LEHIAKETAK Concursos LEIOA 2006

Transcripción

LEHIAKETAK Concursos LEIOA 2006
LEHIAKETAK
Concursos
LEIOA 2006
2006. Urte oso bat, ordu askorekin, milaka
minuturekin, segundo amaigabeekin, eta, hala
ere, egun bikainak, aste zoragarriak, hilabete
pentsaezinak... izan ditu. Horregatik, horren
“guztiaren” zati bat islatu dugu liburu honetan.
2006. Todo un año, con muchas horas, miles
de minutos, interminables segundos, y sin
embargo ha tenido días fantásticos, maravillosas semanas, meses inimaginables… Por eso,
reflejamos una parte de ese “todo” en este libro.
Pasatzen dugun orri bakoitzaren atzean ordu
asko, milaka minutu eta segundo amaigabeak
daudela antzeman dezakegu, idatzirik onena,
dantzarik etereoena, abestirik perfektuena edo
irudirik deigarriena eskaini ahal izateko. Ikusten
duzue? Sentitzen duzue?
Podemos percibir que tras cada hoja que pasamos hay muchas horas, miles de minutos e
interminables segundos para poder ofrecernos
el mejor escrito, el baile más etéreo, la canción
más perfecta o la imagen más llamativa. ¿Los
veis?, ¿Los sentís?
Hauxe galde diezaiokezue zuen buruei: Eta hori
guztia zertarako? Ahalegin horrek egun bikainak,
aste zoragarriak, hilabete pentsaezinak ematen
dituelako. Sartu liburuan! Irakurri ikusten dena
eta ikusten ez dena! Bilatu lerroaldeen artean,
irudien artean. Ikusten dituzue orain? Sentitzen
dituzue?
Os podéis preguntar: ¿Y todo eso para qué?
Porque ese esfuerzo reporta días fantásticos,
maravillosas semanas, meses inimaginables.
¡Entrad en el libro! ¡Leed lo que se ve y lo que
no se ve! Buscad entre los párrafos, entre las
imágenes ¿Los veis ahora? ¿Los sentís?
Horixe da liburuan jaso nahi izan duguna.
Sentsazio horiek, hain desberdin eta bereziak
gutariko bakoitzarentzat. Lehorrean, itsasoan
eta airean bilatu dugu; meatzera eta Lurraren
erdigunera jaitsi gara, irteera aurkitzen ez duten
sentsazio horiek argitara ateratzeko; itsaso eta
lakuetan urpean igeri egin dugu airerik gabe
geratu arte, galdu zirenak bilatzeko; eta zerura
igo gara, ihes egin zutenak berreskuratzeko...
Eso es lo que hemos querido recoger en este
libro. Esas sensaciones, tan diferentes y particulares para cada uno/a. Hemos buscado en
tierra, mar y aire; hemos bajado a la mina y
a las entrañas de la Tierra para sacar a la luz
esas sensaciones que no encuentran la salida,
hemos buceado en mares y lagos hasta quedarnos sin aire para buscar las que se perdieron y hemos subido al cielo a recuperar las que
se escaparon…
Bilatu, aurkitu, berreskuratu... Sentsazioak multzokatu...
Buscar, encontrar, recuperar… Agrupar sensaciones…
SARRERA
AURKIBIDEA
ÍNDICE
LEIOA
Maitasun Gutunen VII. Lehiaketa
VII Certamen de Cartas de Amor
03
Liburujatun Irakurketa I. Lehiaketa
I Concurso de Lectura Tragalibros
15
XIII. Laburmetrai Lehiaketa
XIII Concurso de Cortometrajes
16
XX. Argazki Lehiaketa
XX Concurso de Fotografía
17
Margolari Gazteen IX. Saria
IX Concurso Jóvenes Pintores/as
25
VI. Jota Txapelketa
VI Concurso de Jotas
32
Leioako Udala VI. Pop-Rock Lehiaketa
VI Concurso Pop-Rock Ayuntamiento de Leioa
33
XLVI. Bizkaiko Aurresku Txapelketa
XLVI Concurso de Aurresku de Bizkaia
34
“Gaztetan” Narrazio Lehiaketaren VII. Edizioa
VII Concurso de Narraciones “Cuando yo era joven…”
35
AURKIBIDEA
MAITASUN GUTUNEN VII. LEHIAKETA
VII CERTAMEN DE CARTAS DE AMOR
Categoría A
1. saria - 1er premio
“Hoy como mañana”, Alba Cid Fernández (Ourense)
2. saria - 2º premio
“De camino al paraíso”, Rebeca Solís del Campo (Orduña, Bizkaia)
04
05
Categoría B
1. saria - 1er premio
“Palabras de amor”, Óscar Esteban Santiago (Bilbao)
07
2. saria - 2º premio
“Amor mío”, Daniel Aldaya Marín (Iruña-Pamplona)
08
Categoría C
1. saria - 1er premio
“Samsonite”, Aster Navas Martínez (Portugalete, Bizkaia)
09
2. saria - 2º premio
“Trazos”, Juan Lorenzo Collado Gómez (Albacete)
10
Categoría D
1. saria - 1er premio
“Carta de amor apasionado todavía”, Manuel Terrín Benavides (Albacete)
12
2. saria - 2º premio
“Querida mía”, Carmen Fernández Pérez de Arrilucea (Vitoria-Gasteiz)
13
GUTUNAK
Muñeco mío:
Voy a escribirte una carta sin tachones... a deshojar por ti un diccionario, a dejar que mis palabras te
enreden “casi” tanto, como lo harían mis manos.
Quererte sería transformar “mi” mundo, para convertirlo en el “nuestro”; cambiar el espejo que me
saluda cada mañana por una foto que nos retenga sonrientes...
Imaginar dos desayunos preparados o dos cepillos de dientes, compartiendo vaso.
Cuando te alborote el pelo, haré de las cartas versos imposibles; de miedos y complejos, tenue niebla,
me saldrá mejor el café...
Eres el Ceniciento príncipe que, a medianoche, perdió una bota de montaña en el palacio de mi
alma...
Eres el sencillo Aladín que me rescata de brocados fútiles.
A veces, un Alí Babá, un Gato con Botas, una Bestia Bella o... el Lobo de Caperucita...
Eres la enredadera, el cometa, el pañuelo, el peluche, el beso, el extraño y el cercano, el sentido de mi
calendario; el mejor programa, el peor mentiroso, el destello verde en el marrón de mi iris.
Me recuerdas salas perfectas, regalices, quimeras, dos o tres lares de derrota y ensueño; diálogos,
indirectas, guirnaldas de miradas que se descuelgan sedosas en mis sueños...
Cuanto QUIERO, cuanto me aterra.
Cuanto QUIERO, cuanto me define.
Cuanto QUIERO, cuanto TÚ.
Muñeca.
“Hoy como mañana”, Alba Cid Fernández
* El texto original premiado puede verse en las páginas 30 y 31.
04
Querida prima:
Siempre supe que aquella mirada que compartimos en el rellano de la escalera sería la última. No
obstante, fue tal mi desesperación al conocer la noticia de tu partida, que ni siquiera soy capaz de recordar
mi llanto. Un leve suspiro de la tía Tula fue suficiente para saberlo. Tu hermana quiso taparme la boca, pero
fue inútil. Moría por tu ausencia, ardiéndome el alma de rabia al darme cuenta que durante toda mi vida me
había acobardado con la idea de que no me habían dejado amarte, cuando en realidad podía haberlo hecho,
en secreto, como todo lo que se urdía en la casona.
De nuevo pienso qué habría sido de nosotros si mis malogradas piernas hubieran podido responder
por los dos, seguramente allanarnos el camino hacia ese paraíso del que con tanto entusiasmo me hablabas.
Tal vez me faltó valentía frente a todos. Debí haber gritado más fuerte cuando interrumpieron nuestros encuentros, aunque una sonrisa sigue salpicando mi rostro al recordarte guiando mi silla de ruedas hacia el desván,
huyendo de los que por momentos más que parientes parecían ajenos, cuando no enemigos; finalmente, nos
quedábamos solos, arropados por la penumbra que acallaba el altillo, como si ésta guardara nuestro secreto,
un secreto que atesoraba miradas envenenadas de anhelo y pasión. Pero tú no quisiste que lo nuestro quedara
en el olvido, y a pesar de que la vida no permitiría que fuéramos el uno del otro, me hablaste de un ángel, una
pequeña criatura que sería el fruto de nuestro amor. Jamás olvidaré aquella tarde en que posaste mi mano
sobre tu seno. Sólo entonces supe que había llegado el momento: tu perfume de rosas se adivinaba más que
nunca por cada pliegue de tu cuerpo. Mi corazón me batía en el pecho, más apresuradamente al sentir el tuyo.
Y fue en ese instante cuando ambos comprendimos que yo te pertenecía tanto como tú a mi. Nada, ni siquiera
la mirada recelosa de tu hermana, podrían ya borrar lo ocurrido; si acaso, borrarme a mí.
Lo que sucedió posteriormente es un enigma que nunca llegaré a desentrañar. Desperté con tus gritos,
los cuales no eran desde mi perspectiva más que cantares tocados de un pequeño desafine sin importancia. No
obstante, las caras de mi madre y tu hermana pronto me hicieron bajar de las nubes. Entonces escuché el motor
de un coche aparcado en la avenida. La tía Tula suplicaba al doctor que debía ayudar a su pobre hija. Desde
ese día, ya no fuiste la misma. Te encerraste en tu cuarto, y pese a escuchar mis ruegos, no volviste a aparecer.
¿Qué te hice Ángela? ¿Acaso fue lo ocurrido en el desván lo que te hizo enfermar?
Habías transcurrido dos meses encerrada en tu alcoba, cuando me pareció oír el ruido de una manilla.
Supe que eras tú. Me acerqué al hueco de la escalera y, de pronto, creí morir. No eras tú la muchacha que vi. Ésta
era paliducha, blanca y apenas le quedaba pelo. Entonces miraste hacia arriba. Ni siquiera me dejaste encontrar
las esmeraldas de tus ojos. Corriste abajo, en busca de ayuda. La escalera regada de sangre no sugería buen
presagio. Al fin, comprendí que tu salud pendía de un fino hilo a punto de romperse. Tan sólo podía rezar.
El sonido penetrante de una ambulancia irrumpió en el jardín de hojarasca. Por momentos vi como mi
vida se acababa. Guié mi silla hasta la ventana para verte por última vez. Te llevaban tumbada en una especie
de cama con ruedas, dejándote ver el sol por última vez. Y esa vez no me negaste la mirada, Sabíamos perfectamente que aquella no era sino una sombría despedida. Estabas innegablemente deteriorada, pero pese a todo,
sentí que aún revelabas rasgos de una belleza inmortal. No pude sostener la mirada por más tiempo. Mi tez
rebosaba lágrimas de dolor, suplicándote perdón. Casi al mismo tiempo, un golpe seco taladró el silencio que
reinaba en el cuarto. Era tu hermana, No esperé menos que recriminaciones, pero lejos de ello, trató de secar
mis lágrimas. Entonces le pregunté si yo era el culpable. Solamente pronunció un tenue “no”. Dijo que una
enfermedad quería acabar contigo. Pero yo no la creí.
05
Te escribo a escondidas, sin que nadie, y mucho menos, tu madre, sepan que te envío esta carta. Tu
hermana me ha jurado que el día de tu sepultura la posará en tus manos, para que la leas en mitad de tu viaje
al paraíso, el lugar donde pronto me reencontraré contigo y con nuestro hijo, el lugar donde no me prohiban
amarte por tener una forma de ser diferente a la que mi madre llama con displicencia “Síndrome de Down”.
Siempre tuyo,
Marcos
“De camino al paraíso”, Rebeca Solís del Campo
06
No me explico cómo sucedió, Sandra:
En un principio nos pertenecían, todas y cada una de ellas. Ninguna resultaba demasiado grandilocuente o pretenciosa, ninguna se bastaba para explicar aquella fuerza que tiraba del uno hacia el otro y que
nadie parecía haber sentido antes. Susurradas o a voz en grito, en un eco interminable, flotaban del uno al otro
sin descanso, volanderas, como vilanos brizados por nuestras voces.
No supimos o quisimos o pudimos verlo, pero con tanto ir y venir ajetreado alguna debió de agrietarse,
y más tarde otra y otra más después, y por esas fisuras se fueron vaciando hasta sonar huecas y triviales, como
recién salidas de un crucigrama o un mal poema. Atrapadas en un remedo desvaído de tiempos mejores, apenas
útiles como parapeto tras el que ocultar el verdadero nombre de los sentimientos, un día cualquiera parecieron
esfumarse sin más. Tanto fue así que, remotas y mudas, como el ruido del árbol talado en un bosque desierto,
llegamos a dudar de su propia existencia.
No tardaron en regresar, pero una pátina de dolor y reproche revelaba que, siendo iguales, ya no eran
las mismas. El sonido que antes lamía nuestras llagas derramaba ahora sal sobre ellas, el laconismo que una
vez demostró sintonía sugería de pronto incomunicación, lo que antaño parecía una sola voz se bifurcaba sin
remedio en dos idiomas irreconciliables.
Son las palabras de amor, siempre han sido ellas. Temerarias si lo quieren o huidizas a su antojo, solícitas para unos y esquivas con otros, hoy cimiento de una certeza y mañana puntal en la quebradiza ingeniería
de la impostura. Tú y yo, Sandra, abusamos de ellas, las enterramos y las adulteramos hasta hacerlas por fin
estallar en añicos, quedándonos tan sólo un silencio irrespirable en el que ahogarnos sin prisa ni remedio. Y
cuando el silencio habita y reina entre dos personas, no deja ya espacio para nada más, ni llantos, ni acusaciones, ni excusas. Nada más, si acaso, que una última y verdadera palabra de amor, un sentido y necesario y
señero adiós.
“Palabras de amor”, Óscar Esteban Santiago
07
Amor mío:
La mejor carta de amor jamás te la he escrito con palabras. Cómo decirte, por ejemplo, los límites
de tu sonrisa, o la suave expresión de tus ojos cuando no miras, o tu voz de segura de gustar al otro lado del
teléfono. No tiene explicación el sabor de la lluvia sobre la hierba recién cortada. Se queda corto el alfabeto
para explicarte. Tampoco sabría demostrar la multiplicación de tus ojos fijos cuando te enfadas –cariño, qué
dos relámpagos sobre mi espalda–, cómo estiras la cuenta corriente y llega la hipoteca y pasa y no se detiene,
o tu forma de contarme tus maneras de ejecutiva en la oficina. Por no hablar de las miradas cómplices que
me profesas, de tu infinita paciencia ante las demostraciones culinarias de mi madre, de la sonrisa perenne
cuando el temporal arrecia, incluso la forma de calzarte las zapatillas de casa. Porque todo tiene su liturgia
sagrada. Contigo entiendo la ecuación de dos corazones, la suma de dos polos opuestos, también que dos es
múltiplo de uno, estoy seguro, lo afirmo, doy fe. Creo en Dios porque creo en ti, creo en el futuro porque tú
eres mi futuro, creo en los demás porque son prolongaciones tuyas. Pero no sé explicarlo, no podría descifrar
el código secreto de un amanecer o el sonido del mar con mis propias palabras. Por eso, la mejor carta de
amor te la escribo día a día, la mejor carta de amor es el calendario. Me gustaría hacértelo saber a la manera
de los poetas, que te llegase como una canción en francés un día de lluvia, porque la mejor carta de amor
son estos diez años contigo. Pero no puedo resumir con palabras lo que cuesta toda una vida, cielo, así que la
mejor carta de amor que puedo escribirte será
EL FRUTO BENDITO DE TU VIENTRE
Amén.
