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La Boca del Volcán
Primera parte de la trilogía
“Celesto y la Luna”
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La Boca del Volcán
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Idea original: Daniel Sancet Cueto
Primera edición: Febrero 2010
© Insolenzia, 2010
© Daniel Sancet Cueto, 2010
Grabado de portada: Mariano Castillo
Diseño: Es3prods.
Maquetación interior: Marian Latorre Abete
Edita: Carcajada Records
Depósito Legal: Z-191-2010
I.S.B.N.: 978-84-613-7449-6
Impresión: Gráficas Jalón, S.L.
Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita del titular del copyright, bajo las sanciones establecidas en las
leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático. Sin embargo, el autor y titular del dichoso copyright autoriza a usar el contenido de esta obra siempre
que se haga constar de forma clara y concreta su autoría.
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Hablo desde un taller con las luces apagadas en donde el nervio de la voluntad se
desprende del resto del cuerpo como la lengua serpiente se desprende del cuerpo y repta,
automutilada, por entre la basura.
Roberto Bolaño
Yo soy vigilante
de una cantera en el desierto.
David González
En cada pueblo, en cada aldea o caserío, en cada barriada obrera de las grandes ciudades, se aposentaban bandas de delatores, de agentes policíacos y provocadores que
sembraban la confusión y la desconfianza entre los trabajadores desorganizados.
José Manuel Montorio “Chaval”
Nacerá nuestro hijo con el puño cerrado,
envuelto en un clamor de victoria y guitarras,
y dejaré a tu puerta mi vida de soldado
sin colmillos ni garras.
Miguel Hernández
Hasta el último instante en que estuvo en la tierra ignoró que su irreparable destino
de hembra perturbadora era un desastre cotidiano.
Gabriel García Márquez
7
P
Prólogo
Prólogo
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Lo normal, en los prólogos de los libros normales, es
dejar un espacio para que hablen los amigos, los escritores admirados o aquel personaje que te empuja hacia adelante, para
que te digan las cosas buenas, para atraer lectores a tu obra,
para darte un capricho de esos de saborear durante toda la
vida. Este no es el caso. Aquí, en el prólogo, habla el padre de
la criatura, o uno de sus tutores legales, como guste el lector.
Hablo yo. Y hablo para explicar.
Tomo la palabra para explicar qué es este proyecto que
acaba de comenzar. Lo primero que hay que señalar es que
este libro-disco que tienes en tus manos y que ha sido publicado bajo el título de La boca del volcán, es la primera parte
de una trilogía que irá viendo la luz a un ritmo periódico de
una obra por año. Tras esta aclaración, que no sirve sino para
animar a los lectores a comprar la segunda entrega, entraré a
hablar del contenido de este pack.
El disco es un disco de rock, así de simple, es el tercer
disco de Insolenzia y en el que, por fin, hemos conseguido sonar como a nosotros nos gusta. Son canciones que nacieron en
acústico y que crecieron poco a poco, primero en casa siendo
contempladas sólo por Isabel y por mí mismo, y luego en el local ante los atentos cuidados de todos los miembros de la Insolenzia. Y el Luter, por ahí pone que es nuestro productor, pero
es mucho más que eso, es un miembro más de la Insolenzia;
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ha estado en todo el proceso creativo y ha participado en él.
También contamos con buenos amigos que nos han prestado
su arte, ya veréis, ya.
El libro es una novela, pero no una novela que está aquí
porque sí. Esta novela son los tentáculos dispersos de las canciones. Del disco nacieron personajes que fueron creciendo
en mi cabeza y de los personajes fui exprimiendo historias ya
narradas en las canciones y de todo eso nació la novela. El escribirla no ha sido un acto casual de última hora. Alguna de las
canciones comenzaron a sonar hace un año y medio, sólo para
nosotros, sin ansiar que nadie las escuchase, y ya entonces comencé a pensar en la novela. Pero eso no es importante, el caso
es que el producto ha ido madurando poco a poco hasta que ha
llegado el momento de recogerlo, casi incluso con prisas.
¿El contenido? Yo qué sé. Un amigo de esos que hay
que escuchar si se tiene ocasión, porque de él todo sirve para
aprender, me dice que en mi tinta siempre hay sangre. Estoy
de acuerdo. También me dice que soy un cúmulo de contradicciones. Es verdad. Que veo luz a través de las persianas.
La veo. Y que soy una mente calenturienta. Acierta de pleno.
Brindo por tu lengua gloriosa y por tu lapicero afilado con el
cuchillo de cortar el pan.
Así que eso es lo que hay en la novela y en las canciones.
Muerte. Encrucijadas. Erotismo. Contradicciones. Soledades.
Sexo. Rebeldía. Desengaño. Esperanza. Pero sobre todo, lo
que más hay en esta obra es ilusión, la ilusión de todos y cada
uno de nosotros por llevar a cabo un proyecto en el que hemos
puesto todo. Cada uno de los capítulos tiene una voz, un narrador. Excepto el prota, que habla más que nadie y aparece
en todos los capítulos impares. También el tiempo varía, y las
formas verbales. Pero no adelanto más, ya lo veréis vosotros
mismos.
En el cd, además de las canciones, hemos metido el videoclip que pudimos grabar en tiempo récord gracias al buen
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hacer de Josian Pastor y Emilio Gazo, también gracias a la
ayuda de Yasmina como maquilladora, de mi padre, de Jabato
(que es el hermano de Dani, el otro Dani, el bajista) y de César
(que es amigo de Félix, primero, y de todos, después) como
ayudantes durante la larga jornada y, por supuesto, de mi madre que nos preparó la comilona. También os hemos metido un
puñado de fotos disparadas por Karlos y Eva, esos artistazos
que se hacen llamar Dejavú Rock Photographers, os recomendamos a todos los grupos que trabajéis con ellos, vais a flipar.
Y, puestos a meter, hemos metido las canciones en mp3 para
que las podáis coger, usarlas en vuestros ipods y chismes de
esos, colgarlas donde os plazca o hacer lo que os dé la gana
con ellas.
Y como no tiene sentido seguir mareando la perdiz, no os
entretendré más que bastante queda por leer. Decidles a todos
que tarde o temprano tocaremos para ellos. No es una orden,
es un deseo.
Besos mil de la Insolenzia. A disfrutar del pastel.
Daniel Sancet Cueto
Enero de 2010
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M
Mi Silencio
Mi Sil
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Mi Silencio
Chapotean en mis versos
latigazos de legañas,
arañas que tejen cercos
y anhelos de Viridianas.
Bailotean de puntillas
Lascivia y Sor Timidez,
mi sed bebe en la mirilla,
brilla desnuda tu piel.
Puede ser que en mi silencio tenga un sitio para ti.
Puede ser que cada invierno me vista de soledad.
Puede ser que en mi silencio me desangre al escribir.
Puede ser que al mismo tiempo te vuelva a querer soñar.
Canturrean pegadizas
las tripas de las cadenas,
las condenas sibilinas
que liman mentira y guerra.
Patalean circunspectas,
con sus horrendos disfraces,
la muerte y la pena negra
y olor de sus rituales.
Puede ser que en mi silencio tenga un sitio para ti.
Puede ser que cada invierno me vista de soledad.
Puede ser que en mi silencio me desangre al escribir.
Puede ser que al mismo tiempo te vuelva a querer soñar.
Fantasean en mis sueños
las libertades robadas,
la imaginación en cueros
y el reino de las palabras.
Envenenan mis neuronas
todos aquellos rincones
donde mi lengua te roba
lo que la moral esconde.
Puede ser que en mi silencio tenga un sitio para ti.
Puede ser que cada invierno me vista de soledad.
Puede ser que en mi silencio me desangre al escribir.
Puede ser que al mismo tiempo te vuelva a querer soñar.
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1
Dicen, que cuando miras atrás y no ves nada es porque
te encuentras perdido y tus raíces se han podrido sin poder
morder la tierra con la fuerza necesaria como para abrazarla
para siempre. Dicen, que cuando por las noches tus ojos no
se pueden despegar del techo y tus pensamientos permanecen
invisibles y peligrosamente huecos, es cuando más nítidamente puedes ver la infinita frialdad de la nada, el oscuro abismo
del pensamiento, la cruel realidad de la existencia. Dicen, que
cuando arrastras tu cuerpo hacia un punto en concreto del horizonte y avanzas de forma rectilínea sin llegar a ninguna parte, sueñas con algo que no existe, te engañas una y otra vez,
expiras con el último aliento del día y resucitas con el dolor de
la mañana. Así me sentía yo por aquellos días.
El cielo de Torrero mostraba una tonalidad extraña, un
azul helador que, sin embargo, parecía encontrarse más cerca
del verano que del invierno. Ninguna nube le impedía mostrar
su desnudez y, al mismo tiempo, su magnificencia parecía no
querer contrastar con el agreste cierzo que azotaba nuestras
conciencias, un cuchillo afilado que simulaba llegar de otro
tiempo rasgando los rostros de los presentes y encogiendo sin
esfuerzo nuestro cuerpo, nuestro ánimo y nuestra conciencia
hasta convertirnos en un bloque de piedra inerte que tan sólo
conseguía pensar en la nada y en marcharse de ahí cuanto antes. El panorama era desolador. Si pudiera haber salido co19
rriendo, si al menos hubiese tenido la oportunidad de evadirme
de todo aquello, si tan siquiera hubiese logrado retroceder o
avanzar en el tiempo, tan sólo eso, tan sólo no haber vivido
ese instante. Había demasiada gente, demasiados familiares,
demasiados desconocidos, me sobraban casi todos.
- Alejandro, ¿estás bien? – cómo odiaba esas preguntas
estúpidas que no llevaban a ninguna parte. Claro que no estaba bien, era evidente y, de todas formas, ¿qué solucionaban
preguntándome constantemente lo mismo?, ¿por qué cojones
no se metían sus buenos modales, su ridícula bondad espontánea y sus sécómotesientes por donde más duele? Tan sólo
deseaba dejar de escuchar su murmullo constante y salir huyendo de ahí hacia cualquier lugar en el que sólo la soledad me
acompañase.
Mi madre había muerto y parecía como si nadie pudiese
darse cuenta de ello excepto yo. Sí, allí habían estado todos,
acompañándonos en tan dolorosos momentos, dándole la despedida que ella se merecía, y escuchando muchas otras frases
hechas que llegaban desde el púlpito hasta los primeros bancos
de la Iglesia como si de un gabinete psicológico se tratase. A mí
todo eso no me servía de nada. Mis ojos se detenían con pausa
en cada uno de ellos, siempre lo mismo, tenía la extraña sensación de tener delante de mí a los mismos hombres y mujeres
duplicados hasta la extenuación. Los mismos trajes, las mismas
miradas, los mismos peinados, las mismas manos que no sabían
dónde ponerse, las mismas caras compungidas, los mismos zapatos relucientes. Y después, en el cementerio, todavía más
gente; ahí es más fácil dejarse ver, que los familiares vean que
has estado, estrecharles la mano, besarlos, que todo el mundo
sepa, incluso tú, que has cumplido. El cierzo se colaba entre
nuestros cuerpos lanzando dentelladas que arañaban nuestros
rostros y la escena no distaba en casi nada a la de tantos funerales ya vividos con anterioridad: un familiar lejano, el abuelo
de algún amigo, cualquier serie, cualquier película; la única
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diferencia era que esta vez el protagonista era yo. A partir de
ahora estaba sólo, únicamente era capaz de pensar eso.
Nos marchamos del cementerio en comitiva, la familia
bien unida por muy distante que permaneciese en la realidad
cotidiana del día a día. Eso tampoco me gustaba. Y fue en ese
camino de regreso a casa en el que mi tía Mercedes me comunicó que se mudaba con Andrea a nuestra casa, aquella que
hasta ahora había sido únicamente de mi madre y mía. La casa
pertenecía a las dos hermanas, ya que fue toda la herencia que
les dejaron sus padres, como siempre les gustaba recalcar, pero
éramos nosotros los que hacíamos uso de ella, mi tía vivía en
Zaragoza. La decisión estaba tomada y mi opinión no contaba
para nada. La Tía Mercedes llevaba tiempo queriendo regresar al pueblo y, como Andrea tenía el carnet de conducir, podía
ir y venir de la Universidad; Zaragoza tampoco estaba tan lejos. Mi opinión no le importaba a nadie, pero he de reconocer
que, si en algún momento pensé en posibles opciones, que no
lo creo, ésta en concreto no me pareció del todo mala, aunque
puede que a esta conclusión llegase después, de momento mis
pensamientos se encontraban desbordados. A la Tía Mercedes
la conocía muy bien, venía a visitarnos a menudo y compartía muchas cosas con Mamá, entre ellas, el haber sido madres
solteras en una España que todavía se escandalizaba con cualquier cosa. En cambio, de mi prima Andrea apenas sabía nada,
la Tía Mercedes solía venir cuando ella estaba con su padre
y las pocas veces en que habíamos coincido apenas habíamos
intercambiado alguna frase.
Tropecé en un bordillo y estuve a punto de caerme. Alguien de la comitiva de regreso me sujetó aparatosamente y a
mi alrededor se formó un ruidoso corrillo de voces lastimosas
y recomendaciones vanas. Yo no quería saber nada de nada, ni
de los tranquilizantes que me acababa de regalar alguna de las
voces estridentes que me rodeaban, ni del cierzo que no dejaba
de acompañarnos, ni de mis compañeros de clase que me mi21
raban desde la distancia, ni de mi tía y mi prima instaladas en
mi casa y en mi vida. Regresábamos del cementerio, acababa
de enterrar a mi madre, todo un mundo se había rasgado para
siempre y no me quedaban fuerzas para pensar. Ahora no.
Por aquellos días comencé a escribir un diario que apenas ocupó dos páginas. Fui garabateando el resto de hojas en
blanco del cuaderno con frases sueltas que iba entrelazando hasta conformar lo que a mí me parecía un poema. Tenía forma de
poema, olía a poema y me emocionaba como si fuese un poema.
Pero no sabía si era un poema. Y las lombrices escarban la tierra,
y el aire mastica invierno. Puede que no fuese poesía, pero era
suficiente para mí. Fue el psicólogo del instituto, o el orientador,
o como se llame el puesto que tiene ese profesor que no da clase
a nadie, creo, el que me recomendó que comenzase un diario en
una de las sesiones de charla que habituaba a soltarme desde el
día en que murió mi madre. Yo me dejaba llevar por la corriente
sin hacer mucho caso, ni a él ni a nadie. No obstante, comencé
el dichoso diario, aunque al final lo transformase a mi gusto, era
muy aburrido escribir sobre lo que hacía cada día. Hoy me he liado un porro en el parque al salir de clase. Hoy he comido judías
y lomo empanado. Hoy he sacado un siete en Historia. Todo eso
no tenía ninguna gracia, era aburrido y no me ayudaba en nada.
Habían pasado más de tres meses desde la muerte de mi madre y
yo seguía cagándome en la vida, en la mierda puta que la rodea y
en el cabrón que se empeñaba en jodernos la existencia sin sentido ni razón de ser. Todo eso lo volcaba cada noche en ese cuaderno que había nacido para diario y que terminó convirtiéndose
en el lienzo donde dibujar mis silencios y mis ausencias. Porque
a mí, lo que más me gustaba era ausentarme, no escuchar a nadie, quedarme pensando en cualquier cosa mientras todo seguía
girando a mi alrededor sin importarme lo más mínimo. Lo hacía
constantemente, para desesperación de quienes me rodeaban.
A mi tía era a quien más le preocupaba que pasase todo
mi tiempo libre encerrado en mi cuarto, intentaba disimularlo,
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pero le preocupaba sobremanera; en cierto sentido me provocaba una sensación cercana a la pena, aunque por otro lado me
daba absolutamente igual. Echaba demasiado de menos a mi
madre como para preocuparme por lo que ella pensase. Andrea era diferente, ella siempre parecía alegre y me hablaba
como si fuésemos amigos inseparables que llevan tiempo compartiendo complicidades y juegos tan sólo comprendidos por
ellos mismos. Puede que en realidad me viese como un bicho
raro a quien había que tratar con cariño por todo lo que había pasado, me resultaba extraño que se hubiese adaptado con
tanta facilidad a su nueva vida, a cambiar de casa, a compartir
espacio y tiempo conmigo; yo en su lugar hubiera atesorado
un inmenso odio y lo habría sacado a relucir a la primera de
cambio, ella sencillamente se había acostumbrado a la nueva
situación.
Afuera helaba, el invierno se mostraba tan mayestático
que no podía apartar los ojos de la ventana de mi cuarto observando la fuerza que ejercían sus bajas temperaturas sobre
los insignificantes cuerpos de los viandantes. Enchufé la radio, alguien en clase había comentado que entrevistaban a los
Barricada y que iban a pinchar en exclusiva su nuevo disco.
Todavía faltaba un rato para que comenzase el programa del
Pirata, el locutor hablaba algo de la recuperación del país, del
nuevo giro que iba a dar la economía ahora que, desde hacía
unos meses, José María Aznar era el nuevo presidente del Gobierno. Desde luego era cierto que las cosas estaban cambiando, pensé, tan sólo había que escuchar la radio o la televisión,
su sombra había comenzado a eclipsarlo todo. Los deportes
finalizaron y tras el correspondiente soniquete de las diez en
punto comenzaron unas distorsiones muy marcadas y un ritmo machacón que anunciaba la presencia de Barricada. Tan
sólo me gustaron dos canciones, y no me parecieron la hostia.
Cuando terminó la entrevista apagué la radio, empezaba un
debate político en el que hablaban del problema vasco y de
la ola de violencia de ETA, demasiado paradójico, demasiado
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evidente, demasiado masticado. No me gusta que me digan lo
que tengo que pensar.
Por aquellos días cayó en mis manos un libro, lo recuerdo
con nitidez porque no solía leer prácticamente nada. No llegó
hasta mí por casualidad, lo vi en el cuarto de Andrea. Ella no
estaba y yo entré a curiosear, primero me detuve en un sujetador que había sobre la cama y que ni siquiera me atreví a
tocar. Luego vi el libro encima de la mesilla, lo cogí sin pensar
muy bien en lo que hacía y me lo llevé a mi cuarto. Esa noche
la pasé leyendo ¿Por quién doblan las campanas? Y, aunque no
pude terminarlo de un tirón, sus palabras me atraparon como
nunca antes me había pasado. Unos días después, cuando ya
había terminado de leer el libro, mi tía me descubrió dejándolo
de nuevo en la mesilla de Andrea.
- ¿Andrea te ha dejado un libro? – cualquier excusa era
buena para sacarme conversación. Yo no es que fuese muy hablador y la preocupación perseguía de manera constante a la
Tía Mercedes. Ella se esforzaba por no agobiarme con preguntas que le llevasen a descubrir cómo se sentía su sobrino,
pero yo notaba constantemente su presencia a mi alrededor,
siempre pendiente de lo que hacía.
- Andrea no me ha dejado ningún libro – le dije.
No me interesaba en absoluto una conversación sobre libros, no me hubiera importado encontrar otro libro similar al
que me había leído, pero no estaba dispuesto a preguntarle,
no quería que encontrase un hilo de comunicación demasiado
fuerte. Llevaba meses sin cruzar más de dos frases con nadie
y no me apetecía romper una costumbre a la que me aferraba
con el único objetivo de dejar que el tiempo pasase a mi lado
casi sin tocarme, no quería nada de nadie, ni siquiera de mí
mismo. Además, qué hostias, no existía ningún motivo importante para romper mi silencio. Que no me jodiese con conversaciones de libros.
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- Yo me lo leí hace un tiempo – insistía una y otra vez; era
inagotable.
Intenté hacer un esfuerzo para no resultar desagradable.
Siempre he admirado todo lo que ha hecho por mí, creo que
incluso entonces era capaz de verlo, aunque puede que no,
puede que entonces estuviese hasta la polla de ella y no viese
más allá, no sé. Su esfuerzo por entenderme era sobrehumano,
yo nunca lo hubiese hecho por nadie, quizá lo que le movía a
hacerlo era el recuerdo de su hermana, qué más da, en realidad no me importaban lo más mínimo sus motivos. Siempre,
en todo momento, podía ver con nitidez su mano dispuesta a
ayudarme, eso sí lo sabía distinguir, eso siempre lo supe, no soy
gilipollas. A pesar de todo no le contesté, tan sólo me quedé
mirándola sin ninguna expresión en mi rostro.
- Me alegra que te intereses por esos temas, la guerra
civil sacó lo peor de cada persona, llenó el país de muertos –
me cago en el copón, continuaba en su empeño. Ya me había
leído el libro, me había gustado y punto, no quería mantener
una conversación con nadie sobre eso. Estaba empezando a
hincharme los cojones.
- Yo lo que quiero es que me hables de mi padre.
No fui consciente de lo que dije hasta que escuché mis
propias palabras. Más tarde me he preguntado el motivo que
me llevó a decirle eso, nunca había pensado con demasiada
fuerza en mi padre, no era alguien a quien hubiese perdido,
sino un absoluto desconocido que se marchó de mi vida antes
siquiera de que yo tuviese conciencia de que formaba parte
de ella. De él no me quedaba ninguna imagen, ningún olor,
ningún recuerdo, nada. Llevaba demasiado tiempo encerrado
en mí mismo, tocando con una repugnante y dolorosa cercanía
la profunda crueldad de la vida, desmigajando mis sentimientos en una serie de palabras entrelazadas que no me llevaban
a ningún lado, ni siquiera a la poesía. Mi tía me miraba sin
decir nada, quizá ese hubiese sido el motivo de pronunciar la
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dichosa frase, quizá esa fue mi pequeña victoria del día, por
fin había conseguido que cejase en su empeño de mantener
una conversación conmigo, posiblemente pudiese comenzar a
disfrutar de mi silencio. Pero no.
- Tu abuelo vivió muy de cerca todo aquello, a la abuela
no le gustaba que hablase de ello, pero a nosotras nos contó
muchas cosas sobre todo lo que vivió en la guerra y en la cárcel, hablaba de compañeros asesinados, de batallas inhumanas,
de fosas comunes y de Caudé; de Caudé era de lo que más nos
hablaba, siempre nos decía que aquello fue un horror que no
debía olvidarse – joder, no podía soportar que fuese tan pesada,
¿por qué cojones me salía con esa mierda?, ¿acaso yo le estaba
hablando del jodido Hemingway, de la jodida guerra o de los
jodidos fusilamientos? No quería que continuase rayándome
la cabeza, no necesitaba que se metiese en mis pensamientos,
me había leído un libro y podía sacar mis propias conclusiones.
Puto libro, si lo sé no lo cojo.
Decidí marcharme a mi cuarto dejándola con la palabra
en la boca, no tenía ganas de escuchar más batallitas, el abuelo
murió cuando yo no había nacido y nunca me habían contado
nada de lo que sufrió o dejó de sufrir en la guerra; lo siento
mucho, pero no me interesa, prefería largarme a escuchar música cuanto antes. Anda y que se vaya a la mierda. Cerré de un
portazo la puerta. Puse la minicadena en marcha, metí una cinta de La Polla Records y cogí la revista de la Tipo, la miré de
arriba abajo y terminé pidiendo el nuevo disco de Barricada.
Había que darle una oportunidad, la fidelidad lo primero.
Esa noche los versos me sabían a sangre de otro tiempo.
Olor a destierro, guadaña, baúl del silencio, rencor. Me levanté de la silla varias veces, estaba inquieto y paseaba de forma
mecánica por los escasos metros que había entre el pupitre,
la cama y el armario. Miradas perpetuas, mañana, secretos
de viuda, fogón. ¿Y quién diablos era mi padre? Ya no podía
detener esa pregunta, parecía que había estado esperándome
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hasta que la ausencia de mi madre la había aplastado en mi
boca. No podía dormir, tenía demasiados muertos en la cabeza, aquellos por los que doblaban las campanas del pasado,
cerraba los ojos y mi abuelo me observaba desde la profundidad de una fosa común con la mirada severa que muestra en la
única fotografía que he visto de él, a su alrededor huesos, tierra
y las risas constantes del enemigo. Todo estaba relacionado.
Mi angustia y el ansia por la libertad robada. Mi soledad y la
crueldad de la guerra. Mi odio y la voz firme gritando fuego.
Mi silencio y el silencio de tantos años.
Encendí la luz y salí al pasillo, todo el mundo dormía. Me
gustaba levantarme en mitad de la noche y caminar por la casa
disfrutando de esa paz en la que la luz no existe, saboreando
la soledad como un bien preciado difícil de conseguir, observando únicamente el apacible contorno sinuoso de mi silencio.
En el comedor me senté en el sillón de mi madre, en ese en que
sólo se sentaba mi madre, en el que ella siempre tejía y veía la
tele, el mismo que ahora podía usar cualquiera. Encendí la tele
y eliminé el sonido, comencé a mirarla como si mirase al infinito, sin prestarle apenas atención, la justa para ver una imagen
en la que un tipo normal, de gesto educado y mirada de buena
persona era custodiado por dos policías que le acompañan en
su multitudinaria entrada a los juzgados, debajo de la imagen
pude leer un titular de esos que les ha dado ahora por insertar
en las noticias “Detenido el violador de las Ramblas”. Nada
había cambiado, parecía como si el cuadro de Goya no fuese
un reflejo de la realidad del pintor, sino un inquietante Oráculo de Delfos que no cesa en su empeño de recordarte lo que
fue, explicarte lo que es y avisarte de lo que va a ser.
La navidad pasó como pasa un simple resfriado con alguna
incursión de fiebre. Y las clases arrancaron con la naturalidad
propia de las cosas a las que no se les da importancia, como respirar, ir en bicicleta o escribir. En casa todo seguía igual, Andrea
continuaba entorpeciendo mis deseos de aislamiento y llenando
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con su presencia toda la casa. No era capaz de estarse en un único lugar, en su cuarto, en el comedor, en la cocina o en la terraza
jodiéndose de frío, no, ella tenía que estar en todos los sitios a la
vez. Hasta en mi habitación. Era mucho peor que su madre, ya
que venía y me hablaba de un montón de temas que a mí no me
importaban, enlazaba unas cosas con otras sin darme tiempo ni a
protestar, llegaba y todo lo tocaba y lo cambiaba de sitio, miraba
mis cosas, curioseaba, comentaba lo que le apetecía y luego se
marchaba dejándome con ese olor afrutado que nunca supe si
provenía de una colonia o realmente era el olor natural de su piel.
La Tía Mercedes parecía mucho más relajada que meses atrás,
seguro que pensaba que Andrea me estaba ayudando mucho, que
ya no estaba tan encerrado en mi mismo, que hablaba más, que
ahora ya todo funcionaba bien. Yo no estaba de acuerdo. Si miraba a mi alrededor seguía viendo la misma ausencia y cuando no
la veía era porque buscaba otras ausencias. No podía olvidar la
cara que puso la Tía cuando le pregunté por mi padre, ese gesto
de sorpresa e inquietud acrecentaba mis deseos por saber, por
conocer. Y con la excusa de ordenar el trastero podía tener acceso
a todas las cosas de mi madre, aquellas que nunca había querido
tirar, pero que ya no le servirían para nada. No quería dejarlo
para más adelante.
- Me apetece tener la cabeza ocupada – les dije durante la
comida.
Andrea quiso ayudarme con lo del trastero, pero me negué en rotundo, no iba a dejarme convencer y no tenía ganas
de decirle que lo que quería era estar a solas con las cosas de mi
madre, no quería explicarle que buscaba algo que no sabía lo
que era, no pretendía que me comprendiese, pues ni yo me hubiera comprendido a mí mismo si por un momento me hubiese
parado a intentarlo. Si dejaba que viniese conmigo al trastero
iba a ser incapaz de ver absolutamente nada aunque lo tuviese
delante de las narices. Su insistente gesto aparentemente distraído en el que me acariciaba el brazo con una sutileza que me
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ponía algo más que nervioso. Sus inocentes camisetas anchas
y con años de uso que permitían intuir unos senos en libertad
que cuando se agachaba parecían querer saludarme con descaro. Su actitud presumida y coqueta que engatusaba todos
mis sentidos atrayéndolos únicamente a su persona y que desaparecía por completo, en cuanto intuía mis pensamientos, pasando a posicionarse del lado de los pulcros y los buenos. Era
evidente que con su presencia no iba a poder prestar atención
a nada y eso era justo lo que no necesitaba.
Tuve que posponer la búsqueda, no existía otra opción,
tendría que decirle que mejor dejábamos lo del trastero para
otro día. Sin embargo, no era alguien fácil de convencer, siempre quería tener el control de todo lo que le rodeaba y eso conseguía sacarme de mis casillas con demasiada frecuencia. Por
inexplicable que me pareciese algo le movía a querer compartir
su tiempo conmigo, así que tuve que prometerle que al día siguiente bajaríamos a Zaragoza para ir al cine. Con eso pareció
olvidarse de lo del trastero. Antes de marcharse se abalanzó
sobre mí gritándome que no iba a poder librarme de ella tan fácilmente, me tumbó en el sofá y se sentó encima de mí mientras
comenzaba a hacerme cosquillas por todo el cuerpo. Creo que
notó la prominente erección que solía acompañarme cuando
se producían estos juegos tan suyos, de repente se quedó completamente parada, me miró con una expresión que no supe
comprender y me dijo que tenía que estudiar. Se marchó de mi
cuarto como una exhalación, sin más explicaciones, huyendo
con un rubor impúdico que contrastaba con mi pulso acelerado y el calor intenso que nublaba mi vista. Su cuerpo era la
única razón de mi existencia, si pudiera verla desnuda podría
morirme tranquilo, no necesitaba nada más. Me encerré en el
baño, me senté en la taza del wáter y solucioné mi desasosiego
masturbándome, como siempre. Salí de casa sin decir nada, me
apetecía ir a tomar algo.
Hacía mucho que no pasaba por El Agujero aunque, como
era de esperar, todo seguía igual. PUEDE LA ARENA IR
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HACIA ARRIBA EN EL RELOJ, PUEDES HACER QUE
NUNCA SALGA EL SOL. La música estaba demasiado alta
y, a pesar de ser apenas las ocho de la tarde, Mikel el dueño
del bar, saltaba, gritaba, sudaba y gesticulaba como un poseso.
Me senté justo en el otro extremo de la barra donde me atendió
Gladis con ese poderoso atractivo que te obligaba a dirigirte a
ella desde la distancia y siempre con cierta precaución. Me sirvió un botellín de Ambar casi sin mirarme y acto seguido atendió a un cliente de fuera que le dijo algo al oído mientras ella
sonreía. Mikel les daba la espalda, estaba enseñándoles a unos
críos un CD mientras les gritaba entusiasmado que tenían que
escuchar a ese grupo, que era lo más y que ahora mismo lo
iban a comprobar. SÍ, SÍ, MENEO MI GUITARRA, ROMPO LO QUE QUIERO, YO SOY EL QUE PAGA. Al mismo tiempo que buscaba en su colección de compact discs, se
desgañitaba improvisando una letra que nunca se aprendía y
siempre se inventaba y servía una jarra de kalimotxo a los tres
chavales que le miraban sin pestañear. Hubiese sido un gran
cantante de rock de no ser por su voz hiriente y desafinada y
por la constante inestabilidad que su incontrolable adicción a
todo lo que pasase por delante de sus narices había provocado.
Pedí a Gladis que me sirviese otra cerveza justo cuando entraba por la puerta Mateo. Nos liamos a hablar sin parar, hacía
mucho que no nos veíamos, yo no salía de casa y él había dejado de estudiar, así que no había manera de coincidir. Se lío un
par de canutos que nos fumamos a cara de perro entre sonoras
carcajadas. Sentí una extraña sensación de liberación de la que
no fui consciente hasta mucho más tarde. VA A SUBIR LA
MAREA Y SE LO VA A LLEVAR TODO, NO VEAS SI
NOTO LA FUERZA, YO CREO QUE SOY UN TORO.
Mi cabeza comienza a tomar vida propia, lleva varios minutos
inclinándose de un lado a otro, Mateo ya se había marchado
y yo seguía bebiendo mientras unos de la cuadrilla de Fredo y
Miguel jugaban al duro ocupando buena parte de la barra. No
había nadie más en el bar. Poco después decidí irme para casa,
eran más de la una y no me había acordado de ir a cenar.
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Al entrar en casa fui directo al salón, donde mi tía estaba viendo la tele. Nada más abrir la puerta me preguntó dónde me había
metido levantando la voz con cierta brusquedad. Aunque por un
momento logró sorprenderme no se trataba sino de un amago de
bronca, en seguida regresó al tono dulce en el que acostumbraba
hablarme. No le contesté. Hasta ahora se había mostrado preocupada porque nunca salía de casa, así que si decidía irme a dar una
vuelta no tenía de qué preocuparse, lo que debería hacer es alegrarse. Me quedé de pie en el salón mirándola fijamente hasta que me
dio la risa y me fui sin decirle nada. No tenía ganas de mandarla a la
mierda, el estómago me rugía y me encontraba cansado. En la cocina me esperaba un plato de patatas fritas y un par de san jacobos
que me comí en un abrir y cerrar de ojos sin ni siquiera calentarlos.
Antes de acostarme le di un beso a la Tía Mercedes, no sé porqué
lo hice, era lo mismo que hacía con mi madre y que nunca había
hecho con ella.
No podía dormir. Daba vueltas sin parar en la cama macerando un singular remordimiento que podía provenir de la
misma sombra que me acobardaba cada noche, de los porros y
las cervezas que me había apretado en el bar o de la certeza de
estar actuando constantemente de una forma que disgustaría
a mi madre. Al cabo del rato me levanté de la cama ligeramente mareado y con unas ganas de ir al baño incontrolables.
La casa disfrutaba de ese silencio tan placentero que me gusta
saborear cada noche. Seguro que no encontraba un momento
mejor para ir al trastero, así que cogí de la cocina un trozo
de chocolate y un cuscurro de pan, me los comí de un par de
bocados y salí de casa cerrando con cuidado la puerta. Estaba
completamente desvelado.
El trastero se encontraba en la planta sótano, al lado de
los garajes, vamos, como casi todos los trasteros del mundo.
