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DARDO CÚNEO EL ULTIMO REPORTAJE DE JOHN REED QUE TRATA DEL DICTADOR, EL SECRETARIO Y EL DISIDENTE Carta de Juan Ron con envío Pongo en sus manos, Dardo Cúneo, el último reportaje de John Reed Nada le anticiparé sobre sus circunstancias Como verá, John le ha concedido la palabra al entrevistado Cuando termine, usted, su lectura, le daré las razones de este envío. Juan Ron 2 Advertencia de John Reed Toda aproximación con la realidad es posible; eludirla no es conveniente. 3 1 El Coronel era jinete de doble sombra. Una a babor y otra a estribor hacían de su caballo nave, de su poncho, vela, de su lanza, mástil. Una y otra, acompañándose de justas arrogancias, nada demoraban en apropiarse de los territorios de su tránsito y marcarlos para el dominio del caudillo con las certidumbres de la rápida leyenda. Alguna vez quisieron rastrearlo por las huellas de ellas, aparejadas entre los pastizales del llano y rocosidades de la sierra, pero las mismas tenían sus propios servicios de inteligencia para desaparecer disueltas cuando el rastreo era enemigo y dar avisos necesarios cuando quienes buscaban eran los afectos. Eso ocurría desde amanecida hasta anochecer. En las marchas nocturnas, las sombras compañeras, según los turnos de la necesidad, se acomodaban a otro oficio. Una se le echaba hacia adelante exploradora, como campo 4 volante de avanzada, inaugurándole certeza al paso, sombra de bombero indio pampa, develadora de la emboscada; la otra le cubría las espaldas de los riesgos de la traición, sin que estas obligaciones libraran ni a esta ni a aquella de dejarse enternecer por las lunas y gozarle el fresco a los rociados vientos. En sus alternados servicios, le eran leves corazas por delegación de los astros protectores que el Coronel contaba a su favor. No se había fundido el plomo de bala que lo alcanzara; no se había templado el filo que le negara el paso o lo hiciera a un lado. El Coronel era dueño de su feliz fatalidad. Cuarenta barajas de entera ventaja llevaba en las alforjas, jinete refrescado por los aromas y las buenaventuras. Tres recios gigantes, él y sus dos sombras, trinidad de coordinadas furias, avanzando a un mismo ímpetu de joven mundo animal, ensoberbecidas en la pronta violencia con que se agitan los palmares de la costa, avasallando las veredas de enfrente, desatando corajes hambrientos, exigentes, soberanos. Le estoy diciendo que pasado de raza, como quien dice, el Coronel manifestaba la fianza del jinete llanero y la perspicacia de día siguiente del serrano. De a caballo todo el día, miraba adelante como si tuviera arrendado el tiempo venidero y los favores que desde él ya le estaban 5 llegando. La voz con que jefeaba se le hacía de mucho mando para sacudir tres veces el monte y alterarle su voluntad al río. De a caballo, se le haría poco atrevimiento empeñarle desafío a la artillería y hablarle de estas cosas era tocarlo en su misma biografía, como que en las refriegas anteriores de los llanos, donde más se pierden los artilleros, se enlazó un cañoncito gubernista y se lo llevó a la rastra por la razón de que los tiros de la pieza no eran tan anchos como el círculo del lazo que dejó huérfanos de madre y padre a sus servidores, pasados enseguida a degüello para que así se les deshiciera la sorpresa. Decir que era hombre de poner sus mismos compañeros sobre la mesa, era decir poco para estimación de su repartida fama y las servidumbres que ella convocaba en las gentes de una y otra parte. Lucía, y esto empecé a saberlo antes de luego, más de un semblante y como si variara a voluntad sus apariencias se lo sabía ver moreno aindiado en madrugadas de recorrida por el campamento, moreno amulatado al mediodía probando el rancho de la soldadera y hasta rubión de ojos celestes de señorito cuando se le acercaban las ráfagas de brisa antenochera desde los fogones. De la prontitud o la pereza de esos cambios nadie podía decir cosa cierta, como que no gastaba confianza en 6 dejarse estar acompañado por ningún nadie en particular más de lo necesario que él limitaba a lo muy pasajero. Ni asistente de cuartel, ni de oficina, que yo ya lo era, supimos que se nos juntara tiempo a su lado sino a la ceñida ocasión de recibirle encargos y tomarse las seguridades de su cumplimiento. Rápida se abría y cerraba la puerta de sus aposentos de descanso o servicio. Esa relación de diferentes apariencias la fue dejando más entre mujeres que entre hombres del camino. Qué cómo era se seguirían preguntando, que viéndole cabalgar de pueblo a pueblo era de rostro patria, color quebrado y melenudo, y entrando a casa principal de la aldea entregada para reciprocar las obsequiosidades del señor importante que lo había convidado, era otro mismo de perfil extranjís y casi delicado, lo propio de caballero de luces y consentimientos. La gente de tropa sólo podía decir que lo pudieran alcanzar en ligeras apariciones y cada uno de sus soldados lo veía según le daba cuenta a su propio gusto; tanto como deseaba verlo se le hacía haberle visto. La diversidad de apariencias adecuaba al misterio. El misterio creaba fidelidad y enfamaba. El Coronel venía siendo titán de fábula para inocentes, o digo mejor para gente buena que necesita creer en algo más que en santerías al cuidado de sosegados 7 sacristanes. Yo le había visto, escapándosele de sus ojos de lejanos fondos, mirada a la vez altiva y vacilante, mirada de premeditaciones, turbada por la impaciencia de las revanchas. 8 2 En el Ejército Revolucionario le hacían filas al Coronel los pobres y los ansiosos. La tropa echaba sus caballos sin que se avisara de precaución alguna, desde que la precaución es hija del provecho acostumbrado y esos hombres habían tenido por hábito el no sé qué comeré mañana. No hubieran sabido cavar trincheras porque nada tuvieran de defender. Cada cual, con su hambre vieja a la intemperie, daban caras, se desacorralaban. Campesinos sin tierra y forzados a carnear lo ajeno, que es lo que entonces estaban haciendo sin necesidad de ocultamiento, sin que les caiga encima la sableada de la partida policial, la estaqueada, el calabozo y el cepo. Ahora, la guerra se paga con la guerra y no hay comisario o estanciero que a lonjazos vaya diciendo vago, malentretenido, mulato, 9 ladrón, anarquista, cuatrero, te vas del pago o te hago comer por los caranchos, y quemaba el rancho y la enramada, se quedaba con la batea, con la mujer si le estaba en ganas la ocurrencia. Peones de pata al suelo, de una bombacha y camiseta al año y paquete de yerba por salario, o de vales para la proveeduría tramposa del ingenio. Negros encimarronados desde los últimos patios y los barracones de los obrajes. Labradores desposeídos porque al título le faltaba una coma al comienzo y le sobraba al final una coma. Al campamento se llegaban con machetes, azadones, escopetas de caza, trabucos naranjeros, hachas leñeras, sangres revueltas, voluntad de aborrecimiento, corajes desesperados, furias de salvación. País lastimado se pasaba a país desobediente. El Coronel caudillo de tropa entre regular y montonera de pardos, morenos, no aclarados, zafados, retobados, Cristos mestizos desaseados, embarbados. El Coronel padrinazo apadrinador de peoncitos de quintas suburbanas a la espera de domingos con aventura, hijos de chacareros que quieren conocer ciudades, mocitos de las orillas en busca de prestigios pendencieros y qué contar por sobre los hombros a los que se quedaron. Pelear por hacérseme las ganas o a disgusto de reclutado a planazos por el gobierno, me voy 10 con el Coronel, nos vamos con el Coronel cuando termine el baile mañanita de domingo despistando al dormilón a pata ancha del comisario para vaciarle la comisaría yéndonos todos juntos con los mismos milicos y sus latas que también ándales las lindas ganas rumbeándolos para el lado de retobo. Pidió puesto el artesano de lecturas europeas. Puedo hacer bombas en latas de galletas. Se le dio puesto y se doblaron las disponibilidades del arsenal. Se agregó el maestro rural y su letrada inocencia, encomendándolo que quiso el Coronel para entender de cuentas y órdenes de avituallamiento, oficial de intendencia, se le volvió contestándole que quería pelear y traigo carabina que por emprestada no habrá de ser morosa, que del alfabeto me paso a las balas que han de valer tanto como aquel en hacer las justicias. Lo registró en teniente. A sus muchachos, el maestro rural les había entibiado tan poca cosa de vivir tan pobres con palabras que ahora se les volvían deseos y mañana ya es hoy, maestro, y si usted se va por lo que nos dijo nosotros también para llevarle al menos agua al cañoncito y correr noticias. Los que así podían lo siguieron. Salía a campo el Batallón de Bachilleres. El banderín, rojo y negro. Eran los colores, se me ocurría recordarlo, que se muestran en el 11 Templo durante la Ceremonia de las Señas el Domingo de Ramos, al momento en que el Himno dice los estandartes del Rey refulgen, y lo es así en festividad de paz, pero, se me ocurría también, que esos colores representaban la voluntad insurreccional de ceremonias abiertas en barricadas europeas y en ello me confirmaba tanto el segundo banderín que llevaba las palabras de Tierra y Libertad, como las parrafadas de Manifiesto a los Hombres Libres de América, por el cual se estaban anunciado. Hemos resuelto llamar a las cosas por el nombre que tienen. Los dolores que quedan son las libertades que faltan. Creemos no equivocarnos, las resonancias del corazón nos lo advierten: estamos pisando sobre una revolución, estamos viviendo una hora americana. Si en nombre del orden se nos quiere seguir burlando y embruteciendo, proclamamos bien alto el derecho de la insurrección. Entonces la única puerta que nos queda abierta es el destino heroico de la juventud. El sacrificio es nuestro mejor estímulo: la redención espiritual de las juventudes americanas nuestra única recompensa. No podemos optar entre vencer o morir: necesario es vencer. ¡Viva la Revolución!. ¡Viva la Revolución!. ¡Viva la Revolución!. Los más remisos en matemáticas se 12 habían progresado en ellas para la utilidad de fijar el punto cierto del tiro artillero. Los más sabidos por hijos domésticos se habían confortado con barbas de guerreros antiguos. Los más afectados de lecturas y latines se trajinaban rústicos de cuartel. Se iban con la república de Montesquieu y Sismondi en las mochilas, y de una canción que no había terminado de llegar sólo coreaban el mundo cambiará de bases, hoy nada soy, todo lo seré. Montaban en silla inglesa, vestían pantalones celestes, casaca roja, chalinas de cariñosa vicuña, kepí de oficial francés en colonias y botas criollas, se armaban de sablecitos templados en Liverpool, pistolones repetidores y carabinas de seis tiros. Venían por desacomodo en mundo conocido y chico por igual todos los días, de prestigios familiares fallidos por los malos negocios de los padres, aspirantes a burgueses ricos sin terminar nunca de serlo, con tierras hipotecadas en las cuentas del latifundista. Venían de lecturas de revistas y papeles de ultramar. Iban a la guerra como en excursión de víspera matrimonial, a probarse hombres, a escribirles cartas heroicas a las novias que les habían bordado escapularios para alejar las enfermedades y protegerlos de las balas. Atinó un cronista: Todos marchaban contentos, diríase que están en vacaciones. 13 El Coronel supo agasajarlos de palabra y predisponerlos. Si me dejara inspirar seguidamente por naturales inclinaciones, me desobligaría de estas molestias de jefatura de guerra y me preferiría contentarme capitán de vuestro batallón de tenientes. Si tuviera veinte años menos y mejor vista posesionaríame del banderín rojo y negro de vuestra insurgencia, impacientado por el sacrificio como primicia reservada a los mejores, pero, no siendo así el orden de las cosas por preferidas, sino por respeto a otras voluntades, se me da el gusto de dejarles, en vez de bendición de mano blanda de capellán, este mi guante de guerra para uso del oficial de ustedes que los lleve a la batalla. El Ejército Revolucionario era república de pobres y ansiosos, agraciados por la felicidad de la promesa que comenzaba ya por deshacer pasados y humillaciones, sin el Usted mande, a la orden, sí, señor, sí, Su Merced, sí, señorito, que desde ahora tú eres tú y yo soy yo y tú y todos juntos iguales, igualitos, unos mismos todos juntos para lo que se nos cante, democracia guerrera sin clases. La gente de los poblados proveía de lo principal necesario que eran cobijas que se quitaban y harinas que no 14 comerían y mula de carga que remediaban sus pobrezas. Pues, llévense esto poco que ya habrá tanto más para todos. ¿No es así, Coronel? Por eso nos hemos alzado y para eso damos guerra. Cada poblado daba lo suyo. En esto de dar la guerra era también cosa de mujeres envalentonadas. Porque no habría de ser esta la vez nuestra. Si así fuera que no nos encuentre con las manos en otra cosa, peor no habríamos de estar. Llévate también al muchacho que yo me basto para cuidar a los que quedan. Cada una, lo suyo. Al hombre mío lo tumbaron los rurales que incendiaron el poblado, pero su cadáver sólo entregó la carabina cuando supo que era yo quien se la recogía y aquí la tienen para lo que sirva y también a esta vieja para lo que se la use. La logia masónica de los telegrafistas del ferrocarril se plegó con ruego de que no se levantaran rieles, ni se volaran puentes, que ellos se conjuraban para no dar paso a los trenes blindados del gobierno. Tanto que era tiempo de florecer, los enguerreados se reparaban a cortar alguna flor encarnada para ilustrar sus sombreros. Entre los fuegos y cuentos de los vivaques, un estudiante avanzado en leyes, en el que se me ocurría oír a Juan, leía páginas de libros sentenciosos y terminaba en discurso: Horror a la oligarquía. Oligarcas, temblad. 15 El odio de los godos y la Calle Mercantil, de los terratenientes, de las familias decentes, del Obispo, del gerente rubio y los abogados morenos del ferrocarril inglés no era en vano. Y era mucho odio, odio entero. El godo del monopolio de ultramarinos instala a la puerta de su caserón de tres patios una enorme horca, dimensionada por atemorizados carpinteros para los tres metros de fondo de la principal vereda. Y él sale al umbral para dar voces entonadas de riña desafiante, en oportunas horas del día, a quien quiera oírle su religiosa intransigencia de matamoros, su personal guerra a muerte. Esto es para el Coronel o para mi. Sabiéndolo, también, por sus enemigos, el Ejército Revolucionario era nuevo país en marcha, país redimido. A mi me arrastró como arrastran los vientos cálidos con que se anuncian las tormentas en las tierras bajas, o como rama que acaba de zafarse del árbol crecido junto al río, viendo andar a las aguas. 16 3 Póngales candela con la imprentita. En su pequeña corte de allegados, iba yo con caja de papeles, tinteros y la imprenta. Y hable firme, licenciado, con que hable con la voz de los catecismos, sin los desarreglos de las dudas, que lo crean todo y asústeme a los oligárquilogistas que así lo ameritan propiamente sus crímenes. Lastimábame no tener tintas suficientes, ni escritorio de seguro despacho, para confeccionarle un Espejo de Príncipe, o en crónica de caballeros inscribirlo entre los nombres de Palismán, Panténople, Alderique, Claribalte, Primaleón, Clarismundo, Olivante y Florimón. Las veces de biógrafo quedaban para luego, en el archivo portátil de la mente, donde se concertaban mis asombros, mientras me hacía, en pleno gozo y agradecido, a las circunstancias sobresaltadas de boletinero, dando candela en las 17 proclamas a cada entrada del Ejército Revolucionario a ciudad o poblado de correspondiente importancia. Asaz escandaloso y harto sensible al pueblo los excesos del poder y los crueles padecimientos de la Nación, embrollando la justicia, desahogando rencores personales, acrecentando patrimonios individuales, destruyendo la igualdad en la milicia y en el ejercicio de los derechos civiles, destruyendo la Patria, llevándola a los umbrales de la desesperación. Ved, mis compañeros, las circunstancias en que salimos a campaña a engrosar un Ejército que debe darnos la paz, olvidando prejuicios locales y políticos. El espionaje, los apremios y las prisiones serán olvidados como contrarios a nuestro programa, a la comunión de los hijos de la Libertad. Nos movemos para crear una época de felicidad para el pueblo, cuyos derechos han sido hollados por los oligarcas. Pueblo: vosotros encontraréis en nosotros a los soldados de la Gloria, eclipsando las grandes acciones de los Griegos y los Romanos cuando se sacrificaban por la Patria y por los Dioses. Para orgullo de la República Americana, depositaremos bajo la salvaguardia de un gobierno patrio y de instituciones liberales los derechos más sagrados del individuo y la sociedad. Si no damos el voto al pueblo, barrenamos el sistema republicano en su base. Enemigos de la libertad nacional: 18 temblad de cometer el más leve atentado. Y temblad si no desistís de ese loco empeño de cautivar la libertad de los pueblos mientras exista el que subscribe. Os juro por mi espada que ninguna otra aspiración me anima que la de la Libertad. Por ella verteré mi sangre y mil vidas y no existirá esclavo donde nuestras lanzas se presenten. Estoy y estaré combatiendo hasta conseguir lo proclamado por los pueblos o perecer en la demanda. Sólo descansaré mis armas y las de mis soldados se transformarán en rejas y arados cuando el voto libre de todos los habitantes de esta tierra decidan por sí la suerte de la República. Feliz el pueblo que libre de tiranos, estudia sus leyes y cultiva en paz los frutos de su tierra. Secretario de guerra de liberación, de cruzada de redención militar y popular, de causa americana. A mi mismo me envidiaba estas propicias venturas, sin daño de soberbia y con mucha aceptación y voluntad de sacrificio, al que tenía por privilegio misional. La carreta que llevaba mis papeles y la imprentita era apenas una sombra encubierta por aquellas dos sombras que le crecían a sus lados al Coronel, jinete de la fábula. Se me presumía orgullo de nobleza hacerle de espaldero letrado. Se me llenaba 19 la vida de joven de servicios útiles, poniendo en las proclamas las ciencias de las ideas que habíamos aprendido con Juan en los tres años europeos. Esas ciencias me estaban sosteniendo; era mío el buen uso resonante de ellas. ¿Por qué Juan no estaría a mi lado, agregando sus resoluciones a la lucha, cumplimentando el juramento? ¿Fue en Roma? En Roma, durante paseo dominical de estudiantes por las colinas, nos habíamos convenido. La letra es muerta si no se hace a los caminos. La de la letra muerta es la más infame de las muertes, porque ella no distingue entre la indiferencia y la traición. Yo estaba en el camino, juramentando y cumplido, alentando vida a la letra y regocijándome cuando el Coronel, aplicando sus prontas percepciones, se trasladaba a su lengua el lenguaje que le sacaba a mis proclamas. Al muy poco tiempo era tan suyo y casi nada mío, tan propietario él, tan despojado yo, que me hablaba desde mis rebeldes humanidades como si siempre hubiera sido él la fragua natural de tales apelaciones y argumentos, devolviéndome lo que yo le había dado como si de mi no hubiera partido. Era el mismo regocijo el que iba explicando y yo aceptando que naturaleza fuerte, resuelta y avisada es 20 capaz, como era la suya y apenas la mía, de adoptar diversidad de oficios e igual eficiencia en los alternados desempeños. 21 4 Si hablo de mí es para seguir hablando de él. Yo no tengo, señor Reed, capítulo en esta historia. Ahora le estoy diciendo que lo veía en los usos de su arrogancia, de su seguro atrevimiento. Entrándole a caballo a los poblados que se le rendían antes de que terminaran los aprestos del asedio, nadie hubiérale supuesto que en los archivos del cura de su pueblo habían sido borrados por la pobreza, que no da lugar a piedad, los nombres de sus anteriores. El Coronel venía de debajo de segunda, familias de alpargata cuando calzadas, única camisa para la semana de labor y el domingo fiestero, plátano por comida al desayuno, al mediodía y a la noche mientras un malentretenido no les dejara por unos cobres la media res de las ajenas, lo que ocurría en estaciones alteradas por los obreros golondrinas de las cosechas de maíz. Familias de menos que de 22 segunda, digo, labriegos de una nada de tierra o artesanos pobres de los últimos callejones en que el poblado se abría a las quintas, gentes que de muy poco tener se le morían los deseos e intermediaban muy debajo del repudio de las gentes de primera con balcón sobre la plaza, propietarios de campos y viviendas urbanas, comerciantes en ramos generales y prestamistas, y apenas arriba, no mucho, del paisanaje aindiado o francamente mulato que era población arrabalera de ocupaciones ocasionales y ocios masculinos en las apartadas tabernas y las casas mal vistas del farol colorado. De lejos venían señaladas esas diferencias. Se alteraban los primeros escalones cuando un recién llegado se procuraba lugar y consideración, tratándose de extranjero que instalaba tretas comerciales, ingeniero de contrata en el ingenio o payaso que le desertaba al circo y ponía tienda chapurreando el francés. Más acuerdo encontraban ellos en registrarse de primera que uno de segundo en forzar la aceptación. Para los nativos de este lado bajo no hay puente que lo circule al alto. Las cosas quedaban como fueron y acaso más endurecidas que cualquier entonces. Se endurecía el abolengo de primera cuando las tierras mal atendidas no rendían para los costos del abolengo. Las culpas eran de 23 los de segunda. Entre estos, algún artesano imprescindible amarrocaba, en los buenos meses que pudieran tocarle, unos cuartos de plata boliviana o lienzos de tejido inglés, que no podrá vestir, en el baúl familiar. Esos bienes de labor y obligado ahorro en poder de los de segunda hacían más recelosas las intransigencias de los de primera, llevando las enconadas fronteras al templo parroquial, donde la temprana misa dominguera para los de segunda la servían frailes viejos y pobres y la del mediodía para los de primera frailes mozos y decentes. ¿Hijo irregular, el Coronel? Era lo regular en barrios apenas caseríos, donde no alcanzaba a personal el colchón caliente por turnarse en él el sueño diurno de los farranderos por no tener, como sobrados, otra cosa que hacer y el sueño a sus horas justas de los que ocupaban el día remediándose con que ir mal pasando, vida perra, ellos y su prole. Tal vez sin serlo, al Coronel le complacía aceptarlo y para ello razonó beneficio de ser hijo del amor y no del aburrimiento, que esto era nacer bostezado. Al padre se lo supo muchacho de tambo después de haberlo sido de matadero y más tarde telegrafista de guardias nocturnas en el ferrocarril de los gringos, hombre que llegaba en oficios y suerte hasta donde lo 24 dejaban llegar, sin dejarlo salir de pobre en tanto se le iba la vida en querer para sus hijos vida diferente a la que le habían dado, y no fueron pocas las monedas que le sacaba a sus festividades para hacer salario con que contentar al Señor Cura en habituarle a los botijas en el alfabeto y el catecismo. Estaría por decirle que el Coronel aprendió a manejar su voluntad y juicios en el uso que hacía de los suyos el padre, mestizo tostado. Presumía de su madre el Coronel por haber sido, de soltera, maestra de a caballo en puestos rurales, sembrando letras, era el decir de un poeta lugareño, allí mismo donde se siembran los trigales, pero el matrimonio le quebró temprano esa ventura y la destreza se le fue quemando en los carbones de la cocina, sabiendo qué hacer con carne flaca los cocidos y con verduras de su siembra ollas de Dios pobre, mientras se le ahuecaba en los ojos la mirada espaciosa de la madre india y se apagaban las mejillas rubionas que le había dejado el padre, un italianito de los barcos que venían y se iban con las estaciones de las cosechas. Ella le enseñaría a sus muchachos a jinetear caballos, a devolver trompadas en los alborotos, a saber por donde cortan los cuchillos, a preparar gallos de riña, a trenzar el lazo y darles aire a las boleadoras, a 25 rebanarle alas a los pájaros en vuelo, después rosarios de coplas sentenciosas y desprecio a las cosas débiles, a los hombres flojos, después a preparar caballos, a entenderse con el azar en las tabas y a templarse el pulso para tirarle al bochín, después, en la edad que les estaban subiendo los pecados, a corcovear agallas en las fiestas de las yerras, a codiciarle a la suerte, a no dejarse pasar, a no ser el último, a salir de pobres. A salir de pobres. Digo yo que de esa doña aprendió el hijo a hacerse crecer el mundo a su lado. El muchachito recolectó leñas secas y vio pasar el río sin crecientes, tan mansas sus aguas como si la estación de las lluvias hubiera servido para darles doma y aquerenciarlas en laguna. Ni malas ni buenas compañías, las que ahí estaban soñándole picardías a los próximos años y los hermanos mayores regresándose borrachos al fresco nochero y ellos averiguándole a las tías las tetas, descontenidas en remendadas blusas, cuando se corvaban para hacer fuego, a favor del viento, en la puerta de las cocinas. No era necesario mucha doctrina de sacerdote duro para ponerles orden, que como saber sabían disimularse. La doña madre les veía las intenciones desde caballería y media y no serían malentretenidos sus muchachos, así a ella se le cayeran las últimas 26 energías en enderezarlos para hombres de bien. A su hora, impartió. Usted se va para en enganche y usted se va para cura, que el sablecito y los latines les darán con qué salir de pobres. Les quedaron por últimas palabras de ella. El mayor, habituado a desconsolarse en borracheras, fue a rumiar cortos latines asistiendo al Señor Cura a toda misa. El otro a lavar las cuadras del cuartel del distrito. El mayor se compensó enseguida con caldos de gallina y otros beneficios más cerca de los apetitos que de la plegaria. El otro comía del rancho de guarnición, desperdicio de cena de oficiales más tasajo seco y plátano por pan, dormía en pesebres que no eran los del Niño Dios, entre la bosta y los rebuznos, donde iban a desafortunarle el terco sueño los insultos de los oficialitos, que le eran dianas para desperezarlo sin quitarle las perezas. De ese entonces sólo supe anoticiarme que, atardecido el domingo, se acercaba a la plaza consumiendo el último cigarro del día franco, y le salían al paso dos o tres señoritos de levita gris y bastoncito de caña para imponerle: Este no es su lugar, soldado, porque ese lugar corresponde a la vuelta del perro, donde los señoritos decentes agasajaban el paso de las señoritas decentes. Se 27 correría a la vereda recovada de enfrente que era la principal de Iglesia, Cabildo y Club Social y cuyos usos imponía importancia de personas que pisaban fuerte, con calzado abotonado como el señor boticario o bota alta como en domingos el dueño de La Tienda Francesa y en todo tiempo los seis terratenientes del departamento que ahí estaban refrescándose en las mecedoras de mimbre frente al Club, componiéndose conversación entre negocios y política que les era el mismo interés. A la Iglesia no entraría porque a las novenas tampoco lo pudo su madre, que viéndola entrar por una sola vez se retiraron las Damas de la Virgen puesto que ese era oficio para blancos y bien aclarados. Al pasar por el Cabildo se dio apuros por nacerle por un algo los miedos. Por esa puerta se lo llevaron al tata a la prisión de los fondos cuando la huelga de los ferrocarriles. Más apuro puso en la vereda del Club entre las mecedoras de los señores, no siéndole suficiente que ya le caía: Quítate de aquí, pendejo, que le fue patada en las costillas, y el boticario legislaba, con aprobación de los terratenientes, para ser bien oído: Esta no es vereda para soldadito indecente, ni mendigo pardo, ni mercachifle judío. Hasta por ahí fue tiempo que le presumía, en el recuerdo, la madre. Desde ahí, un silencio penoso. Encaminados sus 28 hijos en el servicios de la milicia y en el servicio de la religión, la doña dejaba de hacer noche en la casa y de calentar el colchón para el sueño diurno del telegrafista, y sin importarle el qué dirán de las vecinas se fue un cualquier día, desde su misma puerta, con un capitanejo que improvisó partida para volcarse, ella en la grupa, a la montonera de la revolución regionalista. No se le cortó allí la historia, que la supieron amancebada a terrateniente de subidos años, con casa grande en la capital del departamento y casa chica en el suburbio del cruce de los trenes. En esta casa se le murió el fulano de abusiva en alegrarle el cuerpo y nacieron las vergüenzas de la familia principal, obligada a velorio sin cadáver, en tanto ella no les hiciera entrega, que sólo consintió detrás de proposición sin contrarréplica: para sacarlo, me lo pagan. Como quien no quiere la cosa, que de quererlas demasiado ellas no se hacen, pero sin demorar, por su lado, las ayudas de provecho de la oportunidad y adiestrado más por las astucias de su hermano, camino a sacerdote, que por su escasa academia, el enganchado vistió blusa de Sargento Instructor que le hizo paso a trajecito de Teniente Principal. Un 29 tenientito es, en primer término, un amador. Siempre hay en los pueblos la señorita de clase decente que quiere escapársele a los días vacíos, que aún no se ha enamorado, o sí, del musicante mulato que le enseña piano en la sala y espera el paso de los oficialitos de la guarnición para soñarse siguiéndolo al distrito federal y del brazo del General que será el Teniente asistir en los aniversarios de la Patria a Te Deúm en la Opera y a la representación de El Lago de los Cisnes en la Catedral. Siempre hay en los pueblos esposas necesitadas de descomponerse a los respetos siempre iguales de sus maridos, sin comprometer el rango y el buen nombre matrimonial. Las hay. Hijas y esposas de pulpero afortunado, de jefe de estación, de tenedor de libros del almacén central, de consignatario de haciendas, de gerente de la sucursal bancaria, de cónsul honorario de Italia. Al tenientito lo alcanzaron rápidamente las propicias tentaciones, resguardándose en adecuada medida de las suyas para razón de sus mejores servicios de enamorado de zaguán, o sea para distribución de su eficiente soltería. La discreción caballerosa llevó sus pasos y en todo portal en que aplicó la convención de tres apagados golpecitos encontró ternuras jóvenes o maduras para los caballos de su juventud. En los 30 zaguanes las entibiaba, las ponía en molde. Y se sentimentalizaba. La noche siguiente les susurraría versos. Necesito una consonante en sión, reclamó del asistente, conscripto leído. Perdón. No, soldado, no me venga con arrepentimientos de tango. Corazón. Ya lo tengo usado y el mismo cartucho no hace fuego dos veces, pensándolo dejaré al corazón como golpe de filo para el final. Pasión. Eso me viene bien y es más general que anatómico. Los versos hicieron lo suyo para animar las reiteraciones. De aquellos amores provinciales de militar de paso no hubo hijos, siéndole beneficio de gozo sin costos y molestias de testificación, mediando prudencia y piedad de la naturaleza hacia ellas o afanes previsionales de Dios para la protección del secreto, pues ello no contaba en el tenientito que se sabía, en sus prestaciones de picaflor de zaguanes, menos precavido que obligado a su propia consideración de macho servidor. Lloraditas de bienestar las dejaba. Los mediodías del domingo lo regalaban, comensal obligado, en la mesa del pulpero afortunado, del jefe de estación, del tenedor de libros, del consignatario, del gerente, del cónsul honorario, faltándole palabras para agradecer los platos compuestos por las propias manos de las señoras y los dulces preparados 31 por las propias manos de las señoritas. Como para pensar que había dejado de ser de segunda. De todo pasajero feliz se murmura y del tenientito, ya Capitán de guarnición fronteriza, se dieron ocupación las lenguas de los que se quedaron plantados en un mismo lugar, mientras él llevaba explorado todo el territorio, los poblados y los zaguanes. Los cuentos, esa vez, vinieron de la frontera y no por creídos se los voy anotando para darles noticia de hasta dónde llegan los desanimados. Coincidía lo contado con que no era ya de silenciar la complicidad de sacristanes de insoportable pobreza o de fraile de vacilaciones libidinosas en el saqueo de las ofrendas compensatorias que a la Virgen del Valle le llevaban sus devotos pudientes. Se daba a fácil decir que se la despojó del manto bordado con que ilustre matrona ilustró su ruego, de antiguas muletas con aplicaciones de reforzadas plata que ya no tenían piadoso a quien auxiliar, de collar acaudalado de piedras que parturienta en riesgo traspasó a los hombres de la Venerada, y con facilidad mayor se distribuían los decires que relacionaban a pareja trashumante, que después vamos a conocer, como 32 inspiradora, con mozalbete que dejaba las pesadumbres de buhonero como rápida mano de obra de la profanación y a capitán registrado en la frontera, de quien se mencionaban las iniciales y el resto, como facilitador bajo los disimulos que permitía su autoridad, burlando la de los blandengues que en los resguardos de la otra banda, no molestaba al contrabando. No faltó quien desasombrara asegurando que el jefe de los blandengues hacía la venia y miraba para otro lado, lo que suponía la intervención del capitán en algo rutinario como los pasos de cambio de guardia de un fortín. Le venían haciendo abolengo las murmuraciones y a ganarle respetos, porque la variada suma de los decires lo hacían saber hombre de llevarse por delante a los faroles. Mayor del cuartel del distrito, con mando de batallón y asiento en capital provinciana, creyó que era ya suyo el momento de empujar al destino. Estábase buscando una reparación, presumiendo que quienes le habían negado la vereda del Club Social al paso del soldadito, le abrirían las puertas del Club Social al Mayor aprestigiado. Pero le demoraron la plana de ingreso por si así desistiera, 33 con lo que le acercaron el primer desaire que se empeñó en no imputarse. Se desconcertaron los notables de que hombre advertido no pusiera perspicacia en dar paso atrás y rehusar de sus pretensiones, excusándolos de desahuciarlo. La voluntad de hacerse mundo sobrepasaba a los aciertos con que se inteligenciaba. Le echaron bola negra a sus aspiraciones, se la volvieron a poner a su reiteración, y esto volvía a decirle que en el teatro no tenía silla en palco, sino butaca en tertulia, que en la plaza mal seguían viéndolo junto a la glorieta de la banda, y que no se olvidara que las fiestas patrias de la Iglesia y del Club son para los de primera y así se presente en uniforme engalanado, que entusiasma a las señoritas, lo pondrían en la puerta, lo devolverían a la calle los recelos jerarquizados de sus padres de ellos, los principales. Lo mismo para ti que para todos los tuyos, Mayor. Estas humillaciones no se te hacen llevaderas, él se decía. Tienes la oportunidad de una tercera intentona, pues sólo la tercera bola negra es la definitiva, la que no le echaron a la pareja trashumante a la que le sospecharon tu sociedad. Suficiente, Mayor. Para un hombre de segunda con las resoluciones y atrevimientos que se le estaban haciendo habrá de serle más fácil buscar consideraciones entre el pueblo grueso que 34 entre los pocos poderosos. Estos le seguirían preguntando de dónde vienes, acaso te has creído que cargar sable es consagración de respetos sociales, así como te lo dimos te lo quitamos. Siempre te tendrán ahí debajo de ellos, soldadito, Teniente, Capitán, Mayor, debajo de ellos, con sable prestado. Si ya te alcanzan, en cambio, las furias de los resentimientos se te hará el entendido de que hay más caminos que el de los pocos, ciertamente el de los más para ganarte la voluntad de los pocos y tal vez humillarlos, pues, entonces, dejarán que los humilles en cuanto que no les quites sus baúles amarrocados de plata piña y plata labrada, sus tierras de pastoreo, su palco en la Opera, entonces tu sable puede servir, también, para otros cumplidos que estos de la obediencia en cuidarles sus pastizales, sus ganados, sus almacenes, sus obrajes, su tranquilidad, sus beneficios. 35 5 El Ejército Revolucionario ensanchaba filas y se hacía pueblo andante, como las enredaderas silvestres revientan sus raíces y se desparraman, trepando alambrados, tapias, balcones, tejados y letrinas. Los prestigios que afamaban a su jefe alborotaban los últimos patios de las casonas patricias, fogones de estancia y sus guitarras, tertulias parroquiales y sus miedos, chusmerío de pulpería y sus fiestas arrabaleras. La fama provocaba los júbilos retobados del paisanaje y los decidía a venirse, serranos muy convenidos, llaneros muy espontáneos, con todo lo que podían traerse en caballos de monta y de relevo, mulas pacientosas, carros cubiertos y sulquis ligeros de su propiedad o de la ajena que ya lo de ellos es también nuestro y a la patria se la sabía por este lado en la 36 sonrosada mujer desnuda que le sonríe en los sueños a los adolescentes. Los peones de las haciendas y los obrajes habían escuchado la voz del Coronel: rompan los candados, y obedecían. De los que cerraban y abrían filas, no me pida orden en decirle sus partes porque no lo tenía el todo. Los paisanos pobres, ascendidos a pobres pendencieros, seguían agregándose por el yacomer, barrigas calientes ahora y envalentonadas en la conformidad de la revolución, y así los obreros de la zafra de algunos meses de trabajo duro malpago y todo lo que le faltaba al año en obligada desgana, miserable y viciosa, y así los muchachitos se le venían desde los poblados en que el Coronel, de oficialito, había acreditado recuerdos. Me manda mi tata que fue su amigo. Te estaba sintiendo llegar, tomá mi facón que ya está adelantado en cosas de su oficio, que te ayude y proteja. Se venían los veteranos de las revoluciones vencidas por el remington de los de línea, para que no se les hicieran orines sus lanzas melancólicas, tantas veces para nada y una vez más entrometidas por si esta vez fuera la de la buena suerte; acompañándose de sus tres y cuatro fieles negros macheteros, restos del 37 rancherío que se sublevó y el gobierno reprimió incendiándolos. Se venían, con sus desafortunios, los vagos y malentretenidos de todo tiempo, gente de ningún oficio, blanquitos tarambanas de las orillas, morenitos de caseríos malditos, desacomodados de toda suerte y diversidad de índole. Es de ordinario que así sea en las guerras y que de ellos salgan buenos soldados y de éstos salgan buenos oficiales que terminan en terratenientes con sepultura en el Panteón. De tenerlo, sin duda, por sabido, no esperaba el Coronel que se les vinieran porque sí gente más dispersa y bandolera y enviaba por ella y los enviados se las traían al montón tan sin hacerles preguntas de inspectores de honras y aceptándolos cuatreros de ganado, intranquilizadores de caminos, cabecillas de gavillas suburbanas, saqueadores de almacenes de ramos generales, malhechores por gusto o por necesidad, contrabandistas de las islas y sus mujeres pasaderas, presos de calabozos abiertos con el grito de Viva la Revolución y Viva el Coronel, el Coronelazo. Por quien mandó embajadores especiales fue por el brujo. Me lo sospecho que deliberó muy francamente: o él o yo, que no hay tanto para más y esta es mía. Él era el indio amestizado mano santa, padre de los pobres, espíritu 38 consolador, nombre de Dios, que así lo acataban por sus contagiosos desempeños en los pueblos en que el Ejército estaba llegando y no faltaban lenguas para los muchos agradecimientos por haber freído barro con fresas salvajes que lo hacían alimento, conformado a desquiciados de alma o de lepra, prestado auxilio de baqueano rastreador, y no menos principal que pregonar, palabra de Dios, que el fin del mundo no habría de tardar día mañana cualquiera, para los otros, para los ricos de la hacienda y de los primeros patios, para el jefe de la estación y el juez de paz, para el mismo comisario que en el pago manda más que un general, y que ese día ya viniendo tendría en serlo de resurrección de las carnes flacas, de las madres sin leche, de los gallineros apestados, de las viejas que se arqueaban en las tinas, de los borrachos sin crédito donde el pulpero. De uno a otro pueblo, en todos los pueblos, se le acataba. O él o yo. La cordura circunstanció su juicio. Él, conmigo. No se sabrá qué tentación le llevaron los embajadores, no se sabrá que pacto de miramientos se hicieron. El brujo se le alistó y le sirvió de avanzada parlera. Allá iba el mano santa, padre de los pobres, espíritu de consolación, nombre de Dios, anunciando la llegada del Coronel y su 39 causa de salvación fidedigna, comenzando por dar miedos sobre si el gobierno estaba cerrando trato con los ingleses para la fabricación de jabón con sus carnes y empuñaduras de cuchillos con sus huesos, siguiendo de más en lo suyo que eran recetas para el alivio o igual daño. El Coronel pronto le cambio, por medido reconocimiento, el caballo de pasitrote por el suyo propio, rucio pavón, y en transferencia de igual amistad le obsequió enorme trabuco naranjero de disparo fácil y carga difícil, y le dio, de paso, recomendación: impóngale al segundo suyo que el entrar en las poblaciones se ponga, sino blusa, por lo menos pantalones. Y así, mejor dispuesto de atenciones, sorprendió el día de hoy a los pueblos en que llegaría mañana el Coronel y su Ejército, dando los avisos. Palabra de Dios digo que es el elegido. Y esto lo avisaba desde los púlpitos, confundiendo en sus miedos a los sacristanes o ganándose a sacerdotes pobres y disparatados. En esas instancias que llevaba ganadas, y que parecían no fruncírsele a la ley o el azar de los triunfos, el Coronel era raptor de niños. Los hijos segundos que no cabían en los hogares decentes se rebelaban contra la 40 prioridad del mayor y en condena del padre vivaban al Coronel y a la revolución. No sabían a dónde el Coronel los llevaría, sabían de donde se querían alejar, por no quedar en casa vieja se acompañaban a cualquier parte, se zafaban de las buenas palabras, de mamá grande que les preparaba noviazgo con las primas, se corrían desde el gris pizarra de la Plaza Mayor, Catedral y Ayuntamiento hasta los espaciosos extramuros y sus misterios de iniciación masculina, parrillas bajo enramadas y boliches parranderos, coplas y payadas que dejaban ver los otros lados del mundo, corridos que contaban hazañas del Coronel, milongas provocativas y camorreras. No todos, ni por suficiencia de edad, ni proporción en los ánimos, eran aptos para cargar armas y entender en sus usos oportunos, pero, no siéndole conveniente devolverlos a sus padres, el Coronel se esmeró en diligenciarlos con la consideración naturalista de que están en la edad de la masturbación, concertándoles pronto y adecuado destino: que toquen el tambor. Y ocupándoles las manos y sacudiéndolas sin ocultamiento sobre la piel del bombo, alborotaron, desde temprano, batuqueros, las mañanas de la marcha como para ahuyentar a santos y a diablitos. ¿Sobraban para un tambor reglamentario por batallón o 41 compañía? Algo hay que darles a hacer. Haremos Batallón de Tambores. Que hagan todo el ruido que quieran y se desquiten sus naturalezas, sosieguen su entrada a las primeras mocedades, alterándose toditos ellos, de pies a cabezas. Que fue lo que hicieron, como viboritas verticales, electrizadas, imitándose unos a otros en conmociones de marionetas burlonas, sin acordinar demasiado el ruido de los redoblantes, pero concurriendo con voces de despedida de su adolescencia que se hacían reiteradas y única: Viva el Coronel de los machos, padrazo que los sacaba a la intemperie y les prestaría su poncho para resguardo del frío nochero y llevaría a cada uno de ellos en la grupa de su cabalgadura el día del Desfile de la Victoria. Se consagraron al tambor, al bombo y descordando se aturdieron. El Coronel afectó sus precauciones y tres parejas de cosacos no le quiten protección un solo momento. El Batallón de Tamboreros hizo comparsa en las últimas filas, donde comenzaba la caravana de las rabonas y las adelitas. Cuando el Ejército abandonaba una población amistada, se quedaban los bombos, los tambores, para la celebración fiestera, circo callejero y profanador, desde el atardecer hasta la madrugada, en la plazuela de la Catedral, frente al Ayuntamiento, con 42 amenazantes llamas de hachones, zumbones estribillos de beligerancia y dale que dale a los redoblantes como en zafarrancho de riña sin riña. No hubiera sido primera vez para usted, señor Reed, en verlo, que ya en parecidas circunstancias lo tenía visto. El Coronel se acompañaba de los dioses y los demonios de la guerra y Ejército Revolucionario no cuidaba su orden sino sus intenciones en razón a la variada gente que lo había ensanchado y las intenciones se le ordenaban por el rencor doblado en la alegría del alboroto, y si la memoria no tuviera a que referirlo se lo confrontaría con el ejército sevillano en marcha hacia Bailén a matar franceses, así don Benito lo detalló: en inmenso amasijo la flor y la escoria del país humillado, desde el mozo de deliberaciones ideológicas y el pulpero pobre que se echaba a la picardía más ancha de vivandero hasta el penado redimido para el caso y la querida que se encontró en la taberna de enfrente de la cárcel, con exclusión allá, por respeto a las leyes militares, de los que acá marchaban en las avanzadas: los negros y los mulatos. Eran fiesta los desarreglos de ir en guerra y un veterano de la otra revolución le daba lengua a su alborozo: que no se nos venga, 43 malhaya, muy pronto la paz con todos sus horrores. El Coronel amasaba con todas las harinas y se aprovechaba, haciéndose tiempo, de paso por las poblaciones, en darles serenatas a las señoritas que dejaron de pasear, festejadas, el atardecer de domingo en la vuelta del perro de la plaza, pero las ventanas no siempre se abrían y les echaba caballos a las puertas por ponerles miedo no más, que no para forzarlas a su amor cuando de buena gana no lo aceptaban, que se inclinaba preferentemente a la carne de pueblo suyo y de la adoración de mujeres puebleras le nacieron varones en los caminos, con los que podría hacer leva. Días iguales de guerra y de amores le consiguieron especial crédito por saber cumplir de a caballo sobre delicadezas de recado de piel y lana de carnero, capaces de alojar el calor de la pareja al trote nocturno. La guerra había sido hasta ahí el despliegue de guerrilla por parte del batallón de pardos y morenos que, también, se descubría en la exploración del terreno enemigo. En una y otra ocasión, se disimulaban pegándose a los colores de la tierra, zafándose de la suerte de recoger de los del otro lado las primeras balaceras y entretenerlos a tiempo que el Coronel 44 dispusiera lo correspondiente. El sacrificio, para qué decir, seguía corriendo a cargo de ellos. Lo otro se hacía fácil. La campaña era de elusiones, de cometidos que se llevaban en la diversión y engaño del enemigo, comportándose éste en retirada con armas a la defensiva como si las postergara para un gran encuentro en que el terreno le favoreciera. Viboreaba nuestro ejército sobre el llano, procurando dejar varias huellas cuando el empeño de las prisas no consintiera borrar las de su marcha, distribuyendo disimulos, tretas, señuelos, zancadillas, ardides y celadas y dándole mentiras intencionadas a los indios de la montaña con tal que se las pasaran al enemigo y que supieran que eran trescientos los que eran treinta, y tres mil los que trescientos. La tropa se regularizaba en los desempeños satisfactorios de la astucia como para ocurrírseme que al Coronel, entreteniéndose y demorándose en los gozos de ella, no le intranquilizara demasiado el apresto de objetivos mayores, reforzando el vigor de su autoridad, como lo estábamos viendo, en juegos espaciosos de pequeñas danzas y contradanzas sobre los alrededores del enemigo con placentero resultado. Se me hacía, entonces, que en algún momento optaría por rápida operación envolvente que le facilitara enlazar la 45 artillería gubernista y conservadora, desconcertándole la plaza y apurándole la rendición. La astucia era moneda corriente y fácil de su audacia, todo proyecto parecía salir de su astucia y debía importunarme, sin que alcanzaran a cuestionarme, el entusiasmo ni alterar la obediencia, con preguntas pasajeras que se me componían por reflexiones que sobre relaciones entre ideas y vida, pensamiento y acción me había aprovechado de los comentarios adoctrinadores de Juan en los cafés de la recova de Bolonia y que me eran incómodas en campo de resoluciones de guerra como eran ahora los de mis turnos, pero me buscaban para decirme si ese desparramo de astucias, si esos juegos de banderillas no consentirían sobrevivir al toro sin matarlo entero. Las dudas se me venían con el recuerdo de los discursos del florentino, en quien no habíamos visto a diablo patrocinador de dualidades vulgares, sino a maestro en artes de oportunos servicios subordinados fielmente a los fines. Las dudas se me borraban, de no quererlas ciertamente mortificaciones, sobre si los juegos fraccionados de la astucia del Coronel no ablandaban los fines de la revolución. Nuestras avanzadas pardas y morenas ejercían el orden de los fantasmas, acosando 46 los flancos y disolviéndose con más silencio que las brisas y rapidez que el huracán; afantasmándose concertaban, confundían, daban discreto gusto a sus machetes y se traían a desertores de su misma traza y color como para decir hasta dónde se les habían metido en sus filas a los regulares. A tiro de fusil del campamento enemigo y en noche cerrada se les llegaron con cuatro o cinco caballos salvajes, a los que les ataron cueros secos al rabo y los despidieron en la buena dirección al tiempo que tupidamente tiroteaban; se confundieron las guardias y se les cortó el sueño al resto, creyéndose con carga combinada de caballería y de infantes; desordenados se balearon entre ellos. Las instrucciones las había proporcionado el Coronel. La mano de obra de pardos y morenos volvió sin un rasguño, respetando como caudillo al gigantón que los había dirigido sobre el terreno. Esto está bien, pero está mal, seguro que pensó el Coronel, muy esmerado en no consentir que se levantaran héroes entre los suyos ni hacérselos al enemigo. Esta cautela se la supe de su propia lengua. A ese coronelito blanco que se cree torito, no lo bajan del caballo por más que se nos acerque en exploraciones, le tirotean a su gente y cuidado con él, que no lo vamos a glorificar ni a plomo ni a lanzaso. Me 47 lo cuidan, después de la batalla, si no se perdió en el montón, se los entregaré con un par de grillos que ya le habrá llegado la hora de aprestigiarlos. El Coronel atendía los detalles. Valía más reducir que amasacrar. Esto en beneficio de la próxima batalla. Hasta ahí, gente que se les retrasara al enemigo se la empujaba hasta depositarla en la zona de los tembladerales, o se la obligaba a cruzar río desperezado, o se la desarmaba con honores, según las necesidades de nuestra justicia, que con esto último se les alentaba la deserción. Soldados de enganche vicioso y paga lerda que se dejaban alcanzar y juraban por nuestra causa; oficialitos de escuela, apenas heridos, no se reintegraban a sus cuadros y pedían conversación con el Coronel; algún oficial mayor se vino directamente al grano, alegando: tengo problemas de conciencia y prefiero que me fusilen acá que servir a los doctores y a los godos. A todos, el Coronel los rejuramentaba. Somos hermanos. Muy sobre la víspera se vinieron, alzados contra sus banderas, por recelo hacia los oficiales de academia, los cabos y sargentos en legión de suficiente número y eficacia. El lenguaraz, que dijo ser taquígrafo del Estado Mayor, dio cuenta que avalando su deserción traían carga de pólvora como para hacer volar los 48 cuarteles represivos. Las lenguas sueltas se excitaban en vivar la revolución de los pobres. El Coronel las contenía con un Viva la Unión Americana. Los empleó en las entradas de las poblaciones con trabajos previos de campos volantes de espionar y si fuera necesario de rápido hostigamiento, para luego mismo encargarles el ir por la caja de caudales quebrando las puertas del Ayuntamiento, si tenía defensores. La caja se abría, por su orden, en las galerías frente a la plaza y hacía de discreto distribuidor, que él era hombre de pagar al contado las promesas antes de haberlas prometido. La campaña era de preparación de la gran batalla. Una batalla ceremonial y confortante, la estaba yo queriendo, como misa mayor, Domingo de Ramos, en campo abierto, en el que el Coronel dispusiera la iniciación del ataque con la serenidad de mando de un Padre Obispo y su espada brillara en la claridad de la colina así puntero de la justa fatalidad, autorizando la voluntad de sacrificio de los lidiadores, el paso de los soldados peregrinos una vez por día durante siete días sobre los contornos de la plaza amurallada. Una gran batalla con el concierto de procesión de oferentes, 49 que en el séptimo día rondaría por siete veces la plaza sitiada y dijeran en sus cánticos: he aquí sangre de hombre para lavar la vieja culpa del hombre. El Coronel dispondría el orden armonioso de las fuerzas de purificación, que harían lo suyo por una única vez total y verdadera. Y las murallas de la plaza sitiada cederían a los cánticos y la tropa del enemigo se abrazaría a las armas de los libertadores. Me apresuré a pasar a versión vulgata las ideaciones de mi inocencia de lector nada desmemoriado de fábulas y primeras historias, y sólo me quedaba por esperar las coordinadas embestidas, desplazamientos de arrojo y previsiones en acuerdo a plan de sabiduría en el Coronel y hasta donde la muerte consiente cumplir los planes del comando. Todo el tiempo ganado convenía al propósito de fortificar filas y trastornar las del enemigo, reduciendo su iniciativa, mutilándole los entusiasmos, achicándole su representación. Para ello cualquier astucia había sido de provecho. Mañana, de amanecida, tan pronto la banda de musicantes negros en un extremo de la vanguardia caliente los aires con sus estruendos, el Coronel, de seguro, anticipará la arrogancia de los vencedores disponiendo armas a discreción y paso de tales, presidirá el orden del tablero y su guante 50 derecho, que el izquierdo lo llevaba el comandante del Batallón de Bachilleres, impartirá los turnos de la concurrencia, ataque, refriega, juegos de artillería, desempeño circular de los montados, cuerpo a cuerpo final para apresurar la rendición, es decir, me decía, trama de tejedor de araña sobre campo húmedo de alfalfa y tomillo al pie de los cerro. El Coronel dirigiría su ejército como por las riendas sensibles de su caballo, deteniendo o apresurando a sus medidos tiempos y a la conveniencia de su plan, ajustando el dominio de la iniciativa para componer previsiones y ponerle alto precio a los riesgos y un sistema previsor a la capacidad de arrojo entre los mejores de los suyos. La gran batalla sería una ecuación de varios grados, económica en fluidez de pasos, que llevaría a salvar todo lo apostado. La gran batalla del Coronel y su Ejército Revolucionario. El Coronel la sabía a sus maneras. Se lo estaba escuchando en charla instructiva que les daba a los hombres de la víspera. Los muchos planes deshacen el coraje y suelen confundir las oportunidades. La guerra se hace, en primer orden, con astucias, imposturas y fingimientos, cuyos usos se justifican por sus probados beneficios. Cada paso hay que inventarlo lígero, como respondiendo a un 51 guiño que no se acomodara a una segunda vez. Póngale astucia a la decisión. Pero la astucia nace cuando los olores del combate se vienen a la nariz y no desorientan en que sí, en que no, ahora, lueguito, aquí, más allá, olores de tropa roñosa sudándose, de bosta de caballos asustados, de gargajos teñidos por el último tabaco, olores de rabias, de despanzurrados, de muertitos. Dios creó esos olores para orientar al soldado, así como los lados del sol orientan a las abejas. Gastar a los hombres, darles el gusto de gastarse, que ahí se empleen y mueran, sin que otras razones pudieran alcanzarlos y equivocarlos. Ese día, la víspera, reparé que se había hecho arreglar las barbas a lo Luis Bonaparte. 