Tuyo feliz,
J.
“Amor mío”, Daniel Aldaya Marín
08
El felpudo, cariño. Lo primero que echamos de menos fue el felpudo.
Recordábamos perfectamente que a la entrada de nuestra casa había un felpudo que rezaba Bienvenido.
Estaba un poco ajado por el uso pero era nuestro felpudo. Uno busca siempre el felpudo al llegar a su casa y
se sacude los zapatos, los semáforos, el jefe, el lunes. A nadie deberían, amor mío, robarle el felpudo.
Sí; los dos nos quedamos mirando ridículamente al suelo intentando inútilmente dar con el felpudo.
Sin él la casa se nos antojó de repente deshabitada, casi inhóspita.
La puerta cedió al primer giro de la llave como si en lugar de a Torrevieja tan sólo hubiéramos ido
al súper; como si hubiéramos cerrado la puerta despreocupadamente pues íbamos a estar ahí mismo, en la
farmacia de la esquina; como si hubiéramos bajado a tirar la basura y bastara con el golpete.
Hostia –dijiste entonces y empujaste la hoja.
Nos miramos por un instante, recorrimos cada habitación y comprobamos que los ladrones habían
arramblado con todo. En las paredes se distinguían las líneas de los armarios, de los cuadros; sobre el suelo,
los rectángulos que hasta hacía unos días habían ocupado las alfombras; del techo, como estalactitas, asomaban los cables de corriente.
En la cocina no quedaba ningún electrodoméstico; tan sólo el reloj de plato seguía tercamente marcando las horas. ¿Para qué coño querrían nuestros cepillos de dientes, las compresas y el agua oxigenada?
¿A quién pensaban venderles nuestros zapatos?
Buscamos inútilmente dónde desplomarnos y nos acabamos sentando sobre la maleta que tú aún no
habías soltado de la mano. Hicimos después un rápido inventario de aquella pesadilla; lamentamos no tener
contratado un seguro, lloramos algunas fotos. Nos culpamos mutuamente de no tener una alarma, un pittbull,
una escopeta; del buzón atestado de correspondencia; de no haber regresado unos días antes como dije yo;
de no haber ido en septiembre como tú proponías.
Nuestras voces nos sonaron distintas en aquel espacio expoliado que mostraba sin ningún pudor los
radiadores, las jambas, las escarpias. Tú sentiste frío y te abrazaste –llevabas tiempo sin hacerlo– a mí, que
buscaba, nerviosa, el móvil para llamar a la comisaría.
Mientras tecleaba el número y tú fijabas la vista donde estaba el televisor de plasma, se apoderó de
nosotros la nostalgia. Sentados sobre aquella Samsonite volvimos a ver la casa diez años atrás, cuando aún
–¿recuerdas?– todo era posible; cuando nos amábamos sobre el parquet o comíamos en una mesa de camping
una pizza Napolitana.
Colgué antes de que respondiera la policía.
“Samsonite”, Aster Navas Martínez
09
Ya sabes que eres parte fundamental de cada uno de mis instantes, que toda mi voluntad es posar una
caricia en cada rincón de tu cuerpo. Dejar que mi corazón sea un latido que ocupe cada espacio de tu piel
clara poniendo en cada uno de ellos “te quiero”.
Ahora llueve y la intimidad parece más profunda. Me envuelvo en tu cuerpo y apoyo cada latido del
corazón sobre tu rostro etéreo en esta tarde de pereza que hace que cada palabra sea más intensa, alejada de
este otoño donde las luces amarillentas de las farolas llenan de sueños la tarde.
A tu lado todo se embellece, cada línea trazada sobre tu cuerpo con el mío me hace un poco más tuyo,
y a ti un poco más mía, sin cansancio, tomándonos a sorbos lentos, saboreando cada segundo y cada palabra.
Haciendo de cada instante un placer al arrastrar mis sueños sobre tus manos.
Un fuego desconocido me hace arder cuando te recorro, una pasión que me desgasta conforme introduzco mis dedos en tu pelo y, en la penumbra, recorro entre susurros tus labios, tu barbilla, tu pecho perfecto,
tu vientre... No hace falta luz para acariciarte, para descubrir cada rincón escondido de ti mientras son las
palabras las que inundan cada escondite del espacio que nos cautiva.
Es un buen momento para recordar la niñez hecha de esfuerzo y de tierra lejana, de aroma de pino y
risas. Es un buen momento para decirte que me gustaste desde el primer momento en que sentí tu tacto suave.
Para dormir y amanecer contigo, para romper la textura del aire y escapar de la gravedad del tiempo, para
ser palabra, voz y un sueño que pongo en tu oído. Es un buen momento para compartir la vida contigo y para
morir a tu lado mientras tengo la seguridad de que nada de esto será parte del olvido cuando el tiempo se
desnude entre un puñado de hojas muertas.
Esta tarde es nuestra tarde, la tarde de un sueño que deja que me deslice entre las rayas de tus manos
intentando adivinar un futuro ¿Qué será de este mensaje de amor más adelante, entre la transparencia y el
desgaste del tiempo?
Escucha: los pájaros, ateridos, se apoyan en el alféizar de la ventana y miran lo que hacemos. Son un
murmullo errante que anuncia nuestra proximidad, nuestra huida sobre sus alas hacia el sol eterno, hacia las
señales de humo que, entre el frío, hablan de nosotros, hacia el tacto excepcional de tu piel, hacia tu fragancia.
Escucha el temblor de los pájaros que nos miran desde la ventana y que escaparán en un instante hacia tierras
más cálidas con nuestro cariño marcado en sus pupilas.
Tú y yo sólo somos parte de un mensaje de amor que volará lejos y ni tan siquiera aquella lejanía
donde nacimos recordará nuestros nombres, ni la lluvia que marcó nuestro cuerpo sobre los paisajes del amor.
Ni tan siquiera nosotros seremos capaces de recordar el sol de los veranos ni el frío de las manos que nos han
acariciado. Pero hemos tenido suerte de ser una página de amor, un mensaje del corazón.
Ahora estamos en manos del otoño, que siempre deja un recuerdo intenso, el regusto de las tardes
largas inundadas de silencios y recuerdos, de palabras guardadas en el pensamiento, entre las alas pintadas
de las mariposas y los anhelos que viajan en cada una de las hojas que escapan de los árboles tras un leve
soplo de viento.
El grafito que late en mi corazón se derrama sobre tu cuerpo y, pronto, apenas quedará nada de mí
10
salvo un montón de palabras emocionadas sobre tu blanco de cuartilla que volará a un destino desconocido
llevando un mensaje de amor y el recuerdo de este lapicero enamorado.
“Trazos”, Juan Lorenzo Collado Gómez
11
Queridísima María:
Yo te quiero como una soledad vacilante en el pecho, como aurora que enciende cada día los ojos de
la tierra, más allá de los labios que degenera el tiempo.
Tú me bañas, ordenas el hilo de Ariadna en el laberinto de ciudades caóticas. Tú inventas los jardines
donde se pisa el zumo de la existencia, de espaldas a ese cielo que tanto empequeñece. María: mi vida es el
aroma de haberte amado.
Aunque ya no llevaras en la frente racimos de penumbra donde anida el deseo y la balada de tus labios
oprimiera la tierra que nos codicia, aunque fueses saliendo de las horas felices, yo te amaría con el ímpetu
de las camelias adheridas a la abundancia de tu cuerpo, gozosamente bella, piel triunfante donde se ahondan
las caricias como galeones sumergidos.
¿Quién no estrecha otra mano cuando enciende el vacío bello cielo de setas luminosas sembrado? ¿Quién
te puede negar cuando la aurora, suspenso bosque en llamas, se quiebra en el retablo de la melancolía?
Todo emerge total, agradecido bajo sonrisa inmensa. Hasta la hierba parece espuma verde de un
sentimiento tuyo?
Cuando ya no estrenara gorjeo de la mañana de tus pájaros íntimos, cuando ya el balanceo de los árboles no copiara tu cuerpo, privilegio vestal o piedra blanda masticada por un dios indeciso, yo amaría tus pómulos
que rompen cada tarde el equilibrio de las alamedas, tus rodillas donde palpita el nylon y la vida se anuncia.
Tu corazón es fuego que no quiere morir inacabado. Profundamente late cuando el cielo parece calleja
oscurecida que nunca se termina, pudor sobre los ojos, y me quedo dormido en medio de tu nombre.
Brille ahora tu sombra bordada de vencejos, la que resbala lenta por la serpiente del amanecer, esa
sombra que nadie ha podido enterrar. Brille tu campo poblado de nostalgias y de diosas con mirada de hortensia, tu campo salpicado de luciérnagas fosforescentes.
Los hombres, María, somos sombras avaras, posadas de caricias, mares fríos que aprietan sus dedos
en las rocas.
Pero es preciso amar con latidos de flor acelerada frente al amanecer, hijos del cielo, mientras Atropos
viene silenciosa debajo de la nieve.
Es necesario amar aunque caigan las horas como una negación, los rostros melancólicos que miran
hacia arriba para hablar con los muertos.
Porque no se posee lo que no tiene nombre. Porque un día, María, se te olvida besar y ya eres piedra.
Siempre tuyo
“Carta de amor apasionado todavía”, Lourdes Aso Torralba
12
Querida mía:
Muchas veces había sentido la tentación de escribirme una carta de amor. Pero nunca hasta ahora me
había decidido a plasmar las letras sobre el papel. Quizá me aquietaba la emoción, o el miedo de encontrarme frente a frente conmigo misma, no lo sé... Sin embargo, hoy es mi intención la de gastar unos folios a mí
dedicados. Será la carta más delirante que jamás haya redactado en mi prolongada existencia. Confío en la
ayuda de mis protectoras y amigas: las musas.
Asoma el otoño y el aire tiembla, templado, transparente, en los pámpanos de las viñas. Me gusta
mucho venir hasta aquí, retirarme a este cobijo secreto para admirar el campo y observarme; es el gran regalo
que me ofrezco cuando soy capaz de desprenderme de mí para llegar hasta mi propio corazón y gustarme. No
importa cómo me sienta cuando llego, pero es seguro que al marchar siempre me encuentro mejor.
Cuando era muy joven –de esto hace ya bastante tiempo–, yo creía tener todo dispuesto para desempeñar con ánimo el difícil oficio de vivir la vida con relativa fortuna. Pensaba que mis manos y mi inteligencia
contaban con los medios suficientes para triunfar en este mundo maravilloso. No obstante, el destino no fue en
aquellos días generoso conmigo. Y no es que entrara por la puerta de mi casa el huracán de una mala racha,
sino que mi plácido mundo se vio sorprendido por una sucesión de trombas seguidas que me dejaron el ánimo
trastornado. No fue fácil salir de aquel atolladero en el que todo me dolía. Me molestaba el sol de la mañana
de igual manera que el viento desapacible de una tarde de tormenta. Me dolía escuchar a los niños si jugaban
en el parque y hasta las caricias de mi hija pequeña me dolían...
En aquella etapa, agobiada por mil desencantos, desesperada, acudía atolondrada a cualquier lugar
donde pudiera restaurar las heridas del alma. Por pura casualidad, sin pretender más que un rato de distracción, comencé a leer sin demasiado entusiasmo algún volumen prestado. En los libros encontraba la paz que
mi espíritu necesitaba. Algunas veces, ponía tanto entusiasmo en interpretar las líneas escritas que, inexplicablemente, advertía sobre mi espíritu una extraña excitación, como si estuviese escalando una montaña. Al
llegar a la cumbre, veía más lejos, el aire era más puro y encontraba el horizonte diáfano. En definitiva, me
enamoré de las palabras y su fuerza. ¡Ay, si yo pudiera algún día –pensaba–, expresar por escrito lo que quiero
contar! Ese fue el comienzo de una etapa en la que, poco a poco, tímidamente, guardaba dentro del corazón
las más hermosas palabras que encontraba.
Tiempo después, más sosegada la razón, cumplí mi deseo de salir de casa y cerrar la puerta tras de
mí, sin reproches, sin volver la vista atrás. Fue entonces cuando decidí mirarme en el espejo, verme con mis
propios ojos y contemplarme sin miedo a recordar. Para entonces ya había asimilado que el mundo no tenía
la suficiente anchura para poder esconderme de él. La vida no estaba compuesta de un solo color, sus tonalidades eran muy diversas y en los dibujos hermosos abundaban los matices. Era el arte delicado de quererme,
de iniciar el camino hacia el reino plural de mi misma, y descubrir el filón de maravillas que existían dentro
de mi propio ser. Sí, estaban allí, sólo aguardaban que se las mirase, se las acogiese, en definitiva, que se las
amase.
Un día cualquiera, advertí desde mi ventana la belleza callada de dos chopos que, a pesar de llevar
muchos años estáticos, saludaban cada mañana al sol y a la vida. Siempre habían estado en el mismo lugar,
a mi lado, si bien, nunca había distinguido aquel singular prodigio. ¡Estoy viva –pensé–! Los momentos que
antes me parecían cotidianos ahora estaban llenos de gracia.
13
Han pasado los años y la próxima primavera quiero realizar ese viaje fantástico con el cual sueño
desde hace tiempo. Será un viaje especial, sin visitas programadas, donde me lleve el azar. Me dejaré seducir
por mis impulsos confiada en que éstos me trasladen a un lugar interesante. Antes de finalizar el periplo, volveré al pueblo de mis padres, pasearé por la plaza donde jugaba de chiquilla, recorreré las callejas estrechas
hasta llegar al estanco, subiré la pendiente que conduce a la ermita ahora restaurada, Desde allí, veré cómo se
despierta la vida en el pueblo; cómo se convierte en ese lugar en el que yo, posiblemente, me encuentre con la
niña que fui, conmigo misma. Estoy segura de que la emoción producida por la nostalgia me jugará una mala
pasada; pero si así sucede, dejaré que fluya el llanto, tal vez el recuerdo de los fantasmas de mis familiares
me estén demandando el derecho a que exprese sin miedo mis emociones.
Y, es que he decidido dedicarme el homenaje de la propia admiración, por eso estoy aquí sentada,
bajo la sombra de un almendro repleto de frutos. Rodeada por la magia envolvente de la Naturaleza termino
estas líneas sinceras; unas líneas que sin duda me abrirán la puerta de ese rinconcito cálido donde me estoy
esperando...
Querida mía, aún me parece un portento el coraje que he tenido para dedicarme esta historia, la única
historia que merece la pena ser contada. La mía.
