Leer on-line - dardo cúneo ediciones

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DARDO CÚNEO
EL ULTIMO REPORTAJE
DE
JOHN REED
QUE TRATA DEL DICTADOR,
EL SECRETARIO Y EL DISIDENTE
Carta de Juan Ron con envío
Pongo en sus manos, Dardo Cúneo, el último
reportaje de John Reed
Nada le anticiparé sobre sus
circunstancias
Como verá, John le ha concedido
la palabra al entrevistado
Cuando termine, usted, su lectura,
le daré las razones de este envío.
Juan Ron
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Advertencia de John Reed
Toda aproximación con la realidad es
posible; eludirla no es conveniente.
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El Coronel era jinete de doble sombra. Una a babor y otra a estribor
hacían de su caballo nave, de su poncho, vela, de su lanza, mástil. Una y
otra, acompañándose de justas arrogancias, nada demoraban en apropiarse
de los territorios de su tránsito y marcarlos para el dominio del caudillo
con las certidumbres de la rápida leyenda. Alguna vez quisieron rastrearlo
por las huellas de ellas, aparejadas entre los pastizales del llano y
rocosidades de la sierra, pero las mismas tenían sus propios servicios de
inteligencia para desaparecer disueltas cuando el rastreo era enemigo y
dar avisos necesarios cuando quienes buscaban eran los afectos. Eso
ocurría desde amanecida hasta anochecer. En las marchas nocturnas, las
sombras compañeras, según los turnos de la necesidad, se acomodaban a
otro oficio. Una se le echaba hacia adelante exploradora, como campo
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volante de avanzada, inaugurándole certeza al paso, sombra de bombero
indio pampa, develadora de la emboscada; la otra le cubría las espaldas de
los riesgos de la traición, sin que estas obligaciones libraran ni a esta ni a
aquella de dejarse enternecer por las lunas y gozarle el fresco a los
rociados vientos. En sus alternados servicios, le eran leves corazas por
delegación de los astros protectores que el Coronel contaba a su favor. No
se había fundido el plomo de bala que lo alcanzara; no se había templado
el filo que le negara el paso o lo hiciera a un lado. El Coronel era dueño
de su feliz fatalidad. Cuarenta barajas de entera ventaja llevaba en las
alforjas, jinete refrescado por los aromas y las buenaventuras. Tres recios
gigantes, él y sus dos sombras, trinidad de coordinadas furias, avanzando
a un mismo ímpetu de joven mundo animal, ensoberbecidas en la pronta
violencia con que se agitan los palmares de la costa, avasallando las
veredas de enfrente, desatando corajes hambrientos, exigentes, soberanos.
Le estoy diciendo que pasado de raza, como quien dice, el Coronel
manifestaba la fianza del jinete llanero y la perspicacia de día siguiente
del serrano. De a caballo todo el día, miraba adelante como si tuviera
arrendado el tiempo venidero y los favores que desde él ya le estaban
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llegando. La voz con que jefeaba se le hacía de mucho mando para
sacudir tres veces el monte y alterarle su voluntad al río. De a caballo, se
le haría poco atrevimiento empeñarle desafío a la artillería y hablarle de
estas cosas era tocarlo en su misma biografía, como que en las refriegas
anteriores de los llanos, donde más se pierden los artilleros, se enlazó un
cañoncito gubernista y se lo llevó a la rastra por la razón de que los tiros
de la pieza no eran tan anchos como el círculo del lazo que dejó huérfanos
de madre y padre a sus servidores, pasados enseguida a degüello para que
así se les deshiciera la sorpresa. Decir que era hombre de poner sus
mismos compañeros sobre la mesa, era decir poco para estimación de su
repartida fama y las servidumbres que ella convocaba en las gentes de una
y otra parte. Lucía, y esto empecé a saberlo antes de luego, más de un
semblante y como si variara a voluntad sus apariencias se lo sabía ver
moreno aindiado en madrugadas de recorrida por el campamento, moreno
amulatado al mediodía probando el rancho de la soldadera y hasta rubión
de ojos celestes de señorito cuando se le acercaban las ráfagas de brisa
antenochera desde los fogones. De la prontitud o la pereza de esos
cambios nadie podía decir cosa cierta, como que no gastaba confianza en
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dejarse estar acompañado por ningún nadie en particular más de lo
necesario que él limitaba a lo muy pasajero. Ni asistente de cuartel, ni de
oficina, que yo ya lo era, supimos que se nos juntara tiempo a su lado sino
a la ceñida ocasión de recibirle encargos y tomarse las seguridades de su
cumplimiento. Rápida se abría y cerraba la puerta de sus aposentos de
descanso o servicio. Esa relación de diferentes apariencias la fue dejando
más entre mujeres que entre hombres del camino. Qué cómo era se
seguirían preguntando, que viéndole cabalgar de pueblo a pueblo era de
rostro patria, color quebrado y melenudo, y entrando a casa principal de la
aldea entregada para reciprocar las obsequiosidades del señor importante
que lo había convidado, era otro mismo de perfil extranjís y casi delicado,
lo propio de caballero de luces y consentimientos. La gente de tropa sólo
podía decir que lo pudieran alcanzar en ligeras apariciones y cada uno de
sus soldados lo veía según le daba cuenta a su propio gusto; tanto como
deseaba verlo se le hacía haberle visto. La diversidad de apariencias
adecuaba al misterio. El misterio creaba fidelidad y enfamaba. El Coronel
venía siendo titán de fábula para inocentes, o digo mejor para gente buena
que necesita creer en algo más que en santerías al cuidado de sosegados
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sacristanes. Yo le había visto, escapándosele de sus ojos de lejanos
fondos, mirada a la vez altiva y vacilante, mirada de premeditaciones,
turbada por la impaciencia de las revanchas.
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En el Ejército Revolucionario le hacían filas al Coronel los pobres y los
ansiosos.
La tropa echaba sus caballos sin que se avisara de precaución alguna,
desde que la precaución es hija del provecho acostumbrado y esos
hombres habían tenido por hábito el no sé qué comeré mañana. No
hubieran sabido cavar trincheras porque nada tuvieran de defender. Cada
cual, con su hambre vieja a la intemperie, daban caras, se desacorralaban.
Campesinos sin tierra y forzados a carnear lo ajeno, que es lo que
entonces estaban haciendo sin necesidad de ocultamiento, sin que les
caiga encima la sableada de la partida policial, la estaqueada, el calabozo
y el cepo. Ahora, la guerra se paga con la guerra y no hay comisario o
estanciero que a lonjazos vaya diciendo vago, malentretenido, mulato,
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ladrón, anarquista, cuatrero, te vas del pago o te hago comer por los
caranchos, y quemaba el rancho y la enramada, se quedaba con la batea,
con la mujer si le estaba en ganas la ocurrencia. Peones de pata al suelo,
de una bombacha y camiseta al año y paquete de yerba por salario, o de
vales para la proveeduría tramposa del ingenio. Negros encimarronados
desde los últimos patios y los barracones de los obrajes. Labradores
desposeídos porque al título le faltaba una coma al comienzo y le sobraba
al final una coma. Al campamento se llegaban con machetes, azadones,
escopetas de caza, trabucos naranjeros, hachas leñeras, sangres revueltas,
voluntad de aborrecimiento, corajes desesperados, furias de salvación.
País lastimado se pasaba a país desobediente. El Coronel caudillo de tropa
entre regular y montonera de pardos, morenos, no aclarados, zafados,
retobados, Cristos mestizos desaseados, embarbados. El Coronel
padrinazo apadrinador de peoncitos de quintas suburbanas a la espera de
domingos con aventura, hijos de chacareros que quieren conocer
ciudades, mocitos de las orillas en busca de prestigios pendencieros y qué
contar por sobre los hombros a los que se quedaron. Pelear por hacérseme
las ganas o a disgusto de reclutado a planazos por el gobierno, me voy
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con el Coronel, nos vamos con el Coronel cuando termine el baile
mañanita de domingo despistando al dormilón a pata ancha del comisario
para vaciarle la comisaría yéndonos todos juntos con los mismos milicos
y sus latas que también ándales las lindas ganas rumbeándolos para el
lado de retobo. Pidió puesto el artesano de lecturas europeas. Puedo hacer
bombas en latas de galletas. Se le dio puesto y se doblaron las
disponibilidades del arsenal. Se agregó el maestro rural y su letrada
inocencia, encomendándolo que quiso el Coronel para entender de
cuentas y órdenes de avituallamiento, oficial de intendencia, se le volvió
contestándole que quería pelear y traigo carabina que por emprestada no
habrá de ser morosa, que del alfabeto me paso a las balas que han de valer
tanto como aquel en hacer las justicias. Lo registró en teniente. A sus
muchachos, el maestro rural les había entibiado tan poca cosa de vivir tan
pobres con palabras que ahora se les volvían deseos y mañana ya es hoy,
maestro, y si usted se va por lo que nos dijo nosotros también para
llevarle al menos agua al cañoncito y correr noticias. Los que así podían
lo siguieron. Salía a campo el Batallón de Bachilleres. El banderín, rojo y
negro. Eran los colores, se me ocurría recordarlo, que se muestran en el
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Templo durante la Ceremonia de las Señas el Domingo de Ramos, al
momento en que el Himno dice los estandartes del Rey refulgen, y lo es
así en festividad de paz, pero, se me ocurría también, que esos colores
representaban la voluntad insurreccional de ceremonias abiertas en
barricadas europeas y en ello me confirmaba tanto el segundo banderín
que llevaba las palabras de Tierra y Libertad, como las parrafadas de
Manifiesto a los Hombres Libres de América, por el cual se estaban
anunciado. Hemos resuelto llamar a las cosas por el nombre que tienen.
Los dolores que quedan son las libertades que faltan. Creemos no
equivocarnos, las resonancias del corazón nos lo advierten: estamos
pisando sobre una revolución, estamos viviendo una hora americana. Si
en nombre del orden se nos quiere seguir burlando y embruteciendo,
proclamamos bien alto el derecho de la insurrección. Entonces la única
puerta que nos queda abierta es el destino heroico de la juventud. El
sacrificio es nuestro mejor estímulo: la redención espiritual de las
juventudes americanas nuestra única recompensa. No podemos optar
entre vencer o morir: necesario es vencer. ¡Viva la Revolución!. ¡Viva la
Revolución!. ¡Viva la Revolución!. Los más remisos en matemáticas se
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habían progresado en ellas para la utilidad de fijar el punto cierto del tiro
artillero. Los más sabidos por hijos domésticos se habían confortado con
barbas de guerreros antiguos. Los más afectados de lecturas y latines se
trajinaban rústicos de cuartel. Se iban con la república de Montesquieu y
Sismondi en las mochilas, y de una canción que no había terminado de
llegar sólo coreaban el mundo cambiará de bases, hoy nada soy, todo lo
seré. Montaban en silla inglesa, vestían pantalones celestes, casaca roja,
chalinas de cariñosa vicuña, kepí de oficial francés en colonias y botas
criollas, se armaban de sablecitos templados en Liverpool, pistolones
repetidores y carabinas de seis tiros. Venían por desacomodo en mundo
conocido y chico por igual todos los días, de prestigios familiares fallidos
por los malos negocios de los padres, aspirantes a burgueses ricos sin
terminar nunca de serlo, con tierras hipotecadas en las cuentas del
latifundista. Venían de lecturas de revistas y papeles de ultramar. Iban a la
guerra como en excursión de víspera matrimonial, a probarse hombres, a
escribirles cartas heroicas a las novias que les habían bordado
escapularios para alejar las enfermedades y protegerlos de las balas. Atinó
un cronista: Todos marchaban contentos, diríase que están en vacaciones.
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El Coronel supo agasajarlos de palabra y predisponerlos. Si me dejara
inspirar seguidamente por naturales inclinaciones, me desobligaría de
estas molestias de jefatura de guerra y me preferiría contentarme capitán
de vuestro batallón de tenientes. Si tuviera veinte años menos y mejor
vista posesionaríame del banderín rojo y negro de vuestra insurgencia,
impacientado por el sacrificio como primicia reservada a los mejores,
pero, no siendo así el orden de las cosas por preferidas, sino por respeto a
otras voluntades, se me da el gusto de dejarles, en vez de bendición de
mano blanda de capellán, este mi guante de guerra para uso del oficial de
ustedes que los lleve a la batalla.
El Ejército Revolucionario era república de pobres y ansiosos, agraciados
por la felicidad de la promesa que comenzaba ya por deshacer pasados y
humillaciones, sin el Usted mande, a la orden, sí, señor, sí, Su Merced, sí,
señorito, que desde ahora tú eres tú y yo soy yo y tú y todos juntos
iguales, igualitos, unos mismos todos juntos para lo que se nos cante,
democracia guerrera sin clases. La gente de los poblados proveía de lo
principal necesario que eran cobijas que se quitaban y harinas que no
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comerían y mula de carga que remediaban sus pobrezas. Pues, llévense
esto poco que ya habrá tanto más para todos. ¿No es así, Coronel? Por eso
nos hemos alzado y para eso damos guerra. Cada poblado daba lo suyo.
En esto de dar la guerra era también cosa de mujeres envalentonadas.
Porque no habría de ser esta la vez nuestra. Si así fuera que no nos
encuentre con las manos en otra cosa, peor no habríamos de estar. Llévate
también al muchacho que yo me basto para cuidar a los que quedan. Cada
una, lo suyo. Al hombre mío lo tumbaron los rurales que incendiaron el
poblado, pero su cadáver sólo entregó la carabina cuando supo que era yo
quien se la recogía y aquí la tienen para lo que sirva y también a esta vieja
para lo que se la use. La logia masónica de los telegrafistas del ferrocarril
se plegó con ruego de que no se levantaran rieles, ni se volaran puentes,
que ellos se conjuraban para no dar paso a los trenes blindados del
gobierno. Tanto que era tiempo de florecer, los enguerreados se reparaban
a cortar alguna flor encarnada para ilustrar sus sombreros. Entre los
fuegos y cuentos de los vivaques, un estudiante avanzado en leyes, en el
que se me ocurría oír a Juan, leía páginas de libros sentenciosos y
terminaba en discurso: Horror a la oligarquía. Oligarcas, temblad.
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El odio de los godos y la Calle Mercantil, de los terratenientes, de las
familias decentes, del Obispo, del gerente rubio y los abogados morenos
del ferrocarril inglés no era en vano. Y era mucho odio, odio entero. El
godo del monopolio de ultramarinos instala a la puerta de su caserón de
tres patios una enorme horca, dimensionada por atemorizados carpinteros
para los tres metros de fondo de la principal vereda. Y él sale al umbral
para dar voces entonadas de riña desafiante, en oportunas horas del día, a
quien quiera oírle su religiosa intransigencia de matamoros, su personal
guerra a muerte. Esto es para el Coronel o para mi.
Sabiéndolo, también, por sus enemigos, el Ejército Revolucionario era
nuevo país en marcha, país redimido.
A mi me arrastró como arrastran los vientos cálidos con que se anuncian
las tormentas en las tierras bajas, o como rama que acaba de zafarse del
árbol crecido junto al río, viendo andar a las aguas.
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Póngales candela con la imprentita. En su pequeña corte de allegados, iba
yo con caja de papeles, tinteros y la imprenta. Y hable firme, licenciado,
con que hable con la voz de los catecismos, sin los desarreglos de las
dudas, que lo crean todo y asústeme a los oligárquilogistas que así lo
ameritan propiamente sus crímenes. Lastimábame no tener tintas
suficientes, ni escritorio de seguro despacho, para confeccionarle un
Espejo de Príncipe, o en crónica de caballeros inscribirlo entre los
nombres de Palismán, Panténople, Alderique, Claribalte, Primaleón,
Clarismundo, Olivante y Florimón. Las veces de biógrafo quedaban para
luego, en el archivo portátil de la mente, donde se concertaban mis
asombros, mientras me hacía, en pleno gozo y agradecido, a las
circunstancias sobresaltadas de boletinero, dando candela en las
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proclamas a cada entrada del Ejército Revolucionario a ciudad o poblado
de correspondiente importancia. Asaz escandaloso y harto sensible al
pueblo los excesos del poder y los crueles padecimientos de la Nación,
embrollando la justicia, desahogando rencores personales, acrecentando
patrimonios individuales, destruyendo la igualdad en la milicia y en el
ejercicio de los derechos civiles, destruyendo la Patria, llevándola a los
umbrales de la desesperación. Ved, mis compañeros, las circunstancias
en que salimos a campaña a engrosar un Ejército que debe darnos la paz,
olvidando prejuicios locales y políticos. El espionaje, los apremios y las
prisiones serán olvidados como contrarios a nuestro programa, a la
comunión de los hijos de la Libertad. Nos movemos para crear una época
de felicidad para el pueblo, cuyos derechos han sido hollados por los
oligarcas. Pueblo: vosotros encontraréis en nosotros a los soldados de la
Gloria, eclipsando las grandes acciones de los Griegos y los Romanos
cuando se sacrificaban por la Patria y por los Dioses. Para orgullo de la
República Americana, depositaremos bajo la salvaguardia de un
gobierno patrio y de instituciones liberales los derechos más sagrados
del individuo y la sociedad. Si no damos el voto al pueblo, barrenamos el
sistema republicano en su base. Enemigos de la libertad nacional:
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temblad de cometer el más leve atentado. Y temblad si no desistís de ese
loco empeño de cautivar la libertad de los pueblos mientras exista el que
subscribe. Os juro por mi espada que ninguna otra aspiración me anima
que la de la Libertad. Por ella verteré mi sangre y mil vidas y no existirá
esclavo donde nuestras lanzas se presenten. Estoy y estaré combatiendo
hasta conseguir lo proclamado por los pueblos o perecer en la demanda.
Sólo descansaré mis armas y las de mis soldados se transformarán en
rejas y arados cuando el voto libre de todos los habitantes de esta tierra
decidan por sí la suerte de la República. Feliz el pueblo que libre de
tiranos, estudia sus leyes y cultiva en paz los frutos de su tierra.
Secretario de guerra de liberación, de cruzada de redención militar y
popular, de causa americana. A mi mismo me envidiaba estas propicias
venturas, sin daño de soberbia y con mucha aceptación y voluntad de
sacrificio, al que tenía por privilegio misional. La carreta que llevaba mis
papeles y la imprentita era apenas una sombra encubierta por aquellas dos
sombras que le crecían a sus lados al Coronel, jinete de la fábula. Se me
presumía orgullo de nobleza hacerle de espaldero letrado. Se me llenaba
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la vida de joven de servicios útiles, poniendo en las proclamas las
ciencias de las ideas que habíamos aprendido con Juan en los tres años
europeos. Esas ciencias me estaban sosteniendo; era mío el buen uso
resonante de ellas. ¿Por qué Juan no estaría a mi lado, agregando sus
resoluciones a la lucha, cumplimentando el juramento? ¿Fue en Roma?
En Roma, durante paseo dominical de estudiantes por las colinas, nos
habíamos convenido. La letra es muerta si no se hace a los caminos. La de
la letra muerta es la más infame de las muertes, porque ella no distingue
entre la indiferencia y la traición. Yo estaba en el camino, juramentando y
cumplido, alentando vida a la letra y regocijándome cuando el Coronel,
aplicando sus prontas percepciones, se trasladaba a su lengua el lenguaje
que le sacaba a mis proclamas. Al muy poco tiempo era tan suyo y casi
nada mío, tan propietario él, tan despojado yo, que me hablaba desde mis
rebeldes humanidades como si siempre hubiera sido él la fragua natural de
tales apelaciones y argumentos, devolviéndome lo que yo le había dado
como si de mi no hubiera partido. Era el mismo regocijo el que iba
explicando y yo aceptando que naturaleza fuerte, resuelta y avisada es
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capaz, como era la suya y apenas la mía, de adoptar diversidad de oficios
e igual eficiencia en los alternados desempeños.
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Si hablo de mí es para seguir hablando de él. Yo no tengo, señor Reed,
capítulo en esta historia. Ahora le estoy diciendo que lo veía en los usos
de su arrogancia, de su seguro atrevimiento. Entrándole a caballo a los
poblados que se le rendían antes de que terminaran los aprestos del
asedio, nadie hubiérale supuesto que en los archivos del cura de su pueblo
habían sido borrados por la pobreza, que no da lugar a piedad, los
nombres de sus anteriores. El Coronel venía de debajo de segunda,
familias de alpargata cuando calzadas, única camisa para la semana de
labor y el domingo fiestero, plátano por comida al desayuno, al mediodía
y a la noche mientras un malentretenido no les dejara por unos cobres la
media res de las ajenas, lo que ocurría en estaciones alteradas por los
obreros golondrinas de las cosechas de maíz. Familias de menos que de
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segunda, digo, labriegos de una nada de tierra o artesanos pobres de los
últimos callejones en que el poblado se abría a las quintas, gentes que de
muy poco tener se le morían los deseos e intermediaban muy debajo del
repudio de las gentes de primera con balcón sobre la plaza, propietarios
de campos y viviendas urbanas, comerciantes en ramos generales y
prestamistas, y apenas arriba, no mucho, del paisanaje aindiado o
francamente mulato que era población arrabalera de ocupaciones
ocasionales y ocios masculinos en las apartadas tabernas y las casas mal
vistas del farol colorado. De lejos venían señaladas esas diferencias. Se
alteraban los primeros escalones cuando un recién llegado se procuraba
lugar y consideración, tratándose de extranjero que instalaba tretas
comerciales, ingeniero de contrata en el ingenio o payaso que le desertaba
al circo y ponía tienda chapurreando el francés. Más acuerdo encontraban
ellos en registrarse de primera que uno de segundo en forzar la
aceptación. Para los nativos de este lado bajo no hay puente que lo circule
al alto. Las cosas quedaban como fueron y acaso más endurecidas que
cualquier entonces. Se endurecía el abolengo de primera cuando las tierras
mal atendidas no rendían para los costos del abolengo. Las culpas eran de
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los de segunda. Entre estos, algún artesano imprescindible amarrocaba,
en los buenos meses que pudieran tocarle, unos cuartos de plata boliviana
o lienzos de tejido inglés, que no podrá vestir, en el baúl familiar. Esos
bienes de labor y obligado ahorro en poder de los de segunda hacían más
recelosas las intransigencias de los de primera, llevando las enconadas
fronteras al templo parroquial, donde la temprana misa dominguera para
los de segunda la servían frailes viejos y pobres y la del mediodía para los
de primera frailes mozos y decentes.
¿Hijo irregular, el Coronel? Era lo regular en barrios apenas caseríos,
donde no alcanzaba a personal el colchón caliente por turnarse en él el
sueño diurno de los farranderos por no tener, como sobrados, otra cosa
que hacer y el sueño a sus horas justas de los que ocupaban el día
remediándose con que ir mal pasando, vida perra, ellos y su prole. Tal vez
sin serlo, al Coronel le complacía aceptarlo y para ello razonó beneficio
de ser hijo del amor y no del aburrimiento, que esto era nacer bostezado.
Al padre se lo supo muchacho de tambo después de haberlo sido de
matadero y más tarde telegrafista de guardias nocturnas en el ferrocarril
de los gringos, hombre que llegaba en oficios y suerte hasta donde lo
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dejaban llegar, sin dejarlo salir de pobre en tanto se le iba la vida en
querer para sus hijos vida diferente a la que le habían dado, y no fueron
pocas las monedas que le sacaba a sus festividades para hacer salario con
que contentar al Señor Cura en habituarle a los botijas en el alfabeto y el
catecismo. Estaría por decirle que el Coronel aprendió a manejar su
voluntad y juicios en el uso que hacía de los suyos el padre, mestizo
tostado. Presumía de su madre el Coronel por haber sido, de soltera,
maestra de a caballo en puestos rurales, sembrando letras, era el decir de
un poeta lugareño, allí mismo donde se siembran los trigales, pero el
matrimonio le quebró temprano esa ventura y la destreza se le fue
quemando en los carbones de la cocina, sabiendo qué hacer con carne
flaca los cocidos y con verduras de su siembra ollas de Dios pobre,
mientras se le ahuecaba en los ojos la mirada espaciosa de la madre india
y se apagaban las mejillas rubionas que le había dejado el padre, un
italianito de los barcos que venían y se iban con las estaciones de las
cosechas. Ella le enseñaría a sus muchachos a jinetear caballos, a devolver
trompadas en los alborotos, a saber por donde cortan los cuchillos, a
preparar gallos de riña, a trenzar el lazo y darles aire a las boleadoras, a
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rebanarle alas a los pájaros en vuelo, después rosarios de coplas
sentenciosas y desprecio a las cosas débiles, a los hombres flojos, después
a preparar caballos, a entenderse con el azar en las tabas y a templarse el
pulso para tirarle al bochín, después, en la edad que les estaban subiendo
los pecados, a corcovear agallas en las fiestas de las yerras, a codiciarle a
la suerte, a no dejarse pasar, a no ser el último, a salir de pobres. A salir
de pobres. Digo yo que de esa doña aprendió el hijo a hacerse crecer el
mundo a su lado. El muchachito recolectó leñas secas y vio pasar el río
sin crecientes, tan mansas sus aguas como si la estación de las lluvias
hubiera servido para darles doma y aquerenciarlas en laguna. Ni malas ni
buenas compañías, las que ahí estaban soñándole picardías a los próximos
años y los hermanos mayores regresándose borrachos al fresco nochero y
ellos averiguándole a las tías las tetas, descontenidas en remendadas
blusas, cuando se corvaban para hacer fuego, a favor del viento, en la
puerta de las cocinas. No era necesario mucha doctrina de sacerdote duro
para ponerles orden, que como saber sabían disimularse. La doña madre
les veía las intenciones desde caballería y media y no serían
malentretenidos sus muchachos, así a ella se le cayeran las últimas
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energías en enderezarlos para hombres de bien. A su hora, impartió.
Usted se va para en enganche y usted se va para cura, que el sablecito y
los latines les darán con qué salir de pobres. Les quedaron por últimas
palabras de ella.
El mayor, habituado a desconsolarse en borracheras, fue a rumiar cortos
latines asistiendo al Señor Cura a toda misa. El otro a lavar las cuadras del
cuartel del distrito. El mayor se compensó enseguida con caldos de gallina
y otros beneficios más cerca de los apetitos que de la plegaria. El otro
comía del rancho de guarnición, desperdicio de cena de oficiales más
tasajo seco y plátano por pan, dormía en pesebres que no eran los del
Niño Dios, entre la bosta y los rebuznos, donde iban a desafortunarle el
terco sueño los insultos de los oficialitos, que le eran dianas para
desperezarlo sin quitarle las perezas. De ese entonces sólo supe
anoticiarme que, atardecido el domingo, se acercaba a la plaza
consumiendo el último cigarro del día franco, y le salían al paso dos o tres
señoritos de levita gris y bastoncito de caña para imponerle: Este no es su
lugar, soldado, porque ese lugar corresponde a la vuelta del perro, donde
los señoritos decentes agasajaban el paso de las señoritas decentes. Se
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correría a la vereda recovada de enfrente que era la principal de Iglesia,
Cabildo y Club Social y cuyos usos imponía importancia de personas que
pisaban fuerte, con calzado abotonado como el señor boticario o bota alta
como en domingos el dueño de La Tienda Francesa y en todo tiempo los
seis terratenientes del departamento que ahí estaban refrescándose en las
mecedoras de mimbre frente al Club, componiéndose conversación entre
negocios y política que les era el mismo interés. A la Iglesia no entraría
porque a las novenas tampoco lo pudo su madre, que viéndola entrar por
una sola vez se retiraron las Damas de la Virgen puesto que ese era oficio
para blancos y bien aclarados. Al pasar por el Cabildo se dio apuros por
nacerle por un algo los miedos. Por esa puerta se lo llevaron al tata a la
prisión de los fondos cuando la huelga de los ferrocarriles. Más apuro
puso en la vereda del Club entre las mecedoras de los señores, no siéndole
suficiente que ya le caía: Quítate de aquí, pendejo, que le fue patada en las
costillas, y el boticario legislaba, con aprobación de los terratenientes,
para ser bien oído: Esta no es vereda para soldadito indecente, ni mendigo
pardo, ni mercachifle judío. Hasta por ahí fue tiempo que le presumía, en
el recuerdo, la madre. Desde ahí, un silencio penoso. Encaminados sus
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hijos en el servicios de la milicia y en el servicio de la religión, la doña
dejaba de hacer noche en la casa y de calentar el colchón para el sueño
diurno del telegrafista, y sin importarle el qué dirán de las vecinas se fue
un cualquier día, desde su misma puerta, con un capitanejo que improvisó
partida para volcarse, ella en la grupa, a la montonera de la revolución
regionalista. No se le cortó allí la historia, que la supieron amancebada a
terrateniente de subidos años, con casa grande en la capital del
departamento y casa chica en el suburbio del cruce de los trenes. En esta
casa se le murió el fulano de abusiva en alegrarle el cuerpo y nacieron las
vergüenzas de la familia principal, obligada a velorio sin cadáver, en tanto
ella no les hiciera entrega, que sólo consintió detrás de proposición sin
contrarréplica: para sacarlo, me lo pagan.
Como quien no quiere la cosa, que de quererlas demasiado ellas no se
hacen, pero sin demorar, por su lado, las ayudas de provecho de la
oportunidad y adiestrado más por las astucias de su hermano, camino a
sacerdote, que por su escasa academia, el enganchado vistió blusa de
Sargento Instructor que le hizo paso a trajecito de Teniente Principal. Un
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tenientito es, en primer término, un amador. Siempre hay en los pueblos
la señorita de clase decente que quiere escapársele a los días vacíos, que
aún no se ha enamorado, o sí, del musicante mulato que le enseña piano
en la sala y espera el paso de los oficialitos de la guarnición para soñarse
siguiéndolo al distrito federal y del brazo del General que será el Teniente
asistir en los aniversarios de la Patria a Te Deúm en la Opera y a la
representación de El Lago de los Cisnes en la Catedral. Siempre hay en
los pueblos esposas necesitadas de descomponerse a los respetos siempre
iguales de sus maridos, sin comprometer el rango y el buen nombre
matrimonial. Las hay. Hijas y esposas de pulpero afortunado, de jefe de
estación, de tenedor de libros del almacén central, de consignatario de
haciendas, de gerente de la sucursal bancaria, de cónsul honorario de
Italia. Al tenientito lo alcanzaron rápidamente las propicias tentaciones,
resguardándose en adecuada medida de las suyas para razón de sus
mejores servicios de enamorado de zaguán, o sea para distribución de su
eficiente soltería. La discreción caballerosa llevó sus pasos y en todo
portal en que aplicó la convención de tres apagados golpecitos encontró
ternuras jóvenes o maduras para los caballos de su juventud. En los
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zaguanes las entibiaba, las ponía en molde. Y se sentimentalizaba. La
noche siguiente les susurraría versos. Necesito una consonante en sión,
reclamó del asistente, conscripto leído. Perdón. No, soldado, no me venga
con arrepentimientos de tango. Corazón. Ya lo tengo usado y el mismo
cartucho no hace fuego dos veces, pensándolo dejaré al corazón como
golpe de filo para el final. Pasión. Eso me viene bien y es más general que
anatómico. Los versos hicieron lo suyo para animar las reiteraciones. De
aquellos amores provinciales de militar de paso no hubo hijos, siéndole
beneficio de gozo sin costos y molestias de testificación, mediando
prudencia y piedad de la naturaleza hacia ellas o afanes previsionales de
Dios para la protección del secreto, pues ello no contaba en el tenientito
que se sabía, en sus prestaciones de picaflor de zaguanes, menos
precavido que obligado a su propia consideración de macho servidor.
Lloraditas de bienestar las dejaba. Los mediodías del domingo lo
regalaban, comensal obligado, en la mesa del pulpero afortunado, del jefe
de estación, del tenedor de libros, del consignatario, del gerente, del
cónsul honorario, faltándole palabras para agradecer los platos
compuestos por las propias manos de las señoras y los dulces preparados
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por las propias manos de las señoritas. Como para pensar que había
dejado de ser de segunda.
De todo pasajero feliz se murmura y del tenientito, ya Capitán de
guarnición fronteriza, se dieron ocupación las lenguas de los que se
quedaron plantados en un mismo lugar, mientras él llevaba explorado
todo el territorio, los poblados y los zaguanes. Los cuentos, esa vez,
vinieron de la frontera y no por creídos se los voy anotando para darles
noticia de hasta dónde llegan los desanimados. Coincidía lo contado con
que no era ya de silenciar la complicidad de sacristanes de insoportable
pobreza o de fraile de vacilaciones libidinosas en el saqueo de las
ofrendas compensatorias que a la Virgen del Valle le llevaban sus devotos
pudientes. Se daba a fácil decir que se la despojó del manto bordado con
que ilustre matrona ilustró su ruego, de antiguas muletas con aplicaciones
de reforzadas plata que ya no tenían piadoso a quien auxiliar, de collar
acaudalado de piedras que parturienta en riesgo traspasó a los hombres de
la Venerada, y con facilidad mayor se distribuían los decires que
relacionaban a pareja trashumante, que después vamos a conocer, como
32
inspiradora, con mozalbete que dejaba las pesadumbres de buhonero
como rápida mano de obra de la profanación y a capitán registrado en la
frontera, de quien se mencionaban las iniciales y el resto, como facilitador
bajo los disimulos que permitía su autoridad, burlando la de los
blandengues que en los resguardos de la otra banda, no molestaba al
contrabando. No faltó quien desasombrara asegurando que el jefe de los
blandengues hacía la venia y miraba para otro lado, lo que suponía la
intervención del capitán en algo rutinario como los pasos de cambio de
guardia de un fortín.
Le venían haciendo abolengo las murmuraciones y a ganarle respetos,
porque la variada suma de los decires lo hacían saber hombre de llevarse
por delante a los faroles. Mayor del cuartel del distrito, con mando de
batallón y asiento en capital provinciana, creyó que era ya suyo el
momento de empujar al destino. Estábase buscando una reparación,
presumiendo que quienes le habían negado la vereda del Club Social al
paso del soldadito, le abrirían las puertas del Club Social al Mayor
aprestigiado. Pero le demoraron la plana de ingreso por si así desistiera,
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con lo que le acercaron el primer desaire que se empeñó en no imputarse.
Se desconcertaron los notables de que hombre advertido no pusiera
perspicacia en dar paso atrás y rehusar de sus pretensiones, excusándolos
de desahuciarlo. La voluntad de hacerse mundo sobrepasaba a los aciertos
con que se inteligenciaba. Le echaron bola negra a sus aspiraciones, se la
volvieron a poner a su reiteración, y esto volvía a decirle que en el teatro
no tenía silla en palco, sino butaca en tertulia, que en la plaza mal seguían
viéndolo junto a la glorieta de la banda, y que no se olvidara que las
fiestas patrias de la Iglesia y del Club son para los de primera y así se
presente en uniforme engalanado, que entusiasma a las señoritas, lo
pondrían en la puerta, lo devolverían a la calle los recelos jerarquizados
de sus padres de ellos, los principales. Lo mismo para ti que para todos
los tuyos, Mayor. Estas humillaciones no se te hacen llevaderas, él se
decía. Tienes la oportunidad de una tercera intentona, pues sólo la tercera
bola negra es la definitiva, la que no le echaron a la pareja trashumante a
la que le sospecharon tu sociedad. Suficiente, Mayor. Para un hombre de
segunda con las resoluciones y atrevimientos que se le estaban haciendo
habrá de serle más fácil buscar consideraciones entre el pueblo grueso que
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entre los pocos poderosos. Estos le seguirían preguntando de dónde
vienes, acaso te has creído que cargar sable es consagración de respetos
sociales, así como te lo dimos te lo quitamos. Siempre te tendrán ahí
debajo de ellos, soldadito, Teniente, Capitán, Mayor, debajo de ellos, con
sable prestado. Si ya te alcanzan, en cambio, las furias de los
resentimientos se te hará el entendido de que hay más caminos que el de
los pocos, ciertamente el de los más para ganarte la voluntad de los pocos
y tal vez humillarlos, pues, entonces, dejarán que los humilles en cuanto
que no les quites sus baúles amarrocados de plata piña y plata labrada, sus
tierras de pastoreo, su palco en la Opera, entonces tu sable puede servir,
también, para otros cumplidos que estos de la obediencia en cuidarles sus
pastizales, sus ganados, sus almacenes, sus obrajes, su tranquilidad, sus
beneficios.
35
5
El Ejército Revolucionario ensanchaba filas y se hacía pueblo andante,
como las enredaderas silvestres revientan sus raíces y se desparraman,
trepando alambrados, tapias, balcones, tejados y letrinas.
Los prestigios que afamaban a su jefe alborotaban los últimos patios de
las casonas patricias, fogones de estancia y sus guitarras, tertulias
parroquiales y sus miedos, chusmerío de pulpería y sus fiestas arrabaleras.
La fama provocaba los júbilos retobados del paisanaje y los decidía a
venirse, serranos muy convenidos, llaneros muy espontáneos, con todo lo
que podían traerse en caballos de monta y de relevo, mulas pacientosas,
carros cubiertos y sulquis ligeros de su propiedad o de la ajena que ya lo
de ellos es también nuestro y a la patria se la sabía por este lado en la
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sonrosada mujer desnuda que le sonríe en los sueños a los adolescentes.
Los peones de las haciendas y los obrajes habían escuchado la voz del
Coronel: rompan los candados, y obedecían.
De los que cerraban y abrían filas, no me pida orden en decirle sus partes
porque no lo tenía el todo. Los paisanos pobres, ascendidos a pobres
pendencieros, seguían agregándose por el yacomer, barrigas calientes
ahora y envalentonadas en la conformidad de la revolución, y así los
obreros de la zafra de algunos meses de trabajo duro malpago y todo lo
que le faltaba al año en obligada desgana, miserable y viciosa, y así los
muchachitos se le venían desde los poblados en que el Coronel, de
oficialito, había acreditado recuerdos. Me manda mi tata que fue su
amigo. Te estaba sintiendo llegar, tomá mi facón que ya está adelantado
en cosas de su oficio, que te ayude y proteja. Se venían los veteranos de
las revoluciones vencidas por el remington de los de línea, para que no se
les hicieran orines sus lanzas melancólicas, tantas veces para nada y una
vez más entrometidas por si esta vez fuera la de la buena suerte;
acompañándose de sus tres y cuatro fieles negros macheteros, restos del
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rancherío que se sublevó y el gobierno reprimió incendiándolos. Se
venían, con sus desafortunios, los vagos y malentretenidos de todo
tiempo, gente de ningún oficio, blanquitos tarambanas de las orillas,
morenitos de caseríos malditos, desacomodados de toda suerte y
diversidad de índole. Es de ordinario que así sea en las guerras y que de
ellos salgan buenos soldados y de éstos salgan buenos oficiales que
terminan en terratenientes con sepultura en el Panteón. De tenerlo, sin
duda, por sabido, no esperaba el Coronel que se les vinieran porque sí
gente más dispersa y bandolera y enviaba por ella y los enviados se las
traían al montón tan sin hacerles preguntas de inspectores de honras y
aceptándolos cuatreros de ganado, intranquilizadores de caminos,
cabecillas de gavillas suburbanas, saqueadores de almacenes de ramos
generales, malhechores por gusto o por necesidad, contrabandistas de las
islas y sus mujeres pasaderas, presos de calabozos abiertos con el grito de
Viva la Revolución y Viva el Coronel, el Coronelazo. Por quien mandó
embajadores especiales fue por el brujo. Me lo sospecho que deliberó
muy francamente: o él o yo, que no hay tanto para más y esta es mía. Él
era el indio amestizado mano santa, padre de los pobres, espíritu
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consolador, nombre de Dios, que así lo acataban por sus contagiosos
desempeños en los pueblos en que el Ejército estaba llegando y no
faltaban lenguas para los muchos agradecimientos por haber freído barro
con fresas salvajes que lo hacían alimento, conformado a desquiciados de
alma o de lepra, prestado auxilio de baqueano rastreador, y no menos
principal que pregonar, palabra de Dios, que el fin del mundo no habría
de tardar día mañana cualquiera, para los otros, para los ricos de la
hacienda y de los primeros patios, para el jefe de la estación y el juez de
paz, para el mismo comisario que en el pago manda más que un general, y
que ese día ya viniendo tendría en serlo de resurrección de las carnes
flacas, de las madres sin leche, de los gallineros apestados, de las viejas
que se arqueaban en las tinas, de los borrachos sin crédito donde el
pulpero. De uno a otro pueblo, en todos los pueblos, se le acataba. O él o
yo. La cordura circunstanció su juicio. Él, conmigo. No se sabrá qué
tentación le llevaron los embajadores, no se sabrá que pacto de
miramientos se hicieron. El brujo se le alistó y le sirvió de avanzada
parlera. Allá iba el mano santa, padre de los pobres, espíritu de
consolación, nombre de Dios, anunciando la llegada del Coronel y su
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causa de salvación fidedigna, comenzando por dar miedos sobre si el
gobierno estaba cerrando trato con los ingleses para la fabricación de
jabón con sus carnes y empuñaduras de cuchillos con sus huesos,
siguiendo de más en lo suyo que eran recetas para el alivio o igual daño.
El Coronel pronto le cambio, por medido reconocimiento, el caballo de
pasitrote por el suyo propio, rucio pavón, y en transferencia de igual
amistad le obsequió enorme trabuco naranjero de disparo fácil y carga
difícil, y le dio, de paso, recomendación: impóngale al segundo suyo que
el entrar en las poblaciones se ponga, sino blusa, por lo menos pantalones.
Y así, mejor dispuesto de atenciones, sorprendió el día de hoy a los
pueblos en que llegaría mañana el Coronel y su Ejército, dando los avisos.
Palabra de Dios digo que es el elegido. Y esto lo avisaba desde los
púlpitos, confundiendo en sus miedos a los sacristanes o ganándose a
sacerdotes pobres y disparatados.
En esas instancias que llevaba ganadas, y que parecían no fruncírsele a la
ley o el azar de los triunfos, el Coronel era raptor de niños. Los hijos
segundos que no cabían en los hogares decentes se rebelaban contra la
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prioridad del mayor y en condena del padre vivaban al Coronel y a la
revolución. No sabían a dónde el Coronel los llevaría, sabían de donde se
querían alejar, por no quedar en casa vieja se acompañaban a cualquier
parte, se zafaban de las buenas palabras, de mamá grande que les
preparaba noviazgo con las primas, se corrían desde el gris pizarra de la
Plaza Mayor, Catedral y Ayuntamiento hasta los espaciosos extramuros y
sus misterios de iniciación masculina, parrillas bajo enramadas y boliches
parranderos, coplas y payadas que dejaban ver los otros lados del mundo,
corridos que contaban hazañas del Coronel, milongas provocativas y
camorreras. No todos, ni por suficiencia de edad, ni proporción en los
ánimos, eran aptos para cargar armas y entender en sus usos oportunos,
pero, no siéndole conveniente devolverlos a sus padres, el Coronel se
esmeró en diligenciarlos con la consideración naturalista de que están en
la edad de la masturbación, concertándoles pronto y adecuado destino:
que toquen el tambor. Y ocupándoles las manos y sacudiéndolas sin
ocultamiento sobre la piel del bombo, alborotaron, desde temprano,
batuqueros, las mañanas de la marcha como para ahuyentar a santos y a
diablitos. ¿Sobraban para un tambor reglamentario por batallón o
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compañía? Algo hay que darles a hacer. Haremos Batallón de Tambores.
Que hagan todo el ruido que quieran y se desquiten sus naturalezas,
sosieguen su entrada a las primeras mocedades, alterándose toditos ellos,
de pies a cabezas. Que fue lo que hicieron, como viboritas verticales,
electrizadas, imitándose unos a otros en conmociones de marionetas
burlonas, sin acordinar demasiado el ruido de los redoblantes, pero
concurriendo con voces de despedida de su adolescencia que se hacían
reiteradas y única: Viva el Coronel de los machos, padrazo que los sacaba
a la intemperie y les prestaría su poncho para resguardo del frío nochero y
llevaría a cada uno de ellos en la grupa de su cabalgadura el día del
Desfile de la Victoria. Se consagraron al tambor, al bombo y descordando
se aturdieron. El Coronel afectó sus precauciones y tres parejas de
cosacos no le quiten protección un solo momento. El Batallón de
Tamboreros hizo comparsa en las últimas filas, donde comenzaba la
caravana de las rabonas y las adelitas. Cuando el Ejército abandonaba una
población amistada, se quedaban los bombos, los tambores, para la
celebración fiestera, circo callejero y profanador, desde el atardecer hasta
la madrugada, en la plazuela de la Catedral, frente al Ayuntamiento, con
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amenazantes llamas de hachones, zumbones estribillos de beligerancia y
dale que dale a los redoblantes como en zafarrancho de riña sin riña.
No hubiera sido primera vez para usted, señor Reed, en verlo, que ya en
parecidas circunstancias lo tenía visto. El Coronel se acompañaba de los
dioses y los demonios de la guerra y Ejército Revolucionario no cuidaba
su orden sino sus intenciones en razón a la variada gente que lo había
ensanchado y las intenciones se le ordenaban por el rencor doblado en la
alegría del alboroto, y si la memoria no tuviera a que referirlo se lo
confrontaría con el ejército sevillano en marcha hacia Bailén a matar
franceses, así don Benito lo detalló: en inmenso amasijo la flor y la
escoria del país humillado, desde el mozo de deliberaciones ideológicas y
el pulpero pobre que se echaba a la picardía más ancha de vivandero hasta
el penado redimido para el caso y la querida que se encontró en la taberna
de enfrente de la cárcel, con exclusión allá, por respeto a las leyes
militares, de los que acá marchaban en las avanzadas: los negros y los
mulatos. Eran fiesta los desarreglos de ir en guerra y un veterano de la
otra revolución le daba lengua a su alborozo: que no se nos venga,
43
malhaya, muy pronto la paz con todos sus horrores. El Coronel amasaba
con todas las harinas y se aprovechaba, haciéndose tiempo, de paso por
las poblaciones, en darles serenatas a las señoritas que dejaron de pasear,
festejadas, el atardecer de domingo en la vuelta del perro de la plaza, pero
las ventanas no siempre se abrían y les echaba caballos a las puertas por
ponerles miedo no más, que no para forzarlas a su amor cuando de buena
gana no lo aceptaban, que se inclinaba preferentemente a la carne de
pueblo suyo y de la adoración de mujeres puebleras le nacieron varones
en los caminos, con los que podría hacer leva. Días iguales de guerra y de
amores le consiguieron especial crédito por saber cumplir de a caballo
sobre delicadezas de recado de piel y lana de carnero, capaces de alojar el
calor de la pareja al trote nocturno.
La guerra había sido hasta ahí el despliegue de guerrilla por parte del
batallón de pardos y morenos que, también, se descubría en la exploración
del terreno enemigo. En una y otra ocasión, se disimulaban pegándose a
los colores de la tierra, zafándose de la suerte de recoger de los del otro
lado las primeras balaceras y entretenerlos a tiempo que el Coronel
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dispusiera lo correspondiente. El sacrificio, para qué decir, seguía
corriendo a cargo de ellos. Lo otro se hacía fácil. La campaña era de
elusiones, de cometidos que se llevaban en la diversión y engaño del
enemigo, comportándose éste en retirada con armas a la defensiva como
si las postergara para un gran encuentro en que el terreno le favoreciera.
Viboreaba nuestro ejército sobre el llano, procurando dejar varias huellas
cuando el empeño de las prisas no consintiera borrar las de su marcha,
distribuyendo disimulos, tretas, señuelos, zancadillas, ardides y celadas y
dándole mentiras intencionadas a los indios de la montaña con tal que se
las pasaran al enemigo y que supieran que eran trescientos los que eran
treinta, y tres mil los que trescientos. La tropa se regularizaba en los
desempeños satisfactorios de la astucia como para ocurrírseme que al
Coronel, entreteniéndose y demorándose en los gozos de ella, no le
intranquilizara demasiado el apresto de objetivos mayores, reforzando el
vigor de su autoridad, como lo estábamos viendo, en juegos espaciosos de
pequeñas danzas y contradanzas sobre los alrededores del enemigo con
placentero resultado. Se me hacía, entonces, que en algún momento
optaría por rápida operación envolvente que le facilitara enlazar la
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artillería gubernista y conservadora, desconcertándole la plaza y
apurándole la rendición.
La astucia era moneda corriente y fácil de su audacia, todo proyecto
parecía salir de su astucia y debía importunarme, sin que alcanzaran a
cuestionarme, el entusiasmo ni alterar la obediencia, con preguntas
pasajeras que se me componían por reflexiones que sobre relaciones entre
ideas y vida, pensamiento y acción me había aprovechado de los
comentarios adoctrinadores de Juan en los cafés de la recova de Bolonia y
que me eran incómodas en campo de resoluciones de guerra como eran
ahora los de mis turnos, pero me buscaban para decirme si ese desparramo
de astucias, si esos juegos de banderillas no consentirían sobrevivir al toro
sin matarlo entero. Las dudas se me venían con el recuerdo de los
discursos del florentino, en quien no habíamos visto a diablo patrocinador
de dualidades vulgares, sino a maestro en artes de oportunos servicios
subordinados fielmente a los fines. Las dudas se me borraban, de no
quererlas ciertamente mortificaciones, sobre si los juegos fraccionados de
la astucia del Coronel no ablandaban los fines de la revolución. Nuestras
avanzadas pardas y morenas ejercían el orden de los fantasmas, acosando
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los flancos y disolviéndose con más silencio que las brisas y rapidez que
el huracán; afantasmándose concertaban, confundían, daban discreto
gusto a sus machetes y se traían a desertores de su misma traza y color
como para decir hasta dónde se les habían metido en sus filas a los
regulares. A tiro de fusil del campamento enemigo y en noche cerrada se
les llegaron con cuatro o cinco caballos salvajes, a los que les ataron
cueros secos al rabo y los despidieron en la buena dirección al tiempo que
tupidamente tiroteaban; se confundieron las guardias y se les cortó el
sueño al resto, creyéndose con carga combinada de caballería y de
infantes; desordenados se balearon entre ellos. Las instrucciones las había
proporcionado el Coronel. La mano de obra de pardos y morenos volvió
sin un rasguño, respetando como caudillo al gigantón que los había
dirigido sobre el terreno. Esto está bien, pero está mal, seguro que pensó
el Coronel, muy esmerado en no consentir que se levantaran héroes entre
los suyos ni hacérselos al enemigo. Esta cautela se la supe de su propia
lengua. A ese coronelito blanco que se cree torito, no lo bajan del caballo
por más que se nos acerque en exploraciones, le tirotean a su gente y
cuidado con él, que no lo vamos a glorificar ni a plomo ni a lanzaso. Me
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lo cuidan, después de la batalla, si no se perdió en el montón, se los
entregaré con un par de grillos que ya le habrá llegado la hora de
aprestigiarlos. El Coronel atendía los detalles. Valía más reducir que
amasacrar. Esto en beneficio de la próxima batalla. Hasta ahí, gente que
se les retrasara al enemigo se la empujaba hasta depositarla en la zona de
los tembladerales, o se la obligaba a cruzar río desperezado, o se la
desarmaba con honores, según las necesidades de nuestra justicia, que con
esto último se les alentaba la deserción. Soldados de enganche vicioso y
paga lerda que se dejaban alcanzar y juraban por nuestra causa; oficialitos
de escuela, apenas heridos, no se reintegraban a sus cuadros y pedían
conversación con el Coronel; algún oficial mayor se vino directamente al
grano, alegando: tengo problemas de conciencia y prefiero que me fusilen
acá que servir a los doctores y a los godos. A todos, el Coronel los
rejuramentaba. Somos hermanos. Muy sobre la víspera se vinieron,
alzados contra sus banderas, por recelo hacia los oficiales de academia,
los cabos y sargentos en legión de suficiente número y eficacia. El
lenguaraz, que dijo ser taquígrafo del Estado Mayor, dio cuenta que
avalando su deserción traían carga de pólvora como para hacer volar los
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cuarteles represivos. Las lenguas sueltas se excitaban en vivar la
revolución de los pobres. El Coronel las contenía con un Viva la Unión
Americana. Los empleó en las entradas de las poblaciones con trabajos
previos de campos volantes de espionar y si fuera necesario de rápido
hostigamiento, para luego mismo encargarles el ir por la caja de caudales
quebrando las puertas del Ayuntamiento, si tenía defensores. La caja se
abría, por su orden, en las galerías frente a la plaza y hacía de discreto
distribuidor, que él era hombre de pagar al contado las promesas antes de
haberlas prometido.
La campaña era de preparación de la gran batalla. Una batalla ceremonial
y confortante, la estaba yo queriendo, como misa mayor, Domingo de
Ramos, en campo abierto, en el que el Coronel dispusiera la iniciación del
ataque con la serenidad de mando de un Padre Obispo y su espada brillara
en la claridad de la colina así puntero de la justa fatalidad, autorizando la
voluntad de sacrificio de los lidiadores, el paso de los soldados peregrinos
una vez por día durante siete días sobre los contornos de la plaza
amurallada. Una gran batalla con el concierto de procesión de oferentes,
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que en el séptimo día rondaría por siete veces la plaza sitiada y dijeran
en sus cánticos: he aquí sangre de hombre para lavar la vieja culpa del
hombre. El Coronel dispondría el orden armonioso de las fuerzas de
purificación, que harían lo suyo por una única vez total y verdadera. Y las
murallas de la plaza sitiada cederían a los cánticos y la tropa del enemigo
se abrazaría a las armas de los libertadores. Me apresuré a pasar a versión
vulgata las ideaciones de mi inocencia de lector nada desmemoriado de
fábulas y primeras historias, y sólo me quedaba por esperar las
coordinadas embestidas, desplazamientos de arrojo y previsiones en
acuerdo a plan de sabiduría en el Coronel y hasta donde la muerte
consiente cumplir los planes del comando. Todo el tiempo ganado
convenía al propósito de fortificar filas y trastornar las del enemigo,
reduciendo su iniciativa, mutilándole los entusiasmos, achicándole su
representación. Para ello cualquier astucia había sido de provecho.
Mañana, de amanecida, tan pronto la banda de musicantes negros en un
extremo de la vanguardia caliente los aires con sus estruendos, el Coronel,
de seguro, anticipará la arrogancia de los vencedores disponiendo armas a
discreción y paso de tales, presidirá el orden del tablero y su guante
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derecho, que el izquierdo lo llevaba el comandante del Batallón de
Bachilleres, impartirá los turnos de la concurrencia, ataque, refriega,
juegos de artillería, desempeño circular de los montados, cuerpo a cuerpo
final para apresurar la rendición, es decir, me decía, trama de tejedor de
araña sobre campo húmedo de alfalfa y tomillo al pie de los cerro. El
Coronel dirigiría su ejército como por las riendas sensibles de su caballo,
deteniendo o apresurando a sus medidos tiempos y a la conveniencia de
su plan, ajustando el dominio de la iniciativa para componer previsiones y
ponerle alto precio a los riesgos y un sistema previsor a la capacidad de
arrojo entre los mejores de los suyos. La gran batalla sería una ecuación
de varios grados, económica en fluidez de pasos, que llevaría a salvar
todo lo apostado. La gran batalla del Coronel y su Ejército
Revolucionario. El Coronel la sabía a sus maneras. Se lo estaba
escuchando en charla instructiva que les daba a los hombres de la víspera.
Los muchos planes deshacen el coraje y suelen confundir las
oportunidades. La guerra se hace, en primer orden, con astucias,
imposturas y fingimientos, cuyos usos se justifican por sus probados
beneficios. Cada paso hay que inventarlo lígero, como respondiendo a un
51
guiño que no se acomodara a una segunda vez. Póngale astucia a la
decisión. Pero la astucia nace cuando los olores del combate se vienen a la
nariz y no desorientan en que sí, en que no, ahora, lueguito, aquí, más
allá, olores de tropa roñosa sudándose, de bosta de caballos asustados, de
gargajos teñidos por el último tabaco, olores de rabias, de despanzurrados,
de muertitos. Dios creó esos olores para orientar al soldado, así como los
lados del sol orientan a las abejas. Gastar a los hombres, darles el gusto de
gastarse, que ahí se empleen y mueran, sin que otras razones pudieran
alcanzarlos y equivocarlos.
Ese día, la víspera, reparé que se había hecho arreglar las barbas a lo Luis
Bonaparte.
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6
Íbamos a la carnicería, cada cual con sus temblores, resoluciones y furias.
Un paisano entendido me dió ejemplo. Se hizo a un lado, bajó del caballo,
meó y se volvió, convincente. Era la meadita del miedo que le estaba
sobrando. Yo, también, me la saqué, aligerando el alma, elevándome el
cuerpo. Luego vi quienes descargaban aguas mayores y parecían volver
con más rápidas evoluciones de vigor a las filas. También el Coronel se
hizo a un costado, pero para otra dignidad. Fue para atender el paso del
río por una mulita a la que llamaban El Arsenal los más allegados del jefe,
avisados de que cargaba en sus alforjas, por mentarlo apenas él entre
intenciones de reserva. Con esa mulita sola apostaría a ganar la guerra,
pues como sabía decirlo mi compadre manco de tierras arriba, y lo sabía
no por venirle en cuentos, que puede haya general del otro lado que no
53
sea capaz de resistir un cañonazo de veinte mil patacones fuertes, mucha
plata para tan poca vida que por ahí se le corta de mala gana en el
zafarrancho. No le creían estrategia con valoraciones de esa índole hasta
que tuvieran esa misma mañana oportunidad para desmentirse.
Con banda de música, como de homenaje, apareció detrás del polvoral
una brevedad de jinetes ricos que no intranquilizaron al Coronel y como
esperados les dispuso acogida que principió con saludo de armas por
hombres de su escolta. Hicieron pie en tierra con buen tono educado,
ritual ceremonioso, que presumía por misión de mucha importancia. La
banda visitante inició el Himno Nacional desde sus instrumentos, acudió
la del Ejército Revolucionario para retribuirla con la Marcha de la
Primavera, a la que yo le había aplicado las parafraseadas de la Canción
de la Lealtad: Mi Coronel sos un corcel del amanecer, y nadie fue
alcanzado por orden de corear, lo que hacía de Himno y Marcha, así
despojados, un contrapunteo amistoso, concordante. Se les presentó el
Coronel con apostura de Tercer Imperio, más que guerrera aparentaba
levitón el que vestía, botas de jinete de Hyde Park reemplazando a las
criollas de campaña, porte marcial pasado por los salones de los espejos,
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espadín de desfile y en la mano izquierda, replegada sobre el pecho
como en estatua de tribuno, un libro empastado en rojo. Era, sin duda, lo
que convenía a puntual solemnidad para recibir a embajadores, que como
tales se comportaban los recién llegados, de jacquet y chistera, paso al
frente según los cuidados amables de sus turnos: Presidente de la
Sociedad de Rurales, Capitán Mayor del Puerto y las Islas, Presidente de
la Sociedad Cosmopolita de Socorros Mutuos y Ayuda a los Náufragos,
Director de La Gaceta Liberal, Presidente del Club Social, Presidente de
los Juegos Florales de las Provincias Altas. El séptimo venía por su
esposa, antigua Presidenta de la Sociedad de Damas Benefactoras. Soy de
ustedes, honorables señores. Henos aquí, ilustre General de victoriosa
campaña, anticipándole los razonables merecimientos de nuestras
patrióticas colectividades. Los intereses generales del país, por cuyo
nombre venimos, nos inspiran la solicitación de una tregua que apacigüe
los odios entre hermanos, por lo que recurrimos a vuestros sentimientos
cristianos occidentales muy en la seguridad de que en ellos hallan eco la
voz del orden, la tradición y la prosperidad. Les estoy prestando oídos con
un ánimo de reflexión. Muchas gracias, señor General, sabíamos que no
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nos equivocábamos. Sabíamos, a coro. Mañana es la fecha que
solamente por los trajines de la guerra ha podido ser alejada de vuestra
atención, pues desde los antiguos días de la República las Fuerzas Vivas
que laboran la riqueza del país celebran, año tras año por diferentes que
sean las vicisitudes de la Patria, la Gran Exposición de la Ganadería
Nacional. ¿Podría, le preguntamos al ilustre General, podría ese magno
evento ser desbaratado por el fuego de dos ejércitos hermanos? Son las
consideraciones que, convenidos en Junta Patriótica de Notables, hemos
desenvuelto ante las comprensivas autoridades del gobierno conservador,
encontrando entre sus hombres más discretos y probos el mismo
desprendimiento y abnegación que encontramos ahora en usted. Les sigo
prestando oídos con el ánimo que les dije. ¿Traen proposiciones? Muchas
gracias, señor General, sabíamos que no nos equivocábamos. Sabíamos, a
coro. Sabíamos. Además deseamos comunicarles, como detalle de
complemento y para su propia satisfacción, que los banqueros ingleses
exigen su firma como garantía en el empréstito que solicitó el gobierno a
los fines de reprimir la revolución y costear esta guerra. Sus agentes
autorizados esperan entrevistarse con usted mañana mismo para
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informarle, en la mayor reserva asociada, sobre las cuentas que ya tienen
hechas. Ahjá, Ahjá. ¿Mañana mismo? Mañana mismo, señor General. En
usted sentimos agraciados los motivos de nuestra iniciativa y no nos
queda sino presentarle ruego de que con su presencia honre la ceremonia
inaugural de la Gran Exposición de la Ganadería Nacional. ¿Cómo es
eso? Como sus sentimientos lo dispongan, señor General. Esta Junta
Patriótica de Notables, que hoy se pone a su servicio, ha premeditado
enviarle la carretela que lo lleve mañana desde su tienda de combate a
presidir el certamen fiesta del orden, la tradición y la prosperidad de la
República. Muchas gracias, honorables señores, por esta circunstancia
tanto tiempo esperada para mostrarle al país la sanidad de mis
intenciones, la superioridad de mis propósitos. Y el detalle. La carretela
que vendrá por usted es la misma que usó la Infanta Isabel de la Madre
Patria cuando nos honró en las fiestas del Centenario, ocho elásticos,
dirigida por cochero de pescante y con atalaje de gala, con un tiro a cuatro
caballos Hackney de picante y vigorosa sangre, el coche es obra del
artífice francés Mühlbachen, asientos en la repisa trasera destinado a los
asistentes del servicio de puertas, en lugar de picadores y mozos de cuadra
57
le dará compañía una brigada de blandengues por disposición del
Ministro de Guerra del gobierno conservador, su antiguo compañero de
armas, que nos solicitó a que le presentáramos sus saludos. Hubo brindis.
