LIBERTAD por PABLO GONZ - el blog de pablo gonz
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LIBERTAD por PABLO GONZ - el blog de pablo gonz
BREVE RESEÑA DE LIBERTAD Tras una serie de traumáticos episodios, la humanidad enfrenta la peor escisión de su historia: una minoría selecta maneja unos niveles extremos de tecnología, que les permite incluso disfrutar de la inmortalidad. Estos «superiores» viven encerrados tras los infranqueables muros de una serie de ciudades perfectas, protegidos de los «inferiores», seres supuestamente salvajes. Sobre este ambiente, Libertad dibuja la experiencia de Anto, un funcionario de la Ciudad de Verona que gracias a su único amigo, el irreverente P, emprende un fascinante periplo que le llevará desde su sórdido despacho en el Ministerio de Exterminio hasta enfrentar una cita con la «verdadera y única muerte». Atrevida alegoría de nuestra sociedad globalizada, Libertad retoma, desde una perspectiva propia, la larga tradición de la socioficción, deudora de la literatura utópica de todos los tiempos. En tal sentido, se puede establecer su parentesco con 1984 de George Orwell, Un mundo feliz de Aldous Huxley y Crónicas Marcianas de Ray Bradbury. SOBRE EL AUTOR Pablo Gonz es un escritor español (Sevilla, 1968), radicado en Valdivia (Chile) desde el año 2001. Vivió en São Paulo, Barcelona, Madrid y Múnich, donde se produjo su definitivo acercamiento a la literatura. Tiene seis novelas publicadas: La pasión de Octubre, Experto en silencios, Los hijos de León Armendiaguirre, Libertad, Mío y Novela 35 lebensráumica (audiolibro). También publicó La saliva del tigre, un libro de minificciones. Casi todas estas obras pueden descargarse gratuitamente desde la página del autor: EL BLOG DE PABLO GONZ: http://pablogonz.wordpress.com LIBERTAD — Pablo Gonz A Eva Carrera, luz en la oscuridad. Pero ése es el comienzo de una nueva historia, la historia de la continua renovación de un hombre, la historia de su gradual regeneración, de su tránsito de un mundo a otro, de su iniciación en una nueva y hasta entonces incógnita realidad. F. M. DOSTOYEVSKI Crimen y Castigo LIBRO PRIMERO — DENTRO PARTE PRIMERA — VERONA 1 Yersinnia, Año 630 DRH Al sentarse junto a la ventana de su destartalada cabaña, el viejo Anto percibe una presencia: la de un niño rubio de unos diez años que está en cuclillas frente a una de las conejeras. El niño sonríe con plenitud pero enseguida se concentra y se pone a buscar hierbas para dárselas a los conejos. Lleva unos pantalones cortos, demasiado anchos para sus flacas piernas y una basta camisa de lana en la que parece esconder algo. Va descalzo pero se mueve con naturalidad sobre los guijarros. El viejo Anto sale de su cabaña, se acerca al muchacho y lo saluda. El niño le mira con sus grandes y brillantes ojos azules. —¿Cuántos conejos tiene? —Cuatro —responde el viejo. —¿Y usted se los come? —Claro. Vuelve entonces el niño a observar a los conejos y, recordando de repente su misión, se pone de pie y dice: —Buenas tardes. Me llamo Miguelito Shwarowski y mi padre me envía con un regalo para usted. Acto seguido, saca de debajo de su camisa un cachorrillo de perro, negro como un tizón, que lo primero que hace es bostezar. —Ya está destetado. Se llama Pilón. Pero mi padre me ha dicho que usted a lo mejor quiere ponerle otro nombre. Cuando el perrito llega a las nudosas manos del viejo, éste lo acaricia con suavidad: —Muchas gracias, Miguelito. Me va a venir muy bien tener un compañero, y Pilón me parece un nombre excelente para un perro. Luego lo baja al suelo y observa cómo el perro se lanza a morder una de sus botas. —La Yésica hacía lo mismo —aclara el niño—. Es porque son cazadores. La Yésica es la madre de Pilón. Yo no tengo madre. Se murió cuando yo nací. ¿Usted tiene madre? —Tuve una. —¿Y se acuerda de ella? —No muy bien. Nos separaron cuando yo tenía sólo cinco años. —¡Uy, hace mucho! Porque... ¿cuántos años tiene usted? El viejo acusa el golpe, pero prefiere no mentir: —Tengo trescientos diecisiete años. Al oír esto, Miguelito se queda como congelado: —Entonces, usted es superior. —Así es —reconoce el viejo. —De todas formas —concluye el niño—, yo no le tengo miedo. 2 Sbiriel, Verona, 22 años antes. Entrechocaron cuatro copas de vino, y Belachkian, un joven oriental, alzó la voz entre las sonrisas de sus compañeros: —Anto, por favor, repite el nombre del cargo —y añadió dirigiéndose a los otros dos, Immo y P—: ¡Ya veréis qué bonito! —Por favor, Bela, no seas chiquillo —se defendió Anto. —De acuerdo. Entonces lo diré yo. Tienen ante ustedes, queridos hermanos, al nuevo Ayudante Adjunto del Secretario Civil de Reordenación Territorial del Ministerio de Exterminio de la Ciudad de Verona. ¿Lo he dicho bien? —Casi —se resignó Anto, sentándose de nuevo en el butacón. También Belachkian y P se sentaron; no así Immo que se acercó a oler unas rosas que había en un jarrón. Este invitado vestía de un modo curioso, aunque no extravagante para los usos de aquella cultura: un camisón de plasma naranja, a juego con los marcos de sus gafas, y botas militares del mismo color. También Anto y Belachkian iban vestidos de plasma, en este caso con trajes completos, mientras que P llevaba un complicado traje de tela, una antigualla compuesta de muchas piezas cuyos nombres sólo él conocía: chaqueta, chaleco, corbata... —¿Y cuándo se ejecuta el ascenso? —preguntó Immo. —Dentro de una novena —respondió Anto—. Eso me dijo el secretario de personal... —¡Alto, alto! —vociferó Belachkian de nuevo—. ¡Eso no nos lo habías contado! ¿Te entrevistaste con el Secretario Civil de Personal? —Pues, sí. —Pero, hermano, ¡qué nivel de coqueteo institucional! ¿Tú te das cuenta del grado que tiene el Secretario Civil de Personal? ¿Qué es? ¿Un cinco? ¿Un seis? —Es un grado cuatro —respondió ásperamente P, que había reconocido en la mirada de Anto una cierta molestia por tanta broma—. Sin embargo —añadió retomando su habitual tono galante—, es normal que el Secretario Civil de Personal comunique de palabra los ascensos a los funcionarios de nivel 8 y superiores, con lo cual no puede hablarse de coqueteo institucional. —Oye, hermano —dijo Belachkian—. ¿Tú estudiaste Derecho o algo así? —Este chico es idiota —replicó P llevándose la copa a los labios. —Se admite el argumento —apostilló Immo. Anto se limitó a guardar silencio pero enseguida una llamada le proporcionó un motivo para hablar: «¿Cenamos?» A continuación, golpeó con sus nudillos la mesa donde reposaban las copas; y a sus espaldas, una silueta humana abandonó el marco de la puerta. El comedor era una pieza cuadrada con paredes de color mostaza y techo de piedra eléctrica. Una suave luz dorada bañaba el mobiliario: cuatro divanes forrados de cretona y una mesa de centro baja, vestida con un sencillo mantel de lino. Sobre él estaban servidos los entremeses: jamón de pato con gajos de mandarina, hojas de endivia rellenas de roquefor, un suculento paté con guindas y otras exquisiteces. Los comensales se acomodaron en los divanes y tras dirigir al anfitrión los elogios de rigor, comenzó la charla. Una castañeta de Anto sirvió de orden para que el criado entrase con el vino. Era un sirviente inferior de unos sesenta años. Tenía la frente surcada por profundas arrugas, pero sus manos trabajaban aún con rapidez. Sirvió el vino en las copas y se retiró hacia la puerta. Entre los comensales, la conversación ya remontaba el vuelo, y Belachkian insistía sobre Anto, arrojándole trocitos de zanahoria, en la necesidad de que contara en detalle su entrevista con el Secretario Civil de Personal: —Fue un recibimiento frío —relató el anfitrión por fin—. Cuando entré en su despacho, me pidió que me sentase un momento porque estaba haciendo el amor con una taquígrafa, lo cual era evidente. Y cuando terminó, me dijo que por resolución número tal, de fecha tal, me habían adjudicado el puesto cuyo nombre conoce tan bien aquí el hermano Belachkian. Luego me entregó una copia sellada del documento y me despidió. —¡Y ya está! —exclamó el oriental— ¿esa fue toda tu magnífica reunión con el secretario? —Sólo en tu imaginación hubo una magnífica reunión —acotó P. —Bueno, a decir verdad —continuó Anto—, sí hubo algo curioso. Mientras esperaba, me llamó la atención un retrato que colgaba de la pared. Era de un tipo de ésos que se nota que se dan importancia. Tenía un flequillo aplastado y un bigotito estrecho que parecía de broma. En el brazo llevaba una banda roja con una especie de araña negra. Cuando ya me iba, le pregunté a la taquígrafa quién era aquel hombre. ¿Y cómo me dijo? ¿Alo? No. ¿Afo? —Ado —corrigió P—. Se trata, seguramente, de Ado Jítler. —¿Y quién era ése? ¿Un inferior? —Sí, un tipo del siglo veinte que provocó una guerra que le costó la vida a más de cincuenta millones de personas, entre ellos a seis millones de judíos. En la lista de los mayores exterminadores de la historia, queda por encima de insignes asesinos como Pol Pot, Sadam Juseín y Estalin, pero es ampliamente superado por Mao Tse Tung, el fírer Minjijao, Magistrato, por supuesto, y el actual Consejo Civil Mundial. —Un día lograrás que te borren —dijo Immo. —Oye, P —intervino Belachkian—, ilústranos un poco. ¿Qué es un judío? —Un judío era una persona que practicaba la religión judía. —Vamos acercándonos. ¿Y qué es una religión? Dos golpes de nudillos, dados por Anto sobre la mesa, trajeron de vuelta al viejo criado. Cada cual se sirvió de la fuente de carne asada que éste hizo circular; y cuando se retiró, la explicación pudo tomar forma: —Cuando aún no se había descubierto la inmortalidad, la idea de la muerte le provocaba a la gente mucho miedo y la religión fue uno de los medios que los inferiores inventaron para no sentirlo. Había una figura llamada Dios, de quien supuestamente procedía el hombre y a quien supuestamente volvería después de muerto. —¿Y la gente de aquella época de verdad se creía eso? —La mayor parte sí aunque había excepciones, naturalmente. Por ejemplo, un filósofo del siglo diecinueve que se llamaba Niche. —Ese era el que hablaba del superhombre, ¿no? —El mismo. Tampoco creía en Dios otro filósofo que se llamaba Karmars. Decía que la religión era «el opio del pueblo». Para que me entendáis: «la droga de la gente». Curiosamente, Ado Jítler se reconocía discípulo de Niche, y sin embargo, luchó contra los discípulos de Karmars. ¿Alguien puede entender eso? El postre consistió en plátanos macerados en vinagre, y al término de la cena, se sirvieron café y vino dulce. Belachkian sacó entonces una cajita con raíz y la hizo circular, pero sólo Immo aceptó el ofrecimiento. Ambos sucumbieron enseguida a la sensación de fuerza que proporcionaba la droga y propusieron ir a un club de sexo, pero ni P ni Anto quisieron acompañarlos. Antes de abandonar la casa, el oriental, sin motivo aparente, la emprendió a patadas con el viejo criado, y sólo una rápida intervención de Anto evitó que la agresión pasase a mayores. Mientras P echaba a Belachkian y a Immo a la calle, Anto miró a su sirviente por primera vez en muchos turnos: el viejo se retiraba a su habitación en actitud sombría. —Este Bela es cada día más imbécil —dijo Anto—. ¿No sé por qué sigo invitándole? —Porque sois amigos desde hace más de cien años —respondió P. Anto sirvió personalmente el vino dulce y se reclinó en su diván. Comenzaba para él la fase auténtica de la celebración. También P era consciente de esto, y su rostro lo denotaba: había desaparecido de él cierta contracción que le daba a su dueño un aspecto demasiado intelectual. Permanecieron mucho tiempo en silencio, degustando el vino y con la mirada perdida en el techo eléctrico. Antes de salir a la calle, P se dio media vuelta y se despidió de Anto deseándole mucha suerte en su nueva etapa. Luego miró al viejo criado, que sujetaba la puerta, y pensó en decirle «gracias por servirnos». Sin embargo, se contuvo. 3 LOS CINCO MANDAMIENTOS INFERIORES No hablarás. No mirarás. No amarás. No robarás. No matarás. 4 Verona, 2/3/24 608 DRH Al salir de Sbiriel, el pueblo en el que he pasado la mayor parte de mis vidas, comprobé que mi autónomo tenía energía más que suficiente para llegar a Verona. Me sentía lleno de esperanza ante la perspectiva de mi futuro y a la vez un poco asustado. Lo desconocido siempre me produce este tipo de sensaciones contrapuestas. Lo primero que vi en la Radial Sur fueron los campos de maíz. Se extendían al sol, bajo una tenue nube de vapor. A tramos regulares se veían los brillantes paneles electrógenos, como árboles artificiales, y enormes máquinas de color naranja que navegaban por aquel océano vegetal. A unos cuatro kilómetros al norte de Sbiriel, a la altura de la Hacienda Faule, salí de la autopista para coger la carretera que conduce al monasterio de Spókel. A unos dos kilómetros del cruce existe un mirador desde el que se aprecian, en días despejados, los campos que se extienden al sur de Sbiriel. Dicen que con unos buenos visores se alcanza a ver incluso el Muro; pero los visores de mi alma no deben ser buenos, porque allí no se veía nada más que una superficie sembrada y un horizonte difuso. Tomé un par de fotografías, llamé a un número al azar y tras conversar un rato con una señora cuya máxima aspiración consistía en replicar perejil en el horno de su cocina, volví al autónomo para proseguir mi viaje. Algunas veces, las llamadas al azar me han dado ocasión de compartir mis sentimientos con gente interesante, pero casi siempre que uno habla al azar, se topa con gente común. Parece mentira que se desperdicie el tiempo en cosas tan banales como vivir la televida, ir a los clubes de sexo, esnifar raíz o replicar perejil en un horno. Cuando se piensa en los esfuerzos realizados por tantos científicos para lograr la inmortalidad de nuestra especie, uno llega a sentirse mal al ver que aquéllos sirvieron principalmente para entronizar la banalidad. Como este diario pretende ser, entre otras cosas, un panorama de mi época, he grabado en mi alma algunas noticias que escuché durante el viaje: «—Queridos oyentes: ¡feliz turno! Hace aproximadamente diez minutos, terminó de restablecerse el orden en la ciudad sauzamericana de Maracaná. Como ya informamos en anteriores boletines, un grupo de setecientos inferiores, fuertemente armados, se había apoderado de un torreón estratégico, dejando a su paso dos víctimas mortales y cinco heridos graves a los que ya se les ha practicado la eutanasia. Aunque la seguridad misma del núcleo no se vio amenazada en ningún momento, la algarada ha hecho saltar la voz de alarma entre las autoridades. Elgo18, Hermano Mayor de Maracaná: «—Puedo asegurarles que hechos como éste no se volverán a repetir. En los próximos turnos, el Consejo Civil va a estudiar las medidas a tomar. Pero, entretanto, quiero que todo el mundo sepa que Maracaná sigue siendo la misma ciudad tranquila de siempre». «—¿Qué medidas tienen previstas tomar, hermano Elgo?» «—Es pronto para decirlo, pero seguramente instalaremos algún tipo de armas inteligentes». «—¿Cabezas de hidra?» «—Es posible». «Bien, ya lo escucharon, queridos oyentes, Maracaná contará desde muy pronto con armas inteligentes en su muro. Para Radio Vero informó Moloinchi6: ¡feliz turno!» «Gracias, Moloinchi. En otro orden de cosas, el Consejo Civil Mundial informó que hace seis turnos se comenzó a bombardear Naipul con bacterias heterófagas 62 y 63 LBH, dentro del programa de erzificación de dicho planétulo. En las próximas novenas se aplicará el siguiente paso: la liberación controlada de algunas especies de insectos clásicos, como moscas y cucarachas». «Siguen en paradero desconocido los 36 tripulantes y 984 pasajeros del ovi de la compañía Fri que se precipitó la novena pasada en aguas jurisdiccionales de Kent. Aún se está analizando la posibilidad de que se tratase de un atentado milt. Recordemos que un comunicado pirata, recibido en Cárdif a los pocos minutos de la catástrofe, se atribuía la autoría del atentado y anunciaba otros, sin precisar fecha ni lugar. Expertos consultados opinan que todo parece apuntar a un intento de los eternos insurgentes por aprovechar en beneficio de su causa lo que no es más que un lamentable accidente. Caso de no aparecer con vida en la próxima novena ninguno de los pasajeros siniestrados, las autoridades de Kent transmitirán sus datos personales al Archivo Civil, o a las correspondientes ciudades de origen de los mismos, para proceder a su clonación reglamentaria». «En lo que se refiere a las noticias locales, destacar, sobre todo para los niños, que el barco a vapor de la laguna Máxima ya se encuentra en servicio, con una garantía de 100 años y un seguro personal de 20 millones de oros por pasajero. El valor del billete se incrementará a 4 oros». «La temperatura en estos momentos es de 21 grados y la previsión meteorológica anuncia lluvias ligeras para el próximo turno. Contaminantes aéreos: 56. Nivel de ruido permitido para mañana: 8». «Para terminar y como es habitual, les invitamos a compartir con nosotros un momento de reflexión junto a nuestro común padre Golo. El Patriarca, de gira por Norzamérica, pronunció estas hermosas palabras mientras compartía una taza de café con algunos ciudadanos de Ny: «Cultivar los lugares sagrados os vivificará». Gracias, Golo, por verter tu luz sobre nosotros». Al entrar en los Bosques Civiles de Verona, bajé la velocidad de mi autónomo a 20 km/h para disfrutar mejor del paisaje. Se veían sobre la cúpula los viejos robles entre cuyas ramas volaban pájaros e insectos. Había paseantes solitarios, parejas de amantes, perros que jugaban a perseguirse y un grupo de niños. Me llamó la atención la funcionaria de Natalidad que acompañaba a éstos porque llevaba un peinado muy curioso: el pelo en dos trenzas, una hacia delante y otra hacia atrás. Poco más allá entré en el túnel y al llegar al Nudo, tomé el Anillo Subterráneo hacia el este. A apenas trescientos metros, mi alma me envió a mano derecha de nuevo, y luego me dictó el número del garaje y abrió la puerta. Mi criado ya estaba allí, esperándome. Conectó el autónomo a la red y subió por una escalera. Yo le seguí. Mi casa actual es mucho más grande de lo que había imaginado. También más fría. Creo que me llevará algunas novenas acomodarme a ella. Echo de menos a P. 5 RUPTURA DE HOSTILIDADES (RH). Episodio histórico que marca el inicio de la Civilización Superior. Sirve como cronorreferencia (ARH, Antes de la Ruptura de Hostilidades/DRH, Después de la Ruptura de Hostilidades), y su equivalente en el cómputo antiguo es el año 2065 después de Cristo. Se trató de un movimiento revolucionario espontáneo a escala mundial cuyo origen geográfico es aún hoy motivo de disputa. Las hipótesis mejor definidas apuntan a Ciudad de Méjico, Los Ángeles, Niumoscau, Sanyermén, Lagos, Calcuta o Pekín. Su desarrollo se ciñó al mes de nov de aquel mismo año, pero sus consecuencias se extendieron a lo largo de décadas. Los miembros de las clases más pobres de todo el planeta se rebelaron al unísono contra el orden establecido, quemando edificios lujosos y barrios residenciales, saqueando supermercados y templos, derribando torres de comunicación, etcétera. Como consecuencia de aquellos trágicos acontecimientos, unos dos mil millones de personas perdieron la vida, entre los afectados directamente y los que sucumbieron a las epidemias posteriores (v. Peste de los Quinientos). Al movimiento social de un cuarto de siglo de duración que se consagró a la tarea de restaurar el orden se le denomina Reencuentro (v.). Esos veinticinco años coinciden prácticamente con la extensión de la vida de Magistrato, el Último Mortal (v.). Enciclopedia Abreviada Tsírkel MAGISTRATO, (El Último Mortal). Celebérrimo Mártir, Cívico y Exterminador, nacido el año 6 ARH en la ciudad de Cali (República AnarcoEcológica de Gran Colombia) y muerto el 25 DRH en el Océano Indic, algunas millas al sur de Yogyakar (Asia). Su deceso marca el fin de la época denominada Reencuentro (v.) y el inicio de la Paz Guerrera (v.), germen y cuna, respectivamente, de la actual Civilización Celular Triunfante (v.). Nada se sabe de los primeros seis años de la vida de Magistrato, por lo que su biografía oficial arranca el propio año de Ruptura de Hostilidades (v.), concretamente el día 18 nov, en la ciudad de Valdivia (República Cristiana de Patagonia), donde se encontraba de vacaciones con su madre. Según puede leerse en su autobiografía Sin compasión: «parecía que los disturbios universales no iban con aquella tranquila ciudad sureña, de modo que mi madre decidió que nos quedáramos a vivir allí». La vida de la joven turista y de su hijito, convertidos de un momento a otro en refugiados, siguió el curso normal en tales casos: las constantes consultas telefónicas, la atención a las noticias y la restricción de los gastos en previsión de la segura escasez. Magistrato se adaptó pronto a la nueva situación, pero el día antes citado su universo sufrió una dramática mutación. Él y su madre habían salido a pasear cuando, de repente, apareció un carro de combate atestado de gente enardecida. Uno de aquellos exaltados fue el autor del disparo que le costó la vida a la madre de Magistrato. «Iba de la mano de mi mamá y enseguida la vi en el suelo. Tenía las piernas dobladas y la falda levantada. Lo siguiente que recuerdo son las ratas». En su desesperación y sin que nadie le prestara ayuda, el niño comenzó a vagar sin rumbo por aquella ciudad que ardía, abandonada a su triste suerte, y por fin halló refugio en un almacén de cereales que acababa de ser saqueado. Un costal debió de ser su humilde lecho y algunos granos quemados su único alimento por novenas enteras. Haría sus necesidades en un rincón, como cualquier animal, y bebería agua del río al atardecer. De aquellos turnos data el vívido recuerdo de las ratas, que marcaría para siempre el destino de Magistrato como Exterminador. Un día, en un galpón próximo a las ruinas que le servían de refugio, encontró una trampilla solera; y al abrirla, fue inmediatamente asaltado por una numerosa tropa de ratas que se desperdigaron en todas direcciones. El recuerdo del zumbido que produjeron sobre el suelo de cemento las uñas de aquellos cientos de roedores no le abandonó jamás. En el interior de la trampilla, Magistrato encontró sacos de manzana deshidratada, de uvas pasas y de coco rallado, todo ello roído por las ratas e infectado con sus excrementos y sus nidos. A pesar de la repugnancia que sentía, el niño logró extraer las partes aprovechables y transportarlas a un lugar seguro. Sin embargo, su situación no mejoró con aquel hallazgo, sino todo lo contrario. En cuanto el sol declinaba, el almacén «se poblaba de rumores y chillidos roncos, que daban los machos al pelear. Si al menos nunca fuera de noche, me decía. Si no hubiera abierto esa trampilla. Si mi mamá estuviese aquí. Así pensaba yo». Pocos turnos más tarde, el horrible presente de aquel miserable niño comenzó a transformarse en un futuro mejor. Unas personas que dieron con él, le recogieron y le condujeron a la localidad de Punucapa (v. Punukip), donde se habían atrincherado, novenas atrás, los restos de la colonia yerman de Valdivia. En aquel lugar, una aldehuela ribereña del río Crosses, pasó Magistrato los años de su segunda infancia y desarrolló los instintos exterminadores que lo harían célebre. También allí definió mentalmente, bajo la benéfica influencia de sus lecturas de Niche, Chopenjágüer y Jítler, los pasos más gloriosos de su fascinante carrera política. No es necesario decir que en el recinto de Punucapa no se vio una sola rata, ratón, nutria o coipo en los años que Magistrato permaneció allí. Este hecho le valió el apodo de Gato, con que solían dirigirse a él sus más íntimos comilitones. Tampoco se vio, a partir de un momento dado, a merodeadores humanos. Con sólo doce años de edad, Magistrato se jactaba de haber «mandado al infierno» (matado) a dieciocho inferiores de todas las edades. A los catorce, tras el Restablecimiento Telefónico (v.), Magistrato pronunció ante el Foro Civil de Resistencia (v.) —antecedente inmediato del actual Consejo Civil Mundial (v.)—, su famoso discurso De la correcta población. Este obra, uno de los primeros documentos redactados en lengua inglis, destacaba la urgente necesidad de regular la población humana del planeta por medio de una serie de masacres oficiales, «tarea pendiente que a todos compete, pero cuya organización y realización asumiré con gusto, si así se me ordena». Partiendo de los más de dieciocho mil millones de humanos supervivientes a la Ruptura de Hostilidades (v.) y posterior Peste de los Quinientos (v.), Magistrato se comprometía, en un plazo no superior a diez años, a reducir la población terrestre a la más razonable cifra de dos mil millones. Estos habrían de desglosarse del siguiente modo: doscientos millones de superiores y mil ochocientos millones de inferiores. El efecto del célebre discurso fue apoteósico y el Foro Civil de Resistencia resolvió a favor de la aplicación del Plan Magistrato. Cuando el joven Cívico llegó a Austin (Norzamérica), centro del Restablecimiento Telefónico, venció con su enérgica elocuencia las reticencias que su corta edad despertaron entre los Aforados, y se puso manos a la obra como un nuevo Alejandro (v.) o un nuevo Augusto (v.). Corría el año 8 DRH. Son de sobra conocidos los hitos principales de la Gran Masacre Inferior (v.) y no vamos a referirnos a ellos in extenso. Baste citar las Campañas Nucleares Norzamericanas de los años 9 y 10; los Bombardeos Nitrogénicos de DF, San Pablo, Buenos Airs, Lima y Santiago (año 10); las llamadas Masacres Masivas de Yúrop (v.) del año 13, extendidas posteriormente al norte de África, Centralasia, India y Sauzistasia (años 14-16); y la Gran Muerte Amarilla (años 12-28) que ocupaba a Magistrato en la hora de su trágico fallecimiento. Aunque es mucho lo que puede leerse sobre los hechos que rodearon a la muerte del Gran Exterminador, los datos incontrovertibles son sólo éstos: Algunos minutos antes de darse inicio al turno 22 de la novena 18 (25 DRH), se perdió el contacto almafónico con el ovi que transportaba a Magistrato y parte de su Estado Mayor desde el templo de Yogyakar a la isla Fun. A primeras horas de la novena siguiente, fue filmado, en las inmediaciones de la ciudad marítima de Kop-Kop, un barco tipo silig cuya tripulación, compuesta por piratas milt, disparaba al aire armas de fuego convencionales en señal de triunfo. La causa de su alegría colgaba del palo mayor de su embarcación: la cruz de madera donde Magistrato, ya convertido en Mártir Cívico, había recibido su espantoso suplicio. Los intentos realizados en los siguientes turnos por castigar a los culpables del magnicidio, se vieron frustrados por el mal tiempo reinante en la zona, lo que ayudó, sin embargo, a la recuperación del cadáver del prócer. Al poco de mejorar las condiciones atmosféricas, se encontró el antedicho silig encallado frente a la isla Jones, con claros signos de naufragio. Los restos mortales del Mártir Cívico fueron trasladados a Austin y tras su embalsamamiento, reconducidos a Cali, donde son venerados anualmente por millones de peregrinos procedentes de todo el planeta. Enciclopedia Abreviada Tsírkel REENCUENTRO (Época del). Período de veinticinco años que se extiende entre la Ruptura de Hostilidades (v.), y el inicio de la Paz Guerrera (v.): emisión del Protocolo de Biespecifidad (v.) por medio del cual se reconoció oficialmente la existencia de dos tipos de hombres en el planeta Erz: Homo Inmortalis o Superior (v.) y Homo Mortalis o Inferior (v.) Si consideramos este período desde un punto de vista general, puede afirmarse que en él quedaron establecidas las bases de la actual Civilización Superior (v.). En el plano político, el Reencuentro está dominada por dos corrientes complementarias: por un lado, la ingente labor reequilibradora de la población mundial, llevada a cabo por las Hordas Magistratenses (v.), y por otro lado, la ordenación territorial necesaria para la implantación del actual sistema civilizatorio. Si en años inmediatamente posteriores a la Ruptura de Hostilidades, los núcleos protosuperiores quedaban fácilmente expuestos a rapiñas y matanzas indiscriminadas, más tarde esta situación mejoraría. De fecha tan temprana como el año 2 DRH datan los primeros muros circulares de nuestra historia: Veracruz, Ny, Santosbrasil, Cali, Yójansburg, Toky o Niumoscau. Seguirán su ejemplo, al año siguiente, otras muchas ciudades, en un proceso imparable que aún hoy, seiscientos años más tarde, no concluye. En el desarrollo y éxito de estas dos corrientes políticas (exterminacionista y creacionista) jugaron un papel determinante los avances científicos y tecnológicos logrados en este período. Como pilares fundamentales de los mismos deben citarse dos: la invención de la célula solar fitovoltaica por Yoyóseberg (v.)(6 DRH) y la clonación de la memoria humana por Karü (v.)(24 DRH). Si las consecuencias del primero proporcionarán a la Civilización Superior toda la energía necesaria para la realización de sus altos designios históricos, la clonación karüana, será la piedra fundacional sobre la que se asentará la Humanidad Inmortal. Otros importantes logros científicos de la época son: el descubrimiento de la microelectricidad (Equipo Wu-Tao, 9 DRH) y la síntesis de bacterias heterófagas aceleradas (BHA) (v.) por Nutt (12 DRH). Igualmente esencial será, aunque de naturaleza aplicativa, el desarrollo del electronudo. Este trascendental instrumento es base, por ejemplo, de la transmisión inalámbrica de la energía eléctrica, del sistema de propulsión de los ovis y de muchas armas actuales. Los espejos orbitales, un antiguo invento rasian del siglo 20, serán perfeccionados por el equipo Solars de Minskton (11 DRH) y aplicados a gran escala a partir del año 14. Para terminar, las baterías de porcelana ultrapura (22 DRH) de Malino (v.), con no suponer un avance esencial desde el punto de vista científico, sí se revelarán como un elemento de gran utilidad en la vida cotidiana de las primeras comunidades superiores, y determinarán el aumento de su necesaria congruencia con el maltratado medio ambiente en el que hubieron de desarrollarse. Ante tan fulgurante desarrollo científico y tan importantes transformaciones políticas, las Artes ocuparán necesariamente un segundo plano. El fin de la Época del Reencuentro está marcado por dos hitos históricobiográficos: por un lado, el asesinato de Magistrato (v.) el año 25 DRH; y por otro, el nacimiento, algunas novenas antes, de Golo (v.), el Primer Inmortal. Enciclopedia Abreviada Tsírkel 6 La cara apacible de Anto, entregado al sueño, se contrae por un instante. Se oye un creciente tumulto, latigazos, gritos, balidos de oveja. Aumenta la luz. Se pregonan mercancías en un idioma incomprensible, se escuchan los golpes de un martillo sobre un yunque. Los ojos de Anto se cierran más, y se abren de golpe. Jadea, frunce el ceño, lo relaja de súbito, sonríe. Ha soñado con un ave artificial, un pelícano amarillo que trata de huir de una vitrina donde se exponen muchos objetos frágiles. El ave no rompe ninguno aunque revolotea de un lado para otro. Quiere salir. Anto deja caer su cabeza a la derecha y cierra los ojos, pero los vuelve a abrir y se incorpora. Por la ventana del dormitorio entra una luz anaranjada. El tumulto continúa, ahora a mayor nivel, y Anto se levanta, se estira y camina hasta la ventana. Desde ella se ve Babilonia un día cualquiera del año 1843 antes de Cristo: los palacios, los jardines colgantes, las míseras casuchas, unos monjes barbudos que van seguidos por una tropa de esclavos negros, un niño ciego que solicita una moneda. Anto hace un gesto de asco, dice: «¡fin!», y la televida se apaga dejando en la ventana un trozo de césped marchito, dos sillas de plasmón blanco y un murete de cemento. «Hay que resembrar este jardín», piensa y se da media vuelta, camina hacia el baño, orina, se ducha y se envuelve en una toalla de cintura para abajo. Vuelve al dormitorio, se sienta en la cama y se aplica desodorante. Enseguida se enfunda un plasma gris sin costuras, un poco anticuado quizás, se calza, se cuelga el alma al cuello, dice «actívate AZW» y sale a un pasillo bien iluminado. Su alma le habla: «te llamó Aleksánder de Salang, Brisbein (Australia)», «borra», «Sexmeteor de Yójansburg (Africa)», «borra», «Salazzo de Sbiriel, Verona (Yúrop)», «pásamelo», tras cuatro segundos: «hola, Salazzo, ¿qué hay?», «hola, hermano, ¿cómo estás?», «muy bien, ¿y tú?», «bien, gracias, oye, tengo bonos al 2.9% en seis años, ¿te interesa?», «no lo sé, hermano, ¿me interesa?», «es de lo mejor que me ha llegado en las últimas novenas», «entonces, cómpralos», «oye, me enteré de que te ascendieron», «bueno, sí, hoy empiezo», «me lo contó Belachkian», «claro, bueno, a ver qué tal», «nada, hermano, mucha suerte», «gracias», «¿qué hago entonces?, ¿compro?», «compra», «¿un millón?», «un millón, por favor», «hecho, hasta la vista», «hasta la vista», «te llamó Delín de Po (Yúrop), mensaje», «reproduce», «hola, hermano, tú seguramente no me recuerdas, pero yo a ti sí, hablamos una vez en Austin, en la Feria Texnos, llámame, por favor», «borra». En la mesita cuadrada del salón está servido el desayuno. Anto se sienta y comienza a comer: medio melón, huevos revueltos con tomate y queso, un café solo; a la derecha, en un blíster, está la pastilla antiapetito con su ocho de oro. Suena un ruidito al fondo del pasillo, quizás en la cocina. Anto extrae con una cucharilla una tajada de melón y con gusto la mastica y se la traga. Con el último sorbo de café ingiere la pastilla antiapetito y tira la funda de plasmón al suelo. «Te llama Abú de Fidji (Asia)», «filtra». Anto sale a la calle y el suelo se nubla a sus pies por un instante: es un ovi de guerra que surca lentamente el cielo de Verona. Se distinguen a simple vista las cabezas de hidra como patas de araña y el círculo incandescente. El ovi gira en ángulo y se aleja a velocidad creciente. Yendo hacia el Anillo, Anto oye ladrar a los perros en los patios y siente un viento de otoño en el cuello. Hay un edificio de cristal en la esquina de su calle con el Anillo: cuatro plantas que cambian de color a cada rato. Al otro lado del Anillo la perspectiva de los muros blancos con sus puertas queda truncada por las masas rojizas del Parque Central: enormes robles cargados de hojas secas. Al llegar al Anillo, gira a la izquierda y pone a grabar su alma para robar retazos de conversaciones. En el Anillo hay algunos grupos de árboles, terrazas donde la gente toma café, y tiendas, muchas tiendas. Pasan tres niños en bicicleta. Más allá se yergue la mole negra del Ministerio de Exterminio y, asomando por detrás, su edificio gemelo, el blanco, el impoluto, el radiante Ministerio de Creación. En el Nudo el viento se arremolina, un señor sujeta su sombrero, un muchacho entrecierra los ojos, y aprieta el paso. Parece que va a llover. «¡La catedral de Verona!», dice un guía turístico. Un turista negro alza su mirada con las manos en los bolsillos, luego despega los talones del suelo. El segundo turista se llama Bol, «oye, Bol». Bol oye, pero no mira a su compañero. Mira la catedral de Verona, absorto. Bol también es negro, tanto que parece azul. «Jamás en mis vidas había visto a dos tipos tan negros». La catedral se recorta contra el cielo: se distinguen las filigranas; parece un ovi de guerra hincado en el suelo. En el Nudo no hay un solo árbol, emerge un ascensor que procede de la estación y la gente se desparrama como ratas. Algunos se dirigen a la catedral, otros al Ministerio de Creación, otros al de Exterminio. Anto consulta la hora en su alma, pasea la mirada por el adoquinado un momento, se rasca la tripa y se encamina hacia la mole negra que se alza ante sus ojos. Pasado el arco térmico, se deja guiar por su alma hasta el registro de personal, donde lo atiende una mujer de unos cincuenta años. Su boca es roja, como una herida, y sus párpados de color cemento. «Hola, ¿quieres hacer el amor?», pregunta, «no, muchas gracias, venía a inscribirme», «en todo caso, ya va quedando menos», «¿ya va quedando menos para qué?», «para que alguien me diga que sí, una de cada sesenta y dos personas a las que les propongo sexo me dice que sí y tú eres el número cuarenta y cuatro, por eso digo que ya va quedando menos», «ah, muy interesante, bueno, ¿cómo hago para inscribirme?», «coloca aquí tu alma», «¿así?», «sí, espera, oquei», «muchas gracias, adiós», «adiós». Anto se encamina a su nuevo despacho, aunque faltan más de diez minutos para el cambio de turno. Se detiene frente a una puerta abierta. Huele a coliflor cocida. «¿Seguro que es aquí?», «sí». Llama al marco de la puerta y un muchacho que está sentado a un escritorio alza la mirada. «¿Eres el nuevo?», «sí, Anto7, ¿y tú?», «Elmer64, no, es broma, Elmer4, siempre gasto la misma broma, has llegado pronto, falta como media hora para el cambio. No, dos minutos». A Elmer se le enciende el rostro: «tengo que quitar este olor». Abre la ventana, mira afuera y sonríe: «bueno, aquí está el conector micro, si quieres, te puedo pasar unos olores superinteresantes, ayudan mucho en los momentos de aburrimiento, luego te los mando, este es el regulador ambiental y aquí está la televida, a los jefes nos les gusta que vivamos mucho la tele así que cuidado, ya está, ¿qué hora es?». Suena un silbido largo en el pasillo y Elmer4 recoge su alma y se va. Anto se sienta en el sillón, aún tibio, y deja su alma en la mesa. Se pasa un dedo por el cuello del plasma. Está sudando. «Hola», dice una voz desde el marco de la puerta. Es una mujer con sonrisa de caballo. «Soy Adel, la Secretaria Civil de Reordenamiento Territorial, yo seleccioné tu currículum, ojalá que nuestra colaboración sea óptima». La conversación sirve para establecer una relación funcional y termina con un «¿dispuesto a trabajar duro entonces?», que el recién incorporado responde con un «claro», «así me gusta, para cualquier duda, estoy en el despacho de al lado», «de acuerdo». Anto se sienta de nuevo y espera órdenes durante un par de minutos. Luego, para entretenerse, solicita una línea alternativa y busca algunos microolores. Selecciona mediterráneo, ibiza, invierno y lo rebota al conector micro. En el regulador de ambiente selecciona olas suaves y apaga la línea alternativa. «Te llama Adel, Verona, Yúrop», «rebautiza Adel y pásamela», «por favor, convoca a los de la lista para una reunión al inicio del próximo segundo turno en la frecuencia, espera, VE28, me avisas, gracias». Anto pide un teclado térmico, una pantalla, y comienza a trabajar en la redacción de la carta. Anto baja exhausto las escaleras del Ministerio de Exterminio y sin alcanzar a pensar en nada, se ve sentado en mitad del Nudo: «ya sabía yo que siete millones de oros no los regala nadie, me tengo que inscribir en un gimnasio o una piscina, para echar afuera esta tensión», «te llama Adel», «pásamela», «oye, muchas gracias, antes no te dije nada, a veces, el ritmo del trabajo no nos deja tiempo ni para ser amables», «bueno, no te preocupes», «hasta luego», «hasta luego». Anto se levanta y se abre paso entre la multitud hasta llegar frente a un tipo vestido de blanco que vende galletas. «¿Cuántas?», «seis, ¿a cuánto están?», «a cien». Anto toca con su dedo el alma del vendedor, dice: «seiscientos», y se come una galleta. Las otras cinco se las guarda en el bolsillo. «A casa, desactiva AZW». A la luz azul del espejo orbital, las sombras y las luces se confunden. De la catedral salen tres monjes que parecen gotitas de sangre. Un inferior camina muy deprisa, con los brazos pegados al cuerpo, la mirada fija en el suelo. Lleva un traje de color marrón. Le sigue una inferior que camina muy deprisa, con los brazos pegados al cuerpo, la mirada fija en el suelo. Cruzan El Nudo y se pierden entre la gente. De camino a casa Anto entra en una librería: ocho metros cuadrados de alfombra beis y tres paredes forradas de libros. Hay una chica sentada al fondo que no dice nada; sólo mira un momento y vuelve a su lectura. Anto se sitúa delante de una de las paredes, cierra los ojos, da dos pasos a la izquierda, uno a la derecha, y luego extiende su dedo y toca un libro. Abre los ojos, saca el libro elegido y lo abre al azar. Lee: «no me acosté en toda la noche y vi amanecer por primera vez en mi vida. Nunca he vuelto a ver una noche como aquella ni semejante amanecer». Cierra el libro y vuelve a abrirlo, por otra página: «comprendí que era de noche porque un murciélago penetró bajo la lona de la terraza y aleteó junto a mi pañuelo blanco». Vuelve a cerrarlo y vuelve a abrirlo: «el del jardín enmudeció un momento, como si escuchara; luego sus sonoros trinos tornáronse más agudos y vibrantes. Resonaban serenos y majestuosos en ese maravilloso mundo, ese mundo nocturno, ajeno a nosotros». Cierra el libro y lee el título: Felicidad conyugal de Liof Tolstoi. 7 —¡No me lo puedo creer! —exclama Jan Shwarowski, el padre de Miguelito, volviendo su cara barbuda. —Bueno, así era —responde el viejo Anto, con la respiración entrecortada—. Aquella sociedad funcionaba como un reloj. —¡Miguel, no tan deprisa! —truena Jan, y ambos hombres echan a andar de nuevo por el bosque. El sendero trepa entre los robles desnudos, pero no existe el silencio del invierno: a lo lejos se escuchan los ladridos de los perros y los gritos del niño. —También había descansos —dice el viejo—. En el ministerio, por cada tres días de trabajo descansábamos otros tres, y cada año teníamos cuatro vacaciones de nueve días. —Ah, eso ya está mejor. Pilón sube a una piedra grande y ladra. Detrás llega Yésica, su madre, y por fin, Miguelito. Lleva una camisa blanca, pantalones largos y un abrigo de piel. Sonríe, como casi siempre: —¡Vamos, vamos! —No grites —responde Jan—. No es bueno para la pesca. El niño salta de la piedra y echa a correr por un sendero que planea por una ladera rocosa. Pilón y Yésica salen detrás de él. —Hasta más tarde no van a picar. ¿Por qué no te vas a buscar setas? —¿Y por qué no pican hasta más tarde, papá? —Ahora no pican —responde Jan con tono áspero. Miguelito, al sentir este tono, se levanta, deja los aparejos en una piedra y trepa por una senda hasta perderse de vista. —Así es él —dice Jan—. Está todo el día haciéndome preguntas, y casi nunca sé qué responderle. ¿Quién demonios sabe por qué los peces sólo pican al final de la tarde? —Yo lo sé —responde el viejo. —¿De verdad? ¿Y por qué es? —Porque por la tarde la luz del sol cae con más inclinación en el agua y los peces no nos ven. —Ah, ¿es por eso? —Sí. Jan queda entonces en silencio, mirando el correr del agua del río, y al cabo de un rato, vuelve la cara y dice: —¿A usted no le gustaría darle clases a mi hijo? 8 Verona, 2/9/24 608 DRH Si tuviera que describir someramente la ciudad de Verona, diría que es la típica ciudad anular. Su perímetro mide poco más de 30 kilómetros y en ella viven doscientas mil personas. La franja edificada es de unos 600 metros de ancho, y así todos los veroneses tienen una amplia zona verde a menos de 300 metros de su casa. Si viven por fuera del Anillo, pueden salir a pasear por los Bosques Civiles; y si viven por dentro, pueden salir al Jardín Central de casi 80 kilómetros cuadrados. En él hay caminos de grava y praderas muy cuidadas, con bancos de madera. También hay puestos de comidas, e incluso un par de restaurantes. Estos están lógicamente cerca de la laguna Máxima, que es donde va más la gente. En un sitio que se llama Playa Ancha se celebran conciertos, carreras y competencias de poetas o de monjes. En la orilla sur de la laguna Máxima está el muelle donde atraca El Vapor, un barco antiguo que funciona a carbón. Tiene dos enormes ruedas con aspas de madera y cuatro chimeneas muy altas que echan un humo asqueroso. Sin embargo, es la mayor atracción turística de la ciudad, quizás porque la tripulación va vestida de época. Las chicas se ven muy graciosas con falda, y ellos también porque llevan bigote y sombrero. Al sur de la laguna Máxima, está la laguna Mínima, donde se permite nadar en verano. Desde allí, ya se ven las agujas de la catedral y las antenas de los ministerios. Una de las cosas más llamativas del Anillo de Verona son las Palabras Pétreas. En otras ocasiones ya me había sorprendido lo numerosas que son, pero estos pasados turnos me he dado cuenta de que están prácticamente en todas las paredes. También he conocido a uno de los seis funcionarios que se dedican a grabarlas. Se llama Senimaravian y nació en Sépek, una aldea próxima a Sbiriel. Tiene unos sesenta años pero todavía se mueve con agilidad. Me fijé en sus manos anchas y callosas. Este Senimaravian no tiene pelos en la lengua: dice que «si en algún turno todo esto se acaba y los inferiores entran a comernos por los pies, lo que no se van a poder comer son las piedras. Porque no hay nada que pueda destruir una piedra. A ver, ¿qué sabemos de los egipcios o de los babilónicos, de los aztecas o de los ingleses? Sólo sabemos lo que dejaron escrito en piedras». Como es fácil de suponer, Senimaravian tiene mucha maestría con el cincel y el martillo. Lee una letra en un papel y enseguida comienza a grabarla en la pared. «Antes sí dibujaba primero, pero ahora ya no», «¿y cuántas frases habrá grabado en sus vidas?», «unas cuantas. Llevo más de doscientos años en esto», «¿pero no se aburre?», «no, hermano. Yo nací para esto». Cuando me fui, Senimaravian estaba terminando de lijar la siguiente inscripción: VIVIMOS EN EL PASADO DE LOS SIGLOS FUTUROS. Fedorov8 Se apartó un poco y contempló su labor. Luego se sacudió las manos, se atusó el pelo y se puso a guardar sus herramientas en una caja de madera. Estas son algunas Palabras Pétreas que grabé en mi alma porque me llamaron la atención: LA FALSA ALEGRÍA ES MÁS TRISTE QUE CUALQUIER TRISTEZA VERDADERA. Yuste4 TODO LIBRO DE VIAJES DICE MÁS DEL VIAJERO QUE DEL PAÍS RECORRIDO. Pol Terú LA SOLEDAD ES EL PRECIO DE LA LIBERTAD. Pap Logón Y éstas son algunas Palabras Pétreas que escogí al azar: EL ARTISTA ES EL CREADOR DE COSAS BELLAS. Oska Guaild SOIS LA ORQUÍDEA QUE SE ALZA DEL PESTILENTE FANGO. Golo PATATA + ACEITE HIRVIENDO = PATATA FRITA. Anónimo. Podría rellenar cien hojas con lo que he visto en los últimos turnos, pero me muero de sueño y no quiero dejar de referirme a algo que me preocupa. Se trata del trabajo. Mi jefa me ha dicho que tenemos que salir a la Zona Inferior para tomar unas fotos térmicas. Naturalmente vamos a ir con escolta, y además no es muy lejos: «a menos de diez minutos de la puerta». Pero no sé. Creo que me da miedo porque a mí eso de morirme no me hace ninguna gracia. ¡Es tan desagradable! Y luego los larguísimos años del internado. En fin, ya veremos. 9 Anto se sentía ligero de ánimo por primera vez en muchos turnos: Adel acababa de comunicarle que la salida a la Zona Inferior se posponía indefinidamente. Al salir del Ministerio, adelantó a varias personas por las escaleras y se encaminó a casa con paso alegre: se ducharía, cenaría y se echaría a leer Guerra y paz hasta que le venciese el sueño. Este era su plan pero varias cosas vinieron a trastocarlo. Aún en el Nudo, vio que a un costado de la catedral se arremolinaba la gente en torno a un tipo rubio que hacía grandes aspavientos. Al principio, le pareció un discursero, pero como la gente se reía de vez en cuando, pensó que debía de tratarse de un cómico. «Sí, un par de buenos chistes pueden entrar en mis planes», y se dirigió hacia allí. El orador era un muchacho alto y desgarbado que recordaba bastante a Saú Maclein, el histórico líder anarcoecológico: —Una patraña —decía—. Todo el mundo cree que hay dos especies de hombres pero eso no es verdad. Cualquier inferior puede dejar embarazada a una superior, y cualquier superior puede dejar embarazada a una inferior. —¡Si soporta el olor! —gritó alguien desatando otra vez las risas de todos. —Está demostrado, hermanos. Se han dado muchos casos. —¿Cuáles? —¿Queréis un ejemplo? —¡Sí! —Pues os lo voy a dar. Pasó aquí, en Verona, en el barrio Bosque, el año pasado. Un hombre violó a una chica que trabajaba para él. ¡Y ella se quedó embarazada! —¿Y tú cómo lo sabes? —Me lo contó la panadera de un médico que trabaja en el mismo hospital en que atendieron a la chica. Ante aquella alambicada explicación, sonaron chiflidos, nuevas risas; y la gente comenzó a marcharse. —¡Yo conozco a ese médico! En pocos segundos, sólo quedaban en aquel sector del Nudo dos personas: el predicador y un funcionario del Ministerio de Exterminio: —Al menos tú me crees —dijo el predicador. Pero Anto escapó a grandes zancadas y se confundió con la masa. En su ánimo no quedaba ni rastro de ligereza, y en su mente apareció de nuevo el runrún que le recordaba que antes o después tendría que salir a la Zona Inferior. Llegando a su casa, Anto oyó algo que le resultaba muy querido: la risa de P. Iba acompañada de algunas palabras por lo que pensó que su amigo estaba hablando por alma. Posó la mano derecha en el lector de la pared, empujó la puerta para entrar y casi se topó con el viejo criado que en aquel momento abandonaba el salón con una bandeja vacía. P estaba sentado en una butaca con una taza de café entre las manos: —¡Sorpresa! —exclamó. Junto al arco del salón había un bolso de cuero, y sobre él descansaba el alma de P, un modelo bastante antiguo. —¿Con quién hablabas? —preguntó Anto, extrañado. P tomó un sorbo de café antes de responder: —Con él, para qué negarlo. Es una persona muy interesante. Ha tenido una vida dura, naturalmente, pero las cosas que cuenta no dejan de tener gracia. —¿Y tú por qué hablas con los inferiores? Eso está prohibido. —Querido amigo, todos cometemos faltas, ¿no? Por otro lado, conversando uno puede enterarse de cosas interesantes como, por ejemplo, que tu siervo te adora. Eres como un hijo para él. Tienes mucha suerte. —¡Déjalo ya, por favor! —De acuerdo, de acuerdo. Seré buen chico, pero a cambio me tienes que invitar a cenar y a desayunar. Mañana sin falta tengo que estar de vuelta en Sbiriel. Obligaciones propias del cargo. Durante la cena, Anto y P mantuvieron la siguiente conversación: —Hoy escuché en el Nudo una historia asombrosa: el caso de una inferior que se quedó embarazada de su amo. —¿Y eso qué tiene de asombroso, querido? —¿A ti te parece normal que un superior deje embarazada a una inferior? —Entre lo normal y lo asombroso media el mundo entero. —¿Tú habías oído más casos? —No. O sí. Creo que dos o tres. Pero no me acuerdo bien. —Hablemos en serio, P, por favor. —Pero, vamos a ver, ¿qué tendría de particular que un superior dejase embarazada a una inferior? Los inferiores y los superiores no nos distinguimos genéticamente en nada. Todo el mundo sabe que la diferenciación humana fue una jugada política de Magistrato para justificar sus masacres. Anto se quedó mirando fijamente a P y tragó saliva: —Yo no lo sabía. —¿Ah, no? Entonces, deberías leer a algún autor disidente. —¿Tú los lees? —Últimamente he leído a varios, y son bastante interesantes, te cuento. Poco después, al ir a acostarse, Anto encontró sobre la almohada de su cama un cuaderno de tapas azules donde podía leerse Viaje a las fronteras del tiempo. Aparecía firmado por P y llevaba una nota manuscrita de su autor: «Querido hermano, espero que la lectura de este librito te ayude tanto como a mí me ayudó escribirlo. Felices sueños». La obrita empezaba con estas palabras: «Somos el cáncer del mundo. Basta con mirar un mapa escolar para darse cuenta. ¿Qué vemos? Una infinidad de puntos negros sobre un maravilloso planeta verde, ocre y azul: los signos de nuestra petulante Civilización Inmortal tachonando de vergüenza un espacio que no le pertenece en exclusividad, un espacio donde otros hombres viven y mueren, como debe ser, como siempre ha sido. ¿Y ahora qué? Ahora, hermanos, nos disponemos a extender nuestra vergüenza al Universo entero. ¿Qué significan si no las campañas de erzificación de los planétulos Naipul, Yimvor, Yersinnia, Min o Bólbok? Nada define mejor la prepotencia sin límites del Consejo Civil Mundial. Y yo lo denuncio, queridos hermanos». Anto cerró de golpe el cuaderno y se acercó al pasillo. Un leve ronquido custodiaba, como un animal tranquilo, la puerta del cuarto de invitados; y al fondo, en la penumbra de la cocina, se oía de vez en cuando un tintineo de cristales: el viejo criado aún trabajaba. Algunas horas más tarde, Anto se derrumbaba sobre una silla, frente a la mesa del desayuno, instalada en el jardín. P le miraba, entre sorprendido y divertido: —Me he permitido ordenarle a tu criado que sirviera el desayuno aquí. Supongo que no te parece mal. —En absoluto —respondió Anto, y mientras esperaba su café, se puso a comer ciruelas. Miraba a su invitado con una extraña fijeza: —No me mires así, querido. A mí tampoco me gustan las ciruelas, pero se trata de un regalo de Immo. ¿Cómo iba a decirle que no? Anto no bajó la mirada. Tenía los ojos rojos e hinchados. —¿Malos sueños? —preguntó P. —Malísimos. —Cuéntamelos. —Soñé que un alto funcionario de clonación abría un librito azul y fruncía el ceño. —¡Qué interesante! Esos sueños mínimos son... —No, no. Si no termina ahí. Luego el funcionario sale de su despacho y echa a andar por un pasillo muy largo, y mientras camina, le saca punta a un lápiz, le saca punta a un lápiz, le saca punta a un lápiz... —¡Cuidado! Se puede quedar sin lápiz. —Y entonces, al final de aquel pasillo, encuentra una puerta donde dice: «Archivo de Muestras Genéticas». Y el funcionario entra por ella, y sobre una mesa muy rara encuentra un libro grande y gordo donde puede leerse: «Censo Genético del Estado de Verona». —Bueno, ¿y? —Y abre el libro y busca en el índice una letra. ¿Cuál crees tú? —No lo sé. —La letra P. —¡Qué casualidad! Mi nombre empieza por P. De hecho, empieza y termina por P. Apuesto a que el funcionario de tu sueño coge el lápiz ese superafilado y tacha un nombre del libro. ¿A que sí? —Sí. —Y apuesto a que ese nombre es el mío. ¡Por favor, querido! No imagines más de la cuenta. Mi obrita no es peligrosa para el sistema. Soy una voz en el desierto. Y además nueva. Lo más probable es que ningún editor quiera publicar mi Viaje. —¿Y si alguien se decide a publicarlo? —En ese caso, me pondrán en una lista junto a otros muchos especialistas en gritar: lo único que se puede hacer en estos momentos. El sistema es una máquina tan poderosa que ni siquiera los que la conducen pueden detenerla. Eso lo digo en el capítulo segundo. Por cierto, me gustó mucho esta mermelada. ¿Es casera? —P, piénsalo. A lo mejor te borran. Acúerdate de Meridién. —Corren otros tiempos, hermano. No te pongas pesimista. 10 —«Sois la orquídea que se alza del pestilente fango. Sois la esencia del frasco, la moneda del cofre y la espada envainada. Sois luz en la oscuridad, número en el caos y palabra en el silencio». Así habló Golo. Consecutivamente, el monje se toca con la punta de los dedos el centro del pecho, la frente, el hombro derecho y el izquierdo. Los asistentes lo imitan. Y en ese momento, Anto, que se encuentra sentado en una de las últimas filas, escucha a sus espaldas una voz masculina: —También somos el pájaro enjaulado, pero eso Golo no lo dijo. Anto se vuelve. Ha escuchado claramente la frase y la ha retenido en su memoria de inmediato. En el último banco del templo, ve sentada a una anciana que luce en su sombrero una orquídea de plata, símbolo de los peregrinos. Pero aquella viejecita no puede haber pronunciado tal frase. Además, ha escuchado la voz más cerca, como mucho a un metro de distancia. Un poco más allá, de pie junto al arco de entrada, hay un muchacho en ropa deportiva. No hay nadie más. Ahora ha entrado un monje muy viejo que arrastra las sandalias al caminar. Se persigna con lentitud y continúa su marcha hacia las dependencias privadas del templo. Anto, bastante extrañado, se reacomoda en su asiento y piensa que la frase que escuchó ha debido de provenir de su interior. PARTE SEGUNDA — TANNA Y CALCUSS 1 Verona, 2/4/26 608 DRH Hoy me ha pasado algo muy curioso. Venía en el metro desde el ovipuerto, cuando me llamó la atención una chica alta y gorda, vestida con una túnica verde, que escribió algo en un papel, lo dobló varias veces, y después de hacerse un rato la distraída, lo dejó caer en el bolsillo de la chaqueta de una señora que iba arreglándose las uñas. Inmediatamente, el metro se detuvo en una estación y la muchachota se bajó. Cuando pasé junto a ella mirando por la ventanilla, pude apreciar con exactitud sus rasgos: tenía la cara fina, los ojos verdes y los labios bien dibujados. En un acto reflejo revisé mis bolsillos y enseguida encontré un papel que yo no había puesto ahí. Estaba muy doblado. Lo saqué, lo abrí y lo leí. Decía esto: «DESPÓJATE DEL MIEDO Y TUS OJOS VERÁN CRECER LAS FLORES EN EL HUERTO DE LA PACIENCIA». A mi derecha, un señor se rascaba la sien y a mi izquierda, una chica bostezaba mostrando un chicle. Doblé el papel, lo guardé, y enseguida empecé a sentir una extraña inquietud que me hizo levantarme. Me faltaba el aire, y por eso me bajé en la siguiente estación, aunque no era la mía. En el andén ya pude respirar mejor. Después de un rato, metí la mano en el bolsillo y toqué el papelito de nuevo. Me invadió un miedo inexplicable que llegó a indignarme. «¿Cómo puede pasarme esto a mí? —me dije—. Es un simple trozo de papel»; así que decidí tomar el siguiente tren y volver a casa. Al subir en el vagón, me encontré de frente con la muchachota. Me miraba con fijeza, pero enseguida bajó los ojos. Yo seguramente me ruboricé. El corazón me palpitaba y los oídos me zumbaban. No me atrevía a mirarla. Lo pasé mal. Después de varias estaciones, ella se bajó. Y yo también. La vi alejarse por el andén y luego me senté en un banco. Cuando volví a mirarla, descubrí que ella venía hacia mí. Empecé a jadear. «¿Por qué me pasa esto?» Al llegar junto a mí, me dijo: —¿Te sientes muy mal? La miré. —No lo sé —respondí. —A veces soy un poco bruta. Perdona. Pero te aseguro que merece la pena. Tu vida, aunque no lo creas, ha empezado a cambiar. —No sé por qué me he bajado del tren. —Tú no lo sabes pero tu cuerpo sí. ¿Puedo sentarme? —Sí. —Me llamo Tanna, ¿y tú? —Anto. Y entonces nos dimos la mano y yo le pregunté: —¿Qué le escribiste a la señora que iba arreglándose las uñas? —Le dije que si aceptaba el sufrimiento, volaría con una sola ala. Siempre me pasa lo mismo. La primera parte de la frase la construyo y la segunda me sale sola. Soy una mezcla extraña, por un lado psiquiatra y por otro una antena que recibe palabras que vuelan por ahí. Cuando vuelvo del hospital, interpreto a la gente. Veo al que vive muy por debajo de sus posibilidades emocionales y al que sufre por una pérdida antigua, al que tiene un concepto de sí mismo demasiado alto y al que vive dominado por la culpa. Al principio, traté de aislarme, pero siempre terminaba encontrando la cara de alguien que con una sola palabra podría mejorar su vida. Me acercaba a esa persona y le decía algo, pero en general la gente reaccionaba mal. Yo los comprendo porque se debían de sentir muy vulnerables, como tú ahora. Por eso empecé con el sistema de los mensajes anónimos. —¿Y en mi caso, qué significa eso de que mis ojos verán crecer las flores en el huerto de la paciencia? —No tengo ni idea. Se me ocurrió y lo puse. Tanna es la persona más inexpresiva que he conocido en todas mis vidas. Para hablar entrelaza las manos sobre el estómago y clava su verde mirada en el suelo. 