Un beso mío, para mí.
DÉBORAH
“Querida mía”, Carmen Fernández Pérez de Arrilucea
14
LIBURUJATUN IRAKURKETA I. LEHIAKETA
I CONCURSO DE LECTURA TRAGALIBROS
EUSKARA
1. saria
Juan Iturbe
2. saria
Flora Gómez Ortega
3. saria
Nora Axpe Sáez
CASTELLANO
1er premio
Roberto Moll Ochoa de Alda
2º premio
Virginia Bugallo García
3er premio
José Ibargurengoitia Martínez
LIBURUJATUN
XIII. LABURMETRAI LEHIAKETA
XIII CONCURSO DE CORTOMETRAJES
1. saria - 1er premio (gaztelaniaz - castellano)
“Bon voyage”, Emilio J. López López (Motril, Granada)
1. saria - 1er premio (euskaraz - euskera)
“Bilintx”, Fernando Ruiz Laurencena (Donostia)
2. saria - 2º premio
“Benelux”, Gonzalo Munilla Petreñas (Madrid)
3. saria - 3er premio
“Proverbio chino”, Javier San Ramón Martín (Madrid)
Herriko bideo-egilerik onena - Mejor realizador de vídeo local
“Sugus y brandy”, Ander Duque Carnés (Leioa, Bizkaia)
LABURMETRAIAK
XX. ARGAZKI LEHIAKETA
XX CONCURSO DE FOTOGRAFÍA
1. saria - 1er premio color
“Egunsentia”, Raúl Godínez Barbero (Leioa, Bizkaia)
18
1. saria - 1er premio b/n
“Sea horse”, Javier Pedro Fernández (Berango, Bizkaia)
19
Argazki-Muntaia Saria - Premio Montaje
“Oceánida”, Óscar Carrasco Ragel (Cádiz)
20
Multzorik onena - Mejor Bloque
“El taller del abuelo”, “El cuartucho de los tesoros”, “El despacho del jefe”, Ana Abascal Vila (Santander)
21
Herriko lanik onena - Mejor obra local
“Fachada”, Jesús María Rodríguez Cabañas (Leioa, Bizkaia)
24
ARGAZKIAK
“Egunsentia”
Raúl Godínez Barbero
18
“Sea Horse”
Javier Pedro Fernández
19
“Oceánida”
Óscar Carrasco Ragel
20
“El taller del abuelo”
Ana Abascal Vila
21
“El cuartucho de los tesoros”
Ana Abascal Vila
22
“El despacho del jefe”
Ana Abascal Vila
23
“Fachada”
Jesús María Rodríguez Cabañas
24
MARGOLARI GAZTEEN IX. SARIA
IX CONCURSO JÓVENES PINTORES/AS
1. saria - 1er premio
Iker Serrano y Amaia Gracia
26
2. saria - 2º premio
César Díez Torres
27
3. saria - 3er premio
Iker Gandarias Hernández
28
Leioaztar lanik onena - Mejor obra autor/a local
Miguel Tobío Brea
29
MARGOLARIAK
Iker Serrano
Amaia Gracia
26
César Díez Torres
27
Iker Gandarias Hernández
28
Miguel Tobío Brea
29
30
MAITASUN GUTUNEN VII. LEHIAKETA
VII CERTAMEN DE CARTAS DE AMOR
1. saria - 1er premio (CATEGORÍA A)
“Hoy como mañana”, Alba Cid Fernández (Ourense)
31
VI. JOTA TXAPELKETA
VI CONCURSO DE JOTAS
Nagusiak - Adultos
1. saria - 1er premio
Edurne Azpitarte
Jon Ander Azpitarte
(Azkoitia, Gipuzkoa)
2. saria - 2º premio
Ibane Baseta
Mikel Igartua
(Donostia, Gipuzkoa)
3. saria - 3er premio
Oroitz Bilbao
Karlos de las Heras
(Bergara, Gipuzkoa)
Gazteak - Jóvenes
1. saria - 1er premio
Irantzu Larrañaga
Iraitz Olariga
(Azpeitia - Azkoitia, Gipuzkoa)
2. saria - 2º premio
Estibaliz Aranguren
Ion Ibarguren
(Azpeitia, Gipuzkoa)
3. saria - 3er premio
Amaia Bolinaga
Aritz Arrillaga
(Bergara, Gipuzkoa)
JOTA
LEIOAKO UDALA VI. POP-ROCK LEHIAKETA
VI CONCURSO POP-ROCK AYUNTAMIENTO DE LEIOA
Metal Kategoria - Categoría Metal
Reo (Santurtzi-Mamariga)
Pop-Rock Kategoria - Categoría Pop-Rock
Días de incienso (Málaga)
Ikuslegoaren Saria - Premio del público
Metal
Reo (Santurtzi-Mamariga)
Pop-Rock
Whitewood (Bilbao, Bizkaia)
Euskara Saria - Premio euskera
Pop-Rock
Nun (Sopelana, Bizkaia)
Leioaztar Saria - Premio al mejor grupo leioaztarra
Pop-Rock
Konter Metal (Leioa, Bizkaia)
POP-ROCK
XLVI. BIZKAIKO AURRESKU TXAPELKETA
XLVI CONCURSO DE AURRESKU DE BIZKAIA
Nagusiak - Adultos
1. saria - 1er premio
Asier Bastida (Leioa, Bizkaia)
2. saria - 2º premio
Josu Mentxaka (Leioa, Bizkaia)
3. saria - 3er premio
Ander Garitaonaindia (Portugalete, Bizkaia)
Gazteak - Jóvenes
1. saria - 1er premio
Asier Amorrortu (Erandio, Bizkaia)
2. saria - 2º premio
Ander Ruiz (Leioa, Bizkaia)
Saririk jaso ez duen Leioako onena - Premio al mejor de Leioa no premiado
Ander Navarro (Leioa, Bizkaia)
AURRESKU
“Gaztetan” Narrazio Lehiaketaren VII. Edizioa
VII Concurso de Narraciones “Cuando yo era joven...”
A Kategoria
1. saria - 1er premio
“Mi enigma y formación”, Mª Jesús Monreal García (Jumilla, Murcia)
36
2. saria - 2º premio
“Salitre y versos”, Alba Cid Fernández (Ourense)
38
B Kategoria
1. saria - 1er premio
“De alfas y omegas”, Mª Florencia Cazenave Garialde (Sevilla)
40
2. saria - 2º premio
“La máquina del tiempo”, Ana Mª Peña Varó (Burgos)
42
C Kategoria
1. saria - 1er premio
“La faja de ama”, Eva Mª Vázquez San José (Leioa, Bizkaia)
46
2. saria - 2º premio
“199”, Aster Navas Martínez (Portugalete, Bizkaia)
49
D Kategoria
1. saria - 1er premio
“El fulgor de la mirada”, Emma García de Diego (Apodaka, Araba)
51
2. saria - 2º premio
“Una valija especial”, Carmen Fernández Pérez de Arrilucea (Vitoria-Gasteiz)
54
D mailan saririk jaso ez duen lan onenarentzako Gaztetan sari berezia - Premio especial Gaztetan al mejor trabajo no
premiado en la categoría D
“Don Miguel”, Ariel Alberto Díaz (Argentina)
58
GAZTETAN
MI ENIGMA Y FORMACIÓN
Yo, persona, crecí bastante bien, en un ambiente normal pero único. De mi madre heredé sus ojos verdes y de mi padre los
labios. La personalidad era una mezcla de los dos. Curiosamente, mis pensamientos parece que tenían más sentido antes, en la
época dorada de la infancia. La capacidad de divagación, discusión y pasotismo estaban demasiado desarrolladas.
Durante los primeros años de colegio, me dediqué a estudiar a la gente. Veía la cantidad de tonterías sin sentido que podían
llegar a hacer y decir durante todo el día y uno de mis principios empezó a formarse. Decidí hacer huelga de silencio durante
una semana que no fue muy productiva a nivel académico. Tres profesores me pusieron tres puntos negativos, mis amigos
creían que me había vuelto loca o algo por el estilo.
Cuando llegó el viernes a las cinco de la tarde, a la salida del colegio los profesores me llamaron al despacho del director y le
expusieron mi caso, estaban indignados, hablaban de cosas extrañísimas y sin pies ni cabeza para mí. Yo les escuchaba como
si de una obra de teatro se tratara. Cuando me llegó el turno, simplemente me levanté, cogí el estuche para sacar mi color azul
y prepararme para entrar en el mundo de explicaciones sin sentido para ellos, para mi estaba muy claro el asunto. Les dije que
después de haberlos estado observando durante algunos meses, de verme obligada a participar en sus sinsentidos, había visto
oportuno independizarme mentalmente, no participando en cosas que no me interesaran realmente. Puesto que durante esa
semana no había oído un tema de conversación interesante como podía haber sido el color del cielo o por qué se ponían los
pelos de punta al escuchar música clásica cundo era la hora de la siesta, no había hablado para no echar sobre mi inocencia
infantil el peso del falso interés. En definitiva, había visto cómo mis intereses no cuadraban con las cosas que se consideraban
realmente importantes. Las tres preguntas que me condenaron a esos tres puntos negativos fueron: ¿cuántas son dos más dos?,
(la respuesta era obvia, cuatro), no contesté, ¿qué es un girasol?, (“una flor muy bonita, en mi casa tengo un cuadro de un
jarrón con flores de esas” , pensé yo, pero no abrí la boca); ¿Cuando una persona no habla es porque está muda?, (“ésta es la
reina de las absurdeces”, pensé yo, no hablo porque no me da a gana), simplemente sonreí. Así me di cuenta que las demás
personas esperan que tengas una serie de comportamientos en libertad pero dentro de sus órdenes. El primer desacuerdo grande
en mi vida. No fue el último.
Con edad ya para pasar al patio de los mayores, ya estaba en primero de primaria, sentí una mayor decepción y se formaron en
mí otros principios. Ya estaba claro que al colegio entero le importaba más una tarde sin que el maestro viniera para dar clase,
(así podían dedicarse a asuntos nimios como la calibración del grado de fealdad que tenía alguno de sus compañeros), que
esa misma tarde pudiéndola dedicar a asuntos que fueran realmente importantes para cada uno, por ejemplo, intercambios de
ideas y de gustos con personas que iban a tener que ver durante todos los días que estuvieran en el colegio. “¡Qué extraña es
esta gente!”, pensé. Un poco más tarde entendí que era natural, para ellos, al menos ganarse el aprecio de unos pocos pisando
a otros tantos. Esos otros tantos, seguramente harían lo mismo. Gran decepción, me sirvió para desarrollar otra capacidad, la
intensificación de los aspectos admirables de mi persona. Llegué a considerarme espectador de películas extrañas y a veces sin
ningún trasfondo, así también aprendí a escuchar, aunque esta habilidad se terminó de desarrollar un poco más tarde.
Un suceso dramático me obligó a hacer de psicóloga durante algún periodo perdido de mi vida. Una mañana, estábamos en
clase de plástica, yo me sentaba con otra chica que tampoco era como los demás compañeros de clase, coincidía conmigo en
alguno de mis principios y de mis pensamientos, era una amiga de verdad. En su casa no había pasado una buena noche y
empezó a contarme cosas que le habían sucedido en la pesadilla que había soñado. Yo me desmoralicé muchísimo, soñé que
construían los colegios con rejas invisibles que aseguraban la educación de los niños dentro de unos parámetros escogidos
generalmente para todos, sin tener en cuenta los intereses de cada uno. Los profesores no atendían a subjetivismos ni a ideas
abstractas, sino a los objetivos de cada trimestre y a la paga que recibían cada mes. Estuvimos unos días como muertas, en
otro mundo, presintiendo que esa pesadilla era más bien una predicción. Decidimos evitarlo a toda costa y montarnos una
36
especie de reuniones en las que cada uno pudiera hacer lo que quisiera y aprender lo que le apeteciera por iniciativa propia,
sólo un profesor nos apoyó, al cual lo echaron del colegio un tiempo después por tener métodos de enseñanza más efectivos
que ellos. Argumentaban que las clases de plástica se deben hacer en un aula, y que el arte no tiene por qué estar en el patio del
colegio. No se dieron cuenta de que lo que estaba haciendo el profesor era formar a personas distintas con distintas inquietudes
y capacidades. Desarrolló el arte de cada uno enseñándonos diversas formas de expresarlo. Respetó libertades y no esperó
que fuéramos unas copias de las normas de la sociedad de la época, aunque sí nos enseñó que era bueno respetarlas para que
nuestras libertades no influyeran ni cortaran las de otro y así poder crecer nosotros mismos.
Cuando yo era así de joven era muy fácil emocionarme con cualquier cosa que me llamara suficientemente la atención.
Después de este asunto con el profesor de plástica entendí que enseñar era una vocación, no una cosa que se aprende simplemente haciendo una carrera. Me llevé muchísimas desilusiones más aparte de las que he contado. Lo más importante que saqué
de ellas fue la fuerza que se debe tener para identificarse con otras personas, compartir con ellas algunas cosas, y nunca perderte entre ellas. Conservar uno mismo su esencia sin parecer frío a los demás; puedes ser un magnífico escucha, sin embargo,
debes ser también un poco impermeable, si no, acabarás empapado de las desilusiones e inconsecuencias de este mundo y, de
la misma forma que un pedrusco en un lago, te hundirás viendo que no puedes conseguir la autosuficiencia y la independencia
dentro de una vida llena de normas, idiotas o no y responsabilidades, necesarias o no.
Las fábulas de la antigua China me ayudaron bastante a comprender algo de la naturaleza de los pensamientos infantiles vistos
con una edad más avanzada, desde otra perspectiva, más alejados. Muchos los ven de manera graciosa e incluso se avergüenzan
de cosas que hicieron, no obstante vuelven a cometer esos errores no respetándose a sí mismos, no respetando su pasado.
Cuando esté en mi lecho de muerte, si no muero de forma repentina y sin que el cuerpo me avise, si no muero sola, le diré a
quien esté a mi lado que, por favor, plante un girasol en una maceta y de las pipas que dé plante otros tantos, para que si por
casualidad hay algo después de estirar las piernas y puedo ver a Van Gogh, le diga que yo conocía su cuadro y que la profesora dudó de mi conocimiento sobre esa flor. Que desde ese día me había quedado claro que tener un sueldo para comer era
importante, aunque no compartía con ella la forma de conseguirlo.
Finalmente, mi obstinación en investigar aspectos de la personalidad propia, probablemente me lleve a establecer una serie
de elementos irreconocibles como válidos para otros, pero muy importantes para mi y para cualquiera que se plantee su vida
como una búsqueda de si mismo, si no encuentras tú lo que quieres de ti nadie lo va a hacer en tu lugar. Ánimo a quién se
atreva con su propio enigma.
Mª Jesús Monreal García
37
SALITRE Y VERSOS
Se pierde el grito de la sirena. Dejando a un lado la mitología, hablo de la sirena de un barco que un día me perteneció tanto
como yo a él.
Lo veo alejarse como un suspiro entre aguas, con esa dulzura del adentrarse sobre ondas como tirabuzones.
