensivo y simpático, indiferente a cuanto le rodeaba, excepto los trapos
viejos y cosas semejantes.
Cuando se le detenía, aceptaba sin protestar y solía cantar, sin entonación, con una música y ritmo que él mismo se daba, alguna anécdota o
comidilla del pueblo que él había oído referir. Una de ellas, preferida por
Cristóbal, era ésta:
Francisco Cuesta
se quiere
casarse
con la hermana
del Tero
¡yolé!
133
Personajes célebres de Vélez Rubio
Esta letrilla la había aprendido Cristóbal durante una noche entera de
verano, en un banco de la Plaza de Arriba (de la Encarnación). D. Diego
Andreo y D. Andrés Serrabona estuvieron toda la noche enseñándosela.
De camino le regalaban alguna peseta, para estimularlo. Querían darle una
broma a D. Francisco Cuesta Gómez, buen amigo, que no tenía mucha prisa
en contraer matrimonio. No consiguieron que Cristóbal repitiera «se quiere
casar». Siempre decía «se quiere casarse». Roca viva. Cristóbal tenía la
cabeza de piedra o de cemento, al menos.
Otras de sus composiciones musicales cantada por él en idéntico registro
era:
Y tengo
un nío
de vacas
volanteras
en la punta
de una caña
de panizo
¡yolé!
Un día estábamos en mi casa. Era verano. Mi casa estaba en la Carrera
del Carmen, nº 11, de entonces. Era la casa de Los Guiraos. Modesta, de
dos plantas y bodegas, vieja ya, daba cobijo a mi familia. Mi padre tenía
en ella su residencia y su despacho de médico. Una reducida entrada con
portón con llamador de hierro, pesado, para poder ser oído desde el huerto,
extenso, daba paso a un recibidor y al despacho. Al fondo, sin puerta, estaba
el comedor. En él había una fila de sillas de morera, murcianas, apoyadas
contra la pared. Mi padre tenía un sillón.
Era la hora de la comida y estábamos sentados en la mesa. Cristóbal
llamó al portón o empujó, mejor dicho, entró y se sentó en una de las sillas,
sin decir palabra. Todos lo miramos. Mi padre, bondadoso, le preguntó:
«¿Qué hay Cristóbal? ¿Estás malo? ¿Qué te pasa?»
Cristóbal sabía que mi padre era médico porque lo había visitado de
niño, y empezó a quejarse moderadamente, siguiendo sentado y habló de
un «grano» (forúnculo) señalándose una nalga a través de sus enormes
bolsillos repletos de suciedades. De uno colgaba un trapajo. E hizo referencia
al «cerujano D. Aliseo». La carrera de medicina había estado dividida en
cirujanos y médicos. Mi padre se titulaba ya médico-cirujano. Hoy somos
todos médicos y la cirugía es una especialidad como la obstetricia, la psiquiatría, etc... Cristóbal había oído contar de D. Eliseo el Cirujano, pero
no pudo haberlo conocido. O quizá siendo niño.
134
Personajes célebres de Vélez Rubio
Nosotros, los hermanos, que estábamos comiendo, nos encontrábamos
divertidos con las ocurrencias de Cristóbal, pero guardábamos silencio
por el respeto a nuestros padres y el propio de la comida. Mi madre sufría diabetes y por una neuralgia del trigémino que, por temporadas, no
le permitía alimentarse, lo que nos tenía siempre apenados. Estaba muy
delgada. Entonces sufría una de aquellas dolorosas crisis. Estaba muy
delgada, repito.
De repente, Cristóbal se levantó para irse y dirigiéndose a mi padre
preguntó: «Maestro ¿qué le da usted a la maestra que está tan gorda?»
Excuso el decir la sensación de risa que se apoderó de nosotros, incluso
de mis padres, frenada por la triste realidad del estado de mi madre y por
la inocencia de la inoportuna pregunta.
Mi padre no contestó. ¿Qué iba a decir? Cristóbal permanecía de pie.
«Cuando yo estaba haciendo los caballones del tejao de la torre, tenía yo
mucho miedo»-dijo. Y se marchó.
II. TADEO
No era Tadeo ciertamente un tonto, pero entraba en el grupo de los que
resultaban irritados o enfurecidos, a veces, por los jóvenes irreflexivos del
pueblo que no dejaban vivir a los pobres retrasados mentales, a los que les
llamaban tontos, como decíamos.
Tadeo era un ser curioso. Bajo de estatura, viejo ya en tiempos de mi
juventud, Tadeo vivía en compañía de su padre, el Tío Tato, para nosotros,
hombre irascible, y ambos pobres mendicantes que vivían de la limosna
que recogían diariamente pidiendo por las casas.
Cosa notable: Tadeo daba todos los días a otro pobre, como él, la primera
limosna que obtenía, diciendo siempre: «Toma, por Dios»; «Anda, toma
esto, por Dios». Era muy religioso, lo que procedería de su madre, sin duda,
porque el Tío Tato era un hombre atravesado. La religiosidad de Tadeo se
revelaba en que asistía a las iglesias, no sé si oía misa, pero se arrodillaba
y rezaba susurrando y hasta se descubría cuando pasaba por delante de
algún templo y acompañaba a los entierros.
Cuando extendía la mano pidiendo en la calle o en la salida de los templos, bastaba decirle: «Toma, en nombre del diablo», para que rechazara la
limosna, y si lo había tomado caía al suelo, indefectiblemente. Yo presencié,
en alguna ocasión, haber recibido una perra gorda, que era entonces un
valor, y tirarla al suelo alejándose, porque el donante había dicho que la
limosna venía de parte del demonio, que era el que ahora daba las limosnas.
«¡Eso, nunca! ¡Que no! ¡Fuera!».
135
De repente, Cristóbal se levantó para irse y
dirigiéndose a mi padre preguntó: «Maestro
¿qué le da usted a la maestra que está tan
gorda?»
Excuso el decir la sensación de risa que se
Personajes célebres de Vélez Rubio
Los chiquillos -y algún señorito-, le gritaban desde lejos «¡Tadeo, pum!».
Esto lo sacaba de quicio, del poco que tuviera en su cabeza ya encanecida.
Corría el rumor, que alguien me dijo obedecía a un hecho cierto, que
había sido requerido para intervenir en un testamento falso, por una
persona de mala fe que quería encubrir con una firma una deformación
de la disposición de un moribundo, burlando los derechos legítimos de
los herederos. No sé, ni comprendo que Tadeo supiera firmar, aunque su
comportamiento lo diferenciaba bastante de los otros pobres llamados
globalmente «tontos».
Lo cierto era que para irritarlo bastaba gritarle: «¡Tadeo, firma! Doña
María la Chapá». Esto lo endemoniaba. Empezaba a gritar: «¡No! ¡No!
¡Canalla! ¡No!». Levantaba el garrote, se le animaban los ojos, y corría
a su modo -pues repito que era ya viejo- para castigar al insolente que le
pedía la firma.
Otra de las maneras de hacerle rabiar era gritarle: «¡Tadeo, pum! ¡Anda,
que eres más viejo que tu padre!». Ante este ataque, Tadeo solía pararse y
volverse al que lo increpaba diciendo: «¡Animal! ¿No ves que eso no puede
ser?». Y se dirigía al primer transeúnte que pasara cerca diciendo: «¿Lo
está usted viendo? Si eso no puede ser. ¿No es verdad? ¡Animales, que le
hacéis a uno disparatar! El padre es siempre más viejo».
Había vivido con su padre en la Plaza del Grano, frente a la casa de D.
Antonio Ramón Pérez Suárez, en el rincón, pero después se trasladó a una
habitación del Callejón del Hambre11, sin salida, paralelo a la calle Nueva,
con entrada por la de Abadía. Alguien había cedido una habitación, a la
izquierda, subiendo al final, para que el Tío Tato y Tadeo se acostaran sobre
un camastro de tablas y un jergón, cubriéndose con un cobertor raído o
echándose encima las mantas en que se envolvía para pedir por las calles.
Verdadera miseria. Una lástima.
La puerta no tenía llave ni cerrojo. Su habitación no recibía más luz que
la del día. Ellos entraban de la calle, se acostaban y allí quedaban hasta otro
día, junto uno con otro, sin desnudarse, en la misma tarima.
Había en el pueblo un hombre bromista, dinámico, dispuesto siempre
a la chanza, contertulio de los casinos, y trasnochador. Conversaba bien,
era agradable y simpático. Estaba siempre inventando alguna travesura
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11. La Plaza del Grano es lo que, después, se denominó como «Faulón», lugar de parada de carros e
intercambio de mercancías, y, actualmente, el «anchurón» de las Puertas de San Nicolás.
El Callejón del Hambre se llama hoy «Callejón Alambre», debido a un error administrativo involuntario
que se produjo al realizar la nueva denominación oficial del callejero de Vélez Rubio en 1988, y que, enten137
Personajes célebres de Vélez Rubio
para divertirse.
Una noche de invierno, nuestro hombre esperó a que el Tío Tato y
Tadeo se acostaran. Entró en el cuarto sin dar ruido y se metió debajo del
camastro, o entró antes que aquellos. Y esperó. Cuando calculó por las
respiraciones que los huéspedes estaban dormidos, sacó el brazo, cogió el
cobertor y dio un tirón.
El Tío Tato, que no dormía todavía, gritó: «¡Tadeo, estate quieto!». Éste,
que tampoco estaba vencido por el sueño, contestó: «¡Padre que yo no he
sío!». Pasó otro rato. El bromista se preparó para salir. Parecían haberse
dormido. Volvió a tirar fuertemente del cobertor y salió disparado al callejón, corriendo como una liebre. La tela cayó al suelo.
Tadeo y el Tío Tato quedaron sin cubierta. El padre, que dormía siempre
con el palo al lado, por si entraba algún gato durante la noche, se enfureció,
cogió el palo y exclamó: «¿Y ahora, quién ha tirao? ¿He sío yo?». «Padre,
respondió Tadeo, tampoco he sío yo. Ha sío el Diablo, que lo he visto salir
corriendo, que estaba metío debajo de la cama. Padre que es verdad. ¡El
diablo, Jesús, María y José! ¡El demonio, padre!».
Referían en Vélez Rubio que, en cierta ocasión, un alcalde de un pueblo
vecino había rogado al de Vélez Rubio le enviase un buen blanqueador
-enlucir llaman las gentes al blanqueo de las casas con cal apagada- porque
deseaba hacer una obra en su Ayuntamiento y tenía oído que en Vélez Rubio
había algún competente para encargarle el encalado de la casa municipal.
Tadeo había sido bastante entendido en el oficio y el alcalde velezano lo
envió al referido pueblo.
La tarea se llevó a cabo con el beneplácito del solicitante, que quedó
complacido, pero al ir a pagar a Tadeo su trabajo, presentó a éste un papel
que había de firmarse para la contabilidad del Ayuntamiento. Allí fue Troya.
Tadeo cogió el dinero, se lo guardó en el bolsillo y se volvió para marcharse.
Pero al decirle que tenía que firmar, Tadeo se enfureció, insultó al alcalde
y a todos y se marchó vociferando, devolviendo el dinero y exclamando:
«¡Que no firmo! ¡Que no! ¡Yo no firmo! ¿Os lo han dicho los de Vélez?».
III. RAMÓN EL CHINO
demos, debería subsanarse lo antes posible. El calificativo de «Hambre» tiene su explicación: a este callejón
acudían los pobres de solemnidad para recibir la «sopa boba» y otros alimentos con que los franciscanos
socorrían a los más necesitados, cuando el Convento, anterior al actual de la Carrera del Mercado (s. XVII), se
localizaba en sus contornos.
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El Tío Tato, que no dormía todavía, gritó: «¡Tadeo, estate quieto!». Éste, que tampoco estaba
vencido por el sueño, contestó: «¡Padre que
yo no he sío!». Pasó otro rato. El bromista se
preparó para salir. Parecían haberse dormido.
Personajes célebres de Vélez Rubio
No era nacido en el «Celeste Imperio», Ramón; su apodo no tenía esa
justificación. Era un hombre como de unos treinta años, fuerte, alto, moreno, pero no aparecía ningún rasgo oriental en su fisonomía. En la región
se aplica la palabra «chinos» a los cerdos, a los que las gentes del campo
llaman también «los de la vista baja», y cuando tienen que nombrarlos
en una conversación con personas educadas, suelen decir: «los chinos,
aunque sea escortesía» o «hablando conmigo solo», pareciendo indicar
que es una falta de urbanidad nombrarlos siquiera, por los sucios que son,
sin duda. Como no fuera que Ramón el «Chino» fuera sinónimo de Ramón
el «cerdo».
No recuerdo de qué familia procedía, ni si la tenía en Vélez Rubio,
aunque supongo que sí. Hace tanto tiempo... Siempre prefería estar solo.
Aparecía aislado. No tenía ninguna dificultad en su lenguaje. Era huraño,
pero no se metía con nadie por iniciativa propia. Bebía aguardiente y vino
en la medida de sus posibilidades, si bien trabajaba como mozo de cuerda
en la plaza de abastos y en los mercados de los sábados, verdaderos zocos
cuyas transacciones aseguraban la vida a la región para toda la semana.
En estos mercados, que continúan celebrándose los sábados todavía, creo
que Ramón se procuraba el sustento hasta el sábado siguiente. No pedía
limosna a nadie. Trabajaba y vivía de su trabajo. Era pacífico hasta que se
excitaba y las excitaciones no le faltaban al pobre Ramón.
También formaba parte de los retrasados mentales con los cuales se
divertía la partida de jóvenes a que nos referíamos, jóvenes que se habían
bautizado a sí mismos como Tiabes -léase esta palabra al revés- que hoy
llamaríamos piadosamente «gamberros» o «beetles», ahora en moda
(beetles= escarabajos). Es cuestión de nombres solamente. Ramón no era
muy seguro. Forzudo, musculado y alto, despertaba algún recelo en sus
disgustos, que no escaseaban, como acabamos de decir.
Cuando algún gamberro y Ramón se encontraban, rara era la vez que
no saltara el chispazo, pues ambas partes estaban prevenidas y cargadas
de electricidad de signo contrario.
-Chino ¿Adónde vas?
-Adónde me sale..
-¡Chino!
-Me c... en tu ma...
Y ya estaba empezada la contienda, con un «taco» de Ramón. En una
ocasión, durante un mercado, se encontró Ramón con un conspicuo de
la partida de los Tiabes. Ramón iba cargado con un capacho de tomate,
quizá con un peso de 20 ó 25 kilos, que un mayorista había vendido a un
revendedor que tenía el puesto cercano. En cuanto se vieron, Ramón se
140
Personajes célebres de Vélez Rubio
paró, cargado, esperando el ataque, pues parecía a veces que él, por su
parte, estaba dispuesto al diálogo, aunque le faltaba la iniciativa. Sentía
odio a los señoritos. Con razón.
-¿Qué es eso que llevas?
-Ya lo ves; tomates para buscarme la vida; hombre, ya lo estás viendo.
Déjame ¡Tomates, claro, tomates!.
-Está bien, pero es que tú te cargas como un burro. Yo de ti no llevaba
el capacho ¡Tíralo! ¡Suelta el capacho, que lo lleven ellos! ¡Vaya una comodidad! ¡Explotadores!.
-¡Sí, hombre!
-Pues claro. Si luego te pagan con dos tomates verdes. ¡Al suelo! ¡Son
unos verdugos! ¡Canallas!
-Ahora verás. Ramón inclinó el hombro cargado, el capacho resbaló
sobre él, cayó al suelo y se despachurró. El jugo del tomate corrió como la
sangre de un carnero degollado. Y Ramón empezó a gritar: «¡Los señoritos, los hijos de la tal! ¡Ya lo estáis viendo! ¡Yo soy tan hombre como el
primero! ¡Y no llevo más tomates! ¡Fuera, que no!»
Es de suponer el revuelo que se formó en el mercado. Nadie se acababa
de explicar lo sucedido, porque el diálogo se había desarrollado a media
voz, aunque Ramón escandalizaba ahora.
Otra vez, también en un mercado, apareció Ramón con una chaqueta
puesta que le resultaba larga de faldón y de mangas. Era de una talla superior. Alguien se la había dado, porque el tiempo era frío. Aunque muy usada
la prenda, la tela era buena, de lana. El pobre iba abrigado y dispuesto al
trabajo de descargador. Bastó que lo viera una de los mencionados para
que empezara la cizaña.
-¿Quién te ha dado esa chaqueta?
-Y a ti, ¿qué te importa?
-Hombre, Ramón, yo es por tu bien. Eso es de una herencia.
El difunto era mayor. La chaqueta de un muerto.
-¿Me meto yo contigo? Déjame pasar, que me está esperando el del
Puerto.
-Mira, Ramón, yo no llevaba eso. ¡Tira la chaqueta! ¡Qué asco, de un
tísico! ¡Fuera con ella!.
-¿De verdad? Pues mira lo que hago yo con las chaquetas de los tísicos. ¡Ahora verás! Y con la mano derecha, que parecía de acero, cogió la
bocamanga izquierda, dio un tirón y la desgarró hasta el hombro. Por la
desgarradura apareció un brazo fuerte, moreno, casi desnudo, cubierto
apenas por una camisa andrajosa colgante en pedazos.
-Mira; esto es lo que yo hago con las chaquetas y con quién me la dio,
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Ramón iba cargado con un capacho de tomate, quizá con un peso de 20 ó 25 kilos, que
un mayorista había vendido a un revendedor
que tenía el puesto cercano. En cuanto se
vieron, Ramón se paró, cargado, esperando
el ataque, pues parecía a veces que él, por su
Personajes célebres de Vélez Rubio
con el que sabía que ésta era de un muerto. Yo soy como cualquiera. Y se
marchó de la escena.
¿Estaba esto bien? ¿No era una pena que aconteciese esto? ¿No era
una broma muy pesada? El pobre Ramón se quedó sin abrigo y el Tiabes
riéndose.
Cuando se exaltaba o lo exaltaban -que era la regla- corría desaforado en
busca de un par de piedras, a veces hasta de 1 y _ kilos o más pesadas, las
abarcaba con ambas manos y cruzaba éstas sobre la espalda. Así avanzaba
como un tanque y despegaba seguidamente. De lo que se trataba era de
excitarlo y ya marchaba él solo, desafiante, como un toro escapado de un
encierro. «¡Qué viene Ramón!» Cuando se le veía venir por una calle con el
cuerpo inclinado hacia adelante por el peso de las piedras sobre las nalgas,
había que cederle el paso o esconderse, porque se metía con quien lo mirara
y con quien no lo mirara. Pero como no era inteligente y sí, en una cierta
medida, cobarde, detrás de él se estaba menos seguro que frente a frente;
pues recuerdo que una vez, estando yo en la plaza de la Iglesia, Ramón se
presentó enfurecido, viniendo como de la Carrera del Carmen, y disparó
una piedra, con las manos sobre la espalda, que resbaló por las baldosas
de la acera de una casa, golpeó una reja de hierro y quebró los cristales
de la ventana con un estrépito infernal, lanzada como por una catapulta,
mientras exclamaba: «¡Toma esta almendra!»
Sabía la partida de los Tiabes los lugares en que se refugiaban para tenderse -no diré para dormir, en este caso- cada una de estas desgraciadas
criaturas y llegó a darse la circunstancia de gastarle alguna broma a Ramón
sobre su propio cuerpo, en la entrada de alguna casa cuyo dueño le dejaba
abierta para que Ramón se refugiara en las noches de verano, especialmente
los viernes, vísperas de los mercados semanales. Era la casa de D. Andrés
Serrabona, ya derribada, en la Carrera de San Francisco.
Por las calles, alocado por una de aquellas razones, tan justas, daba voces
estentóreas diciendo, entre otras cosas: «¡Los señoritos! ¡Los H.H., que
van a ser más altos que la torre! ¡Ya lo sabéis! ¡Que le van a dar cuerda
al reloj desde la plaza!». Y nombraba un apellido muy conocido. Y así,
sucesivamente. El cuento de nunca acabar. ¡Qué pena!.
IV. FRANCISCO
Era el típico retrasado mental sin ningún estigma físico visible. A su
nombre de pila, la gente había añadido el apellido expresivo de su capacidad mental: «el tonto». Tenía, a la sazón, sus treinta años. Alto, ancho
de espaldas, bien formado, sonriente, producía una impresión agradable,
143
Personajes célebres de Vélez Rubio
muy distinta de la que otros irradiaban.
Trabajaba en algún horno de cocer pan, llevando sobre su cabeza, mediante el rosco que amortiguaba y repartía el peso, tablas de pan recién
amasado que iban a cocerse en el horno, o de pan cocido ya que volvía a las
casas desde las tahonas; marchando erguido, despacio y sereno, mirando
al suelo para evitar un mal paso -ya que la urbanización del pueblo era
deficiente- que pudiera derribar algún pan, o la tabla entera o a él mismo
con su equipo. Tenía la presunción de ser un buen tipo, porque aceptaba
complacido un saludo, aún llevando la tabla con el pan, cuando alguien
le decía: «¡Francisco, buen mozo, buen mozo!». Y se paraba hasta que el
requiebro terminaba, sonriendo.
Recuerdo haberlo visto bailar él solo en la calle, con la tabla vacía sobre
la cabeza y los brazos estirados cruzando los pies, mientras daba saltitos,
cantando al compás:
¡Chichivá, chichiváaba,
mi Francisco, mi Catano.
Buen mozo, buen mozo,
Chichivá, chichiváaba!
El Catano -probablemente, Cayetano- debía ser un hermano suyo. El
Francisco, podría haber sido él mismo, ya que iba acompañado de «¡buen
mozo, buen mozo!».
Había existido en las llamadas «Puertas de Granada» una puerta, un
portalón de mampostería, rematada en arco de piedra de sillería, sobre
el que campeaba el escudo de la villa, por donde se entraba la pueblo. Se
nombraba «la Puerta de Granada». Era muy airosa. Por ella podían pasar
carros cargados de sacos de harina, de paja, de muebles, etc. Se cerraría
de noche en épocas difíciles. Se derribó a principios de siglo12. En la época
a que estas líneas se refieren, se mantenían sin derribar dos pequeños recintos, uno a cada lado de lo que fue el portalón, los cuales podrían haber
servido como cuerpos de guardia o retenes u oficinas para recaudación de
impuestos de consumos, portazgos o cosas semejantes. En una había una
herrería de solípedos y tenía delante el banco con su yunque.