52 6 Íbamos a la carnicería, cada cual con sus temblores, resoluciones y furias. Un paisano entendido me dió ejemplo. Se hizo a un lado, bajó del caballo, meó y se volvió, convincente. Era la meadita del miedo que le estaba sobrando. Yo, también, me la saqué, aligerando el alma, elevándome el cuerpo. Luego vi quienes descargaban aguas mayores y parecían volver con más rápidas evoluciones de vigor a las filas. También el Coronel se hizo a un costado, pero para otra dignidad. Fue para atender el paso del río por una mulita a la que llamaban El Arsenal los más allegados del jefe, avisados de que cargaba en sus alforjas, por mentarlo apenas él entre intenciones de reserva. Con esa mulita sola apostaría a ganar la guerra, pues como sabía decirlo mi compadre manco de tierras arriba, y lo sabía no por venirle en cuentos, que puede haya general del otro lado que no 53 sea capaz de resistir un cañonazo de veinte mil patacones fuertes, mucha plata para tan poca vida que por ahí se le corta de mala gana en el zafarrancho. No le creían estrategia con valoraciones de esa índole hasta que tuvieran esa misma mañana oportunidad para desmentirse. Con banda de música, como de homenaje, apareció detrás del polvoral una brevedad de jinetes ricos que no intranquilizaron al Coronel y como esperados les dispuso acogida que principió con saludo de armas por hombres de su escolta. Hicieron pie en tierra con buen tono educado, ritual ceremonioso, que presumía por misión de mucha importancia. La banda visitante inició el Himno Nacional desde sus instrumentos, acudió la del Ejército Revolucionario para retribuirla con la Marcha de la Primavera, a la que yo le había aplicado las parafraseadas de la Canción de la Lealtad: Mi Coronel sos un corcel del amanecer, y nadie fue alcanzado por orden de corear, lo que hacía de Himno y Marcha, así despojados, un contrapunteo amistoso, concordante. Se les presentó el Coronel con apostura de Tercer Imperio, más que guerrera aparentaba levitón el que vestía, botas de jinete de Hyde Park reemplazando a las criollas de campaña, porte marcial pasado por los salones de los espejos, 54 espadín de desfile y en la mano izquierda, replegada sobre el pecho como en estatua de tribuno, un libro empastado en rojo. Era, sin duda, lo que convenía a puntual solemnidad para recibir a embajadores, que como tales se comportaban los recién llegados, de jacquet y chistera, paso al frente según los cuidados amables de sus turnos: Presidente de la Sociedad de Rurales, Capitán Mayor del Puerto y las Islas, Presidente de la Sociedad Cosmopolita de Socorros Mutuos y Ayuda a los Náufragos, Director de La Gaceta Liberal, Presidente del Club Social, Presidente de los Juegos Florales de las Provincias Altas. El séptimo venía por su esposa, antigua Presidenta de la Sociedad de Damas Benefactoras. Soy de ustedes, honorables señores. Henos aquí, ilustre General de victoriosa campaña, anticipándole los razonables merecimientos de nuestras patrióticas colectividades. Los intereses generales del país, por cuyo nombre venimos, nos inspiran la solicitación de una tregua que apacigüe los odios entre hermanos, por lo que recurrimos a vuestros sentimientos cristianos occidentales muy en la seguridad de que en ellos hallan eco la voz del orden, la tradición y la prosperidad. Les estoy prestando oídos con un ánimo de reflexión. Muchas gracias, señor General, sabíamos que no 55 nos equivocábamos. Sabíamos, a coro. Mañana es la fecha que solamente por los trajines de la guerra ha podido ser alejada de vuestra atención, pues desde los antiguos días de la República las Fuerzas Vivas que laboran la riqueza del país celebran, año tras año por diferentes que sean las vicisitudes de la Patria, la Gran Exposición de la Ganadería Nacional. ¿Podría, le preguntamos al ilustre General, podría ese magno evento ser desbaratado por el fuego de dos ejércitos hermanos? Son las consideraciones que, convenidos en Junta Patriótica de Notables, hemos desenvuelto ante las comprensivas autoridades del gobierno conservador, encontrando entre sus hombres más discretos y probos el mismo desprendimiento y abnegación que encontramos ahora en usted. Les sigo prestando oídos con el ánimo que les dije. ¿Traen proposiciones? Muchas gracias, señor General, sabíamos que no nos equivocábamos. Sabíamos, a coro. Sabíamos. Además deseamos comunicarles, como detalle de complemento y para su propia satisfacción, que los banqueros ingleses exigen su firma como garantía en el empréstito que solicitó el gobierno a los fines de reprimir la revolución y costear esta guerra. Sus agentes autorizados esperan entrevistarse con usted mañana mismo para 56 informarle, en la mayor reserva asociada, sobre las cuentas que ya tienen hechas. Ahjá, Ahjá. ¿Mañana mismo? Mañana mismo, señor General. En usted sentimos agraciados los motivos de nuestra iniciativa y no nos queda sino presentarle ruego de que con su presencia honre la ceremonia inaugural de la Gran Exposición de la Ganadería Nacional. ¿Cómo es eso? Como sus sentimientos lo dispongan, señor General. Esta Junta Patriótica de Notables, que hoy se pone a su servicio, ha premeditado enviarle la carretela que lo lleve mañana desde su tienda de combate a presidir el certamen fiesta del orden, la tradición y la prosperidad de la República. Muchas gracias, honorables señores, por esta circunstancia tanto tiempo esperada para mostrarle al país la sanidad de mis intenciones, la superioridad de mis propósitos. Y el detalle. La carretela que vendrá por usted es la misma que usó la Infanta Isabel de la Madre Patria cuando nos honró en las fiestas del Centenario, ocho elásticos, dirigida por cochero de pescante y con atalaje de gala, con un tiro a cuatro caballos Hackney de picante y vigorosa sangre, el coche es obra del artífice francés Mühlbachen, asientos en la repisa trasera destinado a los asistentes del servicio de puertas, en lugar de picadores y mozos de cuadra 57 le dará compañía una brigada de blandengues por disposición del Ministro de Guerra del gobierno conservador, su antiguo compañero de armas, que nos solicitó a que le presentáramos sus saludos. Hubo brindis. El Coronel: Por la virtud de la República. Ellos: Por la sanidad de las intenciones, por la superioridad de propósitos del señor General. Aún se instaló un tiempo confidencial entre la solemnidad de la transacción para permitirle al Coronel abrir el librito empastado en rojo y leerle a las visitas. Cuando un pueblo está en agitación es un grave mal que el partido de los hombres decentes, o de los hombres buenos, como los llama Cicerón, no adopte las ideas nuevas para dirigirlas moderándolas. Sabio juicio, ¿a quién pertenece? A Luis Bonaparte. Un helicóptero del comando gubernista de represión, sobrevolaba nuestro campo, zigzagueándolo, en evidente plan de exploración. El Coronel advirtió a las baterías antiaéreas que no gastaran municiones. Al día siguiente, a media mañana, en carretela, se lo llevarían. 58 Al atardecer, se supo que no habría batalla. El enemigo comenzaba simulacro de retirada general y el Coronel se volvió alegando la papa está pelada sin meter cuchillo. Me instruyó. Córrase a la imprenta de La Gaceta Liberal, que no son de fiar los periodiqueros, revise las pruebas y donde diga Coronel referido a su ex-Coronel ponga General que ya es su General. Y que escriban en plana visible: El Coronel del Ejército Revolucionario es el General de todos sus compatriotas. Y digan como que yo no lo digo, pero lo acepto, que soy amigo de los intereses establecidos, que amo las tradiciones. El Ejército Revolucionario desfilaría al subsiguiente día y a continuación se devolvería. Los primeros en recibir la instrucción del caso fueron los tamboreros. Mañana tendrán confesión y misa en la Plaza Mayor, y almorzarán con sus padres y se cuidarán en respetar las buenas costumbres. No podía dejar de sentirse que la tropa andaba como ternero guacho, mamón sin teta, o indio en cancha de bochas. La guerra sin batalla es ancha desventura, oscura suerte, gran malentendido del destino. A ejército que se templó y no se lo emplea, se lo retira y desahucia, se lo 59 menosprecia y ofende en cada uno de sus hombres de mando y tropa, en cada una de sus apostadas temperaturas y en todas sus confortaciones de legión, distraído de su naturaleza y confundidos sus motivos, comenzaba a sacudirlo las sumas de las furias suspendidas, un vientecito frío que les venía para realentarles ganas de venganza, motín o fechoría, que mayor infortunio que batalla perdida es batalla rehuida por ser derrota privada de todas compensaciones y sólo el desorden cunde de esa tristeza como estaba cundiendo entre el quién tiene la culpa de retirarse así en señoritas. En algo habrían de cobrarse la pelea negada, tanta dureza que se devolvía sin uso, tanto macho rechazado, tanto envalentonamiento resentido cuando en lugar de darles muros que derribar, campo en que dilatarse, combate a paso de vencedores y horas reglamentarias de resarcimiento, violación y pillaje, lo sacan, desempleado, a las rutinas y desamparos otra vez de las estancias, obrajes, chacras, fundos y oficios suburbanos de mataderos, salazón y quintas, sin haber reventado sus venas, sin haber sido ellos mismos por sí mismos en los entreveros en que cada quien es quien sin patrón ni nadie, carajo, que humille y se ensancha vida apostándose, refundándose, liberándose de mala vida anterior y de muerte 60 que no habrá de quebrarle así nomás las musculaturas del brazo. Muerte venida porque sí y sin enfrentamiento ésta de volverse a las vainas, a las fundas, a las domésticas obediencias de los oficios o a cuatrerear sin licencia militar, como cualquiera, otra vez y hasta cuándo. Volverse como arrepentimiento sin pecado. Los veteranos de las revoluciones vencidas no resolvían a regresarse sin oler a tierra ensangrentada por el triunfo, se les hacía malestar de tripas acalambradas, esperaban ver llorar a los caballos desde que ellos no se atrevían a confesarse en lágrimas, que se les iba la última ocasión de gastarse, se les venía la paz con todas sus tristezas, sus confinamientos, sin hasta cuándo. No se serenaría el Ejército Revolucionario en sus partes para desfilar mansamente, y era más bien justo y probable que comenzara esa misma noche la desbandada, compensándose con incidentes y riñas entre los desbandados. El Batallón de Bachilleres había quedado extraviado desde el atardecer. El General se resistió a solicitaciones de ir por ellos con facilidades de ayuda. Los mocitos saben demasiado y se reordenarán por su propia cuenta. Todo movimiento confundiría al enemigo que se retira en 61 convenido orden. Lo que de ellos supimos no se abrió a conversaciones, apenas rumoreada fue la mala suerte de los mozos que en su aislado desconcierto no acertaban a representarse lo ocurrido y muchos menos sus sangres en hervor les hubieran consentido imaginarlo ni por sucesión de supuestos arbitrarios, que excitados vivían su campamento entre arengas de sus oradores, reiterándose los párrafos del Manifiesto, templándose para la hora justa y ahora se demoraban, faltos de órdenes, sus cuatro piezas de artillería ajustadas para el estreno, faltos de concierto sus doscientos jinetes apurados en corear la proclama del Coronel, quitarles ocios a los rifles y ganarle carrera de luces calientes a la historia. No sabían qué estaban esperando. No les merecía suponer que esa caballería que se les acercaba no les diera alcance para otro cometido que restituirles la comunicación con el Ejército, aunque lo hicieran en tropel, sin formación debida, con gritos salvajes en los que no corría la alegría. Ni tiempo a recibirla. Apenas un alarido pampa cubriendo el campo temblante y un sudor de rápidos violadores entrándose al gozo desesperado de cebarse en muertes fáciles, desprevenidas, haciendo matanza y degollación de inocentes. 62 Transcurrida la matanza, cumplida la cuidadosa degollación, los dispersos pusieron a tranco sosegado sus caballos y se alejaron sabiendo a regocijo el primer fresco de la madrugada, como se alejan los marineros del barrio de los prostíbulos, regresándose a los barcos. Tres y uno que otro más sobrevivientes le trajeron al General el banderín del Batallón. El General instruyó. Mañana desfilarán en el batallón de pasantes y empleados de tienda, recién constituido para incorporar a los mozos que habían quedado en la ciudad en el nuevo servicio municipal de policía, con banderín que inscribía Progreso y Orden. De otros tres y acaso uno que otro más sobrevivientes no se supo nada, todavía. 63 7 El General se quitó las espuelas para comandar el Desfile de la Pacificación. Sus correajes lucieron amabilidad, que le fue correspondida. Los burgueses atrincherados o disimulados en las casonas hacia el sur de la Plaza con río a la vista que acaso hubiera sido posible para huir en derrota, abrieron las anchas puertas y ofrecieron los balcones. Los que habían buscado refugio de espera en las quintas de la Calle Larga, se volvieron y embanderaron las azoteas. A la medianoche, le llevaron serenata al General los italianos que desde las glorietas placeras ponían música sentimental a la vuelta del perro. Lo compensaban del trajinado Día de la Victoria. Tempranito, le comparecí y se decidió: me voy a echar una proclama. Escriba. Escribí. Hoy comienza, americanos, la Revolución Institucionalista, la más benigna de las revoluciones. Güay de quienes se 64 pongan con voces de desquiciador orgullo en la vereda de enfrente, malentendidos de lo que se trata. La paz es la más hermosa conquista de los tiempos y nos desvelaremos en defenderla con las armas en la mano y no reposaremos hasta que cada uno sea el obediente servidor de tan ponderables sentimientos de respeto y seguridades para la propiedad y los intereses establecidos que alimentan el tranquilo y justificable progreso. Nadie se mienta pretendiendo arrebatar al pueblo la merecida paz y las gratas felicidades que ella comporta. Güay del anarquista y sus presuntuosos desquicios, se hará merecedor de todos los rigores de la ley bien entendida y mejor servida por la inspiración impoluta de mi espada. Quien se ordene a los útiles trabajos de la paz recibirá por sus naturales cuidados todos los beneficios de la juiciosa aplicación de la ley. Cuanto al enemigo tan a nuestro pesar como resolutivamente recibirá todo el peso de los frenos y restricciones de la ley por corresponderlos a sus graves desatinos. Cesó el desorden de hoy para adelante. Sobre todo, subordinación y respeto a las propiedades que son cimientos de la prosperidad general de las naciones felices y sus tranquilos pueblos. Sed precavidos, mis compatriotas, pero más que todo sedlo con los 65 innovadores, tumultuarios y enemigos de la autoridad. Odio eterno a los tumultos. Amor al orden. Desde ahorita mismo queden consagradas las nobles libertades de la persona y cada uno vaya de su casa al trabajo y del trabajo a su casa. Sed sumisos a la ley. Amad con vuestro General a las tradiciones. Dentro de las tradiciones, todo; fuera de las tradiciones, nada. Ya, como si andara solo, ni esperó las obligaciones de mi cortesía. Venían por declaraciones especiales los corresponsales extranjeros para remitirlas, inmediatamente, a sus periódicos y a sus gobiernos. Cumplimentador el General. Agradecido el periodismo. Léamelas, señor periodista, que me queda por ver si ha entrado todo mi pensamiento. Soy amante del orden regular de las cosas, propio de un pueblo hacendoso y productor, sólo ofuscado pasajeramente cuando su tranquila y bienhechora naturaleza fue turbada por la pasión sin controles de la autoridad y desentendiéndose que los progresos de la humanidad en sus tiempos eternos se gradúan de tal manera que los pasos del querer son sabiamente regulados por los pasos del poder que impone a los primeros la experiencia de los valores de consagración antigua como si el querer 66 fuera arte de irreflexión y el poder obra de la sabiduría y sus fundamentos. Las instituciones vencen así a la anarquía en socorro de los hogares, del capital y del trabajo, constituyéndose en virtuoso orgullo del ciudadano y del campesino la libre voluntad con que acata las convenciones dispuestas por el orden aliado a la paz y cuyo provecho se niegan los vagos y malentretenidos para los cuales no se excusará el rigor que los acomode a las justas precauciones de la ley. Antes y después del desfile, recibió saludos que eran juramentos en tres tiempos. Los correspondía. Con voz disminuida de gente que nunca hubiera cabalgado una noche entera ni vadeado un río, voz como de pide permiso conformista, se confidencializaba a delegación de propietarios rurales, comerciantes de la Plaza Mayor y de la Calle Mercantil, junta de importadores de ultramarinos, liga de señoras beneficiantes. Mi gobierno será domicilio de la prudencia. Con ella justificaré mi conducta en buenos presentes y aún más felices tiempos futuros. A nadie dejaré soplar el fuego de nuevas discordias aunque para ello la sanidad de mis intenciones ministre ejemplar y orientadora dureza. Mis enemigos son los de nuestro 67 reposo merecido y por salvarlo de pérfidas intenciones subversivas, de conatos de indeseables, de pretensiones y excesos indebidos opondré la generosa resolución de restaurar el imperio del orden tantas ocasiones quieran los enemigos que se arme mi brazo y el de los hombres decentes, razonadores y esclarecidos de nuestra sociedad, confirmando la reputación y respeto que con nuestro desinterés particular hemos adquirido para gozo de la conveniencia general, de la reconciliación de todos los derechos inmanentes y las garantías debidas a la propiedad y a sus personas, siendo de mi especial cuidado que derechos tan valiosos y garantías tan necesarias no sean desproporcionadas por los proyectos de la disolvencia. Las cárceles, señores míos, no se avergonzarán en dar asilo a los turbadores. Por la misma manera se ha de ufanar en abrirse la puerta grande del Fuerte a quienes se lleguen en oportuna demanda de protección para sus liberales transacciones. No se malograrán los comunes intereses mientras el General de ustedes se sabe obsequiado por la amistad y la compañía de los mejores. Queden, pues, satisfactoriamente enterados. 68 En el banquete de las Fuerzas Vivas, el presidente del Gremio de los Matarifes, proveedor del Ejército Conservador y del Ejército Revolucionario, llevó la voz de las corporaciones patronales. La cuchilla de la justicia corte los miembros viciosos de la sociedad y a tantos infortunios suceda la dulzura de la autoridad bien constituida, siendo obra de bien en general y en detalle que los trastornadores no vuelvan a sacar el hocico del corral así haya que quebrarles las vértebras y rematarles las desvergüenzas por menospreciar los paternales sentimientos de quien desde hoy nos vela y tutela de las maquinaciones malsanas. A Dios gracias y al señor General y a su masculinidad bien diferenciada, la honra y tranquilidad retorna a nuestros hogares. Dicho está dicho que si el General lo demandare, el Gremio de los Matarifes usará los propios instrumentos de su faena y echará bofes afuera, como se dice, en la acción directa que el General nos propicie. A un guiño suyo atravesaremos la blanda línea que separa al merecido sosiego del sacrificio patriótico y formaremos las escuadras de la Sociedad Restauradora, de cuya presidencia honoraria deseamos veros investido para honor de nuestras legiones dispuestas a la lid. Contad con nosotros para las rápidas 69 circunstancias, tened a nuestros ligeros brazos como vuestros, sólo os queda mentar dónde está el enemigo y volveremos con él tal como lo queráis. Contad con nosotros, Benemérito Magistrado, Héroe Pacificador, Primer Obrero del Progreso Americano. Contad con nosotros te dicen el Gremio de Matarifes y las Fuerzas Vivas que levantan ante ti la dócil demanda de sus intereses afectados por el impuesto de puertos que grava al tasajo, contraviene a la pacificación de la campaña y prejuicia los prestigios internacionales de la República. Os postulamos que recaudado ese impuesto del consumo de la ciudad, se hagan rentas que alienten las exportaciones tradicionales que dan buen nombre de granero de Europa al país. Calla mi voz no porque tan propicia ocasión cierre mis labios, sino porque la comprensión que reveláis hace innecesario de más largo el cuento. Asentimiento de cabeza por el General. Brindaron. Ellos: Por el Héroe exterminador de anarquistas y trastornadores, por el Ilustre Americano, por el Regenerador de la República. Él: Por la Patria, por la Unión de todos los compatriotas. Pero, ellos no eran gente de irse sin cerrar trato. Él se los estaba cerrando. En la paz, mis correligionarios, la ganancia es la palanca del orden y el progreso como la gloria lo es en las 70 empresas de la guerra. La gloria ya está con nosotros. Digan lo que digan los que sólo tienen por decir y nada en hacer, ustedes son la madre nutricia de la historia. Qué hubieran sido las grandes naciones sin hombres rápidos para los negocios, comprando a los apurados en vender y vendiendo a los apurados en comprar. Mi gobierno accede a vuestras demandas en el entendido de que juntos cimentaremos la decencia familiar y el orden público en todo suceso de justicia que necesite de la lealtad de vuestro brazo. Gracias. Se había dado tiempo para otros recibos, homenajes y resoluciones. Del negro gigantón que acaudilló operaciones de desmoralización y macheteo, se ocupó prontamente. Me lo dan de alta del Ejército y le concedo patente para atender taberna. El negro se fue con rencor y beneficio, con manifiesta tendencia a acumular menos en las cuentas del beneficio, por mucho que le fuera, que en las del rencor. Me lo vigilan. Recibió al Sargento mayor del ala centro-izquierda del Ejército Revolucionario y entrando éste ya le cambió el tuteo por saberle a qué venía. Me habrá visto usted todos los meros días de nuestra larga amistad cara de feo pero 71 no de zonzo. Le haría falta a usted un poco de feo de la mía para entenderse mejor con las cosas tal como van sucediendo y no así tanto como las teníamos dichas. Yo no me he salido, General, de las cosas que teníamos dichas. El amigo que todavía le estoy siendo, Sargento, quiere que se asocie a ese entendimiento. Si fuera necesario entender algo más, General, me estaría borrando de aquellas cosas que teníamos dichas. Entregue, sargento, su pistola. Salió a presidio con recomendación que no le dieran martirio, no le pusieran mano encima, ni bien y mal tratado, con todo el tiempo que tenía por delante para que se le derroten las barbas y los cabellos. Recibió al poeta nacional y de mala gana, de pie, apurándolo le escuchó su vocecita gaseosa. Más súbito resuena con su hazaña / El clarín del General y al momento / Queda abatida la soberbia saña / Del monstruo altivo y su furor sin cuento / Huye bramando la feroz Discordia / Triunfa la Ley, renace la Concordia. Recibió a la Junta Patriótica de Notables, convenida en Comisión Pacificadora Auxiliar del gobierno del General, e hicieron sesión primera de acuerdo en recíproca profusión de reconocimientos. Ellos: hay que retrogradar hasta los tiempos antiguos para hallar análogos ejemplos, hombre providencial que Dios mismo hizo 72 surgir del seno mismo de las borrascas y las tempestades para aplacar las iras y venir luego en bonacible calma a regir los destinos de la República. Él: había llegado aquel tiempo fatal, en que se hace necesario el influjo personal sobre las masas, para restablecer el orden, las garantías y las mismas leyes desobedecidas. En los lances de la revolución los partidos habrían de dar lugar a que los hombres de la clase baja y de la campaña se sobrepusieran y causasen los mayores males, porque saben ustedes las disposiciones que hay siempre en el que no posee contra los ricos y superiores. Me parece, pues, muy importante conseguir una influencia grande sobre esa gente para contenerla. Recibió información sobre el cadáver mutilado y abandonado en la carretera. Lo habían encontrado unos muchachitos que volvían, a mula, a su escuela del campo, y juraban, gritando, que ése era su maestro. A talerazos le habían torcido la sonrisa. Hubo, ese día y los siguientes, en la ciudad, algunas claras confusiones. Nadie llegó a desesperar. Se habían confundido los periodistas. Los de servicio conservador habían procurado prolongar sus sistemas personales 73 de previsión recogiendo el mismo lenguaje de las proclamas como propios suyos cuando el Ejército Revolucionario avanzaba y la moral de la defensa no se coordinaba a exitoso enfrentamiento, y era, por supuesto, cosa de muy saludable reacomodación progresista de sus partes mojar en otros tinteros la misma pluma que, ahora, ahorita, no tendría donde mucho mojar, ahora, ahorita, que los periodistas liberales se estaban pasando nuevamente a conservadores. 74 8 Y me vino, señor Reed, el recuerdo de Juan. O, sin querer darme cuenta, lo venía trayendo, silenciado. Ya no me lo podría quitar. Como oyéndolo y conversándole en los cafés de la recova de la plaza de Bolonia y en los patios de la Universidad, tan de pocas palabras, cada palabra se hacía tiempo para nacer a su razonamiento, cada palabra era él mismo en los trabajos que la reinventaba en su querer pensar a las cosas de nuevo, que cada generación tiene derecho a inventarles su significado a las palabras, que mucha vida se muere reiterando las mismas palabras de viejo uso y agotadas, y las palabras vaciadas o muertas no ayudan a ganarse el mundo y sólo entregan el mundo acostumbrado, alistado, denominado, vulnerado, y nos borramos 75 de tanto repetirlas a medias en consabidos sentidos consagrados, nos borramos la propia fábula, nos borramos los poderes de la iniciativa, mediando sólo entre lo conocido y permitido conocer sin que de adentro nos broten las palabras en las nuevas madrugadas de la historia, que es favor natural de cada generación que invada al mundo con los significados nuevos que les traen a las palabras, a los servicios de las palabras, a la invención de las palabras para los nuevos servicios, en lugar de las palabras domesticadas porque esto es así y no de otra manera, esto es esto y no diverso y diferente, sometimiento a la tiranía de las viejas palabras que viven de no morirse del todo y alterándonos con su muerte pendiente esa nueva madrugada de la historia que somos nosotros, nuevos por diferentes, diferentes por diversidad de significados que traemos y que nos traen y no sabemos qué hacer con ellos sino encerrarlos en las palabras viejas como si el tiempo fuera uno solo y mismo porque lo miden los mismos relojes, que las palabras son, también, tiempo incorporado al hombre para aventurarlo por sí mismo a no ser el mismo de hoy mañana, a anticiparse anticipando la invención de las palabras, apurando los nuevos significados en sus palabras recién amanecidas que se nos 76 entristecen por no saberlas en su universo deslimitado que nos propician, al que nos empujan para quitarnos de los lugares transitados, para hacernos camino más allá de las posadas que habitaron abuelos de pasos contados, como si nuestro destino fuera el de la rememoración, el de la nostalgia, el de trillarnos en los surcos ya abiertos y volvernos a las grandes madres que sequen nuestro llanto y nos protejan de las alarmas, difícil el oficio de hombre nuevo, costosas las expectativas y riesgosa la misión de las nuevas palabras, y así nos confinamos nocturnos asustados en la búsqueda de los tiempos perdidos cuando nos falta el coraje de correrle a la intemperie sus alegrías, sus promesas, ya replegados sobre las riberas tranquilas desde no se parte nunca, viendo alejarse a los pájaros y el alboroto de los vientos. Y reducíamos aquellas consideraciones, que se nos habían ordenado en escalonados ritmos de proclama o sinfonía, al nivel festivo de la anécdota provincial. Las incitaciones generacionistas declinaban a negaciones ocasionales en el escrutinio de los periódicos que nos llegaban de lejos. En ellos situábamos la muerte de la palabra en los lugares comunes de 77 nuestros periodistas, académicos, políticos, florilegistas, profesores de retórica, chantapufis, ministros de educación y pregoneros de circo sin sorpresa, violadores de las palabras cansadas. La solemnidad colonial los identificaba en los énfasis prestados, sin error de turnos conocidos tan livianos por dentro, de cáscaras reacomodadas por fuera para reiteraciones de usos cualquiera la ocasión, pretexto o motivo mortuorio, celebratorio, espectacular, condenatorio, exaltador, jurisprudenciero, obediente, almacén de pluscuamperfectos, humillación de la palabra. El escrutinio era fácil. A un lado, los lugares comunes que dejan de serlo cuando las mismas palabras antiguas y recientes imaginan y dicen cosas distintas en los usos de que les hace el pueblo, pocas palabras macizas de intenciones cumpliendo la oportunidad de esas palabras, curso continuo de sangres activas, recreadoras de significados, de leyendas, de anticipaciones. Eran pocos, o ninguno, esos lugares comunes en los periódicos. Los periódicos se llenan de los otros, los lugares comunes que reiteran y deshonran las palabras y desabastecen sus oportunidades y son de uso de los letrados del aburrimiento, de alistados en padrones de convenciones asustadas, de pidepermisos, que nadie suponga que las cosas han dejado de ser como 78 han venido fácilmente consagradas y aún un poco más mansas y siempre aceptables, entonces el lugar común como cáscara de lo que ellos se prohiben, el lugar común para salir del paso y aprovecharse de su grande variedad de disimulos. Perdona, Juan. El timbre acaba de sonar en mi despacho. El General me llama. 79 9 Tres sobrevivientes de la masacre del Batallón de Bachilleres se fueron a la montaña, a ponerle banderas. Nadie se dio en avisarse por dónde comenzaron a treparla, nadie le reparó el rastro a los días del ascenso, siendo como era tiempo de festividad pacificadora que tenía distraídos a los más dispuestos en meter nariz en cosas ajenas y en dar el quién vive a lo habitual. Tenía, entonces, aceptado para mí que la desesperación puede volverse a júbilo y así explicarme a los aterrados en marcha hacia la montaña, redimidos del desastre, rescatados al desafío que, todavía, les estaba pendiente. Se habían ido, echando a andar otra vez a la esperanza, para 80 hacerse refugio amurallado, cuartel de sacrificio purificador, y aprestarse al día de la resurrección, en que bajarían, fortificados de soledad, comandando las columnas de pequeños dioses refundadores para ganar las guerras demoradas. Alguna vez había ocurrido que legiones juveniles le tomaran ese servicio a la montaña. Harían suya esa fábula, comenzaron a hacerla con pies ligeros, aprendiéndose hombres enteros de una vez por todas. Desde allá arriba verían al mar y le harían señales al mundo. Desde allá volverían cantando los himnos de la purificación victoriosa, sabiendo en sus sangres los cursos de la historia apresurada, alegres reivindicadores, pero sin saber, hasta ahí, que la montaña continental es áspera y recelosa para tienda o colmena de aguardo y preparación, tan alejados del mundo que los rechazó, tan distante del mundo que les guiaba sus sueños, solos del todo solos, creciéndoles las barbas como abrojales, maltratados por las pesadas lloviznas, la lentitud de los días, las nieves nocturnas que todo lo hacían blanco de sabana lunar al amanecer y el sol no era recompensa, caía a sus ojos para fulminarlos, el sol castigo y nada gratitud, el sol quemando nieve no deja el juego de los párpados y se mete en los ojos picándolos con cuchillo de redondo filo que se queda 81 como un puntito de plomo ardiendo, el surumpi que le dicen los indios andinos y sin saber corregirlo como los indios viejos, tan mocitos de ciudad y libros, innundados de dolor clavado, sangrándoles fríos oscuros y explotándoles pólvoras de sol como mismas cosas, ojos perforados, párpados de fijo caídos, puñalada sin salida, quebrándose ya el calzado en los declives peñascosos que no ven y la piel del talón a la rodilla descascarándose en ollas de nieves hervidas y los vientos huelen a ceniza helada y a ronda de aves busconas de tanta desgracia de difuntos a pie, condenados, andándole la muerte de payasos aporreados, de gallinas ciegas en corral ajeno, humillados de Dios humillador, desavenidos, sin dónde el camino de morir o regresar, tres muertes solas sobre piernas descordadas, desentendidas, martirizadas y porque así se regresaban comenzó a saberse que se habían ido. En los últimos declives, Dios misericordioso les acercó el burro de la aldea, consagrado a la amistad del leproso. Se le prendieron como en sueños de niños al Arcángel, las manos enloquecidas reconocieron la humildad de su lomo, los pasos del pesado delirio se sosegaron para acompañar el tranco paciente, reconciliador. El burro no equivocó la ruta 82 del estercolero, por donde llevaba a soledad sin ofensa al leproso cuando lo insultaban los ascos de las beatas hacia primera misa. Por ahí mismo encontraron al animal y a los tres inválidos rodando con sus gritos que de no ver le gemían al cielo, que todo se les había hecho cielo en las hirvientes pupilas destrozadas y el viento madrugador dándoles ahora látigo encendido a la roña de las barbas y las llagas del frío llegándoles a los hombros. Las beatas entonaron las cancioncitas alcanforadas que le enseñaban a los nietos para rechazo del diablo, brujas y otras visiones perversas, nada enteradas de los símbolos del burro y su misericordia, encerradas en sus mantos. Entrose al poblado el animal y sus tres compañías por la arcillosa calle encharcada, la que evitaba el malhumor del mendigo a caballo hasta la blasfemia, aldea de mierda habría de ser, y se daba galope desdeñoso por limosna a otra parte. Sin verla, no dejaron, de seguro, en saberla aldea vaciada, vacía, torre sin badajo, campanero paralítico, y de tumbada cruz como en rogativa que al pobre nadie le escucha, cruz abandonada de soberbias, en recogimiento, plegada sobre la sombra de la plazuela desarbolada, mocha, de luz estéril y abolido el vuelo de las palomas; 83 secas, exprimidas las callejuelas y su silencio roedor, casas sin puertas por no quedarles nada que guardar, mucho baúl vacío, poco o nada qué decir de los oficios de la gente, oficio de huyentes en los niños tan pronto se les desenredaban las ganas de ser muchachos y de mirar cómo se iban era oficio de los viejos que se turnaban a la muerte en el único ataúd comunal que los llevaba a cementerio y volvía a la custodia del sacristán hasta el siguiente viaje en tanto no tapiara al cementerio la invasión de las langostas que no tenían otra tierra de alimento en la vecindad, tierra sin Dios ni diablo y de muertas que se quedaron cuando los indios de labranza se escondieron en la sierra y no hubo manos de blancos que se concordaran en los cultivos, dueños de nada comiéndose el moho de los abolengos y el mismo nombre de la aldea a la que comenzaron a decirle por alguna manera la del manicomio cuando unas carretas que sujetaban gente de voz alzada dejaron el tumulto en el barracón trasero de la Iglesia, desocupado de granos anuales que almacenaba, y no eran para dormirlas las noches con los gritos y llantos del manicomio ni sobre almohada de cuatro apellidos por otra parte en desuso como también el Don, la Doña, la Misia y Su Merced Señor, todo el tiempo aldeano que fue enterrado en 84 los aljibes secos de los patios de parras podridas y vientos tardíos que no consentían navegar a los fantasmas. Dicen que sólo de diferente hubo una niña que quiso llegarse al barracón para enseñarle a los locos el rezo o rehabituarlos en él, pero en cuanto le leyeron la intención, así de deshonrada, pronto la mandaron a la ciudad del distrito a enclaustrada de por vida en convento de blancas sin alteraciones de sangre y virtud. El vacío de la aldea debió entontarlos del todo a los ciegos más que si lo hubieran visto en los muros roídos, en las ventanas desilusionadas, vacío que se metía en todo, en la cabeza, en el estómago, en las ingles, sonaba como guitarra llovida, pesaba como saco mojado, incineraba como el sol en la montaña; no dejaba preguntar dónde estaríamos acá, acortaba todo, rebanaba todo, todo desvaciado, la cabeza reventaba de vacío, el estómago se retorcía de vacío, las ingles dolían pateadas por el vacío. Apenas el burrito los hacía ciertos. Nos llevará a pesebre, quiso decir la lengua fría de uno de ellos. O a Jerusalén, quiso la de otro. ¿No lleva a la madre y su niño montados? Nosotros somos sus niños y él es nuestra madre. Sigámoslo. Acaso recordara alguno de ellos, o era recuerdo para los tres en confusión de tiempos muertos, que en grafías de intransigentes 85 romanos representaban al Cristo crucificado con cabeza apacible de burro, mirada de triste piedad. Le seguían el paso, deshechas las lonjas del calzado, descalzos, encardados, sangre de rodilla abajo, pies de suplicantes en desierto de piedra partida. He aquí que tu Rey vendrá montado en un asno tan así pacífico, misericordioso, dulcificador. Hacia detrás de la Iglesia. El sacristán y el mayordomo del manicomio les abrieron las puertas. 86 10 Me incomodaba entender. Si procuraba evitarlo, la incomodidad era la misma. Debía incomodarme para darle razones a lo visto, por inesperado y difícil de negar. Hubiera querido conversarle mis incomodidades a Juan. Me estaría diciendo que los vencidos son los que triunfan. Tal vez, es lo que siempre haya ocurrido. Las restauraciones, no las revoluciones, son los grandes puntos de referencia de la historia. Circula por ella un determinante pecado de conformidad que a ella le llega desde disposición presente en cada uno de nosotros. Queremos aconformarnos por inconformidad con nosotros mismos, para negarnos. Siempre repudiamos 87 algo, o mucho, de lo que somos. Los jefes victoriosos del populismo son la mejor ilustración. A más disminuido origen más entorchados, estrellitas y oro ante los retratistas que habrán de mostrarlos con aquello que se les ha pegado y les esconde su naturaleza. Esos grabados no querrán que los supongan que se han revolcado en campamento hambreado con las rabonas, yendo al combate temblándoles los sudores en las barbas, las puteadas en las bocas, encintados a lo indio bravo los cabellos, con taparrabo por todo vestir, a lo más faja que hiciera más difícil el trabajo de la lanza enemiga en abrirles la panza y enroscarles los intestinos. Pena grande que el arte de los litógrafos no los retenga así. Pecado de vanidad, pecado de conformidad. Los asean el día siguiente del triunfo, rellenándoles la tranquila chaqueta con felicidad de entorchados. Ése, el del retrato, era el que se aconformaban repudiando al que eran, admirando al que no son. Y se les pegaban las rutinas del oligarca y se ensoberbecen en jactarse de ellas con las prisas del recién venido, con los provechos del recién aconformado. Los vencidos se lo estaban ganando, los vencidos le imponían acatamiento, los vencidos lo domaban, prestándole sus jacqués, sus Óperas, sus retratistas, el sillón principal del Club, la primera copa del 88 champaña del brindis en la velada patriótica. Y ellos, bárbaros de la guerra o campeones revoltosos del sufragio, hijos de las barriadas de los mercados, de las aldeas pobres, motineros de guarnición provincial, líderes de los mataderos, tiroteadores de atrios electorales, intransigentes doctores suburbanos, se civilizaban copiándose conformistas, restauradores, en disconformidad con el que venían siendo, copiándose del enemigo admirado lo ajeno, como gente del tercer patio aprovechándose, en cuanto el amo y los suyos se van de vacaciones a la estancia, para correrse a las habitaciones del primer patio y darse fiesta, vistiendo ropas de corte europeo, reponiendo hambres en vajilla de la China, templando a sus mujeres en sábanas que retienen el perfume de la amita blanca. Hasta que el amo y los suyos regresen de la hacienda. 89 11 Reclinado, apausado, dueño de todo el tiempo, calmoso, calmosiento, no se había quitado las cautelas de conspirador, esperando al enemigo que por algún lado cuando menos pensado por si acaso habría de estar viniendo, mirada de abrigo de quien sabe que aquello que premedita le llegará a su justo y adecuado tiempo, prolijo de labios lentos, voz de suave eficiencia, de brida corta y trotecito regular en campos húmedos. Voz de postigos entornados, de exigentes condescendencias, de breve persuasión apaciguadora, si usted me lo sabe entender se encargará de la oficina recolectora del impuesto de las pequeñas y medianas chacras en razón de los cuidados que puso usted en agitar la reforma agraria. Voz sostenida y discreta. Cuando usted situó la horca a la puerta de su respetable casa me pronuncié sobre que este señor dispone de aptitudes 90 convenientes y lo quiero de ministro encargado de la hacienda pública. Acepto, Señor General, con una condición de conveniencia oportuna. Explíquese, señor ministro. Una revolución que no devalúa, Señor General, se hace sospechosa. Cómo así. Felices, Señor General, los tiempos en que había pocos ricos y entre los ricos sólo uno o dos grandes millonarios, entonces la gente tenía buen conocimiento de hasta dónde le alcanzaban los propios y ajenos merecimientos dependientes del trabajo y la fortuna y vivía en sosiego y consolación dando la vereda y el Don a quien realmente le correspondía, felices tiempos de los valores no ofendidos y que usted habrá de restaurar. Cómo es eso. Devaluando, Señor General. Ha circulado mucho dinero y ello ha lastimado el orden social, zafando las jerarquías, confundiendo derechos legítimos y apetencias desconsideradas. ¿Podríamos retirar ese dinero de esos usos subversivos? Pues, quitémosle el valor y la riqueza volverá a nosotros cuando tengan que pagar más la harina y el carbón importado y nos paguen más a nosotros por el tasajo que exportamos. ¿Está claro, mi general? La devaluación trata de reparar la dignidad del dinero y el volverlo a su debido lugar, del que nunca debió haber salido para 91 conservación de las honras y respetos. La falta de claridad que se me apercibe, señor ministro, quiere preguntarle si no hay ocasión de otros beneficios. Los beneficios del secreto del día y hora de la devaluación, Señor General, que es secreto exclusivo suyo y mío. ¿Devaluamos, Señor General? Métale, señor ministro, téngame al tanto. Voz sumaria y sentenciosa. Por qué compadre. Por unas gallinitas que el muchacho se llevó de un corralito de por ahí. Ahjá. Cuántos días, compadre. Quince, general. ¿Quince? Sí, general. Ahjá, pues se les harán treinta para que se le olvide de andarse en cercado ajeno, compadre. Voz de varón así satisfecho y obsequioso. Que los transportes de ustedes a la santa causa triunfante me motiva a que les reconozca calidad de contrabandistas regulares. Voz de apegos prudenciales, precautorios. Pues, pensándolo bien, las industrias hacen mal, desvergüenzan, disuelven los respetos familiares concordando con los trastornadores que reclamándolas no hacen sino deliberarse sobre la naturaleza de sus propios beneficios, por qué habríamos de ser mecánicos si Dios nos confortó para la honrosa felicidad de pastores y labradores, las industrias dañan la moral, desaciertan las probadas razones antiguas, quitan el 92 reposo y el juicio necesarios para la buena salud de los pueblos, además son cosa de gente rubia, gringos del diablo, que ellos se ocupen de ellas, que se pierdan con ellas del otro lado de Dios, nosotros pondremos ordenada atención y respeto en los rendimientos de los ganados y las mieses con preservación de la sanidad y las buenas costumbres de nuestros dichosos paisanos, la República se favorece, compadre, en ser una gran estancia y ojalá no deje de serlo nunca sin zafársele las leyes de su tranquila adecuación y mesurado progreso, nada peor le fuera que la desordenara el inapropiado progreso, cuando me manifiestan que alguien habla mucho y pronto de progreso se me va la mano a la empuñadura de la pistola. Las puertas se abrían media hoja para dar paso a los elegidos, la otra media a la defensiva avisando que la elección podría interrumpirse en cualquier momento y llenarse los pasillos de jacqués de visita sin visita. Pase Mesiú, el fotógrafo. El General en pleno uniforme, que por demorar demasiado el encargado a los sastres de Viena se fue por con que vestirlo a las vitrinas del Museo de la Patria y lo supo como doblado a su 93 complacencia entre asociado y burlador de la historia. El General de casaca bordada en oro con iguales entorchados y charretera, ancho pantalón rojo, banda punzó de seda y repacejos de oro desde el hombro derecho al costado izquierdo pendiente el espadín francés de oro, penacho en reposo sobre el antebrazo, sonrisa de triunfador y sus serenas imposiciones, foto de cuerpo entero de pie, serenas impaciencias, foto de cuerpo entero sentado, serenas paternidades, los brazos del sillón son garras de león dorado, detrás el dosel de terciopelo carmesí con nubes romanas. Pase la Junta Directiva del Club Social, uno a uno indica el protocolo, uno a uno sin suspender los silencios de la alfombra, uno a uno sin equivocar la media puerta, de perfil entrando, uno a uno diciendo su nombre y apellido paterno y materno seguro subordinado de usted y de su ilustrísimo gobierno, Señor General, a su servicio que es servir a los prestigios consolidados de la Nación, uno a uno moviendo carillos de repetición por lo bajo de las palabras del honorable presidente del Club Social hemos venido obedientes al mandato de la historia patricia, hemos venido, Excelentísimo Señor, el Club Social por iluminación de los 94 miembros presentes os concede grado honorario de presidente eminente y vitalicio. Cómo así. Tradicionalistas y modernistas, Excelentísimo Señor General, se han acordado en el Club para recibiros por artífice que sois de la armonía social, determinando mudar la marca tradicional para unirla a la incitación moderna que vos figuráis. Cómo es así. El Club se llamará desde vuestro ingreso Club del Orden Social. Ahjá, está bien, ahjá. Pase el director de La Gaceta Liberal. ¿Es que habría de serle necesario que fuera yo quien le asevere los varios usos de las palabras? No se recrimine y téngala por innecesaria su aspiración de cortarle la cola liberal a su Gaceta. No le tengo fobia a las palabras. Necio de toda plenipotencia de necedad quien se distrae en dejarse molestar por las palabras. No he de ser yo un incurrente en tales desaciertos. Las palabras pueden servir para cualquier cometido. Pase el Arzobispo. Asuntos de la fe no le habían distraído demasiado al General, sin dejarse llevar al error de que no habrían de interesarle a las gentes para aliño de la conformidad del alma. Que ni supiera el número de las cuencas del rosario, y creo que ciertamente no era de su interés 95 saberlo, y no por necesario que se las reza sin contarlas, que con la cuenta se perdería claramente los valores totales de la devoción, que no lo supiera, digo, no era ocurrencia de pública impiedad porque se apresuró a ley nacional que impuso rosario diario en las escuelas y misa de domingo, con certificado de asistencia, al personal de la administración del gobierno bajo pena de no volver a sus escritorios el lunes sin haber dado cumplido. Lo que no disimulaba las presunciones del señor Arzobispo, quien a medio tono de pensar con discreción se reservaba el juicio de que el converso siempre da más de lo que se le pide y que propio de él era excederse, como si gozara en desollarse para que lo rellenen con los sucesos y consideraciones que gratifican a los arrepentidos. En públicas plegarias, hubiera querido el General doble comunión ostentosa, y en festividades de la Iglesia ningún extremo de cumplimentación le era suficiente para disponer a las instituciones del Estado, de lo que dio testimonio la crónica: En la procesión de Corpus Christi, los batallones de la Guardia Nacional formaban calle para que pasara la comitiva; y el abanderado de cada uno de ellos tendía en el suelo el pabellón de la patria, a fin de que sobre él avanzara el sacerdote que llevaba la hostia 96 consagrada. Lo que inclinaba al señor Arzobispo por entender que se obtiene mucho, mucho más de un converso reciente que de un creyente antiguo. El acuerdo de las almas, señor Arzobispo, es asunto por igual del gobierno de los hombres y del gobierno de Dios, yo, encargado del primero, me reverencio ante el segundo por motivaciones de sumiso amor y beneficios de la República, provincia de obediencia, almáciga de paz. El pueblo se infortunaría discurriendo entre opiniones que se presumen principios que están lejos de su entender y que no hacen sino llamar a los malévolos desequilibrios, con que se desgracia el edificio social inspirado en las diligencias de la religión. Se me hace, desde mis acomodos, señor Arzobispo, Eminencia, que nuestra religión es sabiduría de simétricas proporciones. Malvada sociedad, Eminencia, la que cae en ilusiones y herejías importadas. No soy tan ni poco avisado para no saber que esto viene en libros que son desgracia para todo el universo y mucho más para este país que recién se remedia en la gracia de Dios por imposición de mi espada, llegándole con ella el tiempo de levantar en nuestra ciudad las murallas de la Cuarta Roma. ¿No lo cree así, Eminencia? Pero caeríamos también nosotros en voluble orfandad, si no nos alcanzaran las 97 conveniencias de la realidad. De esto me apremio en hablarle, Eminencia. No quiero ángeles, por favor, Eminencia, nada de ángeles en la tierra. Sería un mundo peligroso, anarquizado, ensoberbecido, un mundo de no entender y no gobernar. En la tierra sólo hombrecitos, Eminencia. Y que pequen, que pequen, pero no tanto, y esto está entre mis entendidos sobre saber a las gentes. Un pequeño pecado las remite a remordimiento y del remordimiento se beneficia el orden. Con arrepentidos puede haber contrato, sin razón para perseguirlos y sí para asociarlos, dándoles un aprovechado merecimiento a sus necesidades de disculpa. No hay orden más seguro que aquél que se sirve de los temores de los arrepentidos, de los pequeños pecadores que traman pecado y arrepentimiento como hábito que les gana nuestra tolerancia y compromete su sumisión. Los pequeños pecadores culposos son sus mejores devotos, Eminencia, son mis mejores paisanos. De ellos nos vendrá consentimiento y fidelidad. Se dejan gobernar sin hesitación ni queja. Son, se lo he dicho, los amigos perfectos del orden, son la necesidad del orden. Pero que nunca se les agranden los pecados, porque con el grandor se les zafa las culpas y se trepan a la soberbia, y el 98 soberbio arrebatado por sus culpas se desopina sin salvación. Ahí el enemigo, Eminencia, el pecador que se corre a la otra vereda, el pecador ufano, el disidente, nuestro enemigo irreparable, el enemigo. No dejaré de decírselo. Duro con él, Eminencia. Y los hay varios y variados entre su propia tropa con grado de tenientes de parroquia y entre barbilampiños seminaristas, según los esmeros que puso la Seguridad Especial en averiguarlo últimamente. Horrorosas herejías de sotana por dentro y para abajo, salpicadas por la blanca miel que trabajan las abejas del deseo concupiscente en colmenas que por voto expreso debieran permanecer sosegadas, indisimulada cachondez de sermoneadores de Su Santidad que desde las ventajas del púlpito desorientan a los pecadores. Desfachatez, Eminencia, de tanto frailecito como se lo sabe ver ahora desasistiendo a la Iglesia con sus enredos y malos auxilios en los caseríos marginales, hablándoles a las gentes para perturbarles sus tranquilas vidas y hacerlas ansiosas de no sé qué cosas que ya reclaman con bronca, convirtiéndolas en enemigas del orden que quiso Dios y del cual usted y yo somos garantes. Eminencia, Eminencia, ya no son los señores curas de los tiempos míos y los suyos, que ahora rápido desarreglan las 99 correspondientes inocencias, alteran la debida mansedumbre y se atreverían en hacer esposas a sus queridas si los dejaran avanzar un poco más en sus peligros. Debilidades programadas por el diablo, Eminencia. Antisociales, Eminencia. No los quisiera ver envueltos en alegaciones denostativas porque, entonces, Eminencia, yo me tomo su autoridad y méritamente ejerzo la mía y me encargo de ellos para prudenciarles el peso de la buena ley y devolverlos al camino del que se están carajinando, con su permiso, claro está, pero con mi decisión, Eminencia. Si no se regresan pronto al camino, quitarlos, pues, de todos los caminos, que no hay peores enemigos que aquéllos que por naturaleza y mandato están conformados para ser los mejores amigos. Eso huele fuerte a gadejos y a traición, y de la traición algo sé yo como ha de ser premiada. Y no le digo más ya que sus silencios me lo entienden. Le digo buenas tardes, Eminencia. El anciano Arzobispo se volvía con su propia confusión, echaría su lento rosario de mortificaciones y antes de recibir la noche se mojaría un buen rato en la alberca de la casa de su hermana, vecina a la suya, para asegurarle a su cuerpo la tranquilidad del sueño, padre de la fe. 100 12 El General gobernaba con los que se habían quedado en casa, gente tranquila para adecuados usos, ninguna altanería de los de la campaña, que mejor era perderlos a cambio de estos otros, gente de deseos medidos, discretos, sin pendencia pendiente ni sobras de beligerancias, gente de entendimiento y razonables cautelas. Figúrese, usted, qué sería gobernar con todos los reclutados a la hora de los alborotos, pues desconcertarían jerarquías, desamorados de la ley, cuestionadores, que esto no es así y vaya a saber cómo lo quieren, como si el gobierno fuera seguir mandándole al enemigo en su propio campo, partidas de irregulares que lo confundan y le desquicien su suerte y propósitos. Los buenos para eso son malos para esto otro y no han de volver a darse esas preferencias de destemplados sargentos menores. A los tenientes mestizos, a cada uno por 101 igual, los recelaba y forzándolos a escrúpulos de honor entre ellos hasta reglamentarles el duelo por quítame cualquier cosa, los mantenía activos en mutuas disputas, con lo que les indisponía tentativa alguna de unión y les ocupaba sus energías para que no se les volvieran contra él. En los altos rangos se le exageraban los cuidados para que cada regimiento tuviera por jefe a quien no le cabían fáciles alianzas con el otro jefe, empleando en esta disociación antecedentes de querellas regionales, como si a los lanceros los coroneleara un llanero, que por otra parte era justo y apropiado en aptitudes de entereza, a la artillería le correspondía, por requerimientos de malicia, mando de serrano, a tales fines que los odios que uno y otro traían de sus aldeas no se borraran en perjuicio de la jefatura general, más segura cuando las inmediatas subordinadas tenían por único concierto servirle y no entenderse entre ellas. La autoridad se hace de estas previsiones, o no se hace autoridad. El orden es la concordancia de algunos desórdenes necesarios que lo distienden y de algunos otros igualmente necesarios que lo apremian. Los concursos de la anarquía son disposiciones para el orden. El orden es la regulación, desde arriba, de la anarquía y sería error desfavorable su entera represión que al 102 cabo de ella, sin controlado desorden por dentro y abajo, se debilitaría en todo la autoridad. En un orden perfecto desaparecería la autoridad y esto no lo aprendí de Prohdhones, sino de los entendimientos del General: el trastorno ha de ser regulado, negándole preeminencia a los trastornadores, ahogándolos en sus propios trastornos, regulándolos. Eso es apaciguar codicias militares y querellas de regiones, aplicándolas como beneficios de seguridad y dominación. En el gobierno, a su lado, tropa de servicio manso, agradecida. Nunca un amigo es buen agradecedor. No hay enemigo peor que el amigo que sólo se supone beneficiado en la mitad de lo que estimó merecer, pues fatigará su resentimiento por la otra mitad que no se le ha reconocido. Para los amigos, guiños de amistad. Para los enemigos, los puestos del gobierno, que lo sabrán agradecer. Al amigo se lo tiene en espera ilusionada. La espera lo conserva. Al enemigo se lo gana cuanto antes. Esto es de utilidad en el Estado para el ordenamiento de las pasiones públicas y privadas. Y si es posible, cómo no lo habría de ser, que en planos ostentosos de la administración figuren apellidos tradicionales así no agreguen aciertos, que ellos lucirán como prendedor 103 alhajado en pechera de nuevos ricos, y esto es bueno para estimación de los acostumbrados respetos sociales. Con la misma prisa que estos discretos razonamientos tenían diligente aplicación en las políticas de administración del General, en el extremo norte de la ciudad, sobre las lomas mejor protegidas para observar el río y su tráfico mercantil, se levantaban los muros del nuevo barrio residencial de los proveedores mayores y variados vivanderos de la campaña, tan pronto la Intendencia de Guerra reconoció las cuentas presentadas por los que abastecieron a uno y otro Ejército, con las debidas compensas y los intereses incorporados. Se agregaron al barrio en formación el jefe de partida revolucionaria o represora que se quedara con la caja de caudales municipales de la población liberada o de la población defendida, el amigo del Intendente de Guerra que intermedió en apurar la justicia de los pagos, el consignatario que vendió a uno y otro lado caballos para las operaciones ligeras y mulas de diligentes abastecimientos, el oficial de despacho administrativo que demoró hasta el momento la paga de los soldados, dándolos de alta por muertos, desaparecidos o extraviados en borracheras o parrandas si las circunstancias se le hacían dudas. No es 104 memoria completa la que me ayuda, pero agregue usted lo que su imaginación le adecue y así compuesto el barrio le dará el catastro de la nueva burguesía posrevolucionaria. La construcción fue rápida. En un abrir y cerrar expedientes en el Departamento de Obras Públicas instalose el puerto nuevo, junto a los lodazales pedregosos en que terminaba la inclinación de la barranca. El puerto hizo de aliado activo de las prisas, pues a partir de su habilitación fue plazo de meses el que llevó la composición del barrio con los materiales que llegaban desde las Europas y que maestros y artesanos que por ahí mismo acababan de llegar almenaron con las artes de un rompecabezas en tamaño neoclásico sobre parquecitos franceses, con fuentes italianas de angelitos meadores y rejas de hierro de fundición inglesa alternadas con parrales prusianos que inscribían el monograma de los dueños del petit cható. Paseo de la ciudad en los domingos del pobre era ver esas casas que se construían para los ricos, hasta que terminadas negó el paso el regimiento de serenos y se tendieron vigilantes acostados, montículos de acera a acera para imponer a los vehículos el paso de hombre y contraasegurar el barrio y sus habitantes de la velocidad que puede ser cómplice de 105 atentados anarquistas. El General había precaucionado avenidas anchas y despejadas para que los cosacos les chinguen la ocurrencia de levantar barricadas en las esquinas, como es de moda en Europa. Cuatro meses. El quinto era tiempo de los decoradores de interiores, tan previstamente importados como elefantes cerámicos de la India, columnas de mármoles mediterráneos, estufas de Liverpool, gobelinos con comparsas de pajes, caza mayor o atardecer en el Lago de Como, alfombras con certificado de haber servido a la familia imperial persa, juego de sala que no le llegó a tiempo a Maximiliano, un vitró afamado por los robos en la Catedral de Chester y que determinó desarmonías y disputas su codiciada posesión local. También trajeron un cuadro de gallinas degolladas, o algo parecido en esa índole, que ocasionó dudas de desinterés o resistencia por parte de compradores, hasta que oyeron: Ma, messieurs, madames, cet la obra plus important del gran pintor del proximó sigló. Aujour vale diez, demain valdrá mil. Si es así, es otra cosa. Fue al comedor del matrimonio que ustedes van a conocer enseguida. Pasen ustedes. Pasos de súplica reiteró el matrimonio en la sala de edecanes. Como a tranquitos, disculpándose, avanzó él al despacho y ella 106 un tanto menos juiciosa y como inciándose a zafada, aprovechándose de recuerdos tan compartidos como la misma prudencia de olvidarlos. El General facilitó. Nos conocemos. No había otra respuesta. Nos conocemos, Señor General. Se conocían y me corro atrás en el cuento, señor Reed, para traer a la pareja trashumante que llevaba tiempo de dejar de serlo. A él se le descolgaban de los ojos, con la rapidez en uso entre los trapecistas, dos linternas busconas. Los oficios anteriores también se mostraban en ella: rostro de luna amarilla le habían perpetuado los afeites baratos y el busto ya lerdo no resignaba la impaciencia con que había tremolado en espectáculo de ecuyere. Las dos linternas masculinas encontraron qué hacer al disolverse el circo en la ciudad austral de las arenas, punta desevangelizada y de transbordos de ninguna honra y ahí llamó al espectáculo, sobre el mantel de zinc del mostrador de las tabernas portuarias, de las últimas habilidades de la mujer que, manchada de años feos por haber mucho trajinado los lindos, sólo sabían la facilidad de la pirueta. A ella se le caían los ánimos menos que a él. Él: en este borde del mundo terminaremos. Ella: soy mujer de correrme a la proa todavía. Un oso blanco al que pronto enloquecieron los vientos del canal, un par de 107 panderetas a las que la humedad ribereña le desbarató los ruidos y más otras variedades del instrumental liviano del abandonado oficio, le sirvieron a echar suerte entre cambios y permutas con marineros aburridos y obreros otro tanto de las estancias ovejeras, dispuestos a recibir los pretextos que les alterara la soledad de tantos hombres solos y única mujer europea que sonriera en diversidad de maneras a tan respetable público final. Acumularon patacones, morocotas, onzas y suficientes libras esterlinas con que hacer de pulperos, se les amatronó el torso vespertino a la dama y cerró chaleco de dobles fondos el caballero para tiempo de usufructos que, desde el mostrador, lo variarían a otros menesteres que comenzaron por compra de orejas de indios australes a los paisanos de remington, cincuenta centavos la pieza que vendían a precio cómplice a los terratenientes sureños, concurriendo a consolidar la paz en la región de las ovejas. Casi inmediatamente fue el viaje mensual del pulpero a las fronteras provinciales, desde donde se llegaba con las obras del hurto a la imagen de las recompensas de la Virgen del Valle. Más tarde, pero no mucho más tarde, sin borrarse todavía de pulpero fuerte y prestamista, instaláronse en explotación ovejera por liquidación de 108 acreedores, a la que se agregó favor del juez llegado de la capital y que alojaron en sus propios dormitorios reduciéndose ellos a los fondos, y fue cuando pusieron nuevo precio a las orejas de indios ladrones, rompealambrados, salteadores, sin vergüenza, sin religión ni nada. Seguro acierto los ha traído, amigos. Hemos aprendido a no errar los pasos, Señor General. Provechosos empeños mis amigos. Me aprovecharía de ellos para manifestarlos como ejemplo: aquí tiene clarificado que en este país no trabaja el que no quiere y no se hace rico el que no trabaja, que eso que dicen de cuestiones sociales no es para estas tierras. ¿Por qué vendrían los demagogos a invertir ideas exóticas en sociedades que recién se descascaran y no rechazan a los voluntariosos y emprendidos? Persuadido estoy de los peligros de esas ideas y les tengo dispuestas mis resoluciones. Nada más adecuado a la coligación de propósitos de mi gobierno que excitar los intereses bien aprovechados. Pero ya les va demasiada charla, mi compadre y su dignísima esposa. ¿A qué vinieron? Primero, pelucas. Cómo es eso. Ella entró a proponer. La operación, sencilla. Había materia prima a disponibilidad: las crenchas de las chinas de las reducciones, podándolas de tiempo en tiempo, 109 aseguraban la prosperidad de la industria. Ahjá, no está mal. Segundo: caucho. Propuso él. La guerra entre los imperios europeos no lo dejaba llegar y la demanda interna no dejaba de crecer. Cincuenta mil pesos fuertes del Tesoro Nacional para alentar la nueva industria. Ahjá, no está mal. Se fueron con orden para el administrador de las reducciones. Las indias serían llevadas, por tandas, una vez al mes detrás de las cercas del Cementerio y esquiladas como obedientes ovejas. Se fueron con orden para el cajero mayor del Tesoro Nacional: cincuenta mil. Él descargó sobre el papelito de la orden su mirada de linterna. Le exigió a su escribiente. ¿Te decides a imitar los trazos del General? Años me he pasado ensayando firmas ajenas a la espera de una oportunidad. ¿Cuánto vale tu silencio? Por parte, mi silencio ya es suyo, en todo caso cuánto vale mi vida, pues no se me asegura que su conciencia floja no me descuente después. No es para tanto, sólo un cero, un cero bien dibujado aquí al lado de estos otro cuatro. No hay problema. Se hicieron quinientos mil. Se decirle que el General se avisó cuando los excedidos beneficios le excedían la parte que él se había previsto. Se decirle que no mucho después, traído por el Club del Orden Social discurrió el filósofo de la 110 libre empresa sobre El Hombre es bueno y el Estado es malo, y que el socio del General fue orador de presentación con discurso que yo debí escribirle y del que sólo recuerdo la frase que leyó con entusiasmo: Esperamos de ti, señor de las ciencias positivas, que razones las reglas de honor con que la iniciativa individual y la libre empresa abren el camino a las nuevas clases industriales, hijas de su propio tesón y esfuerzo. En el petit cható que el matrimonio conocido terminaba de construir, sobraban espejos de Francia. El propietario les alistó inmediato destino para la mejor eficiencia de otra propiedad, de arriendo, que lo compensaba con satisfactorias rentas. Era la vieja residencia de señores, conocida por Las Brisas del Paraíso, restada que le fuera de sus jardines y encerrada por recientes edificios comerciales, como recluida para mejor desapercibida y encubierta a favorables disimulos en calle cortada entre dos avenidas de tráfico ligero, fáciles de situar si se aludía al Convento de la Compañía apenas a una cuadra, y que, sin nada proponérselos, servía de inevitable orientación a los pasos de los pecadores del atardecer que pedían asilo en la residencia, mudada de oficio sin necesidad de cambiar 111 de nombre. Discreta disciplina de disimulos los recibía. Su dueña tenía impuesto beneficios de juramento de logia, de tal modo que si un suegro se daba de caras con su yerno, o tan igualmente lo contrario, la rigurosa neutralidad del territorio los consideraba no vistos. El acuerdo no sólo cerraba bocas, sino que, incluso, hacía buenas y oportunas amistades sin demasiadas palabras para que por nada llegara a trascender el motivo y el lugar en que habían pactado. Podría maliciarse que el orden que el General instalaba en el país tenía ahí su correcta representación, y vaya, como de paso, por las impresiones que tengo recibidas, que esas casas son modelo de ordenamiento, ningún alboroto, toda reserva y circunspección, tan bien dirigidas como pequeñas y eficientes repúblicas portuarias. Cuando para juzgar una batahola cualquiera se dice eso es un quilombo, se me viene a los ánimos, pero no al atrevimiento, desmentirlo y aclararlo. La que le digo era casa de tanta paz universal como de extremos regocijos. Adversarios en cuestiones profanas limaban la habitual acritud de sus rostros al reconocerse próximos en los salones festivos, o hermanados desde el zaguán de entrada que los sorbía por igual. No pocas riñas de comercio y política, o de ambos orígenes a la vez, asentían en 112 suspenderse, acompañando al acuerdo con cargado pisco o cañas lugareñas, distendiendo el tono amable con que aprovecha a los espíritus belicosos los sosiegos que se obtienen en la educada carne de la mancebía. La casa cumplimentaba su función social en el sistema organizado por el General y no era inadecuado que quienes brindaban por secreta reconciliación lo hicieron con respeto y adhesión al pacificador que el país, a Dios gracias ahora, nunca había tenido antes. Para lances de honor y propuestos a muerte, que ya se tenía preparado campo de espadas a toda punta, los padrinos conseguían en la extraterritoriedad de Las Brisas del Paraíso el mejor derivado de mutua reparación y ningún resentimiento como para que los desafiados se recobraran honorablemente de sus agravios y recibieran festejo y concluyeran aquí no ha pasado nada, identificándose en el estreno de mercadería recién importada de Marsella, no sin antes y después correr entre el brindis coro de padrinos y asociados que libraban augurios sin cuento por el progreso del país y la concurrencia de los mejores ciudadanos a la obra de restauración de las viejas virtudes que reinauguraba el General. 