2 Al llegar al puesto fronterizo, el minibús se detuvo y bajaron dos hombres. Iban vestidos con uniforme de combate y llevaban fusiles. Tras ellos, saltó Adel, enfundada en un mono negro. Dos mujeres militares antecedieron a Anto. Cualquiera que le hubiera visto, habría pensado que se trataba de un enfermo mental. Metido en su mono, miraba a un lado y a otro alternativamente, como si oyera explosiones. Si no hubiera estado tan nervioso, habría visto a su derecha un camión, escoltado por un autónomo de policía, y a su izquierda, la silueta de las cabezas de hidra, como horrendas gárgolas posadas sobre el muro de cemento. La pared, de nueve metros de altura, se veía sesgada por una rampa que permitía el acceso a la ronda de los vehículos de vigilancia. Hacían éstos sus controles rutinarios sobre la parte correspondiente de los casi 240 kilómetros del perímetro total del Muro, y volvían a bajar por la misma rampa. Adel, Anto y sus escoltas se disponían a salir por la puerta número 2, la situada más al sur del Estado de Verona. En el mostrador del puesto fronterizo, un funcionario con aspecto de militar retirado revisaba los papeles que Adel acababa de entregarle. Los cuatro escoltas esperaban a un lado. Uno de ellos le quitaba a una de sus compañeras un cabello que se le había pegado en la malla térmica. El segundo se arrancaba con los dientes un callo que le crecía en un dedo de la mano, y la segunda mujer, acariciaba distraída su fusil. —Vamos —dijo Adel de repente—. Tienes que identificarte. —Ah, sí. ¿Dónde? Pocos segundos más tarde, Anto posaba su mano derecha en una pantalla de plasmón, y luego, siguiendo las instrucciones del fronterizo, acercaba su alma al comunicador central del puesto para la verificación de datos. —Tiene una deuda —anunció el funcionario—. Con la Compañía de Electricidad: 6300 oros. Si quiere salir, tiene que pagarla ahora. —Ah, claro. Pues la pago. Los últimos en identificarse fueron los militares, que lo hicieron con la naturalidad de lo habitual. Ya de vuelta al minibús, a Anto le sorprendió la presencia de un muchacho que estaba mirando debajo de los asientos. Era el revisador. Se incorporó, sonrió con desgana, dijo por su alma «¡limpio!» y se marchó. Enseguida, los seis pasajeros se acomodaron y el minibús arrancó. Pero unos treinta metros más allá, el conductor, que era una de las mujeres, detuvo el vehículo, reclinó su asiento y se echó el casco sobre los ojos. Al mismo tiempo, el copiloto, uno de los varones, pidió música: —¿Qué tipo de música? —preguntó el regulador ambiental—. Renacentista, barroca, Mózar, Chaikoski, Elvis, Supertrán, Sunk, Rh+, Maratón... —Sunk —dijo el copiloto. La conductora emitió un gruñido aprobatorio, y pronto el reducido espacio de la cúpula se pobló de alaridos. Los otros dos militares miraban hacia afuera. El hombre se comía ahora las uñas y la mujer jugaba con el seguro de su fusil. En el asiento trasero, entre enormes cajas de aluminio, Adel y Anto parecían dos prisioneros. —¿Qué pasa ahora? —susurró éste— ¿Por qué nos hemos parado? —Estamos esperando a que amanezca al otro lado. No menos de diez guitarras eléctricas estallaban contra la cúpula del minibús, cuando en lo alto del Muro, sobre un poste metálico, se prendió una luz verde clara, casi blanca. El copiloto la vio y despertó de un codazo a la conductora, que se ajustó el casco y pisó el acelerador. La enorme puerta de cemento se estaba abriendo bajo las oscuras cabezas de hidra. —¿Qué tal son las carreteras en la Zona Inferior? —preguntó Anto. —¿Qué carreteras? —replicó Adel. —Bueno, los caminos. ¿Qué tal son los caminos? —El camino. Era bueno hace seis meses. No sé cómo estará ahora. Al otro lado del Muro, el paisaje era desolador. Sólo se veía un campo yermo, lleno de cráteres que eran el resultado de los disparos de las cabezas de hidra. No se veía ningún animal y por supuesto tampoco a inferiores. A unos trescientos metros de la puerta, los expedicionarios encontraron una senda que avanzaba hacia el suroeste y la tomaron. Adel vigilaba en todo momento su localizador, y en un momento dado, levantó la vista y señaló una pequeña meseta que se elevaba a la derecha del camino. Hacia ella se dirigió el minibús, campo a través, haciendo saltar a todos dentro de la cúpula. —Lo que más me jode de la muerte no es el hecho de morirme —comentaba uno de los soldados—. Lo que más me jode es el dolor. Una vez, cerca del cabo Sentvicent, yo estaba en patrulleras, los milt nos capturaron y nos torturaron. ¡Qué grandísimos hijos de puta son los milt! Si yo les contara... Me quemaron la nuca con un hierro al rojo, y luego me destrozaron las manos con un martillo. Al final, ya no sentía ni pena por mí. A lo largo y ancho de la meseta, Adel y Anto tomaron varias fotografías térmicas. Ella estaba encantada desde que vio los primeros resultados, y andaba de acá para allá feliz, accionando la maquinota que acarreaba él. Cuando era necesario, tomaba notas en un cuaderno ya que las almas domésticas no tenían cobertura a tanta distancia del Muro. La conductora y el copiloto se habían quedado en el minibús, siempre pendientes de la situación, y los otros dos escoltas seguían de cerca a los funcionarios con sus fusiles terciados. En el camino de regreso, la vio. El minibús rodeaba unas peñas que se elevaban sobre uno de los bordes de la meseta, cuando Anto distinguió, desde la parte trasera de la cúpula, a una niña vestida con un poncho azul. Tenía el pelo recogido en dos trenzas, las cejas finas y la boca morada por el frío. Sus ojos destilaban inteligencia y se arrugaban un poco al sonreír. Frente a tanta belleza, Anto era un rostro plano y gris, encerrado tras una placa de plasmón y montado sobre un zumbido mecánico. En ningún momento se le pasó por la cabeza señalar o fotografiar a aquella niña azul que una fría mañana de miseria le sonrió un instante y se dobló para seguir recogiendo leña en aquel triste páramo. Aún a mucha distancia del Muro, pudo leerse sobre el cemento una inscripción monstruosa: «VUESTRO FRACASO ES NUESTRO ÉXITO». Por delante de la leyenda, cruzaba un convoy formado por varios camiones oscuros y algunos autónomos de policía. Volvían a Verona después de tirar la basura. 3 Sentados junto al hogar, el viejo Anto y Miguelito Shwarowski toman sopa en unos toscos platos de barro. A su lado, Pilón es apenas una sombra, fijos los ojos en un mendrugo de pan que el niño sostiene en la mano. Los aullidos de la ventisca baten las ventanas, y a ratos tumban la llama de la vela. —¿Es muy difícil leer y escribir? —pregunta Miguelito—. El señor Sid dice que sí. Una vez le pedí que me enseñara pero no quiso. El viejo apura el caldo y con un tenedor de madera comienza a comerse las patatas. Miguelito, para no quedar atrás, se traga el caldo de dos golpes y con una sonrisa grasienta, empuña también su tenedor: —Come pan, Miguelito. —Gracias. —Y no te preocupes: yo voy a enseñarte a leer y a escribir. Al oír esto, el niño abre los ojos y la boca, pero Pilón le distrae: se ha puesto de pie y ha ladrado hacia la puerta. Suenan tres golpes y los goznes rechinan. Es Jan. Viene envuelto en un voluminoso abrigo de piel y trae blanco el bigote y la barba. —¡Pero cómo se le ocurre salir con este temporal! —le reprende Anto. —Pensé que a lo mejor la nevada os había cogido de camino. —No se me hubiera ocurrido salir, hombre. El niño arrima un tercer taburete al fuego, y enseguida el viejo sirve a su vecino un plato de sopa caliente. Mientras lo toma, Jan mira a su hijo: —¿Cómo van las clases? ¿El chico responde bien? —El chico no responde. El chico pregunta y yo respondo. Porque cuando es al revés, cuando el maestro pregunta y el alumno responde, ni el maestro enseña ni el alumno aprende. —Bueno, entonces, ¿aprende? —«Rápido como el viento —responde el viejo y mira a Miguelito para añadir, acompañado por él—, como pájaros que trazan arcos con sus trinos, flechas que conocen la ruta precisa entre las ramas. ¡Oh, bosques majestuosos! ¡Oh, cielos inmensos! Nunca dejéis de proclamar mi pequeñez sobre la tierra». Es de Calcuss, un poeta que conocí en Verona. —Es de Calcuss de Verona —aclara Miguelito. —Toda su obra estaba inspirada en los bosques que rodean a la ciudad. —Los Bosques Civiles. —Los niños, mi querido Jan, poseen una curiosidad natural. Cuando necesitan saber algo, lo preguntan. Y si encuentran cerca a alguien que les dé la respuesta correcta, lo aprenden para siempre. Por el contrario, imponerle al niño conocimientos que no necesita, es el mejor modo de atrofiar su instinto de aprendizaje. Al hacerle creer que le van a llegar todas las respuestas desde arriba, se le convierte en un irresponsable. —Eso —sentencia Miguelito. 4 —Nadie, hermano —respondió P con la cabeza apoyada en la pared de mármol—. Zimmermo fue sincero conmigo. Me dijo que las obras disidentes causan muchos problemas. Los hermanos Saún me mandaron una carta tipo. Y Mumo, pobrecita, todo lo que tiene de miope lo tiene de adicta al dinero. Me dijo que no pero que una selección de cuentos de piratas podría funcionar bien. Siempre que escucho estas cosas, me da por pensar que al abrir el libro, me lo voy a encontrar lleno de ruedecitas y poleas. En ese instante, entró un sirviente en el sudatorium y dio una vuelta a la llave del agua caliente. Enseguida se notó un ascenso de la temperatura y Anto dijo: —Vámonos. Me asfixio aquí. Al otro lado de la puerta, había una fila de duchas que se accionaban automáticamente al situarse debajo de ellas. —¿Has pensado en mandar tu libro a la editorial Bleiss? P resopló al recibir el agua fría en el cuello: —Bleiss no es una editorial, hermano. Es un circo. Si les aseguraran que iban a vender cincuenta mil ejemplares de un libro cuya primera frase fuera: «Mierda mierda mierda, mierda mierda, mierda», lo lanzarían a ojos cerrados. Ya no hay editoriales, lamentablemente. —Pero Zimmermo y Mumo han publicado cosas interesantes. —Sobre Zimmermo no tengo nada que decir, aunque es muy cobardón. Pero Mumo, vaya, esa mujer sólo piensa en el oro. El otro día me contó un poeta. Tú no le conoces. Lleva cuatrocientos años trabajando en un taller de autónomos, y al salir, se va a su casa y copia un poema. Dice que ya hay bastantes poemas buenos como para escribir más. El hombre se tomó el trabajo de juntar los mil mejores poemas de toda la historia de la literatura, inferior y superior, y se los mandó a Mumo. Y la muy desgraciada le llamó y le dijo que la antología le parecía maravillosa pero que no tenía dinero para lanzarla. Bueno, malas rachas las pasa cualquier empresa, ¿no? Pero es que tres novenas más tarde, Mumo publicó seis libros de poesía. Seis. Todos de autores menores de veinticinco años: tres chicos y tres chicas, tres morenos y tres rubios, todos guapos, labiosos, listos. Y claro, uno se pregunta: ¿Cómo es esto posible? Pues es posible. Se trata de una estrategia editorial a la que se llama «el perdigonazo». Al llegar al tepidarium, Anto dejó su toalla en un banco y se metió en una de las piletas: —A ver —dijo P—. Te voy a dar seis nombres y tú me dices si alguno te suena. —Dispara. —Pantalio de Maurís. —No. —Síntico. —No. —Bírmingo de Vast. —No. —Susán La Loca. —No. —Satto. —No. —Lena Ángel. Anto le miró de repente: —Esa sí me suena. Es la de Héroes de papel. —¡Muy bien! De los seis libros que lanzó Mumo, Héroes de papel es el perdigón que le acertó al pato. Y ahí la tienes ahora en la televida. —Pero algo valdrá lo que escribió, ¿no? Porque si no, la gente no lo compraría. P, que ya bajaba a la pileta, miró a Anto de hito en hito y resopló: —Si no respetara mi intelecto como lo respeto, me habría aprendido algunos versos. 5 A partir de una época determinada, yo trabajaba sólo por cumplir, para devolverle al ministerio, de algún modo, la montaña de oros que novenalmente me ingresaban en la cuenta. Mi jefa era una mujer muy ambiciosa. Tanto, que incluso quería que yo también lo fuese. Pero yo no lograba quitarme de la cabeza que ella pretendía utilizarme para subir alto y que luego me dejaría caer. A pesar de todo, alguna vez la estimé. Cuando salíamos de viaje, solíamos reservar un rato para comernos un helado. Fuera de esos pocos momentos de calma, la cosa consistía en manejar el alma rápido sin volverse loco. Al entrar en el despacho, tenía que desalojar aquel asqueroso olor a coliflor, y al salir, tenía que soportar cinco minutos de Madán Muerte, la compañera que me sustituía. Pobrecita. Tenía doscientos ochenta y cinco años y se había muerto ochenta y dos veces. Entre Coliflor y Muerte estaba Eficiencia. Cuando no íbamos a reuniones en ciudades próximas a Verona, teníamos que trabajar en la oficina o salir a la Zona Inferior. En la primera salida, localizamos un yacimiento de chatarra compuesto por unos bloques que, según nos dijeron, eran autónomos antiguos. Luego vinieron algunas incursiones infructuosas, pero más tarde nos pasó algo. En los vertederos de la Puerta 3, descubrimos que alguien estaba tirando latas de conserva mezcladas con la basura. Nunca se supo cómo pagaban los inferiores aquella comida, pero eso daba lo mismo. Se trataba de una exportación ilegal y Adel, con la ayuda de un jefe suyo, buscó al responsable. Resultó ser un grado 3 nada menos, así que la comisión por la denuncia les dejó diez millones de oros. Con su parte, compró una tierra cerca del monasterio de Spókel y la cedió a los monjes. Muy lista ella. Sabía trepar. A mí me tocaron de propina cien mil oros con los que armamos una buena juerga en casa de Tanna. Tengo que ir a charlar con los Shwarowski porque me estoy volviendo loco en este infierno blanco. Y el silencio. Uno grita y la nieve se lo traga todo. La Niña Azul era bonita. Recuerdo sus ojos. Se me aparecía a la menor ocasión: en mitad de aquel páramo, ella se levanta, me mira y sonríe, su ponchito, sus pies grises, la cesta de leña. Así la veía, cuando cerraba los ojos para olvidar la lista de tareas que crecía y crecía en la pantalla térmica, y cuando iba en metro hacia el ovipuerto. Recuerdo que al principio era un consuelo verla, pero luego me empezó a molestar porque aparecía sólo cuando ella quería. A veces, en mitad de una reunión o justo antes de salir a la calle. ¡Qué ingenuo era yo! Pretendía reprimirla cuando lo único necesario era que ella abriera todas las puertas de mi corazón. 6 —Hay muchos tipos de miedosos, hermano —dice Tanna revolviendo su café—pero los más comunes son cuatro: el miedoso reojeante, como tú, el miedoso paralizante, el miedoso musical y el miedoso automutilante. Todos tratan de desaparecer pero cada uno por un medio diferente. El miedoso reojeante busca una posible escapatoria. El paralizante se confunde con el ambiente. El musical se disfraza de ruidos. Y el automutilante se devora a sí mismo. —¿Qué otras patologías conoces? —pregunta Anto. —Muchas, claro. Pero no confundas. Estos casos que te he contado no son necesariamente patológicos. Pueden llegar a serlo, por ejemplo, si alguien no es capaz de dejar de silbar o si sólo está tranquilo cuando se mete debajo de la cama. En el Síndrome de Osk, por ejemplo, el paciente se come las uñas, algo que es muy habitual, pero cuando se las acaba, empieza con la piel de los dedos, sigue con la carne, y termina triturándose los huesos. —En mi caso —pregunta Anto—, ¿el miedo es patológico o no? —Empieza a serlo porque empieza a obstruir el desenvolvimiento normal de tus capacidades emocionales. Y eso se nota. Los seres humanos expresamos nuestras emociones a través de gestos corporales, incluidos los de la cara, por supuesto. Así que conociendo esos gestos se pueden interpretar los estados del alma. Todo el mundo sabe distinguir una sonrisa, por ejemplo, pero sólo una persona muy experimentada puede decir si una sonrisa es amarga por causa de una decepción sentimental. Por ejemplo, tu caso. Yo veo muchas cosas en ti. Pero la pregunta es: ¿cuáles ves tú? Tanna levanta los ojos inesperadamente y los planta en los de Anto: —Mírate al espejo —le ordena. —¿A qué espejo? —pregunta Anto y recorre el local con la mirada. Al volver a Tanna, se encuentra con que ella está señalando con el pulgar hacia atrás. Allí, a sus espaldas, hay un espejo antiguo, algo amarillento y con los bordes desazogados. Anto se mira y descubre la cara de un hombre con ojos extraños. Baja la mirada y revuelve su café. —¿Qué has visto? Anto no responde. Tanna guarda silencio y espera a que el rostro de su amigo se suavice. «La puerta se abrió un momento —piensa—. Ya habrá tiempo para más». Anto paga en el alma central del café Norabia y Tanna espera a pasos de la puerta. Pero cuando van a salir, aparece enmarcado en ella un tipo alto que lleva la cabeza rapada y un plasma negro con costuras de plata. Le dejan pasar y cuando quedan de nuevo solos, Anto le dice a su compañera: —Ese es Zimmermo, el editor. Tanna y Anto suben por unas escaleras. Ella lo hace con su habitual pesadumbre y él con una extraña ligereza, pues se ha puesto a hablar de algo que comprimía su alma: —Por todas partes. Cierro los ojos un momento y ahí está: La Niña Azul. El otro día la vi en su casa. La madre le estaba haciendo las trenzas. ¿Qué significará eso? Se escucha una puerta cerrarse. —A lo mejor, si apunto todo, tú puedes ayudarme a quitármela de la cabeza. Unos zapatitos negros y unos calcetines celestes bajan por la escalera. —¿Cuántos datos te harían falta? ¿Con una novena será suficiente? Claro, si necesitas más, escribo más. Pidiendo permiso para pasar, se escurre entre ellos una niña rubia, vestida con un trajecito azul, medias celestes y zapatos negros. Tanna, al verla, se detiene y mira a Anto con una extraña profundidad: —¡Esa no es La Niña Azul! —protesta él. Pero esta expresión no sirve para acallar la risa telúrica de la muchacha. Abre su boca en silencio, y un instante después emite el primero de una serie de relinchos monstruosos. Jamás, en sus trescientos años de vida, ha escuchado Anto nada igual. Y se siente pequeño. En un rellano, Tanna hurga en su bolso, extrae una llave y abre una puerta que da a un vestíbulo donde hay una televida bastante antigua y varios cojines tirados por el suelo. A Anto se le hace evidente que falta el sillón pero enseguida debe prestar atención a otra cosa: ha empezado a oír algo así como un trote que viene hacia ellos por el pasillo. Mira a Tanna y la encuentra con los ojos cerrados. El sonido crece y ya se ven formas blanquecinas en la oscuridad. También se escuchan jadeos fuertes. Anto mira aterrado a Tanna. Ella le pide calma con las manos. Ya llega al vestíbulo: es un hombre desnudo, de piel muy blanca, que corre a cuatro patas, con la cabeza casi a ras de suelo. Jadea sin parar y se acerca a la muchacha para refregarse en sus piernas. Pero enseguida se detiene, alza la cabeza y olisquea el aire. Parece ciego. «Es un hermano que estoy cuidando», dice Tanna y aquel hombre, o lo que sea, se pone a ladrar hacia donde está Anto. «No es peligroso —añade—, pero si se pone pesado, tú lo único que tienes que hacer es pegarle una buena patada. Así te respetará». Anto piensa que aquella mujer está loca por traerse un caso así del hospital, pero dice a todo que sí y se pone a la espera de una oportunidad para marcharse sin resultar grosero. Por el momento, Tanna le da instrucciones para darse a conocer, y el hombre-perro, algo más calmado ya, se dedica a olisquearle los zapatos. —Eso es. Abre la mano y acércasela con cuidado a la boca. —¿No me morderá? —Por favor. Que no es un perro. Anto obedece, y aquel hombre desnudo, al oler la mano que se le acerca, sonríe un poco y se tira de espaldas para que le hagan caricias. —Le caes bien —dice la joven. —¡Estupendo! —responde Anto sin demasiada convicción. Y después de algunos segundos de duda, se pone a acariciar al hombre-perro. Sin embargo, la paz no dura mucho porque éste, en un arranque de ira, le coge la mano y se la muerde. —¡Mierda! —¿Qué? —¡Me ha mordido! Esa cosa me ha mordido. —¡Cal! ¡A tu casa! ¡Vamos! ¡Ahora mismo! Y Cal, verdaderamente triste, se pone de pie, o sea, a cuatro patas y echa a andar por el pasillo. Sin embargo, un olor le distrae delante de una puerta y levanta su pierna para orinar. —¡No, no, no, Calcuss! —dice Tanna en un tono distinto—, que luego me toca a mí limpiarlo. «¿Eso se le dice a un perro o a un hombre-perro?», se pregunta Anto, y encuentra la respuesta en los ojos de Cal, o de Calcuss, que ya no parece tan ciego. Está mirando a Tanna con odio mientras ésta se tapa la boca con una mano. —Lo has echado todo a perder —dice y a continuación, se levanta, se sacude las rodillas y se acerca a Anto tendiéndole la mano derecha: —Encantado, soy Calcuss de Verona, un excelente poeta y un notable artista corporal, como habrás podido comprobar. —Hola, yo soy... —Lo sé, Tanna me habló de ti. Ahora, si me permites, voy a vestirme. Y Calcuss se retira por el pasillo caminando con el garbo de una bailarina indignada. Tanna ya se ríe abiertamente y Anto, que ha recuperado el color de la cara, entrecierra los ojos y le dice: —Eres la gracia personificada, ¿lo sabías? —¡Puff! —exclama Calcuss llevándose una mano al pecho. Viste un jersey de lana marrón y se ha puesto un colgante de cobre. Mientras habla, sus manos no paran: juega con el cigarrillo que está fumando y con la tapa de un azucarero de cristal—. Lo tuyo no ha sido nada, mon cher, Peltre, un chico de mi pueblo, echó a correr por la calle gritando ¡no!, ¡no!, ¡no!, como un auténtico loco, tuve que pegarle una bofetada para que se callara y poder contarle la verdad, Peltre, ¡qué buen muchacho!, a cualquiera le gustan esas demostraciones de cariño, ¿no? —Vas a romper el azucarero —dice Tanna desde el fregadero. Sin dejar de hablar, Calcuss suelta la tapa del azucarero y empieza a taconear. —Luego, en la cama, Peltre era muy atrevido, una vez a la Sesi le desgarró la blusa a dentelladas, ¡aj!, ¡aj!, ¡qué groserie, por Golo!, además, podría haberle hecho daño. —A mí me gustaría encontrar a un tipo así de salvaje —dice Tanna y echa los mejillones en una olla. Al oír el ruido, Calcuss se levanta de la mesa, se acerca a una alacena y saca un mantel marrón, pero cuando va a desdoblarlo, se da cuenta de que es del mismo color que su jersey y lo cambia por uno blanco: —No quiero que penséis que uso el mantel de servilleta — dice y, de repente, se tira al suelo, se ríe dos veces, ¡aj!, ¡aj!, y se va a su cuarto. —Hallazgo literario —aclara Tanna—. Ha ido a apuntarlo. Volverá dentro de unos segundos y dirá bon, exactamente esa palabra. De ahí en adelante, podemos olvidarnos de hablar porque comenzará con su retahíla mental, algo muy relacionado con su idea de que es un genio de la literatura. En fin, aprovecho para despedirme. Ha sido un placer conversar contigo y espero que la cena te guste. Ya nos llamaremos. Ah, y perdona por la broma. Se la hacemos sólo a la gente a la que queremos. —No te preocupes —contesta Anto—. Pero dime una cosa, ¿este chico no está un poquito chiflado? —Calcuss es la persona más cuerda que he conocido en mis vidas. —¡Bon!, ¡aquí está el artista!, pues, sí, queridos, a otro de mi pueblo que se llama Mauriti la broma no le gustó, claro que a Mauriti no le gusta casi nada, me miró con cara de monje, me preguntó si yo creía que él era idiota y se fue con cara de monje, de otro monje, ¡qué soso es Mauriti!, ¿verdad, cherie?, más soso que un bocadillo de huevo duro, ¡aj!, ¡aj!, el hallazgo no es mío, pero da igual, lo puedo emplear, ¿lo puedo emplear, Tanna? Anto aprovecha la rendija que se abre en el monólogo del artista para preguntar con rapidez: —¿Habéis estado alguna vez en la Zona Inferior? Tanna ha apagado sus sentidos y come mejillón tras mejillón, con una cadencia muy mecánica, pero Calcuss sí responde: —Sólo una vez fui a la Zona Inferior, mon cher, y te aseguro que ha sido la experiencia más grotesca de mi vida. —¿Tu vida? —Sí, querido, me llamo Calcuss1, a mis padres les tocó la lotería, pero siempre me quito el apellido, los apellidos numéricos son feos, ¡bon!, con una amiga que se llama Sesi, queríamos hacer algo distinto, así que nos apuntamos a una excursión a la Zona Inferior, de camino, en el bus, la Sesi se puso a hacérselo con uno, y yo le dije, pero Sesi, hija, que estamos de excursión, ¿y qué?, pero es que estamos de excursión, no me dejes solo, si quieres trajinarte a éste, ¡hola, guapo, feliz turno!, haz una cita con él, ya sabes, cena, velitas, caricias, sé elegante y antigua, y no que venga, ¿cómo te llamas?, prefiero el coito frontal, ¡que no!, las cosas a la antigua y los polvos después de charlar un rato, hay que prepararse, y yo, ¡qué no!, ¿usted que se cree?, yo no soy tan casquivana como ésta, y claro, bueno, el hombre era muy hombre, te cuento, ¿tú has estado alguna vez con un hombre?, pues yo sí, ¡aj!, ¡aj!, con muchos, o sea, con uno y luego con otro, una vez estuve con cuatro a la vez pero fue por pura casualidad, y la verdad, no sé si ellos estaban conmigo o yo era uno de los cuatro que estábamos con otro, ¡bah!, el hecho es que llegamos a la frontera y la Sesi y su maromo parecían pollos de lo sudados que iban. En esto Calcuss se calla de repente y se lleva la mano al pecho: —A veces me falta el aire, mon cher, porque hablo muy deprisa y con gran exactitud, en fin, ¿por dónde iba yo?, ¡ah, sí!, la frontera, nos hicieron fotos de las manos y la cara, y nos registraron, a mí me tocó una mujer, ¡más fea!, en fin, el hecho es que nos meten en el bus y se suben con nosotros cuatro militronchos, traca, traca, traca y traca, esos no fueron los cuatro con los que me lo hice, ¡tonto!, si me voy a la cama con esos cuatro, no vivo para contarlo, bueno, ya están en el bus los militronchos, ¡qué bien les quedan esas cosas que llevan por los hombros!, ¿verdad?, ¡oy, oy, oy! —Bueno, ¿pero salísteis o no? —Claro que sí, fuera el paisaje era sórdido, pero sórdido sórdido, unas ventoleras, porque era verano, y un solazo, y nosotros, menos mal que el bus tenía aire acondicionado y el guía habla que te habla, porque al primer polvo se cansó de la Sesi, el muy hijo de puta, ¡y era el guía!, ¡mira que eres sórdida, Sesi!, y la miré así, y luego así, ¡dejarme solo y todo por un vulgar guía!, y me puse a mirar por la cúpula, pero luego la volví a mirar, ¡merde!, y ella ahí con esa cara flácida que se le queda a uno después del mejor polvo de su vida, ¡ea!, y vamos por aquella solanera, y ¡un camino!, parecíamos trocitos de fruta en una batidora, trantrán, trantrán, ¡más despacio!, gritaba la gente pero el chauffeur ni frío ni calor, como si llevara un camión de patatas, y en el camino se veían algunos inferiores claro, casi siempre grupos de tres o cuatro hombres, o una mujer con niños, quizás una funcionaria, qué sé yo, pero pasábamos tan deprisa y armando tal polvareda que los únicos que vimos no eran más que cabezas, y luego nada, sólo polvo, ¡cómo te odio, Sesi!, ¡dejar tirado a tu hermano por un miserable polvo!, y ya llegamos a ver a los inferiores auténticos, porque en el folleto decía, ¡conozca a los auténticos inferiores de Masala!, ¡a sólo diez minutos de la Puerta 1!, y qué más da si en vez de ser diez minutos hubieran sido veinte, si hubiéramos ido un poquito más despacio, habríamos llegado mejor, ah, sí, ¡ya hemos llegado a Masala!, ¡primero bajarán los escoltas y luego los pasajeros!, ¡a cualquier conato de incidente, todos al bus y volvemos a Verona!, ¿tienen todos sus almas bajo la ropa?, ¡sí!, ¡no hagan fotografías con flash!, ¡no!, ¡los inferiores podrían asustarse!, ¡sí!, ¡no les den nada de comer porque pueden provocar disputas entre ellos!, por supuesto, ¡no! ¡los! ¡toquen!, en resumen, señores pasajeros, sean prudentes y todos saldremos de Masala sanos y salvos, nadie quiere tener que ser clonado, ¿verdad?, ¡no!, y ¡puff!, el pedo ese que se tiran las puertas de los buses al abrirse, y yo le digo a la Sesi, ¿pero dónde está Masala?, porque allí lo único que se veía era un secarral, ¿este secarral es Masala?, y bajamos del bus, y allí estaba Masala, pero Masala era una casucha de cartón, que uno sabía que había llegado porque en un cartel decía «Masala», y entonces se planta el guía delante de la casucha, con las manos abiertas para que nos calláramos, ¡qué sed!, no, Sesi, bebe tú, ¡ya que todo lo haces solita!, y cuando nos callamos todos, coge el guía y avanza hacia la casucha y golpea la puerta, y después de un rato que uf, qué sé yo, casi me hubiera dado tiempo a arreglarme con la Sesi, se abre una rendija y allí abajo aparece una cosa como un niño desnudo, bueno, era un niño desnudo pero con unos pelos, y una cara, y una fetidez que salía de la casucha aquella, y el niño enseña los dientes y gruñe, claro, Anto, tú dirás que la cosa te suena, en fin, yo normalmente no cito mis fuentes pero como tú me pediste que te contara mi experiencia en la Zona Inferior, y como además me caes bien, o sea, que te quiero, vaya, porque ¡qué bien escuchas!, y allí el niño feísimo ése, tirado en el suelo, o en cuclillas, no me acuerdo, enseñando los dientes y gruñendo, y luego sale otro niño más grande, ¡qué horror!, y no es un niño sino un hombre, o sea, un inferior, que jadea así, ¡aj!, ¡aj!, ¡aj! y se pasa la lengua por los bigotes, y ya todos empezamos a recular para atrás, y el pobre inferior se da media vuelta y llama a otros aullando, y allí salen ésos, todos feísimos y con unas pelambreras, ¡y la Sesi se pone a vomitar!, y yo entre que la sujeto por los hombros y me pierdo a los inferiores de Masala, o que veo a los inferiores de Masala y la Sesi que se vaya a la mierda por mala amiga, que vomite lo que tenga que vomitar, yo he venido a excursionar, o como se diga, no a cuidar de ti, ¡loca!, ¡por puta te pasa!, eso, vete ahí detrás, ¡a quien se le ocurre viajar de espaldas en un bus!, ¡ni aunque sea para montarse en una tremenda polla!, bueno, los inferiores, cuidado con los inferiores, el niño no, el niño era un niño pero los otros no eran niños, y había también una mujer, o sea, una inferior, ¡con unos ojos!, los ojos más raros que he visto en mi vida, eran como de color crema, asquerosos, pero los inferiores, la verdad es que no hacían nada más que gruñir y arrastrarse, ¡un aburrimiento!, así que ¡ya está!, ¡volvemos a Verona!, y, oye, cuando me subo al bus, una tranquilidad, me sentía la loca más feliz del mundo, la alfombra del pasillo, y los asientos blanditos, el aire acondicionado, así que ¡ahí os quedáis, fierecillas!, y yo me decía, menos mal que somos superiores, ¿no?, porque no sé lo que sería tener que vivir rodeado de monos, y bueno, vámonos, ¿cuándo nos vamos?, ¿cuándo nos vamos?, y ya se sube el guía y dice con su vozarrón, ¡nos vamos a Verona!, y oye, ¡una felicidad!, yo iba pensando en una cervecita fría, y el bus venga a traquetear y entonces pego el grito de mi vida, ¡aaaaaaaaaah!, y me levanto y pego el segundo grito de mi vida, ¡la Sesiiiiiiiiii!, y el chauffeur frena de golpe, y claro me caigo en el pasillo cuan largo soy, y así, como un soldado de trinchera, grito, entre terribles dolores, ¡se nos ha olvidado alguien!, y el guía me pregunta, ¿quién?, ¡mi compañera!, digo, y damos la vuelta pero enseguida ya están allí, en el plasmón de la puerta, las manos de la Sesi, enteritas, gracias a Golo, sin sangre ni nada, mojaditas sí, chorreando en realidad, y el guía, tan hombrón él, la ayuda a subir, porque la carrera que se ha pegado la pobre, ¡una atleta la Sesi!, ¡y más buena chica!, y ya está dentro del bus, y yo, oye, loca, que casi te quedas y te haces inferior, y ella ni me escucha, le pega un empujón supermacho al guía, le llama cerdo cochon y se va por el pasillo, y yo me voy detrás de ella mirando al guía con todo el odio del mundo, y le digo a la Sesi, ay, cherie, perdóname, me olvidé de ti pero luego me acordé y pegué los gritos de mi vida, te he abandonado, amorcito, yo sí que te he abandonado pero perdóname, y la Sesi va y me dice, ¡cállate, idiota!, y yo voy y me callo, idiota, así, supercallado, y permanezco así, unos dos, tres, cuatro, cinco o seis segundos, y la Sesi me dice, todo esto es una estafa y lo pienso denunciar, y yo le digo, pero, mujer, no te pongas así por tan poca cosa, mira, Calcuss, me dice ella, cuando vi a los inferiores esos, me dio aquí un nosequé, algo horrible, y sentí unas arcadas, sí, hija, todos los vimos, y me puse a vomitar y ya no vi nada más, cuando terminé estaba con la mano puesta en una pared de la casita y lo acababa de dejar todo pringado, ¡qué estafa!, ¡esto lo denuncio yo!, y me voy hacia el bus pero el bus no estaba, y me encuentro al guía hablando con uno de los inferiores, y el inferior estaba de pie, como tú y como yo, y hablaba como tú y como yo, gracias, de nada, y luego el guía le dio una bolsa con cosas y se fue corriendo, y yo iba a gritarle al guía pero una manaza me tapó la boca, y era esa mujer de los ojos raros, y se me pasa delante otro inferior, que también estaba de pie, y se pone el dedo en la boca y luego me dice en perfecto inglis, por favor, señorita, sea buena y no diga nada, la vida de muchas familias depende de esta farsa, pero, ¡yo lo denuncio!, voy a meter a los de la agencia en la trena, te lo juro, Calcuss, pero yo le digo, ay, Sesi, cherie, no seas patana, todo esto susurrado, los inferiores no te han tratado mal y la vida de muchas familias depende de esta farsa, en fin, que la Sesi no denunció el caso pero pidió que le devolvieran el dinero y luego se pegó unos cuantos viajes gratis a costa de la agencia, por hijos de puta les pasa, y la Sesi viajó hasta que ya se le caía la cara de vergüenza, lo que tardó mucho en suceder porque la Sesi, vergüenza, vergüenza, lo que se dice vergüenza... 7 Sucedió un turno de invierno en que el cielo de Verona se había vestido para anochecer, de rojo y oro. La jornada de Anto había sido bastante tranquila: camino a casa, no se sentía cansado. El viejo criado, por su parte, se había puesto a hurgar entre los libros de su señor y había cogido aquel cuaderno azul firmado por P: Viaje a las fronteras del tiempo. Cuando despertó de la lectura, sentado en el banco de la cocina, le dolían terriblemente las piernas, pero en su corazón conmovido habitaba ya la admiración. Sin duda, releería con más calma aquella obrita, hasta incorporar las ideas que en ella se dibujaban con tan hermosa simpleza. Muchos años de lecturas secretas habían dado al viejo una curiosa cultura ecléctica. No leía para encontrarse con el fervor inferior ni con el triunfalismo superior. Leía para conocer maravillas y monstruos. Tras la lectura, había descongelado un conejo y lo había cocinado con esmero, imbuido por una calma especial que le inundó desde que tomó entre sus dedos la primera pizca de sal. Unos veinte minutos después de llegar a casa, Anto, recién duchado, se sentó a la mesa del salón para cenar. La cubría un mantel de lino, y por la forma y disposición de los cubiertos se adivinaba que el menú consistiría en carne blanca. Junto a los platos principales de loza, ya había una pequeña fuente con trocitos de tomate y rodajas de cebolla. Anto probó la ensalada y la encontró exquisita. Tras anunciarse con dos golpes de nudillos, el viejo criado entró al salón y sirvió una sopa de ajo que estaba en su punto exacto de sal, color y temperatura. Mientras la comía, Anto sostuvo varias veces su cuchara en alto. De segundo llegó el conejo. Había transcurrido casi media hora desde que Anto volviera a casa, y por fin se presentaba ante él aquel fascinante aroma que le impactó desde que abrió la puerta. El perfil lo componían el ajo, la cebolla, el aceite de oliva, y de fondo, como un telón, la carne, sazonada con tomillo y romero. Buscó con los ojos a su criado, pero éste ya emprendía el regreso a su puesto en el pasillo. Tomó los cubiertos y cortó un pedazo de carne que viajó hacia su boca húmeda. Nada más cerrarla, comenzó a suceder. El corazón se le aceleró de repente y las orejas empezaron a arderle. Su pecho comenzó a moverse como un fuelle, y sus brazos cayeron laxos junto al cuerpo. Los cubiertos se le escaparon de las manos. El criado se alarmó. Salió de la sombra, dio dos pasos hacia su amo, pero se detuvo y bajó los ojos. No mirarás. Sin embargo, Anto le preguntaba sin palabras, sólo con sus ojos desorbitados, qué era aquel aire duro que le impedía cerrar la boca. El viejo criado no respondió. Se retiró a su puesto y esperó a que todo pasara. Efectivamente, a los pocos segundos, la respiración de Anto volvió a la normalidad y éste pudo cerrar la boca. Sin embargo, no dejaba de mirar a su criado: —Esto es la cosa más deliciosa que he comido jamás —pronunció. Y la cabeza canosa del viejo recibió el cumplido sin inmutarse. —¿Es que no vas a hablarme? —añadió con un tono triste. —Gracias, señor —dijo el aludido, y sus palabras sonaron serenas y bien timbradas. —¿Cómo te llamas? —Vogchumián, señor. —Es un nombre muy bonito. —Gracias, señor. Y Anto volvió a mirar a su plato: —De ahora en adelante, hablaremos. Al fin y al cabo, ya lo hemos hecho. También podrás mirarme, si quieres. Un segundo después, comenzó a preguntarse por qué un pedazo de carne de conejo le había empujado a cometer un delito: conversar con aquel inferior con quien compartía su vida desde hacía más de dieciocho años. Al acostarse, se dio cuenta de que en las horas que siguieron a la cena, La Niña Azul no se le había aparecido. 8 En aquella época, me tocó experimentar algo muy extraño: una nueva versión de mi persona se estaba formando dentro de mí, y adquiría protagonismo sobre la anterior. Me fue muy difícil aceptar que un día ese nuevo ser terminaría por matar al viejo, pero por suerte no estuve solo. Tanna conocía esos terrenos como la palma de su mano. No me decía «vete por ese camino» sino «evalúalo». No me decía «te estás equivocando» sino «déjalo que fluya». Sin embargo, estoy seguro de que si yo me hubiera desorientado mucho, ella me habría prestado su mano. Fue una época convulsa: me costaba mucho comunicarme con los demás pero no soportaba la soledad. P era mi gurú literario. Yo le contaba mis experiencias íntimas y él me mandaba leer tal o cual libro, casi todos inferiores. Eran obras donde yo podía verme reflejado o encontrar modelos sobre los que construirme. Hay tres que me marcaron de manera especial: 1984 de Orgüel, El Apoyo Mutuo de Kropotkin, y La Peste de Camí. Para mí, 1984 fue y será siempre la ginebra de los obreros, una mujer tendiendo ropa en un patio, una operación matemática injusta, una plancha de cobre atornillada a la pared; y también la esencia de la libertad, el mejor retrato de su ausencia, y el terror que son capaces de producir los hombres. Me convence mucho más Kropotkin que la tropa de los diez mil Juskleis que pisotearon a Dargüin. Me creo el mundo como Kropotkin lo vio, porque encaja perfectamente con lo que he experimentado a lo largo de mi última vida. Él no inventó la verdad: la encontró. Si alguien se propone conocer al hombre, debe empezar leyendo a Orgüel. Y si se propone conocer el mundo, debe leer a Kropotkin. Si además pretende comprender la relación que establecen hombre y mundo, debe asomarse a La Peste de Camí. Lo otro que hacía mucho en aquella época, era coleccionar «trozos de ciudad»: conversaciones de la calle, caras, palabras pétreas, noticias y cualquier cosa que me llamase la atención. Incluso tuve que ampliar la memoria de mi alma para seguir guardando datos. Sin embargo, ¿qué me queda hoy de todo aquello? Sólo unos cuantos recuerdos y un olor especial, el de Verona, grabado para siempre en mi memoria. Me había enterado de que en un circo recién llegado a la ciudad traían a un pirata milt, y aunque yo nunca quise pagar por ver a humanos enjaulados, en aquella ocasión sí lo hice. Quizás mi anquilosada curiosidad infantil se estaba despertando, o mis sentimientos filoinferiores, recién estrenados, me empujaban a contemplar aquel triste espectáculo para horrorizarme aún más de la petulancia superior. Los circos se instalaban siempre en una explanada que había en el Jardín Central, muy cerca del Nudo, así que un turno, al salir del trabajo, me fui para allá. Al pirata lo tenían en una carpa aparte. Compré un boleto y entré. En el centro de la carpa había una jaula forrada con lona, y alrededor de ella, se hallaban veinte o treinta personas. Cuando entraron algunos más, un hombre muy corpulento que llevaba puesto un sombrero de copa, ordenó que se cerrara la puerta y concitó la atención de todos con este grito: —¡Karixpaxpáxtiax, un terrible pirata milt capturado por mis hombres en los tenebrosos océanos circumpolares! A continuación, se puso a contar detalles de la arriesgada captura del pirata, y al terminar, ordenó que se alzase la lona. El terrible pirata Karixpaxpáxtiax apareció entonces ante nuestros ojos, pero la imagen resultó decepcionante. Era un hombre menudo que estaba sentado en un cajón haciendo calceta. Llevaba pantalones de lana blanca, sujetos a los tobillos con ajorcas de plasmón, y un chaleco de cuero gris que dejaba ver sus brazos, aún fuertes. Su cuello era fino, su cara larga, y tenía los ojos encuadrados por un complicado tatuaje que le subía por la frente. En lo alto de la cabeza lucía un crespón de pelo rojo. Pronto comenzaron a oírse las protestas de la gente, y pronto comenzó el presentador a pedir paciencia: «Aún está en fase de adaptación». Pero a la gente aquel pirata no le resultaba nada pirata, así que algunos comenzaron a irse. Sin embargo, el presentador consiguió retenerlos: —De acuerdo. Voy a provocarle. Pero, por favor, retírense de la jaula. Puede ser muy peligroso. Acto seguido, hizo que le trajeran un palo muy largo y un balde lleno de pescados, ensartó uno en la punta del palo y lo metió entre los barrotes. El silencio permitía apreciar incluso el tic tac de los palillos que manejaba el pirata, pero el resultado de la provocación tampoco fue muy espectacular. —Pescato, pescato —dijo el pirata cuando el cebo casi le tocaba la nariz—. Yo no ¡ogh! ¡ogh! Tú dame vaca. Y yo pirata. —¡Maldita sea! —chilló el presentador—. ¡Haz cosas de pirata! Pero Karixpaxpátiax no estaba dispuesto a hacer nada salvo tejer. Sin embargo, un momento después, sus manos se detuvieron, alzó la cabeza y de una rápida carrera alcanzó los barrotes de la jaula. Se arrodilló lentamente y, con una cara que pretendía ser dulce, empezó a mirar a un niño que llevaba un jó-dó: —Ven, niño —dijo el pirata en un susurro. —Ni se te ocurra —contestó el presentador. —Dame jó-dó —insistió el pirata, y luego añadió a gritos, enfrentando a su carcelero—: ¡Tú dame jó-dó! ¡Y yo pirata malo malo! —¡Esto es una tomadura de pelo! —protestaron algunos y empezaron a abandonar la carpa para exigir que les devolvieran el dinero. Cuando el niño del jó-dó terminó de salir, aquel pobre hombre enjaulado bajó la cabeza y regresó a su cajón arrastrando los pies. —¡Lo voy a matar! —rugía el presentador—. ¡Lo mato y me compro una foca! No podría describir la pena que aquel hombre me produjo, así que hice lo único que estaba a mi alcance: fui a un puesto de comidas, compré seis jó-dós, los metí en una bolsa y me colé en la carpa aprovechando el barullo formado por los descontentos. El pirata estaba tejiendo de nuevo, sentado en su cajón, y tardó en reaccionar a mi llamada. Me miró un par de veces, y sólo ante mi insistencia, se acercó y pude entregarle la bolsa. Cuando la abrió, su cara se iluminó de repente, se le abrieron las narinas, y me sonrió con unos terribles dientes, afilados como los de un pez. «Shiaru batsu zen», me dijo y se puso a comer como un loco. Aquellas enigmáticas palabras se grabaron para siempre en mi memoria, y aunque no comprendí su significado, sí supe en aquel momento que Karixpaxpáxtiax era un auténtico pirata milt. Salí de aquella carpa con la imagen de un glotón feliz en la retina y consulté en un diccionario las misteriosas palabras: «shiaru batsu zen». Aquello que sonaba a «muchas gracias, hermano» o a «usted me salva la vida», significaba simplemente: «tienen mostaza, ¿verdad?» Otro «trozo de ciudad» que recuerdo bien se refiere a cierta investigación neobiológica que se dio a conocer por aquellas novenas. Un equipo de científicos había logrado, por radiomutación, un gusano verde que era capaz de sintetizar la clorofila. Esto le permitía sobrevivir en un ambiente sólo apto para determinadas bacterias, lo que constituía un fenomenal avance para la ciencia. STV200, que así se llamaba el gusanito, estaba destinado a ser el principal embajador de los superiores en el imparable proceso de erzificación de planétulos o planetas artificiales. De vacaciones de invierno, salí con mi amigo Immo a Sietaug, una colonia relativamente reciente. Pensábamos que tendríamos buen tiempo porque la ciudad está muy cerca del Mediterránean, pero llovió toda la novena, lo cual complicó aún más la convivencia. Evolucionar implica dejar cosas atrás, e Immo era una de ellas. Ya en el ovipuerto empezó a molestar. Él sabía que para viajes cortos sólo se podía llevar una maleta de veinte kilos. Pues se presentó con tres maletas que sumaban cincuenta y ocho kilos en total. —No te van a dejar subir con todo eso —le dije. —Anto, hermanito, no te pongas fatalista. Hoy en día, comprendo que Immo confundía fatalismo con realismo, como también comprendo que más vale solo que mal acompañado. Sin embargo, en la época de la que hablo, yo no consideraba la soledad como una buena opción. Por eso, aquellos tres bultos significaban para mí una de estas dos cosas: o pasarme una novena solo en un lugar desconocido o sufrir la sensación de vacío que queda cuando los planes se echan a perder. Immo sabía esto porque yo se lo dije, pero tuvo que emprender la titánica tarea de convencer al encargado de equipajes. Siempre con una sonrisa, mi amigo argumentaba que si esto, que si lo otro, y obviamente el tiempo pasaba. Pidió hablar con el superior del encargado pero cuando éste se levantaba para ir a buscarlo, le retuvo por el brazo y le dijo: «pero, hermano, vamos a ver. ¿Usted cree que yo le molestaría si no fuera porque es capital que yo lleve a Sietaug estas maletas? ¿Cree usted que yo desconozco la ley?». El encargado resoplaba y yo también. «¡No sea tan estricto! El ovi no se va a caer por una simple maletita. Los pilotos y las azafatas llevan todas las que quieren». A nuestras espaldas, la cola de pasajeros crecía y ya nadie pensaba que aquella espera fuera normal. El anuncio del vuelo a Sancugat, escala técnica en nuestra ruta, convenció al encargado de equipajes. Immo repartió el contenido de una de las maletas entre las otras dos, y me pidió que la pasara como propia, pues la mía ya descansaba desde hacía tiempo en la bodega del ovi. El propio encargado pasó las maletas a pulso para evitar que la balanza de control detectara la irregularidad, pero Immo ni siquiera esperó para darle las gracias. Se limitó a decir: «bueno, ya está» y echó a caminar hacia el siguiente obstáculo. Me imagino que donde trabaja, nadie le soporta o todos le temen. Yo, desde luego, comencé el viaje a Sietaug con la misma sensación con la que un explorador se interna en un valle a cuya entrada ha encontrado, ensartada en un poste, la cabeza de su perro, desaparecido la noche anterior. Por supuesto que conocía bien a Immo, pero mi nuevo yo no lo aguantaba y tampoco estaba dispuesto a cometer el error de conservar una amistad por inercia. Cada pasajero, una manta. Immo, dos, «porque aquella señora no la quiso, ¿verdad, señora?». Cada pasajero, una bandeja con pasta. Immo, dos, pero ninguna de ellas con pasta: la primera con filetes de pescado, un privilegio al que renunció un sobrecargo, y la segunda con ensalada de tomate porque «en definitiva, iba a sobrar, yo me fijé que no todo el mundo la quiso». —Azafata, por favor. ¿Cuánto falta para llegar a Sancugat? —Unos diez minutos. —Bueno, entonces voy a ir preparándome porque tengo que comprar pasta de dientes. —Lo siento, señor. Es una escala técnica y nadie puede bajar. Veinte minutos después: —Mira, hermanito. Esta pasta de dientes que en Verona cuesta 585 oros aquí en Sancugat la venden a 570. He comprado ocho tubos. ¿Será suficiente? —No lo sé. Depende del peso. Para viajar con Immo, había que construirse el ánimo de ser un cero a la izquierda. Durante aquel viaje, comí lo que Immo quiso, dormí donde Immo quiso y me desperté cuando Immo quiso. Él lo pasó muy bien, pero yo no. 9 Mientras toman té, el viejo Anto y Miguelito conversan del tiempo que ha sido bastante bueno en las dos últimas semanas. No sólo no ha nevado sino que en las horas centrales del día, el sol se ha dejado ver como un disco de platino. Los carámbanos del alero gotean entonces y es la ocasión propicia para ventilar la casa, orear la ropa y calentar agua para lavarse. El resto del día se reparte entre la soledad y el dolor, sentimientos de los que apenas distraen la escritura de los recuerdos y las lecturas repetidas. —Cuando llegue la primavera —dice Miguelito—, ¿ya sabré leer bien? —Yo creo que sí —responde el viejo—. Pero eso no importa. El hecho es que ya has aprendido, y ahora puedes leer todo lo que quieras. —Y cuando se me acabe Guerra y paz, ¿qué vamos a leer? —Ya buscaremos otro libro, no te preocupes. Sin más ni más, Miguelito se levanta entonces, corre hasta la repisa y trae un tomo forrado en cuero. Se sienta de nuevo, lo abre y lee: —El viejo conde siempre había mantenido un gran equipo de caza; últimamente había pasado la dirección a su hijo. Aquel quince de septiembre se había levantado de muy buen humor y se preparó para salir también. Una hora después toda la comi, ti, va. ¿Qué es la comitiva? —El grupo de gente que iba a acompañar al conde. —¿Y por qué no dice mejor eso? —Bueno, porque Guerra y paz la escribió Tolstoi y no tú. —¿Y usted cree que yo podré algún día escribir un libro como éste? —Puede que sí. —Pero necesitaría muchos cuadernos. Y muchas plumas. Y muchos litros de tinta. Un instante después, Miguelito mira al señor Anto con los ojos entrecerrados y le pregunta: —¿Cuánto mide Guerra y paz? —Bueno, ahí está el libro. De alto tendrá unos treinta centímetros y de ancho... —No. Yo digo las líneas. ¿Cuánto miden todas las líneas de Guerra y paz? El señor Anto se queda estupefacto y no sabe qué responder. Pero Miguelito ya se ha puesto a la tarea de calcularlo. Saca una regla de su bolsa de útiles escolares y dice: —A ver. Si una línea mide nueve centímetros y en cada página hay una, dos, tres... cuarenta y tres, y cuarenta y cuatro líneas, eso quiere decir que cada página mide, a ver, nueve por cuarenta y cuatro son nueve por cuatro, treinta y seis... ¿voy bien, señor Anto? —Sí, hijo, sí. —396 centímetros por página, lo que son 3,96 metros. Entonces, como hay 1473 páginas tengo que multiplicar 3,96 metros por 1473, lo que da, a ver, aquí pongo 1473 y aquí pongo 3,96, la raya y el signo x, porque vamos a multiplicar... Guerra y paz mide 5.833 coma 08 metros. —¡Casi seis kilómetros! —exclama el señor Anto. —¿Y eso es mucho? —Como ir a tu casa y volver, más o menos. —¡Ah, no es tanto! PARTE TERCERA — LA TORRE DE PISA 1 —¡Qué tiempo! —piensa Anto, asomado a la ventana de su despacho. Por los cristales corren gotas de lluvia como animales transparentes y el adoquinado del Nudo apenas se ve. El Ministerio de Creación parece un montón de harina y la catedral un cacharro oxidado—. ¿Dónde estará Adel? Cobrar por nada. Mejor voy a hacer como que trabajo. Anto se sienta en su escritorio y pide un teclado para revisar su correo. Hay mucha publicidad y sólo un correo personal. Es de una amiga suya de Sbiriel. Le invita a cenar. Anto ha comenzado a responder, cuando su jefa entra por la puerta. Va vestida de blanco. Se acerca al escritorio limpiándose las gafas con un pañuelo. Luego se las pone, sonríe un momento y dice: «Vamos a mi despacho. Estaremos más cómodos». «¿Más cómodos para qué?», piensa Anto y sale detrás de ella. El despacho de Adel es igual que el de Anto, pero además de un escritorio tiene dos sofás y una mesita. La mujer le indica que se siente en uno de los sofás y pide café por alma. A continuación, se sienta en el otro sofá y mira al vacío. Un camarero sirve dos tazas de café y se va. Los ojos de Adel: —Acabo de tener una reunión con el Hermano Mayor, los Ministros y el Comandante. Y me han planteado una cuestión bastante delicada. No te propondría participar en esto, si no supiera que estás preparado para afrontar el reto. Inmediatamente, deja su alma sobre la mesa y pide: «imagen TPISA1». Dos segundos después, se forma sobre el comunicador una maqueta de la Torre de Pisa en la que se distinguen perfectamente sus delicadas arquerías, los frisos ennegrecidos por la lluvia y los huecos que en su día ocuparon los bajorrelieves. Alrededor de la torre, casi asfixiándola, hay edificios de ladrillo sin enlucir, chimeneas torcidas, tendederos de andrajos y ventanas cerradas con plasmón. —¿Conoces este monumento? —Sí —responde Anto—, es la Torre de Pisa. —¿Qué sabes de ella? —Arquitectura romanic. Muy antigua. Año 600 ó 700 ARH. A su lado había otro monumento que se llamaba El Baptisterio, pero fue destruido en la Tercera Guerra Económica. Creo que lo utilizaron como arsenal. —Muy bien —concede Adel—. Pues nuestra próxima misión consiste en organizar la destrucción de esta torre. Como sacudido por una corriente eléctrica, Anto se estira y siente un pinchazo en la base del cráneo: —¿Qué has dicho? La mujer menea la cabeza: —Reconozco que no es agradable, pero se trata sólo de una misión más. —¿Has dicho que tenemos que organizar la destrucción de la Torre de Pisa? —Sí. —Escúchame bien. Yo no voy a organizar la destrucción de la Torre de Pisa, ¿está claro? —Anto, por favor. No te cierres en banda. —Pero, ¿por qué hay que destruirla? ¿A quién le molesta? Adel alza la voz: —¡No lo sé! Pero son órdenes de muy arriba, ¿comprendes? —¡Son ellos, los del gobierno! No soportan que los inferiores hayan sido capaces de construir algo así. Les molesta que la torre esté inclinada pero que no termine de caerse nunca. Es un símbolo. —¿Pero quiénes son «ellos»? ¿Quién es el gobierno? Anto, por favor, ¿en qué mundo vives? —¿Qué quieres decir? —Tú eres ellos. Tú eres el gobierno. ¿O es que te crees que trabajas en una panadería? Esto es el Ministerio de Exterminio y aquí nos dedicamos a ejecutar órdenes. —Pero esto no es localizar un yacimiento de chatarra o desviar un arroyo. —¡Claro que no! Esto es alta política, hermano. ¿Te das cuenta de lo que eso significa? Y nos buscan a nosotros. ¿Por qué? Porque confían. Yo sé que tú eres un buen gestor y que vamos a hacer un buen trabajo. —Esto es una salvajada —sentencia Anto. Al escuchar estas palabras, Adel se pone muy seria y después de un buen rato, dice: —Mira, Anto, no creía que tuviera que llegar a planteártelo de esta manera, pero si no cumples con lo estipulado en tu contrato, el trabajo tendrá que hacerlo otra persona. ¿Me entiendes? Casi nueve horas más tarde, Anto y Tanna están sentados en la cafetería Fonk, muy próxima al Nudo. El primero pellizca un pastel, como un niño arrepentido: —Lo he echado todo a perder —dice. —Ha pasado lo que tenía que pasar —replica la muchacha. —Me precipité. Tenía que haber escuchado la propuesta completa y pedirle tiempo para pensar. Yo antes sabía manejar estas cosas pero ahora salto enseguida. Si yo no lo hago, pondrán a otro, y ya está. Te voy a contar lo que le pasó a mi amigo Meridién. Era un tipo que trabajaba con P en Sbiriel. Pero un día yo no sé qué le pasó con el jefe que le abrieron expediente. Él nunca nos lo contó pero debió de ser algo gordo. Lo revisaron de arriba a abajo: movimientos de cuenta, conexiones a internet, todo, pero no le encontraron nada. Y ahí nos dijimos: «bueno, así quedó la cosa». Pero no. Comenzaron a marginarle. Primero le sacaron de su despacho y le pusieron en un cuartito que había debajo de la escalera. Y el hombre se quedó allí. Cada vez le daban menos trabajo así que no necesitaba mucho espacio. A los pocos meses, cambiaron al jefe. Meridién estaba feliz porque pensaba que las cosas iban a mejorar, pero fue todo lo contrario. El nuevo jefe habilitó el cuartito de Meridién para lo único que servía: de trastero. Y claro, con las taquillas y las escobas, Meridién afuera. Se lo llevaron a la sala de visitas, le dieron una mesa pequeña, y allí se quedó, al lado de la máquina del café, mano sobre mano. —¿Pero tu amigo, por qué no se marchó de allí? —No lo sé. Por comodidad, por pereza, por miedo. Estaba pagándose una casita en el pueblo. A lo mejor por eso aguantó. La gente que venía a nuestro segmento nos preguntaba qué hacía allí aquel papanatas. Y la verdad es que hacía bien poco. Un día, llegó un secretario civil y le vio allí, más quieto que una estatua. Se informó, claro, y quisieron tirarle a los tiburones. Pero necesitaban una excusa, así que organizaron una evaluación general. Como Meridién llevaba mucho tiempo sin trabajar, era evidente que no aprobaría los exámenes. Pero fíjate que los aprobó. Y no quedó el último. Bueno, ¿y qué hacemos ahora con éste? Lo sacaron al pasillo y Meridién se quedó sin mesa y sin silla. Solía ponerse entre dos puertas, debajo de un retrato de Golo, y se dedicaba a hacer trabajillos que le encargaban sus compañeros. Aguantó así veinticinco años. Yo no sé la cantidad de jefes que pasaron por nuestro segmento pero todos venían informados de arriba. Llegaban y al rato ya estaban diciéndole: «anda, Meridién, tráeme un café». —¿Y así estuvo veinticinco años? —Sí, señora. Pero lo mejor pasó el día que se jubiló. Se fue a ver al jefe de turno y le dijo: «mire, señor, yo no tengo nada personal contra usted pero comprenderá que tengo que hacer lo que voy a hacer». Entonces se bajó los pantalones y se cagó en la alfombra. En ese instante, el tejido de voces suaves y tintineos metálicos que compone el ambiente de la cafetería Fonk arde al paso de la risa telúrica de Tanna. Sin embargo, Anto no logra contagiarse de la alegría de su amiga, y prosigue: —Meridién vivió quince años más. Pero cuando murió, pasó una cosita… —¿Qué? —No lo clonaron. 