El Coronel: Por la virtud de la República. Ellos: Por la sanidad de las
intenciones, por la superioridad de propósitos del señor General. Aún se
instaló un tiempo confidencial entre la solemnidad de la transacción para
permitirle al Coronel abrir el librito empastado en rojo y leerle a las
visitas. Cuando un pueblo está en agitación es un grave mal que el partido
de los hombres decentes, o de los hombres buenos, como los llama
Cicerón, no adopte las ideas nuevas para dirigirlas moderándolas. Sabio
juicio, ¿a quién pertenece? A Luis Bonaparte. Un helicóptero del
comando gubernista de represión, sobrevolaba nuestro campo,
zigzagueándolo, en evidente plan de exploración. El Coronel advirtió a las
baterías antiaéreas que no gastaran municiones.
Al día siguiente, a media mañana, en carretela, se lo llevarían.
58
Al atardecer, se supo que no habría batalla. El enemigo comenzaba
simulacro de retirada general y el Coronel se volvió alegando la papa está
pelada sin meter cuchillo. Me instruyó. Córrase a la imprenta de La
Gaceta Liberal, que no son de fiar los periodiqueros, revise las pruebas y
donde diga Coronel referido a su ex-Coronel ponga General que ya es su
General. Y que escriban en plana visible: El Coronel del Ejército
Revolucionario es el General de todos sus compatriotas. Y digan como
que yo no lo digo, pero lo acepto, que soy amigo de los intereses
establecidos, que amo las tradiciones.
El Ejército Revolucionario desfilaría al subsiguiente día y a continuación
se devolvería. Los primeros en recibir la instrucción del caso fueron los
tamboreros. Mañana tendrán confesión y misa en la Plaza Mayor, y
almorzarán con sus padres y se cuidarán en respetar las buenas
costumbres. No podía dejar de sentirse que la tropa andaba como ternero
guacho, mamón sin teta, o indio en cancha de bochas. La guerra sin
batalla es ancha desventura, oscura suerte, gran malentendido del destino.
A ejército que se templó y no se lo emplea, se lo retira y desahucia, se lo
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menosprecia y ofende en cada uno de sus hombres de mando y tropa, en
cada una de sus apostadas temperaturas y en todas sus confortaciones de
legión, distraído de su naturaleza y confundidos sus motivos, comenzaba
a sacudirlo las sumas de las furias suspendidas, un vientecito frío que les
venía para realentarles ganas de venganza, motín o fechoría, que mayor
infortunio que batalla perdida es batalla rehuida por ser derrota privada de
todas compensaciones y sólo el desorden cunde de esa tristeza como
estaba cundiendo entre el quién tiene la culpa de retirarse así en señoritas.
En algo habrían de cobrarse la pelea negada, tanta dureza que se devolvía
sin uso, tanto macho rechazado, tanto envalentonamiento resentido
cuando en lugar de darles muros que derribar, campo en que dilatarse,
combate a paso de vencedores y horas reglamentarias de resarcimiento,
violación y pillaje, lo sacan, desempleado, a las rutinas y desamparos otra
vez de las estancias, obrajes, chacras, fundos y oficios suburbanos de
mataderos, salazón y quintas, sin haber reventado sus venas, sin haber
sido ellos mismos por sí mismos en los entreveros en que cada quien es
quien sin patrón ni nadie, carajo, que humille y se ensancha vida
apostándose, refundándose, liberándose de mala vida anterior y de muerte
60
que no habrá de quebrarle así nomás las musculaturas del brazo. Muerte
venida porque sí y sin enfrentamiento ésta de volverse a las vainas, a las
fundas, a las domésticas obediencias de los oficios o a cuatrerear sin
licencia militar, como cualquiera, otra vez y hasta cuándo. Volverse como
arrepentimiento sin pecado. Los veteranos de las revoluciones vencidas
no resolvían a regresarse sin oler a tierra ensangrentada por el triunfo, se
les hacía malestar de tripas acalambradas, esperaban ver llorar a los
caballos desde que ellos no se atrevían a confesarse en lágrimas, que se
les iba la última ocasión de gastarse, se les venía la paz con todas sus
tristezas, sus confinamientos, sin hasta cuándo. No se serenaría el Ejército
Revolucionario en sus partes para desfilar mansamente, y era más bien
justo y probable que comenzara esa misma noche la desbandada,
compensándose con incidentes y riñas entre los desbandados.
El Batallón de Bachilleres había quedado extraviado desde el atardecer. El
General se resistió a solicitaciones de ir por ellos con facilidades de
ayuda. Los mocitos saben demasiado y se reordenarán por su propia
cuenta. Todo movimiento confundiría al enemigo que se retira en
61
convenido orden. Lo que de ellos supimos no se abrió a conversaciones,
apenas rumoreada fue la mala suerte de los mozos que en su aislado
desconcierto no acertaban a representarse lo ocurrido y muchos menos sus
sangres en hervor les hubieran consentido imaginarlo ni por sucesión de
supuestos arbitrarios, que excitados vivían su campamento entre arengas
de sus oradores, reiterándose los párrafos del Manifiesto, templándose
para la hora justa y ahora se demoraban, faltos de órdenes, sus cuatro
piezas de artillería ajustadas para el estreno, faltos de concierto sus
doscientos jinetes apurados en corear la proclama del Coronel, quitarles
ocios a los rifles y ganarle carrera de luces calientes a la historia. No
sabían qué estaban esperando. No les merecía suponer que esa caballería
que se les acercaba no les diera alcance para otro cometido que restituirles
la comunicación con el Ejército, aunque lo hicieran en tropel, sin
formación debida, con gritos salvajes en los que no corría la alegría. Ni
tiempo a recibirla. Apenas un alarido pampa cubriendo el campo
temblante y un sudor de rápidos violadores entrándose al gozo
desesperado de cebarse en muertes fáciles, desprevenidas, haciendo
matanza y degollación de inocentes.
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Transcurrida la matanza, cumplida la cuidadosa degollación, los
dispersos pusieron a tranco sosegado sus caballos y se alejaron sabiendo a
regocijo el primer fresco de la madrugada, como se alejan los marineros
del barrio de los prostíbulos, regresándose a los barcos.
Tres y uno que otro más sobrevivientes le trajeron al General el banderín
del Batallón. El General instruyó. Mañana desfilarán en el batallón de
pasantes y empleados de tienda, recién constituido para incorporar a los
mozos que habían quedado en la ciudad en el nuevo servicio municipal de
policía, con banderín que inscribía Progreso y Orden.
De otros tres y acaso uno que otro más sobrevivientes no se supo nada,
todavía.
63
7
El General se quitó las espuelas para comandar el Desfile de la
Pacificación. Sus correajes lucieron amabilidad, que le fue correspondida.
Los burgueses atrincherados o disimulados en las casonas hacia el sur de
la Plaza con río a la vista que acaso hubiera sido posible para huir en
derrota, abrieron las anchas puertas y ofrecieron los balcones. Los que
habían buscado refugio de espera en las quintas de la Calle Larga, se
volvieron y embanderaron las azoteas. A la medianoche, le llevaron
serenata al General los italianos que desde las glorietas placeras ponían
música sentimental a la vuelta del perro. Lo compensaban del trajinado
Día de la Victoria. Tempranito, le comparecí y se decidió: me voy a echar
una proclama. Escriba. Escribí. Hoy comienza, americanos, la Revolución
Institucionalista, la más benigna de las revoluciones. Güay de quienes se
64
pongan con voces de desquiciador orgullo en la vereda de enfrente,
malentendidos de lo que se trata. La paz es la más hermosa conquista de
los tiempos y nos desvelaremos en defenderla con las armas en la mano y
no reposaremos hasta que cada uno sea el obediente servidor de tan
ponderables sentimientos de respeto y seguridades para la propiedad y los
intereses establecidos que alimentan el tranquilo y justificable progreso.
Nadie se mienta pretendiendo arrebatar al pueblo la merecida paz y las
gratas felicidades que ella comporta. Güay del anarquista y sus
presuntuosos desquicios, se hará merecedor de todos los rigores de la ley
bien entendida y mejor servida por la inspiración impoluta de mi espada.
Quien se ordene a los útiles trabajos de la paz recibirá por sus naturales
cuidados todos los beneficios de la juiciosa aplicación de la ley. Cuanto al
enemigo tan a nuestro pesar como resolutivamente recibirá todo el peso
de los frenos y restricciones de la ley por corresponderlos a sus graves
desatinos. Cesó el desorden de hoy para adelante. Sobre todo,
subordinación y respeto a las propiedades que son cimientos de la
prosperidad general de las naciones felices y sus tranquilos pueblos. Sed
precavidos, mis compatriotas, pero más que todo sedlo con los
65
innovadores, tumultuarios y enemigos de la autoridad. Odio eterno a los
tumultos. Amor al orden. Desde ahorita mismo queden consagradas las
nobles libertades de la persona y cada uno vaya de su casa al trabajo y del
trabajo a su casa. Sed sumisos a la ley. Amad con vuestro General a las
tradiciones. Dentro de las tradiciones, todo; fuera de las tradiciones, nada.
Ya, como si andara solo, ni esperó las obligaciones de mi cortesía. Venían
por declaraciones especiales los corresponsales extranjeros para
remitirlas, inmediatamente, a sus periódicos y a sus gobiernos.
Cumplimentador el General. Agradecido el periodismo. Léamelas, señor
periodista, que me queda por ver si ha entrado todo mi pensamiento. Soy
amante del orden regular de las cosas, propio de un pueblo hacendoso y
productor, sólo ofuscado pasajeramente cuando su tranquila y
bienhechora naturaleza fue turbada por la pasión sin controles de la
autoridad y desentendiéndose que los progresos de la humanidad en sus
tiempos eternos se gradúan de tal manera que los pasos del querer son
sabiamente regulados por los pasos del poder que impone a los primeros
la experiencia de los valores de consagración antigua como si el querer
66
fuera arte de irreflexión y el poder obra de la sabiduría y sus
fundamentos. Las instituciones vencen así a la anarquía en socorro de los
hogares, del capital y del trabajo, constituyéndose en virtuoso orgullo del
ciudadano y del campesino la libre voluntad con que acata las
convenciones dispuestas por el orden aliado a la paz y cuyo provecho se
niegan los vagos y malentretenidos para los cuales no se excusará el rigor
que los acomode a las justas precauciones de la ley.
Antes y después del desfile, recibió saludos que eran juramentos en tres
tiempos. Los correspondía. Con voz disminuida de gente que nunca
hubiera cabalgado una noche entera ni vadeado un río, voz como de pide
permiso conformista, se confidencializaba a delegación de propietarios
rurales, comerciantes de la Plaza Mayor y de la Calle Mercantil, junta de
importadores de ultramarinos, liga de señoras beneficiantes. Mi gobierno
será domicilio de la prudencia. Con ella justificaré mi conducta en buenos
presentes y aún más felices tiempos futuros. A nadie dejaré soplar el
fuego de nuevas discordias aunque para ello la sanidad de mis intenciones
ministre ejemplar y orientadora dureza. Mis enemigos son los de nuestro
67
reposo merecido y por salvarlo de pérfidas intenciones subversivas, de
conatos de indeseables, de pretensiones y excesos indebidos opondré la
generosa resolución de restaurar el imperio del orden tantas ocasiones
quieran los enemigos que se arme mi brazo y el de los hombres decentes,
razonadores y esclarecidos de nuestra sociedad, confirmando la
reputación y respeto que con nuestro desinterés particular hemos
adquirido para gozo de la conveniencia general, de la reconciliación de
todos los derechos inmanentes y las garantías debidas a la propiedad y a
sus personas, siendo de mi especial cuidado que derechos tan valiosos y
garantías tan necesarias no sean desproporcionadas por los proyectos de la
disolvencia. Las cárceles, señores míos, no se avergonzarán en dar asilo a
los turbadores. Por la misma manera se ha de ufanar en abrirse la puerta
grande del Fuerte a quienes se lleguen en oportuna demanda de
protección para sus liberales transacciones. No se malograrán los
comunes intereses mientras el General de ustedes se sabe obsequiado por
la amistad y la compañía de los mejores. Queden, pues, satisfactoriamente
enterados.
68
En el banquete de las Fuerzas Vivas, el presidente del Gremio de los
Matarifes, proveedor del Ejército Conservador y del Ejército
Revolucionario, llevó la voz de las corporaciones patronales. La cuchilla
de la justicia corte los miembros viciosos de la sociedad y a tantos
infortunios suceda la dulzura de la autoridad bien constituida, siendo obra
de bien en general y en detalle que los trastornadores no vuelvan a sacar
el hocico del corral así haya que quebrarles las vértebras y rematarles las
desvergüenzas por menospreciar los paternales sentimientos de quien
desde hoy nos vela y tutela de las maquinaciones malsanas. A Dios
gracias y al señor General y a su masculinidad bien diferenciada, la honra
y tranquilidad retorna a nuestros hogares. Dicho está dicho que si el
General lo demandare, el Gremio de los Matarifes usará los propios
instrumentos de su faena y echará bofes afuera, como se dice, en la acción
directa que el General nos propicie. A un guiño suyo atravesaremos la
blanda línea que separa al merecido sosiego del sacrificio patriótico y
formaremos las escuadras de la Sociedad Restauradora, de cuya
presidencia honoraria deseamos veros investido para honor de nuestras
legiones dispuestas a la lid. Contad con nosotros para las rápidas
69
circunstancias, tened a nuestros ligeros brazos como vuestros, sólo os
queda mentar dónde está el enemigo y volveremos con él tal como lo
queráis. Contad con nosotros, Benemérito Magistrado, Héroe Pacificador,
Primer Obrero del Progreso Americano. Contad con nosotros te dicen el
Gremio de Matarifes y las Fuerzas Vivas que levantan ante ti la dócil
demanda de sus intereses afectados por el impuesto de puertos que grava
al tasajo, contraviene a la pacificación de la campaña y prejuicia los
prestigios internacionales de la República. Os postulamos que recaudado
ese impuesto del consumo de la ciudad, se hagan rentas que alienten las
exportaciones tradicionales que dan buen nombre de granero de Europa al
país. Calla mi voz no porque tan propicia ocasión cierre mis labios, sino
porque la comprensión que reveláis hace innecesario de más largo el
cuento. Asentimiento de cabeza por el General. Brindaron. Ellos: Por el
Héroe exterminador de anarquistas y trastornadores, por el Ilustre
Americano, por el Regenerador de la República. Él: Por la Patria, por la
Unión de todos los compatriotas. Pero, ellos no eran gente de irse sin
cerrar trato. Él se los estaba cerrando. En la paz, mis correligionarios, la
ganancia es la palanca del orden y el progreso como la gloria lo es en las
70
empresas de la guerra. La gloria ya está con nosotros. Digan lo que digan
los que sólo tienen por decir y nada en hacer, ustedes son la madre
nutricia de la historia. Qué hubieran sido las grandes naciones sin
hombres rápidos para los negocios, comprando a los apurados en vender y
vendiendo a los apurados en comprar. Mi gobierno accede a vuestras
demandas en el entendido de que juntos cimentaremos la decencia
familiar y el orden público en todo suceso de justicia que necesite de la
lealtad de vuestro brazo. Gracias.
Se había dado tiempo para otros recibos, homenajes y resoluciones. Del
negro gigantón que acaudilló operaciones de desmoralización y macheteo,
se ocupó prontamente. Me lo dan de alta del Ejército y le concedo patente
para atender taberna. El negro se fue con rencor y beneficio, con
manifiesta tendencia a acumular menos en las cuentas del beneficio, por
mucho que le fuera, que en las del rencor. Me lo vigilan. Recibió al
Sargento mayor del ala centro-izquierda del Ejército Revolucionario y
entrando éste ya le cambió el tuteo por saberle a qué venía. Me habrá
visto usted todos los meros días de nuestra larga amistad cara de feo pero
71
no de zonzo. Le haría falta a usted un poco de feo de la mía para
entenderse mejor con las cosas tal como van sucediendo y no así tanto
como las teníamos dichas. Yo no me he salido, General, de las cosas que
teníamos dichas. El amigo que todavía le estoy siendo, Sargento, quiere
que se asocie a ese entendimiento. Si fuera necesario entender algo más,
General, me estaría borrando de aquellas cosas que teníamos dichas.
Entregue, sargento, su pistola. Salió a presidio con recomendación que no
le dieran martirio, no le pusieran mano encima, ni bien y mal tratado, con
todo el tiempo que tenía por delante para que se le derroten las barbas y
los cabellos. Recibió al poeta nacional y de mala gana, de pie, apurándolo
le escuchó su vocecita gaseosa. Más súbito resuena con su hazaña / El
clarín del General y al momento / Queda abatida la soberbia saña / Del
monstruo altivo y su furor sin cuento / Huye bramando la feroz Discordia
/ Triunfa la Ley, renace la Concordia. Recibió a la Junta Patriótica de
Notables, convenida en Comisión Pacificadora Auxiliar del gobierno del
General, e hicieron sesión primera de acuerdo en recíproca profusión de
reconocimientos. Ellos: hay que retrogradar hasta los tiempos antiguos
para hallar análogos ejemplos, hombre providencial que Dios mismo hizo
72
surgir del seno mismo de las borrascas y las tempestades para aplacar
las iras y venir luego en bonacible calma a regir los destinos de la
República. Él: había llegado aquel tiempo fatal, en que se hace necesario
el influjo personal sobre las masas, para restablecer el orden, las
garantías y las mismas leyes desobedecidas. En los lances de la
revolución los partidos habrían de dar lugar a que los hombres de la
clase baja y de la campaña se sobrepusieran y causasen los mayores
males, porque saben ustedes las disposiciones que hay siempre en el que
no posee contra los ricos y superiores. Me parece, pues, muy importante
conseguir una influencia grande sobre esa gente para contenerla.
Recibió información sobre el cadáver mutilado y abandonado en la
carretera. Lo habían encontrado unos muchachitos que volvían, a mula, a
su escuela del campo, y juraban, gritando, que ése era su maestro. A
talerazos le habían torcido la sonrisa.
Hubo, ese día y los siguientes, en la ciudad, algunas claras confusiones.
Nadie llegó a desesperar. Se habían confundido los periodistas. Los de
servicio conservador habían procurado prolongar sus sistemas personales
73
de previsión recogiendo el mismo lenguaje de las proclamas como
propios suyos cuando el Ejército Revolucionario avanzaba y la moral de
la defensa no se coordinaba a exitoso enfrentamiento, y era, por supuesto,
cosa de muy saludable reacomodación progresista de sus partes mojar en
otros tinteros la misma pluma que, ahora, ahorita, no tendría donde mucho
mojar, ahora, ahorita, que los periodistas liberales se estaban pasando
nuevamente a conservadores.
74
8
Y me vino, señor Reed, el recuerdo de Juan.
O, sin querer darme cuenta, lo venía trayendo, silenciado. Ya no me lo
podría quitar. Como oyéndolo y conversándole en los cafés de la recova
de la plaza de Bolonia y en los patios de la Universidad, tan de pocas
palabras, cada palabra se hacía tiempo para nacer a su razonamiento, cada
palabra era él mismo en los trabajos que la reinventaba en su querer
pensar a las cosas de nuevo, que cada generación tiene derecho a
inventarles su significado a las palabras, que mucha vida se muere
reiterando las mismas palabras de viejo uso y agotadas, y las palabras
vaciadas o muertas no ayudan a ganarse el mundo y sólo entregan el
mundo acostumbrado, alistado, denominado, vulnerado, y nos borramos
75
de tanto repetirlas a medias en consabidos sentidos consagrados, nos
borramos la propia fábula, nos borramos los poderes de la iniciativa,
mediando sólo entre lo conocido y permitido conocer sin que de adentro
nos broten las palabras en las nuevas madrugadas de la historia, que es
favor natural de cada generación que invada al mundo con los
significados nuevos que les traen a las palabras, a los servicios de las
palabras, a la invención de las palabras para los nuevos servicios, en lugar
de las palabras domesticadas porque esto es así y no de otra manera, esto
es esto y no diverso y diferente, sometimiento a la tiranía de las viejas
palabras que viven de no morirse del todo y alterándonos con su muerte
pendiente esa nueva madrugada de la historia que somos nosotros, nuevos
por diferentes, diferentes por diversidad de significados que traemos y
que nos traen y no sabemos qué hacer con ellos sino encerrarlos en las
palabras viejas como si el tiempo fuera uno solo y mismo porque lo miden
los mismos relojes, que las palabras son, también, tiempo incorporado al
hombre para aventurarlo por sí mismo a no ser el mismo de hoy mañana,
a anticiparse anticipando la invención de las palabras, apurando los
nuevos significados en sus palabras recién amanecidas que se nos
76
entristecen por no saberlas en su universo deslimitado que nos propician,
al que nos empujan para quitarnos de los lugares transitados, para
hacernos camino más allá de las posadas que habitaron abuelos de pasos
contados, como si nuestro destino fuera el de la rememoración, el de la
nostalgia, el de trillarnos en los surcos ya abiertos y volvernos a las
grandes madres que sequen nuestro llanto y nos protejan de las alarmas,
difícil el oficio de hombre nuevo, costosas las expectativas y riesgosa la
misión de las nuevas palabras, y así nos confinamos nocturnos asustados
en la búsqueda de los tiempos perdidos cuando nos falta el coraje de
correrle a la intemperie sus alegrías, sus promesas, ya replegados sobre las
riberas tranquilas desde no se parte nunca, viendo alejarse a los pájaros y
el alboroto de los vientos.
Y reducíamos aquellas consideraciones, que se nos habían ordenado en
escalonados ritmos de proclama o sinfonía, al nivel festivo de la anécdota
provincial. Las incitaciones generacionistas declinaban a negaciones
ocasionales en el escrutinio de los periódicos que nos llegaban de lejos.
En ellos situábamos la muerte de la palabra en los lugares comunes de
77
nuestros periodistas, académicos, políticos, florilegistas, profesores de
retórica, chantapufis, ministros de educación y pregoneros de circo sin
sorpresa, violadores de las palabras cansadas. La solemnidad colonial los
identificaba en los énfasis prestados, sin error de turnos conocidos tan
livianos por dentro, de cáscaras reacomodadas por fuera para reiteraciones
de usos cualquiera la ocasión, pretexto o motivo mortuorio, celebratorio,
espectacular, condenatorio, exaltador, jurisprudenciero, obediente,
almacén de pluscuamperfectos, humillación de la palabra. El escrutinio
era fácil. A un lado, los lugares comunes que dejan de serlo cuando las
mismas palabras antiguas y recientes imaginan y dicen cosas distintas en
los usos de que les hace el pueblo, pocas palabras macizas de intenciones
cumpliendo la oportunidad de esas palabras, curso continuo de sangres
activas, recreadoras de significados, de leyendas, de anticipaciones. Eran
pocos, o ninguno, esos lugares comunes en los periódicos. Los periódicos
se llenan de los otros, los lugares comunes que reiteran y deshonran las
palabras y desabastecen sus oportunidades y son de uso de los letrados del
aburrimiento, de alistados en padrones de convenciones asustadas, de
pidepermisos, que nadie suponga que las cosas han dejado de ser como
78
han venido fácilmente consagradas y aún un poco más mansas y siempre
aceptables, entonces el lugar común como cáscara de lo que ellos se
prohiben, el lugar común para salir del paso y aprovecharse de su grande
variedad de disimulos.
Perdona, Juan. El timbre acaba de sonar en mi despacho. El General me
llama.
79
9
Tres sobrevivientes de la masacre del Batallón de Bachilleres se fueron a
la montaña, a ponerle banderas.
Nadie se dio en avisarse por dónde comenzaron a treparla, nadie le reparó
el rastro a los días del ascenso, siendo como era tiempo de festividad
pacificadora que tenía distraídos a los más dispuestos en meter nariz en
cosas ajenas y en dar el quién vive a lo habitual.
Tenía, entonces, aceptado para mí que la desesperación puede volverse a
júbilo y así explicarme a los aterrados en marcha hacia la montaña,
redimidos del desastre, rescatados al desafío que, todavía, les estaba
pendiente. Se habían ido, echando a andar otra vez a la esperanza, para
80
hacerse refugio amurallado, cuartel de sacrificio purificador, y aprestarse
al día de la resurrección, en que bajarían, fortificados de soledad,
comandando las columnas de pequeños dioses refundadores para ganar
las guerras demoradas. Alguna vez había ocurrido que legiones juveniles
le tomaran ese servicio a la montaña. Harían suya esa fábula, comenzaron
a hacerla con pies ligeros, aprendiéndose hombres enteros de una vez por
todas. Desde allá arriba verían al mar y le harían señales al mundo. Desde
allá volverían cantando los himnos de la purificación victoriosa, sabiendo
en sus sangres los cursos de la historia apresurada, alegres
reivindicadores, pero sin saber, hasta ahí, que la montaña continental es
áspera y recelosa para tienda o colmena de aguardo y preparación, tan
alejados del mundo que los rechazó, tan distante del mundo que les
guiaba sus sueños, solos del todo solos, creciéndoles las barbas como
abrojales, maltratados por las pesadas lloviznas, la lentitud de los días, las
nieves nocturnas que todo lo hacían blanco de sabana lunar al amanecer y
el sol no era recompensa, caía a sus ojos para fulminarlos, el sol castigo y
nada gratitud, el sol quemando nieve no deja el juego de los párpados y se
mete en los ojos picándolos con cuchillo de redondo filo que se queda
81
como un puntito de plomo ardiendo, el surumpi que le dicen los indios
andinos y sin saber corregirlo como los indios viejos, tan mocitos de
ciudad y libros, innundados de dolor clavado, sangrándoles fríos oscuros
y explotándoles pólvoras de sol como mismas cosas, ojos perforados,
párpados de fijo caídos, puñalada sin salida, quebrándose ya el calzado en
los declives peñascosos que no ven y la piel del talón a la rodilla
descascarándose en ollas de nieves hervidas y los vientos huelen a ceniza
helada y a ronda de aves busconas de tanta desgracia de difuntos a pie,
condenados, andándole la muerte de payasos aporreados, de gallinas
ciegas en corral ajeno, humillados de Dios humillador, desavenidos, sin
dónde el camino de morir o regresar, tres muertes solas sobre piernas
descordadas, desentendidas, martirizadas y porque así se regresaban
comenzó a saberse que se habían ido.
En los últimos declives, Dios misericordioso les acercó el burro de la
aldea, consagrado a la amistad del leproso. Se le prendieron como en
sueños de niños al Arcángel, las manos enloquecidas reconocieron la
humildad de su lomo, los pasos del pesado delirio se sosegaron para
acompañar el tranco paciente, reconciliador. El burro no equivocó la ruta
82
del estercolero, por donde llevaba a soledad sin ofensa al leproso cuando
lo insultaban los ascos de las beatas hacia primera misa. Por ahí mismo
encontraron al animal y a los tres inválidos rodando con sus gritos que de
no ver le gemían al cielo, que todo se les había hecho cielo en las
hirvientes pupilas destrozadas y el viento madrugador dándoles ahora
látigo encendido a la roña de las barbas y las llagas del frío llegándoles a
los hombros. Las beatas entonaron las cancioncitas alcanforadas que le
enseñaban a los nietos para rechazo del diablo, brujas y otras visiones
perversas, nada enteradas de los símbolos del burro y su misericordia,
encerradas en sus mantos.
Entrose al poblado el animal y sus tres compañías por la arcillosa calle
encharcada, la que evitaba el malhumor del mendigo a caballo hasta la
blasfemia, aldea de mierda habría de ser, y se daba galope desdeñoso por
limosna a otra parte. Sin verla, no dejaron, de seguro, en saberla aldea
vaciada, vacía, torre sin badajo, campanero paralítico, y de tumbada cruz
como en rogativa que al pobre nadie le escucha, cruz abandonada de
soberbias, en recogimiento, plegada sobre la sombra de la plazuela
desarbolada, mocha, de luz estéril y abolido el vuelo de las palomas;
83
secas, exprimidas las callejuelas y su silencio roedor, casas sin puertas
por no quedarles nada que guardar, mucho baúl vacío, poco o nada qué
decir de los oficios de la gente, oficio de huyentes en los niños tan pronto
se les desenredaban las ganas de ser muchachos y de mirar cómo se iban
era oficio de los viejos que se turnaban a la muerte en el único ataúd
comunal que los llevaba a cementerio y volvía a la custodia del sacristán
hasta el siguiente viaje en tanto no tapiara al cementerio la invasión de las
langostas que no tenían otra tierra de alimento en la vecindad, tierra sin
Dios ni diablo y de muertas que se quedaron cuando los indios de
labranza se escondieron en la sierra y no hubo manos de blancos que se
concordaran en los cultivos, dueños de nada comiéndose el moho de los
abolengos y el mismo nombre de la aldea a la que comenzaron a decirle
por alguna manera la del manicomio cuando unas carretas que sujetaban
gente de voz alzada dejaron el tumulto en el barracón trasero de la Iglesia,
desocupado de granos anuales que almacenaba, y no eran para dormirlas
las noches con los gritos y llantos del manicomio ni sobre almohada de
cuatro apellidos por otra parte en desuso como también el Don, la Doña,
la Misia y Su Merced Señor, todo el tiempo aldeano que fue enterrado en
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los aljibes secos de los patios de parras podridas y vientos tardíos que no
consentían navegar a los fantasmas. Dicen que sólo de diferente hubo una
niña que quiso llegarse al barracón para enseñarle a los locos el rezo o
rehabituarlos en él, pero en cuanto le leyeron la intención, así de
deshonrada, pronto la mandaron a la ciudad del distrito a enclaustrada de
por vida en convento de blancas sin alteraciones de sangre y virtud.
El vacío de la aldea debió entontarlos del todo a los ciegos más que si lo
hubieran visto en los muros roídos, en las ventanas desilusionadas, vacío
que se metía en todo, en la cabeza, en el estómago, en las ingles, sonaba
como guitarra llovida, pesaba como saco mojado, incineraba como el sol
en la montaña; no dejaba preguntar dónde estaríamos acá, acortaba todo,
rebanaba todo, todo desvaciado, la cabeza reventaba de vacío, el
estómago se retorcía de vacío, las ingles dolían pateadas por el vacío.
Apenas el burrito los hacía ciertos. Nos llevará a pesebre, quiso decir la
lengua fría de uno de ellos. O a Jerusalén, quiso la de otro. ¿No lleva a la
madre y su niño montados? Nosotros somos sus niños y él es nuestra
madre. Sigámoslo. Acaso recordara alguno de ellos, o era recuerdo para
los tres en confusión de tiempos muertos, que en grafías de intransigentes
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romanos representaban al Cristo crucificado con cabeza apacible de
burro, mirada de triste piedad. Le seguían el paso, deshechas las lonjas del
calzado, descalzos, encardados, sangre de rodilla abajo, pies de
suplicantes en desierto de piedra partida. He aquí que tu Rey vendrá
montado en un asno tan así pacífico, misericordioso, dulcificador.
Hacia detrás de la Iglesia. El sacristán y el mayordomo del manicomio les
abrieron las puertas.
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10
Me incomodaba entender. Si procuraba evitarlo, la incomodidad era la
misma. Debía incomodarme para darle razones a lo visto, por inesperado
y difícil de negar.
Hubiera querido conversarle mis incomodidades a Juan.
Me estaría diciendo que los vencidos son los que triunfan. Tal vez, es lo
que siempre haya ocurrido. Las restauraciones, no las revoluciones, son
los grandes puntos de referencia de la historia. Circula por ella un
determinante pecado de conformidad que a ella le llega desde disposición
presente en cada uno de nosotros. Queremos aconformarnos por
inconformidad con nosotros mismos, para negarnos. Siempre repudiamos
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algo, o mucho, de lo que somos. Los jefes victoriosos del populismo son
la mejor ilustración. A más disminuido origen más entorchados, estrellitas
y oro ante los retratistas que habrán de mostrarlos con aquello que se les
ha pegado y les esconde su naturaleza. Esos grabados no querrán que los
supongan que se han revolcado en campamento hambreado con las
rabonas, yendo al combate temblándoles los sudores en las barbas, las
puteadas en las bocas, encintados a lo indio bravo los cabellos, con
taparrabo por todo vestir, a lo más faja que hiciera más difícil el trabajo de
la lanza enemiga en abrirles la panza y enroscarles los intestinos. Pena
grande que el arte de los litógrafos no los retenga así. Pecado de vanidad,
pecado de conformidad. Los asean el día siguiente del triunfo,
rellenándoles la tranquila chaqueta con felicidad de entorchados. Ése, el
del retrato, era el que se aconformaban repudiando al que eran, admirando
al que no son. Y se les pegaban las rutinas del oligarca y se ensoberbecen
en jactarse de ellas con las prisas del recién venido, con los provechos del
recién aconformado. Los vencidos se lo estaban ganando, los vencidos le
imponían acatamiento, los vencidos lo domaban, prestándole sus jacqués,
sus Óperas, sus retratistas, el sillón principal del Club, la primera copa del
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champaña del brindis en la velada patriótica. Y ellos, bárbaros de la
guerra o campeones revoltosos del sufragio, hijos de las barriadas de los
mercados, de las aldeas pobres, motineros de guarnición provincial,
líderes de los mataderos, tiroteadores de atrios electorales, intransigentes
doctores suburbanos, se civilizaban copiándose conformistas,
restauradores, en disconformidad con el que venían siendo, copiándose
del enemigo admirado lo ajeno, como gente del tercer patio
aprovechándose, en cuanto el amo y los suyos se van de vacaciones a la
estancia, para correrse a las habitaciones del primer patio y darse fiesta,
vistiendo ropas de corte europeo, reponiendo hambres en vajilla de la
China, templando a sus mujeres en sábanas que retienen el perfume de la
amita blanca. Hasta que el amo y los suyos regresen de la hacienda.
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Reclinado, apausado, dueño de todo el tiempo, calmoso, calmosiento, no
se había quitado las cautelas de conspirador, esperando al enemigo que
por algún lado cuando menos pensado por si acaso habría de estar
viniendo, mirada de abrigo de quien sabe que aquello que premedita le
llegará a su justo y adecuado tiempo, prolijo de labios lentos, voz de
suave eficiencia, de brida corta y trotecito regular en campos húmedos.
Voz de postigos entornados, de exigentes condescendencias, de breve
persuasión apaciguadora, si usted me lo sabe entender se encargará de la
oficina recolectora del impuesto de las pequeñas y medianas chacras en
razón de los cuidados que puso usted en agitar la reforma agraria.
Voz sostenida y discreta. Cuando usted situó la horca a la puerta de su
respetable casa me pronuncié sobre que este señor dispone de aptitudes
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convenientes y lo quiero de ministro encargado de la hacienda pública.
Acepto, Señor General, con una condición de conveniencia oportuna.
Explíquese, señor ministro. Una revolución que no devalúa, Señor
General, se hace sospechosa. Cómo así. Felices, Señor General, los
tiempos en que había pocos ricos y entre los ricos sólo uno o dos grandes
millonarios, entonces la gente tenía buen conocimiento de hasta dónde le
alcanzaban los propios y ajenos merecimientos dependientes del trabajo y
la fortuna y vivía en sosiego y consolación dando la vereda y el Don a
quien realmente le correspondía, felices tiempos de los valores no
ofendidos y que usted habrá de restaurar. Cómo es eso. Devaluando,
Señor General. Ha circulado mucho dinero y ello ha lastimado el orden
social, zafando las jerarquías, confundiendo derechos legítimos y
apetencias desconsideradas. ¿Podríamos retirar ese dinero de esos usos
subversivos? Pues, quitémosle el valor y la riqueza volverá a nosotros
cuando tengan que pagar más la harina y el carbón importado y nos
paguen más a nosotros por el tasajo que exportamos. ¿Está claro, mi
general? La devaluación trata de reparar la dignidad del dinero y el
volverlo a su debido lugar, del que nunca debió haber salido para
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conservación de las honras y respetos. La falta de claridad que se me
apercibe, señor ministro, quiere preguntarle si no hay ocasión de otros
beneficios. Los beneficios del secreto del día y hora de la devaluación,
Señor General, que es secreto exclusivo suyo y mío. ¿Devaluamos, Señor
General? Métale, señor ministro, téngame al tanto.
Voz sumaria y sentenciosa. Por qué compadre. Por unas gallinitas que el
muchacho se llevó de un corralito de por ahí. Ahjá. Cuántos días,
compadre. Quince, general. ¿Quince? Sí, general. Ahjá, pues se les harán
treinta para que se le olvide de andarse en cercado ajeno, compadre. Voz
de varón así satisfecho y obsequioso. Que los transportes de ustedes a la
santa causa triunfante me motiva a que les reconozca calidad de
contrabandistas regulares. Voz de apegos prudenciales, precautorios.
Pues, pensándolo bien, las industrias hacen mal, desvergüenzan, disuelven
los respetos familiares concordando con los trastornadores que
reclamándolas no hacen sino deliberarse sobre la naturaleza de sus
propios beneficios, por qué habríamos de ser mecánicos si Dios nos
confortó para la honrosa felicidad de pastores y labradores, las industrias
dañan la moral, desaciertan las probadas razones antiguas, quitan el
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reposo y el juicio necesarios para la buena salud de los pueblos, además
son cosa de gente rubia, gringos del diablo, que ellos se ocupen de ellas,
que se pierdan con ellas del otro lado de Dios, nosotros pondremos
ordenada atención y respeto en los rendimientos de los ganados y las
mieses con preservación de la sanidad y las buenas costumbres de
nuestros dichosos paisanos, la República se favorece, compadre, en ser
una gran estancia y ojalá no deje de serlo nunca sin zafársele las leyes de
su tranquila adecuación y mesurado progreso, nada peor le fuera que la
desordenara el inapropiado progreso, cuando me manifiestan que alguien
habla mucho y pronto de progreso se me va la mano a la empuñadura de
la pistola.
Las puertas se abrían media hoja para dar paso a los elegidos, la otra
media a la defensiva avisando que la elección podría interrumpirse en
cualquier momento y llenarse los pasillos de jacqués de visita sin visita.
Pase Mesiú, el fotógrafo. El General en pleno uniforme, que por demorar
demasiado el encargado a los sastres de Viena se fue por con que vestirlo
a las vitrinas del Museo de la Patria y lo supo como doblado a su
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complacencia entre asociado y burlador de la historia. El General de
casaca bordada en oro con iguales entorchados y charretera, ancho
pantalón rojo, banda punzó de seda y repacejos de oro desde el hombro
derecho al costado izquierdo pendiente el espadín francés de oro, penacho
en reposo sobre el antebrazo, sonrisa de triunfador y sus serenas
imposiciones, foto de cuerpo entero de pie, serenas impaciencias, foto de
cuerpo entero sentado, serenas paternidades, los brazos del sillón son
garras de león dorado, detrás el dosel de terciopelo carmesí con nubes
romanas.
Pase la Junta Directiva del Club Social, uno a uno indica el protocolo, uno
a uno sin suspender los silencios de la alfombra, uno a uno sin equivocar
la media puerta, de perfil entrando, uno a uno diciendo su nombre y
apellido paterno y materno seguro subordinado de usted y de su
ilustrísimo gobierno, Señor General, a su servicio que es servir a los
prestigios consolidados de la Nación, uno a uno moviendo carillos de
repetición por lo bajo de las palabras del honorable presidente del Club
Social hemos venido obedientes al mandato de la historia patricia, hemos
venido, Excelentísimo Señor, el Club Social por iluminación de los
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miembros presentes os concede grado honorario de presidente eminente
y vitalicio. Cómo así. Tradicionalistas y modernistas, Excelentísimo
Señor General, se han acordado en el Club para recibiros por artífice que
sois de la armonía social, determinando mudar la marca tradicional para
unirla a la incitación moderna que vos figuráis. Cómo es así. El Club se
llamará desde vuestro ingreso Club del Orden Social. Ahjá, está bien,
ahjá.
Pase el director de La Gaceta Liberal. ¿Es que habría de serle necesario
que fuera yo quien le asevere los varios usos de las palabras? No se
recrimine y téngala por innecesaria su aspiración de cortarle la cola liberal
a su Gaceta. No le tengo fobia a las palabras. Necio de toda plenipotencia
de necedad quien se distrae en dejarse molestar por las palabras. No he de
ser yo un incurrente en tales desaciertos. Las palabras pueden servir para
cualquier cometido.
Pase el Arzobispo. Asuntos de la fe no le habían distraído demasiado al
General, sin dejarse llevar al error de que no habrían de interesarle a las
gentes para aliño de la conformidad del alma. Que ni supiera el número de
las cuencas del rosario, y creo que ciertamente no era de su interés
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saberlo, y no por necesario que se las reza sin contarlas, que con la
cuenta se perdería claramente los valores totales de la devoción, que no lo
supiera, digo, no era ocurrencia de pública impiedad porque se apresuró a
ley nacional que impuso rosario diario en las escuelas y misa de domingo,
con certificado de asistencia, al personal de la administración del
gobierno bajo pena de no volver a sus escritorios el lunes sin haber dado
cumplido. Lo que no disimulaba las presunciones del señor Arzobispo,
quien a medio tono de pensar con discreción se reservaba el juicio de que
el converso siempre da más de lo que se le pide y que propio de él era
excederse, como si gozara en desollarse para que lo rellenen con los
sucesos y consideraciones que gratifican a los arrepentidos. En públicas
plegarias, hubiera querido el General doble comunión ostentosa, y en
festividades de la Iglesia ningún extremo de cumplimentación le era
suficiente para disponer a las instituciones del Estado, de lo que dio
testimonio la crónica: En la procesión de Corpus Christi, los batallones
de la Guardia Nacional formaban calle para que pasara la comitiva; y el
abanderado de cada uno de ellos tendía en el suelo el pabellón de la
patria, a fin de que sobre él avanzara el sacerdote que llevaba la hostia
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consagrada. Lo que inclinaba al señor Arzobispo por entender que se
obtiene mucho, mucho más de un converso reciente que de un creyente
antiguo. El acuerdo de las almas, señor Arzobispo, es asunto por igual del
gobierno de los hombres y del gobierno de Dios, yo, encargado del
primero, me reverencio ante el segundo por motivaciones de sumiso amor
y beneficios de la República, provincia de obediencia, almáciga de paz. El
pueblo se infortunaría discurriendo entre opiniones que se presumen
principios que están lejos de su entender y que no hacen sino llamar a los
malévolos desequilibrios, con que se desgracia el edificio social inspirado
en las diligencias de la religión. Se me hace, desde mis acomodos, señor
Arzobispo, Eminencia, que nuestra religión es sabiduría de simétricas
proporciones. Malvada sociedad, Eminencia, la que cae en ilusiones y
herejías importadas. No soy tan ni poco avisado para no saber que esto
viene en libros que son desgracia para todo el universo y mucho más para
este país que recién se remedia en la gracia de Dios por imposición de mi
espada, llegándole con ella el tiempo de levantar en nuestra ciudad las
murallas de la Cuarta Roma. ¿No lo cree así, Eminencia? Pero caeríamos
también nosotros en voluble orfandad, si no nos alcanzaran las
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conveniencias de la realidad. De esto me apremio en hablarle,
Eminencia. No quiero ángeles, por favor, Eminencia, nada de ángeles en
la tierra. Sería un mundo peligroso, anarquizado, ensoberbecido, un
mundo de no entender y no gobernar. En la tierra sólo hombrecitos,
Eminencia. Y que pequen, que pequen, pero no tanto, y esto está entre mis
entendidos sobre saber a las gentes. Un pequeño pecado las remite a
remordimiento y del remordimiento se beneficia el orden. Con
arrepentidos puede haber contrato, sin razón para perseguirlos y sí para
asociarlos, dándoles un aprovechado merecimiento a sus necesidades de
disculpa. No hay orden más seguro que aquél que se sirve de los temores
de los arrepentidos, de los pequeños pecadores que traman pecado y
arrepentimiento como hábito que les gana nuestra tolerancia y
compromete su sumisión. Los pequeños pecadores culposos son sus
mejores devotos, Eminencia, son mis mejores paisanos. De ellos nos
vendrá consentimiento y fidelidad. Se dejan gobernar sin hesitación ni
queja. Son, se lo he dicho, los amigos perfectos del orden, son la
necesidad del orden. Pero que nunca se les agranden los pecados, porque
con el grandor se les zafa las culpas y se trepan a la soberbia, y el
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soberbio arrebatado por sus culpas se desopina sin salvación. Ahí el
enemigo, Eminencia, el pecador que se corre a la otra vereda, el pecador
ufano, el disidente, nuestro enemigo irreparable, el enemigo. No dejaré de
decírselo. Duro con él, Eminencia. Y los hay varios y variados entre su
propia tropa con grado de tenientes de parroquia y entre barbilampiños
seminaristas, según los esmeros que puso la Seguridad Especial en
averiguarlo últimamente. Horrorosas herejías de sotana por dentro y para
abajo, salpicadas por la blanca miel que trabajan las abejas del deseo
concupiscente en colmenas que por voto expreso debieran permanecer
sosegadas, indisimulada cachondez de sermoneadores de Su Santidad que
desde las ventajas del púlpito desorientan a los pecadores. Desfachatez,
Eminencia, de tanto frailecito como se lo sabe ver ahora desasistiendo a la
Iglesia con sus enredos y malos auxilios en los caseríos marginales,
hablándoles a las gentes para perturbarles sus tranquilas vidas y hacerlas
ansiosas de no sé qué cosas que ya reclaman con bronca, convirtiéndolas
en enemigas del orden que quiso Dios y del cual usted y yo somos
garantes. Eminencia, Eminencia, ya no son los señores curas de los
tiempos míos y los suyos, que ahora rápido desarreglan las
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correspondientes inocencias, alteran la debida mansedumbre y se
atreverían en hacer esposas a sus queridas si los dejaran avanzar un poco
más en sus peligros. Debilidades programadas por el diablo, Eminencia.
Antisociales, Eminencia. No los quisiera ver envueltos en alegaciones
denostativas porque, entonces, Eminencia, yo me tomo su autoridad y
méritamente ejerzo la mía y me encargo de ellos para prudenciarles el
peso de la buena ley y devolverlos al camino del que se están carajinando,
con su permiso, claro está, pero con mi decisión, Eminencia. Si no se
regresan pronto al camino, quitarlos, pues, de todos los caminos, que no
hay peores enemigos que aquéllos que por naturaleza y mandato están
conformados para ser los mejores amigos. Eso huele fuerte a gadejos y a
traición, y de la traición algo sé yo como ha de ser premiada. Y no le digo
más ya que sus silencios me lo entienden.
Le digo buenas tardes, Eminencia.
El anciano Arzobispo se volvía con su propia confusión, echaría su lento
rosario de mortificaciones y antes de recibir la noche se mojaría un buen
rato en la alberca de la casa de su hermana, vecina a la suya, para
asegurarle a su cuerpo la tranquilidad del sueño, padre de la fe.
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El General gobernaba con los que se habían quedado en casa, gente
tranquila para adecuados usos, ninguna altanería de los de la campaña,
que mejor era perderlos a cambio de estos otros, gente de deseos medidos,
discretos, sin pendencia pendiente ni sobras de beligerancias, gente de
entendimiento y razonables cautelas. Figúrese, usted, qué sería gobernar
con todos los reclutados a la hora de los alborotos, pues desconcertarían
jerarquías, desamorados de la ley, cuestionadores, que esto no es así y
vaya a saber cómo lo quieren, como si el gobierno fuera seguir
mandándole al enemigo en su propio campo, partidas de irregulares que lo
confundan y le desquicien su suerte y propósitos. Los buenos para eso son
malos para esto otro y no han de volver a darse esas preferencias de
destemplados sargentos menores. A los tenientes mestizos, a cada uno por
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igual, los recelaba y forzándolos a escrúpulos de honor entre ellos hasta
reglamentarles el duelo por quítame cualquier cosa, los mantenía activos
en mutuas disputas, con lo que les indisponía tentativa alguna de unión y
les ocupaba sus energías para que no se les volvieran contra él. En los
altos rangos se le exageraban los cuidados para que cada regimiento
tuviera por jefe a quien no le cabían fáciles alianzas con el otro jefe,
empleando en esta disociación antecedentes de querellas regionales, como
si a los lanceros los coroneleara un llanero, que por otra parte era justo y
apropiado en aptitudes de entereza, a la artillería le correspondía, por
requerimientos de malicia, mando de serrano, a tales fines que los odios
que uno y otro traían de sus aldeas no se borraran en perjuicio de la
jefatura general, más segura cuando las inmediatas subordinadas tenían
por único concierto servirle y no entenderse entre ellas. La autoridad se
hace de estas previsiones, o no se hace autoridad. El orden es la
concordancia de algunos desórdenes necesarios que lo distienden y de
algunos otros igualmente necesarios que lo apremian. Los concursos de la
anarquía son disposiciones para el orden. El orden es la regulación, desde
arriba, de la anarquía y sería error desfavorable su entera represión que al
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cabo de ella, sin controlado desorden por dentro y abajo, se debilitaría en
todo la autoridad. En un orden perfecto desaparecería la autoridad y esto
no lo aprendí de Prohdhones, sino de los entendimientos del General: el
trastorno ha de ser regulado, negándole preeminencia a los trastornadores,
ahogándolos en sus propios trastornos, regulándolos. Eso es apaciguar
codicias militares y querellas de regiones, aplicándolas como beneficios
de seguridad y dominación. En el gobierno, a su lado, tropa de servicio
manso, agradecida. Nunca un amigo es buen agradecedor. No hay
enemigo peor que el amigo que sólo se supone beneficiado en la mitad de
lo que estimó merecer, pues fatigará su resentimiento por la otra mitad
que no se le ha reconocido. Para los amigos, guiños de amistad. Para los
enemigos, los puestos del gobierno, que lo sabrán agradecer. Al amigo se
lo tiene en espera ilusionada. La espera lo conserva. Al enemigo se lo
gana cuanto antes. Esto es de utilidad en el Estado para el ordenamiento
de las pasiones públicas y privadas. Y si es posible, cómo no lo habría de
ser, que en planos ostentosos de la administración figuren apellidos
tradicionales así no agreguen aciertos, que ellos lucirán como prendedor
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alhajado en pechera de nuevos ricos, y esto es bueno para estimación de
los acostumbrados respetos sociales.
Con la misma prisa que estos discretos razonamientos tenían diligente
aplicación en las políticas de administración del General, en el extremo
norte de la ciudad, sobre las lomas mejor protegidas para observar el río y
su tráfico mercantil, se levantaban los muros del nuevo barrio residencial
de los proveedores mayores y variados vivanderos de la campaña, tan
pronto la Intendencia de Guerra reconoció las cuentas presentadas por los
que abastecieron a uno y otro Ejército, con las debidas compensas y los
intereses incorporados. Se agregaron al barrio en formación el jefe de
partida revolucionaria o represora que se quedara con la caja de caudales
municipales de la población liberada o de la población defendida, el
amigo del Intendente de Guerra que intermedió en apurar la justicia de los
pagos, el consignatario que vendió a uno y otro lado caballos para las
operaciones ligeras y mulas de diligentes abastecimientos, el oficial de
despacho administrativo que demoró hasta el momento la paga de los
soldados, dándolos de alta por muertos, desaparecidos o extraviados en
borracheras o parrandas si las circunstancias se le hacían dudas. No es
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memoria completa la que me ayuda, pero agregue usted lo que su
imaginación le adecue y así compuesto el barrio le dará el catastro de la
nueva burguesía posrevolucionaria. La construcción fue rápida. En un
abrir y cerrar expedientes en el Departamento de Obras Públicas instalose
el puerto nuevo, junto a los lodazales pedregosos en que terminaba la
inclinación de la barranca. El puerto hizo de aliado activo de las prisas,
pues a partir de su habilitación fue plazo de meses el que llevó la
composición del barrio con los materiales que llegaban desde las Europas
y que maestros y artesanos que por ahí mismo acababan de llegar
almenaron con las artes de un rompecabezas en tamaño neoclásico sobre
parquecitos franceses, con fuentes italianas de angelitos meadores y rejas
de hierro de fundición inglesa alternadas con parrales prusianos que
inscribían el monograma de los dueños del petit cható.
Paseo de la ciudad en los domingos del pobre era ver esas casas que se
construían para los ricos, hasta que terminadas negó el paso el regimiento
de serenos y se tendieron vigilantes acostados, montículos de acera a
acera para imponer a los vehículos el paso de hombre y contraasegurar el
barrio y sus habitantes de la velocidad que puede ser cómplice de
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atentados anarquistas. El General había precaucionado avenidas anchas y
despejadas para que los cosacos les chinguen la ocurrencia de levantar
barricadas en las esquinas, como es de moda en Europa. Cuatro meses. El
quinto era tiempo de los decoradores de interiores, tan previstamente
importados como elefantes cerámicos de la India, columnas de mármoles
mediterráneos, estufas de Liverpool, gobelinos con comparsas de pajes,
caza mayor o atardecer en el Lago de Como, alfombras con certificado de
haber servido a la familia imperial persa, juego de sala que no le llegó a
tiempo a Maximiliano, un vitró afamado por los robos en la Catedral de
Chester y que determinó desarmonías y disputas su codiciada posesión
local. También trajeron un cuadro de gallinas degolladas, o algo parecido
en esa índole, que ocasionó dudas de desinterés o resistencia por parte de
compradores, hasta que oyeron: Ma, messieurs, madames, cet la obra plus
important del gran pintor del proximó sigló. Aujour vale diez, demain
valdrá mil. Si es así, es otra cosa. Fue al comedor del matrimonio que
ustedes van a conocer enseguida.
Pasen ustedes. Pasos de súplica reiteró el matrimonio en la sala de
edecanes. Como a tranquitos, disculpándose, avanzó él al despacho y ella
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un tanto menos juiciosa y como inciándose a zafada, aprovechándose de
recuerdos tan compartidos como la misma prudencia de olvidarlos. El
General facilitó. Nos conocemos. No había otra respuesta. Nos
conocemos, Señor General. Se conocían y me corro atrás en el cuento,
señor Reed, para traer a la pareja trashumante que llevaba tiempo de dejar
de serlo. A él se le descolgaban de los ojos, con la rapidez en uso entre los
trapecistas, dos linternas busconas. Los oficios anteriores también se
mostraban en ella: rostro de luna amarilla le habían perpetuado los afeites
baratos y el busto ya lerdo no resignaba la impaciencia con que había
tremolado en espectáculo de ecuyere. Las dos linternas masculinas
encontraron qué hacer al disolverse el circo en la ciudad austral de las
arenas, punta desevangelizada y de transbordos de ninguna honra y ahí
llamó al espectáculo, sobre el mantel de zinc del mostrador de las tabernas
portuarias, de las últimas habilidades de la mujer que, manchada de años
feos por haber mucho trajinado los lindos, sólo sabían la facilidad de la
pirueta. A ella se le caían los ánimos menos que a él. Él: en este borde del
mundo terminaremos. Ella: soy mujer de correrme a la proa todavía. Un
oso blanco al que pronto enloquecieron los vientos del canal, un par de
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panderetas a las que la humedad ribereña le desbarató los ruidos y más
otras variedades del instrumental liviano del abandonado oficio, le
sirvieron a echar suerte entre cambios y permutas con marineros aburridos
y obreros otro tanto de las estancias ovejeras, dispuestos a recibir los
pretextos que les alterara la soledad de tantos hombres solos y única
mujer europea que sonriera en diversidad de maneras a tan respetable
público final. Acumularon patacones, morocotas, onzas y suficientes
libras esterlinas con que hacer de pulperos, se les amatronó el torso
vespertino a la dama y cerró chaleco de dobles fondos el caballero para
tiempo de usufructos que, desde el mostrador, lo variarían a otros
menesteres que comenzaron por compra de orejas de indios australes a los
paisanos de remington, cincuenta centavos la pieza que vendían a precio
cómplice a los terratenientes sureños, concurriendo a consolidar la paz en
la región de las ovejas. Casi inmediatamente fue el viaje mensual del
pulpero a las fronteras provinciales, desde donde se llegaba con las obras
del hurto a la imagen de las recompensas de la Virgen del Valle. Más
tarde, pero no mucho más tarde, sin borrarse todavía de pulpero fuerte y
prestamista, instaláronse en explotación ovejera por liquidación de
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acreedores, a la que se agregó favor del juez llegado de la capital y que
alojaron en sus propios dormitorios reduciéndose ellos a los fondos, y fue
cuando pusieron nuevo precio a las orejas de indios ladrones,
rompealambrados, salteadores, sin vergüenza, sin religión ni nada.
Seguro acierto los ha traído, amigos. Hemos aprendido a no errar los
pasos, Señor General. Provechosos empeños mis amigos. Me
aprovecharía de ellos para manifestarlos como ejemplo: aquí tiene
clarificado que en este país no trabaja el que no quiere y no se hace rico el
que no trabaja, que eso que dicen de cuestiones sociales no es para estas
tierras. ¿Por qué vendrían los demagogos a invertir ideas exóticas en
sociedades que recién se descascaran y no rechazan a los voluntariosos y
emprendidos? Persuadido estoy de los peligros de esas ideas y les tengo
dispuestas mis resoluciones. Nada más adecuado a la coligación de
propósitos de mi gobierno que excitar los intereses bien aprovechados.
