XIII. LA IGLESIA Y EL NUEVO ESTADO El incómodo Cardenal

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XIII. LA IGLESIA Y EL NUEVO ESTADO El incómodo Cardenal
XIII. LA IGLESIA Y EL NUEVO ESTADO
El incómodo Cardenal Segura · Elijo Garay · Un cardenal
frente al Régimen · La acción Católica y el Opus Dei ·
Relaciones de la Iglesia con el Estado · Actividad legislativa
en materia religiosa
Entre el Clero con referencia a la "Falange", se habló mas de una vez de estatolatría, de
panteísmo hegeliano y de otras herejías análogas. A la cabeza de los recelosos
intransigentes se puso pronto el cardenal don Pedro Segura. Era este un hombre sin
duda virtuoso, piadosísimo -organizador de misiones para los gañanes en los cortijos de
Sevilla-, pero fanático, de cabeza dura, aunque también de una digna consecuencia con
sus prejuicios que ya habían causado quebraderos de cabeza a la Republica -y a Romay no tardaría mucho en creárselos también a Franco, mientras mantenía su Diócesis con
la férrea intolerancia de un obispo medieval, proscribiendo regocijos, prohibiendo el
culto en los pueblos donde se bailaba "agarrado", imponiendo un ascetismo casi lúgubre.
También se las tenia tiesas con el poder constituido, pues su orgullo como Príncipe de la
Iglesia era, a pesar de su personal ascetismo, de una viveza casi inimaginable.
El incómodo Cardenal Segura
El cardenal Segura nació tarde pues como me decía, con expresión precisa, el profesor
Sánchez de Muniain, hubiera sido insigne de no haber sido anacrónico. Hubiera cubierto
gran lugar en las Cruzadas, como Jiménez de Rada contra los almohades, o como el
obispo Gelmírez en su pelear sin descanso con Dona Urraca o con los normandos, y
organizando nuestro poder naval en el Océano.
En Roma también dio que hacer y creo que allí se le respetaba tanto como se le temía.
Cuando llegó a la Ciudad Eterna expulsado por el Gobierno de la Republica el Papa lo
recibió con muy afectuosas, paternales, palabras llamándole "perseguido y mártir de la
Iglesia", pero Segura le interrumpió diciéndole: "Precisemos las cosas, Santidad, yo en
realidad he sido expulsado de España por el nuncio Tedeschini y por don Ángel
Herrera" (que entonces era Director del periódico El Debate y del movimiento de
"Acción Católica". Más tarde Obispo y Cardenal).
También allí, en Roma, se mantuvo con su entereza y su independencia de siempre.
Tengo información muy directa y solvente de su actitud en la fase final de un proceso de
beatificación en el que, siguiendo un protocolo muy riguroso, reunía el Papa a todos los
cardenales de la Curia para "dictaminar sobre las virtudes heroicas de un siervo de
Dios". El Papa presidía, y a uno y otro lado de la gran Sala estaban alineados los
cardenales a quienes aquel protocolo, observado rigurosamente por todos, no permitía
otra respuesta que el sí o el no, sin más palabras. El cardenal Segura estaba sentado en
uno de los últimos lugares del lado Izquierdo y la votación empezaba por los cardenales
que estaban alineados a la derecha, por lo que fue uno de los últimos en emitir su
dictamen. Todos los cardenales sin excepción -nemine discrepante- habían ido diciendo
“si, si, si, sí”, pero cuando llegó el turno a Segura, con asombro de todos, dijo:
“Santísimo Padre yo, ante Dios, no puedo decir ni que si ni que no, porque tengo la
certeza de que este proceso de beatificación no ha sido llevado con el debido rigor, pues
por saberse el gran interés que Vuestra Santidad tenia en él, los cardenales no lo han
estudiado a fondo, por lo que yo, siendo, materia grave, en conciencia me veo obligado
a manifestarme en estos términos.”
