PORTADA: Duporté. Salvadera (hura crepitans) 1998. (Homenaje a

Transcripción

PORTADA: Duporté. Salvadera (hura crepitans) 1998. (Homenaje a
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PORTADA: Duporté. Salvadera (hura
crepitans) 1998. (Homenaje a
Mackandal). Foto: Steve Winter.
CONTRAPORTADA: Duporté. Girafa
(brassia caudata), 1986, acuarela
sobre cartulina, 76 x 56 cm.
(Foto: Alejandro G. Alonso).
REVERSO DE PORTADA:
Escultura griega.
REVERSO DE CONTRAPORTADA: Collage
textil de Alejandrina Cué.
CROMOS INTERIORES: Obras de
Duporté, la temática deportiva en el
arte de la Grecia antigua y obras de la
serie Baseball de Marlon Castellanos.
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Directora
Luisa Campuzano
Subdirector
editorial
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Consejo asesor
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FONCE
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De sobresalto en sobresalto
Jaime Sarusky | Las vicisitudes de los inmigrantes haitianos
en la Cuba de las primeras décadas del siglo XX.
Cómo hacer que vibre un siglo
Reinaldo Cedeño Pineda | Electo Silva habla en esta entrevista de su infancia en tier ras haitianas y de una trayectoria
vital que le mereciera el Premio Nacional de la Música en el
año 2002.
El «quartier français» de santiago de cuba
María Elena Orozco | La presencia francesa en la arquitectura santiaguera de los siglos xviii y xix .
Duporté en RC
Luisa Campuzano | Palabras de presentación de la exposición Flora de luz, exhibida recientemente en la g alería Espacio Abier to de Revolución y Cultura.
Duporté, pintor entre flores
Reynaldo González | Un acercamiento a la obra pictórica de
Jorge Duporté.
Paulina bonaparte en El reino de este mundo de alejo carpentier
Angela Willis | La autora hurga en fuentes históricas que revelan la transculturación de Paulina Bonaparte en la novela
del escritor cubano.
Retrato a línea
Marilyn Bobes | Entrevista a Reynaldo González, Premio Nacional de Literatura 2003.
El callado tumulto de los recuerdos
Gregorio Ortega | El autor rescata de «las confusiones de la
memoria», lejanas vivencias de su niñez en Unión de Reyes.
Dios... ¿es brasileño?
Frank Padrón | Una mirada crítica a los filmes brasileños
exhibidos durante el xxv Festi val Internacional del Nuevo
Cine Latinoamericano.
En algún lugar de europa
Mario Naito | Muestra alemana en el xxv Festi val Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano.
Acto y contacto de una pasión teatral
Amado del Pino | Conversación con el actor y director teatral
Carlos Pérez Peña.
Índice 2001-2003
Ana Alicia Vázquez (compiladora)
Deportes (poema)
Nicolás Guillén
Juegos olímpicos: poesía y deporte
Elina Miranda Cancela | De Homero a Píndaro, la lírica grie ga
canta al depor te.
Baseball o el ejercicio de la pasión
Fernando Sáez Carvajal | A f inales del pasado año, como
par te de la muestras de la viii Bienal de La Habana, Marlon
Castellanos exhibió en la galería Espacio Abierto su serie
Baseball. Estas fueron las palabras del catálogo.
Pío tai (poema)
Roberto Fernández Retamar
A tiempo
Raquel (Graziella Pogolotti) | Trascendiendo la memoria
(Surelys Álvarez) | A propósito de Juzgar a primera vista de
Luis Amado-Blanco (Gustavo Pita) | Más allá del cine (Luis
Felipe Calvo) | Yo sí creo en la Revolución (Suleidy Peñate
Ramos) | Otro Saavedra de estirpe quijotesca (Erena
Her nández) | Alejandrina Cué, artista cubana, entre sueño y
realidad (Claudio Nembrini)
Vistazos
No. 1|
enero-febrero-marzo
de 2004 | Época V
Año 46 de la
Revolución,
La Habana, Cuba
Cada trabajo
expresa la opinión
de su autor.
Revolución y Cultura
DE SoBrEsAlTo EN
sObReSaLtO
Los haitianos en Cuba
Jaime Sarusky
A comienzos de los setenta, andábamos el fotógrafo Gilberto Ante y yo realizando varios reportajes en Santiago de Cuba y sus alrededores, cuando encontramos a protagonistas y testigos excepcionales de lo que fuera la vida cotidiana de los haitianos en colonias de caña y en cafetales de la provincia de Oriente.
Con uno de ellos, al que llamaremos Nando, establecimos contacto en Barrancas, caserío y colonia de caña próxima al central «Dos Ríos »; y éste , a su vez,
nos presentó en ese ingenio a un carretero que desde viejos tiempos había tenido vívidas experiencias en el trasiego y contrabando de haitianos, pero en territorio cubano. Otro amigo de éstos, bien informado sobre el tema, se sumó al
grupo. Acor damos entonces realizar la entrevista, y ningún sitio y momento
más adecuado que la trastienda de una bodega en el bate y de aquella industria
del azúcar, sentados a la caída de la tarde, bajo la luz triste de una bombilla
polvorienta, ante una mesa donde reposaban la grabadora, varios vasos y una
botella de ron Paticruzao. Sin dudas, sería un buen estímulo para abordar –o
por lo menos evitar inhibirse ante– algunos asuntos escabrosos que serían tratados en el curso de la conversación.
Me parecía que las historias que contaban eran de tal riqueza humana y social
que sólo cesaría el diálogo bien entrada la madrugada. Hoy, transcurridos
treinta años, sigo pensando que estos testimonios merecían ser registrados para
que la memoria de aquellos tiempos de borrascas y humillaciones no quede
atrapada, una vez más, en la tela de araña del olvido. Así pues, a este texto
seguirán otros que narran las tan diversas y a veces inesperadas, insólitas, dramáticas circunstancias, de la que fuera entonces primera oleada y presencia de
los haitianos en Cuba durante el siglo XX.
a inmigración de miles y miles
de braceros haitianos y jamaicanos –es decir, mano de
obra barata en Cuba–, en las primeras
décadas del siglo xx, está estrechamente vinculada a las inversiones y
expansión de la industria azucarera
del país por parte de empresas norteamericanas.
En 1917, durante el gobierno de Mario
García Menocal, se sancionó una ley
que autorizaba «toda inmigración de
braceros o trabajadores» hasta dos años
después de terminada la guerra mundial que se estaba librando.
Revolución y Cultura 04
No obstante, la realidad se encargaba de imponer su propia ley, diferente, por no decir opuesta, a los
designios de quienes la impulsaron.
Se corroboraba, por ejemplo, que al
concluir 1921, habían entrado al territorio cubano más de ciento cincuenta mil haitianos y jamaicanos.
Éstos aceptaban recibir jornales de
miseria que desplazaban a los nativos, un modo efectivo de envilecer
los salarios, agudizando las precarias condiciones en que se vivía en
las zonas rurales del país.
Reclutaban braceros en Haití
De Cuba partían en las primeras décadas del siglo xx rumbo a Haití,
agentes, también llamados guinchos, a reclutar braceros para cortar
caña durante la zafra o para la cosecha de café.
La primera condición: debían ser
fuer tes y jovencitos. Los enganchadores o guinchos: blancos, negros,
mulatos, tenían negocios con los
propietarios de colonias de caña o
de cafetales y también con hacendados. Así se iniciaban las emigr aciones, término que usaban para ese
tráf ico humano. Tales agentes –también llamados contratistas en esa
época– se dirigían a Haití a «escoger la mercancía» y los seleccionaban en diferentes puertos.
Algunas redes, explicaba Nando,
uno de los testimoniantes, compuestas por tres o cuatro agentes, ya en
contacto directo, traían sus grupos,
al igual que pasajeros y carga en las
naves de distintas empresas cubanas y de otras procedencias.
En cada viaje las embarcaciones transportaban cientos de braceros. El número estaba sujeto al tamaño de las mismas y en correspondencia con el pedido que hacían los propietarios de
colonias de caña y los hacendados.
Ese tráf ico humano estaba controlado por el agente o guincho, algunos
directamente al servicio de aquéllos.
Si a partir de 1959 se tuvieron que movilizar unos doce mil voluntarios,
no sería exagerado calcular que por
lo menos diez mil braceros procedentes de Haití y de los cañaverales
cubanos en tiempo muerto, participaban en la cosecha cafetalera. En
las regiones montañosas y aisladas,
en San Bernardo y Reisú, y en Ramón de Guaninao y Filé, se veían
muchos más haitianos que cubanos.
Lo invertido en el pasaje, cinco dólares o pesos, y otros gastos, se les descontaba de su trabajo cortando caña.
No obstante, el jornal en las zonas
cafetaleras, las lomas de Yateras,
Imías, Guantánamo y Baracoa, se pagaba en dólares.
No todos venían enganchados como
braceros, ya que los hubo que pagaban su pasaje. Venían a Cuba al encuentro con los familiares que habían
permanecido aquí y tenían algún
modo de vida. Inclusive, dentro del contrabando se habían inf iltrado jóv enes
cuyas familias disponían de algunos recursos y tenían relaciones con
los guinchos.
A los braceros no se les adjudicaba
un nombre en particular como ocurría durante la trata, cuando al referirse a los esclavos traídos de Africa,
enmascaraban a veces el hecho usando términos como piezas de ébano
o carbón.
En cuba se gana mucha
plata
–En Cuba se gana mucha plata –así
les decían– y allá estarán mucho
mejor que en su tierra, donde no les
garantizan un trabajo estable.
El precio de un haitiano
–¿Cuál era el precio de un haitiano,
cuánto se pagaba?
–Por lo general compraban lotes de
diez o doce haitianos a quince pesos per capita.
Cortar caña y recoger café se
diferenciaban
Vendrían a cortar caña y a recoger
café, pero ambas labores se diferenciaban en más de un sentido. Mientras que los “enganchados” para el
corte de caña permanecían o trataban de permanecer en Cuba, los que
recogían café se caracterizaban por
ser una migración golondrina, pues
regresaban a Haití al concluir la cosecha.
Los sitios donde desembarcaban en cuba
Como su status de inmigrantes era
casi siempre ir regular, clandestino, los
desembarcaban en diferentes puntos
de la costa sur de Cuba, cercanos a
Guantánamo; pero, a veces, en la bahía de Nipe o en Santiago de Cuba.
También se dirigían hacia las zonas
intrincadas donde les resultaba más
fácil trabajar en la ilegalidad. Por el
contrario, los macizos cañeros estaban mucho más vigilados por la
Guardia Rural y por las autoridades a
cargo del carnet de extranjería. En
caso de tener legalizado su status prefería mantenerse cortando caña.
Muchachos jovencitos mal
vestidos
Según el carretero, que conocía muy
bien el trasiego y tráf ico de haitianos, sobre todo dentro de Cuba, arriba-
ban en bandadas, muy mal vestidos
y calzados con alpargatas de listas.