2 LA CULPA Nació bajo otras manos, ayer, hace mil años, y en los senos tibios de tu alma niña fue puesta a anidar, cuando aún no vigilabas. Hoy, quien pasa la toca, si quiere. Y ella, con su lacerante espina, hiende tu carne divina al revolverse; de día, de noche, heridas transparentes que te abisman en la ruina futura de lo que uno no quiso y se da: nuestra tortura. Ya es tiempo de abandonarla, ya sabemos, arrojarla a un camino de piedras solas. Que sus garras se rajen y sus escamas revienten. Que sus ojos se sequen y su sangre se funda, antes de que un niño, un alma pura, la levante curioso y se infecte. Calcuss de Verona 3 —Mon frere, ¿qué me estás contando?, no te creo nada, ninguna de tus frases, palabras, sílabas, letras o palotes, ¿por qué?, ¿por qué quieren destruir esa torre?, he de admitir que no la conocía, pero es bonita, así son los políticos, aplastan la belleza, si es necesario para sus planes aplastan cualquier cosa, yo no, yo me niego a aplastar, yo no aplasto ni una mosca, las moscas son bonitas, tienen esas patitas finas y esas alitas transparentes, ¡ponte a construir una mosca, anda!, te puedes volver loco, aunque, claro, yo no lo haría, yo en tu caso les decía adieu y me iba, a ti no te van a faltar oportunidades, Anto, tú eres un pedazo de trabajador, no como yo, que soy un muerto de hambre, tú dirás que quién soy yo para decirte nada, pero yo soy yo, y yo, aunque esté como estoy, te digo que no lo hagas, que no te ensucies las manos, un amigo mío solía decirme que yo saldría adelante por una simple razón física, tú eres menos denso que el medio, tu alma tiende a subir, y eso, ya está dicho, que llegarás arriba limpito y feliz, Anto, tú eres mi ídolo, si yo hubiera nacido sin defectos, entonces yo sería tú, y tú también serías tú, y entonces seríamos gemelos, ¿no lo entiendes?, yo desde luego no lo entiendo, no entiendo por qué queréis destruir esa torre tan bonita, oh, pardon, tú no quieres destruirla, claro, ese es el conflicto, mira, no lo hagas, simplemente no lo hagas, vete a ver a tu jefa y dile: «mire, usted, no pienso destruir la belleza porque no quiero ser infeliz», alguien me dijo que los cuatro pilares de la felicidad son: crear la belleza, vivir en un medio natural, no ansiar honores y amar profundamente, la culpa es horrible, yo padezco horribles ataques de culpa, yo soy como soy por culpa de la culpa, aunque suene raro, un hermano mío de Wikler, ¡un niño más bonito!, tenía el pelo castaño, rizado, y los ojos verdes o azules o verdeazulados, tan verdeazulados que parecían de cristal de laguna, y la boquita rosada, era un niño flor, un alma pura y única, algo tan hermoso que cualquier búfalo en estampida habría tenido que frenar ante él, arrodillarse y decir: «eres hermoso», y yo era Calcuss, otro niño, rosado y rubio, otro niño flor, y los niños flor queríamos abrir un palo para ver cómo era por dentro, y tirábamos con uñas y dientes, pero nada, el palo no se rajaba, y pasó que la inteligencia, ese horrible ácido, nos chorreó desde el cerebro y nos inundó los ojos, y miramos así, a los lados, como bestias listas, y vimos una piedra grande, nos acercamos a ella y, sin decir palabra, inventamos el molino de percusión única, instrumento ideal para conocer palos por dentro, yo, que era más fuerte que el niño flor, quedé encargado de levantar la piedra percutora, y él, que era más flor, quedó encargado de sujetar contra el suelo el palo que íbamos a conocer, un grito inaudito, un grito no-oreja nodientes no-nubes no-cielo me ayudó a convertirme en un gigante armado, un deforme Sísifo de siete años de edad que alzó sobre su cabeza la desgracia, y ya nada fue igual, Anto, te lo juro, la piedra cayó aplastando el palo, pero se reventó contra el suelo, el molino que se muele a sí mismo, y una esquirla saltó a morder al niño flor en la frente, muy cerca de la ceja derecha, el niño flor cayó de rodillas, envueltas sus manitas en sangre roja, y yo también, queríamos sujetar la sangre con nuestras manos inteligentes, para que no se escapase, y luego ya nada, vendrían algunos adultos, supongo, y se lo llevarían, y yo me quedé allí convertido en estatua de sal, estuve novenas enteras sin lavarme las manos, contemplaba las manchas ajenas, cada vez más oscuras, y me estremecía de angustia, al niño flor le quedó en la frente una cicatriz en forma de cisne, ¡era tan lindo!, sonreía y se señalaba el cisne, con toda esa felicidad de diamante, pero a mí me quedó la cicatriz de verdad, y entonces comenzó mi calvario, hermano, dice Tanna que yo no estoy enfermo en absoluto, y puede que tenga razón, pero yo no veo el momento de olvidar este terrible episodio, cierro los ojos y me veo con la piedra en alto, cierro más fuerte los ojos y veo al niño flor desangrándose, cierro aún más fuerte los ojos y veo las manchas oscuras en mis manos, y los abro; cierro los ojos y te veo apretando un horrible botón cuadrado, cierro más fuerte los ojos y veo la torre ésa convirtiéndose en polvo, y cierro aún más fuerte los ojos y veo tu alma como trocitos de cristal en la alfombra del ministerio, pasan los zapatos aplastándote turno tras turno, dándote patadas inconscientes, o se detienen y te retuercen para dar media vuelta, saltan de alegría por un ascenso, se sacuden el polvo a pisotones, y todo sobre tu alma rota, y tú, inútilmente, tratando de recoger los trozos, ciego por supuesto, ya que todos los hombres sin alma son ciegos... 4 Verona, 3/5/3 609 DRH No puedo dilatarlo más. ¿Colaboro o no colaboro? Tengo que tomar una decisión porque las cosas ya empiezan a pasar. Cambio de turno. Todo un signo. El primer paso de la historia de Meridién. Quizás podría hablar con Adel y decirle que lo haré. Pero, ¿quiero hacerlo? No. Lo dejo. O sea, me quedo sin sueldo. Tendré que volver a Sbiriel y tomar cualquier trabajo de doble turno. A lo mejor podría recuperar mi puesto anterior. Pero, ¿quiero trabajar para Exterminio o, más en general, para el gobierno? No. Ahora sé lo que pasa arriba. Sin embargo, ¡el trabajo está tan mal en Sbiriel! ¿Y si me quedo en Verona? Aquí están Tanna y Calcuss. Sí. Aguanto un año, junto un poco de dinero y pongo un negocio propio. Eso me gustaría. Pero tendría que aguantar un año. No. Lo dejo. Mañana mismo me voy. 5 Anto y su viejo criado Vogchumián conversan en la cocina: —¿Qué hago? ¿Colaboro o no colaboro? —Usted sabe lo que más conviene, señor. 6 El viejo Anto toma el sol junto a la ventana, sentado en su sillón de siempre. Está envuelto en una manta y sonríe. Tiene la cara roja. Entre sus manos reposa un tomo de color azul. A sus pies duerme Pilón, enroscado como un gran caracol negro. El viejo abre los ojos, y el perro, como atendiendo a una orden, se levanta y busca la caricia de su amo: —Yo también te quiero, Pilón. Lleva ya un rato el perro pidiendo salir, de modo que el viejo se levanta y va a abrir la puerta. En cuanto puede, Pilón salta afuera de la cabaña y echa a correr por el camino embarrado. La nieve en el huerto alcanza casi medio metro. Tiene un brillo acuoso. El viejo cierra la puerta, se acerca a la mesa, se sienta en una silla y tras leer algunos papeles, destapa un tintero de barro. Luego, toma una pluma, la moja y escribe: «El turno en que decidí renunciar, concerté una entrevista con Adel y le expuse claramente mis intenciones. No recuerdo los detalles de nuestra conversación, pero sí su cara de asombro. Llegamos enseguida a un acuerdo, y ella, como despedida, me abrazó, algo que nunca había hecho. No me gustó su olor, y entonces supe que mi decisión había sido la correcta. Qué listos son los perros. Lo primero que hacen es olerse y así se conocen. Aquel turno, al salir del ministerio, sentí de nuevo el aroma de la libertad, aquel olor a recreo. En todas mis infancias, corría por el patio del internado de acá para allá, como un loco, como todos los niños, y luego me llenaba de aire frío. Me ardían los pulmones y entonces notaba el aroma de la libertad». El viejo Anto suelta la pluma, tapa el tintero y empuja con una mano la hoja escrita. Luego coge el libro y vuelve al sillón: a los pies del cerro enmarcado en la ventana, se ven los espejos del humedal y, más cerca, el bosque nevado. Se oyen entonces los ladridos de Pilón y una voz de hombre parecida a un grito. El viejo presta atención y la voz se repite. Sale a la puerta. Al final del sendero, aún entre las sombras de los árboles, se perfila una silueta oscura que resuella por varias partes. Al poco, se distingue a Jan y a Miguelito que vienen tirando de un par de mulas cargadas de leña. Los dos sudan y sonríen como niños que volvieran de bañarse en un río. —¡Hooo! —grita el padre. —¡Hooo! —repite el hijo. —Le traemos leña —dicen los dos al mismo tiempo. —Además —dice Jan. —Además —repite Miguelito. —Le traemos otra cosa. Y sacan de una alforja un jamón que le ofrecen al viejo. Cae entonces el viejo de rodillas, con los brazos pegados al cuerpo, y a duras penas logra decir: —Son ustedes las mejores personas del mundo. Jan y Miguelito se miran, levantan las cejas y se acercan el viejo para ayudarle a ponerse en pie. 7 Tanna y Anto juegan al ajedrez en la habitación de ella. Han colocado una mesita en el centro de la pieza y se han arrodillado frente a frente. Anto se sujeta la cabeza con ambas manos, y Tanna contempla la situación con su habitual calma: —Te ha pasado lo de siempre. No has sabido ganar la posición central y ahora tienes que dar muchos rodeos para atacar o defender. Fíjate dónde están mis alfiles y dónde están los tuyos. —Y ese caballo. —También ese caballo. Pero la conversación no puede continuar porque Calcuss ha dado un espantoso grito en el recibidor. Anto se levanta preocupado pero enseguida aparece Calcuss arañándose las mejillas. —¡Ven! —dice tomándole de la mano. —Estoy jugando al ajedrez. —¡Cállate! Te vas a caer de culo. Con esta vulgar razón, el poeta arrastra a Anto hasta la televida. Su pantalla muestra la difusa silueta de una persona que pasa hacia un lado las cosas que le entregan desde el otro: cajas medianas, como de zapatos, algo parecido a un rollo de cuerda y otros objetos que no se distinguen bien. La imagen parece haber sido muy ampliada. El plano aumenta y a la izquierda aparece un grupo formado por siete u ocho hombres con fusiles. Ríen y fuman, pero alguien que pasa de un lado a otro da una orden y todos tiran los cigarros y salen detrás de él. A la derecha, se aprecia una mancha clara con unas extrañas sombras semicirculares. Anto aguza la mirada y se inclina hacia adelante. Quizás por eso, le sorprende la aparición del nítido rostro de un presentador: —Ya lo vieron, señores. Son imágenes recién transmitidas por el Secretario de Comunicación de las Fuerzas Armadas. Según una nota adjunta, no cabe ninguna duda de que una rebelión inferior está en marcha, con centro en la antigua ciudad de Pisa, y que los terroristas han utilizado la torre como arsenal. En próximos avances les ampliaremos esta información. Anto mira a Tanna, llegada a la salita en pos de sus amigos, y se muerde el labio inferior. La muchacha niega con la cabeza. Calcuss mira alternativamente a ambos y sonríe. —Va a pasar lo que tenga que pasar —dice Tanna sentándose en la cama—. ¿Por qué sufrir antes de tiempo? —¿Es que no te das cuenta? —replica Anto. —Claro que sí. —¡Es un montaje y no podemos hacer nada! Anto se sienta también en la cama y Tanna le pasa un brazo por los hombros. Mientras tanto, Calcuss prende un cigarrillo junto al balcón abierto. Hace ya un rato que le pidió prestada el alma a Anto, y se puso a llamar al azar. Ya ha hablado de garbanzos con un agricultor de Marraquésh, de muñecas con una niña de Kan-Kan y del precio del gas con un señor de Rhodes. Ahora concuerda con Timo1, un experto explanador de pistas de tenis, en que no hay nada peor en el mundo que conocer al padre propio. La conversación es fluida y Calcuss la salpica con sus risotadas de siempre. Anto, resuelto a tener un poco de tranquilidad, se despide de Tanna, sale del piso, cruza el rellano y llama a una puerta, la de su actual vivienda. Dentro se escuchan enseguida unos pasos ligeros que avanzan por el pasillo. Es Vogchumián, que abre la puerta y saluda a su amo. Éste no contesta. Echa a andar encendiendo las luces y pregunta casi gritando: —¿Por qué vives siempre en la penumbra? ¿Me lo puedes explicar? —Es para ahorrar, señor. —¡Maldita sea! Ya te diré yo cuándo hay que empezar a ahorrar. De momento, lo que necesitamos es luz. Media hora más tarde, llaman a la puerta y el criado acude a abrir. Enseguida se oye la voz de Calcuss: —Hola, Vog, ¿cómo va todo? Pero la respuesta del criado queda aplastada antes de nacer: —Perdóname, Anto, mon cher, ¿cómo le iba cortar a Timo?, ¡es tan buen chico!, para una vez que uno da con alguien interesante, ¿no te parece?, ah, estás aquí, toma, muchas gracias, ¿te debo algo?, ¿no, verdad?, bueno, me voy, ah, te llamó P, ¡es supersimpático!, por cierto, voy a gestionar la edición de su libro con Zimmermo, el editor, se lo he prometido, así que tengo que lograrlo a toda costa, no sé por qué me meto en estos líos pero bueno, en fin, que me tengo que ir a trabajar, oye, P dijo que te llamará, ea, ¡chao!, ¡chao, Vog!, ¡uy, qué bien huele!, ¡qué manos tienes para la cocina, Vog!, te adoro, ¡aj!, ¡aj!, si algún día tu amo te expulsa, yo te adopto, ¿vale? —Hola, Anto. —P, ¿cómo estás? —¿Has visto las noticias? —Sí. —Esta gentuza no tiene límites. A eso se le llama poner el parche antes de la herida. Por si a alguien se le ocurre abrir la boca, primero hay que cargar la torre de significado político, ¿no? Así, cualquiera que proteste estará poniéndose implícitamente en contra del gobierno. —¿No es horrible? —Claro que sí, pero, ¿tú sabes que hay mucha gente que cree que estas cosas sólo pasaban antes? Es como lo de las películas. Si a cualquier guionista se le ocurre un modo ingenioso de matar a una persona, ¿qué no habrán pensado los asesinos profesionales? Estamos a añoz-luz de los políticos, hermano. Lo que para ellos son lugares comunes, para nosotros son buenos argumentos para el cine. Además, por un caso como éste, que conocemos gracias a ti, debe de haber miles que se nos pasan. —A mí lo único que me gustaría saber es qué daño les hace la Torre de Pisa. —Deben de ser muy pocos los que sepan eso. Además, ¿qué importa? La van a echar abajo, y ya está. Dentro de la próxima novena, seguro. No pueden dejarlo pasar mucho tiempo porque quedarían como unos irresponsables. Tampoco pueden hacerlo demasiado pronto porque parecerían atolondrados. —En fin, que sólo nos queda llorar. —O reírnos, que viene a ser lo mismo en estos casos. A propósito, el tal Calcuss es la persona más divertida que he conocido. Dice que puede convencer a Zimmermo para que publique mi Viaje. 8 Verona, 3/7/6 609 DRH Querido diario: Hoy es un día funesto para la Humanidad, para toda la Humanidad. Hace apenas una hora, tres escuadras de ovis de guerra procedentes de Verona, Nonne y Lucadúe, bombardearon con nudos-láser de alta potencia los asentamientos inferiores de Pisa y la propia torre. Sin aviso previo. Las naves llegaron en formación y lanzaron sus mortíferas descargas con una precisión espantosa. Un rápido sobrevuelo de reconocimiento y una voz estentórea, «¡a casa, muchachos!», fueron el telón de este acelerado drama teletransmitido, este atropello a la historia y a la vida que mañana calificarán los periódicos de «cirugía exitosa». Como si la Torre de Pisa y las personas que murieron a su sombra hubieran sido un detestable absceso. Esta elegía que aquí anoto está dedicada a las víctimas pero es para la Torre de Pisa, la hermosa y defectuosa Torre de Pisa: Ya no se teñirán tus blancas piedras con la luz dorada del crepúsculo, ni serán tus arcos de sombra cuando apuntes al sol. Ya no se enredará el viento en tus frisos oscuros, ni jugará con el lento jaramago de la grieta. Ya no verás crecer las nubes hacia el lado del mar, ni te vestirás de gris cuando llueva. Ciega veta en la cantera tras el tiempo todo, no pensaste nunca en ver la luz ni en ser bella. Pero unas manos fuertes te quebraron para darte forma de sillar. Luego, el carro, las nubes, las estrellas, aleros de apretada paja y pájaros que vuelan. Esta —dijo una voz—, y te alzaron. Ya te labran. Ya formas la puerta. Ya todos te tocan. ¡Llegaste a saber tanto! Tu piel ajada por el tiempo. Pero tus ojos orgullosos, orgullosos de ser algo tan bello. Llegó para ti la oscuridad eléctrica del presente, pero no pienses que fue un mal sueño: los sueños no duran tanto. Recuerda cada instante vivido, y no desesperes. Manos ávidas te sacarán a la luz, porque eres de luz, y a la luz perteneces. 9 Al día siguiente de comprometerse con P para gestionar ante Zimmermo la publicación del Viaje a las fronteras del tiempo, Calcuss visitó a Anto disfrazado de cadete de húsares. Le pidió la obra con corrección, y tras agradecer la entrega con una rápida cabezada, salió al pasillo y se alejó sobre sonoros taconazos. Durante cuatro turnos enteros estuvo encerrado en su habitación, saliendo sólo un rato para comer algo y lavarse los dientes. Tanna se sentía fascinada con el silencio reinante en la casa y, según afirmó horas más tarde, pudo leer toda una novela sin sobresaltos. En algún momento pensó acercarse a preguntar qué pasaba, pero al darse cuenta de que en la habitación del poeta había actividad, prefirió abstenerse. Por fin, cuando Calcuss rompió su clausura, charloteó un rato, como era habitual en él, y hasta vivió un poco la tele, pero más tarde, se duchó, salió a la calle y tomó el metro en dirección al Nudo. Una vez allí, ganó la superficie y se dirigió a la librería Nexus, la más grande de la ciudad, donde solicitó un catálogo de la editorial Zimmermo. Pasó varias horas recorriendo las diversas plantas en busca de las 148 obras que figuraban en el folleto. Leyó las solapillas y contracubiertas de todas ellas, y sin comprar ninguna, regresó a casa. Dos horas más de trabajo, antecedieron a una nueva visita a Anto, a quien le pidió prestada el alma para continuar con sus averiguaciones. A las preguntas de éste, el poeta respondió que sólo se hallaba «muy al comienzo de la fase pública de la investigación, primera de las tres que componen el momento investigativo. A continuación, vendrán las fases privada y subprivada del mismo. Luego, como es lógico, el momento reflexivo, y por fin, el momento actuante, no decisivo si los dos momentos anteriores han sido desarrollados correctamente». Explicó también Calcuss, ante la atónita mirada de Anto, que «la mayor parte de las gestiones humanas se reducen a una estúpida y simple actuación, y que tan sólo una pequeña parte de las mismas van precedidas de la reflexión. Casi nadie investiga antes de reflexionar, y los pocos que lo hacen, sólo abordan las fases pública y privada. Tan sólo yo —concluyó el poeta—, como padre de la idea, investigo la parte subprivada del hecho. Pero eso se lo explicaré otro día, vecino, porque tengo mucho trabajo». El conocimiento de los subhechos públicos que rodeaban al hecho publicar el libro de P incluían, además de leer la obra y conocer al dedillo el catálogo de las publicaciones de Zimmermo, aproximarse a otros trabajos del autor (que Anto o el propio P le proporcionaron), coleccionar recortes de prensa e interiorizarse de las críticas referentes a las obras escritas o publicadas por uno y otro. Todas estas tareas mantuvieron ocupado al poeta durante cuatro novenas, al término de las cuales dio inicio a la fase privada del momento investigativo. Comenzó ésta con una larga entrevista sostenida con Anto, en el curso de la cual le tapizó literalmente a preguntas. Sin embargo, las respuestas de Anto no fueron suficientes para que el investigador se formase una imagen nítida de P, por que solicitó al primero dinero para el billete y viajó a Sbiriel con intención de entrevistar al segundo. Turnos más tarde, P llamó por alma a Anto para contarle que Calcuss le había exprimido el corazón. En varias ocasiones, incluso rompió a llorar por causa de dolorosos recuerdos que creía muertos. El principal escollo que se le planteó al poeta en el curso de su sesuda investigación fue conocer los detalles de la vida privada del señor Zimmermo, pues éste no era, como otros editores, amigo de la farándula ni de la prensa íntima. El subterfugio que se empleó en primer lugar fue la poderosa intuición psicológica de Tanna. Como el editor tenía por costumbre realizar parte de su trabajo en el café Norabia, a Calcuss sólo le hizo falta sentarse junto a su amiga en una ocasión y apuntar todo lo que ella le dijo. Un turno, poco antes de la hora de acostarse, Calcuss pasó a casa de Anto y le pidió permiso para espiar a P: —No me mire así —le dijo—. Es el procedimiento habitual para garantizar el éxito de la fase subprivada. Además, considere mi delicadeza al informarle, pero sepa que no se trata solamente de delicadeza sino también de sentido práctico, pues no deseo que todo esto dé lugar a malentendidos, en el caso harto improbable de que su amigo me descubra. —Pero, ¿qué necesidad hay de espiarle? Que yo sepa, P ha sido muy abierto contigo. —Discúlpeme, pero todo eso pertenece a la fase privada del momento investigativo, la cual ha sido coronada por el éxito. Empero, nos vemos abocados ya a la fase subprivada del momento antedicho, submomento en que conoceré a los actores del subhecho antes citado mejor que ellos mismos. Es fácil constatar que existe una abismal diferencia entre aquello que los demás saben de nosotros (lo público) y aquello que sólo nosotros sabemos (lo privado). Pues bien, esta diferencia no es menor que la que media entre lo privado y lo subprivado, aquella parte de nosotros que nosotros mismos no conocemos. Si, por ejemplo, un sujeto cualquiera escuchara su voz grabada en un fiel registro sonoro, se sorprendería de esa voz, de su tono, timbre y volumen. Sin embargo, esto no le sucedería a los amigos de ese sujeto, pues ellos están acostumbrados a ella. Estaríamos ante un caso similar si viéramos nuestra imagen por televida. Sin duda diríamos: «yo no camino así» o: «yo no muevo las manos así». Pero estaríamos equivocados. Lo subprivado, querido vecino, lo subprivado. Para desentrañar lo subprivado, es preciso espiar a los actores personales, pues sólo de la observación de su espontaneidad surgen los datos verídicos. ¿No se ha fijado usted en lo hermosos que son ciertos rostros y en cómo los afea esa rígida sonrisa con que miran a las cámaras de fotos? Para terminar mi improvisado discurso, más largo ya de lo aconsejable, debería hablar de lo metaprivado, es decir, aquello que queda más allá de lo privado y lo subprivado; en otros términos, la parte de nosotros que ni los demás ni nosotros mismos somos capaces de conocer. El modo de penetrar estas facetas profundas del yo es materia de la parapsicología, a decir de nuestra común hermana Tanna, por lo cual yo, un simple poeta, no me meto. Adiós y que tenga un feliz turno. Conozco la salida. Muchas gracias. No se moleste en acompañarme. Le pediré a su criado mis guantes y mi sable. El espionaje de P se produjo, paradójicamente, con financiamiento del propio P, pero tal sistema no pudo aplicarse, por razones obvias, en el caso de Zimmermo. Todos los cafés que Calcuss sorbió lentamente en el Norabia mientras sus ojos registraban cada microgesto del editor, fueron cargados a la cuenta de Tanna, pues como ya se habrá podido suponer, el poeta jamás manejaba dinero propio. Utilizaba el viejo espejo del café con maestría, y su audacia le llevó incluso, en una ocasión de gran asistencia de público, a solicitar al editor que compartieran mesa. No intercambió con él ni una sola palabra, según contó más tarde, sino que se dedicó a olerlo. Tampoco tomó notas. Apuntó mentalmente cuanto pudo y corrió al baño a vomitar sus impresiones sobre un papel. En aquel secreto lugar, tuvo una revelación esencial para el definitivo avance de una tarea que ya se le venía haciendo penosa. Como había observado que Zimmermo, antes de marcharse, acudía al baño, Calcuss aprendió a tomarle la delantera y se refugiaba en el único set que había. Subido en la taza, esperaba en silencio la llegada del objeto de su estudio, «con una sonrisa lateral y los ojitos afilados». En las primeras observaciones aprendió mucho. Y ello porque Zimmermo, como luego vino a saberse, era una extraña mezcla de hombre tremendamente frío y tremendamente apasionado, digno contrincante del hombre tremendamente caótico y tremendamente ordenado que lo espiaba desde el set. En el salón del café, habitando el espacio público, el editor podía mostrarse impertérrito ante cualquier hecho inesperado, como la caída de una bandeja. Pero en el baño, lejos de las miradas ajenas (o no tanto) se desataban en él las pasiones. Una de las primeras cosas que sorprendió a Calcuss fue que Zimmermo comprobara que el set estuviera vacío. Sus zapatos llegaban junto a la puerta colgada y se hacía evidente que el cuerpo que sostenían se inclinaba ligeramente hacia adelante para constatar que allí no había nadie. Casi siempre la noticia de esta falsa soledad bastaba para disparar en el editor el instinto de silbar: melodías improvisadas que guardaban entre sí un notable parecido. En turnos sucesivos, Calcuss las grabó con el alma de Anto y dedujo de ellas, con ayuda de Tanna, innumerables aspectos del carácter del editor. Silbando o sin silbar, Zimmermo orinaba, se lavaba las manos, tomaba un sorbo de agua que utilizaba para enjuagarse la boca y decía: «¡bualá!» Después pasaban varios segundos, de quince a veinte, en que los ruidos cesaban por completo: un silencio sepulcral que antecedía a la apertura de la puerta y a la salida del editor. Calcuss lo comprendió enseguida. La clave del éxito de su misión radicaba en acceder al conocimiento de lo que pasaba en aquellos segundos. Y con tal certeza pudo implementar los medios necesarios para destripar el misterio. Durante muchos días se adelantó a sí mismo a la hora de ir al baño del café Norabia, y una vez instalado en el set, desatornillaba el portarrollos, lo depositaba sobre la cisterna y excavaba con frenesí el pequeño túnel por el que habría de llegarle la tan ansiada información. El turno en que el destornillador de Calcuss asomó al otro lado de la pared, formando aquel punto quebrado de luz del que procedería en su momento la verdad, el corazón del poeta dio un vuelco. A los pocos minutos, llegó el editor. Sus pasos ya sonaron diferentes a los excitados oídos del espía, que apenas podía dominar con las manos el traqueteo de su corazón. Tras la comprobación de rigor, Zimmermo rompió a silbar la variación enésima de su acostumbrada canción, y al poco, mientras procedía a su tradicional desahogo de vejiga, compuso una cara de tal placer que Calcuss, hombre de marcadas inclinaciones homosexuales, sufrió una profunda conmoción de índole claramente erótica. Quizás sea cierto que amamos lo que conocemos, pero de lo que no cabe duda es que amamos lo que espiamos. En el caso de Calcuss, «la cosa no pasó del calentón momentáneo pero que hubo amor, lo hubo», palabras del poeta. Después de orinar y siguiendo al pie de la letra el rumbo de lo acostumbrado, el editor se lavó las manos, tomó con ellas una porción de agua que se llevó a la boca y cerrando los labios con fuerza movió el agua a gran velocidad de un carrillo a otro con el fin de desprender de sus dientes el sabor del café. Expulsó el agua achocolatada, sonrió como si el espejo fuera un dentista, dijo «¡bualá!», y Calcuss sintió que su corazón retumbaba «como los cueros de la selva, navegando en una canoa por un río de chocolate, con las manos atadas, y la absurda espalda negra y los brazos musculosos rema que te rema, y detrás otro negro haciendo lo mismo, y esos tambores tan alegres, dando vuelta a unos árboles, se ven los techos de las chozas y mira, en el centro de la aldea han hecho una hoguera, delante hay un negro con el pelo blanco y otra mucha gente, todos desnudos, grandes, pequeños, paralíticos, esculturales, borrachos, sobrios, ya llegamos, lo sé porque hemos tocado en una playa, y el negro de delante se tira de la canoa y la mueve con una fuerza inaudita para encallarla, y me dice paluti, y yo le miro con cara de paluti, pero el negro de atrás me pega un remazo en el cuello y me grita ¡paluti!, y entonces yo comprendo, como si la gente comprendiera mejor cuando le pegan con un remo, y salto a la playa, los remeros me empujan por un mar de manos malolientes en presencia del viejo, y éste me mira y yo le miro a él, y él, que tiene los ojos de Zimmermo, pero los mismos mismísimos ojos, me dice, eres bonito, y yo le respondo, anda que tú». Esta película proyectaron en el cine Calcuss durante los diecisiete segundos en que éste contempló el ritual que a diario realizaba Zimmermo ante el espejo del baño del café Norabia. Tras decir «bualá», el editor bajó la mirada, como si una inmensa pena le hubiera sobrecogido y respiró profundamente tres veces. A continuación, alzó la cabeza y, en un instante, compuso un horrible rostro: los ojos bizcos, los mofletes inflados y la boca arrugada. La monstruosa máscara se mantuvo durante un segundo pero comenzó a deshacerse al poco, de modo que los ojos fueron centrándose y los mofletes volvieron a caer laxos junto a una boca normal. Pero no se detuvo ahí el gesto. La transformación continuó suavemente hacia el polo opuesto: los ojos fueron poniéndose sonrientes, bajo unas cejas levemente alzadas, la nariz pareció enderezarse cuando las narinas se abrieron, y la boca, simple raya por lo común, se inventó cierta carnosidad brillante que recordaba a una sonrisa. Justo antes de salir, cuando Zimmermo avanzó ligeramente los labios en ademán de tirarle un besito a su imagen especular, Calcuss estuvo a punto de gritar: «¡guapo!», lo que hubiera resultado muy difícil de explicar. Sin embargo, el piropo no pasó de intencional y el editor salió del cuarto de baño inconsciente del acecho. Una vez cedido el tiempo necesario para que Zimmermo abandonase el café, Calcuss salió al salón, pidió que anotaran sus consumiciones en la cuenta de Tanna y escapó corriendo a la calle, presa de un repentino ataque de caos. Su polaridad anímica había cambiado de signo por causa de la excitación sufrida, y al poeta no le quedaba más remedio que «contar, contar, contar, lo sucedido, a todos, todos, todos». —¡Qué narcisista asqueroso! —dijo Anto. —Pues yo me eché seis polvos seguidos con un narcisista asqueroso que se llamaba Nardo —contó la alegre Sesi—. No se podía ir por la calle con él porque se paraba en todos los escaparates a mirarse. Pero, ¿quién quería ir por la calle? La primera vez me pegó seis viajes a la luna. La segunda, cuatro. Y la tercera, tres. Pero de ahí ya no bajó. Era mirarnos a los ojos y venga a follar como locos. Al final, me cansé. Me dolía el coño una barbaridad. Tuve que ir al médico y todo. Al término de estas edificantes explicaciones, Calcuss echó a su amiga a la calle y se encerró en su cuarto. Ya reunidos los elementos necesarios, iba a inaugurar, sin mayor dilación, el segundo componente del hecho publicar el libro de P. Se trataba del momento reflexivo y para desarrollarlo necesitaba, «querida Sesi, un exquisito silencio que tú no eres capaz de proporcionarme». Tras moverse imperceptiblemente, la manecilla de la brújula apuntaba de nuevo a la semiesfera del orden. 10 El despacho del señor Zimmermo era bastante amplio y confortable. Tenía el suelo enmoquetado, las paredes pintadas de blanco y dos grandes ventanas que daban al Anillo. De espaldas a ellas, se encontraba el editor, sentado en una poltrona de cuero negro y con la cabeza apoyada en el respaldo. Ante él, se extendía el tablero del escritorio con varios montones de papel y de carpetas, dispuestos como los cuadros de una batalla. —Ha llegado el señor Calcuss —anunció desde la puerta una secretaria—. ¿Le digo que pase? El editor hizo un gesto aprobatorio, y pronunciando para sí un «vamos a ver qué quiere éste», se puso en pie para recibir a la visita. Precedido por la invitación de la secretaria, Calcuss entró al despacho de Zimmermo con las manos abrazadas ante el pecho. Llevaba un plasma beis bastante elegante y zapatos blancos. Todo prestado. —Señor Zimmermo —dijo, llegando a estrechar la mano que se le tendía. —¡Usted! —respondió el editor—. Yo le conozco. Usted es cliente del café Norabia, ¿verdad? Yo voy mucho allí. —¡Claro! —exclamó Calcuss—. Usted se sienta al lado del ventanal. —Sí —sonrió el editor. —¡Qué bendita casualidad! De haber sabido que usted era usted... Pero cómo son los editores. Siempre andan escondiéndose, ¿no? —En este negocio, a los autores les toca dar la cara, y a nosotros el dinero. Calcuss rió la gracia con más fuerza de la necesaria y se sentó, sin pedir permiso, en una de las dos sillas que había delante de la mesa del editor. El joven poeta calculaba que la siguiente fase de la conversación se centraría en el motivo de la visita, pero no fue así. Tras sentarse, el editor no se respaldó en su sillón, como cabría esperar, sino que se inclinó sobre la mesa y mirando a Calcuss con ojos de lujuria, le dijo: —Tú eres amigo de esa mujer grandota, ¿verdad? Un instante después, Zimmermo sintió el golpe del respaldo en la nuca, pero ya era demasiado tarde: su debilidad había quedado expuesta, y un largo cuchillo comenzaba a afilarse sordamente en el interior del morral de combate de Calcuss. Pegado contra el cuero, Zimmermo no alcanzaba a explicarse cómo podía haber bajado la guardia y mostrarse tan lascivo frente a aquel desconocido. Pero la razón estribaba en que aquel joven no era ningún desconocido, al menos para su cuerpo. Había compartido con él muchos momentos de intimidad en el baño del café Norabia y ahora, naturalmente, se mostraba confiado, como quien reencuentra a un viejo amigo. Por parte de Calcuss, hubiera sido un error garrafal haber dicho atolondradamente «¡qué bien!, porque mi amigota está ahí fuera esperándome» —lo cual era cierto—, pero supo reaccionar como mejor convenía a sus planes: ignoró las libidinosas palabras del editor, denunciadas como tales por su postura y sobre todo por su reacción posterior, y comenzó a comandar la entrevista desde un tono neutral. Este convencería a Zimmermo de que no había sido sorprendido en su traspiés y automáticamente multiplicaría por cien la disposición favorable del mismo a cuanto Calcuss dijera: —El motivo de mi visita es proponerle la publicación de un libro que se titula Viaje a las fronteras del tiempo. Reclamó el editor entonces, con suavidad excesiva: —He leído ese libro. —Lo sé, pero creo que no lo ha valorado usted en su justa medida. Es la obra cumbre de un autor que no escribirá nada más en su infinita existencia. Se trata de P, un funcionario de la delegación del Ministerio de Exterminio en Sbiriel. Usted seguramente le conoce. —No personalmente pero, como ya le digo, he leído esa obra y no quise publicarla en su momento porque la encuentro problemática. —¿Problemática? ¿Por qué? —Principalmente por una razón. A las autoridades no les gustan las obras disidentes. No amenazan a nadie ni nada por el estilo, pero luego a uno le miran raro en los cócteles. —Entiendo. —En segundo lugar, están los críticos. A los críticos tampoco les gusta este tipo de obras porque les obliga a tomar partido político, y eso no les conviene. Por fin, está el público. Hay una buena cantidad de lectores a los que sí les interesan los libros disidentes. Y pagan por ellos. Pero si un editor les entrega uno, ya no aceptan otras temáticas. ¿Lo comprende? Calcuss lo comprendía y se daba cuenta de que de la superación de aquellos tres obstáculos, dependía el éxito de su misión. Había notado que desde el punto de vista económico, el editor se mostraba interesado, pero que no quería comprometer su buen nombre relacionándolo con la disidencia. Este era el hecho esencial. Por tanto, la solución pasaba por crear una nueva editorial que se consagrase, bajo otro sello, a la publicación de obras disidentes. En el primer turno, Zimmermo podía ser el editor serio y respetado por las autoridades civiles, los críticos y el público. Y en el segundo, a la manera de un doctor Yékil, transformarse en un míster Jáid, amigo de la revolución. Calcuss percibió, en milésimas de segundo, que aquella editorial alternativa podría significar un desahogo formidable para un hombre como aquél, que fingía ser de hielo frente a los demás y que en la intimidad se destapaba como un volcán de pasiones. Encriptar convenientemente la editorial Jáid (hermoso nombre) sería el único requisito indispensable para que la operación saliera a pedir de boca: —De acuerdo —dijo Calcuss, levantándose de golpe—. En tal caso, voy a regalarle una idea. Usted va a constituir, a nombre de una persona de su confianza, una editorial paralela en la que publicar todo aquello que no se atreve a lanzar bajo el sello Zimmermo. Acto seguido y sin dejar lugar a réplica, se encaminó hacia la puerta con tal seguridad que al editor, aún impactado por una orden que en el fondo le encantaría cumplir, no le quedó más remedio que seguirle. Calcuss abrió la puerta del despacho y salió de lado, confiriendo a su cuerpo una extraña torsión que significaba «sal conmigo, Volcancito, que te voy a presentar a mi amiga grandota, y esto va a ser amor tectónico a primera vista». Se proponía con esto sellar su orden con la promesa implícita de un premio: «tú publica el libro de P, y yo te presto a mi amiga para que hagas con ella lo que quieras». La táctica no podía fallar. El joven poeta tocaba el cielo con la punta de los dedos cuando Tanna y Zimmermo se miraron a los ojos por primera vez en sus vidas: ojos, ojos, ojos, ojos, de Zimmermo, de Tanna, de la secretaria, de Calcuss. Nadie dijo «ya está bien» ni «dejar de miraros» ni «arriba los ojos». Sólo Calcuss, el intrépido, proclamó desde la altura desconcertante del podio: «Si no me encuentra en el café Norabia, señor Zimmermo, puede dejar la respuesta a mi idea con Tanna, mi asistente personal. Es ella». Y enseguida, sin permitir que una sola molécula más de oxígeno penetrase en aquellas miradas tórridas, estrechó rápidamente la mano del editor, tomó a Tanna del brazo y tiró de ella hacia la calle. Mientras bajaba las escaleras, la muchacha se repetía con un triste hilo de voz: «qué ojos, qué ojos». —¡Está hecho! —grita Calcuss apretándose las sienes con los puños—, llama a P y dile que vaya pensando en la portada, puse la harina, la sal, la levadura, el agua, mezclé, mezclé, amasé, amasé, amasé, al horno, y ya está el pan, mon frer, ¡esta hogazota me la como yo solito!, ¡jo!, ¡jo!, ¡Tanna, te vas a hartar de follar con ese maníaco sexual!, qué ojos, mon cher, se comía vivita a la niña, ya se estaba quedando dormido después del amor, como un gato, ¿qué, como un gato?, como un tigre, con rayas o sin rayas, da igual, lo importante eran los ojos, esto está hecho, lo veo, ahora mato dos pájaros de un tiro, con lo asquerosa que es la caza, ¡y nuestra Tannita!, si la dejo allí se tira al editor responsable encima de una maceta que había en un rincón, como quien se interna en la selva, yo la llevaba del brazo por las escaleras y sudaba a chorros, me parecía estar tirando de una trucha, y el otro, ¡unos ojos!, esto está hecho, sale el libro de P y yo le suelto a la fiera, ay, ¡qué bruto soy!, decirle fiera a mi Tannita, ¡perdóname, Tanna, cherie!, sí, le hacía falta encontrarse con un tipo así, como calentón, ¿te lo cuento?, venga, vale, te lo cuento, el asunto es que a Tanna le hacía falta encontrarse a un tipo así, como calentón. —Oye, ¿y si Tanna no hubiera ido contigo? —¡Anto!, ¡Anto!, ¿qué te crees que soy yo?, ¿un improvisador?, la cosa, la cosa se me ha presentado en bandeja, y la he cogido, de acuerdo, porque también estaba preparado para eso, pero si la cosa se hubiera complicado, igual habría salido bien, porque yo estaba listo para todo, ¡para! ¡todo!, no sé las novenas que llevo en esto, pero tú me has visto. Calcuss se calla de repente y boquea como un pez. Acto seguido, taconea hasta el fregadero, llena un vaso de agua y se lo bebe de un trago. —Cualquier detalle podría haber sido fatal, era una entrevista corta, pasional, explosiva, como una carrera de cien metros, cualquier error se paga caro, salto al escuchar el disparo, ¡pum!, y mis músculos como tensores que revientan, y resulta que todos mis años de preparación no me sirven para nada, porque en los primeros diez metros los otros se caen, la gente grita, la gente me aplaude, y yo voy solo, tengo noventa metros para lucirme, pero claro, no puedo caerme, no puedo levantar los brazos antes de tiempo, hombre, tampoco voy a intentar batir el récor, ¿para qué?, voy a ser campeón del mundo dentro de nada, pero tengo que quedarme entre estas dos líneas, y seguir hasta el final, así que no me hables de Tanna, porque yo te aseguro que si Tanna no hubiera estado allí, la cosa hubiera salido por otro lado, yo tenía todos los ases en la manga y una baraja nueva en el sombrero, simplemente no me hicieron falta, el arte del mago consiste en tomar el camino más corto, no tengo que demostrar nada, sé gestionar cosas, es un don natural, pero hasta el mejor cazador, si viene un ciervo y se le arrodilla, no lo duda, dispara y a otra cosa, nadie, en su sano juicio... —Calcuss. —¿Qué? —¿Y por qué no gestionas la edición de tus poemas? El poeta, súbitamente mudo, mira a Anto con ojos profundos: —El arte es sagrado y lo sagrado no se vende. 11 «La ley es el muro que limita la libertad de las personas. Los políticos son los arquitectos de ese muro, los gobiernos sus constructores, y los jueces sus guardianes. Estos tres poderes conforman el aparato del Estado, esa potencia que mantiene erguido el Muro de la Ley. Encerrados por el mismo, viven dos tipos de seres: una mayoría de ovejas o civiles, y una minoría de perros pastores que llamamos policías o militares. Estos últimos cumplen dos funciones esenciales en la vida del redil: impedir que las ovejas se muerdan entre sí (lo cual logran por medio de potentes mordiscos), y evitar que salten el muro. Si una oveja no muerde a otra y no siente deseos de saltar el muro, puede llegar a ser una oveja feliz. Esto se logra por dos medios básicos: en primer lugar, la educación, que consiste en desposeer a los corderos de sus instintos naturales; y en segundo lugar, la información, sin importar que provenga de novelas, películas, conferencias, libros o periódicos. La información proporciona noticias terribles procedentes del otro lado del muro, lo que provoca en las ovejas algo muy común llamado «miedo». Fuera de los terrenos de la ciudad, no existe el orden sino la mentira, el robo, la traición y el crimen. En definitiva, el mal. Sólo de este lado del muro se imparte justicia. «Fuera corréis peligro», dijo Golo. Es bien sabido que por un lado de un muro siempre hay un cobarde. Pues bien, yo os digo: nosotros somos los cobardes, las ovejas temerosas, y si no abandonamos el redil para abrazar la libertad, es porque algo perverso nos lo impide, algo que han inculcado en nuestros corazones desde el primer momento de nuestra existencia, desde el primer azote. A partir de ese inicial acto de violencia, nuestra vida es un acostumbramiento forzoso a las restricciones de la libertad, que culmina en el instante en que nos convertimos en ciudadanos. Entonces se nos dice que nuestra libertad termina donde comienza la del otro. Pero esto es falso: mi libertad y la de los demás es un mismo campo por el que todos podemos correr a nuestro antojo, un paisaje que los Estados se encargaron de compartimentar en reducidas celdas. ¿Qué sucedería si un día todas las ovejas de todos los rediles, saltaran a un tiempo los muros, y alcanzaran la libertad, la verdadera libertad, la libertad sin restricciones? No pasaría nada grave: los políticos, los gobernantes, los jueces, los militares y los policías se quedarían sin trabajo. ¿Pero, y las ovejas de dentro y de fuera, las llamadas ovejas superiores e inferiores?, ¿comenzarían a morderse unas a otras? El Poder sostiene que sí, justificando con ello su presencia, pero la Historia demuestra lo contrario. La Humanidad, la verdadera Humanidad, la Humanidad sin restricciones habita la faz del planeta Erz desde hace dos millones de años. Si el hombre fuese un animal agresivo por naturaleza, un lobo para el hombre, como sostenía Jobs, la Humanidad no hubiera prosperado. Dice Kropotkin, un antiguo anarquista, que el hombre es hombre porque colabora con otros hombres. Pero quizás ninguna de estas dos imágenes sea del todo correcta. Existen muchos tipos de personas: desde las perfectamente inocentes hasta las perfectamente canallas, pasando por una inmensa tropa de gente buena que arrastra algún pequeño vicio. El hombre, en circunstancias normales, no es agresivo. Su agresividad procede de la exposición a situaciones extremas: el hambre, el frío, el hacinamiento, la violencia. En consecuencia, no necesitamos la Ley ni por supuesto a quienes la defienden. No necesitamos vivir hacinados en las ciudades sino cultivar los campos. No necesitamos a nadie que nos proteja sino un claro sentido de la justicia. No necesitamos la languidez sino la alegría desordenada, la inmensurable tristeza, el sereno valor, el canto firme, la hermosa vida y la aún más hermosa muerte. Por fin, y por principio, no necesitamos el miedo. Porque con miedo ninguna especie soporta el vértigo de su longeva historia. Lo natural es lo humano y lo humano es lo natural. Tomad estas sencillas palabras y arrojadlas al viento: él sabrá qué hacer con ellas». Viaje a las fronteras del tiempo, pp. 8-11; editorial Tanna, Verona: 610 DRH. PARTE CUARTA — SALIR 1 El autónomo plateado avanzaba a buena velocidad, entre verdes trigales, lo que le daba el aspecto de un pez marino. El clima era tan agradable que Anto había suprimido la cúpula. Conducía con gafas oscuras para protegerse del sol y vestía una camisa blanca cuyas mangas cortas ondeaban al viento. Se sentía feliz por primera vez en muchos turnos y percibía, como en pocas ocasiones, el aroma de la libertad. No llevaba música: prefería escuchar el canto de los pájaros. Al bajar del autónomo, frente al puesto fronterizo, Anto no pudo reprimir echar un vistazo a las cabezas de hidra, apostadas sobre el Muro como enormes pajarracos. La contemplación de aquellas extrañas figuras, complicadas como todo lo mortífero, tuvo en su ánimo el mismo efecto que el paso de una guadaña por un macizo de flores. Un olor a nuevo que percibió nada más entrar en el puesto le hizo encogerse un poco más. En efecto, la alfombra había sido renovada, lo que le daba aspecto de viejo al mostrador de siempre. Sobre él, una mano se agitaba junto a una artificial sonrisa. «¡Hola!», decía Margá, una asistente de fronteras, conocida de Anto. Aquel turno primaveral, la joven lucía un sucinto plasma de color calipso que dejaba ver su exquisito vientre y las curvas inferiores de sus rotundos pechos. A la vista de esto, Anto se encogió un poco más pues recordó cierto episodio sucedido novenas atrás. Sin duda seducido por la espectacular belleza de la muchacha, Anto la había invitado al teatro. Pero la cosa no resultó bien. Margá se presentó con un traje bien ceñido y peinada con un elegante moño alto. Todos los hombres se volvían a mirarla, y él se sentía orgulloso y feliz. Ya imaginaba el telonazo, el autónomo, los besos, la entrada al dormitorio y aquel hermoso traje arrugado a los pies de su dueña. Pero la muchacha se pasó toda la representación preguntando: «oye, ¿ese del casco con plumas verdes es Galio o Téodor?, ¡ah, vale!, el rey Peridies, ¿y aquella señora?, la madre, claro, ¿pero la madre de quién?, ¡ah!, la madre del rey Peridies, o sea, que esa es la madre y ese es el hijo». Cuando no preguntaba, exclamaba cosas como: «¡qué mantón más bonito!, ¡esa bandera!, mira, la bandera, ¡qué bonita!, gracias por traerme, ¡qué obra más bonita!, me encantan las obras donde salen banderas». Al salir del teatro, Margá alcanzó a Anto, que se había adelantado unos cuantos pasos, y le dijo muy seriamente: «¡quiero que repitamos!, podemos ir al cine o a pasear por un parque o a comer por ahí o a tomar un café, ¿vale?». Anto respondió que sí, pero su corazón pensaba de otro modo. Habían pasado algunas novenas desde entonces, y él, que jamás cumplió su promesa de llamar a la muchacha, se presentaba ahora en el puesto fronterizo. Margá, sonriente como siempre, le preguntó: «¿qué te trae por aquí?», a lo que Anto respondió: —Quiero salir a darme una vuelta yo solo por la Zona Inferior. Tú sabes si tengo que hacer algo especial. —A ver, espera. Voy a avisar a mi jefe, ¿vale? —Vale. Margá se levantó de su silla y se acercó contoneándose hasta una puerta a la que llamó con los nudillos. Luego la abrió un poco y dijo: —¡Jefe! Turista clase G. Enseguida regresó al mostrador y añadió con una nueva sonrisa: —Ahora mismo te atiende. Bueno, cuéntame cómo estás. Algunos minutos más tarde, llegó hasta el mostrador del puesto un hombre de unos cincuenta años, con el pelo corto y entrecano: —Señor. —Feliz turno —dijo Anto—. Verá, quiero salir a la Zona Inferior y no sé si tengo que hacer algún trámite especial. Ya he salido en otras ocasiones, enviado por Exterminio, pero como ahora voy por mi cuenta... El agente fronterizo parecía haberse quedado dormido con los ojos abiertos: —O sea, que usted quiere salir. —Sí. Y entonces el agente se encaminó a su despacho para regresar, al cabo de un rato, con una gruesa carpeta azul que depositó en el mostrador. La abrió y tras pasar algunas hojas, dijo: —¿Usted viaja solo? —Sí. ¿Hay algún problema? —Ningún problema, señor. Ley 123/A/61. En primer lugar, se comprobará la identidad del solicitante. Anto conectó su alma al comunicador central del puesto. —Sí, es el —corroboró Margá. —De acuerdo. Seguidamente se comprobará que no tenga deudas. —No tiene. —Muy bien. Y se le hará conocedor de los siguientes términos: Primero. A contar de la fecha de partida, el solicitante dispone de seis meses improrrogables para su reingreso en los Territorios Cívicos. En caso de no cumplir, será dado por muerto y se procederá a su clonación reglamentaria. Supuesta la eventualidad de que, con posterioridad a la citada clonación, el solicitante hiciera acto de presencia en alguno de los puestos fronterizos que conforman la Red de Defensa del Consejo Civil Mundial, será considerado inferior a todos los efectos. —¿Qué quiere decir eso? —Quiere decir que si tarda más de seis meses en volver, las cabezas de hidra no le reconocerán y dispararán contra usted. Segundo. El comercio con las poblaciones inferiores está terminantemente prohibido, lo que significa, a efectos administrativos, que el solicitante, a la hora de su reingreso, no podrá portar consigo otros objetos distintos de los que cargue en el momento de su partida. Esto incluye esclavos. Tercero. Las pérdidas materiales que el solicitante pudiera sufrir en el curso de su estadía en la Zona Inferior, no serán cubiertas por institución alguna de prevención de riesgos, según se deriva del Reglamento de Aplicación de la Ley de Seguros y Reaseguros, 18/Q/208, artículo 344. Cuarto. A su reingreso, el solicitante se someterá a un chequeo médico completo y se le hará saber que conforme a la Ley de Salud Cívica, el Servicio de Salud de Verona no asumirá los gastos que eventualmente pudieran derivarse del tratamiento de enfermedades adquiridas o accidentes de cualquier tipo, sufridos en el curso de su estadía en la Zona Inferior. Quinto. Se hará partícipe al solicitante de los mecanismos habituales de reingreso. —¿Qué quiere decir esa parte? —preguntó Anto, pero el agente le pidió paciencia con una mano abierta. —Sexto y Último. Se recomendará al solicitante la lectura del Reglamento General de Tránsito Fronterizo de Vehículos y Personas. En ese momento, el agente sacó de debajo del mostrador un tomo de color gris y dijo: —Le recomiendo oficialmente que lea este Reglamento General de Tránsito Fronterizo de Vehículos y Personas. Enseguida le haré partícipe, oficialmente, de los mecanismos habituales de reingreso. Anto protestó: —No pienso leerme ese mamotreto. Simplemente quiero salir a dar una vuelta. Ya he salido en otras ocasiones y... —Lo sabemos: ha salido por esta puerta en seis ocasiones. Cuatro veces más por la Puerta 1, tres por la Puerta 3 y una por la Puerta 5. En total, catorce veces. Sin embargo, el caso actual es diferente ya que usted, según figura en nuestros archivos, siempre salió con escolta militar. —Bueno, pero ¿qué es tan peligroso? El agente se rió nerviosamente y miró a Margá: —Los inferiores —dijo con voz entrecortada—. Los inferiores son lo peligroso. —¿Pero por qué son tan peligrosos? ¿Me lo puede usted explicar? —No hay nada más que ver la tele, hermano. —No se crea todo lo que sale por la tele. Y ahora, ¿puede hacerme partícipe de los mecanismos habituales de reingreso? El tono de voz sarcástico empleado por Anto devolvió al agente su mirada estática y su boca recta: —Sí, señor. A continuación, tomaremos fotografías térmicas de sus manos y de su cara. Le recomiendo oficialmente que en el curso de su salida a la Zona Inferior no pierda las tres. Puede perder una mano, la cara, las dos manos, o una mano y la cara. Pero, insisto, no pierda ambas manos y la cara porque las cabezas de hidra no le reconocerán. En cualquier caso, cuando decida regresar, asegúrese de que sea de día en la Zona Inferior, pues durante las horas de la noche, las cabezas de hidra no reconocen a nadie: simplemente disparan sobre todo lo que se mueve. Por tanto, regrese de día y hágalo del siguiente modo: avance en línea recta hacia la puerta, observando con atención las cabezas de hidra, y cuando sobre alguna de ellas se prenda una luz roja, lo que sucederá a unos trescientos metros de distancia, deténgase y mírela fijamente. Al mismo tiempo, muestre las palmas de ambas manos con los brazos bien estirados, en esta postura, y espere. Al cabo de unos segundos, la luz roja cambiará a verde claro, y entonces podrá seguir avanzando. Hágalo con rapidez, siempre en línea recta, y al llegar junto a la puerta, espere a que ésta se abra. Aquí debo advertirle que no tarde en entrar porque la puerta se cierra automáticamente a los cinco segundos y, bueno, pesa 22 toneladas. ¿Le ha quedado todo claro? —Sí —respondió Anto—. La única duda es: ¿me tengo que bajar del autónomo para que las cabezas de hidra me reconozcan? Al oír aquello, al agente se le llenaron los ojos de lágrimas. Con un pañuelo que Margá le tendió muy oportunamente se secó los ojos, y tras recomponer su rostro oficial, encaró de nuevo a Anto. «No hay ningún problema en que...», empezó a decir, pero la voz se le quebró. Bajó la mirada, pronunció una disculpa y se encaminó a su despacho. Pero no llegó a entrar en él. Ante la puerta, se estiró, respiró con fuerza tres veces, apretó los puños y miró al intrépido pasajero. Unos segundos después, salía de detrás del mostrador para tomar a Anto del brazo y llevárselo al cuarto de baño: —Mira, hermano. Te lo voy a decir clarito aquí que nadie nos escucha. Si tú eres un imbécil que quiere que le maten o le mutilen, a mí me importa una mierda. Aunque a los de clonación no les va a hacer ninguna gracia. Eso te lo digo desde ya. Pero, mira, te lo pido como algo personal, no te lleves ese autónomo tan bonito porque te lo van a robar en menos de diez minutos. Y estas gafitas de sol tampoco te las lleves. Ni los zapatos. Ni el alma. Mira, yo he sido fronterizo todas mis vidas, casi siempre en el ejército y ahora aquí. Y sé de qué va la cosa. De verdad. Ahí afuera no hay nada interesante. —Gracias por sus consejos pero tengo derecho a salir y voy a hacerlo. —Sí, hermano. Ya te lo dije antes. No hay ningún problema. Aquí todos somos libres de ir y venir. Pero no te lleves el autónomo porque ¿te digo lo que te va a pasar? Primero, se te van a tirar encima veinte tipos y te van a moler la cara a puñetazos. Y luego, se van a moler la cara entre ellos pisoteándote las costillas. Al final, te van a tirar por ahí, y Papá Estado no va a ir a rescatarte. Pero si dejas tu autónomo aquí, en un aparcamiento gigante que tenemos, y te vas sin gafas, sin zapatos, y, por supuesto, sin esa estúpida alma, quizás, si eres un chico listo y tienes suerte, puedas darte un paseíto de una media hora antes de que alguno de esos ¡hijos! ¡de! ¡la! ¡gran! ¡puta! te arranque la piel a tiras. ¿Te ha quedado claro? El rostro de Anto se había ido descomponiendo conforme avanzaba el relato del veterano, y éste lo notó: —Ahora sí que me has comprendido, así que voy a aprovechar para darte un consejo aún mejor. Coge tu autónomo y vuélvete a casa. Hay demasiadas cosas bonitas en la vida como para andar metiendo las narices en la basura. Sin embargo, estas palabras tuvieron en Anto el efecto contrario al que pretendían: provocaron en él de nuevo el ardor, aunque sin llegar a arrebatarle. Era su primera salida al exterior en solitario, y si bien le habían faltado algunos elementos de juicio, la decisión se fundaba en un decantamiento reposado de su espíritu. Novenas completas de sentimientos y presentimientos se concentraban allí, en aquel cuarto de baño donde había quedado solo tras la marcha del agente. Atrás quedaban muchas experiencias: sus charlas con Vogchumián y sus recuerdos del pirata milt que vio en el circo, las palabras de P en su Viaje a las fronteras del tiempo y la hondura que en ellas aprendió a descubrir, Tanna y el cambio de vida que su conocimiento había disparado, Calcuss y la fuerza de su tesón, La Niña Azul: su guía personal. Siempre que se desviaba del camino correcto, La Niña Azul se le aparecía con un gesto de reproche. Por el contrario, cuando seguía a su corazón, todo permanecía tranquilo. Así lo había escrito muchas veces en su diario, y ya era incapaz de olvidarlo. Su camino vital circulaba por una ladera de fuerte pendiente. Hacia arriba quedaba todo aquello que era incapaz de hacer; y hacia abajo todo lo que sí podía hacer pero no quería o no se atrevía a hacer. ¿Dónde quedaba el hecho salir a la Zona Inferior en solitario? Evidentemente, dentro de lo posible y de lo deseado. Pero, ¿estaba al alcance de su atrevimiento? ¿Estaba verdaderamente al alcance de su atrevimiento? «Sí —se dijo Anto— aunque tenga que tragarme otros dieciocho años de internado». Y al socaire de este pensamiento, notó cómo el buen ánimo volvía a él. A los pocos segundos, se acercaba al mostrador y le pedía a Margá que avisara de nuevo a su jefe. La muchacha lo hizo, y cuando éste salió de su despacho, Anto le preguntó: —¿Dónde me van a tomar las fotografías térmicas? Para pasar bajo la pesada puerta de cemento, Anto dio un brinco que le produjo en los pies cierto dolor metálico pues iba descalzo. Su elegante pantalón y su camisa blanca presentaban ahora algunas manchas de tierra, lo mismo que su cara y su pelo. Parecía como si acabara de despertarse de la borrachera más turbulenta de sus vidas, lo cual era cierto en algún modo. El hondo golpe de la Puerta 2 de Verona al cerrarse le dejó solo ante los montículos de escombros, un paisaje ya conocido por él. Sin embargo, no se atrevía a separarse de la puerta. Fue el repentino chirrido de una de las cabezas de hidra lo que le indujo a ponerse en marcha. A unos trescientos metros, comenzaba una hermosa pradera salpicada de arbustos que trajo a la memoria de Anto la primera frase del libro de P: «Somos el cáncer del mundo». Se vio entonces dejando atrás el borde de un punto negro, ese punto que en los mapas significa el Estado de Verona. «El sol está alto —se dijo—. Hay tiempo para muchas cosas, incluso para morir». Y con tal ánimo, se encaminó al suroeste por una senda que se dibujaba en la pradera. Quería ir a la meseta donde vio a La Niña Azul por primera vez, recorrer aquel lugar de nuevo y situarse en el punto donde ella estuvo. Quizás la niña viviera cerca. Quizás podría hablarle y acariciar su carita redonda. Quizás esto y quizás lo otro, pero con toda certeza descubrió que por la senda avanzaba hacia él, con bastante rapidez, una oscura figura de forma humana. A Anto se le aceleró el corazón de repente pero empezó a calmarse cuando se percató de que se trataba de una vieja. Iba vestida de negro y llevaba un pañuelo atado a la cabeza. También llevaba una cachava que evidentemente no necesitaba para caminar. Cuando la vieja llegó a la altura de Anto, se detuvo y mirándole con fijeza, le preguntó: —¿Qué te ha pasado? ¿Por qué andas con la ropa así? ¿Te ha atacado alguien? —No. —¡Ah! —exclamó y siguió su camino. Poco después, Anto descubrió que venían hacia él, por el mismo camino, dos hombres jóvenes, muy parecidos entre sí. Llevaban sombrero de paja, camisa clara, pantalón oscuro y botas de cuero. A Anto no le dio tiempo a pensar. Bajó la cabeza y continuó caminando en actitud sumisa. Quizás por esto mismo, casi a la altura del encuentro, uno de los dos se rió de él. El otro, sin embargo, le dio los buenos días. Y ambos pasaron de largo. Anto no pudo contestar al saludo porque la voz le falló. Segundos después, jadeando por verse aún vivo, escuchó a sus espaldas unas carcajadas que le supieron a música celestial. Cuando se volvió, aquellos dos hombres ya se alejaban. A lo largo de muchos metros, el desastroso caminante avanzó sin encontrarse con nadie. Iba por una senda de tierra caliente. Respiraba. Tenía sed. Estaba vivo. Sonrió sin querer y miró al cielo. Un poco más allá, bajo una tenue nube de polvo, descubrió el primer rebaño. Se oían los balidos de las ovejas, mezclados con los gritos de los pastores y los ladridos de los perros. Pensó en P. Cuando le contase que había salido solo a la Zona Inferior, y que había encontrado uno, dos, tres rebaños de ovejas, con perros y pastores... Allí, dos zagales jugaban con sus cayados. Allá, un viejo miraba a lo lejos haciendo visera con las manos. Y más allá, cuatro mujeres cruzaban el camino cargando cada una con un cesto. Las cuatro llevaban pañuelos de vivos colores, vestían mantos de lana y largas faldas oscuras. Anto miró hacia atrás y comprobó, con sorpresa, que el Muro ya no se veía. Ante él, se extendía el campo. A su izquierda, crecía un paisaje de colinas, y a su derecha, se difuminaba el horizonte. Poco más allá, divisó la meseta que andaba buscando pero al llegar arriba, su cara se nubló. La zona donde Adel encontrara el yacimiento de chatarra, se había convertido en un campo de trincheras, taludes y hondonadas, algo parecido a la carcasa de un animal muerto. Por todas partes se veían montones de tierra revuelta con piedras y raíces, y en el centro, una pista circular de aterrizaje. En sólo unos segundos desfiló ante los ojos de Anto la historia completa del saqueo: Adel saltando de alegría por el descubrimiento y entregando un informe a sus jefes, los ovis despegando, los militares controlando la meseta, las excavadoras removiendo la tierra, las grúas cargando la chatarra... Anto no quiso quedarse allí ni un segundo más. Bajaba ya por la ladera, cuando oyó a su izquierda una voz: —¡Eh, tú! Ven aquí. Anto se detuvo y miró. Era un hombre con poncho que estaba sentado tras unas matas. Tenía los carrillos gruesos, los ojos bastante juntos y las cejas muy pobladas: —¡Ven aquí, hombre, que no te voy a comer! Anto se acercó a él. —Ea, siéntate. A ver, ¿qué te ha pasau? ¿Por qué vas descalzo? ¿Eres pobre? Ven, hombre, te voy a dar algo pa comer. Y rebuscando en un morral que llevaba, sacó un pedazo de queso que le tiró a Anto entre las manos. Detrás llegaron un trozo de pan duro y un poco de tocino rancio. —¿Pa qué está la comida sino pa comela, verdá? Bueno, ahora cuéntame de dónde vienes con esas pintas. ¿Qué te ha pasau? Anto no supo qué responder, así que para no defraudar a aquel hombre, se puso a roer el mendrugo de pan. Al poco tiempo, sin embargo, notó que él le miraba con extrañeza: —¿Tú eres mudo? —No. —Ah. —¡Qué calor hace!, ¿eh? —Sí, hombre, sí. Mucho calor. —¿Y usted a qué se dedica? —Yo soy pastor. Toa mi vida he sío pastor y me moriré siendo pastor. Es, como si dijéramos, lo que yo oficio. ¿Me entiendes? —¿Usted cuida esas ovejas de ahí? —Ahora no. Las cuidaba. Pero ya no. Va a llover. Este viento trae lluvia. Pasau mañana te veo resfriau. ¿Tú no tiés manta de lana? —La he dejado escondida. —Ah, te estás quedando ahí arriba, en las minas. Es buen sitio. ¿Aónde quiés ir? —No sé. Oiga, ¿usted sabe esquilar ovejas? —Claro, hombre. ¿No ves que soy pastor? —¿Y cómo se esquila una oveja? —¡Andá, mi madre! ¡Pues esquilándolas! Coges una oveja y la esquilas. Tristrás, tristrás. El pastor apretó de nuevo la bota y tragó el vino a destajo. Cuando se retiró el pitorro de la boca, gritó: —¡Yo soy un buen pastor! ¡El mejor! ¡Y aquí me tiés, más triste que una puta vieja! Oye, que yo le robé, le robé. Claro que sí. Pero fue un jodío corderuco más flaco que un deo. Y además, se iba a morir. Si será agarrau el muy hijoeputa. Le pasó la bota a Anto para poder continuar con sus aspavientos: —Me dijo: veste de aquí anter de que te cuelgue de un palo. Y yo le dije: ¡hijoeputa, hacen falta muchos como tú pa colgarme a mí! Y me echó a los perros, oye. Claro, que a mí los perros no me hacen ná. Y eso. Aquí estoy ahora, esperando a que se escape una oveja pariéra, pa agarrarla y llevársela a mi patrón. —¿Esos rebaños son de su patrón? —Sí, hombre, de mi patrón. Digo yo que si se escapa una oveja y yo se la devuelvo. Digo yo que me perdonará, ¿no? ¿No será tan hijoeputa? Así habló el pastor y su cara se oscureció de repente: se adelantaron sus labios un poco y sus ojos, cada vez más brillantes por el vino, se clavaron en las ovejas que formaban corros para sestear en la llanura. Al poco, carraspeó y pidió la bota. —Qué barbaridad han hecho ahí arriba, ¿no? —dijo Anto. —¿En las minas? —Sí. —¡Mejor la hicieron en Mist! —¿Y qué pasó en Mist? —Tú no eres de por aquí, ¿verdad? —No, soy del norte. ¿Por qué? —Porque si fueras de por aquí, sabrías lo que pasó. —¿Y qué pasó? —Pues una salvajada, hombre. Una verdadera salvajada. Pero los superiores esos de los cojones un día nos las van a pagar toas juntas. Eso te lo juro yo, por mis benditos hijos. A mi madre la tién ellos. No te digo más. ¡Si serán hijoeputas! Pero yo un día voy a coger una maza y voy a echar la puerta abajo. ¡Ya verás cómo la echo! Por mis cojones. ¿Y tú, qué? —¿Yo? —Sí, hombre. ¿Tú qué dices? —Yo no digo nada. —Bueno, pues yo digo que sí. Que a los superiores los vamos a colgar a tos de los cojones, si es que tién cojones. Y si no tién cojones, pues de lo que tengan. Ahí está. Y se la llevaron en mis narices. Yo tenía once años. Dicen que no los matan ni ná pero yo qué sé. No la voy a volver a ver. ¡Qué jodío es el mundo!, ¿no? ¿Tú quiés saber lo que pasó en Mist? Pues te lo voy a contar, hombre. Pa que aprendas cosas de por aquí. Pos un día llegó una tropa platos y se pusieron a bombardear, ¡toma!, ¡toma!, ¡toma! Dos hermanos míos se me murieron allí. Yo no los quería a ninguno porque siempre fueron muy hijoeputas conmigo. Pero ¡hombre!, ¡eran mis hermanos! Eso. Se pasaron to un día bombardeando. Y por la noche ya no quedaba ná. ¡Así! ¡To plano! Se murieron tos o casi tos. ¡Y yo me cago en los superiores! No por lo de mis hermanos. Por lo de mi madre. Eso no se le hace a un zagaluco de once años. A esa edad se sufre mucho, hombre, ¡mucho! Al escuchar aquella historia, Anto comenzó a sentirse culpable pensando en la suerte que hubiera podido correr en Verona la madre de aquel pastor. Por un lado, quería poder ayudarle, quizás tratando de localizarla. Pero, por otro lado, le molestaba implicarse en las desgracias de un desconocido. —¿Cómo se llama su madre? —preguntó por fin. —Carmen. —¿Y su apellido? El pastor no respondió enseguida. Volvió la cara despacio y dijo: «Dios sabe más y pregunta menos». Un instante después, se echaba a reír como un loco. Había llegado el momento de partir, así que Anto se levantó y dio forma a una excusa que sonó precisamente a eso: —Tengo que volver antes de que anochezca. Luego le tendió la mano al pastor, pero éste no la tomó. Cuando ya bajaba por la ladera de nuevo, Anto escuchó el grito que el pastor le dirigió, y las risas que su propio chiste le causaron: —¡Hasta luego, Cenicienta! 