El Papa -se trataba de Pío XI, hombre cultísimo, de mucho carácter y gran fortaleza
física, que había sido alpinista en su juventud-, mientras hablaba el Cardenal español
escuchó sin pestañear, como una estatua. Cuando Segura terminó, el Cardenal romano
que tenia a su lado -Verdier, que fue Arzobispo de Paris-, conociendo muy bien el
carácter del Papa, en voz baja, le habló así: "Desde este momento Su Eminencia ha
dejado de ser Cardenal." (Como es sabido, a diferencia del orden sacro, la dignidad
cardenalicia no imprime carácter; y el Papa había destituido a un Cardenal francés,
famoso teólogo jesuita, que se había opuesto, o censurado, a la excomunión lanzada
contra la "Action française",) Pero aún fue mayor el asombro general cuando el Papa
pronunció estas palabras: "Mi parecer esta de acuerdo con lo que ha dicho el cardenal
Segura y Sáenz", y dando acto seguido las gracias en latín levantó la sesión.
Debo añadir, y señalar como ejemplo de conducta, que desde ese momento empezó una
gran amistad entre aquellos dos hombres de carácter integro: integrista Segura y abierto
Pío XI. (El expediente de beatificación se refería a Gotardo Ferrini que más tarde, en el
Pontificado de Juan XXIII, fue efectivamente declarado Beato, y Santo en el actual
Pontificado.)
Era Segura hombre de gran entereza moral. Todos los obispos saludaron brazo en alto
durante la guerra civil, y algunos años después-, menos él. (En este punto nosotros, en
lugar de censurarle, debíamos de haberle dispensado' de aquella actitud, impropia de los
prelados y que ellos adoptaban, al menos algunos, presionados por un ambiente político.)
El Cardenal era batallador en los problemas del espíritu, pero, siendo un hombre
extremadamente austero y modesto, en Roma -donde se le asignó como Iglesia la de
Santa Maria la Maggiore- paseaba por el Trastevere vestido con la sotana del sacerdote
y sin ninguno de los signos de la dignidad cardenalicia, por lo que se le censuraba en el
Vaticano y el contestaba diciendo que allí era solamente un párroco.
En cambio, mantenía muy celosamente su condición de "Príncipe de la Iglesia" que no
le permitía dejar pasar delante de él más que al Jefe del Estado, al Rey y a la Reina o al
Príncipe heredero. Así, cuando se planteó el problema protocolario en la comida oficial
a que me he referido con motivo de la estancia en Sevilla de Franco y su cónyuge, él
dijo que había, para resolver aquella situaci6n, tres soluciones: "1º, que no asista esa
señora. 2º, que no asista yo. 3º, que no se celebre la comida", que es lo que ocurrió.
Sus relaciones con el nuncio Tedeschini (que no tenia su categoría moral) fueron muy
tirantes; tenia Segura en su poder documentación muy comprometedora para aquel y la
destruyó porque anteponía, a dar satisfacci6n a sus intereses o a sus pasiones personales,
el interés y el prestigio de la Iglesia.
Eijo Garay
No a mucha distancia suya se situó en Los primeros meses el Obispo de Madrid-Alcalá
doctor Eijo Garay que no tenía, por otra parte, ni el temple ni el rigor moral ni la
inflexibilidad del Cardenal de Sevilla, pero que también hostigaba al falangismo con las
reservas sobre su ortodoxia a que acabo de referirme. El grueso de la Iglesia, sin
embargo, no tardó "mucho tiempo en percatarse de que la situación que se le ofrecía era
óptima y que sus posibilidades de acción sobre el Estado y la sociedad eran ilimitadas:
el monopolio practico de la enseñanza privada o la supervisión de la que el Estado se
reservaba; la trascripción del Código Canónico en todo lo referente al Derecho familiar
y a las leyes sobre costumbres; las prestaciones económicas para el sostenimiento del
culto y clero; la restauración y ampliación de los templos; la renovación de los
seminarios y la promoción de toda suerte de obras de protección social; el fuero penal
canónico; las exenciones fiscales; la utilización de toda suerte de tribunas; la alianza del
brazo ejecutivo para la imposición de sus edictos. No se podía querer más. A cambio de
ello no era necesario más que extender sobre el Régimen un manto moral protector y
halagar un poco a Franco y a los altos dignatarios.
No hay que decir que el Obispo de Madrid no resistió mucho tiempo a la tentación de
aquella jauja religiosa y un día, después de recibir bajo palio al Jefe del Estado en la
Iglesia de las Salesas, tomó el incensario y mientras ejercitaba el rito -yo acompañaba al
primero- dijo en voz muy clara: "Nunca he incensado con tanta satisfacción como ahora
lo hago con V.E." Cosas del mismo estilo sucedieron en otros lugares y con otros
eclesiásticos. El Obispo de Astorga, comentando un discurso de Franco, públicamente
dijo: "Así, como este hombre, ninguno otro ha hablado jamás."