–Venían muchachos nuevos –expresa el carretero al que llamaremos
Laureano– con la camisa toda marcada y los pantaloncitos estrechos.
La ropa era azul, una especie de
mezclilla. Como estaban en una situación que no habían imaginado,
se dieron cuenta de que no tenían
más remedio que adaptarse.
Muchas veces los vieron agrupados
en la avenida Michelson de Santiago de Cuba, a la espera de los trenes
que los trasladarían por grupos a diferentes zonas y colonias de caña,
sobre todo de las antiguas provincias de Oriente y de Camagüey.
Eran muy atrasados en sus siembras
Aunque conf iaban que en Cuba su
vida mejoraría, no podían dejar de
recordar el país que habían dejado
atrás, a pesar del atraso y la pobreza
extrema.
Así, explicaban que allá los modos
de sembrar eran muy distintos a los
de Cuba. Primero, ellos no araban
con bueyes. Como herramienta se
valían de un pico, y levantaban una
loma de tierra para plantar, por ejemplo, boniato.
Nando, criado entre inmigrantes
haitianos en una colonia de caña
próxima al central “Dos Ríos”, explica:
–Ellos me decían que eran campesinos, que no procedían del “centro
civilizado”, y yo les preguntaba intrigado:
–¿Cómo campesino con esa manera de sembrar?
Respondían que en Haití la vida era
muy dura y que si lo hacían de ese
modo era para poder subsistir, que
el atraso era tanto que no les permitía vivir de esos productos.
Es decir, una agricultura sin arado,
ni bueyes, ni otros animales.
Con el pico trazaban un círculo y
allí iban levantando en el centro
una loma de tierra donde sembraban las matas de boniato.
– Po rque el boniato –precisa
Nando– se luce pariendo ahí. Para
los otros tipos de cultivo hacen lo
mismo.
Y, además, yuca, calabaza y también frijol gandul, es decir, que sabían que podían contar con variedad de viandas.
De cómo aprendieron a cortar
caña
A pesar de la pobre alimentación, el
trabajo en Haití y en Cuba era duro.
Por ejemplo, cada car retero en las
colonias de caña o en los centrales
azucareros en Cuba, cargaba con una
cuadrilla de diez, doce o quince
haitianos que garantizarían el suministro de la que tiraban, pero ninguno sabía cortarla, explica Laureano.
–Y yo tuve que desmontarme, hacer
la operación de cómo debían picarla, y cómo debía quedar la tonga a
la hora de cargar la carreta, porque
ellos creían que las dejarían allí.
Además, había que cortarlas en la
joroba para que cupieran.
Ilustraciones: Hilda Vidal
Se robó a los haitianos, los llevó para el “america” y les puso
nombre
–Varias veces me robé a los haitianos del central “Dos Ríos” y los
llevé para el “América”–dice el carretero–. Yo no hablaba créole, quiero decir, patois, ni ellos español, así
que me entendía con ellos por señas. Además de esa cuadrilla tenía a
mi cargo otros haitianos. Se acos-
05 Revolución y Cultura
tumbraron conmigo. Un agente o contratista me pidió que
le llevara personal.
Estaba cómodo ese
agente. Se hizo de
una f inquita, de
una buena casa y
se buscó unos
cuantos pesos en
aquella zafra. Era
fiestero y tenía muchos contactos con
los carreteros. Él y
yo éramos peleadores de gallos.
Aunque poco, en
el “América” los
haitianos veían
su dinero. Por
medio del traguito yo los dominaba en el juego
de dados y las barajas. Y también les hacían trampas, los timaban en el basculador, en la
romana. Nunca se les pagaba lo
que les correspondía, lo legal.
Siempre cortaban más cañas
porque los paquetes no eran de veinticinco arrobas sino de veintiocho o
treinta. Y a la hora de pesar en la romana no les decían, por ejemplo, que
cien, sino muchas menos ar robas. Al
final no protestaban, se conformaban
con lo que les dieran. Para colmo, tampoco conocían de números ni lo que
era el peso de la romana.
El carretero conf iesa: primero llevé
dos haitianos a los que les puse nombre. A los otros les expliqué dónde me
encontrarían. A uno le puse el mote
de Lampuso. Un Lampuso es alguien
que está en un lugar que no conoce y
que sobresale entre los demás. A Fernando le puse Bongó porque siempre estaba con unas laticas que ellos
acostumbraban a tocar en Haití. Por
cierto, se dio muy buen bongosero.
Ése hizo familia con una cubana.
A otro lo identif icaba como Enrique
y al siguiente, Ñato, porque era ñato
de naturaleza y hablaba fañoso. Al que
seguía, Ventura, por que se aventuraba dondequiera a buscar cosas, cosas
no mal habidas. Ya ellos estaban advertidos de que la jornada de trabajo
se iniciaba a las cuatro de la madrugada y duraba hasta que se ponía el sol o
aún más tarde.
Otros contrabandistas más profesionales hablaban créole o patois, sabían
Revolución y Cultura 06
lo que tenían que hacer para llevarlos
a otro lugar. Generalmente, el contrabando se producía de noche con el
grupo de haitianos listos a partir a la
hora señalada. Ese traficante los esperaba, los conducía y se los entregaba al colono o al mayoral.
Columbinas de palo rollizo
Con los haitianos, o detrás de ellos,
llegaban las mujeres a las que llamaban codazas. Venían cargadas de
problemas familiares o económicos.
Algunas, las mejor dotadas, eran atraídas por los dueños de bares y prostíbulos para explotarlas. En muy corto
tiempo, después de su arribo, ya dominaban el idioma español.
En f iestas de las zonas cañeras, enseguida empezaban las codazas a
hacer lo que llamaban columbina de
palo rollizo y también cama de cuje.
Es decir, que les ponían yaguas o
cualquier otro material a las camas
donde empezaban a ejercer el of icio. Sin embargo, aclara Nando,
aquellas mujeres no eran iguales a
otras porque llegaban, entraban en
funciones, se buscaban unos dólares y regresaban a su tierra.
Los negocios más prósperos en la
región de Guantánamo eran el café
y la prostitución, sobre todo la que
atendía a los marineros norteamericanos de servicio o de visita en la
base de Caimanera. Por esa razón era
muy difícil encontrar pesos cubanos, ya que casi todas las operaciones se hacían en dólares que también circulaban en los propios cafetales. Cuando regresaban a su isla
llevaban consigo una suma respetable al multiplicar por diez o doce
gourdes –la moneda de su país– que
al cambio de aquella época les entregaban por un dólar.
Así, de la misma forma clandestina
que aparecían los braceros y las
codazas haitianas, se esfumaban al
concluir sus respectivas cosechas.
Los haitianos: marcados por la
ilegalidad, el contrabando y
el engaño
Como era difícil hallar a un haitiano
amparado por los documentos en regla, su vida en Cuba estaba marcada por la ilegalidad , el contrabando y el engaño. Generalmente, era
mucha la demanda de fuerza laboral y muy reducida la disponibilidad de brazos.
Sus relaciones con los carreteros se
sustentaban solamente en el trabajo. A ellos los explotaban el carretero, el colono, los que pesaban en
la romana, el hacendado y hasta el
más simple mortal conformando una
brutal cadena. Del haitiano se decía: es una mano dura para el trabajo. Por eso mismo, siempre encontraba quién se lo ofreciera. Cuando
se hablaba de contrato para cortar
caña o recoger café, el agente o el
carretero respondían cínicamente:
–El contrato lo tienen ahí –y señalaban hacia los brazos.
Aprendieron cómo los engañaban y a tomar el rumbo por sí
mismos
–Al f inal, tales ofrecimientos de trabajo eran mentiras y cuentos –decía un pichón de haitiano.
Así aprendieron a conocer cómo los
engañaban y también a no conf iar.
Por ello, decidieron tomar el r umbo
por sí mismos, y no a través de intermediarios, al emigrar dentro del
país: hoy en esta colonia de caña,
mañana en la otra, luego se iban a
las lomas, a las f incas cafetaleras.
Siempre en busca de la tierra de promisión. Pero esa tier ra no la encontraban porque no existía, así que
muy pronto comprendían que todo
no había sido más que un espejismo. Para colmo, el contrabandista
no lo reconocía cuando merodeaba
cerca de los barracones, porque un
día a ese haitiano le ponían por
nombre Juan Miguel y al siguiente
le llamaban José P acheco. Pero
como casi todos se parecían ante
una mirada deshumanizada, era
muy difícil identif icarlos, salv o
para aquellos bien entrenados en
esos menesteres.
Los que preferían no permanecer en
un mismo sitio, partían rumbo a los
cafetales con paquetes en la cabeza
y gallos debajo del brazo que los
propios carreteros y otros contrabandistas les vendían. Allí, la posibilidad de albergarse era crítica. Llegaban, desmochaban las palmas reales y se inventaban de alguna forma
un ranchito para cobijarse. Les gustaba vivir solos, no así en la caña.
Des-conf iaban porque temían ser
asal-tados o engañados y perder los
ahorros que quizás guardaban.
Al trasladarse, dormían donde les
cogía la noche y no molestaban a
nadie. Y si no les convenían las condiciones para realizar cualquier
labor, emprendían la marcha de nuevo en busca del sitio que les pareciera menos peligroso o con menos
riesgos de ser descubier tos. Por esa
misma razón, casi siempre sabían
dónde localizar a sus paisanos y hacia allá se dirigían.
La vida en los cafetales
La vida en los cafetales era peor que
en la caña. Por ejemplo, durante la
dictadura de Machado les pagaban
a cinco o diez centavos la lata de
café que recogían. Según el carretero, época mala fue la Moratoria en
tiempos de Menocal: quebraron los
bancos. Aunque Machado con fue
peor que durante la Moratoria. Lo
que sembraban no valía nada. El
barril de maíz de ciento sesenta y
seis libras, con saco y todo, se pagaba con vales o f ichas de veinte centavos que cambiaban por productos
en la bodega.
El barracón
Durante la zafra, sus días y sus noches transcurrían entre la caña y el
barracón donde vivían hacinados.
Eran de los llamados “de palo
parao”, abiertos, sin paredes. Pero
les dejaban una puertecita de madera. Las hamacas, de saco de azúcar o
de yute, las colgaban, y conseguían
otras para cubrirse.
En las guardarrayas sembraban
boniatos que asaban, acompañándolos con arencas o bacalao, y frijoles
negros que sancochaban.
Las jerarquías eran tan sencillas
como elementales. Primero, el patrón, propietario de la colonia; después el mayoral: el azote, el hombre
del foete al que había que obedecer.
Para impedir que los haitianos escaparan, adiestraba a algunos en la tarea de vigilar a los demás, y los premiaba con un trato preferencial al
alimentarlos, vestirlos, calzarlos y
otor garles otros privilegios. Y cuando llegaba un extraño, le exigía identif icarse:
–Bueno, ¿y tú qué buscas? ¿de dónde tú eres? ¡Te vas de aquí!
Esta era una manera de contener a
los que iban a secuestrarlos. Por lo
menos así lo veía el contrabandista.