Pero ya les va demasiada charla, mi compadre y su dignísima esposa. ¿A
qué vinieron? Primero, pelucas. Cómo es eso. Ella entró a proponer. La
operación, sencilla. Había materia prima a disponibilidad: las crenchas de
las chinas de las reducciones, podándolas de tiempo en tiempo,
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aseguraban la prosperidad de la industria. Ahjá, no está mal. Segundo:
caucho. Propuso él. La guerra entre los imperios europeos no lo dejaba
llegar y la demanda interna no dejaba de crecer. Cincuenta mil pesos
fuertes del Tesoro Nacional para alentar la nueva industria. Ahjá, no está
mal. Se fueron con orden para el administrador de las reducciones. Las
indias serían llevadas, por tandas, una vez al mes detrás de las cercas del
Cementerio y esquiladas como obedientes ovejas. Se fueron con orden
para el cajero mayor del Tesoro Nacional: cincuenta mil. Él descargó
sobre el papelito de la orden su mirada de linterna. Le exigió a su
escribiente. ¿Te decides a imitar los trazos del General? Años me he
pasado ensayando firmas ajenas a la espera de una oportunidad. ¿Cuánto
vale tu silencio? Por parte, mi silencio ya es suyo, en todo caso cuánto
vale mi vida, pues no se me asegura que su conciencia floja no me
descuente después. No es para tanto, sólo un cero, un cero bien dibujado
aquí al lado de estos otro cuatro. No hay problema. Se hicieron quinientos
mil. Se decirle que el General se avisó cuando los excedidos beneficios le
excedían la parte que él se había previsto. Se decirle que no mucho
después, traído por el Club del Orden Social discurrió el filósofo de la
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libre empresa sobre El Hombre es bueno y el Estado es malo, y que el
socio del General fue orador de presentación con discurso que yo debí
escribirle y del que sólo recuerdo la frase que leyó con entusiasmo:
Esperamos de ti, señor de las ciencias positivas, que razones las reglas de
honor con que la iniciativa individual y la libre empresa abren el camino a
las nuevas clases industriales, hijas de su propio tesón y esfuerzo.
En el petit cható que el matrimonio conocido terminaba de construir,
sobraban espejos de Francia. El propietario les alistó inmediato destino
para la mejor eficiencia de otra propiedad, de arriendo, que lo
compensaba con satisfactorias rentas. Era la vieja residencia de señores,
conocida por Las Brisas del Paraíso, restada que le fuera de sus jardines y
encerrada por recientes edificios comerciales, como recluida para mejor
desapercibida y encubierta a favorables disimulos en calle cortada entre
dos avenidas de tráfico ligero, fáciles de situar si se aludía al Convento de
la Compañía apenas a una cuadra, y que, sin nada proponérselos, servía de
inevitable orientación a los pasos de los pecadores del atardecer que
pedían asilo en la residencia, mudada de oficio sin necesidad de cambiar
111
de nombre. Discreta disciplina de disimulos los recibía. Su dueña tenía
impuesto beneficios de juramento de logia, de tal modo que si un suegro
se daba de caras con su yerno, o tan igualmente lo contrario, la rigurosa
neutralidad del territorio los consideraba no vistos. El acuerdo no sólo
cerraba bocas, sino que, incluso, hacía buenas y oportunas amistades sin
demasiadas palabras para que por nada llegara a trascender el motivo y el
lugar en que habían pactado. Podría maliciarse que el orden que el
General instalaba en el país tenía ahí su correcta representación, y vaya,
como de paso, por las impresiones que tengo recibidas, que esas casas son
modelo de ordenamiento, ningún alboroto, toda reserva y circunspección,
tan bien dirigidas como pequeñas y eficientes repúblicas portuarias.
Cuando para juzgar una batahola cualquiera se dice eso es un quilombo,
se me viene a los ánimos, pero no al atrevimiento, desmentirlo y aclararlo.
La que le digo era casa de tanta paz universal como de extremos
regocijos. Adversarios en cuestiones profanas limaban la habitual acritud
de sus rostros al reconocerse próximos en los salones festivos, o
hermanados desde el zaguán de entrada que los sorbía por igual. No pocas
riñas de comercio y política, o de ambos orígenes a la vez, asentían en
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suspenderse, acompañando al acuerdo con cargado pisco o cañas
lugareñas, distendiendo el tono amable con que aprovecha a los espíritus
belicosos los sosiegos que se obtienen en la educada carne de la
mancebía. La casa cumplimentaba su función social en el sistema
organizado por el General y no era inadecuado que quienes brindaban por
secreta reconciliación lo hicieron con respeto y adhesión al pacificador
que el país, a Dios gracias ahora, nunca había tenido antes. Para lances de
honor y propuestos a muerte, que ya se tenía preparado campo de espadas
a toda punta, los padrinos conseguían en la extraterritoriedad de Las
Brisas del Paraíso el mejor derivado de mutua reparación y ningún
resentimiento como para que los desafiados se recobraran honorablemente
de sus agravios y recibieran festejo y concluyeran aquí no ha pasado nada,
identificándose en el estreno de mercadería recién importada de Marsella,
no sin antes y después correr entre el brindis coro de padrinos y asociados
que libraban augurios sin cuento por el progreso del país y la concurrencia
de los mejores ciudadanos a la obra de restauración de las viejas virtudes
que reinauguraba el General.
113
Misión de orden y entendimiento. La casa mereció la visita del principal.
Se le abrieron de par en par las vidriadas puertas de cancel, que era lugar
desde donde un ex-comisario de policía, fracasado de guarda-espalda,
discernía los prestigios sociales de los aspirantes antes de consentirle la
entrada. Y se cerraron con orden de terminante clausura mientras
permaneciera la excepcional visita. Palmeó sus manos el General y
apareció tropel de mancebas, con pasitos de obediencia correspondientes
a los prestigios de la visitación, pasitos que eran saltitos que agitaban
sueltas polleras a bajo vuelo de palomas en el medio día de la plaza
cuando la ternura de un vecino les lleva las sobras de pan. Se le
arrodillaron. No tan educadas, no tan educadas. Menos afectación y más
espontáneas condescendencias, señoritas. Las señoritas lo acataron y
procedieron a los halagos de la profesión, tributándole escenas de pintura
primitiva, cuyas variaciones en lugar de bosque prediluvial tenía
decoraciones de espejos franceses, multiplicadores de senos y piernas, en
acuerdo a que la mejor fuente del orden es la abundancia. Aprobó y se
fue. Las campanas de la Compañía siguieron repicando sobre el orden
interior de la casa, acaso desquite de su fundidor indígena que depositó en
114
el badajo los restos de sus sobresaltos paganos, venganza de viejas
religiones abatidas. Las campanas instruían los rigurosos horarios de la
mancebía y su clientela, como si el tiempo y sus turnos de gracia terrena
fueran regulados desde las alturas.
115
13
Me dicta las intenciones y yo pongo la letra. Las palabras, Juan, dicen
menos de lo que podrían aludir, de lo que podrían iniciar. Las palabras
más fáciles que llenas. Discurso para la apertura de las sesiones de la Sala,
memorias ministeriales, comunicaciones amigas a los gobiernos
extranjeros, editoriales y necrológicas para La Gaceta Liberal, ordenación
y comentario en dos idiomas para los Anales Americanos, fundamentos
doctrinarios para expropiar tierras al sospechado reincidente o para pasar
a propiedad del General tierras sin dueño aparentemente conocido o
desapareciendo, correspondencia privada sobre asuntos públicos. Las
palabras deshuesadas, acorraladas, amarradas a un solo servicio. Las
palabras saqueadas por complacencias del despacho regular en acuerdo a
sus intenciones dictadas. El voluntario-secretario-boletinero, que le fui en
116
el Ejército Revolucionario, era entonces uno solo y entero. En el Ejército
no era mucha mi presencia, la de mis papeles, tinteros e imprenta, pero le
puse vanguardia de opiniones, juicios y por qués a los propósitos de la
campaña, le puse motivos a la acción, le puse letra a mis ilusiones.
Después, dejé de ser el uno entero y ya soy el funcionario de la
obediencia del General doblado en el que quisiera seguir siendo el mismo,
pero suspendido, en espera sin previsto ni alentado término. El que quiere
seguir siendo es mi provincia silenciosa, silenciada. El que saben de mi es
esta colonia útil del General, que sólo se puede permitir, sin que lo sepan,
la renuncia a escribir De la autoridad manifiesta a los sentidos
espirituales del gobierno justo, el ensayo que le tenía pensado a mi
Príncipe cuando abrió las marchas del Ejército Revolucionario. Del que
nada reparan es del que apenas puede sostenerse, en esta dignidad de
resistir a los lugares comunes más consagrados y tan imprescindibles a la
prosa oficial, y esto es satisfacción que me doy en reemplazo de otras
muchas prohibidas y en recurso de mi profanada vocación a
diferenciarme. El General suele mirarme como mira el que se larga a
caballo a aquel otro que se queda cuidando su jardín. Pero, no puedo
117
creerme propietario de mi jardín. El General, como todos los hombres
que se llenan de autoridad, no ocultaba sus irrespetos. Acaban de
informarle que el secretario del comisionado municipal no sabe ni leer ni
escribir. El comisionado, ¿lo sabe? Si, señor. Entonces pongan al
comisionado de secretario y a este otro me lo hacen comisionado.
118
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Siempre llegó el General a donde iba, o así parecía, llegando pronto, a la
hora que le preveían sus recaudos, sus relojes. Y se ufanaba. Ve, usted,
licenciado, esa enredadera trepada al muro y cubriéndolo por todos los
lados. El muro es este país y yo la enredadera. ¿Quién la quitaría? El
muro y la enredadera son una misma cosa. La enredadera se le ha
prendido al muro como un ciempiés que en la noche se le ha subido a la
piel de un niño enfermo. Se le queda. La noche suele ser más larga que el
día. La enredadera tiene más vida de noche que de día. Es cuando se carga
de humedad para seguir prendiéndosele al muro y retenerlo hecho su
prisionero. Déjeme volver a preguntarle. ¿Quién la quitaría? ¿Usted cree
que con un discurso en la Universidad? Figúrese a la Universidad en
aquel extremo de la enredadera. Todo el resto es el todo. Se necesitarían
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ejércitos de hormigas muy afanosas a un mismo tiempo. Pero, usted,
sabe que es fácil aplastarlas, un pie acá, otro pie allá, o si quiere les pone
los polvitos venenosos que en la Conchinchina usan los gringos y me
facilitarían para el caso. De seguro que me apelarían El Cadejo por
aparecérmeles en cualquier lado, por saberme estar en todas partes. Y se
quedaba mirando la enorme enredadera nocturna del patio exterior del
viejo Fuerte, mirándola se repasaba el bigote prusiano que se había
diligenciado, llegándole las guías altaneras hasta donde se hacían paso las
luces de sus ojos atigrados, pacientes, sin demora, precavidos, sin
alarmas.
El General deseaba ser temido sin ser odiado. La administración del terror
era la más difícil de sus administraciones. El terror no espanta cuando se
hace costumbre y rinde mejor eficiencia en tanto un castigo por grande y
oportuno multiplica efectos como no los generalizados castigos más o
menos permanentes. El terror gasta sus poderes en su habitualidad y se
desconsidera cuando hiere a todos. Mejor que todos se sientan alcanzados
no por heridos en su propia persona, ya que les impresiona más un grande
ejemplo sin olvido, en el cual hayan podido tomar todos los avisos e
120
incluso colaborar. El ideal de terror bien administrado es un único y
pomposo fusilamiento en la Plaza Mayor, plataforma de lienzos
enlutados, palco alfombrado para las jerarquías por orden de
representación e intereses, parada militar, bandas de música, invitados
especiales, batallón de religiosos cantando salmos, balcones confortados
de damas, espontáneos coros populares, bomberos paseando antorchas,
campanas a vuelo redoblando a arrepentimiento, tiradores de gala,
inmediata y solemne decapitación, cabeza del ajusticiado en picas alzadas
de plaza a plaza entre fuegos aceitosos que la acabarán en lenta ceniza
oscura y cuidadosa crónica en La Gaceta Liberal. Lo que se llama un
fusilamiento histórico. Será de efectos participantes más generales y
perpetuos, dando que hablar más que cincuenta ejecuciones nocturnas en
la barranca del río y otras tantas detrás de las tapias del Cementerio o en
el patio de guardia del cuartel. Las gentes se asocian a la obediencia
cuando participan en la solemnidad de un fusilamiento ejemplificador. El
terror que se muestra por acá y por allá a cualquier hora no aporta
sustentación tan sólida y, en cambio, desordena como los siniestros de la
naturaleza, sin cuidado de elección. El terror sin prolijidades no fabrica
121
orden y desanda lo hasta ahí impuesto, no se fija en miedos y se disuelve
en odios, que no son de conveniencia institucional ni de mi particular
preferencia por lo que llevó aprendido como por lo que llevo
acondicionado. Administrar el terror, licenciado, es administrar los
miedos, que al terror se lo vea a prudencial distancia, ni demasiado lejos,
ni demasiado cerca, ni vecino a diario ni alejado para siempre, que es la
forma de alimentar permanentemente los útiles miedos, base de las
instituciones juiciosamente instaladas y de los felices consentimientos a
que ellas comprometen. No se hace ejemplo con enemigo, sino con amigo
retobado antes de que se nos escape del todo de las manos. Los enemigos
tendrán siempre la variación de amistársenos. El amigo que se disiente,
no. Él es el enemigo. Si lo fusilo tendré averiguado cuál es la salud de la
amistad entre los otros amigos y se da razón de que la condena del
disidente sirve para compactar al grupo de amigos en los servicios de la
más empeñosa lealtad. Si la Iglesia no hubiera quemado a sus disidentes,
hubiera sido una Iglesia débil para atraer y abrazar al enemigo tentado en
incorporársele. Ese enemigo y aquel disidente habrían arriesgado, en
algún año cualquiera, los poderes de ella. Lo perfecto sería, licenciado,
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que otros hayan aportado el terror y que uno llegue a la hora beneficiosa
de los miedos. Esos son favores de la tradición. Pero, no es mi caso, a los
hombres como yo, que venimos de donde venimos, los hombres como yo,
cuyos padres se mueren sin que lo lloren en La Gaceta Liberal y a quienes
nada se les hace de antemano, tienen que hacerlo todo al momento, con
sus propias manos, ensuciándoselas, sin dejar pasar el momento, sin
equivocarse una sola vez.
Esa noche, apresuré la cena para irme a los libros. Mi edición de
Machiavelli estaba a la vista, porque las recomendaciones para el Príncipe
son, en verdad, para su secretario, para los secretarios. A favor de toda
suerte de subrayados y llamadas para su fácil uso, encontré lo que
buscaba: Las crueldades bien realizadas son las cometidas de una sola vez
al comienzo del reinado, a fin de asegurar al nuevo príncipe.
El General, viniendo de donde venía, algo lo tenía sabido. Al día
siguiente, a los siguientes, me distinguía en demorarse comentador. Por
qué conmigo, en quien no podía figurarse su aprendiz de mando y menos
aceptarme en sociedad de igual. Precisamente, por eso, se le echaban a
andar sus reflexiones como delante de un espejo que no se queda con
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nada y se lo devuelve todo a quien se mira. Conversándome, se
conversaba. Nada de violencia porque sí. El oficial exterminador de las
guerras policiales del norte se me adelantó no sé en hacerlo pero sí en
decirlo jactándose: Mi principal mira era atraerlos por los medios
pacíficos y empleando con aquellos que no querían conocer esto, castigos
ejemplares; así era que uniendo la suavidad a la aspereza obtenía
triunfos que han venido a dar los resultados más satisfactorios. El terror
con la bondad de un padre de familia, que brota en salud entre la buena
gente y disuade a la otra. Todo exceso es vano y desmejora si no se
concierta a motivos de razón y meditados provechos y por igual a
aplicaciones más extremas que dilatadas. Su órgano de concentración ha
de ser la memoria de las gentes, desde donde les bajan los oportunos
miedos sin que se les recuerde para qué siquiera con un golpecito en la
espalda por donde poner obediente el pie y sumiso el paso. Se reprime
una vez y se induce las otras, y esto me dice que con paciencia de cielo se
edifica en la tierra. La violencia se ha de llevar por leyes que fiscalicen
sus extremadas emociones, sus expectantes logros, que regule sus pasos y
no los deje adelantarse ni un minuto más ni un minuto menos en lo
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necesario, pero cuando se la llama no dejarla en inadecuada demora ni a
medio cumplimiento porque se resiente. Sigo diciendo, licenciado, que la
violencia es arte mayor del Estado y no entenderlo sería no ver las cosas
en el color con que las pinta la realidad, lo que confundiría al sumar
enemigos en vez de descontarlos. De propensiones administrativas al
exceso ya me se algunas de sus causas, que las tengo referidas en pláticas
con el Jefe de Policía Regular, en quien sus acreditadas lealtades no le
dejaban atrasar sus afanes en competencia con el Jefe de la Seguridad
Especial, y si éste le aventajaba en dar un complot por descubierto,
apresuraba él los informes sobre una conspiración en marcha, de resultas
que todo el país lucía una insurrección dominada más una insurrección a
sosegar, y en esto se pasaban los dos jefes contendiéndose en cumplirse y
cumplimentarme a quien más desde excitada y obsequiosa lealtad, con
esmeros que concordaban por igual de mañosos. Y no era confortable
para la sanidad del Estado y los respetos a su Jefe, por cuando las
intranquilidades sobresalían de lo necesario y la abundancia conspiradora
y complotera facilitaba el mal pensar sobre el sistema y sus prestigios
naturales que aparecían débiles y desafectados y debían obligarse a
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permanente represión, a lo que di remedio en turnos que concedí al
primer esmeroso y al segundo, instruyéndolo al primero: De por recibidos
todos mis agradecimientos, pero no me manufacture conspiración por
semana, sujétese a conveniente moderación hasta nueva orden que le
impartiré inspirada por el momento favorable, mientras el otro segundo
escuchaba desde el saloncito de los edecanes y se apercibió por igual de
las intenciones que lo alcanzaban. Domingo siguiente los invité a un
zancocho en la quinta y los instancié en consideraciones que les hice con
el cuidado de ejemplos, poniendo paciencia de padre con hijos excedidos
en el amor que me debían y en el excelente fervor con que antagonizaban
sus celos. Ni yo ni ellos podíamos ser pecadores de torpeza. No faltó la
vez en que silenciáramos la importancia de una conspiración, a la que le
cabía tal nombre, y de los conspiradores sólo tomamos al que era menos
que el principal, aplicando trato que confundió a los otros, decidiéndolos
a discreto exilio por indeterminado tiempo, pretextando motivos de salud,
de negocios, de paseo en compañía de esposa, hijos y familiares.
126
Profesor en eximias cazurrerias, me razonó el método de hacerse de un
jefe opositor a su entero gusto y necesidad. Le vamos a hacer un jefe a la
escuálida oposición, se lo vamos a elegir, se lo vamos a consagrar. ¿Se le
ha desapercibido, acaso, ese doctorcito suburbano que oficia de pico de
oro en los Juegos Florales y en ceremonia de entrega de los Premios a la
Virtud, que seguro nos será de servir en sus ocasionales aptitudes de
palabrero? Gran jefe de esa oposición sería. Ese es el hombre. Lo
metemos en cana y nosotros mismos le damos aire, un poco de bombo
autorizando los correspondientes reclamos por su injustificada detención.
Verá con que facilidad lo acreditamos en la opinión sensiblera de sus
correligionarios, se los ameritamos. Nuestro preso será enseguida la
bandera de ellos, nosotros le habremos fabricado su bandera con tela y
colores plausibles a nuestro concierto y acomodo. Qué más podríamos
esperar de esa oposición constitucional. Cualquier día lo volvemos a la
calle aprestigiado de cárcel y nuestra República lucirá con nuestro tribuno
opositor que forma parte de nuestras conveniencias. Algún día, más tarde,
él mismo se sabrá nuestra obra y nos lo reconocerá. Algún día se abrazará
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conmigo, terminará siendo nuestro amigo y seguramente llorará mi
cadáver.
Digo yo, el secretario, que el General, sin embargo, no pestañeaba en
cuando lo solicitaba la seducción natural de la violencia. Cuidadoso como
quería ser, cauteloso como era, se le desplegaba sobre la altivez de sus
bigotes la sonrisa de respuesta y le saltaban al rostro los gozos que le
nacen al niño tímido que se mete en el gallinero del fondo de la casa para
pincharle los ojos a la bataraza, y diciéndome en voz picada que sólo un
secretario podía oír: al enemigo, muerte de agujita. Y se dejaba contentar
por las presunciones que afabulaban los miedos públicos y sus sordos
pregones. Yo no creo que fuera verdad, o por lo menos que no fuera toda
verdad en más de un caso, de que con vidrio molido desapercibido en las
viandas carceleras les arreglaba la muerte a los presos de peligrosa
importancia. Si usted, señor Reed, me apremiara yo podría alistarle tantas
invenciones como la que le tengo dicha y que, acaso, eran más verdad por
inventadas entre los miedos de las gentes correctamente murmuradoras
que por consentirlas, el General, si de él dependieran. ¿No cree, usted, que
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esas presunciones y posibles no tenían derecho a incorporarse a su
legítima historia aunque algo les faltara, no demasiado mucho, para
pasarse a verdad? Se decían las gentes que el General había dicho no se
sabe dónde y menos se sabía ante quién, que él no se dejaba cucar por el
misterio de la muerte, por tenerle sabido ya la circunstancia de espacio y
tiempo en que habría de morir, conocimiento que lo aseguraba en la vida
como en silla de caballo perfectamente domado. Se decían que había
prohibido a los campesinos la pesca en el lago de la sierra chica, porque
podía deshacerles la razón cuando levantaran con sus líneas de aparejos
un cadáver de los tantos sacrificados durante la revuelta de los
estudiantes, a los que se les habría prestado tan ligera sepultura. Que
sería, por entonces, que a dos paisanos que les recayeron indicios como
brazos visibles de una conspiración que comenzaba en un atentado contra
su vida, dispusiera que el cuchillo les abriera un hueco por debajo de la
jeta y que una vez así desangrándose los colgaran vivos para el
fusilamiento, o sea, la culebra se mata en la cabeza.
Volvían a él los decires y tengo para mi que le alimentaban la
imaginación como coplas y romances de ciegos, alistándole sagacidad
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más allá de los instintos. Los instintos, y esto así reflexionado corre a mi
cuenta, le serían cobardes, saliendo a campo con campo seguro, a recoger
provecho, son de ordinaria impunidad, cualquier infeliz es capaz de
sacárselos de encima con ayuda que le motiva la circunstancia. La
imaginación, la imaginación, señor Reed, en los servicios de la violencia,
puede fundar posibilidades inimaginables. Era, sin duda, la que San
Ignacio le pedía a los inquisidores que de maneras tan torpes se le
agarraban con él. El General estaba aprendiendo las pródigas alternativas
de la imaginación en los juegos dirigidos de la violencia. Es posible que la
imaginación le nació al hombre con la necesidad de aplicar, desde
temprano, las oportunidades y los recursos de la violencia. O se guiaba
por la imaginación, o desaparecía. O se servía de sus provechos para
señalarle pasos económicos y lúcidos a su violencia, o no hacía vida.
Desde entonces, los más importantes servicios que ha prestado la
imaginación a lo humano se han identificado, en alguna forma, con la
violencia, con los triunfos de la violencia. Cualquier lector de historia y
leyendas puede averiguarle esa servidumbre a la imaginación. Cuando el
hombre imagine las maneras de llegar a la luna, lo será alentándose en
130
planes de dominio o guerra. Lo que no quiere decir que los más violentos
sean los más imaginativos, pero sí que un dictador debe consumir cuotas
iguales de imaginación a las de un guerrero y un poeta, y ello tanto para el
mejor provecho de su dictadura como para esparcimiento en los conflictos
de su alma.
Imaginar la preparación de los escalonados tiempos para la desgracia del
enemigo, y recriminarlo, persuasivo: cuando el sapo se ensarta en la
estaca no es por culpa de la estaca. Imaginar que los presos pueden ser
aplicados a picar piedras y construir carreteras no era imaginar
demasiado, puesto que los presos, desde Colón, sirven para distintas
suertes en estas tierras, o abandonarlos como sombras apenas humanas,
creciéndoles olores en bocas pastosas y acarroñándoseles el cuerpo por
recluidos en calabozos de fuertes coloniales, no era imaginar nada. Los
quiso ver cuando salían a recreo semanal, desde donde ellos no lo vieran,
les pasó vista, no parecían ya los mismos de ahuecados que estaban de
días sin sol, que ahora les asustaba la luz, les espantaban los ruidos y les
nacían ternuras cuando del tejado vecino saltó al patio del penal un pollo
como extraviado, perdido, en el que volvieron a saber al mundo al que ya
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no pertenecían y se lo pasaron de manos a manos para tener entre ellas
calor de vida que ya no estaba entre ellos, jugaron con el pollo como
niños tan pronto viejos sin haber terminado de jugar y encorvándose más
de lo que los tenían obligados los techos cercenadores de las celdas del
sótano, llevaban sus ternuras al juego y eran ancianos fantasmas enanos e
idiotas del todo demorados a oscuras infancias y les hablaban como a hijo
al que no hay que mostrarle penas, entretenidos y devolviéndose alegrías
tomando sus olores de plumas llovidas como aromas del campo y sus
arroyos, trabajos de recomposición de enceguecidos y atormentados,
diversiones del alejamiento de la muerte. Aplicó el General los rápidos
esparcimientos de la imaginación disponiendo que, regresados los presos
del intervalo del patio a sus celdas de confinación y castigo, los guardias
cazaran el pollo y los cocineros de la cuadra hicieran con él caldo para
mejorar esa noche el rancho. Los menos se alertaron y rechazaron vianda
de profanación. Los más regocijaron sus secas hambres para alertarse
tarde después, con tristeza de asesinos inocentes, cuando a la semana faltó
el pollo en el recreo del patio.
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Aplicaciones de imaginación así trabajada alcanzó a Ministro, al que
delicadamente distinguía y quien había tomado mucha tristeza que sólo
por temor de ofenderlo disimulaba con difíciles sumas de celos, por razón
que venía de su hermano que llevaba tiempo en la cárcel, culposo
disidente, ensartado en la estaca, pagando muerte de agujita, sin que su
familia consiguiera verlo ni aún sabiéndolo enfermo de grave estado a
morir. No te pido, hermano, que te indispongan en tus asuntos, pero no
será mucho trasladarle mi voz para suplicarle que su viejo amigo
desgraciado pueda tener los cuidado de su casa. Y el Ministro preparaba
todas las mañanas su voluntad para el encargo, abandonándolo los ánimos
tan pronto trasponía la puerta del Palacio, con lo que el disimulo de su
pena, sin desearlo, se le debilitaba, nada de lo cual se le desentendía al
General, quien le facilitó el tema. Lo veo cada día de salud mejor, señor
Ministro. Usted, ¿se siente bien, efectivamente? Muy bien, señor General.
Bueno, muy bueno que a usted no le falte salud pues tendría que hacerse
cargo de la familia de su hermano. Pero, para muerte espaciosa tenía
manías de compensaciones y era su peluquero moreno el encargado, por
buen musicante, de llevarle a la puerta del calabozo para las pocas noches
133
que le iban quedando serenas melodías de arpa y sobresaltadas armonías
de flautín, lo que provocaba decir que le daba gozo que se fuera con
música a la otra parte, como si estuviera empezando a irse sin quejarse
por bien despedido. ¿Por qué no aplicaría esparcimientos imaginativos
con el pobre infeliz que no habría de explicarse cómo pudo ocurrirle lo
que le ocurrió? Nada había hecho para hacerse notar el varón provincial
que vivía sus días sin afán, confiado, condescendiente y contento,
persuadiéndose cada uno de esos días que quien se mete se jode, no te
metás, y no se metía con nadie, poniendo saludo de media cuadra,
sombrero orión italiano en el extremo del arco saludador a los más
respetables que él y ahorrativa indiferencia a los respetables menos que él,
llevando las discreciones de su importancia a su tarjeta de visita, en que
debajo del nombre acusaba como prestigio el de Suscriptor de La Gaceta
Liberal del distrito federal, que cambió al tiempo sumando moderada
representatividad: Corresponsal de Noticias Sociales de La Gaceta Liberal
del distrito federal, que fue lo que le trajo malogro sin querer y sin saberlo
hasta dos años y un día después que le transcurrieron en los fosos
penitenciarios, preguntándose cómo es posible que es de no metás
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también jode y hallando respuesta cuando el propio General le hizo
llevar de la cárcel al Palacio, suplicándole le aceptara excusas de tan
injusto apresamiento interrumpido tan pronto verificaron los servicios
investigadores de la Seguridad Especial que el error o descomedimiento,
que apareciera en la crónica social enviada por el corresponsal de La
Gaceta Liberal, correspondía a errata de tipógrafo y a otra cosa mi amigo
cuánto lo siento salúdemela a su esposa de tan heroico comportamiento,
mártir de la distracción de las imprentas.
Esas diversiones de la violencia, así impartidas por la imaginación, me
regresaban, y vaya esto de paso, al recuerdo de Torres Villarroel que fue
quien diferenciara por su color al humor en primera, que yo sepa,
oportunidad de uso de esa calificación de humor negro en el trozo quinto
de su Vida, y de paso también vaya que en esa Vida se luce de su variado
tránsito de actor de osadías, en lo que en nada podría yo seguirle, tan actor
en caución y testigo consentido que me venía sabiendo. Y me vuelvo a los
juegos y gozos de la imaginación del General. Me decía yo si las
aplicaciones de la imaginación no diferenciaba a la violencia de su propio
capítulo que es la crueldad. No lo pregunté. Un intelectual en Palacio se
135
prohíbe de preguntas. Para mi me lo decía. La crueldad se presta mejor a
ser administrada. La crueldad facilita más dirección y acuerdos que la
violencia y los conflictos espontáneos en que esta pueda desbordar. La
violencia, en la mayoría de sus formas, no deja de ser barbarie; la
crueldad, por elegida y razonada, es un apéndice de civilización. Un
civilizado puede ser cruel sin mandar a vacaciones a su civilizado. La
violencia, incluso en sus disculpas, recuerda al bárbaro. La violencia es
desarreglo por arreglada que se la manifieste; la crueldad un ejercicio
gobernado por la imaginación. Los usos de la adelantada imaginación que
el General se procuraba lo habían dispuesto a exigir que su deseo ya
estuviera entendido antes de manifestado, de que se les comenzara a dar
por cumplidos antes de ordenado, razones que obligaban a adivinarle y
acertarle, lo que era tarea de riesgo para quienes no se le habituaran con
sagaz oportunidad. De manera que, en esos juegos, el refinamiento de la
lealtad consistía en descifrarle las intenciones con cuidados entre silencio
entendido y medias palabras suficientes. Solían sus ordenes así
anunciadas forzar la comprensión imaginativa del que las recibía, que tal
le ocurrió al gobernador andino, al que, a propósito de presos políticos
136
reincidentables, le llegó esta instrucción que me dictara y yo puse en
código telegráfico: Ni se los queda con usted, ni usted me los manda. Y le
fue discreta imaginación la que le ingenió la divisa de las tres P y sus
provechos que consistía en una primera P de palos, en una segunda P de
plata y una tercera P de plomo, según los adecuados turnos de la debilidad
o el empecinamiento del cuestionado, deliberando que si lo pueden unos
persuasivos palos o no menos persuasivos patacones, por qué anticiparle
indebidamente el plomo.
Recuente, señor Reed, lo que le llevo contado sobre artes realistas y artes
imaginativas de la violencia, el terror y la crueldad en el orden
experimental que las circunstancias mandaban, o dejaban hacer, en los
poderes de mando del General, y sabrá que mucho le falta al cuento que
es de los de nunca acabar. Corre la violencia cada vez más pareja a
nuestros veloces días y se le adelanta a la crónica y vaya a saberse hasta
dónde se le seguirá adelantando, sin que arte alguno triunfe en aplicarla a
fines y juegos previsibles, como que ella toma por ley su propia capacidad
de sorpresa y expansión. Si se la usa en represión vendrá devuelta en
137
insurgencias. Si es de uso de insurgentes alentará a los represores. Cada
respuesta acumulará intereses devengados y procurará cobrarlos y se
corresponderán en correrse a las variantes nunca inventariadas con que el
miedo y la imaginación de los violentos incorporan el terror a la vida
cotidiana. Y no acepte, señor Reed, estos dichos por pensamientos
seguros desde que la violencia, aunque a veces sea extroversión de
tímidos, no tiene nada de tímida y no se da tiempos diferenciados y donde
menos se le supone motivos aporta sus propias razones para aparecerse y
cumplirse. Y le va enseguida un ejemplo, con su hombre y circunstancia,
como dicen, por presumirse, tantos repetidores de nuestras costas.
138
15
Este es el momento de decirle del barbero de mi pueblo y de su
peregrinación. Se lo estoy presentando. El rostro le lucía su vocación de
flautista pastoril, perdida entre suplicios de abuelos y apenas ocasionales
misericordias; se dibujaban en su frente finos ríos en que navegaban los
sueños y las memorias de antiguos derrotados; nariz leñosa, con
suspensos de obstinación; pómulos en que despuntaban las sonrisas del
Ángel; ancha boca feliz de cantor de villancicos y salmos, recitador de
pregones y augurios; las luces de sus ojos, menos sufridas que alejadas,
devolvían la indiferencia de lo permanente, la suave tranquilidad de lo
eterno; el mentón, breve península, declinaba de la mansedumbre a la
indulgencia, conteniendo recias energías de rehacedor de fábulas; sus
pasos eran de ligero peatón sobre veredas húmedas de la madrugada;
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apaciguadas sus sangres por saberse accidentadas; sus alargadas manos
se extendían en tijeras y navajas para las honras rituales de su oficio;
pasaba la brocha como si calafateara el Arca de Noé; pasaba los filos de la
navaja como si limpiara al mundo de alimañas; los mismos filos de la
navaja rasuradora se hacían voluntarios y hábiles en reemplazos
inspirados por la piedad cuando corrían prisas en reducir hernias, punzar
abscesos o escarbar algunas otras miserias del cuerpo humano,
restableciéndole el funcionamiento de los veintisiete pulsos y los flujos
concedidos por Dios y leídos en Paracelso, lo que le proveía de prestigio
de brujo y suplente médico para quitar muelas, redimir orzuelos,
emparejar juanetes, tareas menores en su lucha contra las deformaciones y
el dolor ajeno sabiéndolo propio y aplicando al caso sumos de frutos
salvajes y mezclas minerales pasadas por aguas cocidas y alunadas en
noches de claror sereno; se esmeraba en la felicidad del semejante
próximo y aunque no requerido se ofertaba por amor que no encubriera
paga alguna, puesto que el sistema armonioso del mundo empieza en la
salud de cada quien, en despertar y saltar del lecho levitado por la luz
recién amanecida para días de labores alegres, con brisas de Dios
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abriendo ventanas, aprendiendo el gozo de los sabores, y cada día fuera
día inicial, primero, porque todo día segundo es de rutina, pústula y
derrota, porque la felicidad consiste en hacer las cosas necesarias como si
cada vez se las hiciera por vez primera, como que siempre es temprano,
tiempo de comenzar, que la antigua peregrinación es el gran dato de la
conciencia, y sin cicatrices en las manos, que a las manos las ilumina lo
que vendrá, haciéndolo ellas otra vez de nuevo y entonces eterno,
entonces eternidad, y el dolor vencido son sus anticipaciones, y el cuerpo
liberado de suciedad, llagas, hernias y abscesos, el cuerpo limpio, fuerte y
bello, hacen liviano tiempo de redención, y el cabello y las barbas
ordenadas pactan, desde ya, con el inmenso futuro. El barbero era socio
de Dios en rehacerle armonías al mundo, entre los hombres.
La apacible artesanía de su oficio se hacía, al atardecer, conversación, o
sea trabajos del alma. Pero le menciono, primero, que calle por medio y
en cruz, el boticario reunía en tertulia, con dominó y anís, a los
principales de la villa, alcalde, señor párroco, comisario, notario,
almacenero de ramos generales. Junto al armario envidriado que
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mostraba, en orden de usos y demandas, frascos de gránulos de
cocolidato de hierro, amargo nelfueroso, crema de bismuto, elixir de
ruibarbo, gotas sivoniares y para la sífilis jóvenes extracto de
zarzaparrilla, muy detrás, vergonzante. Se hablaba de intransigencias y de
que nos haremos de corazas de templarios para represar al Diablo y sus
legiones de cuestionantes, impíos, protestantes, protestatarios,
afrancesados, contra el diablo volteriano y sus delegados del desasosiego
y la herejía, si no nos limpiamos retumbará la tierra con los espantos del
infierno y se bajarán las montañas y ascenderán las aguas enojosas, y no
habrá orden en las cosas como tanta muerte por castigo porque los herejes
están apostando contra la naturaleza y el orden de los Santos.
El maestro rural, el herrero italiano, el estudiante y el ebanista madrileño
iban a la tertulia del barbero. Se hablaba despacioso de cosas diferentes
del mundo, del mundo como debiera ser, como pudo haber sido y como
acaso habrá de serlo algún día esperado, excitándose y emprestándose
pensamientos, noticias, predicciones, leyendo libros traducidos en
Barcelona, deliberando que el hombre no tendrá hombre que le sirva, hará
sus cosas con sus propias manos, lavará sus mudas, tenderá su cama,
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amasará su pan, que si el hombre abandona estas tareas se separa de sí,
se confunde él mismo con las cosas que se le pierden y lo dejan
deshabitado, la leche y la miel para todos, porque todas las tribus son una
sola, ciudades y campos de Dios pertenecen a todos los hombres por
igual, Dios está en todas las partes donde está el hombre. El barbero: Los
míos eran siete millones bajo el Imperio de Roma, después del año 70
sólo sobrevivió la tercera parte, veinte siglos después asesinarán en
Europa tantos como los que habitaban el Imperio Romano y nadie sabe
cuántos más seguirán siendo muertos, asesinados, con variados pretextos
en cualquiera aldea saqueada, en cualquier pobre hogar humillado. El
maestro rural: Los hombres de Dios no se cuentan por los abatidos, por
los tributarios, sino por el sentido del sacrificio, por el tributo. El ebanista:
la dignidad del pobre es saber por qué es pobre y saber serlo, mientras que
la indignidad del rico es no importarle porqué lo es y querer seguir siendo
más rico cada día. El barbero: yo espero desde siglos, la espera es estar en
Dios y ahora es también estar en todos los hombres. El herrero: Antes del
Juicio Final vendrá el Tribunal de los Justos, el tribunal de los
carpinteros, de los labradores, de los herreros. El estudiante: Los
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desposeídos de la tierra y los perseguidos del ideal nos hacen saber al
mundo como un gran desafío. El maestro rural: Los despojados serán los
primeros. El barbero: El que tenga memoria antigua será juez.
El barbero consagraba al violín el ocio profundo de los sábados.
Espaciosa ceremonia de su soledad. Con manos que se reinauguraban a la
ternura y los júbilos iba por él entre los recuerdos de felicidad difícil que
retenía el viejo baúl inmigrante como si no hubiera por qué terminado sus
viajes, y en el traspatio refrescado de parras frutales y malvones y
helechos crecidos desde tinajas como desde vientres en próxima parición,
le recobraba su veterana inocencia, sus aromadas plegarias. Sus voces
eran venas que prolongaban temblores antiguos en leves olas sin orillas,
ablandaban el aire y restablecían el orden de los tiempos. Lo anterior y
sus sacrificios reinstalaban en el violín la nueva alegría de la espera. El
próximo año. La música de su fábrica era estación aérea de los demorados
movimientos de su sangre; cada nota describía cuatro llamados como
cuatro son las partes que integran la llama de la vela y cuatro las letras del
nombre de Dios, y entraban al atardecer sin asociarse temores, en amistad
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con todo, con todos, cerca de la tierra húmeda de promesas, recibiendo el
primer viento nocturno, descansado y alegre, que colma las sienes de
fuerza, desahogo y paz. El barbero y su violín era el padre, el hijo pródigo
y el hijo menor. Se le seguía oyendo en la medianoche de la villa. Señoras
que se sobresaltan, se roban del lecho y salen a lavarse en los aromas del
patio, en la liberación del rocío; niñas adolescentes que se sorprenden
humedecidas y buscan la claridad de los espejos; mocitos que no quieren
dormir a puerta cerrada en la casona de los padres; viejos que se
mortifican de nostalgia; alguna esposa lo supo entender y no lo supo el
esposo. Como que esa música te convoca lo que no supiste hacer de tu
vida. Lo mismo diría yo. Mujer, suena como al principio de las cosas. No
sólo para los hombres. El Diablo anda en ella. Todos los diablos, los de
ustedes y los de nosotras. Tápate los oídos. Eso quisiste que hiciera toda
la vida. Entraría igual. Escucha, no es el violín, es trompeta, nos anuncia
el Juicio. No, es el Diablo, el mismo Diablo. En el Juicio Final cuenta más
lo que dejamos de hacer que lo que hicimos. Esas son propiedades del
Diablo. Y de Dios. Escucha. No es el Diablo. Es el Dios que no
conocimos.
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Al General el trajeron los cuentos. Lo alteraron desde la irritación a la
impaciencia. Qué publicarían papeles el barbero y sus amistades. Que los
nominarían La Cuestión Social. No hay cuestión social que valga, que ya
lo tengo aclarado que aquí no trabaja el que no quiere y no se hace rico el
que no trabaja. Que da música de mandinga. Que intranquiliza a las
gentes. Pues que le regresen las navajas. Conmigo dos hombres y tres
fustas. Tengo como que muy pronto se le borró intención de índole tan
fácil y ordinaria y reparó en sacarle luces a la imaginación tal como
merecía el caso, decidiendo en acuerdo a oportunas y rendidoras
precauciones: Que la villa haga espontáneamente lo que deba hacerse. A
lo que dé lugar.
Los vecinos quejosos consiguieron orden de prisión. El notario se prestó a
fiscal. Te he hecho encarcelar. Lo he hecho por tu bien y por el mío. Ya
sabes que no soy político, lo quise ser pero no lo seré nunca. Nada tengo
contra ti, pero nada quiero que tengan contra mi. Lo que ocurre es que aún
no has comprendido. Hay que ponerse en la cola o morir. ¿En qué te
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empeñabas? Eres de faena inútil. A ellos les es más fácil seguir creyendo
en lo que no creen que enterarse que no creen en nada o creer en otra
cosa. No entenderán tus palabras aunque las infles como globo de colores.
Tendrías que decirles: el domingo, después de toros, a beber a cuenta del
señor propietario de la hacienda. Si invitaras en tu nombre, no te creerían.
Debieras dejarte morir y no obligarnos a esto. Hace diez años hubiera
venido a decirte: quiero ser tu defensor, pide revisión del proceso y
daremos batalla. Pero diez años después te impongo que ni pidas que se
inicie el proceso. Todo sería lo mismo. Ya te han condenado y yo te
condenaré. No hay batalla para ti. Podrás pensar que me han alquilado el
acopiador de granos, el hacendista, el gerente del Banco. Y sí, me han
comprado. En estos diez años casé y me nacieron cuatro hijos. Te es más
fácil a ti morir que a mi vivir. Respóndeme, insúltame, dime chancho
burgués, te diré que sí, que lo soy. No tolero que no me insultes. Quítate
ese silencio. Grítame. Y entonces te recitaré el código penal y el libro de
procedimientos que nos obligan a condenarte. Cuando te mueras, cuando
te matemos, nos serás muy útil, perfectamente útil. Te recordaremos. A
mi propio hijo menor le hablaré de ti, lo he de entretener contándole tu
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leyenda. Fue un hombre puro, pero de otro tiempo. Si alguien copia tu
rostro de sacrificado, lo aprovecharemos. Será una hermosa lámina
romántica de algo que fue sin poder ser, que no pertenecía a este mundo.
Un hermoso póster que se venderá en los supermarques. Te recordaremos
con la gracia del alejamiento y de lo imposible.
Lo sacaron de la cárcel para montarlo en un burro, domingo de festividad
villera. Ni te asustas ni te quejas, vaya qué clase de mortal sos. Lo
abofeteaban en las esquinas los que se incorporaban al coro. Delante,
tambores redoblando como de circo provincial. Las señoras de casa, las
dueñas comedidas, las damas de ricas familias decentes y de no tan ricas
pero aspirantes a decencia de ricas, muy afectadas a custodiar la fe del
catecismo que por única lectura no fue olvidada sino a voluntad de olvido,
las señoras arrebataban ollas y cacerolas de las manos de las criadas y se
corrían a los balcones a mostrarse en asocio de los tamboreros,
batiéndolas y entrechocándolas para la producción de ruidos que
beligeraban sus ánimos y eran odio contra perjuros, perversos, malsanos,
extraviados, libertinos, descomulgados, malas cabezas, cabezas calientes,
148
que intraquilizaban a los mozos dispuestos a intranquilizarse por
novedad cualquiera. Alguien hubo —y saber que se trataba del
almacenero de ramos general no fue difícil— que se asoció a la fiesta con
su gaita, explicando que era lo que se hacía en los días de la guerra
carlista cuando la aldea se regocijaba con el castigo del negro liberal
paseado sobre asno, desnudo el torso y untado de miel y sobre la miel
plumas de gallina para escarnio, para escarmiento. Detrás del
escarmentado, la gaita y el gaitero barajando y trabucando notas
marciales, misereres y pasos de zarzuela. Repicaba tres veces la campana
dándose apenas pausas de apuñalador el campanero y nuevos repiques
consolidados de a tres no dejaban desentendidos sobre la importancia de
lo que se trataba y beatas de misa primera manteadas de silencio y mozas
guarnecidas para misa de mediodía de domingo y damas que no dejaban
verse más allá de la cancel de sus zaguanes y ancianos señores de
prestigio y renta y mozos de menos oficio que tabernas y naipes y la
dueña del burdel en ordenada escuadra de rubionas bagasas y el patrón del
reñidero y garito amurallado por servicio de guardaespaldas y los
limosneros de a pie, mudez y manquera y los de a caballo y guitarra y el
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hazme-reír de la esquina de la plaza triscando los jugos de su epilepsia y
el boticario con solemnidad y toda su familia y el torero de pasada y su
breve gavilla de charranes y espadas para el día siguiente y peones de
fonda y sacristía y familiares de casas decentes y el ama del señor párroco
y su sobrina y el gerente del Banco entre cuñada joven y esposa vieja,
todos llamados a sorpresivo tropel igualitario, lustral, por las cuatro o seis
calles hacia la Iglesia repicando a sábado de gloria, popular, populista. Sin
poder disimular cierta marcialidad de fiesta patria, se acercó el jefe
político y se rehizo en el atrio la jerarquía de las vergüenzas. La dueña y
las suyas se orientaron hacia el fondo y los familiares y los mendigos y
los peones de fonda, que a estos no les afectaba por hombrones altos y de
buena vista. A media distancia, los sacristanes, el hazme-reír y el torero y
su comparsa, y en línea de privilegio los ancianos prestigiosos, damas,
mozas y mozos decentes y el ama del señor párroco y su sobrina,
murmuradores, zandungeros. El boticario: los heréticos procuran su
muerte. El gerente del Banco: él mismo se buscó este fin. El gallero a los
suyos: se entusiasman todos pero no hay apuestas, tarde perdida. El
torero: lo traen descornado. El mendigo de a caballo: vale tan poco el
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alma del que se está yendo que no me alcanzan unos cobres por ella. Las
beatas, persignación. Las damas, mudo consentimiento hacia sonrisa de
gozo. Las mozas: bien agarrado lo conservaría que con tanto que lo están
zumbando no se le escapa de la bragadura, debieron ahorcarlo. La
sobrina: Tía, me vuelvo a casa que el atraso que la hacía llorar me está
viniendo. Gracias a Dios, hija, quién pensaría en este remedio. Gritaban
todos y no gritaban, pero gritaban, voces de duermevelas afiladas. Al
judío. Al judío. El converso enronqueciendo sus nuevos fervores,
despuntando primero en el coro. Al judío. La soltera afeada. Al judío. El
mesonero del Club que ha acumulado los maltratos de los señores. Al
judío. El campesino al que le hurtaron tierras. Al judío. El carabinero. Al
judío. La dama que echa cartas y enmaña a las señoritas. Al judío. El
guardiacárcel. Al judío. El cojo que busca al autor de su renguera. Al
judío. El ciego de los corridos oía y enmudecía, le tapó la boca al lazarillo
y salieron al campo. El cornudo befado. Al judío. El anciano de las usuras
y los de su prole usurera. Al judío. El gacetillero parroquial y su esposa,
la modista de las señoras. Al judío. El titiritero deshacía su tabladillo,
embolsaba sus muñecos y se iba a poner pie en los caminos. Las putas se
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volvieron al prostíbulo y sin saberse por qué como enlutadas atrancaron
la puerta. El sargento que de ahí no tiene más grado. Al judío. El abuelo
de la muchacha burlada. Al judío. Quien saca su grito para soltarse
resquemores, cualquiera. Al judío. Quien para esconderse culpas,
cualquiera. Al judío. Quien para descoserse riñas, cualquiera. Al judío.
Quien para ahuyentarse flojeras, cualquiera. Al judío. La señora fiel, su
odio al marido. Al judío. Quien para destapadura de sus mierdas,
cualquiera. Al judío. Quien para facilidad de sus miedos, cualquiera. Al
judío. El payaso se encerraba en la habitación de los altos de la fonda. El
terrateniente para seguridad de cielo de castellano viejo. Al judío. La
moza desapaciguada. Al judío. Quien se pescó enfermedad vergonzosa.
Al judío. Un naipe mal jugado. Al judío. Aumentó el precio del arroz. Al
judío. Pasó el recolector de impuestos. Al judío. Quien no se atreve a
nada, aquí se atreve. Al judío. El barbero, oh, delicado y triste, la imagen
de la crucifixión en su rostro. Los ojos, clavos oscuros en el cruzado
madero, iniciaban al Cristo. Si no él, sí su embarrada sombra era, ya,
pasajero de otra realidad tenaz con obligaciones para las serenas pruebas
del terror, para la conciencia del suplicio, para las profecías.
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Después del sacrificio, tabernas a puertas abiertas y borrachera entre los
mozos. Un crucificado del altar apareció en el atrio y lo llevaron a la
plaza. No ha de ser tan pendejo el diocesito que no se empine el codo,
toma, bebe. Al atardecer, hora de novena, el párroco conformó razones. El
mismo diablo se había desamandado entre nosotros. ¿Por qué la hija de
Doña Emiliana infamó el buen nombre de la familia? ¿Por qué el
charcutero vendió cerdo disgustado? ¿Por qué enfermó el caballo del
Coronel? Ese hombre pequeñito llevaba dentro a los Belzebús. Lo venció
el ansia de novedades. En su cuerpo pusieron fiebre los demonios, le
ladraban dentro y le hablaban y él entendía lenguas que no vienen del hijo
de Dios. Ni el águila, ni el león, ni el toro, que vio Ezequiel, vinieron en
su ayuda. Lo hemos visto echar los demonios de su sucia alma de poseído.
Ahora lo han cubierto las aguas y nosotros nos hemos salvado.
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Camarón que se duerme, se lo lleva la corriente. Me estaba diciendo que
es más fácil llegar que mantenerse donde se ha llegado, que los cuidados
en seguir estando, de durar arriba, son más enredados y peliagudos que
los de haberse ascendido desde abajo. Lo leído hasta los veinte años sin
necesidad de más, lo tengo grabado detrás de estas cejas y cuando lo
llamo sabe asistirme, pero tampoco hubiera podido darme a leer más si
me hubiera sido gusto, puesto que la lectura, como quien no quiere y uno
no termina de darse cuenta, aleja al hombre de las cosas y lo pierde para
la realidad, lo enfrena para las obligaciones. Si me lecturara sería
descabalgar a mitad de la carga, antojárseme caminar por jardines cuando
si no defiendo la trinchera me entierran enterito en ella. Lo mismo sí digo
de la música que por igual trampea. Para distraído no se me dan las
154
ocasiones. Si no vivo pie en tierra, con botas y espuelas listas, me
resienten. No le puedo faltar a las cosas duras y prorrogarme en cosas
blandas como para no sospecharle al obsequioso que me hacía el presente
de una guitarra que me estaba conspirando. A nadie se le ocurrió obsequio
de libro por obsequio no usado. Lo hubiera pensado que estaba propuesto
en quitarme de la realidad y aprovechárseme del momento en que iba por
las letras bajando la guardia, ablandándome. Y déjeme decirle, licenciado,
déjeme decirle que de vez en vez se me han venido ganas de envidiarlo a
usted, de envidiarlo y no se asuste, se lo digo bajito de voz y no se lo
repetiré, ganitas chicas de envidiarlo, usted, que no tiene imposiciones de
endurecerse y que se le hace tiempo para irse a esconder en historias
fingidas o protegerse en las historias ya hechas, donde las batallas
perdidas ya están perdidas y las ganadas ya están ganadas. Debe saberlas
con descansada felicidad. Vaya a creer que dirán de mi esas historias si
me dejo aflojar las espuelas en un solo momento y me tumban. Tal vez
digan lo peor, o peor que peor no digan nada. En esto lo necesito,
licenciado, vaya escribiéndole unas entraditas a la historia, adelántele mis
sucedidos juiciosos y benefactores, prepáreme una fianza contra el olvido.
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Mientras tanto, yo me tengo que hacer necesario todos los días. Si las
cosas andan perfectamente bien, yo estoy demás. Mi interés me obliga a
favorecerme de manera que me necesiten, alterando la disposición de las
cosas y no dejándolas cumplirse hacia la paz si así fuera su naturaleza y
me perdone Dios que también en su ventaja lo hago. Nadie se acordaría
de Él si todo funcionara a horario y todo embocara donde debe embocar.
El orden perfecto sería ateo, nadie buscaría a Dios y nadie demandaría de
mis servicios, nadie querría de mí ni de Él. A los responsables del orden
nos compete la responsabilidad de desordenarlo un poco. Vea la
importancia de los trastornos concedidos y consentidos, creyendo los
revoltosos que son obra de sus propios empeños, poniéndoles música de
Himno Nacional para festejarlos hasta donde les dejamos hacer el festejo
y revolverse por conveniencia del orden y no por descuido de él. Mi
compadre isleño llevaba más allá estas aplicaciones, que necesitado de
empréstamo exterior comenzaba a pedirlo apurando ya operación de
rodeo que consistía en ir por la gente alborotadora que tenía guardada en
las cárceles, diciéndoles que se había al fin y por su decisión reinstalado
en el país la democracia y les devolvía la libertad para que bien la usaran,
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y salían ellos a poner banderitas y grita en las plazas y algunas calles
céntricas y así los dejaba hacer con huelga de normalistas y algunas
asambleas motineras ensoberbecidas, oyéndose decir en ellas que la
presión de las masas y la solidaridad internacional les había abierto las
puertas de las prisiones y ganado la democracia, y se lo repetían como
para darle alimento a su inocencia, mientras los otros, los de la Calle del
Comercio iban a preguntarles a sus cónsules y los terratenientes al
presidente de la Sociedad de Rurales si era posible que mi compadre
isleño se hubiera alocado de tan insospechosa manera, dándole timonazo
hacia la izquierda a la nave del Estado. Pero eso era el procedimiento de
apurarle a los gringos de enfrente la cesión del empréstamo. Lo necesito
para parar con obras públicas la agitación social, tanto para modernizar
las estructuras administrativas del Estado, tanto para perfeccionar los
equipos policiales y el sistema global de represión, tanto y tanto antes de
que la isla se voltee para el otro lado, tanto y tanto. Y la codicia de los
gringos se inocentaba a los convenientes efectos de salvar la civilización
cristiana y occidental y el empréstamo venía rápido con otros tantos y
tantos agregados en el entendido de que los revoltosos fueran devueltos al
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mismo día siguiente a las cárceles, en las que construirían nuevos
pabellones al mismo tiempo que mi compadre isleño le compraba las
acciones a la compañía francesa de cerveza y hacía construir otra ala en el
Palacio. Algún alboroto, licenciado, siempre es necesario, y si no existe
hay que proveerle estímulo para que no falte a la hora justa que nos
justifique, pues no es paz de cementerio la que nos hace nuestro lugar
indispensable. Administración de muertos no requiere espada, apenas
cabe añadirle misas, y si los vivientes se habitúan a paz, que todavía no
les corresponde, se les afloja la salud, a la que mantiene, por el contrario,
en buen estado la zozobra, que tiempo tendrán por ley divina de ser
abandonados por ella, pero mientras tanto que la aprovechen y nosotros
seremos los dobles aprovechados, conque la intranquilidad pide orden y
nosotros lo somos. La espada nos ha de servir para debilitar el alboroto,
pero no para quitarlo por siempre. Me ocurre dolerme cuando no hay grita
ninguna tanto como cuando la hay ya excedida. Son nuestros dos peligros,
el ningún alboroto y el demasiado, pero entre los dos no me hesito en
elegir el segundo que nos emplea mientras que el primer nos injustificaría,
nos desocupa. Siempre hay que tener a alguien contra quien golpear, que
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ese enemigo exista es parte de nuestra iniciativa, de nuestro poder. Si no
existe todo se nos perjudica y qué hacendado entregaría caballos para la
tropa policial si de cuando en cuando no se entrara alguien a carnearle en
sus predios, qué mercader pagará diezmo si no le saliera algún bandolero
por la esquina baja. Descuente usted numerales a los prejuicios y verá,
licenciado, que el carneador de lo ajeno, el bandolero y el alborotador
sirven a los fundamentos del orden mejor que si no existieran. Sin ellos,
qué de nosotros. Como que la santidad es la respuesta al pecado, nosotros
complementamos la alteración.
Claro está que estas comprensiones se les siguen haciendo lerdas al Jefe
de Policía Regular y más aún al Jefe de la Seguridad Especial, tan
rendidos a la puntualidad de sus afanes. Trabajo me cuesta aún
persuadirlos y que no se me asombren que yo les vaya diciendo que a los
que gritan y sólo gritan déjenlos gritar de vez en cuando y a veces más de
una vez, por dos severas razones que les estoy dando cuenta, porque si
alguien no grita y turba un poco, usted se quedaría sin empleo y yo con
menos poder del que tengo fundamentado, sin ellos no fuera tan requerido
usted, ni yo tan más imprescindible. Esos gritos incomodan, pero le dan a
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usted qué hacer y a mí me obligan. Esos gritos nos son a propósito, nos
llaman a nuestra naturaleza. Y, además, esta otra razón segunda de igual
valor y oportunidad: esos gritos no son ni apenitas peligrosos. Los que
mucho gritan son los primeros en callar. Son, como suele decirse,
emotivos y por tales pasajeros de cortito viaje de ida. Cuando los detenga
no les ponga cepo, deles unas palmaditas y ellos no puedan entender del
todo si es amenaza o protección, que es trato que les confundirá la
emoción en que se gastan tan enseguida. Tres días de calabozo será más
que bastante para devolverlos de sus gritos y el tiempo los verá sosegados
en la mayor discreción, que yo ya los tengo vistos muy claramente que los
que gritan públicas intransigencias y guerra eterna son buenos apoyos de
nuestro orden. No se le equivoque el tratamiento, ni los confunda con los
otros, con los que no gritan tanto y se obstinan más. Si aquéllos no los
hubiera habría que alentarlos. Un buen jefe de policía tendrá siempre una
cuenta abierta para subsidiar de tantas convenientes maneras indirectas a
los gritones. Pero ya les estoy hablando de los otros, de los que hacen sin
tanto alboroto y menos proclama y se meten entre la gente para instalarlas
en grupos y hacerles saber de cosas que no tienen porque saber si ha de
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valer en algo nuestro orden. Son hormiguitas prácticas. A ésos hay que
quebrarles el tesón quebrándoles los huesos con grillos de setenta libras y
prepararles muerte de agujita si no se desempecinan de una vez por todas
como no lo harán por empecinados. A éstos, todo el rigor del orden, todo
el orden del rigor. Para éstos su gran mano dura. Sepa distinguir bien
entre los protestones de corto aliento y los de camino largo. Éstos son
quienes necesitan de nuestros cuidados.