El necesario equilibrio de los dos poderes -Iglesia-Estado- se rompió no par tensión sino
por confusión. Así el concordato con Roma que al Régimen convenía por razones de
prestigio internacional, se retrasó largamente. ¿Qué se podía obtener en el que no se
tuviera va?
La cosa llegó a tal extremo que el Cardenal Arzobispo de Toledo Pla y Deniel -al que el
pueblo llamaba graciosamente "Su Menudencia" porque era de estatura muy pequeñallegó a denunciar en carta dirigida al Jefe del Estado su preocupación por el fenómeno
de "inflación religiosa" que se producía. Y es que, efectivamente, mientras el clero
intervenía de mil maneras en actos profanos, personajes y personajillos del Régimen se
creían autorizados a predicar incluso en el interior de las iglesias o a dirigir fuera de
ellas verdaderas homilías y hasta el sermón de las Siete Palabras, como el que
pronunció el Gobernador de Segovia.
Un Cardenal frente al Régimen
Rara excepción en ese estado general de cosas fue -como ya he apuntado- el incómodo
cardenal Segura quien, por otra parte, más que abogar por una distinción entre las dos
jurisdicciones, abogaba por una decidida sumisión de las potestades civiles a las
eclesiásticas. Era, por decirlo de algún modo, un Bonifacio VIII a la española. El
cardenal Segura dio al Gobierno muchos quebraderos de cabeza y desató más de una
vez la cólera de la suprema potestad civil, muy susceptible a los desdenes y
humillaciones. En una ocasión, con motivo de una comida oficial -como antes digo-,
Segura se negó a aceptar el reconocimiento protocolario de la dignidad de la esposa del
Jefe del Estado, por no ser Reina, exigiendo que su puesto en la mesa fuera rectificado,
ocupando él y no aquella, la segunda presidencia que le correspondía como Príncipe de
la Iglesia, pues de otra manera el se abstendría de asistir.
En otra ocasión, encontrándose Franco en Sevilla con motivo de la Semana Santa, el
Cardenal que se había opuesto a permitir la inscripción de los nombres de los caídos en
las iglesias de su Archidiócesis, tuvo que sufrir que algunos jóvenes pintarrajeasen la
fachada de su palacio con emblemas y consignas o gritos falangistas; pero el Cardenal
se desquitó cuando llegada la procesión que debía presidir el Jefe del Estado se negó a
acompañarle bajo pretexto de una indisposición; indisposición tan pasajera que en
cuanto Franco abandonó la presidencia -con arreglo a los usos corrientes, para ocupar
una tribuna en la Plaza del Ayuntamiento- el Cardenal salió de su palacio y tomó la
presidencia que Franco acababa de dejar unos minutos antes. Fue un desaire que toda
Sevilla comento en términos generales con indignación, pero con júbilo por parte de
algunos grupos, pues gestos como ese no se prodigaban.
En fin, llego un día en que el cardenal Segura, predicando en la Catedral, en una de sus
entonces famosas "sabatinas" en las que se pronunciaba sobre todo lo humane y lo
divino, dijo que la palabra "Caudillo" no tenia existencia en la tradición española mas
que en un sentido peyorativo, porque caudillo significo otro tiempo "capitán de
ladrones". Aquí se manifestó la incultura histórica del Cardenal que no se había
asomado a las crónicas medievales donde es frecuente la designación de "Cabdillo"
para los jefes de hueste. Un sobrino del Cardenal, Santiago Segura Ferns, abogado de
Madrid, y que por haber que dado huérfano muy tempranamente vivió muchos años con
el Cardenal, a quien naturalmente reverenciaba, y que escucho la "sabatina" a que me he
referido, me ha puntualizado que fueron estas las palabras del purpurado: "Caudillo, sin
animo de demonio; y no lo digo yo, lo dice San Ignacio de Loyola en su libro Ejercicios
Espirituales, en la Meditación de las Dos Banderas, y no creo que vayan a contradecir al
Santo de Loyola."