En el puerto quedan apenas un grupo de marineros indecisos, dos o tres mujeres arreglando redes y un montón de nasas besadas
por el óxido y el salitre.
Cuando yo era joven... la brisa no me disponía estas lágrimas.
Y mientras las gaviotas armonizan sus conversaciones imposibles, voy alejándome del muelle con estas piernas de papel y
huesos.
Cuando yo era joven, corría siempre hasta el último centímetro del muelle, para abandonarme suicida a la contemplación de
un mar anchísimo y el zarandeo de un viento que reclama almas para coleccionar naufragios.
Allí las olas eran saladas. Conforme se desnudaba la tarde, me iba llenando el rostro de gotas diminutas y los labios de humedades. Muchas veces, se acercaba para mirarme con ojos de océano El Mejor Marinero. Quizás nunca pueda recordar su nombre,
pero sí la presión de su mano inmensa en mi hombro derecho.
Nunca consiguieron apartarme del borde perfecto, de aquella península estrechita hacia mi mar. Aunque cuando llegó Irene...
sí, cambié tardes de marina por paseos al puesto de los helados, mas eso es ya otra leyenda.
Como otra es mi pasión por las estrellas de mar. Por reproducirlas separando con cierto dolor una de sus patas, esos brazos de
colores... Mi infancia es un jardín de ellas poblado...
Hoy esquivo la taberna, porque no hay barullo afanado. Esquivo el paraíso de madera y licores, la cueva que me acogió tras
cada viaje. La guarida con miles de nudos marineros descansando en las paredes, mesas talladas a navajazos y recuerdos de
acordeón y aventuras.
Oceánide, se llama, como un tributo a aquel entramado imposible de dioses de la Antigua Grecia. ¿Cuáles son los míos?
Cuando yo era joven, guardaba cierto arrebato incontenible en cada trabajo. El barco era prácticamente una prolongación de
mi cuerpo y el timón echó raíces en estas manos surcadas de ríos. Mis sueños eran una gigantesca tripulación fantasma que
anidaba mis noches de estrellas, lejos de tierra firme.
Cuando yo era joven, cenaba bajo cubierta con cubiertos imposibles y tragaba con mis compañeros historias extrañas de países
remotos. Apenas dormía. Tumbarse en alta mar es intentar dormir en un globo de helio... Puro movimiento...
Existen murmullos orgullosos. Si los abandonas, muestran reticencia a la hora de acariciarte nuevamente. Así me ocurre ahora
con los versos del mar, con el canto de las sirenas y el silbido enigmático de las caracolas.
Cuando yo era joven, los puertos significaban: descanso y meta. No recuerdo tampoco los nombres de los lugares en que
38
hicimos escala, pero sí cada paso, cada puerto como si me hubiesen ido encantando con un singular trajín de mercancías y sus
lenguas diferentes.
El pueblo, esa cuna de almendras y abrazos, fue creándose un caparazón propio en mi memoria, para permanecer inalterable
a cualquier latitud en la que yo me encontrara. Existe cierto tejido indeleble en la fibra de mis días, que no me permitió dejar
de pensarlo un solo momento. Patio de mi infancia. Calles de los contados días de escuela y tintero...
Y hoy, tarde de miel y remembranza, elijo este banco diminuto... al lado de la broncínea ancla que el ayuntamiento tuvo a
bien colocar aquí. La playa de mis quince años se extiende a la derecha, como un catálogo de amores fugaces y conchas
nacaradas.
Cuando yo era joven, llevaba en la frente un sino marcado, y un solo propósito. Vivía con cada pesquero y cada mañana de
lonja, cambiaba las novelas de vaqueros por tragedias de naufragios y dibujaba en cada cuartilla mapas de mil y un tesoros.
En una cosa estoy cierto: nadie me ha podido aventajar imaginando islas.
Solo quiero que el relato de este amor puro me proteja.
Quiero embarcar nuevamente, envejecer ola a ola, susto a susto.
Desencajar mi salud de caramelo con las embestidas del mar en los acantilados.
Y no me importa que ya nadie más lo comprenda. Por eso he comprado esa barca que mece junto a tantas otras. Un poco
descolorida quizás, pero altiva en la pequeñez de las cosas sencillas y tiernas como algodón de azúcar en las fiestas grandes.
Por eso la barca, y el cuaderno de tapas de cuero. Para llenarlo de una caligrafía que casi ha olvidado el perfil de cada letra,
el diseño de cada espacio.
Y no me importa que ya nadie más lo comprenda. Porque ya no se acercará el Mejor Marinero para prevenirme de una vida
que he sentido palmo a palmo. No habrá puertos gigantes, ni añoranzas dolorosas. No habrá un alma femenina esperándome
en este nido. Ni siquiera me dolerá no ver florecer los cerezos ahora que la estabilidad se ha adueñado de mis tiempos.
Ahora que me he hecho “grande”, como el mismo mar, tengo tiempo para hacer una colección de aromas.
Y para mucho más.
Para mucho más…
He ahí la razón de este bote de pintura azul y esta brocha. Voy a bautizar mi barca, con un nombre que es vínculo claro de mi
infancia, un nombre dormido en ese lugar que me pertenece y al que pertenezco: ESTRELLA DE MAR…
Cuando yo era joven… salitre y versos...
Alba Cid Fernández
39
DE ALFAS Y OMEGAS
“Las noches serán blancas;
de columpiado pino…”
(José Pedroni, “Cuna”)
Sí, las campanillas crecían vertiginosas aquel octubre, enredando sus lianas en el hueco de las cunetas. Siempre abrían para
noviembre, cuando las primeras mariposas se arracimaban en las cinias, cuando las chicharras templaban el albedrío de la
siesta. A veces, los pájaros se desconcertaban con ese ímpetu floral, y batían sus alas, inquietos por la sombra violácea de las
alcantarillas. Yo las asociaba con los muertos, porque a fines de octubre comenzaban a abrazar la tapia del cementerio, como
una pátina morada que se atrevía con la muerte. En cierta ocasión, corté algunas para colocarlas sobre las tumbas, pero se
marchitaron antes de llegar a destino, plegándose en mi mano niña como arañas coloridas. La abuela me dijo entonces que
las campanillas vivían poco, y que los muertos preferían la claridad de las margaritas. En tal caso, le pregunté si los difuntos
podían ver el color de las flores desde el interior de la tierra, y ella me contestó que sí. Sorprendida, quizá por el hábito de
imaginar a la muerte en negros, estrujé un par de campanillas en mis manos, y un pringue suave se esparció entre mis dedos.
Cuando florecían, los niños del barrio considerábamos que había llegado el verdadero inicio del verano. Es que el estío tenía
para nosotros tres estadios florales: las margaritas en agosto, las rosas en octubre, y finalmente ellas, simétricas y débiles, multitudinarias, bordeando caminos, baldíos, y –según la abuela–, disgustando a los muertos. Pero aquél octubre crecían rápido,
y cada anochecer las veíamos estirar la piel sutil de sus pétalos, complacidas con la luz en merma. Quizá son al revés de los
muertos, pensaba, y prefieren las sombras. Nuestros rostros infantiles habían adquirido ya el color de la canela y las partes
blancas de nuestros cuerpos, aquellas que las mallas cubrían, nos llenaban de vergüenza, como viejo recuerdo de un invierno
distante, arrumbado para siempre.
De todos los niños, era Gabriel quien seguía con más atención la florescencia de las campanillas; y lo hacía serenamente, de
modo que hasta los picaflores, desconfiados por naturaleza, revoloteaban sobre su cabeza al aproximarse a las madreselvas,
que descargaban su dulzor violento en las tardes tibias. Fue una noche de luna llena, en una pausa de nuestros juegos, cuando
me acerqué a Gabriel. Estaba sentado sobre el musgo de la cuneta, los ojos fijos en los pimpollos hinchados de las campanillas. La cercanía de su piel, me permitió observar que su cara no estaba bronceada como la nuestra, que una extraña palidez la
cubría. Sentí un inexplicable temor. Confusa, procuré evitar su rostro mientras lo invitaba a formar una ronda alegre, amplia,
junto al resto de los niños.
Aceptó gustoso, con una sonrisa. Al rato, la luna llena menguó por el mordisco de una tormenta en alza. “La canción de las
muchas lunas, cantemos esa”, gritó Analía, y todos asentimos. Cuando nuestras voces acababan de amontonar las primeras
lunas de la letra, un primer relámpago, inesperado, alumbró la cara de Gabriel, resaltando su lividez. Nicolás, que formaba
ronda a mi derecha, me tironeó el brazo cuando dejé de cantar, abstraída en las ojeras de mi amigo, que enmarcaban sus ojos
como dos guadañas enormes, amenazantes. Temblé, y una tromba de certezas futuras, lejanas de la infancia en que vivía,
me despertó algunas lágrimas. Gabriel notó el revuelo temeroso de mis ojos, y entonces me dedicó una sonrisa enigmática
y triste. La tormenta ya estaba encima de la ciudad, y el viento ululaba en claro presagio de agua. Vi diluirse la sonrisa de
Gabriel entre las ráfagas, entre los gritos de nuestros padres ordenándonos volver a casa. Obedecimos, deshaciendo la ronda
con cierta violencia, hasta que solo fue un recuerdo. De camino a casa, la luz difusa de los rayos, que tanto me gustaba en su
magnitud estival, tenía un tinte de espectro esa noche. Me refugié en la cochera, cerca de la cortadora de césped, para observar
mejor la furia de la tormenta; y entonces lo vi allí aún, impasible ante la proximidad de la lluvia, mirando las campanillas de
40
la cuneta. El aire olía a madreselva y azahares lejanos. Volví a sentir miedo, y desoyendo el llamado de mi madre, regresé a
la alcantarilla junto a él.
- ¡Gabriel!, que empieza a llover–, le dije. El levantó sus ojos hacia mí con tal tristeza, que lamenté la advertencia. Sostenía
una campanilla en su mano derecha, estrujándola con pausa, al ritmo de la lluvia que comenzaba a caer.
- Ya voy, Mariana, que después no voy a tener tiempo.
- ¿Tiempo para qué, Gabriel?–, le pregunté con curiosidad.
- Para ver a las flores. Me encantan las campanillas, porque alumbran a las noches… mira aquellas, sí, las del otro lado de
la ruta. Son distintas, ¿ves?, más oscuras.
- Sí, y son hermosas, Gabriel, pero dale, que ya se larga la lluvia y…
- ¿A que se parecen a mis ojeras?
- Bueno… un poco, Gabriel. Pero…– balbuceé por la sorpresa.
El rayo desgajó su furia en algún campo cercano, y la luz se fue de la ciudad. Di un grito mientras mi madre me tomaba del
hombro, retándome por la demora. La de Gabriel hacía otro tanto.
- ¡Mariana!, no tengas miedo a las sombras–, me gritó Gabriel desde el porche de su casa. Recuerdo su mano en alto, su
sonrisa, la lluvia densa. Fue la última imagen de ese día.
Hoy le llevé campanillas. Mi madre insistió en comprarle crisantemos o claveles, pero me negué. Cuando niña, me había dicho
que no temiera a las sombras. El no les temía, porque su corazón iba arropándose en la muerte poco a poco, y las campanillas
le iluminaban ese ocaso. Su corazón enfermo, que claudicó aquel noviembre de campanillas veloces, aquella noche tormentosa de quince años atrás. A veces, mientras riego el jardín en las tardes de verano, siento que las campanillas de la cuneta me
llaman; y cuando la nostalgia intenta cercarme con su noche, recuerdo a Gabriel, y lo siento luz, claridad de pétalos y colores
encendiendo mis sombras desde el polvo.
Mª Florencia Cazenave Garialde
41
LA MÁQUINA DEL TIEMPO
Es un hecho. Y puestos a darle importancia, fehaciente, que el espacio donde se ha pasado la infancia, y ésta llega, en nuestros
días, incluso más allá de las dieciocho primaveras, condiciona, determina, modela, moldea, talla, forja, la personalidad. Sobre
qué es esto de la personalidad, fiu (largo silbido de asombro), ¡lo que se ha escrito! Pero lo han hecho sesudos psicólogos, que
explican las cosas minuciosamente, para que nadie las entienda. Si dejo dicho “personalidad” así, a secas, es porque me parece
suficiente para que entienda la concurrencia, si la hubiere, que me refiero a la forma de ser uno. Y aunque esto no sea mucho
decir, sabiendo que me comprenden, porque son uds. magnánimos e ilustrados, renuncio al empeño de entretenerme en describir qué es la personalidad esa, pues me quedaría sin cuento (qué cantidades señora, ¡sin cuento!). Además no es momento de
confesar abiertamente, aunque bien se note, que no soy yo quién, pues mi mundo no es de ese reino, para meterme en camisa
de once varas (por mucho que me guste llevar amplia ropa, para disimular volúmenes).
Ni nací en África, ni mi piel es negra, aunque sí soy oblonga, pero por ser más ancha que larga. Esto debió causar terribles
dolores uterinos, nada furiosos, a mi santa madre, que sea por casualidades de la vida, sea por ignorancia, estaba en casa cuando llegué. Y ¡menos mal!, porque no teníamos portera, a pesar de que las vecinas hicieran algunas de sus funciones.
El caso es, y voy al meollo, que soy de pueblo. Esto dicho así, sin más, a bocajarro, puede ser interpretado de muchas formas.
Yo misma, una vez, lo empleé, aterrada, para eludir un muerdo nocturno, que no quería haber evitado, pero que tampoco quise
aceptar así sin más. Cosas de chicas, ya se sabe. Me puse colorada, me tapé la cara y dije “…que soy de pueblo, que soy de
pueblo…”. Como si eso justificara mi mojigatería estrecha.
Cuando vine a la Universidad pensé que ser de pueblo era una cosa excepcional, una rareza. Pero pronto me di cuenta de
que era de lo más normal. De hecho, resultó, que todo el mundo era de pueblo. Es más, la propia ciudad, sede de tan egregia
academia, había sido un pueblo, no hace tanto tiempo, con huertas y bueyes, con carros y burros, con señoritos y jornaleros.
Incluso en los tiempos gloriosos aquellos de la medievalidad, cuando la catedral lo era todo y había un palacio real, cosa de
mucho postín, era más pueblo que nunca, Pueblo, pueblo. Pequeñito.
Cuando me dio a mí por abandonar la cálida placenta, eso que la gente llama agricultura ya no era lo principal, por mucho
que se empeñaran los subvencionadores. Yo vine, y ya estaba el polígono industrial, rimbombante y provechoso, ondeando
en carteles indicativos. Los campos se rascaban con tractor, los fines de semana, y los ancianos del lugar acumulaban en los
garajes, junto al jeep Santana, inservibles arados de reja. Sin embargo, todo el mundo tenía “tierras”, y al llegar por la nacional
lo primerito que se veía, y se sigue viendo, eran unos enormes silos que, al parecer, como los pantanos, puso un tal Franco,
tipo de lo más perverso, que tenía el culo blanco porque su mujer lo lavaba con Ariel.