113 Misión de orden y entendimiento. La casa mereció la visita del principal. Se le abrieron de par en par las vidriadas puertas de cancel, que era lugar desde donde un ex-comisario de policía, fracasado de guarda-espalda, discernía los prestigios sociales de los aspirantes antes de consentirle la entrada. Y se cerraron con orden de terminante clausura mientras permaneciera la excepcional visita. Palmeó sus manos el General y apareció tropel de mancebas, con pasitos de obediencia correspondientes a los prestigios de la visitación, pasitos que eran saltitos que agitaban sueltas polleras a bajo vuelo de palomas en el medio día de la plaza cuando la ternura de un vecino les lleva las sobras de pan. Se le arrodillaron. No tan educadas, no tan educadas. Menos afectación y más espontáneas condescendencias, señoritas. Las señoritas lo acataron y procedieron a los halagos de la profesión, tributándole escenas de pintura primitiva, cuyas variaciones en lugar de bosque prediluvial tenía decoraciones de espejos franceses, multiplicadores de senos y piernas, en acuerdo a que la mejor fuente del orden es la abundancia. Aprobó y se fue. Las campanas de la Compañía siguieron repicando sobre el orden interior de la casa, acaso desquite de su fundidor indígena que depositó en 114 el badajo los restos de sus sobresaltos paganos, venganza de viejas religiones abatidas. Las campanas instruían los rigurosos horarios de la mancebía y su clientela, como si el tiempo y sus turnos de gracia terrena fueran regulados desde las alturas. 115 13 Me dicta las intenciones y yo pongo la letra. Las palabras, Juan, dicen menos de lo que podrían aludir, de lo que podrían iniciar. Las palabras más fáciles que llenas. Discurso para la apertura de las sesiones de la Sala, memorias ministeriales, comunicaciones amigas a los gobiernos extranjeros, editoriales y necrológicas para La Gaceta Liberal, ordenación y comentario en dos idiomas para los Anales Americanos, fundamentos doctrinarios para expropiar tierras al sospechado reincidente o para pasar a propiedad del General tierras sin dueño aparentemente conocido o desapareciendo, correspondencia privada sobre asuntos públicos. Las palabras deshuesadas, acorraladas, amarradas a un solo servicio. Las palabras saqueadas por complacencias del despacho regular en acuerdo a sus intenciones dictadas. El voluntario-secretario-boletinero, que le fui en 116 el Ejército Revolucionario, era entonces uno solo y entero. En el Ejército no era mucha mi presencia, la de mis papeles, tinteros e imprenta, pero le puse vanguardia de opiniones, juicios y por qués a los propósitos de la campaña, le puse motivos a la acción, le puse letra a mis ilusiones. Después, dejé de ser el uno entero y ya soy el funcionario de la obediencia del General doblado en el que quisiera seguir siendo el mismo, pero suspendido, en espera sin previsto ni alentado término. El que quiere seguir siendo es mi provincia silenciosa, silenciada. El que saben de mi es esta colonia útil del General, que sólo se puede permitir, sin que lo sepan, la renuncia a escribir De la autoridad manifiesta a los sentidos espirituales del gobierno justo, el ensayo que le tenía pensado a mi Príncipe cuando abrió las marchas del Ejército Revolucionario. Del que nada reparan es del que apenas puede sostenerse, en esta dignidad de resistir a los lugares comunes más consagrados y tan imprescindibles a la prosa oficial, y esto es satisfacción que me doy en reemplazo de otras muchas prohibidas y en recurso de mi profanada vocación a diferenciarme. El General suele mirarme como mira el que se larga a caballo a aquel otro que se queda cuidando su jardín. Pero, no puedo 117 creerme propietario de mi jardín. El General, como todos los hombres que se llenan de autoridad, no ocultaba sus irrespetos. Acaban de informarle que el secretario del comisionado municipal no sabe ni leer ni escribir. El comisionado, ¿lo sabe? Si, señor. Entonces pongan al comisionado de secretario y a este otro me lo hacen comisionado. 118 14 Siempre llegó el General a donde iba, o así parecía, llegando pronto, a la hora que le preveían sus recaudos, sus relojes. Y se ufanaba. Ve, usted, licenciado, esa enredadera trepada al muro y cubriéndolo por todos los lados. El muro es este país y yo la enredadera. ¿Quién la quitaría? El muro y la enredadera son una misma cosa. La enredadera se le ha prendido al muro como un ciempiés que en la noche se le ha subido a la piel de un niño enfermo. Se le queda. La noche suele ser más larga que el día. La enredadera tiene más vida de noche que de día. Es cuando se carga de humedad para seguir prendiéndosele al muro y retenerlo hecho su prisionero. Déjeme volver a preguntarle. ¿Quién la quitaría? ¿Usted cree que con un discurso en la Universidad? Figúrese a la Universidad en aquel extremo de la enredadera. Todo el resto es el todo. Se necesitarían 119 ejércitos de hormigas muy afanosas a un mismo tiempo. Pero, usted, sabe que es fácil aplastarlas, un pie acá, otro pie allá, o si quiere les pone los polvitos venenosos que en la Conchinchina usan los gringos y me facilitarían para el caso. De seguro que me apelarían El Cadejo por aparecérmeles en cualquier lado, por saberme estar en todas partes. Y se quedaba mirando la enorme enredadera nocturna del patio exterior del viejo Fuerte, mirándola se repasaba el bigote prusiano que se había diligenciado, llegándole las guías altaneras hasta donde se hacían paso las luces de sus ojos atigrados, pacientes, sin demora, precavidos, sin alarmas. El General deseaba ser temido sin ser odiado. La administración del terror era la más difícil de sus administraciones. El terror no espanta cuando se hace costumbre y rinde mejor eficiencia en tanto un castigo por grande y oportuno multiplica efectos como no los generalizados castigos más o menos permanentes. El terror gasta sus poderes en su habitualidad y se desconsidera cuando hiere a todos. Mejor que todos se sientan alcanzados no por heridos en su propia persona, ya que les impresiona más un grande ejemplo sin olvido, en el cual hayan podido tomar todos los avisos e 120 incluso colaborar. El ideal de terror bien administrado es un único y pomposo fusilamiento en la Plaza Mayor, plataforma de lienzos enlutados, palco alfombrado para las jerarquías por orden de representación e intereses, parada militar, bandas de música, invitados especiales, batallón de religiosos cantando salmos, balcones confortados de damas, espontáneos coros populares, bomberos paseando antorchas, campanas a vuelo redoblando a arrepentimiento, tiradores de gala, inmediata y solemne decapitación, cabeza del ajusticiado en picas alzadas de plaza a plaza entre fuegos aceitosos que la acabarán en lenta ceniza oscura y cuidadosa crónica en La Gaceta Liberal. Lo que se llama un fusilamiento histórico. Será de efectos participantes más generales y perpetuos, dando que hablar más que cincuenta ejecuciones nocturnas en la barranca del río y otras tantas detrás de las tapias del Cementerio o en el patio de guardia del cuartel. Las gentes se asocian a la obediencia cuando participan en la solemnidad de un fusilamiento ejemplificador. El terror que se muestra por acá y por allá a cualquier hora no aporta sustentación tan sólida y, en cambio, desordena como los siniestros de la naturaleza, sin cuidado de elección. El terror sin prolijidades no fabrica 121 orden y desanda lo hasta ahí impuesto, no se fija en miedos y se disuelve en odios, que no son de conveniencia institucional ni de mi particular preferencia por lo que llevó aprendido como por lo que llevo acondicionado. Administrar el terror, licenciado, es administrar los miedos, que al terror se lo vea a prudencial distancia, ni demasiado lejos, ni demasiado cerca, ni vecino a diario ni alejado para siempre, que es la forma de alimentar permanentemente los útiles miedos, base de las instituciones juiciosamente instaladas y de los felices consentimientos a que ellas comprometen. No se hace ejemplo con enemigo, sino con amigo retobado antes de que se nos escape del todo de las manos. Los enemigos tendrán siempre la variación de amistársenos. El amigo que se disiente, no. Él es el enemigo. Si lo fusilo tendré averiguado cuál es la salud de la amistad entre los otros amigos y se da razón de que la condena del disidente sirve para compactar al grupo de amigos en los servicios de la más empeñosa lealtad. Si la Iglesia no hubiera quemado a sus disidentes, hubiera sido una Iglesia débil para atraer y abrazar al enemigo tentado en incorporársele. Ese enemigo y aquel disidente habrían arriesgado, en algún año cualquiera, los poderes de ella. Lo perfecto sería, licenciado, 122 que otros hayan aportado el terror y que uno llegue a la hora beneficiosa de los miedos. Esos son favores de la tradición. Pero, no es mi caso, a los hombres como yo, que venimos de donde venimos, los hombres como yo, cuyos padres se mueren sin que lo lloren en La Gaceta Liberal y a quienes nada se les hace de antemano, tienen que hacerlo todo al momento, con sus propias manos, ensuciándoselas, sin dejar pasar el momento, sin equivocarse una sola vez. Esa noche, apresuré la cena para irme a los libros. Mi edición de Machiavelli estaba a la vista, porque las recomendaciones para el Príncipe son, en verdad, para su secretario, para los secretarios. A favor de toda suerte de subrayados y llamadas para su fácil uso, encontré lo que buscaba: Las crueldades bien realizadas son las cometidas de una sola vez al comienzo del reinado, a fin de asegurar al nuevo príncipe. El General, viniendo de donde venía, algo lo tenía sabido. Al día siguiente, a los siguientes, me distinguía en demorarse comentador. Por qué conmigo, en quien no podía figurarse su aprendiz de mando y menos aceptarme en sociedad de igual. Precisamente, por eso, se le echaban a andar sus reflexiones como delante de un espejo que no se queda con 123 nada y se lo devuelve todo a quien se mira. Conversándome, se conversaba. Nada de violencia porque sí. El oficial exterminador de las guerras policiales del norte se me adelantó no sé en hacerlo pero sí en decirlo jactándose: Mi principal mira era atraerlos por los medios pacíficos y empleando con aquellos que no querían conocer esto, castigos ejemplares; así era que uniendo la suavidad a la aspereza obtenía triunfos que han venido a dar los resultados más satisfactorios. El terror con la bondad de un padre de familia, que brota en salud entre la buena gente y disuade a la otra. Todo exceso es vano y desmejora si no se concierta a motivos de razón y meditados provechos y por igual a aplicaciones más extremas que dilatadas. Su órgano de concentración ha de ser la memoria de las gentes, desde donde les bajan los oportunos miedos sin que se les recuerde para qué siquiera con un golpecito en la espalda por donde poner obediente el pie y sumiso el paso. Se reprime una vez y se induce las otras, y esto me dice que con paciencia de cielo se edifica en la tierra. La violencia se ha de llevar por leyes que fiscalicen sus extremadas emociones, sus expectantes logros, que regule sus pasos y no los deje adelantarse ni un minuto más ni un minuto menos en lo 124 necesario, pero cuando se la llama no dejarla en inadecuada demora ni a medio cumplimiento porque se resiente. Sigo diciendo, licenciado, que la violencia es arte mayor del Estado y no entenderlo sería no ver las cosas en el color con que las pinta la realidad, lo que confundiría al sumar enemigos en vez de descontarlos. De propensiones administrativas al exceso ya me se algunas de sus causas, que las tengo referidas en pláticas con el Jefe de Policía Regular, en quien sus acreditadas lealtades no le dejaban atrasar sus afanes en competencia con el Jefe de la Seguridad Especial, y si éste le aventajaba en dar un complot por descubierto, apresuraba él los informes sobre una conspiración en marcha, de resultas que todo el país lucía una insurrección dominada más una insurrección a sosegar, y en esto se pasaban los dos jefes contendiéndose en cumplirse y cumplimentarme a quien más desde excitada y obsequiosa lealtad, con esmeros que concordaban por igual de mañosos. Y no era confortable para la sanidad del Estado y los respetos a su Jefe, por cuando las intranquilidades sobresalían de lo necesario y la abundancia conspiradora y complotera facilitaba el mal pensar sobre el sistema y sus prestigios naturales que aparecían débiles y desafectados y debían obligarse a 125 permanente represión, a lo que di remedio en turnos que concedí al primer esmeroso y al segundo, instruyéndolo al primero: De por recibidos todos mis agradecimientos, pero no me manufacture conspiración por semana, sujétese a conveniente moderación hasta nueva orden que le impartiré inspirada por el momento favorable, mientras el otro segundo escuchaba desde el saloncito de los edecanes y se apercibió por igual de las intenciones que lo alcanzaban. Domingo siguiente los invité a un zancocho en la quinta y los instancié en consideraciones que les hice con el cuidado de ejemplos, poniendo paciencia de padre con hijos excedidos en el amor que me debían y en el excelente fervor con que antagonizaban sus celos. Ni yo ni ellos podíamos ser pecadores de torpeza. No faltó la vez en que silenciáramos la importancia de una conspiración, a la que le cabía tal nombre, y de los conspiradores sólo tomamos al que era menos que el principal, aplicando trato que confundió a los otros, decidiéndolos a discreto exilio por indeterminado tiempo, pretextando motivos de salud, de negocios, de paseo en compañía de esposa, hijos y familiares. 126 Profesor en eximias cazurrerias, me razonó el método de hacerse de un jefe opositor a su entero gusto y necesidad. Le vamos a hacer un jefe a la escuálida oposición, se lo vamos a elegir, se lo vamos a consagrar. ¿Se le ha desapercibido, acaso, ese doctorcito suburbano que oficia de pico de oro en los Juegos Florales y en ceremonia de entrega de los Premios a la Virtud, que seguro nos será de servir en sus ocasionales aptitudes de palabrero? Gran jefe de esa oposición sería. Ese es el hombre. Lo metemos en cana y nosotros mismos le damos aire, un poco de bombo autorizando los correspondientes reclamos por su injustificada detención. Verá con que facilidad lo acreditamos en la opinión sensiblera de sus correligionarios, se los ameritamos. Nuestro preso será enseguida la bandera de ellos, nosotros le habremos fabricado su bandera con tela y colores plausibles a nuestro concierto y acomodo. Qué más podríamos esperar de esa oposición constitucional. Cualquier día lo volvemos a la calle aprestigiado de cárcel y nuestra República lucirá con nuestro tribuno opositor que forma parte de nuestras conveniencias. Algún día, más tarde, él mismo se sabrá nuestra obra y nos lo reconocerá. Algún día se abrazará 127 conmigo, terminará siendo nuestro amigo y seguramente llorará mi cadáver. Digo yo, el secretario, que el General, sin embargo, no pestañeaba en cuando lo solicitaba la seducción natural de la violencia. Cuidadoso como quería ser, cauteloso como era, se le desplegaba sobre la altivez de sus bigotes la sonrisa de respuesta y le saltaban al rostro los gozos que le nacen al niño tímido que se mete en el gallinero del fondo de la casa para pincharle los ojos a la bataraza, y diciéndome en voz picada que sólo un secretario podía oír: al enemigo, muerte de agujita. Y se dejaba contentar por las presunciones que afabulaban los miedos públicos y sus sordos pregones. Yo no creo que fuera verdad, o por lo menos que no fuera toda verdad en más de un caso, de que con vidrio molido desapercibido en las viandas carceleras les arreglaba la muerte a los presos de peligrosa importancia. Si usted, señor Reed, me apremiara yo podría alistarle tantas invenciones como la que le tengo dicha y que, acaso, eran más verdad por inventadas entre los miedos de las gentes correctamente murmuradoras que por consentirlas, el General, si de él dependieran. ¿No cree, usted, que 128 esas presunciones y posibles no tenían derecho a incorporarse a su legítima historia aunque algo les faltara, no demasiado mucho, para pasarse a verdad? Se decían las gentes que el General había dicho no se sabe dónde y menos se sabía ante quién, que él no se dejaba cucar por el misterio de la muerte, por tenerle sabido ya la circunstancia de espacio y tiempo en que habría de morir, conocimiento que lo aseguraba en la vida como en silla de caballo perfectamente domado. Se decían que había prohibido a los campesinos la pesca en el lago de la sierra chica, porque podía deshacerles la razón cuando levantaran con sus líneas de aparejos un cadáver de los tantos sacrificados durante la revuelta de los estudiantes, a los que se les habría prestado tan ligera sepultura. Que sería, por entonces, que a dos paisanos que les recayeron indicios como brazos visibles de una conspiración que comenzaba en un atentado contra su vida, dispusiera que el cuchillo les abriera un hueco por debajo de la jeta y que una vez así desangrándose los colgaran vivos para el fusilamiento, o sea, la culebra se mata en la cabeza. Volvían a él los decires y tengo para mi que le alimentaban la imaginación como coplas y romances de ciegos, alistándole sagacidad 129 más allá de los instintos. Los instintos, y esto así reflexionado corre a mi cuenta, le serían cobardes, saliendo a campo con campo seguro, a recoger provecho, son de ordinaria impunidad, cualquier infeliz es capaz de sacárselos de encima con ayuda que le motiva la circunstancia. La imaginación, la imaginación, señor Reed, en los servicios de la violencia, puede fundar posibilidades inimaginables. Era, sin duda, la que San Ignacio le pedía a los inquisidores que de maneras tan torpes se le agarraban con él. El General estaba aprendiendo las pródigas alternativas de la imaginación en los juegos dirigidos de la violencia. Es posible que la imaginación le nació al hombre con la necesidad de aplicar, desde temprano, las oportunidades y los recursos de la violencia. O se guiaba por la imaginación, o desaparecía. O se servía de sus provechos para señalarle pasos económicos y lúcidos a su violencia, o no hacía vida. Desde entonces, los más importantes servicios que ha prestado la imaginación a lo humano se han identificado, en alguna forma, con la violencia, con los triunfos de la violencia. Cualquier lector de historia y leyendas puede averiguarle esa servidumbre a la imaginación. Cuando el hombre imagine las maneras de llegar a la luna, lo será alentándose en 130 planes de dominio o guerra. Lo que no quiere decir que los más violentos sean los más imaginativos, pero sí que un dictador debe consumir cuotas iguales de imaginación a las de un guerrero y un poeta, y ello tanto para el mejor provecho de su dictadura como para esparcimiento en los conflictos de su alma. Imaginar la preparación de los escalonados tiempos para la desgracia del enemigo, y recriminarlo, persuasivo: cuando el sapo se ensarta en la estaca no es por culpa de la estaca. Imaginar que los presos pueden ser aplicados a picar piedras y construir carreteras no era imaginar demasiado, puesto que los presos, desde Colón, sirven para distintas suertes en estas tierras, o abandonarlos como sombras apenas humanas, creciéndoles olores en bocas pastosas y acarroñándoseles el cuerpo por recluidos en calabozos de fuertes coloniales, no era imaginar nada. Los quiso ver cuando salían a recreo semanal, desde donde ellos no lo vieran, les pasó vista, no parecían ya los mismos de ahuecados que estaban de días sin sol, que ahora les asustaba la luz, les espantaban los ruidos y les nacían ternuras cuando del tejado vecino saltó al patio del penal un pollo como extraviado, perdido, en el que volvieron a saber al mundo al que ya 131 no pertenecían y se lo pasaron de manos a manos para tener entre ellas calor de vida que ya no estaba entre ellos, jugaron con el pollo como niños tan pronto viejos sin haber terminado de jugar y encorvándose más de lo que los tenían obligados los techos cercenadores de las celdas del sótano, llevaban sus ternuras al juego y eran ancianos fantasmas enanos e idiotas del todo demorados a oscuras infancias y les hablaban como a hijo al que no hay que mostrarle penas, entretenidos y devolviéndose alegrías tomando sus olores de plumas llovidas como aromas del campo y sus arroyos, trabajos de recomposición de enceguecidos y atormentados, diversiones del alejamiento de la muerte. Aplicó el General los rápidos esparcimientos de la imaginación disponiendo que, regresados los presos del intervalo del patio a sus celdas de confinación y castigo, los guardias cazaran el pollo y los cocineros de la cuadra hicieran con él caldo para mejorar esa noche el rancho. Los menos se alertaron y rechazaron vianda de profanación. Los más regocijaron sus secas hambres para alertarse tarde después, con tristeza de asesinos inocentes, cuando a la semana faltó el pollo en el recreo del patio. 132 Aplicaciones de imaginación así trabajada alcanzó a Ministro, al que delicadamente distinguía y quien había tomado mucha tristeza que sólo por temor de ofenderlo disimulaba con difíciles sumas de celos, por razón que venía de su hermano que llevaba tiempo en la cárcel, culposo disidente, ensartado en la estaca, pagando muerte de agujita, sin que su familia consiguiera verlo ni aún sabiéndolo enfermo de grave estado a morir. No te pido, hermano, que te indispongan en tus asuntos, pero no será mucho trasladarle mi voz para suplicarle que su viejo amigo desgraciado pueda tener los cuidado de su casa. Y el Ministro preparaba todas las mañanas su voluntad para el encargo, abandonándolo los ánimos tan pronto trasponía la puerta del Palacio, con lo que el disimulo de su pena, sin desearlo, se le debilitaba, nada de lo cual se le desentendía al General, quien le facilitó el tema. Lo veo cada día de salud mejor, señor Ministro. Usted, ¿se siente bien, efectivamente? Muy bien, señor General. Bueno, muy bueno que a usted no le falte salud pues tendría que hacerse cargo de la familia de su hermano. Pero, para muerte espaciosa tenía manías de compensaciones y era su peluquero moreno el encargado, por buen musicante, de llevarle a la puerta del calabozo para las pocas noches 133 que le iban quedando serenas melodías de arpa y sobresaltadas armonías de flautín, lo que provocaba decir que le daba gozo que se fuera con música a la otra parte, como si estuviera empezando a irse sin quejarse por bien despedido. ¿Por qué no aplicaría esparcimientos imaginativos con el pobre infeliz que no habría de explicarse cómo pudo ocurrirle lo que le ocurrió? Nada había hecho para hacerse notar el varón provincial que vivía sus días sin afán, confiado, condescendiente y contento, persuadiéndose cada uno de esos días que quien se mete se jode, no te metás, y no se metía con nadie, poniendo saludo de media cuadra, sombrero orión italiano en el extremo del arco saludador a los más respetables que él y ahorrativa indiferencia a los respetables menos que él, llevando las discreciones de su importancia a su tarjeta de visita, en que debajo del nombre acusaba como prestigio el de Suscriptor de La Gaceta Liberal del distrito federal, que cambió al tiempo sumando moderada representatividad: Corresponsal de Noticias Sociales de La Gaceta Liberal del distrito federal, que fue lo que le trajo malogro sin querer y sin saberlo hasta dos años y un día después que le transcurrieron en los fosos penitenciarios, preguntándose cómo es posible que es de no metás 134 también jode y hallando respuesta cuando el propio General le hizo llevar de la cárcel al Palacio, suplicándole le aceptara excusas de tan injusto apresamiento interrumpido tan pronto verificaron los servicios investigadores de la Seguridad Especial que el error o descomedimiento, que apareciera en la crónica social enviada por el corresponsal de La Gaceta Liberal, correspondía a errata de tipógrafo y a otra cosa mi amigo cuánto lo siento salúdemela a su esposa de tan heroico comportamiento, mártir de la distracción de las imprentas. Esas diversiones de la violencia, así impartidas por la imaginación, me regresaban, y vaya esto de paso, al recuerdo de Torres Villarroel que fue quien diferenciara por su color al humor en primera, que yo sepa, oportunidad de uso de esa calificación de humor negro en el trozo quinto de su Vida, y de paso también vaya que en esa Vida se luce de su variado tránsito de actor de osadías, en lo que en nada podría yo seguirle, tan actor en caución y testigo consentido que me venía sabiendo. Y me vuelvo a los juegos y gozos de la imaginación del General. Me decía yo si las aplicaciones de la imaginación no diferenciaba a la violencia de su propio capítulo que es la crueldad. No lo pregunté. Un intelectual en Palacio se 135 prohíbe de preguntas. Para mi me lo decía. La crueldad se presta mejor a ser administrada. La crueldad facilita más dirección y acuerdos que la violencia y los conflictos espontáneos en que esta pueda desbordar. La violencia, en la mayoría de sus formas, no deja de ser barbarie; la crueldad, por elegida y razonada, es un apéndice de civilización. Un civilizado puede ser cruel sin mandar a vacaciones a su civilizado. La violencia, incluso en sus disculpas, recuerda al bárbaro. La violencia es desarreglo por arreglada que se la manifieste; la crueldad un ejercicio gobernado por la imaginación. Los usos de la adelantada imaginación que el General se procuraba lo habían dispuesto a exigir que su deseo ya estuviera entendido antes de manifestado, de que se les comenzara a dar por cumplidos antes de ordenado, razones que obligaban a adivinarle y acertarle, lo que era tarea de riesgo para quienes no se le habituaran con sagaz oportunidad. De manera que, en esos juegos, el refinamiento de la lealtad consistía en descifrarle las intenciones con cuidados entre silencio entendido y medias palabras suficientes. Solían sus ordenes así anunciadas forzar la comprensión imaginativa del que las recibía, que tal le ocurrió al gobernador andino, al que, a propósito de presos políticos 136 reincidentables, le llegó esta instrucción que me dictara y yo puse en código telegráfico: Ni se los queda con usted, ni usted me los manda. Y le fue discreta imaginación la que le ingenió la divisa de las tres P y sus provechos que consistía en una primera P de palos, en una segunda P de plata y una tercera P de plomo, según los adecuados turnos de la debilidad o el empecinamiento del cuestionado, deliberando que si lo pueden unos persuasivos palos o no menos persuasivos patacones, por qué anticiparle indebidamente el plomo. Recuente, señor Reed, lo que le llevo contado sobre artes realistas y artes imaginativas de la violencia, el terror y la crueldad en el orden experimental que las circunstancias mandaban, o dejaban hacer, en los poderes de mando del General, y sabrá que mucho le falta al cuento que es de los de nunca acabar. Corre la violencia cada vez más pareja a nuestros veloces días y se le adelanta a la crónica y vaya a saberse hasta dónde se le seguirá adelantando, sin que arte alguno triunfe en aplicarla a fines y juegos previsibles, como que ella toma por ley su propia capacidad de sorpresa y expansión. Si se la usa en represión vendrá devuelta en 137 insurgencias. Si es de uso de insurgentes alentará a los represores. Cada respuesta acumulará intereses devengados y procurará cobrarlos y se corresponderán en correrse a las variantes nunca inventariadas con que el miedo y la imaginación de los violentos incorporan el terror a la vida cotidiana. Y no acepte, señor Reed, estos dichos por pensamientos seguros desde que la violencia, aunque a veces sea extroversión de tímidos, no tiene nada de tímida y no se da tiempos diferenciados y donde menos se le supone motivos aporta sus propias razones para aparecerse y cumplirse. Y le va enseguida un ejemplo, con su hombre y circunstancia, como dicen, por presumirse, tantos repetidores de nuestras costas. 138 15 Este es el momento de decirle del barbero de mi pueblo y de su peregrinación. Se lo estoy presentando. El rostro le lucía su vocación de flautista pastoril, perdida entre suplicios de abuelos y apenas ocasionales misericordias; se dibujaban en su frente finos ríos en que navegaban los sueños y las memorias de antiguos derrotados; nariz leñosa, con suspensos de obstinación; pómulos en que despuntaban las sonrisas del Ángel; ancha boca feliz de cantor de villancicos y salmos, recitador de pregones y augurios; las luces de sus ojos, menos sufridas que alejadas, devolvían la indiferencia de lo permanente, la suave tranquilidad de lo eterno; el mentón, breve península, declinaba de la mansedumbre a la indulgencia, conteniendo recias energías de rehacedor de fábulas; sus pasos eran de ligero peatón sobre veredas húmedas de la madrugada; 139 apaciguadas sus sangres por saberse accidentadas; sus alargadas manos se extendían en tijeras y navajas para las honras rituales de su oficio; pasaba la brocha como si calafateara el Arca de Noé; pasaba los filos de la navaja como si limpiara al mundo de alimañas; los mismos filos de la navaja rasuradora se hacían voluntarios y hábiles en reemplazos inspirados por la piedad cuando corrían prisas en reducir hernias, punzar abscesos o escarbar algunas otras miserias del cuerpo humano, restableciéndole el funcionamiento de los veintisiete pulsos y los flujos concedidos por Dios y leídos en Paracelso, lo que le proveía de prestigio de brujo y suplente médico para quitar muelas, redimir orzuelos, emparejar juanetes, tareas menores en su lucha contra las deformaciones y el dolor ajeno sabiéndolo propio y aplicando al caso sumos de frutos salvajes y mezclas minerales pasadas por aguas cocidas y alunadas en noches de claror sereno; se esmeraba en la felicidad del semejante próximo y aunque no requerido se ofertaba por amor que no encubriera paga alguna, puesto que el sistema armonioso del mundo empieza en la salud de cada quien, en despertar y saltar del lecho levitado por la luz recién amanecida para días de labores alegres, con brisas de Dios 140 abriendo ventanas, aprendiendo el gozo de los sabores, y cada día fuera día inicial, primero, porque todo día segundo es de rutina, pústula y derrota, porque la felicidad consiste en hacer las cosas necesarias como si cada vez se las hiciera por vez primera, como que siempre es temprano, tiempo de comenzar, que la antigua peregrinación es el gran dato de la conciencia, y sin cicatrices en las manos, que a las manos las ilumina lo que vendrá, haciéndolo ellas otra vez de nuevo y entonces eterno, entonces eternidad, y el dolor vencido son sus anticipaciones, y el cuerpo liberado de suciedad, llagas, hernias y abscesos, el cuerpo limpio, fuerte y bello, hacen liviano tiempo de redención, y el cabello y las barbas ordenadas pactan, desde ya, con el inmenso futuro. El barbero era socio de Dios en rehacerle armonías al mundo, entre los hombres. La apacible artesanía de su oficio se hacía, al atardecer, conversación, o sea trabajos del alma. Pero le menciono, primero, que calle por medio y en cruz, el boticario reunía en tertulia, con dominó y anís, a los principales de la villa, alcalde, señor párroco, comisario, notario, almacenero de ramos generales. Junto al armario envidriado que 141 mostraba, en orden de usos y demandas, frascos de gránulos de cocolidato de hierro, amargo nelfueroso, crema de bismuto, elixir de ruibarbo, gotas sivoniares y para la sífilis jóvenes extracto de zarzaparrilla, muy detrás, vergonzante. Se hablaba de intransigencias y de que nos haremos de corazas de templarios para represar al Diablo y sus legiones de cuestionantes, impíos, protestantes, protestatarios, afrancesados, contra el diablo volteriano y sus delegados del desasosiego y la herejía, si no nos limpiamos retumbará la tierra con los espantos del infierno y se bajarán las montañas y ascenderán las aguas enojosas, y no habrá orden en las cosas como tanta muerte por castigo porque los herejes están apostando contra la naturaleza y el orden de los Santos. El maestro rural, el herrero italiano, el estudiante y el ebanista madrileño iban a la tertulia del barbero. Se hablaba despacioso de cosas diferentes del mundo, del mundo como debiera ser, como pudo haber sido y como acaso habrá de serlo algún día esperado, excitándose y emprestándose pensamientos, noticias, predicciones, leyendo libros traducidos en Barcelona, deliberando que el hombre no tendrá hombre que le sirva, hará sus cosas con sus propias manos, lavará sus mudas, tenderá su cama, 142 amasará su pan, que si el hombre abandona estas tareas se separa de sí, se confunde él mismo con las cosas que se le pierden y lo dejan deshabitado, la leche y la miel para todos, porque todas las tribus son una sola, ciudades y campos de Dios pertenecen a todos los hombres por igual, Dios está en todas las partes donde está el hombre. El barbero: Los míos eran siete millones bajo el Imperio de Roma, después del año 70 sólo sobrevivió la tercera parte, veinte siglos después asesinarán en Europa tantos como los que habitaban el Imperio Romano y nadie sabe cuántos más seguirán siendo muertos, asesinados, con variados pretextos en cualquiera aldea saqueada, en cualquier pobre hogar humillado. El maestro rural: Los hombres de Dios no se cuentan por los abatidos, por los tributarios, sino por el sentido del sacrificio, por el tributo. El ebanista: la dignidad del pobre es saber por qué es pobre y saber serlo, mientras que la indignidad del rico es no importarle porqué lo es y querer seguir siendo más rico cada día. El barbero: yo espero desde siglos, la espera es estar en Dios y ahora es también estar en todos los hombres. El herrero: Antes del Juicio Final vendrá el Tribunal de los Justos, el tribunal de los carpinteros, de los labradores, de los herreros. El estudiante: Los 143 desposeídos de la tierra y los perseguidos del ideal nos hacen saber al mundo como un gran desafío. El maestro rural: Los despojados serán los primeros. El barbero: El que tenga memoria antigua será juez. El barbero consagraba al violín el ocio profundo de los sábados. Espaciosa ceremonia de su soledad. Con manos que se reinauguraban a la ternura y los júbilos iba por él entre los recuerdos de felicidad difícil que retenía el viejo baúl inmigrante como si no hubiera por qué terminado sus viajes, y en el traspatio refrescado de parras frutales y malvones y helechos crecidos desde tinajas como desde vientres en próxima parición, le recobraba su veterana inocencia, sus aromadas plegarias. Sus voces eran venas que prolongaban temblores antiguos en leves olas sin orillas, ablandaban el aire y restablecían el orden de los tiempos. Lo anterior y sus sacrificios reinstalaban en el violín la nueva alegría de la espera. El próximo año. La música de su fábrica era estación aérea de los demorados movimientos de su sangre; cada nota describía cuatro llamados como cuatro son las partes que integran la llama de la vela y cuatro las letras del nombre de Dios, y entraban al atardecer sin asociarse temores, en amistad 144 con todo, con todos, cerca de la tierra húmeda de promesas, recibiendo el primer viento nocturno, descansado y alegre, que colma las sienes de fuerza, desahogo y paz. El barbero y su violín era el padre, el hijo pródigo y el hijo menor. Se le seguía oyendo en la medianoche de la villa. Señoras que se sobresaltan, se roban del lecho y salen a lavarse en los aromas del patio, en la liberación del rocío; niñas adolescentes que se sorprenden humedecidas y buscan la claridad de los espejos; mocitos que no quieren dormir a puerta cerrada en la casona de los padres; viejos que se mortifican de nostalgia; alguna esposa lo supo entender y no lo supo el esposo. Como que esa música te convoca lo que no supiste hacer de tu vida. Lo mismo diría yo. Mujer, suena como al principio de las cosas. No sólo para los hombres. El Diablo anda en ella. Todos los diablos, los de ustedes y los de nosotras. Tápate los oídos. Eso quisiste que hiciera toda la vida. Entraría igual. Escucha, no es el violín, es trompeta, nos anuncia el Juicio. No, es el Diablo, el mismo Diablo. En el Juicio Final cuenta más lo que dejamos de hacer que lo que hicimos. Esas son propiedades del Diablo. Y de Dios. Escucha. No es el Diablo. Es el Dios que no conocimos. 145 Al General el trajeron los cuentos. Lo alteraron desde la irritación a la impaciencia. Qué publicarían papeles el barbero y sus amistades. Que los nominarían La Cuestión Social. No hay cuestión social que valga, que ya lo tengo aclarado que aquí no trabaja el que no quiere y no se hace rico el que no trabaja. Que da música de mandinga. Que intranquiliza a las gentes. Pues que le regresen las navajas. Conmigo dos hombres y tres fustas. Tengo como que muy pronto se le borró intención de índole tan fácil y ordinaria y reparó en sacarle luces a la imaginación tal como merecía el caso, decidiendo en acuerdo a oportunas y rendidoras precauciones: Que la villa haga espontáneamente lo que deba hacerse. A lo que dé lugar. Los vecinos quejosos consiguieron orden de prisión. El notario se prestó a fiscal. Te he hecho encarcelar. Lo he hecho por tu bien y por el mío. Ya sabes que no soy político, lo quise ser pero no lo seré nunca. Nada tengo contra ti, pero nada quiero que tengan contra mi. Lo que ocurre es que aún no has comprendido. Hay que ponerse en la cola o morir. ¿En qué te 146 empeñabas? Eres de faena inútil. A ellos les es más fácil seguir creyendo en lo que no creen que enterarse que no creen en nada o creer en otra cosa. No entenderán tus palabras aunque las infles como globo de colores. Tendrías que decirles: el domingo, después de toros, a beber a cuenta del señor propietario de la hacienda. Si invitaras en tu nombre, no te creerían. Debieras dejarte morir y no obligarnos a esto. Hace diez años hubiera venido a decirte: quiero ser tu defensor, pide revisión del proceso y daremos batalla. Pero diez años después te impongo que ni pidas que se inicie el proceso. Todo sería lo mismo. Ya te han condenado y yo te condenaré. No hay batalla para ti. Podrás pensar que me han alquilado el acopiador de granos, el hacendista, el gerente del Banco. Y sí, me han comprado. En estos diez años casé y me nacieron cuatro hijos. Te es más fácil a ti morir que a mi vivir. Respóndeme, insúltame, dime chancho burgués, te diré que sí, que lo soy. No tolero que no me insultes. Quítate ese silencio. Grítame. Y entonces te recitaré el código penal y el libro de procedimientos que nos obligan a condenarte. Cuando te mueras, cuando te matemos, nos serás muy útil, perfectamente útil. Te recordaremos. A mi propio hijo menor le hablaré de ti, lo he de entretener contándole tu 147 leyenda. Fue un hombre puro, pero de otro tiempo. Si alguien copia tu rostro de sacrificado, lo aprovecharemos. Será una hermosa lámina romántica de algo que fue sin poder ser, que no pertenecía a este mundo. Un hermoso póster que se venderá en los supermarques. Te recordaremos con la gracia del alejamiento y de lo imposible. Lo sacaron de la cárcel para montarlo en un burro, domingo de festividad villera. Ni te asustas ni te quejas, vaya qué clase de mortal sos. Lo abofeteaban en las esquinas los que se incorporaban al coro. Delante, tambores redoblando como de circo provincial. Las señoras de casa, las dueñas comedidas, las damas de ricas familias decentes y de no tan ricas pero aspirantes a decencia de ricas, muy afectadas a custodiar la fe del catecismo que por única lectura no fue olvidada sino a voluntad de olvido, las señoras arrebataban ollas y cacerolas de las manos de las criadas y se corrían a los balcones a mostrarse en asocio de los tamboreros, batiéndolas y entrechocándolas para la producción de ruidos que beligeraban sus ánimos y eran odio contra perjuros, perversos, malsanos, extraviados, libertinos, descomulgados, malas cabezas, cabezas calientes, 148 que intraquilizaban a los mozos dispuestos a intranquilizarse por novedad cualquiera. Alguien hubo —y saber que se trataba del almacenero de ramos general no fue difícil— que se asoció a la fiesta con su gaita, explicando que era lo que se hacía en los días de la guerra carlista cuando la aldea se regocijaba con el castigo del negro liberal paseado sobre asno, desnudo el torso y untado de miel y sobre la miel plumas de gallina para escarnio, para escarmiento. Detrás del escarmentado, la gaita y el gaitero barajando y trabucando notas marciales, misereres y pasos de zarzuela. Repicaba tres veces la campana dándose apenas pausas de apuñalador el campanero y nuevos repiques consolidados de a tres no dejaban desentendidos sobre la importancia de lo que se trataba y beatas de misa primera manteadas de silencio y mozas guarnecidas para misa de mediodía de domingo y damas que no dejaban verse más allá de la cancel de sus zaguanes y ancianos señores de prestigio y renta y mozos de menos oficio que tabernas y naipes y la dueña del burdel en ordenada escuadra de rubionas bagasas y el patrón del reñidero y garito amurallado por servicio de guardaespaldas y los limosneros de a pie, mudez y manquera y los de a caballo y guitarra y el 149 hazme-reír de la esquina de la plaza triscando los jugos de su epilepsia y el boticario con solemnidad y toda su familia y el torero de pasada y su breve gavilla de charranes y espadas para el día siguiente y peones de fonda y sacristía y familiares de casas decentes y el ama del señor párroco y su sobrina y el gerente del Banco entre cuñada joven y esposa vieja, todos llamados a sorpresivo tropel igualitario, lustral, por las cuatro o seis calles hacia la Iglesia repicando a sábado de gloria, popular, populista. Sin poder disimular cierta marcialidad de fiesta patria, se acercó el jefe político y se rehizo en el atrio la jerarquía de las vergüenzas. La dueña y las suyas se orientaron hacia el fondo y los familiares y los mendigos y los peones de fonda, que a estos no les afectaba por hombrones altos y de buena vista. A media distancia, los sacristanes, el hazme-reír y el torero y su comparsa, y en línea de privilegio los ancianos prestigiosos, damas, mozas y mozos decentes y el ama del señor párroco y su sobrina, murmuradores, zandungeros. El boticario: los heréticos procuran su muerte. El gerente del Banco: él mismo se buscó este fin. El gallero a los suyos: se entusiasman todos pero no hay apuestas, tarde perdida. El torero: lo traen descornado. El mendigo de a caballo: vale tan poco el 150 alma del que se está yendo que no me alcanzan unos cobres por ella. Las beatas, persignación. Las damas, mudo consentimiento hacia sonrisa de gozo. Las mozas: bien agarrado lo conservaría que con tanto que lo están zumbando no se le escapa de la bragadura, debieron ahorcarlo. La sobrina: Tía, me vuelvo a casa que el atraso que la hacía llorar me está viniendo. Gracias a Dios, hija, quién pensaría en este remedio. Gritaban todos y no gritaban, pero gritaban, voces de duermevelas afiladas. Al judío. Al judío. El converso enronqueciendo sus nuevos fervores, despuntando primero en el coro. Al judío. La soltera afeada. Al judío. El mesonero del Club que ha acumulado los maltratos de los señores. Al judío. El campesino al que le hurtaron tierras. Al judío. El carabinero. Al judío. La dama que echa cartas y enmaña a las señoritas. Al judío. El guardiacárcel. Al judío. El cojo que busca al autor de su renguera. Al judío. El ciego de los corridos oía y enmudecía, le tapó la boca al lazarillo y salieron al campo. El cornudo befado. Al judío. El anciano de las usuras y los de su prole usurera. Al judío. El gacetillero parroquial y su esposa, la modista de las señoras. Al judío. El titiritero deshacía su tabladillo, embolsaba sus muñecos y se iba a poner pie en los caminos. Las putas se 151 volvieron al prostíbulo y sin saberse por qué como enlutadas atrancaron la puerta. El sargento que de ahí no tiene más grado. Al judío. El abuelo de la muchacha burlada. Al judío. Quien saca su grito para soltarse resquemores, cualquiera. Al judío. Quien para esconderse culpas, cualquiera. Al judío. Quien para descoserse riñas, cualquiera. Al judío. Quien para ahuyentarse flojeras, cualquiera. Al judío. La señora fiel, su odio al marido. Al judío. Quien para destapadura de sus mierdas, cualquiera. Al judío. Quien para facilidad de sus miedos, cualquiera. Al judío. El payaso se encerraba en la habitación de los altos de la fonda. El terrateniente para seguridad de cielo de castellano viejo. Al judío. La moza desapaciguada. Al judío. Quien se pescó enfermedad vergonzosa. Al judío. Un naipe mal jugado. Al judío. Aumentó el precio del arroz. Al judío. Pasó el recolector de impuestos. Al judío. Quien no se atreve a nada, aquí se atreve. Al judío. El barbero, oh, delicado y triste, la imagen de la crucifixión en su rostro. Los ojos, clavos oscuros en el cruzado madero, iniciaban al Cristo. Si no él, sí su embarrada sombra era, ya, pasajero de otra realidad tenaz con obligaciones para las serenas pruebas del terror, para la conciencia del suplicio, para las profecías. 152 Después del sacrificio, tabernas a puertas abiertas y borrachera entre los mozos. Un crucificado del altar apareció en el atrio y lo llevaron a la plaza. No ha de ser tan pendejo el diocesito que no se empine el codo, toma, bebe. Al atardecer, hora de novena, el párroco conformó razones. El mismo diablo se había desamandado entre nosotros. ¿Por qué la hija de Doña Emiliana infamó el buen nombre de la familia? ¿Por qué el charcutero vendió cerdo disgustado? ¿Por qué enfermó el caballo del Coronel? Ese hombre pequeñito llevaba dentro a los Belzebús. Lo venció el ansia de novedades. En su cuerpo pusieron fiebre los demonios, le ladraban dentro y le hablaban y él entendía lenguas que no vienen del hijo de Dios. Ni el águila, ni el león, ni el toro, que vio Ezequiel, vinieron en su ayuda. Lo hemos visto echar los demonios de su sucia alma de poseído. Ahora lo han cubierto las aguas y nosotros nos hemos salvado. 153 16 Camarón que se duerme, se lo lleva la corriente. Me estaba diciendo que es más fácil llegar que mantenerse donde se ha llegado, que los cuidados en seguir estando, de durar arriba, son más enredados y peliagudos que los de haberse ascendido desde abajo. Lo leído hasta los veinte años sin necesidad de más, lo tengo grabado detrás de estas cejas y cuando lo llamo sabe asistirme, pero tampoco hubiera podido darme a leer más si me hubiera sido gusto, puesto que la lectura, como quien no quiere y uno no termina de darse cuenta, aleja al hombre de las cosas y lo pierde para la realidad, lo enfrena para las obligaciones. Si me lecturara sería descabalgar a mitad de la carga, antojárseme caminar por jardines cuando si no defiendo la trinchera me entierran enterito en ella. Lo mismo sí digo de la música que por igual trampea. Para distraído no se me dan las 154 ocasiones. Si no vivo pie en tierra, con botas y espuelas listas, me resienten. No le puedo faltar a las cosas duras y prorrogarme en cosas blandas como para no sospecharle al obsequioso que me hacía el presente de una guitarra que me estaba conspirando. A nadie se le ocurrió obsequio de libro por obsequio no usado. Lo hubiera pensado que estaba propuesto en quitarme de la realidad y aprovechárseme del momento en que iba por las letras bajando la guardia, ablandándome. Y déjeme decirle, licenciado, déjeme decirle que de vez en vez se me han venido ganas de envidiarlo a usted, de envidiarlo y no se asuste, se lo digo bajito de voz y no se lo repetiré, ganitas chicas de envidiarlo, usted, que no tiene imposiciones de endurecerse y que se le hace tiempo para irse a esconder en historias fingidas o protegerse en las historias ya hechas, donde las batallas perdidas ya están perdidas y las ganadas ya están ganadas. Debe saberlas con descansada felicidad. Vaya a creer que dirán de mi esas historias si me dejo aflojar las espuelas en un solo momento y me tumban. Tal vez digan lo peor, o peor que peor no digan nada. En esto lo necesito, licenciado, vaya escribiéndole unas entraditas a la historia, adelántele mis sucedidos juiciosos y benefactores, prepáreme una fianza contra el olvido. 155 Mientras tanto, yo me tengo que hacer necesario todos los días. Si las cosas andan perfectamente bien, yo estoy demás. Mi interés me obliga a favorecerme de manera que me necesiten, alterando la disposición de las cosas y no dejándolas cumplirse hacia la paz si así fuera su naturaleza y me perdone Dios que también en su ventaja lo hago. Nadie se acordaría de Él si todo funcionara a horario y todo embocara donde debe embocar. El orden perfecto sería ateo, nadie buscaría a Dios y nadie demandaría de mis servicios, nadie querría de mí ni de Él. A los responsables del orden nos compete la responsabilidad de desordenarlo un poco. Vea la importancia de los trastornos concedidos y consentidos, creyendo los revoltosos que son obra de sus propios empeños, poniéndoles música de Himno Nacional para festejarlos hasta donde les dejamos hacer el festejo y revolverse por conveniencia del orden y no por descuido de él. Mi compadre isleño llevaba más allá estas aplicaciones, que necesitado de empréstamo exterior comenzaba a pedirlo apurando ya operación de rodeo que consistía en ir por la gente alborotadora que tenía guardada en las cárceles, diciéndoles que se había al fin y por su decisión reinstalado en el país la democracia y les devolvía la libertad para que bien la usaran, 156 y salían ellos a poner banderitas y grita en las plazas y algunas calles céntricas y así los dejaba hacer con huelga de normalistas y algunas asambleas motineras ensoberbecidas, oyéndose decir en ellas que la presión de las masas y la solidaridad internacional les había abierto las puertas de las prisiones y ganado la democracia, y se lo repetían como para darle alimento a su inocencia, mientras los otros, los de la Calle del Comercio iban a preguntarles a sus cónsules y los terratenientes al presidente de la Sociedad de Rurales si era posible que mi compadre isleño se hubiera alocado de tan insospechosa manera, dándole timonazo hacia la izquierda a la nave del Estado. Pero eso era el procedimiento de apurarle a los gringos de enfrente la cesión del empréstamo. Lo necesito para parar con obras públicas la agitación social, tanto para modernizar las estructuras administrativas del Estado, tanto para perfeccionar los equipos policiales y el sistema global de represión, tanto y tanto antes de que la isla se voltee para el otro lado, tanto y tanto. Y la codicia de los gringos se inocentaba a los convenientes efectos de salvar la civilización cristiana y occidental y el empréstamo venía rápido con otros tantos y tantos agregados en el entendido de que los revoltosos fueran devueltos al 157 mismo día siguiente a las cárceles, en las que construirían nuevos pabellones al mismo tiempo que mi compadre isleño le compraba las acciones a la compañía francesa de cerveza y hacía construir otra ala en el Palacio. Algún alboroto, licenciado, siempre es necesario, y si no existe hay que proveerle estímulo para que no falte a la hora justa que nos justifique, pues no es paz de cementerio la que nos hace nuestro lugar indispensable. Administración de muertos no requiere espada, apenas cabe añadirle misas, y si los vivientes se habitúan a paz, que todavía no les corresponde, se les afloja la salud, a la que mantiene, por el contrario, en buen estado la zozobra, que tiempo tendrán por ley divina de ser abandonados por ella, pero mientras tanto que la aprovechen y nosotros seremos los dobles aprovechados, conque la intranquilidad pide orden y nosotros lo somos. La espada nos ha de servir para debilitar el alboroto, pero no para quitarlo por siempre. Me ocurre dolerme cuando no hay grita ninguna tanto como cuando la hay ya excedida. Son nuestros dos peligros, el ningún alboroto y el demasiado, pero entre los dos no me hesito en elegir el segundo que nos emplea mientras que el primer nos injustificaría, nos desocupa. Siempre hay que tener a alguien contra quien golpear, que 158 ese enemigo exista es parte de nuestra iniciativa, de nuestro poder. Si no existe todo se nos perjudica y qué hacendado entregaría caballos para la tropa policial si de cuando en cuando no se entrara alguien a carnearle en sus predios, qué mercader pagará diezmo si no le saliera algún bandolero por la esquina baja. Descuente usted numerales a los prejuicios y verá, licenciado, que el carneador de lo ajeno, el bandolero y el alborotador sirven a los fundamentos del orden mejor que si no existieran. Sin ellos, qué de nosotros. Como que la santidad es la respuesta al pecado, nosotros complementamos la alteración. Claro está que estas comprensiones se les siguen haciendo lerdas al Jefe de Policía Regular y más aún al Jefe de la Seguridad Especial, tan rendidos a la puntualidad de sus afanes. Trabajo me cuesta aún persuadirlos y que no se me asombren que yo les vaya diciendo que a los que gritan y sólo gritan déjenlos gritar de vez en cuando y a veces más de una vez, por dos severas razones que les estoy dando cuenta, porque si alguien no grita y turba un poco, usted se quedaría sin empleo y yo con menos poder del que tengo fundamentado, sin ellos no fuera tan requerido usted, ni yo tan más imprescindible. Esos gritos incomodan, pero le dan a 159 usted qué hacer y a mí me obligan. Esos gritos nos son a propósito, nos llaman a nuestra naturaleza. Y, además, esta otra razón segunda de igual valor y oportunidad: esos gritos no son ni apenitas peligrosos. Los que mucho gritan son los primeros en callar. Son, como suele decirse, emotivos y por tales pasajeros de cortito viaje de ida. Cuando los detenga no les ponga cepo, deles unas palmaditas y ellos no puedan entender del todo si es amenaza o protección, que es trato que les confundirá la emoción en que se gastan tan enseguida. Tres días de calabozo será más que bastante para devolverlos de sus gritos y el tiempo los verá sosegados en la mayor discreción, que yo ya los tengo vistos muy claramente que los que gritan públicas intransigencias y guerra eterna son buenos apoyos de nuestro orden. No se le equivoque el tratamiento, ni los confunda con los otros, con los que no gritan tanto y se obstinan más. Si aquéllos no los hubiera habría que alentarlos. Un buen jefe de policía tendrá siempre una cuenta abierta para subsidiar de tantas convenientes maneras indirectas a los gritones. Pero ya les estoy hablando de los otros, de los que hacen sin tanto alboroto y menos proclama y se meten entre la gente para instalarlas en grupos y hacerles saber de cosas que no tienen porque saber si ha de 160 valer en algo nuestro orden. Son hormiguitas prácticas. A ésos hay que quebrarles el tesón quebrándoles los huesos con grillos de setenta libras y prepararles muerte de agujita si no se desempecinan de una vez por todas como no lo harán por empecinados. A éstos, todo el rigor del orden, todo el orden del rigor. Para éstos su gran mano dura. Sepa distinguir bien entre los protestones de corto aliento y los de camino largo. Éstos son quienes necesitan de nuestros cuidados. Por sobre sagaz, como queda visto, era sutil el General por imposición de las necesidades y tanto más se le sumaban los apremios mejor lo sabía ser, proponiéndoselo en la misma medida de las necesidades y un poco más para desalentar con adecuada sorpresa de reloj adelantado a sus enemigos, a los que les desusaba las leyes clásicas del juego y los forzaba a desempeñarse en las que él adoptaba o se inventaba como propias. De las ideas fijas, que con frecuencia tentaban inmovilizarlo, se desincomodaba con benéfico apuro, y por proporción de juicio que le dictaba su experimentado entendimiento ya sabía atajar a mitad de camino a las tentaciones de soberbia porque sí para que desistieran de él y ocupar su 161 lugar con veterana malicia, abundante de reposiciones para uno y otro lado, tanto que no tenía tiempo a confundirse. Se le encendían de azul serrano los ojos de garza, lo que supone alertada serenidad y dispuestas prevenciones, cuando madrugaba razonándose sus por qué y hasta cuándo, nada confundido en que sin poder en sus manos, sin todo el poder, los ricos lo despacharían a hombre de segunda nuevamente y que ese poder le estaba consentido por ellos para que los sirviera en las épocas alborotadas que requerían especiales sosiegos. ¿Hacerse de poder con independencia de ellos? Para eso, él era popular entre las masas, pero para seguir siéndolo algo habría que darles, algo que no se dejaban sacar los ricos. Se acariciaba el bigote prusiano, alentando la altanería de sus guías. ¿Cuál era su poder? El partido militar seguía siendo de hombres de segunda con merecimientos ocasionales de primera por sus servicios a la tradición de los ricos viejos y a la impaciencia de los nuevos ricos. Su poder lo componía ese partido servicial y su personal aceptación supersticiosa por las masas. No se confundía el General, haciéndose necesario de los de arriba con adhesión de los de abajo. Tenía aún tiempo a favor para las obras de ese poder. Pero, no dormirse y, además, dominar 162 la corriente. Los godos viejos no perdonan nunca, se aprovechan y esperan, tienen mucho tiempo en saberse entender con los diferentes tiempos y seguir quedándose. 