Después, los que manejaban esa fuerza de trabajo la negociaban por una
suma de dinero. Por ello utilizaban
el término contrabando para calificar tal acción.
La comida y la muda de ropa en
“dos ríos”
Laureano recordaba que en el central “Dos Ríos”, además de las comidas, les entregaban un par de
alpargaticas y una muda de ropa sin
calzoncillos. Más nada.
En el “américa” vieron la plata
Pero cuando los llevaron al central
“América” se acostumbraron a ver
la plata, ya que antes, nada de eso.
Por supuesto que se les entre gaba
una suma irrisoria hasta tanto no
pagaran lo inver tido para su traslado en el barco y otros gastos. Esa
deuda la irían satisfaciendo con las
cañas que cortaran. P or ello, si no
les convenían las condiciones en
algún lugar, dejaban aquel sitio y
partían.
Jugar a los gallos, a los dados y a las barajas
Los carreteros, los agentes y los contrabandistas les enseñaron a jugar y
a apostar a los gallos y hasta se los
vendían. También a los dados y a
las barajas; y después los explotaban en esos juegos porque les ganaban. Los dados no estaban cargados,
simplemente que ellos no conocían
las trampas en el juego. Por supuesto que a veces los dejaban ganar para
que se ilusionaran y después los copaban en un dos por tres.
Las trampas para todo, incluso con
los gallos. Decía el carretero que al
gallo de un amigo suyo lo picó un ciempiés y lo dejó ciego. Entonces se lo
pidió y se lo vendió a un haitiano.
Otro haitiano más despierto comentó:
–¡Pero ese gallo está ciego!
Lo descubrió porque el gallo hacía
gu gu gu, decía Laureano, y al final
tuvo que matarlo. Sin embargo, después no le devolvió el dinero al
haitiano que no reaccionó ni se le
enfrentó, no por cobarde, sino porque en Cuba no existía como persona, estaba fuera de la ley.
Los inspectores de extranjería que
supervisaban los documentos de los
inmigrantes hacían muy buenos negocios extorsionando a propietarios
de f incas que explotaban la mano
de obra haitiana o jamaicana. Fungir como inspector de extranjería era
en la práctica una “botella” del gobierno de turno. Aquel que designaba a un funcionario del carnet de
extranjería, en un período electoral,
se hacía rico. Se dirigía a las zonas
cafetaleras y desde que llegaba ya
se hacía de una buena suma de dinero que serviría para silenciarlo a
cambio de no revelar la presencia
de los haitianos indocumentados.
Para desempeñar sus labores, los funcionarios requerían la protección de
las autoridades militares. Se personaban en el cuartel, y el jefe del puesto designaba a los soldados que quería favorecer, y escogía la pareja de
la Guardia Rural y al inspector.
Eran muchos los temores de los
haitianos: a los uniformados, a los
inspectores de extranjería, a la posibilidad de que los deportaran, como
les había sucedido con frecuencia a
muchos otros a lo largo de varias
generaciones. Y sin embargo, el círculo endemoniado, y al mismo tiempo salv ador, el drama que debían
afrontar año tras año, en cada estación, volvía a reproducirse en la siguiente zafra azucarera o en la cosecha del café.
Revolución y Cultura
Electo Silva:
lo
sig
un
re
ce
mo ha
Có
Cómo
hacer
que
vibre
un
siglo
cerr qu
quee vib
vibre
siglo
Donde se habla de su
entrañable relación
con Haití y de una
trayectoria de leyenda
Reinaldo Cedeño Pineda
Reinaldo
Cedeño Pineda.
Poeta y periodista. Sus traba-jos
aparecen en
diversas publicaciones periódicas cubanas.
Electo quiere decir elegido.
Las manos suben, como una evocación, y cuando las baja, se hace la
música. Su antológica obsesión por lo perfecto es bien conocida por los
discípulos de varias generaciones; pero su obra siempre le rescata.
Ha desandado por el puente fusionador entre lo culto y lo popular sin que
ninguna ortodoxia le haya marcado. Su volumen 30 canciones populares
cubanas es un clásico de la música coral, y la relación con la poesía, un
matrimonio sin final. El Orf eón Santiago es la joya de sus grandes triunfos.
Electo Silva Gaínza mereció en el 2002 el Premio Nacional de la Música,
por toda una vida dedicada a la composición, la dirección y la enseñanza
de la música. En este año, el reconocimiento La utilidad de la virtud, por
su estrecha relación con la obra martiana. Sin embargo, al mirar en sus
memorias, no es difícil descubrir que una nación del Caribe, cargada con
toda su historia y misticismo, circula por sus venas, ya para siempre.
Haití: Sole oh
La goleta “Saint Domingue” surca el mar que separa una isla de otra (o
que las une). No será la primera vez; pero esta de 1936, no es una más. Un
niño de ocho años quisiera alcanzar desde cubierta su casa en la isla
grande, Cuba. Su terruño, Santiago, su casa en la calle Trocha, y el terral,
el charco, el húmedo alboroto tras la lluvia...
Su padre Eduardo había llegado años antes a Haití, sabida la oportunidad que representaba en el vecino país, su sapiencia de marino y fundidor.
Orgulloso de él, estaba Méndez, su maestro fundidor, quien también había
enseñado el retador oficio a Ñico Saquito.
No era nada extraño verle tirando los calderos por las calles, a modo de
infalible anuncio. Era ya todo un personaje cuando se lleva a su esposa
Sixta y al resto de la familia para la Rue Prisom.
A pesar de la distancia, el niño Electo no quiso renunciar a su nostalgia.
Desnudo, disfrutó su primer aguacer o haitiano como hacía en su casa
lejana, y se dio cuenta de que era la misma lluvia. Una sonrisa intensa se
asomó a su rostro, y se guardó allá dentro, una alegría que no se apaga.
Esa luz lo estaría bañando mucho después, cuando volvió al Caribe, para
impartir cursos o contribuir en la formación de coros en Guadalupe, Barbados, Granada, Curazao, Martinica, Guyana...
Revolución y Cultura 08
ecuerdo que mi papá solía
llegar a la casa con alguna
salpicadura en la pierna, en
el pecho, en cualquier
hace a mano y con sudor. He dicho
que los coros se hacen a mano. En
los teclados electrónicos y las grabaciones, se crea un ambiente que
no es el natural de las cuerdas. Creo
que se va volviendo a la cuerda pulsada, al dedo puesto en la sensibilidad de uno mismo.
–Haití es la primera nación libre de
América, su historia está marcada de
profundo naciona-lismo, de los ritos del vodú, del sonido constante... ¿Cómo esa atmósfera fue modelando al Electo niño?
–En Haití estaba viva la tradición
de los cuentos infantiles, de los
cuentos en familia..., y en ausencia
de mi papá, mi mamá solía contarlos, y cantar muchas frases que contenían. Aprendí el francés, el créole,
un idioma cuya musicalidad no se
oye fácil en el español corriente, tal
vez porque es una lengua más cercana a la oralidad.
En quinto grado estaba yo con un
redoblante en la banda de la escuela, y aquello no ‘redoblaba’; pero
yo tenía un flautín de lata, y eso sí
me gustaba. Luego, vino una flauta
de bambú hasta que se dieron cuenta de que yo sacaba bien las notas y
tuve una flauta negra con llaves,
como a los catorce años. Todo lo hice,
mirando en los libros que tenía al
alcance, nada modernos; y seguía
en la banda.
Toqué violín primo en un cuar teto
de cuerdas de un amigo mío, de obras
nacionales, porque coincidí con un
sentido nacionalista en la plástica y
las artes haitianas; aunque tocamos
alguna obra de Schubert o Mozart.
Mis clases de violín se reducían a
unos seis meses con el profesor español Salvador Mestre, y con el francés Mauricio Michelotti, que venía
de la Guyana...
– Pero, el coro, ¿de dónde viene el
coro?
–Era una escuela religiosa, porque
era miembro de la juventud católica. Asistíamos a las procesiones del
Corpus Christi. Un día estábamos
ensayando unas canciones gregorianas; y como estaba en la banda,
me puse al frente, a pasarle eso...,
cosas de adolescente.
Volviendo a la escuela haitiana de
mi juventud, allí todo era el clasicismo francés; pero en la calle estaba Haití. Nos decían que el vodú era
pecado; y aunque yo no asistía a las
ceremonias, me asomaba por encima del tablado de la cerca y veía
cortarle la cabeza al chivo, lo veía
todo... El sonido me entró primero
por los ojos, aunque a los tambores,
nada podía acallarlos.
–Y Haití le sale a cada paso
Oh... es un fondo anímico de historias, una reserva de sonidos que tengo incorporada, no me la impongo,
sale. Sole oh, que tanto éxito tiene, es
la canción del amante ausente que
llega a la ciudad buscando su amor y
no lo encuentra: Sole oh: ¿Dónde estás?. Fue arreglado para coro masculino y voz solista por el compositor
haitiano Jaeger Hubert, y yo lo traspasé para voz solista y coro mixto.
La Misa Marassa e ieu, estrenada en
el Festival del Caribe de 1998, es la
historia de los dioses jimaguas... La
hago tomando como inspiración y
elemento base una historia popular o
folclórica haitiana. Tengo otras canciones arregladas para coro como los
merengues Haití cherie, Chouconne;
o una conga carnavalesca, Guedé
nibó. Es el créole con su magia.
El verso inflamado
Bajo el influjo de las fiestas de la
patrona de Cuba, la Virgen de la
Caridad de El Cobre, un 8 de septiembre de 1947, Electo regresa a
Cuba desde Haití. Apenas dos jornadas después, se inaugura en Santiago de Cuba la Universidad de
Oriente, y el joven decide matricular Pedagogía.
Entre sus profesores f iguran ilustres intelectuales
españoles emigrados y
cubanos, de la talla de
Herminio Almendros,
Juan Chabás, Francisco
Prat Puig o Manuel Moreno Fraginals.
–Eran gente de poca solfa..., ¡pero mucha letra!
Me apegaron espiritualmente a la lírica hispana
del siglo xvi, y comprendí que el romancero español era una cantera
inf inita. He cantado mucha polifonía española. Llegué de las letras
a la música, al contrario de muchos
de los directores de coros que conozco.
Siempre he escogido una letra cálida, un texto cantabile, que llegue;
no una letra críptica. Versos de
Guillén, Fayad Jamís, Alberti,
Rafaela Chacón Nardi... El canto
coral se puede hacer sin letras, con
onomatopeyas, con gritos, si se quiere: no tengo nada en contra. Pero yo
apuesto por lo cantabile. Poesía y
música van unidas. Unas requieren
más trabajo, otras salen más espontáneas. He entendido el canto como
lo que es: la palabra llevada a su expresión sonora, el verso inflamado.
Será el propio Chabás quien lo ponga al corriente de la primera convocatoria para una beca de la
Alianza Francesa que f inalmente
obtiene. La prensa pone el grito en
el cielo: ¡Un «nativo» ha ganado
la beca!