Por sobre sagaz, como queda visto, era sutil el General por imposición de
las necesidades y tanto más se le sumaban los apremios mejor lo sabía ser,
proponiéndoselo en la misma medida de las necesidades y un poco más
para desalentar con adecuada sorpresa de reloj adelantado a sus enemigos,
a los que les desusaba las leyes clásicas del juego y los forzaba a
desempeñarse en las que él adoptaba o se inventaba como propias. De las
ideas fijas, que con frecuencia tentaban inmovilizarlo, se desincomodaba
con benéfico apuro, y por proporción de juicio que le dictaba su
experimentado entendimiento ya sabía atajar a mitad de camino a las
tentaciones de soberbia porque sí para que desistieran de él y ocupar su
161
lugar con veterana malicia, abundante de reposiciones para uno y otro
lado, tanto que no tenía tiempo a confundirse. Se le encendían de azul
serrano los ojos de garza, lo que supone alertada serenidad y dispuestas
prevenciones, cuando madrugaba razonándose sus por qué y hasta
cuándo, nada confundido en que sin poder en sus manos, sin todo el
poder, los ricos lo despacharían a hombre de segunda nuevamente y que
ese poder le estaba consentido por ellos para que los sirviera en las épocas
alborotadas que requerían especiales sosiegos. ¿Hacerse de poder con
independencia de ellos? Para eso, él era popular entre las masas, pero para
seguir siéndolo algo habría que darles, algo que no se dejaban sacar los
ricos. Se acariciaba el bigote prusiano, alentando la altanería de sus guías.
¿Cuál era su poder? El partido militar seguía siendo de hombres de
segunda con merecimientos ocasionales de primera por sus servicios a la
tradición de los ricos viejos y a la impaciencia de los nuevos ricos. Su
poder lo componía ese partido servicial y su personal aceptación
supersticiosa por las masas. No se confundía el General, haciéndose
necesario de los de arriba con adhesión de los de abajo. Tenía aún tiempo
a favor para las obras de ese poder. Pero, no dormirse y, además, dominar
162
la corriente. Los godos viejos no perdonan nunca, se aprovechan y
esperan, tienen mucho tiempo en saberse entender con los diferentes
tiempos y seguir quedándose.
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Me complació el General y fundó la Academia de Letras. De los tres
borradores que le preparé a los efectos institucionalizadores, eligió el
tercero. La dicha Academia tenía por obligación informar al Ejecutivo
Federal acerca de los méritos y circunstancias de las obras literarias que
someta a su examen, y no podrá en ningún otro caso emitir juicio sobre
alguna, a menos que sea por expreso mandato de la Real Española. Le
estoy contentando, señor Reed, a usted, y también le estoy contestando a
Juan. A toda pregunta justa, a la de usted, a la de Juan, poca es la
respuesta que le tengo. Siempre, señor Reed, hay más preguntas que
respuestas. A mí me quedaban algunas justificaciones que comenzando
por ser culpas querían ser razones y no dejaban de ser culpas. Las
encontraba en el espejo a la hora temprana, mientras me rasuro. El
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ventanito que me da la fresca del jardín no me disimulaba los aromas con
que se excita el nuevo día. ¿Para qué me serviría el nuevo día? El espejo
me lo dice. Soy el escribiente del General, y a él le pertenecen este día
nuevo y todos los días que comienzan por el ventanito aromado del jardín,
los que vuelven a comenzar y pasan por mí y para él, sin quedárseme, días
en viaje para otro viajero que se lleva mi maleta, mi bastón y mi badaeker,
días de pequeñas desapariciones mías en los papeles que le preparo, en las
prosas de despacho, que él no cree importantes, pero necesita, ¿podría
subir el cometa sin los favores de la cola? Sin la cola segundona no habría
cometa ascendiendo sino láminas vencidas y tablillas quebradas en la
tentativa de ascender, ¿Soy yo la cola de su cometa, la que desde pronto
se deja de ver en los aires, nada se ve, para sólo ver al cometa arrogante,
apacible? Me estoy volviendo, me vuelvo a saber el primo pobre de la rica
familia, que salió inteligente, según ellos dicen, y soy su recogido, sin la
piedad del por que sí, para serles de utilidad por si acaso en hacer sus
cuentas, leerles cartas, contestarlas en letra linda y adecentarme, según
ellos dicen, sirviéndoles para cualquier algo, que algunas veces sirve,
también, para ocasionales orgullos familiares en que haciendo correr el
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mate en la sala de las visitas, porque lo haces con más educación que los
morenos, a la dueña se le ocurre ufanarse, pues verán como este chico
nuestro sabe tocar el violín, y te ordenan darles música, y se las das y aún
con ganas para que sepan que sos algo más que cualquiera, y mostrarán
las visitas regocijo por el homenaje que les presta la dueña y te dirán
palabras de aprobación y contentamiento y la dueña dirá sí es nuestro
primo, el hijo de la pobre Juana que nos lo dejó al morir y aquí está feliz
en familia, es útil en todo, y me golpean esas palabras volviéndome a los
fondos de la casa donde el viejo matrimonio de negros, desde hace sesenta
años, preparan empanadas que salen a vender para beneficio de la dueña,
mientras se les han muerto los hijos, infantes en las guerras chicas, o
cabezas de turco en los reñideros de señoritos criollos o mestizos, y otra
vez me llaman para que me vista de domingo y vaya con la dueña a
devolver visitas y a cantar en salas ajenas alegres corridos navideños de
Jesús obediente y carpinterito, o en apuros me llaman para que diga
latines de sacristán en misa de parroquia decente, o a leerles la
correspondencia o las noticias, confiándome que las responda en el mejor
tono y clara letra o explicándoles que son esas nuevas del correo de
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ultramar que se les escapan y por nada ello se explican, y a veces me
prestan para iguales funciones en casas amigas, en las que me saben igual
primo pobre y desobligadas de otro afecto que la última taza de chocolate
que me llega fría, y si me es placer darles música, sí, y si es gusto natural
darles cantos, sí, y si ayudaré a misa el domingo, sí, y si les instruiré en
componer brindis de fiesta para la quinceañera, que oiré desde la cocina,
sí, que me pagarán con ropa usada que a los primos les han llegado otras
nuevas de Europa y con comida de fuentes que regresan del comedor,
humores de la protección y fíjense es tan inteligente que ya le
desconfiamos al ladino, pero en algo seguirá siendo útil, mientras tanto,
todos los días. En algo. Desde entonces. ¿Era yo un forzado? Era lo que
podía ser, cargando mis humanidades, mis Ovidios y mis Gracianes que
conmigo les servían a ellos, y el servicio era mutilación en único empleo
posible.
Felices los tiempos de la picaresca, señor Reed, en que se daban más que
doblados los destinos y un estudiante de Salamanca intermediaba de
soldado en Nápoles, capitán en Flandes, aspirante a recaudador en Nueva
España, comediante en Toledo y sacerdote de primera misa en Madrid. La
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picaresca, entonces, daba a elegir, no ahora, picaresca de un solo empleo,
yo, el intelectual no elector de mí mismo, elegido de una vez y por vida,
forzado a mal rentados desconsuelos y como si se me murieran varios
hermanos antiguos conmigo, enlutada vida entera, sin a otra parte a donde
ir con mi música, mis latines y mi vergüenza. En la única ocupación
confinado no me negaba, en verdad, a algún imprescindible
contentamiento. La violación habitúa y por alguna extraña razón también
se la agradece. Mi Ovidio reparó en ella cuando a Deidamia le dolía el
alejamiento de Aquiles, su violador: Por qué detienes, Deidamia, con
tiernas palabras, al que cometió tu estupro. La violación une más que el
consentido amor. ¿Amaba yo al General? Lo amé en sus juveniles
campamentos, voluntario de su bandera, devoto de su ímpetu insurgente,
era de los suyos para vida o muerte por deliberación de mis expectativas,
él era camino rápido hacia el día que seguiría diferente, pero, ahora, todos
los días tenían la sepultura de un solo día igual, descabalgado y con
consignas de clausura en las puertas, sus banderas renegadas sobre muro
oscurecido de museo, sus ímpetus de convocación deshechos en
diligencias de acomodaciones, yo me sabía, acaso, más ligado a él que
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entonces, no uno de los suyos entre diversos de la lucha, simplemente
suyo en la única alternativa para el servicio de mis humanidades mal
aprovechadas. ¿Era yo de mi violador? Yo, ¿la conformidad del violado?
Cuando niño, me llevaron a mortificarme con un dramón de circo que
debió ser regocijo sentimental de mi madre y sus hermanas solteras y era
en el final de los padecimientos de la esposa que el esposo borracho, o
temulento como decía el programa, daba fuego a la casa, pero a falta de
llamas imposibles en la escena eran las paredes de papel las que se
desprendían como si desde ellas brotará el fuego que, sin dejarse ver,
debiera dejarse oír como un gran rasguño del viento entre hojas secas. Tal
vez me viene este recuerdo para decirle que mi conciencia se apareja a ese
simulacro, se le caen sus lienzos ilustrados, sus pesquisas humanistas, sus
memoriales sentenciosos, sin conocer las furias del fuego, se le caen por
acomodación del que armó la escena y me destinó un segundo papel
escondido en su fraude, yo su festejador, su servil ceremonia. Incendio sin
llamas. Llámela así a mi conciencia, con apenas voluntad de cicatrizar
rasguños, yo, el intelectual solicitado a hechicero, a sacerdote, a bufón.
Hechicero cuando procura la trascendencia que el realismo del General no
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percibe y que, sin embargo, por eso, concurrirá con una sola palabra
determinada que a él le falta y que él repetirá con sus propios sentidos de
la oportunidad para sostener la magia del poder. Sacerdote cuando
sacraliza, con antiguas prolijidades vaticanas y los empeños de la lógica
contemporánea, a esa vieja truchería que se llama Razón de Estado. Bufón
cuando el hechicero y el sacerdote se abochornan en los espejos de los
corredores, apresurándose, apresurándome, que el dictador llama sin saber
yo a qué. Ya se lo tenía leído a Eliot en haciéndolo hablar al desconsolado
señor Prufrock, que no había nacido para ser un Hamlet y apenas
atreviéndose en la comitiva real a susurrarle alguna utilidad al príncipe, se
sabía, a veces, casi un bufón, un bufón.
Lo tenía entendido, señor Reed, lo tenía entendido, porque Juan lo
prefería decir, que la conformidad no ha de ser el estado natural ni del
vientre ni del alma. Yo quito pedazos de mundo a mi alma, quito pedazos
de vida a mi vientre. Caminar con pedazos de alma y de vientre que nos
cuelgan, sin ocupación, desempleados. Si fuera músico me sobrarían
notas, no compondría para orquesta de salón, sino sólo simples de
imperturbable obsequiosidad de sala, qué digo, de despacho, ni regalando
170
ni ahorrando pie emocional alguno para más allá de un curso agradecido
con que agradar sin pronunciar demasiado ni el agradecimiento ni el
tributo. Unas notas nada ociosas, pero corrientes en todo lo posible,
respetuosas del principio al fin, sin colocar énfasis donde no me lo están
esperando, con los temores que acompañan la incomodidad de estar
constantemente sometido a desaprobación, de esperar el reproche en
burla, cierre esa puerta y se queda usted del otro lado, nada mejor que
disimularse y dejarse llevar por la música ajena que se murmura ese
momento en el Palacio, no abrir ninguna puerta sin la lenta ceremonia del
permiso, esperar que se abran por la voluntad de los otros y atravesarlas
replegado, encorvado, como si fuera por la del Templo de Belem que
lleva al lugar del nacimiento, evitando los espejos de los corredores,
evitándome. Éstos son mi tormentos, mi cepo y mis celdas públicas, mis
tormentos, vuelvo a decirle, agravian mi piel como al arroyo le disuelven
los aguaceros sus orillas blandas. A Dios, señor Reed, le ha fallado por
este lado la plomada. Perdone, si entre los desconsuelos se me corren
algunas malas palabras, pero es el caso que el mismo Víctor Hugo ya
escribe, en sus novelas, la palabra mierda.
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Todavía estoy, frente a mi espejo. Espero que desde su fondo, detrás de
la devolución confidencial de mi cara, se haga una luz cualquiera de
justificación, ayuda de complicidad. Al fin y al cabo, la línea recta es una
ingenuidad de las geometrías para que la soberbia de los poderosos
imparta recetas de servidumbre. Qué más perfecta figuración de la línea
recta que aquellas prescripciones propias de alcance colonial,
asegurándose la buena conducta obediente de su pueblo desde la casa al
trabajo y desde el trabajo a la casa, ir derechamente al trabajo, volver
derechamente a la casa, camino recto de ida, camino recto de vuelta. En
esos dos caminos diarios, iguales, repetidos, se le acaba el mundo al
pobre, un pobre recto. El camino más breve entre dos puntos sólo lo hace
el que nada quiere o el que puede más. La línea recta es paso atrás del que
se renuncia a todo, o paso apurado del que sabe que no le esperan
obstáculos porque el camino se le viene todo hecho para él. Pero,
¿dígame, usted, si no le está negada al corredor de seguros, al militar de
segunda clase, al cronista del periódico y con ellos a todos los que van
creciendo a nuestro lado? Para el militar de segunda, la línea recta es
acatar el mando sin razonarlo, vaya él a compartir un golpe contra el
172
poder constituido en el sufragio o a llevarle servicio de policía a los
terratenientes; para el cronista es adelantarse a lo que el director le va a
pedir a pedido de los suscriptores a los que, siempre, hay que complacer;
para el corredor de seguros qué habrá de significarle a partir de su
necesaria aspiración profesional de que cada día aumenten los riesgos de
la naturaleza y de la ciudad para prosperar en los concursos con que la
Compañía lo premiará por superar las marcas de venta en pólizas del año
anterior. Se lo voy a decir de otra manera, se lo voy a decir con Lucrecio
que decía que si los átomos se precipitaran rectamente, en uniformes
líneas verticales, no habría vida en la tierra por falta de energía originada
en impactos de átomos contra átomos, los que se producen cuando ellos se
abandonan de la recta vertical de su caída y se desvían con suficiente
violencia como para hacer del choque la creación de la vida. Y esto, lo
dice también Lucrecio, se refleja sobre la mente, y yo digo, con él, que el
pensamiento que en algún momento no desvía su curso no es pensamiento
humano, sino trágica pasividad y aburrimiento.
La línea recta patrocina los más vulgares equívocos de la ética, la que nos
vuelve a fragmentarios tiempos arquetípicos, desanimando la anchura que
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se va añadiendo a los actuales. No es línea abierta que acompaña o guía,
es línea que detiene y despoja. Y los pueblos, señor Reed, los pueblos
terminan por acostumbrarse, o se facilitan el salvavidas de la costumbre.
Si entre el montón, pregunta usted a uno cualquiera: ¿quieres ser como
Juan o como el secretario?, ¿quieres aprender entre los tuyos tus derechos,
o quieres cruzar la calle, tú solito mejor, y entrarte en el barrio de los
señores y con los buenos modales de complacencia que en la escuela
alcanzaron a enseñarte, imitar al señor secretario en el servicio del jefe, o
alistado en la cocina del señor, tan grande como un pesebre, o en las
galerías, sin entrar en las habitaciones prohibidas y recibir y responder a
órdenes, mande usted, diga señor, qué se le ofrece? Si tú mismo, Juan, le
hubieras preguntado al Juan de la Brígida, la morena del último patio de
tu casa, al Juan de Doña Encarna, la modista de tu madre, al Juan de Don
Eusebio, el viudo zapatero, que si querían jaleo, corridos al monte o
cazados para el calabozo y las tundas del machete de Don Seráfico, el
guardaespaldas del alcalde, o si querían que todos los días fueran fiestas
patrias de reparto de chocolate y ensaimadas en el zaguán de la comisaría,
qué te dirían los Juanes, Juan, sino que amanecerían los primeros para
174
recibir lo que se daba en lugar de ir a buscar lo que se les niega. El que
niega no se hace siempre odiar, se hace envidiar que es forma primera de
homenaje por donde comienza la admiración y el respeto. Y si entre tanto
negar dan algo, alguito, es que Dios se ha acordado de ellos y eso vale
juramento de fidelidad por vida. Conocí yo y conociste tú a muchachito
de andarse en versos, hijo del borracho de la aldea faldera, que encontró
rimas fáciles para la esposa del gobernador que pasó repartiendo cobijas
desde la ventanilla del tren y su verso la llamaba hada buena, sin querer
saber, Juan, lo que sabes tú y yo sé pero no digo y los Juanes no quieren
saber ni dirían, que esas cobijas no pagaban los costos de la miseria que le
había hecho borracho al padre con calabozos por borracho y tal vez cárcel
larga por alguna muerte entre insultos cruzados por los vinos en el
boliche. A los pobres, Juan, les resulta más fácil admirar que odiar, pero,
además, tú lo sabes, y el General también, muchas veces eso anda junto.
El General no se quitaba su mirada dura. Si me vistiera de paisano, si me
impreviniera vistiéndome como uno de ellos, les abriría el corral para
desmeritarme. ¿Cree, usted, licenciado, que los franceses hubieran
fanatizado con Napoleón de seguir usando el corso los modales y las
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ropas de pequeño caporal? Se fanatizaban y se meaban todos juntos de
orgullo viendo de lejos lo que en la puta vida nunca les podría a ellos
ocurrir. Y se lo digo de paso que los demagogos incursan en lastimosa
errata cuando se cambian de camisa, o chaqueta por blusa, para bajarse a
las asambleas. Se ponen al alcance de las desconfianzas. Nadie cree al
igual. Parecerse al pueblo, licenciado, es perderse en él.
Por otra parte, o formando parte de lo mismo, téngalo por seguro, se
admira más lo que no se es, lo que nos falta, lo que se nos ha negado, lo
distante ajeno y hasta imposible. Se repudia lo que está cerca nuestro,
aquello a que podemos echar mano sin mucha dificultad y poco esfuerzo
y no tanto lo que muere despacito junto a nosotros, sino a aquel que a
nuestro lado toma un cacho de estatura propia y se diferencia de entre
nosotros sin dejar de ser de los nuestros. Para eso tenemos agazapado
nuestro modesto Caín, nuestros muy puntuales chaparrones de envidia,
tormentismo de celos y decimos vaya qué va a ser diferente si vivía aquí,
pared por medio, o esquina en cruz, de donde nosotros vivíamos viéndolo
todos los días, y así negamos al que parece partir de nosotros y aceptamos
176
al que a nosotros llega desde otra parte alta y así nos estamos repudiando
a nosotros mismos con la envidia fácil que le regalamos a aquel y la
servidumbre con que recibimos a este otro. Se repudia, se lo dije, lo
propio a cambio de lo ajeno.
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Todo hacía creer al viajero, todo lo aparentaba para el residenciado, que el
reino estaba tranquilo en base a extendidos avenimientos, jerarquía
institucional y confianzas sociales. La apacibilidad no requería partir del
sólido control de por sí, como siempre, efectivo, ni de mano dura, como
siempre alertada, sino que brotaba de vocaciones de consentimiento que
se habían hecho estilos de conveniencia para convivir e irla pasando, cada
uno en lo suyo y gran serenado conjunto nacional. Los miedos se habían
hecho costumbre aceptada, inalterada, corrida desde la sala de las visitas a
la cocina de los morenos, desde los colmados de tres por cuatro a las
quintas de los labradores, desde la Catedral colonial al barrio de los
prostíbulos populares, desde la plaza principal al cerro enzulado,
cubriendo la ciudad no necesariamente muda como de palabras medidas,
178
tan de otoño aún en verano y oportunamente silenciándose de agradecida
a la paz generalizada. No mayor funcionamiento de la censura que el de la
autocensura; no tanta obediencia públicamente demandada, bien
distribuida como en toda circunstancia, espontáneamente, ofrecida. El
General no era únicamente el General y sus concertados poderes de
mando y sujeción. Era la autoridad, tal entendida como el ordenamiento
que el General había fundado, pero de tanto representarla como su hija se
le vino madre de todos y tan luego también de él. Y la autoridad era
generosamente correspondida por el que no había otra cosa qué hacer y el
no te metás que no son tiempo de meterse, de quemarse y malo conocido
vale más que el igual o peor que conocer y al final no es tan malo,
declinaciones de concordancia general y resguardos particulares, ¿por qué
suponer que se podría vivir mejor?, somos un pueblo joven y mucho
habremos de aprender, que de la noche a la mañana no vamos a ser la
Inglaterra que lleva siglos garantidos con ejecuciones en la Torre de
Londres y cambios de guardia de sus soldaditos que se desmayan de muy
tiesos a la puerta del Palacio, y siempre es bueno, acá y allá, que haya
quien mande y sin autoridad ningún país prospera y la cosa hubiera sido
179
peor si se atropellara la chusma con el gobierno y fue el patriotismo del
General lo impidió, o no lo recuerdan cuánto le debemos al General.
General, qué grande sos. Los coroneles territoriales, perfectamente
sosegados, rendían cautelosa obediencia a la autoridad nacional por
reparados y protegidos que bien les eran sus simultáneos derechos a
entender en el mando de su región y a gozar la propiedad de miles de
hectáreas y caballerías regadas y de pastos tiernos, que pasaron a ellos a
través de la confiscación de tierras muertas que el progreso y sus leyes
reformistas les hicieran incluso a las órdenes religiosas. Cada gran señor
en tienda-hacienda-Estado regional, poniendo jueces de paz y de alzada,
párrocos y comisarios, escribientes de despacho y oficinistas
recaudadores, cronistas de la ciudad y sus periódicos. El monopolio del
comercio exterior, que regulaba el General, acertaba a conformarlos con
precios de holgados resarcimientos, mediante los cuales quedaban
administrados y sometidos al monopolizador. Ninguno de ellos tenía
menos que nada para resentir, ni, acaso, qué reclamar. Esos acuerdos
proveían de excelente lucro y mayor seguridad que el alzarse con las
peonadas y los policías locales contra el absolutismo del poder central y
180
terminar deshechos por los soldados de línea y los cañoncitos alemanes y
veinte años, acarroñados, en los fosos del Fuerte. El dueño de la aduana
nacional era dueño de ellos, dueño de la paz regional, dueño de la paz
republicana. La Universidad, fatigada de tanta descontetiza, mucho grito y
riña placera, se recobraba a los latines, dejando olvidados en los
calabozos a los empecinados que no se acordaban a la paz, mal que se
entretenían con ideas exóticas. La emigración de los opositores poco
conseguía alterar desde la otra banda del río. Sus militares, gastados en las
guerras grandes, de ninguna aptitud para las guerras chicas, lanzas contra
fusiles de repetición, trastornados en alucinaciones posreumáticas de la
patria, cedían sus antiguos laureles independizadores al embrollo de los
cónsules europeos, que les intrigaban sobre la libre navegabilidad de los
ríos interiores y de la internacionalización de la isla en medio de la
desembocadura, clave del sistema de la cuenca, y les aceptaban barquitos
franceses y una legión italiana para invadir por las provincias litorales.
No eran enemigos. Si no existieran, hubiera que existirlos. El fracaso de
ellos le rendía los mejores favores para que el Restaurador del Orden y el
Fundador de la Paz Larga fuera reconocido el Ilustre Defensor de la
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Causa Americana y de la Integridad Territorial del Continente. ¿No eran
los momentos propicios para poner al país en los rieles de una
Constitución? La Campaña de Pacificación contra las intenciones de los
salvajes afrancesados, había dejado que se escribiera en La Gaceta
Liberal, culminará con la sanción de la Carta Magna que los siglos
postreros conocerán con el nombre de su inspirador. Una Constitución es
el lujo que se merece un país pacificado. ¿Impaciencia del General en
codificar a lo napoleónico? Por ahí, iba la cosa. ¿Un Código Civil? Se le
conciliaban las dudas. ¿Una Constitución? Se le rehacían las dudas. No
me van a decir que un país como éste se lo gobierna con un cuadernito
con el nombre de Constitución, correspondería reunir un Congreso para
cuya formación se inviertan urgentes miles de pesos, insuman su tiempo
todos los gobiernos provinciales, desatendiendo otros asuntos vitales y del
momento, se pongan en juego todos los intrigantes, y en alarmas y
desconfianzas los pueblos se promuevan cuestiones odiosas y acaloradas
que nadie pueda resolverlas dejando en intranquilidad a la República, y
por único resultado unos estén por parte del cuadernito, otro por otra,
algunos la aprueben del todo, entre aquéllos se dispute la parte que se
182
deba adoptar, éstos no la quieran reconocer, la República toda se vea
convertida en un teatro de anarquía y de horrores como ha ocurrido
siempre que se ha querido organizarla de este modo, sin guardar el orden
lento, progresivo y gradual con que obra la naturaleza, ciñéndose para
cada caso a las oportunidades que presentan las diversas estaciones del
tiempo. Hasta por ahí pudiera ocurrírseles el voto secreto, que eso,
licenciado, es una gran cobardía propia de gente que esconde sus
intenciones vaya a saberse con qué inspiración inconfesable. En un país
de machos cada quien debe pregonar por quién vota, así como se hace en
nuestros plebiscitos con voto público, escrito y firmado. Somos, repito de
paso, licenciado, un país de machos y me ilustro para decírselo en los
librepensadores que no se preocupan mucho por no llevar su
anticlericalismo a sus propias familias, como que lo usan en parafraseadas
en el Club Liberal y sus esposas son devotas de comunión regular,
anticlericalismo de hombres solos que lo vieran como indecencia para las
virtudes caseras, lo que bien se lleva con mis prevenciones, y sigo en mi
asunto.
183
Apechugaré, señores, como hasta ahora. El gobierno ha respetado las
garantías inestimables de la seguridad individual en cuanto le ha sido
posible, y ha limitado el poder que inviste a la detención temporal de
algunos individuos cuya libertad es incompatible con el orden público, no
habiendo impuesto la última pena después de haber comprobado el delito
sino a aquéllos cuyo castigo era reclamado con urgencia por la vindicta
pública. Con la Sala de Representantes tengo suficiente, hombres de
honorabilidad, riqueza y apropiadas luces, catedráticos del viejo partido
de la conservación, hacendados de los dos viejos partidos, importadores
con oficina en el edificio del Club de Residentes Extranjeros, civiles todos
de consiguientes prestigios, discreción y merecimientos, tanto
respetuosamente conocidos y distinguidos por su afable y educado trato
en los ambientes de su actuación, civiles pacíficos y no jefes de
regimiento guardándose la revuelta adentro para cuando les pinte la
ocasión. No vendrá de aquellos ilustres colaboradores de la paz la llamada
patada histórica contra el presidente que debiera estar esperando de un
vicepresidente asignado por la Constitución.
184
La Sala de Representantes lo sabía entender por delante y por los
costados en la variedad de sus intenciones y si cometía el más pequeño e
involuntario de los errores por desapercibimiento, estaba preparada a
indemnizarlo en grande. Lo que ocurrió. La Sala quiso ser obsequiosa y la
impaciencia por serlo le restó a su resolución el principal beneficio de
complacer al obsequiado, pues la isla que, por voto unánime y
nominalmente anotado, entregaba el Estado en posesión personal y
definitiva al General no era aplicable a usufructo inmediato. Pendejos, se
creen que necesito una isla a que mandar mis nietos a cazar pajaritos. Me
dictó. Procederes como los que inspira mi amor a la Patria y mi por igual
respeto a Dios y a la Familia, no se aseguran con el premio del doblón y
sus cuatro duros. La voluntad de bienhechería que caracteriza mi alto
objetivo y pura benevolencia mal podría acordarse con tan mensurable
gratificación, minorando la índole de un gobierno noble, liberal y
magnánimo. Corrí a La Gaceta Liberal y le di al editorial. Una vez más se
manifiesta, entre sus claras virtudes, la del desinterés en la persona cuyo
activar no cabe ser juzgado con medidas vulgares, sino por las
valoraciones que se sobreponen en los grandes capítulos de la historia de
185
los países y de la humanidad. ¿Qué le importaría un nuevo
reconocimiento de sus contemporáneos? ¿Qué halago humano puede
alcanzarlo en sus alturas? Su mente sobrevuela el espacio conocido para
llevar su grandeza a regiones en que están de más los juicios del presente.
Así se me iba la pluma entusiasmada para terminar reclamando de la
misma Sala una radical enmienda: la aprobación de una Ley Suprema del
Estado inhibiendo a cualquier poder que lo componga, o lo represente, de
inferir agravio al General, ofertándole obsequios cualesquiera, pues ello
no determinaba sino provocar los rechazos de su temple por molestia
indigna a su autoridad. Me había pasado. El General dejó de llamarme
tres consecutivos días siguientes a su despacho. Saqué lección: quien se
entusiasma se jode. Más intranquilos habían quedado los Señores
Representantes. ¿Aprobar la Ley propuesta por el editorialista del diario
oficial? Era cerrar una puerta sin consentimiento directo del dueño de la
puerta. Hombres sabios, discretos, prudentes, insistieron ante el General,
supieron insistir. Honorable delegación le llevó razones que renovaban
instancias. No una isla alejada, sino una estancia de quinientas leguas
cuadradas a sesenta kilómetros de la ciudad, por donde se extenderían el
186
año venidero los rieles del ferrocarril inglés. El General volvió a los
mismos argumentos de su remitido. La honorable delegación consiguió
vencerlos. Bueno, pero prudenciemos los ecos de este homenaje, pues lo
llevan por sabido que la mucha bambolla desafecta los sentimientos de mi
humildad. Era al cuarto día. El General me llamó a su despacho, como
cualquier otro día cualquiera, pero más cordial, diría aprobatorio, o
agradecido.
No habría Constitución. Primero, son los ordenamientos naturales de las
costumbres; más tarde, siempre hay tiempo para ello, el mandato escrito
de los imperativos institucionales. Somos un país joven sin malsanas
impaciencias. Aprendamos en la fortificación de las costumbres antes de
ser merecedores de la ley nacional. La ley no ordenaría lo que
desordenarían las costumbres no suficientemente conformadas. Estamos
trasladándonos por el mejor camino. La sabiduría jurídica de la
humanidad, aplicada a los provechos de este país, recomienda iniciar la
confortación a la República con las garantías del Código Civil y el Código
de Comercio para la función promotriz de la propiedad y la prosperidad
187
universal de la nación y sus regiones. Le pasé estos juicios al director de
La Gaceta Liberal, que los puso en editorial con su firma. El periódico
realizó encuesta. Lo mismo opinaron los profesores de la Universidad, la
comisión del Club de Residentes Extranjeros, el presidente del Tribunal
para negros, mulatos y mestizos, el director de las reducciones indígenas,
el autor de la letra del Himno Nacional. Hicieron conocer su asentimiento
el Embajador de Francia, el Ministro Inglés y el representante papal, aún
no reconocido oficialmente. No habría Constitución. ¿Para qué? En
cambio, el viejo Fuerte resultaba realmente inadecuado para sus empleos
de despachos, oficinas y prisión. Tengo en deliberación un gran propósito,
licenciado. Ya se lo sabía. Cada vez menos necesidad de uso, él conmigo,
de palabras.
Esta vez, también tenía razón. Dictadura sin Palacio, dictador sin Gran
Morada mal se avenían al paisaje de sedimentado orden con que habría de
figurarse un régimen codicioso de perpetuidad. Gran casa propia de la
dictadura y del dictador, altas torres con cuadrantes de relojes, que no
fueran menos solemnes que las de campanas y badajos, pero mayores en
seguridad para desafiar al tiempo y tenerlo rendido, cuatro alas extendidas
188
para no ofender a ninguna oportunidad del espacio, pero convergentes
para cerrar grandes patios interiores de utilidad a las debidas reservas de
una residencia oficial, siete salones de ceremonias con que graduar la
significación de los recibos por el orden escalonado de las puertas,
galerías claras y galerías oscuras para diversidad y complementación de
usos sociales y/o políticos, parques diseñados para instruir respetos verdes
en las persuasivas distancias entre el Palacio y el resto del mundo. No sé
quién, aúlico extremoso, le alentaba los extremos de la vanidad en
construir un castillo junto a la ribera y que el agua del río alimentara un
corrido circular de fosos de seguridad, desempeñándose un puente
principalísimo de ceremonias y otro de tropa en los reemplazos de guardia
y otro tercero para los servicios menores de aprovisionamiento. La piedra
vendría en bloques desde el mismo desmantelamiento de los castillos
europeos, cuyos títulos se ofertaban, con éxito, en Nueva York entre
amillonados bárbaros que se civilizaban con trasplantes. No lo decidió ese
quien, pero hubo otro equivalente quien que insistió en provocarle el
gusto de habitar un Buckingham Palace, que se lo podría replicar, también
piedra a piedra, para no desmerecer su autoridad ante ningún poderoso de
189
la tierra. No cayó a ese extremo, tampoco. Se mantuvo en dudas,
navegándole, confundidos, su tentación en lucir poder de muros perpetuos
y tirones de entendimiento contemporáneo. El cónsul de Cerdeña le dio
aviso de la existencia, en París y sin contrato, del arquitecto italiano que
le había armado Palacio, en El Cairo, al Virrey Alí, por otras señas, gran
degollador de mamelucos. Si a él le sirvió, me ha de servir a mí. Consultó
con el abogado local del Banco de Londres, aprovechándose que en esos
días lo visitara acompañando al Almirante del Atlántico Sur, previéndole
éste y ratificándole aquél que la flota de S.M. bombardearía el puerto si el
gobierno no cubría la deuda pendiente con la central bancaria. El abogado
opinó con entusiasmo. Venga el arquitecto. Vino. También brigada
internacional de herreros alemanes, carpinteros franceses, ebanistas
españoles, maestros de obra italianos a trabajar con los hábitos de sus
famas, o los deportó por antisociales, le previno, sometiéndolos a algo así
como disciplina de cuartel y excelente salario en libras esterlinas. Los
muros principales de una vara de espesor entre tapias y rafas, cal y canto
con exteriores de ladrillo rojo, interiores con bases de mármol, cielos
rasos con estucados imperiales, balaustradas con simultánea aptitud de
190
trincheras, cristales de viejos castillos franceses para ventanas góticas.
Al año, ni un instante antes ni un instante después, se inauguraba con
fuegos artificiales en las terrazas y salva de cañones en el puertecito
propio, la gran casa de la dictadura consolidando los poderes políticos del
General. En los parques, hacia el río, transitaban importaciones de
papagallos celestes y faisanes dorados. A los fondos, los colmenares, al
cuidado de suizos, alentaban los símbolos de la conformidad laboriosa. La
residencia, refutando la transitoriedad de día que va y de día que viene,
extendía la ambición de balcones colgantes más allá de su propio
emplazamiento en el cerro florido.
El General respiró a durar, a perennidad. Sólo un disgusto. Esos disgustos
siempre vienen de los más obsequiosos. Fue ocurrencia de su Ministro en
Europa. Más grande que un perico, era un retrete individual, de colección,
según certificado de los anticuarios de Chelsea, usado por Lord
Wellington en campaña, tan completo como lo permitía la mejor tradición
europea en la materia, móvil o para emplazar, porcelana de base
esmaltada en Sunderland, un retrato de Napoleón en el lateral interior que
hacía fondo combinado con una ronda de ranas en el nivel superior, donde
191
se leía en inglés chesteriano: Úsame con la alegría que te asisto. Y a
nadie diré lo que yo he visto. La tapa, forrada en terciopelo eclesiástico,
encubría una caja de música que tras un indispensable previo y sonoro
God save the King, ofrecía un servicio de recital de leves trompetas tan
pronto se la levantaba al iniciarse la función. Se enfadó el General por los
irrespetos a su vieja admiración por los Napoleones. En esos días,
aparecieron sobre mi mesa de trabajo papeles de Juan.
192
19
(Papeles de Juan, 1)
No quisieron saberme uno de ellos. Había que llegarles a caballo y
decirles vengan, y yo me les acerqué de igual a igual para decirles vamos.
Al vengan, irían. Al vamos, se quedaron. No me oyeron, no quisieron
oírme, ni tiempo me dejaron para empezar a decirles qué les llevaba que
no era mío engatuzamiento de caudillón camandulero, encintado de
pistolas, sólo llaneza de a pie como que no peleemos más por ellos, que
Juan y Pedro lo hagan por Juan y Pedro, que Juan y Pedro no serán más la
mano de obra de lo ajeno, que lo ajeno usa y abandona, y las sangres
paisanas sirvieron siempre de elevación de los amos que entre sí se
disputan la autoridad sobre nosotros, y peoncitos para esas fajinas
seguirían pariendo las muchachas que de viejas contarán los hijos por las
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tantas guerras chicas que se los llevaron. Debiera haberles llegado con
charretera de dorados y espadón de mando montado. Y yo les venía para
serles uno de ellos, alistado a la par de los cualquiera entre tantos
cualquiera que eran ellos y quería serme yo otro cualquiera con
previsiones y anuncios para servicio común, para alertarnos entre todos,
para sabernos algo, todos juntos, los cualquiera. No me rechazaron sus
miedos. Le pusieron indiferencia al señorito blanco que no les hablaba
fuerte lo que le habían escuchado al Taita y a los Coroneles, y si así yo no
les hablaba poco tendría para darles. Que el Taita y los Coroneles los
rejuntaran para sus partidos siempre había ocupación sabida, natural
entretenimiento. Que yo les iniciara un nuevo cuento en que ellos serían
sus Taitas y sus Coroneles no se les ocurría legítimo, y muy así no más
me hubieran entregado a las manos del Taita y del Coronel si hubieran
comparecido por los alrededores y les hubieran dado ayuda para calzarme
los grillos o sacudirme los primeros latigazos hasta quitarse de mí, de lo
que les llevaba.
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Vi en la plaza al indio que no decía palabra ninguna de aceptación o
rechazo, metido en su alejamiento, impávido gesto de sobreviviente en su
renuncia, vuelto a su antigüedad sin respuesta.
Vi al mulato fuerte que me estaba averiguando con qué músculos vendrá
el señorito blanco, sin caballería y sin lanza, incapaz de cruzar un torrente
a nado, de pescar en la noche, de parar al toro, de danzar al santo, de
terminar el porrón de los rones, tan inhábil de cuatros y guitarras, tan
peinada su barba, tan débil en su palabreo. Nada de lo mío me hacía uno
de ellos, menos aún que no traía alforja de festejos con ginebra, libras de
yerba o chocolate, fajas de cuero para su cuchillo del domingo. Se fueron
a ver los vidrios de colores que el prestidigitador sacaba de copudos
sombreros, debajo de las recovas del Cabildo y a poner sus níqueles en los
tragamonedas en la puerta del boliche.
Vi como me veía el mestizo, preguntándose que venía a vender o a qué
apropiarme de lo suyo, presumido urbano de paseo por barrios y aldeas, o
si tendría, aunque fueran recortadas, algunas macuquinas para ofrecerme
frutos de su quinta y alcohol de la destilería casera, trato hecho entonces,
pero a qué trampa venía ese embrollo de palabras que no lo sentarían,
195
camisa de seda y prendedor en la corbata, en la vereda del Club para su
propio orgullo sobre los suyos. No era yo su peligro ni su favorecedor, ni
riesgo ni conveniencia. A otra cosa, que nada nos comunicaba, allá yo,
lejos de él.
El criollito ocasional, placero, me veía desde más lejos, suspicaces
sonrisas entre sus dientes, guiños de astucia y pereza, socarrón y
replegado, diciendo por lo bajo cómplice que te estás fregando sin
beneficio, de ganas de alterarte en lo que no te importa ni te rinde, vente
para acá que acá tenemos licor importado y hembras difíciles que se
hacen fáciles, vente a la casa de la hacienda, que no nos faltará indiecita
que atalayar, el capataz hará que le den baño a la mulativa y nos la llevará
a la cama que ya le habrán echado plancha a las sábanas para que no se te
resfríen las pelotas, déjate de esas chifladuras y vainas, el mundo es tuyo
y como si lo estuvieras regalando porque te sobra.
Cada cual me estaba negando, cada cual a sus razones, a sus
desconfianzas, codicias o contentos, cada cual con lo suyo para dejarme
solo en la plaza, sentenciado.
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Un niño, en quien el pronto adolescente le estaba pidiendo cuentas
violentas a su inocencia y ésta le prestaba su última corazonada, motudito
por arriba, mestizo de piernas ligeras y fuerte espaldar, criollo en la
perspicacia de mirar adelantado, se vino a regalarme su asombro.
Mirándome, me decía: Aún no es mi tiempo. Yo comencé a saber. No es
tiempo todavía. Y le dije: Será mañana. Lo entendió. Cuando abandoné la
plaza, me seguía. Le tomé la mano. ¿De dónde eres? Del otro lado de la
montaña. Ahora, vete, no mires hacia atrás. Lo hizo. El camino no era
lejano ni difícil para sus hábiles piernas. La partida policial llegaba para
prenderme. Había alcanzado a decirle: Cuídate, no te dejes tumbar por
bala perdida.
197
20
Que las atendiera, brindándole sus respetos y facilitándole los favores de
vanidad o necesidad, si por ellos venían. Los de vanidad no eran, claro
está, tan evidentes. No resultaba difícil figurarse que viéndolo en ganancia
de tan grande índole, le estuvieran llorando el hijo de los zaguanes que,
gracias a Dios, entonces no se le ocurrió venir, pero que ellas se llegaran,
ahora, como a él se le alzaba suponer, para decirle al secretario sus
melancolías provincianas y yo fui su querida y dígale que después de él
no tengo más recuerdos, era mucho presumir sobre la persistencia de los
que había dejado. Se venían, secreto y pudor vencidos, con dignidad de
soltería aún fragante, a sólo pedir rapidez en el expediente de jubilación
como directora de la escuela de maestras normales del distrito, o con
arreglos de viudez reciente a requerir el no me olvides de una pensión
198
para seguir manteniendo la decencia del hogar bien formado, o, en
iguales grados de necesidad, a que no le distrajeran al hijo en los servicios
del Ejército porque su salario era su sostén, o a que algún empleo habría
de haber para el sobrino, hijo de la hermana muerta que, por ella criado,
era lo único en que podía apoyarse para vivir. En definitiva, asuntos
fáciles en la cocina del Palacio. Se volvían contentas. Hubiéramos querido
verlo a él, pero tal vez así haya sido mejor, y usted ha sido tan amable que
mucho le agradecemos a él y a usted. Pasado, pasado.
El orden quiere orden. El General llevaba los empeños del orden a sus
correspondientes capítulos sentimentales. El orden había querido hijos
que él viera crecer, así como vigiló cimientos, muros, cornisas, techos y
terrazas durante la construcción del Palacio. Palacio e hijos era echar para
adelante. Los venía haciendo en orden, para el orden, con los equilibrios
biológicos de la paternidad reconocida, ensanchándose mundo, haciendo
hijos como había levado los primeros paisanos para la guerra, para
asegurarse compañía, acompañamiento, alistados en batallón custodia de
sangre, apellido y fama, y los hacía en sola mujer para ese empleo,
morena como él, su Doña, con casa digna en el barrio de los rentistas
199
urbanos, sin nada que falte, sabiéndolo yo que todas las mañanas
verificaba los envíos de las necesidades del día, cuidadoso, por delegación
especial del General, de la salud y el bienestar de Doña y prole, mujer,
como iba explicitando, ancha y firme como el colmenado horno de hacer
pan en los fondos, paridora regular con la facilidad con que va el
riachuelo a aclararse en el río, mujer siempre llena, vientre de puntualidad
cronológica que se verificaba en la libreta que yo le llevaba al General.
Anote, licenciado, anoche estuve donde Doña, no por desconfiado pero en
estas cosas vale anotar las responsabilidades contra los siempre probables
embrollos. Era una de las libretas. La otra correspondía a la actriz italiana
que le desertó al tenorino en gira y buscó empleo a sus dotes. ¿Con quién
hay que acostarse para trabajar en este teatro?. El director de la Sala
Municipal dimensionó la mercadería y calló. El silenció le fue entendido.
No faltó quien la ofertara al General. Anote, licenciado, anoche estuve
donde Doñita. Cada cosa a su afán. Una me da hijos y otra me da fiesta.
Para la Señorita no había libreta. La Señorita, porte ufano, el mismo para
reclinarse en misa de comunión pascual que en el palco de la Opera
aprobando los sostenidos del barítono de La Traviata. Ese porte de su
200
constante aplicación y uso se confortaba, enhiesto, desde los altos tacos
de la cabritilla y los corsés franceses que ordenaban el busto, alentado
éste con píldoras de Madame H. Duroy, pero, por lo demás, y no lo era en
poco, le henchían los ánimos los dos diplomas que lucían, a uno y otro
lado de la dorada consola, en la sala de la casa de los padres, tal como en
los días que vivían ellos, y era el uno, de eficiencia, obtenido muy
tempranamente en la Academia de Corte y Confección, sección
latinoamericana de la de Avignon, y el otro de reconocimiento de la
Aliance por estudios que la entretenían en las demoras ininterrumpidas de
su noviazgo, y que, felizmente, le permitían leer todas las semanas
L’Illustration, de París, suscripción anual 52 francos, donde había
encontrado la descripción de los rápidos efectos de las píldoras de
Madame H. Durey. La afición a la música no le rindiera iguales prestigios
y satisfacciones, porque muertos papá y mamá y ella en punto a novia
observó la recomendación de la primera tía soltera, sabedora, quítale
motivos al novio para concertarse celos. Despidió al profesor moreno,
cerró el piano, cubrió el arpa. Cuando te cases, fue previsión de la
segunda tía soltera, estarían cuchicheando hasta que prueben que el niño
201
nació sin motas. Más valía que preparara el ajuar con los moldes que
ofrecía, suscripción complementaria, L’Illustration y leyera novelas de
Lamartine, en ediciones Garnier, tapas repujadas, tan bellas, tan tristes en
amores sin bodas. La primera tía y la segunda tía aseguraban pulcritud en
los días de la sobrina con las cautelas propias de sus solterías bien
llevadas a ojos vistas y a mérito de quienes sabían apreciar. No se podía
decir de ellas ni una palabra. Que nada pudiera decirse, tampoco, de la
hija de los malogrados cuñado y hermana. Las cosas siempre habían sido
así, de tan excelente reputación, en ese hogar. El General, novio, la
visitaba una vez por semana en la sala familiar. Ella, novia, le daba
compañía en protocolo oficial. Era una preseñora en las ceremonias
públicas del Palacio, seguida de sus tías. Licenciado, asegúrese que no le
falten ramos a la Señorita todos los días. Doña, Doñita y Señorita,
división del trabajo, misión, alegría y apariencia. El sistema trinitario lo
proveía de adecuadas respuestas a estar por la duración de su
funcionamiento, lo que convenía en mostrárnoslo tan en orden en la
administración de sus sentimientos y goces como lo era en minucias y
horarios de su despacho.
202
No hubiera querido desarreglar ese orden, pero el General podía
encontrar cama aromada así y donde se lo propusiera y las prefería de
mujeres ricas para darles ocasión al no menos dormido resentimiento del
soldadito pobre. Se lo consentía cuando se le presentaban sin buscarlas y
les eran desrazones de su capricho la elección o el rechazo como que
acostumbrado estaba a discernirlos entre abundosos tributos. Esta vez en
voz baja, señor Reed, porque nunca fue ni será intención mía debilitar,
siquiera por hablas menores, el honor de las mujeres, así ellas se
empeñaran en desincomodarse de él. Y le estoy diciendo que hasta
matronal esposa de Ministro entrañablemente afecto, le solicitó
atenciones, y, acaso, más que por sus gracias sí por preferencias que lo
obligaban a su esposo, le concedió el General el premio de unas rápidas
bodas detrás de la puerta, como decían las señoritas de mi pueblo que
habían envejecido sin consuelo ni a uno ni a otro lado de las puertas. La
cosa me fue sabida en razón de que el General no le dio, ante mi,
ocultamiento como si necesitara ante alguien, y para el caso era yo,
arrogantarse, pero lo era por motivación diferente y su razón venía de una
puerta que, por descuido, sin duda, de la trabajosa espontaneidad de la
203
dama, no fuera correctamente cerrada y dio que el mozalbete que era su
hijo se llenara los ojos con la visión de su madre y el General entrelazados
en gimnasia como amorosa. A la mañana siguiente, primera hora de
despacho, tal hijo se presentó a la sala de edecanes solicitando pronta
audiencia. Sáqueme, licenciado, de este embrollo. No él, sino yo lo recibí
por si acaso lo traían aires de honor y de venganza. No eran tales. En
definitiva, asunto fácil en la cocina del Palacio. Estaba vacante el cargo de
agregado en la Legación en París y se fue con el decreto de designación
en el bolsillo. Se fue, contento. Hubiera querido verlo a él, pero tal vez así
haya sido mejor, y usted ha sido tan amable que mucho le agradezco a él
y a usted. Se contentó su padre, el Ministro. Le agradezco lo que ha hecho
por el muchacho, pero me parece que lo ha honrado con algo más de lo
que merecía.
204
21
(Papeles de Juan, 2)
En las galerías del Cabildo me trataron como a paisano pobre pasado en
vinos tristes. A los tumbos me entraron entre una y otra fila de
uniformados y de sin uniformes, trompadas en la cara, patadas en el culo,
patadas en los tobillos, rebotándome, marche rápido, carajito, y se
entretenían en demorarme a golpes, trompadas por arriba, patadas abajo,
marche rápido, trompadas, patadas, carajito, hasta el calabozo de los
fondos. De aquí no te saca nadie, carajito. Para tres días o cuatro que no
me sacarían, me hacía sueño antes de la bazofia por almuerzo para
sosegar el hambre y domesticar los ascos. Del pabellón de presos
demorados, depositados, a sentencia, se zafaban gritos: que nos tiren al
dotorcito para el afrecho. Para el cuarto día la voz sargentosa: este carajito
205
se ha salvado del cuadro quinto por un pedo, lo piden de la central. Me
transfirieron de comisaria a comisaria por las quince parroquiales del
distrito urbano. El comisario, agauchado: ¿sabe dónde lo llevan?,
tentándome los miedos. Las escaleras mordidas ablandaban el paso y el
que me daba entrada, pachorriento, comedido: a los que no se retoban se
les arma un catre aquí mismo en la oficina y no le faltará cobija, calorcito
de hogar, ¿no?, como quien dice un bulincito para unas horas, llevo
muchos años en esto y sé distinguir a los que traen, usted es persona
educada y sabrá comportarse, le habrán dicho sus amigos que al
Comisario Jefe de la Seguridad Especial nadie lo ha engañado, siempre se
las arregla para saber más de lo que necesita, a los retobados les saca la
verdad con tirabuzón, como escupida de músico, muchos guapos contaron
más de lo que sabían, ¿quiere comer?. Ya estaba un plato de puchero frío
en manos de un uniformado gigantón de lucha romana. Coma doctorcito
que lo va a necesitar, se lo aseguro, yo no ando en estas cosas en que anda
ese mozo de las trompadas fuertes que se les escapan de esas manos de
plomo que su mamá le dio, la mía no quería que entrara a laburar en la
poli, pero qué iba a hacer, no me gustaba la escuela y si la vieja me viera
206
que hasta tuve que ir a la Pitman a aprender un cachito de inglés de
apuro para manejarme bien que mal con esas fichas que nos mandan, me
entretengo con el fichero alcahuete y salgo poco en comisiones cargando
bufoso para las precisas, eso sí me gusta aconsejar a los nuevos para que
no pisen la cáscara de banana y se estrellen con el Comisario Jefe que es
un poco nervioso, dígale todo lo que sabe, largue lo que sepa y todos
quedamos en paz, con él no se juega, el hombre debe saber desinflarse
como el bandoneón cuando le viene la mala, no me diga que no se le caen
las medias en el almacén del bajo viendo al mago dándole al fuelle y
cantando despacito: quedate en tu esquina, no salgas de tu barrio, se un
buen muchachito.
Me estaban pasando a otra oficina. Alcancé a ver el retrato del Cantor
con su sonrisa afeitada de costa a costa y el del Ministro de Gobierno,
cabeza pelada, ojos abuitreagados, nariz roja, profesor de Constitucional
en la Facultad. Sentalo acá que esté cómodo el doctor, perdón, que le
faltan algunas materias según el prontuario. Dígame, señor, qué gana con
hacer lo que anda haciendo, que lo embadurnen para toda la vida, no se
meta donde no hay tajada y donde hay tajada asegúrese antes de meterse,
207
ya se lo habrán dicho sus amigos que aquí la ligan hasta los comedidos,
al jefe no le gustan los mudos, le recomiendo que conteste, usted es un
muchachito educado y sabrá conducirse pensando en sus padres que
querían que usted fuera un hombre de bien y véanlo metido como está
hasta la coronilla emporcado por sus amigos que ya cantaron todo sin que
los apurara demasiado el Jefe, el Jefe es muy curioso, antes que usted diga
yo no sé, ya quiere saberlo todo, perdón que se lo diga pero yo ví pasar
muchos que entraron sin miedo y salieron achicharrados con la lengua
cansada de contar toda la historia desde los tiempos de la abuelita, el Jefe
les hace caer los pantalones antes de que se den cuenta, muy inteligente,
señor mío, para escribir en los periódicos pero muy poco piola para darse
una buena vidurria, más le valiera, señor mío, tomar el solcito en la
perrera y ponerle unos mangos pechados en un buen burro aunque no
doble los mangos, va a ganar en solcito y tranquilidad, gustazos de la
vida, jovencito, ¿a qué nunca fue el hipódromo?, yo tardé en rumbear para
ese lado, mi viejo era jugador de ley y le vendió hasta el ropero a la vieja
y mi tío le decía a vos te están pudriendo los caballos lerdos y las mujeres
ligeras, pero qué se le va a hacer yo ya estaba en la perrera poniendo los
208
manguitos y los pulmones a Botafogo, era tan fija que pagaba poco pero
me daba gustazo como ir con las minas que te dicen apurate que tengo
otros esperando, si ya sé porque me le estaba deschavando en asuntos de
la suerte, usted está en la mala y Dios quiera que esta cana le abra los
ojos, te fuiste para el lado de los tomates, yo de vos, un mocito bien visto,
me dedicaba a hacerme la Ameriquita, a trabajar en Tribunales mientras
metés materias en Derecho, a gozar la fresca viruta, andá a la pileta del
Universitario, tirate en esa, gilito, refrescate ayá que sino te van a
refrescar acá y se te va a congelar el pito, mirá que muchos machitos
pasaron por acá y después tenían vergüenza de mirar a la novia, pa qué te
vas a complicar la vida, decime en qué país naciste o no te enteraste
todavía que quien no se acomoda no mama y quien no mama es un gil, en
qué país naciste, chiquito, no te lo dijo tu vieja no te metás a redentor que
te va a costar mucho y no vas a cobrar nada, que la trompada suelta que
ande por ahí te la vas a ligar vos, y van a poner el dedo sobre tu nombre
cuando hay barullo y revisen las listas, a ese me lo traen ande o no ande
en el asunto, mejor es tenerlo enjaulado y te comés una cana por portación
de armas aunque te encuentren sin ferretería, unos días en el cuadro
209
quinto con pulastros y un mes entre los distinguidos de la Migdal en
Devoto, y cada vez que salís hasta la vieja le va a costar reconocerte y
todo para qué, si salís de esta quedate en tu casa, meté materias, tomate la
copa en el Marabú, franeleá de lo lindo y los sábados a la tarde una
encamadita de cinco mangos que si te dejan acá adentro se te van a apagar
los carteles de la calle Corrientes ahora que la están anchando, te lo digo
yo, no la corras de boludito que acá se te van a cansar los huesos, te lo
digo yo, trabajate una mina platuda para el casorio, el que no se acomoda
no mama y el que no mama es un gil, ahí te vienen a buscar, no te hagas el
gallito que la vas a cobrar el doble y nadie te va a agradecer.
Por el corredor aturdía la radio. El mundo fue y será una porquería, ya lo
sé. La tercera oficina. Apagá esa radio que ahora va a cantar al señor. A
usted le será fácil. El otro lo dijo todo, habló como el espiquer del
informativo de las ocho y veinticinco, todo lo contó despacito, esperando
que al escribiente no se le atropellaran las palabras en la máquina. Lo
suyo es fácil. Si usted quiere, puede comenzar no más. ¿Un vaso de
agua?. ¿Un cigarrillo?. Tómese tiempito para recordar bien, lo esperamos,
usted es un universitario y sabrá de estas cosas, no queremos perjudicarlo,
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nosotros cumplimos órdenes, si usted nos facilita, tanto mejor, el
escribiente ya lo está esperando, empiece, no se demore demasiado,
recuerde que el otro hizo un cuento largo, lo contó todo de-ta-lla-da-mente, de-ta-lla-da-men-te. Las órdenes en su caso son severas, usted merece
el honor del máximo rigor, claro está dentro de las formas correctas para
tratar a un universitario como usted, usted tiene suerte no ser como los
otros, para usted tenemos otras maneras, pero no se equivoque al contar,
no le valdría la pena equivocarse porque ya lo sabemos todo, ya ve que le
estamos dando un trato de amigo, cuando cerramos el acta se harán unas
diligencias complementarias y cosa de una hora como le digo le
devolveremos, no quisiera por usted y por mi que las cosas no pasaran de
aquí, hágame el favor de que el Jefe no me demore el ascenso y haga el
favor de no contradecir al otro que cantó todo lo que sabía y algo más por
si acaso, o usted habla conmigo o tendré que pasarlo al Jefe. ¿Para qué le
voy a contar su fama?, él los conoce a todos, bueno, empiece a hablar.
Volvió a funcionar la radio del pasillo. Radio del Estado en cadenas.
Habla el General. Mi único compromiso es con el pueblo.
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Sobre el escritorio del Jefe una carpeta con mi nombre, dos lápices, uno
a cada lado de la carpeta. No se haga el valiente, después terminan
hablando como una regadera. El Jefe toma el lápiz de la derecha. De atrás,
de la izquierda, me viene el primer golpe, saltaron los anteojos. Recójalos,
señor, para mayor comodidad póngalo sobre la mesa, aquí en Seguridad
Especial somos muy comedidos. El Jefe toma el lápiz de la izquierda. El
golpe viene de atrás por la derecha, caigo. Siéntese, señor, estos
muchachos son un poco nerviosos, hable. Vi juego de lápices a uno y otro
lado. El Jefe me dio descanso y se distrajo en conversación pero qué
habrían de ser chitrulos de papá y mamá juntos para no ver que se venía la
biaba a la zurda, o qué esperaban, que el General les dijera avanti
muchachos hagan joda, toda la joda que quieran, ustedes no junaban al
General ni de lejos y él los tenía marcados de cerca y los dejó correrse
hasta el centro de la cancha para verles mejor las jetas en el manyamiento
y les dio soguita linda y ahí los cazó, atenti paparulos que aquí soy yo el
que hago los goles o no los hace nadie, o se creen que me voy a dejar
mojar la oreja. Los lápices. El asistente de la derecha. El asistente de la
izquierda. Hoy basta, el señor va a reflexionar. Me sacaban por el pasillo.
212
Radio del Estado en cadena. El único compromiso del General es con el
pueblo.