Los que no teníamos tierras, porque… porque… ¿por qué no tenemos tierras, papá?, podíamos pasarnos la vida sin saber
diferenciar el trigo de la cebada y confundiendo el centeno con la avena. A menos que tuviéramos un tío fantástico con
quien recorríamos la comarca en bicicleta verano tras verano, admirando los cultivos cerealícolas. Pegaditos a la cuneta,
con precaución, frenando en las bajadas y apeándonos en las subidas. Rodando hacia el toro de Osborne, al que nunca
llegábamos. Y un Kas de naranja en el bar de cada pueblo. Y qué buena la cosecha este año. Sí, pero de la piedra pasada
no nos recuperamos.
Cuando oía hablar a mis primos de su barrio, en la capital, me horrorizaba. No sé cuantísima gente en clase, no sé cuantísimas
clases. Y las tardes en un parque asfaltado. Aquella noche yo daba gracias a Dios por vivir en el pueblo y poder subir al monte
de los pinos siempre que me apeteciera, esquivando la roca del diablo donde se reunían las brujas las noches de San Juan, o de
Santa Rita, que del santo o santa en cuestión, no me acuerdo muy bien. Y cuando había nieve, todos los inviernos, poder tirarnos
42
con los sacos por la pendiente. Despeñarnos siempre ilesos, y llegar con las catiuscas mojadas a casa, era el paraíso. Más aún si
la economía estaba cubierta de castañas y mamá no parecía darle importancia, aquel día, al barro de la culera del pantalón.
Otra de las ventajas sobre la grande Babilonia urbanita era que una podía estar asilvestrada sin el peso constante de “no ser
una señorita”. Se ve que no llevar uniforme de las concepcionistas privaba de no sé qué carácter. Y esto permitía también andar
de la ceca a la meca con los chicos todo el día. Si no sabías saltar a la goma, no te quedaba otra que jugar al fútbol, aunque te
pusieran de portera. Un par de buenas salidas y un despeje a tiempo, aunque torpe, y ya tenías garantizado el puesto para todos
los recreos. Y luego, al río, a montar la caseta. No se permiten niñas, pero bueno. Pase lo tuyo. Pase mi sín, pase mi sán.
Jugar con los colegas garantizaba no enamorarse de ninguno de ellos. Lo cual era una gran comodidad, sobre todo porque tu
hermano pequeño podía heredar el libro de lenguaje libre de cursiladas al margen. Pero de lo que no te libraba era de confesar
en el baño de las chicas quién te gustaba. No había reticencia posible. Tenías que decir un nombre. Gracias al cielo siempre
había algún guaperas por el que estaban todas, y se daba por supuesto que tú también.
A mí que me dejen en paz. Con lo feliz que soy yo yéndome para casa rapidito. Rapidito, rapidito. Corre, corre, que te van a
decir de salir, y pasas de decirles que pasas, porque lo pasas muy mal justificándote. Pero ¿qué placer encontrarán en beber
del mismo vaso de plástico? ¡Qué falta de higiene! ¡Que falta de escrúpulo! Yo me meto en la camita, a averiguar por quién
doblan las campanas, a ver qué aventuras les esperan a los tres mosqueteros. A seguir las andanzas de Dantés. Y a enterarme
de porqué a la Facia le gustan tanto las tormentas. Y al apagar la luz, recrear en sueños travesías marítimas por el Caribe.
Vigilancias nocturnas por las calles de Londres tras los pasos de un temible asesino. Y recrearme morbosa en aquel oscuro
temor a hacerme mayor. Porque si siendo niña podía trepar por las jarcias mientras asestaba sablazos por doquier, y descubrir
la Atlántida en las playas de Cádiz salacot en ristre ¿para qué crecer?.
El pueblo era un sitio fantástico. Había casas abandonadas, con manchas de sangre en la pared. Cadáveres en el río. Que al
contacto con las piedras sonaban a odre seco. Árboles centenarios llenos de filas de hormigas. Cuevas hediondas que repetían
nuestras voces. Un universo eterno siempre por descubrir.
Las visitas a la ciudad, para ir al médico, para visitar a los tíos, o para comprar en Zara, eran terribles. Sólo me gustaba el trayecto en coche. Tanto, que me daba una pereza tremenda abandonarlo al llegar al destino. La sucesión de palotes de la luz, con
sus gruesos hilos ondeando a nuestro paso. El pinar que luego ardió, cuyo olor afrutado inundaba el cubículo. Los pueblecitos,
con sus casas de piedra, con la espadaña acampanada sobresaliendo imponente.
La ciudad se me antojaba larga, demasiado larga, como un día sin pan. Larga como una morcilla. Costaba tanto atravesarla.
Tardábamos más en llegar al centro, que no estaba en el centro, que en cumplir los kilómetros de separación del hogar. Nos
recibía oscura y gris señalando su presencia con una fábrica de neumáticos, transparente y exhibicionista, que mostraba sus
extrañas entrañas entubadas, sin que se alcanzara a ver ningún operario, como si funcionara sola. Luego tras sucesión de galpones oxidados, casi inmediatamente, las torres enladrilladas de habitantes encajados, que ocultaban tras de sí, aquella iglesia
pétrea que no se dejaba acogotar, a pesar de todo. Y más adelante, más adelante, la barriada militar, decía siempre mi padre. La
barriada militar. Y sonaba en mis oídos terrible y llena de bigotudos generales, tiesos como soldaditos de plomo. Y seguíamos.
Aún no habíamos llegado. Y yo pensaba que circundando mil veces el pueblo no alcanzaría jamás a recorrer aquella distancia
divisada desde la ventanilla. Larga e inmensa. Larga y larga. Que desembocaba en aquel ecuestre barbado, con la espada picuda
al aire, quieto y mudo. Tan en medio. Por fin el río, terrible para mi padre cuando niño, por sus crecidas, que entonces eran
continuas. Y, finalmente, el barrio de los tíos. Que parecía tan pobre. Tan sucio. Tan alejado de todo. Aún estando ahí mismo.
No quería yo otra cosa que regresar a casa. Y amanecer, al día siguiente, bajo el cielo azul del pueblo. Porque sí. El cielo allí,
era más azul. Y hacía menos frío.
43
Una mañana, al despertar, encontré a mi padre en la cocina, haciendo guirlache, decía, como el de las paredes de la casa de
Hansel y Gretel. Y tuve la certeza de que aquel señor tan grande, y que ensuciaba tantos cacharros, era único. No había otro.
Los papás de los demás no hacían guirlache. Limpiarían caracoles en la bañera y saldrían en Nochevieja con sus mujeres a
emborracharse, pero no hacían guirlache. Ni contaban que su abuelo fue el veterinario del pueblo.
Mi abuelo Pedro, me decía papá, estudió veterinaria en León. León, a mí me parecía un sitio quimérico, de cuento de hadas.
Alejado y ajeno de esta Castilla profunda, por mucho que nos hayan metido en el mismo saco autonómico. León suena desde
aquí, a rancio abolengo visigótico. A reyes enjoyados que se hacen amiguitos de porquerizos malhumorados y que pierden los
condados por morosos. Allí, bajo la pulcra leonina, que no es una rubia desmelenada y muy limpia, sino una catedral soñada,
conoció Pedro a Socorro. Maragata. Y al pronunciar aquella palabra misteriosa, se le ensombrecía la voz a mi padre, y a mí
se me abrían mucho los ojos. ¿Qué sería una maragata? me preguntaba. Y a juzgar por la descripción, no pude más que llegar
a la conclusión de que era una mujer muy grande, y con muy mal genio, que tenía subyugado a su marido. Yo, que por aquel
entonces no sabía qué era un calzonazos, juzgaba al abuelo de mi padre con severidad impropia de mi sexo. Gracias a Dios,
y a mi santa madre, fui modelando mi parecer al respecto hasta comprender que fregar no era cosa sólo de niñas, y que podía
tener un tirachinas sin desdoro de mi condición.
Se sucedían los avatares familiares hasta llegar a mi abuela, la madre de mi padre, que ya vivió aquí, en el pueblo. Ella hablaba
de la guerra como si no hubiera ocurrido, mientras el abuelo miraba al suelo, sin decir palabra. La abuela fue enfermera, en
lo que es ahora el colegio. Tiene una foto de uniforme, con otras compañeras todas sonrientes, sin asomo, por ningún lado
de dolor ni sufrimiento. Con tantos silencios, no había forma de saber qué diantres era aquello de la guerra. Lo único que yo
llegué a comprender es que jugando al Estratego pedirse las fichas rojas era toda una osadía por la que siempre discutíamos
los hermanos.
La madre de mi madre decía qué coloraditas están las manzanas o qué pañuelo colorao más bonito. Al parecer tenía alergia a la
palabra rojo. Porque unos tipos de ese color, serían indios, la habían amenazado de muerte cuando se quedó viuda. Esta abuela
vivía en un pueblo pequeñito, mucho más pequeño que el mío, al que se llegaba atravesando desfiladeros estrechos taladrados
por el Ebro (rumba la rumba la rumba-ba). El paisaje era todo un vergel exótico que desembocaba en casa de la abuela, que
siempre que llegábamos estaba jugando a la brisca. Pasábamos allí las fiestas de septiembre, viendo el boxeo en la plaza y
comiendo sardinas asadas, también en la plaza. Porque el pueblo no era más que la plaza. La plaza y el camino al otro pueblo
sembrado de moras. La abuela tenía un corral de gallinas nada más entrar en la casa. Cuando mi madre era pequeña, hacían
allí sus necesidades. Entonces había además un cerdo, que era una bestia temible que gritaba como un descosido al llevarlo a
la banca para desangrarlo. Pero qué buenas están las morcillas.
Al fondo del estrecho pasillo que se abría junto al acceso del corral, estaba la cocina, que daba a un pequeño patio. Escaleras
arriba, las habitaciones, una de ellas con una magnífica solana, donde leíamos tebeos que se nos rompían entre las manos de
puro viejos. Y más arriba, el cuartito de la chimenea en el que asábamos chuletas.
Mamá era más de pueblo que yo, porque su pueblo era más pequeño. El mío, a su lado, ¡era toda una capital!. Mamá no dejaba
de decirnos que cuando joven, había hasta cine, y que tenían escuela, vamos que era un señor pueblo. Pero a mí me costaba
mucho imaginármelo, la verdad, tan menguado como se me aparecía a la vista. Sólo en verano había gente que retornaba al
terruño para hacerse un chalet.
También a mi pueblo, en verano, llegaban niños de fuera. Venían a ver a sus abuelos. Sus padres tenían Audis oscuros que
enjabonaban y aclaraban constantemente a las puertas de sus casas. Yo no me explicaba qué era aquello de veranear en el
pueblo, pues creía que eso sólo se hacía en la playa.
44
Nosotros veraneábamos en la playa. Mamá nos despertaba en mitad de la noche. La furgoneta estaba llena de cosas, tumbonas,
esterillas, la nevera portátil. Nos esperaba un largo viaje sembrado de paradas para mear en exóticos restaurantes de carretera,
llenos de gente con la comida en bandejas. Nosotros comíamos un bocadillo. De jamón. Con el pan blandurrio y la vianda
seca. Sentados en mesas de piedra junto a la carretera, que en realidad era una autopista donde los coches desaparecían raudos
sin que nos diera tiempo siquiera a contarlos.
Cuando llegábamos a nuestro destino ya nos esperaban los tíos y primos y el bungaló se llenaba de chavalería. La arena de la
playa nos quemaba los pies. Y el mar estaba quedo. Me gustaba ver los barcos recortados en el horizonte y hacer el muerto
sobre el agua. El muerto sólo me salía en el mar. En la piscina, siempre me hundía. Pero los favores marinos no duraban
nunca más de quince días. Vencido el plazo, no valían las pataletas. Había que regresar. Otra vez. Como recuerdo, un puñico
de conchas diminutas recolectadas en la húmeda orilla, que pasaban a engrosar el cúmulo de baratijas que formaban el cofre
del tesoro: la caja de zapatos repleta de cosas inservibles, cuya visión, hoy, me regresa a la infancia como una máquina del
tiempo.
Ana Mª Peña Varó
45
LA FAJA DE AMA
“El filosofo francés Garaudi sugiere que mientras que mucha gente
cree que una persona nace joven, y después envejece y muere, en realidad adquirir juventud en un sentido profundo es un proceso muy largo
y desafiante. La juventud de la que él habla es la fuerza espiritual, no
para quedarse estancado en la resistencia al cambio, sino para mantenerse siempre abierto a nuevas posibilidades. Es el poder del espíritu
que rehúsa sucumbir y que siempre se esfuerza hacia delante”.
Recuerdo el día que fuimos juntas a la frutería de Lamiako, el día de la falda. Creo que en mi vida he sentido más apuro, y eso
que no había nadie de mi escuela en la tienda.
Me parecías una mujer elegante cuando te arreglabas. Sobre tacones caminabas con paso firme, erguida. Desde luego disimulabas muy bien la falta de costumbre, y con una mirada altiva parecías querer demostrar que tu modisto preferido, y el único
que te sonaba porque, como tú decías, “es de la tierra, de aquí mismo y viste a las artistas”, se equivocaba cuando afirmaba
que la elegancia se adquiría solo si había cualidades innatas que la favorecieran. Nunca he llegado a saber si la frase era de
Balenciaga, pero a ti te gustaba repetírmelo mientras te pintabas los labios con carmín rojo, con motivo de una boda, un bautizo, o alguna de las escasas celebraciones que salpicaban tu vida. Como en aquella foto, ¿te acuerdas?, la de la boda del tío
Félix, con guantes negros cubriéndote los antebrazos y un sombrero casquete con redecilla cayendo sobre tus ojos. Pero eso
fue antes de que la vida te pusiera claro el lugar que debías ocupar.
Habías nacido pobre y todo parecía indicar que carecías de lo apuntado por el modisto vasco, aunque yo asistía fascinada a tu
transformación. Pero lo cierto es que te arreglabas pocas veces, ama.
Con el tiempo comprendí que en la lucha por ser cada vez más joven, por ampliar tus horizontes, por estar más abierta a los
cambios, por tener un espíritu que rehusara sucumbir, te llegó la guerra y ésta te retrotrajo al momento fetal, donde no deseas
que nada cambie más porque siempre es a peor, porque hecha un ovillo olvidas que tu marido está preso, en el mejor de los
casos, o muerto, y tú ya llevas en el vientre su semilla, un parto al que no asistirá.
Supe que te esforzaste en comprender la desdicha de un hombre que no volvió herido de la guerra salvo en tu autoestima, porque hay enfermedades que no se contraen luchando, sino buscando amor en brazos de alguna mujer que solo vende la ilusión
de encontrarlo entre sus piernas, otra historia de adquirir juventud, la de aita.
Por eso, aquel día en la frutería tú no ibas elegante. Llevabas una falda gris y zapato plano. No recuerdo la blusa, supongo
que de puro mediocre podría ser de cualquier color y textura, de cualquiera menos especial, sin nada que la distinguiera de
otras mil.