Abrí la puerta sin necesidad de encender la luz y me introduje con celeridad, como si alguien pudiese descubrirme en
cualquier momento. Disfruté durante varios minutos de la os31
curidad fría y tranquila, no fue demasiado tiempo, tan sólo
el necesario para recrear una inquietud imaginaria que se disolvió en cuanto encendí la luz. Lo cierto es que no lo hice
con demasiada expectación, sabía perfectamente lo que me
iba a encontrar: cajas y más cajas ordenadas en unas estanterías metálicas que sólo tocaba mi madre, mi vieja bicicleta
destartalada a la que le faltaba una rueda, una colección de
Comics de la que ya no me acordaba y el enorme baúl donde
ella guardaba parte de la ropa de invierno o de verano, según
la temporada en la que estuviésemos. Lo primero que hice fue
abrir el baúl, por mera curiosidad y, al hacerlo, me encontré
algún jersey que echaba en falta; a mi madre no le había dado
tiempo de sacar la ropa de invierno. Lo cerré sin tocar nada.
Dirigí mi mirada a las estanterías, tenía mucho trabajo por delante. Hubiese querido pasar toda la noche rebuscando entre
las fotografías, facturas, apuntes, trabajos y otros papeles que
atesoraba mi madre o, mejor todavía, hubiese deseado encontrar algo interesante en la primera caja que abrí, pero no sucedió nada parecido. No recuerdo cuanto tiempo aguanté, quizá
demasiado poco, da lo mismo, el sueño terminó venciéndome
y antes de caer dormido en el trastero asumí con dignidad mi
derrota y subí escaleras arriba deseando meterme en la cama.
Poco después amaneció.
La mañana siguiente la pasé enroscado en la cama, hubiese dormido todo el día, pero Andrea me lo impidió. A la
hora de comer se metió en mi cuarto y abrió la persiana de
golpe, sin ninguna compasión. Tenía que levantarme. No iba a
pasar por alto mi promesa del día anterior, había quedado que
iría con ella al cine. Por un lado me tocaba un poco los cojones ceder de esa manera a su voluntad, pero por otra parte me
atraía la idea de permanecer a su lado durante dos horas en
plena oscuridad. Nada más comer salimos en su coche hacia
Zaragoza, ella sin parar de hablar, yo sin escucharla y pensando en la posibilidad de meterle mano en mitad de la película.
Lástima que también hubiese quedado con su novio.
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Mecagüensuputamadre era un imbécil de los de postal,
con su voz almidonada y sus buenos modales, pantalones con
la raya bien marcada, polo Lacoste impoluto y el pelo embadurnado en gomina. Mientras esperábamos en la fila ya le hubiese pegado dos tiros, primero saca el tema del fútbol, por
supuesto era del Real Madrid y no podía soportar que el Atleti hubiese ganado liga y copa la pasada temporada, que se
joda. Acto seguido pasó a decir que Gil era un mafioso y un
ladrón, de ahí a alabar el buen hacer del nuevo gobierno había
un paso. Un capullo insoportable delante de mis narices y yo
a tener que aguantarme las ganas de escupirle en mitad de la
jeta, me cagüen la puta, cómo detesto estas situaciones. La peli
que íbamos a ver había ganado nosécuantos Goyas y la espera
en la cola del cine iba a ir para largo, así que me encendí un
peta que llevaba liado de casa. Me lo fumé mirando al panoli
fijamente a los ojos, él esquivaba continuamente mi mirada y
se alejaba con supuesto disimulo de mi lado, no podía soportar
el miedo de estar con alguien que estuviese saltándose la ley
de esa manera. Intentó llevarse a mi prima a su lado, ochenta
centímetros a la derecha, pero ella no le hizo caso, estaba demasiado entretenida hablándome de una amiga suya que se
había quedado sin novio y que era muy buena chica y que un
día podríamos quedar los cuatro y que seguro que me gustaba.
Por fin nos tocó a nosotros y entramos al cine, estaba hasta la
punta de la polla de los dos.
Atención señoras y señores, hemos tenido un imprevisto
y no podemos seguir; un señor se ha tirado a la vía y lo hemos
atropellado. La oscuridad de la sala, ese enorme ojo que asoma
entre los dedos de la protagonista, el silencio hipnotizante que
habitaba en cada una de las butacas, la constante orden de no
mirar lo macabro cuando todos deseamos verlo. ¿De qué color
son mis ojos? Hubiese querido susurrárselo al oído a mi prima,
pero preferí permanecer callado. Creo que ha sido la única vez
que he ido al cine y al acabar la película el público ha explotado en un sonoro y unánime aplauso. Al mingafría del novio de
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mi prima no le gustó Tesis. Era de esperar, así que preferí no
escuchar su discurso sobre el respeto a la vida, la bondad del
ser humano y no sé qué hostias más. Tenía hambre y propuse
ir a un McDonald´s. Al final terminamos en un restaurante
griego que acababan de abrir.
- Seguro que tú disfrutas enormemente cuando te hacen
un griego – le dije cuando nos sentamos en la mesa. Me miró un
tanto confundido y fingió sentirse alagado mostrando de forma
evidente que no me había comprendido, sentada frente a mí mi
prima me contemplaba con una mueca a medio camino entre la
represalia y la complicidad. Pedí la cuenta y dejé que pagase el
imbécil, no faltaba más.
Llegamos a casa sobre las doce, mi prima estaba cansada y
se fue a dormir en seguida, yo me senté a ver el final de una película que tenía puesta mi tía, aunque en seguida me cansé y me
fui a mi cuarto. Atravesé el pasillo sin encender la luz y al pasar
por la puerta del cuarto de Andrea descubrí que se había quedado entreabierta. Una rendija imperceptible escupía un halo
de luz, apoyé mi ojo en el marco de la puerta y acerqué la retina
con sumo cuidado. Poco a poco la imagen de mi prima frente al
espejo se fue agrandando y pude ver cómo se desprendía con rapidez de la ropa y cómo, antes de ponerse el pijama, observaba
su propia desnudez durante unos segundos que me supieron a
gloria bendita. Al apartarme de la puerta, instintivamente giré la
cabeza hacia la derecha, mi tía estaba mirándome desde el otro
lado del pasillo. Me quedé paralizado, no dije nada, tan sólo me
di la vuelta, me metí en mi cuarto y cerré la puerta sin hacer
ruido, como si nada hubiese pasado. Una vez en la cama me
masturbé pensando en el cuerpo de Andrea brillando desnudo
frente al espejo de su habitación. Me dormí extasiado y con unas
gruesas gotas de sudor frío cayendo por mi frente. Hubiese querido visitar de nuevo el trastero, pero no tuve fuerzas para ello.
Todas las noches de esa semana estuve bajando al trastero
con un sigilo de ladrón de guante blanco, sospecho que mi tía
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me escuchaba salir de casa cada noche, sin embargo nunca llegó a decirme nada. En realidad ella nunca me corregía, ni me
castigaba, ni me amenazaba, era como si tuviese patente de corso para cualquier acción que se me antojase. Tras siete noches
de búsqueda minuciosa el resultado era desalentador, no había
encontrado nada interesante, sólo cartas que mi madre se intercambiaba con una amiga francesa y de las que yo apenas podía
entender nada. Entre esas cartas había algunos sobres vacíos a
los que no les presté atención, en el remite tan sólo una dirección: Calabrez, Ribadesella (Oviedo), también alguna postal y
demás correspondencia familiar. Había decidido poner punto y
final a una búsqueda que carecía de un objetivo concreto, ya no
volvería a bajar al trastero, así que me subí la caja de las cartas
y los sobres a mi cuarto para poder cotillear con comodidad en
la intimidad de mi madre y así intentar saber más cosas de ella,
cosas que ya nunca me podría decir, pensé conforme subía las
escaleras de regreso a mi casa. Ya en mi habitación, extendí el
contenido de la enorme caja en el suelo y comencé a ordenar
los papeles en pequeños montones. Había treinta y dos cartas
de la francesa, dieciséis de la Tía Mercedes, doce postales de
familiares varios, siete sobres vacíos con la dirección asturiana
y un folio doblado en cuatro que venía sin firmar y que hablaba
de una conversación que el remitente tenía pendiente con mi
madre sobre Caudé. Otra vez Caudé.
Esperé a la tarde siguiente para hablar con mi tía, cuando
Andrea estuviese estudiando en la biblioteca de la Universidad
y no fuese regresar hasta la hora de cenar.
- He encontrado una carta en la que alguien le dice a mi
madre que tienen una conversación pendiente sobre Caudé –
no tenía ganas de irme por las ramas, así que fui directo al grano.
- Una carta para tu madre… y sobre Caudé… déjame
verla – la Tía Mercedes alargaba las palabras como queriendo
que los segundos diesen más de si.
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- No viene firmada y tampoco dice nada interesante, tan
sólo eso, que tienen una conversación pendiente sobre lo de
Caudé y que con el tiempo debería contárselo a un tal Celesto.
Pensé que quizá tú supieras de qué va el asunto. El otro día me
hablaste del abuelo, de la fosa de Caudé y todo eso. Supongo
que los tiros irán por ahí, ¿no?
Mi tía permaneció mirándome durante un buen rato sin
decir nada, como estudiándome desde la distancia, hasta que
por fin me alargó la carta para que la cogiera.
- La carta es de tu padre, no hay ninguna duda, es su
letra. Ya tienes la respuesta a tus interrogantes, ahí está tu padre, ese al que nunca conociste y que tanto te obsesiona – su
voz sonaba con un tono rencoroso hasta ahora desconocido.
Me quedé en fuera de juego, no sabía cómo reaccionar, tenía
delante una carta escrita por mi padre. No fue difícil adivinar
que el resto de sobres vacíos también eran suyos. Era la misma
letra. Los fui a buscar a mi cuarto y los puse encima de la mesa
tras la cual mi tía me miraba como quien mira al vacío.
- ¿Qué tiene que ver Caudé con mi padre?, ¿por qué están todos estos sobres vacíos?, ¿dónde está Calabrez o Ribadesella? – no podía disimular lo mucho que le incomodaban mis
preguntas, pero supongo que le pudo el exceso de protección
que depositaba en mi persona y el afán por satisfacer mis deseos en busca de una felicidad que imaginaba desterrada de mi
mundo. Yo tan sólo quería saberlo todo. En esos momentos no
me importaba nada más.
Mi padre nos abandonó cuando yo apenas tenía dos años,
se marchó de la noche a la mañana y mi madre quiso borrar
de su vida cualquier rastro que hubiese dejado. Y se esforzó a
conciencia para lograrlo. No sé el motivo que le llevó a marcharse de casa ni tampoco cómo o en función de qué eligió su
nuevo destino. Asturias estaba demasiado lejos de casa como
para que fuese el azar lo que le llevó hasta allí. El lugar por el
que nos cambió a mi madre y a mí, por el que se marchó para
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siempre de nuestro lado, se llamaba Calabrez y, al parecer, era
una pequeña aldea que ni siquiera salía en los mapas. No me
resultó extraño que mi tía arremetiese contra él, que perdiese
los nervios, era natural, mi madre había decidido borrarlo de
nuestra vida y ella no iba a permitir que los deseos de mi madre se truncasen después de su muerte. Sin embargo, fue mi
madre quien guardó los sobres, sí, los guardó vacíos sin sus
correspondientes cartas, que supongo tiraría a la basura, pero
al fin y al cabo guardó la letra de mi padre señalando el punto
geográfico en el que se encontraba. Fue ella quién los guardó y también fue ella quien decidió conservar una de aquellas
cartas, conservarla a pesar de que siempre quiso eliminar todo
recuerdo de alguien que había decidido salir de nuestras vidas
por propia voluntad. No culpaba a mi tía, para nada, ella cumplía con su papel de hermana, pero yo quería más, quería que
me contase todo o iba a cagarme en el jodido voto de silencio y
en la santa hipocresía. Y exploté.
Cuando terminé de vociferar aquello que me llevaba carcomiendo desde mucho tiempo atrás, cuando escupí palabras
cargadas de rencor y exigí las explicaciones que mi madre nunca quiso darme, mi tía lloraba derrotada y yo temblaba como si
estuviera fuera de mí.
- Él era una mala persona – así fue como comenzó su explicación – no os quería ni a ti ni a tu madre. Fue controlando
su llanto poco a poco y explicándome que mi padre andaba metido en muchos asuntos turbios, temas de drogas y esas cosas.
- Tu padre era un drogadicto – continuó – convivir con
él era imposible, llegó un momento que daba pena verlo y se
volvió agresivo con todo el mundo. Tu madre me dijo muchas
veces que le iba a abandonar, pero al final fue él quien se marchó; no sé exactamente los motivos, pero supongo que debería
dinero por las drogas o algo así.
Mi tía se alegró de que mi padre saliese corriendo sin ninguna razón aparente, me lo había dejado muy claro. El odio que
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atesoraba hacia mi padre estaba fresco, completamente fresco,
era como si hubiese permanecido aislado de forma hermética
durante todos estos años de ausencia absoluta y que su presencia en una conversación había hecho brotar el mismo rencor que
había tenido antaño hacia el que nunca llegó a ser su cuñado.
Mis padres nunca se casaron, eso también me lo dijo ella, por
eso yo sólo llevaba los apellidos de mi madre, y supongo que
por eso tampoco sabía nada de la familia de mi padre. Mamá
lo había borrado todo, o casi todo, había dejado los sobres y la
carta. La droga lo había transformado en un perdido, me había
repetido varias veces mi tía. Ella lo decía así: “la droga”, como
un ente abstracto cuyo contenido englobaba un entramado desconocido de múltiples pecados capitales. Necesitaba saber y no
tenía ganas de seguir escuchándola. La cena estaba hecha, pero
no pensaba probarla, no me pasaba por los cojones. Me encerré
en mi cuarto, necesitaba fumarme un canuto.
Di las últimas caladas muerto de frío y cerré rápidamente la ventana, hacia un día de perros. De entre los numerosos
trastos y papelajos que había en mi desordenado pupitre rescaté mi apreciado cuaderno y comencé a escribir tumbado en la
cama. Siento el frío manto de hojas secas apartándose ante mí,
huyendo en su muerte hacia un destierro digno, podría besar su
podredumbre y saber a qué sabe la insignificancia de la existencia. Muchas veces no me conozco cuando escribo, es como si
alguien escribiese por mí, como si me desdoblase sobre el papel
y de esta forma me viese reflejado en un espejo del que siempre
termino huyendo. No puedo dejar de pensar en esa carta en la
que puedo imaginar a mi padre, lo único que tengo de él, el único lazo de unión con alguien al que no recuerdo haber conocido. Mi padre también se mostraba interesado por Caudé, como
mi tía, era como si quisiesen recordar una condena impuesta
que evocaba un tiempo de guerra no muy lejano. En mi cabeza
no dejaban de entremezclarse nombres hasta entonces desconocidos. Caudé, Calabrez, Celesto. Demasiadas preguntas sin
respuesta.
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Mi padre huyó, pero no rompió contacto con mi madre, le
había escrito varias cartas, aunque no demasiadas, incluso es posible que mi madre le respondiese o que mantuviesen un contacto
telefónico que explicase esa escasa correspondencia. A partir de
dicha posibilidad comencé a imaginar a mi madre y a mi padre
manteniendo una relación secreta desde la distancia, una relación que se sobreponía a todo obstáculo y salía más reforzada con
cada envite del destino. Sin apenas darme cuenta, mi imaginación, completamente desnuda y desbocada, me transformó en mi
padre y mi madre pasó a ser la misma chica todavía tan solo soñada que me acompañaba cada noche desde hacía mucho tiempo.
Seguí escribiendo en silencio hasta que caí rendido y me dormí
encima de la cama tal y como estaba. El sueño es el estado más
placentero del ser humano, quisiera pensar que cuando morimos
es como si estuviésemos dormidos para siempre, sin embargo, esa
es una de las creencias más absurdas que pueden escucharse, el
sueño eterno no existe, la muerte es sólo eso, dejar de estar vivo.
El sueño es mucho más, es el medio en el que puedo pasear a
través de mi silencio y en el que existe un pequeño espacio por
llenar; es justo en ese espacio de silencio cuando pienso en ella
sin ponerle nombre, ni cara, ni cuerpo, ni ojos, ni pelo, ni boca, ni
pensamientos. Cuando descubro que en mi silencio existe un sitio
vacío que espera, tan sólo espera.
Pero mis sueños esa noche querían ir más allá y se ven
espiando a mis padres que pasean cogidos de la mano hacia
ningún lugar. Camino por el cine completamente desnudo y,
mientras todos me miran, le pregunto a mi prima: ¿de qué color
son mis ojos? Ella se ruboriza y sale corriendo, también va completamente desnuda. Comienza a llover y estoy en el entierro de
mi madre, todos me manosean, no paran de tocarme, no puedo
avanzar y sólo puedo chillar. Y chillo en mitad de la noche.
Vuelvo a despertarme sobresaltado, como tantas noches,
con un pánico absoluto a la muerte que viene agarrado a la
falta de aire en mis pulmones. Me estoy meando, así que me le39
vanto y recorro el pasillo a oscuras; tras tirar de la cadena, antes de regresar a la cama, me siento en el pasillo con la espalda
apoyada en la pared. Necesito dejar de pensar en esa profunda
oscuridad que me aterroriza, necesito llevar mis pensamientos
a otro lugar, dejar la mente vacía, ahuyentar este pánico irracional que se detiene en mi boca y recorre mi cuerpo en forma
de escalofrío desdeñoso. Me levanto y regreso a la cama, el
invierno parece que gasta sus últimas fuerzas contra las ventanas de mi casa, un nuevo invierno que se marcha dejándome
un extraño sabor a melancolía y soledad, solo que esta vez me
siento más sólo que nunca. Me duermo con la intranquilidad
irracional de no volver a despertarme.
40
S
Sembrar la verdad
Sembrar
41
Sembrar la verdad
La noche se viste de sangre
cuando un vil silencio le hace vomitar
calambres que nacen del hambre,
angustia, veneno, sarmiento y misal.
Se esconde entre sombras informes
la mano valiente que quiere labrar
con pulso inseguro y temores
los tiros de gracia, las fauces del mal.
Afila la lengua el secreto
donde sepultaron toda la verdad,
en cada silencio hay un muerto,
en cada lamento hay un vendaval;
la lluvia, la sangre, la tierra,
gritan a destiempo, gritan sin gritar,
la niebla traidora, la niebla,
nos nubla la vista, os quiere olvidar.
En mi cuaderno hay muertos
que quieren esconder,
en mi cuaderno hay muertos
son los Pozos de Caudé.
Se enrocan las voluntades,
olor asesino que quiere buscar
herrajes castrando coraje,
aullidos de muerte, ausencias de sal.
La aurora ríe y abandona
a la luna negra de la libertad
llorando con la vida rota
oliendo el incienso dispuesta a emigrar.
En mi cuaderno hay muertos
que quieren esconder,
en mi cuaderno hay muertos
son los Pozos de Caudé.
En mi cuaderno hay muertos
que quieren esconder,
en mi cuaderno hay muertos
con sangre lo pagaré.
43
2
Lo conocí en la cárcel, no me gusta hablar de todo aquello, ya lo sabéis. Pero su historia sí, esa sí me gusta contarla, os
la he contado muchas veces y vosotras se la tenéis que contar a
vuestros hijos, deben saber lo que pasó. Mercedes, Pilar, ya no
me queda mucho tiempo y tengo que tener la certeza de que les
hablaréis de Caudé a vuestros hijos, se lo prometí a él, le di mi
palabra de que aquello no quedaría en el olvido y no he hecho
nada… nada…
Venía con la necesidad de contarlo todo, la verdad le torturaba, le quemaba por dentro. Decía que lo iban a matar, sabía
que lo iban a matar. Y no se equivocaba. La mañana que pronunciaron su nombre estaba como ido, parecía como si supiese
con antelación que había llegado su hora, tan sólo hablaba del
cuaderno, de su cuaderno. Tuvimos casi siete meses para conocernos, siete meses de compartirlo todo, de sufrir juntos, como
compañeros, como hermanos.
Llegó a la cárcel destrozado, moral y físicamente. Era
como un despojo humano, demasiado parecido a muchos otros
compañeros como para que destacase por nada en especial.
Los primeros días los pasó en silencio, apartado de todos, como
desconfiando. Fue con el tiempo cuando comenzó a contarnos
lo de los camiones llenos de presos, lo de los disparos en noches sangrientas, lo de la cal sobre los cuerpos todavía vivos.
Primero nos habló de su casa, de sus gentes, de su vida y de
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tantas historias comunes que he mezclado en mi cabeza, que
no sabría decirte con certeza si me las contó él u otro de los
compañeros. Era pastor, era mi amigo.
Lo recuerdo algo mayor que yo, no mucho, puede incluso
que fuésemos de la misma edad. No importa. Todos éramos
iguales, todos el mismo rostro, todos el mismo pelo, todos las
mismas heridas, todos la misma edad, todos la misma sombra.
Lo que nos llamó la atención a su llegada fue que no vino solo;
de su mano vino un niño de apenas nueve o diez años, un niño
de su mismo pueblo, de Caudé. El niño no hablaba con nadie,
nunca decía nada por mucho que le insistiesen, al principio
muchos se sintieron molestos ya que le preguntaban cualquier
cosa y nunca les contestaba. No tardó en correrse la voz: era
mudo. Nadie preguntó nada más. Todos lo cuidábamos y lo
atendíamos constantemente, se convirtió en el hijo de todos
nosotros. Se había quedado mudo unos meses antes, cuando
el agujero ya llevaba semanas abierto y su interior masticaba
un buen número de muertos. Hasta entonces el pequeño sólo
había escuchado los disparos, en el monte junto a mi amigo el
pastor, observando cómo éste marcaba una nueva raya en su
cuaderno, sin preguntar, deseando no saber lo que significaban
esos disparos, esas señales que el pastor apuntaba en su cuaderno con rostro serio y la lentitud propia del que está haciendo un trabajo de precisión. En ocasiones se quedaba mirando
al niño, sin decirle nada, deseando que no estuviese allí, que no
fuese testigo de todo aquello.
Una tarde los guardias civiles llegaron al pueblo pegando gritos, golpeando las puertas, preguntando dónde estaban
los hombres del lugar. No era la primera vez que lo hacían.
Llevaban disparando desde que el sol apenas comenzaba a
apagarse, durante varias horas, sin parar un solo instante, y
todavía les quedaba trabajo por hacer. El pastor permaneció
escondido en el mismo cerro, cerca de la vaguada donde se
hallaba la fosa, apuntando, escuchando, sin prestar atención a
nada más. Cuando cesaron los disparos vio cómo los guardias
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civiles dirigieron sus pasos hacia el pueblo, parecían fatigados,
se habían cansado de disparar de forma continuada, fueron a
buscar relevos. El niño llegó al cerro desesperado, no entendía
nada, se habían llevado a su padre. A su madre la golpearon
hasta que dejó de gritar, la dejaron tirada en mitad de la calle y
unas vecinas se la habían metido a su casa. Él salió corriendo
al monte, en busca del pastor con el que compartía atardeceres de miedos, silencios y disparos secos y cercanos. Cuando
el niño llegó hasta él los tiros volvieron a sonar. Bajaron al
molino desde donde podrían ver la vaguada sin que les descubriesen. El pastor se detenía a apuntar en su cuaderno cada
vez que sonaba un disparo, el niño bajaba mucho más deprisa,
unos diez metros por delante. Al llegar al molino, abrieron la
puerta con cuidado y subieron a la parte de arriba, desde allí
se veía todo.
Los guardias civiles estaban comiendo algo, un poco apartados del resto, con ellos estaba algún falangista de fuera, tres o
cuatro terratenientes que iban a menudo al pueblo a contratar
jornaleros para sus tierras y dos sacerdotes. Unos metros más
a la izquierda había cinco o seis personas dándonos completamente la espalda, alguno iba sin uniforme, otros eran guardia
civiles, todos iban armados y apuntaban a los doce hombres
del pueblo que se habían llevado con ellos. Habían hecho dos
grupos de seis y les habían puesto en frente del agujero a tres
metros de distancia. Iban bajando hombres del camión y los
conducían hasta el mismo borde del agujero, algunos lloraban,
otros se abrazaban, había quien caminaba completamente serio sin decir nada. Cuando tenían colocados a los del camión,
ordenaban a uno de los grupos de hombres del pueblo que se
colocasen frente a ellos, les entregaban un fusil a cada uno y
les obligaban a disparar. Cuando sonaban los disparos uno de
los sacerdotes se acercaba, hacía una señal de la cruz mientras
murmuraba alguna oración y regresaba a la animada conversación donde continuaba degustando el sabroso queso que habían traído y el vino recio que ayudaba a combatir el frío.
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Los hombres del pueblo lloraban, todos lloraban. Disparaban sin apuntar y cuando fallaban uno de sus vigilantes les
golpeaba con la culata. Algunos disparaban de rodillas o apoyados en el hombro del de al lado. Todos lloraban en silencio.
Lloraban.
Cuando escucharon que el camión se marchaba respiraron aliviados, llevaban muchos disparos, demasiados disparos.
Pero todavía no habían terminado, llegaron dos camiones más.
Desde el molino pudieron verlo todo. Vieron cómo el padre
del niño cayó al suelo, extasiado, y cómo le golpearon hasta
que otro del pueblo le ayudó a levantarse para que siguiese
disparando. Uno de ellos vomitó con grandes aspavientos y
uno de los militares le tiró al suelo y le pisó la cabeza pegándole
la cara a su propio vómito. Mientras tanto, los demás seguían
disparando. El padre del niño volvió a derrumbarse y, desde el
suelo, se quedó mirando al molino, como si supiese que estaba
allí su hijo. Y se negó a levantarse. Le golpearon, le insultaron,
le amenazaron, pero no sirvió de nada. Era un muñeco inerte,
sin fuerzas, que lloraba desconsolado. Finalmente, cansados
de insistir, lo llevaron al borde del agujero y lo pusieron con el
grupo de hombres que iban a ser asesinados. El niño también
lloraba, su padre ya no hacía nada. Sonaron los disparos, el
pastor apuntó seis rayas más. El padre del pequeño cayó al
agujero con los demás. El niño se quedó mudo para siempre.
Se convirtió en nuestro hijo, en el pequeño de todos los
presos a los que el franquismo nos había quitado la libertad.
Nuestras ilusiones giraban a su alrededor, cada uno de nuestros días tan sólo tenía sentido si conseguíamos que sonriera
aunque sólo fuera por un instante. Todos pensábamos juegos,
algunos más originales que otros, y los llevábamos a la práctica sin alterar nuestra estrictamente vigilada rutina. Vivíamos
completamente hacinados, cohabitábamos en habitaciones en
las que no cabía nadie más y siempre había alguien dispuesto
a contarle alguna historia a nuestro niño, a hacerle un dibujo
o a inventarse algún chiste que le hiciera reír. Cuando nos sa48
caban al patio él no paraba quieto, siempre de un lado a otro,
todos los presos querían estar con él porque era como si nos
diese la esperanza que nos faltaba, como si la ilusión necesaria
para seguir viviendo habitase en ese niño que correteaba entre
nosotros sin pronunciar ni una sola palabra.
A ellos eso no les gustaba. No querían que hubiese una
mísera rendija por donde se colase la luz de la esperanza. No
querían cuentos, ni juegos. No querían sonrisas. No querían
nada.
Sin embargo el niño siempre encontraba algo que le divirtiese. Si no podíamos jugar con él, tan sólo lo mirábamos.
Una piedra, una rama, una camisa rota y manchada de sangre
abandonada en una esquina tras el último asesinato, cualquier
cosa pasaba por sus manos y se convertía en un coche, un avión
o una red con la que pescar peces imaginarios que pasaban
por delante de sus ojos mientras nosotros le mirábamos desde
la distancia, sonriendo. En ocasiones aislaban a cualquiera de
nosotros durante días o incluso semanas y, al salir del encierro
forzado, lo primero que hacíamos todos era buscar al niño para
darle un abrazo. A mí me tocó el aislamiento en una ocasión,
no quise rezar en voz alta, ejercicio al que estábamos obligados
al menos una vez a la semana; tras mi negación silenciosa, el
capellán dio la orden necesaria y, poco después, me encontré
encerrado en una habitación en la que apenas podía moverme.
Si quería estar sentado tenía que hacerlo con las piernas completamente flexionadas, pegadas al pecho, o bien permanecer
de pie todo el tiempo. En la habitación no había luz de ningún
tipo, tan sólo una pequeña abertura, un respiradero que permitía que, durante aproximadamente una hora al día, en ese
cubículo entrase un mínimo resplandor ayudando al preso a
contemplar lo desolador de su encierro. La primera vez que
entró dicho reflejo de luz en mi encierro me quedé paralizado,
sorprendido, emocionado y rompí a llorar desconsolado. Las
paredes estaban cubiertas de frases de esperanza, todas dirigidas a nuestro pequeño, todas escritas para él.
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Mi niño, no te preocupes que algún día saldremos de
aquí. Te prometo que te compraré un balón de fútbol para que
metas los mejores goles. Tienes que leer, pequeño, en los libros encontrarás la libertad. Cuando regresemos a casa nos
comeremos un chocolate caliente con churros. Voy a enseñarte
a nadar para que podamos ir juntos a bañarnos a una playa
que conozco. Volveremos a tu pueblo, pichoncico, y jugaremos
con tus amigos. Cuando salgamos montaremos en globo para
poder saludar a todos desde el cielo. Esto cambiará, mi gamberrete, y podremos tumbarnos en la hierba a contemplar la
puesta de sol. Todos los días te traeré un cucurucho de chufas
y nos iremos al río a pescar. Canijo, siempre que mires a tu
lado estaré contigo.
Yo también cogí un trozo de piedra y escribí mi frase en
la pared. Te sacaré de aquí, lo juro. Me volví a sentar deseando
que la luz nunca se fuese para poder leer constantemente las
frases de mis compañeros. Minutos después la oscuridad lo
envolvió todo y no pude contener el llanto.
El niño se acostumbró a los abrazos de los presos, a los
juegos de todos y de nadie, a besarnos y escucharnos, a jugar
con cualquier cosa, a reírse y a ser siempre el centro de todas
nuestras atenciones. Éramos su familia y nos quería. Sin buscarlo, de forma natural, se estableció un orden, un turno entre
los presos y cada día uno de nosotros era más padre del niño
que ningún otro. Todos esperábamos ansiosos que nos tocase
y, hasta que llegaba ese momento, pensábamos en los juegos
que podríamos prepararle sin que nuestros perros guardianes
sacasen sus dientes a relucir.
Ese día le tocaba a Miguel el Tuercebotas. Salimos al patio como siempre, todos muy apretados, como un rebaño que
no tiene espacio para respirar y busca el aire sin encontrarlo.
Siempre nos colocábamos en los mismos sitios, tampoco había
mucho donde elegir. La gallina ciega. Al niño le gustaba ese juego y éramos muchos los que lo poníamos en práctica cuando
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nos tocaba nuestro día. Con un pañuelo le tapábamos los ojos
al pequeño para que no viese absolutamente nada, a él no le
gustaba hacer trampas y si alguno le ponía el pañuelo de tal forma que pudiese ver un poco para facilitarle la búsqueda, él se
enfadaba muchísimo y se colocaba el pañuelo sin dejarse ayudar
por nadie. Cuando el niño ya no veía, el que había propuesto
el juego se mezclaba entre el resto de los presos, normalmente
en un lugar alejado de donde habitualmente se colocaba y el
niño comenzaba a pasearse disimuladamente entre los presos
intentando adivinar dónde se encontraba el padre que le había
tocado en esa ocasión. El niño sabía que tenía que tener mucho
cuidado, ya que a nuestros guardianes no les gustaba que nos
divirtiésemos, ellos no podían saber que estábamos jugando. En
alguna ocasión habían interrumpido el juego y habían mandado a alguno al aislamiento como castigo ejemplarizante. El niño
sabía que había un riesgo y había desarrollado una habilidad
increíble para pasear con la cabeza agachada, sabiendo el punto
exacto en el que estaban colocados los guardianes, evitando que
se fijasen en su pañuelo. No levantaba sospechas porque todos
los días paseaba entre nosotros, aunque no estuviese jugando a
la gallina ciega, le gustaba sacar su mano, tocarnos levemente
una pierna o un brazo, conocernos uno a uno para luego reconocernos en el juego. Ese día también interrumpieron a nuestra
pequeña gallina ciega.
Cuando uno de los guardianes, quizá el de más alta graduación, no lo puedo recordar con nitidez, se puso delante de
nuestro niño, todos guardamos silencio. El pequeño seguía jugando y acarició con sus pequeñas manos el pantalón de quien
tenía delante. Sabía que no era la persona que buscaba pero
algo le llamó la atención y se detuvo un instante a palpar la tela
del uniforme. En ese breve lapso de tiempo todos vimos una
pistola que aparecía ante nuestros ojos, se posaba en la inocente frente de nuestro pequeño y escuchamos aterrorizados el
seco disparo que escupió al cielo tiñéndolo de rojo y retumbó
en nuestras cabezas para siempre. Si existía el infierno tenía
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que estar muy cerca de lo que acabábamos de presenciar. El
gesto de desdén del asesino al limpiarse la sangre que le había
salpicado, su mirada vacía dirigida hacia cada uno de nosotros,
su prolongado beso a una virgen del pilar que colgaba de su
cuello y su paso autoritario al alejarse ofreciéndonos la espalda
seguro de sí mismo.
Pocos días después pronunciaron el nombre de mi amigo
el pastor. Quizá fue lo mejor para él, ya que no pudo soportar
la perdida de nuestro niño. Después de aquel disparo en el
patio se volvió loco, dejó de comer y se pasaba horas enteras
golpeándose levemente la cabeza con la pared de nuestra celda, con un fino hilo de sangre que fluía de forma constante de
la frente al mentón para precipitarse hasta el suelo en forma
de grandes gotas oscuras y pesadas que siempre terminaban
formando un pequeño charco a su alrededor. Se encerró en
si mismo, sin querer saber ya nada de nadie más, respetando
el mismo silencio que azotó la conciencia de nuestro pequeño
desde el día que asesinaron a su padre. La vida de mi amigo
el pastor se evaporó con el último aliento de ese inocente que
jugaba sin saber que, tan sólo un instante después, iba a estar
muerto.
Antes de aquello pude conocer al detalle todo lo sucedido
en Caudé. Me lo fue contando día a día, desahogándose de una
carga moral que le pesaba demasiado, una losa que le atormentaba y que le había conducido a la cárcel, a las puertas mismas
de la muerte. Cada noche el pueblo estaba dominado por un
silencio insoportable, un silencio incómodo que escondía dolor
en cada una de sus esquinas. Desde que sonó el primer disparo
Caudé olía a sangre en cada calle, en cada piedra. Todo parecía
girar en torno a los camiones que llegaban, los disparos que sonaban, las paladas de cal que silenciaban y la sangre que manaba de la tierra para que todos fuesen testigos de su ausencia.
