Clasicismo griego

Transcripción

Clasicismo griego
Clasicismo griego
Lenguaje
Español
La verdadera historia de la Guerra de Troya
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OBERTURA
Según cuentan los clásicos –y hay quienes creen que los
clásicos no mienten–, Helena era una mujer de una belleza
zoológica, amenazante, cuya extraordinaria cabellera sembraba el pánico entre sus múltiples pretendientes, condenados a desearla con fervor.
unió a los pretendientes, y ante el altar de los sacrificios,
irritados los ojos por el humo que salía de los cuerpos de
las bestias ofrecidas a los dioses, hizo que los príncipes pretendientes juraran solidaridad eterna hacia aquel a quien
Helena escogiera por esposo. Sobrecogidos por el espanto
del amor, los príncipes prestaron juramento. Hecho esto,
Helena, radiante, escogió por esposo a Menelao, varón de
singular belleza, a quien había amado desde el vientre profundo de su madre.
El padre de Helena, consciente de la gravedad de las circunstancias, contraviniendo las costumbres de la época, no
quiso asumir la responsabilidad de ser él quien eligiera el
esposo de su hija y, en un alarde de astucia, declaró que dejaría a Helena en libertad de escoger marido entre los príncipes de la Hélade.
Celebradas las nupcias, Helena partió con el esposo. Pero
una vez que Menelao poseyó a Helena y se hubo acostumbrado a la belleza de su cuerpo y al furor de su ingenio, fue
dedicando cada vez más tiempo a administrar su imperio,
y Helena, poco a poco, se fue convirtiendo en uno de los
tantos bienes poseídos y olvidados por el rey.
Tíndaro convocó a los pretendientes, y antes de que la hija
anunciara su temida decisión, celebró una hecatombe, para
aplacar la ira de los dioses y el temor de los hombres. Re-
Entristecida y marchita, Helena agotó infructuosamente los
secretos del gineceo. De nada valieron los bálsamos del Líbano perfumando sus cabellos, ni los ungüentos de países
Agoté los recursos del gineceo. ¡Oh, Paris! ¿Dónde estás?
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Clasicismo griego
ró al esposo, a quien había amado desde el vientre profundo de su madre; vencida, porque así que Menelao tuvo a
Helena en su palacio, se habituó nuevamente a la belleza
de su cuerpo y al furor de su ingenio, y se dedicaba, inexorable, a administrar su imperio.
lejanos acentuando la tersura de sus pechos y la voracidad
del vientre. De nada valieron los lamentos y el silencio.
Menelao, inconmovible, seguía administrando su imperio.
Rendida por la tristeza del desamor, Helena, como último
recurso, decidió partir a Troya en el carro de Paris, el hermoso y tierno arquero que cada mañana le enviaba un dulce
ramo de heliotropos.
Helena, entristecida y marchita, agotó por segunda vez los
recursos del gineceo y partió hacia Troya en el carro del
bello Paris, que cada mañana le enviaba un dulce ramo de
heliotropos. Menelao hizo la guerra, recuperó a Helena, la
llevó a Palacio y se dedicó nuevamente a administrar su
imperio. Nadie sabe, por eso, cuántas veces ha desatado
Helena la guerra de Troya, y cuántas Troyas han sucumbido a los ardides del amor y el desencanto.
Menelao hizo entonces la guerra. Los príncipes de la Hélade, fieles al juramento que una vez hicieron ante el altar de
los dioses, juntaron sus ejércitos, hincharon las velas de sus
naves, y partieron a Troya.
Larga fue la guerra, y cruel. Helena, sin embargo, disfrutaba del amor desesperado del esposo que sitiaba por ella la
ciudad.
II
Cuando Helena vio salir a Menelao del ridículo vientre de
un caballo de palo –único recurso del perverso Odiseo para
tomar la heroica Troya– sintió derrumbarse los muros de su
rencor y desengaño, y estrechó gozosa el cuerpo del esposo.
La historia se complica cuando, en pleno siglo XX, Helena
se dedica ella también a administrar el imperio.
Las naves hincharon nuevamente sus velas para dejar las
sangrientas arenas de Troya. Helena fue la gran vencedora
y la gran vencida de esa guerra: vencedora, porque recupe-
Inesperadamente, para bien y para mal, Helena descubre
que Paris es el mismo Menelao, a quien ella amó desde el
vientre profundo de su madre.
Epílogo
Najlis, Michèle. Ars combinatoria. Managua: Nueva Nicaragua, 1988. 201 P.
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