Alguien tuvo la donosa idea de preguntar a Francisco, con ocasión de
verlo bailar en aquel sitio, si era verdad que había saltado una vez por
encima del arco con la tabla del pan sobre la cabeza. Francisco respondió
que sí, que él había dado un salto con la tabla, cayendo al otro lado, pero
que ya no lo volvería a hacer, porque «era una barbaridad».
Se contaba en Vélez Rubio que Francisco había presenciado una riña
entre dos convecinos que terminó con la muerte de uno de ellos. El Sr.
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Recuerdo haberlo visto bailar él solo en la
calle, con la tabla vacía sobre la cabeza y los
brazos estirados cruzando los pies, mientras
daba saltitos, cantando al compás:
¡Chichivá, chichiváaba,
mi Francisco, mi Catano.
Buen mozo, buen mozo,
Personajes célebres de Vélez Rubio
Juez de Instrucción lo citó para declarar, aunque le hicieron notar la reducida inteligencia del testigo, por ser la única persona que presenció la
contienda.
Debieron aleccionarlo los familiares, diciéndole: «tú no digas nada, no te
vayas a comprometer». Así fue que al preguntarle el Juez si reconocía haber
visto al procesado riñendo con el muerto y si le parecía que fuera el autor
del homicidio, explicándoselo de la manera más clara posible, Francisco se
limitó a gruñir con cara de espanto, como si se horrorizara al recordar la
escena, y dijo: «¡Hum, Hum! ¡Tomás, mejó es callá! ¡Mejó es callá!»
Pensó el Juez que conseguiría arrancarle la confesión; pero cada vez que
lo interrogaba diciéndole y porfiándole que no le pasaría nada, porque él
no tenía ninguna culpa y que quedaría libre, e incluso prometiéndole una
recompensa, sólo conseguía de Francisco aquella frase que alguien le había
inculcado en la cabeza, atornillándosela: «¡Mejó es callá! ¡Hum! ¡Toma!
¡No, jo, callaico!»
Y soltaba una interjección grosera, a la que él no le concedía ningún mal
sentido, ni el Sr. Juez tampoco, dada la inocencia del testigo. Un «taco»,
diríamos ahora. El Sr. Juez entendería que la obscenidad no estaría en la
ortografía de la palabra, sino en la intencionalidad con que se pronunciaba,
y Francisco era un niño grande.
El Sr. Juez no obtuvo nada de interés, acabando por dejarlo marcharse.
No logró arrancarle una sola palabra más. No era, pues, tan tonto, ni mucho
menos. Se había aprendido la lección.
Nunca, creo, se dijo de él que se emborrachara o fuese mujeriego. Era un
infantil, nada más. Resultaba completamente inofensivo y amable, incluso.
Él sólo quería ser un buen mozo.
V. MAJITA
Se llamaba Diego. Era un hombre de mal carácter y de lengua procaz. Así
como otros tarados, tales como Cristóbal y Francisco el Tonto, resultaban
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12. El casco urbano de Vélez Rubio disponía de tres puertas principales (Convento, Lorca y Granada) y dos
portillos (San Nicolás y Moral, derribado éste después de la Guerra Civil). El más importante de ellos era el de
las Puertas de Granada, que se desmontó hacia 1907; aunque ya en mayo de 1904 el Ayuntamiento había
acordado su demolición «por estar amenazando ruina» (La Defensa, 29-V-1904; El Defensor de los Vélez, 30V-1904). Una vez desmantelado, los sillares se dispersaron por huertas cercanas (tenemos localizados varios
de ellos); el escudo se ubicó en la fachada del Ayuntamiento; la placa alusiva a su construcción en 1804 se
recuperó casualmente en sus inmediaciones, y hoy se conserva, aunque incompleta, en los depósitos del
Museo de Vélez Rubio.
146
Personajes célebres de Vélez Rubio
agradables, el Majita era un ser agrio, resentido y no un idiota o imbécil.
Nada de eso.
Acostumbraba a sentarse en los inviernos por las tardes, para tomar
el sol, en el portal de la casa de D. Antonio Ramón Pérez Suárez, o en el
de una pequeña casa contigua en la plaza del Grano, donde creo que vivía
Juan el Amo. Allí se recostaba con la gorra hasta las cejas y las manos en los
bolsillos del pantalón, postura muy común en los hombres de los pueblos
cuando están desocupados y toman el sol. Esto es corriente.
Había en Vélez Rubio ese grupo de jóvenes, algunos en vísperas de quintas, sin dedicación definida, que visitaban los casinos -no existían todavía
tabernas-, que jugaban al billar y se paseaban dando vueltas a la Estación:
Carrera del Mercado, Carril, Puertas de Granada, Carrera del Carmen,
Plaza de Abajo, Plaza de la Encarnación, Cuesta de las Lucías, Escalinata
y Carrera del Mercado otra vez. Ya hemos hablado de estos jóvenes. Eran
los «Tiabes».
Algunas tardes pasaban por el «solarium» de Majita para darle un tiento. En efecto, él estaba allí. Cuando los veía por la actual calle de Joaquín
Carrasco, ya estaba prevenido. Ya que el grupo había pasado por delante
de él, limitándose a cambiar unas miradas que no significaban un saludo,
precisamente, al doblar la esquina con dirección a la Carrera del Carmen,
empezaba la gresca:
-¡Ejem, Majita!
Esto era suficiente para desatar la lengua del Majita, que no estaba muy
atada y llenaba de insultos soeces a los provocadores:
-¡Vaya con los señoritos, hijos de tal!
-¡Ejem, Dieguito toma una perra y mece al nene!- El Majita era un
tanto afeminado.
-¡Ladrones, canallas, mal tiro os den!
-¡Oye, Dieguito, no te pongas así! ¡Majita, ejem!.
Diego gritaba, blasfemaba con una lengua viperina, sacaba a relucir la
familia de los señoritos de aquellos y de otros, se levantaba y salía como
una bala diciendo: «¡Digo que le dejan a uno tomar el sol!».
A lo lejos, todavía gritaba alguien:»¡Diego, toma una perra y mece al
nene!».
-¡Los señoritos de Pío, Pío, muertos de hambre y helaos de frío! ¡Mala
pedrá os den! ¡Mal rayo los parta! ¡A trabajar, gandules! Como hago
yo.
Se recuerda del Majita una anécdota curiosa. Entre sus ocupaciones, que
las tendría para poder vivir, figuraba la de acudir a la llegada del correo
de Lorca o de Cúllar para llevar algún equipaje de los viajeros que habían
de hospedarse en la villa; pero equipaje que no fuese muy pesado, porque
147
Acostumbraba a sentarse en los inviernos
por las tardes, para tomar el sol, en el portal
de la casa de D. Antonio Ramón Pérez Suárez,
o en el de una pequeña casa contigua en la
plaza del Grano, donde creo que vivía Juan el
Amo. Allí se recostaba con la gorra hasta las
Personajes célebres de Vélez Rubio
era hombre flojo, delgado, algo viejo ya y enfermo. Por lo menos, cojeaba.
Prefería acompañar a algún viajante y llevarle el muestrario en sus visitas
a los comercios. Y se ganaba una propina. Cosa muy lógica.
En una de estas ocupaciones, tropezó en una calle con un mozalbete.
Diego lo miró y estuvo a punto de pararse para repeler el ataque, porque
estaba seguro que habría choque. Pero no se atrevió por la situación en que
estaba comprometido. ¡Qué podría decir al Sr. viajante! Mejor era seguir, a
ver si pasaba el peligro. El señorito, por su parte, no pensó igual y, pasando
por la cera de enfrente en dirección contraria, soltó un grito de combate:
¡Ejem!. El viajante miró, pero no le concedió importancia y siguió andando.
El Majita se mordió los labios, echó una mirada de furor al provocador y
continuó también. Volvió a oírse el grito: ¡Ejem! Al viajante de extrañó y
pensó en darse por aludido, pero preguntó al acompañante:
-¿Qué es eso que gritan? Es la segunda vez. Esto me escama.
-No, no señor. No es nada. Es que a los viajantes los saludan aquí así.
Pero no es nada. Vamos. No haga usted caso. Eso hago yo.
VI. JOSÉ CARRASCA
Era éste un pobre viejo que en mis tiempos pedía por las casas. Había
entonces en Vélez Rubio una mendicidad numerosa. No hacía mucho tiempo que España había perdido Cuba, Puerto Rico, Filipinas y otras islas del
Pacífico. La Patria se había desangrado. Cerca de un millón de españoles
jóvenes había muerto o estaban heridos, mutilados o enfermos. La economía
española se encontraba por los suelos. La peseta «enferma» también.
Todo esto se reflejaba en la vida de los pueblos, en los que existía una
fuerte mendicidad callejera, sin que bastaran para remediarla la caridad
privada ni las instituciones sociales. En algún invierno llegó a comerse
en Vélez Rubio, en los campos y en el pueblo, pan de harina de cebada en
forma de tortas.
Hoy puede decirse que no existe en Vélez Rubio la mendicidad. No
hay ricos, como en tantos lugares andaluces, pero tampoco hay pobres
de solemnidad. El Asilo de la Carrera del Carmen atiende a los ancianos
necesitados. Ahora ha sido cerrado, lastimosamente13.
José Carrasca era uno de aquellos mendigos que pedía de puerta en
puerta. Bajo de talla, ya encorvado por los años, sucio, lento en el paso y
apoyándose siempre en un palo; su carácter huraño y esquivo, muy excitable, lo mantenía siempre solo. No pedía junto con otros ni se reunía con
nadie. Era un pobre solitario.
149
Personajes célebres de Vélez Rubio
Los mozalbetes se metían con él, cantándole:
José Carrasca
mata barrilla.
José Carrasca
mata barrilla.
La barrilla es una planta que las mujeres usaban para la limpieza de las
ropas. Sus cenizas contienen sosa. Sin duda, era alusión a la suciedad que
el pobre anciano llevaba sobre sí.
Este canto de los chiquillos bastaba para que José levantara el garrote
y los amenazara toscamente. Pero ya no corría, no podía correr. Ni se entendía lo que hablaba, salvo alguna blasfemia que la profesaría bien clara
y sonora.
Vivía en la calle de León, al final, bajando, cerca de la casa de los padres
de D. Obdulio Soriano. Atravesaba una habitación baja y subía, una escalera
para ir a la cámara en la que dormía sobre un camastro. En el suelo de la
cámara había un agujero por el que hacía sus necesidades, que caían en la
habitación de entrada. Inconcebible. Allí habitaba y allí creo que murió.
No fue persona ruidosa ni agresiva. Fue sólo un solitario pobre, un huraño, un puerco-espín humano. No llegué a conocer de dónde procedía. O lo
he olvidado. No parecía ser del pueblo. Más bien fue un hombre del campo,
desgraciado, sin familia, pobre y viejo. O tal vez de un pueblo cercano.
VII. JUAN TERUEL
Era solamente un epiléptico. No llegaría a los 25 años. Tenía su familia
en el pueblo. Más de una vez sufrió el acceso del gran mal en la calle, lo
que le originó heridas, hematomas y cicatrices. Pero su familia no podía
sujetarlo, ni los médicos atajar su epilepsia.
Aunque joven, estaba atontado por su enfermedad y no era capaz de
mantener una corta conversación. Su manía -no vicio en este caso- era el
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13. El antiguo Hospital Real se levantó en 1765 para acoger y socorrer al considerable contingente de
caminantes y pobres de solemnidad. A finales del s. XIX continuó sus labores asistenciales convirtiéndose en
Casa Cuna y, ya en el s. XX, Asilo de Ancianos atendido por Hermanas de la Caridad. Con gran consternación
del pueblo, fue cerrado a finales de los 60 y trasladadas sus monjas a Huércal Overa. Tras de muchos avatares,
usos y reformas, fue restaurado por la primera Escuela Taller de la Provincia de Almería (1987-1989), conociendo varios destinos: Guardería Municipal, Conservatorio Elemental de Música (hasta 1998) y, sobre todo,
Museo Comarcal Velezano «Miguel Guirao», desde julio de 1995.
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José Carrasca era uno de aquellos mendigos
que pedía de puerta en puerta. Bajo de talla, ya
encorvado por los años, sucio, lento en el paso
y apoyándose siempre en un palo; su carácter
huraño y esquivo, muy excitable, lo mantenía
Personajes célebres de Vélez Rubio
tabaco. Andaba por las calles y plazas recogiendo colillas de cigarros. A diferencia de Cristóbal, Juan Teruel se interesaba únicamente por las colillas.
Aceptaba gustoso un pitillo que se le diera o pedía al primer transeúnte
que se tropezara, con voz ronca y palabra torpe y escandiada:»¡Da-meun-ci-ga-rro!»
Decía que quería ir a la Gloria, porque Dios tiraba unas puntas de puro
«asín de largas», y ponía su mano derecha sobre el antebrazo izquierdo
estirado.
Yo quiero pensar que el pobre epiléptico acabaría por ir al Cielo, puesto
que, a su modo, reconocía la existencia de Dios y su poderío y prestancia, ya
que se permitía fumar puros de tan considerable tamaño. El Señor atendería
sus inocentes pretensiones dejándole sus colillas.
No se metía con nadie en sus correrías, en sus fugas, ni nadie lo molestó
con bromas censurables y antihumanas.
REFLEXIÓN FINAL
Una mirada comparativa sobre los seres apuntados, los «Tontos de Vélez
Rubio», más serena ya, después de tantos años, permite apreciar algunos
matices entre ellos que los diferencian bien.
Yo he pensado sobre las posibles causas de aquellas desdichas, sin lograr
interpretarlas todas. Cierto es que se trataba de personas pobres y mal
alimentadas, capa social que existe siempre en todos los pueblos, pero no
considero suficiente esta sola razón. Había que añadir el consumo de vino,
posibles herencias sifilíticas, escasa asistencia a las escuelas, que tampoco
eran suficientes, y las conductas especiales de las gentes para los pobres
tarados. Existían también enfermedades definidas.
No dejo de consignar, para matizar un poco este estudio, la opinión curiosa y finalmente humorística de un notable abogado velezano que ejerció
brillantemente su profesión en Granada, quien señalaba como posibles razones para aquellas enfermedades lo que él llamaba «las faldas y los rojiaos
o rociaos». «Donde hay faldas no puede haber sosiego», decía, con fino
humorismo que brotaba de su personalidad con facilidad asombrosa.
Los «rociaos» son un plato muy conocido en la región, compuesto principalmente de harina de trigo esparcida, rociada en agua con aliños en una
sartén, hirviéndola hasta darle el punto. Tienen muy poco alimento.
Decía una vez en Granada a D. Fernando Pérez Suárez, un conocido poeta
humorístico velezano, cuyas poesías se han perdido lamentablemente, D.
Manuel Manchón Carrasco: «¿Sabe usted, D. Fernando, que ha D. Fulano se le ha ido la cabeza?» Se trataba de un rico muy miserable. «¡Claro,
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Aunque joven, estaba atontado por su enfermedad y no era capaz de mantener una corta
conversación. Su manía -no vicio en este casoera el tabaco. Andaba por las calles y plazas
recogiendo colillas de cigarros. A diferencia de
Cristóbal, Juan Teruel se interesaba únicamente por las colillas. Aceptaba gustoso un pitillo
Personajes célebres de Vélez Rubio
Manuel, los rojiaos! Ya te lo he dicho».
Volviendo a nuestro tema, los tres «personajes» más relevantes entre
los citados fueron Cristóbal, Tadeo y Ramón el Chino.
Cristóbal, sencillo, tranquilo, paseando despacio, con cara agradable,
abultado como un navío por tanta suciedad almacenada en sus enormes
bolsillos -nunca se le vio un saco ni una bolsa para guardar los objetoscanturreando coplas por él inventadas, era absolutamente inofensivo y no
provocó jamás ataques por parte de la chiquillería.
Su divertida fantasía de guardar un nido de vacas en la punta de una
caña de panizo, vacas que tenían ya sus alas, intentando echarse a volar
para dejar su nido, y aquella otra de haber sido él, precisamente, quien
puso las tejas de la torre, de treinta y cinco metros de altura, de la Iglesia
Parroquial construida siglo y medio antes, confundiendo las hileras de las
tejas con los caballones que son, como se sabe, filas de tierra levantada en
las huertas para sembrar las patatas, revelaban una imaginación delirante
y simplemente deliciosa.
Me parece ahora poder pensar que Cristóbal no era imbécil, degenerado
o heredo-leútico, sino tal vez un ser que pudo haber padecido un proceso
meningítico cerebro-espinal infantil, de cuya enfermedad quedó resentida
su corteza cerebral. Nada más.
Tadeo era un hombre loco con manía religiosa que él desarrollaba a su
manera. El entrar en los templos, cosa que no le pasaba por las mentes a
Cristóbal ni le interesaba a Ramón; el rezar arrodillado; incorporarse a los
entierros; acompañar al Santo Viático por las calles -lo que seguramente
le había sido enseñado, porque no pudo «cocerse» en su magín una idea
tan clara-; y, sobre todo, el dar a otro pobre, quizá menos pobre que él,
la primera perra chica y quizá céntimo gordo que recogía pidiendo cada
mañana, lo colocaba en una destacada altura sobre el inocente Cristóbal,
y no digamos sobre Ramón el Chino.
Las salidas de tono gritando por las calles eran producto de las excitaciones de los chiquillos, o de los no chiquillos, pidiéndole que firmara o
gritándole ¡pum! ¿Qué significado daría Tadeo a esta simple palabra? ¿Qué
le disparaban un tiro?
Sin estos molestos estímulos, su vida hubiera sido pedir limosna en
nombre de Dios, rechazar las que vinieran del Demonio, aunque fueran
oro molido, acompañar a su padre con visible respeto, aceptando sus regañeras humildemente, y esperar su muerte en el camastro del Callejón del
Hambre o en el Hospital de Vélez Rubio, llevado entonces por las Siervas
de María, ministras de los enfermos, que ocupaban entonces el edificio del
154
Personajes célebres de Vélez Rubio
actual Asilo de la Carrera del Carmen.
«El Chino» era otra cosa muy diferente, completamente distinta.
Corpulento, forzudo, joven, bebiendo alcohólicos, propenso a la violencia,
mal encarado, mirando de reojo, aunque trabajando de mozo de cuerda
-todo hay que reseñarlo- era peligroso, muy peligroso.
Ya hemos apuntado sus carreras por las calles del pueblo. Desafiante,
agresivo, lanzando piedras de dos kilos a distancias increíbles con enorme
violencia, hubiera jugado un destacado papel en una de estas competiciones
deportivas de hoy, tan frecuentes y loables, que entonces no se conocían y,
aún jugando a los bolos, juego que en Navidades solía aparecer en el Fatín,
la Plaza del Grano o la Puerta de Granada, habría triunfado. Pero el juego
es un lujo de la imaginación que necesita un discurrir tranquilo, y Ramón
era un degenerado, en el que el factor corporal, somático, animal, en fin,
predominaba sobre las funciones del cerebro.
Enfurecido, armado con piedras, hacía su carrera, la de un rinoceronte
perseguido por los cazadores, oyendo el escape de un jepp que le suenan
a disparos, o mejor, la de un toro de lidia saliendo a la plaza con la divisa
clavada, dispuesto a embestir al mundo entero si se le pone delante.
En el número 61 de El Ideal Velezano, periódico semanario que publicaron un grupo de intelectuales de aquellos mismos tiempos para recoger
anhelos del Distrito, apareció una corta nota necrológica sobre la muerte
de Ramón el Chino, que ocurrió en el otoño de 1912. La firmaba Didio. El
escritor, Antonio Guardiola, hijo de un Sr. Registrador de la Propiedad que
había residido en Vélez Rubio, escribió desde Madrid en el número 62 del
mismo periódico un sentido recuerdo de Ramón14.
En definitiva, el «tonto ideal» de aquellos tiempos de mi lejana juventud
resultaba ser Cristóbal, y después, Tadeo, porque Ramón el Chino era eso:
un jabalí humano.
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En este recorrido por los deficientes mentales de Vélez Rubio sólo he
pretendido dejar apuntadas estas siluetas de la vida de Vélez Rubio hace
más de sesenta años, apuntes tomados entonces con la imaginación de mis
quince, conservados, enmohecidos y casi extintos en los avatares de mi vida
de trabajo, larga por misericordia de Dios, y expuestos con la sencillez de
mi estilo y por amor a Vélez Rubio.
Repito que en los perfiles trazados no ha habido mofa, regocijo, ni escarnio hacia los llamados «tontos», sino una compasión honrada y noble y
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Personajes célebres de Vélez Rubio
una viva simpatía hacia ellos, que tanto debieron sufrir y no por su culpa,
sino por la de otros, muy censurables, en su peregrinar por calles y plazas
en la demanda triste y penosa del pan de cada día.
Confieso ahora, sin rebozo, que estas siluetas velezanas habrían resultado
mejores por una pluma puesta al servicio de un inteligencia más clara que
la mía, pero por eso son siluetas, es decir, contornos de la sombra de esos
«personajes» y de ningún modo retratos.
Se trata solamente de que no he querido irme de este mundo en busca
del otro, al que seguramente encontraré, sin haber recogido estas anécdotas
velezanas que nadie, hasta ahora, había recogido y que son, a su manera,
interesantes.
E
ra natural de Vélez Rubio. Su padre fue un conocido barbero
que disfrutaba de clientela. Picaba también en sacamuelas y algo
en practicante. Es decir: reunía las características de los barberos
antiguos y, posiblemente, había practicado sangrías y aplicado sanguijuelas
y ventosas. También fue músico de la banda municipal tocando el trombón.
En todo lo situado más allá de rapabarbas no se distinguió. Verdaderamente
no fue ningún águila.
Su hijo Bautista, «el Pola» entre las gentes, porque su padre era «el
Maestro Pola», nació en el año 1886 y tuvo necesidad de ir a Melilla con su
quinta en el año 1909. Aunque no estuvo en el Barranco del Lobo, de triste
recuerdo, se encontró envuelto en sus consecuencias y le tocó estar sitiado
en la posición del Atalayón un mes, casi, donde sufrió las penalidades de
una campaña que tan mal había comenzado. Pasó días enteros sin agua
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14. El semanario velezano La Defensa se hacía eco de una polémica protagonizada por unos jóvenes, un
guardia del orden y «El Chino». A su muerte, como bien indica Don Miguel, aparecieron sendos artículos en
El Ideal Velezano: nº 61 (17-XI-1912); nº 62 (24-XI-1912).