Cuando aquel primer quebranto rompió la paz y la quietud de Caudé, mi amigo el pastor estaba en la cabaña del monte,
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solo, y se quedó paralizado, tuvo un pálpito y salió corriendo
al cerro. De camino sonaron dos disparos más, desde el cerro
no pudo ver nada, pero adivinó de dónde llegaban los disparos
y siguió corriendo hasta el molino. Tres disparos más. Vio el
agujero que habían cavado cerca de la vaguada, parecía querer
tragarse al mismo cielo. Vio los cuerpos sin vida empujados al
abismo. Vio la cal amontonada y las palas que sepultaban la
verdad queriendo esconderla. Y regresó corriendo a la cabaña,
fuera de sí. Seis disparos más. Cogió un cuaderno que se había
hecho unos días antes con piel de cabra para llevar el control
sobre las parideras, y comenzó a garabatear una serie de rayas
en la primera de las páginas. Una raya por disparo, una raya
por muerto.
No había lugar a error porque pudo observar con nitidez
que cada disparo que sonaba no era sino un certero tiro de gracia, ya que los cuerpos eran lanzados a la fosa vivos o muertos,
la cal y la tierra terminaban el trabajo. Solía esconderse en
el cerro, un lugar fuera del alcance de la vista de los asesinos
y que le permitía escuchar con nitidez los disparos sin tener
que soportar el cruel sonido de los lamentos moribundos de
aquellos cuerpos enterrados todavía en vida. Nunca bajaba al
molino, demasiado cerca del infierno.
Al llegar la noche todas las casas de Caudé guardaban silencio, todas las luces del pueblo estaban de luto, todos los hombres y mujeres se mordían el hambre para pensar únicamente
en un nuevo amanecer que vendría de la mano del recuerdo de
los ruidosos motores de aquellos camiones que llegaban cargados desde la cárcel de Teruel o de cualquier pueblo cercano.
Se marchaban vacíos pero no tardaban en regresar cargados
de nuevo. Siempre el mismo recorrido, muy pocas variaciones.
Teruel – Caudé, Caudé – Teruel, y poco más. Las plegarias se
entremezclaban con las blasfemias, los rosarios con los susurros
en familia teniendo el calor en un puño, la angustia sosegada que
espera a que transcurra el tiempo con el sollozo silencioso que
nunca termina de romper. Nadie en la calle, hasta los animales
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temían ser fusilados frente al enorme agujero que engordaba y
engordaba. El pastor en su soledad solemne y perpetua contaba
los palitos que le miraban indefensos desde el cuaderno.
Cada día lo mismo, cada vez más y más. Llegaban los
camiones al atardecer, comenzaba el ritual, el cura ofrecía la
confesión a quien lo desease, los colocaban en pequeños grupos de tres o cuatro y comenzaban los disparos. El pastor en la
lejanía anotaba en su cuaderno. Uno, dos, tres, cuatro. El cura
impregnaba de incienso el ambiente y rezaba por las almas de
todos, quisieran o no. Cinco, seis, siete. Mientras unos recibían
los disparos los otros eran obligados a mirar la escena a escasos metros de distancia. Ocho, nueve, diez, once. En el pueblo
todo se detenía, el tiempo no avanzaba, no había actividad,
no existía la vida. Doce, trece, catorce. La cal se terminaba
y había que llamar a Teruel para que trajesen más. Quince,
dieciséis, diecisiete, dieciocho, diecinueve. Cada cierto tiempo
descansaban; era necesario comer algo, echar un trago, relajarse mientras los que esperaban se abrazaban desesperados.
Veinte, veintiuno, veintidós. Muchos se orinaban encima, el
olor se pegaba en la piel de los asesinos, llegaba a Caudé y lo
impregnaba todo. Veintitrés, veinticuatro, veinticinco, veintiséis. Una mezcla de sangre, excrementos, sudor, pólvora, cal
y miedo. Veintisiete, veintiocho, veintinueve, treinta, treinta y
uno. El pastor anotaba cada impacto de bala, escondido, para
que nadie le viese. Treinta y dos, treinta y tres, treinta y cuatro.
En el pueblo el miedo lo podía todo, querían que se marchasen de allí, que les dejasen en paz, que se llevasen el agujero a
otro lugar. Treinta y cinco, treinta y seis, treinta y siete. Nadie
se acercaba a la fosa, tan sólo cuando les obligaban. Treinta y
ocho, treinta y nueve, cuarenta, cuarenta y uno. Muchas veces llegaba otro camión cuando todavía quedaban víctimas por
asesinar del anterior. Cuarenta y dos, cuarenta y tres, cuarenta
y cuatro. Y cuando por fin cesaban los disparos, el sol estaba
a punto de hacer acto de presencia y nadie tenía fuerzas para
continuar de pie, y nadie podía sentarse a la mesa y mirar a los
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suyos a la cara, y nadie tenía de qué hablar, y nadie tenía nada
que comer, y nadie quería meterse en la cama a esperar que
llegase el día sin ni siquiera dormir.
Mi amigo el pastor lo vio todo, lo anotó todo. Él apenas
sabía escribir, pero las rayas que fue trazando hablaban por
sí solas. Sus manos temblaban de miedo y de frío, pero seguía
anotando. No importaba que lloviese o nevase, él permanecía en el cerro, escuchando, viéndolo todo desde la lejanía. En
ocasiones se juntaban muchos falangistas, quizá llegados de
diferentes puntos, y apostaban entre ellos para ver quién tenía
más puntería. Otras veces los ponían de uno en uno para alargar el sufrimiento de la espera. También hubo alguna ocasión
en la que obligaron a un padre a ver cómo mataban a su hijo
para acto seguido pegarle un tiro a él con intención de dejarle
con vida y lanzarlo a la fosa junto al cuerpo inerte de su hijo.
Esas cosas les divertían.
Los escapularios poblaban los pechos de quienes disparaban. El crucifijo brillaba con fuerza cual tea purificadora.
La sangre manchaba los hábitos con cada absolución. Los días
pasaban y la fosa abría con fuerza su enorme boca, cada vez
más llena. Él escuchó los disparos, los sintió en lo más hondo
de su alma, se refugió en un rudo cuaderno en donde escribir
para no olvidar. Podía llegar incluso a no creérselo, a dudar de
sí mismo, a pensar que todo había sido un mal sueño, que el
ruido seco que precedía a la muerte tan sólo estaba en su imaginación. Ahí, delante suyo, descansaba su cuaderno, le decía
cuál era la verdad, cómo era la realidad y esperaba tranquilo
su turno, su papel testimonial de aquella matanza, su silencio
litúrgico y su voracidad de tinta temblorosa. Esperar.
Cuando ya llevaba más de la mitad apuntado comenzó a
aparecer por el cerro el hijo del tabernero. Era un niño excesivamente reservado, todo lo contrario que su padre, quien solía
hablar a voz en grito sobre cualquier cosa. No solía jugar con
los demás niños y pasaba la mayor parte de su tiempo en la
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taberna, sentado en alguna mesa, dibujando o escribiendo. Mi
amigo el pastor vivía justo al lado y no faltaba el día en que entrase a tomarse un vino, a hablar con el tabernero o a sentarse
al lado del pequeño a mirarlo dibujar. Al niño le gustaba que
le mirase, era la única persona que mostraba interés por lo que
hacía durante horas en aquella mesa apartada. Por eso buscaba siempre su compañía, por eso quería aprender todo lo que
el pastor le enseñaba, por eso quería ser su amigo. Pero todo
aquello fue antes de la guerra. La falta de compañía les unió
frente a la soledad y la enorme diferencia de edad reforzó un
vínculo que se tornó sanguíneo. Cuando empezaron los disparos las ausencias en las calles eran habituales y el niño apenas
salía de casa, pero la rutina fue relajando las tensiones y la vida
siguió su curso. Sin embargo, el pastor había abandonado todo
hábito, estaba centrado en los disparos y en su cuaderno. El
niño le esperaba, le hablaba, le llamaba, pero todo había cambiado. Hasta que un día el niño siguió al pastor hasta el cerro
y cuando comenzaron los disparos se sentó a su lado sin decir
nada, tan sólo observaba. Desde ese día acostumbró a subir
con el pastor.
Nunca preguntó nada, como si el silencio, los disparos
y el cuaderno fuesen suficiente explicación. Ellos seguían hablando de lo de siempre, de las trampas para conejos, de las
parideras, de lo que se podía hacer con algunas de las plantas
que tenían a su alcance. Sin embargo, cada vez más a menudo, sus conversaciones eran interrumpidas por el ruido de los
motores que llegaba haciéndose hueco entre la orografía y avisando desde la distancia de lo inminente. El gesto del pastor se
ensombrecía, el niño cesaba su parloteo, el tiempo se detenía
y ambos permanecían estáticos, haciéndose compañía frente a
la brusquedad de lo que se avecinaba. Los sonidos se hicieron
tan familiares que sabían a cada momento lo que sucedía en
los pozos que habían fabricado para esconder tanto horror. La
puerta del camión que se abría, los gritos, las órdenes, los insultos, los pasos resignados, los susurros, el llanto controlado
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e incontrolado, los disparos, las palas escarbando, el foso que
engulle y silencia, los disparos, las palas escarbando, el foso
que engulle y silencia, los disparos, las palas escarbando, el
foso que engulle y silencia, los disparos, las palas escarbando,
el foso que engulle y silencia. No había lugar para la improvisación, era un ritual estudiado con precisión, ejecutado con
eficacia. El niño permanecía a su lado en silencio, cuando comenzaban los disparos se acercaba todo lo que podía hasta que
el pastor pasaba su brazo por encima del hombro del pequeño
en un amago de abrazo que no le sacaba de su labor contable,
cuando los camiones se marchaban y la noche vestía de largo,
el niño y el pastor permanecían abrazados en silencio, sin moverse, hasta que las campanas de la torre rompían su particular
eclipse y regresaban a su casa por el mismo camino de siempre.
Cuando sucedió lo de su padre, el niño perdió el habla, estuvo
encerrado en su casa varios días sin salir a la calle para nada.
El pastor no pasó a buscarlo en ningún momento y los disparos continuaban sonando en el pozo de la muerte. El niño ya
nunca fue al cerro con el pastor a escuchar los disparos, salía
de casa a escondidas, en el silencio de la noche y lo esperaba agazapado en la fuente que había a la entrada del pueblo,
siempre a la misma hora, cuando las campanadas devolvían al
pastor a la vida y éste emprendía el regreso a casa. Se juntaban
y caminaban de la mano hasta que llegaban a casa. El pastor le
miraba y sonreía agradeciendo el gesto del pequeño que desde su silencio conseguía arrastrarlo hacia otra realidad mucho
menos cruel que la que acababa de presenciar, de escuchar.
Sin embargo, tras la muerte del tabernero, al pastor ya no le
quedaban muchas víctimas por señalar.
Cuando los disparos cesaron definitivamente el pastor
llevaba más de mil surcos labrados en su cuaderno, justo en
ese momento el miedo se apoderó de él. Fue como si hasta
entonces el gesto mecánico de rasgar con la tinta las páginas
de la memoria hubiese alejado todos sus miedos del cerebro,
pero ahora que ya no había disparos que anotar, ahora que ha57
bían tapado la fosa para siempre, el temor a que alguien dijese
lo que hasta entonces había estado haciendo le atormentaba a
cada instante.
Las intenciones eran claras: que la tierra silenciase la
verdad. Una gruesa capa de niebla atrajo al silencio, el miedo
nubló la vista de los que lo conocían todo, las tímidas voces
que brotaban de las tinieblas no podían escapar de cada casa
convertida en fosa del silencio, estaban presas, presas para
siempre. Pero el pastor subía al monte con más de mil muertos
a sus espaldas, los demás sabían que había sido una matanza
atroz, pero él lo tenía todo escrito en su cuaderno, llevaba mil
asesinatos dentro de su zurrón. Y las paredes hablan, cada esquina es testigo de todo, cada ventana entreabierta es poseedora de todos los secretos, cada silencio esconde un muerto
por descubrir. No quería saber nada del niño, el pastor tenía
miedo y buscaba la soledad como única compañera, no quería estar con nadie, no quería que nadie supiera nada de él.
Pero no era sencillo. Salía a la calle con la sensación de tener
todas las miradas clavadas en su sombra, caminaba cabizbajo, evitando las calles cercanas a la Iglesia o al Ayuntamiento,
evitando las gentes, las preguntas, los murmullos. Sentía un
sudor frío recorriéndole la espalda, cada paso era una amenaza
que crecía a su alrededor y el cuaderno cada vez le resultaba
más pesado, le asfixiaba, le quemaba, le apretaba con fuerza
el cuello hasta conseguir doblegar su voluntad y encorvar su
espalda más y más de forma que su figura, desde la distancia,
llegaba a asemejarse a la de un condenado o desterrado en vida
y no a la de un insignificante pastor incapaz de alterar el curso
de los acontecimientos. Cada mañana, cuando se calzaba sus
viejas alpargatas, dirigía la mirada a la puerta que le protegía
del mundo exterior, la atravesaba y se enfrentaba al olor de
la sangre, simulaba que nada había pasado y dirigía sus pasos hacia sus ovejas sin levantar la vista del suelo. Temblaba.
Temblaba bajo los pantalones gastados y la camisa remendada,
temblaba con cada saludo, temblaba con las ausencias y con
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los desconocidos recorriendo las calles de su pueblo. Pero sobre todo temblaba cuando se sentaba en la enorme piedra del
cerro, tras los matojos y las aliagas, acurrucado, escondiéndose
de nada y dejaba pasar el tiempo escuchando, con el cuaderno
en la mano, temiendo que de nuevo arrancasen los disparos,
dispuesto a anotarlo todo, escuchando el doloroso silencio, esperando a que llegase la noche y las campanadas de la iglesia le
exhortasen a regresar a casa para encontrarse con el niño a la
orilla del río y éste le acompañase hasta casa compartiendo el
silencio al que se veían condenados. Durante todo ese tiempo
temblaba.
Cualquiera podía saberlo, él no había hecho nada por
ocultarlo, ahora pensaba atemorizado en todos los momentos
en que alguien le vio dirigirse hacia el cerro, en todas las miradas puestas en ese extraño cuaderno que de un día para otro
comenzó a acompañarle. No habló con nadie de su cuaderno,
ni de los disparos anotados, ni de su vigilancia desde la distancia. No lo habló con nadie, pero eso no significaba que nadie
supiese de sus quehaceres desde que comenzaron a sonar los
disparos. Sin embargo, lo que más le aterraba era ver el rostro
del delator, saberse detenido y descubrir a uno de sus vecinos
mirándole fijamente y señalándolo sin titubear. Saberse traicionado, o ni siquiera traicionado, tan sólo decepcionado ante
la actitud de alguien con el que se suponía existía un lazo de
convivencia, una camaradería propia de la ayuda prestada a lo
largo de innumerables días inevitablemente compartidos dentro y fuera de las escasas casas del pequeño pueblo de Caudé.
Levantar la vista y reconocer al que menos se esperase, o al
que siempre pensó que podía traicionarle. Porque el pastor barajaba opciones en la soledad del cerro. Repasaba uno a uno
a todos los del pueblo. Podía ser cualquiera. Aquel con el que
todos los días coincidía y hablaba un buen rato sobre cualquier
cosa como buenos amigos. Aquel con el que rara vez había ido
más allá del saludo y, más bien, se habían limitado a mirarse
desde el respeto de una rivalidad que les acompañaba desde
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niños. Aquella que siempre le sonreía y le miraba fijamente a
los ojos. Cualquiera de aquellos con los que interactuaba cada
día en relación al campo o al ganado. Cualquiera de aquellos
con los que casi nunca coincidía, pero que sabía que estaban
ahí, en sus casas, en sus faenas. Existían innumerables motivos
para la delación. Siempre había pensado en la bondad como
cualidad natural, sin embargo, hacía un tiempo que ya no creía
en nada. El hambre es el peor de los conocimientos y puede
arrastrar a cometer cualquier movimiento lejos de la racionalidad con el único propósito de saciar el estómago. El miedo
es el mayor desestabilizador de pensamientos, a través de él
surgen las dudas y de las dudas nacen los errores que ya no
tienen marcha atrás. La envidia es la rendija por la que se cuela el odio en situaciones límites, el vaso conductor mediante el
cual los cobardes pueden convertirse en protagonistas de sus
propios anhelos. La ideología es una fuerza de control de las
personas, una cárcel de individualismos, una complicada red
de complicidades que te atrapa sin darte cuenta y te obliga a
actuar en su propio beneficio sin dar lugar a elecciones o negativas. Pensaba en todas las opciones desde el silencio del cerro,
desde la ausencia de disparos, desde el temblor provocado por
el miedo. Y todas le parecían válidas, completamente válidas.
Fue el niño quien le avisó, tan sólo tuvo que verlo subir
corriendo al cerro, sudoroso y fuera de sí, sabía que había llegado el momento de la huída. No hubo tiempo para abrazos ni
despedidas, tenía que actuar con rapidez, necesitaba todo el
tiempo para salir corriendo de ahí, tan sólo le dijo al pequeño
que no volviese al pueblo por el mismo camino de siempre, podía verlo cualquiera y no quería que los relacionasen a ambos.
Metió el cuaderno bajo la camisa del niño, tiró el zurrón al suelo, le pidió que buscase un escondite seguro para el cuaderno,
se despidió de él con un fuerte abrazo y empezó a correr desesperado en busca de un refugio cercano que llevaba tiempo
preparado para cuando fuese necesario.
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Al llegar le estaban esperando. La madre del niño lo había contado todo en un secreto de confesión violado por el interés del orden, la ley y la moral. Cuando la guardia civil se
presentó en casa en compañía del párroco y la madre del niño
les entregó el papel en el que el pequeño había dibujado el escondite en el que pensaba refugiarse el pastor, el niño la miró
horrorizado y salió corriendo hacia el cerro. Todo, ella lo sabía
todo. Lo sabía desde el principio, el niño le había hablado del
cuaderno, de los disparos, de los muertos; ella tan sólo le pedía que hablase en voz baja, que nadie le escuchase decir esas
cosas, que dejase de ir por el cerro con el pastor. Y cuando
fueron a buscar a su marido, ella gritó desesperada. Y cuando
éste ya nunca regresó, quiso morirse allí mismo. Y cuando su
niño perdió el habla, maldijo a todas las guerras, a todos los
hombres. Y cuando supo que el pequeño continuaba subiendo
al cerro a escuchar los disparos, el miedo se apoderó de ella. Y
cuando los disparos cesaron, pensó que todo había terminado.
Y cuando descubrió el dibujo del niño señalando la cueva donde se escondería el pastor, temió que se marchase con él, temió
perderlo para siempre y le habló al cura de todo aquello que le
atormentaba, de todo lo que sabía.
Le llevaron hasta el pueblo a empujones, con un cencerro
colgado del cuello y propinándole decenas de puntapiés cada
una de las innumerables veces en que caía al suelo. Sangraba
por todos los agujeros de la cara excepto por los ojos. Ellos
vociferaban, gritaban que habían capturado un perro sarnoso,
que los rojos y cobardes sólo se merecen la muerte, que era un
mentiroso y un ateo. Iba desnudo, completamente desnudo.
Se pararon en la plaza, de algún lugar comenzó a llegar música de fiesta, los golpes no cesaron, tampoco los insultos. De
cuando en cuando alguno se agachaba y le agarraba con fuerza
del pelo estirándole sin miramientos y le escupía al oído que
confesase dónde estaba el cuaderno si quería que todo aquello
terminase. El cura estaba a escasos metros del pastor junto a
uno de los jefes de turno mirando la escena sonriente. La plaza
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se había poblado de gente, todo el pueblo alrededor del condenado, éste nunca pudo saber qué veía en los rostros de sus
vecinos. Apenas se tenía en pie. Fue entonces cuando llegó el
niño. Se abrazó con fuerza al pastor, la gente murmuraba de
forma ininteligible, los guardias civiles intentaron separarle,
pero parecía una tarea imposible. Por fin lo consiguieron tras
un par de fuertes bofetadas al pequeño. Los dos amigos, derrotados, el niño más adulto, el adulto más niño; uno de pie y
el otro tirado en el suelo, se quedaron mirándose fijamente a
los ojos, uno enfrente del otro, todo lo demás dejó de existir.
El pastor negó con la cabeza, sus labios intentaron suplicarle
que no lo hiciera, le miró resignado. El niño se dio la vuelta y
se dirigió pausadamente hacia el cura, como buscando cobijo,
éste se agachó y abrió los brazos para abrazar al pequeño. Al
abrazarlo sintió un profundo dolor en el costado y escuchó el
sonido metálico de un cuchillo cayendo al suelo, acto seguido
el cura se derrumbó aparatosamente. El caos se apoderó del
lugar, se escucharon disparos y gritos, el camión encendió los
motores, la gente comenzó un extraño baile en el que todos
parecían asustados y con ansias por esconderse en sus casas. A
pesar de ello nadie abandonaba la plaza. Subieron al pastor al
camión, completamente sumiso, agazapado como un temeroso
animalillo que se sabe capturado. El sargento agarró al niño y
lo arrastró hasta su madre. Algunas de las mujeres se santiguaban, algunos de los hombres juraban. Despídase de este pequeño rojo del diablo. Fue la última vez que lo vio. El camión
se alejó y la madre, en la plaza, lloraba desconsolada con el
alma partida en mil pedazos y el habla perdida para siempre.
El día que asesinaron al pastor, antes de que pronunciasen
su nombre, intenté hablar con él. Desde la muerte del pequeño
fue incapaz de articular más de una frase con coherencia.
- El cuaderno, no pueden encontrar el cuaderno – era
todo cuanto decía.
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- Llegará el tiempo en que mi cuaderno pueda por fin
hablar, que alguien quiera saber la verdad, que mi locura y mi
condena sirvan para algo.
No pude sacarle nada más. No sé qué fue del cuaderno.
No puedo ir a buscarlo a ningún lugar porque no sé si todavía
hoy existe. Tan sólo puedo hablaros de todo aquello, no lo olvidéis nunca hijas mías. Mercedes, Pilar, debéis recordarlo y
contárselo a vuestros pequeños. Que sepan la verdad, que sepan lo que allí sucedió, que cuando pasen al lado de la fosa de
camino a Teruel o Valencia, puedan saber todas las atrocidades
que allí se cometieron. Que el cuerpo sin vida de mi amigo,
abandonado al daño del sol de agosto con los ojos abiertos de
par en par, no se pudra en el olvido junto con los cuerpos asesinados de los más de mil compañeros enterrados en los Pozos
de Caudé. Que al menos los nuestros lo sepan.
63
L
Llueven deseos
Llueven d
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Llueven deseos
Una mirada que muerde
y yo que no sé a dónde mirar,
un volcán en el ombligo
desaforado en sus mieles.
Llueven deseos y no hay marcha atrás,
Big Bang.
Llegó
el otoño a la habitación,
nuestras ropas lo sintieron,
Adiós,
la inocencia en un rincón,
nuestras manos, nuestros cuerpos,
sin anunciar
mañana es sólo un adverbio.
Tu lengua recorre mi boca,
mi pecho retumba en el techo del bar.
Yo colecciono derrotas,
tú sueños adolescentes.
Llueven deseos y esto acaba mal,
muy mal.
Y vuelvo a la misma letrina,
y olvido el olor de la plastilina,
y envuelvo tu cuerpo en resina,
y en el horizonte ya nadie me mira.
Llegó
el otoño a la habitación,
nuestras ropas lo sintieron.
Adiós,
la inocencia en un rincón,
nuestras manos, nuestros cuerpos,
sin anunciar
mañana es sólo un adverbio
Llegó
el otoño a la habitación,
nuestras ropas lo sintieron,
Adiós,
la inocencia en un rincón,
nuestras manos, nuestros cuerpos,
sin anunciar
mañana es sólo un adverbio.
Un rugido en la llanura
que engulle el hastío de la soledad,
hoy estrenamos secretos
descubriendo cascabeles.
Llueven deseos y no hay marcha atrás
jamás.
El mar es bien poca cosa
frente al arroyo que quema la paz,
somos marionetas locas
con dos nuevas cicatrices.
Llueven deseos y esto acaba mal,
muy mal.
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3
Llegué a Ribadesella tras un periplo en autobús que comenzó siendo agradable, se fue transformando en pesado conforme transcurrían las horas y terminó por dejarme un sabor
de boca a medio camino entre el dolor de espalda de un mes de
trabajos forzosos, el olor a pies y sudor que se concentra en un
cubículo hasta ponerte dolor de cabeza y el inevitable desánimo que te mina la moral conforme pasa el tiempo y nunca llegas a tu destino. Salí de Zaragoza de noche, el Alsa llegó puntual a recogernos a la Plaza de Toros y, tras una película sobre
un tipo que se disfrazaba de chacha para estar con sus hijos,
un par de cigarros entrelazados en la parada que hicimos en
Burgos y una paja que me hice en el baño del autobús mirando
una Man que me había comprado antes de emprender viaje,
llegué a Oviedo con la ciudad embutida ya en la actividad mañanera de un viernes cualquiera de principios de julio. Al bajar
del autobús, un pavo que debía tener mucha prisa, me arrolló
como si nadie se hubiese interpuesto en su camino. Me cagué
en su madre todo lo alto que pude y, cuando hizo el amago de
retroceder para darme dos hostias, pensé en salir corriendo
frente al musculoso metro noventa, pantalón de chándal Adidas, cabeza afeitada y camiseta del Real Madrid ajustada que
me miraba amenazante dispuesto a embestir. Recordé al gilipollas que le comía el morro a mi prima y su repugnante satisfacción al saberse de nuevo campeones de liga, no me gustaba
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el fútbol, pero detesto a los imbéciles que siempre apuestan al
caballo ganador. El matón de tres al cuarto debió pensar que
no merecía la pena gastar su tiempo amoratándome la cara y
siguió su camino. Yo, después de sacar el billete a Ribadesella,
me metí en el bar de la estación a comerme un par de pinchos,
el primero de lomo y lechuga y el segundo de bonito con tomate. A las 11.30 cogí la línea, así lo llamó la chica que me
vendió el billete, así lo llamó el conductor cuando le pregunté
si ese autobús iba a Ribadesella y así lo llamó una señora que
iba para Villaviciosa a ver a sus nietos, que se sentó a mi lado
y que no dejó de tocarme los cojones con mil historias que no
interesaban a nadie. Así lo llamaron todos, pero para mí era un
puto Alsa exactamente igual al que había abandonado un rato
antes, algo más viejo pero, en definitiva, igual. Algo más de dos
horas después estaba en la habitación que me había cogido en
el Hostal Derby de Ribadesella.
Tras dejar las maletas, la dueña intentó explicarme amablemente diversos lugares para visitar; me preguntó si me
gustaba más ir de playa o de montaña, yo le dije que no me
interesaba nada, que no había venido hasta allí para hacer turismo. Me miró extrañada, como si le estuviera hablando en
otro idioma y me ofreció un folleto con lugares que podía visitar. Por supuesto no lo cogí, en lugar de ello salí del hostal sin
despedirme con la intención de buscar por mí mismo un lugar
para comer. El hostal estaba en una de las entradas al pueblo,
cerca de la playa, pensé que sería mejor alejarme un poco de
allí y comencé a andar sin saber muy bien a dónde dirigirme.
Caminé recto, crucé el puente por una estrecha acera que apenas permitía el paso de los peatones y bajé por unas escaleras
hasta el puerto. Miré uno por uno todos los barcos, curioseando, oliendo el pescado que bajaban a la lonja, contando los
yates que señalaban la presencia de gentes de pasta. A primera
vista todo en Ribadesella me pareció demasiado pretencioso:
las gentes que tomaban café en las terrazas, los coches caros
mal aparcados, las oseas y los borjamaris vestidos con bermu70
das. Bien es cierto que aquello tan sólo era una primera impresión, lo que primero llamaba la atención, la costra que había
que rascar para descubrir una masa agradable de personas
que hablaba entre ellas en las sidrerías, que sonreía constantemente, que te miraban amablemente y con confianza como si
no fueras un desconocido. Aunque todo eso lo supe después.
Todos los restaurantes me parecieron demasiado caros, pensados para bolsillos mucho más acomodados que el mío, así que
por fin, me compré un bocata de pechugas de pollo con queso,
pimiento y huevo frito y me lo comí sentado en un banco que
formaba parte de una plaza en la que los niños jugaban al fútbol mientras sus padres, abuelos u otros adultos sin otra cosa
mejor que hacer, los miraban sin mirarlos a escasos metros de
distancia. Al terminar la coca-cola, no pude controlar un sonoro eructo que provocó las carcajadas de algunos chavales
que correteaban por ahí, las miradas inquisidoras de un par de
padres distraídos y los cuchicheos de un puñado de viejas que
tomaba café en una terraza del bar de la plaza. Acto seguido
me levanté y me acerqué a la cabina para llamar a casa.
- Ya he llegado. Sí, sí, el viaje bien, un poco largo pero sin
problemas. No, no llueve. Ya he dejado la mochila en la habitación. No he preguntado por Calabrez porque acabo de llegar,
ya os contaré. Joder, no seas pesada. Un beso para las dos.
No sabía por dónde empezar. Bueno, en realidad sí que
lo sabía. Me hubiera bastado con preguntar en cualquier tienda, o bar, o panadería. Pero no me sentía con fuerzas. Mejor
esperar un poco, tenía tres días por delante. Regresé al puerto
donde los yates seguían amarrados, pero ya nadie descargaba
nada. Seguí caminando hacia adelante, hasta llegar a un pequeño paseo que te permitía caminar durante un breve trecho
con el mar a la izquierda y una pequeña montaña a la derecha.
Al finalizar el paseo subías unas escaleras y te encontrabas
frente a frente con el Mar Cantábrico en toda su inmensidad.
Seguí caminando a través de una constante curva a la derecha
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que dibujaba de forma simplificada el contorno del mar en la
montaña. Cuando todo había terminado y ya no podía caminar
más, aparecieron ante mí tres escalones que me querían llevar
hacia abajo atravesando un marco de piedra sin puerta. Atravesé la no puerta, bajé los tres escalones y contemplé durante
un prolongado espacio de tiempo las enormes rocas que había
unos diez metros bajo mis pies, las agrestes olas envistiendo
con fuerza, el mar oscuro y bravo que era incapaz de abarcar
con la mirada. Una puerta que te invita a bajar, tres escalones
que no conducen a ningún sitio, al mar, a la posibilidad del
salto, una invitación al suicidio. Me sorprendí a mí mismo riéndome solo ante aquella curiosidad, aquella puerta abierta a los
desesperados para que supiesen el camino a seguir. Poco después, el olor a meado y la humedad que comenzaba a clavarse
en mis huesos me hicieron marcharme de allí.
Cuando llegué al hostal ya casi estaba anocheciendo. Me
di una ducha y me tumbé desnudo, sin secarme, encima de la
cama. Me puse los cascos del walkman, le di al play y subí el
volumen a tope. PÍNTATE EL PELO DE AZUL, LLÁMAME A LAS NUEVE POR FAVOR. Mañana me despertaré
temprano e iré a Calabrez, no puede estar muy lejos de aquí.
NO ME LLORES POR FAVOR, VÍSTETE, SE ACABA
LA FUNCIÓN. Desde que supe que mi padre, cuando nos
abandonó, se marchó a una pequeña aldea asturiana llamada
Calabrez, me obsesionaba la idea de conocer ese lugar. APÁGALAS, APÁGALAS, ENCIENDE UN CIGARRILLO,
SU LUZ PUEDE VALER. Aunque quizá lo que verdaderamente me obsesionaba fuese la posibilidad más que evidente
de que mi padre siguiese viviendo en Calabrez, la posibilidad
de verle la cara, de hablar con él. SIENTES LA SOLEDAD
QUE OCUPA TODO TU ESPACIO Y TIENES QUE SALIR DE ÉL. Eso era lo que más cabreaba a mi tía Mercedes,
que quisiese conocer a mi padre, para ella era como si quisiese cometer un sacrilegio. VOY BIEN, QUIZÁ ALUCINANDO, NO QUISIERA TENER QUE PARAR. Apagué
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el walkman, me vestí y bajé a preguntarle a la dueña de la
pensión si sabía dónde coño podía encontrar un pueblo que
se llamaba Calabrez. Estaba viendo la tele, era el telediario,
comentaban que se estaba preparando una gran manifestación
por lo del concejal vasco que había secuestrado la ETA. No le
gustó que la interrumpiera pero, a pesar de todo, me atendió
con una sonrisa en la cara. Me explicó que en coche se llegaba
en quince minutos y que lo mejor sería que al día siguiente cogiese un taxi que me subiera hasta allí, ella misma se encargaría de llamarlo. Pensé en darle las gracias, pero no lo hice; ella,
al terminar de hablar, me dio la espalda y volvió a concentrar
su atención en la tele. Salí a la calle para comer algo y fumarme un canuto. Era completamente de noche y la temperatura
había bajado considerablemente, me abroché la chupa hasta
arriba y comencé a andar.
Caminé hacia la playa con la intención de sentarme a fumar mirando al mar. Antes de llegar me llamó la atención un
bar que tenía la música bastante alta para las horas que eran.