163 17 Me complació el General y fundó la Academia de Letras. De los tres borradores que le preparé a los efectos institucionalizadores, eligió el tercero. La dicha Academia tenía por obligación informar al Ejecutivo Federal acerca de los méritos y circunstancias de las obras literarias que someta a su examen, y no podrá en ningún otro caso emitir juicio sobre alguna, a menos que sea por expreso mandato de la Real Española. Le estoy contentando, señor Reed, a usted, y también le estoy contestando a Juan. A toda pregunta justa, a la de usted, a la de Juan, poca es la respuesta que le tengo. Siempre, señor Reed, hay más preguntas que respuestas. A mí me quedaban algunas justificaciones que comenzando por ser culpas querían ser razones y no dejaban de ser culpas. Las encontraba en el espejo a la hora temprana, mientras me rasuro. El 164 ventanito que me da la fresca del jardín no me disimulaba los aromas con que se excita el nuevo día. ¿Para qué me serviría el nuevo día? El espejo me lo dice. Soy el escribiente del General, y a él le pertenecen este día nuevo y todos los días que comienzan por el ventanito aromado del jardín, los que vuelven a comenzar y pasan por mí y para él, sin quedárseme, días en viaje para otro viajero que se lleva mi maleta, mi bastón y mi badaeker, días de pequeñas desapariciones mías en los papeles que le preparo, en las prosas de despacho, que él no cree importantes, pero necesita, ¿podría subir el cometa sin los favores de la cola? Sin la cola segundona no habría cometa ascendiendo sino láminas vencidas y tablillas quebradas en la tentativa de ascender, ¿Soy yo la cola de su cometa, la que desde pronto se deja de ver en los aires, nada se ve, para sólo ver al cometa arrogante, apacible? Me estoy volviendo, me vuelvo a saber el primo pobre de la rica familia, que salió inteligente, según ellos dicen, y soy su recogido, sin la piedad del por que sí, para serles de utilidad por si acaso en hacer sus cuentas, leerles cartas, contestarlas en letra linda y adecentarme, según ellos dicen, sirviéndoles para cualquier algo, que algunas veces sirve, también, para ocasionales orgullos familiares en que haciendo correr el 165 mate en la sala de las visitas, porque lo haces con más educación que los morenos, a la dueña se le ocurre ufanarse, pues verán como este chico nuestro sabe tocar el violín, y te ordenan darles música, y se las das y aún con ganas para que sepan que sos algo más que cualquiera, y mostrarán las visitas regocijo por el homenaje que les presta la dueña y te dirán palabras de aprobación y contentamiento y la dueña dirá sí es nuestro primo, el hijo de la pobre Juana que nos lo dejó al morir y aquí está feliz en familia, es útil en todo, y me golpean esas palabras volviéndome a los fondos de la casa donde el viejo matrimonio de negros, desde hace sesenta años, preparan empanadas que salen a vender para beneficio de la dueña, mientras se les han muerto los hijos, infantes en las guerras chicas, o cabezas de turco en los reñideros de señoritos criollos o mestizos, y otra vez me llaman para que me vista de domingo y vaya con la dueña a devolver visitas y a cantar en salas ajenas alegres corridos navideños de Jesús obediente y carpinterito, o en apuros me llaman para que diga latines de sacristán en misa de parroquia decente, o a leerles la correspondencia o las noticias, confiándome que las responda en el mejor tono y clara letra o explicándoles que son esas nuevas del correo de 166 ultramar que se les escapan y por nada ello se explican, y a veces me prestan para iguales funciones en casas amigas, en las que me saben igual primo pobre y desobligadas de otro afecto que la última taza de chocolate que me llega fría, y si me es placer darles música, sí, y si es gusto natural darles cantos, sí, y si ayudaré a misa el domingo, sí, y si les instruiré en componer brindis de fiesta para la quinceañera, que oiré desde la cocina, sí, que me pagarán con ropa usada que a los primos les han llegado otras nuevas de Europa y con comida de fuentes que regresan del comedor, humores de la protección y fíjense es tan inteligente que ya le desconfiamos al ladino, pero en algo seguirá siendo útil, mientras tanto, todos los días. En algo. Desde entonces. ¿Era yo un forzado? Era lo que podía ser, cargando mis humanidades, mis Ovidios y mis Gracianes que conmigo les servían a ellos, y el servicio era mutilación en único empleo posible. Felices los tiempos de la picaresca, señor Reed, en que se daban más que doblados los destinos y un estudiante de Salamanca intermediaba de soldado en Nápoles, capitán en Flandes, aspirante a recaudador en Nueva España, comediante en Toledo y sacerdote de primera misa en Madrid. La 167 picaresca, entonces, daba a elegir, no ahora, picaresca de un solo empleo, yo, el intelectual no elector de mí mismo, elegido de una vez y por vida, forzado a mal rentados desconsuelos y como si se me murieran varios hermanos antiguos conmigo, enlutada vida entera, sin a otra parte a donde ir con mi música, mis latines y mi vergüenza. En la única ocupación confinado no me negaba, en verdad, a algún imprescindible contentamiento. La violación habitúa y por alguna extraña razón también se la agradece. Mi Ovidio reparó en ella cuando a Deidamia le dolía el alejamiento de Aquiles, su violador: Por qué detienes, Deidamia, con tiernas palabras, al que cometió tu estupro. La violación une más que el consentido amor. ¿Amaba yo al General? Lo amé en sus juveniles campamentos, voluntario de su bandera, devoto de su ímpetu insurgente, era de los suyos para vida o muerte por deliberación de mis expectativas, él era camino rápido hacia el día que seguiría diferente, pero, ahora, todos los días tenían la sepultura de un solo día igual, descabalgado y con consignas de clausura en las puertas, sus banderas renegadas sobre muro oscurecido de museo, sus ímpetus de convocación deshechos en diligencias de acomodaciones, yo me sabía, acaso, más ligado a él que 168 entonces, no uno de los suyos entre diversos de la lucha, simplemente suyo en la única alternativa para el servicio de mis humanidades mal aprovechadas. ¿Era yo de mi violador? Yo, ¿la conformidad del violado? Cuando niño, me llevaron a mortificarme con un dramón de circo que debió ser regocijo sentimental de mi madre y sus hermanas solteras y era en el final de los padecimientos de la esposa que el esposo borracho, o temulento como decía el programa, daba fuego a la casa, pero a falta de llamas imposibles en la escena eran las paredes de papel las que se desprendían como si desde ellas brotará el fuego que, sin dejarse ver, debiera dejarse oír como un gran rasguño del viento entre hojas secas. Tal vez me viene este recuerdo para decirle que mi conciencia se apareja a ese simulacro, se le caen sus lienzos ilustrados, sus pesquisas humanistas, sus memoriales sentenciosos, sin conocer las furias del fuego, se le caen por acomodación del que armó la escena y me destinó un segundo papel escondido en su fraude, yo su festejador, su servil ceremonia. Incendio sin llamas. Llámela así a mi conciencia, con apenas voluntad de cicatrizar rasguños, yo, el intelectual solicitado a hechicero, a sacerdote, a bufón. Hechicero cuando procura la trascendencia que el realismo del General no 169 percibe y que, sin embargo, por eso, concurrirá con una sola palabra determinada que a él le falta y que él repetirá con sus propios sentidos de la oportunidad para sostener la magia del poder. Sacerdote cuando sacraliza, con antiguas prolijidades vaticanas y los empeños de la lógica contemporánea, a esa vieja truchería que se llama Razón de Estado. Bufón cuando el hechicero y el sacerdote se abochornan en los espejos de los corredores, apresurándose, apresurándome, que el dictador llama sin saber yo a qué. Ya se lo tenía leído a Eliot en haciéndolo hablar al desconsolado señor Prufrock, que no había nacido para ser un Hamlet y apenas atreviéndose en la comitiva real a susurrarle alguna utilidad al príncipe, se sabía, a veces, casi un bufón, un bufón. Lo tenía entendido, señor Reed, lo tenía entendido, porque Juan lo prefería decir, que la conformidad no ha de ser el estado natural ni del vientre ni del alma. Yo quito pedazos de mundo a mi alma, quito pedazos de vida a mi vientre. Caminar con pedazos de alma y de vientre que nos cuelgan, sin ocupación, desempleados. Si fuera músico me sobrarían notas, no compondría para orquesta de salón, sino sólo simples de imperturbable obsequiosidad de sala, qué digo, de despacho, ni regalando 170 ni ahorrando pie emocional alguno para más allá de un curso agradecido con que agradar sin pronunciar demasiado ni el agradecimiento ni el tributo. Unas notas nada ociosas, pero corrientes en todo lo posible, respetuosas del principio al fin, sin colocar énfasis donde no me lo están esperando, con los temores que acompañan la incomodidad de estar constantemente sometido a desaprobación, de esperar el reproche en burla, cierre esa puerta y se queda usted del otro lado, nada mejor que disimularse y dejarse llevar por la música ajena que se murmura ese momento en el Palacio, no abrir ninguna puerta sin la lenta ceremonia del permiso, esperar que se abran por la voluntad de los otros y atravesarlas replegado, encorvado, como si fuera por la del Templo de Belem que lleva al lugar del nacimiento, evitando los espejos de los corredores, evitándome. Éstos son mi tormentos, mi cepo y mis celdas públicas, mis tormentos, vuelvo a decirle, agravian mi piel como al arroyo le disuelven los aguaceros sus orillas blandas. A Dios, señor Reed, le ha fallado por este lado la plomada. Perdone, si entre los desconsuelos se me corren algunas malas palabras, pero es el caso que el mismo Víctor Hugo ya escribe, en sus novelas, la palabra mierda. 171 Todavía estoy, frente a mi espejo. Espero que desde su fondo, detrás de la devolución confidencial de mi cara, se haga una luz cualquiera de justificación, ayuda de complicidad. Al fin y al cabo, la línea recta es una ingenuidad de las geometrías para que la soberbia de los poderosos imparta recetas de servidumbre. Qué más perfecta figuración de la línea recta que aquellas prescripciones propias de alcance colonial, asegurándose la buena conducta obediente de su pueblo desde la casa al trabajo y desde el trabajo a la casa, ir derechamente al trabajo, volver derechamente a la casa, camino recto de ida, camino recto de vuelta. En esos dos caminos diarios, iguales, repetidos, se le acaba el mundo al pobre, un pobre recto. El camino más breve entre dos puntos sólo lo hace el que nada quiere o el que puede más. La línea recta es paso atrás del que se renuncia a todo, o paso apurado del que sabe que no le esperan obstáculos porque el camino se le viene todo hecho para él. Pero, ¿dígame, usted, si no le está negada al corredor de seguros, al militar de segunda clase, al cronista del periódico y con ellos a todos los que van creciendo a nuestro lado? Para el militar de segunda, la línea recta es acatar el mando sin razonarlo, vaya él a compartir un golpe contra el 172 poder constituido en el sufragio o a llevarle servicio de policía a los terratenientes; para el cronista es adelantarse a lo que el director le va a pedir a pedido de los suscriptores a los que, siempre, hay que complacer; para el corredor de seguros qué habrá de significarle a partir de su necesaria aspiración profesional de que cada día aumenten los riesgos de la naturaleza y de la ciudad para prosperar en los concursos con que la Compañía lo premiará por superar las marcas de venta en pólizas del año anterior. Se lo voy a decir de otra manera, se lo voy a decir con Lucrecio que decía que si los átomos se precipitaran rectamente, en uniformes líneas verticales, no habría vida en la tierra por falta de energía originada en impactos de átomos contra átomos, los que se producen cuando ellos se abandonan de la recta vertical de su caída y se desvían con suficiente violencia como para hacer del choque la creación de la vida. Y esto, lo dice también Lucrecio, se refleja sobre la mente, y yo digo, con él, que el pensamiento que en algún momento no desvía su curso no es pensamiento humano, sino trágica pasividad y aburrimiento. La línea recta patrocina los más vulgares equívocos de la ética, la que nos vuelve a fragmentarios tiempos arquetípicos, desanimando la anchura que 173 se va añadiendo a los actuales. No es línea abierta que acompaña o guía, es línea que detiene y despoja. Y los pueblos, señor Reed, los pueblos terminan por acostumbrarse, o se facilitan el salvavidas de la costumbre. Si entre el montón, pregunta usted a uno cualquiera: ¿quieres ser como Juan o como el secretario?, ¿quieres aprender entre los tuyos tus derechos, o quieres cruzar la calle, tú solito mejor, y entrarte en el barrio de los señores y con los buenos modales de complacencia que en la escuela alcanzaron a enseñarte, imitar al señor secretario en el servicio del jefe, o alistado en la cocina del señor, tan grande como un pesebre, o en las galerías, sin entrar en las habitaciones prohibidas y recibir y responder a órdenes, mande usted, diga señor, qué se le ofrece? Si tú mismo, Juan, le hubieras preguntado al Juan de la Brígida, la morena del último patio de tu casa, al Juan de Doña Encarna, la modista de tu madre, al Juan de Don Eusebio, el viudo zapatero, que si querían jaleo, corridos al monte o cazados para el calabozo y las tundas del machete de Don Seráfico, el guardaespaldas del alcalde, o si querían que todos los días fueran fiestas patrias de reparto de chocolate y ensaimadas en el zaguán de la comisaría, qué te dirían los Juanes, Juan, sino que amanecerían los primeros para 174 recibir lo que se daba en lugar de ir a buscar lo que se les niega. El que niega no se hace siempre odiar, se hace envidiar que es forma primera de homenaje por donde comienza la admiración y el respeto. Y si entre tanto negar dan algo, alguito, es que Dios se ha acordado de ellos y eso vale juramento de fidelidad por vida. Conocí yo y conociste tú a muchachito de andarse en versos, hijo del borracho de la aldea faldera, que encontró rimas fáciles para la esposa del gobernador que pasó repartiendo cobijas desde la ventanilla del tren y su verso la llamaba hada buena, sin querer saber, Juan, lo que sabes tú y yo sé pero no digo y los Juanes no quieren saber ni dirían, que esas cobijas no pagaban los costos de la miseria que le había hecho borracho al padre con calabozos por borracho y tal vez cárcel larga por alguna muerte entre insultos cruzados por los vinos en el boliche. A los pobres, Juan, les resulta más fácil admirar que odiar, pero, además, tú lo sabes, y el General también, muchas veces eso anda junto. El General no se quitaba su mirada dura. Si me vistiera de paisano, si me impreviniera vistiéndome como uno de ellos, les abriría el corral para desmeritarme. ¿Cree, usted, licenciado, que los franceses hubieran fanatizado con Napoleón de seguir usando el corso los modales y las 175 ropas de pequeño caporal? Se fanatizaban y se meaban todos juntos de orgullo viendo de lejos lo que en la puta vida nunca les podría a ellos ocurrir. Y se lo digo de paso que los demagogos incursan en lastimosa errata cuando se cambian de camisa, o chaqueta por blusa, para bajarse a las asambleas. Se ponen al alcance de las desconfianzas. Nadie cree al igual. Parecerse al pueblo, licenciado, es perderse en él. Por otra parte, o formando parte de lo mismo, téngalo por seguro, se admira más lo que no se es, lo que nos falta, lo que se nos ha negado, lo distante ajeno y hasta imposible. Se repudia lo que está cerca nuestro, aquello a que podemos echar mano sin mucha dificultad y poco esfuerzo y no tanto lo que muere despacito junto a nosotros, sino a aquel que a nuestro lado toma un cacho de estatura propia y se diferencia de entre nosotros sin dejar de ser de los nuestros. Para eso tenemos agazapado nuestro modesto Caín, nuestros muy puntuales chaparrones de envidia, tormentismo de celos y decimos vaya qué va a ser diferente si vivía aquí, pared por medio, o esquina en cruz, de donde nosotros vivíamos viéndolo todos los días, y así negamos al que parece partir de nosotros y aceptamos 176 al que a nosotros llega desde otra parte alta y así nos estamos repudiando a nosotros mismos con la envidia fácil que le regalamos a aquel y la servidumbre con que recibimos a este otro. Se repudia, se lo dije, lo propio a cambio de lo ajeno. 177 18 Todo hacía creer al viajero, todo lo aparentaba para el residenciado, que el reino estaba tranquilo en base a extendidos avenimientos, jerarquía institucional y confianzas sociales. La apacibilidad no requería partir del sólido control de por sí, como siempre, efectivo, ni de mano dura, como siempre alertada, sino que brotaba de vocaciones de consentimiento que se habían hecho estilos de conveniencia para convivir e irla pasando, cada uno en lo suyo y gran serenado conjunto nacional. Los miedos se habían hecho costumbre aceptada, inalterada, corrida desde la sala de las visitas a la cocina de los morenos, desde los colmados de tres por cuatro a las quintas de los labradores, desde la Catedral colonial al barrio de los prostíbulos populares, desde la plaza principal al cerro enzulado, cubriendo la ciudad no necesariamente muda como de palabras medidas, 178 tan de otoño aún en verano y oportunamente silenciándose de agradecida a la paz generalizada. No mayor funcionamiento de la censura que el de la autocensura; no tanta obediencia públicamente demandada, bien distribuida como en toda circunstancia, espontáneamente, ofrecida. El General no era únicamente el General y sus concertados poderes de mando y sujeción. Era la autoridad, tal entendida como el ordenamiento que el General había fundado, pero de tanto representarla como su hija se le vino madre de todos y tan luego también de él. Y la autoridad era generosamente correspondida por el que no había otra cosa qué hacer y el no te metás que no son tiempo de meterse, de quemarse y malo conocido vale más que el igual o peor que conocer y al final no es tan malo, declinaciones de concordancia general y resguardos particulares, ¿por qué suponer que se podría vivir mejor?, somos un pueblo joven y mucho habremos de aprender, que de la noche a la mañana no vamos a ser la Inglaterra que lleva siglos garantidos con ejecuciones en la Torre de Londres y cambios de guardia de sus soldaditos que se desmayan de muy tiesos a la puerta del Palacio, y siempre es bueno, acá y allá, que haya quien mande y sin autoridad ningún país prospera y la cosa hubiera sido 179 peor si se atropellara la chusma con el gobierno y fue el patriotismo del General lo impidió, o no lo recuerdan cuánto le debemos al General. General, qué grande sos. Los coroneles territoriales, perfectamente sosegados, rendían cautelosa obediencia a la autoridad nacional por reparados y protegidos que bien les eran sus simultáneos derechos a entender en el mando de su región y a gozar la propiedad de miles de hectáreas y caballerías regadas y de pastos tiernos, que pasaron a ellos a través de la confiscación de tierras muertas que el progreso y sus leyes reformistas les hicieran incluso a las órdenes religiosas. Cada gran señor en tienda-hacienda-Estado regional, poniendo jueces de paz y de alzada, párrocos y comisarios, escribientes de despacho y oficinistas recaudadores, cronistas de la ciudad y sus periódicos. El monopolio del comercio exterior, que regulaba el General, acertaba a conformarlos con precios de holgados resarcimientos, mediante los cuales quedaban administrados y sometidos al monopolizador. Ninguno de ellos tenía menos que nada para resentir, ni, acaso, qué reclamar. Esos acuerdos proveían de excelente lucro y mayor seguridad que el alzarse con las peonadas y los policías locales contra el absolutismo del poder central y 180 terminar deshechos por los soldados de línea y los cañoncitos alemanes y veinte años, acarroñados, en los fosos del Fuerte. El dueño de la aduana nacional era dueño de ellos, dueño de la paz regional, dueño de la paz republicana. La Universidad, fatigada de tanta descontetiza, mucho grito y riña placera, se recobraba a los latines, dejando olvidados en los calabozos a los empecinados que no se acordaban a la paz, mal que se entretenían con ideas exóticas. La emigración de los opositores poco conseguía alterar desde la otra banda del río. Sus militares, gastados en las guerras grandes, de ninguna aptitud para las guerras chicas, lanzas contra fusiles de repetición, trastornados en alucinaciones posreumáticas de la patria, cedían sus antiguos laureles independizadores al embrollo de los cónsules europeos, que les intrigaban sobre la libre navegabilidad de los ríos interiores y de la internacionalización de la isla en medio de la desembocadura, clave del sistema de la cuenca, y les aceptaban barquitos franceses y una legión italiana para invadir por las provincias litorales. No eran enemigos. Si no existieran, hubiera que existirlos. El fracaso de ellos le rendía los mejores favores para que el Restaurador del Orden y el Fundador de la Paz Larga fuera reconocido el Ilustre Defensor de la 181 Causa Americana y de la Integridad Territorial del Continente. ¿No eran los momentos propicios para poner al país en los rieles de una Constitución? La Campaña de Pacificación contra las intenciones de los salvajes afrancesados, había dejado que se escribiera en La Gaceta Liberal, culminará con la sanción de la Carta Magna que los siglos postreros conocerán con el nombre de su inspirador. Una Constitución es el lujo que se merece un país pacificado. ¿Impaciencia del General en codificar a lo napoleónico? Por ahí, iba la cosa. ¿Un Código Civil? Se le conciliaban las dudas. ¿Una Constitución? Se le rehacían las dudas. No me van a decir que un país como éste se lo gobierna con un cuadernito con el nombre de Constitución, correspondería reunir un Congreso para cuya formación se inviertan urgentes miles de pesos, insuman su tiempo todos los gobiernos provinciales, desatendiendo otros asuntos vitales y del momento, se pongan en juego todos los intrigantes, y en alarmas y desconfianzas los pueblos se promuevan cuestiones odiosas y acaloradas que nadie pueda resolverlas dejando en intranquilidad a la República, y por único resultado unos estén por parte del cuadernito, otro por otra, algunos la aprueben del todo, entre aquéllos se dispute la parte que se 182 deba adoptar, éstos no la quieran reconocer, la República toda se vea convertida en un teatro de anarquía y de horrores como ha ocurrido siempre que se ha querido organizarla de este modo, sin guardar el orden lento, progresivo y gradual con que obra la naturaleza, ciñéndose para cada caso a las oportunidades que presentan las diversas estaciones del tiempo. Hasta por ahí pudiera ocurrírseles el voto secreto, que eso, licenciado, es una gran cobardía propia de gente que esconde sus intenciones vaya a saberse con qué inspiración inconfesable. En un país de machos cada quien debe pregonar por quién vota, así como se hace en nuestros plebiscitos con voto público, escrito y firmado. Somos, repito de paso, licenciado, un país de machos y me ilustro para decírselo en los librepensadores que no se preocupan mucho por no llevar su anticlericalismo a sus propias familias, como que lo usan en parafraseadas en el Club Liberal y sus esposas son devotas de comunión regular, anticlericalismo de hombres solos que lo vieran como indecencia para las virtudes caseras, lo que bien se lleva con mis prevenciones, y sigo en mi asunto. 183 Apechugaré, señores, como hasta ahora. El gobierno ha respetado las garantías inestimables de la seguridad individual en cuanto le ha sido posible, y ha limitado el poder que inviste a la detención temporal de algunos individuos cuya libertad es incompatible con el orden público, no habiendo impuesto la última pena después de haber comprobado el delito sino a aquéllos cuyo castigo era reclamado con urgencia por la vindicta pública. Con la Sala de Representantes tengo suficiente, hombres de honorabilidad, riqueza y apropiadas luces, catedráticos del viejo partido de la conservación, hacendados de los dos viejos partidos, importadores con oficina en el edificio del Club de Residentes Extranjeros, civiles todos de consiguientes prestigios, discreción y merecimientos, tanto respetuosamente conocidos y distinguidos por su afable y educado trato en los ambientes de su actuación, civiles pacíficos y no jefes de regimiento guardándose la revuelta adentro para cuando les pinte la ocasión. No vendrá de aquellos ilustres colaboradores de la paz la llamada patada histórica contra el presidente que debiera estar esperando de un vicepresidente asignado por la Constitución. 184 La Sala de Representantes lo sabía entender por delante y por los costados en la variedad de sus intenciones y si cometía el más pequeño e involuntario de los errores por desapercibimiento, estaba preparada a indemnizarlo en grande. Lo que ocurrió. La Sala quiso ser obsequiosa y la impaciencia por serlo le restó a su resolución el principal beneficio de complacer al obsequiado, pues la isla que, por voto unánime y nominalmente anotado, entregaba el Estado en posesión personal y definitiva al General no era aplicable a usufructo inmediato. Pendejos, se creen que necesito una isla a que mandar mis nietos a cazar pajaritos. Me dictó. Procederes como los que inspira mi amor a la Patria y mi por igual respeto a Dios y a la Familia, no se aseguran con el premio del doblón y sus cuatro duros. La voluntad de bienhechería que caracteriza mi alto objetivo y pura benevolencia mal podría acordarse con tan mensurable gratificación, minorando la índole de un gobierno noble, liberal y magnánimo. Corrí a La Gaceta Liberal y le di al editorial. Una vez más se manifiesta, entre sus claras virtudes, la del desinterés en la persona cuyo activar no cabe ser juzgado con medidas vulgares, sino por las valoraciones que se sobreponen en los grandes capítulos de la historia de 185 los países y de la humanidad. ¿Qué le importaría un nuevo reconocimiento de sus contemporáneos? ¿Qué halago humano puede alcanzarlo en sus alturas? Su mente sobrevuela el espacio conocido para llevar su grandeza a regiones en que están de más los juicios del presente. Así se me iba la pluma entusiasmada para terminar reclamando de la misma Sala una radical enmienda: la aprobación de una Ley Suprema del Estado inhibiendo a cualquier poder que lo componga, o lo represente, de inferir agravio al General, ofertándole obsequios cualesquiera, pues ello no determinaba sino provocar los rechazos de su temple por molestia indigna a su autoridad. Me había pasado. El General dejó de llamarme tres consecutivos días siguientes a su despacho. Saqué lección: quien se entusiasma se jode. Más intranquilos habían quedado los Señores Representantes. ¿Aprobar la Ley propuesta por el editorialista del diario oficial? Era cerrar una puerta sin consentimiento directo del dueño de la puerta. Hombres sabios, discretos, prudentes, insistieron ante el General, supieron insistir. Honorable delegación le llevó razones que renovaban instancias. No una isla alejada, sino una estancia de quinientas leguas cuadradas a sesenta kilómetros de la ciudad, por donde se extenderían el 186 año venidero los rieles del ferrocarril inglés. El General volvió a los mismos argumentos de su remitido. La honorable delegación consiguió vencerlos. Bueno, pero prudenciemos los ecos de este homenaje, pues lo llevan por sabido que la mucha bambolla desafecta los sentimientos de mi humildad. Era al cuarto día. El General me llamó a su despacho, como cualquier otro día cualquiera, pero más cordial, diría aprobatorio, o agradecido. No habría Constitución. Primero, son los ordenamientos naturales de las costumbres; más tarde, siempre hay tiempo para ello, el mandato escrito de los imperativos institucionales. Somos un país joven sin malsanas impaciencias. Aprendamos en la fortificación de las costumbres antes de ser merecedores de la ley nacional. La ley no ordenaría lo que desordenarían las costumbres no suficientemente conformadas. Estamos trasladándonos por el mejor camino. La sabiduría jurídica de la humanidad, aplicada a los provechos de este país, recomienda iniciar la confortación a la República con las garantías del Código Civil y el Código de Comercio para la función promotriz de la propiedad y la prosperidad 187 universal de la nación y sus regiones. Le pasé estos juicios al director de La Gaceta Liberal, que los puso en editorial con su firma. El periódico realizó encuesta. Lo mismo opinaron los profesores de la Universidad, la comisión del Club de Residentes Extranjeros, el presidente del Tribunal para negros, mulatos y mestizos, el director de las reducciones indígenas, el autor de la letra del Himno Nacional. Hicieron conocer su asentimiento el Embajador de Francia, el Ministro Inglés y el representante papal, aún no reconocido oficialmente. No habría Constitución. ¿Para qué? En cambio, el viejo Fuerte resultaba realmente inadecuado para sus empleos de despachos, oficinas y prisión. Tengo en deliberación un gran propósito, licenciado. Ya se lo sabía. Cada vez menos necesidad de uso, él conmigo, de palabras. Esta vez, también tenía razón. Dictadura sin Palacio, dictador sin Gran Morada mal se avenían al paisaje de sedimentado orden con que habría de figurarse un régimen codicioso de perpetuidad. Gran casa propia de la dictadura y del dictador, altas torres con cuadrantes de relojes, que no fueran menos solemnes que las de campanas y badajos, pero mayores en seguridad para desafiar al tiempo y tenerlo rendido, cuatro alas extendidas 188 para no ofender a ninguna oportunidad del espacio, pero convergentes para cerrar grandes patios interiores de utilidad a las debidas reservas de una residencia oficial, siete salones de ceremonias con que graduar la significación de los recibos por el orden escalonado de las puertas, galerías claras y galerías oscuras para diversidad y complementación de usos sociales y/o políticos, parques diseñados para instruir respetos verdes en las persuasivas distancias entre el Palacio y el resto del mundo. No sé quién, aúlico extremoso, le alentaba los extremos de la vanidad en construir un castillo junto a la ribera y que el agua del río alimentara un corrido circular de fosos de seguridad, desempeñándose un puente principalísimo de ceremonias y otro de tropa en los reemplazos de guardia y otro tercero para los servicios menores de aprovisionamiento. La piedra vendría en bloques desde el mismo desmantelamiento de los castillos europeos, cuyos títulos se ofertaban, con éxito, en Nueva York entre amillonados bárbaros que se civilizaban con trasplantes. No lo decidió ese quien, pero hubo otro equivalente quien que insistió en provocarle el gusto de habitar un Buckingham Palace, que se lo podría replicar, también piedra a piedra, para no desmerecer su autoridad ante ningún poderoso de 189 la tierra. No cayó a ese extremo, tampoco. Se mantuvo en dudas, navegándole, confundidos, su tentación en lucir poder de muros perpetuos y tirones de entendimiento contemporáneo. El cónsul de Cerdeña le dio aviso de la existencia, en París y sin contrato, del arquitecto italiano que le había armado Palacio, en El Cairo, al Virrey Alí, por otras señas, gran degollador de mamelucos. Si a él le sirvió, me ha de servir a mí. Consultó con el abogado local del Banco de Londres, aprovechándose que en esos días lo visitara acompañando al Almirante del Atlántico Sur, previéndole éste y ratificándole aquél que la flota de S.M. bombardearía el puerto si el gobierno no cubría la deuda pendiente con la central bancaria. El abogado opinó con entusiasmo. Venga el arquitecto. Vino. También brigada internacional de herreros alemanes, carpinteros franceses, ebanistas españoles, maestros de obra italianos a trabajar con los hábitos de sus famas, o los deportó por antisociales, le previno, sometiéndolos a algo así como disciplina de cuartel y excelente salario en libras esterlinas. Los muros principales de una vara de espesor entre tapias y rafas, cal y canto con exteriores de ladrillo rojo, interiores con bases de mármol, cielos rasos con estucados imperiales, balaustradas con simultánea aptitud de 190 trincheras, cristales de viejos castillos franceses para ventanas góticas. Al año, ni un instante antes ni un instante después, se inauguraba con fuegos artificiales en las terrazas y salva de cañones en el puertecito propio, la gran casa de la dictadura consolidando los poderes políticos del General. En los parques, hacia el río, transitaban importaciones de papagallos celestes y faisanes dorados. A los fondos, los colmenares, al cuidado de suizos, alentaban los símbolos de la conformidad laboriosa. La residencia, refutando la transitoriedad de día que va y de día que viene, extendía la ambición de balcones colgantes más allá de su propio emplazamiento en el cerro florido. El General respiró a durar, a perennidad. Sólo un disgusto. Esos disgustos siempre vienen de los más obsequiosos. Fue ocurrencia de su Ministro en Europa. Más grande que un perico, era un retrete individual, de colección, según certificado de los anticuarios de Chelsea, usado por Lord Wellington en campaña, tan completo como lo permitía la mejor tradición europea en la materia, móvil o para emplazar, porcelana de base esmaltada en Sunderland, un retrato de Napoleón en el lateral interior que hacía fondo combinado con una ronda de ranas en el nivel superior, donde 191 se leía en inglés chesteriano: Úsame con la alegría que te asisto. Y a nadie diré lo que yo he visto. La tapa, forrada en terciopelo eclesiástico, encubría una caja de música que tras un indispensable previo y sonoro God save the King, ofrecía un servicio de recital de leves trompetas tan pronto se la levantaba al iniciarse la función. Se enfadó el General por los irrespetos a su vieja admiración por los Napoleones. En esos días, aparecieron sobre mi mesa de trabajo papeles de Juan. 192 19 (Papeles de Juan, 1) No quisieron saberme uno de ellos. Había que llegarles a caballo y decirles vengan, y yo me les acerqué de igual a igual para decirles vamos. Al vengan, irían. Al vamos, se quedaron. No me oyeron, no quisieron oírme, ni tiempo me dejaron para empezar a decirles qué les llevaba que no era mío engatuzamiento de caudillón camandulero, encintado de pistolas, sólo llaneza de a pie como que no peleemos más por ellos, que Juan y Pedro lo hagan por Juan y Pedro, que Juan y Pedro no serán más la mano de obra de lo ajeno, que lo ajeno usa y abandona, y las sangres paisanas sirvieron siempre de elevación de los amos que entre sí se disputan la autoridad sobre nosotros, y peoncitos para esas fajinas seguirían pariendo las muchachas que de viejas contarán los hijos por las 193 tantas guerras chicas que se los llevaron. Debiera haberles llegado con charretera de dorados y espadón de mando montado. Y yo les venía para serles uno de ellos, alistado a la par de los cualquiera entre tantos cualquiera que eran ellos y quería serme yo otro cualquiera con previsiones y anuncios para servicio común, para alertarnos entre todos, para sabernos algo, todos juntos, los cualquiera. No me rechazaron sus miedos. Le pusieron indiferencia al señorito blanco que no les hablaba fuerte lo que le habían escuchado al Taita y a los Coroneles, y si así yo no les hablaba poco tendría para darles. Que el Taita y los Coroneles los rejuntaran para sus partidos siempre había ocupación sabida, natural entretenimiento. Que yo les iniciara un nuevo cuento en que ellos serían sus Taitas y sus Coroneles no se les ocurría legítimo, y muy así no más me hubieran entregado a las manos del Taita y del Coronel si hubieran comparecido por los alrededores y les hubieran dado ayuda para calzarme los grillos o sacudirme los primeros latigazos hasta quitarse de mí, de lo que les llevaba. 194 Vi en la plaza al indio que no decía palabra ninguna de aceptación o rechazo, metido en su alejamiento, impávido gesto de sobreviviente en su renuncia, vuelto a su antigüedad sin respuesta. Vi al mulato fuerte que me estaba averiguando con qué músculos vendrá el señorito blanco, sin caballería y sin lanza, incapaz de cruzar un torrente a nado, de pescar en la noche, de parar al toro, de danzar al santo, de terminar el porrón de los rones, tan inhábil de cuatros y guitarras, tan peinada su barba, tan débil en su palabreo. Nada de lo mío me hacía uno de ellos, menos aún que no traía alforja de festejos con ginebra, libras de yerba o chocolate, fajas de cuero para su cuchillo del domingo. Se fueron a ver los vidrios de colores que el prestidigitador sacaba de copudos sombreros, debajo de las recovas del Cabildo y a poner sus níqueles en los tragamonedas en la puerta del boliche. Vi como me veía el mestizo, preguntándose que venía a vender o a qué apropiarme de lo suyo, presumido urbano de paseo por barrios y aldeas, o si tendría, aunque fueran recortadas, algunas macuquinas para ofrecerme frutos de su quinta y alcohol de la destilería casera, trato hecho entonces, pero a qué trampa venía ese embrollo de palabras que no lo sentarían, 195 camisa de seda y prendedor en la corbata, en la vereda del Club para su propio orgullo sobre los suyos. No era yo su peligro ni su favorecedor, ni riesgo ni conveniencia. A otra cosa, que nada nos comunicaba, allá yo, lejos de él. El criollito ocasional, placero, me veía desde más lejos, suspicaces sonrisas entre sus dientes, guiños de astucia y pereza, socarrón y replegado, diciendo por lo bajo cómplice que te estás fregando sin beneficio, de ganas de alterarte en lo que no te importa ni te rinde, vente para acá que acá tenemos licor importado y hembras difíciles que se hacen fáciles, vente a la casa de la hacienda, que no nos faltará indiecita que atalayar, el capataz hará que le den baño a la mulativa y nos la llevará a la cama que ya le habrán echado plancha a las sábanas para que no se te resfríen las pelotas, déjate de esas chifladuras y vainas, el mundo es tuyo y como si lo estuvieras regalando porque te sobra. Cada cual me estaba negando, cada cual a sus razones, a sus desconfianzas, codicias o contentos, cada cual con lo suyo para dejarme solo en la plaza, sentenciado. 196 Un niño, en quien el pronto adolescente le estaba pidiendo cuentas violentas a su inocencia y ésta le prestaba su última corazonada, motudito por arriba, mestizo de piernas ligeras y fuerte espaldar, criollo en la perspicacia de mirar adelantado, se vino a regalarme su asombro. Mirándome, me decía: Aún no es mi tiempo. Yo comencé a saber. No es tiempo todavía. Y le dije: Será mañana. Lo entendió. Cuando abandoné la plaza, me seguía. Le tomé la mano. ¿De dónde eres? Del otro lado de la montaña. Ahora, vete, no mires hacia atrás. Lo hizo. El camino no era lejano ni difícil para sus hábiles piernas. La partida policial llegaba para prenderme. Había alcanzado a decirle: Cuídate, no te dejes tumbar por bala perdida. 197 20 Que las atendiera, brindándole sus respetos y facilitándole los favores de vanidad o necesidad, si por ellos venían. Los de vanidad no eran, claro está, tan evidentes. No resultaba difícil figurarse que viéndolo en ganancia de tan grande índole, le estuvieran llorando el hijo de los zaguanes que, gracias a Dios, entonces no se le ocurrió venir, pero que ellas se llegaran, ahora, como a él se le alzaba suponer, para decirle al secretario sus melancolías provincianas y yo fui su querida y dígale que después de él no tengo más recuerdos, era mucho presumir sobre la persistencia de los que había dejado. Se venían, secreto y pudor vencidos, con dignidad de soltería aún fragante, a sólo pedir rapidez en el expediente de jubilación como directora de la escuela de maestras normales del distrito, o con arreglos de viudez reciente a requerir el no me olvides de una pensión 198 para seguir manteniendo la decencia del hogar bien formado, o, en iguales grados de necesidad, a que no le distrajeran al hijo en los servicios del Ejército porque su salario era su sostén, o a que algún empleo habría de haber para el sobrino, hijo de la hermana muerta que, por ella criado, era lo único en que podía apoyarse para vivir. En definitiva, asuntos fáciles en la cocina del Palacio. Se volvían contentas. Hubiéramos querido verlo a él, pero tal vez así haya sido mejor, y usted ha sido tan amable que mucho le agradecemos a él y a usted. Pasado, pasado. El orden quiere orden. El General llevaba los empeños del orden a sus correspondientes capítulos sentimentales. El orden había querido hijos que él viera crecer, así como vigiló cimientos, muros, cornisas, techos y terrazas durante la construcción del Palacio. Palacio e hijos era echar para adelante. Los venía haciendo en orden, para el orden, con los equilibrios biológicos de la paternidad reconocida, ensanchándose mundo, haciendo hijos como había levado los primeros paisanos para la guerra, para asegurarse compañía, acompañamiento, alistados en batallón custodia de sangre, apellido y fama, y los hacía en sola mujer para ese empleo, morena como él, su Doña, con casa digna en el barrio de los rentistas 199 urbanos, sin nada que falte, sabiéndolo yo que todas las mañanas verificaba los envíos de las necesidades del día, cuidadoso, por delegación especial del General, de la salud y el bienestar de Doña y prole, mujer, como iba explicitando, ancha y firme como el colmenado horno de hacer pan en los fondos, paridora regular con la facilidad con que va el riachuelo a aclararse en el río, mujer siempre llena, vientre de puntualidad cronológica que se verificaba en la libreta que yo le llevaba al General. Anote, licenciado, anoche estuve donde Doña, no por desconfiado pero en estas cosas vale anotar las responsabilidades contra los siempre probables embrollos. Era una de las libretas. La otra correspondía a la actriz italiana que le desertó al tenorino en gira y buscó empleo a sus dotes. ¿Con quién hay que acostarse para trabajar en este teatro?. El director de la Sala Municipal dimensionó la mercadería y calló. El silenció le fue entendido. No faltó quien la ofertara al General. Anote, licenciado, anoche estuve donde Doñita. Cada cosa a su afán. Una me da hijos y otra me da fiesta. Para la Señorita no había libreta. La Señorita, porte ufano, el mismo para reclinarse en misa de comunión pascual que en el palco de la Opera aprobando los sostenidos del barítono de La Traviata. Ese porte de su 200 constante aplicación y uso se confortaba, enhiesto, desde los altos tacos de la cabritilla y los corsés franceses que ordenaban el busto, alentado éste con píldoras de Madame H. Duroy, pero, por lo demás, y no lo era en poco, le henchían los ánimos los dos diplomas que lucían, a uno y otro lado de la dorada consola, en la sala de la casa de los padres, tal como en los días que vivían ellos, y era el uno, de eficiencia, obtenido muy tempranamente en la Academia de Corte y Confección, sección latinoamericana de la de Avignon, y el otro de reconocimiento de la Aliance por estudios que la entretenían en las demoras ininterrumpidas de su noviazgo, y que, felizmente, le permitían leer todas las semanas L’Illustration, de París, suscripción anual 52 francos, donde había encontrado la descripción de los rápidos efectos de las píldoras de Madame H. Durey. La afición a la música no le rindiera iguales prestigios y satisfacciones, porque muertos papá y mamá y ella en punto a novia observó la recomendación de la primera tía soltera, sabedora, quítale motivos al novio para concertarse celos. Despidió al profesor moreno, cerró el piano, cubrió el arpa. Cuando te cases, fue previsión de la segunda tía soltera, estarían cuchicheando hasta que prueben que el niño 201 nació sin motas. Más valía que preparara el ajuar con los moldes que ofrecía, suscripción complementaria, L’Illustration y leyera novelas de Lamartine, en ediciones Garnier, tapas repujadas, tan bellas, tan tristes en amores sin bodas. La primera tía y la segunda tía aseguraban pulcritud en los días de la sobrina con las cautelas propias de sus solterías bien llevadas a ojos vistas y a mérito de quienes sabían apreciar. No se podía decir de ellas ni una palabra. Que nada pudiera decirse, tampoco, de la hija de los malogrados cuñado y hermana. Las cosas siempre habían sido así, de tan excelente reputación, en ese hogar. El General, novio, la visitaba una vez por semana en la sala familiar. Ella, novia, le daba compañía en protocolo oficial. Era una preseñora en las ceremonias públicas del Palacio, seguida de sus tías. Licenciado, asegúrese que no le falten ramos a la Señorita todos los días. Doña, Doñita y Señorita, división del trabajo, misión, alegría y apariencia. El sistema trinitario lo proveía de adecuadas respuestas a estar por la duración de su funcionamiento, lo que convenía en mostrárnoslo tan en orden en la administración de sus sentimientos y goces como lo era en minucias y horarios de su despacho. 202 No hubiera querido desarreglar ese orden, pero el General podía encontrar cama aromada así y donde se lo propusiera y las prefería de mujeres ricas para darles ocasión al no menos dormido resentimiento del soldadito pobre. Se lo consentía cuando se le presentaban sin buscarlas y les eran desrazones de su capricho la elección o el rechazo como que acostumbrado estaba a discernirlos entre abundosos tributos. Esta vez en voz baja, señor Reed, porque nunca fue ni será intención mía debilitar, siquiera por hablas menores, el honor de las mujeres, así ellas se empeñaran en desincomodarse de él. Y le estoy diciendo que hasta matronal esposa de Ministro entrañablemente afecto, le solicitó atenciones, y, acaso, más que por sus gracias sí por preferencias que lo obligaban a su esposo, le concedió el General el premio de unas rápidas bodas detrás de la puerta, como decían las señoritas de mi pueblo que habían envejecido sin consuelo ni a uno ni a otro lado de las puertas. La cosa me fue sabida en razón de que el General no le dio, ante mi, ocultamiento como si necesitara ante alguien, y para el caso era yo, arrogantarse, pero lo era por motivación diferente y su razón venía de una puerta que, por descuido, sin duda, de la trabajosa espontaneidad de la 203 dama, no fuera correctamente cerrada y dio que el mozalbete que era su hijo se llenara los ojos con la visión de su madre y el General entrelazados en gimnasia como amorosa. A la mañana siguiente, primera hora de despacho, tal hijo se presentó a la sala de edecanes solicitando pronta audiencia. Sáqueme, licenciado, de este embrollo. No él, sino yo lo recibí por si acaso lo traían aires de honor y de venganza. No eran tales. En definitiva, asunto fácil en la cocina del Palacio. Estaba vacante el cargo de agregado en la Legación en París y se fue con el decreto de designación en el bolsillo. Se fue, contento. Hubiera querido verlo a él, pero tal vez así haya sido mejor, y usted ha sido tan amable que mucho le agradezco a él y a usted. Se contentó su padre, el Ministro. Le agradezco lo que ha hecho por el muchacho, pero me parece que lo ha honrado con algo más de lo que merecía. 204 21 (Papeles de Juan, 2) En las galerías del Cabildo me trataron como a paisano pobre pasado en vinos tristes. A los tumbos me entraron entre una y otra fila de uniformados y de sin uniformes, trompadas en la cara, patadas en el culo, patadas en los tobillos, rebotándome, marche rápido, carajito, y se entretenían en demorarme a golpes, trompadas por arriba, patadas abajo, marche rápido, trompadas, patadas, carajito, hasta el calabozo de los fondos. De aquí no te saca nadie, carajito. Para tres días o cuatro que no me sacarían, me hacía sueño antes de la bazofia por almuerzo para sosegar el hambre y domesticar los ascos. Del pabellón de presos demorados, depositados, a sentencia, se zafaban gritos: que nos tiren al dotorcito para el afrecho. Para el cuarto día la voz sargentosa: este carajito 205 se ha salvado del cuadro quinto por un pedo, lo piden de la central. Me transfirieron de comisaria a comisaria por las quince parroquiales del distrito urbano. El comisario, agauchado: ¿sabe dónde lo llevan?, tentándome los miedos. Las escaleras mordidas ablandaban el paso y el que me daba entrada, pachorriento, comedido: a los que no se retoban se les arma un catre aquí mismo en la oficina y no le faltará cobija, calorcito de hogar, ¿no?, como quien dice un bulincito para unas horas, llevo muchos años en esto y sé distinguir a los que traen, usted es persona educada y sabrá comportarse, le habrán dicho sus amigos que al Comisario Jefe de la Seguridad Especial nadie lo ha engañado, siempre se las arregla para saber más de lo que necesita, a los retobados les saca la verdad con tirabuzón, como escupida de músico, muchos guapos contaron más de lo que sabían, ¿quiere comer?. Ya estaba un plato de puchero frío en manos de un uniformado gigantón de lucha romana. Coma doctorcito que lo va a necesitar, se lo aseguro, yo no ando en estas cosas en que anda ese mozo de las trompadas fuertes que se les escapan de esas manos de plomo que su mamá le dio, la mía no quería que entrara a laburar en la poli, pero qué iba a hacer, no me gustaba la escuela y si la vieja me viera 206 que hasta tuve que ir a la Pitman a aprender un cachito de inglés de apuro para manejarme bien que mal con esas fichas que nos mandan, me entretengo con el fichero alcahuete y salgo poco en comisiones cargando bufoso para las precisas, eso sí me gusta aconsejar a los nuevos para que no pisen la cáscara de banana y se estrellen con el Comisario Jefe que es un poco nervioso, dígale todo lo que sabe, largue lo que sepa y todos quedamos en paz, con él no se juega, el hombre debe saber desinflarse como el bandoneón cuando le viene la mala, no me diga que no se le caen las medias en el almacén del bajo viendo al mago dándole al fuelle y cantando despacito: quedate en tu esquina, no salgas de tu barrio, se un buen muchachito. Me estaban pasando a otra oficina. Alcancé a ver el retrato del Cantor con su sonrisa afeitada de costa a costa y el del Ministro de Gobierno, cabeza pelada, ojos abuitreagados, nariz roja, profesor de Constitucional en la Facultad. Sentalo acá que esté cómodo el doctor, perdón, que le faltan algunas materias según el prontuario. Dígame, señor, qué gana con hacer lo que anda haciendo, que lo embadurnen para toda la vida, no se meta donde no hay tajada y donde hay tajada asegúrese antes de meterse, 207 ya se lo habrán dicho sus amigos que aquí la ligan hasta los comedidos, al jefe no le gustan los mudos, le recomiendo que conteste, usted es un muchachito educado y sabrá conducirse pensando en sus padres que querían que usted fuera un hombre de bien y véanlo metido como está hasta la coronilla emporcado por sus amigos que ya cantaron todo sin que los apurara demasiado el Jefe, el Jefe es muy curioso, antes que usted diga yo no sé, ya quiere saberlo todo, perdón que se lo diga pero yo ví pasar muchos que entraron sin miedo y salieron achicharrados con la lengua cansada de contar toda la historia desde los tiempos de la abuelita, el Jefe les hace caer los pantalones antes de que se den cuenta, muy inteligente, señor mío, para escribir en los periódicos pero muy poco piola para darse una buena vidurria, más le valiera, señor mío, tomar el solcito en la perrera y ponerle unos mangos pechados en un buen burro aunque no doble los mangos, va a ganar en solcito y tranquilidad, gustazos de la vida, jovencito, ¿a qué nunca fue el hipódromo?, yo tardé en rumbear para ese lado, mi viejo era jugador de ley y le vendió hasta el ropero a la vieja y mi tío le decía a vos te están pudriendo los caballos lerdos y las mujeres ligeras, pero qué se le va a hacer yo ya estaba en la perrera poniendo los 208 manguitos y los pulmones a Botafogo, era tan fija que pagaba poco pero me daba gustazo como ir con las minas que te dicen apurate que tengo otros esperando, si ya sé porque me le estaba deschavando en asuntos de la suerte, usted está en la mala y Dios quiera que esta cana le abra los ojos, te fuiste para el lado de los tomates, yo de vos, un mocito bien visto, me dedicaba a hacerme la Ameriquita, a trabajar en Tribunales mientras metés materias en Derecho, a gozar la fresca viruta, andá a la pileta del Universitario, tirate en esa, gilito, refrescate ayá que sino te van a refrescar acá y se te va a congelar el pito, mirá que muchos machitos pasaron por acá y después tenían vergüenza de mirar a la novia, pa qué te vas a complicar la vida, decime en qué país naciste o no te enteraste todavía que quien no se acomoda no mama y quien no mama es un gil, en qué país naciste, chiquito, no te lo dijo tu vieja no te metás a redentor que te va a costar mucho y no vas a cobrar nada, que la trompada suelta que ande por ahí te la vas a ligar vos, y van a poner el dedo sobre tu nombre cuando hay barullo y revisen las listas, a ese me lo traen ande o no ande en el asunto, mejor es tenerlo enjaulado y te comés una cana por portación de armas aunque te encuentren sin ferretería, unos días en el cuadro 209 quinto con pulastros y un mes entre los distinguidos de la Migdal en Devoto, y cada vez que salís hasta la vieja le va a costar reconocerte y todo para qué, si salís de esta quedate en tu casa, meté materias, tomate la copa en el Marabú, franeleá de lo lindo y los sábados a la tarde una encamadita de cinco mangos que si te dejan acá adentro se te van a apagar los carteles de la calle Corrientes ahora que la están anchando, te lo digo yo, no la corras de boludito que acá se te van a cansar los huesos, te lo digo yo, trabajate una mina platuda para el casorio, el que no se acomoda no mama y el que no mama es un gil, ahí te vienen a buscar, no te hagas el gallito que la vas a cobrar el doble y nadie te va a agradecer. Por el corredor aturdía la radio. El mundo fue y será una porquería, ya lo sé. La tercera oficina. Apagá esa radio que ahora va a cantar al señor. A usted le será fácil. El otro lo dijo todo, habló como el espiquer del informativo de las ocho y veinticinco, todo lo contó despacito, esperando que al escribiente no se le atropellaran las palabras en la máquina. Lo suyo es fácil. Si usted quiere, puede comenzar no más. ¿Un vaso de agua?. ¿Un cigarrillo?. Tómese tiempito para recordar bien, lo esperamos, usted es un universitario y sabrá de estas cosas, no queremos perjudicarlo, 210 nosotros cumplimos órdenes, si usted nos facilita, tanto mejor, el escribiente ya lo está esperando, empiece, no se demore demasiado, recuerde que el otro hizo un cuento largo, lo contó todo de-ta-lla-da-mente, de-ta-lla-da-men-te. Las órdenes en su caso son severas, usted merece el honor del máximo rigor, claro está dentro de las formas correctas para tratar a un universitario como usted, usted tiene suerte no ser como los otros, para usted tenemos otras maneras, pero no se equivoque al contar, no le valdría la pena equivocarse porque ya lo sabemos todo, ya ve que le estamos dando un trato de amigo, cuando cerramos el acta se harán unas diligencias complementarias y cosa de una hora como le digo le devolveremos, no quisiera por usted y por mi que las cosas no pasaran de aquí, hágame el favor de que el Jefe no me demore el ascenso y haga el favor de no contradecir al otro que cantó todo lo que sabía y algo más por si acaso, o usted habla conmigo o tendré que pasarlo al Jefe. ¿Para qué le voy a contar su fama?, él los conoce a todos, bueno, empiece a hablar. Volvió a funcionar la radio del pasillo. Radio del Estado en cadenas. Habla el General. Mi único compromiso es con el pueblo. 211 Sobre el escritorio del Jefe una carpeta con mi nombre, dos lápices, uno a cada lado de la carpeta. No se haga el valiente, después terminan hablando como una regadera. El Jefe toma el lápiz de la derecha. De atrás, de la izquierda, me viene el primer golpe, saltaron los anteojos. Recójalos, señor, para mayor comodidad póngalo sobre la mesa, aquí en Seguridad Especial somos muy comedidos. El Jefe toma el lápiz de la izquierda. El golpe viene de atrás por la derecha, caigo. Siéntese, señor, estos muchachos son un poco nerviosos, hable. Vi juego de lápices a uno y otro lado. El Jefe me dio descanso y se distrajo en conversación pero qué habrían de ser chitrulos de papá y mamá juntos para no ver que se venía la biaba a la zurda, o qué esperaban, que el General les dijera avanti muchachos hagan joda, toda la joda que quieran, ustedes no junaban al General ni de lejos y él los tenía marcados de cerca y los dejó correrse hasta el centro de la cancha para verles mejor las jetas en el manyamiento y les dio soguita linda y ahí los cazó, atenti paparulos que aquí soy yo el que hago los goles o no los hace nadie, o se creen que me voy a dejar mojar la oreja. Los lápices. El asistente de la derecha. El asistente de la izquierda. Hoy basta, el señor va a reflexionar. Me sacaban por el pasillo. 