Apenas descendido del Reina del
Pacífico, París abre sus puertas al
cubano, en 1952. ¡Otra vez será con
rostro haitiano! Un antiguo condiscípulo le da la bienvenida a la Casa
Cuba de una Ciudad Universitaria,
que incluso llegará a presidir.
Allí se graduará de prof esor de francés, y luego toma un diploma de Psicología Pedagógica en el Insti-tuto
de Psicología de París... Pero
la
música no queda a la zaga. Desenfunda el violín para integrar la
orquesta universitaria y cruza las
fronteras galas. Teatro en grande: la
Comedia y el Teatro Nacional Francés.
Conoce a Eduardo Manet, Silvio
Rodríguez Cárdenas, Tomás Gutiérrez
Alea, Julio García Espinosa, Wifredo
Lam, Vicente Revuelta, Servando Cabrera, Nicolás Guillén y otros.
Al volver a Santiago con aquellas
luces, un intenso trabajo le espera.
Imparte clases de psicología infantil, del adolescente y g eneral, dirige el Departamento de Psicometría,
y es decano de la Facultad de Educación... Pero, ¿dónde hallar los
vasos comunicantes entre esa materia y la dir ección coral?
–Imagínese usted a una orquesta integrada por músicos expertos, viene
un director flamante... pero usted se
da cuenta al cabo de unos minutos
de que la orquesta no marcha. Imagínese nuevamente a un director ya
viejo, al que tienen que ayudar a
subir al podio, pero que antes de dar
la orden de empezar, ya la orquesta
está lista, ya está sonando... ¿Es o
no es psicología?
Todo director es pedagogo, enseña
y a la vez tiene que saber conocer
sus instrumentos. En el caso de un
coro, los instrumentos son los cantantes, y ha y que convencer de todas, todas. El director tiene un imán,
la fuerza en las manos, en la palabra
y hasta en la mirada. Tiene que unir
y ser f irme para que la música caiga
donde debe.
Para llevar el concepto, penetrar en
el mundo del compositor que realiza, en el estilo de la época. El director tiene la posibilidad de hacer vibrar todo un siglo. Y todo eso, son
aspectos de la Sicología que no se
pueden dejar de tener en cuenta.
Electo inte gra la Coral Univer sitaria como cantante desde su fundación, en 1950. Un día el director
Foto:Juvenal
09 Revolución y Cultura
debe ausentarse, y le pide que sea
él quien tome los ensayos. Era entonces recién estrenado pr ofesor
de psicología e impuso estricto respeto.
–Pero, mire usted que hombre tan
fresco. Mantenernos aquí hora y
media sin hablar.
Así comentó Dolores Lora, joven estudiante contralto del coro, con quien
contraerá matrimonio tres años después, hasta hoy su inseparable compañera. Fue esa la primera vez que
sintió la vocación de director en serio. Corría el año de 1954.
Tributo a orfeo
A mediados de los 50, Electo compone su primera obra, basada en
versos de Martí: Yo pienso cuando me alegro. Comienza a dirigir
Los Cantores Polifónicos, coro masculino que tiene que desinte grar
ante la difícil situación política de
finales de esa propia década. En el
ínterin compone en su casa, «a diapasón limpio». A finales de 1960, y
sin cobrar un centavo por ello, nace
un coro que hará época en Cuba y
más allá, el Orfeón Santiago.
Para algunos es «un coro sonero».
Para todos, es un coro grande .
Así lo ha podido comprobar el público cubano, o el europeo en aquella extensa gira por la Europa del
Este en 1979. En Budapest, la emoción no tuvo límites.
–Señor, esta medalla era de mi esposo , director de coros. Por favor,
acéptela.
Empero, la galería de acontecimientos no tiene límites. El envío de Roberto Valera de un arreglo sobre versos de Lorca es impresionante: «si
montas este son, tómate con él las
libertades como si se tratara de una
obra tuya; lo más importante es que
suene sabroso, y eso, tratándose de
música cubana para coros, nadie
como tú para lograrlo». Se trata de
un himno estrenado en 1970 y que
ha recorrido el mundo: Iré a Santiago.
En 1996, en el Festival del Caribe,
pude presenciar la escena. Gabriel
García Márquez disfrutaba de una
gala de canciones folclóricas de su
país en las voces del Orfeón. Al terminar, Electo se acerca para saludarle: «Gracias, poeta».
–De ninguna manera. No acepto.
Revolución y Cultura 10
Los poetas son ustedes.
En la apertura del Milenio, en el
Templo de la Valenciana en México, el púb lico y los cantantes lloran
con el Juramento de Matamoros, la
más universal de las composiciones
de Silva. El canto de su coro, ha provocado el saludo de un Nobel, el
tributo íntimo en la patria de Bartok
y las lágrimas aztecas.
–Mi vida está ligada al Orfeón. Su
resultado, su brillo tan especial, lo
diferencia de los demás. Todo es
como un juego de espejos: el Orfeón brilla porque lo he incitado a
brillar; pero él me exige que yo lo
incite a brillar más. No es que tenga
a los mejores cantores del mundo,
es un problema de sintonía. Tiene la
capacidad de hacer que el público
sintonice con él.
Tienen el espíritu, ese que cataliza
todo lo demás, lo que hace que una
voz sencilla suene maravillosa. Es
lo que se llama canto subjetivo. Yo
creo que todo arte es culto, lo que
tiene que ser es auténtico.
En su casa de Cuabitas, en las afueras de Santiago, un duende parece
revolverlo todo: partituras, pinturas, discos y libros, muchos libros;
pero nada le impide crear. Compositores de la talla de Leo Brouwer,
dedican temas especiales para su
coro, y Roberto Fabelo, le regala
una imagen. Sacó las lágrimas a
Ignacio Piñeiro con su versión de
El Castigador, y es capaz de abordar con maestría a Lennon, Esteban Salas, Debussy, Hindemith o
Ravel. Ha sido jurado de los más
prestigiosos f estivales en Europa y
América.
Electo, el fundador de los Festivales
de Coros en 1962, es ya un septuagenario; pero siente por su edad una
suave indiferencia, cuando a estas
alturas ha fundado también el Orfeón Infantil, un sueño largamente
acariciado. Y sigue componiendo.
–Alguna vez pensé dejar de componer; pero la composición no me deja
nunca. A veces tengo la par titura en
el piano, está el fa sostenido, empiezo a elegir cual de los dos usar, hasta
que eso se aclara por sí solo. Dicen
que a eso le llaman inspiración. No
sé lo que es, pero siempre la estoy
esperando.
Entre sus momentos emocionantes,
dos han estado ligados a la cultura
francesa y franco-haitiana: la entrega de la Orden de las Letras y las
Artes, en el grado de Caballero, por
el Ministerio de Cultura de Francia;
y, por supuesto, su vuelta a Haití.
–Yo había regresado a Haití en 1954;
pero entonces era muy joven. Al volver en los noventa, a la toma de posesión del presidente Jean Bertrand
Aristide, recorrí los lugares de mi niñez, el colegio San Luis Gonzaga, y
vi todos los cambios. Fui a visitar a
un amigo mío, pero con pesar recibí
la noticia de que había muerto. Sin
embargo, me recibió su hijo y al decirle mi nombre, se asombró. ¿Pero
usted es aquel que tocaba violín...?
Que alguien me recordara más de
treinta años después, era como vivir
una leyenda. Era la persistencia de
la oralidad en una nación tan necesitada, era encontrarme con mi Haití, mi caro Haití.
Estoy preparando algunas sor presas
para el 2004, para el bicentenario
de la fundación de la República de
Haití como la primera nación independiente de América Latina, después de la revolución iniciada por
Louver ture y Dessalines. A veces, me
sorprendo haciendo cosas de raíz
haitiana.
Mira, en esa ocasión que pisé Haití,
pude apreciar los contrastes, las calles llenas de vendedores ambulantes y también autos de última marca.
Vi a un señor pidiendo limosnas y
cantando, acompañado de un niño
que tocaba latas de diferente tamaño.
Lo hacía con unos palitos, tal vez
como si fuera un xilófono. Es la imagen de una nación que pese a su pobreza, sabe cantar. Una nación que no
se rinde, y eso me conmovió.
–¿Hasta cuando, Electo?
Nada, nada es capaz de borrar el regocijo, el imán que constituye una
voz organizada colectivamente, esa
divina medianía. Ese es mi mundo,
y me voy con Guillén, a quien tanto
he cantado: «La vida empieza a correr/ de un manantial como un río/
a veces, el cauce sube/, y otras se
queda vacío .../ Yo no pienso en el
tiempo que se va, pienso constantemente en lo que me queda por hacer.
TIER
EL «QUA
UATIER
FRANÇAIS »
de Santiago de Cuba
A la memoria del Dr. Francisco Prat Puig, maestro.
María Elena Orozco
I
ste artículo resume una parte
del trabajo de campo realizado entre 1981y 1986 en Santiago de Cuba bajo la dirección del
Dr. Francisco Prat Puig, cuyos resultados publicamos en la revista Santiago con el título de «La arquitectura santiaguera de estirpe tradicional con apor tes neoclásicos». Aquel
trabajo, esencialmente arqueológico, se completó con búsquedas documentales realizadas en diferentes
archivos cubanos y españoles.
De entrada, el trabajo de campo arrojó una transformación en la arquitectura de Santiago de Cuba de f inales del siglo xviii y principios del
xix, la cual implicaba dos vertientes estéticas que nos la hacían muy
extraña, y en la época nos limitamos a señalarla sin tener las herramientas documentales necesarias
para explicar ese fenómeno. No cambiaba la planimetría de la casa, que
se seguía estructurando con volúmenes modulares yuxtapuestos organizados en general en torno a un
patio central con valores prácticos,
como la recogida de las aguas de
los tejados en un aljibe o pozo. Pero
sin dudas lo que cambiaba era la
inspiración estética y la combinación de elementos tradicionales con
los modernos en boga en otras colonias caribeñas como Saint
Domingue, con la que Cuba mantenía lazos de diferente índole. Para
entenderlo sería necesario, primero, conocer cuál era la situación
de la ciudad en la época y cómo
influiría en ella la inmigra ción pro-
veniente de Saint-Domingue, que
comienza a llegar en el año 1791.
ii
Santiago de Cuba: de lo rural a lo
urbano: el quehacer constructivo
tradicional
En los últimos decenios del siglo
xviii, antes de iniciarse los sucesos
de Saint Domingue que provocarían
varios flujos migratorios en especial
hacia el Oriente cubano, los patricios
santiagueros tomaron conciencia de
la necesidad de transformar la economía regional y convertir la ciudad en un centro político de prestigio
capaz de representarlos dignamente.1
La fundación de la Real Sociedad
Económica de los Amigos del País
en 1783, primera de Cuba y de América, es muestra
patente de su
afán renovador.