Se llamaba Río. Entré. Estaba prácticamente lleno, todo gente
joven, de mi edad, algún año menos o algún año más. Había
pinchos, así que me busqué un sitio en la barra y me pedí un
par de pinchos y un tubo con limón. Me sirvieron dos pinchos, un tubo de cerveza y un Kas Limón. ¿Qué coño me había
puesta el panoli ese? Al parecer era lo que había pedido. Cuando le expliqué al camarero que un tubo con limón era un tubo
de cerveza con unos tres dedos de limón, asintió con la cabeza,
tiró un poco de cerveza del tubo, lo llenó con un poco de Kas
y, a la hora de pagar, me cobró los dos pinchos, la cerveza y el
Kas. Su puta madre. Cuando terminé los dos pinchos me pedí
un tubo de cerveza, esta vez solo, y me puse a observar a la
gente. El bar estaba dividido en cinco o seis grandes grupos
de chicos y chicas que hablaban entre sí, no había nadie solo
excepto yo. Todos hablaban a gritos, reían escandalosamente,
se tocaban, coqueteaban, se miraban. Intenté escuchar alguna
conversación. Fútbol, una película, una que se había liado con
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uno, el disco de noséquién. Lo de siempre. Se me había terminado la cerveza y me pedí otra, a mi lado se puso una chica con
el pelo moreno, pequeña de estatura, buen culo. Pidió un vodka con limón, le sirvieron, pagó y, justo antes de marcharse,
se giró hacia mí y pude ver unos ojos de un color claro difícil
de definir que me secaron la garganta en la escasas décimas de
segundo que se detuvieron a mirarme. Quise decirle algo pero
ya se había marchado. Sus amigos estaban en el otro extremo
del bar, a pesar de ello, intenté seguirla con la mirada hasta que
se me volvió a terminar el tubo de cerveza. Me giré para decirle al camarero que me pusiese otro pero, antes de hacerlo, me
di cuenta de que el grupo de la chica de ojos hipnóticos parecía
moverse. Esperé, vi cómo se ponían las cazadoras, cogían los
bolsos, daban el último trago y empezaban a salir poco a poco
del bar en un ritual que parecía ensayado de tantas veces repetido. No pedí el tubo de cerveza, en lugar de ello esperé un par
de segundos y salí del bar para ver a dónde iban.
Giraron a la izquierda. Les seguí. Avanzaron unos metros. Me detuve para que no llegaran a fijarse en mí. Giraron
de nuevo a la izquierda. Creo que ella se volvió en algún momento. Cuando yo también doblé la esquina hacia la izquierda,
vi cómo entraban en la Discoteca Dover. Me paré en seco y
pensé en marcharme al hostal, apenas me había alejado de él,
estaba cansado y sabía que lo que me iba a encontrar dentro
de la discoteca no me iba a gustar. Me senté en un pequeño
murete que había frente a la discoteca y me puse a liarme un
porro que, acto seguido, me fumé a cara de perro. Después,
ligeramente mareado, entré a la discoteca e inmediatamente
busqué la barra.
- Una cerveza.
La música era una basura, no se veía una mierda y la cerveza era Cruzcampo. Hubiese sido mejor quedarme fuera.
No sé porqué extraña razón en ese momento me acordé
de mi tía. A ella le hubiese gustado impedir este viaje, retener74
me, evitar a toda costa que llegase hasta aquí con la posibilidad más que evidente de conocer a mi padre. Sin embargo,
no pudo hacer nada al respecto, ella sabía que no conseguiría
convencerme, que ya no podía hacer nada para retenerme, así
que ni siquiera lo intentó. Me compré un paquete de Lucky
y me encendí un cigarro. Después de la tercera cerveza vi a
la chica que me miró en el bar. Tardé en reconocerla, ya que
apenas me había fijado en ella, sabía que tenía el pelo moreno
y que me había pegado un bocado en el alma con sólo mirarme,
y que estaba buena. Poco más. La vi junto a otras tres chicas
que bailaban enloquecidas, una de ellas encima de la tarima;
ella no, ella se movía pausadamente, al ritmo que marcaba la
pachanga de turno, sin prisa y sin exageraciones, dominando
plenamente su cuerpo, bailando mucho más que sus amigas
sin ni siquiera pretenderlo. Llevaba unos pantalones blancos
muy ajustados, de pitillo, que le marcaban un culo de esos que
tienes que dominarte para no darle una palmada cuando pasa
por tu lado, sus piernas eran perfectamente rectas, ni demasiado flacas ni demasiado gruesas, en perfecta armonía con el
resto de su cuerpo. Seguí mirándola sin disimular lo más mínimo, nuestras miradas se cruzaron varias veces, ella siempre
sonreía. Continué el ascenso por encima de sus caderas en movimiento y me detuve en unos pechos que parecían no querer
llamar la atención, tímidas curvas que se movían ligeramente y
con firmeza bajo una camiseta de manga larga, holgada, pero
muy corta, que dejaba uno de sus hombros al descubierto y
que despejaba las miradas hacia un ombligo acostumbrado a
que todo el mundo se fijase en él. Cuando descubrí su boca
ella se acercaba hacia mí. Pasó a mi lado sonriendo, sin decirme nada, vi sus labios ligeramente carnosos, su cara de niña
buena a punto de hacer una travesura, sus ojos del sabor de
la miel, su pelo largo, negro, de aspecto suave, perfectamente
despeinado, consiguió enredarme como una red de pescador
y me arrastró al otro extremo de la barra, donde ella se había
colocado.
75
- Un chupito de Peché – pedí al camarero con el pulso
extrañamente acelerado y todos los sentidos puestos en quien
estaba a mi lado.
A ella le sirvieron un vodka con limón y, antes de marcharse, se quedó mirándome fijamente, siempre sonriendo. Sus
dientes eran blanquísimos, estaban algo separados, como si les
faltase una pieza o, más bien, como si fuesen ligeramente más
pequeños de que lo que les correspondía, definitivamente su
sonrisa desprendía una sensualidad difícilmente disimulable.
Cogió de mis labios el cigarro que me acababa de encender y se
marchó con sus amigas dejándome a la deriva y sin saber qué
hacer. Me bebí el Peché de un trago y fui hasta el lugar donde
ellas se encontraban. Fui directamente a quitarle el cigarro de
los labios, pero ella fue más rápida y lo cogió con su mano izquierda, en la derecha tenía el cubata. La miré fijamente a los
ojos y sonreí, ella tenía ganas de jugar conmigo. Intenté arrebatarle el cigarro de nuevo, pero se lo cambió de mano y lo sostuvo junto al cubata, en cada uno de sus movimientos parecía
que intervenían todas las partes de su cuerpo en una suerte de
conjura alquímica. No podría decir en qué momento la cogí
por la cintura, ni qué me llevó a acercarla con fuerza a mi cuerpo provocando un incendio descontrolado en mis entrañas. No
quise moverme, deseaba disfrutar eternamente de ese momento, deleitarme en el calor que emanaba de nuestros cuerpos en
contacto, sentir su piel en tensión debajo de la ropa. Estaba empalmado. Pensé en bajar la mano, iba a hacerlo, nada me lo iba
a impedir, mi pantalón podía explotar en cualquier momento,
comencé a deslizarme de forma furtiva, quería agarrarle el culo
y apretarlo con fuerza, lo deseaba de forma desesperada. Ella
se separó ligeramente, tan sólo unos centímetros de mi cara,
arqueando con gracia el tronco hacia atrás, sin despegar su ombligo de mí, y me puso el cigarro en la boca. A esas alturas yo
ya estaba loco, desbocado, dispuesto a empuñar las armas y a
comenzar el tiroteo. Pólvora mojada. Aquí sólo había una voz
de mando y, desde luego, no era la mía.
76
Se llamaba Selene y tenía diecisiete años, uno menos que
yo. No necesitaba saber nada más. Ni yo pregunté, ni ella mostró el más mínimo interés por contármelo, ni la histriónica voz
de la discoteca con su acento de organillo y pandereta, aliento
a garrafón y merengue caducado iba a permitir que nos comiéramos la oreja. Terminé el cigarro que me había pasado
saboreando cada calada como si allí estuviera la esencia de su
boca, como si de un acto sexual se tratara, mirándola sin cesar
a los ojos, girando a su alrededor como un mero satélite necesitado de luz. El último humo del cigarro se lo soplé con suavidad improvisando una insinuación que creía haber escuchado
o visto en algún lugar, a ella le dio la tos, me empujó, me llamó
gilipollas y me sonrió. Fue entonces cuando supe que se llamaba Selene y cuando le dije que yo me llamaba Alex. La invité
a beber y aceptó. En la barra volvimos a pedir lo mismo que
antes, sólo que esta vez estábamos juntos y no nos mirábamos
desde la distancia. Yo, después del chupito, me pedí un tubo
de cerveza que me llevé conmigo hasta el lugar donde estaban
los de su cuadrilla. No recuerdo cómo se llamaba ninguno, algunos me miraban con recelo, otros querían hacerse los simpáticos conmigo, las chicas no me decían nada. Me invitaron a
jugar al billar y perdí tres veces seguidas, ella miraba de vez en
cuando y sonreía, siempre sonreía. Después alguien propuso ir
al Alboroto y todos salimos a la calle.
Hacía frío y Selene se agarró con fuerza a mi brazo, supongo que instintivamente ya que, casi inmediatamente, se
separó como si un resorte la hubiese empujado hasta la posición que ahora mantenía, a unos cincuenta centímetros de mí,
permaneciendo a mi lado pero sin estar conmigo. Dos de sus
amigos sacaron sus coches del solar de piedras, charcos y tierra que había frente al Dover, aparcaron delante de nosotros
y los coches se llenaron de inmediato, yo me dispuse a seguir
a los seis o siete que emprendían el camino a pie, pero Selene
me detuvo.
77
- Tú te vienes en la moto conmigo.
Detrás del murete tenía aparcada una Suzuki Maxi de
color blanco con el asiento morado. Me dijo que se la había
comprado de segunda mano poco antes de terminar el curso,
que su padre le había prohibido hacerlo, pero que ella tenía
la pasta suficiente con lo que había ganado el verano pasado
currando en un chiringuito de la playa. También me dijo que
en agosto volvería a trabajar en el chiringuito y que el año
que viene quería sacarse el carnet de conducir. A mí me daba
igual todo lo que me estaba contando. Se subió a la moto y la
encendió a la primera, yo me quedé contemplándola unos segundos, como si me estuviese pensando en subir o no, cuando
en realidad simplemente estaba mirando su cuerpo delgado,
necesitaba hacerme a la idea de lo cerca que iba a estar de él.
El peligro de incendio había rebasado todo margen de error.
No había solución. Arrancamos. Le gustaba correr, o eso me
pareció, cogía las curvas como si estuviese compitiendo, en las
rectas aceleraba todo lo que podía y se inclinaba ligeramente
hacia adelante buscando una posición más aerodinámica. Conducía con las piernas ligeramente separadas, lo que provocaba
que las mías también lo estuviesen. Yo, agarrado a su cintura,
no sabía en qué punto de su cuerpo concentrarme. Su culo
estaba completamente pegado a mi polla, mis manos tan cerca
de todo que se quedaban paralizadas ante la duda de si subir
o bajar, su cuello ofreciendo su debilidad para que mi nariz
pudiese absorber su esencia sin disimulo, un olor dulzón que
se clavaba en el pecho como un pequeño cuchillo inofensivo
que iba descendiendo poco a poco descosiéndome la piel hasta
provocar que mi sangre manase con la fuerza de un volcán en
erupción. Frenó en seco y apagó la moto, hubiese deseado que
el viaje fuese más largo.
El Alboroto también era una discoteca, quizá incluso más
discoteca que la anterior. Entramos y pedimos un par de cubatas de vodka con limón. Era como si estuviésemos jugando a
78
un videojuego de bacalao, pachanga y grandes éxitos de playa
y hubiésemos pasado a una nueva fase. La música más alta, y
más mecánica, y más insoportable; las luces más oscuras, y con
más efectos, y más desarticuladas; la bebida más cara, y más
abundante, y más difícil de digerir. Miré a mi alrededor. Todo
el mundo bebía como si fuese lo único que podían hacer. Todo
el mundo iba completamente borracho. Un chico se tropezó
conmigo y yo le empujé, una chica me insulto, me alejé, Selene
ya no estaba a mi lado, había demasiada gente, todos saltaban
y bailaban a mi alrededor, la música estaba ensordecedoramente alta, PUM-PUM-PUM. Alguien me ofreció un cigarro
que cogí sin pensármelo, mi cubata se había acabado, fui a por
otro, busqué a Selene sin éxito, pensé en subirme a la barra
pero justo cuando iba a hacerlo alguien me cogió del hombro
y me dio la vuelta, una chica me preguntaba insistentemente
si era de allí y cómo me llamaba, no le contesté, me insultó
conforme me alejaba de ella. Me pareció ver a Selene subida
en una tarima, pero no era ella; la de la tarima también estaba
muy buena pero no era ella, seguí avanzando hacia una masa
de gente cada vez más pastosa e informe, algo me cayó por encima mojándome completamente, no me importó, alguien me
empujó y lo miré con cara de asesino, no se dio por aludido,
entonces la vi. Estaba hablando con un par de tíos, me pareció
que uno de ellos le estaba metiendo mano, quise tener un kalasnikov y pegarle dos tiros, y después matar al que me había
pisado, y buscar al que me había tirado un cubata por encima
y reventarle la cabeza, y poner a la chica pesada de la barra de
rodillas, agarrar su cabeza con una mano y estrellársela contra
la pared. Llegué hasta Selene y le di dos besos como si fuésemos dos grandes amigos que llevábamos años sin vernos. Fue
en ese momento cuando comprendí que estaba completamente
borracho. Uno de los chicos que estaba con Selene amenazó
con darme dos hostias, ella le dijo que me dejase en paz que
éramos amigos y me dijo que saliésemos a la calle que en esa
mierda de sitio no se podía estar.
79
Eché las rabas nada más salir a la calle, entre un Opel
Corsa y un Mercedes Benz, procurando que la mayor parte de
mi vómito salpicase al segundo. Me limpié con un pañuelo que
me dio Selene y caminé a su lado hasta el puerto, era necesario
que me diese el aire, según me indicó ella. Encendió un Lucky
y me lo pasó para que se me quitase el mal sabor de boca, le di
la mano sin querer, o tal vez me la dio ella, no sé, el caso es que
comprendí que paseábamos de la mano cuando ya debíamos
llevar un rato haciéndolo. No dije nada. Permanecí a su lado,
disfrutando del contacto físico, poniendo todos mis sentidos
en aquel lazo que se formaba entre nuestras manos heladas y
nuestro cigarro compartido. Llegamos a la lonja y nos sentamos en una enorme caja que parecía haber sido colocada por
un fiel compinche nuestro para que la usásemos al llegar y, allí,
entre el olor a pescado rancio, las manchas de aceite oscuro y
una vieja caja con peligrosos clavos oxidados apuntándonos
constantemente, nos besamos por primera vez. Y por segunda. Y por tercera. Nos besamos durante más de una hora, nos
besamos como si hiciésemos el amor, sólo nos besamos, concentrados únicamente en nuestras bocas, en nuestras lenguas
jugando a ser una sola, en nuestra saliva mezclada y el suave
calor que todo lo invade erizando nuestra piel. Mi mano se
coló debajo de su camiseta, pero temió ascender más allá de la
goma del sujetador. Rozaba sus tetas con la yema de los dedos,
sin embargo, a pesar de que intuía un leve gemido cuando el
contacto era casi real, no pude atreverme a cogerle un pecho
y apretarlo con suavidad, ni a desabrocharle el sostén, ni a
pellizcar sus pezones. Nos besamos y nos besamos hasta que
el coche aparcado enfrente de nuestra caja arrancó el motor y
nos alumbró de forma directa rompiendo la magia, diluyendo
los besos y provocando un sonrojo desmesurado en las mejillas de Selene y un cabreo que supe disimular con bastante
más elegancia que mi excitación física y mental. Selene dijo
que regresásemos al Alboroto para ver qué hacían los demás.
Estaban en la puerta, nos vieron llegar abrazados, nos saluda80
ron, algunos sonrieron, nosotros volvimos a besarnos un poco
apartados de ellos, alguien se acercó y nos ofreció un cigarro,
yo lo cogí, ella no. Nadie nos dijo nada más.
- Vamos a la Atalaya – propuso una de las amigas de Selene.
- ¿Te apetece? – me preguntó ella.
- No sé, no tengo ni puta idea de lo que es la Atalaya, ¿un
bar?
- Vamos, te gustará.
Alguien de su cuadrilla entró a buscar a los que faltaban.
A pesar de que podría parecer que algunos no habían bebido
nada, todos y todas iban bastante borrachos. Al final fuimos
menos de la mitad los que arrancamos hacia el nuevo destino,
algunos decidieron marcharse a su casa, otros se fueron a una
panadería que había abierta a comprarse un bocata. Todos fueron andando excepto Selene y yo que fuimos en moto. Me dijo
que condujese yo. Me sentía el tío más feliz de la Tierra, el más
afortunado, un privilegiado entre los privilegiados. El trayecto
fue todavía más corto que el anterior, pero estuvimos a punto
de estrellarnos en al menos dos ocasiones. Selene se sentó muy
pegada a mí, con las piernas muy abiertas.
- Tengo las manos heladas – me dijo, acto seguido las introdujo debajo de mi camiseta.
El contraste de sus manos casi congeladas con el calor que
mi cuerpo llevaba atesorando durante toda la noche, sumado
a los escasos reflejos que el alcohol me había dejado, estuvo
a punto de mandarnos al suelo por primera vez. Afortunadamente tan sólo fue un volantazo que terminó con una papelera
volcada y las sonoras carcajadas de Selene a mi espalda, lo
cual acrecentó mi ego y nubló el mínimo atisbo de serena conciencia que hubiese podido alumbrarme. La segunda vez pudo
haber sido mucho peor. Selene comenzó a acariciarme alrededor del ombligo, después ascendió y posó su mano desnuda
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sobre mi pecho mientras con la otra comenzó a hacer pequeñas
circunferencias alrededor de mi pezón izquierdo. Sin dejar de
hacerlo fue deslizando su mano derecha con intencionada lentitud, de nuevo el ombligo donde esta vez apenas se detuvo,
continuó el descenso hasta colocar el dedo pulgar dentro de
mis vaqueros dejando el resto de su mano sobre mi bragueta.
Fue entonces cuando no vi el único stop que había entre el
Alboroto y la Atalaya, cuando de nuestra izquierda apareció
un coche a toda velocidad que casi nos embiste y que todavía
estoy preguntándome cómo esquivé y cuando la acera frenó en
seco nuestra carrera dejando mis deseos sexuales esparcidos
por el suelo. A la moto no le pasó nada, a nosotros tampoco.
Habíamos llegado. Los demás nos estaban esperando en la plaza y habían observado nuestra grotesca operación de aterrizaje
más divertidos que preocupados.
La Atalaya era una playa de piedras mucho más recogida
que la enorme playa de arena que había en la otra punta de
Ribadesella. No era un lugar turístico, como la otra, yo más
bien lo vi como un pequeño escondite para uso y disfrute de
los del pueblo, para que cada uno lo usase y lo disfrutase como
quisiese, pero manteniendo una disimulada intención para que
pasase desapercibida y así evitar que se convirtiese en un lugar más extrañamente apropiado por los que venían de fuera.
No sé si a los de ahí les apetecía compartir la Atalaya con los
turistas o no, a mí desde luego no me haría ni puta gracia que
metiesen las narices en todos mis rincones. Atravesamos todos
juntos la plaza, antes de dirigirnos hacia la playa nos metimos
en un diminuto bar, un curioso establecimiento de menos de
dos metros cuadrados que formaba parte de una vivienda más
variopinta todavía. Sonaron los Ramones, los Bee Gees y los
Bravos, compramos unas litronas que el viejo surfero que regentaba el local sacó de una nevera vieja y oxidada, pagamos y
nos marchamos. Subiendo la cuesta que hay antes de llegar a la
Atalaya le pegué un buen trago a la litrona, tenía mucha sed y
bebí con ansia, acto seguido me subió a la boca un fuerte golpe
82
de bilis que estuvo a punto de hacerme vomitar, pero que pude
controlar a última hora, Selene no se dio cuenta. Me detuve en
la barandilla a observar la Atalaya, era un paraje misterioso y
salvaje que parecía estar esperando a todo el que llegase para
cobijarlo en su manto salubre. Un acantilado a cada lado y el
mar entrando de frente, escupiendo su espuma a una inmensa
cantidad de piedras que le esperaban en tierra. En la playa
había más gente, nos juntamos con un grupo de conocidos de
Selene y compañía. Tenían un radiocasete, y botellas de sidra,
y porros. A mí me pareció el mejor lugar de todos los que había
visitado esa noche.
TIRO UNA PIEDRA AL AIRE Y AL QUE LE DÉ
QUE ME PERDONE QUE TENGO LA CABEZA LOCA
DE TANTAS CABILACIONES. Me encontraba a gusto, Selene también estaba a gusto. Nos sentamos alrededor de un
pequeño fuego que alguien había hecho y nos besamos entre
calada y calada, en buena compañía, compartiendo historias y
risas como si todos nos conociéramos de varias vidas atrás. Y
CREO QUE MUERO SI NO SIENTO EL ROCE DE TU
CUERPO JUNTO A MÍ, RECUERDO TUS LABIOS Y
ESOS OJOS QUE AL MIRAR CASI HACEN DAÑO. Le
dije al oído que la quería, como quien dice que está haciendo
un buen día, ella me miró llena de luz y me besó en los labios,
sin lengua, sólo en los labios, como sellando un secreto. No
me dijo nada. HACE YA TIEMPO QUE SE ACABÓ EL
NECIO SUEÑO DE UNA VIDA FELIZ, NUNCA TENDREMOS UN SALVADOR QUE NOS REGALE OTRA
OPORTUNIDAD. Un par de locos daban saltos sin camiseta
como si estuviesen en un concierto, gritaban la canción mientras los demás reíamos, hacían como si tocasen la guitarra, de
vez en cuando paraban y le pegaban un trago a la litrona o una
calada al petardo. ES LA ANSIEDAD LA QUE ME IMPIDE CADA DÍA, SENTIRME BIEN VIVIR LA VIDA.
De pronto sentí como si pudiese observarnos a todos desde la
distancia, como si estuviese por encima de nuestras cabezas y
83
nos viese hablar entre nosotros, pensé en lo que podría pensar
de mi mismo si me observase desde lejos, me reí, Selene me
preguntó de qué me reía y yo simplemente le enseñé lo que
estaba quemando. SIN FE, QUE TRISTE UN FINAL SIN
FE, CANSADO YA DE PERDER, PENSANDO LO QUE
LA VIDA PUDO HABER SIDO Y NO FUE. Pasaban de
las cinco de la mañana y Selene me dijo que estaba cansada y
tenía algo de frío, que le apetecía estar un rato a solas conmigo,
en un lugar más tranquilo, antes de marcharse a su casa. La
besé largamente en la boca y le dije que por mí nos podíamos
marchar ya mismo. DAME OTRA VEZ TU ESPALDA FELINA, EXPUESTA A MODO DE INVITACIÓN.
- Esta canción es una puta mierda, el disco entero es una
puta mierda – exclamó a voz en grito uno de los que hacía un
momento saltaba y berreaba sin camiseta. Lo repitió un par de
veces más, como si quisiese convencer a un amplio auditorio
desde su tarima imaginaria, como si necesitase que todos le
diésemos la razón.
- ¿Por qué?, ¿por qué es una puta mierda?, a ver, explícate – había tocado lo más sagrado y no me iba a quedar callado – ¿no te gusta?, cojonudo, pues no escuches el jodido disco
y te callas, tontolaba.
Me empujó, le empujé, intentó darme un puñetazo, pero
iba demasiado borracho y casi no se tenía en pie. Se cagó en
mi madre, le di una hostia, y después otra, y después una patada, y otra y otra. Dos o tres amigos suyos me sujetaron o, más
bien, se lanzaron como lobos encima de mí. Uno me cogió del
pelo, Selene gritaba, les insultaba; el otro me dijo que me iba a
matar, el tercero se metió por en medio, Selene le dio una patada en los huevos a uno de los tres, no sabría decir a cuál, y nos
marchamos corriendo.
- Se me ha ido la olla, lo siento – le dije mientras caminábamos hacia la Suzuki Maxi torpemente aparcada junto a un
contenedor de la plaza.
84
- Que le follen, es un pringao que siempre ha ido detrás
de mí y lo que le pasa es que tú estás conmigo y él no lo estará
en su vida – pensé en decirle que yo no pensaba reventarle la
cara, pero que se había cagado en mi madre; pensé en decirle
que no hacía ni un año que ella había muerto; pensé decirle
que desde entonces muchas noches me despertaba pensando
que yo podía morir; pensé decirle que todos íbamos a morir;
pensé decirle que me sentía muy sólo, pero que casi siempre
me gustaba la soledad; pensé decirle que me había enamorado
de ella. No le dije nada de eso.
- Es que no es justo que critique a los Barri sin más ni
más – me escuchaba y me entraban ganas de mandarme a mí
mismo a la mierda, ¿pero qué hostia puta le estaba contando?
– ha sido un disco valiente, arriesgado, ellos son así, tienen que
ser así, apostando fuerte, siempre en el ojo del huracán, son
los Barri, hostia, son los Barri. Además, el disco está de puta
madre, tan sólo hay que saber escucharlo, tan sólo eso, saber
escucharlo, escucharlo unas cuantas veces, no tirarlo a la basura a la primera de cambio.
Esta vez Selene no me dejó conducir, estaba demasiado
borracho. Arrancó y aceleró a tope, todo lo que podía, llegamos
a la rotonda y la cogimos follados. Yo, detrás, gritaba como si
estuviera en la montaña rusa. La velocidad, el aire frío en mi
cara, me despejó, pareció quitarme la borrachera de golpe, me
sentó bien. Solté mis manos de su cintura y me agarré a sus
tetas, sin avisar, de improvisto; me dijo que era un guarro, pero
se reía y yo no aparté mis manos de allí hasta que cruzamos
el puente y sentí un ligero mareo que me hizo abrazarme a su
cintura como un niño pequeño. Yo la quería, hacía mucho rato
que me había dado cuenta de que la quería.
Selene dejó la moto en el aparcamiento de enfrente del
Dover y me dijo que me acompañaba hasta la pensión. Su reloj
marcaba las cinco y media y me dijo que se tenía que marchar
enseguida, que ya llegaba demasiado tarde. Caminamos abrazados por en medio de la calle, cada dos metros nos parába85
mos y nos besábamos tropezándonos entre nosotros, chocando
nuestros dientes de forma casi hiriente y mitigando las risas
con lazos de deseo en nuestras lenguas, así una y otra vez hasta
que nuestros pasos arrancaban y después se detenían para que
nuestras bocas de nuevo se buscasen. Únicamente existíamos
nosotros, nada más. Llegamos al hostal y al cobijo del soportal
nos despedimos. Acto seguido abrí la puerta, entré y ella entró
conmigo. Ninguno de los dos dijo nada.
El hostal estaba en silencio absoluto, no era demasiado
grande, puede que tuviese dieciocho o veinte habitaciones y
probablemente no todas estuviesen ocupadas, de hecho en los
tres días que estuve allí me crucé con pocos clientes y a ninguno lo vi en más de dos ocasiones. Pasamos el mostrador de
la entrada de puntillas temiendo que, de la oscuridad abandonada y el olor a naftalina surgiese la silueta de la dueña de
la pensión ofreciéndonos su amable disposición para ayudar e
informar a cualquiera de sus clientes. Subimos las escaleras de
la mano, paramos a besarnos en un par de ocasiones, una por
descansillo. Ella caminaba delante. Antes de llegar al segundo
descansillo, la agarré por la parte interior del muslo frenándola bruscamente y fui subiendo la mano con rapidez hasta
detenerme al final de su pierna, palpando con descaro todo el
contorno de su centro de gravedad, abarcando con mi mano
y parte de mi antebrazo desde el comienzo de su cremallera
hasta sus firmes glúteos. Ella gimió y me pidió que parase, se
apoyó con las manos dos escalones más arriba quedándose a
cuatro patas y me dejó que la siguiese tocando, yo notaba sus
palpitaciones bajo el pantalón, quise cogerle las tetas, pero no
me dejó, se levantó como un resorte, me lanzó una mirada felina cargada de deseo y continuó el ascenso al último piso como
si conociese el camino a la perfección.
- La diecinueve – acerté a pronunciar tras comprobar que
mis calzoncillos acababan de mancharse con un pringue viscoso de sobras conocido. Sin embargo, no tenía la sensación de
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haberme corrido y seguía estando completamente empalmado.
Abrimos la puerta con cierta dificultad y cerramos con
excesivas precauciones. La luz iluminó una cama de forja vestida con una arrugada colcha marrón oscuro, en la mesilla no
había nada, en el suelo estaba mi mochila de deporte abierta
de par en par, en la silla la ropa que me había quitado al llegar
al hostal. Al llegar… Tan sólo habían pasado unas horas desde mi llegada y parecía que había transcurrido toda una vida
con sus correspondientes fases inesquivables. Y allí estaba yo,
lejos de mi padre, lejos de Calabrez, lejos de mis preguntas,
lejos de sus respuestas y con la cabeza llena de aquella chica de
pelo moreno, boca embriagadora y cuerpo menudo que había
comenzado a desnudar su estilizada figura en movimientos rítmicos propios de la más experimentada bailarina de striptease.
Lo primero que dejó caer al suelo fue su cazadora vaquera
que, cuando la vi ahí tirada, me pareció de un tamaño propio
de una muñeca de juguete. Las deportivas se las sacó sin agacharse, empujándolas con los pies sin miramientos, sin dejar
de mirarme y sin dejar de sonreír. No llevaba calcetines o, al
menos, yo no lo recuerdo. Se me acercó al oído, me susurró
algo que no entendí y que no me atreví a preguntar, me mordió
el lóbulo de la oreja y se arrancó la holgada camiseta que no
impedía en absoluto disfrutar de un cuerpo que podía parecer
demasiado delgado, pero que se adivinaba lleno de sugerentes
curvas aún por descubrir. Seguía bailando, imaginábamos una
música que sólo nosotros escuchábamos, la que salía de cada
uno de los golpes certeros que su cuerpo le pegaba a mi conciencia. Volvió a acercarse, me besó deteniéndose en cada milímetro de mi boca, recorriéndola por completo con su lengua
lasciva y juguetona, mis manos rodearon su cintura desnuda y
comenzaron a subir la camiseta negra, de tirantes, que había
aparecido debajo de la que ya se había quitado, ésta era de esa
lycra que se ciñe por completo al cuerpo. Se apartó de mí y me
dijo que no divertida, provocándome. Me senté en la cama y
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comencé a descalzarme, ella se movía a mi alrededor, me quité la chupa y la camiseta, me quedé desnudo de cintura para
arriba y ella me empujó para dejarme completamente tumbado
en la cama. Cuando volví a mirarla se había quitado la camiseta y comenzaba a desabrocharse los pantalones. El sujetador,
negro como la camiseta, me abría de par en par las puertas del
deseo, me enseñaba de forma descarada y salvaje unas tetas
mayores de lo que hubiera podido imaginar. El pantalón cayó
al suelo y ya no pude saber si llevaba bragas o tanga o nada
de nada, pues el broche del sujetador cedió y pude contemplar
unos enormes pezones rosados, abultados como dos grandes
fresones a punto de explotar. Los toqué, los pellizqué, los chupé, los mordí, y ella se convulsionaba, y me pedía que siguiese.
Me cogió ambas manos, las colocó sobre sus pechos y las apretó con fuerza para que yo las estrujase. Eran del tamaño exacto
de la concavidad natural de mis manos y, cuando me las soltó
y me pidió que me desnudase, pude comprobar con mayor excitación si cabe cómo aquellas tetas que durante toda la noche
parecían haberse ocultado bajo su camiseta, ahora ponían en
entredicho y con majestuosidad a la mismísima ley de la gravedad. Me quité los pantalones y los calzoncillos a la vez, ella
ya estaba completamente desnuda. Comenzó a acariciarme la
polla y yo tuve miedo de correrme por segunda vez, se puso
encima de mí y comenzó a moverse como si cabalgase, como
si me estuviese domando, como si jugase a columpiarse sobre
mí. Instintivamente le pregunté que si quería que buscase un
condón que llevaba en la cartera, me dijo que no, que prefería
no hacerlo. Yo asentí y le dije que no pasaba nada, que a mí no
me importaba. ¡Cómo me iba a importar si no me había visto
en una igual en mi puta vida!
Me pareció adivinar en su mirada un leve gesto de gratitud, o de emoción o de algo que no supe con seguridad lo que
era. Después me chupó los pezones, paseó su lengua por todo
mi cuerpo, descendió hasta la punta de los pies y ascendió por
el interior de mis muslos hasta comenzar a chupármela sin des88
canso, primero metiéndosela por completo en la boca y después
cogiéndola con la mano. Me pidió que la avisase, la avisé y exploté impregnándolo todo como si nunca antes me hubiese corrido y hubiese acumulado todo mi semen esperando utilizarlo
en esta ocasión. No dejé esperar ni un segundo y le realicé exactamente la misma operación que ella había hecho conmigo. Mi
lengua supo el sabor de cada centímetro de su piel y, después,
la introduje en esa boca caliente y húmeda, que se adivinaba
entre el denso bosque capilar y que se deshacía en mi boca en
cada envite que mi lengua le regalaba ya fuese introduciéndose
todo lo que su longitud le permitía o lamiendo con delicadeza
sus secretos, hasta entonces desconocidos y misteriosos para mí.
Cuando se corrió con mi lengua todavía acariciándola pensé que
había pasado de la más completa ignorancia al más alto grado de
sabiduría en cuanto al arte amatorio se refiere, y todo en tan sólo
una clase práctica. Después nos abrazamos y permanecimos así,
desnudos y entrelazados hasta que nos dormimos.
No debimos pasar mucho tiempo en esa posición ya que,
cuando ella se marchó y yo me asomé a la ventana, todavía no
había amanecido. Es muy probable que ella no llegara si quiera a dormirse, yo, en cambio, perdí por completo la noción del
tiempo. Aunque fuese tan sólo durante unos minutos mi sueño
fue tan profundo que cuando el sonido de la puerta cerrándose me despertó tuve la sensación de haber descansado durante horas en una paz y tranquilidad nunca antes conocida. Sin
embargo, en seguida me sentí solo, profundamente solo. En
la oscuridad de la calle pude escuchar el motor de su Suzuki
Maxi que arrancaba, me levanté con rapidez y deslicé los visillos de la ventana para pegar mi nariz al cristal como un perro
en una tienda de animales de un centro comercial que mira
la gente que pasa por delante de sus narices preguntándose
si alguien entrará y se le llevará para siempre al calor confortable de aquello que llaman hogar. En la calle no había nada,
sólo coches aparcados, casi tocándose los unos a los otros, dos
bares cerrados, una panadería con las persianas bajadas, tres
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jóvenes borrachos que regresaban a sus casas cabizbajos y algunas farolas apagadas que parecían avisar de que el sol iba
a hacer acto de presencia de un momento a otro. Fue entonces cuando el ruido agudo, casi estridente, de la pequeña moto
acelerando me anticipó su llegada al stop. La vi aparecer con
la cazadora vaquera, y el jersey, y los pantalones blancos, y
las deportivas desgastadas. Llevaba el casco sin poner, con el
brazo introducido por el hueco por el que deberían asomar las
orejas, llevándolo así, colgado de forma despreocupada, demostrando de forma insolente que así era ella y que el que no
la comprendiese no podría si quiera seguirla con la mirada. En
ningún momento me buscó en la ventana. La imaginé regresando a su casa cualquier otro viernes por la noche y no supe
encontrar ninguna diferencia: la misma prisa por llegar, la misma seguridad sobre la moto, la misma indiferencia por todo lo
que deja atrás. Como si la noche en realidad no le importase lo
más mínimo, como si quisiese dirigirse a toda velocidad al día
que le espera, como si el momento pasado se hubiese disuelto
para siempre y tan sólo el presente la empujase a mirar un futuro que nunca llega.