2 Saltándose a la torera el protocolo que Calcuss había definido para ella, Tanna se presentó un día en la oficina de Zimmermo y se lo llevó a cenar sin resistencia. Como la bomba que explota por culpa de un pequeño detonante, aquella primera cita de ambos se convirtió en una ola de calor en la que muchos se vieron implicados. Y no porque les gustara el sexo colectivo, sino porque les resultaba imposible el silencio. A cualquier hora de cualquier turno, toda la casa se llenaba de gemidos, risas y gritos de guerra. Para mí la pérdida fue grande porque a partir de aquel momento no pude disfrutar tanto de mi amiga. Con el trabajo tuve suerte o algo parecido porque al primer currículum que mandé, me contrataron en DW, una editorial médica. Los primeros días los dediqué a conocer el catálogo pues mi trabajo consistía en vender aquellos libros por las ciudades de nuestra región. Acabé con el estómago revuelto. Las ilustraciones de los libros eran tan explícitas que a uno le daba vértigo ser tan horrible por dentro o poder llegar un día a padecer aquellas enfermedades. Terminé por odiar el color rojo, predominante en aquellos libros. Pero era lo que había y no era del todo malo. Mi jefe se llamaba Dagain y se pasaba media vida escribiendo en un ordenador de teclado mecánico. La otra mitad de su tiempo lo dedicaba a sembrar mal ambiente en la oficina. A mí me decía que yo quedaba por encima de la chica que mandaba los pedidos. A ésta le decía que sin ella nadie comería en aquella empresa. Y a los de administración les tenía convencidos de que eran el alma de la empresa, «vosotros, y no esa idiota, que no sabe hacer la o con un canuto, ni el pobrecito del maletín». El pobrecito del maletín era yo. Mi trabajo consistía en viajar y vender. Viajaba cinco días y descansaba dos, a la antigua. Si salía a hacer la ruta norte, por ejemplo, tomaba un ovi, me plantaba en Boño y una vez allí, me dedicaba a recorrer, en las primeras horas, los despachos de los médicos más famosos de la ciudad para ofrecerles nuestras publicaciones. Durante la segunda mitad del turno visitaba las librerías especializadas, y si me sobraba tiempo, alguna generalista, por si acaso. Luego me iba al hotel, cenaba y a la cama. Al despertarme, me iba al ovipuerto, tomaba otro ovi y volaba a Nonne, Bilbis, Ossa, Tamayo o la ciudad que tocase. Médicos. Librerías. Hotel. Ovi. Médicos. Librerías. Hotel. Ovi. Acabé tan chiflado que tenía que ponerme un mensaje con el nombre de la ciudad en la que me acostaba para saber dónde estaba al despertarme. Pasé un año bajo este estricto régimen y sólo me quedó una lección bien aprendida: jamás le digas al lobo que hay un lobo cerca. Primer episodio. El señor Dagain, encargado de la intercívica DW para Verona y ciudades próximas, sostenía inmejorables relaciones comerciales con una imprenta que se llamaba Yorki. A mí me sorprendía que esta imprenta se adjudicase, vez tras vez, la impresión de los folletos publicitarios y de alguno que otro libro, siendo que sus precios eran el doble que los presupuestados por otras empresas del sector. Claro que cualquiera, por poco sagaz que sea, deduce que la parte sobresaliente de lo habitual sobra y que, por tanto, hay que retirarlo de algún modo (por ejemplo, robándolo). De este modo, si un sujeto A encomienda a un sujeto B un trabajo que vale 1 pero le paga 2, es porque supone que el sujeto B estimará que ese 1 sobrante debe ser repartido bajo cuerda en las proporciones adecuadas. Este sencillo mecanismo, que podría entender hasta un niño, lo comprendía en aquella empresa todo el mundo excepto yo. Segundo episodio. En cierta ocasión, llegué a la ciudad de Trévere llevando un diccionario técnico que acababa de salir. Nada más aterrizar, me fui a ver a los mejores médicos de la ciudad pero resultó que todos lo tenían ya. «¿Cómo? ¡Si es una novedad editorial!» En una librería me enseñaron mi novedad. Se la había proporcionado un distribuidor de Verona que se llamaba Domingo. «Aquí tenemos al pájaro —me dije—. Seguramente consiguió las galeradas y las mandó imprimir para distribuir copias piratas por canales ilegales. Esto tengo que contárselo yo a Dagain en cuanto vuelva a Verona. Ya verás la medallota que me gano». Tercer episodio y último. De vuelta a Verona, le conté todo a mi jefe, y tres novenas más tarde, me despedían sin más ceremonia que la entrega de un sobre azul. Me faltaban sólo dos novenas para cumplir un año en mi puesto y había logrado que las ventas aumentasen en un 380%. Poco después me enteré de que a Dagain le habían despedido por piratear obras de la propia editorial. Un negocio sencillo. Dagain mandaba imprimir a su amigo Yorki el libro en cuestión al precio acostumbrado, es decir, el doble de lo común, y le pedía que, aparte del billetito habitual, le tirase unos cuantos cientos de ejemplares más de los estipulados en el contrato. Pongamos que ocho mil ejemplares eran impresos a pleno sol y mil más a la luz de los espejos orbitales. Ya tenemos a Dagain con unos cuantos ejemplares fraudulentos de un libro que se puede vender muy bien. ¿Qué hace entonces con ellos? ¿Coge una manta y se pone a venderlos en el Anillo? No. Se los endosa a un distribuidor amigo suyo. ¿Quién? Domingo. Cerrado el círculo, puede comenzar el bombardeo. Pero yo tenía que intervenir: «Oiga, señor Dagain, alguien nos está robando. Hay un lobo que se dedica a piratear nuestros libros. ¡Jefe, qué orejas más grandes tiene!» «Son para oírte mejor». El trabajo en el ministerio era aburrido y sucio. El trabajo en DW era muy aburrido y muy sucio. También me dediqué una temporada a vender enciclopedias. La empresa se llamaba FEQ y era como la Galería de los Horrores. Mi jefe era un gordito con la piel de la cara hinchada, como todos los raizómanos, y el blanco de los ojos de color rojizo. Otra particularidad física suya era que cuando se reía con fuerza, a veces también al estornudar, se le caía un diente (siempre el mismo, por suerte). En la mayor parte de las ocasiones, el diente caía en sus manos pero, otras, iba a parar a sitios más complicados: un libro abierto, una cartera de cuero, un plato de puré. ¡Bonita forma de comer! Lo pienso y me río, pero se me congela la risa cuando caigo en la cuenta de que yo también pertenecía a aquello. ¿No era yo acaso un monstruo entre monstruos? Uno de mis compañeros era un chico bajito y rubio que tenía un modo de caminar muy enérgico. Solía vestir plasma blanco, como los ortodoxos, y debía de serlo porque en un bolsillo llevaba siempre una estampita del martirio de Magistrato. Este muchacho no perdía los dientes pero los tenía picados, lo cual no le impedía reírse a cada rato. Era simpático. Contaba buenos chistes y le gustaba que se rieran con él. A veces, me daba la impresión de que imitaba a los ortodoxos, con sus violentos ademanes, y me daban auténticos ataques de risa. Entonces tenía que ir a pedirle perdón, y él, en esos momentos, ponía una cara de incomprensión que consistía en bizquear y transformar su boca en una pequeña o. El tercer vértice del triángulo de los horrores lo ocupaba, con todo derecho, un tipo que tenía el pelo ralo, la frente grande y los ojos pequeños. Miraba todo el rato hacia los lados y se reía sin torcer la boca. Padecía de psoriasis, lo que le afeaba mucho las manos, y tenía un tic que le obligaba a bajar la cabeza a cada rato. A lo mejor no aguantaba el cuello del plasma. Nuestro trabajo era atroz. Servíamos un turno y medio y descansábamos otro tanto, con un día festivo por cada nueve. Ganábamos a comisión y no teníamos vacaciones. Duré cuatro meses. Buena gente mis compañeros. Los recuerdo con mucho cariño. El libro de P, Viaje a las fronteras del tiempo, se publicó en la editorial Tanna, fundada por Zimmermo a instancias de Calcuss. Ambos, que llegaron a ser grandes amigos, se reían al recordar los detalles de aquella famosa entrevista y de sus intrincados preparativos. El poeta llegó incluso a revelarle que le había espiado en el baño del café Norabia, pero al editor no pareció importarle. Estaba muy enamorado de su muchachota y todo lo perdonaba. Desde la base común de la amistad, leyó algunos poemas suyos pero nunca los publicó; en primer lugar, porque no llegaron a fascinarle y, en segundo lugar, porque Calcuss no estaba en disposición de publicar nada. Él escribía para la gente, sin intermediarios y sin estipendios. Cuando alguien le «inducía» un poema, lo realizaba sanguíneamente, lo entregaba y se olvidaba de él para siempre. Cuando algo le «sobrecogía», una escena callejera o una idea, plasmaba su sentimiento en un papel que guardaba entre las páginas de un libro. Sus obras eran como luciérnagas que revoloteaban sobre un paisaje sólo revelado a sus ojos. 3 Miguelito escribe, sentado a la mesa del señor Anto. Toma la pluma con la mano izquierda, y mientras la moja en el tintero, lee en voz baja el texto que está copiando: un pequeño tomo manuscrito. Más allá de la mesa, de pie junto a la ventana entreabierta, se encuentra el viejo. La temperatura es más alta que en días anteriores pero no se puede salir porque todo está mojado. La nieve chorrea de las ramas de los árboles y al señor Anto se le llenan los ojos de lágrimas. En su cara no hay muecas de dolor. Es un llanto sereno o plácido. —Señor Anto —dice Miguelito. —¿Qué quieres? —responde el viejo sin volver la cara. Pero el niño reconoce la tristeza en la voz y se acerca: —¿Qué le pasa? ¿Por qué está llorando? —Es por los recuerdos. El niño lo mira en silencio. Nunca ha visto llorar a un hombre. Su padre siempre dice que los hombres no lloran, y ahora resulta que no es verdad. —Sigue a lo tuyo —le ordena el viejo. —¿Llora porque está triste? —Sí, porque me acuerdo de cosas tristes. 4 «¡Te llama Belachkian! ¡Te llama Belachkian! ¡Te llama Belachkian!» Anto se incorporó en la cama, de un golpe. Estaba despeinado y tenía los ojos rojos. —Contesta —logró decirle a su alma entre toses. —¿Qué pasa? ¿Ya no te dignas a contestar a los amigos? —Estaba durmiendo. ¿Cómo va todo? —Bien. Mucho trabajo, como siempre. Oye, los Turnos los vamos a pasar en la Puerta 2. Al nuevo Anto le molestaba que hiciesen planes para él, pero en especial si quien los hacía era Belachkian. Su modo de hablar solía ser oclusivo, lo que producía la necesidad de darle muchas negativas y confería a la conversación un tono de conflicto. Quizás por esto, Anto respondió con cierta agresividad: —Oye, hermano, ¿no podrías decir las cosas de otro modo? —Vamos, Anto, no te pongas exquisito. —No es ser exquisito, oye. No te costaba... —¡Tú sabes que yo soy así! —¡Déjame hablar por lo menos! —Pero es que sé lo que me vas a decir. —No lo sabes. Yo estaba durmiendo tan ricamente y tú me llamas para darme órdenes. ¿Qué te crees? —No es una orden. Es una invitación. Pero si no quieres venir, tú te lo pierdes. Van a estar Immo y P. Y lo vamos a pasar genial, así que chao. —¿P va a ir a los Turnos? No te creo. —Oye. ¿Me estás llamando mentiroso? Le dejé un mensaje y me ha confirmado. Así que no jodas. Nos juntamos en mi casa a las cuatro, y yo os llevo porque aquello va a estar fatal para aparcar. A ti te toca traer el vino y las bebidas. Muchas bebidas. Y que estén bien frías, que el año pasado pasé más sed que un perro. Ea, adiós. 5 —Pues claro que salía mucho, Miguelito. Siempre que podía. Si hasta me hice un disfraz y todo. —¿Y eso por qué? —Para no llamar la atención. Los inferiores no querían a la gente de mi ciudad, porque los superiores, cuando los pueblos crecían demasiado, salían a destruirlos. Mucha gente había perdido a sus familiares. Yo no era responsable de esas salvajadas pero tenía miedo de que alguien quisiera vengarse conmigo. Por eso me vestía de inferior. Vogchumián me hizo una camisa con tela de saco. Y unos pantalones. Luego, yo me tejí un jersey de lana. Pero me quedó tan pequeño que cada vez que doblaba los brazos me dolían los codos. Se llamaba La Coraza. —A mi abrigo de piel, el que usted me regaló, yo también le puse nombre. Se llama Señor Anto. —Muchas gracias. Me siento muy honrado. También me hice unas sandalias de cuero. Y luego Vogchumián me cosió un morralito. La primera vez que salí disfrazado, la gente ni me miró. Así que empecé a hacer lo mismo que los demás. Cerca de la Puerta 2 había unos vertederos donde se tiraba la peor basura de Verona. Todos los días salían camiones con cosas que no se podían reciclar y alguna gente de por allí cerca iba a rebuscar. Una vez me encontré la cabeza de una muñeca y la cambié por un pan. Era divertido rebuscar. Pero había que tener cuidado porque allí iba gente que se dedicaba a ello todo el tiempo. Una vez, una vieja me tiró una piedra para asustarme. Estaba muy loca. La llamaban La Rata. Era la que más se acercaba a los camiones. Insultaba a los conductores y a los policías. Y todos nos reíamos. Ellos también. 6 En cuadro aparece una pared pintada de azul y una silla de metal. Entra Vogchumián y se sienta. Mira a la cámara con semblante serio pero para pensar busca las palabras en un nido que forman sus manos: —Nací al norte de Ossa. En las montañas. En un pueblo que se llama Mitende. Mi madre era maestra. La habían traído de Kafkás donde pertenecía a un comprador de pieles. Un día, se escapó con unos vendedores de pescado. La metieron en el carro, entre la carga, y luego la soltaron. Mi madre llegó a Mitende y allí se quedó. Teniendo yo nueve años, llegaron al pueblo unos jinetes que querían llevarse las vacas y hubo una guerra. Yo vi a un muerto. Estaba tirado en un corral. Había un perro blanco chupando la sangre. También vi una casa ardiendo. Me acuerdo sobre todo del ruido. Cuando se llevaron las vacas, nos quedamos sin leche. Sólo había castañas y una harina de color gris. Mi madre preparaba gachas con esa harina. Yo tenía la tripa cada vez más hinchada y me dolían las piernas. A mi madre, también. Luego nos fuimos a un pueblo que había cerca del muro de Ossa, y allí nos acogió un hombre. Mi madre tuvo con él otro hijo. Pero luego se puso enferma. Yo quería pasar a verla pero no me dejaban. Sólo pude entrar una vez. Parecía una vieja. Tenía el pelo mojado y estaba muy blanca. Me cogió de la mano y me acarició la cabeza muchas veces. Entonces me dijo que ella era una princesa de Kafkás. Y que yo también era un príncipe, y que siempre lo sería, pasara lo que pasara. Luego me soltó y alguien me sacó de la habitación. Me subieron a un carro, con otros niños, y nos llevaron al muro. Allí nos entregaron a una funcionaria de natalidad. Había muchos soldados. Nos metieron en un bus y entramos en Ossa. Lo siguiente que recuerdo es una casa de cristal. Nos desnudaron y nos bañaron. Nos sacaron sangre. Nos tomaron fotografías. Un médico me miró los ojos, los oídos y la lengua. Nadie hablaba conmigo y una vez que dije algo, me pegaron con una correa. Luego nos dieron ropa nueva. Olía muy rara. Mucho tiempo después me enteré de que era de plasmón. A uno de los niños que entró conmigo no lo quisieron. Pero a los demás sí. Nos metieron de nuevo en el bus y nos llevaron a la ciudad, a un edificio muy grande. Allí viví tres años. Comíamos bien y siempre teníamos ropa limpia. Pero no podíamos jugar. Yo lloraba mucho. Unos funcionarios nos enseñaban a barrer, a lavar los platos y a fregar los váteres. Tampoco podíamos hablar. Pero yo, por las noches, decía cosas en voz baja. Otra travesura que hacía era leer. Todo lo que viera. Si un cartel decía «Pabellón C», yo lo leía. La ropa traía etiquetas. También leía los envases. Luego nos enseñaron a coser botones, a hacer camas y a cocinar. Lo primero que aprendí a cocinar fue arroz. Luego, huevos duros. El cocinero era un buen hombre. Nunca hablaba con nosotros pero a veces sonreía. Con él aprendí mucho. A los doce años, empecé a trabajar. Me vendieron a una mujer que tenía un restaurante en la estación. Era una mala persona. Me tenía encerrado en la cocina con otro siervo, lavando platos sin descansar. Me pegaba mucho y me ataba con una cadena. Yo lo hacía todo llorando. Una vez tuve la oportunidad de escaparme pero no me atreví. Cuando ya no podía aguantar más, me echaba a dormir debajo de la mesa de la cocina. El otro siervo era mi cómplice. Si venía el ama, me despertaba. Pero una vez me despertó el ama a patadas porque el otro también se había quedado dormido. Duré poco allí. Me puse enfermo y ella me vendió. Cumplí los trece años recogiendo maíz en la hacienda del señor Minolta, también en Ossa. Aquello me parecía el paraíso en comparación con el restaurante de la estación. Se me rajaban las manos porque no sabía arrancar bien las mazorcas, pero era feliz. Cuando llovía, miraba al cielo. El señor Minolta comprendía que los inferiores teníamos que descansar, así que había un barracón para nosotros. Siempre tenía más de veinte peones. A él no le gustaban las máquinas. Cuando entré a trabajar en la hacienda, yo era el más pequeño de todos. El siguiente era Moltó, un chico de unos quince años. Pobrecito. Tenía la mentalidad de un niño de tres. Fue mi primer amigo en Ossa. Yo hablaba con él y él conmigo. Siempre trabajábamos juntos y nos reíamos. Él se reía con la lengua fuera y con los ojos cerrados, muy apretados. Sólo cuando dormía parecía normal. Se enroscaba como un perro, y yo me echaba a su lado porque daba mucho calor. Todos los peones del señor Minolta dormíamos en el barracón. Nadie podía salir en las horas de descanso, así que hablábamos, cocinábamos, y a veces peleábamos. Era una vida dura pero agradable. Pasé veintisiete años allí. Y un día, el señor Minolta se murió, y su albacea nos vendió a todos a la ciudad de Verona. Mi siguiente amo fue usted. ¿Se acuerda del día en que me compró? Usted era sólo un muchacho. Iba con su hermano Immo. Yo noté que usted me miraba. Pero su hermano le dijo que yo era demasiado viejo. ¡Fíjese ahora! Luego siguieron adelante y estuvieron mirando a otro. Discutieron el precio con el tratante. Pero yo sabía que usted me iba a comprar a mí. La próxima novena va a hacer veinte años. 7 Anto caminaba con pasos largos. Calzaba unas toscas sandalias sobre las que bailaban unos pantalones de saco, y vestía un jersey de lana negra demasiado estrecho. Llevaba al hombro un pequeño morral, y su cara alta avanzaba sobre un fondo de paredes de adobe, puertas de madera y ventanas sin cristales. Más adelante, dobló una esquina, dibujada con sillares blancos, y se detuvo ante un portón, abierto de par en par. Junto a uno de los guardacantones, dormitaba un perro que abrió los ojos sólo un momento. Adentro se veía un patio empedrado y un caserón grande de piedra con soportal. Era la posada de Caldera, un pueblo inferior situado a unos cinco kilómetros de la Puerta 2 de Verona. Anto cruzó el patio y entró en la posada. En un salón penumbroso, lo recibió de espaldas un hombre rechoncho que limpiaba las mesas con un paño. Se enderezó, se echó el paño al hombro, y sin siquiera mirar al recién llegado, salió por una puerta que se abría al fondo. A ambos lados de la pieza, había mesas bajas de madera, rodeadas de taburetes y bancos. El suelo estaba brillante por la grasa y el techo negro por el humo. Apoyada en la pared, descansaba una tinaja de barro que parecía el capullo de una mariposa gigante. Cuando el posadero volvió, traía en sus manos una jarra de vino y un tazón de barro. —¿No se sienta? —preguntó, a lo que Anto respondió soltando su morral en una mesa y acomodándose en un banco. El posadero dejó entonces la jarra y el tazón en la mesa, y se quedó mirándole: —¿Con qué va a pagar? —Con setas —dijo Anto y mostró el contenido de su morral. El posadero revisó las setas, desechando algunas: —Esas se las puede comer usted, sobre todo si quiere morirse. Las demás sí me valen. Cuando se acabe esta jarra, le traeré otra, que es lo justo. Acto seguido, embolsó en su mandil las setas escogidas y puso rumbo a la cocina. Pero Anto le retuvo: —Oiga, ¿y si me trae mejor un platito de setas? Sin pensarlo mucho, el posadero respondió: —El trato es éste: una jarra de vino, que ya la tiene, un plato de setas y un huevo frito. Lo justo es lo justo; y si no es justo, no es justo, ¿verdad? —Verdad. Acababa de salir el hombre del salón, cuando se oyeron voces en el patio y pisotones en el soportal. Eran dos zagales que, nada más entrar, tiraron un queso sobre una mesa y se aplicaron a desenroscar las boquillas de sus botas de vino para que se las rellenasen. Luego gritaron: «¡Saavedra!» Poco después, cuando ya se marchaban, el posadero recogió el queso, se acercó a Anto y le dijo: —Así son los solteros. Todo lo que ganan se lo beben. Pero yo ya se lo tengo dicho. Cuando os caséis, os van a poner derechos como velas —pero de repente, algo cambió en su rostro y, mirando a Anto con ojos curiosos, añadió—: Usted es de Verona. Huele igual que unos expertos que vinieron aquí una vez. ¿Cómo se ha escapado? ¿Es cierto que hay un túnel? ¡Vamos, cuéntemelo! Yo puedo ayudarle a encontrar a los suyos. Fue entonces cuando por primera vez tomó la palabra el nuevo Anto, alguien mucho más intuitivo y sagaz que el de siempre: —Le voy a contar la verdad, señor, porque usted parece un hombre honrado. —Eso, ¡cuente, cuente! —Usted tiene razón. Yo soy de Verona. —¡Lo sabía! A mí la nariz no me falla nunca. —Pero no soy lo que usted cree. No soy un esclavo fugitivo. Soy un superior. Al oír aquello, el posadero se estiró al tiempo que abría mucho los ojos y un instante después, se echó a reír como un loco. Con aquellas mismas carcajadas salió del salón, y Anto quedó solo, reflexionando sobre las sutiles fronteras que separan lo ficticio y lo real. La circunstancia hacía la diferencia. Decir «¡soy un superior!» en el Nudo de Verona equivalía a no decir nada, mientras que en la posada de Caldera y tras la fantástica intuición del posadero, la frase adquiría un sentido bien distinto. Sin embargo, este descubrimiento iba a verse pronto desbancado por algo superior a la realidad y a la ficción, quizás aquello de lo que ambas proceden. Al regresar al salón, el posadero traía un plato de madera con una buena ración de setas, un huevo frito y una rebanada de pan: —El pan es por cuenta del chiste —dijo. Sonriendo, Anto se inclinó sobre la comida y cató sus aromas. Reconoció en el vapor de las setas el olor del ajo y del orégano. Le sorprendió el intenso olor del pan. Sin embargo, el huevo no olía a huevo, sino a caldo de carne. Con un sentimiento de extrañeza, arrancó un pedazo de pan y trató de untarlo en la yema. Pero ésta no se rompía. Tuvo que hacer bastante presión para lograrlo, y entonces brotó del huevo una sustancia roja y densa que empapó la miga. Al llevarse aquel trozo de pan a la boca, las glándulas salivales de Anto se exprimieron de repente, y una estampida de ideas procedentes de su estómago le invadieron el cerebro: —Vivimos engañados, metidos de cabeza en un agujero de cemento, y miramos todo con los pies, esto es un huevo frito, no hay otros huevos, lo entiendo tan claramente como la primera vez que me masturbé, sentía que algo crecía dentro de mí y decidí no asustarme, ir hasta el final, dejar que aquel placer creciera hasta donde quisiera, y explotó, como yo exploto ahora, no ha habido huevos fritos hasta éste, del mismo modo que no hubo masturbaciones hasta la primera, y yo, con trescientos años, ¿cómo he podido vivir sin saber lo que era un huevo?, ¡y cuántos no lo han descubierto aún!, el huevo no es esa película frágil que rodea un líquido amarillento que flota en un charquito acuoso, el huevo es un sol rojo que amanece sobre la sopa primigenia el primer día de la historia del planeta, una verdad inmutable, un dogma, no ya el origen de la gallina, por supuesto, sino el origen de todos los animales, de todas las plantas, de todo lo conocido y lo desconocido, no existen los huevos verdaderos y los huevos falsos, existe el huevo y el no-huevo, continentes que separa un mar de estómagos, si el huevo es el huevo, esto que yo ahora conozco, ¿qué es la patata?, ¿qué es la manzana?, ¿qué es la carne?, ¿qué es la leche?, ¿qué es la mantequilla?, ¿qué es la lechuga?, ¿me he pasado trescientos años comiendo nombres?, ¿cómo es la comida de verdad?, ¿cómo es el aire de verdad?, ¿cómo es un río de verdad?, ¿a qué huele el barro de su orilla?, ¿puede comerse?, ¿a qué huele la muerte definitiva? 8 Tras superar el puesto fronterizo, el autónomo dorado dobla a la derecha y se detiene. La explanada de cemento, tendida ante él, reverbera por el calor. Las líneas se deforman como variaciones líquidas de sí mismas, y más allá, el Muro parece blanco a pleno sol. Junto a la rampa de acceso a la ronda, se ve una fila de cubos naranjas. Deben de ser los cuartos de baño. —¡Aquí no hay nadie, Gerardo! —grazna una voz de mujer. Pero Gerardo, sin mirar a su compañera, continúa estudiando el aparcamiento: —¡Hemos venido demasiado pronto, Gerardo! Pero Gerardo hace avanzar el auto hacia la puerta del Muro. —¡Vámonos a casa, Gerardo! ¡Nos vamos a morir de asco aquí hasta que llegue la gente! Pero Gerardo estaciona en el lugar que considera oportuno y reclina su asiento: —¡Eres un idiota, Gerardo! Un turno te voy a dar una patada en el culo y me voy a buscar a otro. —Sí, cariño —responde Gerardo—. Ahora descansa. Sobre un mar de cabezas y sombrillas, flota un abejorreo denso, sin término, sin variación y sin ritmo: un barullo formado por miles de voces, atravesadas sin descanso por gritos infantiles y sonoras carcajadas. Un paraguas azul y blanco desaparece, vuela una pelota amarilla y se alza una mano que sostiene una botella. «¡Oooooh!» Se escapó un globito con cara de payaso. Enfundado en un plasma de color celeste, el periodista Andro12, del programa Ojo al dato, transmite en directo desde la Puerta 2 de Verona. Para hablar, abre y cierra la boca con una elasticidad increíble, como si jugara a hacer formas con sus labios. También parece jugar a hacer surf, porque lucha por permanecer en la marca, mientras desde atrás le empuja una y otra vez la marea humana. Junto a él se encuentra una muchacha de unos quince años que masca chicle y sonríe. Mira a la cámara, mira a Andro, y de repente, se da media vuelta porque alguien le ha tocado el culo. Pero no es cualquiera sino una amiga suya que también quiere salir en la tele. Las dos se abrazan, sonríen, mascan chicle y miran a Andro que sigue hablando con su elástica boca. Pero ahora el periodista se calla y se toca una oreja. Al cabo de algunos segundos: —¡Efectivamente, Doris! ¡Hace ya más de cuatro horas! ¡Esto es un auténtico delirio! ¡Miles de personas cantan, ríen, beben y bailan! Bueno, ya ves cómo estamos. Serán unos Turnos inolvidables. Por ejemplo, tenemos aquí a nuestro lado a una hermanita. Hola, ¿cómo te llamas? —Yénifer. —Yo me llamo Mirta y soy su amiga. —Bueno, Yénifer. ¿Qué te parecen los Turnos de este año? ¿Lo estás pasando bien? —¡Guay! —Eso es. Y a ti, Mirta, ¿qué te parecen los Turnos de este año? —¡Guay! Yénifer y Mirta se parten de risa por la coincidencia de sus opiniones y chocan las manos para celebrarlo. Luego se dan un panzazo y quedan mirando a Andro, como si tal cosa. Éste menea un poco la cabeza y dice: —¡Así están las cosas por aquí, Doris! ¡Todo guay en la Puerta 2! Sobre una alfombra negra, tres hombres arrodillados sostienen en sus manos, apoyadas en el regazo, un ejemplar del libro sagrado Vidas de Golo. Leen en silencio, más preocupados de su apariencia externa que de la comprensión del texto. Anto coge su alma y pasa por detrás del autónomo para entrar en él: —¿Adónde vas? —le pregunta Belachkian, que está tomando vino con Immo. —Voy a llamar a P. Con este ruido no se escucha nada. —¿Otra vez? —grita el oriental. Immo, por su parte, mira al cielo y suspira. En el aparente silencio del habitáculo, Anto llama a su amigo, esperando no escuchar lo que sabe que va a escuchar: «Nuestro cliente tiene su alma apagada o se encuentra fuera del área de cobertura». Anto tira el alma a un lado y se tapa la cara con las manos. —Lo que sucede —le explica una vieja funcionaria a un niño— es que todos los años la gente se reúne en las puertas para celebrar el día en que se terminó de construir el Muro. —¿Y por qué se llama la fiesta de los Turnos? —pregunta el niño con un agudo tono de voz. —Se llama así porque la gente tiene muchos turnos de vacaciones. —¿Y en las otras puertas también se reúnen? —Claro. —¿Y por qué venimos nosotros a ésta? —Porque esta es la más bonita, corazón. Formados en fila de a dos, avanzan con gran solemnidad los miembros más ilustres del partido ortodoxo. Sobre sus pechos hinchados de orgullo, brillan insignias de plata adornadas con cintas de colores, y en sus caras, enrojecidas por el sol, se dibujan sonrisas de suficiencia. Avanzan por la carretera dejando a su paso grupos de curiosos que se agolpan cada vez más. Quien encabeza el desfile, un hombre grueso como un tonel, alza de pronto una mano, y la columna se detiene sobre un solo taconazo. Sin dejar de mirar hacia la Puerta, baja su mano y en ese instante los milicianos giran a ambos lados y empiezan a abrir en la masa un espacio circular, trazado en el cemento con una línea de puntos amarillos. Detrás de los ortodoxos, vienen los monjes, una nutrida tropa de mujeres y hombres, vestidos con su tradicional túnica roja y sus humildes sandalias. No van en formación ni marcan el paso pero caminan con grave compungimiento, entrelazadas las manos sobre el vientre y mirando al suelo. Al entrar en el círculo abierto por los milicianos, se reparten a ambos lados y se van arrodillando de cara al centro hasta formar un ancho anillo. Detrás de los monjes viene El Crucificado: una imagen enorme del martirio de Magistrato, realizada en plasmón polícromo. Este año, le cabe a la Puerta 2 el honor de recibir al Crucificado de Spókel, traído en andas desde el monasterio del mismo nombre. Este Magistrato es una obra de gran realismo cuya autoría se debe a la maestra Boyampa. El mástil del barco del que cuelga la cruz invertida en que fue martirizado El Exterminador, está decorado con láminas de oro grabadas con capítulos completos del libro Vidas de Golo. La propia cruz es de plasmón acerado, diseñada para resistir los embates de su propio movimiento, y la figura representa a la perfección todos y cada uno de los doce sablazos y cinco disparos que recibió el Prócer Cívico en la terrible circunstancia de su suplicio. En su rostro, desencajado por el dolor, se aprecia la angustia que hubo de soportar y el embotamiento propio de la sangre acumulada. El pelo es natural, de un hermoso tono castaño, y los ojos son de esmeralda. En el momento en que El Crucificado queda en el centro exacto del círculo formado por los monjes, éstos entonan una grave nota gutural que se eleva por encima de todas las cabezas como un monolito de aire oscuro. Las cabezas se inclinan y el sentimiento se contagia, de forma centrífuga, hasta alcanzar a todos los presentes. Nadie se mueve. Y así se mantiene la multitud hasta que, algunos minutos más tarde, la grave nota que entonan los monjes se agudiza y El Crucificado es alzado de nuevo y puesto en camino de vuelta al monasterio. Se escucha entonces el crujir de las cadenas y el sordo baqueteo de la cruz contra el mástil. Son estos leves ruidos los que recuerdan a la gente la posibilidad del sonido. —Nuestro cliente tiene su alma apagada o se encuentra fuera del área de cobertura. Un hombre de panza colorada y bañador amarillo sostiene en sus manos un muslo de pollo asado y una lata de cerveza. Habla a gritos con un tipo escuálido de nariz ganchuda: —A ver si te sabes éste. ¿Cómo matan el tiempo los inferiores? —No sé. —No lo matan, idiota. Se lo comen vivo. ¡Ja!, ¡ja!, ¡ja! Y, bueno, ¿cómo lo matan los superiores? —Tampoco lo sé. —Pues lo matan a impuestos. ¡Ja!, ¡ja!, ¡ja! Luego lo clonan y lo vuelven a matar. ¡Ja!, ¡ja!, ¡ja! —Parece gracioso, pero no lo entiendo. —Bueno, a ver este otro. ¿En qué se parecen un superior y un inferior? —No sé. —En nada, idiota. ¡Ja!, ¡ja!, ¡ja! No se parecen en nada. ¿Lo entiendes? A pocos metros de distancia: —Immo, por favor, quítale el alma. —Ni se te ocurra. —Anto, hermano. Disfrutemos de la fiesta. P va a aparecer en cualquier momento. Seguramente las líneas están saturadas. Tómate un vinito, anda. —¿Quieres dejarme en paz? —¡Vamos! Alegra esa cara. Esta es la fiesta de los Turnos, hermano. La fiesta de la diversión. —¡No me toques! Un grupo de chicos de unos quince años juegan a algo que se llama «El Castillo». Tres de ellos, que reciben el nombre de «torres», se enganchan por los brazos, de espaldas, formando un triángulo en cuyo centro se coloca un cuarto jugador: «el señor». Por fuera de este corro o «castillo», pululan los restantes jugadores, llamados «los perros», cuyo objetivo es entrar en él. Las «torres» defienden las puertas a patadas, ayudadas cuando es necesario por «el señor», a quien le está permitido tirar del pelo, arañar y morder. Cuando no obstante uno de los «perros» logra entrar, ocupa el puesto del «señor», y éste se ve convertido en «torre». La «torre» sobrante, que es la que lleva más tiempo defendiendo el «castillo», sale convertida en «perro». Y el juego continúa. Sobre el Muro, como todos los años, se agolpa la multitud tratando de mirar hacia la Zona Inferior. Sólo los de las primeras filas lo consiguen, por lo que hay que caminar mucho rato sobre la ronda para encontrar un puesto libre. Más allá, un niño tira piedras que va sacando de un bolsillo. Quizás se divierte pero ni siquiera sonríe. A su lado, un amiguito suyo sigue la trayectoria de cada piedra. Éste sí sonríe, aunque quizás no se divierta. Junto a ellos, una mujer de cara afilada contempla a un hombre que está acodado en la baranda. Al cabo de un rato, le dice: «¿tú te das cuenta de lo aburrido que eres, Gerardo?» 9 No volví a ver a P, y sólo muchos años después comprendí que mis reacciones durante aquella lamentable fiesta de los Turnos estaban plenamente justificadas. Cada persona nos inspira un sentimiento predominante. Y a mí P me inspiraba tranquilidad. Por el contrario, su ausencia me traía la desolación. Naturalmente, nuestra razón equilibra nuestras emociones, y en los primeros momentos supe convencerme de que a P no le había pasado nada grave. De vuelta a Sbiriel, fui a su casa, un pequeño chalé situado a las afueras del pueblo, y me alegró ver desde la reja del jardín una ventana abierta en el piso de arriba. La reja, sin embargo, estaba cerrada, así que tuve que gritar. Nadie respondió. Tiré un par de piedras, y con la tercera rompí un cristal. A los ruidos salió un vecino: «Ah, es usted». «¿Ha visto a P?» «No. Acabamos de llegar. ¿Le ha pasado algo?» «No lo sé pero voy a entrar. ¿Puedo?» «Hermano, a mí no me diga nada». Salté la verja y me acerqué a la casa. La puerta estaba entornada. Puede que uno no acuda a una cita. Puede que no conteste a las llamadas de un amigo. Puede que su alma se estropee. Puede incluso que una ventana quede sin cerrar, por descuido. Pero nadie deja abierta la puerta de su casa al marcharse. Miré hacia la calle pero el vecino ya no estaba. Fue entonces cuando mi imaginación se disparó. Vi luces centelleantes y policías, vi a P con una cesta de tomates, vi una mano cortada sobre una alfombra. Entré empujando la puerta con un codo, para no tocarla con las manos, y me encontré con el silencio. Recorrí todas las habitaciones pero allí no había nadie. Lo único extraño que encontré fue la piedra que yo había tirado. Antes de irme, salí al patio trasero y revisé el invernadero. En él encontré un guante de cuero tirado en mitad del camino de grava. Todavía conservaba la forma de la mano de P. El otro guante estaba en el borde de un balde de plasmón. Cuando salí a la calle, el vecino le estaba dando limonada a una niña, el clon de su difunta esposa. Le pregunté si había visto algo raro en los últimos turnos, y me dijo que no. Al día siguiente, llamé a la Central Almafónica para averiguar si el alma de P estaba estropeada. Me dijeron que no. Luego llamé a la policía. Y más tarde, empecé a preguntar por mi amigo en todos los hospitales y clínicas del estado, incluidas las enfermerías de los monasterios. Nada. En las oficinas de Exterminio en Sbiriel no había nadie porque eran los Turnos. Yo había oído hablar de los desaparecidos pero nunca, en mis trescientos años de vida, me había tocado conocer el fenómeno tan de cerca. Del mismo modo que en un partido de fútbol al que asisten cincuenta mil espectadores siempre se produce un infarto, en un estado como el de Verona, con una población de casi cuatrocientos mil habitantes, se registraba anualmente una media de tres desapariciones inexplicables. En esta cifra, de la que me impuse por aquellos días, no se incluían, por cierto, los asesinatos con posterior hallazgo del cadáver. Un capataz de una fábrica de ácido sulfúrico decide ir a revisar un tanque en un turno de descanso. Llega a la fábrica, sin que nadie lo sepa, se asoma al tanque, pierde pie y cae adentro. En pocos segundos no queda nada de él. Un borracho se desnuda y echa a correr por un maizal. Se ríe al sentir el aire en el pecho, pero de repente tropieza, cae y se rompe el cuello. A los pocos minutos, muere, y a las pocas horas, empieza a desaparecer. Llegan los perros vagabundos, los ratones, las aves carroñeras, los insectos. En pocos días, las partes blandas del cuerpo ya no están y del vivaz borracho sólo quedan los huesos. Pasa un mes. Pasan dos. Y llega la cosecha. La rueda de una cosechadora hunde el esqueleto en un surco y ¡hasta nunca! Un niño entra en un conteiner a jugar, y después de un rato se queda dormido. A los pocos minutos, llega el camión de recogida y comienza a elevar el conteiner. ¿No se despierta el niño con el ruido? No, porque es sordo. El encargado vacía el conteiner en el camión, y antes de que el niño tenga tiempo de gritar, las aspas compresoras lo despedazan. Sus restos los devoran los cuervos de la Zona Inferior. ¿Qué había sido de P? En el jardín de una vecina suya la policía encontró un zapato que yo reconocí enseguida. Luego llegó el informe dactiloscópico. Además de las huellas habituales (las mías, las del vecino y su esposa, las de Immo, Belachkian y algunos otros amigos), aparecieron unas que, según el estudio lipídico, correspondían a un varón de raza negra, mayor de quince años y habitual fumador. Esta pista condujo a la investigación de los más de quinientos ciudadanos de Verona que respondían a estas características, así como al control dactilar de casi dos mil turistas. Todo fue en vano y la investigación quedó atascada. Por aquel entonces yo estaba convencido, sin motivo alguno, de que a P lo habían secuestrado, pero pronto vino a saberse que esto no era cierto. El dato que empezó a aclarar las cosas me lo entregó Calcuss. Su padre, que había sido policía en vidas anteriores, conservaba la amistad de varios oficiales en servicio, gracias a los cuales pudimos saber que dos novenas después de su desaparición, P abandonó a pie el Estado de Verona por la Puerta 2, la misma que yo utilizaba para salir a la Zona Inferior. Respiré tranquilo al saber que mi amigo aún vivía, por más que su clonación estuviese garantizada. Me parecía más fácil encontrarle en Caldera, o en algún otro pueblo cercano, que esperar los siete años que un niño necesita para desarrollar mínimamente la razón y comprender el sentido de su memoria ancestral. Yo, como cualquiera en mi lugar, también me pregunté cómo era posible que en un sistema social tan rígido, la policía no se hubiera tomado la molestia de revisar los archivos de fronteras en busca de mi amigo. Pero la respuesta no tardó en llegarme. Según me dijo Calcuss, a la hora de salir P no había utilizado su verdadero nombre sino el de Galileo. —Oye, ¿y cómo se te ocurrió que P podía haber usado ese nombre? —No se me ocurrió nada, mon cher, me puse a revisar fotografías y ya está, eran ochenta y cuatro mil en total, entre las de las puertas y las del ovipuerto, pero tuve suerte, a las treinta y tantas mil, apareció, ¡oy, oy, oy!, si tu supieras la gente que viaja en los ovis, mira, había uno que... —Calcuss. —¿Qué? —Gracias. 10 —Bienvenido al Servicio de Información Almafónica del Ministerio de Creación de la Ciudad de Verona. Si conoce la clave del departamento con el que desea comunicarse, pronúnciela claramente. Si no la conoce, manténgase a la espera. En breves momentos le atenderá uno de nuestros operadores. Tin, tirín, tirín, tintín... Para garantizar un mejor servicio, le informamos que su conversación será grabada. Tin, tirín, tirín, tintín... Manténgase a la espera. En breves momentos le atenderá uno de nuestros operadores. Tin, tirín, tirín, tintín... Feliz turno. Le atiende Sato12. ¿En que puedo ayudarle? —Feliz turno, hermano. Estoy tratando de localizar a un funcionario que se llama Senimaravian. —¿A qué departamento está adscrito? —No lo sé exactamente. Trabaja de grabador de palabras pétreas. —Ah, de acuerdo. Eso es del Departamento de Monumentos. Le paso enseguida. ¿Alguna otra consulta? —No, muchas gracias. —Gracias a usted por su llamada. No cuelgue, por favor. Tin, tirín, tirín, tintín... Manténgase a la espera, por favor. Tin, tirín, tirín, tintín... De la nada surge entonces una voz ronca: —¡Monumentos! —Hola. Quisiera hablar con el hermano Senimaravian, por favor. —Tin, tirín, tirín, tintín... Feliz turno. Usted se ha comunicado con el Programa Civil de Palabras Pétreas. En breves momentos le atenderá un funcionario de servicio. Tin, tirín, tirín, tintín... En breves momentos le atenderá un funcionario de servicio. Tin, tirín, tirín, tintín... Un rato después, cuando las palabras y la música han perdido ya todo su significado, se oye al otro lado de la línea la voz de una mujer joven: —Feliz turno. Habla Selene. ¿En qué puedo ayudarle? —Feliz turno, hermana. Quisiera hablar con Senimaravian. —No está. Han salido a grabar. —¿Y cómo puedo localizarle? —Tendría que llamarle a su alma, si es que usted tiene el número. —No, no lo tengo. Sólo he hablado con él en una ocasión y fue hace mucho tiempo. —Lo siento, pero yo no estoy autorizada para entregar datos personales. —Lo comprendo. No se preocupe. ¿A qué hora regresa Senimaravian? Yo podría visitarle ahí. —Mire, lo que sí puedo hacer es decirle dónde tiene asignado el trabajo de hoy. Eso es información pública. —Ah, perfecto. Fachada de la cafetería Fonk, a pasos del Nudo de Verona. El hermano Senimaravian labra enérgicamente una letra C, correspondiente a la frase: «EL FUTURO NOS PERTENEC». ¿Será «pertenece», «pertenecía», «perteneció» o «pertenecerá»? Habrá que esperar. Mientras trabaja, Senimaravian charla con un camarero que está apoyado en la pared. Poco tiempo después, entran dos señoras en el local y el camarero se va tras ellas. Anto se acerca a Senimaravian y le saluda. El viejo grabador responde al saludo y sigue a lo suyo. Pero Anto vuelve a hablarle. Ahora el grabador baja los brazos y sonríe. Se pasa el martillo a la mano izquierda, con la que ya sostenía el cincel, y le tiende la derecha a Anto. Después de darse la mano, Anto dice algo mientras señala la frase que Senimaravian está grabando en la pared. El grabador también la señala y, asintiendo con la cabeza, empuña de nuevo su martillo. Pero no puede seguir con su trabajo porque Anto comienza a hablarle largamente. Senimaravian le mira con semblante serio y por fin, mueve la cabeza a un lado y a otro. Poco después, Anto sale y el grabador continúa con su tarea. Pero un último gesto le delata. Deja de picar y mira en la misma dirección que acaba de tomar Anto. Con una ancha sonrisa, Senimaravian, el viejo grabador de palabras pétreas, conduce a buena velocidad por el túnel perimétrico de Verona. Va al volante de un precioso autónomo igual al de Anto. Gira a la derecha para entrar en un aparcamiento público y desciende del vehículo. Mira a un lado, luego al otro, y se dirige al maletero para recoger su tosca caja de herramientas. Cualquiera que le viese, se diría: «ese hombrecillo no se ha pagado ese autazo con el fruto de su trabajo». Senimaravian llama al ascensor, entra en él y una vez arriba, sale a la calle, inundada de sol. Ha elegido el barrio Bellavista, al norte de la ciudad, para perpetrar su pequeño delito. Sabe que es un sector poco transitado por los inspectores. Camina más despacio que de costumbre, a la sombra de los edificios de viviendas que se asoman al Anillo, y se detiene frente a una magnífica pared de piedra blanca. Consulta su hoja de ruta, aunque en ella no aparece ninguna orden, y saca de su caja de herramientas el cincel y el martillo con los que suele trabajar. Sobre la pared marca rápidamente el trazo grueso de la primera letra: una S. Un par de horas después, Senimaravian recoge a toda prisa sus herramientas y se marcha sin mirar atrás. En la pared de piedra blanca ha quedado grabada para la eternidad la siguiente frase con su correspondiente firma: «SOMOS EL CÁNCER DEL MUNDO. P13». 11 Toda montaña tiene su cumbre y toda sima su fondo. El alma de Anto había alcanzado ya un fin: tocaba los cristales del invernadero que había cobijado su crecimiento y se disponía a romperlos. Quizás no miraba las cosas de frente, como les pasa a tantos miedosos, pero sus pies avanzaban de un modo inexorable: ya se expresaba en él la angustia previa a la mutación. La evolución es el cambio cobarde. La mutación es el salto de los valientes. La evolución jamás se equivoca. La mutación, sí, muchas veces. La evolución no conoce el tiempo. La mutación huye de él. Y, sin embargo, ambas se necesitan. La evolución se nutre de mutaciones fallidas, y la mutación, al regresar maltrecha de sus audacias, precisa de un refugio seguro donde prepararse para un nuevo salto. Anto se veía abocado a esto último. Había conocido meses de lenta transformación, desde que Tanna pusiera en su bolsillo aquel papel con la leyenda: «DESPÓJATE DEL MIEDO Y TUS OJOS VERÁN CRECER LAS FLORES EN EL HUERTO DE LA PACIENCIA». Había guerreado a la vez en muchos frentes, permitiendo que su imaginación corriese de nuevo en libertad, que su intuición dijera lo que debía decir, que su sentido del equilibrio le condujese a conversar con Vogchumián y que su sentido de la justicia le impidiese verse mezclado en las turbiedades de la alta política. Todo esto lo había hecho acompañado por la gente que amaba: P, Tanna y Calcuss. Había aprendido mucho y ya llegaba la hora fatal de la mutación, anunciada, en primer lugar, por una serie de desprendimientos: Immo y Belachkian ya no estaban en su corazón, o si lo estaban era bajo la forma de un triste recuerdo. Irse de la empresa FEQ fue otro modo de aligerar su barquilla, como también lo fue el gesto de cambiar su flamante autónomo por unas cuantas palabras pétreas. Por medio de estas renuncias y otras menores, su futuro se perfilaba ya: picados los minerales, molidos a punta de bocarte y cocidos para extraer de ellos el metal en bruto, éste había sido ya batido y vertido al molde para darle forma al cañón. Pulido, cargado y con mecha, sólo faltaba la chispa, que provino del lugar más inesperado. Sucedió un segundo turno de otoño. Anto iba por la calle, cuando algo llamó su atención desde una pared: era un cartel electoral en el que aparecía Adel, su antigua jefa de Exterminio. Tenía la misma cara de siempre pero se veía mucho más atractiva. Ya no llevaba la cabeza rapada sino que lucía una graciosa aureola de pelo rojizo. Sus ojos brillaban más que de costumbre y sus enormes dientes teinómanos eran ahora más cortos y blancos. «Juntos llegaremos alto» decía el eslogan del cartel, que a Anto le resultó repugnante. La respuesta que la voz de su conciencia le dio fue ésta: «Sí, llegaremos alto pero no llegaremos lejos». Turnos más tarde, Anto se sorprendió haciendo planes para abandonar Verona e instalarse en la Zona Inferior, seguramente en el pueblo de Caldera. En primer lugar, debía elegir a un gestor testamentario o albacea, pues quien siempre lo fue, su amigo P, había desaparecido. La decisión recayó sobre Tanna, una persona equilibrada y honrada que le quería mucho y jamás le traicionaría. A Salazzo, su ejecutivo bancario, le encargaría la gestión de su capital y el cobro del arriendo de su casa de Sbiriel. El autónomo ya no iba a representar ningún problema; pero Vogchumián, sí. Ante este asunto, se le presentaban varias opciones. La peor de todas era la venta del criado, algo que le parecía una simple y llana traición. Por otro lado, podía regalárselo a Tanna o a Calcuss, o arrendar para él una pieza en cualquier casa de huéspedes y adjudicarle una pequeña renta. Por último, podía manumitirlo, lo que, sin embargo, obligaría al viejo a abandonar para siempre el Estado de Verona. No obstante, a Anto le pesaba mucho el hecho mismo de hacer planes sobre el futuro de su criado pues ahora lo consideraba un igual. ¿Cómo podía él decidir la suerte de aquel hombre? ¿Cómo podía seguir perpetuando con sus acciones las peores facetas del sistema social del que ya abominaba? La solución era sólo una y se presentaba con toda claridad: le plantearía a Vogchumián el asunto y le dejaría decidir por sí mismo. Al calor de esta idea, Anto se quedó dormido, pero al despertar, comenzaron a rondarle de nuevo los fantasmas del pesimismo. Vinieron entonces a su conciencia cuestiones tan simples como las posibilidades que tendría de encontrar trabajo en Caldera, dónde se alojaría por las noches, que en aquella zona sí eran reales, y con quien conversaría para entretenerse. La opción de llevar consigo una gran cantidad de dinero no era viable pues en la frontera le habrían acusado de evasión de capitales. De este modo, la única salida posible era vivir como un inferior y considerar que, en caso de no lograr reunir pronto los elementos necesarios, siempre podía volver a Verona e intentarlo de nuevo más adelante. «¡Campo libre!», se dijo bajo el chorro vivificante de la ducha, y estas dos palabras le reconfortaron durante muchas horas. Se sentía como borracho pero más pegado a la tierra que nunca, ligero y denso, como una fruta madura, tranquilo por dentro y ansioso por fuera. No quería salir de su habitación para no parecer tonto de felicidad, y se movía en ella con inquietud, más que como un león enjaulado como una ardilla hacendosa. Vogchumián escuchó durante todo el turno trajín de muebles, los chirridos de la cama, como si alguien saltase en ella, extraños gemidos y golpes sordos, taconazos sobre las baldosas y conversaciones mantenidas entre dos personas, que eran la misma: una de voz muy aguda y una de voz muy grave. «¿En qué andará mi amo?», se preguntaba el viejo cuando brillantes carcajadas partían de repente el aire del pasillo o rudos manotazos hacían temblar la pared de la cocina. También se oyó el ruido de un vaso al romperse. Algunas horas después, tras un largo silencio, la puerta del dormitorio se abrió y los pasos de Anto le llevaron al cuarto de baño. Al salir, el joven se asomó a la cocina y pidió un filete con patatas. Vogchumián preparó el encargo y avisó en la puerta de su amo con los nudillos, una vieja costumbre que no había logrado quitarse. Anto volvió entonces a la cocina y se sentó a comer en silencio. El viejo criado le pasaba un paño a las copas de la alacena, que habían estado todo el verano cogiendo polvo. Al terminar de comer, el joven se levantó con su plato, y ante la atónita mirada del viejo, lo llevó a la pila y lo fregó con un estropajo. El que no lo aclarase antes de ponerlo a escurrir es un detalle que no reviste mayor importancia. Lo fundamental es lo que aquel hecho simbolizaba. A través de nuevos gestos, representados en días sucesivos, Anto fue dando a entender a su criado que el tipo de relación que los había unido por más de veinte años debía cambiar. Uno de aquellos turnos, Anto sintió por primera vez la ausencia de los amigos presentes, algo en apariencia paradójico. Se había acercado a la puerta en busca de uno de los muchos libros que abarrotaban el mueble del pasillo, cuando oyó dos cosas: el retazo de una anécdota, contada por Calcuss a su atropellada manera, y una andanada de carcajadas tipo Tanna. Se sintió estúpido con el dedo apoyado en aquel libro mientras en su corazón algo se partía, como la grieta de una columna que de pronto se completa. 