Por su par te, el
regidor
Juan
Francisco
Creagh enviaba
a la Corte en
1788 un pormenorizado informe,2 a nombre de
la ciudad, donde
solicitaba catorce gracias para
fomentar la parte oriental y que
esta región produjera a la Corona los mis mos
dividendos que
las
colonias
vecinas (Saint-
Domingue y Jamaica, respectivamente) reportaban a Francia e
Inglaterra. Entre las solicitudes se
encon traban la libre entrada de esclavos, de utensilios para la industria azucarera y la agricultura, la
exoneración de impuestos a las nuevas producciones, la creación de una
factoría de tabacos independiente de
la de La Habana, la conversión del
Colegio Seminario San Basilio el
Magno en Uni versidad; 3 en f in,
mayor independencia con respecto
a la capital de la Isla, a f in de que el
Oriente cubano se desar rollara... Por
su parte el gobernador de la época,
Juan Bautista Vaillant Ber thier, 4 se
dirigió en diferentes ocasiones a la
Corte para proponer «los medios más
fáciles para fomentar esa parte orien-
María Elena
Orozco.
Profesora Titular
del Dpto. de Historia del Arte de
la Universidad de
Oriente. Se ha
dedicado al
estudio del desarrollo urbanoarquitectónico y
social de la ciudad de Santiago
de Cuba durante
la época colonial.
Plano de la ciudad de
Santiago de Cuba del año
17515, cuya imagen urbana
corresponde con la de fines
del siglo XVIII, en la época
del gobierno de J.B. Vaillant
11 Revolución y Cultura
tal sin mayores gravámenes del Real
Erario». 6
La ciudad tenía fresca la impronta
del seísmo de 1766: la Catedral, la
casa Consistorial y la del Gobernador; en ruinas; las calles sin empedrar, los caminos, intransitables. El
gobernador destacaba en su informe «la buena disposición de ánimo» de los habitantes de Santiago
de Cuba para sobreponerse a las dificultades, desar rollar la economía
local y reconstr uir la ciudad. Así,
según él, los vecinos, «trabajan sin
cesar en su reedificación», sin que
los hayan hecho descaecer los quebrantos que han padecido...7
En el informe de Vaillant resaltan
las consecuencias del seísmo de
1766 todavía palpables en 1789, y,
en segundo lugar, el olvido de prácticas constructivas anteriores que
ahora se recuperaban, pues como
dice, el terremoto del 66 arruinó
enteramente la ciudad «por haber olvidado [los habitantes] las precauciones con que fabricaban los que
havían experimentado el del año
[16]78» (ibid). Así pues, el gobernador precisaba que no sólo se estaba reconstr uyendo la ciudad, sino
que se rescataba un quehacer práctico perdido que se reno vaba y
adecuaba a una nueva realidad.
Posteriormente, Vaillant eleva un informe a la Corona sobre la construcción de la cuarta catedral, el 12 de
marzo de 1791, 8 y en él señala cómo
se construían en la región los edif icios tanto civiles como militares, de
acuerdo con «un conocimiento adquirido a fuerza de práctica en las
construcciones...». 9 De manera que
en 1791 se reconocía que se respetaba un quehacer constructivo recobrado y que en la parte oriental del
país era imposible construir de otra
manera.
Vaillant resaltó el sentido orgánicofuncional de la arquitectura local,
demostrado por Prat Puig en un vasto
y excelente estudio arqueológico
por los años cuarenta del pasado
siglo. 10
Todos los edificios ci viles terminan su fábrica por lo regular
con sus techos, aquí es al contrario: primero se concluye el
techo, y sucesivamente siguen a
terminarlos, cerrándolos con
paredes... Para asegurar geneRevolución y Cultura 12
ralmente las Fábricas Civiles
sean o no de corpulencia, designan el edif icio y a proporción
van clavando en la Tierra..., unas
vigas (que aquí llaman horcones)
de una madera de consistencia...
Aseguran sobre estas pilas, ú
horcones, los techos de un genero de estribadura que aqui
llaman Ar rocado ó medio Ar rocado, colocando los malbates y
almisatas, en otra diversa forma
que la hace al mismo tiempo robusta que de agradable vista.11
Este sistema constructivo típico de
la arquitectura maderera transmite
los empujes de manera uniforme y
únicamente en sentido vertical, y fue
la respuesta que la praxis colectiva
encontró a situaciones adversas:
hacer construcciones perdurables en
una ciudad cuyo desarrollo socioeconómico había progresado hasta
el momento con lentitud, y resistentes a las sacudidas sísmicas tan frecuentes en la región.
En su informe acusa la utilización
de un mismo lenguaje constructivo
para edificaciones de usos dife-rentes: destaca cómo las iglesias de la
ciudad se construyen sobre la base
de los mismos principios que se
advierten en la arquitectura
doméstica, cómo los arcos de comunicación entre la nave central y las
laterales se apoyaban en horcones
que «por sus ir regulares superf icies
y tortuosidades, las revisten de
piedras labradas ó Ladrillo, siguiendo el orden columnario o apilastrado, Architrave (sic), F riso y
cornisa: Dórico sobre toscano», 12 y
por qué no se utilizaban bóvedas de
yeso en tanto los constructores no
poseían las experiencias prácticas,
además de ser muy vulnerables a las
sacudidas telúricas. Como se puede
colegir, el resultado era muy sencillo, las decoraciones eran mínimas
a nivel fachadista y en el interior
mismo de la vivienda, como diría
unos años después el viajero francés
Auguste Le Moyne: «las casas
antiguas, generalmente de un solo
piso y construidas al estilo morisco con ventanas enrejadas, la
mayoría sin cristales... Las piezas
bastantes espaciosas se sucedían en
general alrededor de un patio central y a menudo bajo una galería de
arcadas...»13
Como resulta evidente, las fechas de
esos informes, 1789 y 1791, coinciden con la llegada de los primeros
inmigrantes franceses que huyen de
la Revolución haitiana. En SaintDomingue existían situaciones
similares en relación con la construcción de viviendas: se buscaba
también la resistencia y la perdurabilidad para responder a las
inclemencias de la naturaleza, los
temblores de tierra, al excesivo
calor , etc. Si Santiago había sido
semidestruida por un terremoto en
1766, seis años antes el Cap Français había sido fuertemente sacudido
por un gran seísmo, y entre 1750 y
1771 Port-au-Prince había cor rido la
misma suerte.
El investig ador francés Philippe
Loupès, al hablar de la casa en
ciudades haitianas señala: «Generalmente, la vivienda de Cap Français presenta dos cuer pos de edif icio
que forman un ángulo recto,
construidos directamente en dos
calles que forman esquina: a veces,
dos piezas de buenas dimensiones
sobre una calle, y dos más pequeñas
sobre la otra; pero más frecuentemente cinco piezas de importancia
equivalente, dos sobre una calle y
dos más pequeñas y una de ángulo» .14 Como se ve, se trata de la
casa de un nivel con martillo y
cuarto esquinero, descrita por Palm
para Santo Domingo, y que se
desarrolla profusamente en Santiago
de Cuba. La riqueza que experimentaba la colonia francesa a f inales del siglo xviii permitirá una
modernización de la arquitectura, y
la aparición con ello de las casas de
dos plantas, con entresuelo, como
en La Habana.
Otra similitud entre las viviendas
del Cap F rançais, de Por t-au-Prince
y de Santiago de Cuba es, en la casa
de un nivel, la construcción de una
habitación «alta» sobre el martillo.
Como diría Moreau de Saint-Méry
«Cada casa tiene una torre en
escua-dra, arreglada para los
incendios». 15 Estas son las torres
miradores o habitaciones de un solo
alto de mu-chas casas santiagueras...
En esas ciudades existía el temor a
los incendios por la profusa
utilización de la madera en las
construcciones. No obstante, creemos que son estas habitaciones de
un solo alto, como señalaba el
obispo Osés Alzúa para Santiago de
Cuba, una especie de miradores
abiertos al paisaje pin-toreco que
ofrecen
estas
ciudades
desarrolladas en anchura frente a la
bahía (Por t-au-Prince, Cap-Français), o en anf iteatro al fondo de la
rada, como Santiago; ciudades que
bus-can la ventilación como
condición sine-qua-non para
hacerles la vida más agradable a sus
habitantes.
La madera es el material de constr ucción de las Antillas. Techos de
madera y cubiertas de tejamanil
hermanarán a Haití y a Santiago de
Cuba. Ventanas y celosías con persianerías, «boiseries» de Por t-auPrince en Haití, son muy frecuentes
en Santiago de Cuba a partir de la
presencia francesa. Además, en estas ciudades se utilizaron como
mate-riales de construcción la mampostería, el ladrillo, el adobe y el
cuje. Este último corresponde a la
«casa levantada con horcones de
madera enterrados en el suelo y
paredes con estructura tejida en
valla de palmito» 16 que recuerda las
casas de cuje17 de Santiago de Cuba.
La casa santiaguera del período que
nos ocupa es un producto evolucionado de la tradición constructiva heredada de España, recreada y
adecuada a las necesidades locales.18 La documentación encontrada y el trabajo de campo realizado
en la ciudad bajo la dirección de Prat
Puig, nos muestra una casa de planta
baja, asentada generalmente en
solares rectangulares de veinte a
treinta varas de frente por cuarenta a
cincuenta de fondo. Esta casa, que
se formulaba con una sola planta,
generalmente se organizaba en torno a un patio central que le servía
de pulmón para enfrentar un clima
caluroso y húmedo.
Como ha dicho Roberto Segre, la
recurrencia técnica –osatura de madera, muros de mampostería, techos
de madera y tejas, revoque de cal y
demás interpretaciones populares de
elementos básicos de la arquitectura– conf igura una unidad continental que permite hablar , a escala
de territorio, de un diseño ambiental.19
Si el panorama del quehacer constructivo y del diseño ambiental era
similar, las influencias artísticas que
traen los emigrados van a marcar
fuertemente la arquitectura de Santiago de Cuba, y a partir de ese
momento Francia a será uno de los
patrones culturales más impor-tantes para Cuba, con gran impacto, por
todo el siglo xix en la parte oriental, especialmente en Santia-go,
Baracoa y Guantánamo. Los
viajeros de la época, como el ya
citado Moreau de Saint-Méry,
Descourtilz, el barón de Wimpffen,
et al., hablan de cómo ciertos sectores criollos ricos de SaintDomingue imitaban la moda francesa: hacían traer sus muebles de
Francia, decoraban las habitaciones
con papel pintado,20 etc., de manera
que cuando ellos llegan a Cuba
tratan de mostrarse más cultos de lo
que fueron en su tierra, impresionando así a la sociedad pastoral
de Santiago. Algunos lleg an con
parte de su capital y de sus pertenencias; muchos, sin embargo, lo
harán sin medios, fundarán escuelas
para niños y niñas, participarán
como médicos, farmacéuticos, etc.,
en el mejoramiento de la atención
médica. Igualmente Santiago se
convierte en una gran base corsaria
donde actuaban al unísono los
santiagueros y los franceses. El
intercambio no cesó en esos años...