Ante la repetición de estas actitudes se colma la indignación del Jefe del Estado y
recuerdo que, instalados ya en Madrid, un domingo por la noche, regresando yo con mi
familia de La Granja donde habíamos pasado el día, me comunicaron del gabinete
telegráfico que el Director General de Seguridad había llamado varias veces
preguntando por mi. Puesto al habla con este me manifestó con gran preocupación que
Beigbeder -a la sazón Ministro de Asuntos Exteriores- le había llamado para decirle que
preparase un servicio con objeto de expulsar de España al Cardenal. Yo me apresure a
decirle que no estaba dispuesto a que tal cosa se llevara a cabo y, para que no cupiera
duda, en términos rotundos le manifesté "que no me daba la gana" de ejecutar semejante
disparate, y al decirle Beigbeder a Mayalde que el Generalísimo estaba de acuerdo me
puse en comunicación con este a quien recordé que, aunque eran mis colaboradores los
que mas se habían distinguido en la pequeña lucha contra el purpurado, yo pensaba que
repetir el error de Miguel Maura en la Republica seria, por nuestra parte, una sandez y
que por mi la guerra de molestias entre los falangistas y el Cardenal podía continuar. En
cambio, entendía que el Estado Español católico no podía ofrecer a los enemigos la
satisfacción de esa entrega o de ese ataque a la jerarquía eclesiástica, que, dentro y fuera
de España, resultaría escandaloso. Por todo ello me mantenía en la negativa y si querían
cometer esa equivocación no lo harían con mi concurso.
Debo decir que aunque Franco estaba herido e indignado, se hizo cargo de estas
reflexiones y comprendió el daño que le causaría personal y políticamente esa
equivocación tan grave, como la que había cometido la Republica y que seria
inconveniente evocar aquellos recuerdos. Una cosa eran las escaramuzas internas y otra
la campanada publica y solemne. Convencido Franco al fin, el Cardenal siguió en
Sevilla rodeado de una sorda irritación, pero libre de hacer y decir lo que le viniese en
gana. Era estúpido y contradictorio haber dado a la Iglesia tantos vuelos y tanto poder
para luego contradecirse con una medida tan impolítica. Por otra parte, el Cardenal era
una isla, un caso especial, una excepción, pues el resto de la Iglesia se había entregada
incluso más allá de lo que un católico responsable podía desear. (En el librote que acaba
de aparecer del primo de Franco cuenta este que Franco le había manifestado que el no
había pedido a Roma la sustitución del Cardenal; esto es cierto, no pidió en frío su
sustitución sino que un día, irritado ante esta "sabatina" y animado por quien era
Ministro de Asuntos Exteriores, coronel Beigbeder, había preparado algo más
expeditivo: su expulsión. Cosa que el mismo Cardenal y el Nuncio de Su Santidad,
monseñor Cicognani, pensaban que iba a tener lugar en conversación que sostuvieron
los dos en Sevilla en la que Cicognani le manifestó: "El mismo día que salga el
Cardenal por Gibraltar el Nuncio Apostólico saldrá por Irún." Más tarde, el nuncio
Cicognani, espíritu abierto excelente persona, con el que llegué a tener una verdadera
amistad, comentó conmigo aquel episodio.)
La Acción Católica y el Opus Dei
El Obispo de Madrid-Alcalá, impugnador en otra hora del totalitarismo estatolátrico, no
tuvo inconveniente (yo no estaba ya entonces en el poder) de ocupar un puesto de la
máxima significación, convirtiéndose en miembro de la Junta Política, que era el
organismo político por excelencia, el de mayor sustantividad política, el regidor teórico
del sospechoso partido totalitario. Algo mas tarde, e introducidos por él, llegaban al
poder los equipos laicos representantes de la Iglesia procedentes de la "Acción Católica",
con el ministro Martín Artajo al frente y con una influencia genérica indudable de
Fernando Martín Sánchez Julia, sucesor del obispo -y luego cardenal- Herrera. ("Le
secretaire de Dieu" le llamaban en una popular revista francesa en la primera
información que publicó sobre la política española de aquel tiempo.) Y así, hubo
católicos profesionales en las más diversas jerarquías del Estado (entonces el chispeante
ingenio de Agustín Foxa pudo hablar del "nacional-seminarismo") y ellos ayudaron no
poco a salvar el aislamiento en que el franquismo -ya no era propiamente el falangismose encontraba por parte de las potencias vencedoras de la segunda Guerra Mundial.