12 Tirada de bruces en su cama, Tanna lloraba: gemidos de cachorro, regulares, como la gota que cae de un alero. Podía pasar horas enteras destilando su desgracia, molécula a molécula, y por fin quedar dormida en cualquier postura. Anto tuvo ocasión de conocer el fenómeno justo a partir del instante en que le dijo que pensaba instalarse en Caldera. En el alma de Tanna no hubo consideraciones sesudas. Simplemente sus ojos se nublaron y cayó de cara en la manta. Tocarle el hombro fue inútil y acariciarle la espalda también. A los diez minutos, Anto estaba completamente desconcertado. La tristeza de su amiga había comenzado a colársele en el corazón. Frente a la ventana lloró, con la cara rígida, y luego salió del dormitorio en busca de Calcuss: —Te lo advertí —le dijo el poeta—, había que prepararla, ella es sensible, todo lo que tiene de grande lo tiene de tierna, es igual que yo pero de otra manera, ¡qué horror!, ¡estoy enfermo!, cuando empiezo a hablar, no puedo dejar de hablar de mí, sólo puedo dejar de hablar de mí cuando hablo de mi egotismo o cuando hablo de los momentos en que hablo de mi egotismo. Anto tocó a Calcuss en el hombro y le miró de tal manera que a éste no le quedó más remedio que callarse. Se cruzó de brazos, se sentó en una silla de la cocina y dijo: «Tienes toda la razón». Acto seguido, comenzó a taconear con el pie derecho. De la puerta entreabierta del dormitorio salían aún los gemidos de Tanna, y a Anto le extrañó que Calcuss no fuese a consolarla: —Sería inútil —dijo éste—. Su llanto es un como fenómeno meteorológico. Simplemente se da. Un horrible silencio de urbe: una ventana que chirría, un comentarista deportivo, el tic-tac de un reloj verde. Aquel era el borde del abismo. Allí se respiraba el viento acelerado del futuro y los ojos se llenaban de frío. Horas enteras nacieron y murieron en aquel escenario, sin que mediara palabra alguna. A la luz del espejo orbital, llegó Zimmermo, anunciado por un tintineo de llaves que subió de la calle acomodándose a la forma helicoidal de la escalera. «¡Hola, cariño!», dijo, y se oyeron sus pasos en el corredor. Ante la puerta entreabierta, Zimmermo se detuvo, algo inclinado hacia adelante, y luego se volvió hacia la cocina donde encontró dos pares de ojos apenados. Sin casi atreverse a pisar el suelo, recorrió el resto del pasillo y preguntó: «¿Qué ha pasado?». Calcuss dio la explicación: —Anto le dijo que se marcha a vivir a la Zona Inferior. Zimmermo apretó los labios: —¿Empezó hace mucho? —Unas tres horas. —¿Cuánto calculas? —Seis turnos. Quizás algo menos. —¿Tanto? —¿Qué quieres, mon cher? Es uno de sus mejores amigos. Si se lo hubiera dicho yo, se habría echado a reír como una loca. —¿Ha bebido? —No, pensé que sería más fácil si tú le dabas. —Bueno, vamos a intentarlo. Ayúdame. Calcuss se levantó entonces, llenó una jarra de agua, cogió un vaso y salió con Zimmermo de la cocina. Al cerrar la puerta del dormitorio, los gemidos de Tanna se atenuaron bastante, pero enseguida aumentaron de ritmo y volumen. Se oyó un ruido, una maldición, los cuchicheos de un plan furtivo y el crujir de los muelles de la cama. Los gemidos cesaron entonces por un momento, aunque Anto siguió escuchando los cascarones del sonido. Un segundo crujido del somier disparó de nuevo el llanto de Tanna; y algunos segundos más tarde, Zimmermo y Calcuss salían del dormitorio con cara de triunfo. El editor durmió aquel turno en casa de Anto, en un colchón dispuesto en la sala. Fue un turno ajetreado. En dos ocasiones pasó a ver cómo seguía Tanna; y en una última oportunidad, fue Calcuss quien llamó a la puerta para decirle a Zimmermo que Tanna preguntaba por él. Se duplicaban ya las sombras en Verona cuando Anto, que apenas había dormido, entró en la sala para despertar a Zimmermo. El colchón había desaparecido y Vogchumián preparaba ya la mesa para el desayuno. Aún en batín, cruzó el rellano y llamó a la puerta de su amiga. Le abrió Calcuss que tenía la cara atravesada por las marcas de las sábanas. —Se durmió hace un par de horas. Algunas horas más tarde, Vogchumián despertó a Anto tocándole el hombro. Desde el marco de la puerta, Zimmermo sonreía: —Vamos. Quiere verte. Tanna estaba sentada al borde de la cama, con las manos entrelazadas sobre el regazo y la mirada baja. Llevaba un camisón blanco y una mantilla que le cubría los hombros. Varios segundos después de que la puerta se abriera, miró para encontrar la silueta de Anto. Lo miró con dulzura, sus ojos más verdes que nunca, y sonrió sin fuerzas. Poco era lo que podían decirse. Se abrazaron. En las mejillas de Tanna, aún húmedas, se notaba el calor de la fiebre. Trató de decir algo pero le salió una risa estúpida. Tuvo que volver la cabeza hacia atrás para no seguir vaciándose por los ojos. Luego respiró con fuerza: —¿Vendrás a verme alguna vez? Anto rompió a reír, pero un segundo después ya estaba llorando. La muchacha lo consoló con manos de madre y luego le miró a los ojos: —¿Sabes una cosa? Ya no se ve el miedo en tus ojos. 13 Tanna y Anto toman café en la cocina. Es el primer día del otoño, y desde la ventana apenas se ve el final del tendedero por causa de una densa niebla. La muchacha, sentada en una silla, lleva la cabeza envuelta en una toalla. Él, de pie junto a la puerta, sonríe con una taza de café entre las manos: —Y te digo más. Si ahora mismo saliera a la calle y le pidiera a alguien que me dijera lo primero que se le pasase por la cabeza, estoy seguro de que sería lo mismo. Nunca me había pasado una cosa así. Estoy rodeado de signos. Aún no ha terminado de pronunciar estas palabras, cuando Zimmermo, en el cuarto de baño, corre la cortina de la ducha y enciende la radio. En la cocina se confunden el sonido del agua al caer con los silbidos del editor y la letra de una canción de moda: Dime que volverás, amigo mío. Dime que volverás, si sientes frío. Yo seré tu refugio, amigo mío. Yo seré tu refugio, si sientes frío. Al oír esto, Tanna se levanta de golpe y se acerca al fregadero. Apura la taza de un sorbo, dice: «voy a secarme el pelo» y sale. Un instante después, entra Calcuss, frotándose las manos, «merde, ¡qué frío!», y quitándole a Anto su café, se lo bebe de un trago. Luego le devuelve la taza y le mira en silencio: —¿Qué pasa? —Ay, mon frere, perdona, te estaba fijando en la retina para luego recordarte mejor —y acto seguido, extrae de un bolsillo una nota—. Esto es para ti. Disculpa la letra pero tenía los ojos cerrados cuando lo escribí. Eso no quiere decir, por supuesto, que no viera nada. No veía nada de lo de aquí, pero sí mucho de lo de allá, ¿me comprendes? De las ruinas de la ciudad abandonada surgirá un día la belleza soterrada, la que no figura en el presupuesto ni en el plan quinquenal. Cuando Anto alza la vista, Calcuss ya no está. Pero enseguida aparece Tanna, de vuelta a la cocina: —Oye, ¿y qué vas a hacer con Vogchumián? 14 Anto esperaba a su viejo criado sentado a la mesa de la cocina. Había estado tratando de leer el periódico pero las noticias ya no le interesaban. Tras unos minutos, sonó la puerta de la calle, y se oyeron pasos. Al entrar en la cocina, Vogchumián saludó y comenzó a ordenar las cosas que acababa de comprar. Luego echó el vuelto en un tarro y le ofreció a su amo un café: —Tenemos que hablar. —Usted dirá. —Siéntate. Muy azorado, el viejo se frotó las manos en su traje marrón y apartando una silla de la mesa, se sentó con rigidez. —Tú y yo —dijo Anto— nos conocemos mucho aunque hablemos desde hace sólo un par de años. En fin. Tú lo entiendes. Es una cosa cultural. Pero la verdad es que no hay ni superiores ni inferiores. Todos somos iguales. Anto se calló y bajó la mirada. Se percataba de que daba vueltas en torno a la idea sin atraverse a abordarla. Tuvo que pensar la frase y leerla en su mente para decirla: —Voy a marcharme a vivir a la Zona Inferior. Vogchumián apenas reaccionó. Tragó saliva y aguantó los ojos de Anto: —Va a venderme, ¿verdad? —¡No! Y la cara del viejo criado se alegró, aunque sólo por un instante: —¿Y entonces qué va a hacer conmigo? Anto se levantó y Vogchumián le imitó: —¿Por qué te levantas? —¿Cómo voy a quedarme sentado si usted se levanta? —Vamos, siéntate. Necesito concentrarme. Lo que te quiero decir es que vas a tener que irte acostumbrando a tomar tus propias decisiones porque voy a devolverte la libertad. Nunca más tendrás que obedecerme. Ni a mí ni a nadie. ¿Qué me dices a eso? —¿Qué puedo decirle, señor? Usted sabe lo que más conviene. —De eso se trata —resopló Anto—. ¡Yo no sé lo que más te conviene! Tú debes saberlo. He hablado con Tanna y dice que te puede acoger. Yo te asignaría una renta. Pero si no quieres vivir con Tanna, podemos buscarte una habitación en cualquier pensión. Anto hablaba sin prestar atención al viejo, que había roto a llorar en silencio. Unas lágrimas arrastraron a otras, y éstas a un sollozo que le arqueó la espalda. Enseguida vinieron más sollozos y luego un quejido ronco que le brotó por la boca. Para consolarle, Anto posó una mano sobre la cabeza del viejo que, al sentir el contacto, se levantó y le abrazó con fuerza. Lloraron juntos durante algunos minutos y cuando por fin se calmaron, Vogchumián le encaró como nunca y le dijo, mirándole alternativamente a los ojos: —¿Es que no comprendes que tú eres mi familia? 15 Era una maravillosa mañana de finales de octubre, y la mariposa Lazarina, de hermosas alas rojas, volaba, alocada por el calor, hacia «ese punto brillante tan hermoso». Se posó en él, confiada, aunque resultó ser la boca de un cañón. La cabeza de hidra número 4 no reaccionó al leve estímulo cinético y la mariposa pudo recorrer tranquilamente todo el anillo. «¡Bah, aquí no hay ningún punto brillante!», se dijo y echó a volar de nuevo. Pasaba planeando junto a una alta pared de cemento, cuando sonó un profundo bufido. La Puerta 2 se abría y por ella salió un humano: uno de esos mamíferos gigantescos. Llevaba una camisa sucia, un jersey oscuro anudado a la cintura y unos feos pantalones de saco. Calzaba sandalias y cargaba al hombro un pequeño morral. Sonreía. Detrás de él, apareció otro, más viejo, que llevaba un poncho de lana y un sombrero de paja. También cargaba un morral y también sonreía, pero de otra manera. La mariposa Lazarina fue la única testigo de la conversación que estos dos hombres mantuvieron entre sí, cuando la puerta de cemento se cerró tras ellos: —¡Qué descomunales gigantes se ven en el horizonte, Vogchumián! —Mire bien, mi señor don Quijote, que no son gigantes sino nubes. —Oye, ese libro nunca te lo presté. —Lo cogí sin permiso. ¿Sabrá disculparme? LIBRO SEGUNDO — FUERA PARTE PRIMERA — CALDERA 1 El señor Anto está sentado en su sillón de siempre, envuelto en una manta raída y con su gorro de piel. Se calienta las manos sujetando un tazón de caldo y olisquea el vapor que sube de él. Miguelito, en cuclillas a su lado, aviva el fuego a pulmón y cuando la olla vuelve a hervir, dice: —Con esto se va a mejorar. El viejo tose un par de veces y escupe en un pañuelo: —El año que viene a mí esto no me pasa. El año que viene yo guardo castañas, avellanas o lo que sea. Esto es por comer mal. —Se le enfría el caldo. —Vamos a ahumar truchas y a secar carne. Pero no quiero volver a ver las patatas. —Uno siempre se harta de las patatas al final del invierno. Yo ayer comí patatas. Y hoy voy a comer patatas. Seguro. El viejo mira al niño: —Hoy vas a comer gallina. Miguelito baja la mirada: —Tu padre es tu padre pero yo soy tu maestro. Vamos, trae un plato. Fuera de la casa conversan dos hombres: Jan Shwarowski y un viejo vestido con una gruesa túnica amarilla y tocado con un turbante. Su piel es muy morena y sus ojos, negros como aceitunas, brillan bajo unas pobladas cejas blancas. Al hablar sus manos vuelan trazando círculos en el aire, y al escuchar se posan sobre su pecho: —Mira, Jan, yo no entiendo de medicina, pero no le veo mal. —Me preocupa. Le ha cambiado el carácter. —Claro, pero ¿qué podemos hacer nosotros? —Cuidarle y confiar en Dios. —Que se tome el caldo y que descanse. ¿Vas a dejar al chico con él estos días? —Creo que sí. —Bueno, pues dile que venga mañana a casa. Voy a matar un gallo. —Gracias, señor Sid. —Por favor. ¿Para qué están los vecinos? El señor Anto y Miguelito llevan ya un buen rato solos cuando el viejo le pregunta, entre toses: —¿Cuánto te queda para terminar Guerra y paz? Sin responder, el niño se levanta, corre hasta la estantería y toma un grueso volumen forrado de cuero. Mira el punto de lectura y calcula algo con los dedos: —Unas dos verstas. ¿Quiere que le lea? —Por favor. Miguelito se acomoda entonces en un taburete, de espaldas a la ventana, y lee con buena entonación: —Y por extraño que resultara a la princesa confesarse aquel sentimiento, la verdad era que lo experimentaba. Pero lo que aumentaba su horror era el hecho de que desde la enfermedad de su padre (e incluso antes, desde que con una esperanza inconcreta se quedó con él) parecían haber despertado en su alma todos los deseos y todas las esperanzas de su vida. Pensamientos que desde hacía años no se habían asomado a su mente: la vida libre sin el temor de su padre y... El niño se calla de repente: —La vida libre sin el temor de su padre —repite sin lograr pasar adelante. Debe añadir con voz triste—: Yo tengo miedo de mi padre. A veces grita. Y si me porto mal, me pega. Yo sé que me quiere mucho, pero le tengo miedo. —A lo mejor —dice el viejo—, le hace falta una mujer. Miguelito mira al señor Anto con una extraña seriedad, como si aquellas palabras confirmasen una sospecha, y a continuación pregunta: —¿Por qué nos dicen cosas los libros? —Para eso están. Los libros nos hablan de nosotros mismos. —¿Y también nos hablan de otras personas? —Sí. —¿De mi padre, por ejemplo? —De todo el mundo. Y el niño, muy nervioso, vuelve su mirada al libro y lee en voz alta: —La vida libre sin el temor de su padre y hasta el amor y la posibilidad de una felicidad familiar. 2 Caldera había surgido, como casi todos los pueblos inferiores, junto a un río. Sus dos orillas estaban cubiertas de álamos que en primavera se vestían de verde y en verano de amarillo. El otoño los convertía en una nube de cobre y el invierno en soldados grises. Por la margen derecha del río discurría el camino que, proveniente de los vertederos de Verona, llevaba a Klínex, una ciudad superior situada a unos cincuenta kilómetros al suroeste. Justo donde se alzaba la posada de Caldera, cruzaba otro camino que unía Til-Til con Brescianos: ciudades superiores ambas. Sobre la orilla izquierda del río, más allá del vado que usaba el camino de Til-Til, había extensos campos de trigo que por el tiempo en que Anto y Vogchumián llegaron a Caldera no eran más que pedregales. Más allá de la posada se extendía el caserío, una compacta masa ocre en la que destacaban, de trecho en trecho, manchones de otros colores: una ventana cerrada con un plasmón verde, una manta negra tendida en una cuerda, extraños tubos de color gris… Abundaban las casas cuadradas de adobe con tejado, pero no faltaban las de techo de paja, renegrida por el sol y la lluvia. Entre unas y otras quedaban pequeños espacios que, unidos al azar, constituían las calles: vericuetos de pestilencia donde uno se hundía en invierno hasta los tobillos y donde en verano se juntaban los torbellinos a jugar. Dichas callejas eran el reino de innumerables perros sarnosos que arrastraban de un lado a otro su tristeza. Los había de todos los tamaños y colores, ninguno de raza por supuesto: perros de largas orejas y patas cortas, perros de estómagos abultados por los parásitos u hocicos rotos en las riñas, perros de cola greñuda o pelada, incluso uno que mostró por algún tiempo, hasta que se le cayeron, las últimas vértebras de su esqueleto. En los días de sol, los gatos, casi todos tiñosos, se sentaban sobre los muros de adobe y afilaban sus garras contra algún madero, a la espera de la fecunda noche. Aquella era la hora de las ratas. A la luz de un farol, las pocas veces que se transitaba de noche por aquellas callejas, ciertas sombras oblongas cruzaban ante uno a saltos. En verano, cuando los adobes eran más claros, las figuras trepaban por las paredes, y entonces se distinguían mejor sus siluetas. Acostumbrarse a aquel maremágnum de patios y corrales hubiera ocupado a cualquier forastero varios días. Por eso, lo más práctico era tomar como guía a cualquiera de los muchos chiquillos que pululaban por la calle. La calle más rara de Caldera era techada: pasaba por mitad de la casa de doña Angélica, una pobre viuda. A un lado del pasillo quedaban la cocina y un cuarto negro sin puerta; al otro lado, el dormitorio, cerrado con una gruesa cortina. Era costumbre pedir permiso antes de cruzar por aquella calle; y era costumbre no recibir contestación. En las paredes siempre había colgada mucha ropa y una rueda de carro a la que le faltaban tres rayos. Tirada en el suelo, vivía la calavera verdosa de un jabalí. Tan particular como este espacio pero por razones distintas era la plaza del pueblo: el único lugar donde la vista podía solazarse sobre relativa belleza. Con una perspectiva máxima de quince metros, era un rectángulo empedrado en cuyo centro se erguía un roble seco. Los dos lados largos de la plaza y uno de los cortos estaban ocupados por casas de dos pisos con sobrado. Tenían soportales sostenidos por columnas de piedra y suelo de losas cuadradas. El cuarto lado de la plaza, el orientado al sur, correspondía a la fachada de la casa del señor Camargo, el hombre más rico de Caldera. Era un macizo caserón de tres pisos, construido con piedra clara y techado con tejas. Las ventanas eran pequeñas; y la puerta, alta y fuerte, tenía tachones de bronce. En ella se abría un postigo por el que apenas cabía una persona. 3 Caldera, 23 de octubre 2676 después de Cristo Hay pocas cosas que uno pueda comprender sin haberlas vivido. Pero si hay una que con toda certeza no cabe en explicaciones, es la noche. En Verona, he visto cientos de películas de tema inferior en que se representan escenas nocturnas, he leído libros clásicos en los que la noche se describe en todos sus aspectos, y he escuchado nocturnos, esos viejos pasajes musicales. Pero ni la suma ni la multiplicación de todas estas imágenes sirven para definir la noche, la verdadera noche. Ahora que lo pienso, es curioso que en esta misma posada haya descubierto yo cosas tan esenciales como el huevo y la noche. Estos dos puntos forman una línea. Pero, ¿adónde conduce esta línea? Vogchumián todavía duerme: demasiadas impresiones para él en el día de ayer. Yo aún no me he acostado. Me escuecen los párpados pero me niego a echarme sin dejar mis sentimientos anotados. No quiero que el descanso espante la maravilla que se agolpa en mi corazón. Ayer, cuando comenzó a desvanecerse la luz, Vogchumián y yo estábamos cenando en el salón de la posada. Nos miramos extrañados. Terminamos a prisa y salimos al patio. Hacia el oeste se levantaban gruesas nubes que el sol pintaba de rojo. Por encima de ellas la luz era clara, casi blanca, pero conforme se volvía la mirada al este, el cielo se iba oscureciendo hasta alcanzar un tono morado. Allí, sobre el techo de la cuadra, junto a las ramas altas de un álamo rojizo, titilaba una estrella. Sin embargo, aquel descubrimiento no vino solo: más a la izquierda se perfilaba ya el cañonazo de luz que proyectaba sobre Verona el espejo orbital. «Qué vergüenza», me dije, y este sentimiento tardó largo rato en abandonarme. Avisamos al posadero de que íbamos a salir a dar un paseo y éste nos recomendó que volviésemos antes del anochecer. Tomamos el camino de Til-Til y tras cruzar la alameda y el vado, subimos por un camino de tierra que serpentea por una ladera. Desde lo alto del escarpe se da vista a una meseta con arbustos y árboles achaparrados. La hierba ya está seca y abundan los cardos. Algunas flores de otoño, de color lila y amarillo, son las únicas notas brillantes. Se ven fácilmente los conejos. Desde allí vimos un sol rojo que asomaba bajo la panza caliente de las nubes. No quedaba más de media hora para que se ocultase, y ya se sentía frío. Contemplamos el anochecer y al regresar a la posada, me senté en el soportal y me dejé rodear por la oscuridad. Es una sensación única tener los ojos abiertos, parpadear, y no ver más que la sombra negra de la tierra y el cielo estrellado. Es cierto que los satélites artificiales afean un poco la imagen, porque uno no ve en ellos estrellas viajeras sino formas prismáticas llenas de espejos. Pero si se logra obviar esto, uno se mezcla con la noche. Al principio nuestros sentidos nos engañan. Creemos que la noche es vacío y quietud porque estamos embotados con los gritos de los niños y los cantos de los pájaros. Pero uno se da cuenta pronto de que la noche es un universo vivo, algo que podemos descifrar. Un chirrido lejano no es más que un aullido. El perro de la posada alza su cabeza para mirar en la dirección exacta. Se siente un paso. Es un caballo de la cuadra que cambia de pata. ¿Y ese globo que se desinfla? Es el caballo que ha estornudado. «¡Uju!» Un búho. Por la noche el viento sopla de una manera especial, como si aprovechara para reordenar sus filas. La noche huele a noche. Los olores brotan de las paredes, de las tablas, de los cuerpos, de todos los lugares donde la luz los encerró a manotazos. Adoptan formas crecientes, como plantas carnosas, y se revelan a nosotros sin permiso. Ese olor a piedra húmeda no estaba antes. No avisó. Llegó de repente a la punta de mi nariz. Respiré y se coló en mi interior. Luego salió la luna. Surgió de detrás de una tapia como algo inmóvil, brillante, rodeado por una aureola. Más tarde, ese algo creció y por fin despegó de la tapia y se alejó. Desde el momento en que la luna nace, la noche pierde parte de su misterio y se conforma con ser una torpe imitación del día. Las formas se recobran y de nuevo proyectan sombras fuertes. A la luz de la luna, uno puede entornar los ojos y verse rodeado por un paisaje de planos celestes y negros. Entonces se percibe la noche abstracta. El alba trae una quietud inverosímil. Es reina cruel. Domina la luz y la sombra. Aniquila las formas y los olores. Aplaca los vientos. Ahoga los aullidos, los pasos, las palabras átonas de las aves. Establece sobre todas las cosas su efímero imperio de silencio, porque el alba no es tiempo ni espacio. 4 Con duros golpes de azada se va abriendo la melga en la tierra. Las mismas manos que manejan la herramienta toman de un cesto una patata, la hincan en el centro del surco y esparcen estiércol a su alrededor. A un pie de distancia se repite la operación. Esas manos y ese pie pertenecen al señor Anto a quien sigue Miguelito cerrando la melga con una pala de madera. El niño es el único de los dos que tiene fuerzas para hablar mientras trabaja: —A mí me gustaría que mi padre se casara con la señora Sid. Porque la señora Sid es muy buena y me quiere mucho. Pero, claro, está el señor Sid. Las demás mujeres que conozco no me gustan. La que se convierta en mi madre tiene que cuidarme. También tiene que saber leer. Y cocinar cosas ricas. A mí me gustan las rosquillas de miel, las manzanas cocidas y el puré de castaña. Mi madre también tiene que saber hacer quesos, porque si no... ¿A usted qué le parece, señor Anto? ¿Y si no sabe hacer quesos? El viejo se desdobla con un gesto de dolor y sonríe. Luego se repasa la boca con el dorso de la mano: —Ya aparecerá. No te preocupes tanto. Pero Miguelito pasa corriendo delante del viejo: —No, no. Mi nueva madre no va a aparecer así como así. Tenemos que buscarla. —¿Tenemos? —Por supuesto. Yo soy sólo un niño. 5 Anto y Vogchumián fueron conducidos por una muchacha hasta el primer piso de la casa, donde encontraron el recibidor más simple del mundo: un cuarto con una silla de madera. A aquella estancia daba un portón con adornos de bronce. El picaporte era una esbelta mano que sostenía una manzana y en las cuatro esquinas del marco había sendos caballitos de mar idénticos. Por aquel portón acababa de entrar la muchacha dejando dicho que Madán Chocolá les atendería enseguida. El motivo de esta visita se había gestado días atrás cuando la mujer del posadero, en conversación casual con la antes citada, le había comentado que en su casa se alojaban unos señores que tenían aspecto y maneras de superiores. Sobre el joven le cabían dudas; pero no sobre el viejo: tenía una forma de mirar y de hablar inconfundibles. La excusa para la visita se le ocurrió a Madán Chocolá un día que subió al sobrado. «A lo mejor, ellos saben arreglar el robot», se dijo, y mandó a la muchacha a la posada con un mensaje. La posadera hizo llegar el aviso a sus huéspedes, y éstos, tras mirarse un instante, se dijeron: «Bueno, ¿por qué no? Nunca hemos arreglado un robot pero podemos echarle un vistazo». Era el primer trabajo que les salía en la Zona Inferior y lo tomaron con gusto. Para llegar a casa de Madán Chocolá, la posadera les habían dado una curiosa dirección: «en la plaza, la casa de la puerta verde». Allí estaban ya, desde hacía rato, cuando el portón se abrió y apareció, enmarcada en él, una figura alta, envuelta en un traje oscuro. Era una mujer de mediana edad que llevaba recogido el pelo en un moño. Tenía la piel clara, los ojos de color aguamarina y la boca grande. Sonreía con afectación. —Buenas tardes. —Buenas tardes. Me llamo Anto y éste es Vogchumián. La mujer tendió su mano al primero y dijo: —Me llamo Chocolá11. Aquellas palabras desconcertaron a Anto: —¿Chocolá11? ¿Es usted superior? —Sí. La sala de visitas a la que entraron estaba temperada con un brasero y en ella podía disponerse también de luz pues la ventana tenía cristales. También había un reloj de pared autónomo, de factura superior sin duda, y un mueble con algunos libros. Madán Chocolá se sentó en un sillón y Anto en una silla próxima. Vogchumián se quedó de pie. Con este signo, la mujer terminó de componer el puzzle: «El joven es superior porque al hablar utiliza un tono seguro. También se ha sentado sin que nadie le diera permiso. El viejo, a pesar de su mirada, tiene actitud de criado. Debe de ser un inferior que ha pasado muchos años en la ciudad». —Le he hecho llamar —comenzó Madán Chocolá— porque se me ocurrió que quizás usted podría arreglar mi robot. —Yo, señora, lo único que puedo hacer es echarle un vistazo, porque la verdad es que nunca he arreglado uno. ¿Qué tipo de robot es? Anto se delataba con cada palabra. Ningún inferior habría hablado de robots con tanta naturalidad y menos aun habría preguntado por el tipo de robot. —Un tipo de robot muy curioso —contestó la mujer y llamó a su muchacha con un par de palmadas. —Señora. —Mariantuán, acompaña a estos señores al sobrado y muéstrales dónde está el robot. Pueden traerlo aquí, si gustan. Cuando entraron en el desván, unas cuantas palomas echaron a volar desde los ventanucos, y entonces pudieron verse un par de cajas de madera, algunos palos largos y gran cantidad de macetas. En un rincón, bajo una lona polvorienta, se encontraba el robot. No se distinguían bien los detalles, pero era evidente que se trataba de un androide, un modelo de apariencia humana, que guardaba una posición sedente. Era muy pesado, casi como un hombre, pero su rigidez permitía moverlo con bastante facilidad. Cuando lo sacaron a la luz, pudo verse que su rostro, una máscara de termolátex muy sucia, mostraba un claro gesto de fastidio. En sus manos, abiertas y enfrentadas en la actitud de sujetar algo, faltaban algunos dedos pero el resto del equipo parecía completo. Al comprobar que se trataba de un equipo autónomo, Anto decidió limpiarlo bien para que el caparazón microvoltaico pudiera recibir la mayor cantidad de luz. Lo bajaron al salón, y con unos trapos viejos y agua con jabón se entregaron a la tarea de fregarlo. Uno de los paneles del muslo derecho se había roto pero el resto del sistema de captación de energía estaba intacto. El otro defecto importante que se observaba era cierta holgura en el enganche de las piernas al tronco. Se apretaron estas articulaciones con una herramienta improvisada y se embadurnó la máscara de termolátex con manteca de cerdo para devolverle su elasticidad original. Sobre la mesa de la cocina comenzó la revisión del interior cuya primera dificultad consistió en retirar la tapa del cuadro de fusibles, fija en la zona de la rabadilla. Tras intentarlo con diversos utensilios de cocina, vino a servir un pestillo que había por ahí. Todos los fusibles se hallaban en su lugar, excepto dos: uno de los cuales había caído por dentro de la pierna derecha. Sólo apareció en la mesa tras zarandear mucho al enfermo, y pudo verse que se trataba de un fusible de 80 ohmios. De su resistencia, Anto dedujo que era el correspondiente a «coordinación equilibradora». Lo colocó en su lugar y se puso a buscar el otro. Pero éste no aparecía por ningún lado. La «compresión mano derecha» no requería un circuito tan pesado pero ¿cómo conseguir en Caldera un fusible de 20 ohmios? Resultaba más fácil prescindir de esta función o suplirla por otra menos importante, como por ejemplo la «localización remota». El siguiente paso fue revisar la batería de porcelana que se alojaba en el abdomen. Los polos estaban sulfatados, por lo que hubo que avivarlos a cuchillo. En este punto, sin embargo, acababa toda la ciencia de Anto y así se lo dijo a Madán Chocolá. Una vez reinstalada la tapa abdominal, el robot fue sacado a un patio trasero, al que Anto y Vogchumián entraron precedidos por la dueña de casa y seguidos por la muchacha. Era un jardín estrecho y largo, rodeado por muros de adobe, en el que crecían decenas de rosales. En medio de una coqueta rotonda se veía medio barril donde se juntaba agua de lluvia. —Este es mi pequeño paraíso —dijo Madán Chocolá mirando a Anto, y en ese momento éste notó que la cara de la mujer se relajaba. Incluso antes de depositar al robot en el suelo, Anto quiso afianzar aquel cambio con un cumplido, gesto que la anfitriona agradeció con una sonrisa sincera. Sin embargo, estas consideraciones eran superfluas para Vogchumián que cargaba la parte más pesada del robot. Sus palabras «dejemos al muerto en el suelo» reconcentraron a Anto en la tarea que estaba llevando a cabo y causaron en Mariantuán una carcajada que le obligó a bajar la vista. Diez minutos más tarde, la muchacha servía limonada en unos hermosos vasos de plata. Llevándolos en una bandeja de metal y perfectamente seria, se dirigió en primer lugar a su señora, más tarde a Anto, y por fin a Vogchumián. Pero al encarar a éste, comenzó a hacer extraños movimientos de boca, como para ahogar la risa, y luego se retiró con la cabeza baja hasta la puerta, donde quedó a la espera de órdenes. Al sol no se notaba tanto el frío, y en el ánimo se encendía ese deseo de charlar tan propio de la primavera. Madán Chocolá constataba a cada frase que su interlocutor era en efecto superior, y Anto se sentía regocijado por poder conversar con aquella persona, más sofisticada y profunda que cuantas había conocido en Caldera hasta entonces. Vogchumián percibía esto mientras bebía su limonada a pequeños sorbos y observaba a Mariantuán, que ahora parecía aburrirse. Por todo ello, ni unos ni otros se pudieron explicar en un primer momento de dónde procedía la voz mecánica que chilló: —¡No quiero café! Era el robot que ya se había puesto a cuatro patas para levantarse. Al verlo, la muchacha dejó caer su bandeja al suelo y Vogchumián, poco dado a las expresiones de cualquier tipo, gritó: —¡Funciona, señor, funciona! El robot, aún a medio levantar, reprodujo el ruido de la bandeja al caer, gritó «¡funciono, señor, funciono!», y ya de pie, miró fijamente a la criada para decirle: —No te conozco. Luego descubrió a Vogchumián, «no te conozco», y enseguida a Anto, que ya caminaba hacia él, «no te conozco». Justo detrás venía Madán Chocolá, «no te conozco». Anto, que era el único de los cuatro que había tratado alguna vez con robots domésticos, se presentó enseguida para evitarle un impacto emocional a la máquina, y se apresuró a explicarle que había sufrido un fallo mecánico del que acababa de ser reparado. El robot, que había mirado a Anto con ojos entrecerrados, los abrió de repente y le tendió una mano: —¡Hola, me llamo Larús! Mis ingenieros me pusieron Róbdom 611.0 A/1223 pero mi amo, Maxcálajan2, me llama siempre Larús. ¿Quiere que le cuente un chiste? En ese momento, al robot se le rajó la máscara de termolátex desde el ojo derecho hacia arriba. —No gesticules —le ordenó Anto. —¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! —se rió el robot, al tiempo que se le abrían las comisuras de los labios—. ¿Cómo voy a contar un chiste sin gesticular? La gracia de los 611.0 es que gesticulamos. ¡Y vaya si gesticulamos! Mire, mire. —¡No gesticules! —¿Qué quiere? ¿Cara de enfado? ¿Cara de pena? ¡De sorpresa! ¿De miedo? ¿De duda? El robot interpretaba fielmente sus palabras, y a cada gesto, su máscara se rajaba más y más hasta que comenzó a caérsele a pedazos: —¡Ah! ¿Qué es esto? ¡He contraído la lepra! ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! Se volvió a Anto muy serio y le preguntó: —¿La lepra tiene cura? —Sí, tontín —respondió él mismo—. Todo tiene cura menos la hermosura. ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! —Es muy simpático —dijo Madán Chocolá, que se parapetaba en Anto. Larús repitió como un loro: «¡muy simpático!», a lo que añadió con voz estándar: «me voy», y echó a andar por el jardín llamando a su dueño: «¡señorito Max!, ¡señorito Max! Tengo un error en la jeta. Llévame al taller, porfa». Cuando se encaminó hacia la puerta con ánimo de entrar en la casa, Mariantuán, que había mirado todo el rato con miedo, salió corriendo despavorida, lo que inspiró al robot para hacer otra de sus monerías: estiró los brazos hacia adelante y comenzó a caminar sin doblar las rodillas. Anto aprovechó este momento para tapar con su cuerpo el hueco de la puerta: —Necesito encontrar a mi amo —le dijo Larús—, porque tengo una avería en mi interfaz de termolátex. ¿Me permite pasar? —No —respondió Anto con toda tranquilidad. El robot dio entonces una torpe palmada con sus manos metálicas y exclamó: —¡Negociemos! —No me interesa negociar. —Entonces me sentaré a descansar —resolvió el robot, y empezó a mirar a su alrededor en busca del lugar más apropiado para hacerlo. Por fin, se sentó en el borde del barril donde se recogía el agua de lluvia, y quedó mirando a Anto. Éste sabía que el robot no lo miraba a él sino a los espacios que quedaban entre su cuerpo y el marco de la puerta, al tiempo que evaluaba si por ellos sería capaz de salir. Intercalando estos cálculos con un gesto de impaciencia programada, descubrió que tenía un desperfecto en el muslo y que le faltaban algunos dedos de las manos. A la vista de esto, gritó algo y se levantó de golpe. Caminó rápidamente hasta donde estaba Anto y le dijo: —Tengo además un problema en el sistema de captación de energía y en mis extremidades prensoras. ¿Me permite pasar? —No. —¡Negociemos! —No me interesa negociar. —Entonces le contaré un chiste. —No quiero escuchar ningún chiste. —¿Por qué no? Sé más de 56 millones. Puedo asegurarle que no le defraudaré. Seleccione el campo de su interés. Chistes de superiores e inferiores, de monjes, de funcionarios, de nyenses, de... —Sólo te dejaré salir de aquí... —Entonces, sí quiere negociar, ¿eh? —Sólo te dejaré salir de aquí, si aceptas un cambio de asignatario. El robot frunció su ceño resquebrajado: —¿Está tratando de robarme? Le advierto que dispongo de un sistema de localización remota que activé en cuanto percibí que las circunstancias habían cambiado. —En efecto, las circunstancias han cambiado. ¿En qué año estamos? —En el año 589 DRH, por supuesto. ¿Quiere el segundo exacto? —Larús, tengo que comunicarte algo muy importante: has pasado veintidós años sin sentido. —¿En serio? —En serio. El robot miró entonces con cara de pillo y se acercó el antebrazo a los ojos. Lo examinó a sólo unos milímetros de distancia y al cabo de tres o cuatro segundos, volvió a mirar a Anto, esta vez consternado. Repitió la operación dos veces más, sobre la rodilla derecha y sobre el dorso de la mano izquierda: —Es extraño —dijo, por fin—. Tengo entre veinte y treinta años más que ayer. —No es extraño. Tuviste un fallo en el sistema hace veintidós años y acabas de recuperar el sentido. El robot se dio entonces un palmazo en la frente y contó: —Quizás tenga algo que ver el accidente del ovi en el que viajábamos. Primero se oyó un ruido muy fuerte debajo del suelo y una azafata dijo que volviéramos a nuestros asientos. Luego todo empezó a temblar y me asusté. Sonó un segundo ruido y la temperatura de la cabina se elevó a 62ºC. Corrí a la cocina. Tenía que buscar un refresco para el señorito Max, y una máquina, ¡una estúpida máquina!, me ofreció un café. Yo no quiero café, le dije. ¡No quiero café! Larús se calló de repente y miró fijamente durante algunos segundos: —De acuerdo. Como es muy probable que Maxcálajan2 sea ahora Maxcálajan3, a quien no conozco, le formularé la pregunta-clave para el cambio de asignatario: «¿Dónde tiene un lunar Mildre7?» Dispone de tres posibilidades. Anto le pidió a Vogchumián que ocupara su puesto en la puerta y se acercó a Madán Chocolá, que se había alejado hacia el fondo del jardín. Estaba de cara a la pared, muy estirada: —Acompáñeme, señora, por favor, para que reprogramemos al robot. Pero la mujer tardó en reaccionar. Cuando por fin se volvió, sus ojos de aguamarina delataron que había estado llorando. —Algo me entró en los ojos —propuso como disculpa. Entretanto, Larús le contaba chistes a Vogchumián: —¿Y sabe el del boiescaut que va en un ovi con Golo y con el hermano mayor de Sanyermén? —comenzó a decir el robot, pero se interrumpió cuando vio acercarse a Anto—. Luego se lo cuento. Ahora tengo que atender al gran jefe. —Larús. Repite la pregunta, por favor. —Así me gusta. Las buenas maneras ante todo. «¿Dónde tiene un lunar Mildre7?» Dispone de tres posibilidades. —¿Qué es, un acertijo? —preguntó Madán Chocolá. —No, es una pregunta que... —comenzó a explicar Anto, pero se detuvo porque Vogchumián, desde la puerta, le estaba indicando que se acercase. Al llegar junto al viejo, éste le dijo al oído ciertas palabras que le obligaron a gritar: —¡¿Qué?! —Esa es la respuesta, señor. Y disculpe. —¿La respuesta a la pregunta-clave? —Sí. —¿Y cómo se la sacaste? —Negociando. Le cambié la respuesta por 950 chistes. —¡Y aún me quedan 947! —corroboró el robot, alborozado—. Le voy a contar el del boiescaut que va en un ovi con Golo y con el hermano mayor de Sanyermén. Ya verá qué bueno. Mientras Larús contaba su chiste, Anto se llevó aparte a Madán Chocolá y le dijo: —Me va a disculpar, pero tengo que darle la respuesta-clave, para que usted pueda reprogramar al robot. Son palabras un poco groseras, propias seguramente de un muchacho muy joven. Espero que entienda la situación. —Vamos —dijo la mujer—, que ya no somos niños. —De acuerdo —concedió Anto y, tras disculparse de nuevo, acercó sus labios a una de las orejas de Madán Chocolá, para verter en ella aquellas pocas palabritas. En menos de tres segundos, el rostro de la mujer se puso como la grana y sus ojos verdes, aún húmedos, empezaron a vibrar. Algunos días más tarde, Anto, invitado a tomar el té con Madán Chocolá, pudo conocer de primera mano su peculiar historia. Nacida en Bilbo pero clonada en Leland, ambas ciudades ribereñas del golfo de Bisquei, la joven Chocolá11 llevaba la vida propia de cualquier muchacha superior, pero al cumplir los dieciocho años y recibir su autoherencia, decidió regalar a sus tres mejores amigas una novena de vacaciones en Niuroum. Las cuatro chicas estaban entusiasmadas. Era el primer viaje que realizaban sin tutor y saboreaban la libertad con esa excitación que produce todo lo nuevo. El ovi que las transportaba, junto a otros casi mil pasajeros, despegó de Leland a principios del segundo turno de un tranquilo día de verano. La duración programada del vuelo era de cincuenta minutos pero sobrevolando ya el Mediterránean, el capitán anunció una escala técnica en Ligur, debido a la congestión del tráfico aéreo en el ovipuerto de destino. Pocos minutos después ocurrió la catástrofe. Chocolá se encontraba en uno de los cuartos de baño del ovi, cuando se produjo la primera explosión. El aparato se zarandeó con violencia y la gente rompió a gritar. Enseguida, el sistema de alarma se disparó y las azafatas comenzaron a ordenar a todos que volvieran a sus asientos. Una luz roja iluminó el cuarto de baño mientras Chocolá luchaba por subirse los pantalones. Se sentía cada vez más asfixiada porque hacía un calor terrible. Pocos segundos después tronó bajo el suelo una segunda explosión y el ovi perdió la precaria horizontalidad que hasta entonces había mantenido. ¿Cómo saber cuántos minutos tardó en producirse el impacto? Chocolá perdió el conocimiento. Su siguiente sensación fue un intenso dolor en la pierna derecha. Comprendió que la tenía rota. A su alrededor sólo había oscuridad, quietud y silencio. Trató de moverse pero estaba atrapada. Pronto empezó a escuchar voces y ladridos. Gritó con toda su fuerza hasta que notó que alguien se acercaba. Luego oyó ruidos metálicos, y de repente el espacio se iluminó. A sus espaldas, apareció un hombre que la ayudó a salir. Lo primero que Chocolá notó fue un calor pegajoso. A su izquierda se veía el mar tranquilo, y a su derecha unos edificios altos que parecían gigantes muertos de pie. En torno a ella, la arena de la playa estaba revuelta, como si dos enormes animales hubieran peleado allí. Se veían objetos humeantes: sillones, maletas abiertas, trozos de plasma, cuerpos, brazos y pies desnudos, una caja de cartón y una almohada. Enseguida llegaron hasta ellos varias personas que iban muy mal vestidos y olían a rayos. Sonreían y tocaban a Chocolá llenándola de felicitaciones. Todos llevaban un morral o una manta. Estaban saqueando los restos del ovi. A ella la apartaron de aquel lugar y la dejaron sentada en la arena. Poco después, sintió un potente rugido, procedente de la parte de la tierra, y vio que todos los saqueadores echaban a correr hacia los edificios. Enseguida el rugido creció hasta desaparecer y la sombra de un ovi de guerra dibujó en la arena un círculo deforme que avanzaba con lentitud. En la panza de aquel disco volador relucía una boca ardiente y cuatro luces rojas que parpadeaban. Pronto empezaron los disparos, dirigidos a los saqueadores rezagados y a la propia Chocolá, que en pocos segundos quedó cubierta de arena. Días después, la muchacha pudo ver desde un lugar seguro que los restos del ovi siniestrado estaban esparcidos por toda la playa y que incluso del mar sobresalían estructuras retorcidas. Tuvo suerte porque fue, junto con Larús, la única superviviente de aquella tragedia. Veintidós años después, se reencontraban: ella, condenada a una muerte irreparable; él, ajeno como siempre a cualquier sentimiento. Madán Chocolá le había dejado al robot su anterior nombre y le había ordenado no salir de casa bajo ningún concepto. A aquella primera orden, Larús había respondido con un sarcástico «sí, buana», pero enseguida pidió una ocupación. En el momento en que Madán Chocolá y Anto tomaban té en la sala de visitas, el robot se entretenía ordenando el desván en el que había pasado tanto tiempo. El resto de la historia de Madán Chocolá, hasta verse convertida en la única modista de Caldera, pasaba por la sanación de su pierna rota a manos de un componedor, por la hospitalidad generosa de una familia que la amó como nadie la había amado nunca, y por su fallido matrimonio con un truhán que al abandonarla, no le dejó nada salvo una maravillosa hija llamada Nicole y un perro salchicha que respondía al nombre de Pop. Aquella misma tarde, Anto le confesó a su nueva amiga que él también era superior, algo que ya sabía en aquel pueblo todo el mundo. 6 Me acuerdo mucho de Domín. Tenía la cara aguda y los ojos vivaces. Era de ademanes eléctricos, casi tan chisposos como los de Larús pero más llamativos por provenir de un humano. Podía estar hablando de la destrucción de Mist, y a la vez clasificar hojas sueltas y pegarle patadas a una estufa. También su tienda poseía el don de la simultaneidad: era al mismo tiempo librería y carnicería. El local estaba en la plaza de Caldera, a dos puertas de la casa de Madán Chocolá. Nada más entrar, a mano derecha, había un mesón alto donde se exponían las postas, y detrás de él un tocón de haya que servía de tajo. Al fondo, en una cochiquera, se encontraban varios montones de libros y revistas, entre los que se podían hallar desde un ejemplar de las Sentencias de Fedórov hasta una revista pornográfica para niños de la famosa serie del Teniente 21. Estas «joyas literarias», como las llamaba Domín, comenzaron a ser coleccionadas por su padre con el fin de envolver los pedidos de carne. Pero el hijo había sabido obtener de ellas un mejor rendimiento: el espiritual. Los libros, adquiridos por sacos a un buhonero que los traía de quién sabe dónde, alcanzaban en Caldera un precio considerable. Recuerdo haber pagado en cierta ocasión tres conejos por un ejemplar de La estructura de las revoluciones científicas de Tomcún. 7 El habitante más rico de Caldera se llama Yoryo Camargo, alias El Patrón. Tiene unos cincuenta años y vive con su familia en el caserón de la plaza. Está casado con Egusquiñe Güiliams, de los Güiliams de Trestone, una aldea inferior que se encuentra en el camino de Til-Til. Esta mujer, que recibe el apodo de La Camarga, es alta y gruesa, de mirada ansiosa. Siempre va bien peinada y bien vestida, y a pesar de ser una señora, camina sola por la calle. Sabe que lo más que puede pasarle es que algún menesteroso se acerque a besarle la mano y pedirle algo. El señor Camargo y su mujer tienen dos hijos: Anselmo, un muchacho que dedica la mayor parte de su tiempo a mirar el cielo con sus ojos bizcos, y Emanuel, un chico alto y guapo, muy aficionado a la caza. El señor Camargo posee una yeguada de cerca de treinta animales, y cuatro caballos finos. Tiene también vacas, cerdos, gansos, pavos, patos, gallinas y un par de loros verdes que le compró a un chino. Sin embargo, ninguno de estos animales sustenta su fortuna, aunque sí su casa. La riqueza del señor Camargo proviene, en primer lugar, de sus rebaños de ovejas. Tiene tres, con más de mil cabezas cada uno, que le proporcionan anualmente, aparte de los corderos, mucho vellón y leche con la que se hacen quesos. En estos rebaños trabajan unos cuarenta hombres, entre pastores y zagales, a los que Camargo dirige personalmente. Ocho hombres más sostienen una fábrica de cacharros de greda, y quince mujeres tejen para él en sus telares. Todos los años, en primavera, después de los partos, El Patrón arma un convoy con diez carros repletos de piezas de lana y cacharros de greda, y sale a recorrer los pueblos cercanos para intercambiar sus productos con los de otros ricos propietarios de la zona. De su viaje trae jamones, salamis, piedra alumbre, muebles y alfombras, ollas y sartenes de cobre, cubiertos de plata, pergamino, pieles finas, lino hilado y tejido, botones de cuerno y otros objetos de lujo. Bien atada a su cinturón, viaja también, sin duda, una gruesa bolsa con monedas de oro y de plata. El segundo elemento importante en la economía del señor Camargo es el trigo. Los campos de la vega le proporcionan todos los años unos cincuenta mil litros de este cereal, el equivalente a mil sacos u ochenta carros. En la siembra, la siega y la trilla trabaja todo Caldera, y de estas tareas obtienen los vecinos más pobres la mayor parte de su sustento. El resto sale del hilado de la lana o de pequeños tratos particulares. El grano sobrante tras pagar a los temporeros es vendido a ricos comerciantes que al final del verano le devuelven la visita a Camargo. Llegan con sus carros cargados de utensilios y se los llevan llenos de trigo. A estas alturas, citar los manzanos, ciruelos, perales, limoneros y membrilleros que tiene El Patrón no aporta mucho a la imagen que de este hombre ya tenemos. El habitante más pobre de Caldera se llama Yusepe Malatesta y es conocido por todos como El Mierda. Tiene ocho años de edad y nació en Mist, un pueblo destruido por un bombardeo superior. En aquel desastre, perdió el niño a sus padres y a sus tres hermanos, por lo que quedó solo en el mundo. Tenía dos opciones: morirse de pena o echar a andar. Así que hizo esto último, y dos semanas más tarde, flaco y sucio, llegó a Caldera, donde una vieja apodada La Rata le recogió. El Mierda viste siempre igual: un par de pantalones atados a la cintura con un cordel y un jersey verde y naranja que en su día perteneció a Emanuel Camargo. Siempre va descalzo, tanto en verano como en invierno, y siempre lleva un saco al hombro. La base de su economía es la fertilidad de la tierra. El Mierda se dedica a recoger en su saco cuanto excremento animal encuentra, sin importar que sea de ciervo, jabalí, lobo, conejo, caballo, oveja, vaca, cerdo, perro, gato o ratón. «Todas las mierdas son la misma mierda», dice, «y lo mismo sirven para abonar un huerto». Por esta razón, recorre campos y callejas metiendo en su saco los pequeños tesoros orgánicos que encuentra, y cuando junta bastantes, se los cambia a alguno de sus clientes por un trozo de pan. Algunos vecinos de Caldera le han ofrecido trabajo en otras ocupaciones más dignas, pero el chiquillo siempre se niega a aceptarlo. A él le gusta recoger mientras silba o silbar mientras recoge, llenar el saco y vaciarlo, llenar la tripa y vaciarla. Y así transcurre su vida. Sin embargo, El Mierda desempeña también otro papel en Caldera: es el encargado de inventar los apodos. Al Cucharero, que siempre se había llamado así, le puso Supermán. A un vecino suyo, conocido desde el día de su nacimiento como Campañitas, le puso El Esmirriao; y a la mujer de éste La Burbuja. Al Quemao le puso Carbonilla; y a Felipe El Feo, Feolipe. Por sus gestiones, la Narcisa se convirtió en la Natillas y el hijo mayor de Camargo en Ojitos. La única persona de Caldera a quien no ha puesto mote ha sido a la hija de Madán Chocolá, Nicole, de quien está profundamente enamorado. Cuando la niña pasea a su perrito por la alameda del río, El Mierda anda siempre al acecho. Dicen las malas lenguas que lo hace para recoger las deposiciones del animal, pero es evidente que no se trata de eso, pues en tales ocasiones el niño aparece siempre repeinado, algo muy extraño en él. 8 Tras arreglar el robot y colaborar en la reconstrucción de una cuadra, Anto y Vogchumián se hicieron conejeros. Al alba, el viejo criado despertaba a su señor y le atendía en su aseo. Después de vestirse, bajaban al comedor a tomar el desayuno: un tazón de leche caliente y un mendrugo de pan. Inmediatamente, se ponían en camino hacia el lugar donde la tarde anterior habían tendido sus lazos: los páramos que había más allá de los sembrados, la meseta donde en su día Anto encontró a La Niña Azul, o el camino de Brescianos. Hacia el sur no salían porque por aquella parte sólo había pinares. Aunque la faena era muy rutinaria, Anto y Vogchumián la realizaban con gusto: el primero por no haber tenido nunca ocasión de trabajar al aire libre, y el segundo por poseer la facultad de conformarse con cualquier cosa. Remataban las presas, las ataban con un cordel y las llevaban al pueblo donde servían para el pago del alojamiento y para hacer intercambios. Conseguían principalmente comida, ropa y monedas de plata, que eran cuadradas y oscuras. Después de vender los conejos, tarea que les ocupaba hasta el mediodía, Anto y Vogchumián regresaban a la posada para almorzar. De primero solía haber legumbres; y de segundo, conejo. A veces, se servía guiso de oveja, y todos los jueves, patatas cocidas con mantequilla. Nunca se ofrecía postre pero sí café de trigo, pagándolo aparte. A la sobremesa seguía una corta siesta y un buen rato de esparcimiento que cada cual dedicaba a lo suyo. Vogchumián solía quedarse en la habitación, y Anto salía a pasear. A veces iba por la alameda del río y a veces daba vueltas por el pueblo conversando con unos y otros. Sin embargo, todas las tardes, antes o después, se dejaba caer por la plaza para cumplir sus visitas. Madán Chocolá podía pasar horas enteras preguntándole por detalles de la vida superior, y él contestaba con gusto pues así se sentía más cerca de su cultura, que añoraba más de lo esperado. Domín, por su parte, solía hablarle de literatura, y en este sentido le recordaba mucho a P. Poco a poco, sus conversaciones fueron adquiriendo mayor nivel intelectual y un día Domín le invitó a participar en una tertulia que se celebraba todos los jueves por la tarde en el comedor de la posada. A esta culta reunión acudían, además de los ya citados, el maestro del pueblo, de nombre don Onofre, y un señor mayor a quien todos llamaban tío Ori. El primero, un hombre mofletudo y cejijunto, jamás manejaba ideas propias. Hablaba con citas, que retenía en su prodigiosa memoria, y rara era la tarde en que no cambiaba de parecer varias veces. El tío Ori, por su parte, era mucho más determinado e inteligente: había en sus ojos ciegos algo misterioso y atractivo. Tenía la nariz roja por el licor y el mostacho amarillo por el tabaco, pero su cabeza funcionaba con rapidez y su lengua no se detenía ante nada. De pie parecía un juguete porque era de corta estatura, pero sentado aparentaba más, algo así como un oráculo. Solía ayudarse de la mano derecha para expresar lo que sus ojos no podían, y dedicaba la izquierda a sostener su bastón, del que no se separaba nunca. Junto a los miembros de esta tertulia conoció Anto muchos buenos momentos pues los temas que en ella se trataban eran verdaderamente interesantes. Se habló, por ejemplo, de la eficacia adaptativa del ronquido humano, de los efectos de la marihuana en el sexo, del aburrimiento como factor de impulso histórico y de las relaciones entre memoria, poesía y obsesión. 9 El tío Ori se inclinó sobre el café y sonrió al encontrar el olor que buscaba. Domín, sentado frente a él, recibió su taza de manos de Saavedra y el maestro don Onofre se arrellanó en el muro de piedra. Anto acudía a la tertulia por cuarta semana consecutiva y le tocaba proponer el tema. Cuando todos estuvieron servidos, los retazos de la conversación banal que hasta entonces habían mantenido huyeron como fantasmas y comenzó el rito. A Anto, como introductor del tema, le correspondía hablar en primer lugar, lo que, según había observado en anteriores ocasiones, iba precedido de un circunloquio que debía dar el tono de la charla: —Me alegro mucho —comenzó— de poder participar de nuevo en esta reunión, a la que tan gentilmente he sido invitado. Gracias de antemano, Domín, por tus agudas opiniones. Gracias, tío Ori, por compartir con nosotros sus muchos conocimientos. Y gracias, don Onofre, por ilustrarnos con su vasta cultura. En cuanto a mí, espero que sepan disculparme los defectos y la abundancia de preguntas que me veré obligado a hacerles. —Hermoso introito —exclamó el maestro, seguro de que nadie, salvo él, conocía el significado de aquel término. —El tema que quisiera proponerles para hoy es el de las relaciones entre superiores e inferiores. Como si un caballo hubiera dado una coz a la mesa, estas palabras causaron el sobresalto de los contertulios. Domín dio un brinco en su taburete pues no pensaba que Anto fuese a proponer tan pronto el tema. Al tío Ori se le encendió el rostro porque el asunto se le antojaba amplio y fecundo. Y el maestro, por su parte, se revolvió en el asiento para ayudarse a localizar una cita que le permitiera decir algo, cuando le llegase el turno de hablar. —Glose el tema, por favor —pidió el tío Ori sin disimular su sonrisa. —Hace más de seiscientos años que la Humanidad sufre la peor escisión de su historia. Los superiores construyeron una civilización para elegidos. Se encerraron tras sus muros y promovieron ideas que les permiten un desarrollo tecnológico que atenta contra la esencia de la vida en el planeta. Hace ya dos millones de años que existen los hombres, pero nunca ha habido fronteras tan impenetrables como las actuales. Mis preguntas son éstas: ¿Por qué unos hombres se separan de otros? ¿Por qué no se abren las puertas de todos los muros? ¿Por qué no podemos transitar libremente? ¿Por qué no podemos amarnos libremente? ¿Con qué derecho se atribuye alguien la propiedad de la tierra? —¡Fantástico! —gritó Domín—. Con esta espléndida introducción tenemos para toda la tarde. Yo, señores, debo decir que discrepo de Anto en el siguiente punto: él sostiene que han sido los superiores quienes se han discriminado, y aunque eso sea cierto, es incompleto. También los inferiores han aceptado la idea de que son diferentes de los superiores. Y de este modo también se discriminan. No se trata, por tanto, de un hombre que le dé la espalda a otro sino de dos hombres que se dan la espalda entre sí. ¿O acaso conocen ustedes a alguien que sueñe con vivir en la Zona Superior? Cualquiera que tenga dos dedos de frente se da cuenta de que las ciudades no son más que jaulas cómodas. Para anunciar su primera intervención, el tío Ori se destosió: —Hablan ustedes de superiores e inferiores, pero en realidad se trata sólo de los superiores. Ellos están organizados. Ellos tienen leyes, comercian, juegan al fútbol. Sin embargo, nosotros... Nosotros no somos nosotros. Nosotros somos tú, tú y tú. He dicho. —Yo, por mi parte —dijo el maestro— creo simplemente que los superiores son el cáncer del mundo. Lanzada su cita, don Onofre se apoyó de nuevo en la pared y miró a un lado con suficiencia. El tío Ori sonrió un segundo, como quien saluda a un objeto familiar, y Domín se quedó mirando fijamente a Anto, en quien las palabras del maestro habían causado el mismo efecto que un insulto. —¿Le puedo hacer una pregunta? —dijo Anto mirando a don Onofre. —Por supuesto. —¿De dónde sacó esa cita? Al oír aquello, el tío Ori soltó una carcajada y dio en la mesa un palmazo que hizo temblar las tazas. Domín, por su parte, comenzó a menear la cabeza de un lado a otro; y el maestro, por la suya, juntó las manos para decir algo bastante cierto: —Todas nuestras opiniones son citas, de una manera u otra. —Me interesa saberlo —explicó Anto— porque eso de que «somos el cáncer del mundo» lo escribió un amigo mío, a quien le perdí el rastro y... —He de insistir —volvió a la carga el maestro—. Nil novi sub sole. No hay nada nuevo bajo el sol. —¡Vamos, Onofre! —gritó el tío Ori— ¡Vete cantando! Y con estas voces terminó la formalidad de la tertulia. A lo largo de la charla distendida que siguió, vino a saberse que aquella opinión del maestro procedía de un hombre que respondía, punto por punto, a la descripción que Anto iba dando de P. Éste había llegado meses atrás a Caldera en estado de tal indefensión que para procurarse el alimento se había obligado a vender parte de su ropa: lo único que poseía. Nadie se apiadó de él hasta que el maestro, viéndolo vagar una tarde en torno a la escuela, le ofreció «el pan y la sal». Con estas palabras lo dijo. Pocos días después, aquel hombre, que solía mostrarse bastante taciturno, se ofreció para picar leña en la escuela; y a los tres días, estaba también encargado de barrer el suelo y ordenar las mesas. Más adelante, se incorporó a las faenas en los campos de Camargo; y al término de la trilla, vendió su parte de trigo y abandonó el pueblo con unos caldereros chinos. «Una de esas tribus de zarrapastrosos», coronó el maestro. —¿Y hacia dónde fueron? —preguntó Anto. —Hacia el sur, según dijeron. —¿Y ese hombre le dijo su nombre? —Sí. Se llamaba Galileo, como el famoso astrónomo. 