156
JUAN BAUTISTA GÓMEZ LARROSA
para beber y con ración de galleta, según contaba. Los moros atacaban
la posición. Bautista era muy sensible y afectivo. Precisamente por eso
los sufrimientos de la guerra y su predisposición nerviosa trajeron como
consecuencia inesperada que, al repatriarse, se «destapó» como poeta.
Su inclinación a tan noble arte, el de la poesía, le hacía descuidarse en su
barbería, pues prefería coger un lápiz para escribir sus inspiraciones, que
se le ofrecían por ráfagas, a afeitar al cliente, que más de una vez quedó
bañado, enjabonado con la bacía puesta, e incluso empezado a rasurar,
porque Bautista se apartaba del sillón y se marchaba a un rincón para
dejar escrito el soplo de su musa. Tiempo habría para acabar de afeitar
al inoportuno parroquiano. Así, de esta manera, el arte de afeitar y el de
versificar andaban siempre a la greña, perdiendo ambos.
Su «fama» de poeta cundió por el pueblo, aunque él se reservaba y se
defendía, confiándose sólo a medias a contados amigos, entre los que yo estaba incluido, tal vez porque era médico 2º de Sanidad Militar -hoy Teniente
Médico- y no le era posible guardar en secreto su producción lírica.
Las gentes referían que la cabeza del Pola no marchaba bien y que se
retiraba del sillón de su taller, de la mesa de comer e incluso se levantaba a
media noche para escribir versos. Aquella sospecha, legítima, por otro lado,
bastó para que los mozuelos desocupados que frecuentaban las mesas de
billar, se empeñaran en oírlo leer sus versos, a lo que él se resistía. Los vecinos de su casa contaban que daba voces, de madrugada, diciendo coplas. A
tal reducido concepto quedaban rebajados sus ejercicios de declamación.
Yo conocía algún poema suyo, divertidísimo, y comprendía que si el
pueblo la emprendía con el Pola, le perjudicaría. Por eso le aconsejaba que
se reservara y que trabajara para su propio solaz. El contenido de la poesía,
la inspiración, le tenía sin cuidado. Lo que él perseguía era que los versos
guardasen la consonancia o asonancia y había descubierto la técnica que
le daba buen resultado. ¡Si Lope de Vega lo hubiera pensado!.
Escribía primero la palabra final de cada verso y se aseguraba la rima,
como por ejemplo:
tonante
sonoro
decoro
estante
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Su inclinación a tan noble arte, el de la poesía, le hacía descuidarse en su barbería, pues
prefería coger un lápiz para escribir sus inspiraciones, que se le ofrecían por ráfagas, a
afeitar al cliente, que más de una vez quedó
bañado, enjabonado con la bacía puesta, e
incluso empezado a rasurar, porque Bautista se
apartaba del sillón y se marchaba a un rincón
Juan Bautista Gómez Larrosa
Y ya todo consistía en escribir en cada verso las palabras que cupieran
delante de la final. Así resultaban poesías como éstas:
Estoy durmiendo sonoro,
te envidio como cantante,
agárrame tú ese toro,
pon el libro en el estante.
Eres muy guapa y bonita,
repelosa y muy bendita.
Tú si entiendes mi lenguaje,
ponte ya el nuevo ropaje.
Era una declaración de amor. Si el oyente se reía al oír la lectura de éstas
u otras muchas composiciones suyas, se indignaba, porque creía que no
entendían su intención poética y ya era inútil insistirle. No leía más. Pero
si lo escuchaban complacientemente, se sonreía y seguía su retahila o su
ininteligible algarabía, lleno de absoluta buena fe, porque era una buena
persona.
Un día leyó a sus amigos un verso largo, farragoso e incomprensible que
terminaba con esta frase: «microbio longaniza en el sepulcro».
Los que lo escuchábamos quedamos suspensos. Yo vi como su enfermedad progresaba, desgraciadamente. ¿Qué significado podía tener el
embutido, el sepulcro y el microbio? Nadie lo entendió. El creyó que yo,
como médico, lo comprendía. No era así. Por fin, lo explicó él mismo. Se
trataba de una composición en el aniversario de la muerte de un hermano
fallecido en Cartagena, siendo soldado, por una triquinosis. Se llamaba
Andrés. Así era todo lo suyo.
Disparatado, pero simbólico, a su modo. Cuando se reía, lo hacía estrepitosamente, lo que hacía estallar a los demás en carcajadas. ¡La risa del
Pola!.
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Una noche, en unas Navidades que pasaba yo con mi familia en Vélez
Rubio, entré en el Casino Republicano. Hacía bastante frío y allí tenían
buenos braseros. Se pasaba un rato agradable, sentado junto a una mesa
camilla.
La habitación aparecía llena de socios que estaban divirtiéndose de
lo lindo porque Bautista leía unas poesías. El pobre delirante estaba ya
desatado. Había perdido los frenos y no ciertamente por culpa suya, sino
por sus esclerosis en placas, enfermedad que hizo su aparición en Melilla
159
Juan Bautista Gómez Larrosa
y evolucionó hasta terminar con él.
Bautista leía una poesía en la que había intercalado la palabra «vector».
Por oírlo desbarrar, tal vez por el desconocimiento del significado del vocablo, uno de los oyentes rechazó el término, diciendo que no tenía nada
que ver con el verso.
Bautista, excitadísimo, balbuciente, con palabra silabeada, arrastrada
por la esclerosis, daba voces diciendo que el contradictor era un inculto.
Así, era en realidad.
-Aquí viene Miguel Guirao -dijo al verme entrar.- Ahora veréis. Y volvió
a leer el verso.
-¿Qué te parece, está bien?.
-Sí hombre, está bien-. Contesté, y pensé en llevármelo de aquel ambiente
tan perjudicial para su enfermedad.
-¿Y lo del vector?
Yo no sabía que contestar. Para mí, vector era un término perteneciente
a la geometría, pero contesté:
-¡Claro! A ver, Sebastián, tráete un diccionario. ¡A ver! Vamos a saberlo
mejor. Más vale...
Vino con un diccionario usado, viejo. Se buscó la palabra por un contertulio o hizo como que la buscaba. Hizo la «zalá» como hubiera dicho
Mariano Galera.
-Aquí está. «Vector».
-Lee, Miguel. Ahora veréis.
-Lee tú, dije al contertulio que discutía. Este inventó la lectura.
-»Vector, masculino, zoología. Especie de rana con pelos en el dorso.
Pone huevos. Vive en Bolivia y en Cuba. Tiene un color verde claro».
-¡No! -gritó nuestro poeta.- Eso no puede ser. Llévate el libro, Sebastián. Ese diccionario está equivocado. Es una birria. ¡Fuera! Te lo tengo
dicho.
Lo que allí se originó fue indescriptible.
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Yo guardé durante mucho tiempo una colección de poesías suyas en las
que se traducía claramente la evolución de la historia clínica de su proceso, con repercusión en el mesacéfalo y aún en corteza cerebral. Aquello no
tenía remedio. Yo lo lamentaba, porque era una persona buenísima, pero
enferma, desgraciadamente. Una de las poesías llevaba este título: «Amor,
gurulla, volateo y abnegación: ¡Si tú eres para mí!»
Todas ellas las entregué a D. José M. Pérez Serrabona, que las había
leído, y las llevó a Madrid, donde él vivía. No las volví a ver. Su intención
160
Juan Bautista Gómez Larrosa
era presentarlas a unos poetas futuristas, amigos suyos, que versificaban
algo parecido a lo del Pola.
Estaba de moda entonces escuchar en el Ateneo madrileño a D. José
Ortega y Gasset, el más tarde consagrado como gran filósofo y una de
nuestras primeras mentalidades de este siglo. Y ya se publicaba la Revista
de Occidente.
D. José Manuel se proponía presentar la producción del «poeta velezano» que podría resultar una revelación. Él tenía algún número de la citada
revista y me decía: «Las del Pola son mejores poesías que las de estos locos». Y se las llevó. ¡Quién sabe si llevaría razón!. Ignoro lo que sucedería
después. Vino la guerra y no volví a preguntarle.
He aquí dos composiciones del poeta; dos expresiones del nivel delirante
de su desdichada esclerosis encefálica.
Renal
En pos de la alegría placentera
un ave cantaba a la alborada;
y por la senda de la arbolada
el áspid trocó su veloz carrera.
Y pendiente de la fatal quimera
perdió para siempre la morada;
con mirada triste y bienhadada
escéptico tornó por la ladera.
La segadora corta con imperio:
¡oh, que la fatalidad del destino,
yergue la fantasma del misterio!
De límpidos colores, el concierto;
y de las aves, el alagador trino
paz, me traiga gloria, no tormento.
1-9-1914 Juan Bautista Gómez
Soneto
Cual golondrina que vuelve a su nido
para restaurar lo inmenso del vacío
Procurando en ello quitar el frío
del poco sabio que en el mundo ha sido.
En su presencia imperial majestuorio
Del indómito vasallaje en la altura,
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Juan Bautista Gómez Larrosa
El cristalino arroyo transparente murmura
e hiciese: tú, a Dª Inés; yo, D. Juan Tenorio.
Y marchando en pos de luz ardiente
Que preste el ruiseñor a mi mente
Contemplo sentado un pasar lento.
Es estar para siempre a tu lado
Unido ¡ay! los tormentos del pasado.
Esa sería mi alegría y mi contento.
Julio, 1916.
El soneto está bien echo, a mi modesto juicio. Todos los versos son endecasílabos y están bien medidos. Consta, como soneto, de dos cuartetos y
dos tercetos. En los primeros riman los versos 1º y 4º y forman pareados los
2º y 3º. En cuanto a los dos tercetos, se apartan algo de las cuatro formas
clásicas admitidas en la poesía castellana, pero ¿qué se puede pedir a un
hombre que ha nacido y vivido en una peluquería cortando el pelo y afeitando a sus clientes hasta morir en ella? ¿En dónde estudió retórica y géneros
literarios? ¿En Vélez Rubio? ¿Cómo? Si sus posibilidades económicas le
hubieran permitido estudiar el bachillerato siquiera, su cultura hubiera
hecho prosperar sus aficiones literarias. Esto puede explicar la manera de
expresarse por escrito, lo cual no veda su inspiración poética.
Por eso me he permitido evocarlo en mis ensayos sobre temas velezanos,
dedicándole un recuerdo amistoso. Juan Bautista Gómez Larrosa no era
un erudito, ¡quién lo duda!, pero poseía cierta intuición poética.
Había en él un sedimento creador, sin duda ninguna. En sus composiciones -muchas- se percibe su vena de inspiración. Yo estoy convencido;
pero la enfermedad contraída en la campaña de Melilla en el año 1904, lo
sacudió dejándolo desencajado. Era un temperamento nervioso y las penalidades del verano de aquel año hicieron estallar su esclerosis. A partir
de entonces, Bautista fue solamente un enfermo y sus producciones tienen
el sello de su proceso.
Sin este desgraciado accidente hubiera sido un hombre sensato, bondadoso, trabajador y horado. Una de esas personas delicadas que, sin salirse
de su oficio, producen una impresión grata porque mezclan en la trama
de su vida profesional el perfume de las flores, el canto de las aves, la decisiva influencia del destino y la existencia de un Ser Superior, matizado
todo con el rocío espiritual del amor que se traduce en todos sus escritos.
Una persona simpática. Pero su enfermedad y el ambiente en que vivía
deformaron sus sentimientos transportándole a zonas delirantes, aunque
sus versos revelan un fondo de inspiración y una determinada ilustración
162
Juan Bautista Gómez Larrosa
más allá de su ocupación de barbero, demostrada en su inquietud literaria
y su afán no corriente por la lectura. Estaba enamorado de un señorita, sin
ser correspondido. Esto inspiraba su plectro. Para esto no se precisa ilustración. Su poesía brota «per se». Es verdad la antigua sentencia: «Poeta
nascitur».
T
enía yo deseos de recoger las poesías de D. Manuel Manchón
Carrasco. Desde mi niñez había acariciado este anhelo. Yo conocí al poeta cuando principiaba mis primeros años de bachillerato.
Posiblemente, hacia el año 1896, nos daba repaso de Geografía, Gramática
o Historia a un grupo de alumnos del bachillerato, o tal vez nos preparaba
para el examen de ingreso15. Asistíamos Julián López Rubio, Juan Bautista
Serrabona Martínez-Carlón, Eliseo Guirao Romero, Juan Carreño Vargas
y yo. D. Manuel Manchón vivía en la Placeta Buenavista.
Calculo que debería tener como unos 30 o 35 años de edad. Tenía un
hijo llamado Pablo. Era don Manuel alto, un poco cargado de hombros,
pelo rubio con peinado de raya, bigote y barba espesos, partida ésta, rubios
también, y ojos de color azul obscuro. Su carácter era risueño, agradable
y burlón. Gustaba de bromear en sus conversaciones, en las que siempre
163
Juan Bautista Gómez Larrosa
DON MANUEL MANCHÓN CARRASCO
brillaba la chispa de su ingenio. La verdad era que viéndolo andar despacio,
sonreír con facilidad y con una figura corriente, no se podía sospechar la
gracia, el chiste, la agudeza en el pensar y la donosura de que era capaz.
Como acontece con muchos caricatos -hombres que saben extraer y comentar el lado divertido de los acontecimientos- nadie sospechaba a primera
vista el espíritu burlón que llevaba dentro. Emparentado con mi madre,
guardaba a mi padre un afecto sincero y en mi casa se hablaba de él con
bastante aprecio.
Hombre siempre dispuesto a la chanza, Manuel Manchón visitaba los
dos casinos que entonces tenía Vélez Rubio, únicos sitios de reunión de los
hombres para tomar café. No existían los bares, locales a los que se va para
beber ésta o la otra bebida y salir seguidamente a la calle, estando de pie o
incómodamente sentado mientras se bebe. A los casinos se acudía en los
inviernos para calentarse en torno a grandes mesas de camilla, con buenos
braseros, mientras otros jugaban a las cartas, al dominó, a las damas, al
ajedrez, al tresillo, al billar y, a veces, a juegos de azar, generalmente al
monte o a la ruleta, por temporadas de ferias. Manuel Manchón actuaba en
juegos modestos, dominó, billar, ronda, tute, brisca, porque no se conocían
todavía el pocket, el bacarrá, la canasta, etc. La lotería, sí.
Don Manuel tenía su escuela en el local en que nos daba instrucción. No
lo recuerdo bien. Hace tanto tiempo... Pero parece natural.
Yo hubiera deseado reunir todos los versos de este verdadero poeta
festivo, posiblemente el de musa más fácil y pródiga de toda la región, pero
me ha sido imposible esperar más para conseguirlo, pues en la espera se
me acaba la vida. Así es que, sabiendo que lo que presento al lector no es
toda su obra, sino una parte de ella, voy a ofrecerle unas muestras, sólo
muestras, de su producción. Hay que tener en cuenta que bastantes poesías
se publicarían en los periódicos locales, muy numerosos en aquellos tiempos, pues desde el año 1876 hasta el 1912 hubo en Vélez Rubio nada menos
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15. Disponemos de algún dato suelto sobre su actividad docente: en 1891, La Linterna, periódico de Vélez
Rubio, anunciaba la apertura de un colegio particular de M. Manchón Carrasco; en mayo y junio de 1904, El
Defensor de los Vélez (nº 11 y 12) asegura que el poeta había obtenido el número uno en unas oposiciones
en Granada; finalmente, El Ideal Velezano afirmaba que aprobó las oposiciones de magisterio hacia 1912; su
primer destino fue Chirivel, luego, Vélez Rubio.
165
Don Manuel Manchón Carrasco
que 28 rotativos (F. Palanques, Historia de Vélez Rubio, 1909). Desde el
último año citado, sólo recuerdo el rotativo que dirigió Julián Llamas: El
Ideal Velezano16.
En virtud del apremio de mi edad avanzada y de mi falta de contacto con
la vida velezana, por residir en Granada desde 1918, añadiendo también la
escasez de personas ancianas de Vélez Rubio con las que podía consultar,
voy a transcribir unos trozos de poesías de Manuel Manchón, composiciones que están publicadas en la colección del semanario El Ideal Velezano,
que apareció en septiembre del año 1911 y llegó a producir 64 números,
colección que obraba en poder del comerciante velezano, D. Ricardo Soriano González, ya fallecido, y en unas notas que guardaba D. Antonio López
Maestre, Jefe de la Administración de Correos de Vélez Rubio -ya jubilado-,
a quienes agradezco desde ahora la ayuda que han dado a mi empeño.
Otras poesías no serían publicadas, seguramente, por la sátira que encerraban referente a los dirigentes de la política local, siempre tan empeñada,
y posible causa del considerable número de periódicos locales, pues su
aparición habría de provocar el desate de las pasiones políticas; lo que el
autor, Maestro Nacional, no podría contrarrestar ni encajar el contragolpe que habría de venir con toda seguridad. Los políticos que gobernaban
entonces tenían en sus manos un arma terrible, el Reparto de Consumos,
impuesto al que todos temían, con razón. Algunos de estos periódicos
serían hechos sólo para circular entre los amigos, sin darles publicidad,
sólo como cotilleo o comidilla local, o tal vez fueran publicados fuera de
Vélez Rubio por temor a dichas represalias, aunque perderían su valor
fuera del ambiente local. Como el poeta vivía solamente de sus ingresos
como Maestro Nacional, tendría que actuar con comedimiento, frenando
su inspiración, por lo cual no podemos valorar su talento, mediatizado por
tales circunstancias. Con todo esto, las muestras que presentamos lo sitúan
a una envidiable altura literaria.
En la improvisación, tan difícil siempre, era terrible, pues captaba rá
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16. En 1876, el lorquino Felipe Domínguez instala la imprenta en Vélez Rubio. En ese año aparece el primer
periódico: El Faro de Vélez Rubio; desde esa fecha se contabilizan un total de 39 títulos hasta el último conocido, El Eco, en 1920. Vélez Rubio fue, con mucha diferencia, el pueblo donde mayor número de periódicos
existieron en Almería en el tránsito del s. XIX al XX. Gran parte de esos originales hemos logrado recuperarlos
en los últimos 20 años a partir de colecciones particulares y se hallan en la Biblioteca Pública de Vélez Rubio a
disposición de los interesados. Para mayor información puede consultarse nuestro artículo «Prensa velezana,
1876-1920», publicado en REVISTA VELEZANA, nº 4 (1985); p. 29-43.
M. Manchón publicó con mucha asiduidad en la prensa velezana de su época (El Defensor de los Vélez, El
Distrito, etc) pero, especialmente, en El Ideal Velezano. Como indica Don Miguel, merecería la pena recopilar
y estudiar la obra de este poeta festivo y popular.
166
Don Manuel Manchón Carrasco
pidamente el lado visible y cómico de cualquier suceso y lanzaba su crítica
en verso como un disparo. Contaban que entró en el Casino Republicano
(Círculo de Amigos), sito en la Placeta de Serna, una noche de invierno,
para pasar la velada con temperatura agradable. Subió al piso principal
y entró en una habitación en la que había una mesa redonda a cuyo alrededor estaban sentadas las personas mayores, hombres que no jugaban
a ningún juego, limitándose a charlar sobre las cosas del día y calentarse
con un gran brasero que el conserje, Sebastián o Balbino, su padre, tal vez
éste, entonces, cargaba de vez en cuando con ascuas de la chimenea de la
cocina en la que confeccionaba el café, el té o la manzanilla para los socios.
Manchón entró y se quedó de pie, como otros que no encontraban ninguna
silla desocupada. Entre los que estaban sentados, se hallaban un carnicero
muy conocido en la localidad y otro hombre sobre el que flotaba un rumor
referente a cierta conducta de su esposa. Todos hablaban del temporal de
viento Poniente que duraba ya quince días. El poeta echó una mirada al
panorama y, acercando su boca al oído de otro de los que permanecían
sentados, dijo, lapidario, el siguiente verso:
Veo por primera vez
que al lado del matarife
está tranquila la res.
Debió haber estudiado en Granada, pues conocía bien la ciudad y
la evocaba con frecuencia. Tenía buen recuerdo de D. Fernando Pérez
Suárez, velezano que vivía allí ejerciendo su carrera de abogado. Esto se
comprobará cuando veamos algunas de sus composiciones. D. Fernando y
su familia le correspondían con afecto y referirían que, una vez, en el mes
de Diciembre, hacia el oscurecer, D. Fernando se vio sorprendido con una
Cuadrilla de Ánimas, como las que postulaban por las calles de Vélez Rubio
por Navidad, pidiendo para el culto de las almas, cuadrilla que tocaba una
guitarra, una bandurria, unos hierros y una pandereta y cantaba coplas que
improvisaba el trovador Manuel Manchón. El conjunto estaba formado por
estudiantes velezanos en Granada. El patio de la casa número nueve de la
Calle Nueva de S. Antón de la ciudad de la Alhambra, se llenó de música,
alegría y coplas alusivas a la generosidad y simpatías del homenajeado,
quien obsequió espléndido a la embajada de gentes jóvenes de su tierra.
Todo resultó obra de D. Manuel Manchón, verdadero y desinteresado juglar,
modelo de gracia y simpatía.
Recordando los periódicos que ha habido en Vélez Rubio.
167
Entre los que estaban sentados, se hallaban
un carnicero muy conocido en la localidad y
otro hombre sobre el que flotaba un rumor
referente a cierta conducta de su esposa. Todos hablaban del temporal de viento Poniente
que duraba ya quince días. El poeta echó una
mirada al panorama y, acercando su boca al
oído de otro de los que permanecían sentados,
dijo, lapidario, el siguiente verso:
Don Manuel Manchón Carrasco
Desde el tiempo presente,
siempre «pa atrás», hasta el setenta y tantos;
desde el actual periódico
hasta aquel muerto «Faro»,
no sé decir los que en la prensa han sido...
Si han sido tantos.
Felicitando al Director de El Ideal Velezano en la aparición
de este semanario.
Porque tienes el «cuerpo»
de escogidos redactores, lo más grande y más brillante
que hay de Cútar a Taibena; de Maimón
al Bancalejo.
