La valentía de buscar algo nuevo

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Madrid, 02.03.2006. Auditorio Nacional de Música. Sala Sinfónica. Gustav Mahler, Sinfonía nº 7 en Mi
menor (estreno: Praga, 10 de septiembre de 1908). Gewandhausorchester Leipzig. Riccardo Chailly,
director de la orquesta. Aforo: 2324; ocupación: 98%. Ciclo de Ibermúsica
Pablo-L. Rodríguez
A veces es una y otras veces otra, pero últimamente la
Séptima es la sinfonía de moda de Gustav Mahler. Prueba
de ello es que en los últimos meses han aparecido nada
menos que tres nuevas versiones de esta obra tanto en
disco compacto como en DVD dirigidas por Michael Tilson
Thomas, Daniel Barenboim y Claudio Abbado. El buen
momento por el que pasa hoy la Séptima contrasta con un
pasado difícil en el que esta sinfonía fue menospreciada por
el mismísimo Bruno Walter y bautizada por Deryck Cooke
como la “Cenicienta” del catálogo mahleriano.
Hasta la eclosión de la música de Mahler en los sesenta y
su llegada masiva al mundo del disco, es decir lo que se
conoce como 'Mahler revival', la Séptima fue una sinfonía
rara que tan sólo grabaron algunos de los directores más
vanguardistas como Hans Rosbaud o Hermann Scherchen.
Concretamente, ese carácter vanguardista al que se
asoció esta obra concuerda con la fuerte impresión que
produjo tras su estreno en 1908 en algunos compositores
avanzados y, concretamente, en un joven Arnold
Schoenberg que caminaba con paso firme hacia la atonalidad.
También esa imagen de sinfonía moderna atrajo a los estudiosos y prueba de ello fue el
simposio monográfico que se le dedicó en marzo de 1989 en La Sorbona de París, el primero
centrado en una obra de Mahler. Los resultados de esa reunión científica fueron publicados al
año siguiente por James L. Zychowicz en lo que sigue siendo el principal estudio de esta
sinfonía. De hecho, tanto éste como otros trabajos han terminando por colocar a esta sinfonía
en un lugar prominente entre las obras más avanzadas de Mahler.
Ya sea por cuestiones formales o por aspectos puramente orquestales, la Séptima es una de
las obras más camaleónicas de Mahler. Cada vez que la escuchas encuentras siempre algo
nuevo, incluso muy diferente de lo anterior. Sin ir más lejos las tres grabaciones que acaban de
aparecer en el mercado de Tilson Thomas, Barenboim y Abbado son extraordinariamente
distintas entre sí. Empezando tan sólo por cómo enfoca cada director los primeros compases
de la obra podríamos pensar que cada uno sigue una partitura diferente. Por ejemplo, Tilson
Thomas subraya lo que tiene el comienzo de esta sinfonía de marcha fúnebre, Barenboim
convierte ese inicio en algo obsesivo y es Abbado el único que acierta a utilizar estos primeros
compases como introducción por la que el director transita sin perder de vista el horizonte. De
hecho, es posible que no haya mejor símil para esta obra que el de un viaje por el complejo
mundo interior de Mahler, pues en ninguna otra obra sinfónica como en ésta mezcla el
compositor de origen bohemio tantas y tan distintas impresiones musicales que van desde lo
popular (danzas, canciones, etc...) hasta lo culto (referencias a obras de Schumann o
Wagner), pasando la omnipresente representación sonora de la naturaleza.
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Riccardo Chailly también grabó su versión de la Séptima de Mahler allá por 1994 en
Amsterdam y con la orquesta del Concertgebouw, de la que por entonces era principal
responsable. Fue una versión que pasó sin mucho entusiasmo por las secciones orquestales de
las principales revistas de discos, a pesar de que el director italiano afirmó en varios medios
que era una de las sinfonías de Mahler con las que tenía más afinidades. Su acercamiento a
esta obra se alejaba deliberadamente de cualquier vinculación al mundo espiritual de Mahler a
lo Tilson Thomas, tampoco incidía en lo obsesivo de sus planteamientos a lo Barenboim, ni
trazaba como Abbado una ruta para un largo viaje. Chailly buscaba otra alternativa quizá
menos ambiciosa que sus colegas pero que le llevaría a pulir con esmero las infinitas texturas
sonoras de esta obra para conseguir una versión de sorprendente coherencia formal de una
partitura tan caleidoscópica como ésta. Para ello Chailly concede una gran importancia al
manejo del tempo, que resulta en sus manos más lento de lo habitual, aunque consiga
equilibrar las cosas lo suficiente como para que su interpretación avance sin fisuras hasta el
final.
Doce años después Chailly sigue manteniendo a grandes rasgos el mismo planteamiento,
aunque su interpretación suene hoy diferente. Hay cambios evidentes. Por ejemplo, su
orquesta, que ya no es la holandesa del Concertgebouw, sino la alemana de la Gewandhaus de
Leipzig, merced al nuevo rumbo que ha tomado su carrera al asumir el pasado verano el puesto
de director musical de esa legendaria institución musical alemana junto a la ópera de la ciudad
lipsiense. El paso de una orquesta a otra lo ha resumido Chailly, a modo de juego de palabras,
como de la “seda finísima” del Concertgebouw al “oro antiguo” de la Gewandhaus. Y, sin duda,
esa diferencia se dejó sentir con suma claridad en el primer concierto de Chailly en Madrid,
pues la dureza y rotundidad del “oro” hizo echar de menos la maleabilidad de la “seda”, y
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también el tono opaco y envejecido del metal germano restó brillo y colorido a la tela
holandesa.
No cuestiono la calidad de la orquesta de Leipzig, que la tiene, aunque su adecuación sonora a
la visión de Mahler de Chailly sea todavía un trabajo en proceso. Por contra, lo que ha ganado
con el tiempo la interpretación de esta sinfonía en manos de Chailly es naturalidad. La audición
completa de la sinfonía se pasa en un suspiro debido, sin duda, a la gran capacidad del director
italiano para hilar los innumerables retales musicales de esta sinfonía por medio de una
concepción más flexible y madura del tempo. Pero, no nos engañemos. Chailly no es un
director germano y su flexibilidad puede ser muy estricta, al ser heredero de la escuela
directorial operística italiana. Ello le lleva a dirigir esta música compás a compás y no mirar en
perspectiva, ni tampoco hacia arriba o hacia abajo. No es una mala forma de hacer Mahler
cuando el discurso musical evita la linealidad y la carencia de relieve. A Chailly y su orquesta
todo les salió bien, a pesar de que salimos casi como entramos, es decir, no hubo tanta
variedad y contrastes como requiere una obra en la que Mahler juega a vender su alma al diablo
a ritmo de vals.
No obstante, Chailly tiene a su favor la vitalidad que le permite volver a empezar con otra
orquesta a sus cincuenta y tres años. Esa valentía de buscar algo nuevo, de no conformarse y
de luchar contra la rutina que cultivan otros directores es algo a tener en cuenta. Sin duda, su
Mahler con la Gewandhaus requiere un poco más de tiempo, pero estoy seguro de que será tan
interesante y revelador como el que ha hecho estos últimos años en Amsterdam.
Este texto fue publicado el 21.04.2006
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