LOS VERSOS PINTADOS DE KLINGSOR: HERMAN HESSE POETA

Transcripción

LOS VERSOS PINTADOS DE KLINGSOR: HERMAN HESSE POETA
Junio 2004, N°. 2.
La Sombra del Membrillo
C ARNE DE M EMBRILLO
Ilustración:
Silvia López
En nuestra "Carne de membrillo" tienen cabida la
sugerencia lectora y la lectura en profundidad, el
estudio y la creación, carne tierna y dulce membrillo.
LOS VERSOS PINTADOS DE KLINGSOR:
HERMAN HESSE POETA
Hay quien lo ha llamado paisajista del
alma, y puestos a ser justos, las muestras
pictóricas conservadas del inmenso talento
que produjo Siddharta, Demian o El lobo
estepario, no resisten la comparación con los
paisajes elaborados a golpe de palabra. Es
indudable que Hermann Hesse (Calw, 1877Montagnola, 1962) se destacó como un
prosista de difícil clasificación, a quien
diversas generaciones de jóvenes, la alemana
de entreguerras o la pacifista de la California
de los sesenta, se han acercado para
profundizar en las minas de una voz a
contracorriente, la de quien no sufre empacho
en considerarse discípulo de Nietzsche y de
San Francisco, simpatizante de vagabundos
erotómanos como Casanova, o peregrino
mental y físico a India o China (y hablamos
de las primeras décadas del siglo XX); y que,
por tal, cuando en 1946 recibió la noticia de
que se le había concedido el Premio Nóbel,
quitó hierro comentando que tan posible era
recibirlo como ser herido por una teja.
Chulerías como esta no le han hecho ganar
demasiado afecto entre filólogos rigurosos,
que vale por academicistas, pero eso, a él y
a nosotros, sinceramente, no debe
inquietarnos. Sigue siendo el jardinero de
interiores, el errabundo adolescente, artista
original y marginal, que no casualmente son
palabras casi gemelas, amante de las riberas
de los conceptos y atraído por las fronteras
susceptibles de demolerse. Su poesía, fruto
de decenas y decenas de años, es subsidiaria
también de los contenidos de su prosa, y una
vez más, no puede considerarse en paralelo
cualitativo. Claro que todo esto no significa
que Hesse sea un poeta o un pintor a ignorar,
sólo que estas dos ramas exhiben una estatura
algo menor respecto a su narrativa. Pero si
un servidor se dispone a invitar al lector a
un paseo a través de sus versos y mezclas de
pintura, y las líneas de conexión con su “obra
mayor”, como es el caso, es porque está
convencido de que no va a defraudarle la
ruta.
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Alfredo Arias
Sol sobre los libros
Generalmente, la obra de Hesse es
nocturna, interior. Domina el símbolo, el
sueño, la melancolía, la humedad; dones de
la luna. De ahí que cuando ocasionalmente
sus libros se abren al sol, le son ofrecidos a
él, el brillo es más intenso, su energía “pica”
literalmente en nuestros párpados, su luz
desconcierta, pues no se nos presenta el autor
más feliz que cuando se calza el personaje de
vagabundo desprejuiciado, que alguna vez
ejerció con comedimiento. Son, pues, libros
solares, los que acaso hayan envejecido
menos: sea la obra que le dio a conocer, Peter
Camenzind, sea el encantador Knulp,
prácticamente un héroe de balada, el
Goldmundo de Narciso y Goldmundo, o dos
textos que fueron compuestos prácticamente
al unísono, fruto de un momento de crisis en
que la pintura y la cercanía de Italia lo libraron
de caer en picado: el “vademécum” de un
librito de prosas, poesías y acuarelas titulado
El caminante, y la novela breve El último verano
de Klingsor. En el primero, un escritor se
expresa también por la pintura; en la segunda,
un pintor se expresa por medio de versos. La
línea que intersecciona estos libros fraternos
es precisamente un poema común, que es el
séptimo de El caminante, y se sitúa
prácticamente al final de Klingsor. Por
problemas de espacio, y por invitar al lector
a viajar más lejos y mejor, tan sólo reproduzco
algunos fragmentos, en la traducción de Ester
Berenguer para este libro:
¡Oh, mundo multicolor y vacilante!
¡Cómo sacias y fatigas,
Cómo embriagas!
Perderé pronto aquello que hoy
Aún brilla.
El viento silbará sobre
Mi oscura tumba.