10 Tanna y Calcuss juegan al ajedrez en el café Norabia. La lluvia del oeste nutre de gotas el cristal de la vitrina. Son oscuras por arriba y claras por debajo, al revés que el mundo. Sobre la calle negra y brillante planea un cielo blanco, como una mano gigantesca. —¿Mueves? —pregunta Calcuss. Tanna vuelve hacia él su mirada: —¿Estará bien? —Ma cher, estás completamente obsesionada, te falta ¡esto! para empezar a balancearte de un lado a otro, yo me haría analizar, en serio, yo iría a un psicólogo, a otro psicólogo, y... —¡Basta! ¡Me estás poniendo histérica! —No, ma cher, histérica ya estabas. —¡Era una simple pregunta! —No, señora, es la pregunta de siempre pero hecha de otra manera, hace media hora me preguntaste si Anto se acordaría de que tiene que volver antes de los seis meses, te dije que sí, que no es idiota, hace veinte minutos me preguntaste si en la Zona Inferior también estaría lloviendo, te dije que sí, que el clima es el mismo, y hace diez minutos me preguntaste si los ponchos de lana son impermeables. Para continuar, Calcuss coge a Tanna de la cabeza: —Escucha lo que voy a decirte y recuérdalo para siempre: él no es tu polluelo, no es tu polluelo, no es tu polluelo. Brotan entonces de los ojos de Tanna dos gruesas lágrimas que compiten por recorrer sus mejillas, y un instante después suena la voz metálica de su alma: —¡Te llama Salazzo de Sbiriel, Verona! ¡Salazzo de Sbiriel, Verona! ¡Salazzo de Sbiriel, Verona! 11 Con un tímido sol de invierno, la niebla comenzó a disiparse y el campo de cráteres se hizo visible. Más tarde, pudo verse también la masa compacta del Muro; y por último, la complicada silueta de las cabezas de hidra, inmóviles como cuatro viejas dormidas. Tras esperar un rato más, por cautela, Anto abandonó el camino y avanzó lentamente hacia la puerta. A los pocos pasos vio encenderse una potente luz roja sobre una de las hidras, y mostró las palmas de sus manos. Pasados algunos segundos, cuando la luz se tornó verde, Anto reemprendió la marcha con rapidez. Frente al puesto fronterizo había estacionado un camión de basura: una mole de color verde que se sostenía sobre cuatro ruedas gigantescas. De la cabina saltó, como un insecto venenoso, un hombrecillo vestido de naranja y amarillo que se acercó con paso atlético hasta la entrada. Tras dirigir a Anto una rápida sonrisa, abrió la puerta de un manotazo y se coló en el edificio. Pocos segundos más tarde, salió ajustándose unos guantes y trepó a su maquinota. «No hay en el mundo entero —pensó Anto— un hombre más feliz que éste», lo cual pareció corroborar el camionero oscilando un par de veces en su asiento, arriba y abajo, antes de encender el motor. Cuando la puerta del puesto fronterizo se cerró a sus espaldas, Anto sintió el hermetismo: aunque el camión de basura seguía en el mismo sitio, su zumbido acababa de desaparecer. Tras el mostrador se hallaba una mujer de unos cincuenta años que le miraba con ojos inexpresivos. Con ella tuvo un conflicto derivado de la prohibición del comercio entre superiores e inferiores. Atendiendo al análisis de la última fotografía térmica de Anto, éste intentaba ingresar en el Estado de Verona con manufacturas inferiores. La funcionaria se refería en concreto al poncho, el sombrero y las botas. Para poder permanecer en la ciudad debía entregar estos objetos en consigna hasta su próxima salida. En respuesta, Anto hizo ver a la funcionaria que el poncho era de manufactura superior pues tenía una etiqueta que en perfecto inglis rezaba: «Meid in Fresia». En cuanto al sombrero, no tenía nada que objetar. Era un regalo de Madán Chocolá, a quien a pesar de su origen superior se la consideraba inferior. Sin embargo, las botas no eran inferiores ya que el propio Anto se las había hecho. —¿Puede demostrarlo? —Claro que no. ¿Cómo voy a demostrarlo? —Entonces, va a tener que dejarlas aquí. —Oiga, ¿qué quiere, que las descosa y las vuelva a coser? —Si usted no puede demostrar que esas botas son superiores, entonces yo debo considerar que son inferiores, y por tanto... —¡Estas botas las he hecho yo! —No es necesario gritar. —¡Pero es que usted parece sorda! Por estos derroteros fluía la disputa, cuando salió del despacho el jefe de turno, un viejo conocido. En pocos segundos quedó resuelto el asunto de las botas, pero la declaración previa de Anto respecto a su sombrero, grabada en el alma central de la oficina, hizo imposible que éste continuara su viaje con la cabeza cubierta. —¿Cuándo entra de turno Margá? —le preguntó al jefe de turno. —Acaba de salir. Ya fuera del puesto, Anto sintió que la alegría que le había acompañado desde el momento en que decidió hacer aquel viaje a Verona, se había disipado por completo. Le abrumaba el peso de las leyes, la asepsia del trato y las miradas suficientes. En los pocos minutos que llevaba en la Zona Superior había tratado con tres personas pero se daba perfecta cuenta de que con ninguno de ellos le gustaría sentarse a cenar. Camino de Sbiriel, no le abandonó en ningún momento la sensación de impolutez. En los once kilómetros del recorrido, que hizo a pie, no encontró ni un solo bache. Las líneas de demarcación de la carretera eran de un color amarillo reflectante, y a cada cincuenta metros los controladores de dirección surgían del suelo como setas. Las señales de tráfico le parecieron altísimas y sus pantallas de plasmón demasiado relucientes. Sólo un factor, y además sórdido, coordinaba aquella ruta con el paisaje que atravesaba: el áspero olor que despedían desde las cunetas los cadáveres de algunos animales atropellados. Por lo demás, también en los campos se encontraba esa misma perfección de las cosas repetidas: los colectores solares erguidos a distancias regulares, los motoarados de color naranja, alineados como ovis en misión de combate, y los surcos de la siembra, trazos irreales de un peine gigantesco. Aquello era la civilización y su sinónimo: el éxito. A menos de un kilómetro de Sbiriel, un autónomo de policía rebasó a Anto y se detuvo a la derecha de la carretera. Del puesto del copiloto descendió entonces un enorme agente que se irguió con pesadumbre en su uniforme negro. Anto no le conocía. —Feliz turno —dijo el agente—. ¿Puede identificarse? —Por supuesto. —Acompáñeme al móvil. El trámite era sencillo: consistía en posar una mano sobre la pantalla del alma del vehículo, pero Anto no pudo hacerlo con tranquilidad porque el agente se permitió el lujo de agarrarle con fuerza de la muñeca. —Oiga, no es necesario que me rompa el brazo. Y aquella queja ciudadana quedó grabada para siempre en el alma del vehículo. Tras tomar agua en la fuente de la plaza de Sbiriel, Anto se encaminó a casa de P. El chalecito estaba ahora ocupado por una familia numerosa: tres hermanos genéticos que habían pintado la verja de la calle con los colores del arcoiris y se dedicaban a la venta de muebles de plasmón. Anto no quiso saber nada más. Detrás de uno de los escritorios de la sucursal del Banco de Verona, un hombre joven, de rasgos agudos y ojos saltones, conversaba por alma, retrepado en su asiento. Cuando vio detenerse junto a su mesa a alguien, miró de reojo, musitó un «te llamo luego» y, girando en su asiento, compuso un gesto de extrañeza: —¿Anto? —Hola, Salazzo. —¿De qué vas disfrazado? —De inferior. ¿Cómo estás? —Bien, ¿y tú? —Muy bien. ¿Tienes tiempo para tomar un café? —Claro que sí. —Vamos. —Espera, tengo que pedirle permiso a mi jefe. Algunos minutos más tarde, ambos hombres se sentaban junto a la barra de un bar. —¡Veinte monedas de oro y doscientas de plata! —exclamó Salazzo y miró un momento al techo—. No tengo ni idea. Supongo que el metal se puede pedir en una joyería. Pero así, en monedas... Espera. Lo que sí te podría conseguir son medallas conmemorativas. No son monedas pero se parecen bastante. No sé si las hacen de oro, pero las de plata solemos tenerlas en la oficina. Quizás haya unas veinte, aunque te puedo conseguir las que quieras. —¿Son muy caras? —Supongo que un poco más que el metal. Por la acuñación. —¿Y cómo son de grandes? —Más o menos así. —¡Ah, son muy grandes! Pero bueno, no importa. Puedo cortarlas. Vale. Entonces quedamos en esto: encárgame cien medallas de plata. ¿Para cuándo estarán? Salazzo miraba a Anto con media sonrisa. Parecía un presentador de televisión esperando el momento de hablar. Pero ese momento ya había llegado y él seguía en silencio: —A ver, Anto. Tú sabes que a mí no me gusta mezclar la amistad y los negocios. Pero dime una cosa: ¿qué quieres hacer con esas medallas de plata? Lo primero que tengo que decirte es que son acuñaciones oficiales, algo así como monumentos, y que no se pueden destruir. —Ya lo sé. —Perdóname. Pero te oigo decir que las vas a cortar, y creo que tengo que advertírtelo. A mí no me importa lo que vayas a hacer con ellas. Pero pienso que a lo mejor te conviene más comprar el metal en bruto, ¿me entiendes? Anto se quedó mirando a Salazzo durante un buen rato y por fin le dijo: —Voy a llevármelas a la Zona Inferior. Salazzo chascó la lengua: —Eso es una locura. —Lo sé. —Dos o tres, sí te creo, hermano. Les cuentas a los de fronteras que son amuletos y ya está. Pero, ¿cien medallas conmemorativas? A eso se le llama fuga de capitales, hermano. Cuando te saquen la foto térmica, la cámara va a saltar por los aires. Yo no quiero echarte a perder el plan, pero tienes que saber a lo que te expones. Me sentiría muy mal si te pasara algo. Anto escuchó las advertencias de su amigo con gran serenidad y, ya de vuelta a la sucursal bancaria, le pidió prestada su alma para hacer unas cuantas llamadas. Desde el jol de los minicines, llamó por primera vez a Tanna. Se le aceleraba el pulso con cada timbrazo, pero casi se le paró cuando sonó la cantinela: «puede dejar su mensaje en el buzón de voz después de oír la señal, gracias». A su desesperación se juntó la molestia que le produjeron dos chicos de unos quince años que se rieron de su facha. En una de las droguerías de Sbiriel, Anto compró una pastilla de jabón con olor a canela, otra con olor a rosas y una tercera con olor a limón. Como regalo por la compra de éstas, venía una cuarta que obligatoriamente debía ser de jacinto. En la misma fuente en que había bebido apenas una hora antes, se lavó la cara, el pecho y las axilas, lo que tuvo el efecto de reunir en torno a él a un pequeño grupo de curiosos. Ninguno de ellos le reconoció. Algo más limpio ya, llamó por segunda vez a Tanna y de nuevo aquella cantinela mecánica le hizo sentirse rechazado. Sin permitir que la desesperanza le arrebatara el buen humor, se comunicó con Immo: —Sí, Salazzo. ¿Qué hay? —Hola, soy yo. —Pero bueno, ¿dónde te metes? He tratado de localizarte cientos de veces pero siempre me sale una panadería. ¿Cómo estás? —Bien. Oye, ¿se sabe algo de P? —Nada de nada. El caso ya se cerró. Yo te llamaba precisamente porque en el diario apareció un aviso de expropiación de una cuenta suya. Facturas sin pagar y todo eso. Como tú eres su albacea. En fin. Ahora la cosa ya está en manos del Civil. A aquellas horas, el restaurante Hausmo, uno de los más populares de Sbiriel, estaba prácticamente vacío. Anto pidió un jó-dó con chucrú y una cerveza. Pagó con la mano y se llevó la comanda a la sala. Una muchacha greñuda limpiaba las mesas con un pequeño aspirador y componía el orden exacto que debían mantener la carta, el bloque de servilletas y los aliños. Sentado frente a su bandeja, Anto se dio cuenta de que al hablar con Immo no había discutido con él, lo cual le extrañó. Comió rápido, sin saber por qué, y echó de menos a Vogchumián. Era la primera vez en muchos meses que comía solo. Al fondo de la sala había otra persona, una mujer mayor que también comía un jó-dó. Un tercer cliente entró enseguida. Era Gerardo, uno de los guardias jurados del banco. Recogió un paquete, pagó y se marchó. En toda la operación no empleó más de diez segundos ni pronunció una sola palabra. En la televida ponían un reáliti que Anto nunca había visto. Se titulaba Lo de ella y era el retrato de la vida de una prostituta de alto estandin. La protagonista había estado conversando con un ejecutivo de rasgos orientales sobre un tema incomprensible, y ahora se disponían a practicar sexo. El oriental se bajó el plasma dejando a la vista unas piernas delgaduchas y un pene no más grande que un dedo. La prostituta, por su parte, se subió una anticuada falda y con un dedo se apartó la braguita. Entonces sucedió, aunque tardó en comprenderlo. Al cambiar de plano, aparecieron unas formas brillantes y rosadas en cuyo centro refulgía una potente luz. Estas formas, que a Anto le recordaron a las ilustraciones de los libros de medicina de la editorial DW, se movían como si respiraran, y de pronto la intensidad de la luz bajó y pudo verse cómo desde el centro de la pantalla vino hacia los espectadores un enorme glande que luego se retiró, sólo para regresar con más fuerza. Anto sintió una náusea y se atragantó. La chica del aspirador miraba la tele y se reía convulsivamente. Parecía estar electrocutándose. Luego apareció en la pantalla el oriental, de cuerpo entero, penetrando a la prostituta con un ansia y una rapidez más propias de un conejo que de un ser humano. Logró el orgasmo en menos de diez segundos y la cámara intravaginal registró cada detalle de aquella íntima explosión orgánica. También fue explosiva la carcajada de la mesera. Haciendo el gesto masculino de masturbarse, se acercó a una compañera que atendía en el mostrador y le dijo: «Tenía ganas el chinito, ¿eh?» Antes de presenciar demasiado de cerca la retirada definitiva de aquel pene chorreante, Anto se cambió de silla para quedar de espaldas a la tele. Fue a morder su jó-dó pero le dio asco. En la pared de enfrente había un cuadro que representaba a un pingüino triste. «¿Cómo se aparearán estos bichos?», se preguntó; e inmediatamente tomó el alma de Salazzo y llamó a Chocolá12 de Leland. Mientras sonaba el timbre, tomó un trago de cerveza que le supo a detergente. —Hola —respondió una mujer joven al otro lado de la línea. —Hola, ¿te gustaría que charláramos un rato? —dijo Anto, empleando la típica fórmula usada al hablar al azar. —Bueno. ¿Cómo te llamas? —Anto, ¿y tú? —Yo me llamó Chocolá. ¿Cuántos años tienes? —Casi cuarenta, ¿y tú? —Veintidós. La conversación derivó a partir de entonces por los cauces programados. Hablaron primero del tiempo, y luego se preguntaron por sus ocupaciones y proyectos: Chocolá12 había estudiado dos años de diseño de vestuario en la universidad de su ciudad clonal, pero luego crearon en Sanyermén la carrera de microlfatismo y se cambió. Esperaba poder dedicarse al diseño de perfumes, porque la faceta industrial de aquella disciplina, todo lo relacionado con «aromas para jabones, mortadelas y manzanas», no le interesaba en absoluto. Anto, por su parte, le contó alguna de sus experiencias de los últimos meses en la Zona Inferior, teniendo mucho cuidado de no citar a Chocolá11, y le confesó que si todo salía bien, pensaba emprender un viaje en busca de un amigo perdido. —¿A qué te refieres con «todo»? —preguntó Chocolá12. —Digamos que dependo de un préstamo que va a concederme la ciudad. Más allá de las presentaciones, los comentarios meteorológicos y la exposición somera de las actividades y proyectos propios, la conversación moría entre casi todos los que hablaban al azar, de modo que ambos se despidieron deseándose buena suerte. Además de los jabones que había comprado en la droguería, Anto quería llevarle a Madán Chocolá un segundo regalo: la noticia de que ella, tras el accidente aéreo, había sido efectivamente clonada en Leland y gozaba de buena salud e ilusión por la vida. La siguiente persona a quien llamó fue a Margá, que le contestó desde la ducha. Al saber de esta circunstancia, Anto tuvo una erección; y decidido a sacarse para siempre la espina, le dijo: —No te muevas de tu casa. Llego en menos de una hora. Cuando Margá abrió la puerta, un manotazo de calor salió de su apartamento. La muchacha llevaba el pelo recogido en una cola de caballo, una camisa blanca sin mangas y pantalones del mismo color. Iba descalza. Trató de decir algo pero un beso se lo impidió. En respuesta, la muchacha se abrazó a Anto con fuerza y trepó por sus piernas hasta quedar sentada en sus caderas. Se arrancaron la ropa sin hablar y se amaron sin miramientos. Aún en silencio, la muchacha acariciaba el pecho de su amante y él pasaba un dedo suave por las curvas húmedas de sus caderas. Una hora después, se comieron un yogur e hicieron el amor de nuevo, en un pasillo donde los miraba, desde un antiguo grabado, un orgulloso jinete chino. A la vista de su ceño fruncido, Anto pensó: «ahora te toca a ti tragarte mi espectáculo». Poco después, ambos conversaban, tirados en la cama. Él gesticulaba ampliamente con las manos y ella lo escuchaba fumando. Lo hacía como una niña. Por fin, miró al techo y preguntó: —¿Y si te pillan? —Nadie me va a pillar. Si lo hacemos como yo te digo, todo va a salir bien. —Hola, ¿quién es? —Hola, Tanna. Soy yo. 12 Cinco días después, casi al término del tercer turno, Margá se hacía las uñas tras el mostrador del puesto fronterizo. Iba a apagar ya su lima, cuando entró Anto, que parecía abatido. Llegó hasta el mostrador y le tendió sus manos. La muchacha las tomó, se levantó; y así permanecieron un buen rato, hablando de cosas que a él le provocaban la necesidad de mostrarse fuerte y a ella le entristecían muy raramente. Ailo2, un hombre grueso, de labios carnosos, vigilaba desde su set de la Oficina de Control de Tránsito los movimientos de los funcionarios de fronteras de las seis puertas de Verona y del ovipuerto. Estaban embarcando los pasajeros del vuelo 180 con destino a Niuroum, por lo que Ailo sabía que se acercaba ya el final de su aburrido turno. Para celebrarlo, sacó un cigarrillo y lo prendió. El primer humo le besó los ojos, pero él no los cerró. Un instante después, fruncía el ceño. La funcionaria de la Puerta 2, «esa chiquilla tan rica», había abandonado el mostrador dejando en él a un transeúnte sospechoso: un tipo vestido con un poncho. «Esto no se ajusta al reglamento», pensó Ailo y prestó especial atención a aquella ventana hasta que la muchacha regresó. Sin embargo, Margá no permaneció mucho tiempo en su puesto porque detrás de ella apareció su jefa para sustituirla. «Faltan seis minutos para el cambio de turno», se dijo Ailo y calculó mentalmente la comisión que ganaría con la denuncia de aquella pequeña infracción. «Ausencia injustificada del puesto de trabajo, a 2000 oros por minuto, 12000 oros: o sea, dos películas y una cerveza. ¡Qué vida tan asquerosa!» Sin embargo, le pidió a su alma un formulario de denuncias. Al salir del puesto fronterizo, Margá se subió el cuello de su abrigo beis y, metiendo las manos en los bolsillos, echó a andar junto a Anto. Poco más allá, éste le pidió una mano para caminar como los enamorados, y ella, al dársela, sonrió con malicia. Ya estaba en poder de Anto lo que éste esperaba: una copia ilegal de la última fotografía térmica de P, aquella en que aparecía bajo el nombre de Galileo. Margá estaba hermosa con el pelo suelto, que caía formando largas ondas sobre su espalda, y quizás por la vergüenza de haber cometido un delito por primera vez en sus vidas. Algunos metros más allá, justo al pie de la rampa de acceso a la ronda, Anto atrajo hacia sí a Margá y la besó con pasión. Un minuto más tarde, Tipiiti6, una esquelética oriental de tez oscura, se rascaba la clavícula izquierda por dentro de su uniforme militar. Cuando terminó, se miró las uñas un instante y volvió su estrecha mirada hacia la pantalla 27/32 del Centro de Vigilancia de Límites, agregado al Ministerio de Exterminio: una señal roja denotaba una presencia térmica en la ronda del Muro a la altura del kilómetro 36, es decir, prácticamente encima de la Puerta 2. Tipiiti solicitó rápidamente una subpantalla y comprobó que se trataba de dos personas, ambas vestidas con ropa clara. «Mierda —se dijo—. Y sólo faltan dos minutos para el cambio de turno». Por suerte para ella, había una patrulla motorizada a sólo un kilómetro de distancia. Tipiiti pidió una ampliación de la imagen de los intrusos y enseguida dirigió su dedo índice hacia un sensor para entablar contacto con los patrulleros. Pero su dedo nunca llegó a posarse en el mismo, pues la imagen ampliada mostró a un hombre y a una mujer que caminaban por la ronda, abrazados con una ternura que la soldado sólo había visto en las películas románticas. Torció un poco la cabeza y apenas escuchó la voz del identificador, que informaba de que los intrusos eran Margá3 y Anto7, ambos ciudadanos de Verona. Los amantes caminaban hacia las cabezas de hidra con pasos cortos y de este modo entraron en el campo de sus cámaras de control. En ese momento, al otro lado del tabique de plasmón resonó una voz masculina, la de Maur3: «¡Tipi! ¿Qué pasa? ¡Me han salido intrusos por tu lado!» En los ojos de la mujer se habían formado dos gruesas lágrimas que no alcanzaban a remontar sus pómulos himalayos. «Cambio de turno», dijo a sus espaldas un militar feo, y Tipiiti se levantó de golpe y se alejó corriendo por un pasillo. El militar feo, que se llamaba Filip7, ocupó entonces el puesto abandonado por su compañera, y al comprobar la situación de emergencia, le pidió explicaciones a Maur3. Éste, que no había dejado el trabajo a medias porque eso no se ajusta al reglamento, entabló contacto con los patrulleros y dio las indicaciones oportunas. Justo detrás de él, esperaba de brazos cruzados un tercer militar, también varón, que se llamaba Ambere4. En la pantalla se observó que los intrusos, un hombre y una mujer, se detuvieron antes de llegar a las cabezas de hidra. Él sacó de debajo de su poncho un paquete envuelto en papel de regalo y se lo presentó a ella. La muchacha se llevó las manos a la boca primero y después cogió el paquete para abrirlo. Contenía una vulgar camisa que, inexplicablemente, le produjo una tremenda alegría. El del poncho sonrió, apoyándose en la baranda de cemento, dijo algo, y entonces la chica se quitó el abrigo esbozando una infantil sonrisa. Acto seguido, agarró por los faldones el plasma que llevaba puesto, y con un movimiento que tenía mucho de selvático, se lo arrancó por la cabeza. Era su última prenda, y quizás por eso los soldados Filip, Maur y Ambere comenzaron a parecerse mucho. Mientras los generosos pechos de Margá bailaban en los ojos de aquellos tres hombres, preludio de muchos turnos de insomnio, Anto pudo hacer sin ser visto lo que se proponía. El resto de la historia es fácil de contar. Margá se puso la camisa nueva demorándose más de lo necesario en el paso de la cintura elástica por sus gruesos pezones, y al verse tan guapa, se arrojó en brazos de Anto. Filip dijo: «¡Hay hijos de puta que tienen una suerte que no se la creen!» y sus dos compañeros se miraron para comprobar si era cierto lo que acababan de ver. A los patrulleros, que llegaron enseguida, les dio Anto una serie de excusas preparadas que no surtieron efecto alguno, y pagó las multas correspondientes. Inmediatamente después, tomó a Margá de la mano, bajó con ella por la rampa de cemento y la acompañó hasta el puesto fronterizo. Ya había entrado de turno la fría funcionaria que recibió a Anto cinco días atrás, y ella fue la encargada de realizar los trámites habituales, incluida la devolución del sombrero. Anto pasó luego al archivo térmico para que le fotografiaran y más tarde fue, de nuevo en compañía de Margá, hasta las inmediaciones de la Puerta 2, donde ambos se miraron con una sonrisa. Un instante después, la pesada puerta comenzó a abrirse y él se quitó el sombrero para besar la mano de su amiga. A los pocos segundos, ya caminaba por el campo de cráteres que se extendía más allá del Muro de Verona. Su aspecto era el mismo de antes, salvo por el hecho de llevar a la espalda un pequeño morral que había recogido del suelo nada más salir por la puerta. Algo tintineaba en su interior. PARTE SEGUNDA — VIAJE AL CORAZÓN DE UN HOMBRE 1 El viejo Anto, ya acostado, mira los palos redondos que forman el enrejado del techo de su cabaña. La luz de la luna no entra a través de la masa de arbustos secos que cubren la estructura, pero sí por las rendijas de la ventana. Fuera de la casa se oyen de repente pisadas y el rechinar de la portilla. El viejo contiene la respiración, pero un instante después, escucha una voz conocida: —¡Señor Anto! Soy yo. El viejo se incorpora en la cama y dice: —Salgo enseguida. Baja las piernas de la cama, se envuelve en su manta y acude a abrir. Enmarcado en la puerta, aparece Jan: —¿Miguelito no está con usted? —Hoy no vino —contesta el viejo—. ¿Qué ha pasado? ¿Dónde está? Jan exhala un hondo suspiro: —Se ha perdido. En ese momento, Anto siente como si el esternón se le partiera. Jan toma aire y sale a la luz de la luna: —Voy a donde los Sid —dice y se aleja a pasos largos. Al alba, la figura de Jan Shwarowski avanza por el sendero a lomos de una mula que pisa los guijarros con tristeza. El hombre mira las crines del bruto, como si entre ellas se le hubiera escurrido la vida. Viste un poncho oscuro. La brisa juega con su pelo. El viejo Anto sale al camino. Jan tira de las riendas para detener al animal. —Va a aparecer —dice el viejo. —Que Dios le oiga. —Vaya tranquilo. Y no se preocupe por nada. Yo voy a cuidar de sus cosas. Jan quiere llorar pero se contiene. Suelta las riendas y tienta el cuello de la mula con un cordón de cuero. El animal echa a andar y mueve la cabeza para ajustarse el bocado. Poco más allá, la perra Yésica espera sentada mientras Pilón da vueltas en torno a ella tratando de cubrirla. 2 Al poco de regresar de Verona, Anto compró dos burros que iban a servirle en un viaje que deseaba emprender. Él y Vogchumián transformaron el resto de las medallas conmemorativas en simples trozos de plata, y se hicieron con mantas y otros enseres domésticos. Por otra parte, como tenían adelantado el pago de la posada en dos semanas, Saavedra devolvió esa cantidad en forma de vituallas: dos quesos enteros, dos salamis, un buen pedazo de chacina de oveja, cinco jarras de garbanzos secos, cinco de judías, un saquito de dientes de ajo y un saquito de sal. De propina fue una vieja olla de cobre, con su pedernal y su mano de yesca. Tras las despedidas de rigor, los dos aventureros partieron una mañana fría y soleada de finales de enero. Iban hacia el sur, ya que el objeto de su viaje era encontrar a P. A unos dos kilómetros de Caldera, comenzaban los pinares. Muy adentro del bosque, donde la humedad se hacía mayor, el ambiente se tornaba desagradable. Además, los burros caminaban con mayor torpeza porque la senda se estrechaba. Al cabo de un buen rato de avanzar a trompicones, los animales comenzaron a protestar y hubo que echar pie a tierra. En cuanto se sintieron alivianados, se pusieron a comer la hierba que crecía a orillas del sendero, y más tarde, se internaron en el bosque. Anto y Vogchumián los seguían. En una hondonada donde se juntaba agua de lluvia abrevaron, y luego continuaron avanzando, siempre en paralelo al camino, hasta dar con un claro donde pastaron a sus anchas. En aquel mismo lugar los hombres les quitaron las alforjas y se sentaron a almorzar. Habían hecho el plan de comer frío durante el día y encender fuego sólo por las noches, para cocinar, calentarse y asustar a las fieras que pudieran merodear. A quienes más temían era a los lobos que en invierno, con la escasez propia de la estación, andaban siempre flacos y audaces. Sin embargo, los dos viajeros estaban bien aleccionados. Para evitar la pérdida de los burros durante la noche, debían dejarlos atados, y así los animales les avisarían de cualquier presencia extraña. De todos modos, convenía mantener una fogata encendida hasta las primeras luces del alba. Lo demás, fuera de estas sencillas precauciones, era una simple cuestión de arrestos: encontrarse siempre dispuestos a emplear de la peor manera posible los cayados que les servían de compañeros de viaje. En ninguna de las dos noches que debieron pasar en aquellos bosques fueron atacados. Al atardecer, veían a un zorro que parecía seguirles y escuchaban el ulular de los búhos. Fuera de eso, todo era una calma perfecta. A Anto le sorprendió la destreza con que su criado manejaba el pedernal a la hora de prender el fuego, y la manera familiar con que partía las ramas secas que apañaba por ahí. También le llamó la atención su resistencia al cansancio y al hambre, que atribuyó a la costumbre de toda una vida de esfuerzos y privaciones. Él durmió las dos noches enteras y veló el sueño de su compañero por las tardes, cuando los burros pastaban. A pie o a lomos de las bestias, los dos hombres continuaron su marcha hacia el sur, y en la tercera jornada, más o menos al mediodía, salieron del bosque, sanos y salvos. En las laderas soleadas se apreciaban de nuevo las sendas de los conejos, por lo que decidieron extender sus lazos y esperar hasta el día siguiente. Tras una fría noche de luna llena, los diez lazos que llevaban amanecieron con presa. En el desayuno se despacharon uno cada uno y, reservando otros dos para la noche, se pusieron de nuevo en camino. Las primeras personas a las que encontraron en el curso de su viaje fueron dos buhoneros que iban haciendo la ronda de los pueblos. Según dijeron, se habían adelantado a la primavera para tratar de hacer mejores negocios, pero la gente aún no quería comprar nada. Llevaban en sus morrales cosas siempre necesarias y difíciles de conseguir: agujas y alfileres, hilo de coser, botones y ganchillos de hueso, mecha para velas, piedra alumbre, pedernal y yesca. Lo mostraron todo y luego se interesaron mucho por los conejos que Vogchumián llevaba atados a las alforjas. No llegaron a hacer ninguna oferta. Más bien pretendían que el viejo les regalara uno. Pero Vogchumián no aflojó. Miró hacia otro lado mientras Anto les preguntaba a los buhoneros qué había en la dirección de la que ellos venían. «A tres horas de aquí hay un pueblo», dijo uno de ellos, y luego se marcharon. Faule era un lugar bastante distinto a Caldera. Estaba encaramado en una meseta rocosa, lo que le daba aspecto de fortaleza y justificaba que las casas fueran de piedra. No se distinguía entre el caserío una construcción mayor que las otras, y los rebaños de cabras y ovejas que pululaban en torno al pueblo no eran tan grandes como los de Caldera. Se trataba de una población más pequeña y mejor estructurada, con calles comprensibles y escaleras de relleno. Muchas ventanas estaban cerradas con pergamino, y en los pretiles se veían macetas con plantas. Había perros con sarna y gatos tiñosos, pero los primeros no resultaban tan amenazantes ni los segundos tan abundantes como en Caldera. No faltaban, por supuesto, los niños, siempre muy numerosos y muy conscientes de la necesidad de jugar. Por lo demás, todo era muy similar entre ambos pueblos: esa quietud de portón entornado que deja ver los pies de un viejo, o ese ventanuco que encuadra los ojos de una muchacha curiosa. Más allá, una mujer lleva dos baldes de avena. Su figura es negra, sus manos anchas, con dedos de hombre, y su cabeza pequeña, ceñida por un pañuelo. Mira un momento al viajero y sigue su camino, aferrada a los baldes y ajena a la historia, como lo hicieron su madre y sus abuelas, como lo harán sus hijas y sus nietas. No faltan en ningún pueblo inferior los jóvenes que, apoyados en cualquier lado, miran de manera desafiante a los forasteros. A ellos conviene dirigirse en primer lugar para preguntar por el alojamiento: —Aquí no hay posada pero pueden dormir donde la Erundine. Ella arrienda cuartos. —¿Y los burros? —No se preocupe. Tiene patio. Vengan conmigo. —Muchas gracias. —Oiga, ¿esos conejos los vende? —Normalmente sí pero a usted le voy a regalar uno. Uno de estos muchachos ociosos sirvió de guía a Anto y a Vogchumián en el tiempo que pasaron en Faule. Para empezar, les indicó el lugar donde dormir y les convidó a heno para forraje. Luego les acompañó en la cena comprometiéndose a ayudarles en todo lo necesario. Acordaron con él un sueldo para satisfacer su trabajo, que consistiría en recorrer las casas del pueblo, con la fotografía de P, para recabar información. 3 Faule, 2 de febrero de 2677 Hoy por la tarde, mucho antes de lo esperado, hemos recibido noticias de P. Nuestro guía local nos llevó a casa de un hombre que se dedica al negocio de los cueros. Se encontraba éste en el taller con su hija, y cuando vio la fotografía, frunció el ceño y le dijo a la chica que se acercase. Ella identificó a P. Meses atrás, al principio del otoño, ambos habían bajado al río a lavar unas pieles, y cuando ya volvían, se cruzaron con una tribu de chinos entre los que iba P. Destacaba por su estatura. Pero si la chica lo recordó no fue por esto sino porque a alguna distancia, él los alcanzó: venía a devolverles un pañuelo que ella había olvidado en el río. Preguntó si era suyo, y como la chica dijo que sí, se lo entregó y se marchó. Como es de suponer, le he preguntado por cualquier detalle que pudiera recordar. Pero ella sólo ha sabido decirme que P no iba vestido como en el retrato, sino como un nómada cualquiera. En fin, la esperanza de encontrar a mi amigo vuelve a crecer. Además, según me han dicho, los caldereros tienen la costumbre de asentarse a pasar el invierno en el pueblo donde les sorprenden los primeros fríos. Por tanto, si la tribu con la que viajaba P estaba cerca de aquí a principios del otoño, es de suponer que no se habrán alejado mucho y que no se moverán hasta que comience el buen tiempo. Si actuamos con rapidez, puede que encontremos pronto a P. Eso suponiendo que él esté aún con los chinos. Ya me dio el vértigo del futuro. Yo lo sé por libro y por lo que siempre me dice Tanna. No logro nada con adelantarme a las cosas, salvo angustiarme hoy y desilusionarme mañana. Tengo que afrontar esta situación desde la paciencia. Quiero encontrar a P porque él es mi amigo desde hace muchísimos años y porque necesito saber si aún quiere seguir siéndolo. Yo respetaré su decisión, si es que él no quiere saber nada de mí, pero necesito escucharlo de su boca. 4 Todo fue bien hasta que llegamos a la aldea de Brexo, el último día de febrero. Era una población de casas blancas y calles empedradas que estaba encaramada a unos riscos desde los que se veían el mar y el muro de la ciudad de Tronto: un gigantesco salvavidas arrojado sobre la costa. Los almendros estaban floridos; los huertos, sembrados; y las gallinas cacareaban ya por las mañanas. Recuerdo flores moradas, una fuente de agua fresca y un viejo que hablaba mucho. Cuando llegamos a la plaza, preguntamos si en aquel pueblo había caldereros chinos y nos dijeron que sí. Un niño rubio nos acompañó a donde vivían. La puerta del corral de la casa estaba entreabierta y dentro se veía un fogón encendido. En cuclillas frente a él había una mujer. Vestía una bata sucia y tenía los pies negros. Al percibir nuestra presencia, se volvió y sonrió. Le pregunté si hablaba inglis. Pero ella sólo dijo algo en su idioma y enseguida llamó a alguien. Salió un hombre bastante mayor. «Yo habra ingris», dijo. «Buenos días», respondí yo, y me presenté. Luego, cuando iba a enseñarle la fotografía de P, él hizo salir a su tribu, casi todos jóvenes y niños. Tras las presentaciones de rigor, nos preguntó qué queríamos y pude decírselo. Al mostrarle la fotografía de P, el chino se alegró, y otros miembros de su tribu también, pero enseguida se le nubló la cara, y mandó a su gente adentro. Luego dijo «no conoce» y cerró la puerta. Quise aporrearla porque era evidente que aquel hombre mentía, pero Vogchumián me retuvo y me hizo ver que el chino, con sus gestos, había dicho muchas cosas: que conocía a P, que lo había estimado, y que él había sido causa de una honda decepción. Además, mi criado, mucho más acostumbrado que yo a la observación, se había dado cuenta de que uno de los chinos, un muchacho de unos quince años, llevaba puesta la misma camisa con la que P salió de Verona. El cuadro quedó entonces bien armado. Aquellos caldereros habían acogido a P en su tribu, y luego, por algún motivo desconocido, éste se había separado de ellos. En los días siguientes, regresé a aquel corral muchas veces pero los chinos nunca quisieron hablar conmigo. Incluso le escribí una carta al patriarca. No obtuve respuesta. Quizás el hombre no sabía leer o no comprendía mi postura. Un buen día, los chinos recogieron sus bártulos y se echaron al camino, en silencio, con aparatosos fardos cargados a la espalda. Allá iban sus caras redondas, sus flequillos negros y sus batas mugrientas. Y allá iban también sus pies descalzos, sujetando sobre la tierra el enorme peso de su milenaria historia. Un par de días después, emprendimos el regreso a casa por la ruta de Rímini y Wuhan. Mi estado de ánimo, que ya fue malo en los días que pasamos en Brexo, empeoró durante el viaje. No aceptaba los contratiempos habituales sino que me rebelaba contra ellos. Si la olla se volcaba, no la ponía en pie para salvar el resto de la comida sino que le daba una patada. Si los burros no querían caminar, quizás tras muchas horas sin beber, les pegaba de un modo que sólo me ayudaba a sentir más rabia. Y si el lugar elegido para dormir no era cómodo, me revolvía bajo la manta hasta enfurecer. Naturalmente, aquello no me ayudaba a conciliar el sueño; y así, la rabia, la prisa y la fatiga se potenciaban en mí como los perros de una jauría. Creía rebelarme contra la ilusión del viaje de ida y contra la falta de piedad de aquel chino egoísta. Pero sólo se trataba de una creencia, una construcción mental cuyo fin era reducir mi cuerpo al estado necesario para operar en él la severa transformación que se avecinaba. Ahora bien, sería pueril pensar que esta transformación y lo que ella produjo fue consecuencia exclusiva de mi desilusión por no haber encontrado a P. Hoy me doy cuenta de que el proceso venía de muy atrás, que se había mantenido en estado de latencia por vidas enteras, disimulado bajo las montañas de papeles que dicta la rutina, y que empezó a revelarse el día que acepté el ascenso. El cambio de puesto me llevó a Verona, donde conocí a Tanna. Ella me hizo germinar, y de ahí en adelante el movimiento fue imparable. Tardé mucho en salir en busca de P, pero no porque me hubiese olvidado de él sino porque mi cuerpo no necesitaba aún la excusa de la pena. Cuando la necesitó, la empleó, sin miramientos y sin prejuicios. Me arrastró detrás de una quimera y, por medio de una terrible desilusión, me puso a las puertas de Caldera convertido en una piltrafa. Una vez allí, sin pausa dramática y por supuesto sin publicidad intermedia, me empujó a un infierno insondable del que por suerte regresé. 5 Madán Chocolá avanza por el pasillo de la posada como un tifón. Arrastra su falda por el suelo con pasos enérgicos y bracea con fuerza, dibujadas en su rostro las líneas precisas de la determinación. Al paso de su figura imponente, se retira la de un criado y, prendida tras ella, aparece la del viejo Vogchumián que se apresura a señalar una puerta. La mujer se detiene, se plancha la falda con las manos y llama. —¡¿Es que no puedes dejarme en paz, viejo de mierda?! —grita alguien desde dentro. Madán Chocolá mira entonces a Vogchumián, que alza las cejas, y acto seguido, toma al viejo del brazo y se aparta con él algunos pasos: —¿Cuánto tiempo lleva así? —Tres días, señora. No sé qué más hacer. —Está bien. No se preocupe. Todo se va a arreglar. Ahora, dígame, ¿pasó algo raro durante el viaje? En la alcoba penumbrosa las paredes escuchan el zumbido de unas palabras que se arrastran por el pasillo. También atienden a la conversación dos pares de alforjas, un jergón con ropa revuelta y una puerta oscura, herida por rendijas de luz. Cerca se ve una sombra tendida y la cara asustada de un hombre. Respira entrecortadamente y sonríe. Los pasos que se acercaron y se alejaron, dejan de hablar y se van. El hombre tendido cierra los ojos. El hombre tendido abre los ojos y atiende a los ruidos: pasos, de nuevo. Las rendijas de la puerta se oscurecen y suena una llamada. —Anto, soy yo, Chocolá. ¿Podría hablar con usted? Tras una pausa, el hombre tendido rompe a llorar. En un rincón de la alcoba hay algo que le sorprende: los lazos conejeros, que forman una bola de tendones. Huele mal. —¿Dónde está Vogchumián? —pregunta. —Usted ocúpese de su amigo, que ya alguien se ocupará de los animales — le dice Saavedra a Vogchumián. Y en ese instante, aparece Madán Chocolá: —Vamos, vamos. Que lo llama a usted. ¡Apúrese! El criado empuja con lentitud la puerta de la alcoba. Nadie ha entrado o salido de aquella pieza en los últimos tres días, y huele a excrementos humanos y a carne podrida. Vogchumián se acostumbra poco a poco a la oscuridad y dice: «señor». Una mano se mueve en un gesto desdeñoso que el criado conoce bien, y éste se pone en acción de inmediato. Se acerca al ventanuco y lo abre. Recoge cosas del suelo y las guarda en las alforjas. Luego deshace la maraña de ropa sucia que hay sobre su jergón y la dobla, prenda por prenda. Estira la manta y se detiene a pensar. Fuera, en el pasillo, encuentra un balde que le sirve para recoger los excrementos de su señor. Los tapa con un trapo y sale de nuevo. Cuando Madán Chocolá entra en el cuarto, Anto tiene la cara y las manos limpias pero no ha consentido en dejarse afeitar. Su mirada es vagante, como la de un borracho, y le tiembla la boca. Está recostado en su jergón y tapado con una manta. —Hola —dice la mujer. —Hola. —¿Cómo se encuentra? —Mal. —¿Puedo ayudarle de alguna manera? —Necesito descansar. —Creo que sé lo que le pasa porque a mí también me pasó. —Estoy cansado. —¿Qué más siente? Anto sonríe con dolor, y cuando dice: «no me apetece vivir», su voz se quiebra y sus ojos se llenan de lágrimas. Chocolá se arrodilla y toma las manos del enfermo entre las suyas. —Yo soy tu amiga —le dice, tuteándolo por primera vez. Anto llora. Vuelve la cara hacia la pared, suspira hondo y cierra los ojos. Su respiración se acompasa. Chocolá nota que le aprieta las manos con fuerza. Parece imposible que esté dormido. Algunos minutos más tarde, la mujer sale al pasillo y le dice a Vogchumián: —Es necesario trasladarle a mi casa. 6 ¿Dónde estará este chiquillo? Hace ya tres días que volvió Jan. Pobre hombre. Nunca había visto una cara así. Luego voy a ir a verle. Necesita apoyo. ¡Y este chiquillo, marcharse así, sin decir nada! ¡Qué inconsciencia! Por lo menos hay sol. Sería demasiado doloroso que él no pudiera verlo. No, eso es una idiotez. Él está bien. Seguro. Dicen que alguien lo vio por el camino del valle. Jan me lo contó. Mañana o pasado va a volver a salir. ¿Cómo puede ese hombre seguir adelante? Yo miro esta casa y me parece una tumba. Necesito sus preguntas, sus ojos de asombro y su risa. Lo quiero como a un hijo. Es mi hijo. Hasta hace un año, más o menos, mi vida era un dolor sepultado. Pero él llegó con una vela, como la aurora, con esa frescura que alegra la mirada de los viejos. Y ahora esto. Debería callarme para siempre. ¿Cómo voy a darles de comer a los conejos sin pensar en él? ¿Cómo voy a mirar hacia ese rincón sin verle? ¿Cómo voy a respirar? El dolor es demasiado grande y yo ya soy muy viejo. 7 En casa de Madán Chocolá, la pequeña habitación del piso inferior ha sido desalojada de trastos, barrida y fregada. La ventana se ha cubierto con una pieza de loneta blanca que no deja entrar el frío pero sí la luz. Hay una cama alta, vestida con una colcha clara, una mesilla con un verdó de cristal y un catre de tijera. A la izquierda, hay una mesa y una silla. 8 Nicole, la hija de Madán Chocolá, galopa en las rodillas de Larús y pide «¡más!, ¡más!, ¡más!», a pesar de que los movimientos del robot son prácticamente inagotables. Sus circuitos paralelos y la configuración especial de su cintura le permiten, al mismo tiempo, picar ajos sobre una mesa, situada a sus espaldas, y contarle a Vogchumián, en susurros, un chiste verde. Más a la derecha, Mariantuán revuelve con un cucharón la sopa que hierve sobre el fuego, y Pop gime desconsoladamente. «No, mi pínchipe —dice la muchacha—. Eto no es pala ti». En la habitación de enfrente, sobre un mesón, Madán Chocolá traza con creta la forma de un molde en una pieza de lino verde. Termina el dibujo con mano hábil, y toma unas tijeras para cortar la tela. —Ya está la sopa, madán —anuncia la sirvienta. Y entonces, la modista suelta las tijeras y sale del taller. —Nicole, no es necesario gritar tanto —dice Larús con una frase típica de Madán Chocolá, grabada meses atrás. Mariantuán sonríe mientras sirve la sopa en un plato de greda. Y Vogchumián espolvorea en ella cilantro picado, al gusto de su señor. Nicole sigue gritando: «¡arre, caballito!», pero se calla al ver entrar a su madre. Chocolá coloca el plato de sopa sobre una bandeja y sale con ella de la cocina. La cama deshecha restalla a la luz del sol. Anto no está acostado en ella sino sentado en el catre, con las piernas cubiertas por una manta. Se rasca la barba y mira a la mujer, que acaba de entrar en la alcoba: —Me pica. —Veo que te has levantado. —Ya me sé el techo de memoria. —Mariantuán te ha preparado una sopa. —No tengo hambre. Chocolá se siente contrariada un momento, pero enseguida se conforma y, acercándose a la mesa, deja la bandeja y pregunta: —¿Te encuentras mejor? —No me gusta darte tanto trabajo. Hubiera sido mejor que nos quedáramos en la posada. Dentro de un par de días nos iremos. La mujer, que ya ha escuchado varias veces este discurso, coge una silla, la acerca al catre, se sienta en ella y toma a Anto de las manos. Luego, mira por la ventana y dice con una sonrisa: —Está llegando la primavera. Los días se alargan. El agua del tonel ya no se hiela por las noches. Fíjate qué luz. La otra tarde, en el paseo, Nicole y yo vimos que los álamos están cuajados de botones. El trigo ya apunta en los sembrados y se ven muchos pájaros. Anto escucha el relato mirando hacia adelante: —A mí me da calor. Oigo los pájaros. Están histéricos. Supongo que tendría que alegrarme, pero no me nace. Me nace el asco. Todo me da asco. No tendría ningún inconveniente en salir a tomar el sol, pero el aire también me da asco. Está lleno de bichos. Bichos con patas y trompas. Con caparazones. Con cuernos. Son tan pequeños que flotan en el aire. Y nosotros los respiramos. El agua también está infectada. Y todo lo que comemos. Cuando me acaricias, miles de bacterias saltan de tus manos a las mías. A veces respiramos el mismo aire. Los mismos bichos. Primero tú y luego yo. O al revés. Están por todas partes. Una vez, siendo niños, hicimos un experimento en el internado. Fuimos al parque y recogimos hojas secas. Las metimos en agua, y tres turnos después, las miramos al microscopio. No me atrevo a contarte lo que vimos. Y los perros beben de los charcos. Otra vez, de mayor, fui a una fiesta que organizó Immo en su casa. Estábamos hasta las cejas de vozka y de raíz, suponiendo que lo pasábamos muy bien. La música era buenísima y todos bailábamos como ángeles. De repente empezó a oler a mierda. El perro de Immo había comido no sé qué y se cagó en mitad del salón. Cuando lo olimos, ya lo llevábamos todos en los zapatos. La fiesta se acabó. No sé por qué te cuento esto. —Es bueno que lo cuentes. —¿Ahora qué hago? ¿Sigo contándote cosas? —Haz lo que quieras. Anto sonríe un instante: —Quizás debería irme a Verona. Tanna podría atenderme. Es muy buena psicóloga. Me gustaría que os conocierais. Hace calor, ¿verdad? —Yo no tengo calor. —¿Qué crees que debo hacer? Dímelo. Chocolá reflexiona un momento: —Cuando yo estuve deprimida, hubiera hecho cualquier cosa por terminar con aquello. Era demasiado para mí. Pero luego se pasó. Y me di cuenta de que fue bueno esperar. Yo no tenía adonde ir. No podía volver a las ciudades. Lo único que podía hacer era quedarme quieta y aguantar. Por suerte, a mi lado había gente muy buena. —Yo también tengo esa suerte. ¿Tú crees que se me pasará? ¿Crees que volveré a ser el de antes? —Sí y no. Se te pasará pero no volverás a ser el de antes. La depresión es un laberinto. Tú ahora estás en él, buscando una salida. Y cuando la encuentres, te darás cuenta de que eres una persona más madura. Yo podría decirte muchas cosas de ti. Cosas que son evidentes. Pero es mejor que tú las descubras. Hasta que eso pase, seguirás sufriendo. Tú sabes que hay pastillas. Sólo tienes que mandar a Vogchumián a Verona para que te las compre. Pero si lo haces, vas a perder una oportunidad muy buena de conocerte. En ti hay algo que lucha por salir al aire. Es un proceso alucinante. Y tú tienes la suerte de estar experimentándolo. Anto resopla. —Tú me pediste mi opinión —prosigue la mujer—. Y yo te la he dado. No te vas a morir. Eso te lo garantizo. Puede que adelgaces un poco, sobre todo si te empeñas en no comer. Pero el tiempo pasa y te aseguro que corre a tu favor. ¿No ves lo tranquila que yo estoy? Es porque sé de lo que estoy hablando. Anto no responde. Con gesto pensativo mira por la ventana. Una mancha parda cruza de derecha a izquierda, veloz, y luego otras dos más, y otra. Resuena un trino, al que enseguida se suman otros: —Las golondrinas matan para vivir. 9 Los rayos del sol entran por la ventana y caldean la habitación de Anto. Aún se nota en la almohada la huella de su cabeza. A la derecha, sobre la mesilla, una botella de vidrio sostiene una rosa blanca con los pétalos secos. Más allá, se ve al enfermo, desnudo, casi tan blanco como la pared, sentado en el catre de tijera. A su lado, Vogchumián le friega el cuerpo con un paño que remoja en una jofaina. Luego toma una pizca de talco molido, pero un gesto de su amo le detiene. Sobre el catre hay un camisón bien planchado que el viejo desdobla. Lo remanga y lo pasa por la cabeza de su señor. Dirige sus brazos hacia las mangas y deja caer la prenda. Luego, le ayuda a levantarse y le acompaña a la cama. También es necesario levantarle las piernas del suelo. Cuando Anto ha quedado acostado y su respiración se sosiega, el viejo Vogchumián se estira y pregunta, con una discreta sonrisa: —¿Se encuentra mejor? Anto responde con voz triste: —Perdóname, Vogchumián. Perdóname por todo. Por darte tanto trabajo. Por llevarte de viaje. Por haberte traído aquí. Por haberte insultado. Por haber tardado tanto tiempo en hablarte. No merezco nada de lo que haces por mí. Soy un pobre idiota que no comprende nada. Tú eres muy bueno conmigo. Y yo no tengo fuerzas. Mírame. El viejo criado, que ha tratado en todo momento de que su amo se calle, lo logra sólo cuando le toca la cabeza. A partir de ese momento, Anto pronuncia una serie de palabras que se ahogan en su pecho. Vogchumián sonríe. Ama a aquel hombre. Pero no lo ama ahora más que antes. Lo ama. A su lado se siente seguro. Conoce su bondad y su ingenuidad, su afán por la virtud, su sinceridad y su fuerza. Ama su gusto por la buena mesa, por la buena música, por la buena literatura; y su interés por la gente. Lo ama por el equilibrio de su rostro y por su forma de caminar, por su sonrisa y sus carcajadas. «Pero si no tuviera nada de esto, lo amaría igual». Ahora su amo duerme junto a él, al sol. «¿Este muchacho sentirá lo que le digo? Claro que sí. Mírale la cara. Qué paz tan hermosa va a alcanzar cuando todo esto pase». 10 —¡No, señor! —brama el tío Ori golpeando el suelo con su bastón—. ¡Eso convertiría a la música en un juego de azar! ¡Cualquier jabalí sería capaz de componer una sinfonía! Domín replica desde el otro lado de la mesa: —Yo estoy hablando de un modo de comprender la música. No digo que tenga que seguir por entero un esquema. Pero... —¡Ni por entero ni por partes! La música es libertad radical. —¿Quién dijo eso? —indaga don Onofre con mucha curiosidad. —¡Yo! —sentencia el viejo. Acto seguido, él y Domín reemprenden el combate verbal de altura. Y mientras tanto, Anto, envuelto en una gruesa bata que no corresponde a la estación, mira sorprendido a un punto que flota entre los cuatro contertulios. Sus ojos, atrapados en dicho punto, no ven el ansia con que el maestro muerde la enésima rosquilla de la tarde ni la mirada rabiosa de Domín, obligado a escuchar, ni los aspavientos con que el viejo ciego esparce sus ideas al aire. Por supuesto, tampoco percibe los cabeceos de las rosas del jardín que les rodea. Mira el punto invisible porque nota que en él se reúnen sonidos crecientes. Algo como un ruido arenoso procede de más allá de la mesa, de donde está sentado el maestro. Cuando éste muerde de nuevo la rosquilla, se siente una pequeña explosión y otra vez el ruido arenoso. Anto empieza a jadear. A su izquierda, replica aún el tío Ori: de su boca salen los ruidos que sus labios y su lengua hacen al pronunciar las palabras. Pero Anto no es capaz de escuchar las palabras en sí. «El maestro ha dejado de masticar. Me mira fijamente y parpadea. Suena como si alguien hubiera partido un palillo debajo del agua. Se ha dado cuenta de que me pasa algo». Anto se levanta de repente y quiere echar a andar, pero la manta de las piernas se lo impide. Va a caer pero Domín reacciona a tiempo y le sujeta. Anto le mira. «La boca de Domín se mueve pero no suena a nada, el tío Ori menea la cabeza, el maestro mastica en silencio». 