Algo después sucedería a la "Acción Cató1ica" el "Opus Dei", un instituto religioso en
el que, a despecho de las afirmaciones y propósitos de su fundador, usando sus
miembros de la libertad que en materia política se les concedía, tomaban partido
masivamente por el Régimen del que tantas ventajas habían de obtener. La mezcla de lo
religioso y lo profano se consumaba.
La separación Iglesia-Estado que era un "punto inicial" de Falange quedo olvidada en el
desván de las intenciones frustradas. El Estado privilegiaba y enriquecía a la Iglesia. La
Iglesia bendecía al Estado confesional y devoto: todo estaba consumado.
El "Opus Dei" -o si se quiere gran número de sus miembros- debía la expansión en el
campo profesional y económico a la alianza con el franquismo; al principio con un
cierto recato, pero bajo el amparo del ministro Ibáñez Martín, penetró de un modo
dominante en la Universidad y en el Consejo de Investigaciones Científicas y luego la
alianza López Rodó-Carrero Blanco le otorgo el timan de los asuntos económicos. Es la
época de su expansión bancaria y empresarial, concluida o rematada con el vidrioso
asunto "Matesa". Grupo de presión, prestaba al poder civil su cobertura religiosa
mientras obtenía de el su propia expansión y afianzamiento social. Pero el Concilio
Vaticano II vino a perturbar estos idilios. La Iglesia movida por un santo, el Papa Juan
XXIII, reasumía o reaceptaba sus responsabilidades; confesaba sus impurezas y se
disponía a la renovación.
Lentamente estos vientos de fuera llegaron a España y aparecieron los Prelados
independientes y evangélicos que se disponían a renunciar a los privilegios para
recobrar la autenticidad; a renunciar al poder para buscar el pueblo. Una figura
equilibrada y serena como el cardenal Tarancón puede representar esta nueva imagen
que, como era natural, no podía, imponerse sin oposición. Los integristas saldrían a la
calle con carteles agresivos: "Tarancón al paredón." Se mantenían figuras al viejo estilo
frente a otros batalladores y apostólicos, y una gran turbación en los espíritus tenia lugar.
Esta es ya la historia de nuestros días.
La Iglesia, la acostumbrada al privilegio, se defiende, mientras la imbuida del espíritu
conciliar ataca, y una cierta perplejidad se apodera de los fieles... y de los infieles. Los
unos dudaban presintiendo épocas difíciles. Los otros denunciaban un doble juego de
conveniencias. El anticlericalismo se hace conservador y el nuevo clericalismo se hace
sospechoso. Muchos fieles atacan a los curas, a los Obispos y al Papa cuando la Iglesia
se acerca más a la doctrina evangélica, y la acusan de hacer política, acusación que no le
formulaban cuando hacia la política que les gustaba o les convenía. Es una hora confusa
que exige mucho pulso, mucha honradez y abnegación. Ha llegado la hora de que el
poder renuncie al palio, al incienso y a los Te Deum ambiguos. Ha llegado la hora de
que la Iglesia se enfrente con el mundo real tal como es la realidad, sin brazo ejecutivo
al que encomendar la imposición de su moral.
¿Volvemos al principio?
La Iglesia es la Iglesia: un camino de salvación y una autoridad moral. El Estado es lo
que es: el realizador de los valores temporales e históricos. Parece llegada la hora de
acabar can la confusión y el equivoco. ¿Que esto no es cómodo? Seguramente no lo es,
pero vale más que la confusión, el aprovechamiento y el desprestigio moral de una y
otra esfera. Si los creyentes deben ser creyentes y los ciudadanos ciudadanos, es preciso
que las dos esferas se independicen, tomando cada una su responsabilidad. Esto hubiera
sido la buena doctrina desde el principio.
La expresión de "España católica" (que si así fuera en realidad seria una bendición del
Cielo, pero la verdad es que sólo corresponde a un ideal, a una aspiración), no podía ser,
y nunca debió ser un a priori, a un apriorismo. Sólo Dios sabe si será una realidad y en
su libertad esta el único medio en que puede probarse así entre los hombres. La "Iglesia
española" es otro apriorismo, pues no hay mas Iglesia católica que una y esta ha de
probarse también a la intemperie, sin apoyos civiles. Seguir obstinándose al declinar el
siglo XX en la teoría de una sociedad bifronte y única, es una quimera. Para que los
españoles no vuelvan a quemar templos ni a condenar herejes esto es la primera cosa
que hay que poner valientemente en claro.
