Los Templarios y la Palabra Perdida

Transcripción

Los Templarios y la Palabra Perdida
Mariano Fernández Urresti
Los Templarios y la
Palabra Perdida
Introducción
EDAF
INTRODUCCIÓN
¿Qué sucedería si la historia que nos han enseñado no fuera nada más que la que
interesó contar en cada momento? ¿Y si resulta que se nos han hurtado pasajes, dichos y
hechos de gran valor?
Por otra parte, ¿será cierto, como se apunta en libros sagrados y tradiciones, que
hay una enseñanza oculta que anduvo de boca en boca por siglos y siglos y que tenía
que ver con instrucciones concretas y con palabras de poder?
Y, finalmente, ¿sólo podemos estudiar las cosas que nos rodean y a nosotros
mismos con la única herramienta de la Razón? ¿Podríamos enriquecernos si, además de
la Razón, empleásemos la intuición?
A estos interrogantes vamos a dedicar las líneas de esta introducción. Por favor,
acompáñennos porque de este modo podrán comprender mucho mejor lo que está por
venir.
Éste no es un libro de Historia. Sin embargo, nos vamos a referir a sucesos que
tuvieron lugar a lo largo de la historia de la Humanidad: el desarrollo de culturas
desaparecidas, el brote del monacato, la aparición de las Órdenes Militares medievales,
y en especial la de los llamados Pobres Conmilitones del Templo de Jerusalén, que con
el devenir del tiempo serían popularmente conocidos como Templarios.
Por ello, aún reconociendo que éste no puede ser un libro de Historia –al menos
desde el punto de vista académicamente consentido como tal- ni por metodología ni por
hipótesis de trabajo, sí nos parece de interés traer a colación algunas opiniones que en
1976 vertiera sobre los territorios del estudio histórico Jean Chesnaux en su obra
“¿Hacemos tabla rasa del pasado?”.
Este historiador francés escribió en esa obra que “aceptamos con demasiada
facilidad las falsas evidencias del saber histórico, el corte cronológico por períodos, la
afición por el relato en pretérito, la autoridad de la letra impresa, la disociación de los
documentos y de los problemas, o la utilización no crítica de los trabajos de los
especialistas”.
Chesnaux proponía en su obra la imperiosa necesidad de mirar críticamente lo
que los propios historiadores dicen del pasado. Existe una “comodidad corporativa”,
según su opinión, que lleva a los estudiosos de los acontecimientos históricos a actuar
como lo hacen; es decir, a elegir determinados hechos e interpretarlos de forma similar a
como lo hacen los demás. De este modo, se perpetúan los esquemas.
¿Somos nosotros más inteligentes, avispados y sagaces que los grandes
historiadores?, se podrá argumentar con tino. Por supuesto que no. No se trata de un
pulso de sabidurías, tan sólo de tener una visión un tanto más amplia y también más
crítica de cuanto creemos saber. Después de todo, ya dijo J. Burckhardt que la historia
“es lo que a una época le parece bien advertir en otra”.
Y siendo así, tenemos el derecho a interrogarnos sobre por qué se quiso ver en
otra época justamente esos aspectos y no otros. ¿No resultará de todo ello una visión
sesgada de nuestro propio pasado y de los hombres y valores que en otras épocas
pudieron existir?
Claro que no, se nos dirá. Las fuentes históricas están ahí para desbaratar todos
estos intentos de ficción. Y los estudios científicos y metodológicamente impecables
sirven claramente para mostrar que el proceso histórico que conocemos fue el que
ocurrió: el hombre primitivo vivió en las cavernas físicas y del conocimiento y, tras una
lenta pero incuestionable ascensión, llega a la cúspide actual del saber: ordenadores,
telefonía móvil, televisión por cable...
Las fuentes históricas son las que son, se volverá a argumentar. Sin embargo,
¿las fuentes históricas son las que son o las que se ha querido que sean? Y es que,
volviendo a Chesnaux, “el control del pasado y de la memoria colectiva por el aparato
del estado actúa sobre las <fuentes>”. Como consecuencia, muchas veces ese control
se materializa en la retención de las fuentes, en la desaparición de archivos, o en la
destrucción de material incómodo para los poderes imperantes en cada momento. De
modo que, en palabras del mismo autor, “este control estatal da por resultado que
lienzos enteros de la historia del mundo no subsistan sino por lo que de ellos han dicho
o permitido decir los opresores”.