Desde nuestra casa en el Sindicato, recorríamos la carretera de MISA –Metales Ibérica– para ir a la Cooperativa, en Lamiako;
un paseo, me decías, mientras tirabas, ligeramente inclinada hacía adelante, de la “Carmela” de cuadros. Al lado de la “Cope”
estaba la frutería, en ella y en la carnicería de Aitor pagábamos con las famosas “txapas”, dinero de pobres pensaba yo, “dinero
más barato”, decías tú.
Saludaste a las mujeres que estaban dentro. ¿Qué tal andas?; Pues ya ves; ¡Qué guapa tienes ya a la hija!, ¿qué años tiene?; aún
46
es pequeña, solo 9, pero ayuda como si fuesen 15. Sonreía notando como los colores iban y venían mientras hablabas bien de
mí. Ocultando mi orgullo mientras me retorcía el extremo de la rebeca. Hasta que te tocó el turno y cuando estabas pidiendo
manzanas reinetas de pronto tu falda cayó a los pies, descubriendo una inmensa faja color carne. Tus muslos de piel lacia y
blanquecina, que todas podíamos ver, acababan bruscamente en una anchas ligas arremolinadas encima de las rodillas, en un
intento desesperado de sujetar unas medias que tornaban oscura la piel de tus piernas.
La lengua se me pegó al paladar. No tenía ni una gota de saliva en la boca. Notaba como se movía mi blusa bajo los violentos
latidos de un corazón dormido hasta entonces. Desplacé mi mirada posándola en todos los ojos que te observaban y pensé: me
voy a caer, como la falda. Quería no conocerte y que fueras la madre de otra niña. Te odiaba con todas mis fuerzas. Por ser
pobre, por tener tantos hermanos, por vivir en una casa tan pequeña y fea, por tener que comprar fruta, por no haber cosido a
tiempo un botón; con odio de persona vieja. Unas risas histéricas me sacaron de mis alucinaciones:
- ¡Ama, ama, se te ha caído la falda!– Y miraste al suelo–.
- ¿Qué dices?– parecías sorprendida–.
Plegada sobre tus zapatos baratos. La faja sujetando un culo plano y una tripa descomunal. Te reíste.
- ¡Mira, buen síntoma, he debido adelgazar!
Y me miraste con pena, con una pena joven, muy joven, comprendiendo mi rabia. Que sabía que no habías adelgazado porque
era imposible –tú lo habías dicho– comiéndote las sobras de todos los platos. Que había sido el imperdible que había hecho lo
único para lo que no estaba pensado. Hasta Marisa salió de detrás del mostrador para poder ver aquello que suscitaba tantas
carcajadas, pero curiosamente no se rió. Fue a la trastienda y te trajo una pinza:
- Toma Vere, sujétala con esto, hasta llegar a casa.
Te subiste la falda bajo el calor abrasador de mis mejillas y la ataste en un extremo con la pinza de Marisa sin perderme de
vista. Debiste pedir más fruta, pero en mis oídos solo quedó el eco de las manzanas reinetas.
Nos fuimos. Yo con la cabeza muy baja, repartiendo en cada mano las ligeras bolsas que me habías preparado. Tú tirando de la
“Carmela”. Me dolía la tripa y el suelo seguía pareciéndome interesante. Chicles secos y negros pegados en las losetas, papeles, la suciedad de los barrios humildes, pero el calor también. Nunca me había dado cuenta de que todo el mundo se conocía.
De que todos nos conocían a nosotras. Y así saludaste a Francisco –que yo creía el dueño de la Cope-, a Emeri, que vivía en
la “Casa de Ángel”; a la de Mitxelena; Ana Mari, donde comprábamos verduras frescas; Pili, la hija de Benita, la pastelera; a
la mujer de “Txamuski”, y un sin fin de vecinos. No hay como querer ser invisible para comprobar cuántas personas te ven.
Estaba llena de rabia, cegada por mi vejez de 9 años, que me restaba perspectiva.
Notaba tu mirada cada poco tiempo sobre mi cara, esperando que yo la girara e hiciera coincidir mi mirada con la tuya, pero
me negaba: demasiada vergüenza. Una vergüenza del ridículo pasado que se iba convirtiendo en una vergüenza diferente a
medida que notaba tu cuidado, tu tiento, tu pena.....vergüenza de mí, que cuesta vencer para dar valor a las cosas que importan.
Por no quererte lo suficiente, por ser tan poco joven con tan pocos años. Y entonces escuché las palabras mágicas, mientras
seguía ofuscada buscando un significado que nunca vería en los adoquines del camino que llevaba a casa.
- Vaya apuros te hace pasar la vieja tonta de tu madre, eh peque?– me dijiste con la voz más dulce que nunca antes te había
oído.
47
Levanté la cabeza y mi mirada se sujetó a la tuya, y abrazada en ella coincidimos tu juventud y mi vejez en un único tiempo.
Mas tarde seguiríamos creciendo: yo hasta convertirme en la mujer madura que ahora soy, consiguiendo recordar con cariño,
con mucho cariño, el incidente que peor rato me hizo pasar a mi corta edad, pero que me convirtió en alguien más joven,
“para no quedarme estancada en la resistencia al cambio y mantenerme abierta a nuevas posibilidades”; y tú hasta dejar de
existir. Pero ese día, en ese momento, tú y yo tuvimos la misma edad y lo comprendimos todo la una de la otra. Solo tras un
rato mirándonos acerté a decirte:
- No me ha importado nada.
Con la mano libre me acercaste a tu regazo. Y las dos supimos que la mentira que había comenzado saliendo de mis labios,
ya era verdad.
Hoy he pasado por el barrio. Te sorprendería lo cambiado que está. Aún quedan algunos de nuestros vecinos, pero la mayoría
se ha mudado o nos ha dejado. Hay otros colores y otros acentos y aunque nunca será ya el mismo, lucha por ocupar un lugar
digno dentro del pueblo. En Aketxe han tirado aquellos caseríos amigos donde comprábamos tomates con sabor, para construir
unas casas nuevas, elegantes, –como dirías tú–. El pueblo está creciendo ama, no te imaginas cuánto. En el lugar donde estaba
la frutería hay un “locutorio” donde nuestros nuevos vecinos llaman a su familia de ultramar. No he podido evitar pensar en
ti, en la faja marrón y en aquel curioso día en que empecé mi camino hacía la juventud.
Eva Mª Vázquez San José
48
199
199. Mamá tomó la camiseta de algodón y empezó a bordar en su bajo el 199.
En la hoja del Internado lo ponía bien claro: ropa a discreción grabada con el número 199. Fue así como durante ese verano
aquella cifra se fue apoderando de mi chamarra, colonizando mis entretelas y tomando mis calcetines.
199. Bien mirado, aquellos dígitos con los que iba a empezar la adolescencia tenían algo de límite y fronterizo: terminaba en
ellos la centena de la infancia. Me quedé mirando la cifra hasta que sonó el timbre de casa.
- Mamá, es el señor de los muertos– grité, sin apartar la vista del hombre que ajeno a mis palabras arrancaba un recibo de
Seguros Ocaso. Mamá buscó en su cartera y pagó la cuota de Decesos. Luego habló un par de minutos con el señor de los
muertos sobre el tiempo.
El señor de los muertos era el padre de Pulido. Durante un tiempo Pulido, el hijo del señor de los muertos, fue el niño más
respetado del Colegio Nacional Bagaza. El padre de Pulido nos imponía. Claro que, a fuerza de cobrar un recibo y otro, fue
ganando confianza y –vamos, hombre, no se quede usted en el descansillo, Don Rafael– nos atusaba el pelo mientras esperaba
que le pagaran por adelantado los honorarios de la Parca.
Bien mirado, Don Rafael, el padre de Pulido, era un blando. Nada que temer de Pulido ni de su padre.
El padre de Zorita, el de la tienda de chuches, tampoco imponía. Don Miguel tenía una paciencia que lo delataba –una de
éstas, otra de éstas, un jamón, un jariguay de cinco y tres boletos; no, dos. El padre de Zorita, el de la tienda de chuches, se
alegraba tanto como nosotros cuando el interior de la bolita de pipas Facundo era rojo.
Pulido y Zorita hubieran dado un brazo por tener un padre como el mío.
Mentiría si les dijera que yo fui un niño hecho a mí mismo. No; no tenía la altura de Madariaga ni la fuerza de Castresana ni
la habilidad con el balón de Romaniega.
No; si había salido ileso –la niñez no deja de ser un accidente– de aquella etapa, se lo debía a mi padre y al código de la
circulación. Si no me habían devorado en aquella selva fue gracias –su uniforme y su bigote le daban aire de avezado explorador– a papá.
Papá era guardia urbano; el tipo de casco blanco, de cartuchera blanca, de arneses blancos y de guantes blancos que de cuando
en cuando ordenaba el tráfico en la esquina de la Calle Arrandi, junto al Ayuntamiento. Sí; mi padre era el elegido que subido
al templete metálico cedía o prohibía el paso; la autoridad indiscutible ante el que todos reducían a segunda y respetaban el
disco de Simago.
El Gordini del padre de Armiño, el isocarro del padre de Verdugo y el 850 Especial del padre de Valdueza se movían al antojo
de mi progenitor, retrepado allá arriba, firme e inalcanzable como un monumento.
Sí. Yo fui el líder indiscutible hasta que llego Bovedilla. Hasta aquel Septiembre en que llegó Bovedilla los padres de mis
49
compañeros saludaban al mío con una mezcla de recelo y respeto que me enorgullecía: yo era el hijo del héroe, del sheriff
–estrella in pectore– que a golpe de silbato arrancaba el Milquinientos del padre de Escribano, detenía la Vespa del padre de
Cosgaya; interrumpía la circulación para que cruzara ahora por el paso de cebra la abuela de Zorita.
Mi padre requisaba balones y al padre de Muñoz le puso una multa por blasfemo. Mi padre imponía.
Lástima que al C. N. Bagaza llegara Bovedilla; el hijo del practicante.
Aster Navas Martínez
50
EL FULGOR DE LA MIRADA
Cuando yo era joven, medía la vida, a través del fulgor de mi mirada.
Entonces nevaba intensamente. El espesor de la nieve fue bajando por mis piernas, desde la rodilla hasta el tobillo, a la vez
que me hacía mujer. El frío de la noche congelaba los regueros de agua que se deslizaban por los tejados, formando conos
puntiagudos que engalanaban las casas con una cornisa de flecos cristalinos. Salvo en el colegio, hacía frío en todas partes:
el baño, las habitaciones, el pasillo, las escaleras de la casa… con la llegada del invierno se convertían en gélidos desiertos y
la vida se concentraba alrededor del calor que desprendía la chapa de hierro. Luego llegó la estufa de butano, que como solía
ser una, congregaba a la familia de nuevo en la cocina. ¡Ay! ¡Aquellas noches de sopa y radio! A la vez que la democracia, a
mi casa llegó la televisión y más tarde la calefacción, que me permitió buscar mi parcela de intimidad. Con la intimidad me
llegó la libertad de pensar por mi cuenta, de leer en privado a cualquier hora del día, sin tener que esperar a que la noche nos
desperdigara, sin tener que justificar “qué hacía en la habitación, con ese frío”.
El invierno que en mi tierra empezaba en octubre, además de la nieve traía el principio de curso. El uniforme sobre la silla,
perfectamente planchado. Se perdía en la oscuridad de la habitación, sólo la tenue luz que penetraba por la ventana que daba a
la cocina, hacía resaltar el impoluto cuello, que al principio fue de tela almidonada y la modernidad transformó en un pedazo
de plástico. Éste descansaba en el respaldo y sobre el asiento, la camiseta, la combinación y las medias. Al pie de la silla, los
zapatos negros brillaban. Si cierro los ojos y me abandono al recuerdo, puedo sentir de nuevo aquella emoción de estreno, que
me embargaba el primer día de colegio. Entonces nuestros padres nos llevaban al más cercano que les permitían sus posibilidades. No había mucho donde elegir: los religiosos o la Escuela Nacional. A pesar de tener un padre ateo, a mí me llevaron
a un colegio de monjas. En realidad daba lo mismo, tanto en uno como en otro, las clases las presidían la cruz de Cristo y la
imagen de Franco y mi generación fue creciendo de rodillas y cara al sol.
Antes de la nieve, antes de vestir el uniforme, a finales de septiembre, cuando el otoño se anunciaba en el frescor de las tardes,
disfrutábamos de las fiestas de mi vecindad. Honrábamos a la Virgen de Estíbaliz. Aún sigue allí la imagen, guardada en una
hornacina de madera y cristal a la altura del primer piso del número 67 de la calle Correría. Eran fiestas para todos y todas,
mayores y pequeños. Durante esa semana, que era el tiempo que duraban los festejos, las mañanas se vestían de música,
gracias al acordeón de Salinas: la boina calada sobre cabello oscuro, pantalones grises, chaqueta tres-cuartos colgada sobre
los hombros dando holgura a su delgadez. Arrastraba tras de si, cual flautista de Hamelín, a toda la chiquillería del barrio. Se
engalanaba la calle con farolillos de vivos colores, y banderitas de papel en las que primaba la bandera española, que se ataba
con un cordel de balcón a balcón, propiciando la connivencia entre los vecinos de una y otra acera. Los farolillos y banderitas,
mecidos por el suave viento del verano, daban a la calle la imagen de un navío que fuera a zarpar en cualquier momento. Los
comerciantes de la calle, patrocinaban la rifa de codiciados objetos que se exhibían en el escaparate de la carnicería de Manolo.
Objetos que nos hacían pegar nuestras naricillas en escaparate, dejando sobre el cristal la marca de la fogosidad de nuestro
deseo. Por la noche verbenas, y hubo un año que hasta soltaron una vaquilla. El portal de mi casa, conservaba aún la puerta
de madera maciza, partida en dos en su mitad, típica de los pueblos, y asomada y a la vez protegida, asistí al espectáculo con
miedo y emoción. El último día de las fiestas, a los más pequeños nos obsequiaban con una merienda. En las manos, ese día
impolutas, llevábamos todos de casa un pote de porcelana. Sentados al borde de la acera, en fila, impacientes, veíamos llegar
lentamente a los concejales de la calle con un gran puchero de aluminio, lleno de humeante chocolate, que nos repartían a los
niños y niñas, cazo a cazo, junto a un chusco de pan.
La proximidad del invierno traía de nuevo, año tras año, los juegos abandonados durante el estío. Entonces era la única “moda”
que nos permitíamos. Se iba abandonando la rayuela, que nosotras llamábamos “mariquitica” y que las más afortunadas, practicaban arrastrando hasta el “cielo” y “María” una piedra redonda de mármol. También quedaban atrás el saltar a la soga, el
51
buscar “el tesoro escondido”, brincar sobre el “burro”, y el jugar a tiendas, amasando tierra con agua para hacer “pan”, pesando
piedras y palos en la balanza que nos habían traído los Reyes la última navidad. Y regresaban los cromos, las alfileres de colores, el escondite y las tabas. La llegada de la nieve no nos impedía salir a jugar pero nos confinaba en los portales. Teníamos
nuestros preferidos y los vecinos, ahora me doy cuenta, eran muy permisivos con nosotras.