La madre se inclina sobre el niño.
Quiero ver sus ojos de nuevo...
Todo lo demás puede irse,
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Desvanecerse...
Queda, sólo, la eterna madre,
Nuestro origen.
Sus dedos juguetones escriben,
En el aire, nuestro nombre.
Fugaz.
Hacia la dulce locura y el sueño hechicero.
Sí, de acuerdo. Es un poema lunar. Resulta
que la savia de estos árboles abiertos al
mediodía es semilla de noche; alude a sus
símbolos: la tumba, la
madre, el abandono, la
muerte; remite al regreso
a la placenta originaria,
al retorno al plan de la
divinidad femenina, “lo
misterioso femenino”,
que es la raíz del
universo, en la filosofía
taoísta, tan querida del
autor. Y no ha de
extrañarnos. La doble
inicial de (H)ermann
(H)esse concuerda con
un autor y una obra
polarizados, duales, en
tensión de contrapuntos
que luchan por
armonizarse, y a veces lo
consiguen. En El lobo
estepario, el recorrido de
ese hombre lobo moral
que es (H)arry (H)aller,
la risa será el antídoto
contra la ansiedad y la
angustia del personaje;
la luminosidad que encienden el juego y el
humor compensarán su oscuro aullido, pues
la vida se compacta con las fibras de la muerte.
Componen El caminante trece prosas
con sus correspondientes acuarelas, que sólo
en tres ocasiones (“La rectoría”, “Tiempo
lluvioso” y “Cielo nublado”)
prescinden de una poesía
final. Hay que imaginarse a
Hesse, como tantas otras
conciencias, suspendido en el
vacío tras el desastre bélico,
que lo es de su sistema de
valores, rescatándose y
reconstruyéndose a sí mismo
en el paisaje como “el
pequeño caminante y pintor
de acuarelas” (prosa “El
puente”), con ese “aspecto tan
campesino” en opinión de su
amigo Ferruccio Busoni
(prosa “Aldea”); pues Hesse,
mellizo de sí mismo, puede
pasar por un intelectual
distanciado con quevedos y
esmoquin, y por un sencillo
jardinero, tal como lo
recuerdan algunas de sus
últimas visitas, del mismo
modo que el gran actor Max
von Sydow sabe encarnarse
en el sencillo jornalero de Pelle,
el conquistador, o en el mismo y refinado Harry
Haller, trasunto de Hesse, en la versión fílmica
de El lobo estepario (Fred Haines, 1974), con
un asombroso parecido con el modelo.
(“Espléndido mundo”, cuarto poema de El caminante).
Camino del sur
Por eso la muerte persigue al vitalista
Klingsor y lo coloca al límite de la intensidad.
Por eso el norte germano busca su
complemento en el sur; así Hesse desciende
en 1919 del hartazgo del tópico masculino: la
primera guerra mundial, la inocencia perdida
de la razón, el sueño quebrado de ser padre
de familia, en busca de un renacimiento en
el calor, atravesando el macizo de San Gotardo
en los Alpes, y situándose en el cantón suizo
del Tesino, cerca de Lugano, ya en la ladera
que mira hacia Italia. Búsqueda del sur, de la
pasión, de lo femenino, de lo que se disuelve
y busca disolverse.
Las prosas, poesías y acuarelas de El
caminante significan, desde luego, el registro
de ese viaje de norte a sur, de reaprendizaje:
el paso de la montaña, la pequeña aldea, el
lago en un día lluvioso, la cumbre en un día
luminar. Signos exteriores e interiores que
quedan grabados minuciosamente, a veces
entrelazados:
"[...]un cielo desconfiado y
sombrío deja caer, nervioso y
destemplado, una llovizna caprichosa,
y yo, no menos nervioso y
destemplado, vago por el paisaje
insólito. Quizá bebí demasiado vino
anoche, o demasiado poco, o tal vez
soñé cosas inquietantes... Sobre el agua
poco profunda de la playa caen gotas
de lluvia, un viento fresco y húmedo
sopla entre los árboles mojados,
[...] La espantosa realidad con frecuencia
He buscado,
Donde reinan asesores, ley, moda y dinero,
Pero siempre he huido, libre y
Desengañado,
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plomizos, que centellean como peces
muertos. Un demonio ha escupido en
la sopa. Nada es como debe ser."
(“Tiempo lluvioso”, El caminante).