Relaciones de la Iglesia
con el Estado
El problema de las relaciones entre el Estado y la Iglesia católica no estaba ciertamente
prejuzgado cuando tuvo lugar el Alzamiento militar el 18 de julio de 1936. En principio,
la sublevación ni siquiera impugnaba la Constitución política vigente, aunque pronto se
puso de relieve que, si bien las fuerzas militares dirigían su ofensiva contra el desorden,
del que hacían responsable al Gobierno del "Frente Popular", la mayor parte del
voluntariado adherido a ellas propugnaba medidas de reivindicación a de franca
repudiación, en busca de un Estado diferente al democrático, establecido por la
Republica, e incluso al liberal que estableció la Restauración monárquica de 1875. Pero
esto de ninguna manera quiere decir que sobre materia confesional estuvieran acordes
todas las voluntades. El falangismo no contaba, entre sus perspectivas, can la
restauración de la confesionalidad del Estado y de la reivindicación de una religión
oficial que sirviera de amalgama a la unidad de la nación. Se puede decir que los
carlistas si buscaban ese acomodo, y sin duda se acercaban a las doctrinarios
monárquicas de "Acción Española".
José Antonio, para la primera "Falange" -"FE" - había escrito: "Aspecto predominante
en lo espiritual es lo religioso. Ningún hombre puede dejar de formularse las eternas
preguntas sobre la vida y la muerte, sobre la creación y el más allá. A estas preguntas no
se puede contestar con evasivas; hay que contestar con la afirmación a la negación.
España contestó siempre con la afirmación católica. La interpretación católica de la vida
es, en primer lugar, la verdadera, pero es, además, históricamente, la española. Por un
sentido de catolicidad y universalidad ganó España al mar y a la barbarie continentes
desconocidos. Los gan6 para incorporar a los que los habitaban a una empresa universal
de salvación."
Pero esa formulación un tanto ensayista no servia para un programa político, por lo que
luego, en el programa de "FE y de las JONS" -la segunda "Falange" – en uno de los
puntas iniciales se resuelve en estos términos el problema religioso: "Nuestro
Movimiento incorpora el sentido católico -de gloriosa tradición y predominante en
España- a la reconstrucción nacional. La Iglesia y el Estado concordaran sus facultades
respectivas, sin que se admita intromisión ni actividad alguna que menoscabe la
dignidad del Estado a la integridad nacional." Con esta fórmula se obtenía una
exposición me más clara, y señalaba el principio de la separación de la Iglesia y el
Estado con nitidez.
Yo por mi parte señalaba, y sigo haciéndolo en este libro, que la independencia del
Estado y de la Iglesia, no excluye que haya momentos y materias en las que las dos
Potestades se encuentren, y cada una tenga frente a la otra sus derechos por razón de su
propio fin. Así, por ejemplo, la ayuda material que el Estado preste a la Iglesia, no
tendrá lugar, no se hará, a titulo de regale sino de deber.
En textos posteriores de José Antonio y en todos los de Ledesma Ramos, la
confesionalidad del Estado se niega. Pero nadie la negó con tanta energía como
Onésimo Redondo, que era de todos los falangistas el más ligado alas organizaciones
católicas, ya que pertenecía a la "ACNDP" dirigida por Ángel Herrera. Pues bien, en su
libro EZ Estado nacional, página 46, puede leerse, al hablar de la posición religiosa del
nacionalismo, lo siguiente: " ... debe empezar por eliminar francamente uno de los
afanes parciales, divisorios, antipatrióticos, de la masonería hoy dominante: la
persecución religiosa. Pero también por ser totalitario, por no representar a ninguna
fracción religiosa, aunque esta sea mayoritaria como la cató1ica en España, el
nacionalismo, que es hoy la aspiración y será mañana la encarnación (mica del Estado
español, no tiene por que ser un movimiento dedicado a defender a la Religión; no
puede ser confesional en la lucha, sin perjuicio de lo que la nación quiera en el triunfo."