Cuando se mira el monto y la calificación de la emigración francesa
de los últimos años del siglo xviii y
principios del xix, comprendemos
que la ciudad de Santiago de Cuba
se vio obligada a cambiar.21
El primer elemento de cambio fue el
demográfico: la pob lación aumentó
considerablemente a causa de esta
inmigración. Y también los esclavos,
imprescindibles para desarrollar la
agricultura de acuerdo con las
peticiones que desde años atrás
hacían los patricios santiagueros a la
Corona.
En 1799 las Actas Capitulares señalaban que unos mil franceses estaban
ya asentados en la ciudad.22 El censo
del 180023 muestra que los inmigrantes se instalaron en los diferentes
barrios en que estaba dividida la ciudad, pero concentrados en los barrios
n°1 y n°8, donde había trescientos
ochenta y dos franceses.
Barrio N°1:
228 franceses, 94 familias
Barrio N°2:
40 franceses, 7 familias
Barrio N°3:
14 franceses, 3 familias
Barrio N°4:
7 franceses, 3 familias
Barrio N°5:
18 franceses, 4 familias
Barrio N°6:
23 franceses, 5 familias
Barrio N°7:
71 personas 27 familias
Barrio N°8:
154 personas, 59 familias
La ciudad estaba dividida en ocho
barrios o cuarteles. Los barrios n°1
y n°8, divididos por la calle San Jerónimo, estaban situados desde la
calle San Juan Nepomuceno (hoy
Corona) al norte, hasta la bahía, al
sur. En ellos se gestará el llamado,
por los inmig rantes, quartel francés
o barrio no9, como se aprecia en el
plano del año 1803.24 Los recién llegados, pues, se van a asentar en la
parte urbanizada de los barrios no1
y n o8, cuya periferia se encontraba
al oeste de la ciudad, colindando con
la rada, área que se convertirá en el
barrio de los franceses, especialmente a partir de 1803, año del gran éxodo, que obligará al gobernador
Kindelán a situarlos allí y a urbanizar esa zona limítrofe con la bahía,
ganada al mar unos años antes.
Plano de la ciudad de
Santiago de Cuba del año
1803. División en barrios
realizada por la autora.
Igualmente, este censo muestra las
profesiones de los inmigrantes. Para
una ciudad pastoral, letárgica y rural como Santiago de Cuba, cuyo
patriciado deseaba una transforma13 Revolución y Cultura
ción económica y social expresada
en documentos elevados a la Corona que planteaban la necesidad de
mano de obra calif icada, esta inmigración francesa venía a colmar sus
expectativas. ¿Cuáles eran entonces
las profesiones de los inmigrantes
censados?
Profesiones
1
Albañiles
Carpinteros
Costureras
Curtidores
de pieles
Fabricantes de
Velas
Labradores
Lavanderas
Marinos
Médicos
Navegantes
Orfebres
Panaderos
Peluqueros
Planchadoras
Sastres
Toneleros
Vendedores
Republicanos
2
14
13
Hotel La Caridad en
la calle del Gallo, hoy
10 de Octubre.
V ivienda de la calle Gallo
y Toro, conocida como
“la casa francesa”,
Santiago de Cuba.
Revolución y Cultura 14
2
3
4
5
to al comercio entre Estados Unidos, Saint-Domingue y Cuba, y era
un reputado republicano, se vio obligado a convertirse en agricultor para
poder tener el derecho a asentarse
en la Isla y a obtener la carta de naturalización de ciudadano español,
una vez que las aspiraciones de volver a Saint-Domingue se esfumaban.
6
7
5
7
1
2
8
2
8
total
1
3
12
3
24
43
4
4
2
2
3
3
1
1
1
1
7
3
4
1
5
1
1
3
3
1
5
4
6
6
3
1
Resalta la cantidad de artesanos, albañiles y orfebres, además de toda
una serie de profesiones urbanas
como los panaderos, bodegueros,
costureras, sastres, peluqueros, etc.,
portadores de un nuevo gusto y una
modernización que contribuirían a
calif icar el registro urbano de la localidad. Este cuadro también muestra que los barrios o cuarteles con
más inmigrantes censados son el 1 y
el 8 (ciento cuarenta y noventa respectivamente), es decir, los dos cuya
parte inferior colindaba con la bahía, franja que se convertirá hacia
1803 en el llamado Barrio Francés
(Vid plano nº2).
La emigración que arribó entre 1801
y 1803 fue cuantif icada por el gobernador Kindelán en diecinueve
mil trescientos seis25 individuos. En
ese mismo año, el bearnés Prudencio
Casama yor, 26 y una de las f iguras
más notables de esa emigración,
quien se dedicara hasta ese momen-
3
1
6
12
Y es ese el año en que se consolidará el Barrio Francés, área sin urbanizar designada por el Gobernador
para los inmigrantes situada en las
inmediaciones del litoral, donde estos construyeron «frágiles casas al extremo sur de la ciudad sobre una dilatada extensión de la bahía y sobre la
planicie de la Loma Hueca hoy llamada Tivolí...».27
El gobernador Kindelán se ref iere a
esta zona en estos términos: «quar tel
francés». Este «Bar rio Francés»
comprendía al noroeste, las calles
Gallo (hoy 10 de Octubre) y la calle
Matadero (hoy Jobito); al suroeste,
la calle Barracones (hoy Carlos Dubois); en los alrededores del caféconcert francés en el Tivolí, las
calles Gral. Tor res (hoy Jesús Rabí),
Teniente Rey (hoy B. Varona), Virgen
(hoy Gral. Tomás Padró), hasta nivel
de la calle San Carlos (hoy R.
Salcedo),
incluyendo
las
prolongaciones de las calles Santa
Rita (hoy Diego Palacios) y Santa
Lucía ( hoy B. Masó) hasta la bahía.
Según Lemonnier Delafosse, testigo de la época, si las primeras viviendas construidas en el mismo
litoral fueron endebles ranchos, cubiertos de paja y cogollo, o de madera y tejamanil, en pocos años, se
renovaron: «las piedras, con el tiempo, reemplazaron las maderas de las
primitivas construcciones» 28 y se
sustituyeron por otras atemperadas
al quehacer constructivo local pero
mostrando, muchas de ellas, su f iliación francesa, como la casa de la
calle del Gallo, esquina a Toro y el
Hotel La Caridad. Lo que no era nuevo para esos inmigrantes, pues Pierre
Pluchon comenta las anotaciones
del barón Wimpffen, quien a f ines
del siglo xviii diría, en su visita a
la floreciente colonia de SaintDomingue, cómo los colonos continuaban haciendo vivir Francia en
sus realizaciones:
La vida cotidiana forja los comportamientos. Muchos dueños de
plantaciones, pequeños burgueses nuevos ricos adaptan sus
costumbres francesas a su nuevo
marco de vida. Durante mucho
tiempo han vivido en casas de
madera con mimbre y adobe, con
techos de palma o de tejamanil...
Cuando las ganancias se lo permiten ellos viven en unas casonas
de mampostería, bajas, pesadas
y anchas rodeadas de galerías que
procuran el frescor. Siempre con
el propósito de atemperar el calor,
las ventanas no llevan cristales...
el mobilario no evoca la opulencia, sino, al contrario los apartamentos de gentes modestas de
Francia, medio de procedencia
original de la mayoría de los
propietarios... 29
No es de extrañar que algunas realizaciones de esos primeros años,
como el teatro de la calle Santo Tomás N° 8 y el café cantante del Tivolí,
hechas con el f in de ganar dinero,
sobrevivir e impactar al público
santiaguero, llevaran en germen los
elementos de transformación de influencia neoclásica que caracterizarán el gusto que empieza a generalizarse en la época, lo que permitirá al
viajero francés Julian Mellet, en
1819 , hablar de los altares a la romana de la recién concluída catedral de Santiago de Cuba, que ponen en evidencia un neoclasicismo
precoz en la ciudad.
iii
Transforma ciones en el uso
del espacio público y privado.
El aumento demográfico transformó
de facto la ciudad y entonces, se pudieron materializar las aspiraciones
de los notables santiagueros en relación con el progreso económico y
el deseo de conver tir a Santiago en
el núcleo urbano que los prestigiara. Testigos de la época como
Agustín de la Texera y José María
Callejas supieron destacarlo. El primero dijo:
Época de ventura fue ésa para
esta capital que de improviso vio
cambiado su aspecto, adquiriendo ideas que no pudiera antes
concebir, reconociendo elementos para labrar la prosperidad del
país [Santiago de Cuba] y elevarlo a un auge en que no habían
pensado pues ni imaginaban la
existencia de los recursos propios
que en manos de los industriosos
y activos franceses produjeron
las ventajas inmensas que son
notorias en la agricultura y el comercio...; no menos en las artes y
oficios y en las mil ocupaciones
industriales...30
La emigración francesa llega a Santiago en el momento en que se
buscan alternativas técnicas para
reconstruir la ciudad y para f ijar un
quehacer práctico que se renovaba
en ese momento. La participación
de franceses como el arquitectoingeniero François Gigaud, de
her reros como Claude Cordier ,
carpinteros como Juan Ancoin, entre otros, hizo que aparecieran
elementos neoclásicos de la época:
la utilización del trompe-l’œil para
decorar plafones y muros, el
mobilario y los ambientes Luis xvi ,
así como la temprana presencia una
pieza o salón de comedor que
aparece por primera vez en Francia
en ese reinado. Todos estos
elementos, ya en boga en SaintDomingue, junto a otros tradicionales, hicieron de Santiago un ejemplo
singular dentro de la arquitectura
cubana.
Ese proceso de transformación
urbano-arquitectónico de los primeros años del xix ofrecía, por todo
ello, dos aspectos estilísticos aparentemente contradictorios, que
culminaron en un ar monioso movimiento considerado arquetípico de
la arquitectura local: la aparición de
elementos –en canes, ménsulas,
zapatas y pies derechos–, de f iliación mudéjar, unida a la adopción
de soluciones decorativas de espíritu neoclásico, que se traducían a
las exigencias materiales y los
recursos técnicos de la localidad.
Esta simbiosis de lo culto y lo
popular resultó realmente intrigante
en la arquitectura citadina, y se
entiende sólo a partir de la búsqueda
teórico-práctica que se venía haciendo en la época.31 El hecho o
realización arquitectónica arroja un
saldo positivo en el período estudiado. A las tipolo gías edif icatorias
tradicionales: casa de colgadizo y
casa de planta baja, se añaden dos:
la casa de corredor, ejemplo de adecuación de la arquitectura a las
condiciones ecológicas locales –
tipología que prolifera en esos años
como lo muestran las repetidas
peticiones de fabricar «una enramada de teja volada sin pilares sino en
pie de amigo para guarecerse del sol
y otras intemperies»32 –, y la casa de
dos plantas,33 cuya tímida aparición
presagia su generalización como
vivienda señorial hacia el tercer
decenio decimonónico.