En resumen: tú dirás de que sus trovo:
larga vida y subscripciones os deseo.
Y, aunque dijo S. Vicente Ferrer que algunos pocos
hablaríamos en latín, andando el tiempo.
«Liberatis Tarragonis.
In Veletis-Rubiatensis. Laus del dedo».
Añorando tiempos pasados. Imita El Alcázar de las Perlas, de
Villaespesa, recién estrenado en Granada por María Guerrero y Fernando
D. de Mendoza.
Vélez Rubio mío!
Legendaria Egesta!
De tus nombres célebres, de tu poderío
¡qué poco te resta!
Invade a mi pueblo feroz modernismo
que cambia costumbres, desfigura fiestas.
Aquí ya no hay Pascuas, no saben a tales.
Para Pascuas... ¡ay! las Pascuas aquellas.
Aquellos pastores con su Juan el Mohino
y contemporáneos, en la Noche Buena,
echando el borrego, a sus «carrascuases»,
bailando una danza con olor a sierra,
las cuadrillas de Ánimas con su Andrés el Nano,
su Lobo Pintado... «trovando» a las puertas!.
169
Don Manuel Manchón Carrasco
Presentando un niño en la escuela al maestro.
Aquí tié usté este mozo,
que me está majareando
que lo pongo en la escuela.
Va a cumplir ya seis años por los santos.
Como saber, no sabe
ná, y eso que hace un año
que vá en ca la Coja
que s’ajuntó con Sebastián el Chato.
De una carta a un amigo.
Si del año que fenece
con poco respeto hablara,
fuera poco agradecido;
porque durante su etapa
ha pasado de «ochocientas
veinticinco», a la inmediata
superior de las “mil ciento”
y emolumentos; de bancas,
papel pautado, las plumas,
tinta, clarión y pizarras
(que hablando en todo sigilo,
un servidor se los traga).
Desde Lubrín. Reclamo, pie y piñonazos.
Lubrín a quince de Enero.
Mi estimado amigo Plutos:
(Pseudónimo de un galeno
Egea y López Emilio),
escritor de mucha enjundia,
cuyo nombre no publico
por discretas conveniencias
y muy sagrados motivos.
Hoy te miro reforzado
con los venatorios bríos
170
Don Manuel Manchón Carrasco
y aún más, desde que el Ciruelo
trocaste en coto amenísimo,
donde Jerónimo y Pedro,
Marcos, Ricardo y Emilio
las matáis: de alba, en los llanos,
de segundo, en los golliznos,
y de tarde... aún cuando sea
a la sombra de un tomillo.
A don Juan Miguel del Arenal. «Glorias regionales».
Me obliga Vd, como amigo,
con su muy atenta carta
a que extienda ante su vista
el variado panorama
de genios que en nuestro pueblo
han visto la luz «primaria»,
ya que soy casi cronista
de «nuestra patria».
La Pintura y Escultura,
¿no fueron bien cultivadas
por el gran Pepe el Santero
y Santeras de su casta?
Pulsan de Apolo la lira,
y a Campoamor ponen tasa,
Juan Crisol, Andrés el Nano
y Caravaca.
Nuestra Arquitectura ostenta
representación preciada
en Noguera y los Adanes;
la música velezana
repercute en José Hierros
y Pericón cuando tañen
las cuerdas acordes, eólicos,
de sus campanas.
Juan Gandul, la Patagorda,
la Teveda y otras varias,
¿no eclipsan con sus bazares
a las urbes catalanas?
En medicina, ¿el Ceacero,
171
Don Manuel Manchón Carrasco
no fue lumbrera?. ¿Fue rana
el maestro Juan Chamarís,
sastre... de albardas?.
Y en el ramo de filántropos
aunque no hemos dicho nada...
«los hay buenos» (que dicen
en la jerga valenciana),
que dan celemín de trigo
por fanega de cebada;
los del «quinientos por ciento»...
no los nombro en esta hornada
porque... se llevó el Capella
la lista larga.
Me cayó una novia. Habla de que una moza desea casarse.
Yo seré poco «esigenta»:
pero deseo que añadan
a «sus»» gracias naturales
otras, como verbigracia:
que el que me caiga del lote
pertenezca a la camada
de los «Tiabes» celebérrimos,
y haga de esta vida diaria
«levantarse al medio día,
al ruido de las cucharas»;
comer fuerte y beber duro,
pedirme un idem, y en marcha
ca Pericón o al de Emilio,
a la Peña o a la Plaza,
a tomarse medio caldo
con una copa de caña.
Que se juegue una «pichona»,
«mienta», y haga muchas «mangas»
y envide el resto... y habiendo
«centro lleno, uno a la casa».
El que de los tres pretenda
«trescientos kilos de plata»
que me adornan, que se entienda
con D. Diego de la Puente,
172
Don Manuel Manchón Carrasco
persona de mi confianza;
y en diciendo él: «Amamelis»
nos amonestan, y... pata.
¡Vale más reír, lo que sobre,
que llorar por lo que falta!.
De su viaje a Lorca, para editar un libro que parece no lo logró,
pero sí otras cosas17. Iba con su hijo Pablo.
Hemos visto mujeres
o mejor, las ha visto
el zagal, que su padre,
digo, yo, no las guipo.
Y se ha echado a la vida
un buen puntal de alivio,
y he tirado una cana
(porque no me las tinto)
al aire, y que la lleve
perdida y revolando, a lo infinito.
¡Almería, quién te viera! Carta a D. José Guirao Banderas.
Quisiera ser nombrado, en el concurso
que se quedó en suspenso en tres de Abril
y que ha de reanunciarse en el que cursa
(se me figura a mí),
Maestro de las Escuelas Nacionales
del pueblo en que la luz «primaria» ví;
y tomar posesión... ¿por mucho tiempo?
Para morir ya ahí.
Y... aunque entrara en el gremio que acaudillas
y del cual eres alma y adalid...
Y si no puedo ser Maestro de Escuela...
Te la doblo, querido, la cerviz;
y a tu yugo someto mi pescuezo...
¡Seré... maestro... albañil!.
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17. En El Ideal Velezano (1911-12) se afirmaba que M. Manchón estaba editando un libro en Lorca con
sus poesías. No hemos podido localizar dicha edición.
173
Don Manuel Manchón Carrasco
Carta a D. Gabriel Egea, de Chirivel.
¿Es aquí ande hacen perólicos
empremíos con letra e imprenta?
Quió icir ande a los zagales
les hace coplas Don César,
uno que está en la Estariústica
de las Cámaras... ¡Re... leña!
Pues yo vengo a esmoñigarme”.
A unas damas que me piden versos.
Las vuestras beldades me inspiran respeto:
si no soy galante, tampoco cruel.
Que no se me ocurra hacer un soneto
como hice a Cocones el del Chirivel.
Mi péñola envaino; seguir, me da miedo...
Me acosan ideas que harían explosión.
¿Las suelto?. Las ato. Trovaros no puedo,
que soy un poeta sin educación.
¡Ése, ése es nuestro hombre! Dedicado a D. Fernando Pérez
Suárez.
Si tuviéramos en Vélez, mayormente,
otra cosa que el furor de la política
que envenena, trunca, encona... las mejores
iniciativas;
Si tuviéramos... (aquí se ve otra estrofa
similar, que deja ver nuestra desidia):
cada un año le daríamos dignamente
la bienvenida
al amigo universal... a D. Fernando...
Ya que fue de la traviesa estudiantina
el tutor, indispensable apoderado...
Hasta... nodriza.
Él fue paño de patronas engañadas;
hizo frente a extraordinarios y pagó las demasías.
174
Don Manuel Manchón Carrasco
Que hubo pez que le sacó «pa medias suelas»
sesenta misas.
El parrandeo. A mi querido amigo Juan Diego Pérez Serrabona, el chiquitiquio, el granaino, u sea, el zagal mayorcico de
D. Fernando.
Supiendo q’has llegao,
te enjareto esta esquela,
Juan Diego, a los Clavises,
una miaja más lenjos
de lo de «Juan Terrible»
(que Dios tenga en el cielo),
que allí juí yo en denantes, de cutio, en cacería
con tu tío Diego.
Al benemérito cuerpo de usureros.
En mi país natal
debe andar el asunto peor que mal,
con tanto carcamal
de esos que cobran en un mes cabal
más rédito que vale el principal.
¡Ay de mí!
Y ay de los de ahí
entregados a tanto y tanto...!.
Entre todos sus escritos más graciosos, figura una crónica de una sesión
del Ayuntamiento, que sentimos no poder ofrecer íntegra, porque no la
hemos encontrado en nuestra rebusca, de modo que sólo presentaremos
un par de trozos. Son los siguientes:
En una anchurosa estancia
del Alcázar Velezano,
cuyas paredes adornan
tal que cual roñoso cuadro,
hallábanse algunos nobles
de la villa congregados,
sin que faltase a la cita
alguno que otro vasallo.
175
Don Manuel Manchón Carrasco
El beato Juan de las Viñas
con hábito de ermitaño,
que en la vara de medir
lleva colgado el rosario
y ya le llaman las gentes
Juan el Bienaventurado.
Apodos a las gentes de Vélez Rubio18.
Aunque lejos, muy lejos nos hallamos
del pueblo en que nacimos
hoy aquí nos reunimos
y el santo de un amigo celebramos.
Pues bien, si todos somos unos
y procedencia igual tenemos,
es bien que en nuestro júbilo evoquemos
a los que no son ya ni por asomo.
¡Oh diosas ninfas del Parnaso!
Dar a mi pobre lira inspiración
para salir del paso
evocando a las gentes del Maimón,
o decidme que calle
si veis que como siempre lo hago mal.
¡Oh cuna del insigne Galle Galle!
Qué cantor te ha salido tan fatal.
Por carta que he recibido
carta que me ha dirigido
todo Vélez en montón,
a hacer a Vd he venido
una felicitación
Y no basta que lo diga,
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18. La composición escrita de Manuel Manchón sobre los apodos se conoce a través de una copia realizada
por Inocencio Caballero Navarro el 27 de junio de 1933, a la que éste, antes, 14 de mayo de 1930, adicionó una
segunda parte para completar al maestro D. Manuel, que comenzaba así: «Sin tener inspiración/ pues sólo
tengo memoria/ haré la terminación/ para que pase a la historia...», y recogía cerca de 500 apodos, además de
los aportados por M. Manchón. Uno de los originales me fue dado a conocer por Rosa Egea Rubio, de Vélez
Rubio, a quien, desde aquí, agradecemos su confianza en ésta y otras muestras de colaboración documental
de gran importancia para el pueblo.
176
Don Manuel Manchón Carrasco
mostrar la carta me obliga
y verá en ella expresados
hasta los que en la barriga
tienen malvas a brazados.
I
Juan Castillo, Sebastián,
el Niño Luis, el Liñán,
el Melguizo y otros mil
de aquellos que siempre están
de tertulia ca el Civil.
Tres Pelos, Andrés el Nano,
el Lapa, Ramón, Tadeo,
José Carrasca, Catarro,
Bayoneta, que no es feo.
Pituli, El Grillo, Cagate,
Sieteculos, Media Oreja,
Andrés Pringue y el Tomate,
la Tía Seba, la Juaneja.
Tomatera, Pata Seca,
el Carujo, el Aguachao,
el Cuicoles, la Manteca,
los Guiñapas, Los Donaos.
Paco el Pobre, los Polillas,
el Borrego, el Charramao,
el Tío Enero, Las Cuchillas,
el Postas, José el Rasmao.
Paco Leva, Manzanera,
la Patagorda, Forraja,
la Borbona, la Ceacera,
don Juan Botica y el Maja.
Bartolo Pencho, Sesera,
Meriendas y Mantellinas,
Petrola que vive en la era,
Papelón y las Chuchinas.
177
Don Manuel Manchón Carrasco
Golondro, El Tropa, Juan Vete,
el Tío Facundo Sartén,
Camuñas y el Tío Terete
y Salibaila también.
Picante, Chuchamanías,
el Tío Juan Rufo, Calores,
las Horneras, las Pavías,
José Hierro y los Choles.
II
Juan el Mohino, el Tío Tuela, Cagatillo,
el Fraile, Barrabás y Marihuelas,
Media Cuarta, Fusiles y Pitillo,
el Lobo, Espantapájaros y Suelas.
El Chaparro, Cambrises, Gatafea,
Peroles, Reconcentro, Barragón,
el Fiscal, Campanillas, las Jofreas,
Malaspatas, Capella, Capella y Borrumbón.
Pela Espigas, Mindolo, el Tío Caldera,
Barata, el Peluquero, Chamaris.
la Marina, el Conejo, la mortera,
el Muerte, Cuatro Cuartos, Chaburrí.
El Pae Santo, la Araña, Cascarillas,
Terrones, Matarratas y Papín,
Frajana, Matagrajas, Cigarrillas,
Menote, Carabinas y Perrín.
La Martinjuara, el Grajo y el Capullo,
Samtite, Tarambana y el Polaco,
el Santero, el Pajel, Pedro Gurullo,
el Zorro, Ramón Tolla y el Matraco.
El Zarpaor, Miguel Bollos, Juan Coleta,
Boceras, Revoltones y Miñarro,
el Señora, Llorín, Joaquín Gabeta,
Pardines, Milindrillas y el Chicharro.
178
Don Manuel Manchón Carrasco
III
El Cijo, Vilerda, el Chato Gamberro,
la Mocha, El Ranchero, la Liebra y el Papón,
el Goro, el Comino, Cabeza de Hierro,
el Seco, Pescuña, el Cristo, el Ratón.
La tía Medialiebre, el tío Cucharona,
el Limas, Tiznajo, Tevedo, el Zahorí,
Chaleco, Berlache, Puntillas, el Mona,
el Bolla, el Burrero, el Maestro Pavín.
El Tío Ramón Cuatro, Manuel Balatuna,
el Tío Juan Quincenas, el Cuñao de Dios,
Puñeto, Pestillas, Nieto y el Tuerto Pérez
y la Miliciana, que vale por dos.
Ahí va el resto de motes
en seguidillas:
Quiebra Higos y Juan Cotes
y el Tío Puntillas.
También anoto
al Pulga, Pichiriche
y al Boquirroto.
Allá Pedro Roscas
y el Pollo Tito,
Once uñas, Juan Tumbao
y Joselito.
Y el estribillo
el Chalán, el Tío Panza
y el Amarillo.
Ahí va el Bardao,
la Serrana y Nolasco
con el Ahumano.
El Perito y Moruza,
José el Ropero
San José, María Alcuza,
Pepe el Calero.
Ahí va Tadeo, Pardines, La Papina
y veintiún deo.
Peperete, la Pava,
179
Don Manuel Manchón Carrasco
el Tío Pauleño,
El Gacho y el Oreja.
Van si me empeño
y no me dejo
al Mique, Blincaciecas,
Chamburgo el Viejo.
Magnesia, los Rosaos,
el Orza, el Lego,
Talarín, Mirasoles
y Toma Diego.
Salá, Canela,
Noche, Clavete y toda
la parentela.
Y doy fin a estos renglones
con Juan Pistos, los Lisones,
el Piza y Tolopuede,
Los Carriles y los Tajones.
Y porque ninguno quede,
Juan Manrruca y el Horchatero,
el Tío Luis el Registrero,
los Añejos y los Rullos.
Con Mariano el Pregonero
y varios amigos suyos.
Todos le damos los días
y esperamos, mayormente,
que nos den dos chucherías
y una copa de aguardiente.
Es fácil apreciar la soltura, la lucidez y la facilidad de dicción del «plecto»
de Manuel Manchón, por la agudeza y finura de observación y el expresionismo que vierte en sus escritos.
La vida de Vélez Rubio, vida menuda del pueblo que suele pasar inadvertida y como una rutina, si no la recoge y analiza una inteligente persona, forma la urdimbre en la que el poeta derramó toda su inspiración.
No acontecía algo que levantara la crítica, el comentario o el regocijo del
distrito sin que Manuel Manchón no escribiera un verso escogiendo su
perfil divertido. Un cambio político; la discordia dentro de un partido; la
zancadilla de un osado para desplazar al jefe de su puesto de mando; el
disgusto de un yerno con su suegra; el inesperado viaje de un concejal a
la capital de la provincia; la «espantá» del Capella, un deudor que había
recibido préstamos frecuentes de un usurero sin entrañas; el «pucherazo»
180
Don Manuel Manchón Carrasco
en una mesa electoral; el casamiento de un viejo con una soltera y la inevitable «cencerrada»; los «golpes de mano» de los Tiabes; las escandalosas
subastas del Alporchón; la escapada de los novios; la cosecha de calabazas
de determinados estudiantes; las barrumbadas del Tío Sesera; la paliza
que propinaron unas mujeres del campo al Tío Greñicas, un agente ejecutivo del impuesto de consumos, durante un inventario de enseres en la
diligencia de embargo... todo era comentado por el poeta festivo con una
gracia inimitable; ¡cuánto hizo reír!.
Esta faceta cómica de la vida de Vélez Rubio tiene su encanto y su deleite
y no hubiera sido posible presentarla sin la chispa y el gracejo de Manuel
Manchón.
No puede comprenderse del todo por personas de una generación posterior, como es la actual. Es inútil pretenderlo. Pero es necesario reproducir
sus composiciones, porque con ellas se retrotae la trama de la vida velezana
a los fines del siglo anterior -el XIX- y al comienzos del XX -el actual-. Así
se crea la Historia local.
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
No es, a nuestro juicio, Manuel Manchón otro Fernando Palanques,
ya que hablamos de Historia, de la Historia de Vélez Rubio. Son campos
diferentes. Palanques era un hombre excepcional, un erudito, y su obra no
podrá superarse quizá nunca, aunque nada hay fijo e inconmovible en la
vida. Manuel Manchón fue un poeta muy ágil, pronto y expedito para captar un suceso risible y ofrecerlo en una composición sencilla y chispeante.
Son aspectos diferentes de la misma materia. Cuando Palanques publicó
su obra preciosa, estaba Manchón en plena coyuntura poética. Ninguno
estorbó al otro. Pero más allá del terreno histórico que tan pulcramente
recogió Palanques, está el particularísimo del cotilleo, el rumor del pueblo,
el chicoleo, el donaire, la chunga, la comidilla de las gentes que no caben
en una obra histórica y tienen, sin embargo, su valor como matices de la
vida de los pueblos. En esto fue maestro Manuel Manchón.
Hubiera sido el poeta incapaz de desempolvar archivos, descifrar manuscritos, comprobar sellos, interpretar hallazgos arqueológicos, bucear
en la heráldica, etc.; pero su vuelo crítico sobre la efeméride graciosa de
las gentes del pueblo, llena de naturalidad y desnudez, es un capítulo interesante para Vélez Rubio.
Palanques abarca toda la Historia de Vélez Rubio, desde su fundación
hasta comienzos de nuestro siglo. Manchón es un hombre que observa
y vive su vida particular, relacionándola con el ambiente en que ella se
desarrolla y capta con humor fino y agudísimo sus desajustes y rechina181
Don Manuel Manchón Carrasco
mientos, ofreciéndolos en la forma más agradable y divertida posible. No
es despreciable, ni con mucho, el relato atrevido y burlesco, de rebotica,
de las descripciones poéticas de Manchón. Su personalidad es una pieza
maestra de la antología velezana. No tenemos la menor duda de ello.
Su composición formada con los apodos de las gentes velezanas, es
un documento valioso para poder servir como reactivo de la gracia y el
humor del «piso bajo» o «entresuelo» de la sociedad de aquellos tiempos.
El pueblo tiende siempre a nombrar a sus convecinos de la manera más
breve posible, utilizando un remoquete o apodo que, junto con su brevedad,
pueda representar un perfil gracioso, cuando no satírico, de la persona de
referencia. No hay más que pasar la vista sobre ese último romance, para
darme cabal cuenta de lo que decimos.
Unos apodos se relacionan con defectos físicos de los habitantes: Oreja,
Mediacuarta, Tres Pelos, Sieteculos, Pataseca, Mediaoreja, Cagate, Cagatillo, Patagorda, Onceuñas, Bardao, Boquirroto, El Nano, El Mudo, El
Tuerto, el Tío Veintiundeo... Otros llevan nombres o términos agrícolas:
Tomate, Tomatera, Forraje, Chaparro, Pelaespigas, Pepino, Mirasoles,
Blincaciecas... O de animales: el Borrego, el Lobo, el Conejo, el Grajo,
el Zorro, la Tía Liebra, el Ratón, el Pollotito, el Tojanes, el Grillo, la Tía
Araña... Algunos trascienden de oficios que desempeñó un antepasado: el
Ropero, el Calero, los Horneros, el Pregonero... Otros son simplemente
remoquetes o términos graciosos con un satírico signigicado: Bayoneta,
Pituli, Carujo, el Charramao, el Tío Enero, el Postes, Paco Leva, Juan
Botica, Mantellinas, el Tío Sartén, el Chuchamanías, Camuñas, el Tío Calores, el Espantapájaros, Reconcentro, Borrumbón, el Tío Caldero, la Tía
Mortera, la Carabina, Matarratas, Miguel Bollos, Milindrillas, Pichiriche,
Pedro Roscas, Juan Tumbao, el Ahumao, Toma Diego, los Cascarillas, los
Rullos, los Añejos...
Ninguno de estos «personajes», a su manera, hubiera trascendido más
allá de su generación, porque no fueron alcaldes, ni concejales, ni prometieron reformas, ni fundaron instituciones, ni dieron renombre a su pueblo,
más allá del cascabeleo de sus apodos y de las rabietas que les produjera el
oírse nombrar la Tía Araña o el Tío Enero; pero no son tampoco aquéllos
que, como escribe Torres de Villarroel, en el prólogo de su «Vida», «ni en
su vida ni en su muerte, merecen más honras ni epitafios que el olvido y el
silencio, a los que sólo les tocó morirse a obscuras y ser difuntos escondidos
y muertos del montón de los que se desvanecen en los podrideros». No,
ellos dieron salsa a la tramoya de la vida velezana, matizándola en gracia
y donosura, a todos, con simpatía y afecto, en justa compensación a los
momentos de risa y regocijo que produjeran entre sus convecinos, mientras
ellos sufrían, paseando durante sus años de vida el sambenito que les colgó
182
Don Manuel Manchón Carrasco
el divertimento ajeno. Y lo entiendo así.