La calle donde yo nací y pasé mi infancia está ubicada en el barrio viejo de la ciudad. Le dan forma casas centenarias de grandes portales, a veces con un solado de piedra, con escaleras de madera de rincones oscuros, cuya única claridad se filtra por la
claraboya que remata el tejado, Cuando queríamos “jugar a muñecas”, subíamos hasta allí, justo debajo, donde la luz era más
luminosa, sentadas en los escalones cosíamos trajes de verano, batas para casa, confortables abrigos… todos ellos minúsculos,
y vestíamos y desvestíamos a niños de porcelana, precoz ensayo para la maternidad. Cuando la luz huía de las fachadas y las
sombras comenzaban a adueñarse de la calle, las voces de las madres desde los balcones reclamaban a los rezagados y rezagadas. Los deberes escolares y la radio llenaban la noche antes de irnos a dormir.
Desde el amanecer de mi desvelo, a mi edad ya se duerme poco, oigo el mirlo cantar ahí afuera: en el jardín. Ha llegado la
primavera. En mi infancia las golondrinas traían el verano, revoloteando ruidosas sobre los tejados. Las miraba desde la ventana del retrete, pequeño, incompleto, frío, y doraban la mañana con su vuelo rasante y juguetón. Eran pequeños regalos que
nos daba la vida. Con el verano llegaban las tardes en el río, hoy relegado por las piscinas de formas onduladas, fondos azules
y aguas cloradas. Mi río no necesitaba desinfectantes; corría alegre y cristalino besando las orillas de sus riberas y ocultaba
tesoros en sus fondos que mi padre y yo rescatábamos. La bici de mi padre era verde. Le colocó una silla de mimbre y en
ella me sentaba a mí. Avanzábamos cara al viento hacia las afueras de la ciudad, hoy barrios populosos, y entre choperas y
polvo llegábamos al río, yo protegida por el arco de sus brazos. Me nombraba guardiana de su pesca. Sentada sobre el poyo
de cemento que daba base al pilar que sujetaba el puente, veía como él iba depositando sobre la piedra unos bichos grises y
feos que andaban para atrás y tenían en sus patas delanteras unas temibles tenazas. “Ten cuidado no se caigan al agua” me
decía mi padre. ¡Dios mío cuantos volvieron al líquido elemento! Al marchar, dejábamos escondidos en el fondo de las aguas
ladrillos y botellas, donde los cangrejos se escondían para capturarlos el próximo día. ¿Dónde están sus descendientes? Con
un largo palo, roto quizá por el viento y una pequeña pelota jugábamos al golf, en un prado lleno de baches y piedras y cuando
el calor apretaba, él intentaba que yo aprendiera a nadar. Nunca lo consiguió.
A principio de los sesenta, no recuerdo exactamente el año, llegaron a la villa “Las Misiones”, un gran acontecimiento en la
ciudad. Yo ya era “pollita” y el concepto de pecado estaba cincelado en mi alma. Procesiones, misas, confesiones comunitarias, muchas casullas, rosarios a voz en grito, y lágrimas, muchas lágrimas. Vírgenes y Santos recorriendo las calles y plazas
de la ciudad, con el dedo acusador. Los ligeros velos negros sobre nuestras cabezas, enmarcaban dolorosas de carne y hueso.
¿De verdad éramos tan pecadores? ¿Era necesaria esa nueva “cruzada” que se desplomó sobre nuestra ciudad? No lo creo.
Los cientos de almas que participábamos en aquellas manifestaciones religiosas, seguramente no matábamos, no negábamos
a nuestros padres, no robábamos… y el pecado de la carne, se sujetaba con riendas de hierro, al terror del infierno y también
al pánico de un embarazo.
La religión presidía nuestros días. En el colegio, en la calle, en las radios y periódicos. Bodas, bautizos, comuniones y entierros, los actos solemnes de nuestras vidas se celebraban bajo la cúpula de la Iglesia de Roma y los moribundos se despedían
de la vida, acostados en su cama, rodeados de los suyos, con un crucifijo sobre la cabecera y un sacerdote a los pies. Bajo un
pañuelo blanco y bordado, escondido en el cáliz, Cristo traía a los creyentes una certeza y una esperanza. La certeza de que se
estaban muriendo y la esperanza de una nueva vida. El tránsito de Cristo por la calle iba presidido por un monaguillo que hacía
sonar una campanilla dorada y a su paso debíamos arrodillarnos. No puedo imaginarme hoy día semejante espectáculo.
Tampoco me imagino la calzada sin coches. El carro del carbonero era uno de los pocos “vehículos” que circulaba por mi
52
calle. El del carbonero y el de la lechera. No conserva mi memoria que fuera asno o caballo el jamelgo que arrastraba el
carro del carbonero, pero aún el recuerdo de la imagen me transmite temor. El que repartía en mi calle era de cuerpo fibroso
y enjuto de nariz, pequeño de estatura y silencioso. Los sacos que contenían el negro metal, rezumaban un polvo oscuro que
se adhería a las ropas y la piel del repartidor de carbón y sus ayudantes, que se cubrían la cabeza, para intentar evitarlo, con
sacos de yute limpios, unidos por las puntas, creando un cortejo de monjes negros con su carga a la espalda. Por el contrario,
la lechera, transmitía desde su orondez, la alegría cristalina de vivir. Hacía sonar sus cantimploras en un repiqueteo glorioso,
que se transmitía a la fluidez del líquido lechoso, cayendo primero en el cuartillo y luego sobre el puchero o cazuela que las
mujeres traían. El olor animal barría la calle.
Abandonamos la niñez con las primeras medias de cristal. Mi debut fue un Domingo de Ramos, que era lo tradicional. Estrené
medias y sustituí las infantiles sandalias, calzándome unos zapatos con un pequeño tacón. Festejábamos la primavera, que
entonces era más puntual con el calendario, cambiando el abrigo por el traje de chaqueta en aquellas Semanas Santas llenas de
sol, y recorríamos las iglesias, orando ante Santos y Vírgenes ocultos bajo un muro de telas moradas. Por decreto, el silencio
y la tristeza reinaban en la ciudad. Los cines programaban películas de la vida de Jesús, las radios emitían cánticos religiosos.
Estaba prohibido hasta reírse. Vano precepto para encerrar la juventud y la primavera, y nos estallaba dentro el imperioso deseo
de la llegada del Sábado de Resurrección y el Domingo de Gloria.
Olvidadas la sandalias y los calcetines, también sustituí el “arrastrar” de la rayuela por el caminar arriba y abajo por la calle
Dato, la tibieza de los portales cuando llovía por el cobijo de la Plaza Nueva, y la algarabía tras el acordeón de Salinas por los
bailables en el Parque de la Florida. Cuando cumplí los 18 años, nos fuimos del barrio a vivir a una casa nueva, en una calle
nueva, en un barrio a estrenar robado a las huertas que rodeaban la ciudad. Este aterrizaje en “el ensanche”, coincidía a su vez
con el fin de mis estudios, con el primer trabajo, con el primer amor… y en mi calle se quedaron los ecos del acordeón, el olor
del chocolate, el siseo del aire al ser cortado por la soga, los dibujos hechos con tiza sobre las aceras y la voz del pregonero
que al borde del Cantón de la Soledad despertaba a los vecinos “de orden del Sr. Alcalde”.
La vida no ha continuado tan distinta. Se cambia de “juegos”, de personajes y de decorados, pero he comprobado que uno
sigue siendo siempre el mismo. Y “la niña” que corría alborozada por las escaleras para bajar las tijeras al afilador, todavía se
emociona al escuchar la llamada de su armónica, por las calles nuevas de la ciudad.
Vuelvo a menudo a mi viejo barrio, me gusta pasear por sus tranquilas calles, hoy prohibidas al tráfico, remodeladas sus fachadas con alegres colores, en un intento de recuperarlas para la modernidad. La casa donde yo nací ya no existe, pero yo regreso
al cobijo de sus calles largas y estrechas en busca del fulgor de aquella mirada.
Emma García de Diego
53
UNA VALIJA ESPECIAL
Soy vieja, muy vieja, casi tan vieja como el mundo. Soy terriblemente vieja y aquí estoy, recostada levemente sobre un contenedor de papel reciclable, abierta en canal lo mismo que una res a punto de ser despiezada; después de todo – y no pienso
quejarme–, hace tiempo que espero un destino semejante. Sin embargo, hubo un tiempo en que compartí juventud y lozanía
con los seres que más he querido en el mundo, con mis señores.
La lluvia se desliza por las ramitas de las hojas y golpea los fondos de mi estructura con un largo suspiro. En las tapas, al
descubierto, empiezan a formarse dos pequeñas balsas que la tela reseca absorbe sedienta. Tras varias horas a remojo, el
cartón escondido detrás del damasco se ha descompuesto y ha formado unas bolas de materia sucia e innombrable. Sí, estoy
aquí, esperando que llegue cuanto antes la máquina piadosa, me tome en sus brazos y, en un vuelo hipotético, me muestre por
última vez el cielo gris de mi tierra. Por último, escucharé un impacto terrible, después…, nada, materia, otra vez nada. Antes
de que esto suceda, deseo que las fibras de mi armazón se contraigan y dejen paso a los recuerdos. ¡Ay, la palabra recuerdos!
Ha bastado que recordara su nombre para que las escenas retornen con rapidez hasta la esencia de mi estructura, como si se
tratara de una afluencia onírica.
Unos días después de haber sido dado de alta, Samuel sorprendió gratamente a su mujer: ¿Sabes que tengo un secreto? Este
verano no iremos al mar –le dijo con sigilo–, tampoco a la montaña. Venecia, la ciudad de las góndolas, será nuestro destino.
A continuación, le mostró eufórico unos folletos explicativos. Los libritos informaban en varios idiomas. Destacaban las obras
maestras del gótico-veneciano, del gótico-florido y de la belleza de los palacios atravesados por la luz que espejeaba sobre
el Gran Canal. La ciudad de los Duques había sido el sueño de Flora, y Samuel lo sabía. Por eso, él le hablaba de Venecia
entusiasmado. La vista de la arquitectura ligera y elegante producía un efecto único, la ciudad estaba distribuida sobre 120
islotes, cruzada por pequeños canales y recorrida por góndolas que pasaban bajo los puentes. En aquel momento, ella no supo
que hacer ni qué decir, con la mente confusa sólo se le ocurrió besar a Samuel en los labios; unos labios que, como siempre,
le sabían a miel de romero. Flora apenas pudo susurrar:
- ¡Qué buena persona eres!
Al día siguiente, Samuel, el señor, impresionó de nuevo a su mujer. Había comprado una amplia maleta en la mejor tienda de
la ciudad: “LEATHER & LEATHER”. Un viaje tan deseado no podía malograrse por culpa de un equipaje deficiente– comentaba el marido orgulloso.
Así aparecí en el hogar de Samuel y de Florita, en la vida de mis señores. A la par que me colocaban en un lugar adecuado,
me daba cuenta de que no era una valija convencional, poseía esa parte afectiva inherente en el ser humano: tenía sentimientos.
Mientras llegaba el día señalado, Florita, la señora, soñaba... Por primera vez, iba a cruzar las fronteras de su país acompañada
de Samuel y de una maleta grande, nueva, muy nueva. Acariciaba las prendas antes de introducirlas en el interior de mis entrañas, las doblaba con esmero, escondía entre los pliegues ramitas de espliego… Además de las ropas, esperaban tres pares de
zapatos, un paraguas, las medicinas del marido, una agenda con números de teléfono, la bolsa con útiles de aseo y pocas cosas
más: las justas. Tres hijos dependientes de la economía familiar no permitían un ropero variado. Luís y la niña estudiaban en
la universidad, Samy, el chico mayor, había finalizado sus estudios y buscaba su primer empleo.
54
MI PRIMERA HISTORIA
“De la lejanísima ciudad de las góndolas, en estos postreros momentos, me llega un mundo de magia y de luna, de remos y de
un corazón vehemente. A pesar de que la víscera le acaba de jugar una mala pasada, Samuel, el señor, en un marco ideal para
el romanticismo, disfruta del arte de la seducción. Pero sus ojos sólo miran a una fantástica Flora, desean acariciar el cuerpo
de Flora, en definitiva, aman a Flora. El ansia de conocimiento de esta mujer es grande y el poder de su imaginación inagotable. Son felices y yo también lo soy. En mi interior llevo las cosas que les pertenecen. De sus manos recorro los pasillos del
aeropuerto, junto a ellos descanso sobre la cubierta del vaporetto y a su lado miro el trasiego de turistas por los canales.
Caen al fin las sombras de la última tarde cuando me introducen junto a otros bártulos en la tiniebla del portaequipajes. Así,
sin ningún contratiempo, regresamos dichosos. Mientras, en lo más recóndito de mi oquedad, guardo los secretos de un viaje
inolvidable.”
Pasaban los años y yo seguía estática, abstraída en el ostracismo de un reposo continuo. Comprendía muy bien los motivos
de aquella quietud, y sin embargo un futuro prometedor avistaba en el inmediato horizonte. Los hijos, morosos ellos, abandonaban sin prisa el cobijo del hogar para formar sus propias familias. Samuel y Florita, los señores, pronto advirtieron que el
ámbito de la casa había cambiado, la notaban extrañamente vacía. Para no enredarse en el laberíntico mundo de la nostalgia,
comenzaron a buscar nuevos paisajes con los que alegrar su excesivo sosiego. No hizo falta, de improviso, una tarde de invierno, el corazón enfermo del esposo se rompió para siempre. En la penumbra del dormitorio, Samuel dobló su cuerpo sobre la
cama deshecha en una siesta infinita…
El prometedor universo de Florita se hizo añicos, también el mío. La señora quedó consternada. Vagaban por la casa con la
mirada perdida en ninguna parte, fijas las pupilas dentro de las órbitas de su cara turbada, sin asomarse a nada que no fueran
los gestos del marido muerto. Así, entre lirios y rezos, el hombre, aupado por los suyos, asistió al último viaje que han de hacer
los humanos: el viaje hacia el fondo de la noche.
Yo que no soy una maleta cualquiera, que tengo sentimientos, me retorcí de dolor. Mientras mil conjeturas cruzaban por mi
mente alocada, dejaba pasar los días indiferente, la expectativa de un próximo viaje se presentaba imposible. ¡Cuántas ilusiones
habían quedado truncadas en unos pocos días! ¿Cómo estaba tan lejos lo que había ocurrido ayer mismo? Si no fuera posible
alimentar los recuerdos…, ¿cómo soportar el vacío de un reposo involuntario?
Un mundo nuevo apareció delante de la señora. El recuerdo de su vida junto a Samuel inundaba de lágrimas su corazón. Quería
correr, marchar lejos, pero…, ¿adónde ir?, si desde que él faltaba se habían clausurado para Flora todos los paraísos… Al llegar
la noche, lloraba y rezaba, y las dos rezábamos ante la pálida figura de un Cristo crucificado.
