CON LOS OJOS VENDADOS - la guerra que no hemos visto

Transcripción

CON LOS OJOS VENDADOS - la guerra que no hemos visto
CON LOS OJOS VENDADOS
María Elvira Ardila
es el
título de la exposición que nos hace
volcar la mirada sobre un país en el
que miles de habitantes han nacido
bajo la línea de un fuego cruzado;
bajo una corporación casi invisible
que domina el narcotráfico, y el
exilio de miles de familias que han
tenido que huir de sus tierras por los
enfrentamientos entre la guerrilla,
los paramilitares y el Ejército. Esta
guerra, aunque difícil de percibir en
su globalidad, es un conflicto armado
que no ha tenido tregua en medio
siglo y que ha generado toda una
cultura alrededor de la violencia. No
podemos decir, sin embargo, que
esta guerra sea totalmente excluyente ni que muchos no hayamos
visto algunos de sus aspectos. Mi
generación creció con el fantasma del
asesinato, el 9 de abril de 1948, de
Jorge Eliécer Gaitán, líder del Partido
Liberal quien se había presentado en
1946 como candidato presidencial
–elecciones en las que fue derrotado
a pesar de su liderazgo indiscutible–.
El asesinato de Gaitán, caudillo de
todo un pueblo, provocó un alzamiento de sus seguidores y cimentó
el comienzo de un período marcado
por la violencia. A comienzos de los
LA GUERRA QUE NO HEMOS VISTO
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años ochenta, la nueva guerra se
estableció, por el contrario, desde
el tráfico de la coca; la guerrilla
colombiana incluso perdió sus ideales
al ser financiada por los narcotraficantes, y al controlar y vigilar gran
parte de los cultivos. Así, mientras
que la anterior generación padeció
lo que se ha denominado el período
de la violencia política –una guerra
entre liberales y conservadores–, la
década de los años ochenta dio inicio
–ante el declive de la producción de
marihuana en nuestro país– al auge
de una nueva economía basada en
la producción del polvo blanco y al
nacimiento de las nuevas mafias por
el control del estimulante, denominadas “carteles”, el primero de ellos
originado en Medellín.
La exposición que presentamos
ahora, no obstante nos coloca en un
terreno no explorado, con un título
que nos hace pensar en lo inverosímil, en una guerra poco creíble, en
un conflicto propio del ámbito de la
ficción… Puesto que sucede en un
país polarizado, LA GUERRA QUE NO HEMOS VISTO nos lleva a reflexionar sobre
nuestro sentido de la visión: nos
sitúa en un combate que o bien no
podemos ver, nos han impedido ver,
vedado por el Estado y los medios de
comunicación; o podríamos referirnos
también a una ceguera parcial o total
por parte nuestra, o estrictamente al
hecho de encontrarnos “con los ojos
vendados” para no ver y dejar pasar
la realidad como si fuese un conflicto que no nos tocara, que no nos
interpelara, que no nos importara; o
¿será que nos hemos acostumbrado
a convivir en una cultura cargada de
violencia?
La selección de pinturas –que
no se ha corregido técnicamente
pues no es éste el propósito de la
exposición–, curada por la artista
Ana Tiscornia, nos permite conocer
esas otras historias de la guerra: las
que no han sido contadas ni en los
textos académicos ni por la prensa;
son los testimonios de las historias no
oficiales, no reveladas, y develadas
por primera vez aquí, en primera
persona, por esa voz que habla en
alto, por una voz que no ha tomado
distancia del conflicto a pesar de que
represente a quienes ya han entrado
en un proceso de desmovilización y
han dejado las armas: una voz que
cuenta y grita el dolor.
LA GUERRA QUE NO HEMOS VISTO es
el resultado de una selección de
pinturas realizadas por excombatientes, en los talleres de pintura
organizados para desmovilizados de
los frentes paramilitares de las Auc,
ex militantes de las Farc y del Eln, y
con muchachos de algunos batallones
del Ejército que enfrentaron la guerra
y salieron mal heridos. Estas pinturas
adquieren entonces una mayor
relevancia al haber sido realizadas
por personas que fueron directamente
protagonistas del conflicto, y que, a
través de ellas, nos relatan historias
íntimas y colectivas.