Sus versos invocan, por contra, un
espíritu adolescente, arraigados en una forma
sencilla, aun con el contrapeso de las muertes
que se le suponen a un artista hipersensible
que ha superado los cuarenta años; y sus
acuarelas se antojan de igual modo suaves,
delicadas, con predominio del pastel,
impresionistas, como corresponden a un
espíritu y una disposición impresionables.
Las partes más “duras” las reserva para las
prosas, pues suponemos que los versos y las
acuarelas son obras “en ruta”, y que el severo
oficio de la palabra tras la palabra se
concentra sobre la mesa de una posada barata,
o en la barroca y oscura estancia alquilada
en el palazzo Camuzzi, un edificio casi
ruinoso que parece brotado de un cuento.
Allí no está Hesse mezclando silencioso
los colores, mientras caen gotas de sudor de
la frente y se acerca la garrafa de vino; ahí se
debate el lobo herido, el joven echado a
perder, el juguete roto, a “una hora detrás
de medianoche”, como practicaba desde sus
comienzos:
"...No se puede ser vagabundo y artista
y al mismo tiempo un burgués sano
y cuerdo. Si quieres embriaguez,
¡acepta también la resaca! Si quieres
sol y bellas fantasías, ¡acepta también
la suciedad y el hastío! Todo está
dentro de ti, el oro y el barro, el deleite
y la pena, la risa infantil y la angustia
mortal. ¡Acéptalo todo, no te aflijas
por nada, no intentes rehuir nada! No
eres un burgués, tampoco eres un
griego, no eres armónico y dueño de
ti mismo, eres un pájaro en plena
tormenta. ¡Déjala rugir! ¡Déjate llevar!"
(“Tiempo lluvioso”).
Es un extremo mórbido que lucha por
contrarrestar con la ligereza de las pinceladas
y la emulación de dulces maestros, como el
romántico Joseph von Eichendorff (en “Hora
de almorzar”), creador de un risueño
vagabundo, paladeador de una atmósfera
bucólica, en De la vida de un haragán (1826),
o Li Po (o Li Tai Po), poeta báquico de la
Dinastía Tang, allá por el siglo VIII, cantor
de la luna, las cumbres, el viento, los pétalos
y el vino; aunque también puede excusar
estas vías oníricas o zen para asentarse en la
contundencia de los modelos de Beethoven
o Nietzsche en su preferencia por los grandes
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árboles aislados (“Árboles”). De Li Tai Po no
nos habla expresamente, pero pueden
hallarse equivalencias entre las prosas
poéticas y versos de Hesse y los de aquél; al
margen de que en el libro complementario
de éste que es El último verano de Klingsor, el
pintor se hace llamar a sí mismo como el
rapsoda oriental. En cualquier caso, adjunto
algún ejemplo en donde pueden rastrearse
tales semejanzas:
Me senté a beber
Y no advertí el crepúsculo
Hasta que los pétalos que caían
Llenaron
Los pliegues de mi túnica..
(Li Po, “Autoabandono”)
Un caminante se hallaba sentado a los pies de un
árbol. Pétalos amarillos caían sobre sus hombros.
Estaba cansado y había cerrado los ojos. Un sueño
cayó del árbol amarillento y lo envolvió.
(Prosa “Lago, árbol, montaña”, El caminante).
Otro caso:
Es de noche. Dormiré en el templo
De la cima del Monte Sagrado.
Desde allí podré tocar las estrellas
Si levanto las manos.
Con este silencio no me atrevo a elevar la Voz
Porque temo despertar
A los habitantes
Del cielo.
(Li Po, “En el templo de la cumbre”)
No todos los deseos se conforman: yo querría tener
otros dos ojos, un pulmón de más. Estiro las
piernas sobre la hierba y deseo tenerlas más largas.
Querría ser un gigante; entonces tendría la cabeza
cerca de la nieve, en los Alpes, entre las cabras,
y los dedos de los pies chapotearían en el mar...
(Prosa “Granja”, El caminante).
Destellos, ecos bien conjuntados en la
paleta de la literatura. No obstante, el
caminante puede tropezar en un desfiladero,
puede partir el pincel, ponerse a cuatro patas
y huir del refugio, puede medirse con el
vacío, implorar al fantasma del maldito
suicidario, del hombre solo de Werther, del
solitario de Friedrich. Los versos que siguen
también corresponden a este librito en tantos
trechos amable, y que, junto con el citado
poema común, adelantan el tono más trágico
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del siguiente:
También por mí vendrás en su momento,
No me olvidarás...