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Quiero, para terminar, consignar una idea sobre nuestro poeta. No fue
Manuel Manchón, a mi juicio, un poeta superficial y frívolo. Al contrario.
Fue un espíritu muy inteligente y observador que, con un estilo llano y su
vuelo a ras de tierra, describía cosas muy interesantes. Él escogía este tipo
de poesía porque le resultaba fácil y muy apropiada a los temas que desarrollaba, tomados de la vida del pueblo. Pero, en su fondo, él era bueno
e incluso sentimental, con mucho donaire y una musa fácil, sin ripios. Y,
sobre todo, era muy de alabar su velezanismo.
El final de su carta a D. José Guirao Banderas, «Pepe Banderas» entre
sus amigos, está expresada con la sentida nostalgia de verse alejado de su
patria chica, cuando escribe:
Quisiera ser nombrado
Maestro de las Escuelas Nacionales
del pueblo en que la luz «primaria» vi;
Y tomar posesión ... ¿Por mucho tiempo?
Para morir ya ahí.
Y en la misma descripción de su viaje a Lorca, con su hijo Pablo, más
allá de su «asnería»:
Hemos visto mujeres
o, mejor, las ha visto
el zagal, que su padre,
digo, yo no las guipo,
terminaba con una expresión delicada y sentimental:
y he tirado una cana
(porque no me las tinto)
al aire, y que la lleve
perdida y revolando a lo infinito.
Esta poesía entra, a pie llano, en la lírica castellana.
E
ra un comerciante. Un tendero, como la gente decía; un droguero. Llevaba una droguería en el ángulo de la esquina del Carril y la calle de Buitrago.
183
Don Manuel Manchón Carrasco
Tendría unos cuarenta años cuando los hechos que van a ser evocados
tuvieron lugar. Hombre serio, pero agradable, había sufrido las viruelas,
quedándole en la cara los hoyuelos de las cicatrices que deja tan repugnante y peligrosa enfermedad. Las gentes del campo lo llamaban: Don Diego
«El Pintao». El color de su cara era bastante moreno. Su pelo negro, con
algunas canas. No se las teñía. Usaba bigote. No recuerdo si vivía solo o
con su madre. No puedo precisar este detalle. Era soltero.
Era socio del Círculo de la Juventud o Casino Republicano, situado en
la plaza de Serna. Tenía allí su tertulia y lo respetaban, aunque sostenía
discusiones por cuestiones fútiles, sin importarle que lo llamasen terco o
intransigente.
Fumaba mucho. Le gustaba pasear y acostumbraba llevar un bastón
grueso con su contera de hierro, aunque no lo necesitaba para marchar.
Los jóvenes se divertían bastaste oyéndole discutir, sin razón muchas
184
DON DIEGO LA PUENTE
veces, pero no se metían con él. Así eran sus cosas. Él era siempre D. Diego
La Puente. No creo que tuviera estudios de bachillerato. La instrucción
suficiente para llevar su comercio, sí.
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Iba por Vélez Rubio alguna temporada, pasando varios años entre una
y otra visita, un velezano original. Se apellidaba Bernal.
Mi padre, mis tíos y su generación a la que Bernal pertenecía, le tenían
sincero afecto. Parece que el Sr. Bernal, soltero y cincuentón ya, vivía en
América. Había viajado mucho por allá -tal vez yendo a Cuba primeramente- y se quedó a vivir por las Indias Occidentales.
Nadie se explicaba de qué vivía, aunque lo hacía bien, pues cuando venía una temporada a Vélez traía siempre para los amigos un recuerdo de
aquellas tierras: tabaco habano, un bastón de palasán, una pipa, un abanico
de nácar y hasta una cacatúa, en cierta ocasión.
Se decía que actuaba de «croupier», es decir, de ayudante del banquero
en juegos como la ruleta, el monte, los caballitos, etc., que se mantenían
en los grandes trasatlánticos durante los viajes para Inglaterra, Francia o
el continente Americano. Con ello ganaba muchos dólares. Su aspecto era
simpático. En verano, que era cuando venía, llevaba un buen sombrero de
Panamá y su coten, buena cadena con reloj y colgante de oro. Era enteramente un indiano de fines del XIX. Conversaba bien, con acento americano, y solía exclamar: «¡Guay! ¿Cómo no? ¡Koroto!»-interjecciones que
indicaban asentimiento-.
En una estancia suya en Vélez, hablaba una noche en una tertulia de un
Casino sobre Norteamérica, sobre Nueva York, concretamente. Contaba de
los rascacielos, el tráfico tan intenso, la enorme cantidad de gentes de todos
los continentes, las razas diversas, el telégrafo, los ferrocarriles, acabando
con decir: «en fin, para que contarles más. En Nueva York caminan los
trenes por los tejados», refiriéndose a los ferrocarriles elevados que surcaban ya por las avenidas, permitiendo el tránsito de las gentes por debajo
de los railes.
Entre los oyentes de encontraba D. Diego La Puente. Todos escuchaban
atentamente. Aunque la situación de España en las Antillas era delicada,
todavía no se había producido nuestra guerra de Cuba, tan desdichada, y los
185
Don Diego La Puente
yankees nos producían admiración. El Tío Sam no era más que un glotón
adinerado, con su sombrero y muchas salchichas. ¡Cómo equivocaron a la
opinión española! De repente, se levantó D. Diego La Puente y exclamó,
dirigiéndose a todos: «¿Han estado ustedes en Murcia? ¡Ah!», y se marchó
de la tertulia. Alguien hizo señales al Sr. Bernal de que D. Diego era así.
Lo que sucedía era que sentía todavía, como español, la exaltación de lo
«yanki» y lo expresaba así, porque para él no había nada más extraordinario
que Murcia. No había rebasado su paralelo ni su meridiano. ¿Para qué?.
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Tenía una novia. Vivía ésta en la Carrera del Carmen, en la casa en
que había habitado, siendo yo niño, doña Carmen Rubio, pariente de mi
padre. En mi casa se nombraba a mi tía Carmen. La casa es la misma que
hasta hoy ocupó la Recaudación de Contribuciones. De dos plantas, en la
baja había solamente dos huecos de fachada; la puerta de entrada con un
pequeño vestíbulo y su portón, con llamador y una sala con una ventana
grande provista con una de las preciosas rejas de hierro que se abrían en
dos hojas hacia la calle y se cerraban con llave, a modo de puerta. De este
tipo quedan todavía en la casa que ha estado la Administración de Correos.
Precisa respetarlas en cualquier restauración, pues son preciosidades que
marcan una época, como el balcón central de la Casa Ayuntamiento y los
de la Casa de Los Vizcondes de Gracia Real19.
En aquella casa vivía una señora viuda, que había estado dedicada a la
enseñanza de señoritas, y sus dos hijas, Paca y Rosario, mayorcitas ya, y
ambas profesoras.
Rosario era novia de D. Diego y, condescendiente, le soportaba todas
sus inocentes extravagancias. Hablaban de noche, por la reja, pero la Srta.
Rosario tenía que esperar a que D. Diego saliera del Casino, a veces a media
noche. Lo convenido entre ambos parecía ser como sigue.
D. Diego La Puente venía del Casino y aparecía en la Carrera del Carmen doblando la esquina de la de D. Manuel Chico. Continuaba la acera en
dirección de la Iglesia del Carmen y, al pasar por delante de la reja, daba
una pasada sobre ella, rozando la contera de hierro de su bastón-garrote
sobre los barrotes, desde el primero hasta el último, y seguía andando
hasta la esquina próxima -un callejón contiguo, al cual se abrían algunas
luces- volviéndose en la misma esquina y volviendo a pasar por delante
de la reja. Nada de toser o silbar. Si no se abría la ventana en el momento
no había nada que hacer. El novio a su casa y hasta otra noche. El ruido
del bastón sobre los 10 o 12 barrotes haciendo resonar toda la armadura
resultaba como un trompetazo que despertaba a los vecinos, en sueños ya,
186
Don Diego La Puente
sobre todo en invierno. Ya se sabía. El novio venía a pelar la pava.
Pero éste era tan raro y especial, climatérico ya por su prolongada soltería, que la ventana tenía que estar abierta al volver a pasar por la reja, y la
novia allí, por supuesto, porque, si tardaba en aparecer, quedaba cancelada
la entrevista con una diplomacia de hierro, como la reja o la contera. Resultaba ser otro Canciller de Hierro, o de hojalata, por lo menos. No precisaba
ninguna explicación. A la noche siguiente quedaba todo claro.
La novia tenía que estar preparada, porque el conseguir hablar con D.
Diego era cuestión de segundos. Si al pasar él por la reja, después del «repique», ella se encontraba en cualquier otro lugar de la casa o en cualquier
quehacer indispensable, o se había quedado dormida en la butaca, junto a
la ventana, y no había despertado a la señal, el galán no volvía a la reja si
la había rebasado un solo metro.
Contaban, con cierto donaire, que una noche rozó la reja con el bastón
más suave de costumbre. Rosario oyó el sonido, pero no quedó convencida.
Esperó la vuelta del novio desde la esquina, porque no se atrevió a entreabrir
la ventana. Resultaría vergonzoso si el trasnochador era otro. En el titubeo,
oyó unos pasos de alguien, que no identificaba, pero acabó abriendo las
maderas cuando D. Diego había pasado de la reja, aunque lo conoció.
-¡Diego! ¡Diego!
D. Diego seguía.
-¡Diego, que soy yo!
D. Diego no se dignó volver la cabeza, si bien respondió campanudamente, con voz que despertó a un vecino que lo refirió complacido:
-¡Ha salido la luna! ¡No puedo hablarte!
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19. Nota del autor: La casa de la Carrera del Carmen «Hoy está reformada con tres plantas. En 1974 es un
nuevo edificio con nueve plantas y ático». En efecto, donde se alzaba la vivienda que cita Don Miguel (luego
«de las Contribuciones»), más otra casa cuyo último destino fue el de Registro de la Propiedad, se eleva hoy
(desde comienzos de los 70) el bloque de viviendas señalado con los números 4-6 (Edificio del «Manteco»),
de triste memoria para los velezanos por su tremendo impacto sobre el conjunto del casco urbano.
Las «preciosas» rejas de hierro que habrían hacia la calle en la «casa que ha estado la Administración
de Correos» formaban parte de una magnífica mansión propiedad de los Chico de Guzmán, de influencia
modernista, ubicada en la esquina Carrera del Carmen-Alhóndiga (antes, Primo de Rivera), siendo derribada
en la década de los 70 (?) para instalar una tienda de tejidos, luego, óptica. Las rejas, afortunadamente, aún se
conservan en otro lugar próximo. Una persona con sensibilidad y gusto por estos trabajos en hierro la instaló
en su vivienda particular de la calle Barón de Sacrolirio, la conocida como «Casa de Mariano».
Finalmente, la casa de los Vizcondes de Gracia Real ocupa la manzana comprendida entre la Plaza de la
Encarnación, y las calles Silvestre Reche y Joaquín Carrasco (antes, Francisco Ortiz y Urrutia, respectivamente),
a la fecha de hoy conocida popularmente como «Casa de la Aceitera», sede del Banco Central-Hispano.
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Nada de toser o silbar. Si no se abría la ventana en el momento no había nada que hacer.
El novio a su casa y hasta otra noche. El ruido
del bastón sobre los 10 o 12 barrotes haciendo
resonar toda la armadura resultaba como un
Don Diego La Puente
Y siguió su ruta imperturbable. Así estaría otra noche más atenta, como
era su obligación. ¡No faltaba más! ¡No había que ceder ni un paso! Por ceder
pasaban luego las cosas que pasaban; que los pantalones en los matrimonios
los llevaban las mujeres. ¡Hoy no extrañaría esto! Lo contrario, sí.
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Se jugaba a la lotería en los casinos, en invierno. La gente evitaba ir así
a las tabernas y se pasaba agradablemente la velada, en un lugar abrigo.
Sobre un mesa grande, cubierta con bayeta verde, porque el pañete era muy
caro y algunos se descuidaban con el cigarro y le hacían alguna quemadura, se extendían los cartones del juego, tres por persona. Los jugadores se
sentaban alrededor.
En el centro del contorno, un mozuelo con voz clara cantaba despacio
los números que extraía de una bolsa. Cada jugador había depositado un
real en la platillo de laca que se colocaba delante del vocero. Éste iba colocando cada número extraído en una tabla con huecos numerados, para
comprobar los resultados.
-¡Va bola!
Todos se quedaban silenciosos.
-El cuarenta y seis.
-El diez y siete.
-El ochenta y seis.
-Arriba y abajo. (El 69).
-El cinco.
-El abuelo.(El 90).
Y así.
-El 59.
-Las dos alcayatas (el 77).
-La niña bonita (el 15). Y seguía el juego:
-El...
De repente, un golpe en la mesa. ¡Oye, no sigas! ¡Lotería! ¡Antonio,
párate! ¡Gané, vengan las perrras!.
-A cortejar -decían muchos. ¡Si no es posible!. Hecha la comprobación,
el ganador recogía el dinero del platillo, y vuelta a empezar.
Noches había en que terminaban de jugar de madrugada, a la luz de
un par de quinqués de petróleo, en un ambiente cargado del humo del
tabaco, que no era precisamente «partagás», el del petróleo y el respirar
propio de tanta gente. Algún trasnochador que había echado su sueñecito
en la mesa camilla, con brasero, y se le ocurría dar un vistazo al irse para
su casa, exclamaba:
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Don Diego La Puente
-¡Qué zorrera!. Y la gente se despedía hasta otra noche.
¡Hala para la casa, con un ponientazo que hacía volar las tejas de las
viviendas viejas!
Una de aquella noches había jugado D. Diego sin ganar una sola vez.
Se había jugado ocho o nueve reales. Estaba contrariado, aunque no decía
nada. Los otros, sí. Formaban una gritería, una algarabía espantosa cuando
algún afortunado había «hecho» lotería dos veces seguidas. ¡Fuera trampas, Antonio!
En un momento dado, D. Diego se puso de pie. Tiró los cartones y exclamó:
-¡Esto no puede ser! Yo, que se más que todos vosotros juntos a este
juego y no doy una. Me voy. Mañana me traigo yo un cartón mio y ya
veréis lo que es canela.
Y se marchó diciendo en alta voz:
-¡Estos cartones están mal hechos!.
Se miraron unos a otros... se echaron a reír y continuó el juego.
¡Cosas de D. Diego!
A la noche siguiente se presentó el caballero La Puente, triunfal, con
un cartón propio. De la tapa de una caja de la droguería había recortado
un trozo y había escrito con lápiz quince números en tres filas de cinco, y
dijo:
-Aquí estoy yo. Y aquí está mi cartón. Este sí que es un cartón. Ahora
veréis. Voy a jugar con él. Que lo vean todos. Ahora voy a ganar. No
faltaba más...
Lo examinaron unos cuantos. Sí, se podía admitir. Era una cosa corriente.
-Y voy a jugar con él solo. Ustedes con tres y yo con uno. Y voy a ganar.
Ahí va mi real. ¡Venga juego! ¡La que se va a armar!.
Los jugadores estaban divertidos, D. Diego parecía estar loco. Pero allá
él, y empezó el sorteo. Se fueron cantando números. D. Diego renunciaba
a dos tercios de sus probabilidades de ganar. Jugaba con quince números,
los demás con cuarenta y cinco. La desproporción era aplastante. Pero,
¡adelante!.
Al rato de estar jugando, D. Diego soltó un puñetazo terrible sobre la
mesa.
-¡Alto, lotería! ¡He ganado! ¿No lo decía yo?
-A cotejar, Antonio, a cotejar.
-¡El 7!
-Sí.
-¡El 19!.
-Sí.
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Don Diego La Puente
-¡El 33!
-¡Ha salido! Aquí está.
-¡El 64! A ver... el 64, sí.
-¡Sí!
-¡El 70!
-El 70.
-Vengan las perras. ¿No lo decía yo? ¡Si es que hay muchos tontos! ¡Ya
lo creo! ¡Si esto es como todo! ¡Si es que hay que tener cabeza! ¡Y con un
cartón sólo! ¡Ja, ja!, ¡Si es que hay que echar muchos cálculos amigos! Ya
no juego más- Y se fue a dar la pasada a la reja con la contera de su bastón.
Aquella noche parecía un trueno. ¡Hamamelis!
La concurrencia continuó jugando después de reírse un buen rato con
la inocente locura de D. Diego. Había resultado un vidente.
La Dirección General de la Lotería Nacional de España, en Madrid, desperdició al parecer uno de sus más expertos técnicos, porque D. Diego siguió
en su droguería. Fue una lástima. Y una pérdida para el tesoro Público. A
los genios les reserva el futuro muy diferente porvenir. Alguno muere sin
haber abierto a la humanidad el pomo de su valía, de su perfume. Y esto le
pasó a D. Diego La Puente.
A
llá por los años de 1897 hasta 1903 recibía yo enseñanzas de
Bachillerato en el Colegio de Segunda Enseñanza de Nuestra
Señora del Carmen de Vélez Rubio, que dirigía D. Benito Navarro
Moreno, licenciado en Filosofía y Letras. El Colegio estaba en las Cuatro
Esquinas, a espaldas de la casa de los Sres. Vizcondes de Gracia Real, en
el edificio propiedad de D. Modesto Carrasco, hoy de las Sras. de Morales,
en la calle ahora llamada Joaquín Carrasco. Fue fundado en el año 1882 y
habían pasado por él ya un buen número de alumnos, sobre todo cuando
dejó de tener actividad el Colegio de la Purísima Concepción fundado por
D. Florián Ruiz Torrecilla en 1880 y dirigido por él, dando enseñanzas un
buen cuadro de licenciados como D. Marcos Egea Tortosa, D. Emilio Egea
López y D. Miguel Guirao Rubio, médicos; D. Fernando Pérez Suárez y D.
Antonio López Ruiz, abogados; D. Juan González Inzaurraga, presbítero
y bachiller en Filosofía y Letras; D. Antonio Bueno, licenciado en Ciencias
y antiguo Profesor Auxiliar del Instituto de 2ª Enseñanza de Almería y D.
Pedro María López, más tarde catedrático de Metafísica de la Universidad
de Valencia. En este prestigioso colegio de la Purísima Concepción estudió el
Iltmo. Sr. D. Manuel Medina Olmos, obispo mártir en Almería en la guerra
de 1936-1939. Al terminar de actuar este Colegio de la Purísima Concepción
tomó más importancia el de Nuestra Señora del Carmen20.
D. Benito Navarro Moreno pertenecía a una familia velezana. Eran 7
191
Cuadro de alumnos y profesores del Colegio de la Purísima Concepción a finales del s. XIX, dirigido
por D. Florián Ruiz Torrecillas (Véase nota 10 y p. 118). (Original reproducido por gentileza de Juan
García Alarcón Córdoba).
Don Diego La Puente
DON BENITO NAVARRO MORENO
hermanos: 3 varones, D. Francisco, Capellán Castrense y Ecónomo de
la Parroquia de la Encarnación de Vélez Rubio, D. Benito, licenciado en
Filosofía y Letras, y D. Pío, Presbítero, entonces Teniente de la citada Parroquia y más tarde Párroco de S. Sebastián de Almería, que fue echado a
los pozos de Tabernas, al parecer vivo todavía, durante la Guerra Civil; y 4
hermanas, María, Filomena, Pura y Carmen.
Aunque la dirección la llevaba D. Benito, le ayudaban sus hermanos,
con más constancia, D. Pío.
El salón dedicado a las clases estaba en la planta baja de la casa, con
entrada por el vestíbulo y una ventana grande con reja a la calle de Joaquín
Carrasco. Una puerta pequeña comunicaba con el resto de la vivienda, con
la cocina, creo, por la cual entraba y salía el Profesor. Quiero recordar que
el suelo estaba entarimado. Dos filas de pupitres, la mesa y un sillón para el
Profesor, unos mapas murales y un cuadro de Nuestra Señora del Carmen,
completaban el menaje. No recuerdo si había un reloj de pared. A la vez que
yo, estudiaban doce o quince alumnos de todo el distrito. Ellos y yo fuimos
los protagonistas de las escenas que describiré. Reservo los nombres por si
pudiera originarse algún disgusto entre los familiares, de quedar todavía
alguno vivo. Nada más lejos de mí. En absoluto. Cuando sean momentos
de alabarlos, sí. Los nombraré, gustoso. Con ello gana interés el relato, que
sólo pretende ofrecer el sistema educativo estupendo, en aquel tiempo, de
D. Benito Navarro Moreno.
A mí, que el Destino me llevó al Profesorado Universitario, me deleita
recordar los esfuerzos de aquel honrado Maestro.
D. Benito era carlista. Él no lo decía, pero nosotros lo sabíamos, pues
en ciertos días, que coincidían seguramente con aniversarios de triunfos
de las armas de D. Carlos VII, pero que nosotros, los alumnos con 11 o 13
años no estábamos capacitados para conocerlos, D. Benito bajaba a la clase
con su boina roja de requeté y permanecía toda la clase cubierto con ella y
aún iniciaba un canto como de un himno, aunque no lo seguía. Una frase
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20. Sobre los colegios de finales del XIX y comienzos de XX, véase nota nº 10. D. Benito Navarro sostuvo
una fuerte y agria polémica cuando en Vélez Rubio se abrió el Colegio de Ntra Sra del Rosario, dirigido por J.
Maurandi Mieli. Ambos, en 1917, desde las páginas de los semanarios locales (El Distrito y El Heraldo de los Vélez), se acusaron, insultaron y atacaron mutuamente en defensa de sus respectivas instituciones docentes.
193
Don Benito Navarro Moreno
suya que parecía relacionarse con todo esto era. «¡Hasta los Capitanes!».
Yo creo que D. Paco, el hermano mayor, tenía otra boina carlista.
De otro lado, la historia de España describiría esos hechos de armas, si
bien los señalaría como descalabros carlistas y triunfos liberales. Por ese
conducto normal podíamos enterarnos del significado de los días de boina.
Pero la manía ministerial de cambiar los planes de enseñanza, hizo que
yo estudiara mi bachillerato en tres de ellos, tan inarticulados que yo me
revalidé sin haber estudiado Historia Contemporánea de España. Para mí,
Alfonso XII, era conocido a través del canto popular.
¿Dónde vas, Alfonso XII?