Me llevaron lejos, maniatado, en carro celular, camino largo. A ver los
revoltosos, carajeó el sargento enano. Éramos los estudiantes huelguistas
y yo. Íbamos a desyerbar el tramo barroso que será carretera enfilada al
hato del Ministro de Fomento, desde la madrugada en que el sargento, sin
acercársenos mucho, nos alistaba en el barrancón hasta que se deshicieran
las luces del día en campo abierto derretido al sol, pico y pala, sol, pico y
pala, sed, pico y pala, no aflojen carajo, las manos se afiebraban, se
hinchaban los tobillos, cuando me quito el barro de las manos encontraba
costras reventadas, manos algosas. Y esto era mejor que pudrirse en el
calabozo a pan duro y sucia agua recalentada. Apuren, pellejudos,
carajeaba tantas veces el sargento, que el General inaugurará la carretera
de hoy en diez días, apuren, seguía carajeando. Trajeron candiles y hasta
la medianoche pico y pala y las manos descarnadas y sin hablar por
prohibido con guardia de bayoneta calada a la vista para impedirlo, ni
palabra al soldadito que era indio y no se le movía músculo de la cara. Se
vinieron las motocicletas como bandas de langostas infladas, barulleras, el
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General en motocicleta, el Ministro de Fomento en motocicleta, los
edecanes en motocicletas, la guardia militar en motocicletas, los
guardaespaldas en motocicletas, la banda de música en motocicletas, el
sargento gargajeó y nos instruyó. Formen los voluntarios. Formamos,
pico y pala al hombro, pasó el General a distancia de mirada larga, nos
formaron con bayoneta calada a la espalda, no se muevan ni un pelo,
canten, los ruidos de la banda no dejaron saber si cantábamos o no y a
distancia el General condecoraba al sargento enano y no se perdió el
discurso que esa era la obra de los Voluntarios del Trabajo Nacional, la
obra del participacionismo, que la prensa extranjera llamaba trabajo
forzado pero ya sabemos a qué responde esa prensa infiltrada-masónicajudía, que lo efectivo era que el país tenía una carretera más y que el
gobierno cumplía, cumplía, cumplía su política de Justicia Efectiva y
Carreteras Trasversales. El acto ha terminado, dijo el espiquer de Radio
del Estado en cadena, bajo un hermoso sol propiamente gubernista.
Nos dieron la última tanda de frijoles y los carros celulares nos estaban
esperando. El Jefe. Hable. Los lápices. El asistente de la izquierda. El
asistente de la derecha. Llevalo al paseo. Déjelo por mi cuenta, señor
214
comisario, que lo voy a pasear en submarino. En el pasillo. Usted cree
que un carajito como usted va a poder más que nosotros, que mi Jefe, que
estos brazos, mírelos, ¿no los vio nunca los sábados a la noche en el catch
del Luna doblándole la espalda al turco?. Me tumbó de una cachetada, me
llevó en sus brazos, me metió boca abajo en una tina, tragué agua sucia,
una vez, otra vez, otra vez, él seguiría llevando la cuenta, revientan los
ojos, vomito, recoja eso que aquí no hay mucamas y ¿te gustaría que la
próxima vez te meta en la tina llena de bosta?, te voy a juntar toda la bosta
de la Guardia de Caballería. Me tiró en el calabozo. Vuelve. Tomá, mirá,
que a vos te va a gustar. Un fajo de revistas de desnudos femeninos. El
Jefe. Hable. Los lápices. El asistente de la izquierda. El asistente de la
derecha.
El carro celular cruzaba el riacho en que largaban los saladeros sus
desperdicios y la ciudad se relaja en provincia. Esta sería la avenida de las
tiendas de loterías y quinielas, la fábrica de fósforos y la comisaria
regional. Al comisario de la simulación de fusilamientos lo habían
cargado los anarquistas en el restorán. Siguió la representación de los
fusilamientos con mayores prolijidades. Días de pan duro y aguas menos
215
podrida que las del riacho y se hizo por semanas el recuerdo cuando los
disparos me embarullaron la cabeza y se me fueron recomponiendo de a
poco las palabras. La próxima vez ni el Obispo te salva. Me habían sacado
embolsado y así me devolvieron al calabozo y no sé qué tiempo me creí
vaciado, y alguien del rincón dice: no me hables, no quiero saber nada de
lo que te ocurre a ti, ni quien eres, mucho me cuesta no decir lo mío, no
quiero saber lo de otro.
El Jefe: hable. Los lápices. El asistente de la izquierda. El asistente de la
derecha. Los asistentes: no se caliente, señor Jefe, ya va a hablar con la
serpiente o el cantaclaro, este no sabe todavía de qué se trata, que se lo
pregunte al compañero que le abrí la boca de un cachetazo y le dio besitos
de lengua a la serpiente, la serpiente parecía la de una francesa. El que
sigue es usted, doctor, prepare las nalgas para la serpiente, ¿quiere pasar?.
Me llegó de atrás un empujón que me tiró sobre la puerta. El Jefe: empezá
despacito, no te entusiasmes tanto de entrada que lo tenemos toda la
noche y el punto no tiene el físico de Primo Carnera. Trajeron la toalla
mojada. ¿Verdad, jovencito, que no se va a necesitar?. El Jefe. Hable,
hable, hable. Me tiraron en el triángulo. Muy vacías de llevar las horas de
216
los días y de vacías se me iban a minuteros que taladraban la cabeza, las
palabras se me quedan sin letras, llevo la mano fría a la frente tan fría y
recojo el flequillo muerto.
217
22
Los negocios llevaban todo este tiempo en ir bien, cada vez mejor, viento
en popa, marchaban. Los ricos se hacían más ricos, que era por donde se
le veía cara llena a la prosperidad. No les era, nunca, demasiado lo
mucho. Las fuerzas desinhibitorias del progreso mercantil obedecían
fielmente a la voluntad del milagro positivo que consolidaban las diestras
riendas del General. Dios era criollo lindo. El suelo y el subsuelo
tributaban generosas riquezas de rápida exportación. La Calle del
Comercio embanderaba todo el año. No faltó ceremonia de regocijos
públicos en que el poeta nacional besara una morocota de oro, como si le
volviera adoración frente a la Virgen de Lourdes. El General presidía las
innumerables y ordenadas jornadas de toma y daca, entreviendo confundir
a los acreedores internacionales para no pagarles de a contado. Le puso
218
pliego al Ministro en Londres en testimonio del deseo que le asistía de
hacer un arreglo con los banqueros acreedores, autorizándolo para
adelantar al gobierno de Su Majestad la proposición de ceder a aquellos la
isla del sur en pago de la deuda, que poco hacían esas islas alejadas y la
bandera nacional o punzó en ellas y mucho, en cambio, los patacones en
casa. La inspiración comercial recorría diversidad de niveles sociales. El
Canciller frunció el ceño y no se atrevió a establecer responsabilidades
cuando se enteró que las valijas diplomáticas servían al contrabando de
anticonceptivos. El ala de las oficinas y despachos del Palacio se llenaba,
por pasillos y antesalas, con los saludadores y sus portafolios. Era la
mejor prueba de la abundante florescencia de los negocios. Me daban
empeñoso alcance en los días siguientes a los que el General se le diera en
gana, o no atajó a tiempo, alguna seña pública que pudiera entenderse
como de aprobación a mi persona. Se detenían, se descubrían,
desplegaban brazos y mano con agilidad de circo, la chistera declinaba al
nivel de la escoba y la apresurada cortesía se desfiguraba en extremoso
halago para llamarme Señor Ministro y cómo ha amanecido usted y en
qué pudiera tener la felicidad de servirlo y qué luces ha puesto usted en el
219
último discurso y qué placer leerlo en La Gaceta Liberal y para lo que
usted ordene, no olvide a este su obediente y subordinado servidor y sus
órdenes, pues no tiene más que mandar y será cumplido a su entero
agrado Señor Ministro, qué elegante luce tan de mañana. Lo que no
ocurría cuando el General se desganaba de mi, o se ahorraba en trascender
aprobación, o por dos días seguidos no era llamado a su despacho. Los
saludadores habían sido los primeros en avisárselo, puesto que desde los
pasillos y antesalas llevaban puntual conocimiento de cuál era la relación
de fuerzas, simpatías e intrigas en las oficinas y despachos, y
procurándose economía a sus halagos me esquivaban, o sino el saludo era
de pobre, cómo quién te conoce, quién eres, de dónde has salido. Lo que
no les comprometía que al tercer o cuarto día de variada suerte, se
volvieran a sus efusiones con mayores extremos, que hace días que no
sabíamos de usted y qué sabio el General en retenerlo en servicios cada
vez más importantes y qué privilegio el nuestro poderle presentar nuestros
respetos para lo que manda, para lo que mande. Ahí estaban visitando al
tercer edecán trayéndole correspondencia de su provincia, chisme de su
querida y la recompensa del proveedor de cobijas para los barcos y los
220
cuarteles; o poniéndole por oferta al director de despacho informaciones
que no le estarían demás tenerlas en exclusividad; o al Ministro de Obras
la insistencia del Gobernador en tal puente que, de paso, valorizará
convenidas propiedades y de cuyos candidatos al beneficio ya se recibe la
anticipación con que el Ministro cambiaría de coche y tiros y él de botines
y polainas; y faranduliarían con los escribientes para que den apuro al
expediente y oculten los legajos no pertinentes, o gestando algún trámite
vergonzante o no tan vergonzante desde que tiene la venia de la
Intendencia Militar por referir a gastos que se encubrían en la batida que
los batallones de línea preparaban contra los indios de la frontera; o
alcahueteando de un despacho a otro despacho por encargo simultáneo del
encargado del uno y del otro, lo que se llamaría un espía doble en la
guerra. Variados motivos y un igual y constante ir y venir por Palacio y
añadidas escalas en Aduana, Oficina de Pagos privilegiados o de
Recaudaciones forzosas. Variados los lucros y sus tajadas en reciprocidad
a los motivos. Las más de las veces se favorecen con las más grandes, y
los ministros, jefes de despacho, aduaneros, pagadores e intendentes no
corolaban más que de complicitarios de segunda de sus tramoyas
221
enguantadas; y La Gaceta Liberal los publica en la Sección de Viajeros
con que los réditos alcanzan para llevarse a Europa a esposa, cuñada por
aya, los hijos del matrimonio y los hijos particulares, y el viaje les
consagra prestigios por reiterar, en los próximos meses, los pasos
triunfadores por pasillos y antesalas, abrirse con mayor facilidad las
puertas de oficinas y despachos.
El General prefería entre todos ellos, y a falta de gitanos convertidos, a
los de origen corso pero de disposiciones alertadas. Ocupémoslos como
comunicadores o alcahuetes del sistema ya que existen y no sería tarea
fácil ni necesaria imponerles que no existieran e igualmente sabrían
cobrarse sus premios y salarios. Y me instruyó que les ordenara los
servicios y les abrí despacho reservado para darles recibo de
informaciones a la hora confidencial de la siesta cuando se abochornan de
calor los corredores del Palacio y fue ello la base de un sistema
confidencial que, a mi través, llegaba directamente al General. Corridos
los días de sus eficaces contribuciones, se hizo distendida red de espiones
con gente de mucho enterarse y acomodado disimulo como son dueños de
esquinas, cobradores ilegales de peajes urbanos, capos de chusmas
222
arrabaleras y feriantes, propietarios de flotas de camiones rurales,
pulperos de campaña y sus dilatados oficios, disponiendo, a mi través, de
mercedes oficiales que ponían en sus manos poder suficiente con que
gratificarse y gratificar, a la vez, a sus sucesivos asociados y eran los
billetes de la Lotería de Beneficencia que venderían al precio o
sobreprecio que ellos no pagaban sino en prolijidad de confidencias y
delaciones que yo les oía y computaba. De esto prefiero no hablar
demasiado, pero vale que le diga de cartas que pasaron por mis manos,
como de hijo: Usted es el Padre de la Patria y más que mi padre, por eso
me provoca decirle que repruebo las malandanzas del que funge como si
fuera mío y a la espera de campamentos de alzados sin razón y menos que
razón justicia porque la justicia es Usted y por algo puso Dios la razón de
su parte para que no la salpiquen con orina de ingratitud en los potreros de
la subversión sujetos como el que hasta ayer fue mi padre sin pensar ni
siquiera en su familia y por eso mamá hará que alguna manera le dé
alcance este aviso. Y como carta de padre: Si Usted le da unos días de
calabozo dejará de hablar paparruchadas y ni intentar hacerlas y la familia
ganará en bienestar y tranquilidad y Usted no dudará de nuestro amor a su
223
benemérita causa americana y para lo que mande pues. Y así se colmaba
el General en saberlo todo en puertas para adentro de respetables familias
influyentes por su ratificada lealtad, y de desavenencias en sus salas y
riñas en sus patios se aprovechaba en términos propiciados por su buen
saber y mejor entender.
Queda sin más decir, señor Reed, todo lo que le pudiera decir al respecto,
y paso a seguir diciéndole que el espectáculo de la prosperidad inspira,
siempre, aquiescencia, así no se la comparta, aunque hay maneras,
psicológicas, por ejemplo, para compartirla. Cuidadoso de prósperas
razones, el General instruía al encargado de Aduanas que pusiera decreto
de liberación de las maquinistas tragamonedas, y volviéndose a mi con las
justificaciones que nadie le pedía y que eran los juicios de su entusiasmo
sobre que preocupan sin preocupación, emborrachan sin las confusiones
del alcohol, atraen con igual seducción pero sin irrespetos que las tetas de
las mujeres maduras a los muchachitos en iniciación, trabajo distraído que
los ocupa en impulsar pelotitas y soldaditos y no se cuántas figuritas
automáticas de ir y venir rápido por ese campo envidriado para
acostumbrarlos a que las cosas tienen su suerte y su límite. Si fuera yo
224
Obispo haría de los frailes gerentes de esas maquinitas con más éxito que
el chocolate después de la primera comunión o kermese con bombillas de
colores en el atrio, como que en ellas está sirviendo un diablo manso que
no daña, distrae higiénicamente y moraliza. Aplicando iguales prudencias
de la prosperidad a otras tantas decisiones institucionales encargó del
censo a un gringo de Massachussets y su comisión de misioneros de la
paz, así a otro de igual pasaporte del ordenamiento contable de la
hacienda pública y de la que estaba haciéndosele privada, de acuerdo con
el manual de procedimiento para el caso de William H. Vanderblit, junior;
a un inglés del Banco Imperial de la coordinación de los transportes
ferroviarios y urbanos, apuró en ameritados expertos locales el catastro de
tierras sin conocidos dueños y se arrogó el derecho de propiedad
treintañal, para quedarse con las de acertada preferencia y repartir las
tantas otras muchas en consecuencia a orden escalonado por gratitud
personal y/o institucional. El gringo del Departamento de Estado le hizo
regalo de un Packard abierto, igualito a los que comenzaban a aparecer en
las películas mudas de pistoleros. Si lo uso le doy conformidad para que
me pida más retribuciones de las que le estoy dando y en esto me gusta
225
conservar el valor de la iniciativa. Se quedó al gusto de las motocicletas,
pero por seguir teniendo algo como riendas entre las manos. Jinete en
ellas, se iba a dar visto bueno a las obras de las carreteras, en las que
seguía forzando a vagos y malentretenidos de las provincias pobres y a los
insurrectos estudiantiles, a pico y pala, pala y pico, desde antes del
amanecer hasta noche entrada. Dicen, se dijo casi después, pero a nadie se
le ocurrió fehaciente, ni nadie se interesó en averiguarle su si o su no que
viendo a los muchachos en lo afligido de la faena se le escapó, nostalgias
que se le hacían futuras, algo así como que vaya a saberse si entre estos
cabezas calientes no está un presidente de la República para cuando se me
disuelva la osamenta. Pero, esto pertenecía ya a la probable anécdota.
Mucha gente de pueblo que compartía porque sí la prosperidad sin verle
de cerca la cara, se alineaba en la aceptada admiración y respetos, bien
entretenida en repetirse las anécdotas que por allí le contaron.
La historia, como usted lo sabe, señor Reed, en los períodos que se centra
en un solo hombre se abandona a la anécdota. Es la anécdota que crea el
tirano y la anécdota que le crean al dictador. Los tiranos fabrican sus
anécdotas y a los dictadores se le fabrican. Tal vez sea por donde se puede
226
diferenciar entre un clásico y un advenedizo, entre un tirano y un
dictador. Y al General se las hacían, con su intervención gestora, o sin
ella. Que mandó cortar los aleros en casas puebleras por caérsele, de
visita, una teja sobre la cabeza y los aleros se redujeron a cornisa. Que en
el reñidero se prevea de llevar gallos en consulta con los giros de la luna
como corresponde a un buen gallero, pero además le daba oración a San
Marcos y entonces apostaba hasta ganarle una hacienda al gobernador del
distrito federal. Que hizo higienizar poblaciones y aldeas de leprosos y
sifilíticos y los mandó levar en carretas rezongonas. Que no viaja a
Europa por atender los cuidados de la silla, pero, también, para que no lo
mortifiquen pasivamente los barcos, que no cabalgo caballo que no le
ponga mis bridas y menos caballo de madera a los que espantan los
ventarrones. Que de asco, decían, no más, de asco de tanta mano
cualquiera pedigüeña, se le dio el hábito de enguantarse las suyas, así que
atendiendo las que se les entregaban blandas él sólo daba el guante blanco
que le intermediaba el fastidio, el asco. Que les hablaba a las ocasionales
queridas del sistema oficial para ordenarles la confianza, no me mecen las
lisonjas con lo que tengo andado y entendido, pero qué opina tu marido de
227
mi, y si la respuesta no se alteraba con celos del marido, él se
desinteresaba de su esposa y hubo, decires, que una de ellas le trasladó las
razones del consentimiento del consorte que tenía por honor que la suya
fuera la elegida. El General, razonaba el honrado, según la textual
traslación de la honrada, es para todos nosotros la misma Patria en
persona y ante la Patria cabe declinar en buena hora los orgullos y la
soberbia, lo que dispuso al General apresurarle fin a esos amores, que los
quería menos serviles, con oportunidad de conflictos de celos, por lo
menos aparenciales, que el consentimiento ante razón de Estado no es
igual obligación o peripecia que antes juegos del amor, y, así, sabiéndolo,
ellas se lo ganaban mejor poniéndoles a sus maridos máscaras de
permitidos irritados celosos, que era el camino por el que a ellos les
llegaban de él mejores beneficios en merecidas canonjías y botellas. Que
en el orden de los negocios era inflexible cuanto a la disciplina y
regularidad, y porque el vicegobernador, en quien confiaba el
contrabando de cigarrillos rubios y radios a transistores por la frontera del
norte, se remisó en rendición quincenal de cuentas, le puso investigación
y vigilancia que le llevaron certeza de las deslealtades, por lo que llamó al
228
Gobernador, tercer socio, y le impuso de la estafa de la que se salvaría el
autor de sola manera: usted lo manda preso, lo visita en la cárcel y le deja
pistola cargada, razonándole afablemente que otra justicia le sería más
molesta, ¿está claro?, y terminemos con los terceros, usted y yo y ningún
otro ingrato entrometido en cuestiones de por sí tan esmerosas. Que de ahí
pasaba a festejar bautismos de undécimos consecutivos hijos varones que
hacen a los pueblos útiles, y en tales excursiones se le retraía la adustez
sin dañar autoridad y palmeaba espaldas de padres, entre los que el
sostenedor de los Juegos Florales del oeste lo ablandó con esta gratitud:
General: Por tus hazañas / siempre bendito seas/El día que apadrineas/Al
hijo de mis entrañas. Que la carretera pasará por donde yo lo digo, y
pasaría por la posada de arrieros, propiedad de compadre afectuoso, y que
hacía suya para hacer alto, sueño o fiestita, de paso, hacia la playa de vez
en vez que podría ser al mes una en tiempos de pesados calores, pero los
ingenieros alemanes habían registrado otra senda más entrada en la
montaña que descontaba distancias y recomendaba generales beneficios.
Cómo dejar a la posada de mi compadre sin puerta sobre el camino nuevo,
cómo trastear a mi compadres, digan lo que digan los ingenieros no son
229
mis amigos y lo es de añares mi compadre que me lo seguirá siendo. La
carretera zigzagueó mitad de hora larga y el General siguió haciendo alto
en la posada que, desde entonces, lució a su frente la bandera nacional.
La prosperidad, diciendo de ella, señor Reed, se la veía en los retratos del
General que se repartían celebrando el Día de la Fidelidad, que no era una
sino tres fechas anuales concordadas a la razón de los requerimientos
políticos de entretenimiento popular. Que no les falten sus relajitos, sus
botellitas de zamurito y carlón, sus empanadas, un pan dulce. Con poco se
los ajusta. Con el retrato del General. Retrato de uniforme completo,
engalonado, encharolado, cruzado de bandas nacionales y punzó, caídas
hacia la derecha, ajustadas a la encuerada cintura, enflequilladas de oro en
sus extremos, correajes de escrupuloso reglamento para campaña larga,
virilizada la cabeza con casco de cobre y pico crinudo, montado sobre el
mejor ruano de los establos militares, caballero de cierra España al frente
de legión azul de ulanos, todo y lo suficiente para instalar y mantener
supersticiosos respetos, pero para hacerlos más cercanos y un tanto
sentimentales, sin menos respetuosos por eso, una sonrisa apaciguaba a
los poblados bigotes. El retratista le había anhelado que quisiera hacerlo
230
con la dulzura en el mirar del Papa, la energía sin apelaciones del Káiser
en la frente y las mejillas y la simpatía festejadora del cantor de tangos en
los labios y la manifiesta dentadura, lo otro lo hará el uniforme, las
bandas, el caballo. Está bien. El retrato de la prosperidad oficial se
multiplicaba en afiches en estaciones ferroviarias, aduanas, pasos de
frontera y muros de los Cabildos y agencias públicas, se entregaba a los
corresponsales de la prensa extranjera y se entronizaba en las aulas al lado
del Crucifijo.
Desde el retrato, el General se les iba encima, y la gente que necesita creer
en cosas fáciles y hechas, se dejaba, gratamente, encimar. Era el dueño del
si y del no de esa gente y así lo evidenció cuando la cuestión de la isla en
la desembocadura del río. Enfatice los derechos nacionales, licenciado,
que eso no da lugar a discusión, pues o hay patriotas o hay traidores.
Póngale leña a estos en La Gaceta Liberal y escríbame cuatro discursos al
respecto y llame al Jefe de la Seguridad Especial. Usted, Jefe, me pone en
prisión al grupito de iniciados porque de seguro que se están volviendo a
la causa traidora de entregar la isla, dele trato de infieles, aproveche a
llenar el Panóptico para que justifique la alta partida que le asignamos en
231
el presupuesto de gastos de la Nación, proceda, usted sabe. Semana
patriótica. El General, héroe de la soberanía, escribía yo en el periódico.
Nuestra causa es una causa continental en una de las épocas más difíciles
que país alguno pueda enfrentar, escribía en sus discursos. La Universidad
suspendió la grita. Estamos con el General en esta de resistir a los
gringos, dijo el caudillo estudiantil. Lo acompañamos, manifestaron los
partidos que esperaban la legalización. Sin duda, fue uno de sus mejores
momentos. El General era el Coronel de la campaña libertadora. Qué
mandarían barcos de guerra, a bloquear nuestros puertos. Viva el General.
¿Quién no vivaba su nombre si era la vieja bandera de la Patria? Los
barcos no vinieron. Seguimos la grita. El General negociaba. El Ministro
gringo entraba y salía del Palacio. Ya no era necesaria tanta tinta,
sosiéguese licenciado. Usted, Jefe, siga en lo suyo. Nos presentó al
Ministro gringo. Este señor, a quien tanto debemos por su comprensiva
colaboración, será el representante plenipotenciario de la Nación en el
diferendo de la isla. Usted, publique su biografía, en La Gaceta Liberal,
usted, provéale de escolta reforzada. Hubo aprobación. Si el General lo
hacía sabía porque lo hacía.
232
De entonces fue la fiesta grande en el Palacio, con abundancia de
crónicas y fotos para que todo el pueblo compartiera. Si pretexto le
faltaba, hizo el General concurrir al pretexto y sus provechos, que
coincidió con la aparición de su hermana menor, la que no le teníamos en
la cuenta, sin saberla olvidada, hasta ahí, o escondida, por alteraciones
familiares que se remedian, que se legalizan, sin que nadie lleve preguntas
a donde las preguntas no deben llegar, cuando se dispone de poder
remediador, legalizador. A la niña no le faltaba aire de familia a su favor,
tirando a blanco, y a favor, también, de los empeños del General en
emparentarse en sangres con troncos tradicionales de la alta sociedad,
blasonada desde los días de la Colonia. Se la adiestró en cursos de
comportamiento social desde Suiza por eficientes correspondencias, y le
encontró esposo entre dobles apellidos empobrecidos pero de invariable
heredad entre las mejores. La grande fiesta fue la de las bodas con el
recién ascendido Teniente Coronel que venía desempeñándose en
Intendente Mayor de Palacio, mozo elegido para secretos, privanzas y
mercedes del gran agraciador. No le diré yo de la fiesta, porque vale la
crónica que apareció en La Gaceta Liberal, a la que por encargo especial
233
del General le puse algunos acentos. Con todo el esplendor de la época
versallesca fue celebrado el enlace de la digna hermana del General con
uno de los hijos de más esclarecida y tradicional familia de nuestros
medios. La decoración acordaba con la mencionada época de esplendor.
Así se pudo apreciar la adornada gran piscina con tres docenas de bellos
cisnes en rosado y blanco, en cuyos picos sustentaban letras que en el
conjunto componían el nombre y apellido de las dos familias que
entroncaban. Los jardines se encontraban totalmente cubiertos de grandes
toldos que guardaban la policromía de los suaves colores señalados, los
cuales se repetían en las mesas, que complementaban sus adornos con
delicadas sombrillas color punzó, adornadas, a su vez, con cintas
plateadas, flores carmesí y multiplicados encajes. Estos detalles se
repetían con mejor gusto, si cabía, en el gran salón de los espejos,
seleccionado para ofrecer el espléndido bufete y a cuya puerta fue
colocada una inmensa tarta de bodas de tres pisos, en que se representaba
un bosque y un lago poblado de cisnes en el primer piso, siendo el motivo
del segundo una cantarina fuente, mientras que en el tercero una carroza
tirada por cisnes servía de marco a un medio cuerpo de blanca confitura
234
que representaba el de la esposada. Toda esta decoración fue creación de
la novia del General. Antes del primer vals, una ronda de niñitas salpicó la
pista de rosas color punzó, portadoras de cestas en tul y encaje blanco, lo
que completaba sus vestidos confeccionados en organza blanco y rosa.
Las damas de honor fueron saliendo en parejas circundando la piscina, al
final de la cual eran esperadas por los caballeros de honor, quienes lucían
camisas de pecheras en colores combinando con los trajes de las damas.
La esposada hizo su aparición del brazo del General, comenzando los
acordes del vals Dama Antañona, ejecutado por los White-New York
Boys, que viajaran de Miami para el evento. De los brazos del General la
feliz esposada pasó a los de su prometido a los compases de Voces de
Primavera, esta vez interpretados por la Orquesta de los Festivales de la
Patria, y de allí en forma ininterrumpida bailó con los Ministros del Poder
Ejecutivo Nacional, el Alcalde del Distrito Federal, el Jefe de Policía
Regular, el Jefe de la Seguridad Especial, el presidente de la Academia de
Letras, el presidente de la Sala de Representantes, su reciente suegro, que
lo hizo representando a la noble corporación de su presidencia. El traje de
novia fue confeccionado, en París de Francia, en encaje blanco de
235
Chantilly y organza bordada, tipo crinolina. Como complemento a su
vestuario, lució un juego de Corona, Cruz y Pulsera de zafiros y
brillantes, regalo del General.
236
23
Al día siguiente fue el comienzo de la tristeza. Sería hora de campanas
llamando a novenas.
Con lentitud desigual, el servicio que le alcanzaba el tente-en-pie de
pasada la media tarde lo hacía con paso empobrecido, mano insegura y no
por desacostumbrada. Ni un parpadeo se demoró en saberse advertido. No
me dirás que son los años que te están volteando el tazón. La primera
inquisición, como por distraída. Pero, no sobraban tiempos. Sólo le
faltaba saber quién estuvo en la cocina. Inquiría apretando esa muñeca
que se desflecaba en miedos. Hablaron los miedos. Ahjá. Cómo fue eso.
Los miedos dijeron lo que habían visto. Ahjá. Andate y callá. Los
enemigos no eran los otros, eran ellos, los suyos. Carajo. No hay en quién
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confiar, cochino mundo. Un temblorcito comenzó repiqueteando desde
los pies, como ratón metido dentro de las botas. Si no me cargo mi pistola,
nadie, carajo, la carga por mi. Si no cuido mis espaldas, nadie, carajo, me
las cuida. ¿Cuidarlas?. Me venden. Malparidos. Desde la nuca le bajaba
un hormiguero frío. Así les haya puesto un Palacio Salvo lleno de
morocotas en los bolsillos. Un hormiguero caliente le salía, peregrinaba,
desde el culo. Cada uno con el cuchillito debajo del poncho para la primer
volteada, por si me les descuido, guachos. La espalda como llovida, lluvia
castigadora y sin cobija, le entraron los miedos fáciles por la espalda. Los
silencios del atardecer del Palacio se le ablandaban en la barriga. Los
sudores le hacían charco en el cuello, en la pechera, en los puños de la
chaqueta, arrancados los botones de abrírsela por aire que no se respira,
guachos, taimados, ¿de qué tenían que quejarse?. Los ánimos se le
volvían de piedra a barro, de cordel a hilacha. Por aire que respirar, brisa
tranquila, pateó puertas, trepó por la escalera de los laterales, la de los
deshollinadores y los gatos, sofocando impaciencia de perseguido por
batallón sumándose en sombras que escapan y apenas aúllan, y ahí le
dieron tormento los vientos borrados, calores quietos, treguas del aire,
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silencios de subterráneos de mármoles oscuros, silencios fósiles de
cueva, cesaciones nocturnas, fin del mundo, fatigas irreparables de Dios.
Los pulmones cesan y no es la muerte. El corazón cesa y no es la muerte.
Las piernas se desinflan y no termina la muerte. Desde los macetones de
helechos laminados, viene el canto de las chicharras con crueldad de
motores de molinos, triturando frutos y niños por nacer, guachos,
taimados, godos, de aquí no salgo ni por el ojo de la cerradura del
candado, duros los pasos engrillados en planicie rocosa, muertos
encolumnados con los pies desnudos pegados al alquitrán, pájaros de
invasión cubren el campanario de la Iglesia, las estrellas queman como
fraguas encendidas en los ojos, mis hijos tiran piedras sobre los tejados, el
león de cerámica del portal viene corriendo y la guardia lo tirotea, rugen a
despedida cien caballos, cien caballos dan aviso de que se han quebrado
los pactos de la voluntad, los sueños de la imposición, cincuenta caballos
bayos, cincuenta caballos ruanos, adiestrados para los servicios del
ceremonial de la muerte tranquila, los cien mejores caballos de la región
llanera llevando la urna desde Palacio a la Matriz, desde la Matriz al
Panteón de los Héroes de la Patria, los cien caballos educados para los
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tributos de la solemnidad de la muerte y los lutos nacionales, en cien
caballos a la gloria del Panteón, rugen los cien caballos rompiendo las
tranqueras de los pesebres, invadiendo los patios del Palacio, oliendo a
yerra, oliendo a roña de campamento derrotado, oliendo a apestados,
oliendo a alberca envenenada, doblándose a la primera carrera, llenando
de muerte sucia los patios, amurallando de muerte pestosa los jardines del
Palacio, de esta no se sale. Se encerró en la alcoba. A mierda huele estar
solo, gran letrina el mundo, me huele a mierda la ropa, la camisa. Se la
quitó, desplegó sus sudores sobre la silla. Me huele a mierda la
cartuchera. ¿Confianza?. Carajo. Ni en mi camisa de mierda. La rápida
fusilación no alcanzó a desahogo. Quebró el botiquín, abrió cerveza,
derramó sobre la alfombra, sobre la camisa, siguió bebiendo, llamó al
soldado de guardia. Chupá conmigo come mierda, acompáñame,
acompáñame o te fusilo, cholo de mierda. Siguió bebiendo. A la camisa
fusilada le subían hormigas.
Durmió sólidamente como si hubiera construido el perfecto orden de la
venganza. Se acabó la leche de clemencia. Esas comisiones se hacen
240
pronto y a la madrugada mejor. Estas develado, muchacho, se te cortó la
carrera de apurado, listo, antes de tiempo, el viejo te devuelve la vida si
firmás esto con linda letra, nada de apuros, entregá la llave de los
depósitos, mañana te vas con pasaporte en regla, no tenés tiempo para
pensarlo, son órdenes que siempre se cumplen, vos lo sabés, vengan las
llaves, nos dijo que las guardás en este segundo cajón empotrado, el viejo,
vos sabés, lo sabe todo, vengan las llaves, sentate a firmar, tranquilito,
que no se corra la tinta, tranquilito. Se levantó para la entrega. Lo
volvieron a sentar con la velocidad de la puñalada. Eran órdenes, vos lo
sabías. Faena cumplida, al final no tenía hornaya para tanto humo, le
temblaba el bigotito como si le hubiéramos apurado a picana, cartón
mojado, compadrito al cuete. A las nueve de la mañana, el presidente de
la Sala de Representantes fue asaltado en su despacho de ventanas
abiertas, por encapuchados que no dejaron rastro alguno para verificación
legal de sus índoles cuando le deshicieron el pecho a puñaladas traperas y
arrastraron el cadáver hasta la puerta principal para que se mostrara ahí a
quienes quisieran verlo mancillado. La Gaceta Liberal informó que lo que
estaba ocurriendo era obra de comandos sediciosos infiltrados desde la
241
otra banda del río y que el General presidiría el duelo nacional, banderas
a media asta, discurso del Ministro de Justicia, asueto escolar y
administrativo, suspensión de espectáculos públicos, franja negra en la
correspondencia oficial, que las víctimas eran amigos del corazón del
General y primeras columnas de la Restauración.
242
24
(Papeles de Juan, 3)
Los polizontes que asaltaron mi casa, cumplían órdenes. Cuando me
llevaron amarrado, cumplían órdenes. Cuando me abandonaron en el foso,
cumplían órdenes. Cuando me negaban el alimento, cumplían órdenes.
Cuando me atormentaban, también, cumplían órdenes. Cuando terminen
de matarme y dejen mi cadáver en el camino del aeropuerto estarán,
también, cumpliendo órdenes. Cada cual cumple las órdenes. Cuando
descienden, las órdenes se disuelven de autoridad a autoridad como si de
ninguna hubiera partido, pero disueltas de autoridad se cumplen por los
esmeros del último responsable que le devuelve su entera intención
original, el último, el verdugo, el que rehace la autoridad y administra los
sucesivos turnos del tormento, como si la suya fuera la misma mano
243
pesada del primer impartidor de las órdenes, la mano del ejecutante y la
complacencia del sancionador.
Tú eres un escalón intermedio de las órdenes. Cuando pasan por ti son
apenas caligrafía indiferente, la misma cursiva inglesa del escribiente de
tu Milton, los mismos rasgos claros con que tu Mazzini escribía Dios y
pueblo. Sobre tu mesa sólo se demoran lo imprescindible al turno del
despacho, sin suscitarte las impresiones de venganza del que arriba la
impartió, ni las diligencias de crueldad del que abajo las cumplirá. Pero,
cuando tú las rubricas y las pasas al turno inmediato, no te desembarazas
del encargo ingrato y cerrando los ojos no te quitas el peso que otros
cargarán. Ya te alcanzan la venganza y la crueldad, ya eres tú las mismas
órdenes. Nada humano te ha de seguir siendo ajeno, según los viejos
votos compartidos. Los maestros humanistas nos habían prevenido que
todos somos culpables si la conciencia de cada uno, del cada uno que no
podemos dejar de ser en el hombre que somos, o que aprendemos a ser,
no se libera en la solidaridad con todo lo humano. Todo lo humano es
nuestro, de nuestra conciencia, de la mía desde este lado del cerrojo. ¿Lo
es de la tuya desde el otro lado?. Yo sé, de mi, que me libero, que me
244
salvo, en la desobediencia, de la que nada desisto en este estado de
inocencia al que me reintegra la cárcel y sus tormentos. No me hacen falta
noticias del mundo, que no me dejan llegar, para saberme incluido en el
paisano al que le están violando su hija los hijos del patrón, en el
soldadito instruido a puntapiés por el sargento, en la madre pobre que
hace hijos para el desprecio de los ricos, en el muchachito de los
socavones que morirá de silicosis a los veinticinco años. Para saberme
incluido en tí, también en ti, tan lejano y no del todo tan lejano,
pensándote prisionero de otra cárcel de puertas abiertas que, sin embargo,
no puedes o no sabrías ya franquear, y, ahora, estoy aclarándome que esta
necesidad mía de contarte lo que te llevo contado no me llega desde la
fraternidad de ayer, no repasa recuerdos, ni nostalgias, es más viva y de
recién, es para el otro preso, al que sé mi hermano, el que cumple órdenes,
el que obedece. No soy yo santo, sino tú. A mi me dan tormento. Tú te lo
das. El tormento que me dan me reconforta en la elección que he hecho y
con la que habré de morir. El tormento que te das te desespera en la
aceptada suerte, en la que seguirás desesperando para poder vivir. Yo soy
el hombre, conforme con su inconformidad. Tú eres el santo, doloroso de
245
aceptaciones, enfermo de conformidad. Esta sensación de eternidad a la
que me acerco, no la remito, todavía, al Reino de Dios, porque la sé mejor
como el Reino de la Conciencia. Un hombre cumplido, un hombre
integrado en el sacrificio, está, por ahora, más cerca de este Reino que de
aquel. Un hombre cumplido construye su sacrificio en el Reino de la
Conciencia. A un hombre mutilado sólo le queda la alternativa de pedir
asilo en el Reino de Dios. El sacrificio concede fuerzas con las que el
hombre se cumple y se construye a través de su dolor y de su muerte. La
conformidad deshace, disuelve, borra. La conformidad es hábito
interesado, o desgarrada cobardía. ¿Llegará el día en que el Reino de la
Conciencia y el Reino de Dios formarán un solo Reino?. El Reino de la
Conciencia es como casa propia, en cuyos muros, en constante
edificación, intervienen nuestras manos y en ello se hieren y sangran. El
Reino de Dios es casa construida enteramente por Él, casa ajena, su casa,
a cuya puerta se suplica piedad y protección, donde alojar la mitad
deshecha del todo humano que no supimos ser. Aquel Reino es lucha; este
es reconciliación; aquel nos alista; este nos recoge; aquel salva; este
redime. ¿Llegará el día de los dos Reinos juntos?. Acaso, el día que tú y
246
yo volviéramos a encontrarnos en el sueño del País de Cucaña, pero el
camino a ese Reino único, sólo será recorrido por hombre claramente
fuertes. Sólo una grande y clara fuerza salva.
247
25
Cumplía órdenes, cumplía órdenes, eso es todo, cumplía órdenes, ellas
estaban sobre mi como el silencio que baja sobre la noche de la aldea, de
la ciudad chica, para hacerse superstición, miedo, espanto, cumplía
órdenes y era hábito que mis nervios se tendieran como alambre del
telégrafo y por él circularan varias órdenes al mismo tiempo, cumplía
órdenes, perdido en laberinto vacío de mi, cumplía órdenes, sí lo sabía, lo
sé perfectamente, los más terribles crímenes se cometieron cumpliendo
órdenes, acatando obediencias, y le diré señor Reed, para que me absuelva
o disimule que los más terribles crímenes que se cometieron cumpliendo
órdenes no lo fueron por hombre solo, sino por hombres asociados, por el
hombre en grupo, en banda de hombres, distribuyéndose entre ellos la
irresponsabilidad de la obediencia y así llegando a los extremos más
248
fáciles del crimen, de la crueldad, de la befa. Un grupo de hombres con
órdenes que cumplir borran toda resistencia o insinuación de conciencia.
Nunca la conciencia se desfonda tanto como en esa comunidad de
vaciados de individualidad, apostarán a quién menos hombre, a quién
menos molesto de todo otro cometido que ese cometido de esas órdenes,
consagrando al cumplirse los más impacientados esmeros, disputándose,
como derecho propio de cada cual, las más avanzadas cobardías. Yo me
creía un solitario cumplidor de órdenes, un hombre solo en un despacho
del Palacio, que sólo acataba sin gozo y alguna desdicha las órdenes
inmediatas del General y me releía a Hobbes asegurándome que no era
responsable de la orden quien la cumple sino el que la inspira y
trayéndome el mito de Antígona oía la voz necesitada en convencer de
que si nadie cumpliera órdenes sería el caos, nadie se salvaría. Cuando se
cumplía la primera orden no había ya motivos para negarse a cumplir las
siguientes, la desobediencia no sería la rebeldía sino la desaparición, no la
pobreza, sino la muerte. Cumplir órdenes se hacía una moral más que una
conveniencia, una moral de aceptaciones y justificaciones en nombre del
orden. Si ese orden se quebrara, qué sería de mi en la catástrofe. Prefería
249
el cumplimiento de las órdenes que la falta de todo amparo en el
desierto. Ese orden me defendía del desamparo. La verdad, yo no era el
solitario que cumplía órdenes. Yo era uno de entre ellos, uno de los que
cumplen órdenes, uno tanto en el grupo de cumplidores de órdenes como
cualquiera de ellos, y si aceptaba cumplirlas era por que no sabía estar
solo. Yo no sé estar solo, señor Reed, como lo sabe estar Juan. A Juan
naturaleza y conciencia le van juntas. A mi, naturaleza deja de rendirme lo
que conciencia se aleja. Si me quedaba solo me desfondaba. El, aislado,
no pierde pie. Quien sabe estar solo lleva ganado todo lo que en mi es
perdido. Juan se asoledaba llevándose el mundo con él, yo, por el
contrario, me quedaba y sin mundo mío, y no me daban entrada en el
mundo de los otros sino para acompañarles a cumplir órdenes. Es cosa de
ocurrirle a los de mi condición y servicio, ajeno conmigo, ajeno con los
otros, haciendo la crónica de ellos y deshaciéndome sin crónica mía,
sirviéndolos sin servirme, haciéndolo más adecuado y fácil en ciencia que
en conciencia, espantando a mis ángeles, no dejándome acercar sus alas
alegres, sus inocencias tranquilas, sus seducciones bobas, sus salvas de
candor, haciendo razones de Estado y deshaciéndome de razones de
250
propia vida. Yo no sabía estar solo. Se puede estar solo el zapatero viudo
que trabaja semana entera con domingo desantificado para hacer los
cobres con que manda a su hijo al liceo capitalino. Se puede estar sola la
aldea porque no conoce a la ciudad. Se puede estar solo Juan. Yo me
quedaba con los residuos de la sociedad o complicidad que me daban,
queriéndome, si reencarnado, ser el zapatero, no el hijo que se fue a la
capital, queriéndome ser la aldea, no la ciudad, queriéndome descargado
de lecturas que se me estaban revolviendo entre los sesos como hirviente
aceite y que sólo me servían para vestir levita gris y no chaqueta de
paisano o blusa de jornalero, levita gris para cumplir órdenes que
aseguraban ese orden que, bien o mal, me protegía. El que atentaba contra
ese orden era mi enemigo.
251
26
Se trataba con piedad. Cuidaba de sus espaldas, afanándose en retener la
soberbia de que la buena suerte siempre le estaba por delante, dándole
caras. Entonces, las espaldas son un residuo de la felicidad. Si algo malo,
acaso, le pudiera estar viniendo sería por ahí. La muerte sólo podría
buscarlo por ese lado, nunca mirándole los ojos, nunca marcándolo de
frente. Infatuaciones de varón que se favorece disciplinando las
supersticiones, adueñándoselas para sus mandas, o para rellenarse con
ellas cuando se les aflojan los resortes que le amañan ambiciones y
codicias. No dejar que le atrapen por detrás las desordenadas
supersticiones como así llegan los fríos en los campamentos nocturnos,
primero a los hombros y muerden con varios filos, atrás, en la cintura. Se
hacía a hombre más que solo, y la soledad, en la punta de la larga mesa
252
del comedor, sin convite, le devolvía el fondo indígena a un señor
intranquilo que envejecía, de ayer a hoy, con la nostalgia del hijodalgo
que se quedó para cuidar la casona. Se restablecía de los malos humores,
durante los que nadie pudo alcanzar o recoger intenciones precisas a sus
quítame de aquí esas moscas; se restablecía de ellos apurándose a las casi
lejanas apariencias de hombre de voluntad y energías juveniles, echando
los restos forzados de las maduras en ruta a ancianas, y del pincel del
retratista exigía un General de camisa negra, cara afeitada, mirada
orgullosa, pecho para adelante, de levantador de pesas en el circo
domingo sección vermú, el hombre más fuerte del mundo, presunciones
de atleta o de tempestades biológicas si fuera posible, incitando con el
sostenido brazo en alto, abierta palma saludadora, a los Voluntarios del
Trabajo Nacional a continuar librando la Batalla de la Producción
Cerealista, cueste lo que cueste, caiga quien caiga; o del fotógrafo quería
la imagen del General civilizado, amocetado, trajecito claro, camisa
blanca de seda, moñito negro, cabellos engominados, optimismo de quien
yo estoy en la pomada y sonrisa de agencia publicitaria, vengan conmigo
253
y triunfarán, triunfadores de antemañana, qué pibe el General, tan pibe,
igualito al cantor de los tangos y aún le da la yapa.
Se retiraban el retratista y el fotógrafo, y se le caían las medias. Se
reanimaba de piedades exhibicionistas, guardaespaldas adelante y detrás,
asiento a la izquierda trasera del Packard blindado, el segundo regalo de
la misma índole que le llegaba por la misma vía, desde el norte. En las
paredes de diez cuadras a la redonda del Palacio ya estaban fijados los
afiches. El General Labrador. El General Civil. Volvamos. Se
ensimismaba en la punta de la larga mesa del comedor, la mesa de sus
cenas de hombre solo, y de esto no se extrañe que siempre ha habido jefe
de estado que después de jornadas que acaso decidían alterar un mapa no
tenía comensal con quien conversar sincerándose, pero así era lo mismo
que le ocurría al General en sus concurridas mesas del mediodía del
domingo. Si él no sonreía quién sonreiría, si él sonreía quién el menos
oportuno en sonreír. Para evitar errores lo correcto, lo aconsejable era
entrar al comedor a media sonrisa con la perspectiva conveniente de
replegarla o extenderla. Desde él venía el funcionamiento de los ánimos,
para aquí, para allá, para este otro lado, pequeñas olas que obedecían su
254
imprevista corriente. Nosotros acompañábamos el ánimo de él. El
General se desentendía con más frecuencia de los invitados y les cortaba
posibilidad de conversación con él, entre nosotros, con largos silencios
que ocupaba en quebrar mondadientes con dedos impacientes, o poniendo
muecas sobre su cara de bigotes arriba, frente de perplejidad, párpados
ligeros, sonrisas de discreta satisfacción, tal si estuviera perfectamente
solo en su sala de baño. De esos silencios salía con un chiste sorpresivo y
era un lleno de adecuada carcajadas y el silencio otra vez hasta que se le
ocurría cuente, usted, señor Ministro cómo le hice tal y el indicado
reiteraba lo que le sabíamos que era al ser llamado no entendía si sería
para confinarlo en el Panóptico o para otra variante de aproximado
destino, lo que hacía justificable la carcajada del General y la nuestra. El
hombre solo de las cenas y que otro tal aparecía durante los almuerzos,
pretendía seguir acomodándose a entender por una misma cosa las tres
diferente de poder, dinero y amor cuando este último se le alejaba tanto
como tenía empeñosa voluntad de que así no fuera.
Se negaba a saber cómo bien se atardece. No sé decirle de esto, señor
Reed, sin que las palabras se humedezcan en el mal olor que daba la
255
ocasión. Sólo le diré que sus tres mujeres eran ya tres supersticiones
escalonadas por los amanecidos fríos del sexo al mismo tiempo que se
elevaban las temperaturas enojosas del poder. Tanta intranquila mucha
atención le merecía que se le debilitaban las derivaciones del amor y se le
desequilibraban como para no jugarlo sino menos que entero y hacer
reparto de fracciones en turnos de alternadas semanas. Tal que lo
repartiera en pequeñas lonjas, quede dicho, no era disposición de
deliberado orden propio, aunque así lo pudiera disimular, sino que al
vencimiento de naturales amortizaciones agregábanse las desazones y
destemplanzas que imponía a su naturaleza todo el gasto de aguante en
aquellos otros esmeros defensivos, o sea cuidarse las espaldas, y al fin y
al cabo ocurríale lo que, necesariamente, a los hombres de atenciones
intranquilas y mucho poder perturbado, que son malos amadores y, por
correspondencia, mal queridos. Y si usted, señor Reed, me tolera
confesiones, entérese de que en meneos de esta propensión nunca pude
envidiarlo, porque entre el humillador y el humillado había de mi parte
una poca secreta soberbia desde mi piel modestamente servida por las
saludables rutinas caseras, y, por otra parte, para qué engañarnos, no
256
gozaba yo de rango administrativo o social para corrérmelas a
exhibicionista o pluralizador, así lo fuera en limitadas cuotas. Yo tenía,
modestamente, como le digo, al amor por inclinación sosegada y había
hecho hijos para vengarme de las tristezas del oficio y pensaba que Juan
los podría hacer con alegría de macho a la mirada de Dios, que es la
condición del amor, del amor sin el fraude que lo es en los poderosos y en
los sometidos. Pobre General, tan empobrecido. Los días sin hembra, que
cada vez eran más, eran aquellos en que ordenaba arrestos, persecuciones,
torturas. Entonces me llamaba mi paisano y se confidenciaba en cosas de
esa índole que bien callo, porque si la exigua pólvora le deshacía los
trabajos de la puntería, y era ello revés de ciego, pude, felizmente,
cumplirle sólo las tareas más inofensivas del lazarillo, como eran versos
modernistas para dama alguna que le venía a su camino. Tu pezón, cual
torre soberana / Disco carmesí su luz sustenta / En campo azul, rubí de la
mañana. Esta bien, licenciado, está bien. Se trasladaba, entonces, a los
buenos humores.
El General no gastaba gusto para entenderse demasiado con humoradas.
Le pateaba el buen humor cuando no era él quien lo producía en tiradas
257
que encubrían rencores. Usábalo para dar paso a explosivas y grandes
malquerencias, enojosas, rabiosas burlas. No creía que sirviera para otro
encargo que el de envaselinar ofensas. En sus chistes remaban los
agravios con la carcajada. Enemigo que le valía un chiste era enemigo de
contar, no los consagraba a cualquiera. Humorismo para repicar castigos.
Humorismo sólo de él. Chistes, sólo los suyos. Había, sin embargo, quien
se atrevía a ponerle el buen humor enfrente, corajes de un héroe del
humor, y era el dibujante festivo de la revista semanal ilustrada, visitador
regular de la cárcel, y tanto el dibujo era su pan que se fue habituando a
doble retribución de pan y cárcel. Día hubo, antes de la publicación del
periódico, que por el atardecer tomó cobija, muda y botella de ron y se
paró frente a la puerta de la cárcel. Aquí estoy. Por qué. Por el que va a
aparecer mañana.
Me vuelvo, señor Reed, al General. Comenzaba a exigirse la
complacencia y distracción de bufones. El enano manco, que había
olvidado el circo, se trepaba a la larga mesa del corredor a componer
travesuras acrobáticas de no acabar y turbulencias de pandereta para
espantar recuerdos, y así se le disolvían las morosas tardes del domingo al
258
General. El secretario del poeta nacional, a quien la vanidad le aceptaba
que lo llamaran el hijo de Maximiliano, por nacido en Chapultepec y
remisar el porte y los ojos claros del Emperador, le leía cuentos verdes y
algunos como tales eran de su propia invención para ajustarse mejor a los
requerimientos de los insomnios de Su Excelencia. El cantor de los tangos
y su fama sureña hizo pie en el Palacio por larga temporada de música
dormilona y lengua descarada y fue su compinche en sesiones de
reñideros de gallos. Canta como Dios, licenciado, y no se quita la risa de
su boca, tan peinadito y alegrón, anoche gorjeó sobre la mesa cuando
mandé a la cocina al enano manco y se le agotaron los cuentos al hijo de
Maximiliano. Déjeme decir, ahora, que cuando se me ocurrió leerle el
poema del poeta nacional ya de extendidos prestigios desde París su
aprobación se le hizo reflexiva: Y ese escribe eso con la misma mano con
que se limpia el culo.
Bufones vienen y van. Los vi pasar y se me hizo, señor Reed, una teoría.
Un bufón no puede ser torpe. Un bufón no es apenas un demorado de
mente, ni pausa de la comprensión, negado de la inteligencia. Hay una
inteligencia del bufón en su propósito de confundir y confundirnos, de
259
desobligarse y desobligarnos, una inteligencia que trasciende
miserablemente al absurdo, a lo monstruoso. Su gracia desdichada está
hecha de percepciones y relaciones humanamente equívocas, de
alteraciones diabólicas de los sentidos, de perspicacias nocturnas, gracia
que se desgracia en caprichos equilibrados, en verdades desconocidas del
alma. En el bufón, en su destierro, conviven el Ángel Caído y un diablo
que se está agotando, el Ángel tributando su última inocencia al diablo
envejecido, holocausto del Ángel, tristezas del diablo. El diablo
excursionando, en despedida, mundos de tristes ternuras inofensivas. El
Ángel corrigiendo las lágrimas de las vergüenzas de los hombres. El
Ángel y el diablo atormentándose en sociedad de iguales desafortunados.
El Ángel y el diablo, sacerdotes de una Orden de Exiliados desde muy
antiguo. La perversidad no está en la pirueta del bufón y su desencantada
puerilidad de vencido payaso, triste fabricante de paradojas; está en quien
goza su propia y cobarde parodia gozando al Ángel y al diablo en el
bufón. Si el General no hubiera estado tan cargado de muertes y de
miedos, no llamaría al bufón para disculpar sus miedos, alejar sus
espantos, descargar sus intranquilidades, llamadas oscuras. Entonces, el
260
bufón, su contemporáneo inexcusable, ni torpe ni demorado, le concilia
el alma en los campos familiares del absurdo, le devuelve el orden de las
formas monstruosas de su alma, le reordena los delirios, lo tranquiliza en
su perversidad, lo justifica en su mundo y en su época. Recuerda, señor
Reed, las figuras del Bosco: sus bufones no eran otra cosa, explican el
mundo y la época del Bosco mejor que los análisis históricos y sus
filosofías. Esos bufones son el revés de ese mundo y de esa época y lo
reflejan con mayor fidelidad que los lienzos de los caballeros de la flor y
de los victoriosos capitanes imperiales. Sus bufones lo representan al
General en su mundo y en su época, lo representan a él, a sus miedos, a
sus mierdas, a sus caprichos, a sus cobardías. El del bufón era un trabajo
de coordenadas intelectuales menos puras que las del payaso, pero más
pobladas de tormentos, desgracias, holocaustos; tan hacedor de escarnio,
de pantomimas macabras, de cantitos desvergonzados, de cuentos
picantes para tanta necesidad de justificaciones. Esos bufones, ¿no son
intelectuales del absurdo?. Nosotros, los intelectuales, ¿no somos bufones
de nuestra comprometida realidad?. Cuantas veces quise darles mi
lástima, yo mismo me sentía lastimado. Y le recuerdo, como de paso —o
261
de queda— que en los sueños de Quevedo son tan sobrados del mundo
que el infierno los sabe fríos y por tales los aparta. El General, no. Al
bufón afeminado, el General le atendía las babas con su pañuelo, le
arreglaba el desorden de los cabellos, como si fuera con piedad, lo
peinaba.
262
27
No me injurian sus preguntas, señor Reed. Los de nuestro oficio somos
bichos flacos, no de valer por sí mismos en estas tierras y qué digo en
otras más felices. Corchos para flotar en superficies mansas. Cuando hay
variación en los vientos, nos dejamos remolcar. Cuando en el periódico
nos instruyen: escriba sobre esto o sobre aquello, sobre lo que sea
oportuno escribir, media carilla, o dos columnas, y el dueño de la
imprenta nos dice: me gusta su libro, pero así aligerado como yo le digo
me gusta más y sólo así lo imprimo, qué estamos haciendo sino de
testimoniadores de causas ajenas, desocupándonos de nosotros mismos
para ocuparnos de alguna manera en lo que llamamos, todavía con
orgullo, nuestro oficio, y nos envanece que las señoritas principales, que
nunca se casarían con nosotros, por ser hombres de dudoso porvenir, nos
263
pidan acrósticos de cumpleaños para sus álbumes, o el señor alcalde nos
busque para recitar el verso en los juegos florales que patrocina la esposa
del señor alcalde mayor. Pertenecemos al segundo coro humilde,
ocasional, que acaso fue seráfico, acaso. Mi paisano, el que compone las
tan leídas crónicas del bulevar para nuestros lectores coloniales, se
sostenía en París buscando en los periódicos un lugar para darle elogios al
General, con el prestigio de su firma y ante lectores de allá, y cuando el
General demoraba la paga buscaba un lugar en otros periódicos para
hacerse eco, borrada su firma, de las atrocidades que denunciaban los
exiliados del General y así se justificaba su firma en el nuevo elogio que
apuraría la paga, doble juego de la golosa facilidad de su oficio. Mi otro
paisano local se las arreglaba para el favor del General, combinándole
teología de pesebre, filosofía de cocina de mayordomo, sobre la fuerza
absoluta de lo útil e inmediato, dogmas de reciente importación
positivista, naturalismo hedonista parejo al poder incondicionado, que los
pueblos son niños demorados en la niñez, el disidente un sobrante de la
historia posible y las conveniencias generales reclaman un orden evidente
de rieles de ferrocarril, de concesiones de petróleo a los gringos, y de ahí
264
autoridad a palos, o sea, las conveniencias generales reclaman el
gendarme necesario, las conveniencias generales reclaman a usted, Mi
General. El General, por esos días, condecoró con la Orden Mayor de
Servicios Benefactores al Estado, en ceremonia conjunta, al poeta
nacional y al Jefe de Policía Regular.
Recuerde, señor Reed, el Machiavelli de Santi di Tito en el Palazzo
Vecchio, apacibilidad de antesala, labios entrados como para disimular la
boca pequeña, angosta, reprimida, que sólo se abriría al rigor del orden
cerebral, pequeños ojos claveteados que dan cuenta del sexo perdido de
solterona masculinizada, o del sexo deliberadamente postergado para
darle turno a otros imperiosos cumplimientos de servicio, cara afilada al
uso de precauciones, sin permitirse barbas, ni cabellos revueltos, una
mano ocupada sólo en el libro, la otra ocupada sólo en los expectantes
guantes. Fue el mejor de nosotros. Lo emplearon, lo desemplearon, lo
trajinaron de un lado al otro, lo exprimieron como a limón, como a
bagazo, lo volvieron a abandonar los señores y de paso le habían dado
tormento, volvió a postularse, le abucheó la barra popular, abajo los
265
intelectuales, mientras el caudillo de la barra ponía sus razones de que
siempre es preferible un hombre de confianza a un hombre inteligente, y
fue a refrescarse, a beber vinos con los rústicos y a conversarle a los
libros viejos, pero ya se llevaba para siempre la mala fama, la mala fama
del hombre inteligente, la mala fama de sus empleadores y
desempleadores, la mala fama del virtuoso de los variables ajedreces del
pensamiento, rey, y de la acción, reina la mala fama que anotó Gustavo
Flaubert en su Diccionario de Lugares Comunes: “Sin haberlo leído,
considerarlo como un criminal”. Sacrificado Machiavelli. Abrió una
época a la historia y se la cerró para él, enseñó a los señores el gobierno
de los nuevos tiempos y no nos enseñó a nosotros a vivir, todo el genio se
le fue en colocar amos en las colinas y no se ingenió en hacernos lugar en
las colinas de enfrente. Se perdió, perdiéndonos. ¿Sabe a quiénes nos
parecemos?. A esos aspirantes a testigos falsos que esperan, en el café de
la esquina de los tribunales, a que el abogado de las chicanas vaya por
ellos para alquilarles unas horas de complicidad. Ellos, también, ponen un
poco de ingenio, y, con más o menos solemne disimulo, llegan a creerse
indispensables para el buen funcionamiento de la Justicia.
266
28
(Papeles de Juan, 4)
Los gusanos reciben pronto la llamada de la carne muerta, o de la carne a
morir, demasiado pronto cuando son gusanos de superficie carcelaria,
alentados de humedad y roña.