Extraña y remota pareces todavía,
Querida hermana muerte...
Pero un día te acercarás a mí,
Toda fuego, ese día.
¡Ven, tómame, estoy aquí,
soy tuyo, amada mía!
el genial inventor del símbolo de la “flor azul”
como señuelo poético de lo imposible,
metamorfosea a Klingsor en la figura de un
poeta maduro, padre de la chica de la que se
enamora Heinrich, y al que reparte sabios
consejos sobre la necesidad de equilibrar lo
poético con lo útil; aunque no por ello deja
de componer una canción dedicada al vino,
y exigir como premio que todas las mocitas
lo coronen con un beso.
(“El caminante a la muerte”, El caminante).
El verano de Klingsor
Hay palabras tan expresivas que la
información sobre ellas no les resta un ápice
de potencial sugestivo. Tal sucede con
“Klingsor”; sus dos sílabas parecen brillar
como las alas desplegadas de una enorme
mariposa roja, o el parpadeo veloz ante el sol
blanco de agosto, en uno de esos días que
parecen excluidos del mundo. El arcano
“Klingsor” debiera pertenecer desde luego a
un mago, y de hecho pertenece, pues decir
Klingsor vale por decir hechicero primordial,
al menos desde que un trovador germano, el
minnesänger Wolfram von Eschenbach, lo
incluyera en uno de los primeros textos sobre
la búsqueda del Grial, su Parcival (circa 1210),
base del Parsifal de Wagner. Klingsor es un
nómada que transmite desde la ciudad de
Pérsida las artes mánticas, aunque su
aplicación sirva sólo a sus deseos primarios.
Es el “diablo” que entorpece, desde su castillo
y jardín encantado, la aventura restauradora
del cáliz, el necesario regreso del orden. Es
esta la máscara que llega hasta el reciente
libro de Jorge Volpi, En busca de Klingsor (1999),
donde el brujo revive en un científico asesor
de Hitler. Existe otra versión medieval sobre
el personaje, de perfil menos oscuro, que es
con la que se topa Novalis en la crónica de
Federico II; la guerra cruenta entre el bien y
el mal se transmuta aquí en un debate poético
donde el legendario minnesänger Heinrich von
Afterdingen lidia con Walter von Vogelweide;
Klingsor aparece como un mago aliado del
primero, si bien, pese a su apoyo, sale
derrotado del lance. Este episodio
naturalmente es la inspiración de su novela
inacabada Heinrich von Ofterdingen (1801), uno
de los libros, junto con el Wilhelm Meister de
Goethe , de mayor influencia en autores
posteriores, en lo que se entiende como novela
de formación, y que en Hesse se vuelca
primeramente en Peter Camenzind. Novalis,
Todo este preámbulo viene a decir que
cuando Hesse elige este nombre para su
personaje, es consciente de su peso en la
cultura alemana. Lo hace “mago”, como
todo creador lo es, lo hace replegarse en un
castillo con un jardín formidable (la propia
casa Camuzzi de Hesse), y lo hace implicarse
en el caos y renunciar conscientemente a la
pantalla del orden, que ha mostrado su
suciedad en los últimos acontecimientos
europeos. También resulta obvio que al autor
le estremece en lo más hondo el sonido casi
esotérico de esta palabra, estrella a la que
rodea con otros vocablos fuertes, acentuados,
como los nombres de las comarcas:
Pampambio, Carenno, Lugano, Barengo; o
los colores favoritos del protagonista: rojo
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cadmio, violeta-cobalto, granza... Todo en
el relato lucha por ser intenso, incluso en
este modesto nivel de significación. Todo
tiene prisa. Tal como arenga el mismo
Klingsor a sus acompañantes en una
excursión a la montaña (pagando, dicho sea
de paso, su deuda con el texto de Novalis):
“Hoy florece una flor legendaria y azul; sólo
florece una vez en la vida y quien la cuida
obtiene la gloria... Quiero decir que este día
no vuelve jamás y a quien no lo coma, lo
beba, lo saboree, lo respire, no se le ofrecerá
por segunda vez...” (“El día de Carenno”).
Es el mismo día irrepetible donde cita a Li
Tai Po: “La vida pasa como un relámpago,
cuyo brillo apenas hay tiempo de ver...”.