Y allí me quedé, pegado a la ventana, observando cómo
se alejaba su cuerpo menudo a lomos de la Suzuki Maxi, dejando tras de sí un desagradable zumbido que poco a poco se iba
silenciando y un extraño desasosiego en mi interior que más
bien parecía la consecuencia de un profundo sueño del que regresas teniendo que hacer un considerable esfuerzo por tomar
plena consciencia de la realidad, por entender el mundo que te
rodea y no el escenario onírico que acabas de abandonar, por
volver a mirar a tu alrededor y asimilar que estás rodeado de
mierda. Me tumbé en la cama y miré al techo, no podía dormir.
Tenía la sensación de haber experimentado algo importante,
no sólo por lo todo lo que acababa de descubrir, que también,
sobre todo por la sensación de haber atravesado una puerta
de no retorno. Una cosa tenía clara: no me iba a masturbar
en la vida, estaba tan seguro de ello que supe que ya no se me
90
volvería a levantar jamás si no estaba Selene delante. Cerré
los ojos e intenté dormir. Fue imposible. En lugar de ello comencé a imaginar cosas, no podía controlar mis pensamientos,
el alcohol, las emociones, los porros, el profundo agotamiento
tras corrernos. Me veo caminando por un largo pasillo, abro
una puerta y descubro diminutas sillas y mesas distribuidas a
lo largo y ancho de la habitación, parece una guardería, hay
juegos tirados por todos los lados y, sobre las mesas, inmensas
cantidades de plastilina manoseadas hasta la extenuación impregnando de ese olor tan característico que de niños se nos
quedaba en las manos y permanecía durante horas agarrado
a nuestras uñas acompañándonos a cualquier lugar y aferrándose con fuerza a nuestra piel y, sobre todo, a nuestro olfato,
por mucho que nuestras madres nos restregasen las manos con
jabón. Era divertido y nunca dije nada a mi madre sobre dicho
olor perenne, no sé si ella lo percibía con tanta fuerza como
yo, sólo sé que me gustaba y que por eso nunca dije nada, por
miedo a que ella consiguiese lavarlo, eliminarlo, privarme de
poder acercarme el dedo a la nariz y absorber todos los juegos
realizados con la plastilina a pesar de llevar horas castigado
contra la pared por alguna trastada no confesada. Al fondo de
la habitación hay otra puerta, voy hacia allá, la abro y la cruzo.
Otra vez un enorme pasillo, sigo caminando hacia adelante, la
puerta del cuarto de atrás se ha cerrado a mis espaldas. No se
ve nada, camino durante, horas, meses o años y aparece otra
puerta exactamente igual que la anterior. La abro y entro. Es
una habitación completamente vacía, no hay absolutamente
nada. Sin motivo aparente me entra un pánico absoluto, miro
a mi alrededor como si un gran peligro me acechase, corro
alrededor de la habitación en busca de algo que no consigo
hallar, me tiro al suelo, estoy justo en el centro, comienzo a revolcarme como un animal, no sé porqué lo hago, me acurruco,
me abrazo las piernas con los brazos en posición fetal, acabo
de descubrir que estoy gritando, debo de llevar un buen rato
gritando, es entonces cuando acerco la mano a mi nariz y ab91
sorbo con fuerza, el nítido olor a plastilina entra dentro de mí
y actúa como un potente tranquilizante que ahoga mi llanto, y
mis temblores y mis gritos. Me levanto, ahora la habitación es
algo mayor y en el fondo de la misma veo una puerta que no
recordaba que estuviese. Me acerco a ella, la abro y la cruzo.
Sigo andando, tras de mi la puerta se cierra y el mismo pasillo
de antes me llama a caminar hacia adelante. Voy descalzo y me
duelen los pies, he caminado mucho. La siguiente puerta está
abierta de par en par, no tengo necesidad de abrirla, simplemente sigo caminando y me veo en una habitación roja en la
que está Selene bailando para mí, se desnuda poco a poco, me
deja observar su cuerpo con tranquilidad, deleitarme en cada
una de sus concavidades, obligar a mi retina a absorber todo
cuanto pueda. Y entones, una luz cegadora me empuja a la
habitación del Hostal Derby y estoy solo, completamente solo,
tumbado sobre la cama y demasiado despierto para el cansancio que atesora mi cuerpo. Cuando desperté era plenamente de
día. El sueño que acababa de tener me había provocado una
considerable erección, así que me masturbé pensando en Selene, en sus tetas, en su culo, en su coño, en su todo. Después
volví a dormirme.
Cuando por fin me levanté eran casi las cuatro de la tarde, me desperecé de forma sonora, provocando el crujido de
varios de mis huesos y un pequeño mareo que me tumbó de
nuevo en la cama. Me acerqué a la ventana y volví a pegar
mi nariz al cristal, mirando en la dirección en la que Selene
se había alejado montada en su moto. No había nada, tan sólo
un horizonte de montañas verdes, una carretera por la que los
coches circulaban con fluidez y nada más. No estaba Selene,
no estaba su moto y, por supuesto, no estaba su mirada buscándome en la ventana.
92
L
La boca del volcán
La boca d
93
La boca del volcán
¿Cómo puedo abrir los ojos
a un inusitado abismo
de despojos,
de espejismos,
en el que mi voz se ahoga
y se enrevesa la aurora
con el moho
del camino?
Corramos codo con codo
huyendo del genocidio,
de cerrojos,
de presidios,
en el que un payaso llora
por la gitana que sola
guarda el lodo
peregrino.
No puedo aceptar la mano
que tiembla en sus intestinos,
no puedo aceptar el sino
de un río que ya ha pasado.
No puedo aceptar el verbo
que enturbia mi verborrea,
no puedo aceptar la brea
que anuncia mi desconsuelo.
No puedo aceptar el hambre
heredada del silencio,
no puedo aceptar el precio
que impongan en este enjambre.
Maldito el cauce de una vida
enhebrada
como una solución al sol del
mediodía.
Maldito el bucle de arcilla envenenada
que no es redención, ni voz de la alegría.
Maldito el cruce de caricias olvidadas
cuando el sabor del carbón se
desperdicia.
Maldito el chute de mentiras
camufladas
donde el vagón del rencor vuelve a las vías.
No puedo aceptar el hambre
heredada del silencio,
no puedo aceptar el precio
que impongan en este enjambre.
Y abrimos ojos de cóndor
ante un presente alcalino
cuyo trombo
nos bebimos
al prender fuego a las rocas
que un rancio sopor coloca
en el fondo
de un martirio.
95
4
Me llamo Selene. Podría tener cualquier otro nombre,
pero el mío es Selene. A mucha gente no le gusta. Otros piensan
que es extranjero. También hay quien no me entiende cuando
se lo digo, me preguntan como si no me hubiesen escuchado,
yo lo repito, incluso varias veces y, a pesar de ello, ¿Selen?, no,
Selene, con tres es. En una ocasión me dijeron que era un nombre de novela de Corín Tellado. A mí me da igual. Viene de la
Luna. Mi nombre, digo. Los que viven en la luna son selenitas,
igual que los que viven en Asturias son asturianos o los que viven en Ribadesella son riosellanos. Pero yo no soy selenita, no,
que va, yo no vivo en la luna, a mí me gusta tocar la realidad y
que ésta no me tome el pelo, no me gustan los espejismos. Yo
soy Selene, yo soy la luna.
Me llamo Selene y soy asturiana. Esa sería una buena
forma de presentarme, de decir quién soy, de poner las cosas claras desde el primer momento. Me gustaría que todo el
mundo supiera todo de mí sin tener que decirlo, sin tener que
perder el tiempo con explicaciones tediosas. Si fuese piragüista
y tuviese un tirón en la espalda, iría a un masajista y tendría
que comenzar diciéndole que me llamo Selene, luego le diría
que tengo diecisiete años, pero que he venido sola porque mis
padres no han podido acompañarme, no pasa nada, me diría,
quizá no debería haberle dado esa información, pensaría yo,
ahora él creerá que de alguna manera estoy excusando a mis
97
padres, ¿qué te sucede?, me preguntaría él, me duele la espalda. Debería haber comenzado así: Me llamo Selene, tengo
diecisiete años y me duele la espalda. Es que soy piragüista,
continuaría dándole información casi por inercia, es algo que
necesitamos, tenemos la necesidad primaria de dar constantes
pistas sobre nosotros mismos para que los demás puedan ubicarnos sin dificultad en conjuntos comunes. Me llamo Selene,
tengo diecisiete años, me duele la espalda y soy piragüista. No
sería necesario decirle que soy asturiana porque él, o ella, lo
comprendería en seguida, estamos en Asturias y hace piragüismo: es asturiana. En cambio si me trasladase a vivir a otro
lugar, por ejemplo a Madrid, cuando el masajista me mirase de
forma extraña tras decirle que no jugaba al baloncesto, ni era
corredora de atletismo, ni nadadora, tendría que decirle que en
mi pueblo el piragüismo lo practicamos mucho y que una vez
al año se convierte en el deporte rey. Todo eso es agotador, detesto que suceda y siempre ocurre con demasiada frecuencia,
sería mucho más sencillo si al mirar fijamente a los ojos de las
personas pudiésemos obtener toda la información sin necesidad de que repitamos más de cien millones de veces en nuestra
vida la misma información sobre nosotros mismos con alguna
variación en función de la situación en cuestión. Yo nunca he
montado en piragua. Era sólo un ejemplo. Me gusta correr,
eso sí, y mi cuerpo se asemeja más al de una atleta que al de
una piragüista. Me gusta tocar un punto de mi cuerpo y sentir
que no está blando, detesto los cuerpos blandurrios. Me llamo
Selene, tengo diecisiete años, soy asturiana, tengo cuerpo de
atleta porque todos los días me pego buenas caminatas por el
monte, me gustan las películas de miedo y viajar en moto de
Ribadesella a Calabrez a toda velocidad, a poder ser sin casco,
con el walkman puesto y la música a todo volumen. Esta sí es
mi realidad.
Hace poco descubrí que mis padres no se querían. Yo
pensaba que continuaban amándose, no como el primer día, no
como en las películas, pero sí estaba convencida de que entre
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ellos seguía existiendo un nexo de unión fuerte, una atracción,
una pasión, o al menos un eco de lo que antes había existido. Hoy sé que no es así. No se quieren, es más sencillo de lo
que pueda parecer, simplemente conviven, se toleran, se hacen
compañía, y ya está, punto y final. No sabría decir cuándo lo
comprendí, no puedo encontrar un momento preciso, simplemente un día me di cuenta de que lo sabía. La cosa iría entrando en mi cabeza poco a poco, supongo que del mismo modo
que ellos se irían alejando poco a poco, o desilusionando poco
a poco, o conociéndose poco a poco. Supongo. No sé. El caso
es que un día los miré, o puede que incluso ni siquiera tuviese
necesidad de mirarlos, y supe que había aprendido algo nuevo
de la realidad que me rodea: ellos no se quieren. Desde entonces los miro con diferentes ojos, sigo sin ver gestos de cariño
entre ellos, pero ahora tampoco puedo lograr imaginármelos
en la intimidad. Antes sí. De pequeña me gustaba imaginarme
a Papá llegando a casa con una rosa escondida bajo el chambergo, nosotros jugábamos en el comedor y no lo escuchábamos entrar, él nos llamaba y acudíamos corriendo a abrazarle
y darle besos como si hiciese mucho tiempo que no le veíamos,
olía muy bien, él se llevaba el dedo índice a los labios, lo posaba
con gran tranquilidad al tiempo que emitía una delicada orden
de silencio que parecía deslizarse de su boca a nuestros oídos
como por arte de magia, nosotros nos deteníamos y él se introducía en la cocina. Mamá estaba de espaldas, cocinando, la
cogía por la cintura mientras ella sonreía sin dejar de hacer lo
que llevase entre manos, él le susurraba algo al oído y le daba
la rosa con la naturalidad propia del que hace ese gesto todos
los días. Todo esto nunca pasaba. Para nada. Papá jamás trajo
una rosa a Mamá, bueno, más concretamente Papá no ha cogido una rosa en su vida. Tampoco ha entrado sigilosamente en
casa, todo lo contrario, él llega pegando grandes pisotones que
hacen temblar toda la casa y siempre tiene una voz de mando
que lanzarle a alguno de sus hijos, a su mujer, a su perro, a
quien sea. Si viene enfadado es mucho peor. Siempre huele
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mal, aunque ya nos hemos acostumbrado y sólo soy consciente de que huele mal cuando coincido con él fuera de nuestra
rutina diaria; por ejemplo, cuando me llevaba al médico, o si
alguna vez me iba a buscar al instituto, o si me esperaba en
una sidrería para subirme a casa. Antes siempre tenía que depender de él para todo, no podía moverme de casa si él no me
llevaba, ahora que tengo la moto todo es diferente. Creo que
eso le molesta mucho, por eso no quería que me la comprase.
Y, de todo lo que me imaginaba, lo menos creíble era la escenita de amor con música de fondo; si mi padre coge a mi madre
por la cintura con sus grandes manazas lo más probable es que
sea para apartarla de su camino hacia la nevera. Tampoco mi
madre pone nada de su parte, ella siempre está haciendo algo,
moviéndose de un lado para otro por toda la casa y, cualquier
cosa que se interponga en sus millones de tareas diarias, no es
sino un obstáculo que saltar. Mis padres son como los padres
de cualquiera: dos desconocidos que comparten cama e hijos
mientras sus conversaciones giran siempre sobre los mismos
temas y el dinero pasa a ser el centro de sus obsesiones.
Lo cierto es que también he descubierto que no me importa que mis padres no se quieran. Lo que realmente me molesta
es que en algunas ocasiones pongan todo su empeño en que
parezca que la felicidad más desbordante habita en cada rincón de nuestra casa. De esto también me he dado cuenta hace
no mucho, de lo de que en algunas ocasiones fingen que sus
vidas son otras, digo. Puede que incluso me haya dado cuenta
de ambas cosas más o menos al mismo tiempo. Supongo que
primero descubrí que no se querían y, después, observándoles
tras mis conocimientos recién adquiridos, pude ver que en algunas ocasiones jugaban a vivir la vida perfecta. Comienza la
sesión de la familia feliz. Y ahí aparece mi madre toda sonriente, sin mandil y con el pelo perfectamente recogido, hablando
por los codos, sonriendo, llamándonos a todos, ofreciéndonos
los platos: venga chicos, a poner la mesa como todos los días.
Siempre sonriendo y con la cocina perfectamente ordenada,
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nada fuera de su sitio. Llaman a la puerta, sale a abrir a su marido que ha salido a buscar el pan, me he dejado las llaves, ambos sonríen, qué cabeza tienes, dice ella, sin parar de sonreír,
y nos sentamos todos en el comedor con el fuego impregnándolo todo de un confortable calor familiar que nos adormece
y nos hace partícipes del juego sin que podamos evitarlo. Por
supuesto, con nosotros hay más gente, los espectadores, que
pueden ser tíos, abuelos, primos, vecinos, amigos, lo que sea.
El grado de interpretación varía en función de la calidad de los
acompañantes ya que, en alguna ocasión, por ejemplo en navidad, nuestros invitados dejan de ser meros espectadores de
la función y se introducen en ella, juegan con nosotros y todos
competimos por ver quién lo hace mejor. Es entonces cuando
las interpretaciones rozan los premios de la academia. Eso o
acabamos todos a tiros, niños y ancianos incluidos. Ahora que
me he dado cuenta de todo esto he decidido que no quiero volver a participar en ese fastidioso juego.
Como digo, no ha pasado demasiado tiempo desde mis
hallazgos, pero ya han surgido un par de ocasiones en las que
he sido una espectadora pasiva al uso. Fue divertido. La primera coincidió con la visita de mis tíos de Barcelona, a ver
quién tiene los niños con mejores notas, a ver quién tiene a los
niños mejor colocados, a ver quién tiene a los niños mejores
personas, a ver quién tiene a los niños más responsables. Todo
esto las madres. Los padres hablando de fútbol primero y del
tiempo después y, durante todo el rato, compartiendo copas de
Carlos III o de Soberano y, después, de Chivas, que un día es
un día, y sonoras risotadas por las tonterías más grandes que
se puedan imaginar, amigos inseparables. En realidad no se
pueden ver. Mi padre se ha pegado toda la vida trabajando:
ordeñando vacas, segando praos, esquilando ovejas, cortando
leña, limpiando riegas. Y más. Su cuñado, en cambio, es empresario, se sienta en un despacho y da órdenes a gentes como
mi padre, pero en la ciudad. Pertenecen a mundos distintos y
se odian. Se odian desde el día en que a mi tío no se le ocurrió
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otra cosa que decir que vivir del campo había dejado de ser
rentable, que dentro de muy poco tiempo nadie podría hacerlo. Mi padre se quedó callado, observándolo, y él siguió dando cifras, ofreciendo comparativas respecto a otros sectores
productivos, hablando desde la experiencia. Cuando le pareció
que había terminado, mi padre le dijo que lo que él pensaba es
que lo verdaderamente rentable era disfrutar de la vida y que
no había nada más que mirar a su hermana y su marido el empresario para comprender que eso no sabían hacerlo. Ese día
la discusión alcanzó cotas de récord. Ambos pensaron del otro
que estaba enormemente equivocado, y ambos se acostaron en
la cama con la sombra de la duda arañándoles la conciencia.
Se odian, pero cada vez que se juntan acaban abrazados, ligeramente ebrios, o no tan ligeramente, y hablando de mil planes
por realizar que suelen ir de un viaje juntos, una temporada
larga de los de Barcelona en Calabrez, o una supuesta mudanza a Barcelona donde mi padre ocuparía un importarte cargo
en la empresa de mi tío.
La segunda de estas ocasiones en las que he sido espectadora del gran espectáculo, tuvo a mi hermano como protagonista. Mis padres siempre hablan maravillas de él, llevan años
riéndole todas las gracias y, desde que acabó la carrera, están
convencidos que no hay nadie más listo que él en kilómetros a
la redonda. Pues bien, en esa ocasión los que estaban en casa
eran los abuelos, los padres de mi padre; quienes, por otra parte, no soportan a mi madre; pero también disimulan para que
no se les note. Últimamente me doy cuenta de todo. Les fuimos
a buscar a la estación con la idea de comer en casa de la tía
Ángela, la hermana pequeña de mi padre que vive en Cangas,
pero a última hora, no sé por qué razón, se decidió que comíamos en casa. Llegamos a casa, con los abuelos, todos hablando
de cualquier chorrada, y mi madre siempre justificando, siempre alerta, ahora mismo llegará Santi que se ha ido a pescar. Y
todos al comedor. Todos menos mi madre y mi abuela que van
a la habitación donde siempre se instalan ellos, una habitación
102
con cama grande que sólo se ocupa si viene algún familiar a
dormir. Abren la puerta y ahí se encuentran al maravilloso hijo,
al entrañable nieto, subiéndose apresuradamente los calzoncillos. Tras el grito que mi madre no pudo sostener aparecimos
todos. En la cama, una chica que iba conmigo a clase, tapada
hasta el cuello saca la mano y saluda sonriendo como si estuviese en la más natural de las situaciones. Nunca se ha vuelto a
mencionar este episodio en casa. Muy típico de mis padres.
Todos los días subo al monte. Todos. Es una tarea que no
me importa en absoluto, al contrario, me gusta. Tan sólo tengo
que andar durante cuarenta y cinco minutos, meterme en la
pequeña cuadra que tenemos para cuando va a parir alguna de
las ovejas, y abrir el grifo del agua. Es para llenarles la bañera,
eso es lo que más me gusta, abrir el grifo y ver cómo el viejo
barreño oxidado, condenado a servir de bebedero a las ovejas, se va llenando pausadamente. No tenemos muchas ovejas,
quince o dieciséis, depende; y lo cierto es que no les hago mucho caso, no me parecen nada interesantes. Pero disfruto del
tiempo para pensar, para estar conmigo misma sin que nadie
me moleste. Y me encanta. En ocasiones me pongo triste sin
motivo aparente, es como si de repente, allí arriba, apartada
de todo, me sintiese enormemente pequeña y no pudiese hacer
nada por evitarlo. Creo que esto se debe a que paso demasiado
tiempo sola.
La amistad siempre la he vivido como algo lejano; sí, la
conozco, se describirla, puedo disfrutarla, pero no siempre y en
todo momento. Siento envidia de mis compañeros de clase que
todos los días quedan para verse en la plaza, o van al parque,
o al polideportivo, o a donde sea. Yo no puedo. Calabrez está a
14 kilómetros de Ribadesella y me cae un poco lejos como para
ir y volver andando. Tampoco puedo pedirles a mis padres que
me lleven y me suban cuando se me antoje, no podrían, hay mil
tareas por hacer y siempre hay que hacerlas a tiempo. Así que
yo la amistad la disfruto durante el horario del instituto y los
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sábados por la tarde hasta las tres de la mañana. Tampoco es
ningún drama, otros lo tienen peor, supongo. Además, ahora
tengo moto y ya no tengo ese problema, si me apetece bajar a
Ribadesella pues bajo y subo cuando quiero, siempre respetando los horarios de las comidas familiares, que eso en mi casa es
sagrado. Esto lo puedo hacer ahora que es verano que durante
el curso entre exámenes, trabajos y lo que hay que ayudar en
casa, no me quedará tiempo para nada. Ahora en verano hay
mucho trabajo pero, como mi padre piensa que sólo es trabajo
para mis hermanos, pues yo me callo la boca y me voy a mis
cosas. Ventajas de ser chica, también tiene sus desventajas. Por
ejemplo, ellos nunca han tenido hora para volver a casa, han
llegado borrachos, han potado en la escalera, les han encontrado costo, les ha sangrado la nariz sospechosamente delante
de todos. Y nada. Nunca jamás les han parado los pies en condiciones. A mí sí, constantemente. Y de nada me ha servido
respetar fielmente mis obligaciones, nunca han confiado en mí
y creo que nunca lo harán. Antes eso me importaba, me dolía,
ahora ya me da igual, creo que he aprendido a convivir con la
certeza de que cualquier cosa que haga les puede parecer mal
a mis padres. Me enfado con ellos bastante a menudo, pero
tengo el defecto de no saber mostrárselo, así que ellos siguen
tan tranquilos y yo acumulo y acumulo. Supongo que algún
día explotaré. A veces me gustaría salir huyendo, marcharme
lejos, no estar sometida a sus normas y dejar de llorar en la
soledad de la montaña, rodeada de ovejas y barro. Pero estoy
sola y no me siento con fuerzas para salir corriendo, y me entran ganas de llorar, y detesto todo lo que me puedan ofrecer, y
no quiero seguir el camino que han marcado para mí.
Casi todos los días, cuando vuelvo del monte, está Víctor
en casa. Llega siempre con las últimas horas de la tarde, poco
antes que yo, y se marcha cuando vamos a empezar a cenar.
Si no viene es que está malo o ha pasado algo y, entonces, mi
padre va a su casa y después viene con él o con noticias de él.
Tendrá más o menos la edad de mis padres y vive en la casa
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más cercana a la nuestra, unos novecientos metros más abajo.
Es una casa muy pequeña con una cuadra debajo en la que
caben a lo sumo cuatro vacas. Yo nunca he entrado en su casa
pero él viene a la nuestra todos los días. Me gusta llegar del
monte y que Víctor esté en casa porque es el único que me
escucha de verdad. Mis hermanos dicen que está loco, que se
lo escucharon un día a nuestros padres, yo no lo creo. Ni creo
que esté loco, ni que nuestros padres hayan dicho algo parecido, es el único amigo que tienen.
Víctor tiene un secreto que no sabe nadie, bueno quizá
mis padres lo saben, no lo sé, lo que sí sé es que a mí me lo contó y yo nunca se lo contaré a nadie. Víctor asesinó a su padre.
No lo mató con sus propias manos apretándole el cuello hasta
que ya no respiraba. Tampoco le pegó un tiro en la cabeza. Ni
le envenenó la sopa de arroz. Víctor sencillamente pudo haber
avisado para que viniese una enfermera, pudo haber intentado
volver a poner en marcha aquella máquina, pero prefirió sentarse a mirar cómo moría su padre mirándole fijamente a los ojos.
Después, cuando llegó la enfermera y vió a su padre muerto, él
levantó la vista del suelo y le dijo que lo había matado. Ella se
encargó de llamar al juez Medrano, el hermano de Víctor. Fin
de la historia. Víctor siempre habla en voz baja, como para sí
mismo, puede que sea por timidez, o por una férrea educación
que ha hecho mella en su forma de ser, o porque tiene miedo de
que los demás no le comprendan. El caso es que siempre habla
muy bajo, lo que contrasta enormemente con las voces de mi
casa. Aquí todos hablan a gritos, bueno, hablamos a gritos, yo
también. Nos gritamos para darnos los buenos días, nos gritamos para pedirnos las cosas, nos gritamos para despedirnos,
nos gritamos cuando estamos de acuerdo, nos gritamos cuando
no estamos de acuerdo. Nos gritamos siempre. Cuando está
Víctor también gritamos, por eso la mayor parte de las veces
no dice nada y cuando lo dice es porque me está hablando a
mí. Me gusta escucharle, su voz es pausada, tranquila, como
de sabio y me habla de cosas de las que no me suele hablar na105
die. Un día me contó que en el monte donde guardo las ovejas
se escondieron durante mucho tiempo un pequeño grupo de
maquis. Eran guerrilleros que habían luchado contra Franco
y que tras terminar la guerra seguían luchando contra él. Eran
pocos y tenían pocas fuerzas. Pero luchaban. Desde entonces
me gustan los maquis y me gusta imaginármelos en mi monte,
escondidos, preparando una emboscada a la guardia civil. Víctor fuma tabaco de liar, como si se estuviese haciendo un porro, pero sólo con tabaco. Una vez me dio uno, muchas veces
voy con él caminando hasta su casa para cebar a los conejos
que tengo en su cuadra y aprovechamos para hablar de todas
estas cosas sin que nadie nos escuche. Es en esos momentos
cuando aprovecha para contarme que mató a su padre, que
en el monte había guerrilleros o que en una ocasión se acostó
con dos mujeres a la vez. Eso me lo dijo con un brillo en los
ojos que rara vez muestra, como un niño que recuerda aquel
gol que metió en un partido dándole la victoria a su equipo y
que ya nunca podrá meter porque se partió la rodilla. Víctor
no tiene mujer ni la ha tenido nunca, tampoco hijos, ni nunca le
he conocido una novia o he visto que entrase ninguna mujer a
esa casa. De eso nunca hablamos. Una vez me dio uno de esos
cigarros suyos, me lo dio ya liado, me lo ofreció como si ya me
lo hubiese ofrecido en más ocasiones, como si supiese de antemano que fumaba a pesar de que yo procuraba poner todas
las precauciones del mundo para que nadie me descubriese.
Lo cogí, lo encendí y aspiré con fuerza. Casi me ahogo. No me
gustó nada, era muy fuerte y preferí no terminarlo.
Este es mi primer verano con moto y pienso disfrutarlo,
de hecho ya he empezado a hacerlo. Mi madre lo lleva mejor,
lo de que baje todos los días a Ribadesella, digo. A ella le viene
bien, me manda algún recado, le compro alguna revista y me
da propina para gasolina sin que se entere mi padre. Él no lo
lleva bien, lo lleva fatal. Cuando aparecí por casa con la moto
se enfadó tanto que tuve miedo, verdadero miedo por lo que
pudiera hacerme. Me gritó, me zarandeó y, cuando le dije que
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me la había regalado Víctor, salió hacia su casa. No sé lo que
hablarían, pero la moto se quedó en casa y todo siguió igual
entre Víctor y mi padre. En cambio a mí comenzó a echarme
en cara casi cualquier cosa, me hablaba siempre enfadado y, si
no le contestaba, comenzaba a gritarme fuera de sí, sin ningún
miramiento. Pronto todos se acostumbraron. Todos menos yo.
A mí la moto me sirve para sentirme libre, es como cuando
subo al monte y me quedo durante mucho rato ahí, sola, sin
hacer nada, tan sólo estando, es una sensación parecida, pero
al mismo tiempo muy diferente. Da igual. A Víctor le pregunté por qué me había regalado una moto. No se lo pregunté el
mismo día que me la dio, ni al siguiente, ni al siguiente, estaba
demasiado emocionada disfrutando de ella, bueno, y discutiendo con mi padre. Él se me quedó mirando como si le hubiese
preguntado una tontería, como si le estuviese tomando el pelo,
porque la necesitabas, me dijo, tiró el cigarro y subió las escaleras de su casa. Porque la necesitaba, esa había sido toda su
explicación, no había nada más que decir. Ciertamente la necesitaba para abrirme camino, para no quedarme sin aire, para
dejar de hacer lo que los demás esperaban que hiciese, para
empezar a ser yo misma. Puede parecer una tontería, pero no
lo es, ni mucho menos. La moto es sólo un vehículo que te lleva de una lado a otro; cierto, pero en ese momento era mucho
más, era una llave, una puerta, un trampolín. Sólo Víctor supo
ver que necesitaba un trampolín, por eso le estoy tan agradecida, por saber escucharme incluso cuando no hablo.
Creo que la felicidad sólo existe en la infancia, y ésta nos
abandona cuando dejamos de creernos todo cuanto nos rodea.
Yo hace mucho que dejé de sentirme feliz, no es que esté siempre soberanamente triste ni que nunca me lo pasé bien. Me
divierto, sí, pero si se hiciese un esquema general de mi estado
anímico desde hace tres o cuatro años el resultado no sería: es
una chica feliz. No. La culpa de que esto sea así es probable
que sea mía, mi madre dice que le doy demasiadas vueltas a
todo, que pienso demasiado, que le doy mucha importancia a
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las cosas. Las cosas son importantes, si no son importantes las
cosas, tú me dirás lo que es importante. Cuando mi madre dice
las cosas, en realidad se refiere a todo lo que me rodea, a mis
cosas, a lo que alguien dice o piensa de mí, a lo que hago cada
día. Eso para mí es importante, es muy importante. Lo importante para mi madre somos sus hijos y su casa, en ese orden, en
lo que se incluye lo que piensen los demás de sus hijos y de su
casa. No sabría decir el orden de preferencia. Si lo que piensan
o lo que en realidad es, digo. No lo sé. Para mí es importante
que mi padre me mire con cara de asco y mis hermanos se rían
mientras mi madre no se entera de nada porque está demasiado
ocupada con otras cosas. También es importante que cuando
saco la mejor nota de la clase y llego a casa, nadie me pregunta
qué tal me ha ido en el instituto y, al final, cuando cansada de
esperar lo digo sin más mientras comemos, alguien saca otro
tema de conversación y todos pasan por encima de mí. Son cosas importantes porque me enseñan a saber qué tengo a mi alrededor. Es importante conocer nuestro entorno, lo dijeron en
un documental de la tele, de esos de animales que nadie ve, a
mí me gustan porque puedo pensar en cualquier cosa mientras
miro la tele y, a veces, te enseñan cosas importantes, como ésta.
La mayor parte de la gente no me comprende cuando digo
que las cosas malas son importantes. Para ellos lo importante
es aquello que nos hace sentirnos mejor con nosotros mismos.
Están muy equivocados. Lo realmente importante es conocer
todo lo que nos hace daño para huir de ello, para ponernos
por encima de ello y liarnos a patadas hasta destruirlo. Yo de
momento me sé la teoría. Para las prácticas creo que necesitaré
algún tiempo. A veces pierdo los papeles, grito, chillo, lloro,
y lo que más rabia me da es no poder controlarme porque, si
consiguiese controlarme, sería mucho más fuerte, no les mostraría mi punto débil y no podrían conmigo. Tengo que aprender a que me den igual, pero no es fácil.
Ayer me dio un tremendo guantazo, el más grande que
me ha dado nunca. Llegué mucho más tarde de lo permitido,
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llegué por la mañana. Mis padres aún no se habían levantado
y no me oyeron llegar, no se enteraron, me metí en la cama,
puse el despertador y dos horas después me levanté. A la hora
de comer, con todos sentados a la mesa, mi hermano sonrío y
me preguntó si no tenía sueño con lo poco que había dormido.
Dijo la hora a la que había llegado a casa. Le insulté. Y mi padre me cruzó la cara, tiró un par de platos al suelo y comenzó
a gritarme como si hubiese cometido la mayor de las atrocidades. Creo que estaré castigada de por vida.
Tengo una gran inteligencia olfativa y estoy orgullosa de
ello. Puedo distinguir a la gente que conozco sólo por su olor.
Estoy en mi cuarto y pasa por el pasillo alguien y puedo adivinar de cuál de mis hermanos se trata, o si es mi madre, o si es
mi padre. En realidad adivinar que es mi padre es el ejercicio
más fácil que le puedo dar a mi olfato. Mi padre huele mal,
creo que esto ya lo he dicho antes. Y adivinar a mi madre también es fácil, ya que es la única de la casa a la que se le huele
en femenino. Cuando más orgullosa estoy de mi olfato es cuando estamos mucha gente en casa, en ocasiones especiales en
las que nos juntamos más de veinte personas. Veinte personas
desayunando, comiendo, merendando, cenando y durmiendo.