Y esto es tremendamente importante, puesto que es posible que cuanto creemos
saber del pasado no sea más que una sucesión de retazos de lo que ocurrió, se dijo o se
pensó en realidad. Por ejemplo, y centrándonos en los templarios, en el occidente
feudal, tal y como recuerda el historiador galo, “la historia es la prolongación del
discurso moral y religioso del cristianismo medieval”. De modo que bien pudiera
ocurrir que todo cuanto al pensamiento cristiano oficial resultase incómodo nunca haya
podido tener la naturaleza de fuente histórica para los estudiosos del futuro, puesto que
seguramente adquirió la forma de secreto oficial o, peor aún, de humo producto de la
hoguera de los libros prohibidos.
La Historia nos propone un viaje lineal en cuatro grandes fragmentos en busca
de nuestro asombroso presente dejando atrás un oscuro período del que no hay
constancia de textos escritos, según ha quedado consensuado. Y se lanza a la aventura
estableciendo un primer peldaño con la Historia Antigua, que desde el punto de vista
pedagógico occidental que conocemos se reduce al período grecorromano con una breve
visita guiada por el Egipto de los faraones y, si hay suerte y el programa académico lo
permite, es posible que haya una visita opcional para cada profesor a los imperios
asiriobabilónicos.
Después, cuando los bárbaros dan buena cuenta del imperio romano y todo está
perdido para el emperador Rómulo Augústulo en 476 d.C., se da el banderazo de salida
a la Edad Media, que limita por detrás con la citada caída del Imperio Romano y por
delante, con el descubrimiento de América (1492 d.C.) para algunos, o con la caída de
Bizancio a manos de los turcos (1453 d.C.) para otros
Luego, llega la Historia Moderna sin que podamos hacer otra cosa que
alegrarnos, puesto que parece que el Medievo está repleto de gente oscura y cerril que
anda por aquí y por allá dando mandobles de espada los que tienen que hacer eso;
orando los que así deben hacerlo, y cultivando tierras en régimen feudal –y hay muchos
modelos al respecto- los de siempre: los que viven de sus manos. Pero al fin llega la luz
cuando la Razón envía al olvido a la Magia y la superchería en los albores de la
Revolución Francesa, allá por 1789.
Sin embargo, ¿no sería conveniente plantearse qué ocurre con la historia de otros
lugares donde ni siquiera el calendario camina con el mismo paso que el del hombre
occidental? ¿Habría que interrogarse sobre si lo que sabemos de la epopeya humana es
lo que realmente ocurrió o lo que se quiso que pareciera que ocurrió? ¿Por qué se
fragmenta así la Historia? Según Chesnaux, en la obra ya citada, por varias razones:
pedagógicas –para facilitar la armazón de los programas educativos- ; institucionales –
para poder diferenciar los departamentos universitarios- ; intelectuales –para dividir de
modo racional el campo de trabajo- , e ideológicas –para privilegiar el papel de
Occidente en la historia del mundo- .
¿Existen relaciones entre lo que creemos saber y lo que interesa a los poderes
que se sepa sobre nuestro pasado? Creemos que sí. A lo mejor por ello el propio
Chesnaux llegó a escribir: “la historia es decididamente algo demasiado importante
para que se deje al arbitrio de los historiadores...”
A lo largo de la historia se ha hecho referencia, a veces velada y otras de un
modo explícito, a extraños signos o palabras de poder. Se trata de sonidos o de trazos
escritos que tienen virtudes ciertamente inquietantes y sorprendentes. En la Biblia, por
ejemplo, se nos dice en el libro del Génesis (1,1) lo siguiente: “Al principio Dios creó el
cielo y la tierra”. Es decir, que de un Todo surgió lo que estaría físicamente arriba y
abajo a los ojos del ser que iba a crear veintiséis versículos más tarde. Para entonces,
Dios había visto lo buena que era la luz y lo poco recomendables que eran las tinieblas,
de modo que puso frontera entre ambas llamando día a la primera y noche a las
segundas. Y sólo cuando algo recibe nombre comienza a existir, no en vano no había
otra cosa que el Verbo cuando nada había a excepción del espíritu de Dios aleteando
sobre las aguas.
Algo parecido nos viene a confirmar El Corán (VI, 73): “Él es quien creó los
cielos y la tierra según la verdad, y el día que dice ¡Sea!, es. Su palabra es la
Verdad...” Y si hacemos caso a Lao Tse en el “Tao Te Ching”, “El Tao, que puede ser
expresado, no es el Tao perpetuo. El nombre, que puede ser nombrado, no es nombre
perpetuo. Sin nombre, es Principio del Cielo y de la Tierra, y con nombre, la Madre de
los diez mil seres”. Es decir, que según parece el Tao es una esencia divina que, aunque
produce seres, permanece inalterable en su quietud. El Te es esa virtud suya para crear
las cosas; una especie de Demiurgo que actúa moldeando las formas que piensa el Tao.
¿Y todo esto a qué es traído aquí ahora?, se podrá pensar.