La intervenciones realizadas por los
inmigrantes a la mayor brevedad en
1803, 34 como el café concert del
Tivolí o el teatro de Santo Tomás
N°8, muestran que se da a conocer
la arquitectura de inspiración neoclásica con el objetivo de impresionar y de convencer a un público que
no conocen, que no habla su lengua, a una sociedad pastoral a la que
había que deslumbrar con el uso del
trompe-l’œil, por ejemplo. En este
sentido, el historiador Gabriel
Debien 35 ha señalado atinadamente
que estos franceses de ultramar eran
por tadores de una cultura refinada,
pero matizada y mestizada por el largo período de aclimatación colonial
V iviendas de corredor de
la calle San Carlos, en el
Tivolí
V iviendas de planta baja o
de fachada simple de la
calle Padre Pico.
15 Revolución y Cultura
«Arco triunfal»,
San Basilio n° 128
antiguo Barrio Francés
Boiseries de la casa
Heredia n° 24
Revolución y Cultura 16
y criolla, y se hacían pasar por hombres y mujeres más cultos de lo que
habían sido en su tierra. Es desde
esta perspectiva, que debemos considerar como vector de la modernidad las realizaciones efectuadas en
el café concer t Tivolí y en el teatro
de Santo Tomás N°8. Sobre éste Callejas nos dice:
A aquella numerosa población
extranjera importaba darle algún
recreo y no faltando entre ella
muchos amaestrados en los dramas, se les inclinó a levantar un
teatro provisional de guano, pero
lo ejecutaron con tal primor y
arreglado al arte, que llamó toda
la atención de la población, gastaron algunos miles de pesos en
la obra, imitando los mejores
géneros de la arquitectura. Cubierto en su interior de lienzo
bien pintado con cielos rasos.36
Todo ello fue una verdadera novedad en la época. Como sabemos, los
prácticos o constructores locales
daban más importancia a los problemas estáticos que a los estéticos, el
miedo a los temblores de tierra y el
afán de hacer construcciones resistentes y perdurables, dejó a un lado
la apariencia de las costrucciones,
que presentaban apenas una deco-
ración f achadista. Pero un sentido
estético diferente, de corte culto, daría un aspecto más armonioso a realizaciones arquitectónicas con la
equilibrada sencillez que el gusto
neoclásico aporta. Igualmente, el
café cantante del Tivolí mostró de
manera sencilla el nuevo gusto clásico, como cuenta Callejas:
Otra sociedad francesa inventó,
para sacar dinero, la formación
de un laberinto, en la Altura de
Loma Hueca, cercado de tablas,
con un frontispicio majestuoso
y arreglado a uno de los órdenes de la arquitectura; hicieron
sus figuras y sembrados en la tierra, propios para el caso, y en su
fondo fabricaron tejado de tejamán que contenía de tres a cuatrocientas personas con cielo
raso de lienzo y forradas de lo
de tablones con bordes redondeados por las divisiones. Estos revestimientos parecen un remedo de
las llamadas «boiseries» francesas
(Heredia n°24.)
Otros elementos que contribuyen a
dar apariencia neoclásica son las
puer tas y ventanas. Tendrá un tratamiento jerarquizado la puerta que
lleva de la sala al aposento. Se produce entonces una evolución de los
tableros de talla rehundida y de perfil curvilíneo que evoca el estilo ro-
mismo sus paredes, todo pintado al mayor gusto, que se le dio
el nombre de Tivolí 37
En nuestro trabajo de campo
comprobamos que las innovaciones clasicistas aparecieron de
modo más generalizado que las
de tipo mudéjar y presentaron
un aspecto más variado. Un elemento nuevo es el tratamiento
jerarquizado de la divi-són sala/
saleta, llamada por Prat Puig «arcos triunfales», que se podían
hacer mediante arcos de comunicación en semicircunferencia,
carpaneles, simples y dobles
(Santa Lucía 74, Aguilera 100,
San Basilio 128 ) o de uno o dos vanos adintela-dos –dinteles clásicos– (Teniente Rey n°4 del antiguo
barrio francés Aguilera 465 )
La tendencia a infundir carácter de
arquitectura sabia a las humildes
construcciones en la madera de las
divisiones, se evidencia en el enchapado de paredes y el revestimiento
cocó, al tablero liso, todavía flanqueado por un rico molduraje. El tablero liso afecta formas distintas y
puede ser uno solo enterizo que alterna con la puerta que llamamos
Luis xvi (tableros verticales y horizontales). Se decoraba con colores
diferentes la peinacería y los resaltos
de los tableros, de manera análoga a
las puertas Luis xvi . Después recibirán en los documentos el nombre de
puertas «a la francesa» (casas de
Aguilera 110, Heredia 24, Teniente
Rey 4) o bien de tableros lisos (casas de Enramadas 135 y Jagüey
166 ).
Sucedía algo similar en los soportes
de madera y elementos de sustentación –pies derechos, zapatas– donde vemos irrumpir formas clásicas
que alternan con elementos tradicionales. Zapatas de orden toscano
y jónico se usa ron profusamente en
el barrio francés y se extendieron a
toda la ciudad. (Heredia 24 , San
Basilio 125, Santa Lucía 74).
Elemento
aportador de
modernidad
fueron los hierros forjados de
las ventanas y
balconajes de
Santiago de Cuba. Entre los inmigrantes hubo
numerosos
herreros como
Claude Cordier,
que conocían en
Saint-Domingue
y trabajaban el hierro como elemento portador de modernidad.
Santiago de Cuba es hoy una de las
ciudades cubanas que muestra un
conjunto rico y variado de bellos
ejemplares forjados cuya f iliación
con el sudoeste francés es indiscutible. Se destaca la decoración en
rombos con cenefas y flores forjadas muy similares a las que podemos encontrar en los balcones de la
Avenue de la Libération en Talence,
cerca de Burdeos, por ejemplo. (Otros
bellos ejemplares: Heredia n°56, Padre Pico y Aguilera, Santa Rita
N°410, Santa Lucía N° 74, etc).
Las Actas Capitulares reflejan la intensa actividad constructiva llevada a cabo en el primer decenio del
xix , que incluyó desde edif icios
simbólicos del poder hasta espacios
públicos de connotación social y
edif icaciones privadas. Se reedif icaron el edif icio del Ayuntamiento
y la residencia de los gobernadores,
y aunque la Catedral se concluyó
en 1818, mostró de manera prematura la influencia del neoclasicismo. Una identidad urbana se fue
forjando en esos años en que se dejaba poco a poco la impronta rural que
había caracterizado el núcleo poblacional de Santiago de Cuba; esta
nueva signif icación se fue poniendo
en evidencia gracias a distintos componentes que incidieron en la recalif icación citadina y en la de sus
diferentes par tidos. Al aumento demog ráfico, se unieron una serie de
cambios en la imagen citadina y en
el imaginario colectivo e indivi dual
cubenses .38
iv
En resumen, podemos decir que los
franceses llegan a Santiago de Cuba
en el momento que se está fraguan-
do una conciencia criolla
oriental que busca la modernidad económica y espacial como elemento de
identidad y de diferencia
con La Habana.
Los emigrados franceses
contribuirán al desarrollo
económico regional con la
economía de plantación, la
aparición de la cafetalera
y el despegue de la azucarera; y también al despertar ciudadano a través de
comportamientos y hábitos
urbanos que dejan atrás la
ruralidad anterior.
La asimilación del aporte
francés por la población
de Santiago de Cuba no
se asumió en términos de
colonizado-colonizador,
sino en términos de progreso y de modernidad. A esto contribuyeron las características de la
inmigración francesa y en particular el gran número de artesanos que
ayudará a transformar la ciudad.
Si bien la expulsión de los franceses a
consecuencia de la invasión
napoleónica a España retardó el
desarrollo iniciado en Santiago a comienzos del xix, los que se naturalizaron permanecieron en la región
con sus bienes embargados hasta
aproximadamente el año 1814, en
que pudieron volver a disfrutar de
ellos. Una nueva oleada se produjo
en esos años, proveniente mayormente de Nueva Orleans, adonde habían ido los antiguos emigrados de
Saint-Domingue expulsados entre
1809 y 1810 de Santiago. Esta oleada se incrementaría con las leyes de
blanqueamiento dictadas por la Corona en 1817, las que promovieron
una emigración directa desde Francia hacia Cuba.
Todo ello permitió la consolidación
en Santiago de Cuba de una colonia
francesa, que incidió notablemente
en el desarrollo citadino alcanzado
por la localidad hacia 1840, momento de eclosión del centro urbano
santiaguero. El censo del año 1846
muestra un grupo de cuatrocientos
cincuenta y ocho individuos franceses (trescientos setenta y cinco
hombres y ochenta y tres mujeres),
solamente sobrepasado por los residentes latinoamericanos llegados
A la izquierda: Puerta Luis
XVI de la casa de
Aguilera 110
Puer tas de tablero liso
de la vivienda Jagüey 111
de Tierra Firme después de las guerras de independencia.
El antiguo barrio francés continuaba habitado por una gran mayoría
de familias francesas. La calle del
Gallo era una arteria comercial llena de almacenes y tiendas como la
del Sr. Baccarisse o la del Sr. Rafael
Cabe, donde se vendían mercancías
francesas que se anunciaban en el
periódico local de la siguiente manera: « saucisse truffés (sic) Id de
cepes à l’ail (sic), Id. de cepes
truffés au nature l (sic), Id. de pate
de chapon con truffés (sic)...; vinos
de Burdeos, del Medoc, como St.
Julien y St Estephe (sic) Chateau
Carbonnieux de Leognan, Haut
Sauterne, Haut Saint Emilion, Graves,
Pomerol (sic).39 Otros productos llegaban desde Francia en los paquebots
«E l joven Eduardo», «El paquete bordelés» o en fragatas y bergantines
franceses como «Trois Frères» o
«Grandville», cuyos consignatarios
eran los señores Casamayor y Cia.
Rejas tapiz de balcón
con motivos de rombos
(Heredia 24)
Revolución y Cultura
Revolución y Cultura 18
La moda y el ceremonial francés,
junto a los artículos de lujo procedentes del país galo, ofrecen una variedad y modernidad insospechadas.
Vajillas con cubiertos dorados y pintados, cristalería de porcelana,
bibelots; sastrerías, modistas, sombrererías con artículos llegados directamente desde París ponen en
evidencia el modus vivendi de una
élite culta, de una sociedad cuyo
modelo de modernidad era Francia.
Por otra parte, los anuncios en el periódico local destinados a un público más popular invitan a los cafés
franceses del Barrio de La Marina
(parte del antiguo barrio francés)
donde «se permite jugar a las personas comme il faut».40 No es de extrañar , pues, que Rosemond de
Beauvallon dijera, cuando visita La
Marina en 1840 , que donde se tra-
bajaba sólo se hablaba francés. En
realidad son años en que la élite
santiaguera tiene como segunda
lengua el francés, a lo que contribuyeron las escuelas privadas regenteadas por franceses, de educación
totalmente bilingüe.