Menos mal que nuestra casa es muy grande, una casa de dos
plantas y desván, grande por todos los lados, de esas que ves
desde lejos como si estuviese en una postal, rodeada de eucaliptos y un manto verde de hierba, eso y la estrecha carretera
que nos comunica con el resto de casas del pueblo y, también,
con el resto del mundo exterior. Sé como huelen todos y cada
uno de mis compañeros y compañeras de clase. Puedo reconocerlos en cuanto llegan por el pasillo. Algunos me cuesta más
trabajo que otros, si caminan solos hacia clase estoy segura de
que no fallaría en ninguna de mis predicciones, si vienen en
grupo puedo fallar aunque, por regla general, los saco a todos
por deducción: adivino a uno o dos y luego deduzco quienes
suelen ir con ellos. También me gusta jugar a reconocer colonias y perfumes. Caminar por la calle e intentar adivinar la
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colonia que lleva el que se acaba de cruzar conmigo. Lo malo
de este juego es que nunca sé si gano, ya que no voy a parar
el susodicho y preguntarle por la colonia que usa. Lo de las
colonias es muy curioso, se transforman en cuanto entran en
contacto con nuestra piel. Una misma colonia huele diferente
según quien la usa. Lo he comprobado. Lo que percibimos es
una buena proporción de la colonia usada junto con un mínimo
regusto al olor personal de cada cual. Detesto a la gente que
huele mal. No los comprendo. A mí me encanta asearme, disfruto arrancando de mi cuerpo todo rastro de suciedad, necesito sentirme limpia, sino estoy incómoda y me afecta a todos los
aspectos de la vida. Un día suspendí un examen por no poder
lavarme. Hubo una avería y estuvimos sin agua dos días, a mí
ya me tocaba ducharme el primero de esos días, busqué diferentes soluciones sin éxito. Pude haber ido a lavarme a casa de
una amiga después de clase, pero mi madre no me lo consintió
porque a ver qué iban a pensar de nosotros que no tenemos
ni agua. Pude haber ido a lavarme a la Fuente del Gumial,
pero no me lo permitió el tiempo, tres grados centígrados de
temperatura máxima no hacían el baño muy apetecible. Pude
haber suplicado que me dejasen utilizar el agua reservada para
cocinar, pero no me hubiesen hecho caso, el resto de la casa
está igual que tú, me habría dicho mi madre. El caso es que ahí
estaba yo, el día antes del examen y sin agua para lavarme. No
pude concentrarme lo más mínimo, no estudié nada, absolutamente nada. Es el único cero que he sacado en mi vida, entregué el examen en blanco. Cuando la profesora me preguntó
extrañada, simplemente le dije que la suciedad se había vuelto
contra mí. Me miró como un bicho raro y me dijo que en una
semana tendría la recuperación, para entonces ya habría agua
en casa, así que no me preocupó en absoluto.
Anteanoche estuve con un chico, por eso llegué tan tarde
a casa. Se llama Alex. Nos conocimos y nos liamos, todo en una
misma noche. No es algo que suela hacer, bueno, en realidad
es la primera vez que hago algo así. Mis amigas sí, hay alguna
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que sale con el único objetivo de liarse con alguno, a mi eso no
me mola. Bueno, da igual. Ayer no sé que me pasó. Me sentí
deseada. A ver si me sé explicar. Siempre que sales hay moscones y plastas, eso no falta ninguna noche, siempre te dicen
alguna tontada o te cogen por la cintura o yo que sé. El juego
puede estar bien, pero es sólo eso, un juego. Ayer no. Espera.
En realidad no fue nada más que un lío. Nunca he estado tan
a gusto con un tío. Pero sólo ha sido eso, nos hemos gustado
y hemos acabado en la pensión en la que él dormía. No creo
que vuelva a verlo. Me he marchado sin decirle nada porque
no tenía ningún sentido dejarle mi teléfono y mantener largas
conversaciones durante un puñado de meses, vernos dos o tres
veces en un año y cortar cuando ambos nos cansásemos de
decir que tenemos un novio o novia a quinientos kilómetros de
distancia. Me atraía su olor, y me atraía porque en realidad no
olía a nada, completamente neutro, como el protagonista de El
Perfume. Siempre pensé que no existía nadie que no tuviese
olor, pero Alex consiguió descolocarme. Esnifé el aire que le
rodeaba en varias ocasiones, muchas; sin llamar la atención,
pero con el ansia de quien se sabe sorprendida en algo sobre
lo que creía conocer todo. Y nada. Definitivamente, ese chico
me gustaba.
Todo lo que hoy somos, todo, viene del ayer, del anteayer,
de aquello que ha venido marcando, no sólo nuestras vidas,
sino también la vida de nuestros padres, de nuestros abuelos, de nuestros bisabuelos. No gastar. Guardar por si vienen
tiempos peores. No hacer excesos. No llamar la atención. No
provocar que los demás hablen de nosotros. No salirnos del
camino que nos han marcado. Todo son herencias. En mi casa
siempre se han callado todo lo malo. Son como los avestruces; meten la cabeza en un agujero que se llama silencio y con
eso piensan que ya nadie les puede ver. Y quieren que todos
seamos iguales que ellos. Yo soy una decepción constante, eso
piensan. Me disgusta, me preocupa, pero no lo puedo evitar,
soy así. En ocasiones me descubro llorando porque creo que
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soy peor de lo que ellos quisiesen que fuera. Peor en muchos
sentidos. Según. Peor estudiante, aunque mis notas son de las
mejores de la clase. Peor hija, aunque creo que nunca les he
fallado. Peor persona, aunque siempre pienso en ayudar a los
demás aunque sea a costa mía. Lo que nunca haría es poner la
mejilla, de eso estoy segura, ni perdonar a quien no lo merece,
ni sacrificar una vida por una obligación que no he elegido.
Eso también me lo saben echar en cara sin llegar a decírmelo,
y me hacen sentir mal conmigo misma, y puedo llegar incluso
a rozar su pensamiento. Aunque luego nunca lo hago, lo de
hacer lo que ellos piensan que es lo correcto, digo.
Cada noche, acurrucada en la cama como si fuera un
bebé recién nacido. Sola, profundamente sola, deseo con todas
mis fuerzas encontrar a alguien que me haga volar, que me
invite a ser yo misma. No sabría explicarlo mejor. Y maldigo
en voz baja por todo aquello que me lo impide. Maldigo todo
lo que han pensado sobre mí desde el mismo momento de mi
nacimiento, todas las ideas que han surgido en sus cabezas,
todos esos planes que no son míos, todo aquello que no me
pertenece. No soy una idea, soy una persona, me llamo Selene,
Selene Del Valle. Maldigo todo aquello que me sumerge en el
pozo, en el abismo, maldigo mis propios pensamientos, quisiera quererme más. Maldigo todos aquellos besos y abrazos
que se quedaron en el olvido, que en algún momento pensaron
que ya no necesitaba y que por mucho que avance siempre
anhelo. Maldigo todas las mentiras cotidianas, todas las hipocresías que nadie acepta usar, pues son tan naturales que terminan confundiéndose con las verdades. A veces tengo miedo
de perderme y no saber encontrarme. No es un miedo a estar
en un gran centro comercial y separarme de mi madre para
no volver a encontrarla, no, no es eso; es un miedo a terminar
sucumbiendo, a dejarme llevar hasta que cuando me quisiese
dar cuenta ya no fuese yo, sino otra persona completamente
distinta. Tampoco sé quién quiero ser, o quién puedo llegar a
ser. Entonces, justo entonces, me veo a mi misma asomada a
112
un enorme agujero, lo veo desde arriba, como si grabase desde el cielo, estoy en lo alto de un volcán a punto de entrar en
erupción y ahí me quedo, completamente quieta mirando constantemente a su interior. Tengo miedo, pero no quiero bajarme
de ahí. Y comienzan a caérseme los párpados. Ya casi no sé ni
lo que digo. Tengo demasiado sueño. Me duermo.
113
N
Ni risas, ni versos, ni mares
Ni risas,
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Ni risas, ni versos, ni mares
Quien no sumerja su pena en manantiales
buscando desnudarla y poseerla;
quien no mantenga la risa en funerales
de amores sosos que caminan sin prisa;
no tendrá besos ni derechos porcinos,
no tendrá cartas de bienvenidas vivas,
no tendrá rosas, no tendrá vinos,
no tendrá dioses ni vírgenes vestales.
Quien no reviente de excesos los rituales
de aquellas noches cargadas de promesas,
quien no despierte alegre entre cristales
de sueños rotos y miedos de ceniza;
no tendrá lienzos ni carmín en los suspiros,
no tendrá cartas bailando a la deriva,
no tendrá rosas, no tendrá vinos,
no tendrá noches, ni lenguas que le rapten.
Gritar.
Morderme las venas.
Llorar.
Y tirar de la cadena.
Piensa en su silencio tenebroso,
en su frío, en su oscuridad…
y comprenderás que no existen
ni el silencio,
ni el frío,
ni la oscuridad.
Quisiera estar siempre aquí
y sin embargo queda tan poco tiempo…
No puedo esperar más…
No tendrá besos ni arena en los bolsillos,
no tendrá cartas marcadas de por vida,
no tendrá rosas, no tendrá vinos,
no tendrá adioses, ni lunas que le canten,
Gritar.
Morderme las venas.
Llorar.
Y tirar de la cadena.
117
5
Faltaban veinte minutos para que llegase el puto taxi. Me
había levantado con una mala virgen del copón y aún no se me
había pasado. Joder. Había dormido poco, muy poco, y me dolía
la cabeza. Eran casi las cinco de la tarde y acababa de terminar
de comer. Un bollo preñao, que es un panecillo en el que meten
un chorizo sangrante que impregna y tiñe la miga del pan y que
no descubres hasta que das el primer bocado, un buen trozo de
empanada de bonito, que no es necesario explicar lo que es, y
una coca-cola. Lo pillé todo en la panadería que hay al lado del
hostal. Me lo comí sentado en la cama, sin dejar de mirar por la
ventana, y dejé todo perdido de migas; las sábanas, el suelo, la
mesilla. Por mí le podían dar bien por el culo a todo. Poco después llamaron a la puerta, era la dueña de la pensión, el taxi ya
estaba abajo, había llegado antes de tiempo. Cogí mi cartera y
salí de la habitación.
Bajé las escaleras. Me despedí de la señora del hostal. Salí
a la calle. Y me subí al taxi.
A Calabrez.
Tras dieciséis minutos de subidas y bajadas a través de una
estrecha carretera llena de curvas pude leer el esperado nombre
en un cartel. Durante todo el trayecto experimenté una extraña
sensación de amenaza a mi derecha, provocada por un profundo
precipicio al que tenía la sensación de acercarnos demasiado en
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cada giro del taxista. Disminuyó considerablemente la velocidad
hasta casi detenernos, echó el intermitente a la izquierda y se salió
de la carretera con delicadeza para después parar el coche.
- Ya hemos llegado – me dijo a modo de aviso para que le
pagase.
- ¿Esto es Calabrez? – tan sólo había una pequeña casa de
una planta, una pequeña capilla, una especie de bar abandonado
y, sobre él, otra vivienda. Todo ello alrededor de lo que bien podría
haber sido una plaza, pero que al parecer tan sólo era una especie
de ensanchamiento o cruce de caminos, como cuando varios ríos
se juntan y, en ese punto, la intensidad del agua es mayor; aquí se
juntaban dos caminos y una carretera terciaria, se juntaban para
después separarse de nuevo.
- Sí. También la casa que hemos pasado hace un par de minutos era Calabrez. Si siguiésemos por la carretera encontraríamos
hasta seis desviaciones a derecha o izquierda que nos llevarían a
alguna casa de Calabrez. Si sigues por el camino de la derecha
llegarás a otras cuatro casas. Si vas por el otro camino, primero
encontrarás una casa, luego otra y mucho más adelante otra. Todas esas casas son Calabrez. Y también si miras allá, al otro lado
de la carretera, ¿ves esas tres casas y el hórreo aquel? También
son de Calabrez.
- Pero… entonces… ¿dónde pregunto yo?, ¿dónde está el
pueblo?
- Ya te lo he dicho. Pregunta a cualquiera que veas por ahí.
Y no me entretengas más. Toma el cambio. Hastalueguín.
A joderse. No supe qué hacer, me quedé ahí quieto, por fin
en Calabrez pero más perdido que nunca. Pensé en volver caminando hasta Ribadesella, no tenía sentido lo que había hecho, no
sabía ni por quién preguntar ni por dónde buscar. Me senté en el
pequeño murete de piedra que había en el soportal de la capilla
y permanecí mirando el horizonte, sin ni siquiera pensar en nada
hasta que me decidí a hacer algo, movido tan sólo por la necesidad
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de hacerlo, de no quedarme quieto. Me acerqué a la casa de una
planta que tenía al lado y golpeé con fuerza la puerta. Supe de
antemano que no iba a obtener respuesta, era evidente que ahí no
había nadie viviendo: todo cerrado a cal y canto, ni una planta, ni
ropa tendida, ni ninguna señal de vida. Fui hasta el bar. Era más
bien un almacén con grandes cristaleras, debía de llevar muchos
años cerrado. Pensé en subir a la vivienda de arriba, deseché esa
opción puesto que no me sentía con fuerzas; llamé por si alguien
me oía, pero no obtuve respuesta. Me giré, tendría que elegir uno
de los dos caminos. Vi cómo al final del camino de la izquierda,
a unos cincuenta metros, una persona salía de lo que parecía una
cuadra y se acercaba hacia mí pausadamente. Por fin podría preguntarle algo a alguien.
Tenía unos ochenta años. Era alto, no sé cómo decirlo, demasiado alto para su edad. Normalmente la gente mayor no es
alta pero él sí lo era. No caminaba agachado, quizá levemente inclinado hacia adelante, pero apenas se le notaba. Tenía las manos
muy grandes, con una sostenía una guadaña que llevaba apoyada
en el hombro, en la otra llevaba un cesto vacío. Se llamaba Luis.
Tenía ganas de hablar. Le conté mi historia.
- Al final lo han matado – no sabía de qué coño me estaba
hablando – sí, hombre, al mozo ese vasco, era muy joven, ha sido
una locura.
- Ya – no tenía ganas de pensar en eso, ya lo han matado
pues ya está, ya hablarán de ello los telediarios, yo no he venido
hasta aquí a comentar las noticias. A pesar de ello hice un enorme
esfuerzo, puse cara de que me interesaba el asunto y comencé a
asentir con la cabeza. Además, el viejo me caía bien. Continué
escuchándole.
- A mí no me extraña, no pensaba que se fuesen a atrever,
pero no me extraña. Con la derecha en el poder no se podía esperar otra cosa – no entendí muy bien lo que me quería decir, pero
no dije nada, le dejé que siguiese a lo suyo. Insultó a Aznar de
muy diversas formas, lo que me hizo descojonarme de risa, me
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habló de cuando fue a la guerra, de que le encarcelaron por rojo,
de cómo se escapó por los pelos a última hora y de cómo pudo ver
que se llevaban en camiones a sus compañeros hacia un destino
que desconocía. Luego supo que estaban en Oviedo en una fosa
enorme.
- Pues a mi padre también le debían interesar esas cosas porque en la carta que te he dicho nombraba algo de Caudé, que también es una fosa de cuando la guerra – intenté llevarlo de nuevo a
mi terreno.
- Por aquí la gente no habla de la guerra, no lo hace nunca,
es como si tuviesen miedo de desprenderse del silencio. Yo a veces
hablo con Salvador que vive allá arriba y también con Carlos, a
su casa se va por allá. Pero no, no pueden ser, esos no, ninguno
podría ser tu padre, qué va – mientras lo decía comenzó a reírse
con ganas, supongo que serían personas tan mayores como él ¿tú qué edad tienes guaje?
- Dieciocho.
- Dieciocho… los de aquí nos conocemos de toda la vida,
siempre las mismas caras, no es difícil adivinar quién debe ser tu
padre. Víctor el de Casa Xuné. Vino hace quince o dieciséis años,
quizá diecisiete, no sé. Compró la Casa Xuné, que llevaba vacía
más de veinte años y se instaló allí. Vive solo. Yo no he hablado mucho con él. Bueno, nadie habla con él, dicen que está loco,
aunque para mucho por Xenra, allí viven Tomás y su mujer, son
buena gente. Víctor y Tomás son muy amigos, lo son desde que
llegó.
- Por dónde se va a esa casa – casi no le dejé terminar, no
había duda, ese tenía que ser mi padre.
- Por allí, por donde me has visto venir, sigue subiendo para
arriba, tienes algo más de un kilómetro.
- Gracias – se las di cuando ya había comenzado a caminar,
me resultó extraña esa palabra en mi boca y por un momento me
sentí incómodo, pero en seguida lo olvidé.
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- Yo no creo que esté loco – el viejo me lo dijo gritando,
cuando yo estaba ya casi a la altura de su cuadra, fue como
un grito de ánimo, como si me desease suerte. No le dije nada,
pero me entraron ganas de volver corriendo a darle un abrazo.
Seguí caminando hacia arriba.
A cada lado del camino asfaltado que soñaba ser carretera, pero que nunca llegaría a tanto, se alzaban montones de
eucaliptos altísimos que dificultaban en gran medida el paso
de la luz solar, lo cual, con la tarde algo avanzada provocaba
un simulacro de nocturnidad que se disipaba tras salir de una
enorme curva que parecía poner fin a una etapa del prolongado ascenso. Me detuve a descansar, su puta madre, jodida
cuesta. A mi derecha ya no había árboles, tampoco a mi izquierda, la luz me devolvía una imagen impactante de aquel
pedazo de Calabrez. Verde sobre verde, en todas sus múltiples
tonalidades, esa fue la primera impresión, todo lo que veían
mis ojos. Y ni una sola casa. No quise formarme imágenes, ya
había borrado de mi cabeza la idea de un pequeño puñado de
casas agrupadas una junta otra, ahora pensaba en Calabrez
como en una gran extensión de terreno, mayor incluso que una
gran ciudad, en la que las montañas, los árboles, la hierba y el
agua eran los verdaderos dueños de todo. Las casas eran meros adornos circunstanciales. Y las personas lo mismo. En eso
pensaba cuando llegué el final de la cuesta. Un descanso, al fin,
una recta de unos veinte metros y la primera casa. Esa era la
casa que me había dicho el viejo. Casa Xuné.
No había nadie.
- Está a herba – me dijo un crío que estaba pegando patadas a un balón en frente de la casa. No había nadie con él. Me
quedé mirándolo sin decir nada, ¿de dónde coño había salido
el mocoso?, me había asustado.
Si buscas al llocu se ha ido a herba con los de Xenra,
están en L’ería – el niño me lo explicaba como si yo fuese de
allí, como si conociese a la gente de allí, como si conociese los
123
lugares que me nombraba. No le hice caso y me senté en las
escaleras de la casa, antes o después mi padre tendría que regresar.
El niño siguió dando patadas al balón hasta que una voz
masculina lo llamó desde lejos, salió corriendo hacia abajo, por
donde yo había venido. Antes de irse me dijo adiós con la mano.
Yo no le dije nada. Que se joda, por asustarme, por llamar loco
a mi padre y por meterse donde no le llaman. Que se joda. Introduje la mano en el bolsillo de mi chupa, me la había quitado
al comenzar la subida y todavía no me la había vuelto a poner.
Hacía un calor pegajoso, húmedo, insoportable, muy diferente
al que yo estaba acostumbrado. Saqué un Lucky y lo encendí.
Poco después de terminarlo llegó mi padre. Venía solo.
No tuve que explicarle quién era. Daba la impresión de
que me estaba esperando, que llevaba esperándome desde hacía mucho tiempo. No nos abrazamos. Ni yo tenía ganas ni
él hizo ningún gesto de acercamiento. Tampoco nos dimos la
mano, siempre me ha parecido ridículo ese gesto tan masculino de estrecharse las manos, a mi padre al parecer tampoco le
gustaba o, al menos, no le gustaba estrechar la mía. Tampoco
me besó. Se paró frente a mí, me dijo que me parecía mucho a
mi madre y comenzó a subir las escaleras sin prestarme mayor
atención.
- Vamos, entra en casa – me ordenó desde la puerta. Y
obedecí.
La casa era un auténtico desastre. Todo estaba hecho una
puta mierda. Tenía trastos por los suelos, libros en cada rincón, ropa de todo tipo colocada aleatoriamente en cada una
de las sillas que había a la vista. La cocina era muy grande y,
al parecer, hacía las veces de salón; supongo que era el lugar
donde pasaba la mayor parte del tiempo, ya que era el que más
desordenado estaba. Apartó una cacerola que había en el sofá
para que me sentase y él se cogió un taburete que tenía dentro
de un armario.
124
- Yo maté a mi padre – fue lo primero que me dijo nada más
sentarse – has venido a buscar respuestas, ¿no?, pues no vamos
a andarnos por las ramas, no es necesario perder el tiempo.
Me quedé callado, mirándolo sin decir nada. Él continuó
hablando.
- Tú eras muy pequeño. Poco después me fui. Todos los
días pienso en aquello y no sabría decirte si me arrepiento. En
ocasiones me gustaría volver atrás y llamar a la enfermera, luego pienso, pienso en todo. Creo que al final volvería a actuar
de la misma forma. Supongo que eso significa que no me arrepiento. Llevo media vida sin verte. Eso sí es una pena. Ni a tu
madre. Me quería, me quería mucho, y sin embargo… Nunca
pensé que después de tanto tiempo…
- Murió hace casi un año – supuse que no lo sabía, supuse
que le gustaría saberlo y antes de que me dijese que querría
encontrarse con ella se lo dije sin más.
- Lo sé. Todavía guardo alguna amistad de las de entonces, no muchas, pero fueron años muy intensos. Ya han muerto
unos cuantos. Tu madre también. Joder.
Comenzó a hablarme de todo aquello. De las fiestas en las
que mi madre y él se hicieron novios, de la peña, de las amistades, de los sueños que nunca se cumplieron. Cuando me quise
dar cuenta ya admiraba a mi padre, ya podía cerrar los ojos y
verlos a los dos con todo un horizonte por delante, ya sentía la
necesidad de saberlo todo, de comprenderlo todo. Y, a veces, la
verdad duele.
- Tienes que vivir con intensidad cada instante, equivocarte cuantas veces sea necesario, pero irte de este mundo con
la sensación de haber hecho lo que quisiste, lo que alguna vez
soñaste. Y si en el camino todo se tuerce, mala suerte. Hay que
absorber aquello que nos rodea, cada momento, cada detalle,
porque cuando nos queremos dar cuenta todo se ha acabado.
Todo.
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Había estudiado Derecho. Ahora a la Universidad va
todo cristo, a todos les pueden pagar una matrícula para tocarse los cojones mientras el tiempo pasa por delante de sus
narices. Antes no era así, él me lo explicó. Lo normal era terminar en el campo, eran muy pocos los que podían estudiar,
mi padre fue uno de ellos. Si tenías esa oportunidad había que
aprovecharla, y eso fue lo que hizo. Fue a la Universidad para
aprender y se encontró con una realidad muy diferente a la que
hasta entonces había conocido.
En el pueblo el tiempo se escapaba entre chatos de vino,
partidas de cartas, fútbol y poco más. Nadie hablaba de lo que
pasaba a su alrededor, nadie hablaba de que algo estaba cambiando, iba a cambiar, o tenía que cambiar. Franco estaba a
punto de palmarla y la libertad todavía era estrangulada cada
día. En el pueblo eso no podía verse, allí todo era normal, era
así desde siempre, las cosas funcionaban bien, los que mandaban pues mandaban y los demás no; era sencillo. En la ciudad,
el férreo condicionante del qué pensarán los demás no existía
y, por ello, era más fácil atreverse a quitarse el pañuelo de los
ojos e intentar ver lo que sucedía alrededor. La Universidad
era un lugar ideal para poder ver sin dificultad: jóvenes con
las fuerzas y las ganas necesarias para decir que otra realidad
era posible, junto a otros jóvenes con la percepción suficientemente abierta como para escucharles y comprender que tenían
razón. Mi padre entró en la dinámica diaria de la protesta estudiantil, de la lucha antifranquista, de las manifestaciones, de
los pasquines y de la cárcel.
Pasó tres días en la cárcel. Encerrado en el calabozo. Tres
días con sus tres noches. Y regresó al pueblo con los labios
reventados, un ojo tan hinchado que tardó en abrirlo varias
semanas y una cojera un tanto exagerada. Para muchos era
un revolvedor, un loco, un inconsciente. Otros en cambio pasaron a admirarlo sin disimulo. Entre estos últimos estaba mi
madre.
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- Nunca pienses en el amor como algo que llega poco a
poco, que hay que dejarlo crecer, que necesita avanzar sin prisa. Es mentira. El amor es un puñetazo en la cara, un perro
que te muerde las entrañas y echa a correr con ellas en la boca.
Ante eso sólo tienes dos opciones: echar a correr con él y continuar corriendo hasta que os reventéis, o quedarte quieto y
esperar a morir desangrado. Tú eliges. Yo salí corriendo.
Mi madre siempre tuvo a su familia en contra de su novio. Nunca la entendieron. Eso a ella no le importaba, al menos
al principio. Mi padre le enseñó el mundo que tenía a su alrededor, todo, no sólo lo malo, lo que nadie quería ver ni escuchar; también le enseñó lo bueno. Viajaron. Vivieron la noche
en diversos lugares: Zaragoza, Madrid, Bilbao. Siempre tras
la intensa labor clandestina de mi padre. Poetas que recitaban
hasta altas horas de la madrugada, pintores que les regalaban
un lienzo por su primer aniversario, abogados laboralistas que
se reunían en el salón de su casa, periodistas con la grabadora
encendida, conciertos de cantautores que acababan con público y músicos encorridos por la policía. Todo. Cada noche
llegaba cargada de promesas que el día siempre parecía alejar,
pero aquello no le importaba a ninguno de los dos, de nuevo
volvían a aspirar con fuerza y a disfrutar de lo que les rodeaba.
Y al despertar, con la certeza de que tenían que seguir para
adelante a pesar de no tener nada, se miraban y se sonreían,
con eso les bastaba.
Luego ella se quedó embarazada, él se buscó un trabajo
estable en Zaragoza y nací yo. Eso no mejoró la situación. Ambas familias, la de mi madre y la de mi padre, pensaron que al
menos entonces se casarían. Se equivocaban.
- Pensamos en casarnos por lo civil, había que aprovechar que se podía, pero todo se precipitó y nuestras vidas cambiaron para siempre.
Mi padre tiene un hermano mayor, casado y con dos hijos. Hace dieciséis años que no lo ve. Ni quiere volverlo a ver
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en lo que le queda de vida. La última vez fue en la puerta del
hospital psiquiátrico en el que mi padre pasó los peores tres
años de su vida. Su propio hermano se encargó de que fuese
internado de forma inmediata. En todo ese tiempo nunca lo
visitó ni le llamó. Tampoco mi madre. Ni nadie. Ya no tenía a
nadie.
Su labor en la clandestinidad era recopilar datos y realizar informes. Por sus manos pasaba tanto documentación oficial, como correspondencia robada a Falange, como recortes
de prensa afín al régimen. Su labor se centraba básicamente
en Zaragoza, en saber los movimientos de determinados personajes, su implicación, su trayectoria y su posición adquirida tras la llegada de la democracia. Nunca pensó encontrar el
nombre de su propio padre entre los muchos que pasaban por
delante de sus ojos cada día. Pero allí estaba, en uno de sus
papeles junto a otros nombres, en una lista sin encabezado; tan
sólo eso, catorce nombres relacionados entre sí por algo que él
desconocía. Eso no significaba casi nada. Casi nada. Pero no
pudo evitar el deseo por saber más, por seguir tirando del hilo.
Y tiró.
En su casa nunca se había hablado de la guerra, ni de
la posguerra, ni de Franco. Estaba convencido de que a su
padre todo aquello le quedaba demasiado lejos. Pensaba que
le había tocado vivir la guerra como a tantos otros, pensaba
que había pasado página para centrarse en trabajar y sacar
adelante la gran cantidad de terreno agrícola que poseía, que
había renunciado al recuerdo de unos acontecimientos que no
llegaba a comprender porque no formaba parte de ellos. Se
equivocaba.
- Recuerdo su mirada de horror cuando desenchufé la
máquina que le servía como respiradero artificial. Ya no se podía mover. Tampoco hablar. Me senté en la butaca, al lado de la
cama del hospital y no dejé de mirarle a los ojos. Él comprendió en todo momento lo que estaba sucediendo.
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La mayoría de los nombres aparecidos en la lista pudo
localizarlos sin dificultad gracias a los datos que manejaba a
diario. Había tres militares de alta graduación, jubilados con
honores y múltiples condecoraciones. Había cinco alcaldes de
localidades medianas, todas aragonesas. Había dos médicos,
uno de ellos muerto en 1940. También había un sacerdote. Le
faltaban dos. La idea de saber lo que hizo su padre para aparecer en un listado de nombres en el que aparentemente no le
correspondía estar, comenzó a obsesionarle, a atormentarle.
Fue por aquel entonces cuando hospitalizaron a su padre por
primera vez. Después vendrían otros ingresos, su salud estaba
muy deteriorada. Mi padre lo abandonó todo. Durante los tres
meses siguientes, con sus dos hospitalizaciones, mi padre pasó
todo su tiempo cuidándolo, atendiéndolo. Pero no se olvidó de
lo que llevaba entre manos. Y le preguntó. Le preguntó muchas
veces. Le preguntó de todas las maneras posibles. Nunca le sacó
nada. Fue una llamada telefónica la que lo descubrió todo.
- Tú sólo has visto a tu abuelo una vez en tu vida y fue
en un hospital. Unas semanas antes de que lo matase. Aunque
entonces aún no sabía que fuese a hacerlo.
A mi padre lo metieron en un psiquiátrico porque mató
a mi abuelo, porque desconectó la máquina que le mantenía
con vida. Yo no tengo ni puta idea de leyes. El hermano de mi
padre al parecer sí, vive de eso, mi padre tendría que haber
sido como él, pero nunca se parecieron. Mi padre no terminó la
carrera, tampoco se casó y, aunque tuvo un hijo, nunca ejerció
de padre, ni un solo día. Al día siguiente del entierro, mi padre
estaba encerrado, no sé qué cojones hizo su hermano para que
fuese así, no sé si estaba loco o no, tampoco sé si lo sigue estando. Le miré a los ojos, parecía sereno. Se levantó a preparar la
cena.
- Nunca he comido acompañado en esta casa. Los de
Xenra no vienen nunca, voy yo allá. Un par de veces, o tres, he
traído una puta, pero nunca comemos nada.
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Comimos una fuente enorme de patatas fritas, pimiento
y cebolla. También sacó un par de chorizos que coronaban la
montaña de patatas impregnándola de aceite rojizo. No colocó
platos, los dos comimos de la fuente. Para beber sólo sacó vino,
no me preguntó si quería otra cosa. Al terminar las patatas se
levantó y trajo de la nevera un queso que olía fatal, no lo quise
probar. Se fumó dos cigarros seguidos mientras yo me comía
una cuajada y siguió hablando.
- En una ocasión mi hermano me pilló fumando. Yo tendría diez u once años. Se lo dijo a mi padre y me gané una paliza terrible. Al día siguiente volví a fumarme un cigarro y desde
entonces aún no lo he dejado.
No me habló casi nada de su estancia en el psiquiátrico, sólo me contó que los días eran muy largos y que por la
noche tenía miedo. Cuando le dieron el alta no había nadie
esperándolo. No tenía ropa ni ninguna pertenencia; únicamente una libreta de ahorros en la que figuraba la importante
cantidad que le correspondía por el fallecimiento de su padre.
Nadie le había acusado de asesinato, él insistió constantemente, procuró decírselo a todo el mundo, pero siempre habían
prestado más atención a su hermano que a él. A pesar de que
su hermano nunca estaba, o siempre llegaba tarde. Cuando le
escuchó decir que él lo había matado lo llevó arrastras hasta
una habitación y comenzó a gritarle, le ordenó que nunca más
volviese a decir eso. Nada más salir le dijo al primero de los
que se acercó a darle el pésame que había matado a su padre
hacía unas horas. Su hermano ya había decidido lo que hacer
con él.
- Al salir del loquero saqué todo el dinero de la libreta y
cogí un taxi que me trajo hasta Calabrez. Una vez aquí compré esta casa y dejé pasar el tiempo. Hasta hoy.
Cuando aquella tarde en el hospital, antes de matar a su
padre, sonó el teléfono, él nunca hubiese podido sospechar
todo lo que vendría después. A esas alturas ya sabía que su
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padre había recibido tierras que nunca habían pertenecido a
ningún familiar, terrenos que habían sido comunales, mejanas
que no podían darse en propiedad por su cercanía al río y otras
propiedades de las que no supo su condición anterior. Averiguó quiénes eran los dos que faltaban y supo que también les
habían sido entregadas importantes cantidades de tierras. Es
de suponer que después las explotarían y sacarían beneficio
de ellas, se convirtieron en grandes propietarios, como su padre. A todos los de la lista les habían pagado de una u otra
manera: con tierras, con ascensos, con condecoraciones, con
dinero e incluso con mujeres. Pero para premiar de esa forma
tiene que existir un importante motivo.
- Tu abuelo tenía un montón de pasta, mucho dinero y
muchas propiedades. No había nadie en el pueblo que contratase tanta mano de obra para trabajar sus tierras, supongo
que era el que poseía el mayor número de propiedades. Nunca
quiso comportarse como un terrateniente, pero lo era. Nos dio
todo, lo que necesitábamos y lo que no.
Mi madre se fue apartando poco a poco de todo lo que
rodeaba a mi padre. Tras mi nacimiento dejó de ir a los mítines, tampoco quería saber nada de noches de reuniones en el
salón de casa, ni de viajes en busca de nombres, de fosas o de
documentos. Tenía que cuidarme. Mi padre no lo supo entender y sus caminos se fueron separando sin que ninguno de los
dos llegase a darse cuenta. Ella ya no le escuchaba, él ya no le
contaba. Nunca le dijo nada de la lista en la que aparecía su
padre, ni tampoco de todo lo demás.
- Sabía que nunca te hablaría de Caudé, lo sabía. Tenía
demasiado miedo. Creo que nunca supo quitarse de encima
la sensación de miedo constante que te acompaña mientras
trabajas desde la clandestinidad. Fueron muchos meses en los
que teníamos que estar preparados para huir en cualquier momento, viviendo en tensión y viajando constantemente. Ella
nunca lo llevó muy bien, aunque disimulaba. Y luego su her131
mana, esa sí que tenía miedo, tenía tanto miedo que prefería
estar contra nosotros antes que con nosotros.