¿Dónde vas, triste de tí?
Pero, por las páginas de la Historia, no. Tal vez Montejurra... No sé, ni
lo supe. No era asunto para preguntarlo un casi mocoso a su Profesor.
La enseñanza era buena, sin llegar a superior o extraordinaria, y dependía su resultado, como era lógico, tanto del Profesor como de los alumnos,
aunque, en verdad, no había un cuadro, en elenco de Profesores, como en
el Colegio de D. Florián, ni siquiera uno para Ciencias y otro para Letras,
sino que lo llevaba todo D. Benito, ayudado, en Ciencias, por D. Francisco
y en Letras, por D. Pío. Éste con mayor constancia. D. Benito conocía bien
las matemáticas. No puede olvidarse tampoco que para 12 o 15 alumnos no
se podía exigir un profesorado muy especializado que se hubiera llevado el
escaso rendimiento del colegio.
En ocasiones, había también un internado poco numeroso, para estudiantes del distrito.
Compensaban en cambio la escasez del profesorado, la seriedad, la competencia y la constancia de D. Benito, verdadero maestro, muy exigente, a
quien recordamos agradecidos sus alumnos. Yo, por lo menos, estoy muy reconocido. D. Benito estaba escribiendo un libro. No sé que pasaría con él.
El anecdotario de mis años de Bachillerato en el Colegio de D. Benito
Navarro está rebosante de acontecimientos escolares y para escolares que,
con los años transcurridos... tantos, han perdido sus contornos y se han
difuminado de tal modo que será muy difícil darle cita a todos en mi memoria e incluso será casi imposible a mi pluma, hermana gemela de aquélla,
trasladarlos al papel, aunque se siente dispuesta, la muy infeliz, a volver a
sus quince años, desde casi sus ochenta y cuatro abriles, y más ha de necesitar de freno que de estímulo para cumplir su misión. Vamos a vez si entre
todos podemos ofrecer algún relato que no obligue a volver la página a sus
lectores, de tenerlos, algunos de los cuales, ya poquísimos, supervivimos,
deseando dejarlos consignados como anécdotas de la enseñanza velezana
de finales del siglo XIX y comienzos del XX; la 2ª Enseñanza.
194
Don Benito Navarro Moreno
Aquí no se fuma, niños. ¡Ya lo saben ustedes!.
Don Benito fumaba, no mucho, pero lo hacía. Y no debía fumar. Tenía
una gastropatía, una úlcera, según deduje años después cuando, Catedrático ya, lo visité en su última enfermedad, un cáncer visceral, viviendo la
familia en el Palacio de la Tercia, del Sr. Marqués, hoy residencia de la
Institución Catequista.
Solía tomar bicarbonato sódico al final de las comidas vertiéndolo en un
vaso con un poco de vino tinto y removiéndolo con una navaja que llevaba
siempre en un bolsillo. No con una cucharita. Tenía que ser con la navaja.
A veces lo tomaba en la clase, pero entonces lo echaba en el hueco de la
mano izquierda y bebía un sorbo de agua. El erupto no tardaba en producirse. Y entonces se fumaba un cigarro. Era, a la sazón, el mes de Mayo. Nos
preparábamos para el viaje a Almería, a sufrir el examen del curso. Por la
mañana, a las 6 y media, estábamos en clase para repasar por capítulos y
al final nos preguntaban sobre sus materias.
Al entrar en la clase, estaba allí D. Benito y se empezaba a estudiar, leyendo en silencio, con el libro abierto, los codos sobre la mesa, las manos
apoyadas en las sienes, la vista en los libros y la imaginación... en las nubes, a
veces. La ventana estaba abierta porque la clase olía y no hacía fresco ya.
Cada mañana, hacia las 8, al retirarse D. Benito a tomar su desayuno
-chocolate de Juan Corchón con picatostes- repetía machaconamente:
«¡Niños, que aquí no se fuma! ¡Mucho ojo!».
En ocasiones, cuando se estaba muy ocupado en clase, se asomaba Dª.
María: «¿Te entro el chocolate?». Entonces lo tomaba allí, en una jícara,
y al terminar echaba agua de un vaso, la agitaba con la navaja y bebía con
deleite dos o tres jícaras, diciendo que aquello apretaba la dentadura. Yo
llegué a creerlo.
Entre los alumnos había de todo. Los que estaban conformes con no
fumar y los que no lo estaban. Yo no fumaba nunca. La orden era para mí
indiferente. Para otros, no.
Una mañana, salió D. Benito para desayunar y repitió la consigna. ¡No
fumar!. Pero no bien había cerrado la puerta de la cocina, cuando uno de nosotros exclamó: «Yo echo un cigarro. Que quiera o que no quiera, yo fumo
¡Pos no me digas! El puede fumar y nosotros no, ¡Ca, que fumo!». Sacó su
petaca repleta de picadura, preparó un papel y lió un cigarro ¡Una estaca!.
Ofreció tabaco que ninguno tomamos y prendió fuego al artefacto.
No bastaron todas las razones que le dimos para que no lo hiciera. Que
esperara a las 9 y media, que teníamos media hora de descanso, en el patio,
para fumar o tomarse un trozo de queso y otro de pan. Que era indisponerse
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Don Benito Navarro Moreno
con D. Benito. Que lo notaría rápidamente. que le resultaría un castigo.
Nada valió. Y se puso a fumar. ¡Pos no me digas, a mí...!.
De repente, se abrió la puerta y entró D. Benito. Percibió el olor del
tabaco quemado y vio el humo. La habitación era grande, pero no excesivamente. La ventana estaba cerrada aquella mañana. Él no había fumado.
¿Qué estudiante era?.
No le fue difícil averiguarlo. Precisamente en el momento de abrir la
puerta, tenía nuestro héroe la boca llena de humo y cerrada. Los carrillos,
abombados. No le había dado tiempo a expulsarlo. No sabía donde esconderlo. La cosa estaba fea. El interesado tenía los codos sobre la mesa, las
manos junto a las sienes, la vista sobre el libro, tapándose las mejillas y
haciendo esfuerzos para respirar por la nariz, procurando dejar aislada la
boca con su masa de humo de tabaco picado de cuarterón. Los demás hacíamos también como si estudiáramos. El silencio era completo. D. Benito
habló. Silencio general.
-Aquí ha habido alguien que ha fumado desobedeciendo mis órdenes.
¿Quién ha sido?. El silencio seguía. Nadie se atrevía a delatar al inconsciente.
Además, bien claro estaba. Que investigara él.
-Pero ¿Es que aquí yo no soy nada?. Dijo refiriéndose al fumador. ¿A
mis años? ¿Quién manda aquí? Niño ¿ha oído usted?.
Pero él no le contestaba.. ¿Cómo, si tenía la boca llena de humo?. El
profesor insistió. Se colocó delante de él, a medio metro y le preguntó:
-¿Ha sido usted el que ha fumado contraviniendo mis órdenes? ¿No he
dicho yo que no se fumara?. El interesado se dedicó a responder. Levantó la cabeza. Miró suplicante a D. Benito, con la boca próxima a estallar,
movió la cabeza y se le oyó una especie de gruñido nasal, como queriendo
decir: ¡yo, no!.
-¿Qué usted no?
Y acercándose a él con una sonrisa mezcla de furia y de burla, lo miró
fijamente, estiró ambos brazos y con la manos abiertas le «soltó» un par
de bofetadas simultáneas sobre los hinchados carrillos. ¡Paf! Por la boca
del alumno brotó una nube de humo, como en estos tiempos vemos en las
pantallas de televisión el volcán de gases de las explosiones atómicas.
D. Benito quedó envuelto en la nube.
-Y ahora ¿Qué dice usted? ¿Qué no ha fumado? De todo es usted capaz.
Ya lo creo. Hasta de fumarse a la vez un paquete entero. ¡El garrote que
había preparado usted! Que yo he dicho que no se fume... pues usted a
fumar. Usted es capaz de todo, menos de estudiar, y es que no le han puesto
a usted dos dedos de frente.
D. Benito se disparaba. Se iba del seguro, muy gastado ya, y la regañera
crecía, como la bola de nieve, sin poderla reprimir.
196
Don Benito Navarro Moreno
-¡Niño, niño! ¡Animal! ¿Qué va usted a sacar el curso? ¡Ca! ¡Hala, a
escarbar las papas! Por más que ... Y terminaba con esta frase lapidaria:
«Más le valiera a su madre de usted haberle dado medio celeminico de
vergüenza, en vez de medio celemín de migas que le ha metío esta mañana
entre pecho y espalda». ¡Usted que va a estudiar! ¡Salomón! ¡Usted no
lo necesita!.
¿Qué es esto? ¿De quién es esto?.
Repasábamos también. Estábamos ya a mediados de Junio. Ya venía el
tiempo escaso. Todos los años, los meses de Mayo y Junio eran como las
tientas de los novillos en los cercados, en las ganaderías de toros de lidia.
Aquella mañana era más tarde que en la escena anterior y el protagonista
era diferente. Había pasado la media hora de asueto en el patio... en el corral
y la cochera de la casa, y estábamos estudiando nuevamente. Don Pío entró,
se acercó a la mesa y habló en voz baja con su hermano. Y se marchó.
Don Benito nos habló: «Ya saben ustedes que el lunes salen ustedes con
mi Pío para Almería. Preparen ustedes las cosas. Díganlo en sus casas.
Aquí vamos a repasar Algebra. Mañana... sí; mañana jueves, el viernes
y el sábado no se va a repasar más que Algebra. De lo demás van bien
preparados, pero de Algebra no. Se les ha metío a ustedes entre ceja y
ceja no estudiarla y yo se la voy a meter a ustedes a la fuerza en el sentío.
¡Por que en eso sí va a haber cates!
El lunes salen ustedes de aquí a las 6 de la mañana. Ya está avisado
el coche de D. José Morales que los llevará al Puerto. Allí habrá otro de
Lorca a los Alcázares y con éste a Almería al día siguiente, con relevo
en los Gallardos. Y allí se toma un piscolabis. Llévense ustedes algo de
comer, unas tortillas, embutidos. Pan compran allí. A no llevarse más de
una maleta con una muda y los libros y los programas. Que no se vayan
a olvidar estas cosas. En Almería irán ustedes a la Fonda de la Perla, en
las Puertas de Purchena, que no es muy cara, porque...» ¡Pum!.
Se oyó un golpe como si un libro se hubiera caído, pero más fuerte y más
seco. Resonó mucho porque quiero recordar que el suelo estaba entarimado,
aunque no respondo de ello. Pero fue un golpetazo. De esto sí respondo.
D. Benito se interrumpió y nos miró a todos, uno por uno.
-¿Qué se ha caído?
Y se vino hacia el que estaba sentado junto a mí. Miró al suelo, se agachó
y recogió algo, que levantó con cierto cuidado, mirando alternativamente,
al objeto y al alumno.
-¿Qué es esto?
197
Y acercándose a él con una sonrisa mezcla de
furia y de burla, lo miró fijamente, estiró ambos
brazos y con la manos abiertas le «soltó» un par
de bofetadas simultáneas sobre los hinchados
carrillos. ¡Paf! Por la boca del alumno brotó una
Don Benito Navarro Moreno
-No lo sé.
-¿Qué no lo sabe usted?
-Yo no, señor.
-Hombre, bien fácil es de conocer. Estaba junto a sus pies ¿Es que viene
usted a clase para irse a Cuba al salir? ¿Para qué quiere usted esto en una
clase de estudiantes de 3º de Bachiller en el Colegio de D. Benito Navarro
Moreno, de Vélez Rubio, que debe ser respetado como una misa? ¿Piensa
usted irse a Manigua o embarcar para Filipinas? Aquí no hay barcos.
Aquí no hay más que personas pacíficas y estudiantes... malos estudiantes,
como usted. En Filipinas y en Cuba ya no hay nada que hacer para los
matones ¿Está cargado niño? ¡Diga!.
El aludido callaba, al fin dijo:
-El «revólve» no es mío.
-¿Qué el revólver no es suyo?. Pero si está junto a sus pies. Si se le ha
caído a usted del bolsillo del pantalón de los calzones, mejor dicho...!
-Pues no es mío.
-No, si es que para el algebra cree usted que es más útil el revólver que
la tabla de logaritmos.
El asunto estaba feo. Era un revólver corto de los llamados Pachones y
si no pertenecía al interrogado, era mío o del otro vecino.
D. Benito me miró:
-Yo, no.
-¿De verdad?
-De verdad.
Miró al del otro lado del sospechoso. Éste se defendió mejor.
-Se le ha caído a él -dijo- y está cargado, porque lo ha estado enseñando en el patio y yo le he dicho que se le va a escapar un tiro y nos va
a matar a todos.
-Ah, ¿car-ga-di-to y todo?. Pues a la calle ¡Yo llevaré el arma a su señor
Padre!. A ver si estamos aquí en un campeonato o en una sala de colegio
honorable. En Montejurra hubiera hecho usted falta. Allí hubo... Se fue a
la mesa, lo abrió y del tambor cayeron sobre la mesa las cápsulas.
-¡Valiente mamarracho! ¿Es esto para disparar contra su profesor o
para matar algún Catedrático? ¡Estúpido! ¡Mamarracho! ¿Y si se llega
a disparar al caer? ¡Fuera, a la calle! ¡Aquí no necesitamos matones! Yo
haré con el revólver lo que crea conveniente. O lo llevo a la Guardia Civil
y aprueba usted el algebra en la cárcel. Pero ¿qué se ha creído usted?
-¡Váyase usted! Y le dice usted a su padre que lo he echado yo. Que
lo ha puesto de patas en la calle D. Benito, D. Benito Navarro, D. Benito
Navarro Moreno, que se gana el pan con el sudor de su frente. ¡Qué se lo
diga usted! Si yo lo que debería hacer era... pero no. No. Oiga usted niño199
Don Benito Navarro Moreno
éste iba saliendo, tanto insistía el Maestro- Y le dice usted que he sido yo,
D. Benito, que yo no soy concejal más que con... Don... Car...
Y usted a su casa, sin pistolica.
Y ustedes a estudiar, ¡hala! Y mucho cuidado con que se les caiga algún
trabuco. Que ustedes con capaces de todo. Y terminó canturreando:
¡Ya ni en la paz de los sepulcros creo!
El género de los nombres latinos.
Esta vez la clase era de latín. De morfología latina. El libro de texto era
una cosa regular, nada más, según opinión del propio D. Benito. El autor era
un catedrático del Instituto de Almería en donde había que examinarse.
De los capítulos más difíciles de la obra, uno, quizá el más espinoso de
aprender, era el género de los substantivos latinos; pero el autor había tenido la gentileza de incorporar a su libro unos versos de Raimundo Miguel,
un formidable latinista, autor de un buen tratado que había desarrollado
el tema en forma de verso, atendiendo a la significación y a la terminación
de los nombres. Se llamaba Método latino-español. Se editó en Burgos,
en 1850. Resultaba dificilísimo de aprender, como es de suponer, pero,
quieras que no quieras, los versos que se aprendían quedaban atornillados
a la memoria, con remaches de acero, y, además, Raimundo Miguel debió
haber sido un buen poeta. Todavía, aún pasados tantos años, se recuerdan
gustosos algunos trozos:
Del primer género son
(Y en ley general se funda)
los en «us» de la segunda
y cuarta declinación.
Todo nombre de varón
propio de viento o de mes
y río, masculino es
por su significación.
Los de montes también son.
Los en «um», sin excepción
del género neutro son.
Y así iba el autor de la composición poética ofreciendo el problema, despertando la predisposición de la juventud hacia el verso. Buen método.
Recuerdo haber estudiado el asunto veinte veces, a la luz de lamparillas
de aceite, a veces, y haberlo olvidado más de diez y nueve, pero al final el
200
Don Benito Navarro Moreno
verso era o quedaba como una especie de diccionario al que la memoria
acudía en las traducciones y solía solventar el problema.
Don Benito la conocía muy bien, como Licenciado en Filosofía y Letras, y
gustaba mucho de recitarlo. En el colegio, el género de los nombres latinos
se resolvía por Raimundo Miguel.
En una clase de esta materia se presentó un día la necesidad de determinar el género de la palabra «fustis» y fue preguntado un alumno algo
tardo de asimilar, que al fin resulto ser abogado. Una excelente persona.
Un caballero.
-Vamos a ver, niño ¿Cuál es el género de la palabra «fustis»? Vamos a
ver ¡Fíjese usted que termina en «is»! ¡Fíjese usted! Vamos a ver.
Silencio en la sala. El interrogado fruncía las cejas y parecía que hacía
esfuerzos. Pero nada. En vano. No había respuesta.
-¿Pero no lo oye usted? Conteste usted, niño, todo no van a ser huevos
fritos y chorizos fritos a recalcaporras y buenos platos de gachas y rociaos.
«Fustis» terminado en «is» ¿Qué género tiene?
Y como el mozo continuaba callado se aproximó a él.
-¡Venga ahora mismo, suelte usted el discurso! ¿Es que no se ha estudiado usted los versos, tanto como habrá probado a hacer para las
muchachas? Pero ¡ca! Ni éstos ni aquellos. ¡Roca viva!.
-¡Ah, ya!. Contestó el estudiante apresuradamente y dijo:
Los en «um», sin excepción,
del género neutro son.
Y se quedó callado.
Lo que allí se armó es indescriptible. Don Benito corrió hacia la mesa
buscado una regla. Cogió el tintero, pero se arrepintió. Agarró un libro, lo
levantó en alto pero, lo volvió sobre la mesa y empezó a gritar:
-¡Tonto! ¡Que es usted un tonto! Un tonto real. ¡Madre mía, que buen
latino nos ha salido aquí!... Y el lunes se piensa ir a examinarse, a traer
calabazas. Y luego dirán en su casa que son los Catedráticos. El olmo
no puede echar peras. Si yo voy a tener que cerrar el colegio por usted
¡Zopenco!.
Pero pensó lo que pensó y dirigiéndose a uno de los hijos del inteligente
director del extinto Colegio de la Purísima, los Florianes, como les llamábamos, se puso afectuoso, cambiando de carácter y de acento, le cogió
las manos, le acarició las orejas, que no eran muy pequeñas, por cierto, y
exclamó:
-Vamos a ver, Marquicos, hijo mío, tú si lo sabes; género de «fustis»
¡Vamos colorín!. Marcos Ruiz Egea dijo de memoria, al pie de la letra, el
endemoniado verso que empezaba así, creo yo:
201
Don Benito Navarro Moreno
Los en «is» es bien los cuentes
por femeninos. Entre éstos
exceptúa los compuestos de «as» «assis»
y los siguientes:
Marcos llegó hasta el final como si hubiera recitado un disco de gramófono o una cinta magnetofónica. Ninguno de estos adelantos se conocían
entonces. El cerebro humano sí los llevaba dentro. Y de él salieron.
Don Benito escuchaba atento y complacido. El alumno era muy inteligente. Lo sabía todo. La regla fundamental, las excepciones. Todo bien
sabido del género de los substantivos latinos terminados en «is».
Al final de recitado se animó el profesor. Veía que alguien conocía el
problema. Porque estaba aterrado.
«Sí niño, sí», y le frotaba las orejas cuidadosamente. Don Benito era
soltero y quizá hubiera disfrutado de tener un hijo inteligente, como Marquillos. En la familia de D. Benito no había más que solteras. La hermana
menor se casó mayorcita ya, y hubo un duelo general. Y seguía D. Benito:
-Si lo tengo dicho. Si éstos que no piensan más que en comer, en el arroz
y pavo, en los tortillones de papas, en las morcillas fritas... éstos tienen el
sentío cerrao; son «cerraos de mollera» ¡Éstos que van a ir a exámenes!
¡Éstos no van más que a la cuadra! ¡Ay, los colorincillos, hijos míos! ¡Qué
bien os vendrían las perras de otros!.
Florián Ruiz y su hermano Marcos eran de pequeña talla.
-Y usted -D. Benito se volvió al Marco Tulio Cicerón de los terminados
en «um»- usted no se presenta en latín, que se lo diré yo a mi Pío; usted
no entra a exámenes de latín, porque el coche lo necesitamos para otras
cosas que no sean «Cucúrbitas» ¿Sabe usted niño? ¡Cucúrbitas! ¡Calabazas! Que es lo que es usted; una calabaza, pero una calabaza marranera.
Si siquiera fuera chirigaita... Pero no, marranera, como las que yo recojo
de mi bancal de Los Serranos... Digo: del bancal del Sr. Marqués. Yo no
quiero nada que no sea mío. Estén ustedes seguros de esto. Yo, lo mío.
Nada más. Y honradamente, por supuesto. Hay quien piensa de otro modo,
Benito Navarro Moreno, no. Por eso no he sido concejal.
A
principios del siglo XX que corremos, nuestra patria estaba muy
quebrantada. Acabábamos de perder, arrebatados, los últimos
pedazos de nuestro imperio colonial con el que habíamos sido
grandes y ricos, pero nos habíamos reducido al suelo peninsular y estábamos empobrecidos.
Y como si no hubiera sucedido bastante con la experiencia referida, en
1907 surgió otro problema pseudo-colonial con el Protectorado de Espa202
Don Benito Navarro Moreno
ña en Marruecos. El tratado de Algeciras y su complementario el tratado
de Alhucemas, franco-español, nos obligó a levantar en cultura el norte
de Marruecos, siendo España, y no otra nación, la comisionada, porque
a Inglaterra le convenía establecer frente a Gibraltar una potencia débil,
España, más que otra fuerte, Francia. España iba a luchar de nuevo.
Nuestra patria se encontraba dolorida, cansada, intranquila. No surgían
estímulos o iniciativas salvadoras. El erario estaba flojo. El pueblo ensayaba
ya problemas sociales que hoy están crecidos y la máquina nacional, en su
aspecto de la enseñanza, funcionaba muy deficientemente.
Los maestros cobraban poco y no estaban dignificados en su hermosa
tarea: enseñar las primeras letras a los futuros ciudadanos; hacerles sentir
la conciencia de su propia persona; prepararlos para defenderse en la vida;
leer, escribir y conocer las cuatro operaciones aritméticas fundamentales;
nociones de gramática, geografía e historia, sobre todo la de España; la
necesidad de convivencia humana y la existencia de Dios. Una tarea extensa
y hermosa puesta al alcance de inteligencias infantiles.