212 Radio del Estado en cadena. El único compromiso del General es con el pueblo. Me llevaron lejos, maniatado, en carro celular, camino largo. A ver los revoltosos, carajeó el sargento enano. Éramos los estudiantes huelguistas y yo. Íbamos a desyerbar el tramo barroso que será carretera enfilada al hato del Ministro de Fomento, desde la madrugada en que el sargento, sin acercársenos mucho, nos alistaba en el barrancón hasta que se deshicieran las luces del día en campo abierto derretido al sol, pico y pala, sol, pico y pala, sed, pico y pala, no aflojen carajo, las manos se afiebraban, se hinchaban los tobillos, cuando me quito el barro de las manos encontraba costras reventadas, manos algosas. Y esto era mejor que pudrirse en el calabozo a pan duro y sucia agua recalentada. Apuren, pellejudos, carajeaba tantas veces el sargento, que el General inaugurará la carretera de hoy en diez días, apuren, seguía carajeando. Trajeron candiles y hasta la medianoche pico y pala y las manos descarnadas y sin hablar por prohibido con guardia de bayoneta calada a la vista para impedirlo, ni palabra al soldadito que era indio y no se le movía músculo de la cara. Se vinieron las motocicletas como bandas de langostas infladas, barulleras, el 213 General en motocicleta, el Ministro de Fomento en motocicleta, los edecanes en motocicletas, la guardia militar en motocicletas, los guardaespaldas en motocicletas, la banda de música en motocicletas, el sargento gargajeó y nos instruyó. Formen los voluntarios. Formamos, pico y pala al hombro, pasó el General a distancia de mirada larga, nos formaron con bayoneta calada a la espalda, no se muevan ni un pelo, canten, los ruidos de la banda no dejaron saber si cantábamos o no y a distancia el General condecoraba al sargento enano y no se perdió el discurso que esa era la obra de los Voluntarios del Trabajo Nacional, la obra del participacionismo, que la prensa extranjera llamaba trabajo forzado pero ya sabemos a qué responde esa prensa infiltrada-masónicajudía, que lo efectivo era que el país tenía una carretera más y que el gobierno cumplía, cumplía, cumplía su política de Justicia Efectiva y Carreteras Trasversales. El acto ha terminado, dijo el espiquer de Radio del Estado en cadena, bajo un hermoso sol propiamente gubernista. Nos dieron la última tanda de frijoles y los carros celulares nos estaban esperando. El Jefe. Hable. Los lápices. El asistente de la izquierda. El asistente de la derecha. Llevalo al paseo. Déjelo por mi cuenta, señor 214 comisario, que lo voy a pasear en submarino. En el pasillo. Usted cree que un carajito como usted va a poder más que nosotros, que mi Jefe, que estos brazos, mírelos, ¿no los vio nunca los sábados a la noche en el catch del Luna doblándole la espalda al turco?. Me tumbó de una cachetada, me llevó en sus brazos, me metió boca abajo en una tina, tragué agua sucia, una vez, otra vez, otra vez, él seguiría llevando la cuenta, revientan los ojos, vomito, recoja eso que aquí no hay mucamas y ¿te gustaría que la próxima vez te meta en la tina llena de bosta?, te voy a juntar toda la bosta de la Guardia de Caballería. Me tiró en el calabozo. Vuelve. Tomá, mirá, que a vos te va a gustar. Un fajo de revistas de desnudos femeninos. El Jefe. Hable. Los lápices. El asistente de la izquierda. El asistente de la derecha. El carro celular cruzaba el riacho en que largaban los saladeros sus desperdicios y la ciudad se relaja en provincia. Esta sería la avenida de las tiendas de loterías y quinielas, la fábrica de fósforos y la comisaria regional. Al comisario de la simulación de fusilamientos lo habían cargado los anarquistas en el restorán. Siguió la representación de los fusilamientos con mayores prolijidades. Días de pan duro y aguas menos 215 podrida que las del riacho y se hizo por semanas el recuerdo cuando los disparos me embarullaron la cabeza y se me fueron recomponiendo de a poco las palabras. La próxima vez ni el Obispo te salva. Me habían sacado embolsado y así me devolvieron al calabozo y no sé qué tiempo me creí vaciado, y alguien del rincón dice: no me hables, no quiero saber nada de lo que te ocurre a ti, ni quien eres, mucho me cuesta no decir lo mío, no quiero saber lo de otro. El Jefe: hable. Los lápices. El asistente de la izquierda. El asistente de la derecha. Los asistentes: no se caliente, señor Jefe, ya va a hablar con la serpiente o el cantaclaro, este no sabe todavía de qué se trata, que se lo pregunte al compañero que le abrí la boca de un cachetazo y le dio besitos de lengua a la serpiente, la serpiente parecía la de una francesa. El que sigue es usted, doctor, prepare las nalgas para la serpiente, ¿quiere pasar?. Me llegó de atrás un empujón que me tiró sobre la puerta. El Jefe: empezá despacito, no te entusiasmes tanto de entrada que lo tenemos toda la noche y el punto no tiene el físico de Primo Carnera. Trajeron la toalla mojada. ¿Verdad, jovencito, que no se va a necesitar?. El Jefe. Hable, hable, hable. Me tiraron en el triángulo. Muy vacías de llevar las horas de 216 los días y de vacías se me iban a minuteros que taladraban la cabeza, las palabras se me quedan sin letras, llevo la mano fría a la frente tan fría y recojo el flequillo muerto. 217 22 Los negocios llevaban todo este tiempo en ir bien, cada vez mejor, viento en popa, marchaban. Los ricos se hacían más ricos, que era por donde se le veía cara llena a la prosperidad. No les era, nunca, demasiado lo mucho. Las fuerzas desinhibitorias del progreso mercantil obedecían fielmente a la voluntad del milagro positivo que consolidaban las diestras riendas del General. Dios era criollo lindo. El suelo y el subsuelo tributaban generosas riquezas de rápida exportación. La Calle del Comercio embanderaba todo el año. No faltó ceremonia de regocijos públicos en que el poeta nacional besara una morocota de oro, como si le volviera adoración frente a la Virgen de Lourdes. El General presidía las innumerables y ordenadas jornadas de toma y daca, entreviendo confundir a los acreedores internacionales para no pagarles de a contado. Le puso 218 pliego al Ministro en Londres en testimonio del deseo que le asistía de hacer un arreglo con los banqueros acreedores, autorizándolo para adelantar al gobierno de Su Majestad la proposición de ceder a aquellos la isla del sur en pago de la deuda, que poco hacían esas islas alejadas y la bandera nacional o punzó en ellas y mucho, en cambio, los patacones en casa. La inspiración comercial recorría diversidad de niveles sociales. El Canciller frunció el ceño y no se atrevió a establecer responsabilidades cuando se enteró que las valijas diplomáticas servían al contrabando de anticonceptivos. El ala de las oficinas y despachos del Palacio se llenaba, por pasillos y antesalas, con los saludadores y sus portafolios. Era la mejor prueba de la abundante florescencia de los negocios. Me daban empeñoso alcance en los días siguientes a los que el General se le diera en gana, o no atajó a tiempo, alguna seña pública que pudiera entenderse como de aprobación a mi persona. Se detenían, se descubrían, desplegaban brazos y mano con agilidad de circo, la chistera declinaba al nivel de la escoba y la apresurada cortesía se desfiguraba en extremoso halago para llamarme Señor Ministro y cómo ha amanecido usted y en qué pudiera tener la felicidad de servirlo y qué luces ha puesto usted en el 219 último discurso y qué placer leerlo en La Gaceta Liberal y para lo que usted ordene, no olvide a este su obediente y subordinado servidor y sus órdenes, pues no tiene más que mandar y será cumplido a su entero agrado Señor Ministro, qué elegante luce tan de mañana. Lo que no ocurría cuando el General se desganaba de mi, o se ahorraba en trascender aprobación, o por dos días seguidos no era llamado a su despacho. Los saludadores habían sido los primeros en avisárselo, puesto que desde los pasillos y antesalas llevaban puntual conocimiento de cuál era la relación de fuerzas, simpatías e intrigas en las oficinas y despachos, y procurándose economía a sus halagos me esquivaban, o sino el saludo era de pobre, cómo quién te conoce, quién eres, de dónde has salido. Lo que no les comprometía que al tercer o cuarto día de variada suerte, se volvieran a sus efusiones con mayores extremos, que hace días que no sabíamos de usted y qué sabio el General en retenerlo en servicios cada vez más importantes y qué privilegio el nuestro poderle presentar nuestros respetos para lo que manda, para lo que mande. Ahí estaban visitando al tercer edecán trayéndole correspondencia de su provincia, chisme de su querida y la recompensa del proveedor de cobijas para los barcos y los 220 cuarteles; o poniéndole por oferta al director de despacho informaciones que no le estarían demás tenerlas en exclusividad; o al Ministro de Obras la insistencia del Gobernador en tal puente que, de paso, valorizará convenidas propiedades y de cuyos candidatos al beneficio ya se recibe la anticipación con que el Ministro cambiaría de coche y tiros y él de botines y polainas; y faranduliarían con los escribientes para que den apuro al expediente y oculten los legajos no pertinentes, o gestando algún trámite vergonzante o no tan vergonzante desde que tiene la venia de la Intendencia Militar por referir a gastos que se encubrían en la batida que los batallones de línea preparaban contra los indios de la frontera; o alcahueteando de un despacho a otro despacho por encargo simultáneo del encargado del uno y del otro, lo que se llamaría un espía doble en la guerra. Variados motivos y un igual y constante ir y venir por Palacio y añadidas escalas en Aduana, Oficina de Pagos privilegiados o de Recaudaciones forzosas. Variados los lucros y sus tajadas en reciprocidad a los motivos. Las más de las veces se favorecen con las más grandes, y los ministros, jefes de despacho, aduaneros, pagadores e intendentes no corolaban más que de complicitarios de segunda de sus tramoyas 221 enguantadas; y La Gaceta Liberal los publica en la Sección de Viajeros con que los réditos alcanzan para llevarse a Europa a esposa, cuñada por aya, los hijos del matrimonio y los hijos particulares, y el viaje les consagra prestigios por reiterar, en los próximos meses, los pasos triunfadores por pasillos y antesalas, abrirse con mayor facilidad las puertas de oficinas y despachos. El General prefería entre todos ellos, y a falta de gitanos convertidos, a los de origen corso pero de disposiciones alertadas. Ocupémoslos como comunicadores o alcahuetes del sistema ya que existen y no sería tarea fácil ni necesaria imponerles que no existieran e igualmente sabrían cobrarse sus premios y salarios. Y me instruyó que les ordenara los servicios y les abrí despacho reservado para darles recibo de informaciones a la hora confidencial de la siesta cuando se abochornan de calor los corredores del Palacio y fue ello la base de un sistema confidencial que, a mi través, llegaba directamente al General. Corridos los días de sus eficaces contribuciones, se hizo distendida red de espiones con gente de mucho enterarse y acomodado disimulo como son dueños de esquinas, cobradores ilegales de peajes urbanos, capos de chusmas 222 arrabaleras y feriantes, propietarios de flotas de camiones rurales, pulperos de campaña y sus dilatados oficios, disponiendo, a mi través, de mercedes oficiales que ponían en sus manos poder suficiente con que gratificarse y gratificar, a la vez, a sus sucesivos asociados y eran los billetes de la Lotería de Beneficencia que venderían al precio o sobreprecio que ellos no pagaban sino en prolijidad de confidencias y delaciones que yo les oía y computaba. De esto prefiero no hablar demasiado, pero vale que le diga de cartas que pasaron por mis manos, como de hijo: Usted es el Padre de la Patria y más que mi padre, por eso me provoca decirle que repruebo las malandanzas del que funge como si fuera mío y a la espera de campamentos de alzados sin razón y menos que razón justicia porque la justicia es Usted y por algo puso Dios la razón de su parte para que no la salpiquen con orina de ingratitud en los potreros de la subversión sujetos como el que hasta ayer fue mi padre sin pensar ni siquiera en su familia y por eso mamá hará que alguna manera le dé alcance este aviso. Y como carta de padre: Si Usted le da unos días de calabozo dejará de hablar paparruchadas y ni intentar hacerlas y la familia ganará en bienestar y tranquilidad y Usted no dudará de nuestro amor a su 223 benemérita causa americana y para lo que mande pues. Y así se colmaba el General en saberlo todo en puertas para adentro de respetables familias influyentes por su ratificada lealtad, y de desavenencias en sus salas y riñas en sus patios se aprovechaba en términos propiciados por su buen saber y mejor entender. Queda sin más decir, señor Reed, todo lo que le pudiera decir al respecto, y paso a seguir diciéndole que el espectáculo de la prosperidad inspira, siempre, aquiescencia, así no se la comparta, aunque hay maneras, psicológicas, por ejemplo, para compartirla. Cuidadoso de prósperas razones, el General instruía al encargado de Aduanas que pusiera decreto de liberación de las maquinistas tragamonedas, y volviéndose a mi con las justificaciones que nadie le pedía y que eran los juicios de su entusiasmo sobre que preocupan sin preocupación, emborrachan sin las confusiones del alcohol, atraen con igual seducción pero sin irrespetos que las tetas de las mujeres maduras a los muchachitos en iniciación, trabajo distraído que los ocupa en impulsar pelotitas y soldaditos y no se cuántas figuritas automáticas de ir y venir rápido por ese campo envidriado para acostumbrarlos a que las cosas tienen su suerte y su límite. Si fuera yo 224 Obispo haría de los frailes gerentes de esas maquinitas con más éxito que el chocolate después de la primera comunión o kermese con bombillas de colores en el atrio, como que en ellas está sirviendo un diablo manso que no daña, distrae higiénicamente y moraliza. Aplicando iguales prudencias de la prosperidad a otras tantas decisiones institucionales encargó del censo a un gringo de Massachussets y su comisión de misioneros de la paz, así a otro de igual pasaporte del ordenamiento contable de la hacienda pública y de la que estaba haciéndosele privada, de acuerdo con el manual de procedimiento para el caso de William H. Vanderblit, junior; a un inglés del Banco Imperial de la coordinación de los transportes ferroviarios y urbanos, apuró en ameritados expertos locales el catastro de tierras sin conocidos dueños y se arrogó el derecho de propiedad treintañal, para quedarse con las de acertada preferencia y repartir las tantas otras muchas en consecuencia a orden escalonado por gratitud personal y/o institucional. El gringo del Departamento de Estado le hizo regalo de un Packard abierto, igualito a los que comenzaban a aparecer en las películas mudas de pistoleros. Si lo uso le doy conformidad para que me pida más retribuciones de las que le estoy dando y en esto me gusta 225 conservar el valor de la iniciativa. Se quedó al gusto de las motocicletas, pero por seguir teniendo algo como riendas entre las manos. Jinete en ellas, se iba a dar visto bueno a las obras de las carreteras, en las que seguía forzando a vagos y malentretenidos de las provincias pobres y a los insurrectos estudiantiles, a pico y pala, pala y pico, desde antes del amanecer hasta noche entrada. Dicen, se dijo casi después, pero a nadie se le ocurrió fehaciente, ni nadie se interesó en averiguarle su si o su no que viendo a los muchachos en lo afligido de la faena se le escapó, nostalgias que se le hacían futuras, algo así como que vaya a saberse si entre estos cabezas calientes no está un presidente de la República para cuando se me disuelva la osamenta. Pero, esto pertenecía ya a la probable anécdota. Mucha gente de pueblo que compartía porque sí la prosperidad sin verle de cerca la cara, se alineaba en la aceptada admiración y respetos, bien entretenida en repetirse las anécdotas que por allí le contaron. La historia, como usted lo sabe, señor Reed, en los períodos que se centra en un solo hombre se abandona a la anécdota. Es la anécdota que crea el tirano y la anécdota que le crean al dictador. Los tiranos fabrican sus anécdotas y a los dictadores se le fabrican. Tal vez sea por donde se puede 226 diferenciar entre un clásico y un advenedizo, entre un tirano y un dictador. Y al General se las hacían, con su intervención gestora, o sin ella. Que mandó cortar los aleros en casas puebleras por caérsele, de visita, una teja sobre la cabeza y los aleros se redujeron a cornisa. Que en el reñidero se prevea de llevar gallos en consulta con los giros de la luna como corresponde a un buen gallero, pero además le daba oración a San Marcos y entonces apostaba hasta ganarle una hacienda al gobernador del distrito federal. Que hizo higienizar poblaciones y aldeas de leprosos y sifilíticos y los mandó levar en carretas rezongonas. Que no viaja a Europa por atender los cuidados de la silla, pero, también, para que no lo mortifiquen pasivamente los barcos, que no cabalgo caballo que no le ponga mis bridas y menos caballo de madera a los que espantan los ventarrones. Que de asco, decían, no más, de asco de tanta mano cualquiera pedigüeña, se le dio el hábito de enguantarse las suyas, así que atendiendo las que se les entregaban blandas él sólo daba el guante blanco que le intermediaba el fastidio, el asco. Que les hablaba a las ocasionales queridas del sistema oficial para ordenarles la confianza, no me mecen las lisonjas con lo que tengo andado y entendido, pero qué opina tu marido de 227 mi, y si la respuesta no se alteraba con celos del marido, él se desinteresaba de su esposa y hubo, decires, que una de ellas le trasladó las razones del consentimiento del consorte que tenía por honor que la suya fuera la elegida. El General, razonaba el honrado, según la textual traslación de la honrada, es para todos nosotros la misma Patria en persona y ante la Patria cabe declinar en buena hora los orgullos y la soberbia, lo que dispuso al General apresurarle fin a esos amores, que los quería menos serviles, con oportunidad de conflictos de celos, por lo menos aparenciales, que el consentimiento ante razón de Estado no es igual obligación o peripecia que antes juegos del amor, y, así, sabiéndolo, ellas se lo ganaban mejor poniéndoles a sus maridos máscaras de permitidos irritados celosos, que era el camino por el que a ellos les llegaban de él mejores beneficios en merecidas canonjías y botellas. Que en el orden de los negocios era inflexible cuanto a la disciplina y regularidad, y porque el vicegobernador, en quien confiaba el contrabando de cigarrillos rubios y radios a transistores por la frontera del norte, se remisó en rendición quincenal de cuentas, le puso investigación y vigilancia que le llevaron certeza de las deslealtades, por lo que llamó al 228 Gobernador, tercer socio, y le impuso de la estafa de la que se salvaría el autor de sola manera: usted lo manda preso, lo visita en la cárcel y le deja pistola cargada, razonándole afablemente que otra justicia le sería más molesta, ¿está claro?, y terminemos con los terceros, usted y yo y ningún otro ingrato entrometido en cuestiones de por sí tan esmerosas. Que de ahí pasaba a festejar bautismos de undécimos consecutivos hijos varones que hacen a los pueblos útiles, y en tales excursiones se le retraía la adustez sin dañar autoridad y palmeaba espaldas de padres, entre los que el sostenedor de los Juegos Florales del oeste lo ablandó con esta gratitud: General: Por tus hazañas / siempre bendito seas/El día que apadrineas/Al hijo de mis entrañas. Que la carretera pasará por donde yo lo digo, y pasaría por la posada de arrieros, propiedad de compadre afectuoso, y que hacía suya para hacer alto, sueño o fiestita, de paso, hacia la playa de vez en vez que podría ser al mes una en tiempos de pesados calores, pero los ingenieros alemanes habían registrado otra senda más entrada en la montaña que descontaba distancias y recomendaba generales beneficios. Cómo dejar a la posada de mi compadre sin puerta sobre el camino nuevo, cómo trastear a mi compadres, digan lo que digan los ingenieros no son 229 mis amigos y lo es de añares mi compadre que me lo seguirá siendo. La carretera zigzagueó mitad de hora larga y el General siguió haciendo alto en la posada que, desde entonces, lució a su frente la bandera nacional. La prosperidad, diciendo de ella, señor Reed, se la veía en los retratos del General que se repartían celebrando el Día de la Fidelidad, que no era una sino tres fechas anuales concordadas a la razón de los requerimientos políticos de entretenimiento popular. Que no les falten sus relajitos, sus botellitas de zamurito y carlón, sus empanadas, un pan dulce. Con poco se los ajusta. Con el retrato del General. Retrato de uniforme completo, engalonado, encharolado, cruzado de bandas nacionales y punzó, caídas hacia la derecha, ajustadas a la encuerada cintura, enflequilladas de oro en sus extremos, correajes de escrupuloso reglamento para campaña larga, virilizada la cabeza con casco de cobre y pico crinudo, montado sobre el mejor ruano de los establos militares, caballero de cierra España al frente de legión azul de ulanos, todo y lo suficiente para instalar y mantener supersticiosos respetos, pero para hacerlos más cercanos y un tanto sentimentales, sin menos respetuosos por eso, una sonrisa apaciguaba a los poblados bigotes. El retratista le había anhelado que quisiera hacerlo 230 con la dulzura en el mirar del Papa, la energía sin apelaciones del Káiser en la frente y las mejillas y la simpatía festejadora del cantor de tangos en los labios y la manifiesta dentadura, lo otro lo hará el uniforme, las bandas, el caballo. Está bien. El retrato de la prosperidad oficial se multiplicaba en afiches en estaciones ferroviarias, aduanas, pasos de frontera y muros de los Cabildos y agencias públicas, se entregaba a los corresponsales de la prensa extranjera y se entronizaba en las aulas al lado del Crucifijo. Desde el retrato, el General se les iba encima, y la gente que necesita creer en cosas fáciles y hechas, se dejaba, gratamente, encimar. Era el dueño del si y del no de esa gente y así lo evidenció cuando la cuestión de la isla en la desembocadura del río. Enfatice los derechos nacionales, licenciado, que eso no da lugar a discusión, pues o hay patriotas o hay traidores. Póngale leña a estos en La Gaceta Liberal y escríbame cuatro discursos al respecto y llame al Jefe de la Seguridad Especial. Usted, Jefe, me pone en prisión al grupito de iniciados porque de seguro que se están volviendo a la causa traidora de entregar la isla, dele trato de infieles, aproveche a llenar el Panóptico para que justifique la alta partida que le asignamos en 231 el presupuesto de gastos de la Nación, proceda, usted sabe. Semana patriótica. El General, héroe de la soberanía, escribía yo en el periódico. Nuestra causa es una causa continental en una de las épocas más difíciles que país alguno pueda enfrentar, escribía en sus discursos. La Universidad suspendió la grita. Estamos con el General en esta de resistir a los gringos, dijo el caudillo estudiantil. Lo acompañamos, manifestaron los partidos que esperaban la legalización. Sin duda, fue uno de sus mejores momentos. El General era el Coronel de la campaña libertadora. Qué mandarían barcos de guerra, a bloquear nuestros puertos. Viva el General. ¿Quién no vivaba su nombre si era la vieja bandera de la Patria? Los barcos no vinieron. Seguimos la grita. El General negociaba. El Ministro gringo entraba y salía del Palacio. Ya no era necesaria tanta tinta, sosiéguese licenciado. Usted, Jefe, siga en lo suyo. Nos presentó al Ministro gringo. Este señor, a quien tanto debemos por su comprensiva colaboración, será el representante plenipotenciario de la Nación en el diferendo de la isla. Usted, publique su biografía, en La Gaceta Liberal, usted, provéale de escolta reforzada. Hubo aprobación. Si el General lo hacía sabía porque lo hacía. 232 De entonces fue la fiesta grande en el Palacio, con abundancia de crónicas y fotos para que todo el pueblo compartiera. Si pretexto le faltaba, hizo el General concurrir al pretexto y sus provechos, que coincidió con la aparición de su hermana menor, la que no le teníamos en la cuenta, sin saberla olvidada, hasta ahí, o escondida, por alteraciones familiares que se remedian, que se legalizan, sin que nadie lleve preguntas a donde las preguntas no deben llegar, cuando se dispone de poder remediador, legalizador. A la niña no le faltaba aire de familia a su favor, tirando a blanco, y a favor, también, de los empeños del General en emparentarse en sangres con troncos tradicionales de la alta sociedad, blasonada desde los días de la Colonia. Se la adiestró en cursos de comportamiento social desde Suiza por eficientes correspondencias, y le encontró esposo entre dobles apellidos empobrecidos pero de invariable heredad entre las mejores. La grande fiesta fue la de las bodas con el recién ascendido Teniente Coronel que venía desempeñándose en Intendente Mayor de Palacio, mozo elegido para secretos, privanzas y mercedes del gran agraciador. No le diré yo de la fiesta, porque vale la crónica que apareció en La Gaceta Liberal, a la que por encargo especial 233 del General le puse algunos acentos. Con todo el esplendor de la época versallesca fue celebrado el enlace de la digna hermana del General con uno de los hijos de más esclarecida y tradicional familia de nuestros medios. La decoración acordaba con la mencionada época de esplendor. Así se pudo apreciar la adornada gran piscina con tres docenas de bellos cisnes en rosado y blanco, en cuyos picos sustentaban letras que en el conjunto componían el nombre y apellido de las dos familias que entroncaban. Los jardines se encontraban totalmente cubiertos de grandes toldos que guardaban la policromía de los suaves colores señalados, los cuales se repetían en las mesas, que complementaban sus adornos con delicadas sombrillas color punzó, adornadas, a su vez, con cintas plateadas, flores carmesí y multiplicados encajes. Estos detalles se repetían con mejor gusto, si cabía, en el gran salón de los espejos, seleccionado para ofrecer el espléndido bufete y a cuya puerta fue colocada una inmensa tarta de bodas de tres pisos, en que se representaba un bosque y un lago poblado de cisnes en el primer piso, siendo el motivo del segundo una cantarina fuente, mientras que en el tercero una carroza tirada por cisnes servía de marco a un medio cuerpo de blanca confitura 234 que representaba el de la esposada. Toda esta decoración fue creación de la novia del General. Antes del primer vals, una ronda de niñitas salpicó la pista de rosas color punzó, portadoras de cestas en tul y encaje blanco, lo que completaba sus vestidos confeccionados en organza blanco y rosa. Las damas de honor fueron saliendo en parejas circundando la piscina, al final de la cual eran esperadas por los caballeros de honor, quienes lucían camisas de pecheras en colores combinando con los trajes de las damas. La esposada hizo su aparición del brazo del General, comenzando los acordes del vals Dama Antañona, ejecutado por los White-New York Boys, que viajaran de Miami para el evento. De los brazos del General la feliz esposada pasó a los de su prometido a los compases de Voces de Primavera, esta vez interpretados por la Orquesta de los Festivales de la Patria, y de allí en forma ininterrumpida bailó con los Ministros del Poder Ejecutivo Nacional, el Alcalde del Distrito Federal, el Jefe de Policía Regular, el Jefe de la Seguridad Especial, el presidente de la Academia de Letras, el presidente de la Sala de Representantes, su reciente suegro, que lo hizo representando a la noble corporación de su presidencia. El traje de novia fue confeccionado, en París de Francia, en encaje blanco de 235 Chantilly y organza bordada, tipo crinolina. Como complemento a su vestuario, lució un juego de Corona, Cruz y Pulsera de zafiros y brillantes, regalo del General. 236 23 Al día siguiente fue el comienzo de la tristeza. Sería hora de campanas llamando a novenas. Con lentitud desigual, el servicio que le alcanzaba el tente-en-pie de pasada la media tarde lo hacía con paso empobrecido, mano insegura y no por desacostumbrada. Ni un parpadeo se demoró en saberse advertido. No me dirás que son los años que te están volteando el tazón. La primera inquisición, como por distraída. Pero, no sobraban tiempos. Sólo le faltaba saber quién estuvo en la cocina. Inquiría apretando esa muñeca que se desflecaba en miedos. Hablaron los miedos. Ahjá. Cómo fue eso. Los miedos dijeron lo que habían visto. Ahjá. Andate y callá. Los enemigos no eran los otros, eran ellos, los suyos. Carajo. No hay en quién 237 confiar, cochino mundo. Un temblorcito comenzó repiqueteando desde los pies, como ratón metido dentro de las botas. Si no me cargo mi pistola, nadie, carajo, la carga por mi. Si no cuido mis espaldas, nadie, carajo, me las cuida. ¿Cuidarlas?. Me venden. Malparidos. Desde la nuca le bajaba un hormiguero frío. Así les haya puesto un Palacio Salvo lleno de morocotas en los bolsillos. Un hormiguero caliente le salía, peregrinaba, desde el culo. Cada uno con el cuchillito debajo del poncho para la primer volteada, por si me les descuido, guachos. La espalda como llovida, lluvia castigadora y sin cobija, le entraron los miedos fáciles por la espalda. Los silencios del atardecer del Palacio se le ablandaban en la barriga. Los sudores le hacían charco en el cuello, en la pechera, en los puños de la chaqueta, arrancados los botones de abrírsela por aire que no se respira, guachos, taimados, ¿de qué tenían que quejarse?. Los ánimos se le volvían de piedra a barro, de cordel a hilacha. Por aire que respirar, brisa tranquila, pateó puertas, trepó por la escalera de los laterales, la de los deshollinadores y los gatos, sofocando impaciencia de perseguido por batallón sumándose en sombras que escapan y apenas aúllan, y ahí le dieron tormento los vientos borrados, calores quietos, treguas del aire, 238 silencios de subterráneos de mármoles oscuros, silencios fósiles de cueva, cesaciones nocturnas, fin del mundo, fatigas irreparables de Dios. Los pulmones cesan y no es la muerte. El corazón cesa y no es la muerte. Las piernas se desinflan y no termina la muerte. Desde los macetones de helechos laminados, viene el canto de las chicharras con crueldad de motores de molinos, triturando frutos y niños por nacer, guachos, taimados, godos, de aquí no salgo ni por el ojo de la cerradura del candado, duros los pasos engrillados en planicie rocosa, muertos encolumnados con los pies desnudos pegados al alquitrán, pájaros de invasión cubren el campanario de la Iglesia, las estrellas queman como fraguas encendidas en los ojos, mis hijos tiran piedras sobre los tejados, el león de cerámica del portal viene corriendo y la guardia lo tirotea, rugen a despedida cien caballos, cien caballos dan aviso de que se han quebrado los pactos de la voluntad, los sueños de la imposición, cincuenta caballos bayos, cincuenta caballos ruanos, adiestrados para los servicios del ceremonial de la muerte tranquila, los cien mejores caballos de la región llanera llevando la urna desde Palacio a la Matriz, desde la Matriz al Panteón de los Héroes de la Patria, los cien caballos educados para los 239 tributos de la solemnidad de la muerte y los lutos nacionales, en cien caballos a la gloria del Panteón, rugen los cien caballos rompiendo las tranqueras de los pesebres, invadiendo los patios del Palacio, oliendo a yerra, oliendo a roña de campamento derrotado, oliendo a apestados, oliendo a alberca envenenada, doblándose a la primera carrera, llenando de muerte sucia los patios, amurallando de muerte pestosa los jardines del Palacio, de esta no se sale. Se encerró en la alcoba. A mierda huele estar solo, gran letrina el mundo, me huele a mierda la ropa, la camisa. Se la quitó, desplegó sus sudores sobre la silla. Me huele a mierda la cartuchera. ¿Confianza?. Carajo. Ni en mi camisa de mierda. La rápida fusilación no alcanzó a desahogo. Quebró el botiquín, abrió cerveza, derramó sobre la alfombra, sobre la camisa, siguió bebiendo, llamó al soldado de guardia. Chupá conmigo come mierda, acompáñame, acompáñame o te fusilo, cholo de mierda. Siguió bebiendo. A la camisa fusilada le subían hormigas. Durmió sólidamente como si hubiera construido el perfecto orden de la venganza. Se acabó la leche de clemencia. Esas comisiones se hacen 240 pronto y a la madrugada mejor. Estas develado, muchacho, se te cortó la carrera de apurado, listo, antes de tiempo, el viejo te devuelve la vida si firmás esto con linda letra, nada de apuros, entregá la llave de los depósitos, mañana te vas con pasaporte en regla, no tenés tiempo para pensarlo, son órdenes que siempre se cumplen, vos lo sabés, vengan las llaves, nos dijo que las guardás en este segundo cajón empotrado, el viejo, vos sabés, lo sabe todo, vengan las llaves, sentate a firmar, tranquilito, que no se corra la tinta, tranquilito. Se levantó para la entrega. Lo volvieron a sentar con la velocidad de la puñalada. Eran órdenes, vos lo sabías. Faena cumplida, al final no tenía hornaya para tanto humo, le temblaba el bigotito como si le hubiéramos apurado a picana, cartón mojado, compadrito al cuete. A las nueve de la mañana, el presidente de la Sala de Representantes fue asaltado en su despacho de ventanas abiertas, por encapuchados que no dejaron rastro alguno para verificación legal de sus índoles cuando le deshicieron el pecho a puñaladas traperas y arrastraron el cadáver hasta la puerta principal para que se mostrara ahí a quienes quisieran verlo mancillado. La Gaceta Liberal informó que lo que estaba ocurriendo era obra de comandos sediciosos infiltrados desde la 241 otra banda del río y que el General presidiría el duelo nacional, banderas a media asta, discurso del Ministro de Justicia, asueto escolar y administrativo, suspensión de espectáculos públicos, franja negra en la correspondencia oficial, que las víctimas eran amigos del corazón del General y primeras columnas de la Restauración. 242 24 (Papeles de Juan, 3) Los polizontes que asaltaron mi casa, cumplían órdenes. Cuando me llevaron amarrado, cumplían órdenes. Cuando me abandonaron en el foso, cumplían órdenes. Cuando me negaban el alimento, cumplían órdenes. Cuando me atormentaban, también, cumplían órdenes. Cuando terminen de matarme y dejen mi cadáver en el camino del aeropuerto estarán, también, cumpliendo órdenes. Cada cual cumple las órdenes. Cuando descienden, las órdenes se disuelven de autoridad a autoridad como si de ninguna hubiera partido, pero disueltas de autoridad se cumplen por los esmeros del último responsable que le devuelve su entera intención original, el último, el verdugo, el que rehace la autoridad y administra los sucesivos turnos del tormento, como si la suya fuera la misma mano 243 pesada del primer impartidor de las órdenes, la mano del ejecutante y la complacencia del sancionador. Tú eres un escalón intermedio de las órdenes. Cuando pasan por ti son apenas caligrafía indiferente, la misma cursiva inglesa del escribiente de tu Milton, los mismos rasgos claros con que tu Mazzini escribía Dios y pueblo. Sobre tu mesa sólo se demoran lo imprescindible al turno del despacho, sin suscitarte las impresiones de venganza del que arriba la impartió, ni las diligencias de crueldad del que abajo las cumplirá. Pero, cuando tú las rubricas y las pasas al turno inmediato, no te desembarazas del encargo ingrato y cerrando los ojos no te quitas el peso que otros cargarán. Ya te alcanzan la venganza y la crueldad, ya eres tú las mismas órdenes. Nada humano te ha de seguir siendo ajeno, según los viejos votos compartidos. Los maestros humanistas nos habían prevenido que todos somos culpables si la conciencia de cada uno, del cada uno que no podemos dejar de ser en el hombre que somos, o que aprendemos a ser, no se libera en la solidaridad con todo lo humano. Todo lo humano es nuestro, de nuestra conciencia, de la mía desde este lado del cerrojo. ¿Lo es de la tuya desde el otro lado?. Yo sé, de mi, que me libero, que me 244 salvo, en la desobediencia, de la que nada desisto en este estado de inocencia al que me reintegra la cárcel y sus tormentos. No me hacen falta noticias del mundo, que no me dejan llegar, para saberme incluido en el paisano al que le están violando su hija los hijos del patrón, en el soldadito instruido a puntapiés por el sargento, en la madre pobre que hace hijos para el desprecio de los ricos, en el muchachito de los socavones que morirá de silicosis a los veinticinco años. Para saberme incluido en tí, también en ti, tan lejano y no del todo tan lejano, pensándote prisionero de otra cárcel de puertas abiertas que, sin embargo, no puedes o no sabrías ya franquear, y, ahora, estoy aclarándome que esta necesidad mía de contarte lo que te llevo contado no me llega desde la fraternidad de ayer, no repasa recuerdos, ni nostalgias, es más viva y de recién, es para el otro preso, al que sé mi hermano, el que cumple órdenes, el que obedece. No soy yo santo, sino tú. A mi me dan tormento. Tú te lo das. El tormento que me dan me reconforta en la elección que he hecho y con la que habré de morir. El tormento que te das te desespera en la aceptada suerte, en la que seguirás desesperando para poder vivir. Yo soy el hombre, conforme con su inconformidad. Tú eres el santo, doloroso de 245 aceptaciones, enfermo de conformidad. Esta sensación de eternidad a la que me acerco, no la remito, todavía, al Reino de Dios, porque la sé mejor como el Reino de la Conciencia. Un hombre cumplido, un hombre integrado en el sacrificio, está, por ahora, más cerca de este Reino que de aquel. Un hombre cumplido construye su sacrificio en el Reino de la Conciencia. A un hombre mutilado sólo le queda la alternativa de pedir asilo en el Reino de Dios. El sacrificio concede fuerzas con las que el hombre se cumple y se construye a través de su dolor y de su muerte. La conformidad deshace, disuelve, borra. La conformidad es hábito interesado, o desgarrada cobardía. ¿Llegará el día en que el Reino de la Conciencia y el Reino de Dios formarán un solo Reino?. El Reino de la Conciencia es como casa propia, en cuyos muros, en constante edificación, intervienen nuestras manos y en ello se hieren y sangran. El Reino de Dios es casa construida enteramente por Él, casa ajena, su casa, a cuya puerta se suplica piedad y protección, donde alojar la mitad deshecha del todo humano que no supimos ser. Aquel Reino es lucha; este es reconciliación; aquel nos alista; este nos recoge; aquel salva; este redime. ¿Llegará el día de los dos Reinos juntos?. Acaso, el día que tú y 246 yo volviéramos a encontrarnos en el sueño del País de Cucaña, pero el camino a ese Reino único, sólo será recorrido por hombre claramente fuertes. Sólo una grande y clara fuerza salva. 247 25 Cumplía órdenes, cumplía órdenes, eso es todo, cumplía órdenes, ellas estaban sobre mi como el silencio que baja sobre la noche de la aldea, de la ciudad chica, para hacerse superstición, miedo, espanto, cumplía órdenes y era hábito que mis nervios se tendieran como alambre del telégrafo y por él circularan varias órdenes al mismo tiempo, cumplía órdenes, perdido en laberinto vacío de mi, cumplía órdenes, sí lo sabía, lo sé perfectamente, los más terribles crímenes se cometieron cumpliendo órdenes, acatando obediencias, y le diré señor Reed, para que me absuelva o disimule que los más terribles crímenes que se cometieron cumpliendo órdenes no lo fueron por hombre solo, sino por hombres asociados, por el hombre en grupo, en banda de hombres, distribuyéndose entre ellos la irresponsabilidad de la obediencia y así llegando a los extremos más 248 fáciles del crimen, de la crueldad, de la befa. Un grupo de hombres con órdenes que cumplir borran toda resistencia o insinuación de conciencia. Nunca la conciencia se desfonda tanto como en esa comunidad de vaciados de individualidad, apostarán a quién menos hombre, a quién menos molesto de todo otro cometido que ese cometido de esas órdenes, consagrando al cumplirse los más impacientados esmeros, disputándose, como derecho propio de cada cual, las más avanzadas cobardías. Yo me creía un solitario cumplidor de órdenes, un hombre solo en un despacho del Palacio, que sólo acataba sin gozo y alguna desdicha las órdenes inmediatas del General y me releía a Hobbes asegurándome que no era responsable de la orden quien la cumple sino el que la inspira y trayéndome el mito de Antígona oía la voz necesitada en convencer de que si nadie cumpliera órdenes sería el caos, nadie se salvaría. Cuando se cumplía la primera orden no había ya motivos para negarse a cumplir las siguientes, la desobediencia no sería la rebeldía sino la desaparición, no la pobreza, sino la muerte. Cumplir órdenes se hacía una moral más que una conveniencia, una moral de aceptaciones y justificaciones en nombre del orden. Si ese orden se quebrara, qué sería de mi en la catástrofe. Prefería 249 el cumplimiento de las órdenes que la falta de todo amparo en el desierto. Ese orden me defendía del desamparo. La verdad, yo no era el solitario que cumplía órdenes. Yo era uno de entre ellos, uno de los que cumplen órdenes, uno tanto en el grupo de cumplidores de órdenes como cualquiera de ellos, y si aceptaba cumplirlas era por que no sabía estar solo. Yo no sé estar solo, señor Reed, como lo sabe estar Juan. A Juan naturaleza y conciencia le van juntas. A mi, naturaleza deja de rendirme lo que conciencia se aleja. Si me quedaba solo me desfondaba. El, aislado, no pierde pie. Quien sabe estar solo lleva ganado todo lo que en mi es perdido. Juan se asoledaba llevándose el mundo con él, yo, por el contrario, me quedaba y sin mundo mío, y no me daban entrada en el mundo de los otros sino para acompañarles a cumplir órdenes. Es cosa de ocurrirle a los de mi condición y servicio, ajeno conmigo, ajeno con los otros, haciendo la crónica de ellos y deshaciéndome sin crónica mía, sirviéndolos sin servirme, haciéndolo más adecuado y fácil en ciencia que en conciencia, espantando a mis ángeles, no dejándome acercar sus alas alegres, sus inocencias tranquilas, sus seducciones bobas, sus salvas de candor, haciendo razones de Estado y deshaciéndome de razones de 250 propia vida. Yo no sabía estar solo. Se puede estar solo el zapatero viudo que trabaja semana entera con domingo desantificado para hacer los cobres con que manda a su hijo al liceo capitalino. Se puede estar sola la aldea porque no conoce a la ciudad. Se puede estar solo Juan. Yo me quedaba con los residuos de la sociedad o complicidad que me daban, queriéndome, si reencarnado, ser el zapatero, no el hijo que se fue a la capital, queriéndome ser la aldea, no la ciudad, queriéndome descargado de lecturas que se me estaban revolviendo entre los sesos como hirviente aceite y que sólo me servían para vestir levita gris y no chaqueta de paisano o blusa de jornalero, levita gris para cumplir órdenes que aseguraban ese orden que, bien o mal, me protegía. El que atentaba contra ese orden era mi enemigo. 251 26 Se trataba con piedad. Cuidaba de sus espaldas, afanándose en retener la soberbia de que la buena suerte siempre le estaba por delante, dándole caras. Entonces, las espaldas son un residuo de la felicidad. Si algo malo, acaso, le pudiera estar viniendo sería por ahí. La muerte sólo podría buscarlo por ese lado, nunca mirándole los ojos, nunca marcándolo de frente. Infatuaciones de varón que se favorece disciplinando las supersticiones, adueñándoselas para sus mandas, o para rellenarse con ellas cuando se les aflojan los resortes que le amañan ambiciones y codicias. No dejar que le atrapen por detrás las desordenadas supersticiones como así llegan los fríos en los campamentos nocturnos, primero a los hombros y muerden con varios filos, atrás, en la cintura. Se hacía a hombre más que solo, y la soledad, en la punta de la larga mesa 252 del comedor, sin convite, le devolvía el fondo indígena a un señor intranquilo que envejecía, de ayer a hoy, con la nostalgia del hijodalgo que se quedó para cuidar la casona. Se restablecía de los malos humores, durante los que nadie pudo alcanzar o recoger intenciones precisas a sus quítame de aquí esas moscas; se restablecía de ellos apurándose a las casi lejanas apariencias de hombre de voluntad y energías juveniles, echando los restos forzados de las maduras en ruta a ancianas, y del pincel del retratista exigía un General de camisa negra, cara afeitada, mirada orgullosa, pecho para adelante, de levantador de pesas en el circo domingo sección vermú, el hombre más fuerte del mundo, presunciones de atleta o de tempestades biológicas si fuera posible, incitando con el sostenido brazo en alto, abierta palma saludadora, a los Voluntarios del Trabajo Nacional a continuar librando la Batalla de la Producción Cerealista, cueste lo que cueste, caiga quien caiga; o del fotógrafo quería la imagen del General civilizado, amocetado, trajecito claro, camisa blanca de seda, moñito negro, cabellos engominados, optimismo de quien yo estoy en la pomada y sonrisa de agencia publicitaria, vengan conmigo 253 y triunfarán, triunfadores de antemañana, qué pibe el General, tan pibe, igualito al cantor de los tangos y aún le da la yapa. Se retiraban el retratista y el fotógrafo, y se le caían las medias. Se reanimaba de piedades exhibicionistas, guardaespaldas adelante y detrás, asiento a la izquierda trasera del Packard blindado, el segundo regalo de la misma índole que le llegaba por la misma vía, desde el norte. En las paredes de diez cuadras a la redonda del Palacio ya estaban fijados los afiches. El General Labrador. El General Civil. Volvamos. Se ensimismaba en la punta de la larga mesa del comedor, la mesa de sus cenas de hombre solo, y de esto no se extrañe que siempre ha habido jefe de estado que después de jornadas que acaso decidían alterar un mapa no tenía comensal con quien conversar sincerándose, pero así era lo mismo que le ocurría al General en sus concurridas mesas del mediodía del domingo. Si él no sonreía quién sonreiría, si él sonreía quién el menos oportuno en sonreír. Para evitar errores lo correcto, lo aconsejable era entrar al comedor a media sonrisa con la perspectiva conveniente de replegarla o extenderla. Desde él venía el funcionamiento de los ánimos, para aquí, para allá, para este otro lado, pequeñas olas que obedecían su 254 imprevista corriente. Nosotros acompañábamos el ánimo de él. El General se desentendía con más frecuencia de los invitados y les cortaba posibilidad de conversación con él, entre nosotros, con largos silencios que ocupaba en quebrar mondadientes con dedos impacientes, o poniendo muecas sobre su cara de bigotes arriba, frente de perplejidad, párpados ligeros, sonrisas de discreta satisfacción, tal si estuviera perfectamente solo en su sala de baño. De esos silencios salía con un chiste sorpresivo y era un lleno de adecuada carcajadas y el silencio otra vez hasta que se le ocurría cuente, usted, señor Ministro cómo le hice tal y el indicado reiteraba lo que le sabíamos que era al ser llamado no entendía si sería para confinarlo en el Panóptico o para otra variante de aproximado destino, lo que hacía justificable la carcajada del General y la nuestra. El hombre solo de las cenas y que otro tal aparecía durante los almuerzos, pretendía seguir acomodándose a entender por una misma cosa las tres diferente de poder, dinero y amor cuando este último se le alejaba tanto como tenía empeñosa voluntad de que así no fuera. Se negaba a saber cómo bien se atardece. No sé decirle de esto, señor Reed, sin que las palabras se humedezcan en el mal olor que daba la 255 ocasión. Sólo le diré que sus tres mujeres eran ya tres supersticiones escalonadas por los amanecidos fríos del sexo al mismo tiempo que se elevaban las temperaturas enojosas del poder. Tanta intranquila mucha atención le merecía que se le debilitaban las derivaciones del amor y se le desequilibraban como para no jugarlo sino menos que entero y hacer reparto de fracciones en turnos de alternadas semanas. Tal que lo repartiera en pequeñas lonjas, quede dicho, no era disposición de deliberado orden propio, aunque así lo pudiera disimular, sino que al vencimiento de naturales amortizaciones agregábanse las desazones y destemplanzas que imponía a su naturaleza todo el gasto de aguante en aquellos otros esmeros defensivos, o sea cuidarse las espaldas, y al fin y al cabo ocurríale lo que, necesariamente, a los hombres de atenciones intranquilas y mucho poder perturbado, que son malos amadores y, por correspondencia, mal queridos. Y si usted, señor Reed, me tolera confesiones, entérese de que en meneos de esta propensión nunca pude envidiarlo, porque entre el humillador y el humillado había de mi parte una poca secreta soberbia desde mi piel modestamente servida por las saludables rutinas caseras, y, por otra parte, para qué engañarnos, no 256 gozaba yo de rango administrativo o social para corrérmelas a exhibicionista o pluralizador, así lo fuera en limitadas cuotas. Yo tenía, modestamente, como le digo, al amor por inclinación sosegada y había hecho hijos para vengarme de las tristezas del oficio y pensaba que Juan los podría hacer con alegría de macho a la mirada de Dios, que es la condición del amor, del amor sin el fraude que lo es en los poderosos y en los sometidos. Pobre General, tan empobrecido. Los días sin hembra, que cada vez eran más, eran aquellos en que ordenaba arrestos, persecuciones, torturas. Entonces me llamaba mi paisano y se confidenciaba en cosas de esa índole que bien callo, porque si la exigua pólvora le deshacía los trabajos de la puntería, y era ello revés de ciego, pude, felizmente, cumplirle sólo las tareas más inofensivas del lazarillo, como eran versos modernistas para dama alguna que le venía a su camino. Tu pezón, cual torre soberana / Disco carmesí su luz sustenta / En campo azul, rubí de la mañana. Esta bien, licenciado, está bien. Se trasladaba, entonces, a los buenos humores. El General no gastaba gusto para entenderse demasiado con humoradas. Le pateaba el buen humor cuando no era él quien lo producía en tiradas 257 que encubrían rencores. Usábalo para dar paso a explosivas y grandes malquerencias, enojosas, rabiosas burlas. No creía que sirviera para otro encargo que el de envaselinar ofensas. En sus chistes remaban los agravios con la carcajada. Enemigo que le valía un chiste era enemigo de contar, no los consagraba a cualquiera. Humorismo para repicar castigos. Humorismo sólo de él. Chistes, sólo los suyos. Había, sin embargo, quien se atrevía a ponerle el buen humor enfrente, corajes de un héroe del humor, y era el dibujante festivo de la revista semanal ilustrada, visitador regular de la cárcel, y tanto el dibujo era su pan que se fue habituando a doble retribución de pan y cárcel. Día hubo, antes de la publicación del periódico, que por el atardecer tomó cobija, muda y botella de ron y se paró frente a la puerta de la cárcel. Aquí estoy. Por qué. Por el que va a aparecer mañana. Me vuelvo, señor Reed, al General. Comenzaba a exigirse la complacencia y distracción de bufones. El enano manco, que había olvidado el circo, se trepaba a la larga mesa del corredor a componer travesuras acrobáticas de no acabar y turbulencias de pandereta para espantar recuerdos, y así se le disolvían las morosas tardes del domingo al 258 General. El secretario del poeta nacional, a quien la vanidad le aceptaba que lo llamaran el hijo de Maximiliano, por nacido en Chapultepec y remisar el porte y los ojos claros del Emperador, le leía cuentos verdes y algunos como tales eran de su propia invención para ajustarse mejor a los requerimientos de los insomnios de Su Excelencia. El cantor de los tangos y su fama sureña hizo pie en el Palacio por larga temporada de música dormilona y lengua descarada y fue su compinche en sesiones de reñideros de gallos. Canta como Dios, licenciado, y no se quita la risa de su boca, tan peinadito y alegrón, anoche gorjeó sobre la mesa cuando mandé a la cocina al enano manco y se le agotaron los cuentos al hijo de Maximiliano. Déjeme decir, ahora, que cuando se me ocurrió leerle el poema del poeta nacional ya de extendidos prestigios desde París su aprobación se le hizo reflexiva: Y ese escribe eso con la misma mano con que se limpia el culo. Bufones vienen y van. Los vi pasar y se me hizo, señor Reed, una teoría. Un bufón no puede ser torpe. Un bufón no es apenas un demorado de mente, ni pausa de la comprensión, negado de la inteligencia. Hay una inteligencia del bufón en su propósito de confundir y confundirnos, de 259 desobligarse y desobligarnos, una inteligencia que trasciende miserablemente al absurdo, a lo monstruoso. Su gracia desdichada está hecha de percepciones y relaciones humanamente equívocas, de alteraciones diabólicas de los sentidos, de perspicacias nocturnas, gracia que se desgracia en caprichos equilibrados, en verdades desconocidas del alma. En el bufón, en su destierro, conviven el Ángel Caído y un diablo que se está agotando, el Ángel tributando su última inocencia al diablo envejecido, holocausto del Ángel, tristezas del diablo. El diablo excursionando, en despedida, mundos de tristes ternuras inofensivas. El Ángel corrigiendo las lágrimas de las vergüenzas de los hombres. El Ángel y el diablo atormentándose en sociedad de iguales desafortunados. El Ángel y el diablo, sacerdotes de una Orden de Exiliados desde muy antiguo. La perversidad no está en la pirueta del bufón y su desencantada puerilidad de vencido payaso, triste fabricante de paradojas; está en quien goza su propia y cobarde parodia gozando al Ángel y al diablo en el bufón. Si el General no hubiera estado tan cargado de muertes y de miedos, no llamaría al bufón para disculpar sus miedos, alejar sus espantos, descargar sus intranquilidades, llamadas oscuras. Entonces, el 260 bufón, su contemporáneo inexcusable, ni torpe ni demorado, le concilia el alma en los campos familiares del absurdo, le devuelve el orden de las formas monstruosas de su alma, le reordena los delirios, lo tranquiliza en su perversidad, lo justifica en su mundo y en su época. Recuerda, señor Reed, las figuras del Bosco: sus bufones no eran otra cosa, explican el mundo y la época del Bosco mejor que los análisis históricos y sus filosofías. Esos bufones son el revés de ese mundo y de esa época y lo reflejan con mayor fidelidad que los lienzos de los caballeros de la flor y de los victoriosos capitanes imperiales. Sus bufones lo representan al General en su mundo y en su época, lo representan a él, a sus miedos, a sus mierdas, a sus caprichos, a sus cobardías. El del bufón era un trabajo de coordenadas intelectuales menos puras que las del payaso, pero más pobladas de tormentos, desgracias, holocaustos; tan hacedor de escarnio, de pantomimas macabras, de cantitos desvergonzados, de cuentos picantes para tanta necesidad de justificaciones. Esos bufones, ¿no son intelectuales del absurdo?. Nosotros, los intelectuales, ¿no somos bufones de nuestra comprometida realidad?. Cuantas veces quise darles mi lástima, yo mismo me sentía lastimado. Y le recuerdo, como de paso —o 261 de queda— que en los sueños de Quevedo son tan sobrados del mundo que el infierno los sabe fríos y por tales los aparta. El General, no. Al bufón afeminado, el General le atendía las babas con su pañuelo, le arreglaba el desorden de los cabellos, como si fuera con piedad, lo peinaba. 262 27 No me injurian sus preguntas, señor Reed. Los de nuestro oficio somos bichos flacos, no de valer por sí mismos en estas tierras y qué digo en otras más felices. Corchos para flotar en superficies mansas. Cuando hay variación en los vientos, nos dejamos remolcar. Cuando en el periódico nos instruyen: escriba sobre esto o sobre aquello, sobre lo que sea oportuno escribir, media carilla, o dos columnas, y el dueño de la imprenta nos dice: me gusta su libro, pero así aligerado como yo le digo me gusta más y sólo así lo imprimo, qué estamos haciendo sino de testimoniadores de causas ajenas, desocupándonos de nosotros mismos para ocuparnos de alguna manera en lo que llamamos, todavía con orgullo, nuestro oficio, y nos envanece que las señoritas principales, que nunca se casarían con nosotros, por ser hombres de dudoso porvenir, nos 263 pidan acrósticos de cumpleaños para sus álbumes, o el señor alcalde nos busque para recitar el verso en los juegos florales que patrocina la esposa del señor alcalde mayor. Pertenecemos al segundo coro humilde, ocasional, que acaso fue seráfico, acaso. Mi paisano, el que compone las tan leídas crónicas del bulevar para nuestros lectores coloniales, se sostenía en París buscando en los periódicos un lugar para darle elogios al General, con el prestigio de su firma y ante lectores de allá, y cuando el General demoraba la paga buscaba un lugar en otros periódicos para hacerse eco, borrada su firma, de las atrocidades que denunciaban los exiliados del General y así se justificaba su firma en el nuevo elogio que apuraría la paga, doble juego de la golosa facilidad de su oficio. Mi otro paisano local se las arreglaba para el favor del General, combinándole teología de pesebre, filosofía de cocina de mayordomo, sobre la fuerza absoluta de lo útil e inmediato, dogmas de reciente importación positivista, naturalismo hedonista parejo al poder incondicionado, que los pueblos son niños demorados en la niñez, el disidente un sobrante de la historia posible y las conveniencias generales reclaman un orden evidente de rieles de ferrocarril, de concesiones de petróleo a los gringos, y de ahí 264 autoridad a palos, o sea, las conveniencias generales reclaman el gendarme necesario, las conveniencias generales reclaman a usted, Mi General. El General, por esos días, condecoró con la Orden Mayor de Servicios Benefactores al Estado, en ceremonia conjunta, al poeta nacional y al Jefe de Policía Regular. Recuerde, señor Reed, el Machiavelli de Santi di Tito en el Palazzo Vecchio, apacibilidad de antesala, labios entrados como para disimular la boca pequeña, angosta, reprimida, que sólo se abriría al rigor del orden cerebral, pequeños ojos claveteados que dan cuenta del sexo perdido de solterona masculinizada, o del sexo deliberadamente postergado para darle turno a otros imperiosos cumplimientos de servicio, cara afilada al uso de precauciones, sin permitirse barbas, ni cabellos revueltos, una mano ocupada sólo en el libro, la otra ocupada sólo en los expectantes guantes. Fue el mejor de nosotros. Lo emplearon, lo desemplearon, lo trajinaron de un lado al otro, lo exprimieron como a limón, como a bagazo, lo volvieron a abandonar los señores y de paso le habían dado tormento, volvió a postularse, le abucheó la barra popular, abajo los 265 intelectuales, mientras el caudillo de la barra ponía sus razones de que siempre es preferible un hombre de confianza a un hombre inteligente, y fue a refrescarse, a beber vinos con los rústicos y a conversarle a los libros viejos, pero ya se llevaba para siempre la mala fama, la mala fama del hombre inteligente, la mala fama de sus empleadores y desempleadores, la mala fama del virtuoso de los variables ajedreces del pensamiento, rey, y de la acción, reina la mala fama que anotó Gustavo Flaubert en su Diccionario de Lugares Comunes: “Sin haberlo leído, considerarlo como un criminal”. Sacrificado Machiavelli. Abrió una época a la historia y se la cerró para él, enseñó a los señores el gobierno de los nuevos tiempos y no nos enseñó a nosotros a vivir, todo el genio se le fue en colocar amos en las colinas y no se ingenió en hacernos lugar en las colinas de enfrente. Se perdió, perdiéndonos. ¿Sabe a quiénes nos parecemos?. A esos aspirantes a testigos falsos que esperan, en el café de la esquina de los tribunales, a que el abogado de las chicanas vaya por ellos para alquilarles unas horas de complicidad. Ellos, también, ponen un poco de ingenio, y, con más o menos solemne disimulo, llegan a creerse indispensables para el buen funcionamiento de la Justicia. 