Cuando supo que la primera vez que escuché el nombre
de Caudé fue de labios de mi tía, no salía de su asombro. No
le dije que mi madre había tirado todas sus cartas, no lo consideré necesario. Además, él continuaba su relato sin esperarme,
no necesitaba más información, era él el que tenía que hablar.
- Se lo pidió su padre, le dijo que te lo contase, necesitaba estar seguro de que tú lo sabrías, y ni por esas. Es injusto
esconder la verdad, no dejas opción a los demás, es un gesto
totalitario, abusivo. Aunque puede que esperase a que fueses
mayor. Esperar es de estúpidos, no lo olvides Alex, no esperes
a mañana. Si no arriesgas, si no luchas por conseguir lo que te
propongas, si no crees en ti con todas tus fuerzas, vas a perderte muchas cosas. Todo lo bueno de la vida está justo al otro
lado de la puerta que hay que atravesar, para eso debes poner
todo tu esfuerzo encima de la mesa. Si no lo haces vivirás tranquilo, sin problemas ni preocupaciones, sentado en el sofá de
tu casa frente a la tele, te quedarás sin el sabor de los besos,
sin las recompensas improvisadas, sin la luz en los ojos, sin
el pulso acelerado ante lo desconocido, sin las noches sin fin,
sin los sueños flotando en el horizonte para que los persigas,
sin los labios preñados de deseos, sin la arena de mil playas
llenando los bolsillos de tu memoria, sin las lunas de todas las
ventanas cantando para ti. Nunca esperes, por favor. Y nunca
obligues a los tuyos a esperar, tus miedos no son los miedos de
los demás.
No estaba enfadado, estaba disgustado. Sin embargo, él
quería contarme lo suyo, lo de su padre, quería dejar lo demás
para otro momento. No fue fácil para él saber la verdad. Toda
su vida era una mentira, un cúmulo de mentiras entrelazas, una
ficción absoluta. Si hubiese cerrado los ojos tan sólo tendría
que haberse sentado a disfrutar. Tenía un hogar, una mujer, un
hijo, pero nunca pensó en eso, sólo pensó en la verdad, en la
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hijadeputa de la realidad. Había corrido delante de los grises,
había lanzado pasquines, había estado en la cárcel, había participado en mítines, había escrito artículos de opinión, había
acogido a fugitivos, había trabajado en la clandestinidad, había
mantenido en secreto un escondite blanco donde huir si todo
se complicaba. Sin embargo, siempre había tenido el dinero de
su padre para que no fuese necesario trabajar y ganar un salario, siempre había aparecido un amigo de su padre dispuesto a
ayudarle cuando se metía en algún problema. Siempre. Y, aunque le jodiese reconocerlo, eso ya lo sabía entonces, cuando se
jugaba la vida por la libertad. Pero no sabía, o no quería saber,
que luchaba contra lo que representaba su padre.
- Al descolgar el teléfono escuché una voz de mujer mayor, no preguntaba por mi padre, preguntaba por mí. En mi
obsesión por seguir el rastro de mi padre, por comprender el
motivo por el que obtuvo todas las propiedades que había atesorado, pregunté en el casino del pueblo, en la residencia, en
el hogar del jubilado, en las panaderías, en los cafés. Nadie
quiso hablar conmigo de mi padre. Nadie se atrevió. La mujer
que tenía al otro lado del teléfono me dijo que el cabrón que
me acompañaba merecía morir y que ella era la hermana de mi
verdadero padre. Le pregunté dónde vivía. Colgué y salí de la
habitación tras darle un beso en la frente a mi padre.
Fue a casa de la señora que le había llamado. Hablaron
durante horas. Después salió de viaje, a Zaragoza, a Madrid.
Comprobó todo. Partidas de nacimiento, denuncias, partes de
guerra, archivos parroquiales. Tardó varios días, apenas una
semana. Sabía cómo moverse. Era verdad. No había lugar a
dudas, la señora que había llamado por teléfono decía la verdad.
- Cuando estalló la guerra mi abuela tenía diecisiete
años, era la novia formal de un joven asturiano que había llegado hasta el pueblo con su familia a trabajar en la Azucarera.
Tenían planes de boda, algunos ahorros, el ajuar de ella y toda
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una vida por delante. Se querían. Ella supo que estaba embarazada poco después de que la guerra comenzase. No se lo dijo
a nadie, tampoco a Celesto, su prometido. Había otro hombre,
algo mayor que ellos, que seguía a mi abuela desde que era
una niña, se llamaba Julián, tiempo después, sería su esposo
y, algunos años más adelante, mi abuelo. Julián también trabajaba en la Azucarera, pero no era un simple obrero, era el
contramaestre; el Director y su padre eran íntimos amigos y su
tío era el dueño del casino. Estaba muy bien posicionado.
Todas las tardes Celesto y mi abuela paseaban de la
mano de la Azucarera a la Iglesia y, de regreso, se sentaban
en un banco de la Plaza del Ayuntamiento y hablaban, hacían
planes de futuro y se querían. Julián los veía y los celos se le
comían por dentro, llevaba años intentando que aquella niña
de rostro dulce fuese su esposa y ahora estaba viendo cómo
en pocos meses todas sus ilusiones estaban siendo arrebatadas
por un forastero que había llegado para destrozarle la vida.
No lo podía permitir. Los días en los que se cruzaba con él en
la Azucarera, le miraba fijamente a los ojos, pero Celesto nunca apartaba la mirada. Se sentía constantemente provocado,
plenamente insultado, inequívocamente humillado. Y llegó la
guerra al pueblo. Julián salió vestido de camisa azul, habló a
voz en grito y empuñó la pistola. Una tarde, poco antes de terminar el turno, entraron en la fábrica un grupo de falangistas
de Ejea, llevaban una lista. El primer nombre que leyeron fue
Celesto de la Fuente, el segundo Abelino de la Fuente. Padre
e hijo subieron al camión junto a otros diecinueve trabajadores
de la Azucarera, les detuvieron por estar afiliados a la UGT, ya
nunca regresaron. La hermana de Celesto, cuando habló con
mi padre, le dijo que Julián dio la orden y que él mismo cogió
el fusil para disparar.
Mi padre pudo comprobar que mi abuelo no sólo llevó al paredón a aquellos trabajadores. Se especializó en eso.
Conocía a la perfección el entramado de la Sociedad General
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Azucarera Española, entró en todas y cada una de las azucareras de Aragón, a todas llegaba con una lista que confeccionaba
tras presionar al contramaestre, al ingeniero, al listero o a quien
hiciera falta. Llegaba a cada azucarera con unos nombres fijos,
personas destacadas por su cargo sindical o su papel durante la República y completaba el camión con los nombres que
obtenía. Siempre sabía a quién preguntar y cómo preguntar.
Aprendió dónde estaban los miedos comunes de las personas y
se aprovechó de ello. Cuando terminó su labor fue recompensado y pasó a disfrutar tranquilamente del merecido descanso.
Se casó con mi abuela antes de que acabase la guerra.
Se presentó en su casa tres días después de asesinar a Celesto.
Mi abuela estaba destrozada, lo sabía todo, todo. Supo por
boca de otros trabajadores quién llegó con la lista en la mano,
quién daba las órdenes y quién cogió el fusil y apuntó al pecho de su prometido. Pero no tuvo otra opción. Mi abuela era
huérfana de padre, no tenía hermanos ni nadie que pudiese
ayudarla, hacía tiempo que, de no ser por el sueldo que su prometido ganaba en la Azucarera, ni ella ni su madre hubieran
podido salir adelante. Cuando naciese el bebé el único futuro
que les esperaba era la mendicidad. Julián llamó a la puerta
y le abrió la madre; entró, buscó a la mujer deseada y le pidió
que se casase con él cuanto antes, ella no contestó, él le dijo
que era por su bien. Su madre le dijo que ella se encargaría de
todo. Dos semanas después se celebró la boda, no se guardó
ninguna foto porque, al parecer, mi abuela parecía un alma en
pena que se dejaba llevar por la corriente.
Se casó con el asesino de su prometido. Tuvo un hijo de
aquel al que tanto amó y otro de su marido. Los crió y, cuando
éstos ya eran mayores, un derrame cerebral terminó con su
vida. Mi padre nunca podría preguntarle los motivos que le
llevaron a aceptar todo aquello, no podía entender por qué se
casó con un asesino, con la persona que mató al único hombre
que había amado, por qué nunca se lo dijo a él, al único hijo de
ese amor. Nunca podría preguntárselo.
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- No supe qué hacer. Pasé varios días sin ir por casa, lo
mío con tu madre ya estaba muy mal y no tenía ganas de contarle nada. No dormía. Me quedaba en el parque que había
enfrente del hospital, pensando si subir u olvidarme de todo.
Al final subí.
Cuando entró en la habitación Julián estaba despierto.
Ya no podía moverse, no hablaba, toda su vida estaba en sus
ojos. Pero podía escuchar. Y mi padre le contó lo que sabía,
poco a poco, saboreando cada palabra y, al mismo tiempo, sufriendo al escucharse a sí mismo. Al terminar de hablar ambos
sabían lo que iba a pasar.
La única persona con la que mi padre ha hablado de todo
esto es con Tomás el de Xenra. Se hicieron muy amigos, sin
ningún motivo aparente, posiblemente los dos necesitaban
compañía. Él sabía lo que había hecho, sabía que había estado
en un centro psiquiátrico, sabía que había decidido instalarse
en Calabrez porque era el lugar donde había nacido su verdadero padre, y sabía que esperaba que algún día su hijo llegase
hasta él para conocer la verdadera historia de su familia.
- Tomás es muy buena gente, su familia también. Viven
allí en esa casa de ahí al lado, ven asómate. Tiene tres hijos,
los chicos son un poco primarios, pero la chica es un encanto.
Ellos son mi gente, con los que comparto mi vida.
Pensé en mi tía y en mi prima, al parecer ellas eran mi
gente, pero yo no había tenido oportunidad de elegirlas. No
estaba seguro de querer que eso fuese así. Mi padre se levantó
a echar más leña al fuego, miré el reloj, eran más de las doce,
tendría que llamar a un taxi.
Allí no había teléfono, así que la única opción que me
quedaba era bajar hasta abajo, donde había hablado con el viejo, despertar a su hija que vivía en la casa de encima del bar
abandonado, decirle que necesitaba hacer una llamada con el
teléfono público y, después, pagarle los pasos que marcase el
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contador. Me quedé a dormir en casa de mi padre. Mañana iría
a recoger mis cosas al hostal y regresaría a mi casa.
- Estoy contento de tenerte aquí, Alex. He pensado muchas veces en que me moriría sin contártelo y que entonces ya
nunca podrías saber la verdad. La muerte es una realidad y
hay que estar prevenidos Alex, en cualquier momento llega.
Hay noches en las que puedo escuchar una voz en mi cabeza
que me habla de ella, me pide que piense en ella, en su silencio
tenebroso, en su frío, en su oscuridad, y que tiré todas esas
ideas al cubo de la basura puesto que lo único que tiene la
muerte es la nada, la más absoluta nada. No importan las fuerzas que pongas en agarrarte a este mundo, al final ella siempre
llega. Puedo llegar incluso a pensar que no es necesario esperar, que llegue ya, que todo se acabe. En ese momento siento
un profundo abismo negro que se abre ante mí y me envuelve,
es inmenso, soy incapaz de pensar en su totalidad. Luego tengo miedo.
Antes de irme a dormir salí afuera, le dije a mi padre que
necesitaba tomar el aire. Lo que necesitaba era fumarme un
canuto. Busqué cobijo debajo de una especie de pajar, en un
lugar abierto pero cuyas paredes de piedra me protegían del
frío. Saqué el papel y la china. Empecé a quemar. Cuando estaba liando me fijé en la moto que había aparcada justo a mi
lado. Era la Suzuki Maxi de Selene.
Me fumé el petardo con ansia, pensando sólo en preguntarle a mi padre cómo se llamaba la hija de su amigo. Subí
arriba, las luces estaban apagadas, mi padre se había echado a
dormir. Mecagonelcopón. A la mierda. Que se despierte. Entré en su habitación. Le pregunté. Era ella. Le conté que nos
habíamos conocido la noche anterior. Ya no me escuchaba, estaba durmiendo.
Fui hasta el comedor y encendí la radio. Mientras hablaban de la muerte de Miguel Ángel Blanco, de los dos disparos
en la nuca, de las doce horas de agonía, de repulsas, de manos,
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de gentes y demás mierda, me metí entre pecho y espalda un
par de Luckys. Si hubiera hecho lo que realmente me pedía
mi cabeza, hubiese reventado la radio contra la pared; estaba
cansado de escuchar siempre lo mismo, no me importaba lo
más mínimo, la radio no hablaba de mí, ni de mis miedos, ni de
mis incertidumbres. Tan sólo necesitaba gritar, gritar lo más
alto posible y después afilar mis dientes y darme un profundo bocado en la muñeca, hincar el colmillo y tirar con fuerza
arrancándome las venas, llorar desconsolado mi muerte mejor
que nunca nadie la lloraría y después, antes de desangrarme, ir
al baño, cagar y tirar de la cadena. En lugar de todo aquello me
metí en el cuarto que me había dicho mi padre. La cama estaba
sin hacer. Me tumbé vestido, me tapé con la colcha y me puse
a mirar el techo. Pensé que no podría conciliar el sueño, pero
medio minuto después estaba profundamente dormido.
138
A
Asturianada del tiempo eterno
Asturian
139
Asturianada del tiempo eterno
Suo nombre en el horizonte
le para los pies al tiempo,
ye como una yegua al trote
que nun quiere juramentos;
allumbra L’ eria y a Xenra
y todo camín que ves
pues el suyo yes el mío
y el nuestro yes Calabrez.
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6
Eres del color de la luz del sol, la más cegadora que puedas imaginar, alumbras con tanta fuerza que duelen las retinas.
Mas no por eso puedo dejar de ser yo. No tengo derecho a la
vida, ni a la mía, ni a la de los míos. Me emborracho de todo y
de nada, no puedo dejar de pensar, tan sólo estás tú sola, tan
sola como yo, tan sola como todos. Y en el dulce laberinto de
mis recuerdos nada merece la pena. Ni siquiera mi madre, mi
pobre madre muerta. Yo soy Celesto, eso quiero ser. Quiero
abrazar la verdad que es mía, que es de los míos, y llevarla hasta sus máximas consecuencias. Ya nada me importa. Ese será
mi nombre. Como lo fue de mi abuelo, como lo es de mi padre.
Se llaman perdedores, ellos, nosotros, nunca los otros. Son los
sueños que nunca se cumplen.
Camino desnudo por en medio del bosque, entre eucaliptos altos como las nubes, como el puñal que araña el cielo,
como las olas que escarban montañas. Las manos son grandes,
las tuyas, las mías; grandes para empuñar guadañas y arrasar
con todo. Te veo alejarte en la distancia galopando a lomos de
una yegua salvaje, como tú, también desnuda. Mi padre me
llama desde alguna cueva olvidada, desde una cuneta en la que
ha sido enterrado con todas sus pertenencias: un libro y una
petaca.
Los poetas se santiguan a través de sus libros oxidados,
yo ya no quiero leerlos, sólo quiero permanecer ahí parado
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mientras me moja el orvallo de tus ojos tristes, mientras ante mí
se escapan las cosas importantes de la vida. Y echo a correr.
Nunca me alcanzaréis malditos traidores, sucios embusteros, jodidos cabrones, mentirosos de rimas sueltas y versos
que nunca entiendo. Hostia puta. Si fuese poeta escribiría de
esto, de tu vida, de la mía, de los retretes llenos de mierda, de
los cementerios llenos de muertos, de los pañuelos llenos de
lefa, de los caminos llenos de olvidos. ¿Quieres que te escriba algo bonito?, pues no vuelvas a dejarme tirado en ninguna ventana, no vuelvas a marcharte, no vuelvas a morderme
las entrañas y salir corriendo con ellas en la boca sin avisar.
No lo hagas más, la próxima vez saldré a por ti, te alcanzaré.
La próxima vez. Cuando ya no sea un niño.
Si miro alrededor todo me pertenece y desconfío del
que diga lo contrario. Mis toses de carbonero empastan los
nubarrones de la soledad al mismo tiempo que se escapa con
gracilidad la esperanza. Debo acelerar el paso, la noche devora las sobras del día, las engulle sin masticar si quiera para
luego rumiarlas durante horas hasta que nazca el sol de su
mismo cuerpo, expulsado de este mundo tras tirar de la cadena. Los pasos continúan arrastrándome, con más brío aún,
como cuando las nubes escapan de mis ojos, como la sombra
absurda que me embiste, como la corriente gélida que emana
de las piedras hasta mojarme por completo. Hace tiempo que
mis ojos no sienten la humedad del sentimiento, tiemblo al
no recordarte, al no saber buscar en la memoria desfigurada
de este presente tan frío, tan sumamente frío. Zambullo un
cuerpo que ya no reconozco en esta cama mía, hueca, llena
de nada. Cada hora, cada minuto, cada segundo; el techo
avanza un poco más, amenazante. Las cuencas de mis ojos
permanecen en tensión absoluta, tan vacías como llenas, petrificadas ante aquello a lo que sólo se puede esperar. Escucho esa oscura digestión que me desvela, que me atrapa el
sueño y lo exprime como a una vieja bayeta empapada de
sucios desvelos.
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Ya no quiero ser más veces mi padre. Tengo miedo de
mirarte y que me gustes a pesar de ser él quien mira. Quiero
volver a mirar el horizonte y verlo encuerado, esperándote satisfecho mientras caminas descalza hacia él quemando con el
sabor de tus ojos todo lo que te rodea. Y vuelo de L´ería a Xenra buscándote, llamándote, y sólo veo niños pegando patadas a
un balón, niños que me dicen adiós con una mano. Todo te pertenece. Todos los caminos. Todos los árboles. Todos los mantos
verdes. Todos los ríos. Todas sus aguas. Todos los animales.
Las balas retumban en las noticias y los periódicos vuelan por los aires. Todos estamos secuestrados y una bala nos
espera. Llevan meses hablando de ETA, me tienen hasta los
huevos. Ya nadie habla de Induráin en bicicleta, ni del adiós de
los Ramones, ni siquiera de Biescas. Destrozan mis tímpanos y
sólo consiguen hartarme, hartarme de tal manera que ya nada
me importa. Y todos los muertos son el mismo muerto, y toda
la sangre es la misma sangre, y todos los disparos son el mismo
disparo. Vídeos grabados. Seguiremos masticando el lomo con
patatas mientras ellos ya están muertos, mientras son exhibidos en nuestros televisores, mientras nuestros estómagos ya
no se quejan puesto que nuestros ojos todo lo digieren, hasta la
mierda. Las imágenes ya no tienen valor, lo perdieron el día en
que comenzaron a jugar a ser las más putas del reino.
Llegas como un trueno que todo lo destruye. Destrucción. Bramas. Tu voz llega de las cavernas y explota en el cielo
tiñendo de añil las montañas. Espera. No sigas por ahí. Dime
cómo son los árboles que dibujas con tu voz de tenor asilvestrado. Dime cómo es el infinito. Destrózame como destrozas
los crisantemos que reclaman nuestra presencia. Expúlsame
del paraíso. Yo sólo quiero ser tu voz.
Tengo prisa por encontrarme, por arder en el volcán, por
verlo todo en llamas. Ya no soy yo, soy otro que empieza a
reconocerse en mis pensamientos. Tengo que encontrarte pues
ya no te veo. Ya sólo me queda tu nombre escupiendo en cada
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rincón de mi alma, marcando su territorio con orina infectada.
Quiero que nuestros caminos sean sólo uno, sólo el nuestro, diferente al de todos. Yo quiero ser Celesto y quiero que tú seas
la Luna. Que nuestro camino se llame Calabrez. Y que el final
tan sólo sea un horizonte que siempre se nos escapa.
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C
Calabrez
Calabrez
147
Calabrez
Donde el invierno se viste de luto y desvirga al abril,
donde el tiempo se muestra desnudo y te enseña a vivir,
donde el suelo está cerca del cielo,
donde cada recuerdo es un verso,
donde la boca esconde los surcos de la tierra al morir,
donde mi cuerpo se funde en la hierba y la escucha llorar,
donde el lamento duerme en la tenada y sabe esperar.
Tu aliento sabe a castañas,
a sudor, a herba y fame,
a ortigas, horreos y estrellas,
a penas que dan calambres.
Tu aliento sabe a montañas,
a callos que pueblan manos,
a romería, a praderas,
al mandil y al celibato.
Donde el verbo es de los crisantemos,
donde el credo se viste de negro,
donde el roble busca en la memoria y encuentra un desván.
donde si cierro los ojos y miro escucho tu voz,
donde si sueño hablo con los trasgus y huelo a pación,
Tu sangre sabe a vigilia,
al acebo y al felecho,
al quebranto de la leña
y al abrazo de los vientos.
Tu sangre sabe a caricia,
al camposanto en silencio,
a libertad, a condena
y al palpitar de los sueños.
Donde hay secreto y veneno,
donde vuelo y donde crezco,
donde la vida te enseña las cartas y se deja querer
donde la muerte camina descalza de casa al llagar
donde el sol vive del orvallo y la luna del mar.
Tu alma sabe a promesa,
a despedida en la noche,
a sidra mojada en risa,
y al agua pura de cobre.
Tu alma sabe a leyenda,
a rosarios desmembrados,
al ayer que no se olvida,
al humo de aquel verano.
149
7
Me desperté con un dolor de cabeza del copón. Había
pasado toda la noche dando vueltas, no había nada más que
mirar en las condiciones que había amanecido la colcha para
darse cuenta de ello. Me levanté a desayunar. Mi padre no estaba. Cogí una botella de leche que había en la nevera. El azucarero estaba encima de la mesa, pero no encontré por ningún
lado nescafé, eko, colacao o algo parecido. Me conformé con lo
que había. Leche y azúcar, no estaba mal. Cuando terminé de
bebérmela apareció mi padre en la cocina. Había ido a soltar
las gallinas.
- Tienes mala cara – me dijo mientras se sentaba en una
silla, supe que iba a continuar hablándome como si en realidad
estuviésemos en la misma conversación de unas horas atrás.
Esta vez sólo me habló de Caudé. Me dijo que mi abuelo
Sebastián, el padre de mi madre, había estado en la cárcel. Lo
detuvieron por rojo y cuando salió de allí había visto morir a
tantos compañeros que nunca quiso hablar de ello, le dolían
los recuerdos. En cambio sí que hablaba de Caudé, siempre lo
hacía, un pequeño pueblo de Teruel en el que él nunca estuvo.
Conocía su historia a través de los labios de un compañero que
fue anotando en un cuaderno todas las personas que asesinaban y posteriormente lanzaban a una enorme fosa escarbada
en una vaguada que había en las cercanías del pueblo. A este
compañero lo detuvieron una vez terminada la guerra, cuando
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ya la fosa estaba cerrada. Lo detuvieron porque sabían que tenía todo anotado, los más de mil muertos amontonados bajo la
tierra. A él lo metieron en la cárcel y después lo mataron, pero
nunca pudieron encontrar el cuaderno.
Mi madre tenía que contarme todo esto, era su obligación, era el último deseo de su padre, pero nunca lo hizo. También mi tía tenía que contárselo a su hija y podía habérmelo
contado a mí, pero sólo nos dijo que pasaron cosas terribles,
no se atrevió a más. Cosas terribles, eso es una puta mierda de
expresión, eso no sirve para contar nada, cosas terribles pasan
en cada casa, todos los días. Más de mil muertos asesinados
de forma sistemática, pensada y planeada con precisión, eso
no es simplemente una cosa terrible, es mucho más que eso, es
el mismo infierno gobernando en la cabeza de cada uno de los
asesinos, es el mal absoluto, es el hombre en su más primitiva
forma. Y la iglesia avalando todo aquello. Eso es lo que les
pasaba a mi madre y a mi tía, que si me lo contaban tenían que
contarme también el vergonzoso papel de la iglesia. Como si yo
no lo supiera ya, como si nunca hubiese oído nada de la cruzada contra los rojos, de las dos ciudades, de la justicia de dios,
de los hijos de Caín, de la iglesia de la venganza. Tengo dieciocho años y hace tiempo que no soy un niño, ellas se piensan
que aún creo en los reyes magos, mecagoenlaputa, no vivo en
una jodida urna de cristal, no soy como ellas, no meto la cabeza
en ningún agujero, me gusta mirar a la realidad que me rodea
y, si algo no me gusta, me jodo y punto. No me dedico a ignorarlo para tener la conciencia tranquila. Bueno, no sé si ese
fue el motivo que le llevó a no contarme nada, puede ser que
esté equivocado, no sé, tal vez tuvo miedo de que le volviese a
pasar lo mismo que le pasó con mi padre, que me obsesionase
con esas cosas. Joder. Eso no pasaría en la puta vida, a mí eso
no me va, a mí me va mi mundo y lo demás me importa una
mierda. Así de claro.
- Lo que les pasaba, a las dos, es que nunca terminaron de
creerse las historias de tu abuelo – me dijo mi padre.
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Le escuchaban, le prestaban atención, les gustaba escucharle hablar de aquellos años, pero pensaban que era un exagerado, que no pudo ser todo tan cruel como él lo describía,
que había algo de verdad, pero también algo de distorsión a
través del recuerdo. Acojonante. Se creían las cifras, pero no
querían ver el modo en el que fueron asesinados. Aceptaban
ver la realidad a través del cine y las novelas, pero no se creían
aquello que habían vivido la gente que tenían a su alrededor.
La forja de un rebelde, Luna de lobos, ¡Ay Carmela!, Homenaje a Cataluña, Tierra y Libertad. ¿De qué servía todo aquello? Sólo era
pienso para soñadores, para añorar la libertad desde tu sofá
y tu bolsa de palomitas, para calmar la sed de justicia y sufrir
de forma artificial lo que otros lloraron con sangre. No sirve
para nada. Lo importante es lo vivido por nuestros abuelos,
por los que comparten su tiempo con nosotros, por aquellos
que vemos cada día pasar a nuestro lado, por el señor que da
de comer a las palomas, por la señora que habla sola porque
ya no tiene con quién hablar, por el anciano que espera en su
residencia la escueta visita de sus familiares. Pero esos son invisibles y sus historias no forman parte de la historia. Me pone
de mala hostia, todo esto me pone de muy mala hostia.
Mi padre vio el cuaderno. Le sacaba de quicio que ella
no se lo creyese, que no aceptase la verdad de su padre, la
verdad de toda una generación arrastrada al horror. Buscó el
cuaderno y lo encontró. Sólo lo pudo ver una vez. Existía. Se
lo dijo a mi madre, pero no sirvió de nada, estaba cambiándome los pañales, apenas le escuchaba ya. Puede incluso que hubiese olvidado el cuaderno. Lamentable. Esta es la normalidad
que nos rodea, la ignorancia como forma de vida, el estado de
bienestar. Alguien del mismo Teruel, nacido allí, crecido allí y
vivido allí, puede elegir ignorarlo porque nunca ha escuchado
hablar de la fosa de Caudé; en su casa, conservadores de toda
la vida, nunca se ha hablado de la guerra, tal vez del bombardeo de Belchite, nunca de los fusilamientos indiscriminados, ni
de las cunetas llenas de muertos. No importa. A esa persona,
153
toda una vida viviendo a pocos kilómetros de la fosa, no le importan las banderas que se ven desde la carretera, sólo pueden
traer fantasmas del pasado, del pasado de sus padres, del de
sus abuelos, el pasado de los suyos. Para esa persona es mejor
mirar para otro lado, no querer ver, mucho mejor para nuestras conciencias; es mucho mejor afirmar rotundamente que él
nunca ha oído semejante barbaridad de una matanza de más
de mil personas en el pequeño pueblo de Caudé, él nunca ha
escuchado algo así a pesar de vivir ahí al lado, por lo tanto, eso
es mentira, esa fosa no existe, esas muertes nunca han existido.
Lo que se desconoce nunca ha existido. Mierda puta.
- Selene te espera en el eucalipto gigante que hay cerca de
su casa, ella te llevará a Ribadesella.
- ¿Selene? – su nombre me sorprendió, me devolvió a la
realidad, a mi realidad – ¿ella sabe que estoy aquí?
- Se lo he contado hace un rato, siempre viene a visitarme
por las mañanas, siempre que no tiene clase, y hablamos de
cualquier cosa. Hoy hemos hablado de ti.
Me estaba esperando. Era verdad. Sentada al lado del
eucalipto, ofreciéndome su costado sin apenas mirarme, sonriendo con disimulo y escondiendo cierto nerviosismo que sólo
mostraba en un ligero sonrojo para ella desconocido. Estaba
arrebatadora, era mucho más guapa de lo que la noche había
esculpido en mi memoria.
Paseamos, hablamos, abrazamos nuestras manos, pero no
nos besamos. Ni una sola vez. La acompañé a través de caminos
empedrados, densos de ortigas y maleza, sombríos. La acompañé a través de campos recién segados, praos, que decía ella. La
acompañé por la misma carretera que yo había subido el día
anterior, hasta volver a detenernos en la casa de mi padre.
- Nos tenemos que ir – me dijo con una seriedad casi triste
en la mirada – Víctor me ha dicho que tu autobús sale en una
hora y yo tengo que estar aquí para comer.
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Minutos después me subí tras ella en su Suzuki Maxi,
de nuevo agarrado a su cintura, de nuevo tan cerca de todo
que no me atrevía ni a respirar. Bajamos a toda velocidad recorriendo, en mucho menos tiempo que el taxi, la multitud de
curvas, unas más cerradas que otras, que separaban Calabrez
y Ribadesella. Pasé miedo, lo reconozco. No podía quitar la
vista del precipicio que aparecía a mi izquierda amenazándome constantemente. Selene no reía a carcajadas, no gritaba
provocadora, no se giraba a mirarme. Tan sólo conducía.
Llegamos a la estación de autobuses, quise sacar un billete para Oviedo, pero allí nadie atendía. Los billetes se sacaban en el mismo autobús. Nos sentamos a esperar. Ahí fue
cuando me besó. Entrelazó sus brazos en mi cuello, se aplastó
contra mi cuerpo abrazándome como una niña pequeña que
no quiere que la dejen sola, permaneció así durante medio minuto, yo completamente quieto, casi aguantando la respiración
y, después, rompió el abrazo y posó sus labios sobre los míos,
primero lentamente, para que sólo se rozasen y, acto seguido,
embistiendo con fuerza, abriendo su boca e introduciendo su
lengua en la mía. Dos viejas nos miraban y murmuraban en
voz baja.
Se tuvo que marchar antes de que llegase el autobús. Si
llegaba tarde su padre la mataría, ya había sido bastante con
lo del sábado. No paramos de besarnos en todo ese rato en la
estación. Las viejas se cambiaron de sitio. No había nadie más.
Pero al final nuestro tiempo se esfumó, ella se tuvo que marchar y yo me quedé ahí solo de nuevo. Esta vez se giró varias
veces desde su Suzuki Maxi y, cuando ya había desaparecido
tras la curva, regresó a darme un último beso. Nos llamaremos,
nos prometimos sin mucha esperanza. Ni ella tenía teléfono en
casa, ni a mí me gustaba hablarle a un aparato. Lo más probable era que nunca nos volviéramos a ver.
Llegó el Alsa. Las dos viejas se me adelantaron, en cuanto se abrieron las puertas aceleraron el paso y me echaron a
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un lado de un empujón mal disimulado. No les importó que
yo llevase esperando más tiempo que ellas. Todos los asientos
estaban vacíos. Pagué el billete y me senté al final del autobús,
lo más alejado que pude de las jodidas viejas. El conductor
arrancó. Un buen rato después llegamos a Oviedo. De nuevo
a esperar. De nuevo a sacar un billete. De nuevo a hacer fila
para subir al autobús. De nuevo a buscar un asiento, acomodarme y cruzar los dedos para que a mi lado no se sentase
alguien con ganas de tocarme los cojones. Esta vez quedaban
muchas horas por delante. Regresaba a casa.
Tras de mí dejaba la sensación de haber cambiado de vida
por completo, de haber salido de un lugar para introducirme
en otro, de haber perdido la llave de regreso. Estaba feliz. Incomprensiblemente feliz. Feliz tras mucho tiempo de no saber
lo que era eso. Había conocido a mi padre y le había permitido
cumplir lo único que le pedía a la vida: poder contarle a su hijo
la verdad, explicarle de qué materia estaba hecho el mundo, de
qué materia estaba hecho el ser humano, de qué materia estaba
hecha mi familia, de qué materia estaba hecho yo mismo.
Mi padre se muere. Le queda muy poco tiempo. Tiene
cáncer. No durará mucho. Me lo contó aquella misma mañana,
antes de decirme que Selene me estaba esperando.
- Selene no lo sabe, no se lo he querido decir – me dijo mi
padre.
Sólo lo sabe Tomás, su amigo. Y yo. Nadie más. He conocido a mi padre y voy a quedarme huérfano. Huérfano de
padre y de madre. A mi padre no lo quiero, he de ser sincero,
apenas lo conozco, no puedo quererlo. Podría haberlo querido
mucho, más incluso que a mi madre, no sé, pero no tuvimos
oportunidad, fue su elección. Pudo haber mirado para otro
lado, pudo seguir la corriente, pudo hacer lo que hacen los
demás, y regresar a casa tras ocho horas de monótono trabajo,
darle un beso descafeinado a su mujer, echar la bronca a su hijo
por llegar tarde, ver el fútbol y brindar en familia en las fiestas
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de guardar como si todo fuese una bonita historia en la que no
existe el dolor. Le admiro por eso, por mandar a la mierda todo
y no hacer lo que los suyos esperaban que hiciese.