Los autores de estas obras,
actores de la guerra, son personas
anónimas que padecen y llevan
a cuestas la historia colombiana;
no poseen protocolos académicos
por falta de oportunidades y, por
esto mismo, no son personas que
investiguen, escriban o aborden
estas temáticas para la producción
de obras artísticas o literarias, sino
que por su acercamiento directo al
conflicto tienen una manera casi
ingenua de trasladar sus vivencias
a la pintura. Su lenguaje corresponde
a una estética infantil, que cuenta,
que narra, que exorciza el sufrimiento. Podríamos decir que estas obras
se asemejan en su ingenuidad, color
y composición a los dibujos de los
niños. El color verde, por ejemplo,
inunda, en algunas pinturas, todo
el espacio; y las montañas de color
azul, que están en un segundo plano,
realmente nos muestran un territorio
lleno de color, en algunos casos,
sin horizonte; son pinturas con una
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confluencia del inagotable paisaje,
de las experiencias íntimas, de la
violencia en los campos y, podría
decirse, de la falta de esperanza.
Las temáticas de las pinturas
dan cuenta de las historias de sus
propias vidas; al pintarlas, los
autores han narrado su cotidianidad,
lo que han vivido o lo que han
tenido que vivir sin muchas opciones:
desde el ingreso en la insurgencia,
su vinculación y el proceso del
reclutamiento; los enfrentamientos
entre Ejército y los bandos irregulares, los enfrentamientos entre los
diferentes grupos insurgentes; hasta
escenas de los campamentos, los
caseríos improvisados, los retenes,
algunos secuestrados olvidados en la
vorágine; las masacres, las matanzas, los torturados, el remate de
sus víctimas para silenciarlas hasta
después de la muerte o para dar
escarmiento a los otros. Observamos
también en ellas fosas comunes –lo
que, entre otras cosas, nos hace intuir
que en nuestro país nunca se sabrá
realmente cuántas personas han sido
desaparecidas–, y por otra parte
hallamos también la recolección de
la coca, la venta de los bultos de las
cocas, las fumigaciones por parte del
Gobierno, los desplazamientos, las
marchas campesinas que han tenido
que realizar y los pueblos cercanos
silenciados o llenos de temor.
Las narrativas de las pinturas
revelan testimonios en primera persona, micro relatos que hacen parte de
esas “trans-historias” sin edición de
ningún tipo, que se mueven entre
polaridades que van de lo conmovedor a lo atroz, y nos muestran
tanto la humanidad como toda la
perversidad del ser humano; pero, al
mismo tiempo ponen de manifiesto
la redención de estos excombatientes que han vivido directamente el
conflicto. Al ilustrar los relatos de lo
que fuera su vida diaria –y poniendo
a un lado la culpa–, han expuesto
sus vidas por narrar su participación
activa en este conflicto. A pesar de
ello, al contar lo que sucede en los
campos, en las selvas, lo han hecho
sin tapujos, casi con una intención de
develar su realidad del conflicto y de
sanar las heridas. Es por esto que, en
este espacio, los autores son libres;
es éste un lugar donde exorcizan sus
vidas y, en algunos casos, sus crímenes al develarlos. Son personas que
han estado a un costado de la vida, al
filo de la navaja, en el que la muerte
acaecida por la violencia se ha vuelto
algo cotidiano, algo “normal”, con
métodos incuestionables: querer escapar, como vemos en algunas pinturas,
es asegurar una muerte, con prácticas
de sevicia para que la lección sea
aprendida por otros. Las pinturas
tienen la propiedad de hacer que los
muertos hablen, griten, se manifiesten, se materialicen, y que de alguna
manera cobren vida a través de sus
propios victimarios, que los resucitan
a través de sus dibujos; se manifiestan para que no los olvidemos, para
retornarles el nombre y para que estas
historias no se repitan.
Al hablar de sus autores hay que
señalar que con la Ley de Justicia
y Paz integrantes de la guerrilla y
paramilitares se acogieron a sus
beneficios; al salir de la guerra
ingresaron a los tallares con la
esperanza de un cambio en sus vidas,
con la idea de ponerle punto final a
la guerra y, por supuesto, de querer
contar lo que pasa día a día en el
conflicto. Encontramos muchachos
que entraron a los grupos insurgentes
siendo niños, algunos forzados, otros
sobreviviendo al hambre y otros
fascinados por el dinero, pues en la
década de los años ochenta algunas
madres de las comunas nororientales
de Medellín les decían a sus hijos
menores de dieciocho años: “Traiga
plata, mijo, de la buena o de la
mala, pero tráigala”. Así, la única
opción para muchos de estos adolescentes era conseguir dinero para sus
familias, acentuada por la falta de
oportunidades y atraídos y motivados
por el dinero fácil, la estética de los
narcos, las camionetas, las motos,
el licor, las mujeres con implantes
de silicona y el gusto por las armas
como prolongación del cuerpo.