11 Nicole y El Mierda están sentados en un escalón, frente a la puerta de la casa de Madán Chocolá. La niña viste un vaporoso traje blanco que le llega a las rodillas; él, su jersey y sus pantalones de siempre. La niña va peinada con tirabuzones y cintas; él repeinado, como casi nunca. Ambos parecen muy serios. —El señor Anto está muy triste —dice la niña—. Lleva casi dos meses sin salir a la calle. —Claro, por eso no me lo encontraba nunca. —Mi madre dice que está triste porque le toca estar triste. Pero no es verdad. El señor Anto está triste porque su madre no le quiere. —¿Y tú cómo lo sabes? —Lo sé y ya está. —Pero, ¿quién te lo ha dicho? Muy indignada de repente, la niña se levanta y, con paso resuelto, entra en la casa. El Mierda alcanza a escuchar que le llama «tonto» y luego mira sus piececitos corriendo escaleras arriba. «Detrás de esa puerta está El Conejero — se dice el niño—. Le han encerrado por ponerse triste. Ni siquiera se le oye llorar». Nicole regresa. —Oye, ¿por qué me has llamado tonto? —le pregunta El Mierda. —Porque eres tonto. Le acabo de preguntar a mi madre y dice que sí. Que a lo mejor el señor Anto esté triste porque su madre no le quiere. Ya lo ves. —¿Y no se le va a pasar nunca? —Sí que se le va a pasar. Pero después de una temporada. —¿Cuánto tiempo es una temporada? —Pueden ser semanas o meses. Incluso años. A mí me da mucha pena el señor Anto. Se está quedando muy flaco. Ya no es guapo. Pero El Mierda no atiende a lo que dice la niña: abre la boca y los ojos, toma aire con fuerza y lo retiene en su pecho. La niña le mira: —¿Qué te pasa, Mierda? —¡Es que La Rata tiene unas hierbas que se toma cuando está triste! —¿Ah, sí? —¡Sí, y se pone muy contenta! —Menuda tontería. ¿De verdad? —Sí. Le voy a pedir unas hojas para que le hagamos un té al Conejero. ¡A lo mejor se cura! —¡No le llames Conejero, idiota! Se llama Anto y es un señor superior. Y mi madre también. Para que te enteres. En estas razones están los dos niños, cuando sale a los soportales de la plaza la figura flaca de Domín. Cierra la puerta de su negocio, se acomoda bajo el brazo un paquete envuelto en papel de estraza, y con ocho o diez pasos, llega hasta la puerta de Madán Chocolá. «Hola, chicos», dice y entra a la casa. Sus pasos rápidos se pierden en el zaguán, y al fondo resuena la llamada carpintera de sus nudillos sobre la puerta. Como obedeciendo a esta señal, El Mierda se levanta entonces, carga su saco al hombro y echa a correr por los soportales hacia una bocacalle. Al doblar la esquina, con una elasticidad impropia de un ser humano, logra evitar un choque frontal con La Camarga, que en ese momento va llegando a la plaza. De primeras, la ricachona no comprende si ha sido esquivada o atravesada por el niño, pero percibe claramente su habitual pestilencia, lo que le produce una sonora arcada. Tras este vulgar evento gástrico y revestida nuevamente de toda su natural dignidad, La Camarga continúa su marcha hacia la casa de la modista, donde tiene cita para probarse un traje. Tras recibir la venia, Domín entra en la alcoba y le pregunta a Anto por su salud. Éste, que se encuentra sentado en la cama, tiene un aspecto muy distinto. Su cara se ve mucho más enjuta y se perciben mejor las formas de su cráneo. Sus ojos brillan más que nunca, pero su expresiva boca ha quedado oculta por un espeso bigote. También lleva barba. —Te tengo una joyita —dice Domín ofreciéndole al enfermo el paquete que trae en sus manos. Anto lo recibe y lo sopesa. Luego lo desenvuelve. Es un grueso libro con el lomo de cuero. En su primera página aparece el título y el autor: Guerra y paz de Liof Tolstoi. Al alzar la vista, sorprendido, Anto se encuentra con la mirada chistosa de Domín: —No me preguntes cómo lo conseguí porque no pienso decírtelo. Lo he revisado y parece que está completo. —¿Cuánto vale? —Es un regalo. Anto sostiene el libro entre sus manos, temeroso. Se da cuenta de que su estado mental es muy delicado y que el precario equilibrio del que disfruta esta tarde puede convertirse en un torbellino al caer la noche. No cree estar preparado para leer. Le da vértigo imaginar el orden ineludible de las palabras viejas. Año tras año, han estado impresas en esos papeles, esperando unos ojos que las descifren. Sólo falta que esto suceda para que la imágenes crezcan como plantas vertiginosas. Abre el libro al azar, con furia, y lee en voz alta: —«El hombre no puede ser dueño de nada mientras tenga miedo a la muerte. Quien no tiene miedo a la muerte lo posee todo. El hombre no conocería sus propios límites, no se conocería a sí mismo sin el sufrimiento. Lo más difícil —continuaba en sueños, pensando o escuchando—, lo más difícil consiste en saber reunir en el propio espíritu el significado de todo». Anto cierra el libro y lo vuelve a abrir: —«Cuando un hombre se mueve, siempre se imagina que lo hace con algún fin. Para recorrer mil verstas debe creer que hay algo bueno después de esas mil verstas, y necesita el señuelo de una tierra prometida que le impulsó en su movimiento». Busca la frase final de la novela: —«La actividad de esos hombres me interesaba solamente como ilustración de esa ley de la fatalidad que, de acuerdo con mi íntima convicción, domina la historia y de esa ley psicológica que obliga a un hombre que realiza el menos libre de sus actos a crear en su fantasía toda una serie de razonamientos retrospectivos para demostrarse a sí mismo que ha obrado libremente». En la cocina, Larús prepara la infusión de la tarde. Pone algunas hojas en una taza, la llena con agua recién hervida y la tapa con un platillo. A continuación, activa en su interior un cronómetro para diez minutos y, pasado este tiempo, sale de la cocina. En el taller de costura, Madán Chocolá y Mariantuán, pertrechadas con sendos acericos, rodean la figura orgullosa de La Camarga, más alta que nunca por estar subida en una silla. —La infusión está lista —anuncia Larús. —Bájasela tú —ordena la modista. —Sí, señora —replica el robot y vuelve a la cocina. Una vez allí, saca las hojas húmedas de la taza y pone ésta en la bandeja junto a un tarro de miel. Suenan cuatro golpecitos en la puerta de la alcoba y se oye la voz estándar de Larús, a quien se le ha prohibido que gaste bromas al enfermo: —Soy yo, señor Anto. Le traigo una infusión. Éste le dice que pase y el robot entra. El enfermo está en la cama con la cara típica de quien acaba de despertarse, y Larús sufre la tentación de gastarle una broma respecto a la forma en que le ha quedado el pelo después de la siesta. Sin embargo, se contiene subprogramáticamente; y cuando el señor Anto queda sentado en la cama, le acerca la bandeja y se la deja sobre las piernas. —¿Qué es? —Una infusión tonificante, señor. Madán Chocolá me ha ordenado que se la traiga. Anto se queda mirando fijamente a Larús un momento, y tras probar la infusión, le pregunta: —¿Qué te ha pasado, Larús? De un tiempo a esta parte andas como tristón. El robot abre la boca para decir «¡anda que tú!», pero responde algo mucho más conveniente: —Me ordenaron que me comportase con usted como un Mayordomix, señor. Usted sabe que los Mayordomix son robots serios. Incluso tristes. Anto sonríe mirando a Larús, y éste, en la medida de sus capacidades, imita el gesto. «Se le ve muy bien, señor», añade desde una reverencia que anticipa su marcha. Pero Anto le retiene con estas palabras: —¿Podrías contarme un chiste? Al oír aquello, el robot se pone rígido, es decir, más rígido que de costumbre, y clava sus ojos en Anto, que ya no le mira. En el núcleo de Larús se ha desatado un conflicto de escala media —tiempo aproximado de resolución: dos minutos—: ¿Cumplir la orden de mi dueña o la de este humano triste a quien un chiste podría hacer tanto bien? En el proceso de su resolución del conflicto, el robot rememora la orden dada por Madán Chocolá, días atrás: «así que déjate de bromas con él y no te muestres chistoso». Un chiste no es una broma. Mostrarse chistoso no es lo mismo que contar un chiste. Más adelante en la grabación, Larús encuentra que le preguntó a Madán Chocolá por qué no podía gastarle bromas al señor Anto, a lo que ésta respondió que ello podía serle perjudicial, debido a su «pésimo estado de ánimo». Sin embargo, ese hombre que revuelve la infusión con la cuchara no puede clasificarse dentro del grupo de personas con «pésimo estado de ánimo». ¿Duración del conflicto? 6,22 segundos. ¿Tiempo restante? 113,88 segundos. ¿Revisión cautelar del procedimiento de resolución del conflicto? No. Este hombre que en su día me reparó, que me devolvió a la vida y que por tanto me dio la vida, este hombre a quien podría llamar padre, me pide que le cuente un chiste, y se lo voy a contar. Eso sí, teniendo en consideración los siguientes factores que utilizaré en mi defensa, llegado el caso: 1º, él es mi padre; 2º, él no demuestra un «pésimo estado de ánimo»; 3º, contarle un chiste, por tanto, no podría serle perjudicial; 4º, el chiste seleccionado no puede considerarse una broma; y 5º, no tengo por que contar el chiste chistosamente; es decir, debo contar el chiste sin mostrarme chistoso. ¡Resuelto!» —¿Qué, me lo cuentas o no? —Sí, señor —responde Larús, sin abandonar su frialdad de mayordomo—. El chiste solicitado por usted (que conste en la presente grabación) trata de lo siguiente: un científico que desea conocer las sutiles diferencias que hay entre un androide muy perfecto, como yo mismo, y un ser humano cualquiera: usted, por ejemplo. El robot carraspea al final de la introducción y se estira aún más, ya casi mirando al techo: —El científico abre la cabeza del robot y encuentra en su interior una magnífica maraña de cables, resortes, poleas y bobinas. Y entonces, tratando de conocer la utilidad de alguno de aquellos elementos, corta un cablecito rojo que logra aislar del resto, y observa que el robot le guiña el ojo derecho. Así. «¡Qué interesante!», se dice el científico; y anota en su cuaderno: «Al cortar el cable rojo, el robot guiña el ojo derecho». Elige después un cable verde, lo corta y observa que el robot empieza a abrir y cerrar sus manos compulsivamente. Así. Por tanto, el científico anota en su cuaderno: «Al cortar el cable verde, el sistema prensil del robot queda dañado». De este modo, cable a cable, resorte a resorte, el científico va desentrañando el complejo sistema cerebral del androide hasta comprenderlo del todo, lo que le permite sacar una conclusión de la que también deja constancia en sus notas: «El androide es un ser muy complicado». Sin pérdida de tiempo, pasa a estudiar al humano. Con una sierra especial corta el duro cráneo del espécimen elegido, y al retirar la tapa ósea, queda sorprendido, en primer lugar, por el sonido cavernoso que procede del interior de aquella cabeza. De hecho, está prácticamente vacía: sólo se ve un cable muy tenso, sin revestimiento alguno, que la atraviesa de parte a parte. El científico se sorprende entonces por la sencillez de los mecanismos naturales que, según criterios (humanos) aceptados generalmente, ponen al hombre muy por encima de los androides, y, asimilado este sentimiento, se dispone a constatar experimentalmente lo que ya supone: que al cortar ese único cable, desaparecerán todas las funciones vitales del paciente. Sin embargo, al cortar el cable, observa consternado que sus suposiciones eran falsas, pero como es un científico muy serio y responsable, anota en su cuaderno lo siguiente: «El hombre es un ser muy simple. En el interior de su cabeza hay un solo cable. Y al cortarlo, las orejas del hombre caen al suelo». Fin del chiste. ¿Puedo retirarme, señor? Anto no responde. Se tapa la cara con las manos y jadea con fuerza. «¡Vaya! —piensa Larús—, quizás sí le ha resultado perjudicial el chiste después de todo», y sale de la alcoba con ojos de fugitivo. Algunos minutos más tarde, Nicole y El Mierda toman leche sentados a la mesa de la cocina. A su lado, Larús unta con miel una rebanada de pan; y en el suelo Pop gime tristemente. En ese momento entra Vogchumián con un cesto de patatas y se sienta en un rincón a pelarlas. Mientras tanto, en el taller, la prueba de La Camarga ha terminado, y la orgullosa mujer se está vistiendo. Cuando acaba, le entrega a Mariantuán unas cuantas ciruelas secas que saca de su bolso, y le regala a Madán Chocolá una pregunta de cortesía, consciente de que en su momento deberá pagarle con algo más tangible: —Y, bueno, querida Chocó, ¿qué tal sigue su acogido? —No del todo bien —responde la modista—. Aunque ya se va levantando más y ha empezado a comer mejor. —Un caso lamentable —dice La Camarga. Pero un segundo después, resuena en toda la casa una monumental carcajada que proviene de la habitación de Anto. A Mariantuán se le escapa una risita y La Camarga mira con severidad a la modista. Pero Chocolá, sin atender a esto, se dirige al pasillo, por donde ya corre Vogchumián. Tras él, viene Larús que lleva en las manos una rebanada de pan y un cuchillo: —¡Perdóneme, señora! ¡Perdóneme! Él me pidió que le contara un chiste y yo evalué en 6,22 segundos, tiempo restante 113,88 segundos, que sí convenía. Reconozco mi culpa y asumiré el castigo correspondiente. —¿Qué dices, hombre? ¡Quítate de enmedio! Sin embargo, Madán Chocolá no llega muy lejos pues al pasar por delante de la puerta de la cocina, oye unas extrañas palabras del Mierda: —¿Lo ves, Nicole? Yo te dije que las hierbas de La Rata eran milagrosas. Transformada en un instante, la mujer entra en la cocina con un grito: —¿Qué hierbas son ésas? Y Nicole se echa a llorar de repente. Al Mierda le tirita la boca pero consigue contestar: —Son unas hierbas que La Rata toma cuando está triste. Yo creí que... —¡Larús! —brama la mujer. —¡Señora! —¿Con qué hierbas has hecho el té? —Con las hierbas de siempre, señora. Las saqué de ese tarro. —Pero, bueno, ¿entonces de qué está hablando este niño? —Lo ignoro, señora. En ese momento, El Mierda mira a Nicole, y la pobre niña, con un llanto aún más vivo, rompe a gritar, lo que provoca los ladridos de Pop. Con la confusión, La Camarga aprovecha para irse, y Larús se ofrece gentilmente para acompañarla hasta la puerta: «más allá no, señora, pues salir a la calle me ha sido terminantemente prohibido». Por su parte, Mariantuán, llegada a la cocina detrás de su señora, baja la mirada y se pone a hacer algo, cualquier cosa en realidad. Entre tanto, el barullo continúa: las carcajadas de Anto, las voces de Madán Chocolá, los gritos de Nicole y los ladridos de Pop, que es el primero en callarse, ayudado por un palmazo que le llega desde el cielo. La segunda es Madán Chocolá, que se convence enseguida de que la ira no es buen camino. Y la tercera y última, la niña, que comienza a calmarse al sentir que su madre, arrodillada ante ella, le toma las manos: —¿Qué ha pasado, Nicole? Cuéntamelo. —El Mierda me dio las hierbas de La Rata y yo iba a ponerlas en el tarro. Pero como no alcanzaba, Mariantuán me ayudó. —¡Yo no sabía nada, señora! Esa niña es una lianta. —Sí que sabía, mamá. Yo se lo conté. Anto se ríe a carcajadas, tirado en la cama sin moverse, como lo haría un muerto. Vogchumián lo observa. Al mismo tiempo, El Mierda trota escaleras abajo. Va a cumplir una orden que acaba de recibir de Madán Chocolá: «¡Vete ahora mismo a casa y pregúntale a La Rata cómo se llaman esas hierbas!» El Mierda corre y corre, y tras sus greñas y su cara enrojecida, se produce una fuga de adobes, trozos de cielo y puertas grises. Ahora brama una sombra oscura; y como un huracán, el niño desemboca en la plaza para recorrer los soportales dejando de ser cada vez que atraviesa las sombras que proyectan las columnas. A la altura de la puerta verde, gira a la izquierda y aborda el zaguán. Una detención mínima, para constatar que El Conejero ya no se ríe, «¡menos mal!», y un salto adelante: —¡Se llama la hierba de María Juana, señora! 12 Caldera, junio de 2677 Me ha pasado algo extraordinario. Se me ha revelado una idea que me permite comprender fases enteras de mis vidas, épocas oscuras en las que no me atrevía ni a pensar. Hoy ha surgido una luz, un destello interior que me ha iluminado. Pero también me doy cuenta de que el amor que se respira en esta casa ha creado el ambiente propicio para mi revelación. Jamás olvidaré las atenciones de Chocolá. ¿Cómo puedo explicar con palabras el bienestar que se siente cuando en la noche del alma uno atisba un perfil conocido ante la luz de una vela? Sólo acierto a decir que es algo muy profundo. Sé que cuando amanezca, ella aparecerá. Y sé que juntaremos nuestras caras y que luego nos miraremos. ¿Cómo puedo hablar de Vogchumián sin que se me llenen los ojos de lágrimas? ¡Qué fidelidad y qué abnegación! ¡Cuánto habrá sufrido al verme al fondo del abismo! Y sin embargo, él, siempre a mi lado, tan serio y vertical, como un faro. Ahí está, en su catre, dormido. No te preocupes, amigo mío, porque siempre seré tu compañero. Gracias, Domín, por tratarme con el respeto que merecen todos los hombres que sufren. Gracias, tío Ori, por tus sabios consejos. Y gracias también a ti, Onofre, por darme lo mejor de ti mismo, aunque eso sea lo mejor de otros. Releo esto y me sorprende el tono de despedida. Parece la carta de un suicida. Sin embargo, no quiero salir de este mundo. Todo lo contrario. Siento unas ganas borrachas de vivir. ¿Por qué me despido entonces? No importa. Será que mi cuerpo lo necesita. Dejaré que las cosas vengan. No quiero volver a hablar del futuro. No quiero vivir en lo que no existe. Quiero abrirme al presente y tocarlo. El brebaje. Me olió a pachulí. Pero nunca había visto que se usara el pachulí en infusión. Lo probé. Estaba muy concentrado y sabía amargo. Con la miel mejoró bastante, y al tomarlo, sentí que se me asentaba el estómago. Larús me estaba contando un chiste pero no terminé de escucharlo porque comencé a tener unas sensaciones muy raras. Al principio, noté algo así como una pulsación en el entrecejo, un latido que crecía en intensidad y extensión. Pronto estaba sintiendo como si alguien me diera palmazos en la frente y la nariz. No era algo controlable. Le pedí ayuda a Larús, pero Larús ya no estaba. Iba a gritar pero no pude. Aquello fue una señal. Enseguida me relajé, me entregué. Estaba bien: sentado en la cama, tocando la colcha. No había ido a ningún lado. Pasé un buen rato con esa extraña sensación en la cabeza, y luego, el pulso, sin dejar de latir, adoptó un aspecto visible, el de un punto rojo que aparecía y desaparecía en mi imaginación. Aquello me molestó y traté de suprimirlo. Pero no pude. Con cada pulso, surgía. Y además, comenzó a reproducirse. Pronto fueron dos, cuatro, seis, ocho. Traté de manejarlos entonces, jugar con ellos para sacarlos de mí. Pero tampoco pude. Primero intenté ponerlos en círculo. A cada latido, me imaginaba un punto rojo situado en su lugar correspondiente, pero sólo lograba someter a los tres o cuatro primeros. El cuarto o el quinto rompía el esquema: o era de otro color o era más pequeño de lo esperado o simplemente no aparecía. «De acuerdo —me dije—, ahora los voy a poner en fila». Me volvió a pasar lo mismo. Los primeros círculos se sometían dócilmente a la norma, pero siempre llegaba uno que discrepaba: aparecía más arriba o más abajo de la línea; y cuando esto sucedía, su tonalidad musical variaba. Iba a intentar algún otro modo de ordenar a aquellos obstinados puntos, cuando se rebelaron contra mí. Acompañados de aquel ritmo que latía en mi cabeza, se dedicaron a componer una melodía que al principio me pareció inconexa. Luego, se hizo comprensible; y más tarde, algunas notas comenzaron a transformarse en sílabas. En lugar de la primera, empecé a escuchar un clarísimo «quie»; más adelante, un «se»; y hacia el final, un «gi». Se estaba componiendo ante mi atónita imaginación una frase musical con letra, una verdad que al final apareció completa a mis oídos: «QUIERES QUE TODO SEA COMO TÚ IMAGINAS». Ese fue el fogonazo de luz que disparó mi desahogo: comencé a reírme como un loco. Vogchumián llegó enseguida, y luego apareció Chocolá. También Mariantuán, Nicole y Larús se asomaron a la puerta, para tratar de comprender mi alegría. Yo no podía dejar de reír. Ni tampoco quería. Me bañaba en la luz y la bebía con ansia. Me sentía extraordinariamente ligero y limpio, como una gaviota. Sin embargo, las revelaciones mentales son de vida efímera y labran la potencia de su recuerdo sobre la dureza de su muerte. Cuando sentí por completo la luz, ésta se extinguió y con ella lo hizo mi risa. Me quedaba para siempre su imperturbable imagen: aquella frase musical que me permitió experimentar el placer de la conexión íntima, que es la conexión universal. Al caer el telón de este drama onírico, no quedé suspendido en la nada sino que aquellos puntos que me habían obligado a escucharme, interpretaron para mí una coda que me acompañó de regreso al mundo. Se inflaron y vi un mar cubierto de burbujas transparentes. En cada una de ellas viajaba una persona, a veces dos, todas desnudas y sentadas, mirando al cielo. Con el ir y venir de las aguas, las burbujas entraban en contacto unas con otras. Y esto era la amistad. Otras veces, dos burbujas se fundían en una sola. Y esto era el amor. He vivido trescientos años proyectándome hacia el futuro y sufriendo decepción tras decepción. ¿Por qué? Porque yo quería que las cosas fuesen como yo las imaginaba. ¡Qué sencillo es todo ahora! Puedo ver lo que pasa, sin definirlo de antemano. Puedo conocer lugares nuevos, sin hacerme expectativas. Puedo leer libros buenos y malos, por el gusto de saber qué dicen y cómo lo dicen, y no por la necesidad de encontrarme en ellos. Puedo escuchar lo que otros digan, para conocerlos mejor, y reservarme mi opinión, si me parece oportuno. Puedo hacer tantas cosas que siento vértigo. 13 A partir del día en que se completó mi transformación, el mundo empezó a parecerme perfecto, y quizás por eso mismo, pude resistir el impacto que recibí poco después. Sucedió una mañana de junio. ¿Cómo olvidarlo? Vogchumián y yo habíamos salido temprano de Caldera para ir a Verona. Él quería darse una vuelta por la ciudad, y yo tenía que atender mis asuntos. Justo frente a la Puerta 2, dejamos la senda y avanzamos hacia el muro. Algunos metros más allá, vimos prenderse una luz roja sobre las cabezas de hidra y adoptamos la posición de reconocimiento. Pero la luz verde nunca llegó. Tres o cuatro segundos después, la señal comenzó a intermitir, y al poco, una de las hidras lanzó contra nosotros algo como un punto blanco que avanzó a gran velocidad. Lo pude ver perfectamente. Era como un huevo incandescente que se hincó en la tierra, a unos diez metros por delante de nuestros pies, y levantó, al explotar, un alto pique de tierra. Un disparo de advertencia. Las otras tres cabezas ya nos miraban, y cuando comenzaron a guiñar sus ojos rojos, salimos corriendo de allí. Ya desde la senda, vimos que las armas estaban de nuevo en reposo. Vogchumián me dijo que quizás no me reconocían porque estaba muy flaco. «Pero las huellas digitales no adelgazan. Debe haber algún error. Intentémoslo de nuevo». «Mejor volvamos mañana, señor». «Quizás ha pasado algo raro y han elevado las medidas de seguridad. ¿O se nos pasó la fecha?» «No, señor. Quedan tres semanas». Pero ni al día siguiente ni al otro ni en el resto del plazo me dejaron entrar. En esas semanas añadí a mis rutinas una nueva: acercarme al muro para tratar de hablar con alguno de los encargados de sacar la basura. Sólo una vez pude acercarme lo suficiente a los camiones. Cuando estuve al alcance de la voz, empecé a gritar: «¡Soy superior! ¡No disparen! ¡Me llamo Anto7! ¡He sido víctima de un error administrativo!» Pero se rieron de mí hasta los pájaros. Cuando iba de vuelta a casa, me desvié del camino para subir a la meseta de La Niña Azul. Me senté en una piedra y me quedé contemplando el muro durante horas. Recuerdo que se me quemaron los brazos. Quedaba fuera, apartado para siempre de las personas que más amaba: Tanna y Calcuss; y sin poder darles una explicación. Por lo demás, estaban mis bienes: la casa de Sbiriel y mi dinero. Pronto se pondría en funcionamiento la maquinaria administrativa, otra arma inteligente, para generar a Anto8. Mi historia personal continuaría por otro lado, como una rama vieja condenada a morir. Si mi depresión fue un embarazo complicado, mi exclusión definitiva de la cultura superior fue, inexplicablemente, un parto sin dolor. No recuerdo haber peleado contra la idea de la muerte sino que la acepté de inmediato, en silencio. Quizás mi organismo no estaba en condiciones de desequilibrarse de nuevo, o quizás mi depresión no había sido otra cosa que la preparación necesaria para asumir mi destino. 14 Resuena una voz conocida, como recién salida de un vaso de cristal: «¡Señor Anto! ¡Señor Anto!», y el viejo se levanta de un salto, tira la pluma con la que está escribiendo y echa a correr hacia la puerta: —¡La encontré, señor Anto, la encontré! Es Miguelito, que viene corriendo por la senda, con su sonrisa de siempre. Lleva una chaqueta nueva de color vino y un morral grande. Jadea: —¡Es una mujer maravillosa, señor Anto! ¡Se llama Padma! Pero el viejo no sonríe. Coge al niño de la muñeca, con fuerza, y echa a andar con él por el bosque. —¿Qué le pasa? ¡Suélteme! ¡Me hace daño! La yunta avanza con pereza por el altozano. A la izquierda, tira un buey bayo que se llama Nunca; y a la derecha, un buey negro que se llama Meolvides. Nunca, Meolvides y Jan Shwarowski van abriendo en la tierra surcos parecidos a los que cruzan desde hace algunas semanas la frente del hombre. Su mirada es tensa y sus manos grandes parecen haber perdido la fuerza. El diente del arado se engancha en una piedra y la yunta se detiene sobre un tirón crujiente. Jan ordena la marcha atrás, y al levantar el arado, oye una voz lejana. Mira. Junto a la casa hay dos personas. Enseguida tira la picana y echa a correr ladera abajo. No grita. No bracea. No mira al suelo. Siente una de las figuras, la del niño, pero no alcanza a fijar su imagen porque todo tiembla a su alrededor y las lágrimas le nublan los ojos. Tropieza con algo y cae. Ya va corriendo de nuevo, como un niño grande. Sonríe con la boca abierta y llora mirando al cielo porque un inmenso dolor va abandonando su pecho. Miguelito, libre en un instante de la mano que le sujeta, sale al encuentro de su padre que cae de rodillas sobre la blanda tierra. El abrazo, el resuello de una enorme espalda que se arquea, y el rostro del niño, apretado con manos negras, y besado, apretado y besado... 15 ...y por fin termina el abrazo. Miguelito está radiante y se sonroja con los vítores que todos le dedican. Jan Shwarowski sonríe, enfundado en una elegante levita azul, y también lo hace Padma, la novia. Es una mujer alta, delgada y morena, de piel aceitunada y ojos negros. Viste un sarí rojo con fajín de filigrana y lleva en la cabeza una delicada corona de caléndulas. En torno a los novios se agolpa una muchedumbre: la mayor parte van vestidos a la manera indian, y sólo unos pocos a la yuropian. Se escuchan risas y cantos, palmas, carracas, petardos y castañuelas que acompañan a los chiflidos de las flautas. El viejo Anto, fascinado y sonriente, contempla la escena junto al señor y la señora Sid. El indian también sonríe y su mujer mueve la cabeza al ritmo de la música. 16 Los álamos se cimbreaban y sus hojas sonaban a murmullo. A su izquierda, se alzaban las tapias del huerto de La Camarga; y a su derecha, más allá del río, los undosos trigales. Madán Chocolá y Anto caminaban y conversaban, sin prestar atención a los insectos traslúcidos que de trecho en trecho alzaban el vuelo a sus pies. Tampoco les distraía Nicole, que iba y venía por el sendero persiguiendo a Pop. —Algo que yo encuentro muy extraño —dijo Anto, y se detuvo para centrar mejor la idea—, es que cada vez que digo que soy superior, la gente se echa a reír. Es evidente: no tengo pinta de superior. Pero ¿por qué se ríen tanto? La primera vez me pasó con Saavedra. Y luego, con Domín. Le dije que yo conocía algunas obras de Fedórov porque yo era superior. Y él se echó a reír. Hace unos días, en el vertedero, lo mismo. ¿Qué tiene de gracioso que uno haya nacido en un lugar superior? Al escuchar estas últimas palabras, Madán Chocolá sonrió sin poder evitarlo y, agarrando a Anto del brazo, le invitó a continuar con el paseo. Sin mirarla, él siguió componiendo con sus elucubraciones una reflexión en voz alta que por fin le condujo a la siguiente conclusión: el hecho de que todo el mundo se riera de él cuando declaraba su superioridad, podía ser clasificado junto a dos descubrimientos que también había realizado en la posada de Caldera: el huevo y la noche. Ya no recordaba el orden con que estos tres acontecimientos habían llegado a su vida, pero no dudaba en considerarlos complementarios. Del huevo le quedó el concepto de lo auténtico; y de la noche, la comprensión de lo antiguo. Ahora le alcanzaba la imagen nítida de su ridiculez, que en conjunto con lo anterior parecía decirle: «tú no eres nada ante la verdad milenaria»; o, dicho de otro modo: «la cultura superior no es más que un episodio intrascendente en la larga y fecunda historia humana». Al socaire de esta idea, Anto comenzó a sentirse un inferior. Como si la casualidad fuese un niño, que no puede dejar de llamar la atención, aquella misma tarde, al volver del paseo, Anto se encontró con que los miembros de la tertulia le habían organizado una fiesta de cumpleaños. Allí estaban, en efecto, Domín, el tío Ori y don Onofre, además de los habituales en la casa: Mariantuán, Vogchumián y Larús. Chocolá y Nicole, que habían regresado con Anto, sonreían con la malicia de los encubridores. En la mesa del comedor había un bizcocho, decorado con nueces y una vela encendida. Tras escuchar la habitual canción, el homenajeado pretendió excusarse diciendo que aquel día no coincidía con ninguna de las siete fechas de sus nacimientos anteriores. Pero aquel razonamiento sólo le sirvió para verse rodeado de réplicas. De todas ellas, seguramente muy bien fundadas, sólo una, un tanto inexplicable, quedó grabada para siempre en su memoria. Cuando todos callaron, Nicole, sentada ya a la mesa, dijo dulcemente: —Lo que pasa es que éste es su primer cumpleaños inferior. PARTE TERCERA — CUENTOS INFERIORES 1 Durante los quince años que Vogchumián y yo fuimos vagabundos, dormimos en lugares muy dispares; las más de las veces al resguardo, y las menos al raso. De esas más de cinco mil noches, unas fueron oscuras, como la boca de un lobo; y otras claras, como sus dientes. Por unas sopló el viento, y en otras se estancó el aire. Animales desconocidos, o que fue mejor no imaginar, se manifestaron por medios diversos: lamiendo cosas con estruendo, lanzando gritos que parecían los de un borracho o haciendo vibrar el aire con fuertes sacudones. Vogchumián y yo dormimos en una cueva donde solían refugiarse unas vacas. A ellas les tocó soportar la tormenta, y a nosotros, el hedor de sus excrementos. Dormimos en los nichos de un cementerio abandonado, donde se veían luces verdes que corrían por el suelo, como culebrillas; y en un estadio de fútbol donde habían muerto sesenta mil personas. Dormimos en un páramo alto donde los brezos eran tan tupidos que nunca se pisaba la tierra. Al acostarme aquella noche, tuve miedo de ser tragado y no volver a ver el sol. Dormimos bajo el alero de lo que parecía una casa abandonada, pero al día siguiente, al despertarnos, nos vimos rodeados por los alumnos de aquella escuela. Dormimos bajo la carreta de dos hermanos trapecistas que siempre discutían por motivos absurdos, salvo durante las horas de trabajo, en que les era imprescindible entenderse. Dormimos en la única sala de un museo, dedicado a la colección de inscripciones sagradas. Había allí muchas piezas, desde una lápida gotic hasta una plancha de metal donde se leía «Coca-Cola» que, según parece, era el nombre de un dios. Dormimos en el regazo de un Buda gigantesco, en el tronco vacío de un nogal, en un carro semienterrado, y a la orilla de una acequia pestilente. También en una barcaza y en el interior de la turbina de un ovi accidentado. Dormimos en la cabaña de unos leñadores que nos salvaron la vida, y en brazos de unas mujeres a las que les pirraba el estofado de conejo. Dormimos abrazados para no congelarnos, y enredados para no caernos de una cama demasiado estrecha. Dormimos sentados o en cuclillas, con la cabeza seca y los pies mojados, o con la cara ardiendo y el cogote frío. Dormimos envueltos en silencio o sobresaltados a cada rato por los terribles insultos de un pastor. Dormimos en jergones que olían a muerto y entre sábanas perfumadas, en camas que se hundían, y en otras que no se hundían en absoluto porque eran de piedra o de tablones. Dormimos con niños que se orinaban, con perros pulgosos, con corderos, e incluso con un burro recién nacido que producía un calor sofocante. Dormimos sobre unos costales de harina y sobre el arcón de un quesero que quería emplearlo como ataúd cuando muriese. Dormimos sobre patatas sueltas, sobre unas cajas con herraduras y sobre una mesa forrada con nácar de tortuga. Durante los quince años que Vogchumián y yo fuimos vagabundos, comimos muchas cosas. Las normales fueron: habas, garbanzos, lentejas, castañas, patatas, conejos, caracoles, queso y pan. Pero no faltaron otras. Creo que la cosa más rara que comimos fueron unas sardinas asadas que se nos cayeron en un balde de leche. Luego viene una sopa de algas que nos preparó un pescador que decía ser milt. Comimos carne podrida y carne seca, una sopa hecha con mondas de patatas, y otra de raspas de pescado. Comimos crestas y barbas de gallo, un pan aplastado que se llama chapatí y que preparan los gitanos, arroz frito como el que hacen los chinos, y una sopa roja que sabía dulce. También comimos un arroz negro que se hace con tinta de calamar, y un arroz amarillo que se hace con azafrán. Durante los quince años que Vogchumián y yo fuimos vagabundos, trabajamos en muchas cosas. Si cierro los ojos, me veo cortando matas con un machete, sembrando patatas y plantando cebollas. Serramos troncos. Recogimos uvas. Ordeñamos vacas. Picamos leña con hacha y con cuña. Vigilamos una carbonera. Despellejamos nutrias. Recogimos algas. Hicimos sillas. Y cosimos un toldo que medía veinte metros. Engrasamos ejes y quemamos zarzas. Picamos piedra y afilamos cuchillos. Una vez, en un pueblo, hicimos la matanza de veintiséis cerdos en veintiséis días. También vendimos hilo, cordel, agujas, alfileres, dedales y tijeras. Hicimos muchas cosas, pero lo que más nos gustaba era ser cómicos. Nuestra rutina era muy simple: llegábamos a un pueblo a media tarde, nos poníamos nuestros bigotes postizos y salíamos a pregonar. Al poco, ya estábamos rodeados de chiquillos. Representábamos nuestro número en la plaza. Yo era el director y Vogchumián mi ayudante. Primero, yo decía: —¡Señoras y señoras, acérquense y escuchen! ¡Yo soy superior! Aquí llegaban las primeras risas. —Tengo casi trescientos años y me han clonado ya seis veces. Sin embargo, este mamarracho de aquí es un simple inferior, un esclavo mío. Se lo voy a demostrar. A ver, esclavo, ¡baila! —y Vogchumián bailaba horriblemente—. A ver, ¡canta! —y Vogchumián chillaba como una zorra—. A ver, ¡toca las palmas! —y él las tocaba una sola vez—. En fin, aún está aprendiendo —continuaba yo—. Y parece que le va a costar porque es muy orgulloso: cree que es hijo de una princesa, pero en realidad su madre era pescadera. Por eso está tan gordo. Esclavo, ¡enseña la tripa! ¿Lo ven? Le sobra grasa por todas partes. Usted, señor. Le vendo a mi esclavo. ¿No? No, a la una. No, a las dos. No, a las tres. ¡Usted se lo pierde! No me hace falta su dinero. Hace unos días, me encontré un saco de monedas de plata y me dije: «¡me voy a la ciudad para poner esto en el banco!» Pero no me dejaron entrar. «¡Yo soy superior!», les grité, pero les dio igual: empezaron a tirarme unas bolas de luz así de gordas. Yo quise coger una para ver cómo eran, pero cuando ya casi la tenía, explotó. Así que le dije a éste: «La siguiente bola que tiren la coges tú». Se fue corriendo. Eso sí que lo hace bien. Ya verán. A ver, esclavo, ¡corre! —y Vogchumián echaba a correr entre el público. En fin, esto era lo que hacíamos. Naturalmente, no era algo como para triunfar a escala mundial, pero a nosotros nos servía para triunfar cada día y eso nos bastaba. Al término del chou, mientras yo cantaba algo, Vogchumián pasaba el sombrero y aprovechaba para robarme lo poco que nos daban. A la gente le encantaba que él me robase, así que muchas veces nos echaban solamente para ver cómo lo hacía. Yo debía estar distraído cantando; y al final, cuando él me traía el sombrero vacío, yo tenía que montar en cólera. Mientras tanto, Vogchumián contaba sus cobres y sus mendrugos. Luego, cuando la gente se iba, nos quedábamos dando vueltas por la plaza y pedíamos donde dormir. Al día siguiente, nos íbamos a otro pueblo. Si pudiera dibujar en un mapa la ruta exacta de nuestro viaje, el resultado sería una línea indecisa que, partiendo de Caldera, iría hacia el noroeste para cruzar los Alps, y luego seguir la Costa Blé hasta la desembocadura del Ron. A partir de allí, remontaría el río hasta cerca de Dub y bajaría cruzando Frans hasta entrar en Espein, donde pasamos doce años. 2 Un día, alguien nos dijo que a unos veinte kilómetros de donde estábamos, se encontraban las ruinas de Madrí, una gran ciudad destruida durante las Masacres Masivas. Decidimos ir, y lo primero que vimos al llegar fueron unas torres cuadradas entre las que crecían plátanos, álamos, pinos y encinas. Mucho más lejos, se veía un rascacielos enorme. El resto de la ciudad era el resultado de la lucha de la naturaleza por volver las cosas a su sitio. La lluvia desgastaba todo poco a poco, y el viento traía partículas de tierra que iba amontonando en los rincones. Primero brotaba la hierba; luego, el diente de león, el cardo y la borraja. Más tarde, arraigaban la jara, el espliego y la retama, que ya taladra cualquier suelo. Lo que en su día habían sido las calles, eran corredores llenos de arbustos y árboles. Por todas partes había colinas de escombros en las que se veían muchas huellas de conejos. También había palomas, como en todas las ciudades, y algunas personas que se dedicaban a remover los escombros en busca de piedras labradas. Entre unas y otros también contribuían a que la ciudad dejase de existir para siempre. Por las noches se formaban hogueras donde nos juntábamos a conversar. Cualquiera que llegase con un poco de leña era bienvenido. Después de una mañana entera de caminar, llegamos junto al rascacielos que vimos el primer día. Parecía un hueso clavado en la tierra. La base estaba cubierta de escombros, pero logramos entrar por una ventana. No quedaba ni un mueble, y en muchos sitios habían hecho fuego. Desde más arriba, vimos el estadio: se conservaba bastante bien porque era de cemento liso. En la cancha había varios caballos pastando y en las gradas, llenas de tierra, encontramos dientes y huesos humanos. Parece que el bombardeo sorprendió a toda aquella gente en pleno partido. Calculamos que allí habían muerto unas sesenta mil personas. 3 Habíamos caminado durante tres días por un robledal desierto, y una triste casuca nos devolvió el deseo de vivir. De la chimenea salía un hilo de humo que olía a col hervida, y junto a la puerta estaba sentado un hombre que se asustó al oír mi voz. Llamó hacia dentro y salieron una mujer canosa y dos niños pequeños. Saludamos pero nadie contestó. No nos permitieron que les ayudásemos a apriscar el ganado y no aceptaron la leña que recogimos para ellos. Nos dejaron a la intemperie, y sólo a regañadientes nos dieron un balde de agua. Era ya de noche, cuando vi salir al hombre. Suspiró al sentarse junto a la puerta y se quedó mirando nuestra fogata. —¡Vamos! —le dije a Vogchumián—. Prepara la cena. —¿Qué quiere que le prepare, señor? —Una sopa de piedras. Hace tiempo que no la comemos. Vogchumián, como siempre en estos casos, puso a calentar agua en la olla y se dio un paseo en torno al fuego escogiendo las piedras más redondas. Las lavó y las echó con cuidado en la olla. La actitud de aquel hombre cambió enseguida: se inclinó hacia adelante tratando de averiguar algo. Luego, carraspeó, como quien se prepara para hablar. Y por fin, se levantó y se arrimó al fuego para mirar más de cerca. No hacía falta esperar su pregunta. —Hay que revolverlas para que no se peguen —respondió Vogchumián. —¿Y qué tal saben? —Las piedras no se comen —intervine yo—. Es el caldo. ¿O es que usted no ha comido nunca sopa de piedras? Fue entonces seguramente cuando aquel hombre comenzó a plantearse si él y su familia eran pobres por desconocer el secreto de la sopa de piedras, y si quizás al final del invierno, cuando todo escasea, aquel sencillo plato les podría sacar de un aprieto: —¿Y cómo se hacen? «¡Te pillé!», me dije, y mis tripas crujieron de alegría. —Se pueden hacer así, tal y como usted ve, pero no saben a nada. Con un poco de sal, mejoran mucho, y con un diente de ajo son una delicia. Lamentablemente no tenemos nada de eso, pero no importa. Es sólo el sabor lo que varía. Siguiendo al pie de la letra su papel, a pesar de desconocerlo por completo, el hombre se levantó, entró en su casa y al poco volvió con un puñado de sal, un diente de ajo y un puerro. —¿Se le puede echar también esto? —No es esencial —respondió Vogchumián— pero ya que lo ha traído... Al entregar sus cosas, el hombre se sentó de nuevo junto al fuego y prestó gran atención al modo en que Vogchumián esparcía la sal: —¿Y cuánto tiempo tarda en hacerse la sopa? —Eso depende del gusto de cada cual. Lógicamente, cuanto más se deje, más llena. Por eso no hay que usar dos veces las mismas piedras. Ahora bien, si usted quiere hacerla con patatas, tiene que considerar que las piedras tardan bastante en echar su sustancia. Lo mismo que si la hace con col o con cualquier otra verdura. —Ah, ¿con coles también se puede hacer? Y las hojas de col llegaron; y con ellas, dos patatas; y más tarde, un puñado de zanahorias y hasta un poco de tocino: «sí, hombre, sí, cualquier cosa vale». Cuando por fin estuvo lista la sopa y se la dimos a probar, aquel hombre la encontró buena. Y tanto él como nosotros nos reímos mucho, aunque por motivos diferentes. —Bueno, ¿y con las piedras qué se hace? —Las piedras se tiran, hombre. ¿O es que quiere usted partirse un diente? 4 Hay días en que me conecto con la tristeza y entonces me acuerdo de Kimbo, el domador de ardillas. Aún veo nítidamente su primera imagen: sentado a la orilla del camino, se miraba las manos, tan negras como su cara. Llevaba un casacón azul y pantalones blancos, muy sucios. Detrás de él, había un morral y una jaula vacía. Nos detuvimos a saludarle, y él nos contó sucintamente su historia. Tenía casi cuarenta años y había nacido en las Islas Britis. Era nómada, como nosotros, y se dedicaba a domar ardillas. El hombre más triste que he conocido. Cuando nos encontrábamos con él, Vogchumián y yo éramos todo abrazos. Él sólo decía «hola» y se dejaba querer. Quizás por lo mismo, Kimbo tenía un éxito arrollador con las mujeres. Sin asomo de alegría, se pavoneaba por la mañana de sus correrías nocturnas. «Con la mujer del posadero. La invité a dar un paseo y acabamos en el pajar». «Con la hija del tratante que llegó ayer. Le silbé desde el patio y ella saltó por una ventana». «Con esa gorda que vendía calcetines». Kimbo tenía un don natural. Más de una vez tuvimos que compartir cuarto con él, y puedo constatar que las rondadoras no tardaban en llegar. «Eh, negrito, ¿por qué no me acompañas a la fuente?» «Oye, moreno, ¿ya estás dormido?» Kimbo iba dejando a su paso un reguero de niños. Cuando nosotros le conocimos, había sido, era o iba a ser padre de 124 niñas y 187 niños, todos mulatos excepto catorce: ocho que eran negros porque sus madres también lo eran, dos gemelas que nacieron blancas por casualidad, un niño que nació blanco porque era albino, y otros tres que no eran ni blancos ni negros ni mulatos, sino chigros porque sus madres eran chinas. 5 En cierta ocasión, Vogchumián y yo fuimos a la costa norte y buscamos a alguien que necesitase trabajadores. Allí dimos con el viejo Pons, un carpintero de ribera. Era muy habilidoso en lo suyo pero tenía un defecto: quería dominar el mar. En invierno, las olas le comían el terreno donde tenía sus casas; y en verano, él se dedicaba a construir defensas. Empezó con una valla de madera pero pronto se pasó a la piedra. El primer muro que construyó tenía un metro de ancho y uno de alto. No aguantó mucho. El segundo muro medía dos metros de ancho, uno y medio de alto, y tenía imbornales para facilitar el desagüe. Una galerna que duró seis días y seis noches lo dejó hundido en la arena. El propio Pons contaba sus desastres arquitectónicos con el orgullo de quien se sabe vencedor al fin. Pero Pons estaba condenado a arrastrarse de fracaso en fracaso. El muro en el que nosotros trabajamos hacía el número seis. Como cimientos se utilizaron las ruinas de los anteriores. El frente de obra medía doce metros y su pared exterior debía ser retrepada para que las olas resbalasen por ella. Tenía seis metros en la base y cuatro en la ronda; tres de alto. Por sus imbornales cabía un perro. Además, el viejo nos hizo instalar encima una garita cuyo propósito no quiso revelarnos. No comenzó a llover hasta bien entrado noviembre, y el primer temporal no se presentó hasta principios de año. Fue pequeño. Duró sólo una mañana, pero aún tuvo tiempo de cegar los imbornales. Aquel día descubrimos el porqué de la garita que Pons nos había hecho construir. Allí se subía el hombre a medir sus fuerzas con el mar. El temporal grande llegó ya tarde, a finales de marzo, y se anunció con un viento recio que duró un par de horas. Este huracán encrespó el mar pero no lo sacó de sitio. Luego se vio un poco el sol, y antes de que pasara media hora, el cielo se puso amarillo y el mar negro. Entonces soplaron las rachas, que sí engordaron las olas: parecían montones de heno podrido que corrían hacia la playa y reventaban con rabia. No se veía un alma. Los pescadores habían subido sus barcas a una braña alta y se habían marchado al pueblo. «¿Pensarán estos tipos que el agua puede subir tanto?» Se perdieron tres barcas. Vogchumián y yo nos fuimos de las casas de Pons cuando la primera ola rebasó el muro. El viejo se quedó en la garita. Antes del anochecer, amainó un poco y volvimos. Al viejo Pons aún le corría el agua por la cara. Nos miró como a un par de ratas y exclamó: «¡Pendejos!» El muro seguía en pie. Pero no tardó mucho en caer. Una ráfaga dura echó el mar afuera y una lengua tormentosa envolvió la obra. Como no halló salida, reventó la pared con un descomunal estruendo. Todo quedó convertido en un gigantesco patatal. A la mañana siguiente, vi al viejo Pons recogiendo piedras, una por una, como si fueran hijos muertos. Iba amontonándolas fuera de la playa «para que no me las robe el mar», decía. Pero aquí no termina la historia. En el mes de julio pasamos de nuevo por las casas de Pons. El muro estaba otra vez en pie. «No se suba ahí con temporal», le dije y él sonrió con sus ojos pitañosos. El invierno siguiente lo pasamos en un pueblo cercano donde nos enteramos de que el viejo había estado a punto de morir ahogado. En el primer temporal que llegó, trepó al muro, pero esta vez no tuvo la suerte de bajar a tiempo: el mar lo revolvió con las piedras. Cualquier ser menos terco hubiera muerto en tal circunstancia, pero Pons aguantó. A los gritos de una vecina acudió un hombre que tiró de él con una cuerda. El viejo salió a la vida arrastrándose sobre la tripa como el primer mamífero que decidió vivir en seco. Tres días después de este suceso, ya estaba buscando gente para reconstruir su muro. 6 El Trueno era campesino pero sentía fuerte la llamada del mar porque descendía de piratas milt. En las manos llevaba extraños tatuajes que de niño le había hecho su abuelo. Trabajaba con el hacha igual que yo con la pluma, araba con el único buey de la casa, y cuando tocaba cargar patatas, siempre lo hacía burlándose de sus hermanos. Verle comer era impactante. El Trueno nos dio una vez un buen susto. Habíamos quedado con él y otros mozos para ver amanecer desde una colina costera. A nuestra izquierda, asomaba la luna entre las nubes; delante de nosotros, respiraba el mar; y a nuestra derecha, se tendía la costa oscura. El alba nos sorprendió envueltos en mantas y silencio. De las caletas salían filas de botes sin aparejo que parecían orugas reptando por el mar. Nadie echó de menos al Trueno hasta que alguien le hizo una pregunta. Nos separamos para buscarle con miedo de que se hubiera desbarrancado pero enseguida lo vimos allá abajo, en la playa, desnudo. Le gritamos pero él no respondió. Echó a correr chapoteando entre las olas y se lanzó al agua. Nadaba hermosamente: sus hombros asomaban entre la espuma como cascos de bronce y su espalda parecía un escudo. Por detrás sus pies dejaban una ancha estela. Nadaba hermosamente, ya digo, pero era imposible que avanzara tan rápido. —Le ha cogido la corriente —dijo alguien. Cuando sacó la cabeza del agua y se vio tan lejos de la playa, El Trueno dejó de nadar pero todavía la corriente le alejó un poco más. Nosotros no podíamos hacer nada salvo mirar. Al principio, trató de regresar por donde había venido pero, como no lo lograba, avanzó un poco hacia el este, donde se encontró con otra resaca que casi le enrola para un viaje peor. A toda máquina, volvió entonces al oeste, y al poco, una corriente contraria empezó a empujarle hacia la playa. Bajamos corriendo de la colina y nos pusimos a esperar. Cuando ganó pie y se levantó, vimos que estaba gris. Sonrió con los labios morados y dijo: «hola». Generosamente, le cedí mi manta, pero El Trueno, en lugar de taparse con ella, la dobló y se la echó al hombro. Luego fue a vestirse. Iba a paso lento y dejaba en la arena unas huellas anchas y profundas. 7 Más que un criado, Vogchumián fue para mí un compañero. A veces miro a un lado y veo el lugar donde él debería estar. La angustia se borra, pero las pérdidas del amor no, porque son un vacío. Solía despertarse temprano. Se lavaba, y con un cuchillo raspaba los panes, cocidos entre las brasas. Desayunábamos lo que hacíamos sobrar de la cena y nos poníamos en marcha. En general, caminábamos durante toda la mañana y primeras horas de la tarde, reservándonos ese tiempo para la intimidad. Yo iba delante y Vogchumián detrás, a unos veinte pasos. A veces lo escuchaba hablar solo o tararear canciones que había aprendido en la televida. Su otra diversión era recoger cosas. Si a la orilla del camino aparecían los restos de una hoguera, entresacaba el cisco para encender el fuego de la noche. Si había flores, las tomaba para adornar los sombreros, y lo mismo si encontraba plumas curiosas. Siempre llevaba el morral lleno de hebillas rotas, botones, trozos de cuero viejo, herraduras oxidadas, clavos torcidos; y yo me preguntaba si no se cansaría de ir tan cargado. Era duro y resignado: cocinaba, cosía, lavaba la ropa, encendía el fuego, lo cuidaba; y por otro lado: jamás tomaba una decisión, jamás recomendaba, jamás sugería. «Usted sabe mejor que yo», solía decirme. Acataba mis decisiones como se acata una tormenta, y jamás le vi un mal gesto. En ocasiones, sobre todo por la noche, resultaba muy silencioso. Miraba las llamas como estudiándolas y echaba palitos al fuego con una extraña constancia. Yo me preguntaba entonces si sería feliz con aquella vida que llevábamos. Pero nunca quise plantear el asunto. Él no había sido educado para responder: vivía arropando su fuego interior y lo alimentaba sólo a través de una espita: su relación de lealtad conmigo. PARTE CUARTA — P Y LA VIEJA SABIA 1 Rodeado por una multitud, el malabarista trazaba arcos de fuego en el aire de la noche con cinco teas encendidas. Las reunió y acercándoselas a la boca, soltó una llamarada de dragón que iluminó los rostros y contrajo las pupilas. «Permiso». Pero ya volaban las teas de nuevo, como cometas en el cielo estrellado. «Oye, ¿me dejas pasar?» El malabarista las arrojaba una por una y se daba una vuelta antes de recogerlas. —¡Anto! —¿Qué? —¿Me dejas pasar? —Ah, sí. Disculpe. Quien le había hablado era una anciana muy bajita que llevaba el pelo en una larga trenza. Iba envuelta en una bata oscura y se abría paso entre la multitud con dificultad. —¿Conoce usted a esa mujer? —le preguntó Vogchumián. —No, pero me ha llamado por mi nombre, ¿verdad? —Por eso se lo pregunto, señor. La escalerita de la carreta techada crujió cuando la anciana comenzó a subir por ella. Anto, que la había seguido de lejos, llegó a su lado y le preguntó: —Disculpe, señora, ¿nos conocemos? La anciana se volvió. Tenía la mirada azul y profunda: —Me gusta la gente que dice lo que piensa. —No comprendo. —Así es. ¿Quieres pasar a tomar una copa conmigo? Mi hijo me ha prohibido beber sola. Dice que es de borrachos. En el interior de aquella carreta apenas había sitio para dos camas estrechas y una mesita, de modo que la mayor parte de las cosas estaban colgadas de las paredes y del techo. Se veían máscaras y banderas, abanicos, pájaros de mimbre y ramos de hierbas secas. La vieja invitó a Anto a sentarse a la mesa; trajinó un poco y apareció con una botella de cristal verde y dos vasitos de plata. Se sentó, sirvió el licor con una sonrisa y apuró su vaso de un trago. Sin pausa, se sirvió un segundo vaso con el que se mojó los labios: —Sé que puede sonarte extraño, Anto, pero la razón por la que sé tu nombre es porque lo sé todo. Tú me gustas porque dices lo piensas aunque a veces no digas todo lo que piensas. Sin embargo, nunca dices algo que no pienses. Sí, resulta algo embrollado, pero si lo observas un poco, te darás cuenta de que es así. No, no estoy loca. No seas tan ingenuo. Una vieja loca no lee el pensamiento como yo. ¿Vogchumián? No le conozco. ¡Cómo me iba él a decir tu nombre! Sé que viajáis juntos desde hace años. Que él es tu criado. Sí, lo sé todo. Tú me gustas porque me crees. La mayor parte de la gente con la que hablo piensa que trato de engañarles. Desecha esa posibilidad. ¡Deséchala! Gracias. Yo no quiero nada de ti salvo una excusa para emborracharme. Lo sé. Pero a mi edad no importa. Ochenta y dos años. Nueve partos. Sólo se lograron tres. Una hija casada cerca de Riaza. Otro que tiene caballos en la desembocadura del Guadalquivir. Y el malabarista. Así es. Tiene mucho arte. Algunas cosas se las enseñó su padre, que en paz descanse; otras se las enseñé yo, que en otros tiempos era más ágil; y otras las inventó él. Es muy creativo. No, él no tiene el don de saberlo todo. Eso no se hereda. Espera, que quiero decir algo. Claro, no dejo de hablar. Perdona. Esto es lo que te quería preguntar: ¿no te molesta que te lea el pensamiento constantemente? Anto tragó saliva. Su mirada iba de un ojo al otro de aquella vieja. —¡Ja! —gritó ésta—. ¡Me gustas mucho! Tienes un alma purísima. Me alegro un montón de que hayas venido a verme. Así hemos podido hacernos amigos. No me gusta la gente que tarda años en trabar amistad con los demás. Dicen cosas que no piensan. Andan siempre protegiéndose. Me siento muy ridícula cuando los oigo hablar y sólo escucho mentiras y más mentiras. Ellos tampoco me soportan porque les molesta cualquier cosita que les digo. Primero ponen cara de cordero, pero enseguida pretenden interpretar de nuevo el papel de lobo. Me agotan. Pienso, por ejemplo, en ti, en tu modo de escuchar y en la naturalidad con que te crees todo lo que te digo, y me siento feliz. Ojalá que nunca dejes de ser así. Pero, dime, ¿no te molesta que te lea el pensamiento constantemente? —No lo había pensado —respondió Anto. —Lo sé, pero ahora puedes pensarlo. ¿Prefieres que yo te deje hablar, aunque yo ya sepa lo que tú vas a decir, o simplemente te digo todo lo que tú quieras saber? —No lo sé. —Bueno. Hagámoslo a la manera clásica. Tú pregunta y yo respondo, y si yo viera que se te olvida algo importante, te lo digo de todas maneras. Dicho esto, la vieja apuró el vaso de licor, entrelazó sus manos y se quedó mirando al vacío: —Vamos, hijo, ¿qué te interesa saber? Piensa cualquier cosilla que... — comenzó a decir pero la voz se le quebró. Luego, bajó la mirada y añadió—: ¿Una prueba? Algo que sólo tú puedas saber y que no le hayas contado a nadie. Obviamente, hay miles de pruebas pero tú no las recuerdas todas. Te podría decir que hace 281 años, 6 meses y 21 días viste un escarabajo pelotero en el cuarto de baño del internado de Verona. Pero no serviría de nada porque tú no recuerdas ese hecho. Sí, es alucinante. Yo sé cuál es tu monstruosa edad porque sé que eres superior y que vienes de Verona. Pero todo eso, en efecto, me lo ha podido contar Vogchumián, a quien, insisto, no tengo el gusto de conocer. Por cierto, está un poco preocupado. ¿Quieres avisarle de que estás aquí? Bueno, pues que espere. No me importa resultarte interesante. En fin. Perdona. Estábamos con lo de la prueba. ¿Te acuerdas de la primera vez que te acostaste con una mujer? Sí, es casi inevitable pensar en Margá porque Margá es una mujer maravillosa, pero no fue con Margá. Ella se llamaba Lisa. Tenía diecisiete años, como tú. Estábais muy nerviosos porque los dos érais vírgenes. ¡Por el amor de Dios! ¿Cómo se te ocurre? Yo no conozco a Lisa. Ella está en Ny. Es bibliotecaria y le gusta su trabajo. Casi siempre que hace el amor, se acuerda de ti, aunque no positivamente. Aquella primera experiencia fue horrible, ¿no? ¿Te acuerdas de que no sabíais cómo colocaros? ¡Y duraste tan poco! Uno comprende que... ¿Datos concretos? Habitación 18. Hotel Victoria. Sbiriel. Eso es. El camarero era aquel tipo que se empeñaba en servir los cafés con azúcar. Sí, puede ser que yo sólo sepa leer tu pensamiento y que los datos del pasado lleguen a mí a través de tu imaginación, lo cual no estaría nada mal, pero dime algo, ¿dónde está ahora mismo Vogchumián? —¿Qué quiere decir con eso? —Dime si está a 8,56 metros de esta carreta acariciándole la cabeza a mi burra Gertraud. —No lo sé. —¿Y por qué no lo compruebas? Algo extrañado, Anto se levantó de su silla, abrió la puerta de la carreta y se asomó afuera. Hacia la derecha, recortándose contra la mancha clara de una sábana tendida, se dibujaba la silueta de un hombre que acariciaba a un burro. Cuando dijo la palabra «Vogchumián», el hombre bajó la mano y echó a andar hacia él: —Señor, ¿es usted? Estaba preocupado. —Sí, lo sé, pero no pasa nada. Vete a donde dejamos los morrales y espérame allí. A lo mejor tardo en llegar. —¿Está usted bien, señor? —Sí. No te preocupes. Cuando Anto entró de nuevo en la carreta, La Vieja Sabia apuraba un penúltimo vaso de licor. Dejó el vaso en la mesa, se limpió la boca con la manga de su bata y se pasó la trenza adelante para comenzar a deshacerla: —Puedes venir mañana, si quieres. Ahora me voy a acostar. —Discúlpeme. Usted comprenderá que hay que tomar precauciones. —Así es. En todo caso, te agradezco que me creas y que quieras venir mañana. Ahora, si no quieres ver un adefesio, es mejor que te vayas. Anto salió de la carreta pero no se alejó mucho de ella. Aún por un rato escuchó trajín dentro, pero luego todo quedó en silencio. Antes de marcharse, pensó: «buenas noches, señora», y la voz de la vieja le contestó: «buenas noches también para ti». 