266 28 (Papeles de Juan, 4) Los gusanos reciben pronto la llamada de la carne muerta, o de la carne a morir, demasiado pronto cuando son gusanos de superficie carcelaria, alentados de humedad y roña. Ayer trajeron a un estudiante y a un teniente. Venían de los suplicios. Los grillos eran menos que los necesarios en el penal y hubo par que sirvió para aparejar a los dos prisioneros, a una pierna del uno y a una pierna del otro, y así se conocieron, de muy cerquita, sin haberse visto nunca hasta esos momentos que pesan por dobladas vidas, el estudiante aproximado a pardo y el teniente de blanco a rubión. Al estudiante se le veían los padres pobres, dientes comidos, piernas delgadas, juvenil tormentoso, mirada de mirar hacia los después, regresado del exilio, que salido a él por preferir 267 tierra extraña a cárcel, allá devolvió la preferencia y optó por el riesgo de vaciársele la sangre en nueva cárcel que en la espera distante, mortificadora, y se llegó para los nuevos alborotos, y la prisa por estar en ellos no le borró las huellas de sus pasos que tan pronto como se marcaban se las hallaban los soplones y porristas, y dando con él en casas de obreros, en las orillas, que era el único refugio que no se le negaba, le propinaron golpes y amaneció en los subterráneos de la cárcel con compañero de grillos que era oficialito de escuela por vérsele en las ropas de cuartel que lo seguían vistiendo, cargado de cejas en mediana frente redoblada ya de arrugas, cabello crespo, rubio bigote y abunde de patilla, pómulos que le salían de avanzada y nariz de figura antigua que afinaba el rigor inteligente del rostro quemando impaciencias, menos que alto y más que bajo, angosto el pecho, pequeñas las manos, un gran niño triste en que estaban depositados los poderes de la obstinación y el relámpago, capaz de caballos y ríos y montañas. Los dos en el mismo par de grillos y una sola cobija, asociados, amistándose, sin palabra del uno al otro todavía, sin nada que decirse, que para amistad que así se les estaba obligando el silencio era la prueba 268 inicial por donde se entra mejor a lo cierto. El silencio los unía en grillo de sesenta libras que los aparejaba y las palabras fueron después sólo agregados con que se dijeron no quiénes eran, que ya lo sabían de silenciosos, sino qué habrían de hacer cuando, sin par común de grillos, llevarán su asociación a comunes fines. Llegaba el teniente de desbaratada logia de cuartel provinciano, desde la que intentó soñarse capitán de liberación, que para ello lo habían preparado historias de las guerras grandes, mientras en Francia se graduaba de artillero, juramentado en saberse diferente y conmovido viendo barrios obreros sacrificados por los dragones, diciéndose verdades que también serían verdades en su tierra de tiranos, y por eso, ahora sentenciado. Los dos en el mismo par de grillos. Se les atravesaban las horas de piernas acalambradas, apareados en tragarse ascos y piedades, de ir juntos a lavabos y retretes, de extender juntos las manos para recibir la vianda fría y el vasón de mate cocido, de asearse por las noches con el decoro que dan las sombras, de tragar humillaciones en olores de caldo de orines para hacerlas secretos orgullos de futuros victoriosos, sacrificio con moneda de victoria, moneda noble, seguro depósito, sacrificio como río de enterezas 269 nocturnas empujando rabiosamente hacia el amanecer sus olas, sus velas y sus peces, sacrificio como montaña ascendida por los llamados, que aceptar el sacrificio sabe a llamada y a su respuesta, sacrificio más allá de los umbrales hacia los cuales no hay regreso, porque se ha borrado el recuerdo del jardín y la figura de la madre, que bien sabe ella que no tiene porque esperar a los que se fueron, que ella quedó sabiendo ser en ellos la ropa que les tejió para los caminos y que los caminos ya han deshilachado, sacrificio de mocedades, sacrificio. El estudiante y el teniente, el pardito y el rubión. Se trataban de usted conversándose, tan juntos y tan solos, como correspondía a la inocente solemnidad de sus plenipotencias. El estudiante: La otra vez me defendí de los asaltos de la locura imaginando los más lejanos extremos posibles de la realidad, para alejar a la locura imaginé locura, tomé la locura por los cuernos. El teniente: Compongo los tiros de mi artillería hacia completos blancos, desde nuestra colina. La colina está bien defendida. No nos quitarán de ella. Donde están ellos, las lluvias forman pantanos. Por la colina rápidamente pasan las lluvias y dejan su frescor, sus aromas. El estudiante: La próxima vez estaremos aún 270 mejor fortificados. Démosle nombres a las nubes para llenar nuestra espera alcanzándolas a todas. Esa que va hacia los campos de la cosecha, se llama Oportunidad. El teniente: La que la acompaña, no menos grande. Acción. El estudiante: A esa que parece el patio trasero de la casona, bien le vendría el de Esperanza, a aquella tan serena, lenta seguridad de invasión Justicia. El teniente: Esa tan delgada como para atravesar las cerraduras de las puertas del cielo Certeza. El estudiante: Los miedos existen y son de temer. Cuando siento que me vienen creo un personaje imaginario, un doble ligero y le invento proezas. El teniente: el miedo se asusta de los miedos cuando faltan los principios. El estudiante: La energía es tan útil como los principios, juntos han de prestarse aciertos y oportunidades, correrán juntos para no errar, la energía sin principios es tierra mal labrada. El teniente: Los principios han de servir para razonar la energía, para no adormecerla de prevenciones y recatos, los principios son la sangre de la energía. El estudiante: Nada más triste e inútil que la soltería de los principios, que su vejez sin gasto de amor. Cuando solos se quedan en los libros, el enemigo se los carga y sabe razonarlos a su favor, de hacerlos inofensivos, de malograrlos, y vestírselos entonces para ritual 271 de su soberbia. El teniente: Todo será distinto. El estudiante: Habrá más vergüenza que dinero. Valiéndose de la sangre de los milicos de las guerras de la Independencia y de las federales, los vivanderos, los burgueses trepadores, se confortaban en ciudades que siempre aclamaban a las tropas vencedoras que se les entraban por sus puertas fáciles, godas de apaciguamiento fusilador , y en sala grande sus mujeres les hacían música al general triunfador en el piano y zalamerías en los sillones esquineros cuando el velón debilitaba lo que alcanzaban a ver las miedosas prudencias de los señores ricos. Las ciudades salvaban su fortuna y prestigios sociales pagando tributos de blandos agasajos y de sus baúles aparecían los doblones, con que compraban orden y paz y se refaccionaban las honras. De ahí, salieron nuestras repúblicas, teniente. Junto a esos pianos y en sillones de sala grande fueron engendradas nuestras oligarquías republicanas. Más dinero que vergüenza. Mucho, mucho más dinero que vergüenza. De las leyes de haberes militares se arreglaron para que los campitos de trabajo que, por sus servicios de sacrificio, merecían los milicos, se acumularan en sus manos y se rehicieran los latifundios coloniales y se agregaran los latifundios 272 republicanos, y, así, de recompuesta la propiedad, hicieron ley de hurtos para hambrear al paisano y quitarle los derechos de su lanza y llevarlo a la obediencia y a la servidumbre o a la pena del cepo y persecución a muerte por las partidas policiales. El teniente: Yo sé de general que bien lo hubo, de bueno que los hubiera, que treinta años después de sus campañas calentaba sus cicatrices con mucho orgullo de pobre, con la soberbia de sus recuerdos de guerrero, nada ladrón, alegando de sus vivanderos, que entonces eran ministros y dueños de la república, alegándoles, digo, una pensión de inválido, que menos que eso no le correspondía, que era eso y nada más lo que reclamaba, pero echándoles esta última ofensiva a los usureros de su lanza, esta grita y bronca de orgullo: ya en la vejez, sin más riqueza que mi honra. Viejo padrazo de patria. Ellos, los almaceneros de la ciudad ofrecida a los vencedores, y sus hijos, abogados con borlas en Salamanca o París, se habían apropiado de la tierra sin desangrentar todavía, de la tierra y sus pastos prontamente recobrados con sementera de cadáveres de paisanos y milicos del general con honra, ellos secuestraron la patria grande para hacerla patria chica en sus mostradores del puerto, letras sobre Londres, embarques de cacao y tasajo que se iban, 273 de chucherías, levitas y licores que traían. Nuestro partido es el partido de la vergüenza contra el dinero. El estudiante: Yo sé de político civil que al cabo de sus dos gobiernos podía decir: tengo mi pensión de presidente, mi pluma de cronista y mi cédula de identidad. El teniente: La legitimidad de la dignidad y la pobreza. El estudiante: A un presidente doctor lo intima un sublevado de espada a desocuparse del gobierno, el sedicioso le dice: doctor, el mundo es de los valientes, y el doctor: el mundo es del hombre justo y honrado. Duelo sin definiciones, ¿verdad, teniente?. El mundo será de los valientes, justos y honrados. El teniente: De ellos será el mundo. El estudiante: A las palabras las han fatigado de mentiras, más mentiras cuanto más clamorosas, restituiremos su verdad a las palabras. Cambios de guardia e inspección de cerrojos. El turno carcelero anima la mecha del candil que hará sucia claridad hasta la media noche. El estudiante: La colina es el mundo que amanece siempre más temprano. El teniente: Ya tengo preparado el cálculo de mis tiros para el amanecer. El estudiante: Será todo tan diferente, y ellos creen a no saberlo. El teniente: Lo sabemos nosotros, y ellos saben que sí lo sabemos. El estudiante: En vano, nos niegan. El teniente: Y nos sepultan. El teniente se empardaba, 274 se amorenaba. El estudiante: Te afiebras, teniente, cúbrete con toda la cobija. El teniente se hacía noche en la piel terrosa, piel sin respiro, depedazándose ardida, incendiada por debajo, calcinada. El teniente: ya no soy de mi y sólo veo un mar que me golpea de espumas calientes, un sol en retiro sangrándose, pesada noche encima que asusta a las gentes pobres y a los pájaros. El estudiante: No te mueras, teniente, te necesitamos tanto. El teniente: arar en la tierra y arar en el mar. El estudiante: Si te llevan, regresa, si te apartan, vuélvete, no te mueras tan de madrugada, tan temprano de mañana nueva, tan antes de pronto, tan antes que recién comienza y aún no es ahora todavía. ¿Quién en tu colina, quién en los fuegos perfectos de tu batería, de tus punterías listas?. ¿Quién en tu patria de amor y fuerza?. ¿Quién iniciará por ti y con nosotros el día de los justos?. Te necesitamos tanto, teniente José Simón, teniente Simón José. 275 29 Se le estaban variando las costumbres del ánimo, y a éste le desarreglaban las intranquilidades sin provecho, que le sumaban mayores inclinaciones hacia las desconfianzas, y éstas se le hacían torturas hacia adentro, le derrocaban la habitual capacidad de dominación con daño de enfermedad. Se resentía alarmándose que dos ojos no eran suficientes y que otros ningunos podían cumplimentar resguardos por los de él, lo que le reducía el vigor de la jefatura, pues a notoriedad de jefe desconfiado abundancia inmediata de aprendices a conspiración. Yo tomé, de ahí, ley que indica que si graves son los riesgos de un todo confiar, mayores lo son los de la entera desconfianza. Jefe desconfiador excita fraudes en servidumbres que se saben desconfiadas, de qué valdría la lealtad para no ser creída. Mi dañado General no se apercibió de estas cautelas, confundiéndose en 276 hábitos de reprimir sorpresas, de apacibilizar, desde su rostro de empeñosa autoridad, todo rumor de voces y de pasos que en su vecindad desorientaran lo previsto. Se estaba dando heridas a sí mismo. No quiero que me huelan a carroña todavía vivo. Los olores de después. Noche, tal vez, le hubiera que la oscuridad le era olores a despedida de sus fusilados junto a las tapias del cementerio, olores de sus cadáveres ordenados a morir lentamente en los fosos del Fuerte, en los triángulos del Panóptico, olor de carne picaneada en los subsuelos de la Seguridad Especial. Los olores de después. Los olores que daban alcance a los que seguían viviendo. Los olores del caballo asustado, al que le tumbaron el jinete y revuelve las patas entre la sangre de él y su bosta, olores de la intransigente montonera, Federación y Muerte, olores del fortín, no hay indio amigo que muerto, olores del barracón de vagos y malentretenidos palando carreteras y muriendo de epidemias de los bañados y los pantanos. Los olores de después. Los olores que daban alcance a los que seguían muriendo. No quiero que me huelan a carroña todavía vivo. No morir en clínica de París como los dictadores desterrados. 277 Se le rendían las luces de la cansada pupila, ojos gatosos, y las piernas se le alteraban, sin mucha resistencia, como juncos de la orilla. Los médicos hicieron diagnóstico. Pero, ¿quién le ponía mano?. ¿Quién le ponía el dedo?. Al que se ufanaba más de lo debido y provocando a los mismísimos dioses, alegando que no se había fundido el plomo de la bala que se abriera paso en su cuerpo, ¿quién se atrevería, aun cuando las razones corrían diferentes, a que ese cuerpo cerrado a aquella, se abriera para esa cura cuya única manipulación consistía en un dedo entrándole como bala en alguna parte de no tocar, orgullo constitucional del hombre?. Ese dedo existía y no había error posible en situar su existencia. Era el de tres o cuatro galenos de experiencia académica y práctica hospitalaria, sólo tres o cuatro, envejecidos desde que la clausura de la Universidad no diera nuevos turnos durante veinte años. Uno de ellos debía ser el señalado. ¿Quién de entre ellos mantenía seguros ánimos para verle echado, de espaldas, molesto por no saber cómo acomodar el bigote y su disgusto, al final quieto y consentido, entregado, a ese hombre, hombrón, a quien tempranito y niño, por no decirlo de recién parido, era lícito pensarlo de pie firme y alta la frente?. Era desacuerdo difícil de 278 comportar. Como que siempre es mucho más difícil y mucho menos corriente, recibir la humillación del fuerte que del debilucho. Esto es agua que corre y acaso alivie; aquello es peñón que se deshace y golpea. La claudicación del fuerte es algo así como propia claudicación, no satisface, asusta, como condena personal, como que en ella nos envuelve y daña, como si al día le quitaran horas que pasaran oscurecidas a la noche. Un fuerte humillado es un castigo para todos, interrupción de la historia, invierno de lluvias y truenos a la mitad de la estación de las cálidas cosechas rubias. Hacía falta tanto coraje de resolución como vergüenza dispuesta desde la otra parte. ¿Quién lucía ese coraje?. Los tres o cuatro posibles hicieron junta para comentar. No lograron hacer junta para decidir. Por otra parte, ya sabida, el General no era hombre de creer por sí o por no a primera vista y sólo había acatado el diagnóstico cuando se lo escribieron, con los estilos de las disculpas, en pliego, por falta de aliento para echárselo de frente, vaya a imaginarlo cómo lo recibiría y, además, merecía especial protocolización en cuanto la enfermedad del General era evidente cuestión de Estado, aunque, por razón de Estado, se le mantuviera en la más estricta reserva, prohibida toda trascendencia que 279 disminuyera prestigios al poder y arrogancias al mando. Ningún galeno local dio paso hacia adelante, tratándose como se trataba de imponerle al General incomodidad vergonzosa, y vaya, además, a saberse la reacción del siguiente día del General, o de cualquier otro día, cuando se encontrara en una ceremonia oficial, o en la calle, o en cualquier sitio, con quien le había, sin quererlo, debilitado los orgullos habiéndole preguntado en el momento difícil: ¿duele, General?, pregunta a la que no podría darle respuesta para sostener el resto de solemnidad que pudiera aún permitir la molesta circunstancia. Que pusiera mano un especialista traído del extranjero a tal único cometido, importaba la ventaja de una profesionalización al día, y esto era lo perfectamente recomendable, científicamente atinado, además, vendría de incógnito y de incógnito se volvería a ir y eso aliviaría los pudores posteriores del enfermo, aquí no ha pasado nada, pero quedaba pendiente la reflexión, perfectamente lógica, de que esa humanidad a explorar en el General era parte del territorio nacional, lo que hacía, quiérase o no, cuestión de soberanía humillada, lo que dejaría pendiente un resentimiento de violada frontera. Especialista gringo, no. ¿Quién?. Había nativo que hacía exitosa 280 profesión, ya instalado para siempre, en el norte. Que venga y que se vaya. Vendrá por un día con su ciencia adelantada y al día siguiente regreso y olvido. Siempre hay soluciones felices para los enojosos contrastes. El General fue más que comprensivo, asegurados, como estaban, los resguardos. Le regaló al galeno importado y vuelto a exportar una concesión de petróleo a negociar en Nueva York, prueba de los méritos, importancia y alegría que asignaba a su próstata curada. Todavía, General para rato. 281 30 En ese espejo, frente al que me rasuro, ¿a quién veía Dios?. ¿Veía al condescendiente a salario, al minucioso de servicio y obsequiosidad, o al que se volvía a sus adentros, corrido, a su jardín, asustado?. El que retenía la mirada de Dios, ¿era el poblador de rincones, corto o acortado, remiso y remitido, mandado, que se encogía de aceptaciones, oficial de despachos confidenciales, o el modesto, laborioso, afable, moderado, que se cubría de afanes en hacer amable a la mentira para menos violento el rechazo de la verdad?. ¿El yo de mesuras, prudencias y disposiciones preparadas para justificar al General, a su gobierno, a su misión, a sus arrogancias, a cambio de asegurarse un tanto más de confort para mis miedos, con algo mucho menos que gozo pero algo apenas más que desgracia, o ese otro que se estaba rasurando frente al espejo, junto al 282 ventanito que le traía los aromas del jardín, al que las limitaciones se le habían hecho y convenido pecados del alma y dolores en los huesos, lector atormentado de sus viejas lecturas, pero reincidente lector castigado por las viejas lecturas, duelo el mío entre las viejas lecturas y las justificaciones cotidianas que le quitaban deseos de ternuras al esposo y padre que al final yo era?. Dios quiera que Dios mirara para este lado, donde yo no podía mantener encendida mi pipa, recuerdo de los días de estudiante en Marburgo. Estando con Juan nos predestinábamos creyendo que el mundo había venido siendo así como lo encontrábamos para que nos diera oportunidad de cambiarlo. No podía fumar ya mi pipa entera. No se acierta a encender pipa sin quietud de conciencia, la pipa es un ejercicio de conciliación interior, sirve a los reposos del alma. Una pipa sólo puede ser cabalmente fumada sin alteraciones consigo mismo, es un trato espontáneo de paz con el que llevamos dentro, o un trato de serena espera, y si mal lo llevamos, si nada tenemos que así esperar, no hay pipa que nos tolere, nos rechaza. ¿No recuerda, señor Reed, que en las carátulas de sus libros, Holmes aparece con la pipa en los labios pero apagada y que sólo le da fuego en las últimas páginas, cuando están 283 ordenados en su conciencia los datos que le llevan a la revelación?. Qué difícil se me hacía mi vieja pipa y cuánto fósforo llevaba quemado, como para que el burlón me hiciera sujeto fácil de su chanza preguntando no qué marca de tabaco sino cuál la de fósforos que fuma ese señor. Me abandonó la pipa. Que, es decir, se me perdía, como en pedacitos de vidrio astillados de una ventana sobresaltada, mi última necesidad de propios fantasmas. Se me desgobernaba la imaginación, se me iban mis Atlántidas y Thules, mis Sénecas y Campanellas y me mortificaba con Rousseau: Nunca he creído que la libertad del hombre consista en hacer lo que quiera, sino en no tener que hacer lo que no quiere. Entonces me daba a entender que no hay frontera entre los géneros literarios como comenzaba a decirlo el italiano Croce, que una vieja fábula puede hacerse farsa a la vez trágica y cómica, reidera y llorada. El General me encargaba. Se está muriendo un señor importante y no lo dejaremos irse solo, póngale compañía con todos los merecimientos que se le ocurran, pues los muertos se los merecen, los muertos ilustres son los mejores aliados del orden, excelentes agentes de nada costosa propaganda, necesitamos grandes aliados muertos para consolidar las 284 tradiciones y seguir en el poder, póngale en La Gaceta Liberal despedida de su pluma de usted, entierro de primera, carruaje de lujo, doce caballos, carroza de coronas, comisiones de homenaje a su esclarecida memoria. Mi hija mayor, que lucía de entrecasa inimitable hábito de imitación, se acercaba y con vocecita para no ser oída más allá del ángulo de mi salita de trabajo, a la hora de la siesta interrumpida, imitando las pausas lujosas del General me provocaba, dándole qué hacer al escepticismo en que se reprimen las familias de los secretarios: ¿Cuántos elogios prepara, usted, para el gran muerto del día?. Y le consentía la misma respuesta, siempre: Dos columnas y media de La Gaceta Liberal con foto orlada a dos columnas en preferente página principal. Y así: Hombre de fecundas iniciativas en actividades bancarias, bursátiles e industriales y, ante todo, dedicado a su hogar, hizo de este una fortaleza moral sin fisuras, en la que velose por cuanto constituye un galardón para el espíritu. Respetuoso y respetado, su palabra era escuchada con suma atención, porque se la sabía fruto de pródiga acumulación de experiencias y profundas meditaciones. Sus descendientes, que reciben un valioso legado espiritual, forjado en el temple de la dignidad, aprendieron bien la principal lección recibida de 285 quien jamás tuvo claudicaciones en su monitora conducta como la de honrar el apellido. En el largo cortejo pudo verse a profesores universitarios, académicos, figuras representativas de nuestras instituciones. Ahora ha entrado en el silencio, pero deja elocuentes lecciones que harán perdurable su recuerdo en cuantos lo trataron: la lección de la voluntad orientada siempre hacia el progreso; la de la fe en el triunfo de toda causa noble; la lección, en suma, de amar todo lo que signifique abroquelar dignamente la vida, darle alcurnia moral a la existencia. Y así: Miembro de una familia de prestigioso ascendiente en la vida del país, supo sumar a las heredadas condiciones de sus mayores, merecimientos personales que destacaron su actuación en diversos órdenes. Enamorado de Europa, pasaba en París largas temporadas, allí su residencia era un clásico lugar de encuentro para sus paisanos que visitaban la Ciudad Luz, quienes tenían en él no solo al anfitrión, sino también al guía conocedor de todos los secretos que el arte y la historia atesoraron en la capital francesa. Su muerte enluta a sectores de nuestras más tradicionales familias y priva al país de un hombre que supo servirlo sin desfallecimientos. Y así: Desaparece una figura vinculada con las más 286 tradicionales familias que, a la par, supo enriquecer ese noble legado espiritual de sus mayores, ese mandato que viene desde lo hondo de la estirpe, con la realización de una positiva tarea en callado aporte a la sociedad a través de la creación de riqueza en el sector de la producción agropecuaria. Caballero en el sentido trascendente de la palabra, hizo del honor un culto y del servicio un deber insoslayable. Con su muerte, que enluta a conocidas familias de nuestros más altos círculos sociales, pierde la sociedad a una de sus más brillantes figuras y el país a un ciudadano ejemplar. Y así: Varón de noble estirpe y merecedor tanto del respeto como del agradecimiento de cuantos lo conocieron y tuvieron la posibilidad de beneficiarse con los frutos de su conversación siempre inspiradas por los dictados del bien común y del amor. La desaparición de este socio del Club del Orden Social enluta a una familia tradicional, al vasto círculo de sus relaciones y priva al país de un hijo que le supo servir con capacidad y sin medir sacrificios, como también extingue a un caballero de alcurnia, en su sangre y en su conducta, que hizo de la amistad un culto y del honor una actitud inquebrantable. Y así, un gran muerto por semana, o por semana, dos. Por más que no lo quisiera, a mi 287 agotado empeño se le desparpajaban los lugares comunes en fáciles sucesiones de varón probo, ejemplar trayectoria, figura señera, malogrado talento. ¿Se explica, señor Reed, que no pudiera mantener encendida mi pipa de Marburgo?. Yo no era el escritor de asuntos e indagaciones de principios, excursionista del lenguaje para reiteradas lápidas mortuorias, consagrador de buenas famas, convenido, juicioso memorialista de los que pasaban sin querellas, ni discordancias, sin disconformidades, tan juiciosas sus vidas como servicial la mía, tan de pacíficos respetos públicos ellos como obsequiosa mi obligada pluma. Se le agana repetírselo a mis tristezas de esos días y que desde esos días traigo conmigo. Juntadas, todas esas tristezas, me hacen decirle que de un escritor comprimido tampoco acerté a sacar un literato en ventura de distracción o compensaciones, sólo patio de pretextos. Me hubiera declinado a gusto a esa habilidad y que me ahorraría los grandes desasosiegos, y si Diderot se me iba tan lejos por haberlo tenido tan cerca y me suprimía de su vieja amistad, poco pero suficiente era figurarme novelero de evasión en las horas que pudieran quedarme una vez devuelta la levita gris de mis hombros a las perchas del 288 ropero, desentendiéndome, si pudiera, de culpas de Palacio, cediéndome, si pudiera, al que me venía quedando, si quedaba, en el agotado secretario del General y aún echara a andarse en recreo con personajes sueltos, desamarrados, folletineros, nada referidos a calendarios, fugitivos, nada sometidos a plomadas de dioses poderosos, si pudiera, pudiera, pero los héroes desinterpolados, las salidas a campo, a visita desusual, a ronda ajena, que me intentaba en los secretos de la entrada noche me devolvían los miedos conocidos y esas distracciones se me hacían la otra cara torpe del suplicio. Seguramente, ese día el General se había descomedido por antojárseles poco entusiastas los transportes de mi despedida al gran muerto semanal o bisemanal, y verificando las pruebas que la imprenta le alcanzaba para la mejor seguridad y esmeros del orden periodístico, se desató desde la sala de edecanes para que lo oyera con algo así como yo esperaba una gran cosa y cuando vi esa gran tontería lo sentí especialmente porque ya no había tiempo para hacer alguna cosilla, así que tomé la pluma y puse cuatro porquerías. A mí se me hizo recuerdo inmediato que eran las mismas palabras del dictador comercial de los litorales andinos del sur para con el maestro humanista que había traído 289 de Londres. Se me desahuciaba la evasión y sus pretextos, se me caía el literato, se me abría otra tumba abierta que los fantasmas del General custodiaban día y noche. El General, como que venía de segunda y no terminaba de olvidárselo, seguía empleando a su lado a gente de primera. Entre los de segunda, me sobraban latines, y entre los de primera no me situaban los medidos cobres que sólo consentían la apariencia del bienestar familiar. Seguía en el medio, prestado, sin ánimo de conciliación, así me inspirara en conciliarme. La poca gente de segunda que, así el General, habían cruzado la frontera de su origen, despreciaba en mi lo que ellos habían sido, recuerdo yo de sus pobrezas y humillaciones. La vieja gente de primera, en cuya reunión y preferido apego se contentaba el General, me desconsideraba su sirviente de cuello palomita que, en vez, de alcanzarles café con gotas fuertes, proveía de memoriales, elogios fúnebres y discursos de ocasión. Me lo hacían sentir de una y otra parte que yo no era hombre competente para evolucionar desde pulpero de mi pueblo a dueño de fundo grande, ni para poner dineros heredados en atender gran tienda 290 de ultramarinos sobre el malecón y, que, acaso, sólo de preceptor para enderezamiento de hijos bochincheros pudiera entenderse mi ocasional utilidad. No me apaciguaba saber que, a mitad de camino entre uno y otro lado, hicieron lo suyo los capitanes de la Conquista, pero tan costosas y provisorias sus felicidades como serían las mías si los ánimos me ayudaran a buscarlas. Se me suscitaron, tales condicionadas sensaciones, en el caso del alejamiento, enfermo de años y servicios, del Ministro de Educación y del revés que le adiviné al General en tanto suplantarlo. El General me adivinó lo que yo le adivinaba y sin otras palabras que las de mando, me facilitó: Pase a Ministro. Sin quitarle mi acostumbrada pluma de secretario, con soldada tres veces superior, me apresuré a agraciar a la mayor de mis hijas con un piano alemán, a suscribirme a Rivadeneyra y a reponer mis agotadas levitas inglesas de Saville Road con un juego de reemplazo del mismo prestigioso origen. Se me alternaban las faenas y no deserté de ninguno de los cumplimientos, deberes e insistencias, regalando a mi naturaleza la persuasión de que sus energías podían mostrarse en tantos provechos. Para saberme convencido de la extensión 291 de mis nuevos servicios beneficié con reformas liberales en la educación al gobierno del General, con lo que pudiera lucir ante el mundo su amor al progreso ilustrado y desautorizar a los exiliados que le difundían sones de anticuado y antimodernista, inicié la publicación de El Monitor de la Ilustración, que las embajadas circularían en los ambientes apropiados de Europa, reparé la molestia de la Iglesia por aquellas reformas doblando los subsidios a las congregaciones catequistas. En esos mismos días, compuse para el General su discurso para las ceremonias de conmemoración del Centenario de la Independencia, ante delegaciones de los países vecinos. La ganaron las espadas. ¿Por qué habrían de volver a la contera?. Seguimos viviendo la hora de la espada. Muy aplaudido y festejado, y dándose a un lado entendí que me solicitaba y casi al oído de su Ministro y secretario: Vale, las cosas que usted me hace decir. Los invitados seguían aplaudiéndolo y fiesteándolo. Yo lo creí mi triunfo. A la mañana siguiente, a la temprana hora del despacho, ordenó me quedara. No presumí que gastara agradecimiento especial por el discurso que ya estaba motivando debate en la prensa del continente y atención en la europea, pero menos supuse contraste o infortunio. 292 Comenzó comprometido en cuánta confianza de su parte y lealtad de la mía consagraban lo que, por primera vez, llamó amistad. A esa palabra no la empleaba en vano. Comencé a entenderlo. Nunca podría prescindirlo, secretario. Salí, agradecido. El edecán me acompañó, como no solía hacerlo, hasta la puerta del jardín de invierno, para completar el aviso de que el General deseaba que me le quedara cerca, al lado, por algún tiempo, al menos, del nuevo Ministro, hijo de su amigo, el terrateniente del centro serrano del país, que mucho no habrá de entender de esas cosas, pero cuyo padre le había sido prestigioso compadre de varios provechos, dignidades y tradición. Felizmente, no había llegado el piano alemán para la mayor de mis hijas y apenas me di alcance para deshacer la compra. Una de las levitas nuevas ya estaba en uso, ayer la había lucido cuando el General leía su discurso. De Rivadeneyra, me llegó un solo volumen. Era Quevedo. Esa noche, me indemnicé en su lectura, reparando en el soneto 63, que muestra por extraño o ingenioso camino que es dicha no ser poderoso, y que siempre los que lo son suelen emplearlo mal, y que así termina: Mucho les debo al poco poder mío/ Pues cuando debo no querer, no puedo. Pero, me eran suficiente los veinte años de secretario y los 293 cuatro meses de Ministro para el atrevimiento de dejarle al General un sobre, Personal, con su generosa licencia, con cuartilla de adecuados respetos y consideraciones y era programa de gobierno y figuración de gobernante para el próximo quinquenio, concertado en las inspiraciones del liberalismo conservador para el razonable progreso del país y sus colonias espirituales. El General regresó al fin de larga semana de excursión en motocicleta por las carreteras que la colaboración de los Voluntarios del Trabajo Nacional permitiría inaugurar la siguiente. El domingo, al atardecer, me hizo comparecer en el salón de los espejos franceses. Sobre la mesa estaba abierto mi sobre. Me conversó dilatadamente sobre motivos cualquiera, que no hace al caso recordar mientras se distraía con la pareja preferida de sus perros de caza. A propósito de mi carta y plan, no gastó palabra. Me despidió acercándome dos botellas de vino añejado, que esperaban en el otro extremo de la mesa. Para que esta noche lo goce en la cena, con los suyos. 294 31 (Papeles de Juan, 5) Ningún resentimiento. No recuerdo en quien leí que intentar cambiar al mundo es aventura a cumplir en serenidad y alegría. El hombre que no se reniega no se resiente. El hombre no debe renegarse. Me lo estoy diciendo en el desamparo de esta celda. La única felicidad que la alcanza, a través del alto cuadro de rejas, son los aromas mañaneros, en los que despierto y rehago los días. Me estoy dando aprendizaje de soledad, saber estar solo, solo sin queja, solo hacia adentro y hacia afuera paz de combate inacabable, combate que es paz en los ánimos sin tregua. No me sé replegado. Me trabajo serenidad y alegría para saberme en los campos de una historia que no conozca la mutilación de las opciones. La ortodoxia, que suele buscarnos en la soledad, no lleva hacia esos campos de 295 liberación. La ortodoxia en el solitario puede ser criminal, se justifica a sí misma, hace del mesiánico el asesino en nombre de sus pocas afirmaciones y muchas exclusiones. Qué inmensa felicidad que haya, siempre, más preguntas que respuestas, muchas preguntas abiertas con muchas respuestas, también, abiertas. No soy el ortodoxo. Correr hacia donde corre la multitud adulada es tan peligroso como someterse a la minoría ortodoxa en el poder. La gente, alentada en tropel, puede ser mala gente, sin querer saberse así, o sin importarle saberlo, y la consecuencia es la misma: el hombre prohibido. Porque, en definitiva, la multitud adulada sólo sirve a la consolidación del poder de la minoría ortodoxa. Sumarse a esa multitud es plegarse a nuestro perseguidor, a nuestro verdugo. ¿Soy el segregado?. Me integro en el hombre rebelde. Nunca estoy solo. Desde no sé dónde, me acompañan. No es necesario que vengan por mi, ni me lleguen sus mensajes. Nunca dejarán de existirme y de poblarme. Ellos en lo suyo y yo en lo mío; ellos allá y yo aquí; ellos, los que no acatan y se desacostumbran; yo, el desacatado en prisión por reconocimiento y premio a desacostumbrado. El mundo es tan ancho como ellos y yo. Viene ancho en los sueños que nos realizan. Empuja ancho. Ancho será. 296 Me importa estar solo para saberme acompañado, soñando anchuras que le vendrán al mundo, que le están viniendo desde siempre, desde ahora mismo, hacia siempre. Estoy lleno de mundo como ríos preparando las crecientes. Nunca estaré solo, nunca podrán confinarme solo. Se me atornillan los recuerdos del otro que no conozco y lo sé el mi hermano. Está en los fosos de cualquier presidio, le han robado su cielo y el cielo que él prometía, le han mutilado los ojos y lo que quería ver por ellos, le han rebanado las manos y lo que ansiaba hacer con ellas, le han muerto la voz y lo que con ella anunciaba. En él me han mutilado a mi. En mi a él. Nunca estoy solo. Nunca estamos solos. Le vaciarán a él los testículos, me lo están vaciando a mi. Me darán cachetadas y le destrozarán la cara también a él. Me sepultaban en el cepo y a él le están remachando los grillos. Somos uno mismo en tantos presidios. Uno mismo para tantos verdugos. Una misma culpa y un mismo terror. Se cuaja la sangre en mi herida, y en él y en mi siguen derramándose las sangres de la inocencia y los desafíos. Me dejan pan duro remojado por la mañana, y él y yo comemos pan duro remojado. Nos dejan al intemperie la noche helada, y él y yo sabemos la desesperación del frío en el patio del penal. El sigue 297 fabulando los tiempos que vendrán y yo me acerco a su fábula: vendrán esos tiempos, otros tiempos salvadores, vendrán los tiempos diferentes. No estamos solos él ahí y yo aquí. No hay soledad que nos aleje, humillación que nos aísle, dolor que no nos junte. En los presidios sabemos de tantas esperanzas que vencen a los humilladores, tanto tiempo nuevo que brota de las mutilaciones, tanto nos sabemos uno mismo de aquí a mañana. A los sometidos de hoy nos quedan los poderes de la utopía, que es como saber hacia dónde queremos que avance, desde ahora mismo, la nueva historia, posibilidad de alojarnos, desde aquí, en el pasado mañana, que ya nos es más realidad que cualquier reducción de días tristes y sus cobardías. Lo que vendrá está como esperando al cabo de un camino que comienza en la suela quebrada de nuestro calzado, en el torno de la tortura, en la sangre del ametrallado salpicando el muro de la ciudad indiferente. Siempre nos habrá caminos. Somos la vieja peregrinación de los que saben no desesperar, de los Juanes y Juan, profetas sin querer serlo, queriendo ser simplemente hombres, ni más ni menos, hombres, sin soberbia y sin humillación, sin vanidad y sin disculpas, Juanes y Juan de oficios limpios desde la 298 temprana hora de los imposibles, desde el amanecer riesgoso, desde el día infinito. Siempre es menos tarde de lo que se supone. Nunca hay últimas veces. Ya estamos caminando en el pasado mañana, pensándole otros días siguientes al pasado mañana. No es una visión la que nos lleva, es energía la que nos empuja. Que cada uno lleve consigo a la utopía, a su utopía, con el riesgo de saberse actual e inactual a la vez, sumas del augurio, el sacrificio y la alegría. Si es necesario inventar una nueva carnadura para el hombre, si de gastada esta de hoy no lo representa y lo esconde, si sólo le es residuo, inventemos una nueva carnadura para el hombre. ¿Dónde comienza esa invención?. En mi pueblo, alguien se metía en las tabernas y prostíbulos a sacar a los ahí entretenidos hacia el buen aire de la plaza y con lengua de profetizador menudo les decía de otros quehaceres y gozos, y los llevaba a su casa y le enseñaba a escribir al que sería secretario de actas del sindicato de oficios varios y a hacer cuentas al que tesorero. Ese alguien estaba inventando hombres nuevos, un día, otro día, muchos días. Así nos redimiremos, abriendo la historia a todos los hombres. Entonces, el pasado mañana ya está aquí, en nosotros, en cada día nuestro y diferente, en muchos días de trajín, días de domas de río, 299 sabiendo, bien entendido, qué historia queremos hacer, qué historia estamos haciendo. Cargar con la nueva conciencia de la historia. No es posible pedir menos a los más aptos, a los de naturaleza completa, para faena larga, robusta, resistente. No necesitamos héroes desesperados, héroes del día apurado del estallido, improvisados por la desesperación, buscando la gloria rápida de darse la cabeza contra la pared, la gloria de mutilarse de una vez con el solo coraje de negar y de negarse, coraje para golpear y huir, golpear huyendo. Necesitamos héroes para las pequeñas luchas de todos los días, luchas interminables que son la rutina de los fuertes, dando la cara, serenamente, alegremente, hoy, mañana, pasado mañana y los días siguientes a pasado mañana. No héroes que jueguen al azar de su poca pólvora. No héroes para las masas, sino masas de pequeños héroes. Ser revolucionario es mucho más difícil que ser insurrecto, mucho más difícil que ser sublevado. Es la insurrección y la sublevación en cuentas diarias de vida de hombre y su nueva conciencia de la historia, su utopía. Ser revolucionario no es confiarse a la violencia como al misterio de una religión de refugio ocasional, un retorno a los mitos, un consuelo, coraje 300 de una fácil cobardía de penitentes y penitenciados, con la idea de la salvación tan absoluta como frágil, rápida búsqueda del paraíso, confesión de impotencia de intranquilas clases medias sin destino, de desacomodos burgueses sin destino. Violentarse así es iniciarse en la domesticación. Después del acto violento, la sensación de la impotencia, incluso al margen de la represión. El novelista hará, con las astillas, novela del desencanto para convenir que no ha pasado nada. ¿Y los otros?. He sabido de algunos que se reinstalaron, cada cual a su cosa y sólo a su cosa, desde los desarreglos de la intransigencia de unos días a los más largos días de la apacible convención, renegados. ¿A quién favoreció la violencia?. Lo sé. Al enemigo. El enemigo suspendió sus querellas y todo a uno golpeó fuerte, aprovechando los pretextos para deshacerse de todos los molestadores. Si estuviera cerca del muchacho impaciente le alcanzaría el recuerdo del viejo payador del sur que, en sus cantos, reiteraba: La violencia es necesaria, pero difícil saber cuándo. Y le diría: que nadie se aprovecha de tu cadáver, que hay mucho que hacer, hoy, mañana, pasado mañana, todos los días, no el solo día del estallido violento, que se necesita mucho más coraje en largo esfuerzo sostenido para hacer historia 301 y utopía con lo heroico y lo cotidiano, con el arrojo y la cautela al mismo tiempo, sin reducir la parábola, sin simplificar la lucha, sin suponer colgarse de la historia con la presunción del gesto único, de rápido trascender. El amante suicida no procede de otra manera. Ha confundido reveses con fatalidad, amor con impaciencia, dolor con evasión. El violento de la revolución se somete a esos equívocos sentimentales. El amor y la revolución, cuando lo son, son de curso largo. Dos naturaleza amorosas no llegan al entero amor por estallido, acaso haga falta algo de rutina espaciosa, de tiempos diferentes, de muchos contrastes. La naturaleza del revolucionario se apareja a la del buen amador: incrustándose en la vida, sin las impaciencias inexpertas del amante en primeros reveses, le sacará a la vida todos sus sentidos para hacer nueva vida, asociará a su naturaleza la idea, o conciencia, de la fiesta futura, anticipándosela en los gozos, en los júbilos de la lucha. Un revolucionario es tanto como un buen amador, suma conjunta de inocencia y madurez hace de ellos naturalezas dichosas en una y otra lucha, en los cuidados de fundar la vida, en diligencias de alejar la muerte. No hay otra manera de cambiar al mundo. La revolución es aventura de ensanchar vida, aventura 302 contra todas las realidades y apariciones de la muerte. Hay mucho por hacer. 303 32 El Castiglione indicaba que la cortesanía más convenible era poder y saber servir al Príncipe en toda cosa puesta en razón, recomendación tanto atinada como de justos sentidos. Yo, fabricándome tino debía, y porque debía podía, servir al General poniendo razones donde no había razón suficiente. Mi servicio comenzaba no en razón puesta, sino invencionándole razones que lo justificaran. Yo era, más que nunca, su acta de legalización. Parte importante de mi oficio y sus desempeños era compensarlo, así que lo estaba viendo enflaqueciendo de tonos y aciertos, de razón y deliberaciones, con astucias que se le acababan y le estaban faltando por más necesitadas cada día que al anterior. En el mejor de los casos, las suyas eran reiteraciones de la impunidad y sus logros que descendían por conocérselas, tan parejas por igual en lo jactancioso y 304 perverso. Las astucias mías sabían a nuevo, empezaban como excusas en escalón inicial de inocencia, con que se prestaban a disimulo en paisaje de cazabobos, para situarse a mayor comodidad de tránsito y regulado tiempo, tras lo cual se desplazaba, protegida, la agudeza de sus objetivos, librados sin riesgo de confusión ni demoras. Eran dos direcciones que bien se distinguían una de la otra por variedad de caminos, no de metas y alcances. La una suya se impacientaba a campo descubierto, ya con menos en recursos de distracción del enemigo de lo que obligan las habilidades de la guerra y que los triunfadores ensoberbecidos no se serenan en aplicar cuando se les desconciertan. Era el caso del General. La otra mía se entretenía en más cuidadosos costos espaciados y no descontaba como posible al fracaso, con lo que crecía en fuerza precaucional, ganándose por humildad lo que arriesga la soberbia. Más debilitado de tonos y aciertos, de razón y deliberaciones, más soberbio se mostraba el General, inoportuno y desmedido, haciendo, por eso, más oportuna y medida mi colaboración. De tales trabajosas ventajas que le pensaba, me ausentaba yo tan pronto estaba terminándolas de pensar. Eran para uso de él, eran de mi servicio, no de mi beneficio. Pudor o 305 vergüenza, o, acaso, uno y otra, pero en transposición de leve cobardía o de apenas cómoda debilidad, no me asentía en aplicar para mi producto las arterías que le fabricaba. Sabía el General de esta ninguna correspondencia entre mi saber y mi no hacer, y así se halagaba que todo fuera en mi para su única y segura dependencia, que el mío fuera pensamiento para sus exclusivas funciones. Y me agradecía esta otra alegación de subordinado con la que él se disfrutaba en dependerme. Pero, yo sabía a eso por desestimación, por menosprecio, recelándome a mi mismo de que esos medios de artería que agregaba a sus fines en tratándose de enemigos a la vista o de amigos a medias a buscar en sus ocultamientos, no se volverían en tratándose de amigos como yo le era y necesario más de lo que hasta entonces le había sido. Para hacerme llevadera mis sumadas tristezas y recelos tenía una sola alternativa y la aproveché, tanto era suponerme que yo era él, no solamente que era su brazo coautor y de cuidadoso rendimiento, sino también el adivinarle lo que se disponía a dictar y poniéndole al punto lo que ya le iba faltando a su dictado que fuera este tan completo y 306 amaestrador como en sus mejores días anteriores, no sólo obediencia condicionada y obediencia colaboradora, sino ya, me quería, mucho más y compensatorio a partir de resolver mi ausencia total, mi desaparición, y suponerme, como le dije, que yo era él, el General y el escribiente juntos en uno mismo que era el General por ley de identificación absoluta que nos otorga a los números dos el derecho de desaparecer, de pasarnos, con nuestras pocas armas y bagajes, al cuerpo, a la voluntad del número uno próximo. No ya un desdoblado, sino un endosado en él. Me razonaba que mejor era hacerlo a voluntad que sin ella, aún cuando fuera con voluntad prestada como la mía y no necesitando aclararme que más que prestada me era impuesta. Hacer, digo, mi dimisión con claro asentimiento de avanzado aprendiz a la nada propia, con grato consentimiento del que se retira de las veredas que barren las lluvias y los vientos y se allana a proteger en ajeno portal sus perdonadas fatigas. ¿No era, a la vez, un imperativo social?. Se lo había leído al Sade y lo tenía presente en mis mortificaciones: El verdadero espíritu social es hacer valer el de los otros, y como sólo se llega a él sacrificándose uno mismo, muy pocas son las personas que se saben con aptitud de tal esfuerzo. ¿Era 307 yo una de ellas?. Más me valía plegarme en otro en camino que yo pasajero en punta rieles, ser conciencia turbulenta, ajena, que propia conciencia suspendida o confiscada. En lugar de un desestimado entre los juegos secretos de su poder y sus olores, un delegado entre puertas cerradas, en lugar de saberle tanto yo de él como para serle su riesgo, de saberme tanto él en mi como para serle su albergado en los zócalos del Palacio, en lugar de eso, la única alternativa era segura ventaja de conciliación. Desaparecer en él. La recompensa. Mi realidad. La otra realidad era el viejo fraude. El maestro Saavedra Fajardo lo sabía: Aunque se dispusieran sin nosotros, se hicieron con nosotros. 308 33 (Papeles de Juan, 6) Siento que las sangres me corren sin alboroto, los sueños no me alarman, los miedos no me castigan, no se atropellan mis pensamientos. Podría quedarme aquí para siempre, recostado, sin fríos ni sudores, mirando los cielos enrejados y la peregrinación de las nubes, aquí, pasajero no alterado, con un poco del primer hombre, con un poco del último hombre, salud y fuerzas distendidas por campos serenos donde las brisas tienen el mismo latido que la sangre en mis venas, desposeído de todo y poseído de mi porque hice lo mío y pagué con mi derrota la irracionalidad de la historia y sus tormentos. Tal vez si hubiera triunfado mi partido también estaría, aquí, confinado. Pagué, pago y seguiré pagando los costos de la disidencia hasta que la muerte me arrincone en la memoria de Dios si 309 Dios quiere, hombre en estado de hombre, en tiempo enteramente mío, desfantasmado, sin máscaras ni sobresaltos, la luz de la madrugada se va quedando en la punta fresca del camino que no se le interrumpirá a los que vienen, y se me hace el mundo lenta anochecida despidiendo a carne maltratada, me nace un tardío Narciso para espejos oscuros que me tragan y apenas me devuelven los ojos vencidos. Para quitarme las vaciadas horas, sucesivas nadas, divido el día en cuatro estaciones, espaciándome en cada una, de las cuales sólo la primera me la disimula el sueño y las demás, como si me aserraran los brazos de no saber qué hacer con ellos, y pensándome, entonces, que de dárseme, lo que no ocurrirá, un resto de vida sería, de mi parte, para varias jornadas de leñador o de herrero, dándole a los brazos la clara actividad de que ahora se extrañan, se resienten. Dividí a las horas en estaciones, sigo diciéndote, como en monasterios sitiados por los bárbaros, donde el tiempo igual que se alarga tiene razón de ser retenido como tiempo variado al que entretienen los sentidos de la espera. Cuatro estaciones para el orden de las penas, sin la cuarta hora de la noche que era inicio de la fechoría en el plan de La Mandrágora, que leías, 310 adolescente, con voz alta de impaciencias. Cuatro estaciones son menos que veinticuatro horas y son más, desacordado tiempo para acordarle usos imprevistos hacia adentro, no es corredor sino columna, no aldea violada sino llanura del primer día eterno, tiempo de sobrevivencias, tal así que cuando procuro llenarme de recuerdos, que es el oficio del preso, los de la historia que aprendimos en Bolonia no se me vienen en orden de siglos clasificados, sino en grandes y dilatadas épocas y edades, no de la historia, sí de las leyendas y sus tremendas voces de anunciación, de sentencia. Los vacíos de la celda se me llenan, entonces, de Dios. Los recuerdos no lo son de hombres pasajeros y atormentados; lo son de mares enojosos acaudillando fatalidad, montañas serenando vientos del desierto, ejércitos de nubes impartiendo piedad, soles de temperaturas de fraguas reanimando ciudades perdidas, inconformistas Dioses mayores rehaciendo por dos o tres veces la originalidad del hombre, desesperadas amazonas fabricándoles socavones azules a las selvas, hormigas devorando a cruzados, aguas de ríos desbocados gestando figuras de pájaros al silencio arcilloso de las orillas, cien Torres de Jerusalén sumergidas en sangre e inocencia, esqueletos de soldados regresando a las 311 batallas para abrazar el esqueleto del enemigo, niños sacrificados en las barrigas de los dioses, tardes plomizas serenando el corazón de los peregrinos. ¿Que habían hecho del hombre las leyendas?. Yo, un prisionero, alcanzado por ellas en mi nada de manos vacías. Daño mayor le hace al hombre la historia. Tú, un escribiente, en servidumbre de manos atadas, tristeza del servidor complaciente. Yo, un enemigo de fácil tormento. Me voy con las leyendas. En la primera estación, de madrugada, me llegan ganas de rezar, pero la memoria se niega a devolverme las oraciones, porque ya es de otro esa memoria. Dios me llega solo, feliz y silencioso, Dios pobre, acuclillado a mi lado, blusa de artesano y alpargatas limpias de domingo, celeste, otoñal, maduro sin prisas, él mira hacia el cielo por el alto ventano enrejado, yo miro hacia el cielo por el alto ventano enrejado, amanece con alegría de Dios en los pulmones, como si la celda hubiera de abrirse para que corramos, antes de que el sol se lleve la fresca, por los campos aromados de eternidad. Sólo la primera ronda diurna del carcelero me volvía a prisionero. Cualquiera de estas estaciones merecía ser calvario. Ninguna lo es. Las primeras semanas me confundía el deseo de su 312 proximidad y el deseo de seguir viviendo. Ya no me disputan esos deseos. Todo tiene en mi las pacientes claridades que da al dolor el saber por que se sufre. Tributo del hombre a la infamia. Esto es así. ¿No quise yo que así fuera?. No erraron en prenderme. ¿Por qué habrían de errar en castigarme si prisión y castigo tienen el mismo fin en la misma cadena que tu General eslabona para perdurar?. ¿Para perdurar?. La inconformidad en un destino elegido para dar combate a los humilladores, eso perdura. No perdura el humillador, ni el humillado. El sacrificio del que se echa al camino para alertar contra las humillaciones, eso perdura. Lo supe cuando se me llagaron los hombros. No me entristece la muerte por vecina que me ande entre estas cuatro varas por cuatro de la celda. Ni, acaso, la temo. La eternidad puede que no sea milagro. Puede ser una secuencia de muertes serenas como la mía; puede ser morir sin temor, sin ascos, sin arrepentimientos, una levitación tranquila que viene con la alejada música que escuchaban los pueblos constructores de catedrales, o una música nocturna de marineros de popa en alta mar. Si la muerte de los sacrificados fuera como lo es la mía, si en tí mismo la hora de morir lo fuera sin tormento por haber sufrido demasiado el 313 tormento de la servidumbre, entonces la muerte de ellos, la tuya, la mía tramitarían, sin espanto, los telares de la eternidad, de que decía nuestra vieja lectura de Saavedra Fajardo. Yo estoy tramando mi pequeño telar y me ayudan los silencios. Sólo oigo los pasos del guardia al amanecer, a la media mañana, a la media tarde, a la media noche, los que me dicen que he consumido en cuatro estaciones un día de los otros hombres. El tiempo se limpia, camino de la eternidad. Hace unas semanas, un mes, me alentaban las dudas sobre las reencarnaciones. ¿A quién reencarnaría yo?. La elección es fácil en quienes hemos estudiando, de muchacho, la historia de las revoluciones, pretendiéndonos sus actores. Nos sobraban héroes asociados a nuestra decisión de intérpretes. Tú hubieras querido ser el periodista de la Montaña, Loustalot, escribiendo en su periódico: Los grandes no nos parecen grandes, sino por que los miramos de rodillas. Levantémonos. ¿No hubieras querido reencarnarlo?. Cada uno de nosotros tenía más de un Loustalot y varias divisas desafiantes. Eso suele darse en tropel de iniciación. Aquí, yo, estoy encarnado en mi mismo, se me deshacen las figuras y las sombras de los recuerdos; me abandonan, o no me importan, los coros de la historia; no sé si existen, en verdad, las 314 estatuas, o si todas ellas han sido ya mutiladas; no recuerdo ya como comienzan y terminan los discursos. Estoy solo de todo y me voy con este tiempo que me está llegando, y al que acudo, digo por decir, otra vez esta palabra eternidad, y yo su tributario con mis poblaciones de nadas sobre un puente ligero que terminaré de atravesar esta tarde, o mañana muy temprano, sin pasado conmigo, sin otro presente que estas llagas en los hombros y las sangres tranquilas. Ahora, le pienso colores a la muerte, sus colores me traen calor a los ojos, camino suave con humedad de pastos, aprendo a morir como el adolescente a jugar con las expectativas de la iniciación, la muerte como un hábito y sus seguras sorpresas, su medio rostro anticipado, tan parecido a los atardeceres sosegados; no seré quien la apure, no seré el suicida que ellos me quisieron, que llegue cuando llegue, sin prisa su paso, sin violencia su encuentro. Se me abren otras puertas. No sé si es la Gracia. Quisiera que no lo fuera para ser hombre entero, conciencia entera, hombre de carne y pasión, que Dios no me acepte, eso quisiera, sino así, hombre cargado de hombre, hombre entero en hombre deshecho, rehecho y anunciado en hombre. Desde dentro de nosotros mismos, nos vendría, entonces, la Gracia, no 315 revelada, trabajada con las manos del espíritu que sí existen y a veces son las mismas manos carnales con las que nos lavamos las cara y nos ayudan a hacernos mundo reciente, son las manos del abuelo herrero alentando las fraguas y martillándole formas útiles al hierro encendido. Acaso me llega de él el intuirle a la Gracia el juego de hombre fuerte y callado, hombre hacia adentro como son los de las herrerías. La revelación de la Gracia es préstamo, cualquiera puede hacerse acreedor a que le presten algo. Si yo me trabajo la posibilidad de la Gracia, como el herrero su hierro, me pertenezco a ella y ella a mi en trato común para llevar a asombro las rutinas, a aventura las declinaciones, a paz las desgracias. Para los indios pemones su iglesia era su propia casa, liberados, así, de ser unos, desafectados en casa, y otros diferentes, con arreglo dominical o ceremonioso, en la iglesia. Dios descalzo era un sentimiento unitario de vida doméstica y de experiencia religiosa a una misma vez; oración era reclamar el salve de cada quien y cocer, al mismo tiempo, los alimentos, los pucheros y los frijoles para toda la familia, oración del uno y todos que les confortaba Dios social y Dios personal, Dios del padre y Dios del hijo, al alcance del gozo de la tibieza del fogón 316 y resguardo común de casa-iglesia, iglesia-casa, sin puertas, casa prendida al paisaje. Una religión tan de entre casa y de casa abierta, y un Dios doméstico, habitual, tendido, madrugando trabajador al campo, tendido en la siesta de los catres, cubriéndose en los aleros de la resolana, mirando al atardecer desde los ventanitos, hacen un mundo completo para el indio, y a tal mundo lo hemos sabido deshacer sin reagrupar nunca más sus partes. Sólo, tal vez, aquí, yo podría buscarlas y ponerlas en aviso de nueva relación, aquí, en esta unidad abierta que es esta celda de cuatro varas por cuatro, esta celda de infinitos desapercibidos y a cuyo habitante sólo le es posible construir, aquí, su iglesia y recibir a Dios solitario y reciente, a compartirla, a acompañar al restado, a llevarlo con él cuando vacía el zambullo en las letrinas, cuando la noche tiene demasiadas horas y el día es sol lejano. Los que ellos me restan, Dios me lo repone; lo que de Juan deshacen, Dios Juan lo compensa. Este Juan es la aventura de mi iglesia. Esta iglesia es mi aventura y la de Él. La iglesia de mi celda ocupa a Dios a todo tiempo. Yo, mi propio sacerdote no en Dios muerto, ni padre negado. Y se anticipa el juicio. No maté al hombre, no maté a Dios, no negué al padre, busqué a sus hijos. 