Independientemente de que se crea que Dios amasa la vida directamente o lo
hace a través de una emanación de sí mismo llamada Demiurgo, en lo que parecen
coincidir todos los textos sagrados es en la Unidad de la que todo lo creado ha manado.
Y que todo cuanto fue creado tuvo esa naturaleza efectiva cuando es nombrado, cuando
se rasga el silencio eterno que todo lo rodeaba.
Se trata sólo de palabras, nunca mejor dicho, que podemos leer en todos los
textos considerados sagrados del mundo y que, como fuentes históricas, resultan
ciertamente discutibles. Sin embargo, y ahí enlazamos de nuevo con el estudio histórico
y con el saber en general, ¿las fuentes que se nos presentan como paradigmas de lo que
ha de ser la fértil llanura de los datos históricos son las únicas existentes? Se podrá
argumentar que sí, puesto que los textos a los que hacemos referencia ahora no
adquieren el nivel de rigor preciso y son fácilmente cuestionables si se contrastan con
otras referencias, bien sean documentales o arqueológicas.
Pero a pesar de esos riesgos, persistimos y recordamos que también en el Zohar
o Libro del Esplendor, texto cabalístico judío posiblemente escrito en España a finales
del siglo XIII por Simeón ben Jocai, se puede leer: “Tú ves que en las mismas palabras
que en las que en otro tiempo te mostré un sentido literal, ahora te muestro un sentido
místico; y lo mismo que en el caso del sentido literal, todas las palabras son
indispensables, sin que se pueda añadir nada a ellas ni quitarles nada, en el caso del
sentido místico todas las palabras escritas son indispensables, sin que se les pueda
añadir una sola letra, ni quitarles una sola letra”.
Es decir, que de nuevo aparece la importancia de la palabra en el proceso de la
Creación. Y no sólo de cualquier palabra, sino precisamente de ésas que se citan en el
Zohar y con las que no se puede enredar lo más mínimo, por lo que se ve, puesto que
sólo así y nada más que así proporcionan a quien resuelva el acertijo una inefabilidad
envidiable, tal vez el retorno a ese origen Único del que proceden las mismas palabras.
Pero no nos apresuremos. Nos habíamos detenido en la posibilidad de arrojar a la cara
de la Historia agua fresca para despertarla de las fuentes comúnmente admitidas y que
responden a la lógica de la Razón y que tienen por resultado el conocimiento de la
Historia que todos más o menos hemos estudiado.
Pensemos por un instante que, más allá de algunos datos puntuales en los que
parece que los libros sagrados y las fuentes aceptadas por la historiografía coinciden, los
libros sacros oculten otras informaciones. ¿Qué informaciones? Pues sin duda deben
tener que ver con el objeto mismo de esta modalidad literaria, como parece obvio; es
decir, religiosos.
Ahora bien, salgamos al paso veloces no vaya a ser que el lector piense que nos
adentramos en un coto tantas veces privado en manos de los que se dicen depositarios
de las verdades religiosas. Y éstos, sin duda, son mucho más peligrosos que los que
corporativamente sostienen ser dueños de las verdades históricas. ¿Qué debemos
entender por religión? En un diccionario tal vez se la defina como “conjunto de
creencias y prácticas relacionadas con lo que se considera sagrado”.
Pero, como tantas otras cosas, también este concepto ha sido prostituido. El
conjunto de rituales que han conformado algunos grupos humanos se han adueñado de
un sentimiento que es consustancial al ser humano desde el principio de los tiempos. Al
margen de sentirse próximo o lejano a grupos de poder, el hombre contiene un impulso
irrefrenable de buscar más allá de las formas su verdadero carné de identidad. Y lo ha
hecho en todos los tiempos. Sin embargo, detengámonos ahora brevemente en la
posibilidad de que los textos sagrados ofrezcan encriptados datos de interés. Sin duda,
serán desestimadas estas posibilidades a la luz del estudio científico y racional, y es
lógico. Ahora bien, lo que aquí se plantea es que, de igual modo que es posible que
creamos haber construido la Historia del hombre cuando sólo tenemos retales de lo
ocurrido porque intereses diversos nos han dejado sin buena parte de las fuentes –
prohibidas, quemadas, clausuradas- , es posible que también estemos creyendo que el
único camino de Conocimiento es precisamente el que se aplica con la, sin duda, útil
herramienta de la Razón.
Como señala Juan G. Atienza, “la Razón es sólo uno de los medios que tenemos
a nuestro alcance de acceder al conocimiento de nuestro entorno”. Y lo que no parece
tan saludable es que se someta a la dictadura de esas reglas al deseo de Conocimiento –
con mayúsculas- que tiene el hombre.