Esta última frase es sibilina, pero a ella siguen otras en que se convoca al movimiento
nacionalista a los neutros, a los indiferentes y descreídos, con tal que no lleven ocultas
intenciones persecutorias. No será, pues, exagerado deducir, a pesar de algunas
expresiones ambiguas del texto que hizo suyo la "Falange de las JONS", que el
principio de la confesionalidad rigurosa no se aceptaba y, en cambio, el de la separación
concordada de la Iglesia y el Estado se afirmaba plenamente.
En el pensamiento de los falangistas se daban, claro es, muchos matices, pero en general
el principio de la aconfesionalidad se mantuvo y hasta se exacerbó en los comienzos de
la guerra, entre otros motivos, por oposici6n al confesionalismo de los grupos rivales a
que me he referido. Por otra parte, en el Ejército los confesionales tampoco eran
mayoría. Mola, en el discurso que pronunció el 29 de enero de 1937, en relación con
este tema, dijo textualmente:
"Somos católicos, pero respetamos las creencias religiosas de los que no lo son.
Entendemos que la Iglesia debe quedar separada del Estado, porque así conviene a
aquella y a este, pero entendemos, también, que esta separación no implica divorcio...”
Actividad legislativa en materia religiosa
Cuando en la legislación del primer Gobierno (1938) se dictaron disposiciones
privilegiando a la Iglesia y derogando todas las leyes laicas de la República, no dejaron
de registrarse manifestaciones de descontento entre algunos grupos falangistas que
aceptaban "inspirar la legislación del Estado en la moral cató1ica", pero no elevar a la
Iglesia al plano del poder, concediéndole, por ejemplo, el derecho de veto en materia
cultural y docente y otros privilegios de exclusiva religiosa en todos los campos. En
rigor, el cambio de criterio o la inclinación del Estado al confesionalismo más generoso
la provocó, en buena parte, la República con su actitud. No se puede olvidar que la
República rebasó con el atropello y la persecución todos los límites de la teórica
neutralidad laica del Estado, con toda clase de medidas persecutorias y mortificantes
para los fieles. Esto es un hecho cierto y terrible, aunque también sea cierto que parte de
la Iglesia recibiera a la Republica en un ambiente de recelo e incluso de hostilidad, con
modos que ya se habían conocido durante las situaciones liberales del siglo XIX.
A lo largo de los meses transcurridos entre las elecciones de febrero y el 18 de julio de
1936, las masas revolucionarias habían expresado a la vez un anticlericalismo
anacrónico y violento que recordaba los antiguos motines con no pocos sacrificios
personales y multitud de profanaciones de templos, con saqueos e incendios. Ante esa
situación intolerable, la Iglesia empavorecida reaccionó –salvo contadas excepciones-,
considerando el Alzamiento militar como un escudo protector y como una Cruzada.
Esta calificación que algunas personas rigurosas consideraban impropia brotó de los
labios o de las plumas de los obispos en su declaración pastoral, en su Carta colectiva de
1 de julio de 1937, que fue la legitimación del Alzamiento militar desde el punto de
vista religioso. Las bendiciones de locales, de banderas y de unidades de combate, la
multiplicación de capellanes de campana, la recepción bajo palio de autoridades, la
presencia de jerarquías eclesiásticas en actos públicos de carácter civil o castrense y la
estrecha colaboración con los nacientes y rudimentarios instrumentos de la
Administración fueron sus naturales consecuencias. (En un discurso que pronuncie en
Burgos, recordando aquellos tiempos, dije que e1 Capitán General de aquella Región
Militar, López Pinto, se manifestaba con una oratoria eclesial, mientras que el bizarro
Arzobispo, conde de Castro Alonso, se distinguía por su oratoria enérgica y de tono
castrense.)
Cuando terminó la guerra puede decirse que el Estado había devuelto ya a la Iglesia
todos los fueros y privilegios que el más exigente de los nuncios de Roma podía desear
para obtener los mayores beneficios en un concordato. No tiene duda que la Iglesia
quería entonces un Estado íntegramente católico, y por eso el perfil del Movimiento
nacional, con la incorporación del programa de las masas falangistas al nuevo régimen masas en las que no faltaban elementos anticlericales celosos del fuero totalitario del
Estado-, despertaría entre ciertas dignidades eclesiásticas manifestaciones de reserva e
incluso de condena.

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