Espoleado por esa prisa cósmica, Klingsor
pintará “febrilmente” (palabra del campo
semántico de “intenso” o “delirante”, que
asiste con frecuencia), amará febrilmente,
beberá febrilmente, robando horas al sueño,
a lomos del galope de un caballo
apocalíptico. Y no pinta como Hesse, no
desliza sobre cartón lánguidas pinceladas
de acuarela; sin ser abstractos, sus cuadros
transforman la realidad, el estómago del
hechicero la digiere para devolverla con
otros matices y otros colores; el hecho de
que tras el amistoso personaje de Louis el
Cruel se esconda el pintor Louis Moillet,
que cuatro años antes había protagonizado
un iniciático viaje a Túnez con August
Macke y Paul Klee, informa que Klingsor
es un símbolo atormentado, el lado
expresionista de Hesse, a medio camino
entre Klee y Van Gogh. La viva relación con
el arte que condensa la frase del pintor suizo
en su diario: “El color me posee”, sería
justamente aplicable al protagonista y a su
mismo autor en ese verano, la estación –si
no se ha dicho antes- intensa por naturaleza.
Esta afinidad y simpatía subterránea de
Hesse con Klee la supieron ver los creativos
de Planeta, cuando hace 25 años eligieron
para la solapa de su Rastro de un sueño, el
onírico óleo de Ad Parnassum, eso sin olvidar
que el autor se aviene a imaginar otra
excursión ritual que lo alíe con su personaje,
en Viaje al Oriente: “... los pintores Klingsor
y Paul Klee; no hablaban más que de África
y de la princesa cautiva, y su biblia era el
libro de las hazañas de Don Quijote, en cuyo
honor pensaban emprender el camino a
través de España” (capítulo primero).
Si, indudablemente, Hesse no es tan
buen pintor como Klingsor, en rigor hay
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que reconocer que sabios fragmentos de su
prosa pueden alcanzar la profundidad o el
sobrepujamiento de cualquiera de esos
cuadros:
Ante él se hundía profunda y
vertiginosamente el viejo jardín, una
aglomeración compacta de copas de árbol,
palmeras, cedros, castaños, cíclamos,
hayas, eucaliptos, llenos todos de
enredaderas, lianas, glicinas. Sobre la
negrura de los árboles brillaban
pálidamente las grandes hojas metálicas
de las magnolias de verano, gigantescas,
blancas flores semiabiertas, grandes como
la cabeza de un hombre, pálidas como la
luna y el marfil, con un íntimo perfume
de limón que ascendía de manera
penetrante... De pronto en el patio gritó
un pavo real...
(“Klingsor”, en El último verano de Klingsor)
Pero no de modo distinto al que
Klingsor, como trasunto del autor, puede
elaborar un poema a la altura del caminante
Hesse, que recuerda la última poesía citada
de la obra anterior, aunque con desgarro
más naturalista:
...Mañana, mañana me despellejará la pálida muerte.
Su guadaña chirriante en mi roja carne.
Sé desde hace tiempo que está al acecho,
Feroz enemigo.
Canto durante la noche, para burlarme de ella.
Balbuzco mi ebria canción en el bosque cansado.
Para reírme de su amenaza
Canto y bebo.
(“Klingsor envía un poema a su amigo Thu Fu”).
Que la muerte persigue a Klingsor
no es un secreto para el lector. Es un anuncio
implícito en el título y expreso en la “Nota
preliminar”, donde, adelantándose al
recurso de la Crónica de una muerte anunciada
de García Márquez, Hesse anticipa que el
pintor fallece en otoño, presumiblemente a
consecuencia de una borrachera, estilo
Leaving Las Vegas para entendernos. Lo
extraño, y lo hermoso, es que, aun con ello,
el autor decide que sea la vida la que diga
la última palabra en este concierto de
contrapuntos “luminosidad/ oscuridad” ,
“alegría/ angustia”, que domina las dos
obras. Puede deducirse que el atormentado
Klingsor ha sido vencido por su propio
veneno, ha luchado contra su propia caída,
hasta llegar a aparecérsenos como un
despojo, pero un despojo capaz de efectuar
un último autorretrato donde, sentado sobre
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el insomnio y en vigilia sonámbula, refleja la
decadencia y corrupción del hombre moderno
pero también sus raíces selváticas, seminales,
y pareja a la capacidad de autodestruirse, la
de autorregenerarse. Muchos héroes de Hesse
mueren en el agua; el muchacho de Bajo la
rueda; el Josef Knecht de El juego de los abalorios,
la nieve que sepulta a Knulp...; y Klingsor,
en lectura a mi juicio certera de José María
Carandell, acudirá a este símbolo purificador
de evolución, aquí avinado.