Pero la escasez de los sueldos, la cortedad de los escalafones, la lentitud
de los ascensos, los pocos medios materiales para la enseñanza... todo daba
por resultado que las juventudes no salían suficientemente instruidas, ni
tenían interés en estarlo. Ni los maestros, salvo excepciones, se decidían a
jugar el papel de héroes, porque, como hombres, tenían sus valores educacionales, pero también sus necesidades humanas, familiares, en primer
Florián Ruiz Egea, compañero de bachillerato de Don Miguel en el Colegio de Nuestra Sra del Carmen.
(Original reproducido por gentileza de Juan García Alarcón Córdoba).
203
D. Benito Navarro Moreno con su boina y el periódico carlista: El Correo Español. (Original reproducido
por gentileza de Juan García Alarcón Córdoba).
Don Benito Navarro Moreno
DON JOSÉ RAMOS VERA
lugar, a las que dar cumplida satisfacción, con escasez.
Los niños, la juventud alcanzaba la entrada del problema nacional,
porque era el tema de las conversaciones de los padres en casa y de sus
hermanos mayores. El desastre había calado en todos los ambientes. Algún
primogénito había muerto en Cuba o en Filipinas y la madre continuaba
vestida de luto. En este ambiente delicado de España, que tenía su origen
fuera y dentro también por la política de la oposición, nadie estaba tranquilo y, lo que era peor, la autoridad no estaba restablecida y se producían
sucesos como el que pretendemos apuntar.
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Había en Vélez Rubio un maestro de Escuela que era una verdadera
joya. Serio en su conducta, afable en el trato, muy religioso y trabajador
incansable, era una de esas personas que ahondan en las gentes por su
ejemplaridad. Los mejores educadores universales han sido «Pedro Machaca» y «Fray Ejemplo». El nombre de nuestro maestro quedó aprobado
dando título a una calle de Vélez Rubio, muy merecidamente.
Su esposa le ayudaba mucho en la administración de sus cortos ingresos. Él trabajaba también dando clases particulares. Y así, tapando una
necesidad mientras se abría otra, con una fe absoluta en Dios y una privada
conducta ejemplar, capeaba el temporal de su problema familiar y estaba
siempre optimista y confiado en que todo iría por su cauce, la Patria sanaría,
como era lógico, y vendrían tiempos mejores, como se canta en la zarzuela
«La Bejarana», que todavía no había aparecido en nuestro teatro.
Su escuela participaba en todos los factores enunciados. No tenía un
local cómodo y espacioso, pero iba tirando. No percibía el maestro sueldo
oficial proporcionado a su número de hijos -problemas que hoy tiene su
ambiente de solución, en la medida de las fuerzas económicas de la Naciónpero él salía adelante con todo y el pueblo lo comprendía, lo estimulaba,
le ayudaba y le agradecía sus desvelos por la enseñanza verdaderamente
extraordinaria.
No haría falta escribir su nombre. A los velezanos de hoy les sonaría vacío,
después de casi los cuarenta años de su traslado de Vélez Rubio, y para los
antiguos es enteramente innecesario. De la época magnífica del profesor
quedamos ya muy pocos. De todos modos, consignamos su nombre: don
205
Don José Ramos Vera
José Ramos Vera21.
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En Vélez Rubio existía una tradición, según decían, aunque en mi
tiempo no se practicaba, que consistía en «Dispensar la Escuela». Vamos
a reproducir el ceremonial del acto con lo sucedido en la renombrada Escuela Pública.
Un día se presentó en aquel establecimiento de enseñanza primaria un
muchacho como de unos diez años. Iba mejor vestido que la generalidad de
los escolares. Llevaba una cesta cubierta con una servilleta, tapando algo
que estaba en su interior.
La clase se encontraba en plena actividad. Eran casi las once de la mañana. El maestro en su sillón. Los niños en sus pupitres. Uno de los alumnos
contestaba a las preguntas del maestro sobre la lección del día. Los demás
atendían o repasaban, pero estaban en silencio.
De pronto, se abrió la puerta y apareció el “chico de la cesta”. Resultó
ser hijo de un familia distinguida de la villa. Una buena familia. Entró, se
quedó cerca de la puerta, de pie, extendió el brazo con la cesta y exclamó:
-Que vengo a dispensar la escuela.
Los niños volvieron la cabeza y miraron al recién llegado y al «presente». El maestro lo miró también y no comprendió el asunto, porque le
preguntó:
-¿Qué es eso? ¿Qué quiere usted?
-Que vengo a dispensar la escuela.
-Y eso ¿qué es?
El profesor quiso decir: ¿qué significaba dispensar la escuela? Porque
él no había escuchado nada semejante y llevaba más de veinte años ejerciendo. Y quería haber preguntado el porqué del asunto, porque él no era
del terreno.
El muchacho creyó que le preguntaba por el regalo que venía en la ces
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21. Conocemos pocos datos sobre este personaje: fue concejal en el año 23 y, como maestro, reclama su
alquiler al Ayuntamiento en 16 de enero de 1924.
La calle que en la actualidad lleva el nombre de José Ramos Vera (que va del Convento al Carril, desembocando a la altura de la calle Romeros), ha pasado por algunas vicisitudes: conocida de antiguo con los
nombres de «Cura Vélez», «Benito Pérez» y «Pedro Góngora», el primer callejero oficial (1841-1862) la denominó con un bonito nombre que perduró muchos años: «Vicarías». En 1931, el ayuntamiento acuerda el de
«José Ramos Vera»; en 1937, el de «Capitán Martínez Hernández» (nacido en Puerto Lumbreras y muerto en
el frente de Madrid) y de nuevo, en 1939, el de «José Ramos Vera». La reforma del callejero de 1988 respetó
esa denominación.
206
Don José Ramos Vera
ta, porque tiró de la servilleta, metió la mano y presentó a la concurrencia
un hermoso hornazo, una torta grade de pan cocido cubierta de azúcar
quemado y con tres huevos cocidos clavados de pie. Y añadió: «vienen
dos más. Es que hemos hecho en mi casa hornazos y yo traigo tres para
dispensar la escuela».
El maestro se sorprendió. ¡Qué extraña cosa! Y siguió preguntando:
-Pero ¿por qué trae usted eso?
-Es que como mañana es el día de S. José y no hay escuela. Yo traigo
los tres hornazos para dispensar la escuela. No cambiaba una sola sílaba
de la frase.
-Pero digo yo, ¿usted quién es?.
-Yo soy hijo de D...
-¿Y le han mandado a usted que venga aquí?
-No, pero yo traigo estos tres hornazos para dispensar la escuela.
Verdaderamente, era la víspera de la festividad de S. José y en Vélez
Rubio se celebraba tradicionalmente el Santo saliendo al campo la familia
para comerse juntos unos hornazos, si el tiempo lo permitía. Resultaba
con ello la fiesta en memoria de la Sagrada Familia. Los hornazos eran
muy ricos de comer. No sé si la costumbre se continuará. Supongo que no,
porque lo tradicional, lo recoleto, lo íntimo ha sido barrido y arrinconado
por lo internacional; y el hornazo, tan delicioso, quizá sea una antigualla.
¡Pero quizá!
El maestro se quedó de una pieza. Los muchachos estaban contentísimos. Se sonreían a la perplejidad del maestro, inexplicable para ellos, y
no retiraban sus ojos brillantes del hornazo y del compañero, porque ya
resultaba eso. Por lo visto, algunos conocían que se iba a dispensar la clase.
El mozuelo estaba de pie, triunfador, por lo que parecía.
El maestro debió pensar, como lo hago yo cada vez que recuerdo el suceso
referido, que aquello no era una improvisación. Es imposible creer que un
muchacho de unos diez años retirase de su casa tres hornazos que pesarían
casi dos kilos, por sí solo, cogiera una canasta adecuada, colocara dentro
las «monas», -así se llaman en otros sitios- con nueve huevos y lo cubriera
todo con una servilleta blanca y limpia. Aquello olía a manos femeninas.
Tal vez lo había preparado su señora madre, lo que indicaría que existía
una costumbre o una cierta tolerancia, al menos; pero aquello no se había
cocido en la cabeza del muchacho.
De otro lado, al maestro de escuela se le podía hacer regalos, obsequios.
Precisamente se llamaba José, como al párroco, al médico, al pariente,
al amigo, en sus onomásticas o en festividades destacadas. Esto era y es
lógico. Pero no habría de presentársele el obsequio en la escuela, en plena
clase, delante de los niños, sin una tarjeta o un recado de los padres, sino
207
El muchacho creyó que le preguntaba por
el regalo que venía en la cesta, porque tiró
de la servilleta, metió la mano y presentó a la
concurrencia un hermoso hornazo, una torta
grade de pan cocido cubierta de azúcar quemado y con tres huevos cocidos clavados de
Don José Ramos Vera
en su domicilio, al que se entraba por la puerta inmediata, y de una manera
privada.
¿Por qué allí, delante de los niños y con tanta desfachatez de pedir, exigir
casi, el dispensar la clase?
En el fondo, debía traslucirse alguna costumbre local en la que se mezclarían el deseo de los niños de que «no hubiera escuela», tan corriente como
irrazonable, muy de la niñez; el orgullo del «dispensador de clases» capaz
de dar por terminado un esfuerzo, liberando a los pequeños de la «tiranía»
y el pensamiento del pueblo de que el maestro podría hacerlo sin desdoro,
sin mancha, acudiendo a una costumbre de la localidad, aceptando el pollo,
el plato de panales de miel, el saquito de garbanzos, la fuente de uvas o de
higos, los hornazos, la libra de chocolate, simplemente como muestra de
reconocimiento por el esfuerzo del profesor por la enseñanza, que en este
caso era realmente enorme; pero hacerlo en aquella forma y en aquel sitio
y para suspender una clase, no. Esto no era natural.
El maestro lo entendió como una chiquillada, una más y muy delicada
y buscó una salida. Consultó su reloj. Faltaba menos de una hora para terminar la clase. La gente menuda estaba revuelta. Ya no daría pie con bola.
Su situación pedía una solución pronta.
Él no vio ningún inconveniente en dejar salir a los niños. El día siguiente
era festivo. Todo lo pensó y acabó diciendo:
-Bueno vamos a ver. Mañana es fiesta. La de los Pepes. No habrá clase.
Para pasado mañana, los que están en palotes, traerán una plana; los de
las curvas, nada más que media; de Geografía, el reino de Valencia; de
catecismo, desde «vino el Arcángel San Gabriel» hasta su virginal pureza;
y los de aritmética la tabla de 4 por 4. Con pocos borrones que algunas
veces parece que han escrito con el dedo metido en el tintero. ¡Cómo andarán los baberos y las madres de ustedes, con lo caro que está el jabón!
Hasta pasado mañana.
-¡Ah, esperen un poco!. Y en cuanto a usted -señor-, llévese usted esta
torta, o como se llamen, a su casa, y diga usted a su mamá- si es que sabe
esto- que yo le doy las gracias, pero que no acepto nada, que muchas
gracias, pero que no se preocupe de enviarme nada; que yo cumplo con
mi deber y ¡Dios sabe hasta qué extremo! Pensó sin duda en sus muchos
hijos.
-Y a usted amigo, creo que le vendría mejor estudiar que dispensar los
estudios, porque la edad se echa encima ¿estudia usted ya bachillerato?
-No, yo no voy a estudiar.
-Malo. Pero si se decide, si cambia de parecer, aquí tiene usted un asiento esperándolo y un maestro agradecido. Llévese el cesto y el contenido.
La escuela -quiso decir la clase- no la dispensa nadie estando yo aquí, ni
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Don José Ramos Vera
con regalos, ni con amenazas, ni con sobornos, mientras yo viva.
Luego me contaron que todo fue una «genialidad» del mozalbete, solamente, sin estudios ni ocupaciones, lo que preocupaba a sus padres, que
había prometido a los otros niños interrumpir la clase porque el maestro
estaba cargado de hijos y no resistiría a la tentación. Pero se equivocó. ¡Era
mucho maestro aquél!.
D
on Juan Laso de la Vega fue un sacerdote velezano del pasado
siglo. Suponemos que sería Laso de la Vega, porque el apellido
es éste, no Laso solamente, aunque con el tiempo parece haberse
perdido su segunda parte. Los «Laso de la Vega» de Vélez Rubio proceden
de un Juan Laso de la Vega, que vino como poblador a Lorca, en tiempos
de la Reconquista.
No hemos podido encontrar cuándo fue sacerdote D. Juan Laso de la
Vega. En la Historia de la Villa de Vélez Rubio y en los Apuntes Genealógicos y Heráldicos de la Villa de Vélez Rubio, ambos del citado autor, no
aparece. Seguramente, en el archivo parroquial de la Iglesia de la Encarnación estarán los datos, pero no debió ser cura párroco. En fin, no sabemos
más de este tema, por hoy.
El Sr. Laso de la Vega ejerció su ministerio en Madrid, y con una cierta
fortuna, pues la anécdota que vamos a referir lo expresa fielmente.
Estaba ya muy viejo cuando se retiró a Vélez Rubio para morirse allí.
Debería tener todavía familiares y sobrinos, tal vez, de algún hermano.
Pero en su ancianidad rememoraba su pasado y se entristecía recordando
sus tiempos de sacerdote en Madrid.
Referían -yo lo oí contar y quiero dejarlo escrito- que frecuentaba un
Casino para conversar y distraer un poco su melancolía.
Esto sitúa un poco la época a que nos referimos, pues el primer «Círculo» o lugar de reuniones para recreo se fundó en 1875, y, entre este año
y el final del siglo pasado, fueron apareciendo el Círculo de la Amistad, el
Casino Monárquico, el Casino de Vélez Rubio y el Círculo Católico22.
El Sr. Laso debió estar en Vélez Rubio, retirado ya, en el último cuarto
del siglo XIX.
Contaban que un día refería en un casino su tiempo pasado, cuando había
vivido en Madrid. Su estancia en la capital de España le había proporcionado
el acercarse a la Corte. no sabemos cómo ni cuándo, pero era indudable
210
DON JUAN LASO DE LA VEGA
que había estado en el número de personas que se mueven alrededor de
los Reyes. Tal vez fue Teniente de una parroquia cercana al Palacio, porque
contaba los pormenores de las Capillas Públicas: la presencia de S.S.M.M. y
la colocación de los familiares reales, la Grandeza de España, el Gobierno,
el público, etc. No sabemos si intervino en la celebración de funciones religiosas de la Corte, como familiar de su Sr. Obispo. Lo cierto es que conocía
bien la liturgia de las ceremonia oficiales palatinas.
En su nostalgia, conversaba con frecuencia sobre este tema y unas
veces encontraba atención en ciertas personas que estimaban el mérito
del Sacerdote y respetaban su ancianidad, pero otras, los oyentes no eran
instruidos y les molestaba la repetición de sucesos narrados por el Sr. Laso,
procurando «darle esquinazo» o dejarlo con la palabra en la boca. Allá él
con sus historias, que a lo mejor no eran verdad.
Una tarde de invierno estaban reunidos alrededor de una mesa de
camilla unos cuantos velezanos, entre ellos D. Juan Laso. Había un buen
brasero. En la calle hacía frío y corría un viento de poniente muy fuerte.
Todo invitaba a estar encerrado y al amor de una lumbre, en la chimenea
o al de un buen brasero.
D. Juan derivó la conversación hacia su tema preferido. Refirió que en
Madrid había calefacción en todas las casas y el calor se extendía por las
habitaciones, todas. Se vivía mejor. Y rodó la charla hacia una noche, en un
día de San Ildefonso, en el que los Reyes habían dado una cena de gala a la
Nobleza, pero que el Rey D. Alfonso había invitado a otras personas, como
el Jefe de los Alabarderos, el Mayordomo de Semana, el Jefe Militar que
estaba de guardia, el Capellán Real que había celebrado la función religiosa
por su onomástica, el Predicador, etc. Y bien que fuese una realidad o que
la cabeza de D. Juan lo hubiera soñado, es lo cierto que parecía entenderse
que él hubiera asistido a la comida, pues refería la cortedad que había tenido
sin saber cómo comportarse tanto con las relevantes personalidades que
cenaban como con los diferentes platos servidos.
Uno de los oyentes, basto, incorrecto, se sintió molesto por el relato del
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22. Los círculos y sociedades decimonónicos de Vélez Rubio tuvieron una excepcional importancia social, política y cultural; el propio Palanques, en su Historia de Vélez Rubio (p. 630-637), les dedica un capítulo
expresamente, por donde podemos conocer sus nombres, actividades y carácter hasta comienzos del XX.
211
Don Juan Laso de la Vega
anciano. Lo miró varias veces, con cara de incredulidad, y lo interrumpió
agriamente, diciéndole:
-Entonces fue cuando el Rey, que veía que usted no sabía como seguir
comiendo, dijo: Que le frían a D. Juan Laso dos huevos fritos ¡Pronto!.
D. Juan cortó la conversación. Miró al hombre tosco y dijo:
-Yo... lo que digo es... -y se detuvo.
-¿Qué dice usted? A ver ¿qué?.
-Yo... lo que iba a decir es... que si los huevos estaban ya fritos, no los
irían a freír otra vez.
-Pos si Sr. D. Juan; usted es que está ya muy viejo y hecho un carcamal.
El Rey dijo eso que le he dicho a usted. Usted mismo no se acuerda que lo
ha contado muchas veces. Y dijo el Rey: «A ver. Que le frían a D. Juan dos
huevos fritos y un morciguillo». ¿A que ahora sí se acuerda usted?
El pobre y noble anciano conservaba lucidez bastante para comprender
el ataque de que era víctima y la brutalidad del contertulio. Cerró la boca.
Esperó unos momentos hasta que alguien habló censurando la inoportunidad y la forma de la interrupción y falta de respeto para el sacerdote que
desde luego había vivido en Madrid, dando lustre al hogar velezano, y se
levantó despidiéndose, porque era ya tarde y debía retirarse a su casa.
No replicó nada. En Vélez llaman las gentes del pueblo al murciélago
«morciguillo». D. Juan lo sabía bien. El contradictor no encontró una
palabra más despreciativa para acometer al culto sacerdote que se había
refugiado en su pueblo materno para aguardar su última hora, pensando
que allí estaría más seguro de no ser molestado por la difícil vida de un
religioso en los inciertos tiempos del liberalismo y masonería de fines del
siglo XIX y viviendo precisamente en Madrid junto a la Corte. Éste había
sido el más insolente ataque sufrido en su vida religiosa y había ocurrido
precisamente en su Vélez Rubio, su Patria chica, a la que había vuelto en
busca de paz. ¡Qué lástima!
D. Juan Laso de la Vega se retiró a su casa, a su iglesia y a su familia y
nadie lo volvió a ver entrar en el Casino. Aceptó las excusas que la Directiva presentó en su domicilio, dió las gracias por la gentileza, perdonó el
exabrupto... Pero murió sin pisar más el Círculo23.
U
no de los comensales del cortijo de Claví, en los veranos, era D.
Antonio Díaz, persona fina y delicada, natural de Vélez Rubio,
donde residía, y amigo de D. Fernando Pérez, desde la infancia.
Era ya anciano por aquellos años de 1918 a 1923. Viudo, sin bienes de fortuna, que yo recuerde, hacía de instructor de personas acomodadas, dando
lecciones de caligrafía, gramática y, principalmente, idiomas, pues había
ocupado una plaza en el Instituto de Lenguas en Madrid. No creo que fuese
212
-Pos si Sr. D. Juan; usted es que está ya muy
viejo y hecho un carcamal. El Rey dijo eso que
le he dicho a usted. Usted mismo no se acuerda
que lo ha contado muchas veces. Y dijo el Rey:
«A ver. Que le frían a D. Juan dos huevos fritos
Don Juan Laso de la Vega
licenciado en Filosofía y Letras, materias que estaban unidas en una misma
Facultad Universitaria, pero no lo puedo negar tampoco. No recuerdo haber
visto en su casa, en la pequeña habitación en la que daba sus lecciones,
ningún cuadro colgado en la pared con el correspondiente título, lo que es
corriente hacer con los diplomas de dichos títulos universitarios.
Su condición de «solterón», sus escaseces pecuniarias y sus años, le habían traído a una situación de retraimiento digno que lo mantenía apartado
de la sociedad. Iba a los casinos -había dos en Vélez Rubio, el liberal y el llamado republicano, que era Círculo de la Amistad, a veces algún otro de vida
efímera- leía bastante y no perdonaba cualquier palabrota o grosería.
Con él aprendí yo las nociones de lengua alemana que se me exigían en
la Carrera de Medicina, en cualquiera de los tres primeros cursos, porque
en el bachillerato se estudiaba castellano, francés y latín, pero no alemán.
En la carrera, sí.
Se encargó de la enseñanza en un colegio privado o incorporado al
Instituto General y Técnico de Almería, en el que yo hice mis estudios de
bachiller, como alumno libre. Me contaron que durante nuestra guerra con
los E.E.U.U. de América, por Cuba y Filipinas, en 1897, él fue el único del
pueblo que decía «Uasington».
En síntesis, era un hombre culto. Escribía con una letra española perfecta y una buena ortografía, por supuesto. Sus escaseces metálicas eran
los naturales compañeros de los intelectuales, entonces y ahora, en estos
tiempos. Siempre ha sido peor retribuido el trabajo intelectual que el ma-
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23. El periódico de Vélez Rubio La Defensa (Nº 51, X-1902) publicó la siguiente nota necrológica: “El día 3
del actual (Septiembre, 1902) murió en Madrid nuestro querido paisano y suscriptor, D. Juan Laso de la Vega
y Oliver, a la edad de 65 años, ex-coadjutor de las Parroquias de S. Andrés y S. Marcos de la Corte. Dios haya
acogido en sus brazos al que fue en vida modelo de virtud y caballerosidad”.
214
DON ANTONIO DÍAZ
nual, que ahora se denomina técnico.
Cuando llegaban los veranos, D. Antonio aparecía un día cualquiera con
su traje de dril azul planchado, sus zapatos de color, siempre limpios, la
misma camisa con cuello blando planchada, la misma corbata y el mismo
sombrero de paja duro que guardaba con tal cuidado al final de temporada,
que cada año aparecía como nuevo, y su bastón de palasán.