Lo que no parece aceptable es convertir uno de los medios de estudio del
hombre en El Medio de estudio; es decir, el único e incuestionable. Y ahí de nuevo
regresamos al debate original de estas líneas a propósito de las fuentes históricas: unas
subsistieron y otras no, según los intereses dominantes.
Claro que es más difícil acabar con las fuentes cuando éstas están escritas sobre
un soporte: papel, pergamino, papiro...Pero, ¿qué sucede cuando unas ideas circulan de
boca a boca y por los siglos de los siglos? Entonces el asunto se le complica
soberanamente a los detentores del poder y ahí emerge la Tradición hermética.
Esa Tradición, nos dice André Nataf, “fue dada en el origen al hombre por Dios
o por una presencia <<extra-humana>>; la Tradición ha sido transmitida de
generación en generación, pero ha terminado por oscurecerse”.
No tratamos aquí de contraponer al mito del progreso el mito de la decadencia ni
tampoco afirmar que de una lejana edad de oro hemos venido a parar a una edad
sombría, o Kali Yuga, como dirían los hindúes. Simplemente afirmamos que en otros
tiempos se fue construyendo un modelo de Conocimiento diferente al derivado del
empleo de la Razón. Una forma de Conocimiento que se ha denominado genéricamente
Tradición y que no se obtenía en una academia, sino de forma apartada –en las cuevas,
en las grutas, en los templos...- Una forma de Conocimiento a la que se accedía
mediante un proceso de iniciación y que se transmitía de maestro a alumno.
Los mecanismos, ejercicios, secretos y gimnasias necesarios para buscar el
retorno al Uno capaz de situarnos en la perspectiva del Conocimiento han sido
anhelados por muchos hombres, y tal vez también por los Templarios. Y tal es nuestra
opinión.
Casualmente –o no- existe un hecho al parecer físico que ocurrió en tiempos
remotos: la caída de piedras negras desde el cielo –léase divino Sol- a la tierra –léase
divina Tierra- en muchos lugares del mundo. Esa caída, que ya hemos citado
anteriormente, bien pudiera ser tenida por un símbolo de los cuales se nutre la referida
Tradición. Podría ser, por ejemplo, un símil que dibuja un eje que une el arriba y el
abajo. Son piedras que penetran en la tierra, realizando un obvio paralelismo con el acto
creador.
Y las leyendas cuentan que alrededor de esas piedras, y aún incluso –como
reflejo de esa penetración- alrededor de cuevas, las culturas se ordenaron y alinearon.
Esos lugares son los ombligos de la Diosa Tierra. Se trata de parajes a los que se
atribuyen mágicas posibilidades para el versado en los secretos de la Tradición, no en
vano parecen ser ejes de comunicación entre lo de arriba y lo de abajo.
Y aunque tendremos tiempo de hablar sobre los lugares que eligió la orden del
Temple para encarnar su reino en este mundo, no podemos dejar pasar la ocasión de
recordar piedras emblemáticas como la Kaaba de La Meca, u otra que para nuestro
negocio importa mucho más: la Shetiyyah, una gran roca oculta bajo la mezquita de
Omar que sirvió, según la leyenda, de punto donde Yahveh clavó su particular compás
para trazar el círculo de todo el resto de la Creación.
Esa piedra, enterrada en una gruta –¡ya están aquí las oscuridades de las
cavernas de nuevo!-, pertenece al monte Moria, donde Abraham estuvo a punto de
sacrificar a su hijo Isaac. Sería allí donde Salomón construiría el Templo a su Dios; y
desde allí Mahoma se marchó a los cielos. Y allí, precisamente, fue adonde llegó la
mítica expedición de nueve caballeros francos y flamencos encabezada por Hugo de
Payns en 1118, vísperas de llamarse templarios, como más tarde se explicará.
¿Qué andaban buscando por allí, justo en uno de esos ombligos de la Diosa
Madre? ¿El Arca de la Alianza? ¿El Grial? ¿Qué Grial? No lo sabemos con certeza,
pero intuimos que en las grutas que ocultan esas piedras caídas del cielo, y por
extensión muchas cuevas de muchos lugares, el hombre ha buscado desde tiempo
inmemorial el retorno –consciente o inconsciente- a la Unidad de la que partió toda la
Creación.
A lo largo de su andadura, el hombre ha tratado de dar con la nota exacta, con la
vibración precisa. Ha rastreado la Palabra perdida que, como indica André Nataf
“equivale a penetrar en la intimidad de la Creación”. Y es que hay que tener en cuenta
que si se conoce la fórmula para ver cara a cara a Dios se está en posesión del máximo
Conocimiento y, por lógica, de todos los secretos. ¿Era ése el Grial del Temple? Eso es
lo que proponemos en este libro.

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