317 Sus hijos existen. Existen. Las crónicas patrióticas dicen que fueron tamboreros en los regimientos de sacrificio de las guerras grandes o corriendo para iguales fines en las montoneras de las guerras chicas, nacen, siguen naciendo en los caseríos donde no alcanza para todos ni el frijol, ni el maíz, ni la yerba, ni el plátano, ni el puchero, ni el surubí de río, ni el pargo de mar, ni el asado, ni la yuta, llegan tarde a la bendición del señor Cura porque les hicieron lugar, primero, a los niños de chocolate caliente y patios cerrados, diciéndoles ustedes vengan después, hurgan entre los desperdicios que desbaratan los mercados, van a cagar entre el bosquecillo, a mojarse en el río o la laguna, a por agua a la canilla municipal, no les dejan acercarse a la plaza las tardes de retreta, van después, ni pisar las veredas del Club, lárgate, no pases nunca por aquí, si llaman a las puertas les dirán quítate, ven después por los fondos si quieres las sobras, muchachito poca cosa, indiecito mal parido, mulatito ladrón, blanqueando a susto por el diablo, pardo indecente, mestizo taimado, cabecita negra, no alcanzan para ti las escuelas, quédate en el monte, en el basural de donde eras y de donde no debieras haber salido, siguen naciendo entre el muladar y la laguna, en caseríos de lata junto a 318 las vías del ferrocarril, seguirán naciendo al aire libre, en las aldeas pobres, en los barrios malditos, naciendo de adelitas y rabonas, de muchachas violadas en la poblaciones de los ingenios, de paridoras por desgraciamiento, en cualquier parte, de madres de pueblo pueblo, de padres tragados por las minas, tumbados en los obrajes, echados por el latifundista de las tierras que trabajaban, perdidos en el viaje a las fábricas de las grandes ciudades, hijos de los últimos patios y de los puestos de la hacienda, hijos de pueblo pueblo, seguirán naciendo ahora y después, y los otros no saben, no quieren saber, que después muy pronto, ellos serán los más invadiendo ciudades, ocupando las plazas, abriéndose puertas, ensanchando la patria. Yo me voy, anunciándolos. Los anuncio cuando no mato en mi al hombre, cuando no mato en mi a Dios. Son los hijos de su sangre sacrificada. Son los hijos de mi sangre sacrificada. Serán los de la victoria de Dios vivo, Dios pleno, Dios de activa memoria, reinstalando país de justicia. Cuando me llevan a la terraza, recreo que el reglamento de cárceles dispone a diario y para mi es menos que semanal, veo al oeste la montaña azulando el aire, y al este la primera llanura invadida por las caballerías de sol. El mundo es más hermoso de lo que se propuso el 319 creador, sigue creándolo. Recién, una nube del atardecer se detuvo detrás del campanario y lo auró. El campanario se me aparece completamente simple, hermoso de rústica cal, recuperado de la inocencia que le quitan las manos del campanero y sus rutinas, violadoras del tiempo. Así quisiera a las palabras, palabras lisas, descascaradas, palabras-acequias, palabras-ríos claros, palabras del Ángel, palabra-hilván ligero, las pocas palabras que se rehagan de sentidos plenitud del hombre cada vez que, por razón de vida o en espera de la muerte, las pronunciemos. Ahora, me faltan las palabras. Las palabras viejas me sobran. Las que necesito aún no existen, vendrán después, están llegando. Amén. 320 34 No las traía todas con él. Lo estaba sabiendo. He creado la tradición de los advenedizos que custodiamos la tradición de los tradicionales. Me les hice su costumbre y cualquier día me olvidan. Más zorro que león, o apariencia de león con maulería de zorro, y como el Guido de Montefeltro, perdón por mi Dante, señor Reed, pero Dante es uno de mis mayores castigos, como el Guido de Montefeltro, suponía que acaso se salvara por haberle dado usos a la divisa de prometer y no haber cumplido, con lo que no atemperará a los diablos que son lógicos. Y se le aflojaba una pierna. ¿Podría ser este un símbolo?. Ahora, recién ahora, lo puedo decir. Lo estaba siendo. Nada de símbolo fácil. Ningún símbolo, señor Reed, y a este lo vi por dentro, nace fabricado con las alegaciones tan gentilmente diseñadas con que los recoge la historia y se facilitan a la 321 literatura. Cuando así se los saben, de nada sirven. A la historia y a la literatura les pondrían mi entrometido aviso de que vayan a buscar los símbolos en los intestinos y partes bajas, que son lugares donde comienza su fabricación. Así lo fue en el General, por lo menos, y el General no era cualquier gente de desmerecimiento aunque en tales momentos fuera la propia Doña que le dijera que el decenal de hijos que le había parido la confortaba para hablarle muy fuerte como nunca había podido hablarle y que si volvía a la casa no le harían cama sus muchas quejas que ya eran rencores. Si volvieras, dormirías en la hamaca, y aprovecharía el sueño del señor para cocerle el chinchorro con el sueño del señor dentro, y una vez así calzado, sin escapatoria, te apuñalaría. Porque no irás, he venido y he venido para esto. El General le aguantó la cachetada. ¿Algo más, Doña?. Más no, nada. Se levantó la casa y con los hijos que la siguieron viajó a Europa. El General le giró pensión, pero la dio por muerta, acomodándose a soltero viudo, durmiendo en chinchorro, como en soledad y paz de vientre materno, en alternados cuartos del Palacio para que no lo supieran si malas intenciones lo buscaban, que de confiado no sería su muerte. No hacía cama, de esto un tiempo también, en casa de 322 Doñita que ya no la tenía por suya, que a ella se la llevó el torero de moda y de paso que en las tascas del puerto, amaneciendo, pedía que lo llamaran La Miguelita. Pero avisado por los servicios de inteligencia, eficaces en develar la traición, a tiempo estuvo por hacerle requisa de las ropas que le llevaba obsequiadas, porque no han de levantarle otros las polleras que yo pagué. Le llegó querida francesa, envío del Ministro en París, pero no se amancebó porque terminados los primeros gozos, ella se apartaba encendiendo cigarrillo y él entendía que se le estaba yendo y podía aceptarle pausa pero no alejamiento. De mujeres estaba ya a la defensiva. Y se avenía a los compensadores recuerdos de los amores zaguaneros cuando teniente de grado o capitán en osadía, no haciéndole caso a molestia, casi dolor, entre hueso y músculo de una de sus piernas, sin duda la más obligada a componer como un trapecio en que se aseguraba la dama y con la que la retenía en vecindad necesaria para los acuerdos sobresaltados de las ingles, pareja amorosa de pie porque el decoro de las decentes ropas femeninas no aconsejaban hacer de las pizarras del piso un lecho, por lo demás no menos incómodo, acometiendo así sus entusiasmos con violencia de lo anatómico y 323 salvando como se pudiera lo irregular de la propiciación, lo que le traía percance equivalente, en gracia y molestia, al del tramoyista del circo que, en algún momento, se le aparta del hueso de su rodilla el músculo, con la variante de que al volatinero le ocurría en beneficio de diversión ajena y a él para su propia diversión, trastorno que no imposibilitaba el cumplimiento de su naturaleza, pero le quedaría como un bajo quejido de orgullo y por tal no le dio aviso al médico del cuartel, apropiado al caso por haberlo sido curalotodo entre gente de puertos y tabernas. Y ahora, la muleta. Fue que le molestaba la pierna, como deshumedecida, tirando a seca, un día más que otro y no dejaría que se le aumentara la cuenta de los padecimientos, pierna floja no dispone de vida, como sentarse en silla quebrada, debiendo llevarla él a ella y no ella a él, mucha la molestia fatigosa de borracho desde la mañanita, que se le perdían energías y atenciones para abajo cuando las necesitaba un poco más arriba, y era, además, tiempo de no perder porque a su edad las nubes que no traen agua no aportan confortamiento, y los venía amonestando a los médicos y se apoyaba en la curandera. Esto es la gangrena y corten, no sean pendejos, ella se los está diciendo. Se la sabía muerta y juro que estaba 324 intencionándose en preparar homenajes, gran entierro de la pierna muerta, urna de diseño especial, desfile de honores militares y recogimiento general, que no era en nuestras tierras el primer entierro de pierna famosa, condecorada. Corten, insistía. Pero, este referido viene, señor Reed, a empinarlo ante nuestros ojos al tan desfavorecido, no por ello talado de agallas como las que mostró la noche de Navidad en que estrenó, públicamente, la muleta, en casa festejadora de su Primer Ministro. No faltó marimba juvenil, ni violín de morenos, valsesitos peruanos y marineras, alegre musiquita que le sublevó las felices nostalgias de su sangre de varón. Que traigan a mi Señorita, y mientras fueron por ella se descansó en silla frailera y el Jefe de la Policía Regular tomarle la muleta y él molestarse, aquí no más se queda, y ya llegando la Señorita, tan rápido, siempre esperando, en fino blanco organdí de larga ilusión, verla y tomar la muleta fue un mismo asombro cuando el valsesito los envió en la danza con él de tres piernas, una remarcando los pasos con demora de rúbrica, otra siguiéndole su flojo infortunio a la primera y una tercera de socorro en madera empeñando sus desacuerdos en ordenarse a la música y entrecortarse y volverse a los 325 empeños y perderse y volverse a buscar y perder, confundidas y empeñosas. El General reventaba de ganas de reír. La muleta fallaba del todo el compás y atropellaba el resto. La Señorita acataba los duros pasos y sus desconciertos con la sumisión de novia senil, prorrogada, de irremplazables esperanzas, sonámbula de noche de tormenta. Al General se le amotinaban los depósitos del riñón y las contravenciones pendientes de algún resto de la próstata, agregándose pasmo de decrepitud por los sobre los bigotes achaplinados, subiéndole la risa acompañada de húmeda tos de payaso en desuso, sofocado. Volvió a la silla frailera. La Señorita quedó en el extremo de la sala, como fantasma que había olvidado los tiempos de desaparecer por la ventana. Yo recordé a la muerte danzando en los grabados de Holbein, muerte celebrando muerte. El Jefe de la Policía Especial quiso agradar. Qué bueno se baila con muleta. Que al General casi le quita el gusto de haber bailado, puesto que mucho sabía y no se le había pospuesto de hasta dónde se encuentran con sus límite las lisonjas y las quería apropiadas y cuando excedidas le perdían valimento, puesto que el viejo zorro no dejaba guardia abierta para que lo supongan frágil a la afectación y nada le quitaba parsimonia como que las lisonjas 326 se atreviera, por demasiado abundantes, a lo contrario de lo que pudiera ser sus acomodados propósitos. Días después, puso orden de deportación para el dibujante que incurrió en el otro extremo de gozarse el lápiz con calaveras y esqueletos en danza, muletas de entera fabricación ósea, flautines que eran tibias, marimba que era costillar y unas letras como escritas en sangre: Entrada prohibida. 327 35 De agradecidas no más, sin exponerse demasiado a sentimentales, las damas de la Comisión Pro-Estatua le llevaban sus votos de auspicio en plan de perpetuar su imagen y su obra. Los esposos eran más económicos, creyéndose más efectivos. Ellos propiciaban la Campaña de la Adoración Perpetua en La Gaceta Liberal y en afiches que pagaba el Ministro de Gobierno. Lo solicitaban a la admiración de todos los futuros tiempos, agregándole reconocimientos nominativos. Perpetuo Regenerador del País y sus Clases. Perpetuo Jefe de la Nación Agraciada y Agradecida. El General no se distraía. Están compitiendo en prepararle epitafios a mi tumba. Le llevaban serenatas de Aclamación Perpetua. ¿Serenatas?. Esos señores me están dando trato de señorita, no me gusta nada, prohíbanlas. La Comisión de Damas apelaba a otras motivaciones. La Justicia no es 328 justa cuando no se da su lugar bien merecida, no cabe Justicia vergonzosa. La impaciencia de todas ellas hablaban mediante la lenguaraza documentada. La Justicia que cumple sus fines no ha de ser tímida, sino tanto y bien provista para que no deje lugar a arrepentimientos ni encubierta desmentida. La estatua era una avanzada a descubierta de la Justicia sin pecar de provisoria, porque la memoria de sus obras merece ser eterna en materia sólida que no borren las lluvias, no disuelva el sol, no se llevan los vientos, ni oscurezcan del todo las nubes nocheras. No sería mangrullo pasado de moda, ni colinita que se pueda llevar por delante la topadora. Esa avanzada requería de la pesada naturaleza de la piedra andina. Al General se le leían, en las sienes emocionadas, sus anhelosos pensamientos. El hábito de leérselos me favorecía en no errárselos, y así, porque así, yo le leía que al General le estaban mordiendo los orgullos de la sólida perpetuación, estatua ecuestre, entorchado General montado, desenvainada espada o lanza extendida defendiendo el espacio que no cedería en la historia, cual en combate, o sosteniendo, en abiertos pliegues, la bandera, General en triunfo, General varón de buenas espuelas, sobre caballo abundantemente 329 diferenciado como, dicen, el de la plaza principal de Montevideo, prolongando la memoria viril del héroe, inmovilizado para siempre en su monta. Por ahí, andaban sus orgullos. Así, se le ocurría, habrían de vestirlo momento antes de los avisos de la muerte para bien recibirla en dignidad de cuartel o domingo de revista o desfile de fiesta patria, muerte andrajosa, no, muerte de botas lustradas, nunca menos que el libelista opositor que desde la aldea fronteriza en que había armado imprenta de catilinarias se fue a París a citarse con la muerte y avecindándosele pidió que le calzaran el frac y le anticiparan flores. Lo que equivalía en el General a uniformarse de gala y laureado, tomar las bridas de la cabalgadura y alzándose su resto de energía impartir la severidad de irse, de partir celebrado, tentaciones que no se le hubieran ocurrido próximas si la Comisión de Damas no lo hubiera dispuesto recién a esas derivadas premeditaciones. Pero, el trasladarse así equipado de glorias marciales a la estatua ecuestre, no permitía suficientes garantías. ¿No le bolearán el caballo, en una noche de jaranosa feria, los estudiantes, apostando quienes más fuertes, por igual de osados, en descepar el conjunto monumentario y dar con sus partes hasta las zanjas del ferrocarril, por un ejemplo?. Como 330 que en alguna ciudad beata del sur lo estaban haciendo, dejando letreritos con que en América sobran ídolos. El monumento necesitaba de coartadas para resguardarlo de oportunidad de ultrajes estudiantiles en días de revuelta con el mismo proceder con que se les ocurre afear la salida del Tedeum, desocupándose los mozos de sus agravios. Coartadas. Coartadas aquí también. Maciza, compacta, dura de toda dureza, habría de presenciarse la estatua para, preservar contra todo riesgo y diversidad de suertes, sus encargos memorizadores, un solo y grande bloque asentado en inamovibles eficacias. Las cosas por el orden de naturaleza que las trae a la vida, mis señoras. Les pido que me enteren sobre qué han preceptuado para los caracteres de la estatua con que ustedes, mis señoras, se sobreexcitan en mi inmerecida honra. Las complacencias y el acatamiento tienen sus propias prisas. Las escucho. Viajarían en comisión a Europa, ya habían hablado con el Ministro de Gobierno. Ahí está nuestro paisano, el cronista de los bulevares, tan conocido allá por su fama tan atrevida, para abrirles puertas. Ya nos está esperando. Ahjá, bueno, bueno, ¿podrían hacer estatua firme, estable, que no favorezca a las imprevisiones?. Se le leía en la frente, que no se les 331 haga a ellos el gusto haciéndoselo desde ya nosotros, montando estatua débil que azoten sin mucho esfuerzo y derriben al primer entusiasmo, que los demore al menos hasta que los avisos alcancen a los guardias y se lleguen proveyendo severa custodia y defensa en términos que la oportunidad se encargue de exigir. Y al ponderado consentimiento de mis señoras, les ruego escuchen los pareceres que para el caso ha de tener el señor licenciado. Como en otras ocasiones varias, en que el General quería hablar por lengua que no fuera la suya, fui, esa vez, también, convocado. Dije lo que le estaba leyendo, entonces, mismito, en las sienes. Como que estábamos en tiempos de consolidación histórica y de apacible felicidad para todos, estos tiempos y sus virtudes habría de ingresar, con sus modalidades, a la estatutaria, y yo veía a la del General no tanto como guerrero de brida y caballo de guerra, como sí consolidador pacífico, institucionalista, que, al fin y al cabo, la guerra era siempre un episodio por más larga que fuera y que las instituciones del orden son las permanentes, las definitivas, y ellas eran, precisamente, las obras del General, su rico legado perpetuador, a perpetuidad. Había guerra donde había partidos en contra y el General era 332 él solo todos los partidos armonizados para la unión y la paz. ¿Por qué llevarlo a la estatua con equino, lanza y charretera?. Una masa compacta como las que consolidaba Rodin, masa firme y reposada, que asentara al General vistiendo toga volcada hasta cubrirle las espuelas, ni cabalgando caballo de guerra, ni espada, en todo caso caduceo, como queda dicho, ni de pie en tribuna de orador sacerdotal o de masonería, que no convenía perdurarlo en aspectos parciales de sus funciones. El General sentado en menos que en trono, descansando de autoridad, complaciente, inspirando conversación, como llamando a los niños a la protección de sus brazos, sin asustarlos, proveyendo piedad, distendido, confidencial, casi facilitando tregua, casi ternura, una estatua de Rector en los patios de la Universidad. Para mis limitados adentros, me valoré que resultaría, así, una oportuna estatua excusatoria y que podría suscitar mañana excusas de justicia, o justificación, un poco más que al menos, con reflexiones conformistas de que se hizo algún mal fue para aumentar el bien, el bien fue suyo, el mal de quienes mal lo rodeaban. Bueno en sus intenciones si erró lo fue en algunos de sus procedimientos y en razón al controvertido tiempo difícil en que le correspondió lidiar, de cualquier manera fue un 333 patriarca, ¿qué hubiera ocurrido sin él?, amigos y enemigos, más allá de las pasiones del momento, reconocen, por igual, que mucho hizo por la patria, fue necesario, se queda entre los grandes. Una leyenda latina, que en atención a que lo ignorado por el común inspira respeto y no duda, convenía al pie del bloque perpetuador con juicios de valor más allá de la historia de la hombres: Dios lo eligió y lo consagró a la Patria. Dios, la Patria y él. Lo que llevaba públicamente pronunciado de mis meditaciones, lo que le leía en sus sienes, mereció consentimiento. Así sería la estatua. ¿Dónde emplazarla? Suya la elección. Hasta ahora fueron de ustedes, mis señoras, las buenas decisiones, y me tomo licencia justificada en cuanto de mi se trata, para disponer, en asocio a la buena voluntad de ustedes, mis señoras, que la estatua en cuestión tenga por hogar la plazuela a que miran los balcones de la residencia de la Señorita. Injusto sería con ustedes, mis señoras si me ocultara en razonarles que antes de que esa estatua sirva a los tiempos que vendrán muy luego de nosotros, ocurra ahora que sirva al regocijo de ella, mi Señorita, prestándole mi ininterrumpida custodia. 334 Cuando, autorizadas, se fueron las Damas de la Comisión, se le aclaraban circunstancias. Tal vez, licenciado, como homenaje sea poco seguro, como lisonja va siendo tarde. Esta paz no me gusta, licenciado. Cuando la paz es tanto que hasta las señoras ofrecen estatua, el enemigo debe andar muy cerca, preparando tranquilamente una de las suyas, y no ha de andar solo, sino con importantes asociados. Esta paz es encubridora. Se le hacía en el rostro la tristeza propia de los edecanes de turno. Llame al Jefe de la Policía Regular. Usted, licenciado, escriba algo contra alguien en la prensa, salga a irritar y veremos quiénes se sienten molestos, y, usted, Jefe, encarcele a alguien, a cualquiera, intranquilice un poco y veremos quiénes protestan, necesitamos pistas que nos digan en qué están cebando esta paz. El General se la veía venir, como que siempre había sabido alertarse para situar desde dónde y quién lo estaba mal esperando, y lo estarían esperando, ahorita, para mejor, pero se le hacía difícil saberle lugar y protagonista. Tanto orden conseguido dificultaba develar enemigos, tanta aquiescencia no dejaba ver qué se estaba alistando debajo de ella, tan sin contrarios visibles, vaya a computarse cuántos se le encubrían amistosos. 335 Por algún lado andaría corriendo la pelota y en una de esas demasiado cerquita. Se le compusieron los activos servicios de la desconfianza y se reclamaba percepciones que se le entraran al olfato con algunos preavisos. Y vinieron, como pedrada nocturna, sobre el ventanal. Primero, huelga de estudiantes. Los líos, licenciado, siempre comienzan por ahí. ¿Quién se querrá aprovechar esta vez de los muchachos?. Jefe, mándeles porristas, que los corran desde la Universidad hasta el malecón, y si no se sosiegan me los guarda en prisión y les abre la puerta al pabellón de los condenados para que visiten a los muchachos y los distraigan. Chévere, General. Pero, me parece, licenciado, que va para más el fragote. Se ha soltado el caballo, caballero. Las gallinas se están turnando gallos. Los visitadores habituales del Palacio habían abandonado pasillos y antesalas, no apuraban comisiones por oficinas y despachos. La Calle del Comercio desembanderó. Los Embajadores fueron llamados por sus gobiernos, en consulta. Se chismeaba en los pasillos de Tribunales. La huelga estudiantil se enardecía. A los porristas se les iba la mano y gritaban haga patria, mate un estudiante, hacían patria. Jefe, esas no eran mis instrucciones, que las tenía en aplicada reserva para oportunidad que más 336 conviniera. General, usted sabe cómo son ellos de oficiosos, si no hacen el trabajo completo se entristecen, ya ni a mi me hacen caso y se respetan por sus propias órdenes, no hay nada qué hacer. En los palacetes del barrio norte era estación de vida social con invitación a los ministros y consejeros de las Embajadas y a altos mandos militares. ¿Qué murmuran, Jefe?. Hacen chistes, General. Está bien, pero está mal. Días de caoticidad, se leía en la revista del Centro de Normalistas Positivistas. No podía, yo, esperar que el General fuera el General de sus días llenos, pero que, en algo así se recordara a sí mismo y no le fallara ni el timbre de la voz ni la rapidez de los nervios para instituirse en los decoros que obligaban a quien se había adelantado a verse en el cuño de las monedas de cobre y plata, es decir, ponerle apropiados oídos a las alteraciones del tiempo, para acompañarlas en sus sorpresas, saber de qué se está tratando y no dejarse turbar, cuidarse de las alteraciones del tiempo para acompañarse con los remanentes que puedan hacer que nada sea demorada sorpresa. Se estaba humedeciendo con esa desazón que se apodera de los indecisos como anticipaciones de la muerte, humedeciendo los corajes. Cabe que le 337 estuviera ocurriendo, pues, al fin y al cabo, el coraje tiene sus propios calendarios, sus días y sus noches. Pero, prefiero tentarme a otras explicaciones. La crisis del coraje, que le era evidente, resultaba, acaso, un acto de vaciamiento de destino, de falta de justificaciones. ¿En qué emplearlo de haberse sabido propiamente acompañado de las sobras de sus viejos ánimos?. Lo entiendo a la distancia. Le faltaban sentidos para dejarse ser como había venido siendo, o en esforzarse en hombre de corajuda voluntad, de corajuda codicia. Le estoy viendo, ahora, como entonces no lo veía del todo, baldío de significados. Su tiempo se le había ido y ese tiempo a mucho de él se lo había llevado. Perspicaz, como lo seguía siendo, debió sentirse corrido por lo acabado, cobarde porque vacío. Los restos de coraje le dieron oportunidad, así lo veo desde ahora, de conducirse racional y lúcido. Si hubiera querido lucha, muchos lo hubieran defendido. Y, acaso, él se preguntaría a qué defendían defendiéndolo a él, ya terminado. Los juramentos de lealtad para lo que él quisiera, inscriptos en la primera plana de La Gaceta Liberal, no le alcanzaban en el terreno de las resoluciones. ¿Cedía su representación?. Con la corrección del actor que, en ese momento, termina su recitado, se 338 retiraba cortésmente por el foro. Vino el fotógrafo. General sentado, gacho, viejo General, reducido, aminorado, dos bolitas cachuzas en los ojos, brazos caídos, pequeñas manos, General testamentario. Se fabricó dos o tres frases con voluntad de últimas mentiras. Yo soy la paz para todos. Qué joda venirme abajo de esta manera ahora que todos me necesitan. Me observó por si las anotaba, anoté. Agregó, confidencial: No van a encontrar otro Presidente conservador mejor que yo. No anoté. Mi General. Pobrecito. Geroncio que desde la tragedia griega se corrió a la zarzuela y el vodevil. La calvicie de un viejo clown al final de los caminos, rodeada por rubiona corona donde se acumulaban restos de la melena, bigote de hierba seca, chala, el que fue árbol coposo era palmera descabezada, palmera en la que no reparaban los vientos, tallo ensotanado y ciego, a quien la despojada copa le niega el vaivén del equilibrio, río degradado a arroyo de aguas urbanizadas. Se le leía en las sienes, yo sabía leerle: silenciamiento de su muerte hasta dos días por lo menos para quitarles pasos atropellados a los alborotos, discordancias, faltas de respeto, bochinches, relajos, y hasta que se tomen las completas medidas de seguridad y se disputen el lugar difícil de llenar 339 y de quiénes le darán acompañamiento en las doce manijas de la urna por corresponderles los turnos sucesorios de protocolo del duelo, que ya estarían siendo los turnos repartidos del nuevo poder ejecutivo nacional de la transición que ofrecería, cada turno por su lado y a su mejor cuenta, pacto, coparticipación y alianza a los capos de la resurgida oposición emboscada, presa o de regreso del exilio. Pero habría gente de pueblo de mucho creer que seguirían creyéndolo y se dirían si no habría de ser noticia tramposa para averiguar, él, vivito todavía y cauteloso explorador, de qué lado y cómo repicaban las campanas del duelo para descubrir amigos desanimados y de lealtad temporal, y en el mismo Palacio, que es lugar donde abundan los descreídos, se dirían medias voces poco convencidas en los dos días de murmuraciones que no llegaban a la plaza, si no estaría el General jugando a asustar para sacar provechos al susto, pero que, sin embargo, el General podía morir tanto como cualquiera de las gentes y no era riesgo ir aceptándolo fallecido, que en paz descanse, lo tenga a su lado el Señor y no le exija demasiados arrepentimientos culposos que podía ser cosa de no acabar y de complicarse nuevamente la cosa y puesto que lo tendría a mano que le dé buena o mala entrada, y 340 descanse, descansemos que le llevaremos congoja y luto de gran padre de familia desprotegida, redobles de gran despedida, velatorio en el Luna Park, desfile de enlutados, honores fúnebres de semanas enteras, crespones en bandera nacional y bandera punzó, que ésta pronto comenzaría a ser recogida y prohibida, crespones en escudos, blasones, campanarios, puertas, ventanas, documentos públicos y cuadernos escolares, misas matinales, sermones de domingo y novenarios, variedad de discursos dolientes y tristísimas endechas, franjas negras en chaquetas, paletós, chaquetillas, y el General nos ha dejado, se leería en La Gaceta Liberal, al cabo de los dos días transcurridos entre enfrentamientos y riñas en Palacio y embalsamamiento del cadáver, en editorial excusatorio. Se cierra un ciclo que la historia ha de juzgar no hoy, ni mañana, sino pasado, con los aconsejables atributos de la equidistancia y la serenidad, y se abre otro ciclo, al que La Gaceta Liberal se inhibía en ponerle nombre propio todavía por la imprecisión que, ante las aconsejables cautelas periodísticas, estaban jugando sus trámites los apurados sucesorios del poder. 341 Se le agitaban las sienes y se hacía engorrosa su lectura, pero, con paciencia, pude todavía deletrear. Mierda, mierda, gran letrina el mundo, comemierdas, todos comemierdas, nadie se quedará con mi herencia, después de mi cualquier cosa para que sepan que me necesitaban y se hacía única preferencia de gran entierro faraónico, el cortejo se detendría en el atrio encresponado de la Matriz con presenten armas silenciosas los batallones de la Guardia Nacional, escoltando sus oficiales a la caja de lutos dorados hasta el centro de la nave principal y su entornada luz, se la abriría, allí, con las pausas del acatamiento reverencial y los oficiales de selección usarían las ternuras con que los fuertes piensan en la muerte y conducirían el cadáver embalsamado para empinarlo en el sillón del Obispo, dándole a suponer que era sus propios pasos los que aún podían llevarlo y sentado que fuera con los respetos requeridos a su melancólica arrogancia asistiría a misa de consagración definitiva, abundancia de conmovidos latines, notas saludadoras del órgano mayor, campanas nostalgiosas, despedida para la perduración en palabra arzobispal y mensaje de gratificadoras condolencias romanas. En esa misma Matriz ya estarían vendiendo y comprando cada uno de los ecos de su perduración, 342 para abrigarse con ellos, los segundones importantes de su régimen en resguardo de sus próximos días como que estaba abierta la sucesión y la liquidación de abusos y culpas. Me fregaría de no estarles con mis seguridades, de no recontarles sus pasos de obediencia . Mierda. No hay garantías. Concentrada epilepsia de aspirante a difunto se le pliega a las piernas, le distribuye últimas convulsiones desde la cintura al cuello, le disuelve los bigotes. No hay garantías. El grotesco que infama a la muerte, cuanto más reverenciada, puede alterar la figuración absoluta que pretendió el embalsamamiento, incompatible con los pesados sudores tropicales y humedades de río llanero, barroso, atentando contra los cuidados inmortalizadores de la química extranjera. No hay garantías. Mejor la generosidad de una gran tormenta, un gran temblor, un terremoto, para que la tierra abierta e inundada le diera sepultura antes del tercer día donde ningún mortal la ubique, donde no puedan cambiar los epitafios cada vez que la historia cambia de cronistas, tranquilidad para su cadáver liberado de sublimaciones y de infamias. Mi General. Pobrecito. El peluquero moreno y yo le dábamos compañía. Al rostro le llegaban, como reflejos en una porcelana ante la luz, las 343 previsiones de su calavera, impaciente por descargarse de inútil máscara vencida, de ojos de barro seco, empequeñecidos, de retiradas luces sin suciedad y sin honra, como si la mucosidad los trepara en tela de araña dentro de oscura concha rugosa y empezara, ahí, a dormirse, como se duermen los ojos de los animales enjaulados, a los que no les llegan los vientos ni las lluvias, chupada nariz con esterilidad de lepra, vacilante mentón de recaída figurando los despojos de la nada, bigote nicotinado de viejo Bubú abandonado, imagen menos que de indecisión búdica, de puntiagudo vientre, como bodega vacía de inestable popa, disparate, en fin, de las fatigas sin retorno de la naturaleza. La premuerte le estaba haciendo estación que le confundía temperaturas australes y de trópico, lunas vacías, mediodías de soles acuáticos, tardes que se incendiaban con los pajonales de la orilla desde el amanecer, población de demonios tristes se le arrinconaban en las vergüenzas de la baja espalda, lo buscaban todas las muertes conocidas, como llamadas, acaso, para pactar con la espera de la suya las buenas intenciones de los nuevos miedos eternos, las resolanas de última hora le concedían a por momentos la vieja gracia de las dos sombras, apenas por demoradas, cuando las ventanas aún abiertas 344 aligeraban de luces posdiurnas los corredores del Palacio, y él los intentaba caminar entre la vacilación de los presentimientos y las rutinas del cansado oficio. Se dibujaban las dos apaciguadas sombras, una al frente y la otra por detrás, como si se dijera al norte vedado y al sur consumido de su persona y eran el último humo de sentenciados rescoldos. Pobrecito. Se le movían las barbas como vencidas espumas. Mi General. Se le inflaban las sienes y se le granulaba la avanzada calva y le podía leer, como si se fijara, remisamente, algún verso coplero de la pornografía popular, recordado a favor de las sangres circuladas a saltitos y se le quedaba la copla en el verso inicial. La señora de Nuñez y sus hijas. Y repitiéndoselo a pasitos cortos y las sienes se deprimían para volverse a inflar, y eran, afeándoles del todo el alma, las torpes nostalgias de la fea muerte del sexo. Quién diría, sin embargo, que cargaba, aún, de adiestrada lucidez, la necesaria para decirnos al peluquero moreno y a mi, que los viejos saben tanto o más que los gorriones y que la suerte de estas cosas que están ocurriendo, licenciado, la suerte de estas cosas que están ocurriendo, no se resuelven aquí, no se resuelven aquí, sino allá, sino allá. 345 Y se regresaba a sus vacíos, a sus declinaciones. Sus narices pitaban forzadamente como caldero en ebullición. Se le veía en las sienes, trepándole con ansiosa dificultad, el segundo verso de la ingeniosa pornografía popular, vacilaciones de la desvergüenza anciana. Co-mu-nican al pú-bli-co y al cle-ro. No daban para más los cursos sanguíneos, grabándose como ríos desahuciados y se le rendían pesos oscuros en la mirada que le describían húmedas calcinaciones de donde no se saca la pata que se mete. Al viejo cómico se le borraba el papel en la memoria y de las letras sabidas sólo le quedaba el sobresalto de las interjecciones que eran de reclinación y despedida. Creyó oír motores de aviones que anunciaban decisión de vuelo. Arrunrroneado, se durmió. Los corresponsales de la prensa extranjera transmitían sus noticias. Los acontecimientos se precipitan precipitadamente. 346 36 Desde su quinta sobre la barranca del norte, donde el río se hace delta, el Embajador impacientó caballos para madrugar en la ciudad y quitarlo de la cama al General, poniéndolo sobre sus avisos. El aire motinero se extiende en el Ejército y cubre por entero a la marinería. A Usted, señor Presidente, no le dejan llegar las noticias o sus servicios son menos eficientes que los de la Embajada. En cuestiones de información, señor Embajador, le cambiaría mi puesto por el suyo. En nuestros países, los Presidentes solemos saber menos que los Embajadores, puesto que los Embajadores saben las noticias antes de que se hagan, lo que no corresponde a la eficiencia de los servicios informativos sino al orden de la historia. Tal vez no se equivoque, señor Presidente, en esto Usted ha sabido no equivocarse, pero ahora le quedan pocos minutos. ¿Es un 347 ultimátum?. Sólo una información amistosa, señor Presidente, siempre hemos sido buenos amigos y no dejaremos de serlo en esta circunstancia, sobre todo cuando los intereses de mi país en la región coinciden con las fuerzas vivas locales y el gremio de importadores y exportadores, tan deseosos como nuestro gobierno de que la crisis se resuelva sin abrir hostilidades. Acérquese a la ventana. Mire los destroyers de Préstamo y Arriendo y esa segunda fila de flecheras y faluchos artillados. Están bloqueando los canales del puerto y en cualquier momento podrían disparar sobre esta misma ventana. ¿Sería Usted el triunfador en una lucha fratricida?. La gente responsable de su país espera de Usted un gesto de caballero, un gesto para la reconciliación, un renunciamiento histórico. Váyase. Váyase. Los aviones de la base naval pasaron sobre el Palacio trepidante, descargaron bombas en la Plaza, el estruendo atormentó a las palomas. Desde la ventana, lo acercaba a la puerta. En la puerta, lo dejó. No se equivoque, señor Presidente. Usted es hombre perdido. Go home, Mister President. Pidió los diarios. Le alcanzaron La Gaceta Liberal: Todo el país rodea al Presidente en estas horas dramáticas de la nacionalidad. Este es el 348 ejemplar que han impreso para mi. Edecán, córrase a la esquina y tráigame los diarios que leen los que no son presidente. La Gaceta Liberal: Se impone el renunciamiento histórico. Todo el país lo espera para evitar que se abran las hostilidades, sostienen voceros de las fuerzas vivas y del gremio de importadores y exportadores. Convoque al Gabinete. Los teléfonos de los Ministerios no contestan. Llame al Jefe de la Policía Regular. La comunicación con el Departamento está interrumpida. Al Jefe de la Seguridad Especial. Dicen que salió en redada de izquierdistas. Conecte con Radio Nacional en cadena. Ya ha sido tomada, transmite música marcial y publicidad de Solasola refresca y enamora. Haremos imprimir una proclama. Los impresores catalanes han aprovechado para declararse en huelga. Pídales doscientos jinetes a los de la Sociedad de Rurales para llenar la Plaza. En este mismo momento acaban de pronunciarse contra el gobierno. Que venga la negrada de los Mataderos. A los buses concentracionarios no les venden gasolina en los expendios de la Shell. Llame al Ministro de Guerra. Se ha dejado detener por los insurrectos para no traicionarlo públicamente, prometido que le tienen la vicepresidencia tercera de la Junta Provisional. Llame al Cuerpo 349 de Bomberos. Usted lo desarmó al develarse la conspiración de los estudiantes. Llame al Cuerpo de Serenos. El convenio colectivo de trabajo los autoriza a desestimar órdenes diurnas. Llame a Campo de Marte. El señor Presidente pregunta con quién está Usted, señor Comandante de los Institutos Militares de la República. Dígale al Presidente que estoy donde le corresponde a un oficial escalafonado que responde a sus mandos naturales. Campo de Marte dejaba hacer. Sin embargo, tenemos con qué resistir, señor Presidente, la Guardia Presidencial no ha abandonado el Palacio. Lo sé, también sé que la Guardia está procediendo por honor militar y no por convencimiento. Llame a su jefe. A la orden, señor Presidente. Desalojen el Palacio. No, señor Presidente. Es mi orden. En ese caso, ruego me ponga la orden por escrito. Acá está. Se fueron los sesenta coraceros. Por los portones ceremoniosos que daban a la Plaza entraba una brigada policial esparciendo gases lacrimógenos por corredores y despachos. Utilicemos la puerta del lado sur, señor Presidente. ¿El Palacio se queda solo?. No, señor Presidente, con la historia. 350 A caballo la emprendieron por la calle larga. La ciudad como cualquier día. Los labradores en sus chacras, los aguateros sacándole agua al río, las morenas lavando ropa blanca en las gredas, dos bandos de muchachones, en entrevero de caballos, se hombreaban disputando al pato dentro de un cuero como pelota que se comerían los ganadores. Los amplificadores de un helicóptero anunciaban los toros del domingo. Nadie tenía por que sorprenderse de dos jinetes apresurados, de ponchos rojos y chambergos de paisanos. Hicimos alto bajo un alcanforero, al pie del barranco azulado donde termina la quinta del antiguo avituallador de los ejércitos de la Independencia. Escriba. Señor Coronel del Primer Regimiento. Reparó que sangraba un dedo, dañado por las coronas de Cristo, justo, carajo, donde fue a sentarse. Siga. Elevo ante Usted mi renuncia indeclinable de Presidente. Firmó y puso agregado Dios guarde a Usted. Ahora debo comunicarle, señor, que adelanté por mi cuenta algunas previsiones propias de las circunstancias: las cajas de su archivo y otras pertenencias ya están a bordo. Se le agradecen los importantes y patrióticos servicios prestados. Se hizo una polvoreda a la legua. Es un tanque del Primero que nos encontró la pista. Sálgale al encuentro llevando mi renuncia. Así se 351 hará. El General fue el primero en picársela. Siguió galope al sur. En la bahía esperaban los lanchones para llevarlo a la fragata inglesa. Desde tierra se escuchó una salva. Lo recibían con honores de reglamento. Dicen que, alegre y agradecido, bailó entre los marineros de cubierta una polca paraguaya. 352 37 Ni el primero ni el último en alejarme del Palacio cuando las sirenas anunciaban el segundo vuelo de la aviación naval, que no fue necesario. En el montón de los cada cual con sus miedos, sus culpas y sus maletines, ándale, que antes mejor, decían las caras de los que no sabían por dónde venía la cosa como para respirar mañana igual que ayer, los miedos como pasta helada para los dientes haciendo trastabillar a los mismos, las culpas programándose enmiendas melancólicas o coartadas de salvación y en los maletines los certificados al día para diligenciar la jubilación al siguiente ante las nuevas autoridades de competencia. Yo con lo que me correspondía, la mitad de los miedos tristemente amansados, el maletín vacío de previsiones, pero las culpas y las meditaciones dándose alterada carrera, tanta mierda para qué, tanta humillación sin plazos de seguridad 353 al menos, tanto trastorno de ánimo para nada, me estaba apurando cirugía de autopsia y discurso de propio responso. Mis deudas eran mayores que mis escasos bienes, propietario hipotecado de una casita que no terminaba nunca de pagar y me facilitaba el reparo de un jardín para los atardeceres que se interrumpirían ahora, porque el notario que ayer no se hubiera atrevido a pasar por la vereda sin quitarse el sombrero, saludando a quien acaso estuviera detrás de las persianas, golpearía, ahora, por dos o tres veces la aldaba si no iban por la primera a recibirle la cédula del nuevo embargo. Que no me digan, se haría oír de los de casa y de los de las casas vecinas, que el ilustrísimo secretario ministerial no tiene baúl de pesos fuertes para cumplir con los que siempre le ofertaron su inmensa paciencia durante sus vacas gordas, o qué se le enflaquecieron de la noche a la mañana. Que no me digan que veinticinco años de servicio no le alcanzaron por debajo de la manga para satisfacer a quienes nunca le reclamaron sus deudas. Pague el señor secretario. Pague. Habría, yo, de salir a la puerta y gritar, como él, para enterar a la vecindad que mis sueldos correspondieron a un A.G. del escalafón administrativo y un cien pesos más por redactor principal de La Gaceta Liberal y otros cien 354 anuales de protocolo de tercera, que hacían seiscientos y ni un peso más para vivir al paso del día. Que quien daría mandato a las insolencias del tal notario me había buscado amistad para que le hiciera paso hasta donde el General y de la primera vez que lo vio salió con el monopolio de venta de caballos para la Policía. Para lo que usted me necesite. Lo necesité para garantizarme el crédito con que, por fin, hice feliz a la mayor de mis hijas con el piano alemán. El piano que mañana mismo me estarían embargando. El piano que se llevarían. Y el buen comerciante estaría, ya, vendiendo, ahora, a las nuevas autoridades, con exclusividad, camiones para la Policía. Los abastecedores del mercado humillaban, desde este día mismo de la caída del General, a mi señora. Si no hay reales en la mano, no se llevará ni una lenteja. En el Colegió Inglés, le advertirían a mi hija: tres meses de adeudo no dan derecho a las clases del cuarto. Se llevarían el piano. Se llevarían la consola de la sala y el trinchante del comedor, el paragüero del zaguán, la araña del vestíbulo. Se llevarían los libros. Cerraríamos la casa y entregaríamos las llaves al notario. Iríamos a dar, con los restos en un baúl, a una pensión de mulatos escondida en el barrio viejo. Cuando me sirvan el desayuno, me dirían Señor Ministro. Cuando 355 la cena, me recordarán que, además de mulatos, son pobres y necesitan la paga por adelantado. Lo menos malo que pudiera ocurrirme fue que se me dio en recordar al secretario Antonio Pérez corriendo a darse refugio en la próxima sacristía, pero yo no había abusado en delegaciones de mando, como él, pero era yo de buena sangre, como no él, de buena sangre, señor Reed, conforme a honradísimas y públicas probanzas que establecieron calidad y limpieza, sin vergüenza de orígenes, ni para qué los miedos de encubrirlos, viejo abuelo con hábito de Santiago, que se vino directamente a tierra firme, no a las islas equívocas en circulaciones sanguíneas, con bula papal, creyente de fe absoluta, bula a favor suya y de su descendencia. Yo era de buena sangre, señor Reed. Papá era pobre y de mala suerte, decía mamá, pero tío era rico y propietario de solares que habían pasado a sus manos vaya a saberse cómo, pero mejor no averiguarlo que esos enredos no tenían nada que ver con la rectitud de su sangre. Se me dejó que adoptara a tío como abuelo, olvidándoseme rápidamente papá en mi memoria y en la de la familia, desaparecido en las tardes tarde en las cantinas mestizas y por las noches de la cama de mamá que alejaba los fríos llevándonos a su lado 356 unas veces y otras tío aparecía desayunando y mamá sonreía azucarada como la taza caliente que nos llevábamos a la boca con pasteles que tío había traído de postre para la cena y que mamá había dado vuelta sobre el hornillo encendido para que todo sonriera, calentito, esas mañanas felices en que mamá decía mis hijos serán hombre de bien, y tío, como un abuelo, le respondía los hijos de mi hermano son mis hijos y seguro que sí y por qué no, y tú, yo era el mayor, habrá de ser abogado, y tú, el que me seguía, coronel, y tú, el tercero sin palabras todavía, sacerdote, y los tres sonreíamos a mamá sonriente hasta que tío se iba a sus negocios hasta dos o tres noches o desayunos después en que mamá volvía a sonreírnos y yo creo que ya nos veía abogado liberal, coronel conservador y sacerdote para todos, que así venía ocurriendo en las familias decentes de la ciudad para que siempre alguien se retuviera en el gobierno mediante código avanzado, espada restauradora y oración universal. Y vengo a reiterarle, de paso, que en matrimonios principales, una noche y otras noches, hacían un hijo senador para la conservación restauradora, otro diputado para las barricadas verbales del partido liberal, otro general para asegurar la estabilidad de las prudencias, otro coronel para el comando y control de 357 las montoneras. Y, en verdad, a qué venía en decirlo todo esto si era suficiente el capitulito de la buena sangre y que las mías no me habrían de dar los apuros que a Antonio Pérez las suyas. O vaya a saberse qué suerte, o destino, me las desconocería. Al día siguiente de los cambios de guardia en el Palacio, apenas con tiempo de afeitarme frente al espejo de las compulsiones, de las culpas, me cayó orden de alistarme, sin ninguna demora, en la secretaria del Presidente de la Junta Provisional. Usted sigue haciendo lo mismo. No pregunté. Siga. Póngase en la máquina y me redondea esta proclama y la entrega a Radio del Estado en cadena, a la Tevé, a la prensa nacional y extranjera, a los servicios especiales de los gobiernos amigos y a los que van a ser ministros para que ellos también se enteren. Y desde mi escritorio, en el despacho habitual, vi llegar, transcurrir e irse a los días de la llamada transición. No sé si esto que le relaciono en el relato es tanto como una historia nueva de mis aceptaciones y crueldades, pero sé decirle que derivaban a órdenes que ejecutar o transmitir a nuevos asociados, o a los mismos obedientes que, por igual, cumplían con ellas en inalterable 358 plan de regular esmeros. Algunas se me harían nuevas costumbres hasta que se disolvían muy pronto en viejas rutinas para su adecuada aplicación en los correspondientes ciclos, con servicio de diligencias para no ir demasiado lejos, diligencias ceñidas a las jurisdicciones de los encargos y sus accesos, diligencia para pasos ecuánimes y seguros. Bastante me costaba descifrar los ánimos y de lo que detrás de ellos estaba mandando, entre los gerentes del nuevo gobierno, puesto que en esa adecuación de secretario a jefe era eficiencia el corresponder como si siempre se hubiese correspondido con los mismos méritos de la discreción, reserva, sensatez, secreto, cabal discernimiento y consentida mesura. Así fui espectador de desaguisados de gobernantes neófitos, para cuya engorrosa solución me solicitaban apoyo jurídico de coartadas, consejos de veteranía y experiencia, y, como siempre había ocurrido, le prohibía a mis razonamientos que no llegaran más allá de las fronteras precisas del pedido, agua mansa la que yo proveía para que, como siempre, se la bebieran otros, y escribiéndoles discursos, con la estilográfica que me había obsequiado el General, se me hacía que era como preparar mujeres 359 para el gozo ajeno, quedando yo a la puerta a escuchar las risas y quejiditos que no se reprimían adentro. El oficio. El oficio. Y me pedían discursos con entusiasmo, no se dilate, que es necesario que crean en nosotros como creían en el General, y, de no saber mucho en lo que creían, querían, en cambio, que todo el país creyera en ellos y que yo les pusiera motivos de convicción y era de mi uso cumplirles demandas de recados de fe que pudieran ofertar ellos, sin nada que alimentara la pobre fe mía en manufacturar ninguna fe. El oficio. Siempre en medio del camino, señor Reed, infortunios del oficio, sin opción a que se nos vean las vacilaciones, forzados a creer algo para empleo y utilidad de los que, generalmente, no creen en nada, o no les da sus naturalezas para mucho en qué creer. Poco me ayudaban las viejas astucias. Si me dejaba llevar por ellas, pronto se me hacía saberlas fatigadas, por no decir deshechas. Sin embargo, cumplí. Había que seguir cumpliendo. Y nuevamente enterado que el mayor pecado no es hacer el mal, es consentirlo, ser su asociado sin iniciativa, nuevamente encargado de seguir buscando justificaciones. Así, cuando aplicaron la ley marcial, encontré las apropiadas razones para admitir que el perdón puede aparecer 360 más peligroso que el rigor, con ayuda de mi Cicerón: Si continuamos perdonando a todos, nunca tendrá fin la guerra civil. Pero, Cicerón no dejaba indemnizadas mis vergüenzas. Nunca me fue indiferente, señor Reed, y usted lo tiene ya sabido, lo que pudieran pensar de mí. Era mi incapacidad para cerrarle puerta exterior a las culpas. ¿Pero de qué podían culparme? Estaba viendo que los gobiernos pasan y las fortunas quedan, los negocios y los negociantes siempre se confortan en las variaciones de la política. ¿Quién me acusaría? Yo me acusaba, que no ellos, a quienes estaba sirviendo porque les sabía servir. Les hacía falta un gran candidato a Primer Ministro para la transición, en el que coincidieran los intereses generales y las aspiraciones más representativas. La Gaceta Liberal beligeraba: Todo el poder para los hacendados, preparando a la opinión en acuerdo a las tendencias predominantes en la Junta Provisional. Las grandes crisis se resuelven con personas ni fu ni fa, ni chicha ni limonada, cuando más graves y comprometedoras ellas, más indiferenciado será el buscado bien visto. Las gentes alarmadas dan vacaciones a sus alarmas cuando aparece 361 el candidato menos significado, el designificativo, el que se lavó todos los días las manos después de leer el periódico, el ninguna pizca de conflictivo, el aceptado aquí y allá, el notable que nunca se ha hecho notar demasiado, reserva de la patria, dirán los periodistas, el señor que durante todos estos años tan contradictorios y discutibles supo retirarse a atender los respetos de su hogar y a escribir una monografía sobre asunto medievalista, el profesor que no navegó en borrascas, prendido a las precauciones, paraguas para el chaparrón de verano, el que se desapercibió entre los desacuerdos, el que hacía falta, el ciudadano moderado, ejemplar, que no se ha dejado llevar por las pasiones del momento, el hombre probo que no ha sido jamás salpicado por ningún lodo, del que nadie tenga nada qué decir, el gran ileso por sobre las contiendas, el no rasguñado, el preparado para unir a todos, el que no suscita discordancias, el caballero sin equívocos, cuya vida es una extensa línea sin oscilación ni pendiente, inspirador de confianza, de sosiego. ¿Dónde está el salvador apacible? El que ha transcurrido sin mellar su figura en ocasionales u oscuras confrontaciones rehuidas, el que no se ha dejado llevar por los vicios de la política y se ha ocupado de acrecer noble 362 riqueza agropecuaria, padre de reconocida familia decente, el que no se metió y por no meterse no se ha jodido, el equidistante, el no alterado, el severo y calvo, el de chaleco en verano, paletó en primavera, sombrero negro todo el año, el formal sin alboroto, el que ha sabido mantener distancias y desusó el tuteo, el que al que nadie podría decir su enemigo, el apolítico, el excelente, el que hacía falta, el que administra sus saludos, con sombrero en la mano a los ministros, con sombrero en la mano y sonrisa a los hacendados, con sombrero en la mano y leve ofuscación a los militares, con sombrero en la mano y afable inclinación de cabeza al Embajador, con sombrero puesto y llevándose la mano derecha hasta tocar el ala derecha a sus iguales, abogados de partes a favor y contrarias, redactores de prensa seria, preceptistas universitarios de jóvenes serios, comerciantes de la Plaza Mayor, socios de la vereda del Club Social, y no saluda a quien es apenas menos, vale decir el reconocido virtuoso, el que hacía falta. Ese hombre existe, siempre existe ese hombre para los momentos más graves de la crisis institucional. La crisis va a buscarlo por Academias Perpetuas, Sociedades de Rurales, Sociedades de Benefectación, Juegos Florales Capitalinos, Club Social de primera, entre 363 ex-funcionarios del Tribunal Especial y Comisiones Investigadoras de Ética Republicana, plácidos jubilados de la Administración Pública y la Cátedra. La comisión de subnotables, le exige. Venga a pacificar a los ciudadanos, a inspirar respeto, a poner orden entre los alborotadores, a dar lugar al optimismo de las fuerzas vivas, a resguardar el orden, a reconstruir la patria. No será, usted, indiferente entre sus colecciones de jurisprudencia colonial inglesa y norteamericana, en estas horas, precisamente, que se trata de lo que se trata. Yo no he aspirado nunca a eso. Por eso, precisamente, por eso, el hombre que nos hace falta, el gobernante sereno, el gobernante sin cicatrices, el que supo arreglárselas para no quemarse, el incuestionado, el incuestionable, el conciliador, el maestro de las tranquilas virtudes. Usted es la garantía de la buena marcha de los buenos negocios, usted es la noción del derecho permanente sobre la voluptuosidad de las pasiones, usted es el símbolo del orden contra los riesgos de cualquier descabellada aventura desviacionista. Ésta es la hora de los varones como usted. La Cámara de Comercio ha pensado en usted. El Colegio de Abogados de la Tradición ha pensado en usted. La Liga de Padres no piensa sino en usted. La Junta de los Juegos Florales retiene su 364 pensamiento en usted. El Embajador no pone reparos, en cuanto lo sabe persona de juicio medido y descansada ponderación. Podemos decirle que el Embajador se frota las manos cuando oye hablar de usted. La Gaceta Liberal ha anticipado afectuosamente su nombre. Teníamos Primer Ministro, o Presidente Provisional. En la Gaceta Liberal escribí, dos columnas y media, su biografía. Le preparé el discurso de su inauguración. No le será entretenimiento para usted, señor Reed, ni menos lo fuera para mí, hacerle crónica de estos años en que las cosas se desataron desde abajo y se sumaron disturbios estudiantiles, deliberación y amotinamiento en las fuerzas armadas, polémicas en la prensa, votaciones difíciles en el Congreso, mucha bambolla de comité, la chusma ganando las elecciones que la combinación gubernista creía ya ganadas, breves períodos de gobiernos sin poder efectivo, inocentadas de la democracia y para qué más decirle si hasta nueva Constitución progresista e impuesto a las ganancias excesivas, abundantes desengaños sobre las distendidas instituciones de la democracia. El Embajador se había equivocado y buen 365 pragmático se rectificaba. Los que habían quitado a Mi General, lo volverían. 366 38 Yo estaba en el mismo escritorio, esperando. Regresaba, en respuesta de los esparcidos consentimientos generales, prometiendo viandas para todos. Los ordenados de la derecha le confiaban la restitución del orden. Los desordenados de la izquierda, como dándose a los gustos de coleccionistas, recordando las proclamas de la campaña juvenil, le confiaban la institucionalización del cambio. El General, reconstituido en malicias, seguía sabiendo que el jinete se sirve de dos riendas. Le sabía al caballo todos sus pasos ordenados hacia el buen pesebre y los otros pasos, también, los ariscos, que quedarían a rienda templada a mitad de camino, porque así es la democracia que alienta a comer y no asegura el pienso universal. Viandas para todos. 367 Recibiendo unos y otros creyendo recibir, volverían al paciente trotecito del trabajo a casa y de casa al trabajo, caballo de noria mañanera o de calesita cuando mejor musicada. Si las viandas, claro está, no serían para todos, ya el orden los cubría a todos y el arisco sería hereje culposo de quebrar la felicidad de todos. Pero, no se distraiga, Embajador, que si yo saliera al balcón a gritar Viva los gringos, no tendría consentimiento ni para ganar los votos necesarios para concejal de mi parroquia. Usted lo sabe y yo procedo. Quien más quien menos, casi todos y el que no apenas si existe, los políticos alzados o medio alzados de nuestros países necesiten gritarle a las masas ahí está el diablo y si el diablo hace de las suyas en Cochinchina hay que gritar y hacerles gritar a ellas Fueras las manos del diablo de la Cochinchina. Pero, casi todos, vaya si usted lo tiene sabido, se esmeran en enviarle previas y posteriores explicaciones al diablo de que teniéndolo que hacer no se les confunden en la grita las nociones de la realidad, ni se les desaniman otras razones más permanentes y sensatas ya comprometidas. Merecimientos no les faltan a esos procederes. Además, ¿por qué habremos de dejarles esa palabra revolución, que va gustando tanto y que algo ha de representar para que 368 así tanto guste? Demasiada palabra para dejarla en manos de cualquiera. Secuestrémosla. Si esa palabra es nuestra, la represión será más fácil. Le aseguraron plafón. Volvía. Su antiguo Ministro de Justicia valoró que ahora contamos nuevamente con ese gigante de la política que con el solo movimiento de su dedo reemplazaba la actividad que desarrolla toda la nación. Lo esperaba. Su voz en el intercomunicador. Repórtese. Corrí. Me preguntó si trabajaba a tiempo part. o tiempo full, si yo sólo, como en otros tiempos, era mi propio staff, oquey, chequéeme la información de este folder para procesarla y túrnela, oquey. Me dictó un memo y continuó el instructivo. Su voz me llegaba con la demora de una traducción, oquey, General, oquey, boy. Pero, había conseguido deletrearle las palpitaciones ancianas de sus sienes. Leí: regresé porque ya estoy en este oficio de echado y recogido, regresé para lo que me necesiten los que me echaron. 