Ayer trajeron a un estudiante y a un teniente. Venían de los suplicios. Los
grillos eran menos que los necesarios en el penal y hubo par que sirvió
para aparejar a los dos prisioneros, a una pierna del uno y a una pierna del
otro, y así se conocieron, de muy cerquita, sin haberse visto nunca hasta
esos momentos que pesan por dobladas vidas, el estudiante aproximado a
pardo y el teniente de blanco a rubión. Al estudiante se le veían los padres
pobres, dientes comidos, piernas delgadas, juvenil tormentoso, mirada de
mirar hacia los después, regresado del exilio, que salido a él por preferir
267
tierra extraña a cárcel, allá devolvió la preferencia y optó por el riesgo de
vaciársele la sangre en nueva cárcel que en la espera distante,
mortificadora, y se llegó para los nuevos alborotos, y la prisa por estar en
ellos no le borró las huellas de sus pasos que tan pronto como se
marcaban se las hallaban los soplones y porristas, y dando con él en casas
de obreros, en las orillas, que era el único refugio que no se le negaba, le
propinaron golpes y amaneció en los subterráneos de la cárcel con
compañero de grillos que era oficialito de escuela por vérsele en las ropas
de cuartel que lo seguían vistiendo, cargado de cejas en mediana frente
redoblada ya de arrugas, cabello crespo, rubio bigote y abunde de patilla,
pómulos que le salían de avanzada y nariz de figura antigua que afinaba el
rigor inteligente del rostro quemando impaciencias, menos que alto y más
que bajo, angosto el pecho, pequeñas las manos, un gran niño triste en que
estaban depositados los poderes de la obstinación y el relámpago, capaz
de caballos y ríos y montañas.
Los dos en el mismo par de grillos y una sola cobija, asociados,
amistándose, sin palabra del uno al otro todavía, sin nada que decirse, que
para amistad que así se les estaba obligando el silencio era la prueba
268
inicial por donde se entra mejor a lo cierto. El silencio los unía en grillo
de sesenta libras que los aparejaba y las palabras fueron después sólo
agregados con que se dijeron no quiénes eran, que ya lo sabían de
silenciosos, sino qué habrían de hacer cuando, sin par común de grillos,
llevarán su asociación a comunes fines. Llegaba el teniente de desbaratada
logia de cuartel provinciano, desde la que intentó soñarse capitán de
liberación, que para ello lo habían preparado historias de las guerras
grandes, mientras en Francia se graduaba de artillero, juramentado en
saberse diferente y conmovido viendo barrios obreros sacrificados por los
dragones, diciéndose verdades que también serían verdades en su tierra de
tiranos, y por eso, ahora sentenciado.
Los dos en el mismo par de grillos. Se les atravesaban las horas de piernas
acalambradas, apareados en tragarse ascos y piedades, de ir juntos a
lavabos y retretes, de extender juntos las manos para recibir la vianda fría
y el vasón de mate cocido, de asearse por las noches con el decoro que
dan las sombras, de tragar humillaciones en olores de caldo de orines para
hacerlas secretos orgullos de futuros victoriosos, sacrificio con moneda de
victoria, moneda noble, seguro depósito, sacrificio como río de enterezas
269
nocturnas empujando rabiosamente hacia el amanecer sus olas, sus velas
y sus peces, sacrificio como montaña ascendida por los llamados, que
aceptar el sacrificio sabe a llamada y a su respuesta, sacrificio más allá de
los umbrales hacia los cuales no hay regreso, porque se ha borrado el
recuerdo del jardín y la figura de la madre, que bien sabe ella que no tiene
porque esperar a los que se fueron, que ella quedó sabiendo ser en ellos la
ropa que les tejió para los caminos y que los caminos ya han
deshilachado, sacrificio de mocedades, sacrificio. El estudiante y el
teniente, el pardito y el rubión.
Se trataban de usted conversándose, tan juntos y tan solos, como
correspondía a la inocente solemnidad de sus plenipotencias. El
estudiante: La otra vez me defendí de los asaltos de la locura imaginando
los más lejanos extremos posibles de la realidad, para alejar a la locura
imaginé locura, tomé la locura por los cuernos. El teniente: Compongo los
tiros de mi artillería hacia completos blancos, desde nuestra colina. La
colina está bien defendida. No nos quitarán de ella. Donde están ellos, las
lluvias forman pantanos. Por la colina rápidamente pasan las lluvias y
dejan su frescor, sus aromas. El estudiante: La próxima vez estaremos aún
270
mejor fortificados. Démosle nombres a las nubes para llenar nuestra
espera alcanzándolas a todas. Esa que va hacia los campos de la cosecha,
se llama Oportunidad. El teniente: La que la acompaña, no menos grande.
Acción. El estudiante: A esa que parece el patio trasero de la casona, bien
le vendría el de Esperanza, a aquella tan serena, lenta seguridad de
invasión Justicia. El teniente: Esa tan delgada como para atravesar las
cerraduras de las puertas del cielo Certeza. El estudiante: Los miedos
existen y son de temer. Cuando siento que me vienen creo un personaje
imaginario, un doble ligero y le invento proezas. El teniente: el miedo se
asusta de los miedos cuando faltan los principios. El estudiante: La
energía es tan útil como los principios, juntos han de prestarse aciertos y
oportunidades, correrán juntos para no errar, la energía sin principios es
tierra mal labrada. El teniente: Los principios han de servir para razonar la
energía, para no adormecerla de prevenciones y recatos, los principios son
la sangre de la energía. El estudiante: Nada más triste e inútil que la
soltería de los principios, que su vejez sin gasto de amor. Cuando solos se
quedan en los libros, el enemigo se los carga y sabe razonarlos a su favor,
de hacerlos inofensivos, de malograrlos, y vestírselos entonces para ritual
271
de su soberbia. El teniente: Todo será distinto. El estudiante: Habrá más
vergüenza que dinero. Valiéndose de la sangre de los milicos de las
guerras de la Independencia y de las federales, los vivanderos, los
burgueses trepadores, se confortaban en ciudades que siempre aclamaban
a las tropas vencedoras que se les entraban por sus puertas fáciles, godas
de apaciguamiento fusilador , y en sala grande sus mujeres les hacían
música al general triunfador en el piano y zalamerías en los sillones
esquineros cuando el velón debilitaba lo que alcanzaban a ver las
miedosas prudencias de los señores ricos. Las ciudades salvaban su
fortuna y prestigios sociales pagando tributos de blandos agasajos y de
sus baúles aparecían los doblones, con que compraban orden y paz y se
refaccionaban las honras. De ahí, salieron nuestras repúblicas, teniente.
Junto a esos pianos y en sillones de sala grande fueron engendradas
nuestras oligarquías republicanas. Más dinero que vergüenza. Mucho,
mucho más dinero que vergüenza. De las leyes de haberes militares se
arreglaron para que los campitos de trabajo que, por sus servicios de
sacrificio, merecían los milicos, se acumularan en sus manos y se
rehicieran los latifundios coloniales y se agregaran los latifundios
272
republicanos, y, así, de recompuesta la propiedad, hicieron ley de hurtos
para hambrear al paisano y quitarle los derechos de su lanza y llevarlo a la
obediencia y a la servidumbre o a la pena del cepo y persecución a muerte
por las partidas policiales. El teniente: Yo sé de general que bien lo hubo,
de bueno que los hubiera, que treinta años después de sus campañas
calentaba sus cicatrices con mucho orgullo de pobre, con la soberbia de
sus recuerdos de guerrero, nada ladrón, alegando de sus vivanderos, que
entonces eran ministros y dueños de la república, alegándoles, digo, una
pensión de inválido, que menos que eso no le correspondía, que era eso y
nada más lo que reclamaba, pero echándoles esta última ofensiva a los
usureros de su lanza, esta grita y bronca de orgullo: ya en la vejez, sin más
riqueza que mi honra. Viejo padrazo de patria. Ellos, los almaceneros de
la ciudad ofrecida a los vencedores, y sus hijos, abogados con borlas en
Salamanca o París, se habían apropiado de la tierra sin desangrentar
todavía, de la tierra y sus pastos prontamente recobrados con sementera
de cadáveres de paisanos y milicos del general con honra, ellos
secuestraron la patria grande para hacerla patria chica en sus mostradores
del puerto, letras sobre Londres, embarques de cacao y tasajo que se iban,
273
de chucherías, levitas y licores que traían. Nuestro partido es el partido
de la vergüenza contra el dinero. El estudiante: Yo sé de político civil que
al cabo de sus dos gobiernos podía decir: tengo mi pensión de presidente,
mi pluma de cronista y mi cédula de identidad. El teniente: La legitimidad
de la dignidad y la pobreza. El estudiante: A un presidente doctor lo
intima un sublevado de espada a desocuparse del gobierno, el sedicioso le
dice: doctor, el mundo es de los valientes, y el doctor: el mundo es del
hombre justo y honrado. Duelo sin definiciones, ¿verdad, teniente?. El
mundo será de los valientes, justos y honrados. El teniente: De ellos será
el mundo. El estudiante: A las palabras las han fatigado de mentiras, más
mentiras cuanto más clamorosas, restituiremos su verdad a las palabras.
Cambios de guardia e inspección de cerrojos. El turno carcelero anima la
mecha del candil que hará sucia claridad hasta la media noche. El
estudiante: La colina es el mundo que amanece siempre más temprano. El
teniente: Ya tengo preparado el cálculo de mis tiros para el amanecer. El
estudiante: Será todo tan diferente, y ellos creen a no saberlo. El teniente:
Lo sabemos nosotros, y ellos saben que sí lo sabemos. El estudiante: En
vano, nos niegan. El teniente: Y nos sepultan. El teniente se empardaba,
274
se amorenaba. El estudiante: Te afiebras, teniente, cúbrete con toda la
cobija. El teniente se hacía noche en la piel terrosa, piel sin respiro,
depedazándose ardida, incendiada por debajo, calcinada. El teniente: ya
no soy de mi y sólo veo un mar que me golpea de espumas calientes, un
sol en retiro sangrándose, pesada noche encima que asusta a las gentes
pobres y a los pájaros. El estudiante: No te mueras, teniente, te
necesitamos tanto. El teniente: arar en la tierra y arar en el mar. El
estudiante: Si te llevan, regresa, si te apartan, vuélvete, no te mueras tan
de madrugada, tan temprano de mañana nueva, tan antes de pronto, tan
antes que recién comienza y aún no es ahora todavía. ¿Quién en tu colina,
quién en los fuegos perfectos de tu batería, de tus punterías listas?. ¿Quién
en tu patria de amor y fuerza?. ¿Quién iniciará por ti y con nosotros el día
de los justos?. Te necesitamos tanto, teniente José Simón, teniente Simón
José.
275
29
Se le estaban variando las costumbres del ánimo, y a éste le desarreglaban
las intranquilidades sin provecho, que le sumaban mayores inclinaciones
hacia las desconfianzas, y éstas se le hacían torturas hacia adentro, le
derrocaban la habitual capacidad de dominación con daño de enfermedad.
Se resentía alarmándose que dos ojos no eran suficientes y que otros
ningunos podían cumplimentar resguardos por los de él, lo que le reducía
el vigor de la jefatura, pues a notoriedad de jefe desconfiado abundancia
inmediata de aprendices a conspiración. Yo tomé, de ahí, ley que indica
que si graves son los riesgos de un todo confiar, mayores lo son los de la
entera desconfianza. Jefe desconfiador excita fraudes en servidumbres que
se saben desconfiadas, de qué valdría la lealtad para no ser creída. Mi
dañado General no se apercibió de estas cautelas, confundiéndose en
276
hábitos de reprimir sorpresas, de apacibilizar, desde su rostro de
empeñosa autoridad, todo rumor de voces y de pasos que en su vecindad
desorientaran lo previsto. Se estaba dando heridas a sí mismo. No quiero
que me huelan a carroña todavía vivo. Los olores de después. Noche, tal
vez, le hubiera que la oscuridad le era olores a despedida de sus fusilados
junto a las tapias del cementerio, olores de sus cadáveres ordenados a
morir lentamente en los fosos del Fuerte, en los triángulos del Panóptico,
olor de carne picaneada en los subsuelos de la Seguridad Especial. Los
olores de después. Los olores que daban alcance a los que seguían
viviendo. Los olores del caballo asustado, al que le tumbaron el jinete y
revuelve las patas entre la sangre de él y su bosta, olores de la
intransigente montonera, Federación y Muerte, olores del fortín, no hay
indio amigo que muerto, olores del barracón de vagos y malentretenidos
palando carreteras y muriendo de epidemias de los bañados y los
pantanos. Los olores de después. Los olores que daban alcance a los que
seguían muriendo. No quiero que me huelan a carroña todavía vivo. No
morir en clínica de París como los dictadores desterrados.
277
Se le rendían las luces de la cansada pupila, ojos gatosos, y las piernas se
le alteraban, sin mucha resistencia, como juncos de la orilla. Los médicos
hicieron diagnóstico. Pero, ¿quién le ponía mano?. ¿Quién le ponía el
dedo?. Al que se ufanaba más de lo debido y provocando a los
mismísimos dioses, alegando que no se había fundido el plomo de la bala
que se abriera paso en su cuerpo, ¿quién se atrevería, aun cuando las
razones corrían diferentes, a que ese cuerpo cerrado a aquella, se abriera
para esa cura cuya única manipulación consistía en un dedo entrándole
como bala en alguna parte de no tocar, orgullo constitucional del
hombre?. Ese dedo existía y no había error posible en situar su existencia.
Era el de tres o cuatro galenos de experiencia académica y práctica
hospitalaria, sólo tres o cuatro, envejecidos desde que la clausura de la
Universidad no diera nuevos turnos durante veinte años. Uno de ellos
debía ser el señalado. ¿Quién de entre ellos mantenía seguros ánimos para
verle echado, de espaldas, molesto por no saber cómo acomodar el bigote
y su disgusto, al final quieto y consentido, entregado, a ese hombre,
hombrón, a quien tempranito y niño, por no decirlo de recién parido, era
lícito pensarlo de pie firme y alta la frente?. Era desacuerdo difícil de
278
comportar. Como que siempre es mucho más difícil y mucho menos
corriente, recibir la humillación del fuerte que del debilucho. Esto es agua
que corre y acaso alivie; aquello es peñón que se deshace y golpea. La
claudicación del fuerte es algo así como propia claudicación, no satisface,
asusta, como condena personal, como que en ella nos envuelve y daña,
como si al día le quitaran horas que pasaran oscurecidas a la noche. Un
fuerte humillado es un castigo para todos, interrupción de la historia,
invierno de lluvias y truenos a la mitad de la estación de las cálidas
cosechas rubias. Hacía falta tanto coraje de resolución como vergüenza
dispuesta desde la otra parte. ¿Quién lucía ese coraje?. Los tres o cuatro
posibles hicieron junta para comentar. No lograron hacer junta para
decidir. Por otra parte, ya sabida, el General no era hombre de creer por sí
o por no a primera vista y sólo había acatado el diagnóstico cuando se lo
escribieron, con los estilos de las disculpas, en pliego, por falta de aliento
para echárselo de frente, vaya a imaginarlo cómo lo recibiría y, además,
merecía especial protocolización en cuanto la enfermedad del General era
evidente cuestión de Estado, aunque, por razón de Estado, se le
mantuviera en la más estricta reserva, prohibida toda trascendencia que
279
disminuyera prestigios al poder y arrogancias al mando. Ningún galeno
local dio paso hacia adelante, tratándose como se trataba de imponerle al
General incomodidad vergonzosa, y vaya, además, a saberse la reacción
del siguiente día del General, o de cualquier otro día, cuando se
encontrara en una ceremonia oficial, o en la calle, o en cualquier sitio, con
quien le había, sin quererlo, debilitado los orgullos habiéndole preguntado
en el momento difícil: ¿duele, General?, pregunta a la que no podría darle
respuesta para sostener el resto de solemnidad que pudiera aún permitir la
molesta circunstancia. Que pusiera mano un especialista traído del
extranjero a tal único cometido, importaba la ventaja de una
profesionalización al día, y esto era lo perfectamente recomendable,
científicamente atinado, además, vendría de incógnito y de incógnito se
volvería a ir y eso aliviaría los pudores posteriores del enfermo, aquí no
ha pasado nada, pero quedaba pendiente la reflexión, perfectamente
lógica, de que esa humanidad a explorar en el General era parte del
territorio nacional, lo que hacía, quiérase o no, cuestión de soberanía
humillada, lo que dejaría pendiente un resentimiento de violada frontera.
Especialista gringo, no. ¿Quién?. Había nativo que hacía exitosa
280
profesión, ya instalado para siempre, en el norte. Que venga y que se
vaya. Vendrá por un día con su ciencia adelantada y al día siguiente
regreso y olvido. Siempre hay soluciones felices para los enojosos
contrastes. El General fue más que comprensivo, asegurados, como
estaban, los resguardos. Le regaló al galeno importado y vuelto a exportar
una concesión de petróleo a negociar en Nueva York, prueba de los
méritos, importancia y alegría que asignaba a su próstata curada. Todavía,
General para rato.
281
30
En ese espejo, frente al que me rasuro, ¿a quién veía Dios?. ¿Veía al
condescendiente a salario, al minucioso de servicio y obsequiosidad, o al
que se volvía a sus adentros, corrido, a su jardín, asustado?. El que retenía
la mirada de Dios, ¿era el poblador de rincones, corto o acortado, remiso
y remitido, mandado, que se encogía de aceptaciones, oficial de
despachos confidenciales, o el modesto, laborioso, afable, moderado, que
se cubría de afanes en hacer amable a la mentira para menos violento el
rechazo de la verdad?. ¿El yo de mesuras, prudencias y disposiciones
preparadas para justificar al General, a su gobierno, a su misión, a sus
arrogancias, a cambio de asegurarse un tanto más de confort para mis
miedos, con algo mucho menos que gozo pero algo apenas más que
desgracia, o ese otro que se estaba rasurando frente al espejo, junto al
282
ventanito que le traía los aromas del jardín, al que las limitaciones se le
habían hecho y convenido pecados del alma y dolores en los huesos,
lector atormentado de sus viejas lecturas, pero reincidente lector castigado
por las viejas lecturas, duelo el mío entre las viejas lecturas y las
justificaciones cotidianas que le quitaban deseos de ternuras al esposo y
padre que al final yo era?. Dios quiera que Dios mirara para este lado,
donde yo no podía mantener encendida mi pipa, recuerdo de los días de
estudiante en Marburgo. Estando con Juan nos predestinábamos creyendo
que el mundo había venido siendo así como lo encontrábamos para que
nos diera oportunidad de cambiarlo. No podía fumar ya mi pipa entera.
No se acierta a encender pipa sin quietud de conciencia, la pipa es un
ejercicio de conciliación interior, sirve a los reposos del alma. Una pipa
sólo puede ser cabalmente fumada sin alteraciones consigo mismo, es un
trato espontáneo de paz con el que llevamos dentro, o un trato de serena
espera, y si mal lo llevamos, si nada tenemos que así esperar, no hay pipa
que nos tolere, nos rechaza. ¿No recuerda, señor Reed, que en las
carátulas de sus libros, Holmes aparece con la pipa en los labios pero
apagada y que sólo le da fuego en las últimas páginas, cuando están
283
ordenados en su conciencia los datos que le llevan a la revelación?. Qué
difícil se me hacía mi vieja pipa y cuánto fósforo llevaba quemado, como
para que el burlón me hiciera sujeto fácil de su chanza preguntando no
qué marca de tabaco sino cuál la de fósforos que fuma ese señor. Me
abandonó la pipa. Que, es decir, se me perdía, como en pedacitos de
vidrio astillados de una ventana sobresaltada, mi última necesidad de
propios fantasmas. Se me desgobernaba la imaginación, se me iban mis
Atlántidas y Thules, mis Sénecas y Campanellas y me mortificaba con
Rousseau: Nunca he creído que la libertad del hombre consista en hacer lo
que quiera, sino en no tener que hacer lo que no quiere.
Entonces me daba a entender que no hay frontera entre los géneros
literarios como comenzaba a decirlo el italiano Croce, que una vieja
fábula puede hacerse farsa a la vez trágica y cómica, reidera y llorada. El
General me encargaba. Se está muriendo un señor importante y no lo
dejaremos irse solo, póngale compañía con todos los merecimientos que
se le ocurran, pues los muertos se los merecen, los muertos ilustres son
los mejores aliados del orden, excelentes agentes de nada costosa
propaganda, necesitamos grandes aliados muertos para consolidar las
284
tradiciones y seguir en el poder, póngale en La Gaceta Liberal despedida
de su pluma de usted, entierro de primera, carruaje de lujo, doce caballos,
carroza de coronas, comisiones de homenaje a su esclarecida memoria. Mi
hija mayor, que lucía de entrecasa inimitable hábito de imitación, se
acercaba y con vocecita para no ser oída más allá del ángulo de mi salita
de trabajo, a la hora de la siesta interrumpida, imitando las pausas lujosas
del General me provocaba, dándole qué hacer al escepticismo en que se
reprimen las familias de los secretarios: ¿Cuántos elogios prepara, usted,
para el gran muerto del día?. Y le consentía la misma respuesta, siempre:
Dos columnas y media de La Gaceta Liberal con foto orlada a dos
columnas en preferente página principal. Y así: Hombre de fecundas
iniciativas en actividades bancarias, bursátiles e industriales y, ante todo,
dedicado a su hogar, hizo de este una fortaleza moral sin fisuras, en la que
velose por cuanto constituye un galardón para el espíritu. Respetuoso y
respetado, su palabra era escuchada con suma atención, porque se la sabía
fruto de pródiga acumulación de experiencias y profundas meditaciones.
Sus descendientes, que reciben un valioso legado espiritual, forjado en el
temple de la dignidad, aprendieron bien la principal lección recibida de
285
quien jamás tuvo claudicaciones en su monitora conducta como la de
honrar el apellido. En el largo cortejo pudo verse a profesores
universitarios, académicos, figuras representativas de nuestras
instituciones. Ahora ha entrado en el silencio, pero deja elocuentes
lecciones que harán perdurable su recuerdo en cuantos lo trataron: la
lección de la voluntad orientada siempre hacia el progreso; la de la fe en
el triunfo de toda causa noble; la lección, en suma, de amar todo lo que
signifique abroquelar dignamente la vida, darle alcurnia moral a la
existencia. Y así: Miembro de una familia de prestigioso ascendiente en la
vida del país, supo sumar a las heredadas condiciones de sus mayores,
merecimientos personales que destacaron su actuación en diversos
órdenes. Enamorado de Europa, pasaba en París largas temporadas, allí su
residencia era un clásico lugar de encuentro para sus paisanos que
visitaban la Ciudad Luz, quienes tenían en él no solo al anfitrión, sino
también al guía conocedor de todos los secretos que el arte y la historia
atesoraron en la capital francesa. Su muerte enluta a sectores de nuestras
más tradicionales familias y priva al país de un hombre que supo servirlo
sin desfallecimientos. Y así: Desaparece una figura vinculada con las más
286
tradicionales familias que, a la par, supo enriquecer ese noble legado
espiritual de sus mayores, ese mandato que viene desde lo hondo de la
estirpe, con la realización de una positiva tarea en callado aporte a la
sociedad a través de la creación de riqueza en el sector de la producción
agropecuaria. Caballero en el sentido trascendente de la palabra, hizo del
honor un culto y del servicio un deber insoslayable. Con su muerte, que
enluta a conocidas familias de nuestros más altos círculos sociales, pierde
la sociedad a una de sus más brillantes figuras y el país a un ciudadano
ejemplar. Y así: Varón de noble estirpe y merecedor tanto del respeto
como del agradecimiento de cuantos lo conocieron y tuvieron la
posibilidad de beneficiarse con los frutos de su conversación siempre
inspiradas por los dictados del bien común y del amor. La desaparición de
este socio del Club del Orden Social enluta a una familia tradicional, al
vasto círculo de sus relaciones y priva al país de un hijo que le supo servir
con capacidad y sin medir sacrificios, como también extingue a un
caballero de alcurnia, en su sangre y en su conducta, que hizo de la
amistad un culto y del honor una actitud inquebrantable. Y así, un gran
muerto por semana, o por semana, dos. Por más que no lo quisiera, a mi
287
agotado empeño se le desparpajaban los lugares comunes en fáciles
sucesiones de varón probo, ejemplar trayectoria, figura señera, malogrado
talento.
¿Se explica, señor Reed, que no pudiera mantener encendida mi pipa de
Marburgo?. Yo no era el escritor de asuntos e indagaciones de principios,
excursionista del lenguaje para reiteradas lápidas mortuorias, consagrador
de buenas famas, convenido, juicioso memorialista de los que pasaban sin
querellas, ni discordancias, sin disconformidades, tan juiciosas sus vidas
como servicial la mía, tan de pacíficos respetos públicos ellos como
obsequiosa mi obligada pluma. Se le agana repetírselo a mis tristezas de
esos días y que desde esos días traigo conmigo. Juntadas, todas esas
tristezas, me hacen decirle que de un escritor comprimido tampoco acerté
a sacar un literato en ventura de distracción o compensaciones, sólo patio
de pretextos. Me hubiera declinado a gusto a esa habilidad y que me
ahorraría los grandes desasosiegos, y si Diderot se me iba tan lejos por
haberlo tenido tan cerca y me suprimía de su vieja amistad, poco pero
suficiente era figurarme novelero de evasión en las horas que pudieran
quedarme una vez devuelta la levita gris de mis hombros a las perchas del
288
ropero, desentendiéndome, si pudiera, de culpas de Palacio, cediéndome,
si pudiera, al que me venía quedando, si quedaba, en el agotado secretario
del General y aún echara a andarse en recreo con personajes sueltos,
desamarrados, folletineros, nada referidos a calendarios, fugitivos, nada
sometidos a plomadas de dioses poderosos, si pudiera, pudiera, pero los
héroes desinterpolados, las salidas a campo, a visita desusual, a ronda
ajena, que me intentaba en los secretos de la entrada noche me devolvían
los miedos conocidos y esas distracciones se me hacían la otra cara torpe
del suplicio. Seguramente, ese día el General se había descomedido por
antojárseles poco entusiastas los transportes de mi despedida al gran
muerto semanal o bisemanal, y verificando las pruebas que la imprenta le
alcanzaba para la mejor seguridad y esmeros del orden periodístico, se
desató desde la sala de edecanes para que lo oyera con algo así como yo
esperaba una gran cosa y cuando vi esa gran tontería lo sentí
especialmente porque ya no había tiempo para hacer alguna cosilla, así
que tomé la pluma y puse cuatro porquerías. A mí se me hizo recuerdo
inmediato que eran las mismas palabras del dictador comercial de los
litorales andinos del sur para con el maestro humanista que había traído
289
de Londres. Se me desahuciaba la evasión y sus pretextos, se me caía el
literato, se me abría otra tumba abierta que los fantasmas del General
custodiaban día y noche.
El General, como que venía de segunda y no terminaba de olvidárselo,
seguía empleando a su lado a gente de primera. Entre los de segunda, me
sobraban latines, y entre los de primera no me situaban los medidos
cobres que sólo consentían la apariencia del bienestar familiar. Seguía en
el medio, prestado, sin ánimo de conciliación, así me inspirara en
conciliarme. La poca gente de segunda que, así el General, habían
cruzado la frontera de su origen, despreciaba en mi lo que ellos habían
sido, recuerdo yo de sus pobrezas y humillaciones. La vieja gente de
primera, en cuya reunión y preferido apego se contentaba el General, me
desconsideraba su sirviente de cuello palomita que, en vez, de alcanzarles
café con gotas fuertes, proveía de memoriales, elogios fúnebres y
discursos de ocasión. Me lo hacían sentir de una y otra parte que yo no era
hombre competente para evolucionar desde pulpero de mi pueblo a dueño
de fundo grande, ni para poner dineros heredados en atender gran tienda
290
de ultramarinos sobre el malecón y, que, acaso, sólo de preceptor para
enderezamiento de hijos bochincheros pudiera entenderse mi ocasional
utilidad. No me apaciguaba saber que, a mitad de camino entre uno y otro
lado, hicieron lo suyo los capitanes de la Conquista, pero tan costosas y
provisorias sus felicidades como serían las mías si los ánimos me
ayudaran a buscarlas.
Se me suscitaron, tales condicionadas sensaciones, en el caso del
alejamiento, enfermo de años y servicios, del Ministro de Educación y del
revés que le adiviné al General en tanto suplantarlo. El General me
adivinó lo que yo le adivinaba y sin otras palabras que las de mando, me
facilitó: Pase a Ministro. Sin quitarle mi acostumbrada pluma de
secretario, con soldada tres veces superior, me apresuré a agraciar a la
mayor de mis hijas con un piano alemán, a suscribirme a Rivadeneyra y a
reponer mis agotadas levitas inglesas de Saville Road con un juego de
reemplazo del mismo prestigioso origen. Se me alternaban las faenas y no
deserté de ninguno de los cumplimientos, deberes e insistencias,
regalando a mi naturaleza la persuasión de que sus energías podían
mostrarse en tantos provechos. Para saberme convencido de la extensión
291
de mis nuevos servicios beneficié con reformas liberales en la educación
al gobierno del General, con lo que pudiera lucir ante el mundo su amor al
progreso ilustrado y desautorizar a los exiliados que le difundían sones de
anticuado y antimodernista, inicié la publicación de El Monitor de la
Ilustración, que las embajadas circularían en los ambientes apropiados de
Europa, reparé la molestia de la Iglesia por aquellas reformas doblando
los subsidios a las congregaciones catequistas.
En esos mismos días, compuse para el General su discurso para las
ceremonias de conmemoración del Centenario de la Independencia, ante
delegaciones de los países vecinos. La ganaron las espadas. ¿Por qué
habrían de volver a la contera?. Seguimos viviendo la hora de la espada.
Muy aplaudido y festejado, y dándose a un lado entendí que me solicitaba
y casi al oído de su Ministro y secretario: Vale, las cosas que usted me
hace decir. Los invitados seguían aplaudiéndolo y fiesteándolo. Yo lo creí
mi triunfo. A la mañana siguiente, a la temprana hora del despacho,
ordenó me quedara. No presumí que gastara agradecimiento especial por
el discurso que ya estaba motivando debate en la prensa del continente y
atención en la europea, pero menos supuse contraste o infortunio.
292
Comenzó comprometido en cuánta confianza de su parte y lealtad de la
mía consagraban lo que, por primera vez, llamó amistad. A esa palabra no
la empleaba en vano. Comencé a entenderlo. Nunca podría prescindirlo,
secretario. Salí, agradecido. El edecán me acompañó, como no solía
hacerlo, hasta la puerta del jardín de invierno, para completar el aviso de
que el General deseaba que me le quedara cerca, al lado, por algún
tiempo, al menos, del nuevo Ministro, hijo de su amigo, el terrateniente
del centro serrano del país, que mucho no habrá de entender de esas cosas,
pero cuyo padre le había sido prestigioso compadre de varios provechos,
dignidades y tradición. Felizmente, no había llegado el piano alemán para
la mayor de mis hijas y apenas me di alcance para deshacer la compra.
Una de las levitas nuevas ya estaba en uso, ayer la había lucido cuando el
General leía su discurso. De Rivadeneyra, me llegó un solo volumen. Era
Quevedo. Esa noche, me indemnicé en su lectura, reparando en el soneto
63, que muestra por extraño o ingenioso camino que es dicha no ser
poderoso, y que siempre los que lo son suelen emplearlo mal, y que así
termina: Mucho les debo al poco poder mío/ Pues cuando debo no querer,
no puedo. Pero, me eran suficiente los veinte años de secretario y los
293
cuatro meses de Ministro para el atrevimiento de dejarle al General un
sobre, Personal, con su generosa licencia, con cuartilla de adecuados
respetos y consideraciones y era programa de gobierno y figuración de
gobernante para el próximo quinquenio, concertado en las inspiraciones
del liberalismo conservador para el razonable progreso del país y sus
colonias espirituales. El General regresó al fin de larga semana de
excursión en motocicleta por las carreteras que la colaboración de los
Voluntarios del Trabajo Nacional permitiría inaugurar la siguiente. El
domingo, al atardecer, me hizo comparecer en el salón de los espejos
franceses. Sobre la mesa estaba abierto mi sobre. Me conversó
dilatadamente sobre motivos cualquiera, que no hace al caso recordar
mientras se distraía con la pareja preferida de sus perros de caza. A
propósito de mi carta y plan, no gastó palabra. Me despidió acercándome
dos botellas de vino añejado, que esperaban en el otro extremo de la mesa.
Para que esta noche lo goce en la cena, con los suyos.
294
31
(Papeles de Juan, 5)
Ningún resentimiento. No recuerdo en quien leí que intentar cambiar al
mundo es aventura a cumplir en serenidad y alegría. El hombre que no se
reniega no se resiente. El hombre no debe renegarse. Me lo estoy diciendo
en el desamparo de esta celda. La única felicidad que la alcanza, a través
del alto cuadro de rejas, son los aromas mañaneros, en los que despierto y
rehago los días. Me estoy dando aprendizaje de soledad, saber estar solo,
solo sin queja, solo hacia adentro y hacia afuera paz de combate
inacabable, combate que es paz en los ánimos sin tregua. No me sé
replegado. Me trabajo serenidad y alegría para saberme en los campos de
una historia que no conozca la mutilación de las opciones. La ortodoxia,
que suele buscarnos en la soledad, no lleva hacia esos campos de
295
liberación. La ortodoxia en el solitario puede ser criminal, se justifica a
sí misma, hace del mesiánico el asesino en nombre de sus pocas
afirmaciones y muchas exclusiones. Qué inmensa felicidad que haya,
siempre, más preguntas que respuestas, muchas preguntas abiertas con
muchas respuestas, también, abiertas. No soy el ortodoxo. Correr hacia
donde corre la multitud adulada es tan peligroso como someterse a la
minoría ortodoxa en el poder. La gente, alentada en tropel, puede ser mala
gente, sin querer saberse así, o sin importarle saberlo, y la consecuencia es
la misma: el hombre prohibido. Porque, en definitiva, la multitud adulada
sólo sirve a la consolidación del poder de la minoría ortodoxa. Sumarse a
esa multitud es plegarse a nuestro perseguidor, a nuestro verdugo. ¿Soy el
segregado?. Me integro en el hombre rebelde. Nunca estoy solo. Desde no
sé dónde, me acompañan. No es necesario que vengan por mi, ni me
lleguen sus mensajes. Nunca dejarán de existirme y de poblarme. Ellos en
lo suyo y yo en lo mío; ellos allá y yo aquí; ellos, los que no acatan y se
desacostumbran; yo, el desacatado en prisión por reconocimiento y
premio a desacostumbrado. El mundo es tan ancho como ellos y yo.
Viene ancho en los sueños que nos realizan. Empuja ancho. Ancho será.
296
Me importa estar solo para saberme acompañado, soñando anchuras que
le vendrán al mundo, que le están viniendo desde siempre, desde ahora
mismo, hacia siempre. Estoy lleno de mundo como ríos preparando las
crecientes. Nunca estaré solo, nunca podrán confinarme solo. Se me
atornillan los recuerdos del otro que no conozco y lo sé el mi hermano.
Está en los fosos de cualquier presidio, le han robado su cielo y el cielo
que él prometía, le han mutilado los ojos y lo que quería ver por ellos, le
han rebanado las manos y lo que ansiaba hacer con ellas, le han muerto la
voz y lo que con ella anunciaba. En él me han mutilado a mi. En mi a él.
Nunca estoy solo. Nunca estamos solos. Le vaciarán a él los testículos, me
lo están vaciando a mi. Me darán cachetadas y le destrozarán la cara
también a él. Me sepultaban en el cepo y a él le están remachando los
grillos. Somos uno mismo en tantos presidios. Uno mismo para tantos
verdugos. Una misma culpa y un mismo terror. Se cuaja la sangre en mi
herida, y en él y en mi siguen derramándose las sangres de la inocencia y
los desafíos. Me dejan pan duro remojado por la mañana, y él y yo
comemos pan duro remojado. Nos dejan al intemperie la noche helada, y
él y yo sabemos la desesperación del frío en el patio del penal. El sigue
297
fabulando los tiempos que vendrán y yo me acerco a su fábula: vendrán
esos tiempos, otros tiempos salvadores, vendrán los tiempos diferentes.
No estamos solos él ahí y yo aquí. No hay soledad que nos aleje,
humillación que nos aísle, dolor que no nos junte. En los presidios
sabemos de tantas esperanzas que vencen a los humilladores, tanto tiempo
nuevo que brota de las mutilaciones, tanto nos sabemos uno mismo de
aquí a mañana. A los sometidos de hoy nos quedan los poderes de la
utopía, que es como saber hacia dónde queremos que avance, desde ahora
mismo, la nueva historia, posibilidad de alojarnos, desde aquí, en el
pasado mañana, que ya nos es más realidad que cualquier reducción de
días tristes y sus cobardías. Lo que vendrá está como esperando al cabo de
un camino que comienza en la suela quebrada de nuestro calzado, en el
torno de la tortura, en la sangre del ametrallado salpicando el muro de la
ciudad indiferente. Siempre nos habrá caminos.
Somos la vieja peregrinación de los que saben no desesperar, de los
Juanes y Juan, profetas sin querer serlo, queriendo ser simplemente
hombres, ni más ni menos, hombres, sin soberbia y sin humillación, sin
vanidad y sin disculpas, Juanes y Juan de oficios limpios desde la
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temprana hora de los imposibles, desde el amanecer riesgoso, desde el
día infinito. Siempre es menos tarde de lo que se supone. Nunca hay
últimas veces. Ya estamos caminando en el pasado mañana, pensándole
otros días siguientes al pasado mañana. No es una visión la que nos lleva,
es energía la que nos empuja. Que cada uno lleve consigo a la utopía, a su
utopía, con el riesgo de saberse actual e inactual a la vez, sumas del
augurio, el sacrificio y la alegría. Si es necesario inventar una nueva
carnadura para el hombre, si de gastada esta de hoy no lo representa y lo
esconde, si sólo le es residuo, inventemos una nueva carnadura para el
hombre. ¿Dónde comienza esa invención?. En mi pueblo, alguien se metía
en las tabernas y prostíbulos a sacar a los ahí entretenidos hacia el buen
aire de la plaza y con lengua de profetizador menudo les decía de otros
quehaceres y gozos, y los llevaba a su casa y le enseñaba a escribir al que
sería secretario de actas del sindicato de oficios varios y a hacer cuentas al
que tesorero. Ese alguien estaba inventando hombres nuevos, un día, otro
día, muchos días. Así nos redimiremos, abriendo la historia a todos los
hombres. Entonces, el pasado mañana ya está aquí, en nosotros, en cada
día nuestro y diferente, en muchos días de trajín, días de domas de río,
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sabiendo, bien entendido, qué historia queremos hacer, qué historia
estamos haciendo. Cargar con la nueva conciencia de la historia. No es
posible pedir menos a los más aptos, a los de naturaleza completa, para
faena larga, robusta, resistente. No necesitamos héroes desesperados,
héroes del día apurado del estallido, improvisados por la desesperación,
buscando la gloria rápida de darse la cabeza contra la pared, la gloria de
mutilarse de una vez con el solo coraje de negar y de negarse, coraje para
golpear y huir, golpear huyendo. Necesitamos héroes para las pequeñas
luchas de todos los días, luchas interminables que son la rutina de los
fuertes, dando la cara, serenamente, alegremente, hoy, mañana, pasado
mañana y los días siguientes a pasado mañana. No héroes que jueguen al
azar de su poca pólvora. No héroes para las masas, sino masas de
pequeños héroes.
Ser revolucionario es mucho más difícil que ser insurrecto, mucho más
difícil que ser sublevado. Es la insurrección y la sublevación en cuentas
diarias de vida de hombre y su nueva conciencia de la historia, su utopía.
Ser revolucionario no es confiarse a la violencia como al misterio de una
religión de refugio ocasional, un retorno a los mitos, un consuelo, coraje
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de una fácil cobardía de penitentes y penitenciados, con la idea de la
salvación tan absoluta como frágil, rápida búsqueda del paraíso, confesión
de impotencia de intranquilas clases medias sin destino, de desacomodos
burgueses sin destino. Violentarse así es iniciarse en la domesticación.
Después del acto violento, la sensación de la impotencia, incluso al
margen de la represión. El novelista hará, con las astillas, novela del
desencanto para convenir que no ha pasado nada. ¿Y los otros?. He sabido
de algunos que se reinstalaron, cada cual a su cosa y sólo a su cosa, desde
los desarreglos de la intransigencia de unos días a los más largos días de
la apacible convención, renegados. ¿A quién favoreció la violencia?. Lo
sé. Al enemigo. El enemigo suspendió sus querellas y todo a uno golpeó
fuerte, aprovechando los pretextos para deshacerse de todos los
molestadores. Si estuviera cerca del muchacho impaciente le alcanzaría el
recuerdo del viejo payador del sur que, en sus cantos, reiteraba: La
violencia es necesaria, pero difícil saber cuándo. Y le diría: que nadie se
aprovecha de tu cadáver, que hay mucho que hacer, hoy, mañana, pasado
mañana, todos los días, no el solo día del estallido violento, que se
necesita mucho más coraje en largo esfuerzo sostenido para hacer historia
301
y utopía con lo heroico y lo cotidiano, con el arrojo y la cautela al mismo
tiempo, sin reducir la parábola, sin simplificar la lucha, sin suponer
colgarse de la historia con la presunción del gesto único, de rápido
trascender. El amante suicida no procede de otra manera. Ha confundido
reveses con fatalidad, amor con impaciencia, dolor con evasión. El
violento de la revolución se somete a esos equívocos sentimentales.
El amor y la revolución, cuando lo son, son de curso largo. Dos naturaleza
amorosas no llegan al entero amor por estallido, acaso haga falta algo de
rutina espaciosa, de tiempos diferentes, de muchos contrastes. La
naturaleza del revolucionario se apareja a la del buen amador:
incrustándose en la vida, sin las impaciencias inexpertas del amante en
primeros reveses, le sacará a la vida todos sus sentidos para hacer nueva
vida, asociará a su naturaleza la idea, o conciencia, de la fiesta futura,
anticipándosela en los gozos, en los júbilos de la lucha. Un revolucionario
es tanto como un buen amador, suma conjunta de inocencia y madurez
hace de ellos naturalezas dichosas en una y otra lucha, en los cuidados de
fundar la vida, en diligencias de alejar la muerte. No hay otra manera de
cambiar al mundo. La revolución es aventura de ensanchar vida, aventura
302
contra todas las realidades y apariciones de la muerte. Hay mucho por
hacer.
303
32
El Castiglione indicaba que la cortesanía más convenible era poder y
saber servir al Príncipe en toda cosa puesta en razón, recomendación tanto
atinada como de justos sentidos. Yo, fabricándome tino debía, y porque
debía podía, servir al General poniendo razones donde no había razón
suficiente. Mi servicio comenzaba no en razón puesta, sino
invencionándole razones que lo justificaran. Yo era, más que nunca, su
acta de legalización. Parte importante de mi oficio y sus desempeños era
compensarlo, así que lo estaba viendo enflaqueciendo de tonos y aciertos,
de razón y deliberaciones, con astucias que se le acababan y le estaban
faltando por más necesitadas cada día que al anterior. En el mejor de los
casos, las suyas eran reiteraciones de la impunidad y sus logros que
descendían por conocérselas, tan parejas por igual en lo jactancioso y
304
perverso. Las astucias mías sabían a nuevo, empezaban como excusas en
escalón inicial de inocencia, con que se prestaban a disimulo en paisaje de
cazabobos, para situarse a mayor comodidad de tránsito y regulado
tiempo, tras lo cual se desplazaba, protegida, la agudeza de sus objetivos,
librados sin riesgo de confusión ni demoras. Eran dos direcciones que
bien se distinguían una de la otra por variedad de caminos, no de metas y
alcances. La una suya se impacientaba a campo descubierto, ya con
menos en recursos de distracción del enemigo de lo que obligan las
habilidades de la guerra y que los triunfadores ensoberbecidos no se
serenan en aplicar cuando se les desconciertan. Era el caso del General.
La otra mía se entretenía en más cuidadosos costos espaciados y no
descontaba como posible al fracaso, con lo que crecía en fuerza
precaucional, ganándose por humildad lo que arriesga la soberbia. Más
debilitado de tonos y aciertos, de razón y deliberaciones, más soberbio se
mostraba el General, inoportuno y desmedido, haciendo, por eso, más
oportuna y medida mi colaboración. De tales trabajosas ventajas que le
pensaba, me ausentaba yo tan pronto estaba terminándolas de pensar.
Eran para uso de él, eran de mi servicio, no de mi beneficio. Pudor o
305
vergüenza, o, acaso, uno y otra, pero en transposición de leve cobardía o
de apenas cómoda debilidad, no me asentía en aplicar para mi producto
las arterías que le fabricaba. Sabía el General de esta ninguna
correspondencia entre mi saber y mi no hacer, y así se halagaba que todo
fuera en mi para su única y segura dependencia, que el mío fuera
pensamiento para sus exclusivas funciones. Y me agradecía esta otra
alegación de subordinado con la que él se disfrutaba en dependerme.
Pero, yo sabía a eso por desestimación, por menosprecio, recelándome a
mi mismo de que esos medios de artería que agregaba a sus fines en
tratándose de enemigos a la vista o de amigos a medias a buscar en sus
ocultamientos, no se volverían en tratándose de amigos como yo le era y
necesario más de lo que hasta entonces le había sido.
Para hacerme llevadera mis sumadas tristezas y recelos tenía una sola
alternativa y la aproveché, tanto era suponerme que yo era él, no
solamente que era su brazo coautor y de cuidadoso rendimiento, sino
también el adivinarle lo que se disponía a dictar y poniéndole al punto lo
que ya le iba faltando a su dictado que fuera este tan completo y
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amaestrador como en sus mejores días anteriores, no sólo obediencia
condicionada y obediencia colaboradora, sino ya, me quería, mucho más y
compensatorio a partir de resolver mi ausencia total, mi desaparición, y
suponerme, como le dije, que yo era él, el General y el escribiente juntos
en uno mismo que era el General por ley de identificación absoluta que
nos otorga a los números dos el derecho de desaparecer, de pasarnos, con
nuestras pocas armas y bagajes, al cuerpo, a la voluntad del número uno
próximo. No ya un desdoblado, sino un endosado en él.
Me razonaba que mejor era hacerlo a voluntad que sin ella, aún cuando
fuera con voluntad prestada como la mía y no necesitando aclararme que
más que prestada me era impuesta. Hacer, digo, mi dimisión con claro
asentimiento de avanzado aprendiz a la nada propia, con grato
consentimiento del que se retira de las veredas que barren las lluvias y los
vientos y se allana a proteger en ajeno portal sus perdonadas fatigas. ¿No
era, a la vez, un imperativo social?. Se lo había leído al Sade y lo tenía
presente en mis mortificaciones: El verdadero espíritu social es hacer
valer el de los otros, y como sólo se llega a él sacrificándose uno mismo,
muy pocas son las personas que se saben con aptitud de tal esfuerzo. ¿Era
307
yo una de ellas?. Más me valía plegarme en otro en camino que yo
pasajero en punta rieles, ser conciencia turbulenta, ajena, que propia
conciencia suspendida o confiscada. En lugar de un desestimado entre los
juegos secretos de su poder y sus olores, un delegado entre puertas
cerradas, en lugar de saberle tanto yo de él como para serle su riesgo, de
saberme tanto él en mi como para serle su albergado en los zócalos del
Palacio, en lugar de eso, la única alternativa era segura ventaja de
conciliación. Desaparecer en él. La recompensa. Mi realidad. La otra
realidad era el viejo fraude. El maestro Saavedra Fajardo lo sabía: Aunque
se dispusieran sin nosotros, se hicieron con nosotros.
308
33
(Papeles de Juan, 6)
Siento que las sangres me corren sin alboroto, los sueños no me alarman,
los miedos no me castigan, no se atropellan mis pensamientos. Podría
quedarme aquí para siempre, recostado, sin fríos ni sudores, mirando los
cielos enrejados y la peregrinación de las nubes, aquí, pasajero no
alterado, con un poco del primer hombre, con un poco del último hombre,
salud y fuerzas distendidas por campos serenos donde las brisas tienen el
mismo latido que la sangre en mis venas, desposeído de todo y poseído de
mi porque hice lo mío y pagué con mi derrota la irracionalidad de la
historia y sus tormentos. Tal vez si hubiera triunfado mi partido también
estaría, aquí, confinado. Pagué, pago y seguiré pagando los costos de la
disidencia hasta que la muerte me arrincone en la memoria de Dios si
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Dios quiere, hombre en estado de hombre, en tiempo enteramente mío,
desfantasmado, sin máscaras ni sobresaltos, la luz de la madrugada se va
quedando en la punta fresca del camino que no se le interrumpirá a los
que vienen, y se me hace el mundo lenta anochecida despidiendo a carne
maltratada, me nace un tardío Narciso para espejos oscuros que me tragan
y apenas me devuelven los ojos vencidos.
Para quitarme las vaciadas horas, sucesivas nadas, divido el día en cuatro
estaciones, espaciándome en cada una, de las cuales sólo la primera me la
disimula el sueño y las demás, como si me aserraran los brazos de no
saber qué hacer con ellos, y pensándome, entonces, que de dárseme, lo
que no ocurrirá, un resto de vida sería, de mi parte, para varias jornadas de
leñador o de herrero, dándole a los brazos la clara actividad de que ahora
se extrañan, se resienten. Dividí a las horas en estaciones, sigo diciéndote,
como en monasterios sitiados por los bárbaros, donde el tiempo igual que
se alarga tiene razón de ser retenido como tiempo variado al que
entretienen los sentidos de la espera.
Cuatro estaciones para el orden de las penas, sin la cuarta hora de la noche
que era inicio de la fechoría en el plan de La Mandrágora, que leías,
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adolescente, con voz alta de impaciencias. Cuatro estaciones son menos
que veinticuatro horas y son más, desacordado tiempo para acordarle usos
imprevistos hacia adentro, no es corredor sino columna, no aldea violada
sino llanura del primer día eterno, tiempo de sobrevivencias, tal así que
cuando procuro llenarme de recuerdos, que es el oficio del preso, los de la
historia que aprendimos en Bolonia no se me vienen en orden de siglos
clasificados, sino en grandes y dilatadas épocas y edades, no de la
historia, sí de las leyendas y sus tremendas voces de anunciación, de
sentencia. Los vacíos de la celda se me llenan, entonces, de Dios. Los
recuerdos no lo son de hombres pasajeros y atormentados; lo son de
mares enojosos acaudillando fatalidad, montañas serenando vientos del
desierto, ejércitos de nubes impartiendo piedad, soles de temperaturas de
fraguas reanimando ciudades perdidas, inconformistas Dioses mayores
rehaciendo por dos o tres veces la originalidad del hombre, desesperadas
amazonas fabricándoles socavones azules a las selvas, hormigas
devorando a cruzados, aguas de ríos desbocados gestando figuras de
pájaros al silencio arcilloso de las orillas, cien Torres de Jerusalén
sumergidas en sangre e inocencia, esqueletos de soldados regresando a las
311
batallas para abrazar el esqueleto del enemigo, niños sacrificados en las
barrigas de los dioses, tardes plomizas serenando el corazón de los
peregrinos. ¿Que habían hecho del hombre las leyendas?. Yo, un
prisionero, alcanzado por ellas en mi nada de manos vacías. Daño mayor
le hace al hombre la historia. Tú, un escribiente, en servidumbre de manos
atadas, tristeza del servidor complaciente. Yo, un enemigo de fácil
tormento. Me voy con las leyendas.
En la primera estación, de madrugada, me llegan ganas de rezar, pero la
memoria se niega a devolverme las oraciones, porque ya es de otro esa
memoria. Dios me llega solo, feliz y silencioso, Dios pobre, acuclillado a
mi lado, blusa de artesano y alpargatas limpias de domingo, celeste,
otoñal, maduro sin prisas, él mira hacia el cielo por el alto ventano
enrejado, yo miro hacia el cielo por el alto ventano enrejado, amanece con
alegría de Dios en los pulmones, como si la celda hubiera de abrirse para
que corramos, antes de que el sol se lleve la fresca, por los campos
aromados de eternidad. Sólo la primera ronda diurna del carcelero me
volvía a prisionero. Cualquiera de estas estaciones merecía ser calvario.
Ninguna lo es. Las primeras semanas me confundía el deseo de su
312
proximidad y el deseo de seguir viviendo. Ya no me disputan esos
deseos. Todo tiene en mi las pacientes claridades que da al dolor el saber
por que se sufre. Tributo del hombre a la infamia. Esto es así. ¿No quise
yo que así fuera?. No erraron en prenderme. ¿Por qué habrían de errar en
castigarme si prisión y castigo tienen el mismo fin en la misma cadena
que tu General eslabona para perdurar?. ¿Para perdurar?. La
inconformidad en un destino elegido para dar combate a los humilladores,
eso perdura. No perdura el humillador, ni el humillado. El sacrificio del
que se echa al camino para alertar contra las humillaciones, eso perdura.
Lo supe cuando se me llagaron los hombros. No me entristece la muerte
por vecina que me ande entre estas cuatro varas por cuatro de la celda. Ni,
acaso, la temo. La eternidad puede que no sea milagro. Puede ser una
secuencia de muertes serenas como la mía; puede ser morir sin temor, sin
ascos, sin arrepentimientos, una levitación tranquila que viene con la
alejada música que escuchaban los pueblos constructores de catedrales, o
una música nocturna de marineros de popa en alta mar.
Si la muerte de los sacrificados fuera como lo es la mía, si en tí mismo la
hora de morir lo fuera sin tormento por haber sufrido demasiado el
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tormento de la servidumbre, entonces la muerte de ellos, la tuya, la mía
tramitarían, sin espanto, los telares de la eternidad, de que decía nuestra
vieja lectura de Saavedra Fajardo. Yo estoy tramando mi pequeño telar y
me ayudan los silencios. Sólo oigo los pasos del guardia al amanecer, a la
media mañana, a la media tarde, a la media noche, los que me dicen que
he consumido en cuatro estaciones un día de los otros hombres. El tiempo
se limpia, camino de la eternidad. Hace unas semanas, un mes, me
alentaban las dudas sobre las reencarnaciones. ¿A quién reencarnaría yo?.
La elección es fácil en quienes hemos estudiando, de muchacho, la
historia de las revoluciones, pretendiéndonos sus actores. Nos sobraban
héroes asociados a nuestra decisión de intérpretes. Tú hubieras querido
ser el periodista de la Montaña, Loustalot, escribiendo en su periódico:
Los grandes no nos parecen grandes, sino por que los miramos de rodillas.
Levantémonos. ¿No hubieras querido reencarnarlo?. Cada uno de
nosotros tenía más de un Loustalot y varias divisas desafiantes. Eso suele
darse en tropel de iniciación. Aquí, yo, estoy encarnado en mi mismo, se
me deshacen las figuras y las sombras de los recuerdos; me abandonan, o
no me importan, los coros de la historia; no sé si existen, en verdad, las
314
estatuas, o si todas ellas han sido ya mutiladas; no recuerdo ya como
comienzan y terminan los discursos. Estoy solo de todo y me voy con este
tiempo que me está llegando, y al que acudo, digo por decir, otra vez esta
palabra eternidad, y yo su tributario con mis poblaciones de nadas sobre
un puente ligero que terminaré de atravesar esta tarde, o mañana muy
temprano, sin pasado conmigo, sin otro presente que estas llagas en los
hombros y las sangres tranquilas. Ahora, le pienso colores a la muerte, sus
colores me traen calor a los ojos, camino suave con humedad de pastos,
aprendo a morir como el adolescente a jugar con las expectativas de la
iniciación, la muerte como un hábito y sus seguras sorpresas, su medio
rostro anticipado, tan parecido a los atardeceres sosegados; no seré quien
la apure, no seré el suicida que ellos me quisieron, que llegue cuando
llegue, sin prisa su paso, sin violencia su encuentro.
Se me abren otras puertas. No sé si es la Gracia. Quisiera que no lo fuera
para ser hombre entero, conciencia entera, hombre de carne y pasión, que
Dios no me acepte, eso quisiera, sino así, hombre cargado de hombre,
hombre entero en hombre deshecho, rehecho y anunciado en hombre.
Desde dentro de nosotros mismos, nos vendría, entonces, la Gracia, no
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revelada, trabajada con las manos del espíritu que sí existen y a veces
son las mismas manos carnales con las que nos lavamos las cara y nos
ayudan a hacernos mundo reciente, son las manos del abuelo herrero
alentando las fraguas y martillándole formas útiles al hierro encendido.
Acaso me llega de él el intuirle a la Gracia el juego de hombre fuerte y
callado, hombre hacia adentro como son los de las herrerías. La
revelación de la Gracia es préstamo, cualquiera puede hacerse acreedor a
que le presten algo. Si yo me trabajo la posibilidad de la Gracia, como el
herrero su hierro, me pertenezco a ella y ella a mi en trato común para
llevar a asombro las rutinas, a aventura las declinaciones, a paz las
desgracias. Para los indios pemones su iglesia era su propia casa,
liberados, así, de ser unos, desafectados en casa, y otros diferentes, con
arreglo dominical o ceremonioso, en la iglesia. Dios descalzo era un
sentimiento unitario de vida doméstica y de experiencia religiosa a una
misma vez; oración era reclamar el salve de cada quien y cocer, al mismo
tiempo, los alimentos, los pucheros y los frijoles para toda la familia,
oración del uno y todos que les confortaba Dios social y Dios personal,
Dios del padre y Dios del hijo, al alcance del gozo de la tibieza del fogón
316
y resguardo común de casa-iglesia, iglesia-casa, sin puertas, casa
prendida al paisaje. Una religión tan de entre casa y de casa abierta, y un
Dios doméstico, habitual, tendido, madrugando trabajador al campo,
tendido en la siesta de los catres, cubriéndose en los aleros de la resolana,
mirando al atardecer desde los ventanitos, hacen un mundo completo para
el indio, y a tal mundo lo hemos sabido deshacer sin reagrupar nunca más
sus partes. Sólo, tal vez, aquí, yo podría buscarlas y ponerlas en aviso de
nueva relación, aquí, en esta unidad abierta que es esta celda de cuatro
varas por cuatro, esta celda de infinitos desapercibidos y a cuyo habitante
sólo le es posible construir, aquí, su iglesia y recibir a Dios solitario y
reciente, a compartirla, a acompañar al restado, a llevarlo con él cuando
vacía el zambullo en las letrinas, cuando la noche tiene demasiadas horas
y el día es sol lejano. Los que ellos me restan, Dios me lo repone; lo que
de Juan deshacen, Dios Juan lo compensa. Este Juan es la aventura de mi
iglesia. Esta iglesia es mi aventura y la de Él.
La iglesia de mi celda ocupa a Dios a todo tiempo. Yo, mi propio
sacerdote no en Dios muerto, ni padre negado. Y se anticipa el juicio. No
maté al hombre, no maté a Dios, no negué al padre, busqué a sus hijos.
