Morir de glamour Boris Izaguirre Capítulo I

Transcripción

Morir de glamour Boris Izaguirre Capítulo I
Morir de glamour
Boris Izaguirre
Capítulo I, (fragmento 2º)
Nadie sabe lo que es el glamour. En una cita de libro 'De cómo los irlandeses salvaron la
civilización', de Thomas Cahill, se dice: “La palabra gramática, el primer paso en el curso
de los estudios clásicos que moldearon a todos los hombres instruidos desde Platón a
Agustín, pasará a pronunciarla una tribu bárbara como glamorur”. Una tribu bárbara es
la inventora de la palabra, a la vez degenerada del gramar latino. Prosigue el libro de
Cahill: “El que tiene gramática (el que sabe leer) posee una magia inexplicable”. De aquí
deduzco que el glamour es algo tan flexible y caprichoso como la propia lengua. Va
cambiando con los tiempos o, mejor dicho, con las necesidades que impone la
supervivencia; algo que supera el mero hecho de existir.
Personalmente siento que la palabra, en algunos momentos, se ha convertido en un
comodín que legitima a las clases altas para continuar su perenne burla de las
inferiores. Cuando se acusa a alguien de carecer de glamour, generalmente se le señala
como pobre o tonto. Nunca he sido partidario del insulto y en este caso, además, me
irrita el excesivo uso que se está haciendo del término en cuestión. Al mismo tiempo, me
permito afirmar que nos hallamos ante un vocablo que se crece en ideologías
conservadoras o bajo líderes derechistas, mucho más que en sus contrarios. En un
gobierno conservador, por ejemplo, el glamour es algo sine que non, mientras que en
uno de izquierdas se transforma en un concepto de transgresión. Maldita, pues, esta
palabra que tantas caras, mentiras y verdades se empeña en esconder y mostrar con
tan sólo un batir de pestañas.
Hay algunos que prefieren reivindicar al glamour como ese algo perdido que sólo sus
madres supieron manifestar y llevarse consigo una vez muertas. La madre de Proust o
la madre de Visconti, sin ir más lejos, fueron pruebas vivientes de este sortilegio.
Señoras permanentemente recreadas en el espectro de lo maravilloso y de lo sublime.
El artificio solemne. Maravilloso, sublime y solemne serán, por cierto, palabras que se
repetirán una y otra vez en estas páginas como vínculos, sinónimos y paradigmas del
glamour. Pero volvamos a las madres. La de Truman Capote, por ejemplo, alcohólica y
en permanente búsqueda del ascenso social, renegando de su propio hijo para
conseguirlo. O la también arribista y nerviosa madre de Jacqueline Bouvier, luego
Kennedy y Onassis, que soportó estoica el alcoholismo del señor Bouvier y prefirió no
ver las inclinaciones pornográficas de su segundo marido: el que le proporcionara la
validez social que tanto le interesaba. Estas madres desempeñaron un papel importante
en la consecución de esta pátina, de esa esencia sin olor, de ese halo invisible, extraño,
casi tangible que convirtió a sus vástagos en grandes paladines de la historia del
glamour.
Pero antes de Jackie, Truman y compañía, hay que detenerse en Wallis Warfield
Simpson (1896-1986), la eterna Duquesa de Windsor aunque sin rango de tratamiento
real; es decir, se le podía dar la mano, pero era absolutamente cateto que se le hiciera
reverencia: su cuñada, la Reina Madre, aún viva y centenaria, consiguió que el
encumbramiento al título de Royal Higness (alteza real, para entendernos) le fuera
vedado per sécula seculórum.
Wallis nació pobre, pero entre familiares ricos (con medios, como diríamos ahora) que
se jactaban de enviarle cada verano a la necesitada parienta de Baltimore las prendas
que otros miembros de la familia habían dejado de vestir. ¡Pobre Wallis, toda una
infancia con los trajes de sus primas, remendados par ajustarse a sus imposibles
medidas de mujer alta, huesuda y no del todo bella! El glamour vino a ayudarla y la
convirtió en la mujer más importante de toda una generación: hizo temblar a la
monarquía inglesa con sus modales de americana moderna y transplantada. Cuenta
Diana Vreeland en su libro D.V. que fueron sus almuerzos los que asentaron la
popularidad de Wallis en Londres, tras su segundo matrimonio con el banquero
americano Ernesto Simpson. Los ingleses nunca habían visto comidas tan surtidas,
variadas y divertidas. Hoy parece un triunfo fácil ofrecer manjares a quienes sobrellevan
la loza de ser se los peor alimentados del mundo, pero uno de los grandes secretos del
glamour es precisamente conseguir lo imposible por medio de los más sencillo.

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