369 39 Ese día pudo ser un día cualquiera, sin razones para que se quisiera muy diferente. Mi portafolio cargaba los últimos encargos y mi ánimo se amparaba en el reconocimiento de que, al final, la Intendencia del Palacio accediera a mis antiguos pedidos. Tres jornadas antes habían cambiado la vieja mesa española que despedí con nostalgia y contento, pues el gran escritorio inglés con gavetas renovaba el ambiente, agregándole tanto solemnidad como utilidad, la silla acolchonada que lo acompañaba procedía con sentida ternura a acompañar las fatigas del cuerpo, y la iluminación, también renovada, concedía, al mismo tiempo que prestigio al despacho, protección y apoyo a mi vista. Nunca me sentí tan bien en Palacio, tan bien considerado, reconocido. Debía suponer que sin intervención de Mi General no se habría cumplido en un solo día, a pesar 370 de mis antiguos pedidos, ese cambio compensador. En la primera oportunidad, se lo agradecería. Si él no hubiera intervenido, el agradecimiento no estaría de más, como ya tenía tiempo de haberlo aprendido. Me dispuse a ello esa mañana en que fui el primero a su llamado. Le llevaba varios borradores. El del decreto de Día de Ayuno Nacional en rescate de la recesionada economía del país. El del decreto que lo resarcía de los sueldos correspondientes a los años de su exilio, computados sus intereses a los distintos niveles de las fluctuaciones de las monedas duras con relación a las monedas coloniales. El del decreto de devolución de los grados militares, que era el antecedente del anterior y su consagración definitiva en el escalón de las fuerzas armadas. El del decreto de reconocimiento legal, a través del Congreso de la Nación, de sus hijos, con previsiones económicas que comprendían pensiones a de por vida y distribución de suertes de estancias del Estado que, para eludir la dispersión gravosa de los impuestos sucesorios, pasarían a integrar una sociedad anónima familiar, es decir, todo perfectamente previsto, incluso sus pendientes inclinaciones de trampulario: abúlteme la lista y meta a 371 estos ahijados como hijos y a estos otros que se habían quedado en el camino, que abultando el hombre se prestigia, agradecido, licenciado. Quise darle yo mis agradecimientos, porque no cabía dudas que él había intervenido para cumplimentar los pedidos míos a favor de la mayor comodidad en el despacho. No me dio tiempo. Lo veo de muy buena salud y mejor talante, licenciado. Gracias, gracias. Usted es de los hombres que se fortifican con el trabajo. Así me gustan los hombres, licenciado. Gracias. Así lo he visto siempre, adicto a mi doctrina, fiel a mi persona, diligente en los intereses del Estado, custodio de la moral republicana. Si me preguntaran cuál es el ciudadano perfecto de la República, no titubearía un momento, de enseguida diría que aquí lo tengo, en el señor secretario, y no tendría palabra con qué confortar el juicio. De pie, hasta parecía dispuesto a palmearme. Sin hacerlo, era como si lo hiciera. Tengo muy pensado mi homenaje a sus serviciales virtudes al momento en que escriba mis Memorias. Mi sorpresa comenzó a razonar. Precisamente, yo, yo, no podía confundirme. El General me hizo pausa de entendimiento. Yo ya lo había entendido. El General necesitaba de mi puesto. Me será verdaderamente 372 difícil no tenerlo a mi lado. Desde hoy, todos los fines de mes, le llevarán una pensión a su casa. Salúdemela a su señora y a los chicos. Y me palmeó. El edecán de turno me abrió la puerta y me acompañó hasta las galerías. Dice el General si quisiera demorarse en entregar el despacho e instruirlos sobre las cuestiones pendientes a los posgrados que acaban de llegar de Harvard. Saliendo de Palacio no me atreví a presumir que el día que Guillermo despidió a Birmarck se abría el camino que a la larga desharía el imperio. La prometida pensión no visitó nunca mi casa y la última aceptación mía fue no reclamarla. Mis libros se vendieron en Montevideo y los compró un genovés garibaldino. Las tristezas, las suyas y las mías, mataron a mi mujer. El piano alemán fue la dote que mi hija se llevó para facilitarse su noviciado. Y aquí estoy, señor Reed, donde usted me encuentra, exilio voluntario si usted quiere. Sabía demasiadas cosas para quedarme allá. Me vine con este pellejo lastimado, pero salvado, pero salvado ¿para qué?. En pampa y la vía, remordido de verdades, cargado de mentiras. Yo había creído entenderme con mis mentiras para convivir su dócil costumbre, me suponía, sin ufanarme del todo, pero aceptándome en 373 mucho, sin demasiadas disculpas, el actor de mi único destino posible y por tal llevadero, y dentro de los territorios del mal me sabía habitante que le mentía al mal acatándolo. Era el mentiroso de la mentira. Hasta ahí llegaban mis viejos duendes encarcelados. Hasta ahí. Ya ni ellos me acompañan. No hacían sino escalón de espejos estrellados, provisorios de mentiras. Cuando uno no tiene nada qué hacer, ni para qué vivir, y es como sentirse cuento terminado, se nos viene el pasado, ni despacito, ni apurado, para llenarnos un poco con los otros días y comienzo a contarlo en tanto me lo consiente, como en su caso, menos interés que misericordia. Cuando alguien ha trajinado vergüenza como yo, se le borra hasta la voluntad de saberse llamado por su propio nombre. He perdido el mío. El General lo consumió, se ha quedado con él. Soy balandra sin vela. Al fin y al cabo, aunque esto no termina de tener cabo ni fin para los de mi índole, yo, resto de intelectual emparedado, apariencia de burócrata de jornal nunca suficiente, o si se quiere algo más novedoso, como dicen ahora, un tecnócrata, que se encimó a lo que le mandaban, que se acercó hasta donde lo dejaban, para terminarme en tabaco que no arderá, semilla 374 pasada de vaina seca, se lo estoy diciendo con la tristeza satírica de un poeta de su país. Los diablos desesperados que me habitaban con sus lástimas, me preguntaban tanto como si, acaso, no fuiste vos su hembra, su enamorada, su rabona seguidora, como si al hombre que era él correspondían tus servicios de disminuido hombre, yo, y sobre mis lomos habrían de estar marcadas sus espuelas de pesada plata, yo descendido a boca abajo a su presencia llenadora, yo ni ladrón ni vigilante en esta corta historia, yo el marica de esta historia, si debiera preguntarme, ahora, que cuando yo gozaba a mi mujer y hacía mis hijos, ¿no era él una sombra como mosquitero sobre el lecho matrimonial?, él nos estaba gozando, nos hacía nuestros hijos, y el hijo varón luciría su nombre y la hija hembrita el de su novia y él los apadrinaría y me confortaba diciéndome los hijos de mis amigos son mis hijos y anotábales ya una beca para el varón y una dote para la boda de la hembrita si yo no dejara de serle lo que le era, yo su hoplita desarmado, yo el menos peligroso de su legión, el más inofensivo de sus obedientes, su Adelaida para lo que guste encomendar, para lo que quisiera mandare, a la orden, a su entera orden, a lo que su necesidad 375 disponga. Cada cual, vaya si lo estaré sabiendo, es el sucesor de sí mismo, pero lo que me heredé me está sobrando, los maltratos que me di me dejaron sin un sí y sin un no, no soy ni sí ni no de tantos sí negados, de tantos no desangrados. Los que como yo, no tienen biografía, somos capitulitos disueltos en la biografía de los otros, aunque la de ellos sea más nuestra que de ellos, nosotros hicimos la biografía de ellos destruyendo la nuestra. He querido alcanzarme la apaciguadora piedad que de pausa a mis dudas de siempre y a mis viejos remordimientos, una piedad que como agua fresca me devuelva los sosiegos que siempre me han sido quitados, siquiera por una vez final. Y no lo he logrado. Se me hace un arroyo anegado, al que aún más confunden las aguas llovidas y sus barros recalentados por mediodías asfixiantes. Nada me sirve a la piedad que necesito. A Dios se le ha acabado la que me disponía y ya me lleva a juicio final sin retirarme de este mundo, reteniéndome en él con mis lastimadas melancolías como castigo, y a mano viene y a mano va el cuento sin personaje, sólo alistado en la memoria que no se me enduerme y me arrebata tranquilidad y sueños. Cosa difícil de llevar la memoria, mal de llevar. El mundo es una espiral invertida que parte desde un punto 376 del infinito y se cierra sobre nosotros. El último trazo envolvente nos da cerrazón sin alivio y no hay mano de Dios que nos quite del enredo, corona de espinas tramadas en alambres de púas que utilizan para defender la propiedad de tejados y jardines y que hiere y maltrata y deja sin voluntad de defensa. Se lo diré de otra manera. Mi vecino de ventana contigua hacia el mismo patio tiene un fonógrafo y le es de uso forzoso para atraerse el sueño, de tal que suele distribuir la música hasta que el disco le termina de cumplir ese indicado servicio, pero vino a ocurrir que, ya favorecido este señor por el sueño difícil, el disco se relajó en surco dañado y siguió dándole vueltas no sé cuánto tiempo cuando el ruido musical me llegó a irritar sin manera de evitarlo que interrumpiéndole el sueño a mi vecino, que era quitarlo de lo que un hombre había conseguido con tanto disciplinado esfuerzo y mi compasión no me consentía deshacer, y siguió el disco rotando con su crú-crú y sus crí-crí de lo que debió haber sido vals vienés o una aspiración de Caruso, horas y horas por mi padecidas con piedad pedagógica, porque quien no tiene otra alternativa que padecer acepta enseñanzas para usos ocasionales de la resignación y le es posible seguir aprendiendo que ya todo es lo mismo 377 por fallas mecánicas en el caso del disco, por otras fallas en los otros casos y que no hay felicidad de olvido, que ahí estaba ese disco hasta el amanecer, vuelta crú-crú, vuelta crí-crí, vueltas como ronda de borrachos con sola botella, ronda de paisanos en prostíbulo de sola pieza y sola puta. Como la memoria, señor Reed, como la memoria. La memoria es castigo, prisiones. La memoria me duele desde la cabeza a los pies, en los huesos, me baila en los ojos como nube de tierra seca que se quema en el aire, sin iluminarse en llamas, y vuelve a brotar desde un pajonal enterrado en el verano de los trópicos. La memoria se me atornilla en los oídos con ruidos de bisagras vencidas hace mucho tiempo, los tiempos de la humedad que no regresaron, que no regresan. La memoria seca a mis narices, oliendo todo el día a madera quemada que no llegará a ceniza, que no sosiega sus fuegos lentos. No digan que tiene mucho de oscura la memoria, que oscurece con el hombre viejo. Es luz de playa fósil sobre pájaros muertos de luz, es luz clavada aquí (se toca la garganta) y aquí (se toca el vientre), es luz que queda y yo me abrazo a los vapores de esa luz y me arde donde le dije y en otras partes. La memoria son las moscas que excursionan soles llovidos y las bostas que dejaron las vacas sobre el alfalfar. Lo que 378 más cuesta llevar al hombre es su memoria. Se me vuelven los flashbacks y me atropellan la memoria para mortificar el orden de los recuerdos y dejármelos, velero desarbolado, corridos por aguas rápidas, oscurecidas por vientos terrosos, por relámpagos ensangrentados. Todas las alteraciones del pasado sumándose culpas y temblándome en las tripas, enfriándome los dedos que ya no hacen mano, zumbándome frío en los oídos, en la nariz, en la garganta, en el sosiego de las ingles, en las orillas de los hombros, el frío de las ventanas de las viejas solteronas, el frío de las grandes lluvias que invaden el llano, todo el frío del altiplano sobre un hombre solo, ese frío, el frío de la piedra nevada, el frío trayéndome muerte lenta, espaciosa, de agujita, muerte de borrado por la humedad que se come el muro. Me le quisiera escapar haciendo de agorero, de brujo. Qué otro oficio de despedida para el mortificado. El brujo es el alcahuete de la fatalidad. Qué otro empleo de retirada me quedaba por tomar. No me confunda con el favorecido del General, su valé francés o soplón español, doméstico de ilegítimas nigromancias, porque, de paso, le dejaré dicho que el General sigue comportando un brujo por asistente y en él sí es de provecho 379 atender su consejo. El brujo que me tienta viene a mi desde mis culpas, desde mi oficio de entonces, me viene desde las culpas de todos los de nuestro oficio, señor Reed. Qué sino exorcizar la historia se venían proponiendo los intelectuales de las luces en tratando de hacerla pensante, razonada, inspirada y explicable. Lo que hacían era embrujarla muy claramente de claridades que no tiene, de poderes de rectitud que le faltan, y, claro está, debían morirse como el Descartes en Suecia, un tipo que razonaba así debía morirse de frío, y no se atrevían a algo más próximo aunque más difícil, no se atrevían a liberar al hombre. La ciencia se daba pistos de irse cada vez más lejos, pero el dogma de la ciencia no consigue sino alarmarnos de más grandes conjeturas, nos acercaba al último capítulo sin explicarlo y nos abandonaba en el aire como si no hubiera avanzado un paso. Cuando avanza sobre nosotros y nos sobrepasa, nos deja murmuraciones de magia. Nunca hemos salido, señor Reed, de la magia. ¿Cree, usted, acaso, señor Reed, que alguna vez saldremos?. No, señor Reed. Los brujos no retornan. Los brujos están. Un sistema como el del General no se consolida sino por concurrencia de la magia declinada a supersticiones. A su lado, yo era un brujo triste, buscándole respuestas 380 apropiadas en los oráculos de su perpetuación, o a los de mi propia defensa, a sus turbadas justificaciones, o a mi propia justificación. Brujería a su cuenta, componiéndole su cristalería ideológica con los residuos estropeados de mis latines. Y por ahí andaba mi pánico, los de mi impotencia para otro destino. El pánico que nos toma cuando nos deshacemos o nos deshacen, un pánico para el que no es suficiente Dios porque creer en El es confiar en un orden, y para este pánico están lejos todos las órdenes. Este pánico nos deja en el vacío y lo poblamos de qué, le diré, de voluntad primera de dormirnos en una fábula y por ella recogidos y esperando que ella nos provea las presunciones de una fatalidad a nuestro gusto. O sea brujería. Y esto se lo estoy diciendo, ahora, para que no suponga que el tiempo les mejoró la suerte a los de nuestra vocación o naturaleza. Siguen siendo brujos, brujos tristes, aplicando en las agencias de publicidad sus esmeros, brujeriando al consumidor a cuenta del manufacturador, o armando novelitas con los excitantes que prefiere el consumidor brujeriado. La magia negra está en las páginas de avisos de los periódicos. De la mecánica de nuestros días a la cábala de ayer hay un paso, un paso sucio que nos devuelve torpemente 381 a los misterios. Vea las ciudades, se están volviendo laberintos, pero laberintos cuadriculados, torpes. Me acepto brujo y así me entretengo para no demorar a la muerte. Ayer tomé copas baratas en el botiquín del puerto antes de que llegaran los turistas y a la mesonerita le busqué la suerte en las pestañas: un caudillo carlista pasará desterrado, te irás con él y compartirás su reino. Se me rió sin desprecio. Me entretengo, le repito, para no demorar a la muerte, por si pudiera favorecerme cuanto antes mejor. El pueblo arrea sus enfermedades y cuando muere no lo es de una sola, sino de todas juntas que se le han venido conviviéndolas, pegándoseles a la dureza de su piel como cortezas de árboles viejos llovidos y con lentitud de mucha muerte cuando ya descuajados, y alterándoseles, digo también, las sangres con herrumbres que lastiman y protegen, pues me imagino que sean las tantas enfermedades riñéndose entre ellas las que tratando de aniquilarse unas a otras terminan por proteger al cuerpo que lastiman y por vivir ellas le postergan a este la muerte, y así me presumo que vive el pueblo de puro enfermo, enfermedades que se arrea el pueblo son de vuelta y media por lo menos, quiero decir no se muere ahí de la primera vuelta. 382 Así, para mí, son juegos de mis culpas, remordimientos y justificaciones los que me alarga en años y me voy muriendo a poco de muchas razones, pero todas ellas juntas no me dejan morir, demorándome, sin pena ni gloria, viviéndome a desgano las pequeñas muertes que pude tener y no acercándome la muerte grande liberadora. Para mi ahora es más tarde que luego. No quisiera que el luego me pretexte para animarme a vivir. Acepto que ya es tarde ahora mismito y si fuera yo autor escribiría complacido que el personaje desapareció por el foro con pasos que los espectadores entendieran que los son para nunca más volver, pero esto yo no lo escribo, pues cuando soy el personaje tengo tan poca decisión como cuando le escribía al General. Ni aquello fue mío, ni esto lo es. Para tanta nada estoy siéndome tarde, más tarde también que ahora y sin un luego para qué, que este uno, solo, viejo y deshilado me es menos que mío, arrastrando degradada sombra, a la que miran sin piedad los mendigos de los barracones del puerto, sin piedad y reproche los mesoneros de los botiquines nocturnos. Mis viejos poetas, señor Reed, me han mentido mucho sobre el crepúsculo, o esto mío está más allá del deslímite que le creían soñar, más cerca de algo que no quisieron imaginarle. Esto es muy 383 encerrado, nunca rimado, ni acordado, se le escapan las grampas de las consonantes, se le quiebran todas las laderas de las asonancias. Es una metáfora que perdió sus puentes y equivalencias, que no regresa, luna borrada, ya me llevan las barbas, no yo a ellas, ya me enmascara ese infierno de bochornos prendidos a la piel que ha endurecido menos que la conciencia y sabe como ofensa de humillación al fresco liviano de las madrugadas, porque a toda mi piel le tengo hecha noche, anticipo de mortaja que le faltara a mi cadáver. La muerte me llegará sin ninguna de sus cortesías, si, por esperadas, las hubiera y me rendirá como fue la vida, un robo que consentí, al que me presté, que dejé hacer, que le hice. Los azares de la seducción de la muerte no me llegan. Soy un marginado también de ellos. Ufánase la muerte en cargar con mozos y mozas bien dispuestos para vivir, y más aún con aquellos en quienes interrumpe una obra a punto de iniciar. La muerte seduce a las mejores oportunidades. Por ahí andan su puntualidad y sus prisas mientras se demora en los residuos que nada agregarán a sus prestigios más que deshacerse a insignificante rutina. Cuánto dura esto. Cuánto tarda ella. Me azotarán las espaldas por adulador los látigos de los 384 demonios encornados en la segunda fosa del octavo círculo, con golpes que me hagan saltar de piernas desde el primero. Otros demonios, no menos justicieros, no me partirán por mitades desde la nuca al ano, porque yo no sembré escándalo, ni fue divisionista ni cismático, me dejarán conservar mi figura, que es todo lo que procuré que me dejaran hacer en la vida. La Gaceta Liberal, acaso, avise: Se murió el exsecretario del General. No me moriré solo como se mueren los más, como todos se merecen morir de por sí. Me moriré añadido a él con muerte chiquita añadida a la suya, me muero doblado como viví. Mientras tanto, pido a Dios muy poco que, tal vez, sea mucho, pido la gracia de no darles susto a las palomas. Quien como yo estuvo tan llevado por los miedos, desea no ser motivo de miedo en la plazuela cuando el sol las trae y me les acerco con las migas de mi pan duro en la mano abierta. Si me escucharan no sabría qué decirles porque mi voz se va hacia atrás, hacia los recuerdos. Las miro por si me vieran, con ojos de inservible inocencia, heridos de complicidad y misericordia. Sólo deseo, y Dios mío lo haga posible, no asustar a las palomas. 385 En mis vaciados días me llegan las horas últimas de la tarde con la pesadumbre de que otra jornada no me fue jornada y se me hielan mis tan solas sangres en desuso y sólo atino a correrme a la esquina en donde los que tienen algún lugar a donde ir esperan en fila a las guagas. Me pongo en la fila y avanzo con ella cuando las guaguas los cargan a su destino, pero, yo, que no tengo ninguno, que no soy pasajero hacia ninguna parte, dejo paso a los que siguen y me vuelvo hacia el final de la fila y otra vez avanzo y cuando me corresponde otra vez subir a la guagua dejo paso al que me sigue y me vuelvo al final de la fila otra vez y tantas, que es lo que me ofrece, señor Reed, una pequeña compañía, sensación de saberme relacionado por unos momentos siquiera con otros habitantes de este mundo, cerquita yo de ellos, pero tan indiferentes ellos hacia mi como para ni reparar en mi extraño comportamiento de no tener adonde ir. Válgase, usted, señor Reed, de mis tristes sucedidos y consideraciones que lo son de hombre póstumo, tanto se lo explicaré mientras me deja darle paso a estas cosas tan de antes y avisadas, de hombre póstumo, me digo, puesto que me sé, y, usted, lo ha venido sabiéndome, una sobra de 386 hombre, no por haber gastado vida y quedarme el resto, sino por adaptar la poca que he usado a los usos más cercanos y serviles en que, adaptándome, me sobraba el todo grande, desocupado, sobrándome todo lo que no gasté, lo que es muerte aceptada antes de hora, tanto sobrevivirme sin vivir. Y sobre esto tengo aplicables consideraciones a lo que será el hombre en cuanto sigan entristeciéndolo las amputaciones en los brazos, meditaciones mutiladas y calendarios vacíos, como en mi han sido, y veo que lo mío no es solo mío, veo que, de adaptarse, hacen los hombres su regular faena y al levantarse se procuran saber, preguntándole al cielo, cómo será el día, sin proponerse que el día sea como ellos quieren, día de aprovechamientos abiertos, en lugar de cerrase a como el día se les da. Bueno, bueno, de lo pueril que le digo, quiero ir diciéndole que si el hombre se adapta a los presentes no hará ejércitos que vuelvan a cruzar las cordilleras, ni derecho tendremos a envanecernos de que los abuelos de antes lo hubieran hecho, y otra vez pueril, señor Reed, pero necesario para mis vergüenzas que no solo mías, a mí y a muchos otros se nos venía el día con ándale a saber con qué humores se habrá desprendido de la 387 cama el General para saber con qué medida de su humor me le presento, nos presentamos, y así, por así, bajitos, se nos achican los días de condicionados a los que nos declinamos y se nos van de desusadas las ganas, y las cosas de utilidad pequeña avanzan sobre nosotros y nada de querer acercarnos siquiera a las cosas de utilidades diferentes, que son del otro mundo grande que, cada vez más lejano, nos sobra, mientras nos inutiliza este mundo chico del que somos una inmensa sobra de hombre sin uso, resto de la adaptación. Y así, por así, se nos mueren los dos mundos, el grande por lejano y no merecido, y este pequeño por ser una nadita de vanidades habituales, de merecimientos cortos, y que nos afloja las últimas ganas y nos deja sobrevivientes de pequeñas muertes. De sobrarnos el mundo grande, somos sobra del mundo pequeño. Póstumos. El hombre como precadáver. Yo digo que moriremos todos, todos, por desmerecidos y sobrados, los ríos no nos darán sus peces porque no nos resolvimos a preservar la pureza de sus aguas, los montes no purificarán el aire porque los habremos descuajado para pequeños usos presentes, la tierra se nos cerrará de fatigada y no nos repondrá la comodidad de adaptados sin más previsiones que las del día que se nos va, oscuridades 388 de aldeanos, señor Reed, de aldeanos en grandes ciudades, que se aterrarán advirtiendo que ya será más tarde de lo que suponían, otra raza de seres vendrá a poblar y aprovecharse del mundo grande que no hicimos nuestro, el mundo que nosotros no saqueamos. Pienso en Juan. Juan es hierro, yo soy madera; hierro, él, que se resguarda en el mismo centro de la tierra y excavado no hay fragua en el mundo que lo envejezca y le reduzca su severa consistencia; madera, yo, que se la encuentra fácil, descubierta, y que las manos la trabajan para cualquier uso y beneficio sin excesivas aplicaciones de fuerza, y que sirve, al final, para hacer calor en cualquier hornalla o fogata, que, al cabo, es manera de salvarse de morir picada y podrida, deshaciéndose despacito de humedades, disolviéndose rugosa, empobrecida; él, hierro, al que sólo el martillo del mismo hierro y tenazas del mismo hierro y los brazos de hierro de los herreros son capaces de darle tratamiento a favor de todos los fuegos de las fraguas, como no los necesita la sumisión de la madera; yo, madera, repito, pasajera; él, Juan, hierro duro y durable más allá del potro de tormento que le dieron por fragua. Juntos bebimos los mismos vinos primeros, pero para él el vivir y el morir, si es que ha muerto, fue, 389 es, la aventura que no fue para mi. Yo me quedé sin saber lavar las palabras y sólo me consiento a las últimas preguntas. ¿Cuándo la audacia, Juan, cuándo la audacia, señor Reed, será honrada?. ¿Cuándo la audacia tome buen camino y no sea pieza de exclusivo abuso del atajador de caminos, dueño de los pantanos, alférez tramposo, oradores vacíos, canónigos en lujuria, comandantes en codicia?. ¿Cuándo esperanza sin coartada?. ¿Cuándo hombre sin miedo?. ¿Cuándo día sin costos tristes?. ¿Será cuando naturaleza e historia empujen al mismo tiempo?. Cuándo, digo, y no sé yo cuándo todavía y no lo sabré ya por muerto antes de muerte. Como si vengara a mi memoria, quiero decirle que ese muchacho que lo acompaña, señor Reed, me recuerda a Juan, todos los muchachos, es un decir, me recuerdan a Juan. Como si fueran, digo yo, o se me hacen, o son, los hijos de Juan. 390 Carta de Juan Ron, con razones y circunstancias Le debo, Dardo Cúneo, el por qué haber puesto en sus manos los papeles de John Reed, que acaba de leer. Es tan ocasional como nuestro encuentro en el aeropuerto de Stanford. Hablamos, naturalmente, de libros a pocos pasos del stand de los best-sellers, ofrecidos con la publicitaria caparazón de productos de rápido consumo. "Los leo a los cinco o más años de haber aparecidos, si es que sobreviven", le escuche decir. "A no ser —agrego según recuerdo fielmente— que me propusiera computarle índices a la inmadurez contemporánea". "¿Y dónde encuentra madurez si el objetivo de la lectura es ir por ella? También recuerdo su respuesta. "En relecturas, especialmente de viejas utopías, confrontadas con las variaciones de la 391 realidad y en la literatura marginada, en la literatura proscripta". Y le entusiasmó avisarme que en su maletín llevaba una pequeña colección de revistas disidentes, de muy escasa circulación, que aparecían de forma mas o menos regular, en los Estados Unidos, colección que le había preparado su amigo Harry Kantor, profesor de ciencias políticas en Gainsville y que, en esos días pasaba a enseñar a Chicago en la misma Universidad en que hiciera sus estudios, costeándoselos como cartero municipal. Y cubrimos el tiempo que faltaba para su combinación con Nueva York en viaje a Amsterdam, donde ocuparía un mes largo entre libros, periódicos y folletería del Instituto Internacional de Historia Social, de Herengracht 262, comentando los poderes perdurables de la utopía y de la literatura marginada, de la literatura proscripta. Lo que me decidió a confiarle estos papeles marginados, proscriptos, de John Reed por si quisiera darles aplicación. La historia de ellos sólo Raúl Nass y yo podríamos contarla. John Reed sobrevivió varios años a las notas necrológicas que adelantaran el esmero, exageradamente puntual, de los redactores de la prensa estadounidense y de la prensa oficial soviética. Un error de fecha es lo 392 menos que puede ocurrirle a la expansión de una leyenda y a su interpretación por el periodismo. Pudo, tal vez, haber actuado aquella impaciencia como comodidad de descontarle a la escena un testigo y comentador molesto, fácil acuerdo de consagrarlo como muerto ilustre a cambio de no tenerlo al lado. Se le concedieron, claro esta, las cuotas necesarias de prestigios póstumos, nada mas que las necesarias, para despedirlo en oportunidad que favorecía, al mismo tiempo, a su leyenda y a aquellos a quienes esa leyenda importunaba. Los rápidos homenajes no dieron tiempo al desmentido. John Reed compartió —yo diría que aceptó de buena gana—, su consideración de alejado, de rescindido. No estaba, de ninguna manera, a disgusto detrás de las líneas de sombras en que había perdido su identidad para el resto del mundo. Lo que vivió desde entonces quedaría sin cuento y cuenta a no ser por aquel Raúl, por este Juan y estos papeles que están en sus manos. Los años imprevistos en los comentarios necrológicos los viajó John por países de América Latina y todas las señas posibles lo dan por muerto, definitivamente, en Panamá, corrido por la fiebre amarilla hasta un común osario de cementerio interracial, cosmopolita. Por un juego de coordinados azares que no 393 enumero, porque a la lógica del azar se le acepta únicamente por sus consecuencias, se me dio la suerte de acercarle mi compañía y saberlo en aquellos momentos de su proscripción, de su no computada vida. Era yo el muchacho mestizo, apenas poco más que quinceañero, más que de mi casa pobre hijo del caserío y sus veredas, crecido a campo o a arrabal, con sangres entreveradas de abuelaza parda y viejo abuelo hindú, muerto en la construcción del Canal, padre criollo de tierra firme y madre islera. Era yo el muchachito que le llevaba la maleta a aquel muchacho rubión, caminador y preguntador. Raúl Nass tenía otros motivos de mejor amistad, Su tío Federico había sido compañero de John en el Club Socialista de la Universidad de Harvard. Raúl, que regresaba de seguirle un curso de Derecho Penal a don Luis Jiménez de Azúa en la Universidad argentina de La Plata, coincidió con John en las circunstancias indocumentadas del viaje al sur y su regreso en camiones de cargas locales, vagones de cola en trenes de trocha angosta y a cremallera, barquitos de aguas costeras y cabalgaduras prestadas, travesía que ocupara no menos de año y medio entre lluvias de la selva y lloviznas de los litorales marítimos, plomizos altiplanos, eternas aldeas indígenas, 394 ciudades con trazas de suburbios y suburbios coloniales de ciudades creciendo, escalas preferidas que alentaban las demoras en quienes no tenían por qué llegar a hora fija a ninguna parte. La notoria vocación de mago que siempre obraría en Raúl, se aprovechaba en parlotearle espaciosamente a las mujeres de los ensimismados mercados indígenas, procurando respuestas a ciertos enigmas que le mordían la claridad de su alma y consiguiendo que le hicieran regalo de los pasadores de sus trenzas, de los que hizo seleccionada colección que, sin duda, conservara su hija, Dona Rosita, en su quinta caraqueña llamada La Firenze. Empecinado en sus hábitos, John tomaba notas y desarrollaba juicios en libretas que quedaron entre los mínimos bienes de su poca necesidad y que cabían cómodamente en una maleta. El viaje nos devolvió al Caribe. Yo habla hecho, como se dice, mi experiencia, que mucho había sido lo visto y en especial lo oído por el fácil maletero, y de ahí me viene lo que me sé y me está sirviendo por venirme de John, de Raúl, de estudiantes de Córdoba y Bogotá, pescadores en lagunas altas y riberas bajas, apristas cuzqueños lectores de Waldo Frank, profesores desterrados de aquí a allá, periodistas desterrados de allá a aquí, titiriteros y saltimbanquis de plazas 395 y caminos, feriantes y folkloristas, artesanos y herreros comarcanos, gente de diversa índole y compartida alma. Mientras tanto, yo aseguraba que los papeles de John no quedaran en posadas de mala muerte, fondas de indios ladinos, pensiones de estudiantes y estaciones ferroviarias. John murió cuando así caminando a América Latina se le hacían ganas de no morir para seguir andándola, viviéndola. La maleta no podía quedar sino en mis manos. Raúl ayudó mis trabajos de ordenar los papeles y de ahí el orden con que usted leyó el último reportaje. Se lo alcanzamos al jefe de redacción del Saint-Louis Dispatche, señor Babbit MacCarthy. Los devolvió: Este John no sabía ya en qué perder su tiempo. No hay razón para que se lo hagamos perder a los lectores. Reed dejó hace mucho tiempo de ser noticias. A pesar de nuestra buena amistad con Bertrand J. Johnson, del Christian Science Monitor, de Boston, y de Anita Von Kalher, de France Press, de Washington, preferimos volver los papeles a la maleta hasta hoy, que están en sus manos, con los cuidados sugeridos por Raúl Nass de indicarle a la imprenta el uso de la bastardilla para aquellos párrafos que en el relato del secretario provienen de documentos 396 y pronunciamiento de variados protagonistas de la historia de América Latina. Ahora, deseo seguir hablándole de John y sus alegrías de pasajero juvenil. Ni suma de reveses ni diversidad de andanzas le habían quitado su apresto de estudiante, la anchura de sus días y sus noches. Sus ojos seguían dando cuenta de su voluntad adiestrada para saber al mundo con la buena fe que tanto le sobraba como para inocentarse en suponerla igual en amigos y opuestos; mirada, por lo tanto, desagazapada detrás de los cristales que le reducían la rústica torpeza de miope. El mechón, blanqueado sobre la frente, le hacía de banderín de su conciencia, deshabitada de fantasmas. Soy, me decía, un viejo muchacho socialista. Me es posible recordarlo en su cercano alejamiento, en serena soberbia de su humildad. Creo que era hombre cumplido. No le molestaba la soledad, a la que no dejaba que le enfriara los huesos ni le quitara la tierra debajo de los pies. No dejaba que sus fracaso se le borronearan en tristezas resentidas. Su último fracaso, en su primera vida, le llegó por haberse andado en lo que no era propiamente de su oficio. Por algo más que comedido había 397 hecho las veces de agente político-financiero, o, dicho en mejor manera, de gestor histórico. La iniciativa había partido del señor Vladimir llich Ulianov, vecino de Moscú, persona de mucho prestigio pero de ya declinante influencia en 1os círculos gubernistas de su país, quien lo solicitó a sorpresiva misión: No se amole, señor Reed, ni tome esto como ningún desconcierto. Lo sabe, por las mismas crónicas que usted ha escrito, que no me gasto en distracciones. Acompáñeme a mirar hacia adelante. ¿Cómo nos quitaremos es cerco de estados burgueses europeos que no se atreven dejar de ser definitivamente feudales?. Sólo veo una manera: entendernos desde ya, ya mismo, con los Estados Unidos. ¿0 es que vamos a esperar cincuenta años de costosos desentendimientos para entendernos? Ya casi hace un siglo, en 1835, y como si fuera hoy mismo, el muy bueno de Alexis de Tocqueville en su anuncio de modernidades que hace en La democracia en América advertía y advierte, y se lo digo con sus propias palabras: "Hay actualmente sobre la tierra dos grandes pueblos que, partiendo de puntos diferentes, parecen adelantarse hacia la misma meta: son los rusos y los norteamericanos". Y agregando esta visión, escuche bien: "Cada uno de ellos parece llamado por un destino 398 secreto de la Providencia a sostener un día en sus manos los destinos de la mitad del mundo". Después de la guerra, los Estados Unidos han dejado de ser país deudor para ser más fuerte que toda la Europa que nos riñe desde sus ruinas, sacando de entre ellas la roña de los ejércitos blancos. Allá no concurren condiciones objetivas ni subjetivas para el comunismo. ¿Por qué habríamos de dejar sin sepultura el cadáver de nuestra ilusión, de nuestra imposibilidad?. ¿Por qué nos habría de molestar ese cadáver para entender que nuestro mayor enemigo puede ser, a la vez, nuestro mejor aliado?. No se olvide, amigo Reed, de este vuelo dialéctico: coincidentia oppositorum. Se lo aprendí a Nicolás de Cusa. Esto es dialéctica. Usted me entiende. Nunca me entenderán los babosos de este lado, los simplificadores de la revolución, tan contrarrevolucionarios como los babosos de la contrarrevolución en el otro lado. Me abruman aquí, me desesperan, los presuntos dialécticos que suponen providencial a la tríada que nos prestara Hegel, este Hegel que nos ha hecho tanto bien y tanto mal, diría yo más mal que bien, ese Hegel que no se enteró que existía América, y esto que ahora le digo, nada hace para 399 llegar, con puntualidad de buen servicio humano e inteligente, a la necesaria síntesis. Más absolutistas que Hegel como funcionario prusiano, delegan en las previsiones del sistema la confianza que les falta en sí mismos, se pierden por ahí en vías muertas, por donde se toman vacaciones los sentidos apremiantes de la historia. Entre la tesis y antítesis ellos instalan una tierra de nadie para la confusión y el estancamiento, donde los fuertes no tienen manera de forzar la historia, donde los débiles de cualquiera de los flancos implementarán la suplencia de los mitos y los comisarios darán órdenes de retroceso con el aplauso de los sofocados. Esta gran cobardía, esta gran cobardía, amigo Reed, costará sangre, mucha sangre, guerras totales, décadas de remisión de culpas desde unos hacia los otros por los dobles circuitos del crimen ideológico y la deshumanización tecnológica, allá y acá, entre ustedes y entre nosotros. Y esto ocurrirá, amigo Reed, cuando todo está a la vista, a la mano, para que no nos falte la certidumbre del audaz paso seguro y sorprender con una gran coartada que a la historia le puede crear el genio humano, para que ella no se debilite en enfermizas paradojas. Pero, lo más difícil para el hombre es responsabilizarse de la certidumbre y prepararse sorpresas. Lo 400 mas fácil y no sólo entre los intelectuales, es mortificarse entre expectativas ahogadas. Lo más fácil es la intransigencia y el suicidio, es decir, la demora, como si ella no habrá de costarnos más, seguramente muchísimo más que la audacia revolucionaria de los acuerdos, tan pronto estos acuerdos sean posibles para darle oportunidad y sentido a la historia, para asegurarle salud a la ideologías y humanidad a las técnicas. De lo contrario, nada nos salvara, ni a ellos ni a nosotros. El crimen ideológico y la deshumanización tecnológica centrarán la historia a medias, la historia mutilada, en lo que resta del este siglo, si no apresuramos, si no forzamos una síntesis audaz usted dirá insólita, en estos pocos años que nos quedan antes de que la tierra de nadie lo sea del crimen y la deshumanización. Si así no fuera, sabe Dios qué si es que Dios existe y su existencia le confiere poderes de adivinación. No olvide, amigo Reed, el futuro inmediato podría ser de ustedes y de nosotros. Debe serlo. Nosotros romperemos el frente de agresión de estas babosas burguesías europeas contando con la alianza del mayor poder capitalista del mundo. Y ustedes podrían demostrar que son mucho más inteligentes que los babosos europeos, invirtiendo capitales y experimentando técnicas en 401 nuestro inmenso país. Lo tenemos que hacer. Lo tenemos que hacer. ¿O vamos a esperar a que se vean forzados a hacerlo los nietos de Wilson y los nietos de Lenin?. Haciéndolo ahora ahorraremos al mundo vaya a saberse de cuantas desgracias. La primera inteligencia del revolucionario es prever y componer previsiones, aunque los radicales infantiles lo infamen de traidor. Además, amigo Reed, debo decirle que a mi me gustan los pueblos atropelladores como el suyo. A Marx también le gustaban. Vaya y dígale a Rockefeller que venga con su banca a instalarse en una esquina de la Plaza Roja. Tal vez le digan a usted agente de Wall Street. A mi ya me lo están diciendo. También me dijeron agente alemán. No tenga en cuenta lo que le digan para sujetar sus propósitos. Los que no han sido nunca infamados de nada, no han servido ni sirven para nada. Vaya. Ayúdeme. Ayudémonos. Que estamos apoyando a la historia a cumplirse adecuadamente, a anticiparse. Me duele la cabeza, me duele la cabeza, siento como si en ella se golpeara la irresponsabilidad de los de acá y la de los de allá, como si me invadieran los oídos las voces de los monstruos que creímos vencidos, como si me abrieran las venas, reventadas. 402 John Reed hizo lo suyo. Rockefeller le contesto: Necesito varios años para estudiarlo. John le comunicó al señor Ulianov: Misión imposible. El señor Ulianov le contestó a Reed: Usted y yo intentamos lo que correspondía a la vital historia. Le agradece y saluda su amigo. Ese fracaso lo agobió como si la opción de una gran felicidad se le hubiera escapado de las manos, haciéndosele sosiego el haberle andado a la historia solamente como cronista cuando había intentado entrometérsele como gestor. Ese fracaso le fabricó la consideración melancólica de la historia, consideración que quedó desordenadamente apuntada en un cuaderno titulado Criterios y mecánicas residuales de la historia, y a la que me atrevería a resumir para usted, así: La historia ha venido optando por lo menos, gran sacrificadora de lo mejor; ni acumulativa ni selectiva, se viene haciendo de destrucciones; sus períodos 403 menos destructivos corresponden a sus primeras culturas, a su historia inocente y afanosa. Pensemos en la gran fiesta que hubiera significado si a los preservados griegos se le hubieran sumado los mayas americanos. Qué extraordinaria historia universal hubiera amparado al hombre. La historia, en cambio, resultó —resulta— la muestra inversa de las posibilidades y expectativas del genio humano; demora y fragmenta a este, lo paraliza a mitad de camino de sus significados y hazañas: y el hombre acepta aplicar la pequeña cuota de decisión que le otorgaron —y le recelaron— los dioses de la historia en qué otra alternativa que limitar, en reprimir sus circunstancias, en llevar sus pasos hacia su propia negación: historia de las oportunidades perdidas, el resultado menor de lo que el hombre pudo ser y hacer: domesticadora de los desafíos del hombre, mutiladora de la índole del hombre. La historia es, en definitiva, de naturaleza antiprometeica. Los hombres, sin embargo, se han consolado engolándola; lo que en ella consagran no es sino el escalón de los confusos sentidos de sus descensos, es decir, el éxito, no la victoria, el éxito dentro de los márgenes menos comprometidos. En esa historia los hombres han inscripto, trocados, los signos de la utopía en libros de 404 contabilidad menor. Esa historia contable es un depósito de las devoluciones de la voluntad desbaratada, de los augurios derrotados; vale como archivo de enunciados fallidos, cementerio de utopías, gran perdedora. La historia es una ajada anciana que, de vez en cuando, delira desde su vientre vacío, desde su alma estéril, por la caricatura de un personaje que la humille. La conciencia de la historia, si la queremos entender como la conciencia alertada de posibilidades y expectativas, no vive en ella, si no alejándose, desterrándose de ella, midiendo las disminuciones, las humillaciones. Esa conciencia de la historia corre a los libros. El hombre esta mejor en los libros que en la historia; en ellos rescata su genio desahuciado, sus sueños destruidos. La historia valida es la historia del pensamiento. Cuando era muchacho, apenas algo más que adolescente, apuré a largar los libros para meterme en la realidad, buscando liberar mis ansiosas energías en ella. No me faltó oportunidad para creer que la realidad tenía por encargado el de liberar las energías y las ansias de los hombres. Fueron momentos, momentos anárquicos y lúcidos para mi vida. Inmediatamente, después , supe que la realidad, en su dimensión de proyecto liberador, estaba mejor en los libros de 405 elevación utópica. En esos libros, el hombre es un hombre. En la realidad tiene otras apariencias de confusión, de disculpas, de aceptaciones, de mutilaciones. En esos libros un hombre con todo su mundo de cargas unánimes anteriores y futuras, sucesivas y simultáneas. En realidad, ¿qué es un hombre sino lo que queda de los hombres en los libros? Al cabo de las realidades que viví y de las que dejé testimonio sin arrepentimiento ni renegación, vuelvo, melancólico, a vivir en los libros, en Montaigne, en Walter Bejamin, en el Balzac de La pequeña obra maestra, en el Diderot de El sobrino de Rameau. Es la última prueba de mi independencia, de mi soberanía. Para saberme quien soy me voy a la historia del pensamiento, a la historia de las utopías. Es mi personal camino de salvación, de esperarme en un mañana que, sin duda, llegará tarde, no me llegará, pero en el que me anticipo a alojarme; ya me he alojado, serenamente alojado, sin resentirme de nada, no dejándome morir de vaciedad, de medias verdades humilladoras, de mortificaciones convencionales, de muertes exitosas. 406 En otro cuaderno, titulado La moderna perduración del reportaje, dejo apuntes para coordinar consideraciones de justificación, elogio y augurio sobre su propio oficio. Hago resumen: No creo ser el primero, y si lo fuera será porque quienes debieron hacerlo han quedado en demora, en dar avisos sobre la insalvable crisis de la novela. Nunca escribiré una novela. La novela es un género burgués. Comienza mi rechazo hacia ella en no adherir, yo, trotamundos sin frontera territoriales, a las clasificaciones con fronteras de la creación literaria. Hace tiempo que el italiano Croce se negó a distinguir ese orden de apariencias y el español Unamuno lo negó en tentativa integracionista a favor del conjunto novelapoesía. Se le atropellaba su proposición en el prólogo de Amor y Pedagogía: "... el sentimiento, no la concepción racional del universo y de la vida, se refleja mejor que en un sistema filosófico o que en una novela realista, en un poema, en prosa o en verso, en una leyenda, en una novela". Retenga el lector estos términos: sentimiento, poema, novela. Seguía atropellándose Unamuno, desbaratándole fronteras a los géneros: "… entre las grandes novelas —o poemas épicos, es igual—, la Iliada y la Odisea y la Divina Comedia o el Quijote y el Paraíso Perdido y el 407 Fausto, también la Etica de Spinoza, la Crítica de la razón pura de Kant y la Lógica de Hegel y las historias de Tucídades y de Tácito y de otros grandes poetas historiadores, y desde luego los Evangelios de historia de Cristo". De ahí, la alusión de novela para Del sentimiento trágico de la vida: "novela también". Para el argentino Domingo Faustino Sarmiento, personaje requeteadmirado por Unamuno, novela son la Biblia y la Iliada. No necesario para el caso que tal novela tenga plan de enunciación, desenvolvimiento y desenlace de acción humana, ni orden cronológico, ni leyes de principio y fin. Tal novela recibe el sentimiento y sus gestas sin calzarlo, sin someterlo, sin imponerle reglas. Toda gran exteriorización de sentimiento y con ello de profecía, es novela. Pero tal consideración corresponde a una visión muy siglo 19, precisando que el siglo 19 se repliega, termina, cuando se abren las trincheras de la guerra del 14, su hija y su gran negadora. Dejemos dicho, frente a sus cenizas, frente a la inmensa crisis que desata, que cada época tendrá sus propios derechos a la adecuada reclasificación de los instrumentos de sus culturas; cada genero o el conjunto de ellos tendrá en cada época sus propios derechos a establecer sus centros y sus 408 distensiones, es decir, el derecho de deliberar el destino sobre el cual quiera presumir. No existen, felizmente, condicionamientos a perpetuidad; sólo los relativos y referenciales a los climas de época. En atención a estos criterios, aceptemos de buen grado concederle a la novela la anchura que el siglo 19 le concedió y en la que pudo multiplicar sus poblaciones y generalizar sus cometidos. La novela tenía su clima de época, sus leyes, sus obligaciones. Por su ancha naturaleza se facilitaban en incorporarse todos los antojos del camino. Lo importante era —y, acaso, siga siendo— la legitimidad de esos antojos, o, más precisamente, que ellos sean representativos en dos sentidos: en su originalidad y en su relación, entendiendo, paso seguido, que es la relación entre expectativas de sus realidades, de sus circunstancias quien le procura la originalidad. Todo lo otro, me atrevo a adelantarlo, sería plagio, un plagio reiterado. Cuando la novela interpreta al individuo y al conjunto de individuos en sus conflictos de intimidad agónica y en sus conflictos de comunicación y de expansión igualmente agónica, en que se comprometen los pasos de su sociedad; cuando la novela es el hombre y el otro del hombre y su país real y su país deseado y su sociedad desafiada y el desafío de su sociedad; 409 cuando la novela es la crónica potencial o la caricatura autocrítica; cuando se le suman todos los tiempos del recuento y sus posibilidades; cuando es relevamiento de causas comunes y juego de ideales (palabra en desuso, mal desuso) individuales y colectivos; cuando la novela es todo eso, que otra cosa es que una nación en marcha. Pienso en la novelería homérica, en los padres Balzac, Dostoievski, Dickens, Tolstoy, y pienso en Malraux. Acaso, éste sea el último en la serie de los grandes novelistas del siglo 19. ¿Qué son las novelas de esos padres? Movilizaciones generales. La escena es el país, su sociedad en su conjunto, en plan de expansión de sus propias levaduras de toda índole y de respuestas a las fronteras represivas, incluso, claro está, a las fronteras del género literario que les servia. En Malraux se altera la nacionalidad de la escena porque la última visión que nos deja el siglo l9 no se ciñe a las fronteras nacionales; su movilización se extiende con el juego de los ideales y los asientos de la acción en el doble territorio de época agónica en un extremo opuesto al mundo europeo. La novela, así, tiene mucho de informe, de informe de intérprete o protagonista, de informe de primera, mano informe completo, 410 gran reportaje. La novela superaba ampliamente, en esos casos, a la historia, de la que tengo, además, muy mala opinión. La novela era la verdad historia. En ella seguimos aún encontrando lo que la historia había eludido, escondido, negado, desfigurado, falsificado. La novela era matriz de claves. La novela como una gran respuesta y una gran llamada. Por sobre su propia realidad y su propia circunstancia que son, desde luego, pasajeras, seguirá viviendo —y viviéndonos— por su originalidad y sus relaciones de época que, por intransferibles, son escalón de eternidad. Así fue la novela en el período de conformación y ascenso del mundo burgués y sus modernas nacionalidades metropolitanas. La novela: su mejor leyenda, su mejor historia, ¿su mejor poema? Pero, ese período ha terminado, sino históricamente, sí culturalmente. Ha terminado. Veámoslo en las actuales novelas. El antiguo ámbito se ha agostado, aunque insístase llenarlo de préstamos, residuos y reiteraciones. La novela ha quedado sometida a las supuestas reposiciones de la historia, de la pobre historia llevada a versión fraccional de historieta: desvestir y revestir personajes conocidos, volverlos y devolverlos a sus mismos pasos trajinados con variedad de 411 riesgos menores y probablemente con muy poca fortuna. No hay en sus juegos la relación directa con la realidad, con la circunstancia, que haga posible recrearlas, reorientarlas, reinventarlas, que es lo que hace y funda legítima originalidad. Sin esta, apenas servidumbre seguidora, deprimida variación sin destino, incapaz para imaginar los pasos de nuevos asentamientos en medio del caos, incapaz para imaginar nuevos caos, nuevas realidades, nuevas perspectivas. Las novedosas técnicas —no digo nuevas porque no surgen nuevas técnicas de experiencias agotadas dentro de un mundo viejo—, no hacen sino replegar a la novela a pormenorizados ejercicios confinatorios y de disloque; la negarán como gran evidencia. Habrá novelas-pretexto. Ellas no avanzarán más allá de los pretextos de conflictuación lingüística y de conformidad con el resto. Las novelas que han supuesto iniciar un nuevo tratamiento del tiempo, demostraron no saber qué hacer con el tiempo, es decir, con un orden de obligaciones que surgen del orden y del desorden del tiempo. Las alteraciones cronológicas en ese tratamiento son maneras de ahogar a los casi-protagonistas en oleadas de tiempo malgastado, dejarlos a merced de las aguas de inundación, con lo que se declina a descenso bohemio para 412 delegar responsabilidades, descargar los cualquier residuos, desvergonzar a las impotencias, echar a andar rondas de superstición, es decir, rompecabezas sin vuelta de recomposición, encubrimiento de la dilación, autopsia sin diagnóstico. Ni deficiente escritura, ni anti-escritura, no escritura, solamente periodismo sensacionalista en versión para lecturas desarraigadas, bloqueo sensacional de lo ocurrido, el ayer en su única oportunidad de alterada evocación. Esta novela se avergüenza de los sentimientos, o los malbarata. Los teme. Por eso, los degrada. ¿Se debe este alejamiento de la novela a causas que forman parte de los conflictos actuales de la sociedad y de su funcionamiento alienador? ¿O es toda depresión propia del género que no aprendió los procedimientos de un nuevo gran desafío para enfrentar a esa sociedad y fastidiarla hasta hacer que se sepa, que a sí misma sepa y que nosotros, los lectores, sepamos, que hacer con ella? La novela resiste a este destino y se queda, se quedó, dentro del trastornado y suicida ruedo anti-cultural del burgués, alentándose en las variaciones del lenguaje para instalar mortificaciones sin respuesta, enceguecida por no alcanzar significados y pistas mas allá de las depresiones del ruedo desactualizado. ¿Cuáles son los servicios de 413 esta novela? Facilita la reminiscencia, con lo que incurre en los cumplidos de un instrumento conservador. Y vale esto para el este y para el oeste, por igual. En cuanto al este, aunque tengo a la soberbia por pecado torpe y a la presunción por incómoda necedad, sólo para acompañar mis juicios, tiendo esta pregunta: ¿qué otra mejor novela se ha escrito en la Rusia soviética que supere mi reportaje de los Diez días que conmovieron al mundo? El novelista del siglo 19 era un evidenciador en relación directa con sus pueblos; sus pueblos lo buscaban y téngase presente que los analfabetos participaban de lecturas colectivas, es decir, la novela promovía asociación, sociedad. ¿Saben los novelistas de nuestros días cuáles son los términos de su relación con su pueblo, más allá de las pautas de mercado de los editores? La novela era historia del pueblo, historia popular, y el lector se iba a ella con sus expectativas, con sus juicios de impaciencia y de conciencia, con los ideales de su época, con su yo exigente, con su querer hacer y compartir historia. El lector de nuestros días va a la novela para abochornarse con sus cobardías de medio burgués sin destino o de burgués acéfalo, incluso, se solaza con la caricatura de sus anti-héroes antisentimentales. Con su propia caricatura 414 se distraen de su no saber qué hacer entre sus resentimientos, entre sus alarmas, sus miedos, sus aburrimientos. Estos burgueses, precisamente estos burgueses y sus desasosegadas esposas, son los consumidores de la actual novela. ¿Alguien puede decir que lo sean los pueblos? La novela es un género burgués en retirada. La novela, señores, ha muerto. Para hacerme lugar en la época me sirve, como ejercicio de confrontaciones, el reportaje; para buscarle la conciencia nueva a la época me sirve, como guía de atrevimientos, el reportaje; para acercarme a los pueblos me sirve, como vereda ancha de reciprocidad, el reportaje. E1 reportaje toma los sentidos que la novela tuvo en el siglo 19, los sentidos, con lo que quiero decir, los conflictos de época, los debates de la conciencia, la expansión sentimental. Acaso, la más rica condición humana de nuestros días no la encontramos en las monografías-reportajes del médico Freud. El reportaje es el hombre y su mundo aterrado y esperanzado, su mundo cambiando. El tiempo del desprecio, de Malraux, es ya un reportaje. Malraux podría explicar: el reportero es un hombre de acción. Las novelas de Malraux en cuando su autor es constantemente copersonaje, ¿no son reportajes del hombre de acción que el era, reportaje y acta de su conciencia en debate y 415 servicio? Cuando Malraux deja de ser protagonista, cuando abandona la dimensión del novelista del siglo 19 sumado de gestos históricos y acción directa, es cuando abandona al género y se pasa a reportear la alterada perduración del arte y a reportear a su propia memoria. La novela del siglo 19, ya lo venía diciendo, muere con el novelista Malraux anticipando al gran reportero. En esa muerte le nacían los derechos de originalidad y deberes de época al reportaje. Todo lo otro es reiteración a través de juegos que tampoco son originales: trabajo de caballos de noria pateando, invariablemente, los restos de sus excrementos. Estoy seguro que Malraux, desde la lucidez que le confieran los dramas de su acción directa y mientras, funcionario cultural le lavaba la cara a los edificios perdurables, se apartaba del género desactualizado como quien no quiere oler a desperdicios. El reportaje no puede con sentirse reiterativo; será siempre sorpresa, anunciación, desafío. ¿No eran reportajes, desde el sentimiento a la programación del futuro, las utopías? Tomás Moro debe figurar entre los creadores del reportaje. Mi compatriota Whitman era un gran reportero sin plazos, sin días vencidos, sin angustias prorrogadas, sabiéndole o 416 buscándole el por qué a los caminos, ganándose su día si siguiente por las veredas anchas de su país y sus gentes, de la época y sus alteraciones ¿No es un reportaje el Así hablaba Zaratustra de Nietzche? Acaso ¿dónde mejor se nos aparece perdurable el Goethe no es en sus conversaciones con Eckerman, es decir en un reportaje? Lo que el viejo Unamuno entendía, a su hora, por novela, "grandes novelas" o "poemas épicos, es igual", serán, a nuestro entendimiento, reportajes para tiempos nuevos, desde estos días hacia delante. La recomposición unitaria de los géneros literarios en acuerdo a época de violentas disociaciones y tan violentos aprestos de nueva asociación, querrá al reportaje-poema, al reportajeensayo, al reportaje-novela, al reportaje todo eso, al reportaje-síntesis: relaciones de hombre, país y época con las nuevas palabras posibles, letras del hombre rescatando y anticipando sentimientos, sumas legítimas de escritura y acción. Hasta aquí John Reed. Yo lo sigo volviéndome a las páginas que, usted, ha leído y sólo para agregar que la relación del secretario del dictador, que John anotó cuidadosamente, sirvió al propósito de invencionarle un orden 417 de figuraciones sintéticas —un dictador, un secretario, un disidente— a la historia del poder dictatorial en América Latina. El informe del secretario le facilitó a John las claves de una sociedad latinoamericana que no se resuelve a dejar de ser arcaizante a pesar del éxito moderno de sus negocios, o que, precisamente, por eso, para resguardo de ese éxito excluyente, resiste a los riesgos de ascenderse a diferente. En esa sociedad ni enteramente sureña ni enteramente tropical, ni sólo continental ni sólo islera, ni del todo atlántica, ni del todo pacífica, ni litoraleña en su conjunto ni de absoluto confinamiento mediterráneo, el dictador no pertenece a un solo limitado ambiente de región histórica, el secretario no responde a una determina identidad ni en relaciones de tiempo ni de espacio, el disidente no abre cuentas de rebelión inspirado en una determinada tesis ortodoxa. En esa sociedad están presente las supersticiones de los siglos coloniales y excursionan, a la vez, sobre ella los posibles avisos de modernidad en medios y no en fines. Sociedad fuertemente mestiza aún en las apariencias rituales que quisieran negarlo. Felizmente, John ha dispuesto de tal manera los turnos del informe que el dictador no concluye en una figura pintoresca y que, por tal, no reclamaría 418 los costos de la meditación; el secretario no es simplemente el intelectual que desistiera en razones a su servidumbre; y el disidente no es un repetidor de proclamas desde el desconcierto de izquierdas confusas, en permanente estado de derrota, generalmente inactualizadas con respecto a las sorpresivas exigencias del día siguiente. La sociedad y su trinidad de personajes exponen el juego de los numerosos y recargados anacronismos que conducen a los mecanismos de poder y sus falsías. Si John puso imaginación fue para ordenar la concurrencia de la realidad, de manera que no pudiera ser sospechada de intenciosa mentira. Al cabo de tanta historia fallida y de tanta novela en crisis, le escuché decir que sólo la verdad retiene aptitud de sorpresa. Me va a faltar vida, también le oí a John cuando procuraba poner orden en los cuadernos, para meditar los complejos significados de esta trama de poder y mentira. Pero, otros lo harán, otros lo harán. Ya es suficiente para un Reed ayudar a darle concierto al reportaje, con sus implicancias abiertas. A usted, que es un Juan, seguía diciéndome, no se le pierdan estos cuadernos y cuando crea oportuno consulte con Raúl y delos a conocer. Yo no puedo más. Me duele el corazón, me duele desde hace varios años, me duele como duele 419 la difícil esperanza. Y, además, esta fiebre. El corazón no la resistirá, tan lejos y tan cerca de un mundo nuevo, tan lejos y tan cerca de Dios. 420