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Sus hijos existen. Existen. Las crónicas patrióticas dicen que fueron
tamboreros en los regimientos de sacrificio de las guerras grandes o
corriendo para iguales fines en las montoneras de las guerras chicas,
nacen, siguen naciendo en los caseríos donde no alcanza para todos ni el
frijol, ni el maíz, ni la yerba, ni el plátano, ni el puchero, ni el surubí de
río, ni el pargo de mar, ni el asado, ni la yuta, llegan tarde a la bendición
del señor Cura porque les hicieron lugar, primero, a los niños de chocolate
caliente y patios cerrados, diciéndoles ustedes vengan después, hurgan
entre los desperdicios que desbaratan los mercados, van a cagar entre el
bosquecillo, a mojarse en el río o la laguna, a por agua a la canilla
municipal, no les dejan acercarse a la plaza las tardes de retreta, van
después, ni pisar las veredas del Club, lárgate, no pases nunca por aquí, si
llaman a las puertas les dirán quítate, ven después por los fondos si
quieres las sobras, muchachito poca cosa, indiecito mal parido, mulatito
ladrón, blanqueando a susto por el diablo, pardo indecente, mestizo
taimado, cabecita negra, no alcanzan para ti las escuelas, quédate en el
monte, en el basural de donde eras y de donde no debieras haber salido,
siguen naciendo entre el muladar y la laguna, en caseríos de lata junto a
318
las vías del ferrocarril, seguirán naciendo al aire libre, en las aldeas
pobres, en los barrios malditos, naciendo de adelitas y rabonas, de
muchachas violadas en la poblaciones de los ingenios, de paridoras por
desgraciamiento, en cualquier parte, de madres de pueblo pueblo, de
padres tragados por las minas, tumbados en los obrajes, echados por el
latifundista de las tierras que trabajaban, perdidos en el viaje a las fábricas
de las grandes ciudades, hijos de los últimos patios y de los puestos de la
hacienda, hijos de pueblo pueblo, seguirán naciendo ahora y después, y
los otros no saben, no quieren saber, que después muy pronto, ellos serán
los más invadiendo ciudades, ocupando las plazas, abriéndose puertas,
ensanchando la patria. Yo me voy, anunciándolos. Los anuncio cuando no
mato en mi al hombre, cuando no mato en mi a Dios. Son los hijos de su
sangre sacrificada. Son los hijos de mi sangre sacrificada. Serán los de la
victoria de Dios vivo, Dios pleno, Dios de activa memoria, reinstalando
país de justicia. Cuando me llevan a la terraza, recreo que el reglamento
de cárceles dispone a diario y para mi es menos que semanal, veo al oeste
la montaña azulando el aire, y al este la primera llanura invadida por las
caballerías de sol. El mundo es más hermoso de lo que se propuso el
319
creador, sigue creándolo. Recién, una nube del atardecer se detuvo detrás
del campanario y lo auró. El campanario se me aparece completamente
simple, hermoso de rústica cal, recuperado de la inocencia que le quitan
las manos del campanero y sus rutinas, violadoras del tiempo. Así
quisiera a las palabras, palabras lisas, descascaradas, palabras-acequias,
palabras-ríos claros, palabras del Ángel, palabra-hilván ligero, las pocas
palabras que se rehagan de sentidos plenitud del hombre cada vez que,
por razón de vida o en espera de la muerte, las pronunciemos. Ahora, me
faltan las palabras. Las palabras viejas me sobran. Las que necesito aún
no existen, vendrán después, están llegando. Amén.
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34
No las traía todas con él. Lo estaba sabiendo. He creado la tradición de los
advenedizos que custodiamos la tradición de los tradicionales. Me les hice
su costumbre y cualquier día me olvidan.
Más zorro que león, o apariencia de león con maulería de zorro, y como el
Guido de Montefeltro, perdón por mi Dante, señor Reed, pero Dante es
uno de mis mayores castigos, como el Guido de Montefeltro, suponía que
acaso se salvara por haberle dado usos a la divisa de prometer y no haber
cumplido, con lo que no atemperará a los diablos que son lógicos. Y se le
aflojaba una pierna. ¿Podría ser este un símbolo?. Ahora, recién ahora, lo
puedo decir. Lo estaba siendo. Nada de símbolo fácil. Ningún símbolo,
señor Reed, y a este lo vi por dentro, nace fabricado con las alegaciones
tan gentilmente diseñadas con que los recoge la historia y se facilitan a la
321
literatura. Cuando así se los saben, de nada sirven. A la historia y a la
literatura les pondrían mi entrometido aviso de que vayan a buscar los
símbolos en los intestinos y partes bajas, que son lugares donde comienza
su fabricación. Así lo fue en el General, por lo menos, y el General no era
cualquier gente de desmerecimiento aunque en tales momentos fuera la
propia Doña que le dijera que el decenal de hijos que le había parido la
confortaba para hablarle muy fuerte como nunca había podido hablarle y
que si volvía a la casa no le harían cama sus muchas quejas que ya eran
rencores. Si volvieras, dormirías en la hamaca, y aprovecharía el sueño
del señor para cocerle el chinchorro con el sueño del señor dentro, y una
vez así calzado, sin escapatoria, te apuñalaría. Porque no irás, he venido y
he venido para esto. El General le aguantó la cachetada. ¿Algo más,
Doña?. Más no, nada. Se levantó la casa y con los hijos que la siguieron
viajó a Europa. El General le giró pensión, pero la dio por muerta,
acomodándose a soltero viudo, durmiendo en chinchorro, como en
soledad y paz de vientre materno, en alternados cuartos del Palacio para
que no lo supieran si malas intenciones lo buscaban, que de confiado no
sería su muerte. No hacía cama, de esto un tiempo también, en casa de
322
Doñita que ya no la tenía por suya, que a ella se la llevó el torero de
moda y de paso que en las tascas del puerto, amaneciendo, pedía que lo
llamaran La Miguelita. Pero avisado por los servicios de inteligencia,
eficaces en develar la traición, a tiempo estuvo por hacerle requisa de las
ropas que le llevaba obsequiadas, porque no han de levantarle otros las
polleras que yo pagué. Le llegó querida francesa, envío del Ministro en
París, pero no se amancebó porque terminados los primeros gozos, ella se
apartaba encendiendo cigarrillo y él entendía que se le estaba yendo y
podía aceptarle pausa pero no alejamiento.
De mujeres estaba ya a la defensiva. Y se avenía a los compensadores
recuerdos de los amores zaguaneros cuando teniente de grado o capitán en
osadía, no haciéndole caso a molestia, casi dolor, entre hueso y músculo
de una de sus piernas, sin duda la más obligada a componer como un
trapecio en que se aseguraba la dama y con la que la retenía en vecindad
necesaria para los acuerdos sobresaltados de las ingles, pareja amorosa de
pie porque el decoro de las decentes ropas femeninas no aconsejaban
hacer de las pizarras del piso un lecho, por lo demás no menos incómodo,
acometiendo así sus entusiasmos con violencia de lo anatómico y
323
salvando como se pudiera lo irregular de la propiciación, lo que le traía
percance equivalente, en gracia y molestia, al del tramoyista del circo que,
en algún momento, se le aparta del hueso de su rodilla el músculo, con la
variante de que al volatinero le ocurría en beneficio de diversión ajena y a
él para su propia diversión, trastorno que no imposibilitaba el
cumplimiento de su naturaleza, pero le quedaría como un bajo quejido de
orgullo y por tal no le dio aviso al médico del cuartel, apropiado al caso
por haberlo sido curalotodo entre gente de puertos y tabernas. Y ahora, la
muleta. Fue que le molestaba la pierna, como deshumedecida, tirando a
seca, un día más que otro y no dejaría que se le aumentara la cuenta de los
padecimientos, pierna floja no dispone de vida, como sentarse en silla
quebrada, debiendo llevarla él a ella y no ella a él, mucha la molestia
fatigosa de borracho desde la mañanita, que se le perdían energías y
atenciones para abajo cuando las necesitaba un poco más arriba, y era,
además, tiempo de no perder porque a su edad las nubes que no traen agua
no aportan confortamiento, y los venía amonestando a los médicos y se
apoyaba en la curandera. Esto es la gangrena y corten, no sean pendejos,
ella se los está diciendo. Se la sabía muerta y juro que estaba
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intencionándose en preparar homenajes, gran entierro de la pierna
muerta, urna de diseño especial, desfile de honores militares y
recogimiento general, que no era en nuestras tierras el primer entierro de
pierna famosa, condecorada. Corten, insistía.
Pero, este referido viene, señor Reed, a empinarlo ante nuestros ojos al tan
desfavorecido, no por ello talado de agallas como las que mostró la noche
de Navidad en que estrenó, públicamente, la muleta, en casa festejadora
de su Primer Ministro. No faltó marimba juvenil, ni violín de morenos,
valsesitos peruanos y marineras, alegre musiquita que le sublevó las
felices nostalgias de su sangre de varón. Que traigan a mi Señorita, y
mientras fueron por ella se descansó en silla frailera y el Jefe de la Policía
Regular tomarle la muleta y él molestarse, aquí no más se queda, y ya
llegando la Señorita, tan rápido, siempre esperando, en fino blanco
organdí de larga ilusión, verla y tomar la muleta fue un mismo asombro
cuando el valsesito los envió en la danza con él de tres piernas, una
remarcando los pasos con demora de rúbrica, otra siguiéndole su flojo
infortunio a la primera y una tercera de socorro en madera empeñando sus
desacuerdos en ordenarse a la música y entrecortarse y volverse a los
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empeños y perderse y volverse a buscar y perder, confundidas y
empeñosas. El General reventaba de ganas de reír. La muleta fallaba del
todo el compás y atropellaba el resto. La Señorita acataba los duros pasos
y sus desconciertos con la sumisión de novia senil, prorrogada, de
irremplazables esperanzas, sonámbula de noche de tormenta. Al General
se le amotinaban los depósitos del riñón y las contravenciones pendientes
de algún resto de la próstata, agregándose pasmo de decrepitud por los
sobre los bigotes achaplinados, subiéndole la risa acompañada de húmeda
tos de payaso en desuso, sofocado. Volvió a la silla frailera. La Señorita
quedó en el extremo de la sala, como fantasma que había olvidado los
tiempos de desaparecer por la ventana. Yo recordé a la muerte danzando
en los grabados de Holbein, muerte celebrando muerte. El Jefe de la
Policía Especial quiso agradar. Qué bueno se baila con muleta. Que al
General casi le quita el gusto de haber bailado, puesto que mucho sabía y
no se le había pospuesto de hasta dónde se encuentran con sus límite las
lisonjas y las quería apropiadas y cuando excedidas le perdían valimento,
puesto que el viejo zorro no dejaba guardia abierta para que lo supongan
frágil a la afectación y nada le quitaba parsimonia como que las lisonjas
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se atreviera, por demasiado abundantes, a lo contrario de lo que pudiera
ser sus acomodados propósitos. Días después, puso orden de deportación
para el dibujante que incurrió en el otro extremo de gozarse el lápiz con
calaveras y esqueletos en danza, muletas de entera fabricación ósea,
flautines que eran tibias, marimba que era costillar y unas letras como
escritas en sangre: Entrada prohibida.
327
35
De agradecidas no más, sin exponerse demasiado a sentimentales, las
damas de la Comisión Pro-Estatua le llevaban sus votos de auspicio en
plan de perpetuar su imagen y su obra. Los esposos eran más económicos,
creyéndose más efectivos. Ellos propiciaban la Campaña de la Adoración
Perpetua en La Gaceta Liberal y en afiches que pagaba el Ministro de
Gobierno. Lo solicitaban a la admiración de todos los futuros tiempos,
agregándole reconocimientos nominativos. Perpetuo Regenerador del País
y sus Clases. Perpetuo Jefe de la Nación Agraciada y Agradecida. El
General no se distraía. Están compitiendo en prepararle epitafios a mi
tumba. Le llevaban serenatas de Aclamación Perpetua. ¿Serenatas?. Esos
señores me están dando trato de señorita, no me gusta nada, prohíbanlas.
La Comisión de Damas apelaba a otras motivaciones. La Justicia no es
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justa cuando no se da su lugar bien merecida, no cabe Justicia
vergonzosa. La impaciencia de todas ellas hablaban mediante la
lenguaraza documentada. La Justicia que cumple sus fines no ha de ser
tímida, sino tanto y bien provista para que no deje lugar a
arrepentimientos ni encubierta desmentida. La estatua era una avanzada a
descubierta de la Justicia sin pecar de provisoria, porque la memoria de
sus obras merece ser eterna en materia sólida que no borren las lluvias, no
disuelva el sol, no se llevan los vientos, ni oscurezcan del todo las nubes
nocheras. No sería mangrullo pasado de moda, ni colinita que se pueda
llevar por delante la topadora. Esa avanzada requería de la pesada
naturaleza de la piedra andina. Al General se le leían, en las sienes
emocionadas, sus anhelosos pensamientos. El hábito de leérselos me
favorecía en no errárselos, y así, porque así, yo le leía que al General le
estaban mordiendo los orgullos de la sólida perpetuación, estatua
ecuestre, entorchado General montado, desenvainada espada o lanza
extendida defendiendo el espacio que no cedería en la historia, cual en
combate, o sosteniendo, en abiertos pliegues, la bandera, General en
triunfo, General varón de buenas espuelas, sobre caballo abundantemente
329
diferenciado como, dicen, el de la plaza principal de Montevideo,
prolongando la memoria viril del héroe, inmovilizado para siempre en su
monta. Por ahí, andaban sus orgullos. Así, se le ocurría, habrían de
vestirlo momento antes de los avisos de la muerte para bien recibirla en
dignidad de cuartel o domingo de revista o desfile de fiesta patria, muerte
andrajosa, no, muerte de botas lustradas, nunca menos que el libelista
opositor que desde la aldea fronteriza en que había armado imprenta de
catilinarias se fue a París a citarse con la muerte y avecindándosele pidió
que le calzaran el frac y le anticiparan flores. Lo que equivalía en el
General a uniformarse de gala y laureado, tomar las bridas de la
cabalgadura y alzándose su resto de energía impartir la severidad de irse,
de partir celebrado, tentaciones que no se le hubieran ocurrido próximas si
la Comisión de Damas no lo hubiera dispuesto recién a esas derivadas
premeditaciones. Pero, el trasladarse así equipado de glorias marciales a
la estatua ecuestre, no permitía suficientes garantías. ¿No le bolearán el
caballo, en una noche de jaranosa feria, los estudiantes, apostando quienes
más fuertes, por igual de osados, en descepar el conjunto monumentario y
dar con sus partes hasta las zanjas del ferrocarril, por un ejemplo?. Como
330
que en alguna ciudad beata del sur lo estaban haciendo, dejando
letreritos con que en América sobran ídolos.
El monumento necesitaba de coartadas para resguardarlo de oportunidad
de ultrajes estudiantiles en días de revuelta con el mismo proceder con
que se les ocurre afear la salida del Tedeum, desocupándose los mozos de
sus agravios. Coartadas. Coartadas aquí también. Maciza, compacta, dura
de toda dureza, habría de presenciarse la estatua para, preservar contra
todo riesgo y diversidad de suertes, sus encargos memorizadores, un solo
y grande bloque asentado en inamovibles eficacias. Las cosas por el orden
de naturaleza que las trae a la vida, mis señoras. Les pido que me enteren
sobre qué han preceptuado para los caracteres de la estatua con que
ustedes, mis señoras, se sobreexcitan en mi inmerecida honra. Las
complacencias y el acatamiento tienen sus propias prisas. Las escucho.
Viajarían en comisión a Europa, ya habían hablado con el Ministro de
Gobierno. Ahí está nuestro paisano, el cronista de los bulevares, tan
conocido allá por su fama tan atrevida, para abrirles puertas. Ya nos está
esperando. Ahjá, bueno, bueno, ¿podrían hacer estatua firme, estable, que
no favorezca a las imprevisiones?. Se le leía en la frente, que no se les
331
haga a ellos el gusto haciéndoselo desde ya nosotros, montando estatua
débil que azoten sin mucho esfuerzo y derriben al primer entusiasmo, que
los demore al menos hasta que los avisos alcancen a los guardias y se
lleguen proveyendo severa custodia y defensa en términos que la
oportunidad se encargue de exigir. Y al ponderado consentimiento de mis
señoras, les ruego escuchen los pareceres que para el caso ha de tener el
señor licenciado.
Como en otras ocasiones varias, en que el General quería hablar por
lengua que no fuera la suya, fui, esa vez, también, convocado. Dije lo que
le estaba leyendo, entonces, mismito, en las sienes. Como que estábamos
en tiempos de consolidación histórica y de apacible felicidad para todos,
estos tiempos y sus virtudes habría de ingresar, con sus modalidades, a la
estatutaria, y yo veía a la del General no tanto como guerrero de brida y
caballo de guerra, como sí consolidador pacífico, institucionalista, que, al
fin y al cabo, la guerra era siempre un episodio por más larga que fuera y
que las instituciones del orden son las permanentes, las definitivas, y ellas
eran, precisamente, las obras del General, su rico legado perpetuador, a
perpetuidad. Había guerra donde había partidos en contra y el General era
332
él solo todos los partidos armonizados para la unión y la paz. ¿Por qué
llevarlo a la estatua con equino, lanza y charretera?. Una masa compacta
como las que consolidaba Rodin, masa firme y reposada, que asentara al
General vistiendo toga volcada hasta cubrirle las espuelas, ni cabalgando
caballo de guerra, ni espada, en todo caso caduceo, como queda dicho, ni
de pie en tribuna de orador sacerdotal o de masonería, que no convenía
perdurarlo en aspectos parciales de sus funciones. El General sentado en
menos que en trono, descansando de autoridad, complaciente, inspirando
conversación, como llamando a los niños a la protección de sus brazos,
sin asustarlos, proveyendo piedad, distendido, confidencial, casi
facilitando tregua, casi ternura, una estatua de Rector en los patios de la
Universidad. Para mis limitados adentros, me valoré que resultaría, así,
una oportuna estatua excusatoria y que podría suscitar mañana excusas de
justicia, o justificación, un poco más que al menos, con reflexiones
conformistas de que se hizo algún mal fue para aumentar el bien, el bien
fue suyo, el mal de quienes mal lo rodeaban. Bueno en sus intenciones si
erró lo fue en algunos de sus procedimientos y en razón al controvertido
tiempo difícil en que le correspondió lidiar, de cualquier manera fue un
333
patriarca, ¿qué hubiera ocurrido sin él?, amigos y enemigos, más allá de
las pasiones del momento, reconocen, por igual, que mucho hizo por la
patria, fue necesario, se queda entre los grandes. Una leyenda latina, que
en atención a que lo ignorado por el común inspira respeto y no duda,
convenía al pie del bloque perpetuador con juicios de valor más allá de la
historia de la hombres: Dios lo eligió y lo consagró a la Patria. Dios, la
Patria y él. Lo que llevaba públicamente pronunciado de mis
meditaciones, lo que le leía en sus sienes, mereció consentimiento. Así
sería la estatua. ¿Dónde emplazarla? Suya la elección. Hasta ahora fueron
de ustedes, mis señoras, las buenas decisiones, y me tomo licencia
justificada en cuanto de mi se trata, para disponer, en asocio a la buena
voluntad de ustedes, mis señoras, que la estatua en cuestión tenga por
hogar la plazuela a que miran los balcones de la residencia de la Señorita.
Injusto sería con ustedes, mis señoras si me ocultara en razonarles que
antes de que esa estatua sirva a los tiempos que vendrán muy luego de
nosotros, ocurra ahora que sirva al regocijo de ella, mi Señorita,
prestándole mi ininterrumpida custodia.
334
Cuando, autorizadas, se fueron las Damas de la Comisión, se le
aclaraban circunstancias. Tal vez, licenciado, como homenaje sea poco
seguro, como lisonja va siendo tarde. Esta paz no me gusta, licenciado.
Cuando la paz es tanto que hasta las señoras ofrecen estatua, el enemigo
debe andar muy cerca, preparando tranquilamente una de las suyas, y no
ha de andar solo, sino con importantes asociados. Esta paz es encubridora.
Se le hacía en el rostro la tristeza propia de los edecanes de turno. Llame
al Jefe de la Policía Regular. Usted, licenciado, escriba algo contra
alguien en la prensa, salga a irritar y veremos quiénes se sienten molestos,
y, usted, Jefe, encarcele a alguien, a cualquiera, intranquilice un poco y
veremos quiénes protestan, necesitamos pistas que nos digan en qué están
cebando esta paz. El General se la veía venir, como que siempre había
sabido alertarse para situar desde dónde y quién lo estaba mal esperando,
y lo estarían esperando, ahorita, para mejor, pero se le hacía difícil saberle
lugar y protagonista. Tanto orden conseguido dificultaba develar
enemigos, tanta aquiescencia no dejaba ver qué se estaba alistando debajo
de ella, tan sin contrarios visibles, vaya a computarse cuántos se le
encubrían amistosos.
335
Por algún lado andaría corriendo la pelota y en una de esas demasiado
cerquita. Se le compusieron los activos servicios de la desconfianza y se
reclamaba percepciones que se le entraran al olfato con algunos preavisos.
Y vinieron, como pedrada nocturna, sobre el ventanal. Primero, huelga de
estudiantes. Los líos, licenciado, siempre comienzan por ahí. ¿Quién se
querrá aprovechar esta vez de los muchachos?. Jefe, mándeles porristas,
que los corran desde la Universidad hasta el malecón, y si no se sosiegan
me los guarda en prisión y les abre la puerta al pabellón de los
condenados para que visiten a los muchachos y los distraigan. Chévere,
General. Pero, me parece, licenciado, que va para más el fragote. Se ha
soltado el caballo, caballero. Las gallinas se están turnando gallos. Los
visitadores habituales del Palacio habían abandonado pasillos y antesalas,
no apuraban comisiones por oficinas y despachos. La Calle del Comercio
desembanderó. Los Embajadores fueron llamados por sus gobiernos, en
consulta. Se chismeaba en los pasillos de Tribunales. La huelga
estudiantil se enardecía. A los porristas se les iba la mano y gritaban haga
patria, mate un estudiante, hacían patria. Jefe, esas no eran mis
instrucciones, que las tenía en aplicada reserva para oportunidad que más
336
conviniera. General, usted sabe cómo son ellos de oficiosos, si no hacen
el trabajo completo se entristecen, ya ni a mi me hacen caso y se respetan
por sus propias órdenes, no hay nada qué hacer. En los palacetes del
barrio norte era estación de vida social con invitación a los ministros y
consejeros de las Embajadas y a altos mandos militares. ¿Qué murmuran,
Jefe?. Hacen chistes, General. Está bien, pero está mal. Días de
caoticidad, se leía en la revista del Centro de Normalistas Positivistas. No
podía, yo, esperar que el General fuera el General de sus días llenos, pero
que, en algo así se recordara a sí mismo y no le fallara ni el timbre de la
voz ni la rapidez de los nervios para instituirse en los decoros que
obligaban a quien se había adelantado a verse en el cuño de las monedas
de cobre y plata, es decir, ponerle apropiados oídos a las alteraciones del
tiempo, para acompañarlas en sus sorpresas, saber de qué se está tratando
y no dejarse turbar, cuidarse de las alteraciones del tiempo para
acompañarse con los remanentes que puedan hacer que nada sea
demorada sorpresa.
Se estaba humedeciendo con esa desazón que se apodera de los indecisos
como anticipaciones de la muerte, humedeciendo los corajes. Cabe que le
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estuviera ocurriendo, pues, al fin y al cabo, el coraje tiene sus propios
calendarios, sus días y sus noches. Pero, prefiero tentarme a otras
explicaciones. La crisis del coraje, que le era evidente, resultaba, acaso,
un acto de vaciamiento de destino, de falta de justificaciones. ¿En qué
emplearlo de haberse sabido propiamente acompañado de las sobras de
sus viejos ánimos?. Lo entiendo a la distancia. Le faltaban sentidos para
dejarse ser como había venido siendo, o en esforzarse en hombre de
corajuda voluntad, de corajuda codicia. Le estoy viendo, ahora, como
entonces no lo veía del todo, baldío de significados. Su tiempo se le había
ido y ese tiempo a mucho de él se lo había llevado. Perspicaz, como lo
seguía siendo, debió sentirse corrido por lo acabado, cobarde porque
vacío. Los restos de coraje le dieron oportunidad, así lo veo desde ahora,
de conducirse racional y lúcido. Si hubiera querido lucha, muchos lo
hubieran defendido. Y, acaso, él se preguntaría a qué defendían
defendiéndolo a él, ya terminado. Los juramentos de lealtad para lo que él
quisiera, inscriptos en la primera plana de La Gaceta Liberal, no le
alcanzaban en el terreno de las resoluciones. ¿Cedía su representación?.
Con la corrección del actor que, en ese momento, termina su recitado, se
338
retiraba cortésmente por el foro. Vino el fotógrafo. General sentado,
gacho, viejo General, reducido, aminorado, dos bolitas cachuzas en los
ojos, brazos caídos, pequeñas manos, General testamentario. Se fabricó
dos o tres frases con voluntad de últimas mentiras. Yo soy la paz para
todos. Qué joda venirme abajo de esta manera ahora que todos me
necesitan. Me observó por si las anotaba, anoté. Agregó, confidencial: No
van a encontrar otro Presidente conservador mejor que yo. No anoté. Mi
General. Pobrecito. Geroncio que desde la tragedia griega se corrió a la
zarzuela y el vodevil. La calvicie de un viejo clown al final de los
caminos, rodeada por rubiona corona donde se acumulaban restos de la
melena, bigote de hierba seca, chala, el que fue árbol coposo era palmera
descabezada, palmera en la que no reparaban los vientos, tallo ensotanado
y ciego, a quien la despojada copa le niega el vaivén del equilibrio, río
degradado a arroyo de aguas urbanizadas.
Se le leía en las sienes, yo sabía leerle: silenciamiento de su muerte hasta
dos días por lo menos para quitarles pasos atropellados a los alborotos,
discordancias, faltas de respeto, bochinches, relajos, y hasta que se tomen
las completas medidas de seguridad y se disputen el lugar difícil de llenar
339
y de quiénes le darán acompañamiento en las doce manijas de la urna por
corresponderles los turnos sucesorios de protocolo del duelo, que ya
estarían siendo los turnos repartidos del nuevo poder ejecutivo nacional
de la transición que ofrecería, cada turno por su lado y a su mejor cuenta,
pacto, coparticipación y alianza a los capos de la resurgida oposición
emboscada, presa o de regreso del exilio. Pero habría gente de pueblo de
mucho creer que seguirían creyéndolo y se dirían si no habría de ser
noticia tramposa para averiguar, él, vivito todavía y cauteloso explorador,
de qué lado y cómo repicaban las campanas del duelo para descubrir
amigos desanimados y de lealtad temporal, y en el mismo Palacio, que es
lugar donde abundan los descreídos, se dirían medias voces poco
convencidas en los dos días de murmuraciones que no llegaban a la plaza,
si no estaría el General jugando a asustar para sacar provechos al susto,
pero que, sin embargo, el General podía morir tanto como cualquiera de
las gentes y no era riesgo ir aceptándolo fallecido, que en paz descanse, lo
tenga a su lado el Señor y no le exija demasiados arrepentimientos
culposos que podía ser cosa de no acabar y de complicarse nuevamente la
cosa y puesto que lo tendría a mano que le dé buena o mala entrada, y
340
descanse, descansemos que le llevaremos congoja y luto de gran padre
de familia desprotegida, redobles de gran despedida, velatorio en el Luna
Park, desfile de enlutados, honores fúnebres de semanas enteras,
crespones en bandera nacional y bandera punzó, que ésta pronto
comenzaría a ser recogida y prohibida, crespones en escudos, blasones,
campanarios, puertas, ventanas, documentos públicos y cuadernos
escolares, misas matinales, sermones de domingo y novenarios, variedad
de discursos dolientes y tristísimas endechas, franjas negras en chaquetas,
paletós, chaquetillas, y el General nos ha dejado, se leería en La Gaceta
Liberal, al cabo de los dos días transcurridos entre enfrentamientos y riñas
en Palacio y embalsamamiento del cadáver, en editorial excusatorio. Se
cierra un ciclo que la historia ha de juzgar no hoy, ni mañana, sino
pasado, con los aconsejables atributos de la equidistancia y la serenidad, y
se abre otro ciclo, al que La Gaceta Liberal se inhibía en ponerle nombre
propio todavía por la imprecisión que, ante las aconsejables cautelas
periodísticas, estaban jugando sus trámites los apurados sucesorios del
poder.
341
Se le agitaban las sienes y se hacía engorrosa su lectura, pero, con
paciencia, pude todavía deletrear. Mierda, mierda, gran letrina el mundo,
comemierdas, todos comemierdas, nadie se quedará con mi herencia,
después de mi cualquier cosa para que sepan que me necesitaban y se
hacía única preferencia de gran entierro faraónico, el cortejo se detendría
en el atrio encresponado de la Matriz con presenten armas silenciosas los
batallones de la Guardia Nacional, escoltando sus oficiales a la caja de
lutos dorados hasta el centro de la nave principal y su entornada luz, se la
abriría, allí, con las pausas del acatamiento reverencial y los oficiales de
selección usarían las ternuras con que los fuertes piensan en la muerte y
conducirían el cadáver embalsamado para empinarlo en el sillón del
Obispo, dándole a suponer que era sus propios pasos los que aún podían
llevarlo y sentado que fuera con los respetos requeridos a su melancólica
arrogancia asistiría a misa de consagración definitiva, abundancia de
conmovidos latines, notas saludadoras del órgano mayor, campanas
nostalgiosas, despedida para la perduración en palabra arzobispal y
mensaje de gratificadoras condolencias romanas. En esa misma Matriz ya
estarían vendiendo y comprando cada uno de los ecos de su perduración,
342
para abrigarse con ellos, los segundones importantes de su régimen en
resguardo de sus próximos días como que estaba abierta la sucesión y la
liquidación de abusos y culpas. Me fregaría de no estarles con mis
seguridades, de no recontarles sus pasos de obediencia . Mierda. No hay
garantías. Concentrada epilepsia de aspirante a difunto se le pliega a las
piernas, le distribuye últimas convulsiones desde la cintura al cuello, le
disuelve los bigotes. No hay garantías. El grotesco que infama a la
muerte, cuanto más reverenciada, puede alterar la figuración absoluta que
pretendió el embalsamamiento, incompatible con los pesados sudores
tropicales y humedades de río llanero, barroso, atentando contra los
cuidados inmortalizadores de la química extranjera. No hay garantías.
Mejor la generosidad de una gran tormenta, un gran temblor, un
terremoto, para que la tierra abierta e inundada le diera sepultura antes del
tercer día donde ningún mortal la ubique, donde no puedan cambiar los
epitafios cada vez que la historia cambia de cronistas, tranquilidad para su
cadáver liberado de sublimaciones y de infamias.
Mi General. Pobrecito. El peluquero moreno y yo le dábamos compañía.
Al rostro le llegaban, como reflejos en una porcelana ante la luz, las
343
previsiones de su calavera, impaciente por descargarse de inútil máscara
vencida, de ojos de barro seco, empequeñecidos, de retiradas luces sin
suciedad y sin honra, como si la mucosidad los trepara en tela de araña
dentro de oscura concha rugosa y empezara, ahí, a dormirse, como se
duermen los ojos de los animales enjaulados, a los que no les llegan los
vientos ni las lluvias, chupada nariz con esterilidad de lepra, vacilante
mentón de recaída figurando los despojos de la nada, bigote nicotinado de
viejo Bubú abandonado, imagen menos que de indecisión búdica, de
puntiagudo vientre, como bodega vacía de inestable popa, disparate, en
fin, de las fatigas sin retorno de la naturaleza. La premuerte le estaba
haciendo estación que le confundía temperaturas australes y de trópico,
lunas vacías, mediodías de soles acuáticos, tardes que se incendiaban con
los pajonales de la orilla desde el amanecer, población de demonios tristes
se le arrinconaban en las vergüenzas de la baja espalda, lo buscaban todas
las muertes conocidas, como llamadas, acaso, para pactar con la espera de
la suya las buenas intenciones de los nuevos miedos eternos, las resolanas
de última hora le concedían a por momentos la vieja gracia de las dos
sombras, apenas por demoradas, cuando las ventanas aún abiertas
344
aligeraban de luces posdiurnas los corredores del Palacio, y él los
intentaba caminar entre la vacilación de los presentimientos y las rutinas
del cansado oficio. Se dibujaban las dos apaciguadas sombras, una al
frente y la otra por detrás, como si se dijera al norte vedado y al sur
consumido de su persona y eran el último humo de sentenciados
rescoldos. Pobrecito.
Se le movían las barbas como vencidas espumas. Mi General. Se le
inflaban las sienes y se le granulaba la avanzada calva y le podía leer,
como si se fijara, remisamente, algún verso coplero de la pornografía
popular, recordado a favor de las sangres circuladas a saltitos y se le
quedaba la copla en el verso inicial. La señora de Nuñez y sus hijas. Y
repitiéndoselo a pasitos cortos y las sienes se deprimían para volverse a
inflar, y eran, afeándoles del todo el alma, las torpes nostalgias de la fea
muerte del sexo. Quién diría, sin embargo, que cargaba, aún, de adiestrada
lucidez, la necesaria para decirnos al peluquero moreno y a mi, que los
viejos saben tanto o más que los gorriones y que la suerte de estas cosas
que están ocurriendo, licenciado, la suerte de estas cosas que están
ocurriendo, no se resuelven aquí, no se resuelven aquí, sino allá, sino allá.
345
Y se regresaba a sus vacíos, a sus declinaciones. Sus narices pitaban
forzadamente como caldero en ebullición. Se le veía en las sienes,
trepándole con ansiosa dificultad, el segundo verso de la ingeniosa
pornografía popular, vacilaciones de la desvergüenza anciana. Co-mu-nican al pú-bli-co y al cle-ro. No daban para más los cursos sanguíneos,
grabándose como ríos desahuciados y se le rendían pesos oscuros en la
mirada que le describían húmedas calcinaciones de donde no se saca la
pata que se mete. Al viejo cómico se le borraba el papel en la memoria y
de las letras sabidas sólo le quedaba el sobresalto de las interjecciones que
eran de reclinación y despedida. Creyó oír motores de aviones que
anunciaban decisión de vuelo. Arrunrroneado, se durmió.
Los corresponsales de la prensa extranjera transmitían sus noticias. Los
acontecimientos se precipitan precipitadamente.
346
36
Desde su quinta sobre la barranca del norte, donde el río se hace delta, el
Embajador impacientó caballos para madrugar en la ciudad y quitarlo de
la cama al General, poniéndolo sobre sus avisos. El aire motinero se
extiende en el Ejército y cubre por entero a la marinería. A Usted, señor
Presidente, no le dejan llegar las noticias o sus servicios son menos
eficientes que los de la Embajada. En cuestiones de información, señor
Embajador, le cambiaría mi puesto por el suyo. En nuestros países, los
Presidentes solemos saber menos que los Embajadores, puesto que los
Embajadores saben las noticias antes de que se hagan, lo que no
corresponde a la eficiencia de los servicios informativos sino al orden de
la historia. Tal vez no se equivoque, señor Presidente, en esto Usted ha
sabido no equivocarse, pero ahora le quedan pocos minutos. ¿Es un
347
ultimátum?. Sólo una información amistosa, señor Presidente, siempre
hemos sido buenos amigos y no dejaremos de serlo en esta circunstancia,
sobre todo cuando los intereses de mi país en la región coinciden con las
fuerzas vivas locales y el gremio de importadores y exportadores, tan
deseosos como nuestro gobierno de que la crisis se resuelva sin abrir
hostilidades. Acérquese a la ventana. Mire los destroyers de Préstamo y
Arriendo y esa segunda fila de flecheras y faluchos artillados. Están
bloqueando los canales del puerto y en cualquier momento podrían
disparar sobre esta misma ventana. ¿Sería Usted el triunfador en una
lucha fratricida?. La gente responsable de su país espera de Usted un
gesto de caballero, un gesto para la reconciliación, un renunciamiento
histórico. Váyase. Váyase. Los aviones de la base naval pasaron sobre el
Palacio trepidante, descargaron bombas en la Plaza, el estruendo
atormentó a las palomas. Desde la ventana, lo acercaba a la puerta. En la
puerta, lo dejó. No se equivoque, señor Presidente. Usted es hombre
perdido. Go home, Mister President.
Pidió los diarios. Le alcanzaron La Gaceta Liberal: Todo el país rodea al
Presidente en estas horas dramáticas de la nacionalidad. Este es el
348
ejemplar que han impreso para mi. Edecán, córrase a la esquina y
tráigame los diarios que leen los que no son presidente. La Gaceta
Liberal: Se impone el renunciamiento histórico. Todo el país lo espera
para evitar que se abran las hostilidades, sostienen voceros de las fuerzas
vivas y del gremio de importadores y exportadores. Convoque al
Gabinete. Los teléfonos de los Ministerios no contestan. Llame al Jefe de
la Policía Regular. La comunicación con el Departamento está
interrumpida. Al Jefe de la Seguridad Especial. Dicen que salió en redada
de izquierdistas. Conecte con Radio Nacional en cadena. Ya ha sido
tomada, transmite música marcial y publicidad de Solasola refresca y
enamora. Haremos imprimir una proclama. Los impresores catalanes han
aprovechado para declararse en huelga. Pídales doscientos jinetes a los de
la Sociedad de Rurales para llenar la Plaza. En este mismo momento
acaban de pronunciarse contra el gobierno. Que venga la negrada de los
Mataderos. A los buses concentracionarios no les venden gasolina en los
expendios de la Shell. Llame al Ministro de Guerra. Se ha dejado detener
por los insurrectos para no traicionarlo públicamente, prometido que le
tienen la vicepresidencia tercera de la Junta Provisional. Llame al Cuerpo
349
de Bomberos. Usted lo desarmó al develarse la conspiración de los
estudiantes. Llame al Cuerpo de Serenos. El convenio colectivo de trabajo
los autoriza a desestimar órdenes diurnas. Llame a Campo de Marte. El
señor Presidente pregunta con quién está Usted, señor Comandante de los
Institutos Militares de la República. Dígale al Presidente que estoy donde
le corresponde a un oficial escalafonado que responde a sus mandos
naturales. Campo de Marte dejaba hacer. Sin embargo, tenemos con qué
resistir, señor Presidente, la Guardia Presidencial no ha abandonado el
Palacio. Lo sé, también sé que la Guardia está procediendo por honor
militar y no por convencimiento. Llame a su jefe. A la orden, señor
Presidente. Desalojen el Palacio. No, señor Presidente. Es mi orden. En
ese caso, ruego me ponga la orden por escrito. Acá está. Se fueron los
sesenta coraceros. Por los portones ceremoniosos que daban a la Plaza
entraba una brigada policial esparciendo gases lacrimógenos por
corredores y despachos. Utilicemos la puerta del lado sur, señor
Presidente. ¿El Palacio se queda solo?. No, señor Presidente, con la
historia.
350
A caballo la emprendieron por la calle larga. La ciudad como cualquier
día. Los labradores en sus chacras, los aguateros sacándole agua al río, las
morenas lavando ropa blanca en las gredas, dos bandos de muchachones,
en entrevero de caballos, se hombreaban disputando al pato dentro de un
cuero como pelota que se comerían los ganadores. Los amplificadores de
un helicóptero anunciaban los toros del domingo. Nadie tenía por que
sorprenderse de dos jinetes apresurados, de ponchos rojos y chambergos
de paisanos. Hicimos alto bajo un alcanforero, al pie del barranco azulado
donde termina la quinta del antiguo avituallador de los ejércitos de la
Independencia. Escriba. Señor Coronel del Primer Regimiento. Reparó
que sangraba un dedo, dañado por las coronas de Cristo, justo, carajo,
donde fue a sentarse. Siga. Elevo ante Usted mi renuncia indeclinable de
Presidente. Firmó y puso agregado Dios guarde a Usted. Ahora debo
comunicarle, señor, que adelanté por mi cuenta algunas previsiones
propias de las circunstancias: las cajas de su archivo y otras pertenencias
ya están a bordo. Se le agradecen los importantes y patrióticos servicios
prestados. Se hizo una polvoreda a la legua. Es un tanque del Primero que
nos encontró la pista. Sálgale al encuentro llevando mi renuncia. Así se
351
hará. El General fue el primero en picársela. Siguió galope al sur. En la
bahía esperaban los lanchones para llevarlo a la fragata inglesa. Desde
tierra se escuchó una salva. Lo recibían con honores de reglamento. Dicen
que, alegre y agradecido, bailó entre los marineros de cubierta una polca
paraguaya.
352
37
Ni el primero ni el último en alejarme del Palacio cuando las sirenas
anunciaban el segundo vuelo de la aviación naval, que no fue necesario.
En el montón de los cada cual con sus miedos, sus culpas y sus maletines,
ándale, que antes mejor, decían las caras de los que no sabían por dónde
venía la cosa como para respirar mañana igual que ayer, los miedos como
pasta helada para los dientes haciendo trastabillar a los mismos, las culpas
programándose enmiendas melancólicas o coartadas de salvación y en los
maletines los certificados al día para diligenciar la jubilación al siguiente
ante las nuevas autoridades de competencia. Yo con lo que me
correspondía, la mitad de los miedos tristemente amansados, el maletín
vacío de previsiones, pero las culpas y las meditaciones dándose alterada
carrera, tanta mierda para qué, tanta humillación sin plazos de seguridad
353
al menos, tanto trastorno de ánimo para nada, me estaba apurando
cirugía de autopsia y discurso de propio responso. Mis deudas eran
mayores que mis escasos bienes, propietario hipotecado de una casita que
no terminaba nunca de pagar y me facilitaba el reparo de un jardín para
los atardeceres que se interrumpirían ahora, porque el notario que ayer no
se hubiera atrevido a pasar por la vereda sin quitarse el sombrero,
saludando a quien acaso estuviera detrás de las persianas, golpearía,
ahora, por dos o tres veces la aldaba si no iban por la primera a recibirle la
cédula del nuevo embargo. Que no me digan, se haría oír de los de casa y
de los de las casas vecinas, que el ilustrísimo secretario ministerial no
tiene baúl de pesos fuertes para cumplir con los que siempre le ofertaron
su inmensa paciencia durante sus vacas gordas, o qué se le enflaquecieron
de la noche a la mañana. Que no me digan que veinticinco años de
servicio no le alcanzaron por debajo de la manga para satisfacer a quienes
nunca le reclamaron sus deudas. Pague el señor secretario. Pague. Habría,
yo, de salir a la puerta y gritar, como él, para enterar a la vecindad que
mis sueldos correspondieron a un A.G. del escalafón administrativo y un
cien pesos más por redactor principal de La Gaceta Liberal y otros cien
354
anuales de protocolo de tercera, que hacían seiscientos y ni un peso más
para vivir al paso del día. Que quien daría mandato a las insolencias del
tal notario me había buscado amistad para que le hiciera paso hasta donde
el General y de la primera vez que lo vio salió con el monopolio de venta
de caballos para la Policía. Para lo que usted me necesite. Lo necesité para
garantizarme el crédito con que, por fin, hice feliz a la mayor de mis hijas
con el piano alemán. El piano que mañana mismo me estarían
embargando. El piano que se llevarían. Y el buen comerciante estaría, ya,
vendiendo, ahora, a las nuevas autoridades, con exclusividad, camiones
para la Policía. Los abastecedores del mercado humillaban, desde este día
mismo de la caída del General, a mi señora. Si no hay reales en la mano,
no se llevará ni una lenteja. En el Colegió Inglés, le advertirían a mi hija:
tres meses de adeudo no dan derecho a las clases del cuarto. Se llevarían
el piano. Se llevarían la consola de la sala y el trinchante del comedor, el
paragüero del zaguán, la araña del vestíbulo. Se llevarían los libros.
Cerraríamos la casa y entregaríamos las llaves al notario. Iríamos a dar,
con los restos en un baúl, a una pensión de mulatos escondida en el barrio
viejo. Cuando me sirvan el desayuno, me dirían Señor Ministro. Cuando
355
la cena, me recordarán que, además de mulatos, son pobres y necesitan la
paga por adelantado.
Lo menos malo que pudiera ocurrirme fue que se me dio en recordar al
secretario Antonio Pérez corriendo a darse refugio en la próxima sacristía,
pero yo no había abusado en delegaciones de mando, como él, pero era yo
de buena sangre, como no él, de buena sangre, señor Reed, conforme a
honradísimas y públicas probanzas que establecieron calidad y limpieza,
sin vergüenza de orígenes, ni para qué los miedos de encubrirlos, viejo
abuelo con hábito de Santiago, que se vino directamente a tierra firme, no
a las islas equívocas en circulaciones sanguíneas, con bula papal, creyente
de fe absoluta, bula a favor suya y de su descendencia. Yo era de buena
sangre, señor Reed. Papá era pobre y de mala suerte, decía mamá, pero tío
era rico y propietario de solares que habían pasado a sus manos vaya a
saberse cómo, pero mejor no averiguarlo que esos enredos no tenían nada
que ver con la rectitud de su sangre. Se me dejó que adoptara a tío como
abuelo, olvidándoseme rápidamente papá en mi memoria y en la de la
familia, desaparecido en las tardes tarde en las cantinas mestizas y por las
noches de la cama de mamá que alejaba los fríos llevándonos a su lado
356
unas veces y otras tío aparecía desayunando y mamá sonreía azucarada
como la taza caliente que nos llevábamos a la boca con pasteles que tío
había traído de postre para la cena y que mamá había dado vuelta sobre el
hornillo encendido para que todo sonriera, calentito, esas mañanas felices
en que mamá decía mis hijos serán hombre de bien, y tío, como un
abuelo, le respondía los hijos de mi hermano son mis hijos y seguro que sí
y por qué no, y tú, yo era el mayor, habrá de ser abogado, y tú, el que me
seguía, coronel, y tú, el tercero sin palabras todavía, sacerdote, y los tres
sonreíamos a mamá sonriente hasta que tío se iba a sus negocios hasta dos
o tres noches o desayunos después en que mamá volvía a sonreírnos y yo
creo que ya nos veía abogado liberal, coronel conservador y sacerdote
para todos, que así venía ocurriendo en las familias decentes de la ciudad
para que siempre alguien se retuviera en el gobierno mediante código
avanzado, espada restauradora y oración universal. Y vengo a reiterarle,
de paso, que en matrimonios principales, una noche y otras noches, hacían
un hijo senador para la conservación restauradora, otro diputado para las
barricadas verbales del partido liberal, otro general para asegurar la
estabilidad de las prudencias, otro coronel para el comando y control de
357
las montoneras. Y, en verdad, a qué venía en decirlo todo esto si era
suficiente el capitulito de la buena sangre y que las mías no me habrían de
dar los apuros que a Antonio Pérez las suyas. O vaya a saberse qué suerte,
o destino, me las desconocería.
Al día siguiente de los cambios de guardia en el Palacio, apenas con
tiempo de afeitarme frente al espejo de las compulsiones, de las culpas,
me cayó orden de alistarme, sin ninguna demora, en la secretaria del
Presidente de la Junta Provisional. Usted sigue haciendo lo mismo. No
pregunté. Siga. Póngase en la máquina y me redondea esta proclama y la
entrega a Radio del Estado en cadena, a la Tevé, a la prensa nacional y
extranjera, a los servicios especiales de los gobiernos amigos y a los que
van a ser ministros para que ellos también se enteren. Y desde mi
escritorio, en el despacho habitual, vi llegar, transcurrir e irse a los días de
la llamada transición. No sé si esto que le relaciono en el relato es tanto
como una historia nueva de mis aceptaciones y crueldades, pero sé decirle
que derivaban a órdenes que ejecutar o transmitir a nuevos asociados, o a
los mismos obedientes que, por igual, cumplían con ellas en inalterable
358
plan de regular esmeros. Algunas se me harían nuevas costumbres hasta
que se disolvían muy pronto en viejas rutinas para su adecuada aplicación
en los correspondientes ciclos, con servicio de diligencias para no ir
demasiado lejos, diligencias ceñidas a las jurisdicciones de los encargos y
sus accesos, diligencia para pasos ecuánimes y seguros. Bastante me
costaba descifrar los ánimos y de lo que detrás de ellos estaba mandando,
entre los gerentes del nuevo gobierno, puesto que en esa adecuación de
secretario a jefe era eficiencia el corresponder como si siempre se hubiese
correspondido con los mismos méritos de la discreción, reserva, sensatez,
secreto, cabal discernimiento y consentida mesura. Así fui espectador de
desaguisados de gobernantes neófitos, para cuya engorrosa solución me
solicitaban apoyo jurídico de coartadas, consejos de veteranía y
experiencia, y, como siempre había ocurrido, le prohibía a mis
razonamientos que no llegaran más allá de las fronteras precisas del
pedido, agua mansa la que yo proveía para que, como siempre, se la
bebieran otros, y escribiéndoles discursos, con la estilográfica que me
había obsequiado el General, se me hacía que era como preparar mujeres
359
para el gozo ajeno, quedando yo a la puerta a escuchar las risas y
quejiditos que no se reprimían adentro.
El oficio. El oficio. Y me pedían discursos con entusiasmo, no se dilate,
que es necesario que crean en nosotros como creían en el General, y, de
no saber mucho en lo que creían, querían, en cambio, que todo el país
creyera en ellos y que yo les pusiera motivos de convicción y era de mi
uso cumplirles demandas de recados de fe que pudieran ofertar ellos, sin
nada que alimentara la pobre fe mía en manufacturar ninguna fe. El
oficio. Siempre en medio del camino, señor Reed, infortunios del oficio,
sin opción a que se nos vean las vacilaciones, forzados a creer algo para
empleo y utilidad de los que, generalmente, no creen en nada, o no les da
sus naturalezas para mucho en qué creer. Poco me ayudaban las viejas
astucias. Si me dejaba llevar por ellas, pronto se me hacía saberlas
fatigadas, por no decir deshechas. Sin embargo, cumplí. Había que seguir
cumpliendo. Y nuevamente enterado que el mayor pecado no es hacer el
mal, es consentirlo, ser su asociado sin iniciativa, nuevamente encargado
de seguir buscando justificaciones. Así, cuando aplicaron la ley marcial,
encontré las apropiadas razones para admitir que el perdón puede aparecer
360
más peligroso que el rigor, con ayuda de mi Cicerón: Si continuamos
perdonando a todos, nunca tendrá fin la guerra civil. Pero, Cicerón no
dejaba indemnizadas mis vergüenzas.
Nunca me fue indiferente, señor Reed, y usted lo tiene ya sabido, lo que
pudieran pensar de mí. Era mi incapacidad para cerrarle puerta exterior a
las culpas. ¿Pero de qué podían culparme? Estaba viendo que los
gobiernos pasan y las fortunas quedan, los negocios y los negociantes
siempre se confortan en las variaciones de la política. ¿Quién me
acusaría? Yo me acusaba, que no ellos, a quienes estaba sirviendo porque
les sabía servir. Les hacía falta un gran candidato a Primer Ministro para
la transición, en el que coincidieran los intereses generales y las
aspiraciones más representativas. La Gaceta Liberal beligeraba: Todo el
poder para los hacendados, preparando a la opinión en acuerdo a las
tendencias predominantes en la Junta Provisional. Las grandes crisis se
resuelven con personas ni fu ni fa, ni chicha ni limonada, cuando más
graves y comprometedoras ellas, más indiferenciado será el buscado bien
visto. Las gentes alarmadas dan vacaciones a sus alarmas cuando aparece
361
el candidato menos significado, el designificativo, el que se lavó todos
los días las manos después de leer el periódico, el ninguna pizca de
conflictivo, el aceptado aquí y allá, el notable que nunca se ha hecho notar
demasiado, reserva de la patria, dirán los periodistas, el señor que durante
todos estos años tan contradictorios y discutibles supo retirarse a atender
los respetos de su hogar y a escribir una monografía sobre asunto
medievalista, el profesor que no navegó en borrascas, prendido a las
precauciones, paraguas para el chaparrón de verano, el que se
desapercibió entre los desacuerdos, el que hacía falta, el ciudadano
moderado, ejemplar, que no se ha dejado llevar por las pasiones del
momento, el hombre probo que no ha sido jamás salpicado por ningún
lodo, del que nadie tenga nada qué decir, el gran ileso por sobre las
contiendas, el no rasguñado, el preparado para unir a todos, el que no
suscita discordancias, el caballero sin equívocos, cuya vida es una extensa
línea sin oscilación ni pendiente, inspirador de confianza, de sosiego.
¿Dónde está el salvador apacible? El que ha transcurrido sin mellar su
figura en ocasionales u oscuras confrontaciones rehuidas, el que no se ha
dejado llevar por los vicios de la política y se ha ocupado de acrecer noble
362
riqueza agropecuaria, padre de reconocida familia decente, el que no se
metió y por no meterse no se ha jodido, el equidistante, el no alterado, el
severo y calvo, el de chaleco en verano, paletó en primavera, sombrero
negro todo el año, el formal sin alboroto, el que ha sabido mantener
distancias y desusó el tuteo, el que al que nadie podría decir su enemigo,
el apolítico, el excelente, el que hacía falta, el que administra sus saludos,
con sombrero en la mano a los ministros, con sombrero en la mano y
sonrisa a los hacendados, con sombrero en la mano y leve ofuscación a
los militares, con sombrero en la mano y afable inclinación de cabeza al
Embajador, con sombrero puesto y llevándose la mano derecha hasta
tocar el ala derecha a sus iguales, abogados de partes a favor y contrarias,
redactores de prensa seria, preceptistas universitarios de jóvenes serios,
comerciantes de la Plaza Mayor, socios de la vereda del Club Social, y no
saluda a quien es apenas menos, vale decir el reconocido virtuoso, el que
hacía falta. Ese hombre existe, siempre existe ese hombre para los
momentos más graves de la crisis institucional. La crisis va a buscarlo por
Academias Perpetuas, Sociedades de Rurales, Sociedades de
Benefectación, Juegos Florales Capitalinos, Club Social de primera, entre
363
ex-funcionarios del Tribunal Especial y Comisiones Investigadoras de
Ética Republicana, plácidos jubilados de la Administración Pública y la
Cátedra. La comisión de subnotables, le exige. Venga a pacificar a los
ciudadanos, a inspirar respeto, a poner orden entre los alborotadores, a dar
lugar al optimismo de las fuerzas vivas, a resguardar el orden, a
reconstruir la patria. No será, usted, indiferente entre sus colecciones de
jurisprudencia colonial inglesa y norteamericana, en estas horas,
precisamente, que se trata de lo que se trata. Yo no he aspirado nunca a
eso. Por eso, precisamente, por eso, el hombre que nos hace falta, el
gobernante sereno, el gobernante sin cicatrices, el que supo arreglárselas
para no quemarse, el incuestionado, el incuestionable, el conciliador, el
maestro de las tranquilas virtudes. Usted es la garantía de la buena marcha
de los buenos negocios, usted es la noción del derecho permanente sobre
la voluptuosidad de las pasiones, usted es el símbolo del orden contra los
riesgos de cualquier descabellada aventura desviacionista. Ésta es la hora
de los varones como usted. La Cámara de Comercio ha pensado en usted.
El Colegio de Abogados de la Tradición ha pensado en usted. La Liga de
Padres no piensa sino en usted. La Junta de los Juegos Florales retiene su
364
pensamiento en usted. El Embajador no pone reparos, en cuanto lo sabe
persona de juicio medido y descansada ponderación. Podemos decirle que
el Embajador se frota las manos cuando oye hablar de usted. La Gaceta
Liberal ha anticipado afectuosamente su nombre. Teníamos Primer
Ministro, o Presidente Provisional. En la Gaceta Liberal escribí, dos
columnas y media, su biografía. Le preparé el discurso de su
inauguración.
No le será entretenimiento para usted, señor Reed, ni menos lo fuera para
mí, hacerle crónica de estos años en que las cosas se desataron desde
abajo y se sumaron disturbios estudiantiles, deliberación y amotinamiento
en las fuerzas armadas, polémicas en la prensa, votaciones difíciles en el
Congreso, mucha bambolla de comité, la chusma ganando las elecciones
que la combinación gubernista creía ya ganadas, breves períodos de
gobiernos sin poder efectivo, inocentadas de la democracia y para qué
más decirle si hasta nueva Constitución progresista e impuesto a las
ganancias excesivas, abundantes desengaños sobre las distendidas
instituciones de la democracia. El Embajador se había equivocado y buen
365
pragmático se rectificaba. Los que habían quitado a Mi General, lo
volverían.
366
38
Yo estaba en el mismo escritorio, esperando.
Regresaba, en respuesta de los esparcidos consentimientos generales,
prometiendo viandas para todos. Los ordenados de la derecha le
confiaban la restitución del orden. Los desordenados de la izquierda,
como dándose a los gustos de coleccionistas, recordando las proclamas de
la campaña juvenil, le confiaban la institucionalización del cambio. El
General, reconstituido en malicias, seguía sabiendo que el jinete se sirve
de dos riendas. Le sabía al caballo todos sus pasos ordenados hacia el
buen pesebre y los otros pasos, también, los ariscos, que quedarían a
rienda templada a mitad de camino, porque así es la democracia que
alienta a comer y no asegura el pienso universal. Viandas para todos.
367
Recibiendo unos y otros creyendo recibir, volverían al paciente trotecito
del trabajo a casa y de casa al trabajo, caballo de noria mañanera o de
calesita cuando mejor musicada. Si las viandas, claro está, no serían para
todos, ya el orden los cubría a todos y el arisco sería hereje culposo de
quebrar la felicidad de todos. Pero, no se distraiga, Embajador, que si yo
saliera al balcón a gritar Viva los gringos, no tendría consentimiento ni
para ganar los votos necesarios para concejal de mi parroquia. Usted lo
sabe y yo procedo. Quien más quien menos, casi todos y el que no apenas
si existe, los políticos alzados o medio alzados de nuestros países
necesiten gritarle a las masas ahí está el diablo y si el diablo hace de las
suyas en Cochinchina hay que gritar y hacerles gritar a ellas Fueras las
manos del diablo de la Cochinchina. Pero, casi todos, vaya si usted lo
tiene sabido, se esmeran en enviarle previas y posteriores explicaciones al
diablo de que teniéndolo que hacer no se les confunden en la grita las
nociones de la realidad, ni se les desaniman otras razones más
permanentes y sensatas ya comprometidas. Merecimientos no les faltan a
esos procederes. Además, ¿por qué habremos de dejarles esa palabra
revolución, que va gustando tanto y que algo ha de representar para que
368
así tanto guste? Demasiada palabra para dejarla en manos de cualquiera.
Secuestrémosla. Si esa palabra es nuestra, la represión será más fácil. Le
aseguraron plafón. Volvía. Su antiguo Ministro de Justicia valoró que
ahora contamos nuevamente con ese gigante de la política que con el solo
movimiento de su dedo reemplazaba la actividad que desarrolla toda la
nación.
Lo esperaba. Su voz en el intercomunicador. Repórtese. Corrí. Me
preguntó si trabajaba a tiempo part. o tiempo full, si yo sólo, como en
otros tiempos, era mi propio staff, oquey, chequéeme la información de
este folder para procesarla y túrnela, oquey. Me dictó un memo y
continuó el instructivo. Su voz me llegaba con la demora de una
traducción, oquey, General, oquey, boy. Pero, había conseguido
deletrearle las palpitaciones ancianas de sus sienes. Leí: regresé porque ya
estoy en este oficio de echado y recogido, regresé para lo que me
necesiten los que me echaron.
369
39
Ese día pudo ser un día cualquiera, sin razones para que se quisiera muy
diferente. Mi portafolio cargaba los últimos encargos y mi ánimo se
amparaba en el reconocimiento de que, al final, la Intendencia del Palacio
accediera a mis antiguos pedidos. Tres jornadas antes habían cambiado la
vieja mesa española que despedí con nostalgia y contento, pues el gran
escritorio inglés con gavetas renovaba el ambiente, agregándole tanto
solemnidad como utilidad, la silla acolchonada que lo acompañaba
procedía con sentida ternura a acompañar las fatigas del cuerpo, y la
iluminación, también renovada, concedía, al mismo tiempo que prestigio
al despacho, protección y apoyo a mi vista. Nunca me sentí tan bien en
Palacio, tan bien considerado, reconocido. Debía suponer que sin
intervención de Mi General no se habría cumplido en un solo día, a pesar
370
de mis antiguos pedidos, ese cambio compensador. En la primera
oportunidad, se lo agradecería. Si él no hubiera intervenido, el
agradecimiento no estaría de más, como ya tenía tiempo de haberlo
aprendido. Me dispuse a ello esa mañana en que fui el primero a su
llamado.