Pero no sólo he conocido a mi padre. He conocido a Selene. No tengo ni puta idea de lo que es estar enamorado, pero
lo que sí sé es que nunca me había sentido así. Sufro. Si pienso
en ella sufro porque no está a mi lado, porque ya nunca lo volverá a estar. Hasta ahora recordaba a las chicas para ponerme cachondo; las recordaba desnudas como aquella vez que
pude verlas cambiándose en el vestuario, las recordaba en bikini cuando salen del agua y puedes adivinar el tamaño de sus
pezones, las recordaba ligeramente borrachas en fiestas donde
puedes meterles mano sin que te digan nada. Las recordaba en
el baño, siempre con un trozo de papel higiénico en la mano izquierda. Ahora es todo lo contrario. Pienso en ella y me vengo
abajo. Una mano afilada se introduce en mitad de mi pecho y
comienza a escarbar haciéndome daño, destrozándome. Y sin
embargo, quiero pensar en ella constantemente, no olvidarla. Y
no quiero verla desnuda, no quiero que mis recuerdos la dibujen bailando sin ropa para mí, no quiero desgastar mi memoria,
quiero que permanezca impoluta como si, al conseguirlo, permaneciesen vivas las esperanzas de volverla a ver. Le voy a ser
fiel hasta con ella misma, con el recuerdo que tengo de ella.
Cogí mi olvidado diario transformado en poemario. No
escribía en él desde que comencé mi viaje en busca de algo que
no sabía lo que era. Ya no puedo mirar atrás. Todo ha cambiado. Intento reconocerme y sólo veo un espejo hecho añicos y
sangre por todos los rincones de mi alma. La lava hiriente escupida desde la misma boca del volcán ha conseguido devolverme
la vida, he bebido de su amargo y abrasador brasero y he sentido cómo me transformaba en algo parecido a lo que quería ser.
Dejé de escribir y regresé a Selene. No podía dejar de
verla caminar entre ortigas, horreos y estrellas que nunca se
quieren marchar de ese cielo en permanente romance con el
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suelo que pisábamos. Su risa contagiaba el valle y yo la seguía
allá donde ella quisiera llevarme. Se tumbaba en la hierba, su
cuerpo estaba en completa unión con la naturaleza y me pedía
que me pusiese a su lado, que escuchase, que simplemente escuchase el fabuloso sonido de una brutal vitalidad en constante ebullición; una realidad en la que el ser humano no existe y,
cuando existe, provoca que la hierba arranque en un llanto silencioso y constante que la deja con esa fina capa húmeda que
todos los días pisamos y que en ocasiones puede empaparnos
el alma. Me habló de su mundo, de las montañas que recorría
cada día como si fuesen parte de su misma casa, de las risas
en cada rincón, de la sidra salpicándolo todo, de los veranos
trabajando en el campo, de las canciones cantadas para que
todo el mundo las escuchase, del silencio de las cocinas, de la
leña gritándole fuego, de los vientos llegados desde cualquier
lugar para juntarse en Calabrez y preparar una romería en la
que todo el mundo puede bailar. Me habló de duendes que
roban anillos y luego se les caen por un agujero que tienen en
la mano. Me habló del negro poblando la memoria, el silencio,
el miedo, la fe y la realidad. Me habló de la muerte como devoción, como realidad presente cada día que te permite tener
a tus muertos sentados a la mesa, que provoca el nacimiento
de crisantemos en todos los rincones, que salpica de leyendas
y de supersticiones cada instante de la vida, que transforma el
cementerio en un lugar apacible donde sentarse a pensar en
cualquier cosa. Me habló de la gente que envejece despacio,
de una forma tan extraña que permite ver cómo nace cada
arruga y luego contemplarlas en retrospectiva como se contemplan los anillos de los árboles cuando se les guillotina para
convertirlos en leña. Me habló de sus sueños, de sus deseos
por seguir volando a cualquier lugar, pero siempre desde ahí,
desde Calabrez.
Al terminar de hablarme de todo aquello rompió a llorar. Estaba triste, profundamente triste. Sabía que mi padre
se moría. Y no podía soportarlo.
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- Él me lo enseñó todo – me dijo – lo que te acabo de contar, lo que acabas de ver, lo has visto a través de los ojos de tu
padre, así es como él lo ve y así es como me ha enseñado a mí a
mirarlo.
Sentí celos. Unos celos profundos y ácidos. Por eso no me
despedí de él. Por eso me marché sin decirle nada. Por eso, cuando le dije a Selene que iba a despedirme mientras ella iba a casa
a coger las llaves, yo me limité a esperarla al lado de su moto, sin
subir para nada a ver a mi padre. Por eso quise que se muriera
ya mismo y quedarme yo ocupando su lugar en esa casa, ser yo
el que le dijese a Selene cómo había que mirar las cosas. Yo no
sabía mirar a mi alrededor. No podía enseñar a nadie.
Pude adivinar en los ojos de mi padre el deseo hacia la niña
que se hace mujer. Pude ver en su retina el cuerpo desnudo de
Selene zambulléndose en el río. Pude sentir en su mirada el brillo
del que busca en la confianza el momento preciso para morder
el objeto preciado. Pude ver a Selene mintiéndome, diciéndome
que la Suzuki Maxi la compró con sus ahorros cuando yo ya sé
por boca de mi padre que fue él quien se la compró por su cumpleaños. No pude verlos juntos, él me dijo que todos los días ella
iba a buscarle, que todos los días hablaban, que todos los días
compartían algunas tareas y, sin embargo, yo no pude verlos
juntos. Estaba gilipollas. Celoso y gilipollas. No había nada. No
podía haber nada. Bueno, en realidad no lo sabía y todo podía
ser. Pero no, pensé en Selene mirándome desde la Suzuki Maxi
y quise ver amor. Sí, eso tenía que ser el amor, por cojones. Quise volver atrás y darle un abrazo a mi padre, decirle que quiero
que me enseñe a mirar, que me cuente todo cuanto sabe, que
quiero permanecer a su lado. Pero acabábamos de pasar Logroño, ya estaba cerca de casa y mañana estaría encerrado en
mi cuarto dejando que el tiempo transcurriese. Mañana tendría
que salir a la calle y decirle a cualquiera que pasase a mi lado
que ya no era la misma persona. Nadie me creería, me tomarían
por loco, como a mi padre. No me importa. Que les den por el
culo a todos.
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Recordé a mi tía diciéndome que mi padre era un drogadicto y recordé la cara de sorpresa de mi padre cuando se lo
conté. Me dijo que desconfiase de quien juzgaba a los demás
sin ninguna razón aparente. También me dijo que había fumado porros durante una temporada, siempre en compañía de mi
madre, de mi tía y del novio que tuviese en ese momento mi
tía. No era un drogadicto, nunca lo había sido. Sí que podía
decirse que era un loco, en su día le habían diagnosticado un
brote psicótico y le habían ingresado en un centro psiquiátrico.
Al parecer le curaron, o al menos le mandaron a casa con la
eterna condena de tomarse tres pastillas al día. Él no notaba
ninguna diferencia, su cabeza funcionaba igual antes que después de entrar, igual de bien o igual de mal. Puede que fuese
un loco, pero nunca había sido un drogadicto. Empezaba a
conocer a mi tía.
En ese momento supe que al día siguiente pensaría en
Selene, la vería caminando descalza sobre la hierba mojada,
pensaría en ese momento, en el anterior y en el anterior, y nunca los olvidaría. Me encargaría de blindar mi memoria para
ello. Al día siguiente pensaría en el sabor del agua pura cuando
pude beberla de su boca, pensaría en las promesas no pronunciadas, pensaría en los sueños que laten de forma constante,
pensaría en su sangre, en su verbo, en su aliento y, sobre todo,
pensaría en el humo que muestra el surco que hizo en mi vida
aquel verano. Pensaría en todo aquello. Y seguiría su rastro.
El tipo que había a mi lado roncaba. Intenté darle un codazo para despertarle, pero tan sólo se removió en su asiento,
emitió un leve quejido y siguió roncando de forma acompasada. Su puta estampa. Apenas quedaba una hora de viaje,
saqué el walkman de la mochila, al menos así podría borrar
ligeramente la realidad mediocre y aburrida que me rodeaba.
PON ESA MÚSICA DE NUEVO, SON UN MONTÓN
DE RECUERDOS, LO SIENTO SÓLO POR TI, PERO
ESTO ES COMO UN JUEGO.
160
D
Datos técnicos
Datos técn
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La Insolenzia bebe de la boca
del volcán de:
Daniel Sancet Cueto (voz y escritura)
Isabel Marco Bisbal (voz, coros y guitarra)
Félix Ruiz Sangrós (guitarra)
Eduardo García Martín (guitarra y coros)
Daniel Benito Alvarez (bajo)
Luis Gómez Alegre (batería)
La Boca del Volcán se grabó durante los meses de noviembre y diciembre de 2009 en los Estudios Inguz de Zaragoza, y se masterizó en
Mastertips Mastering de Madrid en enero de 2010.
La música de todas las canciones incluidas en La Boca del Volcán está
compuesta por Insolenzia. Las letras de las canciones, así como la
novela, están escritas por Daniel Sancet Cueto. Los arreglos de las
canciones se deben a la magia y buen hacer de Eduardo García
Martín “Luter”.
Colaboran con la Insolenzia: Enrique Villarreal “Drogas” (Barricada), voz en Sembrar la verdad; Kutxi Romero (Marea), voz en Llueven deseos; Urbano Prieto, voz en Asturianada del tiempo eterno y Juan
Carlos Vinués “Americano”, piano en Calabrez y Sembrar la verdad.
Productor: Eduardo García Martín “Luter”
Grabación y mezcla: Jorge Sastrón y Juan Miguel Sánchez
Masterización: Juan Hidalgo
Ilustraciones y grabados: Mariano Castillo
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Diseño gráfico: Es3prods.
Fotografías: Dejavú Rock Photographers
La gran familia de la Insolenzia se completa con:
Guitarrista de directo: Miguel Lucia
Mamanager y coordinadora logística: Mª Pilar Cueto
Fotógrafos y asesores de imagen: Eva y Karlos (Dejavú Rock
Photographers)
Maquilladora oficial: Yasmina Ros
Director del videoclip: Josian Pastor
Montador del videoclip: Emilio Gazo
Operarios y ayudantes: Javier Benito “Jabato”, Daniel Sancet Nadal y César Nogueras (aunque sólo vino a comer).
Backliner: Joaquín Roche
Diseñadora de carteles y dossieres: Ana Nogueras
Webmaster: Diego Castillo
Informático: César Nogueras
Manager: Daniel Ilundáin (ACR Producciones)
Las fotografías y el videoclip se realizaron en el Paraje Natural del
Caracol en Alagón (Zaragoza), en diciembre y enero respectivamente, casualmente en los dos días con las temperaturas más bajas
del invierno.
Edita: Carcajada Records
Distribuye: Santo Grial Producciones
Contratación: 626 799 035
[email protected]
www.insolenzia.es
164
A
Agradecimientos
Agradeci
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INSOLENZIA
Queremos comenzar por la persona a quien más le debemos en este renacer de la Insolenzia. Luter, amigo, has conseguido sacar lo mejor de nosotros a todos los niveles y, lo más
importante, nos has devuelto la ilusión, nos has unido y nos
has marcado el camino por donde tienen que dirigirse nuestros
pasos. Ya queda menos para el próximo disco.
A Drogas y Kutxi por los momentos que nos han hecho
vivir, por prestarnos su arte y experiencia, por todo lo que significa para nosotros que nos acompañen en este disco.
A Juan Carlos, el Americano, por su estupendo buen hacer al piano y por emocionarse con nosotros como uno más del
grupo.
A Urbano por arrastrar a Asturias entera con su poderosa voz y dejarnos a todos eclipsados, con los vellos de punta y
el corazón asfixiado.
A Alex por prestarnos su Fender Stratocaster y su ampli,
amigo te seguimos esperando para cuando tú quieras. A Manolo por prestarnos su Gibson LesPaul Studio y por su apoyo
constante desde nuestros inicios. A Saneme por prestarnos su
Mesa-boggie a pesar de tener bolo con nuestros queridos com167
pañeros de El Vicio del Duende, gestos así son los que no se
olvidan. A David Bazco por prestarnos su ampli Vox.
A la Mamanager por estar siempre ahí, aguantando y
apoyando, por esos bocadillos que nos has preparado para cenar en innumerables sesiones de ensayos nocturnos, por esas
comidas en la sesión de fotos y en la de videoclip.
A la familia y amigos que nos soportan cada día.
A todos nuestros padrinos y madrinas que nos han apoyado comprándonos un disco al que todavía le faltaba meses
por nacer.
A los comercios que nos han ayudado económicamente
haciendo un esfuerzo difícil de comprender en los tiempos que
corren.
A JuanMi y Jorge de Producciones Sin/Compasiones –
Estudios Inguz, por hacer que nos sintamos como en casa y ser
partícipes de este proyecto.
A Yasmina por maquillarnos en la sesión de fotos, en el
videoclip y siempre que hace falta. Es un lujazo contar con una
maquilladora profesional como ella.
A Eva y Karlos por los fotones que nos han hecho, por
saber dirigirnos a la perfección, por aconsejarnos con el vestuario pero, sobre todo, por tener esa forma de ser tan abierta
que nos facilitó las cosas y nos descubrió unas grandes personas.
A Ana Nogueras a quien siempre recurrimos para casi
cualquier cosa y que nos prepara unos dossieres, carteles, entradas y demás movidas que nos hace parecer buenos.
A Josian Pastor por ser el director de nuestros videoclips
y por involucrarse plenamente en este proyecto.
A todos los grupos con los que hemos compartido escenario.
168
A Diego Artigas por todo el tiempo en el que nos ha
acompañado y por saber marcharse con clase y sin hacernos
daño, como un buen compañero.
A Miguel Lucia por querer acompañarnos en directo y
meterse en esta arriesgada aventura de kilómetros, risas y decibelios.
A César que nos salvó del desastre a última hora, supo
hacer lo necesario para que el cd saliese como tiene que salir.
A Ilundáin por su trabajo de oficina y por sacarnos adelante desde ACR Producciones, Carcajada Records, Impresiones Quiméricas o desde dónde sea.
A Mata (El Garage Producciones) porque siempre está
dispuesto a ayudarnos, aconsejarnos o lo que haga falta.
A todos los medios que hacen eco de nuestras aventuras: HeavyRock, Kerrang, Rock Estatal, Los+Mejores, Metal
Hammer, Popular1, www.manerasdevivir.com, www.mariskalromero.com, www.rockcircus.com, www.rockcultura.com,
www.garridorock.com, www.rockinspain.es, www.aragonmusical.com, www.aragonliterario.com, La Fauna de Radio Enlace, Pincho para dos, Aragón Suena, El Periódico de Aragón,
Heraldo de Aragón, Mondo Sonoro, Radio Alagón, Radio Zaragoza, Aragón Televisión, Aragón Literario, Golpe de Voz,
Clic!, En Construcción (La 2), Comunidad Sonora, Senderos
del Rock, El Libre Pensador, Con Fuerza Heavy. Y esos periodistas que en nos han apoyado cuando lo hemos necesitado:
Juan Destroyer, Juan Palacios, Jon Marín, Chema Granados, Charly R´N´R, Mariano García, Joaquín Carbonell, Miguel Mena, Miguel Uribe, Luis Borrás, José Antonio Armero,
Leonardo Cebrián, Fran Molero, Sergio Falces, Iván Ortega,
Joan Singla, David Lee Rock, Jorge Bobadilla, Alberto Guardiola, Jualián Martínez. Y más que nos dejamos en el tintero y
que espero nos sepan perdonar.
169
Isabel Marco Bisbal
Con el trabajo terminado es el momento de mirar hacia
atrás y recordar a todas aquellas personas que, de un modo u
otro, han estado a nuestro lado apoyándonos y que han ayudado a que lo que tienes en tus manos, y de lo que estamos muy
orgullosos, sea como es.
A Dani, gracias por invitarme, hace ya muchos años, a
formar parte de Insolenzia, por tirar del carro, por tu perseverancia, por tu tiempo que parece que se multiplica por nosotros, por creer en mí, por confiar en mis posibilidades, por
ver lo que yo no veo y conseguir sacarlo a la luz cada día,
por ayudarme a crecer y a crecerme, por ahuyentar mis demonios; gracias porque he podido ir tapando el hoyo y cada día es
menos profundo (ya no quepo en él), porque eres mi solucionario y el mago que hace realidad mis sueños (como muestra
un botón), porque no podré terminar de agradecértelo nunca,
GRACIAS.
A Félix, gracias por contagiar tu rock&roll, por tu chulería que tira pa’lante, por ser el alma de todas las fiestas (sobre
todo de esta que llamamos Insolenzia), por resistir y resistir, y
menos mal porque sin ti ¿dónde estría el rock&roll? Sabes que
eres el jefe.
A Benito, gracias por tu apoyo constante, por callar y
cerrar bocas, gracias por ese hilo de cordura que, aunque enredado, nos une en un lazo; porque siempre has estado ahí, por
no dejarte amedrentar y continuar a pesar del fango, gracias.
A Luis, gracias por dejarte engatusar; en qué buen momento tendiste tu mano, siempre dispuesto, ese eres tú. Gracias por tu pegada, porque con ella hemos podido gritar que
seguimos aquí, porque lo llevas dentro, porque lo vives y lo
transmites, gracias.
A Luter, ¡mil gracias! por embarcarte en este proyecto,
por confiar en nosotros, en nuestras ideas y mejorarlas. Gra170
cias por aguantarme primero (sé que en ocasiones soy un poco
difícil) y perdonarme después; por todo tu trabajo, que no tiene precio, por estar como uno más, por ser uno más, gracias.
A Miguel (otro engatusado), gracias por aparecer, ¡qué
cerca estabas!, por aceptar nuestra locura tal y como es y zambullirte sin dudarlo y a contrarreloj, gracias.
A mis padres, gracias por vuestros consejos, aunque no
siempre les hiciera caso ¡con la razón que teníais!, pero, como
buenos maestros, ya sabéis que a veces es necesario equivocarse para aprender, gracias por dejarme hacerlo. Gracias por no
interferir en mis sueños y respetarlos, gracias.
A Pilar y Daniel, gracias por ofrecer y darlo todo, por
vuestro tiempo, vuestras ganas, vuestros esfuerzos (que no son
pocos), por vuestro apoyo incondicional, gracias.
A Jaime y Fernando, gracias por vuestra compañía en
tantos conciertos, ese gesto supone para mí mucho más de lo
que os imagináis. Gracias por estar ahí, gracias.
A Alex, gracias por ayudarme a conocer mi guitarra, todas esas horas que me regalaste me abrieron las puertas de un
universo, espero poder compartir más, gracias.
A todos los amigos y amigas que nos siguen a los conciertos y nos echan una mano cuando lo necesitamos, ¡menos
mal!, gracias.
Félix Ruiz Sangrós
Tenia previsto muchos nombres para aparecer en este
apartado, justo dos días antes de que el disco entrase a imprenta y, como no se me da muy bien lo de escribir (eso es
para Dani), intentaré ser breve. Me vais a permitir que os
deje un instante a un lado ya que me quedan muchos momentos que compartir con vosotros y sabéis lo importantes que
171
sois para mí. No obstante, os agradezco enormemente que
estéis en mi vida: a mi familia, a mis amigos, a mis compañeros de trabajo de PPG y a Cristina por hacer que los momentos malos sean menos malos y los buenos sean mejores.
Dicho esto quiero dedicar este disco a Pilar Gracia Allue, mi
abuela; que me dejó el día 11 de enero de 2010, durante el proceso de creación de este disco, y si a alguien tengo que agradecer algo es a ella. Porque desde que te fuiste algo de dentro de
mí también se fue, porque los días que estabas en el hospital no
podía parar de pensar en todos los momentos que pasé junto
a ti, y pedía con todas mis fuerzas volver al pasado y que nada
de lo que estaba sucediendo fuese verdad. Pensaba en los veranos en Gavín contigo; pensaba en tantas tardes en Pinseque;
pensaba en cuando me escapaba de casa con 10 años porque
discutía con tu hija y me iba a la tuya, recuerdo que siempre
me acogías con una sonrisa y la llamabas para decirle que me
quedaba contigo a dormir; también pensaba en cuando hacía
alguna trastada (que no eran pocas) y me tenías que echar
la bronca, incluso en esos momentos sentía que me querías.
Quiero aprovechar estas líneas para agradecerte todo lo que
hiciste por mi y para decirte, allá donde estés, que nunca te
olvidaré y que te quise, te quiero y siempre te querré.
Daniel Benito Alvarez
Quisiera dar las gracias, en este pequeño espacio que me
han dejado a todas las personas que desde que me metí en este
proyecto me han apoyado sin dudarlo en ningún momento.
Empezaré por mi familia. Desde mi bisabuelo Valentín, el
cual siempre me incitó a aprender a tocar instrumentos porque
le encantaba la música, hasta mis primos mas pequeños. Pero,
en especial, a mis padres que siempre han estado animándome
e interesándose por mí y por el grupo, apoyándome siempre,
172
evitando que esos momentos en los que los ánimos están bajos
finalizaran con este sueño.
¿Qué decir de los amigos? Esos que llevan meses dándome la brasa, pidiéndome el disco, apadrinándonos sin pensárselo dos veces, y también esos otros a los que no se lo he dicho
para no ponerlos en el compromiso de comprarlo. Y a Chusko,
el único de Alagón que me ha querido apradinar. Pues como
no sé qué decir tan sólo os digo: GRACIAS.
Y OS JODÉIS POR LAS PERRAS QUE NOS HABÉIS DADO
En este momento también me acuerdo de todos los que
nunca me habéis apoyado y habéis intentado que deje el grupo sin conseguirlo. Espero que sigáis en vuestra línea porque,
gracias a eso, me esfuerzo cada día más para que tengáis de
qué hablar y yo de qué reírme.
Por último quisiera agradecer a la MAMANAGER esa
paciencia que tiene con nosotros y por esos pedazo de bocadillos de tortilla que nos prepara para los ensayos nocturnos. Sin
olvidarme del Luter, ese cabrón que me cambió todas las canciones en el estudio y que consiguió que el bajo en este disco
sonara hasta bien (últimamente en los ensayos me acuerdo de
ti y de parte de tu familia). Por supuesto, quiero mencionar a
los demás miembros del grupo que me aguantan día tras día y
concierto tras concierto.
Sé que me dejo a mucha gente, pero en este momento no
se me ocurre nadie más. Así que dejaré un espacio para que lo
pongáis vosotros mismos.
(PREGUNTARME ANTES SI QUIERO QUE OS
PONGÁIS).
173
Bueno, pues nada más, espero que os guste y que la mayoría continuéis apoyándonos tanto a mí como al grupo. ¡Ah!,
se me olvidaba, voy a nombrar a mi hermano “Jabato” no sea
que se pique y no quiera hacer de pipa en el próximo videoclip.
Y a toda esa cuadrilla de PERTURVAOS que ya saben quienes son aunque no los nombre uno a uno.
¿Verdad?, ¡¡¡CABRONES!!!
Luis Gómez Alegre
Cierro los ojos y ahí estás. Majestuosa, etérea. Como una
visión divina. A la Chuli.
A mis maravillosos niños: Claudia, Jara, Candela, Elia,
Jorge, Raúl, Antonio y Diego. Gracias por hacerme sentir
como un niño. Buscad vuestro sueño.
A mis queridos, Los Turbios: Sara, Carlos y David. Sois
cojonudos, os quiero.
A Ana por todos estos años.
Y, sobre todo, a mis padres por todo su amor.
Gracias a todos.
Daniel Sancet Cueto
A los míos, los que me apoyan día a día con fe ciega, sin
cuestionarse nada, confiando en que mis locuras tienen una
razón de ser y respetando la vida que he elegido y que quiero
vivir. No me gusta la palabra familia, ya lo sabéis, es una palabra demasiado manida como para creérmela. Este trabajo es
de vuestro hijo pero también es vuestro.
A mis compañeros (Isabel, Félix, Benito y Luis) por
todo, qué más decir, os siento tan dentro que si no estáis me
174
duele. Por vuestras sonrisas poblando de nuevo vuestras caras, porque los problemas superados unen y de los errores se
aprende. Todos lo quisimos dejar y aquí seguimos todos. Os
quiero.
A Edu, o Luter, o el canalla más canalla de Lacoma (soy
de pueblo pero si tuviera que ser de barrio el mío sería este).
Manda cojones que con los años que gastamos nos hayamos
enamorado a estas alturas. Si tuviera que agradecerte todo lo
que corresponde, los lectores se cansarían antes de que terminase así que me limitaré a decir que me has hecho cumplir
un sueño, que has sido partícipe y creador de dicho sueño y
que eso es como si me hubieras dado la vida. Por la poesía,
por el rocanrol y por la amistad, hermano, sobre todo por la
amistad.
A Drogas y Kutxi por su amistad, sus conversaciones,
los libros compartidos, las historias narradas y escuchadas,
las mesas y sobremesas, los conciertos, los consejos, las sonrisas y la comprensión. Por dejarme entrar en vuestras vidas,
aunque sólo sea un momento.
A todos los que se han dejado liar por este loco: Yasmina que se viene a maquillarnos siempre que le pido un favor
de primo a primo, Jorge porque he visto en sus ojos cómo
desde los mandos de la nave vivía las canciones como uno
más, Karlos y Eva por meterse de lleno en la movida y hacernos sentir unas estrellas, Josian y Emilio que se prestaron a
grabar un videoclip de lujo a última hora y con pocos medios,
Mariano Castillo que fue el primero en saber ver a través de
mi mirada lo que era La boca del volcán y supo trasladarlo
con su excelente mano al grabado que hoy abre este proyecto, Nuria, Marian y todo el equipo de Gráficas Jalón que
nos han facilitado todo y son como de la familia, Enrique
Garralaga de Condor CD, Diego Castillo por la web, Ana
Nogueras por todo lo que nos ayuda y nos aguanta (bueno,
en especial a mí).
A Ignacio Peiró, que no sólo es mi profesor sino que es
mi amigo. Por ese pedazo de sombrero que me va a acompañar durante toda la gira. Para que luego digas que no me
acuerdo de ti, de lo que no me acuerdo es de la tesis que te
tengo que entregar algún día de estos.
175
A Raúl y Laura, a Vanessa, a Silvia, a mi tío José Mari,
a mi tía Charo, a Jose, a Yasmina la de Gijón, a mi primo Manuel, a Alex Rivas, a Víctor Pardo, a Manolo Vela, al Jefe, a
Jaime y Fernando; sencillamente porque me apetece.
A mis dos abuelas: Mª Cruz Nadal, o sea, “la Yaya”, y
Gimena Pradina Estrada, o sea, “Buelita”.
A los necios, los desaventurados, los descarriados, los insolentes, los desterrados, los contestatarios, los olvidados, los
diferentes; porque siempre seré de los vuestros.
Y a nadie más. No necesito ver el escepticismo en vuestros ojos para saber lo que pensáis. Me dais absolutamente
igual.
Si miro a mi lado, tú siempre estás. Lo demás no me importa.
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L
Los Padrinos de la
Insolenzia
Los Pad
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Todas estas personas nos ayudaron económicamente
comprándonos el presente trabajo con varios meses
de antelación.
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Conchi Ruiz Sangrós, Alagón (Zaragoza)
Irene Vela Cubero, Alagón (Zaragoza)
Manuel Vela Cubero, Alagón (Zaragoza)
Pilar Cubero Arnaudas, Alagón (Zaragoza)
Manuel Vela Viar, Alagón (Zaragoza)
Manuel Bernardino Marco Félez, Teruel
Daniel Sancet Nadal, Gurrea de Gállego (Huesca)
Rosa Isabel Bisbal, Alcorisa (Teruel)
Mª Pilar Cueto Estrada, Calabrez (Asturias)
Juan Francisco Palacios Sanmiguel, Alagón (Zaragoza)
Juan Palacios Laserrada, Alagón (Zaragoza)
Irene Alvarez Arnedo, Igea (La Rioja)
José Luis Sierra Cuartero, Torres de Berrellén (Zaragoza)
Juan Marqués Díez, Torla (Huesca)
Johnny Aliaga, Barcelona
Uri Aliaga, Granollers (Barcelona)
Silvia Sancet Marín, Zaragoza
José Mari Sancet Nadal, Gurrea de Gállego (Huesca)
Sandra Mediel Casas, Pinseque (Zaragoza)
Carla Alvarez Benito, Igea (La Rioja)
Víctor Pardo Lancina
Pilar Aparicio, Alagón (Zaragoza)
Mª Rosario Alvarez Arnedo “Charo”, Igea (La Rioja)
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Santiago Sofí Callén, Alagón (Zaragoza)
Javi González Merce “Caracol”, Igea (Logroño)
José Mª Alonso Navas “Marulo”, Igea (Logroño)
Judit Orga Benito, Lardero (Logroño)
Concepción Benito Jiménez, Alfaro (La Rioja)
Iñaki Uriarte Arambilet, Bilbao
Estrella Jiménez y Gabino Benito, Cervera del Río Alhama (La
Rioja)
José Ángel Arévalo Martínez “Bully”, Igea (La Rioja)
Francisco Galán Jiménez “Pakito”, Igea (La Rioja)
Javi Martínez Jiménez “Kaska”, Igea (La Rioja)
Miguel Ángel Martínez Díez “П”, Igea (La Rioja)
Joni Arévalo Martínez “Topo”, Igea (La Rioja)
Marta y Clara Manzano Puri “Hermanitas Dinamita”, Alagón
(Zgz)
Alicia Vera “Loba de la Jarea”, Alagón (Zaragoza)
Raúl Cueto Viñau, Gurrea de Gállego (Huesca)
“Cristie”, Figueruelas (Zaragoza)
Miguel Marchite Mora, Zaragoza
DaNi Muñones “La Fauna de Radio Enlace”, Madrid
Víctor Rodríguez, Alagón (Zaragoza)
Pascual Ruíz Sangrós, Alagón (Zaragoza)
Luis Navarro Pérez, Kasetas (Zaragoza)
Daniel Cuartero Andreu, Zaragoza
Alberto Cabrerizo, Soria
Miguel Moreno, Villarrobledo (Albacete)
Alex Rivas “Janico, el Señor Misterioso”, Alagón (Zaragoza)
Iván Cano, Zaragoza
José Luis Escorihuela Hernández, Guadalaviar (Teruel)
Manuel Martín, Belchite (Zaragoza)
Yasmina Ros Cueto, Gurrea de Gállego (Huesca)
Nacho Aniento Marco, Zaragoza
Raquel Cihuela Joven, Áteca “ATK” (Zaragoza)
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Mª José Sanz Ballestero, Calanda (Teruel)
Diego Vera, Andorra (Teruel)
Ana Arrufat Barberán, Monroyo / Mont – Roig (Teruel)
Elena Esteban Valero, Teruel
Mª Pilar Vivas Labarías, Calanda (Teruel)
Gema Alquezar Aguilar, Valmuel (Teruel)
Silvia Siurana Cebrián, Alcañiz (Teruel)
Mª Dolores Magallón Prades, Calanda (Teruel)
Berna Plana Artiga, Benasque (Huesca)
Mª José Massotti Ayela, Calanda (Teruel)
Mª Carmen Bisbal Félez, Alcorisa (Teruel)
Silvia García García, Zaragoza
Manuel Terrén Redón, Calanda (Teruel)
Alfredo Carque Dorado, Zaragoza
Vanessa Cueto Viñau, Gurrea de Gállego (Zaragoza)
Christian García Galindo “Otro perturbado más”, Igea (La
Rioja)
Ana Oca “La Isa”, Igea (La Rioja)
Jairo Pesquera Cofiño, Calabrez (Asturias)
Mª Elena Cofiño, Calabrez (Asturias)
Gelo Pesquera, Calabrez (Asturias)
Alfonso Sanz Losada, Ermua (Vizcaya)
Rubén Ruiz “Rumbita de La Jota”, Zaragoza
César Nogueras Puri, Alagón (Zaragoza)
A. B. C. (madrina anónima)
Ángel Uriarte Benito “Noesta”, Guanajato (México)
Carmen Pérez Marín “Del Cacho”, Alagón (Zaragoza)
Joaquín Carbonell, Zaragoza
Javi Benito Jiménez “Gabino”, Cervera del Río Alhama (La
Rioja)
Laia y Alba Sarda Vera, Tarradel (Barcelona)
Francisco Alvarez Arnedo “Paco”, Igea (La Rioja)
Raül Vera, Granollers (Barcelona)
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- L´Esther, Granollers (Barcelona)
- Abilio Vera y Carmen Jiménez, Granollers (Barcelona)
- Francisco Alvarez y Carmen Arnedo, Igea (La Rioja)
- Ricardo Benito Jiménez, Cervera del Río Alhama (La Rioja)
- José María Alvarez Arnedo “Pepe”, Igea (La Rioja)
- Peña Los Idiotas, Cervera del Río Alhama (La Rioja)
- Jorge Salinas Santano, Zaragoza
- Domingo Regalado Borgoñón “Milito”, Alagón (Zaragoza)
- Omayra Encinas Benito, Alagón (Zaragoza)
- Beatriz Tenas Alcaine “Beika”, Figueruelas (Zaragoza)
- Joaquín Roche Calvete “Rotxe”, Alagón (Zaragoza)
- Jaime Marco Bisbal, Zaragoza
- Fernando Sevillano Calvo, Soria
- Alejandra Ramos Fernández, Alagón (Zaragoza)
- Mónica Martínez Pérez, Alagón (Zaragoza)
- Mª Pilar Lancís López, Alcañiz (Teruel)
- Jesús Manresa Lardíes “Chusko”, Alagón (Zaragoza)
- Javier Benito Alvarez “Jabato”, Alagón (Zaragoza)
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Centro Alaun, Alagón (Zaragoza)
Muebles Ruvi, Alagón (Zaragoza)
Tomate2, Alagón (Zaragoza)
Café - Bar Hendrix, Alagón (Zaragoza)
Concesiones J.C., Alagón (Zaragoza)
Cafetería Riga, Alagón (Zaragoza)
Mármoles Sofí, Alagón (Zaragoza)
Restaurante Los Ángeles, Alagón (Zaragoza)
Gráficas Jalón, Alagón (Zaragoza)
Textil Velilla, Madrid
Pub Parole, Alagón (Zaragoza)
Peña el Tocino Da’Monte, Alagón (Zaragoza)
Autoescuela Moisés, Alagón (Zaragoza)
Ibermúsica, Zaragoza
Á
Álbum de fotos
Álbum d
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185
186
187
188
Í
Índice
Índice
189
Prólogo
9
Mi silencio
15
Sembrar la verdad
41
Llueven deseos
65
La Boca del volcán
93
Ni risas, ni versos, ni mares
115
Asturianada del tiempo eterno
139
Calabrez
147
Datos técnicos
161
Agradecimientos
165
Los Padrinos de la Insolenzia
177
Álbum de fotos
183
191

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