Mientras para los demás pasaban los años, la vida de Flora parecía inmóvil, como si la pérdida del esposo hubiese ocurrido
tan solo hacía un rato. Sin embargo, el tiempo que todo lo cura, poco a poco, le devolvía el ánimo. Aquel verano, alentada
por unas amigas, mi señora conseguía despojarse de sus lutos. La posibilidad de realizar un circuito por varias ciudades del
país le había parecida atractiva. Aunque acompañada por sus nuevas amigas, Flora estaba segura de echar mucho de menos la
presencia de Samuel, pero… ¡así era la vida!
Se había comprado para la ocasión un par de conjuntos claros, dos pares de sandalias y un bañador nuevo. Colocado todo minuciosamente, con infinita paciencia, organizaba el interior de mi esencia. Con el calzado y otros elementos rígidos, rellenaba
los espacios sobrantes. Era evidente que el excesivo volumen de mi anatomía dificultaría el traslado, pero, yo era su maleta.
La maleta de precio que un día le regalara Samuel.
55
OTRA HISTORIA
“Pero mucho ha cambiado el mundo. La luna adelgazada apenas tiene brillo para deshacer las sombras y la magia se evade,
no me llega. Calada hasta las entrañas, desespero dentro de mi propia espera. Esta vez, Flora no me pasea por ningún aeropuerto, peso demasiado y se encargan los mozos de hacerlo. Sin ningún miramiento me arrastran haciéndome heridas que
sangran. Dicen que soy un trasto anticuado destinado al desguace.
Durante mi estancia en los diferentes hoteles apenas salgo de las habitaciones en penumbra. Me siento vacía.. ¡Qué tristeza de viaje!
En el último momento, Flora compra cuatro fruslerías. Antes de que suba con sus compañeras al autobús de regreso, el conductor me coloca de cualquier manera, pero no pasa nada, mi interior viene ocupado por pobrísimas quimeras. A ella no le
molesta, recluida en si misma, sueña con acostarse en su cama que es donde adormece las penas”.
Sus hijos nos esperaban puntuales en la estación: Luis, Laura, Samy, los tres. Todos. Besos y abrazos… De repente, miré a la señora y noté que en su boca vieja aparecieron sus años y sentí miedo, un temor frío me hirió en la cara como guijarros helados.
El tintineo de las cucharillas en una cafetería moderna aturdía a Flora. Estaba cansada del viaje. Sentados a su alrededor, los
hijos tomaban café. El hijo mediano hacía de portavoz:
- ¿Mamá, hablamos mañana?
La voz afectada de Luis sonaba a conciliábulo.
- Desde luego, hijo. ¡Hacía tanto tiempo que no os veía juntos…!
Al día siguiente, puntuales como ciudadanos japoneses llegaron los tres:
- Hemos pensado, mamá, que no es bueno que pases tanto tiempo sola –dijo Luis con firmeza–. Al lado de tu familia estarás
mejor atendida, una temporada con cada uno de tus hijos podía ser la solución perfecta. Tu casa es amplia, está cerca de la
zona universitaria, y los pisos donde se alojan los estudiantes escasos. Dicen los entendidos que a esta vivienda se le puede
sacar una jugosa rentabilidad… Piénsalo, mamá, piénsalo…
Flora miraba atónita a su hijo. A continuación:
- Ya verás, mamá, cuando vengas a casa haremos mermelada de fresa.
La señora escuchaba boquiabierta la simpleza de su hija. Luego Samy:
- A los niños les hará ilusión tenerte cerca.
Pasaron unos segundos largos, intensos, como años enteros. Flora no salía de su asombro. A su mente transtornada acudían las
voces infantiles de los hijos mientras jugaban en el parque; las primeras salidas nocturnas de los mayores; el vestido de madrina
que lució en la última boda. Esta evocación le sacudía el alma. Al fin, volviendo a la realidad, exclamó:
- ¡Ni hablar! ¿Queréis que mi vida deambule continuamente dentro de una maleta? ¿Es eso lo que estáis proponiendo?
56
- No te preocupes por eso mamá –argumentó Luis- nos desharemos de ella, hay unos carritos fantásticos mucho mas cómodos
que tu vieja maleta, son ligeros y fáciles de manejar.
La madre, mi señora, ofuscada por la indignación, contestó:
- Mientras me quede un último aliento, esta valija vendrá conmigo allá donde vaya. Yo la quiero mucho, la compró vuestro
padre y junto a su recuerdo me acompañará toda la vida.
Mi naturaleza moldeable, transformada en una maleta sensible, escuchó agradecida las palabras de Flora, fue como si un soplo
suave acariciara la urdimbre de mi entramado.
OTROS VIAJES. LA ÚLTIMA HISTORIA
“Pero la realidad es extremadamente cruda. Los primeros días Flora se niega a hablar del tema y yo permanezco vacía en un
rincón de la habitación, sin embargo, resignada e indefensa, ha cedido al chantaje de los ingratos, ella sabe que hay puertas
que son tercas, que sólo se abren hacia dentro, pero en esos momentos le falta la imaginación y el deseo. Claudica. Para ella
cada día es igual al anterior y las estaciones idénticas. El tiempo se vuelve una rueda monótona…, de casa de Luis vamos al
adosado de la niña, y de éste al ático del hijo mayor. Flora mira la vida con indiferencia desde la cima triste de la soledad.
Cada vez las dos estamos más viejas, más muertas. Me acaricia, se agarra a mí, tan conocida ahora, tan sabida de tanto
usarme. Se agarra a su vieja maleta con idéntica fuerza que retiene el pasado. Un pasado que pervive aún en el color ocre de
las paredes, en los muebles pesados que ella recuerda, en el exceso de cosas de su casa rentable.
Hace días que Flora está enferma, la llevan al hospital. La habitación de turno permanece a oscuras. El teléfono no para de
sonar. Lo coge su hijo Luis que hoy está en casa, habla en voz baja, apenas balbucea… Yo estoy impaciente. Después nada,
silencio, otra vez nada.
Llega la noche y me colocan encima de la cama destinada ocasionalmente al descanso de Flora, de mi señora. Sin ninguna
consideración, los hijos, insaciables, me dan la vuelta y ruedan sobre la colcha las pertenencias de ella. Cuentan, miran,
pasan páginas, sacan la calculadora…
Sin molestarse en emparejar las tapas, me tiran al lado de un contenedor de papel reciclable. Llueve y las gotas golpean mi
estructura con un largo suspiro. Necesito que llegue el ingenio triturador, me tome en sus brazos para ver por última vez el
cielo plomizo de mi tierra norteña.
Tal vez, un día, el aire manso y silencioso traslade las cenizas de Flora hasta el lecho de tierra húmeda donde me encuentre
y en una amalgama divina nos una a las dos para siempre”.
Carmen Fernández Pérez de Arrilucea
57
DON MIGUEL
A la memoria de Graciela Cabal y a su gracia sin par para contar historias.
A la memoria de aquellos inmigrantes que, con su trabajo, fundaron los
cimientos de nuestra patria.
Don Miguel era bajo, delgado, frente ancha, cabello ceniciento, ojos vivaces, labios finos y sonrisa pronta. Vivía solo en una
casona antigua de paredes sin revocar, ladrillos asentados en barro y techo de chapa, que él mismo había levantado con mucho
sacrificio durante numerosos fines de semana y en el curso de varios años. En el extenso fondo mantenía una huerta y un parral
que cuidaba con esmero; sobre la medianera posterior había construido un palomar, un gallinero y un cuchitril con piso de
cemento alisado que él llamaba, indistintamente, taller o trastero.
Vestía siempre camisas blancas – muy gastadas en cuellos y puños–, pantalones anchos de fundillos lustrosos –que conseguía
mantener en su lugar con un cinturón que casi le daba dos vueltas sobre su vientre chato– y calzaba botines gruesos, negros,
que lustraba concienzudamente cada noche antes de acostarse.
Soles hispánicos y argentinos curtieron su piel morena, la cal de centenares de morteros agrietó sus manos y el acarreo de
miles de ladrillos fortaleció sus brazos.
Sentado en el umbral de la puerta de mi casa, lo esperaba cada tarde al regreso de su trabajo para que me llevara a pasear por
un bosquecito cercano. Esperaba ansioso el contacto de su mano áspera, me gustaba contemplar sus ojos oscuros –claros de
luces cuando descubría mi presencia–, y disfrutaba de su sonrisa contagiosa. Dejaba su hambre de lado –sólo había comido
un sándwich a mediodía–, me llevaba de la mano entre los árboles, nos sentábamos en silencio sobre el mismo tronco caído
y me enseñaba a reconocer el canto de los pájaros. El tiempo parecía lentificarse, como un agua templada y silenciosa que se
fuera embalsando, mientras la penumbra descendía sobre nosotros, avanzaba como una neblina, espesándose, diluyendo las
imágenes, robando los contornos; entonces, emprendíamos el regreso para evitar que la demora preocupase a mi madre.
Los fines de semana vivía pegado a sus talones; mientras él arreglaba todo tipo de cacharros en su taller, yo clavaba una rueda
de mi camioncito de madera, intentaba descifrar el misterio de las entrañas de un reloj despertador con la cuerda rota, o lo
ayudaba regando la quinta.
Cuando comencé a ir a la escuela, fue el encargado de llevarme y traerme de regreso a casa, de la mano, sonriente y animoso.
Me gustaba escucharlo contar de cuando era un niño y su madre le había confiado el cuidado del pequeño y descarnado rebaño
que era el único sostén de la familia, de la pobreza y la falta de trabajo en su pueblo natal, de la belleza de su novia adolescente,
su amor por ella y el casamiento, de la decisión compartida de viajar solo para buscar empleo en Argentina, de la desgarradora
despedida en el puerto, del viaje con cuatrocientas ilusiones hacinadas en las bodegas sin ventilación de un buque próximo a
su desguace, de la llegada a Buenos Aires, de los días interminables en búsqueda de trabajo y de las noches en vela tiritando
de frío en el viejo Hotel de los Inmigrantes, de su amistad con un compatriota, del aprendizaje del nuevo oficio de albañil y
su primer empleo como peón, del cuarto que su flamante amigo le cedió dentro del mismo galpón de chapas donde vivía, del
envío del pasaje y dinero a su joven esposa al cabo de un año de trabajo, de la felicidad del reencuentro, de la llegada de los
hijos, del dolor ante la muerte de su compañera.
58
La historia tantas veces repetida y que escuchaba con los ojos bien abiertos, me dejaban insatisfecho. Por tantas cosas que
me quedaban por decir: que nunca me cansaba el relato calcado que ya casi era una leyenda; que amaba su charla, la sonrisa,
su mirada cariñosa, los juegos que me enseñaba y que había aprendido en la pequeña aldea donde había nacido, las copiosas
comidas –lacón con grelos, cocido, callos, caldo gallego–, que me preparaba especialmente para que engordara, las sabias
respuestas de todo cuanto le preguntaba, sus consejos y reflexiones.
Al revés que la mayoría de los chicos que se ponían insoportables cuando enfermaban, si no estaba dolorido ni la fiebre era
muy alta, yo disfrutaba de los días que debía permanecer en reposo. Sobre la cama y alrededor de ella, apilaba todos mis
libros de cuentos –que eran muchos–, y me metía en ellos olvidándome de la gripe, el sarampión, la varicela y de todo lo que
me rodeaba.
Una tarde –recién había terminado de tomar un té acompañado de dos biscochos Canale–, durante la convalecencia en
cama de una de mis numerosas enfermedades infantiles y rodeado de la compañía entrañable de Pinocho, Pulgarcito,
Blancanieves, Gulliver, Caperucita Roja, Simbad y muchos más, vino a visitarme don Miguel. Se sentó a mi lado, y yo,
atrapado por el cuento que estaba leyendo, apenas contesté su saludo y continué la lectura hasta finalizar. Cuando levanté la
vista alcancé a percibir una profunda tristeza en sus ojos. Me sentí culpable de no haberlo atendido, de ignorar su presencia
durante el tiempo que duró mi viaje hacia la fantasía; se me ocurrió entonces ofrecerme para leerle un cuento, algo que
aceptó de inmediato.
Cuando terminé de leer, su ánimo había cambiado completamente: sus ojos brillaban de excitación y me preguntó si podía
leerle otro cuento. Así continuamos toda la tarde y parte de la noche. Hasta que llegó mi madre diciendo que era muy tarde,
debía suspender la lectura, cenar y descansar, de lo contrario me iba a subir la fiebre. Don Miguel se fue muy contento y me
dijo que mañana vendría nuevamente.
Al día siguiente tenía la vista irritada, no sé si por la fiebre alta o de tanto leer. Cuando llegó don Miguel le dije que ahora era
su turno de leerme. Se excusó manifestando que no podía porque se había olvidado los anteojos.
- El otro día, cuando me cosiste el botón de la camisa, ¿te acordás?, ¡enhebraste la aguja sin lentes!– le dije sonriente, esperando escuchar una explicación razonable.
Pero la respuesta se transformó en el asombro mayor de mi infancia: rojo de vergüenza porque había quedado evidenciada la
mentira, tartamudeando, con los ojos húmedos y la vista baja, don Miguel intentó explicar lo inexplicable; hasta acabar confesando en un murmullo apenas audible, que nunca le habían enseñado a leer, que cuando quiso aprender le dio mucha vergüenza
admitir su ignorancia. Que ni sus hijos lo sabían, ya que muchas veces hojeaba el diario mirando las figuras.
Lo vi tan desvalido, tan diferente al don Miguel que yo creía conocer –el hombre seguro de sí mismo, aquel que todo lo sabe–,
que me invadió una gran ternura. Me sentí crecer de golpe, como si hubiese dejado atrás la niñez y él fuese un chico que
necesitase consuelo; lo abracé muy fuerte y le dije:
- No te preocupes, yo te enseñaré a leer. No se lo diremos a nadie, será nuestro secreto.
Así, a escondidas y utilizando mis propios cuadernos donde había aprendido a leer, fui enseñándole a un alumno aplicado e
inteligente. En pocas semanas ya leía de corrido.
Tiempo después, mi madre me comentó que don Miguel estaba en cama, engripado. De inmediato, partí para su casa.
59
Como era costumbre en aquella época, en los pueblos la puerta de la calle no se cerraba. Entré en silencio –supuse que podía
estar durmiendo–, y me dirigí a su dormitorio. Lo encontré acostado, rodeado de libros y leyendo abstraído. Levantó la vista
sorprendido cuando lo saludé desde la puerta. Con una sonrisa traviesa, casi infantil, me dijo:
- No se lo cuentes a nadie. Estoy recuperando a un niño.
En la cama y en el suelo se hallaban esparcidos haciéndole compañía, Pulgarcito, Blancanieves, Simbad, Pinocho, Hansel y
Gretel, y muchos más que mi memoria no alcanza a recordar.
Ése era don Miguel, mi inolvidable abuelo.
Ariel Alberto Díaz
60
Jose Ramon Aketxe Plaza, 11
48940 LEIOA (Bizkaia)
tel. 94 607 25 70
faxa 94 607 25 71
[email protected]
www.kulturleioa.com

Documentos relacionados