Le llevaba varios borradores. El del decreto de Día de Ayuno Nacional en
rescate de la recesionada economía del país. El del decreto que lo resarcía
de los sueldos correspondientes a los años de su exilio, computados sus
intereses a los distintos niveles de las fluctuaciones de las monedas duras
con relación a las monedas coloniales. El del decreto de devolución de los
grados militares, que era el antecedente del anterior y su consagración
definitiva en el escalón de las fuerzas armadas. El del decreto de
reconocimiento legal, a través del Congreso de la Nación, de sus hijos,
con previsiones económicas que comprendían pensiones a de por vida y
distribución de suertes de estancias del Estado que, para eludir la
dispersión gravosa de los impuestos sucesorios, pasarían a integrar una
sociedad anónima familiar, es decir, todo perfectamente previsto, incluso
sus pendientes inclinaciones de trampulario: abúlteme la lista y meta a
371
estos ahijados como hijos y a estos otros que se habían quedado en el
camino, que abultando el hombre se prestigia, agradecido, licenciado.
Quise darle yo mis agradecimientos, porque no cabía dudas que él había
intervenido para cumplimentar los pedidos míos a favor de la mayor
comodidad en el despacho. No me dio tiempo. Lo veo de muy buena
salud y mejor talante, licenciado. Gracias, gracias. Usted es de los
hombres que se fortifican con el trabajo. Así me gustan los hombres,
licenciado. Gracias. Así lo he visto siempre, adicto a mi doctrina, fiel a mi
persona, diligente en los intereses del Estado, custodio de la moral
republicana. Si me preguntaran cuál es el ciudadano perfecto de la
República, no titubearía un momento, de enseguida diría que aquí lo
tengo, en el señor secretario, y no tendría palabra con qué confortar el
juicio. De pie, hasta parecía dispuesto a palmearme. Sin hacerlo, era como
si lo hiciera. Tengo muy pensado mi homenaje a sus serviciales virtudes
al momento en que escriba mis Memorias.
Mi sorpresa comenzó a razonar. Precisamente, yo, yo, no podía
confundirme. El General me hizo pausa de entendimiento. Yo ya lo había
entendido. El General necesitaba de mi puesto. Me será verdaderamente
372
difícil no tenerlo a mi lado. Desde hoy, todos los fines de mes, le
llevarán una pensión a su casa. Salúdemela a su señora y a los chicos. Y
me palmeó. El edecán de turno me abrió la puerta y me acompañó hasta
las galerías. Dice el General si quisiera demorarse en entregar el despacho
e instruirlos sobre las cuestiones pendientes a los posgrados que acaban
de llegar de Harvard.
Saliendo de Palacio no me atreví a presumir que el día que Guillermo
despidió a Birmarck se abría el camino que a la larga desharía el imperio.
La prometida pensión no visitó nunca mi casa y la última aceptación mía
fue no reclamarla. Mis libros se vendieron en Montevideo y los compró
un genovés garibaldino. Las tristezas, las suyas y las mías, mataron a mi
mujer. El piano alemán fue la dote que mi hija se llevó para facilitarse su
noviciado. Y aquí estoy, señor Reed, donde usted me encuentra, exilio
voluntario si usted quiere. Sabía demasiadas cosas para quedarme allá.
Me vine con este pellejo lastimado, pero salvado, pero salvado ¿para
qué?. En pampa y la vía, remordido de verdades, cargado de mentiras. Yo
había creído entenderme con mis mentiras para convivir su dócil
costumbre, me suponía, sin ufanarme del todo, pero aceptándome en
373
mucho, sin demasiadas disculpas, el actor de mi único destino posible y
por tal llevadero, y dentro de los territorios del mal me sabía habitante que
le mentía al mal acatándolo. Era el mentiroso de la mentira. Hasta ahí
llegaban mis viejos duendes encarcelados. Hasta ahí. Ya ni ellos me
acompañan. No hacían sino escalón de espejos estrellados, provisorios de
mentiras. Cuando uno no tiene nada qué hacer, ni para qué vivir, y es
como sentirse cuento terminado, se nos viene el pasado, ni despacito, ni
apurado, para llenarnos un poco con los otros días y comienzo a contarlo
en tanto me lo consiente, como en su caso, menos interés que
misericordia. Cuando alguien ha trajinado vergüenza como yo, se le borra
hasta la voluntad de saberse llamado por su propio nombre. He perdido el
mío. El General lo consumió, se ha quedado con él. Soy balandra sin vela.
Al fin y al cabo, aunque esto no termina de tener cabo ni fin para los de
mi índole, yo, resto de intelectual emparedado, apariencia de burócrata de
jornal nunca suficiente, o si se quiere algo más novedoso, como dicen
ahora, un tecnócrata, que se encimó a lo que le mandaban, que se acercó
hasta donde lo dejaban, para terminarme en tabaco que no arderá, semilla
374
pasada de vaina seca, se lo estoy diciendo con la tristeza satírica de un
poeta de su país.
Los diablos desesperados que me habitaban con sus lástimas, me
preguntaban tanto como si, acaso, no fuiste vos su hembra, su enamorada,
su rabona seguidora, como si al hombre que era él correspondían tus
servicios de disminuido hombre, yo, y sobre mis lomos habrían de estar
marcadas sus espuelas de pesada plata, yo descendido a boca abajo a su
presencia llenadora, yo ni ladrón ni vigilante en esta corta historia, yo el
marica de esta historia, si debiera preguntarme, ahora, que cuando yo
gozaba a mi mujer y hacía mis hijos, ¿no era él una sombra como
mosquitero sobre el lecho matrimonial?, él nos estaba gozando, nos hacía
nuestros hijos, y el hijo varón luciría su nombre y la hija hembrita el de su
novia y él los apadrinaría y me confortaba diciéndome los hijos de mis
amigos son mis hijos y anotábales ya una beca para el varón y una dote
para la boda de la hembrita si yo no dejara de serle lo que le era, yo su
hoplita desarmado, yo el menos peligroso de su legión, el más inofensivo
de sus obedientes, su Adelaida para lo que guste encomendar, para lo que
quisiera mandare, a la orden, a su entera orden, a lo que su necesidad
375
disponga. Cada cual, vaya si lo estaré sabiendo, es el sucesor de sí
mismo, pero lo que me heredé me está sobrando, los maltratos que me di
me dejaron sin un sí y sin un no, no soy ni sí ni no de tantos sí negados,
de tantos no desangrados. Los que como yo, no tienen biografía, somos
capitulitos disueltos en la biografía de los otros, aunque la de ellos sea
más nuestra que de ellos, nosotros hicimos la biografía de ellos
destruyendo la nuestra. He querido alcanzarme la apaciguadora piedad
que de pausa a mis dudas de siempre y a mis viejos remordimientos, una
piedad que como agua fresca me devuelva los sosiegos que siempre me
han sido quitados, siquiera por una vez final. Y no lo he logrado. Se me
hace un arroyo anegado, al que aún más confunden las aguas llovidas y
sus barros recalentados por mediodías asfixiantes. Nada me sirve a la
piedad que necesito. A Dios se le ha acabado la que me disponía y ya me
lleva a juicio final sin retirarme de este mundo, reteniéndome en él con
mis lastimadas melancolías como castigo, y a mano viene y a mano va el
cuento sin personaje, sólo alistado en la memoria que no se me enduerme
y me arrebata tranquilidad y sueños. Cosa difícil de llevar la memoria,
mal de llevar. El mundo es una espiral invertida que parte desde un punto
376
del infinito y se cierra sobre nosotros. El último trazo envolvente nos da
cerrazón sin alivio y no hay mano de Dios que nos quite del enredo,
corona de espinas tramadas en alambres de púas que utilizan para
defender la propiedad de tejados y jardines y que hiere y maltrata y deja
sin voluntad de defensa. Se lo diré de otra manera. Mi vecino de ventana
contigua hacia el mismo patio tiene un fonógrafo y le es de uso forzoso
para atraerse el sueño, de tal que suele distribuir la música hasta que el
disco le termina de cumplir ese indicado servicio, pero vino a ocurrir que,
ya favorecido este señor por el sueño difícil, el disco se relajó en surco
dañado y siguió dándole vueltas no sé cuánto tiempo cuando el ruido
musical me llegó a irritar sin manera de evitarlo que interrumpiéndole el
sueño a mi vecino, que era quitarlo de lo que un hombre había conseguido
con tanto disciplinado esfuerzo y mi compasión no me consentía
deshacer, y siguió el disco rotando con su crú-crú y sus crí-crí de lo que
debió haber sido vals vienés o una aspiración de Caruso, horas y horas por
mi padecidas con piedad pedagógica, porque quien no tiene otra
alternativa que padecer acepta enseñanzas para usos ocasionales de la
resignación y le es posible seguir aprendiendo que ya todo es lo mismo
377
por fallas mecánicas en el caso del disco, por otras fallas en los otros
casos y que no hay felicidad de olvido, que ahí estaba ese disco hasta el
amanecer, vuelta crú-crú, vuelta crí-crí, vueltas como ronda de borrachos
con sola botella, ronda de paisanos en prostíbulo de sola pieza y sola puta.
Como la memoria, señor Reed, como la memoria. La memoria es castigo,
prisiones. La memoria me duele desde la cabeza a los pies, en los huesos,
me baila en los ojos como nube de tierra seca que se quema en el aire, sin
iluminarse en llamas, y vuelve a brotar desde un pajonal enterrado en el
verano de los trópicos. La memoria se me atornilla en los oídos con ruidos
de bisagras vencidas hace mucho tiempo, los tiempos de la humedad que
no regresaron, que no regresan. La memoria seca a mis narices, oliendo
todo el día a madera quemada que no llegará a ceniza, que no sosiega sus
fuegos lentos. No digan que tiene mucho de oscura la memoria, que
oscurece con el hombre viejo. Es luz de playa fósil sobre pájaros muertos
de luz, es luz clavada aquí (se toca la garganta) y aquí (se toca el vientre),
es luz que queda y yo me abrazo a los vapores de esa luz y me arde donde
le dije y en otras partes. La memoria son las moscas que excursionan
soles llovidos y las bostas que dejaron las vacas sobre el alfalfar. Lo que
378
más cuesta llevar al hombre es su memoria. Se me vuelven los
flashbacks y me atropellan la memoria para mortificar el orden de los
recuerdos y dejármelos, velero desarbolado, corridos por aguas rápidas,
oscurecidas por vientos terrosos, por relámpagos ensangrentados. Todas
las alteraciones del pasado sumándose culpas y temblándome en las
tripas, enfriándome los dedos que ya no hacen mano, zumbándome frío en
los oídos, en la nariz, en la garganta, en el sosiego de las ingles, en las
orillas de los hombros, el frío de las ventanas de las viejas solteronas, el
frío de las grandes lluvias que invaden el llano, todo el frío del altiplano
sobre un hombre solo, ese frío, el frío de la piedra nevada, el frío
trayéndome muerte lenta, espaciosa, de agujita, muerte de borrado por la
humedad que se come el muro.
Me le quisiera escapar haciendo de agorero, de brujo. Qué otro oficio de
despedida para el mortificado. El brujo es el alcahuete de la fatalidad. Qué
otro empleo de retirada me quedaba por tomar. No me confunda con el
favorecido del General, su valé francés o soplón español, doméstico de
ilegítimas nigromancias, porque, de paso, le dejaré dicho que el General
sigue comportando un brujo por asistente y en él sí es de provecho
379
atender su consejo. El brujo que me tienta viene a mi desde mis culpas,
desde mi oficio de entonces, me viene desde las culpas de todos los de
nuestro oficio, señor Reed. Qué sino exorcizar la historia se venían
proponiendo los intelectuales de las luces en tratando de hacerla pensante,
razonada, inspirada y explicable. Lo que hacían era embrujarla muy
claramente de claridades que no tiene, de poderes de rectitud que le faltan,
y, claro está, debían morirse como el Descartes en Suecia, un tipo que
razonaba así debía morirse de frío, y no se atrevían a algo más próximo
aunque más difícil, no se atrevían a liberar al hombre. La ciencia se daba
pistos de irse cada vez más lejos, pero el dogma de la ciencia no consigue
sino alarmarnos de más grandes conjeturas, nos acercaba al último
capítulo sin explicarlo y nos abandonaba en el aire como si no hubiera
avanzado un paso. Cuando avanza sobre nosotros y nos sobrepasa, nos
deja murmuraciones de magia. Nunca hemos salido, señor Reed, de la
magia. ¿Cree, usted, acaso, señor Reed, que alguna vez saldremos?. No,
señor Reed. Los brujos no retornan. Los brujos están. Un sistema como el
del General no se consolida sino por concurrencia de la magia declinada a
supersticiones. A su lado, yo era un brujo triste, buscándole respuestas
380
apropiadas en los oráculos de su perpetuación, o a los de mi propia
defensa, a sus turbadas justificaciones, o a mi propia justificación.
Brujería a su cuenta, componiéndole su cristalería ideológica con los
residuos estropeados de mis latines. Y por ahí andaba mi pánico, los de mi
impotencia para otro destino. El pánico que nos toma cuando nos
deshacemos o nos deshacen, un pánico para el que no es suficiente Dios
porque creer en El es confiar en un orden, y para este pánico están lejos
todos las órdenes. Este pánico nos deja en el vacío y lo poblamos de qué,
le diré, de voluntad primera de dormirnos en una fábula y por ella
recogidos y esperando que ella nos provea las presunciones de una
fatalidad a nuestro gusto. O sea brujería. Y esto se lo estoy diciendo,
ahora, para que no suponga que el tiempo les mejoró la suerte a los de
nuestra vocación o naturaleza. Siguen siendo brujos, brujos tristes,
aplicando en las agencias de publicidad sus esmeros, brujeriando al
consumidor a cuenta del manufacturador, o armando novelitas con los
excitantes que prefiere el consumidor brujeriado. La magia negra está en
las páginas de avisos de los periódicos. De la mecánica de nuestros días a
la cábala de ayer hay un paso, un paso sucio que nos devuelve torpemente
381
a los misterios. Vea las ciudades, se están volviendo laberintos, pero
laberintos cuadriculados, torpes. Me acepto brujo y así me entretengo para
no demorar a la muerte. Ayer tomé copas baratas en el botiquín del puerto
antes de que llegaran los turistas y a la mesonerita le busqué la suerte en
las pestañas: un caudillo carlista pasará desterrado, te irás con él y
compartirás su reino. Se me rió sin desprecio.
Me entretengo, le repito, para no demorar a la muerte, por si pudiera
favorecerme cuanto antes mejor. El pueblo arrea sus enfermedades y
cuando muere no lo es de una sola, sino de todas juntas que se le han
venido conviviéndolas, pegándoseles a la dureza de su piel como cortezas
de árboles viejos llovidos y con lentitud de mucha muerte cuando ya
descuajados, y alterándoseles, digo también, las sangres con herrumbres
que lastiman y protegen, pues me imagino que sean las tantas
enfermedades riñéndose entre ellas las que tratando de aniquilarse unas a
otras terminan por proteger al cuerpo que lastiman y por vivir ellas le
postergan a este la muerte, y así me presumo que vive el pueblo de puro
enfermo, enfermedades que se arrea el pueblo son de vuelta y media por
lo menos, quiero decir no se muere ahí de la primera vuelta.
382
Así, para mí, son juegos de mis culpas, remordimientos y justificaciones
los que me alarga en años y me voy muriendo a poco de muchas razones,
pero todas ellas juntas no me dejan morir, demorándome, sin pena ni
gloria, viviéndome a desgano las pequeñas muertes que pude tener y no
acercándome la muerte grande liberadora. Para mi ahora es más tarde que
luego. No quisiera que el luego me pretexte para animarme a vivir.
Acepto que ya es tarde ahora mismito y si fuera yo autor escribiría
complacido que el personaje desapareció por el foro con pasos que los
espectadores entendieran que los son para nunca más volver, pero esto yo
no lo escribo, pues cuando soy el personaje tengo tan poca decisión como
cuando le escribía al General. Ni aquello fue mío, ni esto lo es. Para tanta
nada estoy siéndome tarde, más tarde también que ahora y sin un luego
para qué, que este uno, solo, viejo y deshilado me es menos que mío,
arrastrando degradada sombra, a la que miran sin piedad los mendigos de
los barracones del puerto, sin piedad y reproche los mesoneros de los
botiquines nocturnos. Mis viejos poetas, señor Reed, me han mentido
mucho sobre el crepúsculo, o esto mío está más allá del deslímite que le
creían soñar, más cerca de algo que no quisieron imaginarle. Esto es muy
383
encerrado, nunca rimado, ni acordado, se le escapan las grampas de las
consonantes, se le quiebran todas las laderas de las asonancias. Es una
metáfora que perdió sus puentes y equivalencias, que no regresa, luna
borrada, ya me llevan las barbas, no yo a ellas, ya me enmascara ese
infierno de bochornos prendidos a la piel que ha endurecido menos que la
conciencia y sabe como ofensa de humillación al fresco liviano de las
madrugadas, porque a toda mi piel le tengo hecha noche, anticipo de
mortaja que le faltara a mi cadáver.
La muerte me llegará sin ninguna de sus cortesías, si, por esperadas, las
hubiera y me rendirá como fue la vida, un robo que consentí, al que me
presté, que dejé hacer, que le hice. Los azares de la seducción de la
muerte no me llegan. Soy un marginado también de ellos. Ufánase la
muerte en cargar con mozos y mozas bien dispuestos para vivir, y más
aún con aquellos en quienes interrumpe una obra a punto de iniciar. La
muerte seduce a las mejores oportunidades. Por ahí andan su puntualidad
y sus prisas mientras se demora en los residuos que nada agregarán a sus
prestigios más que deshacerse a insignificante rutina. Cuánto dura esto.
Cuánto tarda ella. Me azotarán las espaldas por adulador los látigos de los
384
demonios encornados en la segunda fosa del octavo círculo, con golpes
que me hagan saltar de piernas desde el primero. Otros demonios, no
menos justicieros, no me partirán por mitades desde la nuca al ano,
porque yo no sembré escándalo, ni fue divisionista ni cismático, me
dejarán conservar mi figura, que es todo lo que procuré que me dejaran
hacer en la vida. La Gaceta Liberal, acaso, avise: Se murió el exsecretario del General. No me moriré solo como se mueren los más, como
todos se merecen morir de por sí. Me moriré añadido a él con muerte
chiquita añadida a la suya, me muero doblado como viví.
Mientras tanto, pido a Dios muy poco que, tal vez, sea mucho, pido la
gracia de no darles susto a las palomas. Quien como yo estuvo tan llevado
por los miedos, desea no ser motivo de miedo en la plazuela cuando el sol
las trae y me les acerco con las migas de mi pan duro en la mano abierta.
Si me escucharan no sabría qué decirles porque mi voz se va hacia atrás,
hacia los recuerdos. Las miro por si me vieran, con ojos de inservible
inocencia, heridos de complicidad y misericordia. Sólo deseo, y Dios mío
lo haga posible, no asustar a las palomas.
385
En mis vaciados días me llegan las horas últimas de la tarde con la
pesadumbre de que otra jornada no me fue jornada y se me hielan mis tan
solas sangres en desuso y sólo atino a correrme a la esquina en donde los
que tienen algún lugar a donde ir esperan en fila a las guagas. Me pongo
en la fila y avanzo con ella cuando las guaguas los cargan a su destino,
pero, yo, que no tengo ninguno, que no soy pasajero hacia ninguna parte,
dejo paso a los que siguen y me vuelvo hacia el final de la fila y otra vez
avanzo y cuando me corresponde otra vez subir a la guagua dejo paso al
que me sigue y me vuelvo al final de la fila otra vez y tantas, que es lo que
me ofrece, señor Reed, una pequeña compañía, sensación de saberme
relacionado por unos momentos siquiera con otros habitantes de este
mundo, cerquita yo de ellos, pero tan indiferentes ellos hacia mi como
para ni reparar en mi extraño comportamiento de no tener adonde ir.
Válgase, usted, señor Reed, de mis tristes sucedidos y consideraciones
que lo son de hombre póstumo, tanto se lo explicaré mientras me deja
darle paso a estas cosas tan de antes y avisadas, de hombre póstumo, me
digo, puesto que me sé, y, usted, lo ha venido sabiéndome, una sobra de
386
hombre, no por haber gastado vida y quedarme el resto, sino por adaptar
la poca que he usado a los usos más cercanos y serviles en que,
adaptándome, me sobraba el todo grande, desocupado, sobrándome todo
lo que no gasté, lo que es muerte aceptada antes de hora, tanto
sobrevivirme sin vivir.
Y sobre esto tengo aplicables consideraciones a lo que será el hombre en
cuanto sigan entristeciéndolo las amputaciones en los brazos,
meditaciones mutiladas y calendarios vacíos, como en mi han sido, y veo
que lo mío no es solo mío, veo que, de adaptarse, hacen los hombres su
regular faena y al levantarse se procuran saber, preguntándole al cielo,
cómo será el día, sin proponerse que el día sea como ellos quieren, día de
aprovechamientos abiertos, en lugar de cerrase a como el día se les da.
Bueno, bueno, de lo pueril que le digo, quiero ir diciéndole que si el
hombre se adapta a los presentes no hará ejércitos que vuelvan a cruzar
las cordilleras, ni derecho tendremos a envanecernos de que los abuelos
de antes lo hubieran hecho, y otra vez pueril, señor Reed, pero necesario
para mis vergüenzas que no solo mías, a mí y a muchos otros se nos venía
el día con ándale a saber con qué humores se habrá desprendido de la
387
cama el General para saber con qué medida de su humor me le presento,
nos presentamos, y así, por así, bajitos, se nos achican los días de
condicionados a los que nos declinamos y se nos van de desusadas las
ganas, y las cosas de utilidad pequeña avanzan sobre nosotros y nada de
querer acercarnos siquiera a las cosas de utilidades diferentes, que son del
otro mundo grande que, cada vez más lejano, nos sobra, mientras nos
inutiliza este mundo chico del que somos una inmensa sobra de hombre
sin uso, resto de la adaptación. Y así, por así, se nos mueren los dos
mundos, el grande por lejano y no merecido, y este pequeño por ser una
nadita de vanidades habituales, de merecimientos cortos, y que nos afloja
las últimas ganas y nos deja sobrevivientes de pequeñas muertes. De
sobrarnos el mundo grande, somos sobra del mundo pequeño. Póstumos.
El hombre como precadáver. Yo digo que moriremos todos, todos, por
desmerecidos y sobrados, los ríos no nos darán sus peces porque no nos
resolvimos a preservar la pureza de sus aguas, los montes no purificarán
el aire porque los habremos descuajado para pequeños usos presentes, la
tierra se nos cerrará de fatigada y no nos repondrá la comodidad de
adaptados sin más previsiones que las del día que se nos va, oscuridades
388
de aldeanos, señor Reed, de aldeanos en grandes ciudades, que se
aterrarán advirtiendo que ya será más tarde de lo que suponían, otra raza
de seres vendrá a poblar y aprovecharse del mundo grande que no hicimos
nuestro, el mundo que nosotros no saqueamos.
Pienso en Juan. Juan es hierro, yo soy madera; hierro, él, que se resguarda
en el mismo centro de la tierra y excavado no hay fragua en el mundo que
lo envejezca y le reduzca su severa consistencia; madera, yo, que se la
encuentra fácil, descubierta, y que las manos la trabajan para cualquier
uso y beneficio sin excesivas aplicaciones de fuerza, y que sirve, al final,
para hacer calor en cualquier hornalla o fogata, que, al cabo, es manera de
salvarse de morir picada y podrida, deshaciéndose despacito de
humedades, disolviéndose rugosa, empobrecida; él, hierro, al que sólo el
martillo del mismo hierro y tenazas del mismo hierro y los brazos de
hierro de los herreros son capaces de darle tratamiento a favor de todos
los fuegos de las fraguas, como no los necesita la sumisión de la madera;
yo, madera, repito, pasajera; él, Juan, hierro duro y durable más allá del
potro de tormento que le dieron por fragua. Juntos bebimos los mismos
vinos primeros, pero para él el vivir y el morir, si es que ha muerto, fue,
389
es, la aventura que no fue para mi. Yo me quedé sin saber lavar las
palabras y sólo me consiento a las últimas preguntas. ¿Cuándo la audacia,
Juan, cuándo la audacia, señor Reed, será honrada?. ¿Cuándo la audacia
tome buen camino y no sea pieza de exclusivo abuso del atajador de
caminos, dueño de los pantanos, alférez tramposo, oradores vacíos,
canónigos en lujuria, comandantes en codicia?. ¿Cuándo esperanza sin
coartada?. ¿Cuándo hombre sin miedo?. ¿Cuándo día sin costos tristes?.
¿Será cuando naturaleza e historia empujen al mismo tiempo?. Cuándo,
digo, y no sé yo cuándo todavía y no lo sabré ya por muerto antes de
muerte. Como si vengara a mi memoria, quiero decirle que ese muchacho
que lo acompaña, señor Reed, me recuerda a Juan, todos los muchachos,
es un decir, me recuerdan a Juan. Como si fueran, digo yo, o se me hacen,
o son, los hijos de Juan.
390
Carta de Juan Ron,
con razones y circunstancias
Le debo, Dardo Cúneo, el por qué haber puesto en sus manos los papeles
de John Reed, que acaba de leer. Es tan ocasional como nuestro encuentro
en el aeropuerto de Stanford. Hablamos, naturalmente, de libros a pocos
pasos del stand de los best-sellers, ofrecidos con la publicitaria caparazón
de productos de rápido consumo. "Los leo a los cinco o más años de haber
aparecidos, si es que sobreviven", le escuche decir. "A no ser —agrego
según recuerdo fielmente— que me propusiera computarle índices a la
inmadurez contemporánea". "¿Y dónde encuentra madurez si el objetivo
de la lectura es ir por ella? También recuerdo su respuesta. "En relecturas,
especialmente de viejas utopías, confrontadas con las variaciones de la
391
realidad y en la literatura marginada, en la literatura proscripta". Y le
entusiasmó avisarme que en su maletín llevaba una pequeña colección de
revistas disidentes, de muy escasa circulación, que aparecían de forma
mas o menos regular, en los Estados Unidos, colección que le había
preparado su amigo Harry Kantor, profesor de ciencias políticas en
Gainsville y que, en esos días pasaba a enseñar a Chicago en la misma
Universidad en que hiciera sus estudios, costeándoselos como cartero
municipal. Y cubrimos el tiempo que faltaba para su combinación con
Nueva York en viaje a Amsterdam, donde ocuparía un mes largo entre
libros, periódicos y folletería del Instituto Internacional de Historia
Social, de Herengracht 262, comentando los poderes perdurables de la
utopía y de la literatura marginada, de la literatura proscripta. Lo que me
decidió a confiarle estos papeles marginados, proscriptos, de John Reed
por si quisiera darles aplicación. La historia de ellos sólo Raúl Nass y yo
podríamos contarla.
John Reed sobrevivió varios años a las notas necrológicas que adelantaran
el esmero, exageradamente puntual, de los redactores de la prensa
estadounidense y de la prensa oficial soviética. Un error de fecha es lo
392
menos que puede ocurrirle a la expansión de una leyenda y a su
interpretación por el periodismo. Pudo, tal vez, haber actuado aquella
impaciencia como comodidad de descontarle a la escena un testigo y
comentador molesto, fácil acuerdo de consagrarlo como muerto ilustre a
cambio de no tenerlo al lado. Se le concedieron, claro esta, las cuotas
necesarias de prestigios póstumos, nada mas que las necesarias, para
despedirlo en oportunidad que favorecía, al mismo tiempo, a su leyenda y
a aquellos a quienes esa leyenda importunaba. Los rápidos homenajes no
dieron tiempo al desmentido. John Reed compartió —yo diría que aceptó
de buena gana—, su consideración de alejado, de rescindido. No estaba,
de ninguna manera, a disgusto detrás de las líneas de sombras en que
había perdido su identidad para el resto del mundo. Lo que vivió desde
entonces quedaría sin cuento y cuenta a no ser por aquel Raúl, por este
Juan y estos papeles que están en sus manos. Los años imprevistos en los
comentarios necrológicos los viajó John por países de América Latina y
todas las señas posibles lo dan por muerto, definitivamente, en Panamá,
corrido por la fiebre amarilla hasta un común osario de cementerio
interracial, cosmopolita. Por un juego de coordinados azares que no
393
enumero, porque a la lógica del azar se le acepta únicamente por sus
consecuencias, se me dio la suerte de acercarle mi compañía y saberlo en
aquellos momentos de su proscripción, de su no computada vida. Era yo
el muchacho mestizo, apenas poco más que quinceañero, más que de mi
casa pobre hijo del caserío y sus veredas, crecido a campo o a arrabal, con
sangres entreveradas de abuelaza parda y viejo abuelo hindú, muerto en la
construcción del Canal, padre criollo de tierra firme y madre islera. Era yo
el muchachito que le llevaba la maleta a aquel muchacho rubión,
caminador y preguntador. Raúl Nass tenía otros motivos de mejor
amistad, Su tío Federico había sido compañero de John en el Club
Socialista de la Universidad de Harvard. Raúl, que regresaba de seguirle
un curso de Derecho Penal a don Luis Jiménez de Azúa en la Universidad
argentina de La Plata, coincidió con John en las circunstancias
indocumentadas del viaje al sur y su regreso en camiones de cargas
locales, vagones de cola en trenes de trocha angosta y a cremallera,
barquitos de aguas costeras y cabalgaduras prestadas, travesía que
ocupara no menos de año y medio entre lluvias de la selva y lloviznas de
los litorales marítimos, plomizos altiplanos, eternas aldeas indígenas,
394
ciudades con trazas de suburbios y suburbios coloniales de ciudades
creciendo, escalas preferidas que alentaban las demoras en quienes no
tenían por qué llegar a hora fija a ninguna parte. La notoria vocación de
mago que siempre obraría en Raúl, se aprovechaba en parlotearle
espaciosamente a las mujeres de los ensimismados mercados indígenas,
procurando respuestas a ciertos enigmas que le mordían la claridad de su
alma y consiguiendo que le hicieran regalo de los pasadores de sus
trenzas, de los que hizo seleccionada colección que, sin duda, conservara
su hija, Dona Rosita, en su quinta caraqueña llamada La Firenze.
Empecinado en sus hábitos, John tomaba notas y desarrollaba juicios en
libretas que quedaron entre los mínimos bienes de su poca necesidad y
que cabían cómodamente en una maleta. El viaje nos devolvió al Caribe.
Yo habla hecho, como se dice, mi experiencia, que mucho había sido lo
visto y en especial lo oído por el fácil maletero, y de ahí me viene lo que
me sé y me está sirviendo por venirme de John, de Raúl, de estudiantes de
Córdoba y Bogotá, pescadores en lagunas altas y riberas bajas, apristas
cuzqueños lectores de Waldo Frank, profesores desterrados de aquí a allá,
periodistas desterrados de allá a aquí, titiriteros y saltimbanquis de plazas
395
y caminos, feriantes y folkloristas, artesanos y herreros comarcanos,
gente de diversa índole y compartida alma. Mientras tanto, yo aseguraba
que los papeles de John no quedaran en posadas de mala muerte, fondas
de indios ladinos, pensiones de estudiantes y estaciones ferroviarias. John
murió cuando así caminando a América Latina se le hacían ganas de no
morir para seguir andándola, viviéndola. La maleta no podía quedar sino
en mis manos. Raúl ayudó mis trabajos de ordenar los papeles y de ahí el
orden con que usted leyó el último reportaje. Se lo alcanzamos al jefe de
redacción del Saint-Louis Dispatche, señor Babbit MacCarthy. Los
devolvió: Este John no sabía ya en qué perder su tiempo. No hay razón
para que se lo hagamos perder a los lectores. Reed dejó hace mucho
tiempo de ser noticias. A pesar de nuestra buena amistad con Bertrand J.
Johnson, del Christian Science Monitor, de Boston, y de Anita Von
Kalher, de France Press, de Washington, preferimos volver los papeles a
la maleta hasta hoy, que están en sus manos, con los cuidados sugeridos
por Raúl Nass de indicarle a la imprenta el uso de la bastardilla para
aquellos párrafos que en el relato del secretario provienen de documentos
396
y pronunciamiento de variados protagonistas de la historia de América
Latina.
Ahora, deseo seguir hablándole de John y sus alegrías de pasajero juvenil.
Ni suma de reveses ni diversidad de andanzas le habían quitado su apresto
de estudiante, la anchura de sus días y sus noches. Sus ojos seguían dando
cuenta de su voluntad adiestrada para saber al mundo con la buena fe que
tanto le sobraba como para inocentarse en suponerla igual en amigos y
opuestos; mirada, por lo tanto, desagazapada detrás de los cristales que le
reducían la rústica torpeza de miope. El mechón, blanqueado sobre la
frente, le hacía de banderín de su conciencia, deshabitada de fantasmas.
Soy, me decía, un viejo muchacho socialista. Me es posible recordarlo en
su cercano alejamiento, en serena soberbia de su humildad. Creo que era
hombre cumplido. No le molestaba la soledad, a la que no dejaba que le
enfriara los huesos ni le quitara la tierra debajo de los pies. No dejaba que
sus fracaso se le borronearan en tristezas resentidas.
Su último fracaso, en su primera vida, le llegó por haberse andado en lo
que no era propiamente de su oficio. Por algo más que comedido había
397
hecho las veces de agente político-financiero, o, dicho en mejor manera,
de gestor histórico. La iniciativa había partido del señor Vladimir llich
Ulianov, vecino de Moscú, persona de mucho prestigio pero de ya
declinante influencia en 1os círculos gubernistas de su país, quien lo
solicitó a sorpresiva misión: No se amole, señor Reed, ni tome esto como
ningún desconcierto. Lo sabe, por las mismas crónicas que usted ha
escrito, que no me gasto en distracciones. Acompáñeme a mirar hacia
adelante. ¿Cómo nos quitaremos es cerco de estados burgueses europeos
que no se atreven dejar de ser definitivamente feudales?. Sólo veo una
manera: entendernos desde ya, ya mismo, con los Estados Unidos. ¿0 es
que vamos a esperar cincuenta años de costosos desentendimientos para
entendernos? Ya casi hace un siglo, en 1835, y como si fuera hoy mismo,
el muy bueno de Alexis de Tocqueville en su anuncio de modernidades
que hace en La democracia en América advertía y advierte, y se lo digo
con sus propias palabras: "Hay actualmente sobre la tierra dos grandes
pueblos que, partiendo de puntos diferentes, parecen adelantarse hacia la
misma meta: son los rusos y los norteamericanos". Y agregando esta
visión, escuche bien: "Cada uno de ellos parece llamado por un destino
398
secreto de la Providencia a sostener un día en sus manos los destinos de
la mitad del mundo".
Después de la guerra, los Estados Unidos han dejado de ser país deudor
para ser más fuerte que toda la Europa que nos riñe desde sus ruinas,
sacando de entre ellas la roña de los ejércitos blancos. Allá no concurren
condiciones objetivas ni subjetivas para el comunismo. ¿Por qué
habríamos de dejar sin sepultura el cadáver de nuestra ilusión, de nuestra
imposibilidad?. ¿Por qué nos habría de molestar ese cadáver para entender
que nuestro mayor enemigo puede ser, a la vez, nuestro mejor aliado?. No
se olvide, amigo Reed, de este vuelo dialéctico: coincidentia oppositorum.
Se lo aprendí a Nicolás de Cusa. Esto es dialéctica. Usted me entiende.
Nunca me entenderán los babosos de este lado, los simplificadores de la
revolución, tan contrarrevolucionarios como los babosos de la
contrarrevolución en el otro lado.
Me abruman aquí, me desesperan, los presuntos dialécticos que suponen
providencial a la tríada que nos prestara Hegel, este Hegel que nos ha
hecho tanto bien y tanto mal, diría yo más mal que bien, ese Hegel que no
se enteró que existía América, y esto que ahora le digo, nada hace para
399
llegar, con puntualidad de buen servicio humano e inteligente, a la
necesaria síntesis. Más absolutistas que Hegel como funcionario prusiano,
delegan en las previsiones del sistema la confianza que les falta en sí
mismos, se pierden por ahí en vías muertas, por donde se toman
vacaciones los sentidos apremiantes de la historia. Entre la tesis y antítesis
ellos instalan una tierra de nadie para la confusión y el estancamiento,
donde los fuertes no tienen manera de forzar la historia, donde los débiles
de cualquiera de los flancos implementarán la suplencia de los mitos y los
comisarios darán órdenes de retroceso con el aplauso de los sofocados.
Esta gran cobardía, esta gran cobardía, amigo Reed, costará sangre,
mucha sangre, guerras totales, décadas de remisión de culpas desde unos
hacia los otros por los dobles circuitos del crimen ideológico y la
deshumanización tecnológica, allá y acá, entre ustedes y entre nosotros. Y
esto ocurrirá, amigo Reed, cuando todo está a la vista, a la mano, para que
no nos falte la certidumbre del audaz paso seguro y sorprender con una
gran coartada que a la historia le puede crear el genio humano, para que
ella no se debilite en enfermizas paradojas. Pero, lo más difícil para el
hombre es responsabilizarse de la certidumbre y prepararse sorpresas. Lo
400
mas fácil y no sólo entre los intelectuales, es mortificarse entre
expectativas ahogadas. Lo más fácil es la intransigencia y el suicidio, es
decir, la demora, como si ella no habrá de costarnos más, seguramente
muchísimo más que la audacia revolucionaria de los acuerdos, tan pronto
estos acuerdos sean posibles para darle oportunidad y sentido a la historia,
para asegurarle salud a la ideologías y humanidad a las técnicas. De lo
contrario, nada nos salvara, ni a ellos ni a nosotros. El crimen ideológico
y la deshumanización tecnológica centrarán la historia a medias, la
historia mutilada, en lo que resta del este siglo, si no apresuramos, si no
forzamos una síntesis audaz usted dirá insólita, en estos pocos años que
nos quedan antes de que la tierra de nadie lo sea del crimen y la
deshumanización. Si así no fuera, sabe Dios qué si es que Dios existe y su
existencia le confiere poderes de adivinación. No olvide, amigo Reed, el
futuro inmediato podría ser de ustedes y de nosotros. Debe serlo.
Nosotros romperemos el frente de agresión de estas babosas burguesías
europeas contando con la alianza del mayor poder capitalista del mundo.
Y ustedes podrían demostrar que son mucho más inteligentes que los
babosos europeos, invirtiendo capitales y experimentando técnicas en
401
nuestro inmenso país. Lo tenemos que hacer. Lo tenemos que hacer. ¿O
vamos a esperar a que se vean forzados a hacerlo los nietos de Wilson y
los nietos de Lenin?. Haciéndolo ahora ahorraremos al mundo vaya a
saberse de cuantas desgracias. La primera inteligencia del revolucionario
es prever y componer previsiones, aunque los radicales infantiles lo
infamen de traidor. Además, amigo Reed, debo decirle que a mi me
gustan los pueblos atropelladores como el suyo. A Marx también le
gustaban. Vaya y dígale a Rockefeller que venga con su banca a instalarse
en una esquina de la Plaza Roja. Tal vez le digan a usted agente de Wall
Street. A mi ya me lo están diciendo. También me dijeron agente alemán.
No tenga en cuenta lo que le digan para sujetar sus propósitos. Los que no
han sido nunca infamados de nada, no han servido ni sirven para nada.
Vaya. Ayúdeme. Ayudémonos. Que estamos apoyando a la historia a
cumplirse adecuadamente, a anticiparse. Me duele la cabeza, me duele la
cabeza, siento como si en ella se golpeara la irresponsabilidad de los de
acá y la de los de allá, como si me invadieran los oídos las voces de los
monstruos que creímos vencidos, como si me abrieran las venas,
reventadas.
402
John Reed hizo lo suyo. Rockefeller le contesto: Necesito varios años
para estudiarlo.
John le comunicó al señor Ulianov: Misión imposible.
El señor Ulianov le contestó a Reed: Usted y yo intentamos lo que
correspondía a la vital historia. Le agradece y saluda su amigo.
Ese fracaso lo agobió como si la opción de una gran felicidad se le
hubiera escapado de las manos, haciéndosele sosiego el haberle andado a
la historia solamente como cronista cuando había intentado
entrometérsele como gestor. Ese fracaso le fabricó la consideración
melancólica de la historia, consideración que quedó desordenadamente
apuntada en un cuaderno titulado Criterios y mecánicas residuales de la
historia, y a la que me atrevería a resumir para usted, así: La historia ha
venido optando por lo menos, gran sacrificadora de lo mejor; ni
acumulativa ni selectiva, se viene haciendo de destrucciones; sus períodos
403
menos destructivos corresponden a sus primeras culturas, a su historia
inocente y afanosa. Pensemos en la gran fiesta que hubiera significado si
a los preservados griegos se le hubieran sumado los mayas americanos.
Qué extraordinaria historia universal hubiera amparado al hombre. La
historia, en cambio, resultó —resulta— la muestra inversa de las
posibilidades y expectativas del genio humano; demora y fragmenta a
este, lo paraliza a mitad de camino de sus significados y hazañas: y el
hombre acepta aplicar la pequeña cuota de decisión que le otorgaron —y
le recelaron— los dioses de la historia en qué otra alternativa que limitar,
en reprimir sus circunstancias, en llevar sus pasos hacia su propia
negación: historia de las oportunidades perdidas, el resultado menor de lo
que el hombre pudo ser y hacer: domesticadora de los desafíos del
hombre, mutiladora de la índole del hombre. La historia es, en definitiva,
de naturaleza antiprometeica. Los hombres, sin embargo, se han
consolado engolándola; lo que en ella consagran no es sino el escalón de
los confusos sentidos de sus descensos, es decir, el éxito, no la victoria, el
éxito dentro de los márgenes menos comprometidos. En esa historia los
hombres han inscripto, trocados, los signos de la utopía en libros de
404
contabilidad menor. Esa historia contable es un depósito de las
devoluciones de la voluntad desbaratada, de los augurios derrotados; vale
como archivo de enunciados fallidos, cementerio de utopías, gran
perdedora. La historia es una ajada anciana que, de vez en cuando, delira
desde su vientre vacío, desde su alma estéril, por la caricatura de un
personaje que la humille. La conciencia de la historia, si la queremos
entender como la conciencia alertada de posibilidades y expectativas, no
vive en ella, si no alejándose, desterrándose de ella, midiendo las
disminuciones, las humillaciones. Esa conciencia de la historia corre a los
libros. El hombre esta mejor en los libros que en la historia; en ellos
rescata su genio desahuciado, sus sueños destruidos. La historia valida es
la historia del pensamiento. Cuando era muchacho, apenas algo más que
adolescente, apuré a largar los libros para meterme en la realidad,
buscando liberar mis ansiosas energías en ella. No me faltó oportunidad
para creer que la realidad tenía por encargado el de liberar las energías y
las ansias de los hombres. Fueron momentos, momentos anárquicos y
lúcidos para mi vida. Inmediatamente, después , supe que la realidad, en
su dimensión de proyecto liberador, estaba mejor en los libros de
405
elevación utópica. En esos libros, el hombre es un hombre. En la
realidad tiene otras apariencias de confusión, de disculpas, de
aceptaciones, de mutilaciones. En esos libros un hombre con todo su
mundo de cargas unánimes anteriores y futuras, sucesivas y simultáneas.
En realidad, ¿qué es un hombre sino lo que queda de los hombres en los
libros? Al cabo de las realidades que viví y de las que dejé testimonio sin
arrepentimiento ni renegación, vuelvo, melancólico, a vivir en los libros,
en Montaigne, en Walter Bejamin, en el Balzac de La pequeña obra
maestra, en el Diderot de El sobrino de Rameau. Es la última prueba de
mi independencia, de mi soberanía. Para saberme quien soy me voy a la
historia del pensamiento, a la historia de las utopías. Es mi personal
camino de salvación, de esperarme en un mañana que, sin duda, llegará
tarde, no me llegará, pero en el que me anticipo a alojarme; ya me he
alojado, serenamente alojado, sin resentirme de nada, no dejándome morir
de vaciedad, de medias verdades humilladoras, de mortificaciones
convencionales, de muertes exitosas.
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En otro cuaderno, titulado La moderna perduración del reportaje, dejo
apuntes para coordinar consideraciones de justificación, elogio y augurio
sobre su propio oficio. Hago resumen: No creo ser el primero, y si lo
fuera será porque quienes debieron hacerlo han quedado en demora, en
dar avisos sobre la insalvable crisis de la novela. Nunca escribiré una
novela. La novela es un género burgués. Comienza mi rechazo hacia ella
en no adherir, yo, trotamundos sin frontera territoriales, a las
clasificaciones con fronteras de la creación literaria. Hace tiempo que el
italiano Croce se negó a distinguir ese orden de apariencias y el español
Unamuno lo negó en tentativa integracionista a favor del conjunto novelapoesía. Se le atropellaba su proposición en el prólogo de Amor y
Pedagogía: "... el sentimiento, no la concepción racional del universo y
de la vida, se refleja mejor que en un sistema filosófico o que en una
novela realista, en un poema, en prosa o en verso, en una leyenda, en una
novela". Retenga el lector estos términos: sentimiento, poema, novela.
Seguía atropellándose Unamuno, desbaratándole fronteras a los géneros:
"… entre las grandes novelas —o poemas épicos, es igual—, la Iliada y la
Odisea y la Divina Comedia o el Quijote y el Paraíso Perdido y el
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Fausto, también la Etica de Spinoza, la Crítica de la razón pura de Kant
y la Lógica de Hegel y las historias de Tucídades y de Tácito y de otros
grandes poetas historiadores, y desde luego los Evangelios de historia de
Cristo". De ahí, la alusión de novela para Del sentimiento trágico de la
vida: "novela también". Para el argentino Domingo Faustino Sarmiento,
personaje requeteadmirado por Unamuno, novela son la Biblia y la Iliada.
No necesario para el caso que tal novela tenga plan de enunciación,
desenvolvimiento y desenlace de acción humana, ni orden cronológico, ni
leyes de principio y fin. Tal novela recibe el sentimiento y sus gestas sin
calzarlo, sin someterlo, sin imponerle reglas. Toda gran exteriorización de
sentimiento y con ello de profecía, es novela. Pero tal consideración
corresponde a una visión muy siglo 19, precisando que el siglo 19 se
repliega, termina, cuando se abren las trincheras de la guerra del 14, su
hija y su gran negadora.
Dejemos dicho, frente a sus cenizas, frente a la inmensa crisis que desata,
que cada época tendrá sus propios derechos a la adecuada reclasificación
de los instrumentos de sus culturas; cada genero o el conjunto de ellos
tendrá en cada época sus propios derechos a establecer sus centros y sus
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distensiones, es decir, el derecho de deliberar el destino sobre el cual
quiera presumir. No existen, felizmente, condicionamientos a
perpetuidad; sólo los relativos y referenciales a los climas de época. En
atención a estos criterios, aceptemos de buen grado concederle a la novela
la anchura que el siglo 19 le concedió y en la que pudo multiplicar sus
poblaciones y generalizar sus cometidos. La novela tenía su clima de
época, sus leyes, sus obligaciones. Por su ancha naturaleza se facilitaban
en incorporarse todos los antojos del camino. Lo importante era —y,
acaso, siga siendo— la legitimidad de esos antojos, o, más precisamente,
que ellos sean representativos en dos sentidos: en su originalidad y en su
relación, entendiendo, paso seguido, que es la relación entre expectativas
de sus realidades, de sus circunstancias quien le procura la originalidad.
Todo lo otro, me atrevo a adelantarlo, sería plagio, un plagio reiterado.
Cuando la novela interpreta al individuo y al conjunto de individuos en
sus conflictos de intimidad agónica y en sus conflictos de comunicación y
de expansión igualmente agónica, en que se comprometen los pasos de su
sociedad; cuando la novela es el hombre y el otro del hombre y su país
real y su país deseado y su sociedad desafiada y el desafío de su sociedad;
409
cuando la novela es la crónica potencial o la caricatura autocrítica;
cuando se le suman todos los tiempos del recuento y sus posibilidades;
cuando es relevamiento de causas comunes y juego de ideales (palabra en
desuso, mal desuso) individuales y colectivos; cuando la novela es todo
eso, que otra cosa es que una nación en marcha. Pienso en la novelería
homérica, en los padres Balzac, Dostoievski, Dickens, Tolstoy, y pienso
en Malraux. Acaso, éste sea el último en la serie de los grandes novelistas
del siglo 19. ¿Qué son las novelas de esos padres? Movilizaciones
generales. La escena es el país, su sociedad en su conjunto, en plan de
expansión de sus propias levaduras de toda índole y de respuestas a las
fronteras represivas, incluso, claro está, a las fronteras del género literario
que les servia. En Malraux se altera la nacionalidad de la escena porque la
última visión que nos deja el siglo l9 no se ciñe a las fronteras nacionales;
su movilización se extiende con el juego de los ideales y los asientos de la
acción en el doble territorio de época agónica en un extremo opuesto al
mundo europeo. La novela, así, tiene mucho de informe, de informe de
intérprete o protagonista, de informe de primera, mano informe completo,
410
gran reportaje. La novela superaba ampliamente, en esos casos, a la
historia, de la que tengo, además, muy mala opinión.
La novela era la verdad historia. En ella seguimos aún encontrando lo que
la historia había eludido, escondido, negado, desfigurado, falsificado. La
novela era matriz de claves. La novela como una gran respuesta y una
gran llamada. Por sobre su propia realidad y su propia circunstancia que
son, desde luego, pasajeras, seguirá viviendo —y viviéndonos— por su
originalidad y sus relaciones de época que, por intransferibles, son
escalón de eternidad. Así fue la novela en el período de conformación y
ascenso del mundo burgués y sus modernas nacionalidades
metropolitanas. La novela: su mejor leyenda, su mejor historia, ¿su mejor
poema? Pero, ese período ha terminado, sino históricamente, sí
culturalmente. Ha terminado. Veámoslo en las actuales novelas. El
antiguo ámbito se ha agostado, aunque insístase llenarlo de préstamos,
residuos y reiteraciones. La novela ha quedado sometida a las supuestas
reposiciones de la historia, de la pobre historia llevada a versión
fraccional de historieta: desvestir y revestir personajes conocidos,
volverlos y devolverlos a sus mismos pasos trajinados con variedad de
411
riesgos menores y probablemente con muy poca fortuna. No hay en sus
juegos la relación directa con la realidad, con la circunstancia, que haga
posible recrearlas, reorientarlas, reinventarlas, que es lo que hace y funda
legítima originalidad. Sin esta, apenas servidumbre seguidora, deprimida
variación sin destino, incapaz para imaginar los pasos de nuevos
asentamientos en medio del caos, incapaz para imaginar nuevos caos,
nuevas realidades, nuevas perspectivas. Las novedosas técnicas —no digo
nuevas porque no surgen nuevas técnicas de experiencias agotadas dentro
de un mundo viejo—, no hacen sino replegar a la novela a
pormenorizados ejercicios confinatorios y de disloque; la negarán como
gran evidencia. Habrá novelas-pretexto. Ellas no avanzarán más allá de
los pretextos de conflictuación lingüística y de conformidad con el resto.
Las novelas que han supuesto iniciar un nuevo tratamiento del tiempo,
demostraron no saber qué hacer con el tiempo, es decir, con un orden de
obligaciones que surgen del orden y del desorden del tiempo. Las
alteraciones cronológicas en ese tratamiento son maneras de ahogar a los
casi-protagonistas en oleadas de tiempo malgastado, dejarlos a merced de
las aguas de inundación, con lo que se declina a descenso bohemio para
412
delegar responsabilidades, descargar los cualquier residuos,
desvergonzar a las impotencias, echar a andar rondas de superstición, es
decir, rompecabezas sin vuelta de recomposición, encubrimiento de la
dilación, autopsia sin diagnóstico. Ni deficiente escritura, ni anti-escritura,
no escritura, solamente periodismo sensacionalista en versión para
lecturas desarraigadas, bloqueo sensacional de lo ocurrido, el ayer en su
única oportunidad de alterada evocación. Esta novela se avergüenza de los
sentimientos, o los malbarata. Los teme. Por eso, los degrada.
¿Se debe este alejamiento de la novela a causas que forman parte de los
conflictos actuales de la sociedad y de su funcionamiento alienador? ¿O
es toda depresión propia del género que no aprendió los procedimientos
de un nuevo gran desafío para enfrentar a esa sociedad y fastidiarla hasta
hacer que se sepa, que a sí misma sepa y que nosotros, los lectores,
sepamos, que hacer con ella? La novela resiste a este destino y se queda,
se quedó, dentro del trastornado y suicida ruedo anti-cultural del burgués,
alentándose en las variaciones del lenguaje para instalar mortificaciones
sin respuesta, enceguecida por no alcanzar significados y pistas mas allá
de las depresiones del ruedo desactualizado. ¿Cuáles son los servicios de
413
esta novela? Facilita la reminiscencia, con lo que incurre en los
cumplidos de un instrumento conservador. Y vale esto para el este y para
el oeste, por igual. En cuanto al este, aunque tengo a la soberbia por
pecado torpe y a la presunción por incómoda necedad, sólo para
acompañar mis juicios, tiendo esta pregunta: ¿qué otra mejor novela se ha
escrito en la Rusia soviética que supere mi reportaje de los Diez días que
conmovieron al mundo? El novelista del siglo 19 era un evidenciador en
relación directa con sus pueblos; sus pueblos lo buscaban y téngase
presente que los analfabetos participaban de lecturas colectivas, es decir,
la novela promovía asociación, sociedad. ¿Saben los novelistas de
nuestros días cuáles son los términos de su relación con su pueblo, más
allá de las pautas de mercado de los editores? La novela era historia del
pueblo, historia popular, y el lector se iba a ella con sus expectativas, con
sus juicios de impaciencia y de conciencia, con los ideales de su época,
con su yo exigente, con su querer hacer y compartir historia. El lector de
nuestros días va a la novela para abochornarse con sus cobardías de medio
burgués sin destino o de burgués acéfalo, incluso, se solaza con la
caricatura de sus anti-héroes antisentimentales. Con su propia caricatura
414
se distraen de su no saber qué hacer entre sus resentimientos, entre sus
alarmas, sus miedos, sus aburrimientos. Estos burgueses, precisamente
estos burgueses y sus desasosegadas esposas, son los consumidores de la
actual novela. ¿Alguien puede decir que lo sean los pueblos? La novela es
un género burgués en retirada. La novela, señores, ha muerto. Para
hacerme lugar en la época me sirve, como ejercicio de confrontaciones, el
reportaje; para buscarle la conciencia nueva a la época me sirve, como
guía de atrevimientos, el reportaje; para acercarme a los pueblos me sirve,
como vereda ancha de reciprocidad, el reportaje. E1 reportaje toma los
sentidos que la novela tuvo en el siglo 19, los sentidos, con lo que quiero
decir, los conflictos de época, los debates de la conciencia, la expansión
sentimental. Acaso, la más rica condición humana de nuestros días no la
encontramos en las monografías-reportajes del médico Freud. El reportaje
es el hombre y su mundo aterrado y esperanzado, su mundo cambiando.
El tiempo del desprecio, de Malraux, es ya un reportaje. Malraux podría
explicar: el reportero es un hombre de acción. Las novelas de Malraux en
cuando su autor es constantemente copersonaje, ¿no son reportajes del
hombre de acción que el era, reportaje y acta de su conciencia en debate y
415
servicio? Cuando Malraux deja de ser protagonista, cuando abandona la
dimensión del novelista del siglo 19 sumado de gestos históricos y acción
directa, es cuando abandona al género y se pasa a reportear la alterada
perduración del arte y a reportear a su propia memoria. La novela del
siglo 19, ya lo venía diciendo, muere con el novelista Malraux
anticipando al gran reportero. En esa muerte le nacían los derechos de
originalidad y deberes de época al reportaje. Todo lo otro es reiteración a
través de juegos que tampoco son originales: trabajo de caballos de noria
pateando, invariablemente, los restos de sus excrementos. Estoy seguro
que Malraux, desde la lucidez que le confieran los dramas de su acción
directa y mientras, funcionario cultural le lavaba la cara a los edificios
perdurables, se apartaba del género desactualizado como quien no quiere
oler a desperdicios.
El reportaje no puede con sentirse reiterativo; será siempre sorpresa,
anunciación, desafío. ¿No eran reportajes, desde el sentimiento a la
programación del futuro, las utopías? Tomás Moro debe figurar entre los
creadores del reportaje. Mi compatriota Whitman era un gran reportero
sin plazos, sin días vencidos, sin angustias prorrogadas, sabiéndole o
416
buscándole el por qué a los caminos, ganándose su día si siguiente por
las veredas anchas de su país y sus gentes, de la época y sus alteraciones
¿No es un reportaje el Así hablaba Zaratustra de Nietzche? Acaso ¿dónde
mejor se nos aparece perdurable el Goethe no es en sus conversaciones
con Eckerman, es decir en un reportaje? Lo que el viejo Unamuno
entendía, a su hora, por novela, "grandes novelas" o "poemas épicos, es
igual", serán, a nuestro entendimiento, reportajes para tiempos nuevos,
desde estos días hacia delante. La recomposición unitaria de los géneros
literarios en acuerdo a época de violentas disociaciones y tan violentos
aprestos de nueva asociación, querrá al reportaje-poema, al reportajeensayo, al reportaje-novela, al reportaje todo eso, al reportaje-síntesis:
relaciones de hombre, país y época con las nuevas palabras posibles,
letras del hombre rescatando y anticipando sentimientos, sumas legítimas
de escritura y acción.
Hasta aquí John Reed. Yo lo sigo volviéndome a las páginas que, usted,
ha leído y sólo para agregar que la relación del secretario del dictador, que
John anotó cuidadosamente, sirvió al propósito de invencionarle un orden
417
de figuraciones sintéticas —un dictador, un secretario, un disidente— a
la historia del poder dictatorial en América Latina. El informe del
secretario le facilitó a John las claves de una sociedad latinoamericana
que no se resuelve a dejar de ser arcaizante a pesar del éxito moderno de
sus negocios, o que, precisamente, por eso, para resguardo de ese éxito
excluyente, resiste a los riesgos de ascenderse a diferente. En esa sociedad
ni enteramente sureña ni enteramente tropical, ni sólo continental ni sólo
islera, ni del todo atlántica, ni del todo pacífica, ni litoraleña en su
conjunto ni de absoluto confinamiento mediterráneo, el dictador no
pertenece a un solo limitado ambiente de región histórica, el secretario no
responde a una determina identidad ni en relaciones de tiempo ni de
espacio, el disidente no abre cuentas de rebelión inspirado en una
determinada tesis ortodoxa. En esa sociedad están presente las
supersticiones de los siglos coloniales y excursionan, a la vez, sobre ella
los posibles avisos de modernidad en medios y no en fines. Sociedad
fuertemente mestiza aún en las apariencias rituales que quisieran negarlo.
Felizmente, John ha dispuesto de tal manera los turnos del informe que el
dictador no concluye en una figura pintoresca y que, por tal, no reclamaría
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los costos de la meditación; el secretario no es simplemente el intelectual
que desistiera en razones a su servidumbre; y el disidente no es un
repetidor de proclamas desde el desconcierto de izquierdas confusas, en
permanente estado de derrota, generalmente inactualizadas con respecto a
las sorpresivas exigencias del día siguiente. La sociedad y su trinidad de
personajes exponen el juego de los numerosos y recargados anacronismos
que conducen a los mecanismos de poder y sus falsías. Si John puso
imaginación fue para ordenar la concurrencia de la realidad, de manera
que no pudiera ser sospechada de intenciosa mentira.
Al cabo de tanta historia fallida y de tanta novela en crisis, le escuché
decir que sólo la verdad retiene aptitud de sorpresa. Me va a faltar vida,
también le oí a John cuando procuraba poner orden en los cuadernos, para
meditar los complejos significados de esta trama de poder y mentira. Pero,
otros lo harán, otros lo harán. Ya es suficiente para un Reed ayudar a
darle concierto al reportaje, con sus implicancias abiertas. A usted, que es
un Juan, seguía diciéndome, no se le pierdan estos cuadernos y cuando
crea oportuno consulte con Raúl y delos a conocer. Yo no puedo más. Me
duele el corazón, me duele desde hace varios años, me duele como duele
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la difícil esperanza. Y, además, esta fiebre. El corazón no la resistirá, tan
lejos y tan cerca de un mundo nuevo, tan lejos y tan cerca de Dios.
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