Al igual que Goethe, Hesse falleció
longevo, a los 85 años; los personajes de
ambos se tomaron la molestia de sufrir las
muertes simbólicas que les permitieron
profundizar sobre sí mismos, y a nosotros
también. Hesse mereció un final literario, a
propósito. Lo último que hizo antes de dormir
y no despertar, fue oír una pieza de Mozart
y corregir un poema para dedicárselo a su
mujer Ninon; no extraña, pues, según nos
revela Alois Prinz en su reciente biografía
del escritor, que su lápida tenga forma de
libro abierto. Incluso puedo imaginar
esculpidos en él unos versos suyos, de la
época de Klingsor, que dicen así:
Ismael Perales
Ninguno de los libros de este mundo
Te aportará felicidad,
Pero secretamente te devuelven
A ti mismo.
Al margen de este aspecto de remozo
oriental tan caro a Hesse, recupero el motivo
atrás mencionado de que sea la “vida” la
encargada de culminar el libro, que no deja
de ser un desesperado canto en su nombre,
afectado de neurastenias y sinestesias a partes
iguales, tal como el estridente pavo real del
jardín. Y es que, concluido el autorretrato, el
escritor nos confidencia que el artista “se
tomó unas pastillas de veronal” (el lector se
mantiene en suspense temiendo lo peor, pero
sólo quedan tres renglones): “...y durmió un
día y una noche sin parar. Después se lavó,
se afeitó, se puso ropa limpia, fue a la ciudad
y compró fruta y cigarrillos para regalárselos
a Gina”. Así se cierra; de un plumazo, Hesse
ha pulverizado la melancolía. Klingsor no
muere al final del texto; en el lenguaje mágico
de la literatura ha muerto “antes”, justo en
la nota preliminar. Importa que esta “Gina”,
que es apenas un acento pálido, un tema
menor evolucionando tenuemente a lo largo
de la obra, la chiquilla fugaz de la que el
pintor se encapricha en una oficina aunque
no albergue ninguna seria esperanza de ser
correspondido, representa el último hilo de
luz, la Beatrice que lo arrastra de sus tinieblas
en ese último impulso de aventura
improbable, de brindis al sol sin fundamento,
pero henchido de la poderosa fuerza que alza
la pasión sobre la fatalidad y la dignidad
sobre la pérdida.
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Nota final: El caminante y El último verano de
Klingsor se publicaron en 1920, y Viaje al Oriente,
en 1932. He utilizado las ediciones de Bruguera
(1978, trad. Pilar Giralt) para el primero; la de
Planeta (1978, trad. Ester Berenguer; 1.ª ed.: 1973)
para el segundo, y para el tercero la de Plaza &
Janés (1979, trad. Victor Scholz). Asimismo, me
han sido útiles los poemarios Poetas chinos de la
Dinastía Tang (trad., C.G. Moral, Madrid,
Colección Visor de Poesía, 373, 2000) y Hermann
Hesse, Escrito en la arena (trad. de Jenaro Talens,
Madrid, Colección Visor de Poesía, 77, 1977), así
como la obra de Alois Prinz, Y todo comienzo tiene
su hechizo. Biografía de Hermann Hesse (trad.
Constantino Ruiz-Garrido, Barcelona, Herder,
2002), tanto como los prefacios de José María
Carandell a Rastro de un sueño y El último verano
de Klingsor para Planeta. El lector puede encontrar
estas ediciones recientes de los dos libros
comentados aquí: El caminante (trad. de Pilar
Giralt) en la editorial Integral de Barcelona (2000),
y El último verano de Klingsor (trad. de Daniel
Najmías y Macarena González) para RBA
(Barcelona, 2003); aunque puede localizarlo
también en el volumen IV de los Cuentos de Hesse
en El Libro de Bolsillo de Alianza Editorial (trad.
Manuel Olasagasti), reeditado desde 1978.
Alfredo Arias es fundador de La Sombra del
Membrillo (portada, logo...), dibujante, filólogo
heterodoxo escrutador del cómic, el cine, la
literatura...

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