Otros autores nos dan también
testimonios más sensibles alrededor
de la naturaleza: la vegetación y
el cielo azul; árboles de todos los
colores y la nostalgia que produce
el paisaje. Lo anterior contrastado
con pinturas en las que se cuentan los muertos –seis en una de
ellas–; se muestran las torturas;
las formas macabras para eliminar
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a algún infiltrado, a un desertor, a
un delator, haciendo notar un sin
número de tácticas para hacer morir
al enemigo, y los rituales, heredados
de la violencia política, que surgen
alrededor del cuerpo inerte, como el
descuartizamiento y los diferentes
cortes, o el introducir piedras en la
víctima para luego tirarla al río –el
dador de vida se convierte en una
sombra que se apodera de los cadáveres–. También en ellas se observan
niños saltando como si nada pasara;
un hombre dando de comer a los
peces en lagos artificiales; lanchas
que surcan los cauces de los ríos
prohibidos, o la venta de una arroba
de coca a un precio de alrededor
de seis dólares… Podríamos hacer
un paralelo entre las pinturas y los
diarios decimonónicos, dibujados
en este caso desde la experiencia,
como una forma de evidenciar una
problemática diaria e íntima.
Nuestra historia está llena de
cicatrices que ha dejado la violencia;
es una historia que ha sido fragmentada, cercenada y silenciada
de manera similar a la gramática
impuesta por los verdugos a los cuerpos mutilados y fragmentados que
aparecen en algunas de las escenas;
realmente es una guerra de la que no
se ha hablado, y estas pinturas son
testimonios de la memoria colectiva.
A pesar de que cada una de ellas
puede ser observada individualmente
y que cada una nos narra una escena
de lo acontecido, a su vez, la lectura
de la secuencia de todas las pinturas,
realizadas por diferentes actores, nos
proporciona una narración completa
de sucesos que nos conducen a la
representación y a lo escalofriante
de lo que se vive en nuestro país
diariamente. En efecto, al advertirlas
en conjunto, estas pinturas nos dan
una aproximación de la guerra que
realmente hay en Colombia.
La muestra nos emplaza en
nuestra geografía rural, en campos,
selvas, valles y vastos territorios,
sitios aislados e impenetrables, alejados de los centros urbanos; un paisaje plenamente verde y excesivamente
rico en recursos naturales; zonas en
las que se encuentra la presencia
de la guerrilla y de paramilitares;
un territorio codiciado y disputado
por ellos a causa de un negocio
altamente rentable, y donde estas
bandas emergentes han obligado a
los campesinos a los desplazamientos
forzados. Del mismo modo, estos
lugares se han convertido en sectores
en los que se producen masacres,
el reclutamiento forzoso, la expropiación de tierras y, por supuesto,
las grandes extensiones de cultivo de
coca. El contexto de estas pinturas
puede corresponder a los lugares en
los que transcurre el conflicto, como
el sur de Córdoba, norte de Antioquia
y norte de Boyacá; la región central
del Chocó, el Eje Cafetero, la zona
costera, la Sierra Nevada de Santa
Marta, los Montes de María, los
departamentos de Arauca, Meta,
Guaviare, Caquetá, Putumayo,
Nariño, Cauca y Valle del Cauca;
aproximadamente más de 131
municipios cercados por el conflicto,
encerrados y aislados de las capitales
por la complejidad de su ubicación
geográfica.
Los talleres realizados por la
Fundación Puntos de Encuentro les
dio la posibilidad a ex guerrilleros,
a ex paramilitares y a soldados
que han intervenido en la guerra,
de hablar, contar y pintar hechos
no develados hasta el momento. A
través de éstas, ellos han vuelto a
pensar como seres humanos, y en
su mayoría no quieren volver a vivir
ninguna de estas historias.
LA GUERRA QUE NO HEMOS VISTO es
una exposición que “nos quita la
venda de los ojos” y hace que nos
acerquemos más a nuestro país; tal
vez haga que nos arraiguemos más
en él, a pesar de todo. Estas pinturas
son testimonio y memoria: son
una reivindicación del ser humano,
son sinceras, y, por supuesto, sus
representaciones son muy valiosas,
próximas a los escritos de Primo Levi
–quien relata su vivencia en los campos de concentración de Auschwitz–,
y nos hacen caer en cuenta de que
todos también somos cómplices
de la vergüenza de ser parte de la
Humanidad.
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