La gente joven, propensa a la broma, como flor de sus pocos años, tenía
siempre ocasión para “pegar la hebra” con D. Antonio, con lo que todos
mataban el tiempo. D. Antonio gustaba siempre alternar, es verdad, pero
con una cierta medida nada más, producto igualmente de su edad, medida
que los jóvenes procuraban rebasar para discutir con D. Antonio, quien
no aguantaba ancas.
Para muchos era un misterio cómo este señor podía vivir con tal reducidos ingresos y D. Fernando tenía dadas órdenes en su casa para que fuese
bien atendido y alimentado.
En Claví pedía tabaco muy pronto, porque había podido comprar poco
y sabía que D. Fernando, fumador de verdad, traía provisión abundante.
Pero había que pedírselo.
Una mañana estaba D. Antonio sentado en la placeta, más temprano
que de ordinario, aunque acostumbraba a madrugar. Aparecía pensativo
y como distraído. No fumaba. No tenía ya tabaco. Manolo se asomó y
comprendió la razón de ello. Entró en la habitación de D. Fernando, que
estaba ya sentado frente a su mesa de trabajo, y dijo:
-Padre, déme usted un par de paquetes de cigarros para D. Antonio.
-Hombre ¿y yo?
-Usted tiene muchos, el pobre no tiene ninguno. Salió y le dijo: «D.
Antonio, tome usted este tabaco». Antes de salir enseñó los paquetes a
Paco Hortal, huésped, amigo especialmente de Juan Diego, e igualmente
sin tabaco, que estaba en el comedor, sentado en el sofá, aburrido.
-Bien hombre; veo que eres inteligente y tienes buen corazón. Me vienen
muy bien. Todos. Y los guardó presuroso en un bolsillo. No se atrevió a
encender un cigarro. Paco Hortal apareció en la placeta y se sentó un tanto
aburrido también. Tampoco fumaba. De repente se acercó a D. Antonio
y dijo:
-Déme usted un cigarro, D. Antonio.
-No tengo ni un polvo.
-Vamos D. Antonio, déme usted un cigarro, que es usted muy egoís215
Don Antonio Díaz
ta.
-Te repito que no tengo ni un polvo.
-Búsquese usted en los bolsillos, por si acaso.
-Ya te he dicho que no. No insistas.
Manolo salió del cortijo, se aproximó al grupo y dijo:
-D. Antonio déle usted un cigarro, hombre. Mírese usted en los bolsillos
y déme usted a mí un cigarro también.
No se atrevió a negárselo. ¿Cómo se iba a negar? D. Antonio se volvió
de espaldas, metió su mano en un bolsillo y trató de sacar un cigarro, pero
tenía que deshacer el paquete, con una mano sola, sin sacarlo. Los otros se
reían de la maniobra y aguardaban.
-Toma Manolo, el último que me queda. Manolo lo tomó.
-Déle usted otro a Paco.
-Si te digo que no me queda ninguno más.
-Déle usted otro a Paco. Saque usted otro, hombre; y otro para Mariano.
Mariano ven, que te da D. Antonio un cigarro.
Aquello era intolerable para el puntillo de D. Antonio. Metió la mano
en el bolsillo y sacó los dos cigarros. Se retiró un poco y llamó a Manolo,
diciéndole en voz baja, pero enérgico:
-Mire Manolo, las cosas claras. Si por un lado me das el tabaco y por
otro me lo quitas, valía más que no me lo dieras, hombre.
- Pero D. Antonio, si tiene usted cincuenta cigarros que se los he dado
gustosamente y da usted tres ¡Don Antonio, Don Antonio!.
Él era así. Dió los tres cigarros, pero se cuidó de no mostrar los otros
mientras regañaba a Manolo.
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Era glotoncillo. Le hubiera gustado comer bien. Y lo merecía, a mi juicio,
pero durante el resto del año ello era imposible. Ni había mecenas para
ofrecerlo, ni él mismo lo habría aceptado, por el dichoso puntillo. Por eso,
como en Claví se comía bien, se desquitaba en los veranos, con complacencia
del anfitrión y de su señora, quien le servía unos platos de “arroz y pollo”
que no los saltaría un perro galgo.
-¿Dónde está D. Antonio? Preguntó un día Fernandillo en la mesa.
La respuesta estaba ya convenida con su hermano.
-Detrás de aquel cerro de arroz. D. Fernando los miró, severo.
Las consecuencias de comer demasiado una persona mayor eran fácilmente previsibles. D. Antonio empalmaba una indigestión con la siguiente.
Alguna noche se le «escapaba el punto», pues su edad no concedía mucha
resistencia a sus esfínteres, lo que era un gran apuro para él, porque le daba
216
Don Antonio Díaz
vergüenza, pero no se corregía.
Un día sucedió lo siguiente. Apenas amanecido, D. Antonio se vistió con
camisa, pantalón y americana. Se puso los zapatos y lió los calzoncillos en
un periódico, saliendo del dormitorio sin ruido, camino de la balsa, rambla
arriba. Llegado al chorro de agua, se arrodilló y empezó a lavar su prenda
interior con una pastilla de jabón de tocador que administraba con más
rigor que el tabaco. Esperaba tenerla tendida antes que saliera el sol, para
secarla. Mientras tanto se daría una vuelta por el monte, tan hermoso a
aquellas horas. Nadie sabría lo sucedido. Pero no contó con la huéspeda,
como se suele decir.
Paco Hortal estaba al tanto de todo, porque los invitados dormían en
otro cortijo inmediato, en una habitación espaciosa. A pesar de ello, no
era posible silenciar un cólico, una diarrea. El ruido, tal vez, pero el olor,
con todo cerrado, en verano y cuatro o seis personas durmiendo en un
local...¡Imposible!.
Detrás de D. Antonio salió Paco. Se fue tras él y se escondió entre chaparros para ver qué sucedía. Y sucedió que D. Antonio lavó los calzoncillos
y pensó lavar también el pantalón que había cogido algo de la tempestad
intestinal. Era de tela sencilla. Corrían los últimos días de Julio. El sol calentaba bastante. Había tiempo para todo. Sería cuestión de un cuarto de
hora. Mientras tanto, recostado sobre la pendiente, el astro rey le permitiría enfriarse. El plan no era del todo malo. Porque dar a lavar la ropa a las
criadas de Granada, eso de ninguna manera. Hacerlo por sí mismo.
Así fue que D. Antonio se quitó el pantalón, puso en el suelo una piedra
la más plana posible, se arrodilló y empezaba a mojar la prenda cuando se
presentó Paco Hortal.
-¿Qué pasa D. Antonio?
D. Antonio se puso de pie, desnudo de cintura para abajo, con sus setenta años a cuestas, recordaba a D. Quijote haciendo penitencia en Sierra
Morena.
-A ti ¿qué te importa?
-¿Es que está usted malo?
-Ya lo sabes, Paquico, hombre ¿Para qué preguntas? No creo que sea
esta ocasión de burlas.
-Si yo puedo ayudar... Déjeme usted, yo los lavo.
-¡No! ¿Qué se te iba a pasar a ti? Paco, Paco, que eres muy malo. Que
te lo tengo dicho. Y muy guasón. Vuélvete al cortijo, que aquí no se te ha
perdido nada, como no sea la vergüenza. Digo yo.
-¡D. Antonio! Si yo venía por si encontraba alguna perdiz...
-¡Y la ibas a coger con la mano! Vuélvete al cortijo. Los pantalones
los lavo yo. Y, ¡oye! ¡no digas nada en el cortijo! No te digo más. Yo soy
217
Don Antonio Díaz
un viejo, pero nos entenderemos si sueltas la lengua, que la tienes muy
propicia. Ya lo sabes. Ya te lo he contado. Yo le he dado dos bofetadas al
Director General de Correos. No te digo más.
Paco volvió al cortijo y el pobre D. Antonio, «el Monsiú» como le decían
en el pueblo, siguió su triste faena. Nadie más se apercibió del suceso. Tuvo
fortuna, porque los cortijeros madrugaban mucho para traer agua y la rambla era camino para ir al Campillo o para bajar a los mercados de los sábados.
Tampoco era este día de la semana. Nadie supo lo ocurrido o, para decir
verdad, las criadas se enteraron, pero guardaron silencio compadecidas,
o comentaron entre sí lo gracioso que resultaría el acto del lavado en las
circunstancias que se llevó a cabo. Pero D. Antonio pudo quedar tranquilo
y seguir cortejando los platos de arroz.
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D. Antonio era aficionado a la caza. Ya no cazaba por su edad y porque
no tenía escopeta. Pero en Claví había siempre tres o cuatro y municiones
en abundancia. Las excursiones cinegéticas estaban a la orden del día. Él
no iba, pero no se quedaba a gusto.
Un día la gente joven organizó una gira, con perros y escopetas. Se hizo
correr la voz de que frente al cortijo, en un chaparral que coronaba el cerro,
venía una liebre a encamarse todas las mañanas, después de haber pastado
la noche con el fresco y la luz de la luna. Aquello era una provocación, un
desafío del valiente roedor a los cazadores. ¡Encamarse a menos de doscientos metros! Don Antonio ardía en deseos de ir, pensando en matar la liebre
para comérsela con gurullos, plato corriente en el país que está conseguido
con masa de harina de trigo trozada con los dedos en pequeñas partes en
forma de granos de trigo, más largos y terminados en puntas agudas, que
se emplean en lugar de arroz, para guisar especialmente la liebre. Todo
estaba tramado y articulado.
Una tarde mató Mariano en el acecho, en un claro de luna, en una vereda
usada por liebres y conejos para bajar a comer a los bancales, una buena
liebre que llevó al cortijo. Y allí se completó lo necesario para burlar a D.
Antonio. Se convino en que Mariano colocaría el animal muerto debajo
de un romero, tendido como si fuera vivo y estuviese medio escondido y
dispuesto a saltar, con esa elegancia y presteza que tiene el arranque de
una liebre encamada a la llegada de una persona o un perro. Para mayor
INRI, la liebre fue engarronada, desgarrando un dedo de una pata trasera
y metiéndolo por un ojal hecho a través de la pata homónima, con lo cual
resultaba como si estuviese trabada. Todo fue cumplido. La liebre quedó
tendida debajo de un romero, en actitud de saltar. Durante la cena se habló
218
Don Antonio Díaz
del capricho del animal viniendo a encamarse frente al cortijo en un lugar
desde el cual vería los perros, las personas, los autos, las faenas de las
gentes... y casi se sorteó quien habría de tirarle, aunque se quedó en que la
suerte de cada tirador decidiría. El ambiente se llenó de deseos.
Desayunados los cazadores a la mañana siguiente, se puso en marcha la
máquina. No salieron los perros. Quedaron encerrados... Se marchó en otra
dirección para despistar. La partida anduvo casi una hora. Tiraron a unas
perdices, sin éxito. El sol calentaba. Iban cansados. D. Antonio más. Los
comentarios eran de desaliento. ¿Sería una patraña lo de la liebre encamada? Además, D. Antonio no comprendía un rodeo tan largo y sin sentido.
Si el animal estaba tan cerca ¿para qué caminar tanto? Si en general había
muy poca caza, porque raro era el día en que no sonaban tiros...
Mariano no perdía de vista al anciano y tiraba piedras a los matojos
para hacer saltar las piezas; alguna totovía. Nada. De repente se paró e
hizo señas a D. Antonio. Este se acercó, despacio, con precaución, el dedo
en el gatillo de la escopeta. Los cazadores cercanos se pararon en espera
de acontecimientos. Mariano le indicó, agachándose, un bulto obscuro que
estaba al pie de un romero, un conejo o una liebre encamados al fresco. D.
Antonio no veía nada. Se fue acercando, acercando. Aquello no saltaba, no se
movía. Mejor era así. De repente, ¡pum, pum! Dos tiros a boca jarro. «¡Por
fin!» Gritó D. Antonio casi sonriendo «¡Que te ibas a escapar, tunanta!
¡Que hermosa!» Los cazadores gritaban:
-¿Qué ha sido? Dos tiros perdidos. ¡Qué barrenazos! ¿Qué es?
-¡Una liebre, un lebrón! Exclamó D. Antonio.
Todos se juntaron y se decidió volver al cortijo. D. Antonio abrió el morral, cogió la pieza y la encerró sujetando la correa en su hebilla.
-Y ahora ¿qué decís? ¿Qué uno no vé ya? ¿Qué uno está ya para el
arrastre? ¡Bueno!
Y volvieron al cortijo. La conversación se animó. Unos alababan la
puntería del cazador. Otros que el que había tirado era Mariano, porque
D. Antonio no daba pie con bola. Por todo nuevo comentario, éste mostró
los dos cartuchos disparados. No había duda.
Los del cortijo esperaban fuera de la casa. Los tiros habían sonado
mucho. El palomar de la casa se había quedado vacío. Todos estaban en la
placeta. D. Fernando también, esperando el desenlace de todo aquello.
El cazador exclamó triunfal:
-Doña Encarnación, ¡con gurullos, con gurullos!
-Sí, D. Antonio, la guisarán con gurullos.
Se sentaron en los poyos de la placeta. Fue abierto el morral y mostrada
la hermosa liebre. Era un buen ejemplar: la barriga blanca, el rabo blanco
por debajo, los extremos de las orejas negras ¡Soberbio animal! Pesaría
219
Don Antonio Díaz
más de cuatro libras.
Manolo se acercó, cogió al ejemplar por las patas traseras y exclamó:
«¡Anda, pues si está ya engarronada. Muy bien, D. Antonio. Yo no creía
que usted gastaba estas bromas. En todas partes cuecen habas. ¡Engarronada! Está bien, D. Antonio». Éste se puso lívido. Todos estaban callados.
Cogió la pieza y, sin que nadie lo esperara, la arrojó con violencia a Mariano
a la cabeza. Cayó a sus pies.
-¡Sinvergüenza! ¡Venga usted, por aquí, despacio, que no se escape!
¿Se hace eso con un anciano? Había comprendido al fin toda la burla, pero
era ya tarde.
-Mañana me voy ¡Esto no se puede tolerar!
D. Fernando intervino:
-No, Antonio, tú no te vas. Esto no tiene importancia, aunque está muy
mal hecho. Tú no te vas.
-Sí, Fernando, mañana me voy. Tú no tienes culpa. Te estoy muy
agradecido. Pero me voy, porque voy a tener que hacer un disparate. Y se
fue. A la mañana siguiente lo bajó Manolo en su «diabla». Y se fue a Vélez
Rubio... por unos días.
A
comienzos del siglo, por los años de 1904 a 1910, venía a Vélez
Rubio algunos veranos D. Federico Arrendondo y Ramírez de
Arellano. Lo recuerdo bien. Era un hombre alto de talla, derecho,
con pelo cano, bigote largo, cano también, tieso y bien cuidado. No parecía
teñirse el cabello o lo hacía sólo discretamente. Vestía muy correctamente;
trajes obscuros, chaleco blanco de piqué, sombrero de paja «canotier» y
zapatos marrón siempre lustrosos. Reloj de bolsillo con colgante, sortija
y alfiler de oro con brillantes sobre corbatas de color generalmente claro.
Pañuelo de seda en el bolsillo alto izquierdo de la americana y su bastón de
palasán. Fumaba buen tabaco. Utilizaba algún discreto perfume masculino.
Un verdadero gentelman, muy cortés y agradable. Era diputado a Cortes
por el distrito de Villena25.
Se alojaba en casa de sus primos, D. José, D. Ángel y Doña Dolores Arrendondo, que vivían en la hoy llamada calle de Joaquín Carrasco, el actual
edificio que ocupan el Juzgado de Instrucción y el Instituto Nacional de
Previsión, casa propiedad de los señores Arrendondo, quienes la mejoraron
mucho dotándola de una buena despensa bien surtida siempre, porque recibían frecuentemente personas distinguidas. En el mismo solar parece que
había existido otra vivienda que ocupó algún tiempo el Licenciado Heredia,
primer párroco de Vélez Rubio nombrado por los Reyes Católicos26.
Los Arredondos eran también dueños del edificio llamado «El Óvalo»,
en la carretera para Vélez Blanco, frente al barrio del Instituto Laboral José
220
Don Antonio Díaz
Marín. Allí almacenaban trigo que molían en su fábrica de harinas, sita en
la Ribera de Los Molinos, que estaba todavía en su apogeo, dando riqueza
para la villa. Hoy, el Óvalo pertenece de herencia a D. Alberto González
Álvarez, farmacéutico y alcalde de Vélez Rubio. No se sabe si D. Federico
participaría en la industria de sus primos. Es de suponer que sí27.
D. Federico era un aristócrata en su porte y en su trato. Buscaba con
frecuencia a D. Fernando Pérez Suárez, abogado prestigioso en Granada
que veraneaba en Vélez Rubio, en donde había nacido. Tenía una edad
parecida a la de D. Federico, tal vez algo menor y no le iba a la zaga la
221
222
DON FEDERICO ARRENDONDO Y RAMÍREZ DE
ARELLANO24
elegancia natural y prestancia. Paseaban juntos, yendo algunos tardes al
Óvalo hasta la hora de cenar y, otras, a la puerta del Casino Liberal, en
la Carrera del Mercado, sentándose en una peña de amigos entre los que
se contaba D. Francisco Fernández, abogado y alcalde entonces de Vélez
Rubio, para tomar el fresco. Algunas noches, la reunión era después de la
cena y se prolongaba, en ocasiones, hasta la madrugada, terminando con
una buñolada con sabrosos ejemplares preparados por Carmen la Buñolera.
Una o dos veces en la temporada obsequiaba D. Fernando a sus contertulios
con unos discos de un gramófono de «La voz de su amo», marca que era
entonces una novedad. El café con leche o el chocolate con buñuelos no
faltaba. Eran unas noches deliciosas.
Desde mis tiempos de estudiante he recordado con frecuencia la personalidad de D. Federico Arredondo. Me hubiera agradado conocer detalles
y referencias suyas, pero no me fue posible. Yo estaba en Granada durante
los cursos de mi carrera y mis vacaciones no permitían a mis pocos años
detenerme en estos menesteres. Mis padres y D. Fernando Pérez, más
tarde mi padre político, sabrían al dedillo la vida de D. Federico que era
digna de conocer. Pero no pregunté nunca. No salió en las conversaciones
familiares.
Ahora, en esta edad avanzada, en la que tantas veces se vuelve la cabeza
para mirar hacia atrás, como si se quisiera reconsiderar la juventud, tal vez
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24. Este artículo no se reproduce completo. Hemos seleccionado lo referente a la descripción del personaje
y se prescinde de la noticia genealógica de la familia Arredondo.
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25. En efecto, la prensa local dio noticia en varias ocasiones de las visitas a Vélez Rubio de D. Federico,
diputado por el distrito de Villena, acompañado de su esposa y su tía, entre agosto y octubre. (La Defensa,
nº 50, 57, 1902).
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26. La casa de los Arredondo, sita en la Calle Joaquín Carrasco, dando la trasera a la puerta levante de la
Iglesia Parroquial, y que Don Miguel la cita (en los años 60-70) como sede del Juzgado y del Instituto Nacional de Previsión, está deshabitada desde comienzos de los 90. El deterioro es cada día más acusado en esta
mansión doméstica de la clase dirigente velezana. Tanto por su estructura, como por la estética historicista
de su fachada y la rica ornamentación interior (si es que aún existe), merece la pena ser conservada con el
mayor interés, esmero y respeto a su diseño y decoración originales.
223
Don Federico Arredondo y Ramírez de Arellano
no aprovechada en toda su dimensión, reducido ya el vuelo de las ambiciones, sintiendo deleite en recordar escenas del comienzo de un ciclo de vida
que está contando sus últimos boletos, la figura de D. Federico Arrendondo
y Ramírez de Arellano se ha aparecido en la pantalla de mis recuerdos como
pidiendo un lugar en mis apuntes que recogen un anecdotario velezano,
más o menos valioso y con peor o mejor fortuna catalogado.
Acerca del Licenciado Heredia, puede consultarse la inevitable Historia de Vélez Rubio de F. Palanques,
concretamente el capítulo: «El Licenciado Heredia y sus fundaciones» (p. 165-173).
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27. Sobre los molinos hidráulicos y la famosa industria harinera en Vélez Rubio en el s. XIX, remitimos
al lector interesados al libro: Los molinos hidráulicos tradicionales de los Vélez, escrito por Lorenzo Cara Barrionuevo, José Luis García López, José D. Lentisco Puche y Domingo Ortiz Soler, editado por el Instituto de
Estudios Almerienses en 1996.
224
Don Federico Arredondo y Ramírez de Arellano
225
COLOFÓN
«Me satisface más haber sabido recapitular esencias de mi tierra que
haber adquirido fincas o pretender en mi pecho medallas, cruces y bandas, de no ser en honor de Vélez Rubio, al que creo que estamos todos los
velezanos obligados a amar y venerar, agradeciendo a Dios haber visto
la luz de la vida en su regazo».
Miguel Guirao Gea
«... es una historia de
retazos íntimos, una época
irrepetible y aún cercana, la
de los padres y abuelos de
muchos lectores...»
(M. Guirao Pérez)
Don Miguel Guirao Gea (Vélez Rubio, 1886-Granada, 1977), Catedrático
de Medicina en la Universidad de Granada, «hombre de plenitudes, de
generosidades, de prestigios ganados, de sabidurías increíbles y sensibilidades exquisitas», representa una vida de trabajo, sacrificio, servicio
a los ciudadanos y auténtica pasión por su pueblo, Vélez Rubio. Decenas
de personas, velezanos o foráneos, todavía agradecidas por sus desvelos,
recuerdan la talla humana e intelectual de Don Miguel, para muchos, el
personaje más importante y señalado del s. XX en los Vélez.
Esta selección de trabajos (inéditos o publicados), redactados en su lúcida y prolífica vejez y que ahora editamos para su disfrute y placentera
lectura, se presentan de forma ordenada, con un lenguaje claro y directo,
y un interés por enseñar, recordar y divertir al lector. Desde luego no
constituye toda la producción escrita de Don Miguel, pero sí la parte más
creativa de su tarea literaria, donde se describen, con apasionamiento y
sano humor, hechos, anécdotas e historias de su tiempo de juventud, se
retratan a determinados «personajes» velezanos y se muestran aspectos
peculiares de aquella lejana sociedad de principios de siglo.
Dibujos de Antonio Egea
RETRATOS HUMANOS DE MI PUEBLO
Miguel Guirao Gea

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