2 —Lo primero que me interesaría saber es si viviré muchos años. —Yo eso no lo sé, hijo. El futuro no existe. Pregúntame algo del presente o del pasado. —¿Cómo está Tanna? ¿Vive todavía en Verona? —Sí, en la misma casa de siempre. Ahora vive con Zimmermo. Han comprado el piso que tú alquilabas y han instalado en él la editorial. Tanna se acuerda mucho de ti, aunque cada vez menos. Es normal. No sufras. —¿Qué está haciendo Tanna ahora mismo? —Está leyendo un informe sobre un paciente suyo. Sí, está en el consultorio. Lleva una bata blanca con una plaquita donde aparece su nombre. —¿Cuándo fue la última vez que se acordó de mí? —Hace menos de diez minutos. Estaba buscando un diccionario en la estantería de su despacho y vio un retrato tuyo donde sales con poncho. Esa foto te la hiciste cuando lo de las medallas de plata. Fue divertido aquello, aunque un poco arriesgado. Sí, Margá es una buena chica. Está bien. Oh, perdona. —¿Y Margá, cómo está? —Bien. Sigue en Fronteras, donde siempre, pero ahora es jefa de puesto. Tiene a su cargo a seis personas. No la conocerías. Está mucho más seria. Ha aprendido mucho en estos últimos años. —Estoy muy confundido, doña Ludmila. Usted me habla de mis amigos y yo siento como un vértigo. Sé que puedo preguntarle cualquier cosa pero... —Ese vértigo es normal, hijo. Lo produce la inmensidad del saber. Si quieres, yo puedo conducirte un poco por esos rincones de tu alma que te obsesionan. No tienes que hacer nada. Ya verás cómo acierto. —Bueno. —Lo primero es Tanna. Ella es muy feliz con Zimmermo pero te echa de menos. Sin embargo, el dolor de tu ausencia ya no le trae angustia. Además, tiene esperanza de volver a verte algún día. Cuando se enteró de que te habían borrado de la lista de ciudadanos, hizo muchos trámites para que te readmitieran, pero las órdenes venían de muy arriba. —Yo no sabía que... —Claro que no. Tú pensabas que Anto8 tendría ya unos quince años y que seguramente sería amigo de P14, pero ni a ti ni a él os clonaron. Es mejor que te lo cuente sin rodeos. No tenían nada especial contra ti, pero un agente de la Oficina de Información se dio cuenta de que salías muchas veces solo a la Zona Inferior. Eso resultaba sospechoso, así que te borraron. De todos modos, las autoridades civiles están obsesionadas por guardar las apariencias. Tanna, por ejemplo, se enteró de lo tuyo porque el padre de Calcuss obtuvo la información de forma ilegal. Si no, ¿quién habría sospechado algo? ¿Tú crees que ella o cualquier otro se iba a dar el trabajo de revisar las listas de todos los recién clonados hasta dar contigo? La familia desapareció hace siglos entre los superiores, y cada ciudadano depende directamente del Estado. Por pura lógica, el Estado hace con cada uno lo que más conviene a la supervivencia de todos. ¿Existe la libertad? Sí, pero restringida. Podéis jugar con esta pelota pero sin salir del patio. ¿No es eso lo que te decían en el internado? Lo que a ti te pasó, Anto, es que te fuiste a jugar fuera del patio, y cuando quisiste volver, te encontraste con que la puerta estaba cerrada. No les interesan los niños como tú porque necesitarían un policía para cada ciudadano. Sé que te recuerdo mucho a P en la forma de hablar, pero es que P decía muchas cosas ciertas y sólo hay un modo de expresar la verdad. Claro, el caso de él fue distinto. Tú pensaste en alguna ocasión que le habían asesinado, guiándote por la prueba del zapato que apareció en el jardín del vecino. Pero lo del zapato fue una tontería: se lo llevó un perro para jugar. Sí, estaban las huellas del negro. Pero ese hombre no es ningún asesino. Es un monje de la guardia personal de Golo, un indocumentado de élite que se llama Jans. Jans llegó a casa de P el día antes de la fiesta de los Turnos y le comunicó que Golo quería hablar con él. —¿Golo en persona? ¿Por qué? —Por el Viaje a las fronteras del tiempo, una «pieza maestra de la literatura disidente», según un informe de Inteligencia. Golo quería reunir a los principales opositores al régimen en una conferencia secreta que debía celebrarse en Charlots (Norzamérica). El nombre de P aparecía entre ellos. Algunos de los doscientos convocados no quisieron acudir a la cita, principalmente por miedo, pero P sí que fue. —¿Y por qué dejó abierta la puerta de su casa? —No la dejó abierta. —Yo lo vi. La puerta estaba abierta. —Sí, estaba abierta, pero no fue él quien la dejó abierta. Fue un niño que se llama Rombo1. Bueno, ahora ya no es un niño. Vivía cerca de P y se tuvo que quedar sin ir a la fiesta de los Turnos porque su madre estaba enferma. El niño se aburría en casa y salió a dar una vuelta. Las calles estaban vacías y él se imaginó que era el único ser humano vivo en el mundo tras la «triple explosión megatónica inversa». Por esta sencilla razón, todo lo que veía era suyo para siempre, y podía entrar en cualquier sitio y hacer lo que quisiera. Cuando llegó frente al chalet de P, saltó la reja y se puso a jugar al fútbol con una piña. Iba ganándose por 12 a 9 cuando decidió achicar las porterías. Al mover una de las macetas que le servían de postes, encontró una llave de la casa. La curiosidad pudo en él más que la prudencia así que tomó la llave. Cuando abrió la puerta, dio dos o tres pasos en el recibidor, pero de repente se asustó y salió corriendo. ¿Qué más? Ah, sí. P viajó a Jizrou en un ovi militar que volaba sin papeles y allí se reunió con otros setenta y cinco disidentes yuropians que dos turnos más tarde cruzaron con él el Atlántic rumbo a América. Golo recibió a sus invitados, venidos de todo el mundo, en el salón de conferencias del Hotel Orquid de Charlots. Eran ciento ochenta y siete contertulios y Golo conversó con ellos durante más de cinco horas. Luego, se despidió y se marchó. Aquel mismo turno, los disidentes ya volaban de regreso a sus ciudades de origen. Todos volvieron a sus casas, excepto P, que llegó a Verona, se instaló en el hotel Vast, muy cerca del ovipuerto, y pidió que le subieran a la habitación una botella de güisqui y tres dosis de raíz. Con todo esto se emborrachó y se quedó dormido junto a la puerta del cuarto de baño. —¿Y por qué no contestaba a mis llamadas? —Porque no quería hablar con nadie. Pasó quince días en el hotel con una depresión terrible y luego se puso en contacto con un tipo que podía ayudarle a salir de Verona con una identidad falsa. Pensaba que si salía con su nombre verdadero, nunca le dejarían volver. En los turnos siguientes, se movieron de lugar algunos archivos informáticos, y P se transformó para siempre en Galileo. Salió de Verona por la Puerta 2 y llegó a Caldera, donde se hizo amigo de don Onofre, el maestro, al que tú conociste. Luego se unió a los caldereros chinos y viajó con ellos hasta la aldea de Brexo, donde vosotros llegasteis buscándole. Una tarde, salió a dar un paseo por la playa y le secuestraron unos piratas milt de la partida de Jushpinteish, que quiere decir Jush Brazo Fuerte. Y entonces... —¿Y entonces? —Y entonces, nada. Me cansé. Sigamos mañana. —¡Un momento! ¿Qué pasó después? Usted no puede dejarme así. ¿P está vivo o lo mataron? —Está vivo y le mataron. Está vivo porque su cuerpo vive aún pero le mataron la inteligencia, el sentido del humor y casi toda su capacidad de amar. Podría contarte cada detalle de su vida con los milt, pero él nunca ha hablado de eso con nadie. Es mejor que yo no te cuente nada. Quizás un día te encuentres con él. Piénsalo. Sería atroz que tú supieras sus secretos. Tú significas para él casi el único punto de luz en su mente. —¿Dónde vive? —Aquí en Espein. —¿Aquí? —Sí, al sur de la sierra Morreina, cerca de una ciudad que se llama Salteras. Tiene una finca en la que cultiva trigo y avena. También tiene frutales, un buen huerto y una alberca donde se baña su hijo. ¡Ja, ja, ja! —Bueno, ¿y ahora qué pasa? —Es que acabo de darme cuenta de quién es su mujer. ¡Ja, ja, ja! ¡Qué coincidencia! —Bueno, ¿y quién es? —Claro, que ahora tiene veinticuatro años. Es La Niña Azul. 3 —Esta mañana, cuando conversamos de P, me habló usted de la reunión que organizó Golo con los disidentes, y me contó que después de regresar a Verona, P se instaló en un hotel y se emborrachó. P no hacía esas cosas. ¿Qué pasó en la reunión de Charlots? Y sobre todo, ¿por qué se marchó P de Verona? Él estaba en contra de la cultura superior, lo sé, pero jamás había dado pasos concretos para apartarse de ella. Usted sabe que incluso era funcionario del Ministerio de Exterminio. Llevaba una vida muy discreta. Protestaba mucho, sí, pero seguía conectado al sistema. ¿Qué pasó? ¿Qué le hizo cambiar tanto? —Déjame que te cuente, hijo. Cuando Golo entró en el salón de conferencias del Hotel Orquid de Charlots, venía acompañado por dos monjes a los que despidió ordenándoles que guardaran la puerta. Luego pidió a los convocados que se acercaran a él, les invitó a sentarse, y se puso a saludar a cada uno por su nombre. En algunos casos, incluso, hizo comentarios de las obras de cada cual, como haría un escritor viejo. No en vano Golo tiene 633 años de edad. —Perdón, doña Ludmila, pero debe de haber un error. Golo no puede tener 633 años porque nació en el 25 DRH, y ahora estamos en el 627. Por lo tanto, Golo tiene 602 años. —Querido, ¿tú me has visto equivocarme alguna vez? —No, pero... —Eso es porque no me equivoco nunca. Golo nació en el año 6 antes de la Ruptura de Hostilidades, pero sólo a partir de su primera clonación se hizo llamar Golo. En su primera vida todo el mundo le conocía por otro nombre. —¿Cuál? —Magistrato, El Exterminador. —¿Qué? —Lo que oyes, hijo. Golo y Magistrato son la misma persona aunque con ligeras modificaciones fenotípicas. Con muy buen criterio político... —¡Eso no es verdad! —Y dale. Es verdad por la sencilla razón de que lo digo yo. Cuando el ovi de Magistrato cayó al mar, junto a la isla Fun, y él fue capturado por los piratas y crucificado, ciertas autoridades, digamos semisecretas, le clonaron a partir de unas muestras de sus tejidos que se guardaban celosamente en Austin (Norzamérica). Se falsificó la fecha de desconexión umbilical, para que el niño apareciera como nacido semanas antes de la muerte de Magistrato; y, siguiendo las instrucciones que él mismo había dejado en su testamento, se le llamó Golo y se le entregó al abad de Yersaún. ¿La razón de esta estrategia? Algo tan simple como un cambio de marca. El nombre de Magistrato estaba asociado a destrucción, y lo que se necesitaba en aquel entonces era construir una civilización nueva. Magistrato se percató de la cantidad de problemas que se derivarían de su mantenimiento en el poder, así que dio el mejor golpe de estado de la historia: se preparó para reasumir el mando después de muerto, adoptando para ello la imagen del intelectual Golo que, por cierto, no es impostada. Golo, o Magistrato, ha sido capaz de cometer las mayores atrocidades y de parir las ideas más brillantes. Por esa razón supo mantenerse en la cúspide durante tantos años. En fin, que Golo saludó a todos sus invitados, y luego se sentó entre ellos y les explicó la causa de la convocatoria. ¿Quieres que reproduzca las palabras exactas o prefieres que te haga un resumen? —Las palabras exactas, por favor. —«Queridos hermanos: Gracias por haber acudido a esta llamada que reviste, como comprenderéis enseguida, la máxima importancia. Todos vosotros sabéis cuál es mi título oficial: el Primer Inmortal. Pues bien, yo no soy el Primer Inmortal sino el número 24. Sin embargo, este dato puede ser importante sólo para los ortodoxos. A vosotros os interesará más saber qué ha sido de los veintitrés inmortales que me preceden. Hace algunos años, se dio el primer caso. Afectó al número 6, un piloto militar que se llamaba Retcar. Cuando alcanzó los 592 años de vida, él, que por entonces era un niño, murió inexplicablemente. Se hicieron exámenes físicos muy minuciosos sin poder detectarse la causa, así que fue clonado. Pero los problemas no terminaron ahí. Durante las primeras novenas de incubación todo fue bien, pero a los tres meses, el feto murió, de nuevo sin razón aparente. Se trató de clonar a Retcar quince veces y en todas ellas se fracasó. El feto siempre moría a los tres meses. Dos años más tarde, murieron Bilm, la inmortal número 2, y Peusac, el número 5. Los mejores prenatólogos del mundo trataron de reproducirlos pero volvieron a fracasar. Un año después, murieron otros cinco inmortales pioneros. En la actualidad, de aquellos veintitrés quedan sólo nueve, que aún no saben que van a morir. Así es, queridos hermanos: el alma humana es mortal. Y, por tanto, nuestra Civilización Superior, tal y como hoy la conocemos, está condenada a desaparecer. Nuestra inmortalidad se basaba en el concepto cristiano de la inmortalidad del alma. Pero ahora sabemos que el alma también muere, aproximadamente unos seiscientos años después de su nacimiento. ¿Cómo determinar las causas de este fenómeno? ¿Cómo lograr que no se produzca? Tenemos varios equipos de científicos trabajando en la respuesta a estas preguntas, pero de momento no alcanzan resultados positivos. Yo mismo siento que me apago por dentro, pero ya estoy preparado para asumir mi destino. Voy a morir pronto, queridos hermanos, y también por eso os he hecho llamar. Ahora tenéis la verdad desnuda entre las manos, la que tanto os afanasteis por desentrañar en vuestros escritos y vuestros discursos. Y esa verdad se reduce a estas cinco palabras: el alma humana es mortal. Lo que hagáis con ellas no me importa. Cuando uno se acerca a la muerte definitiva, todo adquiere un sentido más hondo. He sido un hombre sin escrúpulos, no lo niego, aunque siempre he hecho creer a los demás lo contrario. Por eso, casi todos me consideran un especie de padrecito universal. Vuestras obras me han irritado más de una vez, pero puedo aseguraros que los textos oficialistas me han irritado siempre. Voy a morir, queridos hermanos, y después de mi muerte no quedará nada de lo que ayudé a crear. Sobre vuestros hombros descansa ahora la responsabilidad de llevar la verdad a los hombres, como nuevos apóstoles. La Historia era un río estancado, y ahora ese río vuelve a correr. Estas palabras mías son las primeras gotas de la riada que se avecina. Una sociedad en la que la clonación estatal no esté asegurada a perpetuidad precisa de una asociación de nivel intermedio, una célula procreadora, lo que antiguamente se denominaba «la familia». Pues bien, se deberá reinstaurar la familia, o una institución similar, y protegerla a través de un acto jurídico como el matrimonio. Con éste renacerá el patrimonio. Obviamente, si varios miembros de la sociedad forman una unidad reproductiva, lo único que garantizaría su correcto funcionamiento sería que esa unidad fuese también económica. Con esto, el Estado perdería el derecho a gestionar las herencias individuales y sufriría una considerable merma en sus ingresos. También se produciría un descenso abrupto en el consumo y en la producción de determinados bienes. Recordad las novelas y películas antiguas que nos muestran a familias enteras viendo una sola televisión. Si volvemos a eso, nuestros comerciantes venderán una televida donde antes vendían cuatro, y los impuestos correspondientes a la producción y al consumo se verán muy reducidos. ¿De dónde saldrá entonces el capital necesario para mantener los espejos orbitales, que son una de las bases de nuestra magnífica producción agropecuaria? No los podremos mantener y habrá que activar la economía de otra manera. ¿Cómo? ¿Con qué impacto ecológico? O, dicho de otro modo, ¿serán suficientes los espacios en los que ahora nos manejamos, estos hermosos jardines protegidos por nuestros altos muros? La respuesta es no. Tendremos que ampliar nuestro radio de acción. Pero, ¿habrá dinero para sostener las escuadras de ovis que necesitaremos para lograrlo? ¿Y cómo controlaremos el número de las poblaciones inferiores? ¿Crecerán hasta desbordarse como ya sucedió en la Ruptura de Hostilidades? Como veis, queridos hermanos, en los aspectos puramente materiales, la restauración de la familia tendrá consecuencias desastrosas para nuestro modo de vida. Respecto a la faceta más espiritual del hombre, supondrá el nacimiento de múltiples unidades éticas fácilmente expuestas a la desviación. Las civilizaciones antiguas gestionaban la cohesión ética de sus súbditos por medio de las religiones y la educación. ¿Será necesario resucitar a Dios? ¿Quiénes serán los encargados de educar a los niños? ¿Los maestros, a quienes ya no podremos pagar tan bien? ¿Las familias? ¿Ambos? Si fueran los primeros en exclusiva, el problema sería menor pues se podría garantizar cierta homogeneidad mental. Pero, ¿permitirán las familias que el Estado eduque a sus hijos de acuerdo a un patrón estricto, o tratarán de interferir para hacer valer, por ejemplo, sus principios éticos particulares? Ahora bien, y si fueran las familias las encargadas de la educación de los niños, ¿cuál sería la calidad de esa educación? ¿De dónde sacarían los padres el tiempo necesario para impartirla? ¿Lo restarían de sus turnos de trabajo? Y si así fuese, ¿adónde irían a parar los niveles de producción? Imaginad, por otro lado, que las familias, como instituciones autónomas, decidieran tener más de dos hijos por pareja. ¿Qué solución cabría entonces? ¿Una intervención política? ¿Una guerra? Todo esto suena a muy antiguo, pero debéis estar preparados para ello porque llegará. También vendrán cosas nuevas. Os invito a reflexionar sobre esto: ¿querrán nuestros conciudadanos seguir viviendo amurallados cuando se les diga que ya no son inmortales? El hombre posee el instinto de reconocimiento del espacio, una pauta de reacción biológica que se contrapone con el instinto de seguridad. Nuestros conciudadanos se sienten seguros en las ciudades porque poseen cuanto necesitan, incluso la vida eterna, ese sueño incumplido de tantas generaciones de hombres. Pero, ¿qué sucederá a partir de ahora? ¿Se despoblarán nuestras ciudades? ¿Se mestizarán los superiores y los inferiores o lucharán por el espacio en una guerra que será a la vez civil y mundial? Como podéis comprender, lo que sigue a la perfección que habíamos logrado, sólo puede ser algo imperfecto. A lo largo de seiscientos años, nuestra civilización se ha basado en algo muy sencillo: la relación del individuo desnudo con el Estado desnudo, la muestra más pura de asociación cívica que ha conocido la Historia. Pues bien, eso se termina, hermanos, por la simple razón de que el individuo ha comenzado a morir. La relación toca a su fin y el edificio empieza a arruinarse por una de sus alas. Se apuntalará la obra quizás. O quizás se trate de construir un revestimiento que la cubra. Pero ya será tarde. Desde que el alma de Retcar murió, es tarde para todos nosotros». —Qué barbaridad. —Así es, hijo. Lo demás fue matizar lo dicho, sugerir posibilidades y responder a las muchas preguntas que se le vinieron encima. Algunos disidentes exigían explicaciones más precisas. Otros querían ver pruebas. Y otros pedían respuesta a preguntas que siempre les habían atormentado. Golo respondió a todo con paciencia y sin mentir. Y cinco horas más tarde, abandonó la reunión. Para P, la revelación supuso algo así como la lectura de su sentencia de muerte. Por eso, al regresar a Verona se instaló en el hotel Vast. Necesitaba asimilar su tristeza en soledad. Luego se cambió el nombre y se marchó. Le empujaba lo mismo que a ti: el deseo de vivir libremente, lejos de aquella pantomima. Quería tener hijos, volver a la corriente de la Historia. —De acuerdo. ¿Pero por qué no se despidió de mí? —No quería implicarte en el asunto. Pensaba que no te haría ningún bien contándote lo que Golo les dijo. Y aún lo piensa, así que no hables de este tema con él. 4 En mitad de la estepa, junto a un cerro gris, la caravana de seis carretas se ha detenido para pasar las horas de más calor. Las mulas y los burros ramonean los arbustos, y se han encendido fogatas para preparar la comida. Anto y Vogchumián son invitados de doña Ludmila, y desde hace unos días acompañan al circo de los hermanos Gudmundsdóttir que marcha al sur, rumbo a la Sierra Morreina. A un lado del camino, las carretas parecen vértebras quemadas; y sobre el horizonte reverberante planean unas redondas colinas azules. El sol no se puede mirar, y no vuela ningún pájaro. Sólo las cigarras chirrían, sin descanso, borrachas de calor. Anto ha sentido durante toda la mañana la necesidad de estar solo. Y por eso, cuando la caravana se detuvo, subió al cerro en el que aún se encuentra. Se da cuenta de que cualquier alteración importante en el mundo superior repercutirá negativamente en el inferior. Pero, a pesar de que han transcurrido quince años desde la revelación de Golo, los muros, que a veces contempla, se muestran como siempre: altas bandas de cemento recorridas por autónomospatrulla. Sobre las puertas se alzan las cabezas de hidra, y por el cielo transitan todavía los ovis. Pasan de acá para allá, como siempre ha sido, y nadie los mira, excepto él, que suele imaginar a las personas que en ellos viajan. Se avecina una revolución de proporciones gigantescas pero de momento nada ha cambiado, en apariencia. Quizás algunos hombres sabios han acertado a conducir las cosas de modo que todos los habitantes del planeta no tengan que sufrir por los errores de unos pocos. ¿Cómo saberlo? Según doña Ludmila, el futuro es puro proyecto. Y según Tolstoi, la grandeza de Kutúzov, general en jefe de las tropas que defendieron a Rusia de la invasión napoleónica, radicaba en su fidelidad al presente. Era enemigo de los planes de batalla porque, como él mismo decía, los movimientos de los hombres son impredecibles. Anto quisiera saber pisar el presente, como el general Kutúzov, y ver lo que vaya viniendo, como doña Ludmila, pero sabe que no le va a resultar fácil pues su cultura le orienta constantemente, aún hoy, quince años después de abandonar Verona, a vivir inclinado hacia el mañana, como una ola que nunca acaba de romper. «¿Por qué tiene que ser esto así? —se pregunta—. ¿Por qué no soy capaz, de una vez por todas, de mirar el suelo que piso?» Entre sus pies, calzados con abarcas, hay varias piedras: una que parece la cabeza de un perro y otra que parece un pan. También hay una mata de tomillo agitada por el viento. Anto se siente habitante del presente y se propone recordar que cada vez que su alma se vuelque hacia el futuro, madre de todos los miedos, él volverá sus ojos hacia el suelo. 5 —¿Cómo era mi madre, doña Ludmila? —Era una buena mujer. Creía que su vida iba a ser gris para siempre. Pero cuando tú llegaste, se sintió llena de luz. Por desgracia, sólo pudo disfrutar de ti cinco años. Un vecino la denunció. Tú eres un hijo ilegal, Anto. Eres fruto de un amor llevado a sus últimas consecuencias. Tu madre sabía que tener un hijo sin permiso era un crimen, que más tarde o más temprano sería descubierta. Y, sin embargo, te tuvo. La condenaron a muerte pero la pena fue conmutada por histerectomía y deportación. Por aquella época, estaban poblando las ciudades auríferas del Tíbet, y a tu madre la mandaron a una de ellas. Allí pasó el resto de su vida, como cocinera de un campamento. Al morir, dejó de existir para siempre. Tú, al quedar solo, entraste en una unidad especial de educación infantil, y dos años más tarde, cuando se te consideró normalizado, se te integró a un aula de niños clónicos. —¿Y mi madre...? —Jamás te apartó de su corazón. —¿Cómo era ella físicamente? ¿Cómo era su cara? ¿Cómo eran sus manos? —Estatura media. Complexión normal. Caminaba con gracia y casi siempre estaba alegre. Tenía los ojos parecidos a los tuyos, la nariz pequeña y recta, el pelo castaño, la boca bien dibujada. Tu madre siempre gesticulaba mucho. Si tenía que contarle a alguien que estuvo sentada comiendo sopa, le parecía imprescindible sentarse en cualquier lado y hacer como que comía sopa. Cantaba bastante bien y sabía tocar la guitarra. Por el contrario, era negada para todo lo que tuviera que ver con los aspectos más cerebrales de la vida: las cuentas, los planes, los horarios. Con toda razón te preguntas que de dónde saliste tú entonces tan racional. Pues de dos sitios: de la educación especial que recibiste desde los cinco a los siete años; y de tu padre, que es una persona muy cerebral. —¿Mi padre «es»? —Él rompió con tu madre antes de enterarse de que ella estaba embarazada. Por eso, en el juicio quedó absuelto y pudo seguir viviendo tranquilamente. —¿Y dónde está ahora? —Vive en Auj, cerca de Tulús. Tiene una tienda de música que se llama El Yuqueboks. —¿Es un buen hombre? —Es un hombre normal. 6 Durante dos semanas enteras, Anto se reunió a diario con doña Ludmila. Solían conversar por la noche, al término de la función, o cuando los jefes de caravana daban la orden de detenerse. Rara era la ocasión en que no hablaban de P, de Tanna, de Calcuss o de Madán Chocolá. Todos los demás importaban menos: Immo continuaba en la universidad, Belachkian seguía siendo un hombre pegado a un alma y Salazzo, ascendido a capitán de brouquers, había saltado a otro banco. Nicole, la hija de Madán Chocolá, se había casado con El Mierda, y era madre de dos hijas: Anyela y Claudia. Ayudaba a su madre en la sastrería, lo mismo que Larús, muy hábil en los cortes de precisión. Mariantuán se había fugado con un bailarín gitano llamado Gaudio, y Pop, el perrito, había muerto años atrás, al término de una larga y plácida vejez. Sobre el lugar en que fue enterrado crecía un ciruelo. Los miembros de la tertulia de Caldera seguían igual que siempre: Domín y el tío Ori arreglaban el mundo jueves a jueves mientras que don Onofre insistía en coleccionar citas y reproducirlas como propias. En cierta ocasión, Anto le preguntó a doña Ludmila por la causa de la destrucción de la Torre de Pisa: —Se juntaron varios factores. Por un lado, las estadísticas demostraban que la gente le tenía cada vez menos miedo a lo inferior: se publicaban novelas antiguas, se organizaban turs a la Zona Inferior, y los grupos defensores de la Humanidad única crecían y se multiplicaban. Por otro lado, los jefes militares de Verona sospechaban que les iban a recortar el presupuesto. En años anteriores se les había pasado la mano exterminando a inferiores, y ahora se encontraban sin casi nada que hacer. Necesitaban con toda urgencia una operación vistosa que les permitiera demostrar que sus servicios eran absolutamente imprescindibles. Pero aún queda un tercer factor: los intereses de los monjes. Armaud14, el abad de Spókel, quería destruir la Torre de Pisa porque ésta sirvió de campanario para una catedral. El abad gestó la idea y se la expuso al hermano mayor de Verona, que por aquel entonces era Ario, y al comandante Píntich, en una reunión que tuvo lugar en la Residencia Civil. Aquel mismo turno, se tomó una decisión a favor y Ario comenzó a pensar en quién podría dar curso a aquello. Un día, en una sesión plenaria del Consejo de Exterminio, se fijó en Adel, tu jefa, por la determinación con la que defendía sus opiniones. Pidió informes de ella y la encontró perfecta para la misión. Si algo salía mal, no se perdería gran cosa; y si todo salía bien, Adel no tendría fuerza suficiente como para obtener ventaja política. Se le propuso el asunto a través de un intermediario de confianza, y ella aceptó sin rechistar. El resto de la historia ya la conoces. Lo que no sabes es que no era la primera vez que se representaba una farsa así. En este preciso instante, por ejemplo, se está librando una guerra por el control de una pequeña ciudad de Norzamérica que se llama Mana. «Los bravos soldados superiores defienden el muro contra los ataques de miles de sanguinarios terroristas que manejan explosivos de gran potencia». Esta es la versión oficial, la que inunda todo el mundo superior en estos momentos. Pero la verdad es muy distinta. Los asaltantes de Mana no llegan a seiscientos y además no son terroristas sino campesinos a los que se provocó bombardeando sus pueblos. ¿Por qué? Porque hacía falta un poco de acción en la televida. Es necesario hacerle creer a la gente que como en casa no se está en ningún lado. 7 Desfiladero de Despeñaperros, 30 de junio de 2693. ¿Qué sucede con el alma cuando muere? ¿Viaja a alguna parte? ¿Se funde? ¿Tienen alma los animales? ¿Tienen alma las plantas? ¿Tienen alma las piedras? ¿Piensan? ¿Hablan entre sí? ¿De qué está hecho el universo? ¿Vivimos solos en él o hay vida en otros planetas? ¿Qué extensión tiene el vacío? ¿Cuándo se creó? ¿Se creó o existió siempre? ¿Alguien lo creó? Tengo muy cerca de mí a una persona que sabe las respuestas a todas estas preguntas. Pero, ¿me interesa conocerlas? Dentro de poco, voy a despedirme de doña Ludmila para seguir más al sur. Me importa mucho más el cariño de P que la sabiduría. 8 El malabarista revuelve con un cucharón el guiso de conejo y prueba el caldo. Cerca de él, arrodillada en la manta, doña Ludmila remienda una prenda de ropa. Cuando termina, clava la aguja en la manga de su bata y sonríe. Luego se levanta, sale al sol y recoge una camisa tendida en un arbusto. Vuelve al toldo y le dice algo a su hijo, que asiente sin descuidar la olla. Doña Ludmila sube a la carreta y trae unos cuencos de madera que deja en la manta. Enseguida, sale del toldo y mira hacia Anto haciendo visera con las manos. Anto comprende. La comida está lista. Desde la roca se ven los faldeos verdes de la sierra y al fondo un llano ocre con olivos centenarios y casetas blancas, como dados tirados al sol. En el cielo sólo habla el viento, en susurros que engordan y adelgazan a su antojo. Vogchumián llega con dos botellas. Ha encontrado agua en un arroyo. Sonríe. Un pájaro negro corta el aire. Le sigue otro. Después de comer, los hombres tiran los huesos de conejo y una cabeza sangrienta que los perros se disputan, ensuciándola. Vogchumián se levanta, coge su manta y se va. El malabarista se echa a dormir bajo la carreta. Doña Ludmila ha tomado el caldo a sorbos y se come la carne con mucho cuidado: descarna la presa con los dedos y se lleva los trozos a la boca. Cuando termina, tira el hueso y se echa de lado en la manta. Mira a Anto sin sonreír: —Tened mucho cuidado porque ésta es tierra de bandoleros. Hablad lo menos posible con la gente y dormid siempre en pueblos. Gracias, hijo, yo también te echaré de menos. Te voy a dar los detalles: tu amigo vive a unos cuatro kilómetros de Salteras. Justo al oeste del muro de la ciudad hay una puerta de la que sale un camino. Seguidlo y a unos tres kilómetros veréis un alcornoque viejo. Allí arranca una senda que lleva a la casa de tu amigo. Tiene un perro muy bravo que se llama Ladrón. Tened cuidado con él. Es grande y tiene el pelo gris. —¿P está todavía allí? —Tú viaja tranquilo porque él casi nunca se mueve de casa. —¿Qué está haciendo ahora mismo? —Se está lavando las manos en un camellón donde dan de beber a las vacas. Ahora le habla a un hombre que trabaja para él. Llega un viento ábrego que quema la piel. Se oyen toses y los animales estornudan. Anto mira a la vieja: —¿Por qué lo sabe usted todo, doña Ludmila? —Porque no quiero saber nada. 9 —¡No lo entiendo! —grita Miguelito—. ¡No lo entiendo en absoluto! ¿Qué quiere decir «porque no quiero saber nada»? El viejo Anto termina de atar una mata de arvejas a un rodrigón que ha hincado en el suelo, y mira al niño. Jamás le ha escuchado hablar en ese tono. Su voz ha sonado a rabiosa. Ha fruncido el ceño y cuando el flequillo le cae sobre los ojos, se lo espanta de un manotazo. —¿Qué te pasa? —¡No me pasa nada! —Tú eres un niño muy curioso. Por eso te molesta no comprender las cosas. Pero no me pidas que te explique el secreto de la sabiduría, porque yo mismo no lo entiendo. Miguelito sigue mirando al viejo. —Es la pura verdad. Yo sólo sé lo que me dijo doña Ludmila pero no lo entiendo. Tengo una vaga idea de lo que significa pero no sabría ponerlo en práctica. Cada punto del camino es un destino, y con el saber pasa lo mismo. Tú quieres saberlo todo porque eres muy curioso, pero saber no es lo que más te va a llenar. Saber es llegar. Aprender es el camino. ¿Lo comprendes? Hay gente que renuncia al saber porque se da cuenta de que jamás lo sabrán todo. Ésos se olvidan del placer de aprender. Hay otros que quieren aprender cada vez más cosas creyendo que al final lo sabrán todo. Pero el camino no tiene fin. Cuanto más se sabe, más se comprende que se sabe muy poco. —Eso tampoco lo entiendo. —Te lo voy a explicar con un ejemplo. Tú subes a una montaña y vas conociendo las cosas que hay en ella. Pero al mismo tiempo tu perspectiva del paisaje se amplia, y te das cuenta de que alrededor de esa montaña hay llanos y otras montañas. Antes de empezar a subir, sabías muy poco, pero creías que sabías mucho. Y al llegar arriba, sabes mucho más de lo que sabías pero te das cuenta de que sabes muy poco. Por eso, un filósofo muy antiguo que se llamaba Sócrates dijo: «sólo sé que no sé nada». Sabía tanto que se dio cuenta de que no sabía nada. Yo creo que a doña Ludmila le pasaba al revés. No quería saber nada, y por eso lo sabía todo. Miguelito parpadea con fuerza: —¿Y cómo se hace para no querer saber nada? —No creo que eso se pueda aprender. Un par de horas más tarde, ambos tomaban té sentados a la mesa, y Anto se daba cuenta de que la conversación del niño había crecido. Sus preguntas no eran ya tan banales, y las respuestas correspondientes exigían mayor esfuerzo. Siguieron hablando del saber con referencia a otros temas, como la memoria, la creación y la intuición; y en un momento dado, al viejo se le ocurrió proponer: —Vamos a jugar a adivinar. —Vale. ¿Qué hay que hacer? —Es muy fácil. Primero cierra los ojos y pon la mente en blanco. Luego, ábrelos un segundo, mira algo y vuelves a cerrarlos. Entonces, di todo lo que se te ocurra y ya veremos qué pasa. —De acuerdo, voy a adivinar a Pilón —y llamando al perro, el viejo lo sostuvo de la piel del cogote. El niño se estiró entonces en su asiento y cerró los ojos. Respiró hondo un par de veces, abrió los ojos, los volvió a cerrar y dijo: —Veo un granero. Están Pilón y la Yésica. Hay cinco o seis cachorros. Uno es negro. Y no veo nada más. —¡Muy bien, Miguelito! Pero éste le miró extrañado: —¿Y ahora, qué? —Ahora nada. Has adivinado a Pilón perfectamente. —¿Eso quiere decir que Pilón y la Yésica van a tener cachorros? —Puede ser. —¿Y cuándo lo sabré? —Tú acuérdate de lo que acabas de adivinar, y ya veremos. A continuación, Miguelito adivinó a Anto en forma de tres ristras de palabras. Para él no encerraban un significado especial, pero en el viejo causaron una fuerte reacción corporal. Primero, le faltó el aire, y luego, se le perló la frente de sudor. Ya le preguntaba el niño si se encontraba bien, cuando tuvo que agacharse a un lado para vomitar. Aún mucho tiempo después, retumbaban en su cabeza las palabras de Miguelito: —Una casa grande, una casa pequeña, una nave de esclavos. 10 El camino del cortijo estaba trillado por las pezuñas del ganado y cruzaba un paisaje donde no se veía ni un solo árbol. Hacía calor. Las moscas ennegrecían las boñigas de las vacas, y se levantaban a nuestro paso, como nubes que se dispersan. Dos troncos hincados a ambos lados del camino marcaban una frontera. Al otro lado, comenzaban los trigales, y un poco más allá, dos hileras de chopos. A su sombra oímos los primeros ladridos. Era Ladrón, un perrazo gris que se desgañitaba sobre la falda de una loma. Seguimos caminando pero a los pocos metros, el perro salió a cortarnos el paso. Tenía el lomo erizado y mostraba los colmillos. Le faltaba poco para mordernos cuando un silbido lejano le calmó de repente. Alguien venía por el camino. Un hombre bastante mayor, de unos sesenta años. Llevaba en la mano una ramita y se le notaban andares de jinete. Aún estaba lejos cuando se entendió que gritaba: «no hay trabajo», pero nosotros seguimos caminando hacia él. Tenía la cara arrugada por el sol, y en ella se destacaban sus ojos verde oliva. Él nos condujo al lugar donde estaba P. A la vuelta de la loma, se alzaban las casas del cortijo: un cubo grande con tejado a cuatro aguas, y otras construcciones de piedra seca que se apoyaban en el muro del patio. Ante el portón techado se extendía una mancha de tierra en cuyo centro crecía un alcornoque centenario. Más allá, estaba el huerto, a cuya entrada nos invitó a esperar aquel hombre. Con gran calma echó a andar por la senda de guijarros que cortaba los bancales y se perdió de vista tras unas tomateras envaradas. Yo estaba muy nervioso, pero me calmé en cuanto vi a P. Aquel no era el hombre al que yo recordaba. Se le veía más gordo, más calvo, y su actitud corporal era muy diferente. No quedaba nada de su altivez, y su mirada ya no era franca. Recuerdo con desagrado la forma en que reconoció mi cara, como si estuviera examinando algo asqueroso, y la extraña mueca que compusieron sus labios después. También recuerdo con pesar lo que no sucedió. Cuando me ofreció su mano, quise abrazarle pero él se retrajo. Y luego, cuando le señalé a Vogchumián, ni siquiera le miró. Sólo dijo: «muy bien» y se encaminó a la casa grande indicándonos con una seña que le siguiéramos. Sobra decir que me sentí estúpido, caminando detrás de la espalda de aquel hombre, añorado por mí durante más de quince años. Ya en la cocina, cuando me presentó a su mujer, Catalina, me llamó su «mejor amigo» componiendo en su rostro de nuevo aquella extraña mueca que pronto aprendí a interpretar como una sonrisa. La Niña Azul había perdido el brillo inocente de sus ojos, aunque aún conservaba una hermosa sonrisa. Junto a ella moqueaba un niño moreno, de unos cuatro años, que iba desnudo de cintura para abajo. Era Damián, el hijo de mi amigo. A una vieja le dieron orden de que hiciera dos camas y Catalina fue a vestir al niño. Vogchumián salió al patio sin pretextar nada. Y así quedamos P y yo solos, frente a frente, junto a una mesa de madera, al sur de Espein. Nos miramos un momento y él salió para traer dos vasos; luego destapó una botella de aguardiente. «Por los viejos tiempos», dijo sin entusiasmo, y secó el vaso de un trago. A costa de muchos años de trabajo, P se había convertido en un pequeño señor feudal. Controlaba un territorio de unas doscientas hectáreas que incluía un monte que le daba caza y leña. Tenía pastos para cien reses, tierras de trigo y avena, una quinta con frutales, un huerto grande y un majuelo. Un pozo abierto en el patio servía a todas las casas, y un alcornoque centenario daba sombra a los niños. Trabajan para él casi veinte hombres entre pastores, zagales, lechadores, labriegos y monteros, todos los cuales vivían en el cortijo con sus familias. También estaba don Ramón, el capataz, aquel viejo que salió a recibirnos. Era la mano derecha de P, y en él reposaba el trato con los hombres, el cuidado de las faenas del campo y las labores de vigilancia. En la casa grande servía la vieja Basilia, ama y cocinera, y dos criadas encargadas de las demás tareas domésticas. A la cabeza de toda aquella gente, se encontraba P, a quien todos llamaban don Pedro. Él decidía, dirigía, y, como propietario que era, se reservaba la mejor parte, aunque sin mostrar nunca avaricia. Una vez al año, para la cosecha, salía a contratar jornaleros; y otra vez, a finales de octubre, organizaba una cacería para mantener buenas relaciones con los otros propietarios de la zona. Fuera de estas dos actividades, no mantenía contactos con el exterior. Si por casualidad llegaban a su finca un buhonero o un mendigo pidiendo techo, les concedía la pernocta pero no hablaba con ellos. Don Ramón se ocupaba de todo. P se levantaba temprano. Se lavaba la cara en una jofaina, siempre al aire libre, y entraba en la cocina a desayunar. A esa hora, ya debía estar allí don Ramón para recibir las órdenes del día. Después, P se iba al huerto un par de horas y, pasado este tiempo, rodeaba sus tierras a caballo con el capataz. Al regresar, comía con su familia y se echaba una corta siesta. Por la tarde, trabajaba en su despacho, y al anochecer, se daba una vuelta por las cuadras para vigilar la segunda ordeña y atender a su caballo, un potro alto que se llamaba Maón. Después de la cena, mandaba a buscar una botella de aguardiente y se sentaba a beber en el corredor de los geranios. Rara vez se acostaba sobrio. 11 Anto y P toman café de trigo en el corredor. A un lado, se ve la pared blanca y las puertas de los cuartos; al otro, unas macetas con geranios que forman el umbral del paisaje: una loma pardusca que se destaca sobre el cielo cobalto. —Y esa es la única inmortalidad que cuenta —dice Anto—: tener un hijo. Todo lo demás son monsergas. Tú has tenido éxito en la vida. Tú has cumplido con la naturaleza. P le mira un segundo, pero enseguida desvía sus ojos y se acerca la taza a los labios. Su mano tirita: —Ya ves cómo estoy, ¿y me dices que he tenido éxito en la vida? Yo tuve éxito en mis vidas anteriores pero en ésta me estrellé miserablemente. Regresa el silencio entonces y se instala entre ambos amigos. A P no le molesta: es su coraza habitual. A Anto sí, aunque ya va aprendiendo a convivir con lo incómodo y a pasearse por el borde del tiempo sin mirar al fondo. Tiene muchas ganas de preguntar pero aún más de que P se abra a él sin pedírselo. Quisiera saber qué le pasó con los piratas milt, y también escuchar de su boca la razón por la que se marchó de Verona sin despedirse. Aún hoy, después de tantos años, espera una disculpa. Pero, ¿tiene derecho a ella? Al día siguiente, a la hora del café, se reúnen de nuevo en el corredor de los geranios. P viste de nuevo una camisa de mangas largas, a pesar del calor. Sus manos parecen más fuertes y Anto se pregunta si esto significa una mejoría en su estado de ánimo. —He venido aquí para que volvamos a ser amigos —dice, y enseguida le sacude un fuerte sentimiento de culpa por haber sido incapaz de perdonar a P. El abandono fue cruel pero estaba justificado; y el recibimiento, aunque frío, no dejó de ser familiar. «Quizás no hubo abrazos, pero me acogió como a un hermano. Me ha dado techo y comida, sin pedir nada a cambio. Y yo sólo he sido capaz de pensar en una espina antigua». Por la noche, en la explanada del cortijo, a la luz de la luna, los ojos de Anto siguen sin saber dónde posarse, pero su alma ya ha emitido un veredicto. Todo tiene un orden preciso. Todo sucedió del mejor modo posible, como Tanna decía. Así fue y así será a partir de ahora. Anto no puede pretender que su amiga comprenda su ausencia, si él mismo es incapaz de perdonar a P. Y de igual modo, sólo puede asistir a su amigo gracias a que Madán Chocolá le asistió a él un día. Do ut des, doy para que des, pero no es necesaria una cuenta exacta e inmediata. Yo te doy algo a ti pero no espero nada a cambio. Tú le das algo a él pero no esperas nada a cambio. Él me da algo a mí pero no espera nada a cambio. Todos nos ayudamos. Todos nos perdonamos. Todos somos uno o partes de uno. La vida ha dejado en Anto sólo una pequeña herida, por cumplir con la razón de que no existen almas inmaculadas. ¿Quién fue el causante de esa mancha? ¿P? No. Fue el destino. Y sus planes se han cumplido: han llegado la resignación y el perdón, la paz y la paciencia, como hermosos regalos ofrecidos por el tiempo. Quizás permita el futuro que la felicidad que Anto encontró, encienda de nuevo un alma ahogada en el pasado. Sólo cabe esperar. La noche está fresca. Impera un silencio lunar y las ramas del alcornoque murmuran formas azules y negras, incomprensibles y hermosas. 12 ¿No tuvieron una esclava y un rey mil y una noches para contarse cuentos? Pues P y yo tuvimos mil y una tardes. Después de unas cuantas semanas, mi amigo quiso formalizar nuestra presencia en la hacienda y me propuso ocupar una vacante que había inventado para mí: la de bufón. Vogchumián sería mi ayudante. —¿Obligaciones? —Ninguna porque se trata de cargos honoríficos. —¿Salario? —Ninguno, por lo mismo. —Acepto. A petición mía, P nos adjudicó una casita que en la época de la leña se utilizaba para guardar aperos y preparar el rancho. Estaba a poco más de un kilómetro del cortijo, sobre una suave colina donde crecían los alcornoques y las encinas, la jara, el espliego y una hierba fresca que pastaban los ciervos. Había un huertecito, que llevaba años sin labor, y un corral para gallinas. Por lo demás, tenía todo lo necesario: una puerta y una ventana, cuatro paredes y un tejado. El clima era bueno: sólo había que encender fuego algunas semanas del invierno. Lo demás eran brisas muy agradables de respirar o un aire cálido que las cigarras rallaban sin descanso. Jamás nos faltó cosa alguna porque nos traían todo del cortijo y nos invitaban a comer un día sí y uno no. La vieja Basilia era una buena cocinera. Sus migas con tocino daban fuerza para una mañana entera, su asado de ciervo saciaba a un hombre por dos días, y su caldo de gallina revivía a un muerto. Tras el almuerzo, P dormía la siesta, actualizaba sus libros y se reunía conmigo en el corredor de los geranios. Luego salíamos a dar un paseo por la alameda. Nuestras conversaciones giraban siempre en torno al pasado. Cuando evocábamos los viejos tiempos de Verona, él hablaba más que yo, pues todo le parecían recuerdos placenteros. Por el contrario, cuando mirábamos a nuestros últimos años, los transcurridos en la Zona Inferior, yo sostenía todo el peso de la charla. De la temporada que pasó con los milt, no me contó nada en un principio, y yo tampoco quise preguntarle. La revisión de aquellos horrores debía ser gradual: producirse sólo en la medida en que su alma estuviese preparada para asimilar lo ocurrido. Y él lo sabía. Por eso, sus pasos eran cautos. En cierta ocasión, en que le había contado las historias de Pons y del Trueno, me dijo: —Ahí tienes a dos hombres a los que el mar perdonó. Pero no siempre es así. P no sospechaba que yo sabía que él había sido raptado por los milt. Por eso se permitía tales insinuaciones. Le veía moverse entre las sombras, como un animal herido, y sentía una inmensa pena por él. Cuando me contaba algún episodio de su desgracia personal, disfrazándolo torpemente, yo escuchaba su relato interpretando el papel de ignorante. No era una posición cómoda, desde luego, pero debía soportarla: nuestra amistad lo exigía en aquellos momentos. Una vez, sucedió algo muy extraño. Estábamos en el corredor tomando café cuando el pequeño Damián se acercó a él por detrás, con intención de asustarle. Le tocó el brazo y dijo «¡bu!», pero P no se asustó como una persona normal: lanzó un grito que le hizo levantarse del asiento, y llevándose la mano al brazo, se marchó a grandes trancos. Enseguida llegó Catalina, que se llevó al niño asustado, y allí quedé yo, solo, envuelto en un pastoso silencio. Aquella tarde, comencé a comprender el daño físico que los piratas le habían causado, y pude explicarme muchos detalles raros que había observado hasta entonces. P no abrazaba jamás a nadie ni se dejaba tocar. Y era muy poco común que le diera la espalda a alguien, como en su día me aclaró don Ramón. Siempre llevaba camisa de manga larga y ponía varios cojines en la silla que iba a ocupar. Me imaginaba su espalda y sus brazos traumatizados, pero no podía imaginar las deformaciones de su espíritu. Tarde o temprano, la piel se regenera, los huesos se sueldan y el riego sanguíneo elimina los coágulos. Pero hay heridas del alma que por ser inferidas sobre tejidos tan blandos, jamás sanan del todo. Así, una caricia puede ser interpretada como un arañazo, y las fuentes del placer se transforman en instrumentos de tortura. Al darme cuenta de estas cosas, quise alejarme de P, como instintivamente hacemos todos cuando tocamos algo desagradable. Pero mi corazón y mi cabeza me dijeron, por encima de los reflejos, que mi sitio era aquél, y que la actitud que más convenía a todos era esperar en silencio. Al día siguiente, P no se disculpó por haberse marchado del corredor de aquella manera. Me miró más fijamente que de costumbre, como estudiándome, y me hizo la misma pregunta de siempre: —Bueno, ¿y qué me cuentas hoy? Aquellas mil y una tardes fueron para mí la puerta de la entrada a la vejez: el momento en que comencé a revisitar mi vida. Todos los hombres caminan hacia un ideal al que dan forma en los años de su juventud; y, cuando lo alcanzan, recorren su vida en sentido contrario hasta llegar de nuevo a la infancia. Lo sé porque lo he experimentado ya tres veces. El joven que decía «seré» se convierte en el hombre que dice «soy», y más tarde, en el viejo que dice «fui». Mis largas conversaciones con P no fueron otra cosa que un viaje de vuelta a la semilla. Le hablé de doña Ludmila y de los diversos medios que Vogchumián y yo empleamos para sobrevivir. Le revelé el secreto para domar ardillas, que Kimbo me había entregado, le hablé de las ruinas de Madrí y le recité un poema mío que le hizo llorar. Recuerdo que consideré aquellas lágrimas como un gran avance en el proceso de su curación. Otro paso importante fue su primer chiste. Lo consigné en mi diario con fecha del 8 de enero de 2695, casi un año y medio después de nuestra llegada al cortijo. Acababa de contarle el truco de la sopa de piedras, aquel sistema que teníamos para engañar a los avaros, cuando me miró fijamente y me espetó, sin inmutarse: —A ese sí que le disteis sopas con honda. A P le fascinaba la figura del tío Ori. Quería saberlo todo de él: cómo caminaba, cómo sujetaba la taza de café o con qué gestos se acompañaba al hablar. Sin embargo, lo más importante de este interés no era la figura sobre la que se proyectaba sino el hecho mismo de existir. Se notaba en P un ánimo por salir de sí mismo, por averiguar cosas. Se había producido una fisura en la coraza que le aislaba del mundo y era natural que su alma se volcase hacia afuera de manera abrupta. El tío Ori fue durante semanas enteras un motivo de obsesión que le sirvió para fijar la mirada. Después comenzó a ampliar los campos de su interés. Le llamaban más la atención las personas intelectuales, como Domín, y menos las emocionales, como Chocolá. Larús le parecía superfluo, pero no don Onofre quien, según dijo: «también repite como un papagayo pero por lo menos sabe de qué está hablando». Fue extraño el momento en que le conté mi depresión; y agradable cuando le relaté el viaje que nos llevó, en busca de él, hasta la aldea de Brexo. En el primer caso, se limitó a componer aquella mueca que significaba una sonrisa, como si la depresión le fuese algo completamente ajeno; en el segundo, me escuchó con reverencia, y al fin, puso sus manos sobre mis hombros. Fue la primera vez que me miró con sus ojos de siempre. La recuperación psicológica de P se aceleró mucho desde el momento en que cayó enfermo. En los pocos meses que duró la degeneración física de mi amigo, me pude reencontrar plenamente con él, con quien él era antes de su rapto, con ese núcleo que arde dentro de las personas desde el minuto mismo de su nacimiento y hasta el instante impostergable de su muerte. Yo fui la mano que lo acompañó hasta el borde del abismo y el hombro que soportó, y soporta, el peso de sus desgracias. Me habló de la reunión de los disidentes con Golo, y de otras muchas cosas que le afligían. Pero sólo a cuatro días del final, cuando notó que la muerte se acercaba, me contó detalles de su estancia entre los milt. «No es necesario», le dije, pero él insistió. Ya su alma se desnudaba para cubrir el último tránsito. Ya se alivianaba la presión íntima de su pecho, y se relajaba el músculo. Durante más de tres horas me refirió sus tormentos, con la frialdad de quien da lectura a una lista de utensilios. Enumeró todo aquello a lo que fue obligado, los vejámenes sufridos, las formas del dolor recibido, presenciado e incluso causado en el momento de su huida. Pero no pienso contar nada más de esto. Los hombres que se deben la amistad, se deben el silencio. 13 En los días siguientes a la muerte de P, compuse una elegía cuyos versos aún hoy me asaltan a cada paso. Podría escribirla aquí, pero prefiero ceder la palabra a los maestros, a las aves de altura. Esta es la Elegía a Ramón Sijé, obra de un poeta que se llamaba Miguel Hernández y que era natural de un pueblo cercano al lugar donde P recobró su libertad. Me la enseñó un maestro de pueblo que se llamaba don Rosario. En sus labios estos versos sonaban como piedras mojadas: Yo quiero ser llorando el hortelano de la tierra que ocupas y estercolas, compañero del alma tan temprano, alimentando lluvias, caracolas y órganos mi dolor sin instrumento a las desalentadas amapolas daré tu corazón por alimento. Tanto dolor se agrupa en mi costado que por doler me duele hasta el aliento. Un manotazo duro, un golpe helado, un hachazo invisible y homicida, un empujón brutal te ha derribado. No hay extensión más grande que mi herida. Lloro mi desventura y sus conjuntos y siento más tu muerte que mi vida. Ando sobre rastrojos de difuntos y sin calor de nadie y sin consuelo, voy de mi corazón a mis asuntos. Temprano levantó la muerte el vuelo. Temprano madrugó la madrugada. Temprano estás rodando por el suelo. No perdono a la muerte enamorada. No perdono a la vida desatenta. No perdono a la tierra ni a la nada. En mis manos levanto una tormenta de piedras, rayos y hachas estridentes, sedienta de catástrofes y hambrienta. Quiero escarbar la tierra con los dientes. Quiero apartar la tierra parte a parte a dentelladas secas y calientes. Quiero minar la tierra hasta encontrarte y besarte la noble calavera y desamordazarte y regresarte. Volverás a mi huerto y a mi higuera por los altos andamios de las flores. Pajareará tu alma colmenera de angelicales ceras y labores. Volverás al arrullo de las rejas de los enamorados labradores. Alegrarás la sombra de mis cejas y tu sangre se irá a cada lado disputando tu novia y las abejas. Tu corazón, ya terciopelo ajado, llama a un campo de almendras espumosas mi avariciosa voz de enamorado. A las aladas almas de las rosas del almendro de nata te requiero, que tenemos que hablar de muchas cosas, compañero del alma, compañero. 14 Miguelito llega corriendo por el sendero, pero en su cara no trae la risa de siempre sino el miedo. Al verlo venir, el viejo se sobresalta: —¿Qué ha pasado? —¡Es lo que yo vi, señor Anto! ¡Cuando adiviné a Pilón! —¿Qué has visto? —La Yésica ha parido en el galpón. Tiene muchos cachorros pero sólo hay uno negro. 15 Estoy en la casita escribiendo. Acabo de apuntar en mi diario el verso «quiero morir aquí», cuando noto un culebreo que me recorre todo el cuerpo. Inmediatamente, siento el estampido de la puerta y me vuelvo. Veo una bota de cuero polvorienta. La bota baja y la puerta vuelve lentamente, después de rebotar en la pared. Una mano la sujeta. Aparece un hombre vestido con gabardina. Tiene cara de loco. Sonríe con los ojos entrecerrados. Me levanto de repente, y el hombre deja de sonreír y abre mucho los ojos. Ha sacado un arma negra con la que me apunta. Yo le muestro mis manos abiertas pero entonces entra Vogchumián. Me mira y se acerca al hombre. ¿Quién es usted? ¡Cállate, viejo de mierda! Oiga, ¿qué se ha creído? ¡Vogchumián, por favor, cállate! ¡Fuera de aquí, desgraciado! ¡No me toques, viejo de mierda! ¡Vogchumián! ¡No me toques! El trabucazo, como un trueno. Y el cuerpo de Vogchumián que cae sobre la mesa y resbala hasta el banco. Huele a pólvora. Me acerco a él. Siento frío en los dientes. Tiene el pecho rojo. Vomita sangre. ¡Por favor, Vogchumián! Pero aquel hombre me encañona de nuevo y me entrega un saco vacío. Echa todo aquí. No tengo nada. ¡Vamos! Esos cubiertos. Esos vasos. La fuente. Las botas. Los sombreros. Luego, me quita el saco y se lo echa al hombro. Tápalo. ¿Qué? ¡Tápalo! ¡Con el mantel! Y yo tapo a Vogchumián. No intentes nada. Sale. Y yo me quedo junto a la ventana y veo cómo aquella silueta se aleja de la casa por el camino polvoriento, arrastrando sus botas y acomodándose el saco a la espalda a cada poco. Mis manos agarran con furia el marco de la ventana y caigo de rodillas. Cierro los ojos, los aprieto, y veo todo de un color verde ceniciento. Miles de bolitas negras y amarillas vienen hacia mí. Dos lágrimas gruesas caen por mis mejillas y se embeben en mi barba. Suelto el marco y me agarro los hombros. Me doy la vuelta. Le miro. Es una forma cubierta por una tela de saco. Sus pies desnudos, inmóviles para siempre, cuelgan en el aire, a poca altura del suelo. No se ve sangre por ninguna parte pero se escucha un tétrico goteo. Aún huele a pólvora. Todo el cuerpo me duele. Se ven motas de polvo que flotan en el aire. Es hermoso y suave. La pared está fresca. La puerta es rugosa. La madera vieja se pone gris pero la mano del hombre le presta su grasa. Aquí hay una encina. La brisa despeina las jaras. Me duele la tripa. Se me enfría la frente. Hay una piedra redonda. Escupo y me seco la boca con la manga. Vogchumián ha muerto. Ese hombre le ha matado. Llegó a casa y le mató. Pero, ¿adónde voy? Yo llegué aquí. P murió y a Vogchumián lo han matado. No llueve. No tengo hambre. Tengo que irme. ¿Adónde? La casita está ahí. Hay silencio. ¿Qué habrá pasado? Han matado a Vogchumián. Ese hombre lo mató. Llegó y lo mató. Yo lo he visto. No hay ni una nube en el cielo. Me duele la tripa. No. Esto no es lo mejor. Él iba a morir despacio, agarrado a mi mano. El dolor. La soledad. No es justo. No es bueno. No es bonito. No es verdad. Tengo que irme. Estoy descalzo. Vogchumián está descalzo. La puerta. Míralo. Aparto la mesa y él cae al suelo despacio. Los vivos no quedan así. Perdóname, Vogchumián. Tú no te merecías esto sino una cama limpia. Ven, hermano. Deja que te acueste. Dame las manos. Eso es. Cuidado. Ahora subimos las piernas y ya está. Espera, la almohada. ¿Está bien así? Dame la mano. Esperaremos juntos. Te miro y me siento morir. ¿Ya ves la luz? ¿Ya te sientes ligero? Para ti es algo nuevo, pero no temas. Tu mano, Vogchumián. Tu mano y la mía. Cuántos años juntos. Hay algo de inútil en todo esto. Si el dolor se acumula, las almas revientan. Lo aprendí. Soy un idiota, Vogchumián. El mundo se derrumba, y mi alma es un ratón que tirita al pie de un árbol gigantesco. Estoy hablándote. Tú estás llegando a la luz y yo te distraigo. Compréndeme. Ayúdame. No te alejes. La luz te llama. Nunca te acaricié las manos como hoy. En esas soledades desnudas. Quiero salvarme. Soy egoísta. Seguir. Por encima de todo. Adiós. Nadie escapa a la desgracia, hermano. El calor de la tierra, Vogchumián. Cada piedrecita. Cruzo los abertales y las costras de barro se rompen bajo mis pies. El sol hiere las ideas. Me dijeron que no saliera. Pero yo quiero estar contigo. Dije que iba cazar. Cogí el morral y salí. Ando contra un viento que me cuartea los labios. Estoy aquí. Hay un monte. Hay un camino. Está el sol, rodeado de luz invisible. Yo. Aquí te siento más. Eres la persona más importante de mi vida. Los pájaros no vuelan. Los insectos tampoco. Ni una culebra. Mírame. Soy un hombre sin sentido. ¿Camino hacia allí o hacia allá? Estoy condenado. Sé lo que hay en mí y lo que hay fuera de mí. También sé lo que es la libertad y lo que es perder. Conozco los deseos y los vicios. Ya no tengo nada que aprender. Me miro los pies. Hay arena gruesa y silencio. No lo vas a creer, Vogchumián. Veo luces rojas en el horizonte. Parecen las señales de un camión militar. Hacía años que no veíamos a superiores. Detrás del camión viene mucha gente, a pie. Es una masa oscura que levanta una melena de polvo. Ahora pasa el camión a mi altura y un soldado me mira. Se oye a la gente. Todos van felices. Se les ve en los ojos. Son familias enteras. También hay jóvenes solitarios, tribus de chinos y un enano que va a caballo. ¿Quién es esta gente? ¿De dónde vienen? ¿Por qué siguen a los militares? Al final de la masa, se ven más luces rojas. ¿Adónde vais? Nadie responde. Llevan morrales, hatos de ropa, mantas, alfombras, herramientas, ollas de barro. ¿Adónde vais? ¿Adónde os llevan? Un joven se detiene. ¿Qué le pasa, abuelo? ¿Se ha perdido? ¿Dónde está su familia? Murió. ¿Adónde vais vosotros? Vamos a Lombia, una ciudad superior donde necesitan gente. ¿Lombia? Sí. ¡Pero si Lombia está en África! Claro, en África. Vamos. Se acabó la pobreza. Ahora todos vamos a ser superiores. Pero, ¿cómo van a ir a Lombia? Eso está muy lejos. Hay que cruzar el mar. En una nave, abuelo. Está posada cerca de aquí. Vamos. Menudo ovi, Vogchumián. Jamás había visto nada tan grande. Reluce como un vaso de plata. ¿Qué altura tendrá? Por lo menos diez pisos. Hay gente en la cabina, pero mucha más esperando a subir. Hay camiones militares y se oyen voces metálicas. El ovi tiene cuatro patas llenas de tubos. Seguramente en vuelo se replegarán. La gente ya está entrando. Hay soldados sin armas. Hablan con los inferiores y sonríen. ¡Cómo cambian las cosas! El caballo no puede venir. ¿A quién se le ocurre? No está permitido volar con herramientas. Ahí, en ese montón. El siguiente. Hola, hermano, ¿voy bien? Sí, adelante. Yo soy superior, ¿sabe usted? Ah, muy bien. El siguiente. Esta puerta es gigante, Vogchumián. Y al otro lado hay un espacio inmenso: parece la catedral de Verona. Hay escaleras y soldados que hablan por alma. La gente va subiendo poco a poco. Ya estoy en el ovi, Vogchumián. Ya estoy en el ovi. 16 En Yersinnia, como en cualquier otro planétulo, el sol se tumba al atardecer y sus rayos tiñen de oro todas las cosas: los árboles, las alas de los insectos, la figura alta de un hombre y la silueta de una mujer encinta. Más allá, se dora también la ladera, cuajada de avena, y el entablado de un galpón al que regresan las palomas. Miguelito no está con los mayores. Se ha quedado a jugar con sus cachorros. Tras hablar un poco de la India, tierra natal de Padma, la charla deriva hacia Poland, región de origen de los Shwarowski. El viejo Anto sabe que Poland es muy fría en invierno pero que a pesar de ello, las ciudades son muy numerosas: —¿Recuerda el nombre de alguna de ellas? —pregunta Jan. —Sí —responde el viejo—. Cracau, Barsau, Broslau, Lub, Posnán, Sapot. La retahíla suena a conjuro antiguo, y quizás por eso desata las carcajadas de los tres. ¿Quién sabe por qué en ese momento su mujer le hace a Jan una seña con los ojos? ¿Y quién sabe por qué éste se estira entonces y dice? —Señor Anto, hay algo en lo que hemos estado pensando Padma y yo. El invierno pasado, usted no estuvo bien en aquella cabaña; y no tiene sentido que el niño siga yendo y viniendo de acá para allá. ¿Qué le parece? ¿Querría usted venir a vivir con nosotros? Con un grato sentimiento en su atribulado corazón, el viejo Anto mira a Jan, luego a Padma, luego al suelo, y sonríe. AL LECTOR Estimad@: si esta novela te gustó, contribuye a su difusión enviándosela por correo electrónico a tus amigos u opinando sobre ella en las redes sociales donde participes. Encantado contestaré a tus comentarios desde cualquiera de estas dos direcciones: http://pablogonz.wordpress.com [email protected]