Una ciudad portuaria y marinera
como Santiago, con un clima caliente y húmedo, necesitaba un sistema
de higiene más desarrollado que el
que tenía. La emigración francesa,
especialmente la que llega a partir
del año 1817, aportó la primera red
de salud concebida como sistema,
con médicos, enfermeras y centros
de asistencia hospitalaria. Las Casas de Salud se instalaron en lo que
fue el antiguo Barrio Francés, entre
las calles Heredia y Factoría, cerca
de la rada. Se ocupaban principalmente de los marinos o de los enfer-
mos dejados por los barcos en el
puerto: entre 1840 y 1850 existían
nueve, todas atendidas por personal
francés.41
La integración de los franceses en
Santiago de Cuba fue un hecho
cuya herencia se perpetúa en la formación de la personalidad cultural
de los santiagueros, y esta influencia se prolonga hasta nuestros días.
La presencia francesa ha llenado una
de las páginas más hermosas de nuestra historia local. Numerosos hijos
de esos emigrados, libres o esclavos,
regaron con su sangre el suelo patrio, en la conquista de la independencia y de la identidad nacional, y
en la lucha contra la metrópoli española... Pero esas son otras páginas
de la historia.
Notas:
1
Vid. María Elena Orozco. «Juan Bautista Vaillant
y la ciudad de Santiago de Cuba» en Santiago, 1995,
N° 79, p. 93 - 105.
2AGI. Santo Domingo 969. Infor me del regidor y
apoderado de la ciudad de Cuba Juan Francisco
Creagh y Montoya. Madrid, 13 de junio de 1788.
3Ibid. Ultr amar 83. Informe de Juan Bautista
Vaillant.
4Ibid. Vaillant se había compenetrado con los criollos santiagueros por diferentes razones, entre ellas,
su matrimonio con una criolla habanera y el
asentamiento de una par te de su familia, en Santiago de Cuba. Todo ello levantó la desconfianza de
la Cor te hacia su persona y sería la causa principal
de su deposición del cargo en el año 1795.
5
Ibid. M y P Santo Domingo 284. Plano de la ciudad
de Santiago de Cuba del año 1751.
6Ibid. Santo Domingo 969 . Informe del regidor y
apoderado de la ciudad de Cuba Juan Francisco
Creagh y Montoya. Madrid, 13 de junio de 1788.
7
Ibid. Ultramar 83. Carta de Juan Bautista Vaillant
a Antonio Valdés. Santiago de Cuba, 17 de febrero
de 1789. El énf asis es nuestro.
8
AHNM. Consejo de Indias, legajo 21. 401. Informe
de Juan Bautista Vaillant. Santiago de Cuba, 12 de
marzo de 1791. Cf. Ramón Gutiér rez y Cristina
Esteras. «La distancia entre Europa y la América
colonial. A propósito de la catedral de Santiago de
Cuba» en Cuadernos de Arte Colonial N° 1. Museo
de América, Madrid, octubre de 1986, p. 47-63.
9Ibid.
10
Vid. Francisco Prat Puig. El Pre-Barroco en Cuba.
Una escuela criolla de arquitectura morisca. La
Habana: Burgay y Cia., 1949. El Dr. Prat Puig, de
origen catalán, asentado en Cuba desde el año 1939,
Profesor de Mérito de la Universidad de Oriente,
fue el primero en señalar el sentido orgánicofuncional de la arquitectura de Cuba, especialmente
en lo que él denomina Primera Etapa de la
arquitectura en Cuba (siglos xvi-xviii) y su profunda
raigambre morisca, que es lo que va a caracterizar a
Santiago de Cuba, incluso hasta bien entrado el siglo
xx.
11AHNM.- Consejo de Indias , le gajo 21401 . Informe de Juan Bautista Vaillant. Santiago de Cuba,
12 de marzo de 1791.
12Ibid.
13
Antonio Benítez Rojo. «Para una valoración del
libro de viajes y tres visitas a Santiago» en Santiago, 1977, n° 26-27, julio-septiembre 1977. Visita
de Auguste Le Moyne, p. 245 .
Philippe Loupès. «Le modèle urbain à Saint
Domingue au xviii e siècle: la maison et l’habitat
au Cap Français et à Port-au-Prince» en Cities and
Merchants: French and Irish Perspectives on Urban
Development. 1500-1900, Congrès d’Histoire Urbaine de Dublin. Dublin: 1985, p. 166 .
15Moreau de Saint-Mér y. Description topographique, physique, civile, politique et historique de
la partie française de lisle de Saint-Domingue, Paris, Société de l’histoire des colonies françaises,
1958, t. 1. Apud. Philippe Loupes. Le modèle urbain à Saint-Domingue au XVIII e sièc le: la maison
et l’habitat au Cap-Français et à Port-au-Princè,
Op. Cit. p. 166 .
16Philipe Loupè s. «Le modèle urbain à SaintDomingue au xviii° siècle : la maison et l’habitat
au Cap Français et au Port-au-Prince», en Cities and
Merchants: French and Irish Perspectives on Urban
Development. 1500-1900, Op. Cit. p. 168.
17Malla entretejida formada por fibras vegetales
(cujes)dispuestos en sentido ver tical y horizontal,
rellenada con barro y recubier ta con un mortero de
cal y arena. Las paredes de cuje fueron utilizadas
tanto en el exterior como en el interior de las casas
más modestas. En general se caracterizaron por su
flexibilidad, su durabilidad y baratura.
18
El análisis de la correspondencia entre la casa
cubana, la española y la latinoamericana rebasa los
límites del presente trabajo, no obastante, como lo
demostró ya Prat Puig, la vivienda cubana y la andaluza tienen como sustrato común los elementos
definidos en la casa medieval española y esta misma
posee una fuer te influencia de las tradiciones
constructivas de origen musulmán. Otras similitudes se observan entre Cuba y algunas regiones
caribeñas como Venezuela y Colombia, todo ello
requiere de otro estudio. Vid Alicia García Santana.
Trinidad: arquitectura doméstica y sociedad colonial. Tesis de doctorado. Santiago de Cuba,
Universidad de Oriente, 1986.
19Rober to Segre. «Comunicación y particpación
social» en América Latina en su arquitectura.
México: Siglo xxi Editores, 1975, p.
20Philippe Loupès. «Le modèle urbain à Saint
Domingue au XVIII e siècle: la maison et l’habitat au
Cap Français et à Port-au-Prince»...Op Cit, p. 171-172
21Vid. María Elena Orozco. Presencia francesa e
identidad urbana en Santiago de Cuba. Santiago de
Cuba: Ediciones Santiago, 2002.
22AHPPSC.- Acta Capitular, libro 18, 21 de enero
de 1799. Santiago de Cuba.
AGI. Cuba 1534. Censo de franceses instalados
en Santiago de Cuba. Agradecemos a Agnès Renault su ayuda en la localización de este legajo.
24Ibid. M y P Santo Domingo 643 bis. Plano del año
1803 con la división en barrios realizada por la autora.
25María Elena Orozco y Jean Lamore. «Tradición e
inno vación en el gobierno de Sebastián Kindelán.
Santiago de Cuba (1799-1810 )», en Europa e
Iberoamérica: Cinco siglos de intercambios. Sevilla: IX
Cong reso Internacional AHILA, 1992, p. 343.
26
Vid. María Elena Orozco. «Le Bearnais Prudent
Casamayor et les Aquitains à Santiago de Cuba première moitié du xixe siècle» in L’Emigration Aquitaine en Amérique Latine au XIXe siècle, Burdeos:
Maison des Pays Ibériques, 1995.
27
Agustín de la Te xera. «Santiago de Cuba a
principios del siglo XIX» en revista Del Caribe,
n° 13/89, p.93 y José María Callejas. Historia de
Santiago de Cuba, La Habana, 1911, p. 75.
28Lemonnier-Delafosse. Seconde Campagne de Saint
Domingue… Le Havre, 1846, . p. 102.
29Alexandre-Stanislas de Wimpffen. Haïti au XVIIIe
siècle. Richesse et esclavage dans une colonie française . Paris, 1993, p.16.
30Agustín de la Texera. «Santiago de Cuba a principios del siglo xix». Op. Cit. p. 95-96 .
31
Vid. María Elena Orozco. «Juan Bautista Vaillant
y la ciudad de Santiago de Cuba», Op Cit, p. 93105.
32AHPPSC. Acta Capitular, libros 14, 15 y 16. En
estos libros aparecen referencias en relación con la
constr ucción de corredores.
33Vid. Francisco Prat. M. Morales y Ma. Elena Orozco. «La ar quitectura santiaguera...» en Santiago,
junio 1984, n° 54, p. 44.
34Gabriel Debien. Les colons de Saint-Domingue
réfugiés à Cuba (1793-1815 )» in Revista de Indias,
1954, Año xiii, n°54, p.567.
35Ibid. p.558-601 .
36
José María Callejas . Historia de Santiago de Cuba.
Op. Cit, p. 67.
37Ibid. p. 69.
38
Así se autonombraban los santiagueros de la época.
39El Redactor . Santiago de Cuba, Año 12, 9 de julio
de 1845, N° 1873.
40Ibid. lunes 15 de diciembre de 1845.
41 Vid. María Elena Orozco. «Le Bearnais P.
Casamayor et les Aquitains à Santiago de Cuba. Première moitié du xixe siècle» en L’Emigration Aquitaine en Amérique Latine au XIXe Siècle. Burdeos:
Maison des Pays Ibériques, 199 5, p.68
14
23
Explosión en una catedral
(homenaje a Carpentier),
1979, acuarela sobre
cartulina, 80 x 110 cm
Fotos: Steve Winter
Erytrina crista galli
(Flor nacional de Argentina
y Ur uguay), 1999,
acuarela sobre cartulina,
56 x76 cm
Foto: Alejandro G. Alonso
Oncidium luridum,
acuarela sobre cartulina,
1989,
19 x 14 cm
Revolución y Cultura
Salvadera (hura cr epitans)
1998. (Homenaje a
Mackandal).
Foto: Steve Winter.
Vadeé un riachuelo, que al
otro lado tiene un jabillal,
de WINTER
Foto: STEVE
fronda alta y clara, por donde cae, ar rasando hojas y
quebrando ramos, la jabilla
madura que revienta.
José Mar tí | Diarios
La mano traía alpistes sin
nombre, alcaparras de azufre, ajíes minúsculos; bejucos que tejían redes entre
las piedras; matas solitarias,
de hojas velludas, que sudaban en la noche; sensitivas
que se dob laban al mero
sonido de la voz humana;
cápsulas que estallaban, a
mediodía, con chasquido de
uñas aplastando una pul-ga;
lianas rastreras, que se
trababan, lejos del sol, en
babeantes marañas.
Alejo Carpentier. El reino de
este mundo
Majagua (hibiscus elatus),
1977, acuarela sobre
cartulina, 75 x 55 cm.
Foto: Steve Winter.
Revolución y Cultura
Duporté en RC
Luisa Campuzano
l ar te de Duporté, nacido y desar rollado, en sus primeros tiempos, de una paleta colocada al servicio de
la botánica, hereda toda una larga historia insular de
dibujo científico que se remonta a los tiempos en que la Real
Comisión de Guantánamo iniciara los estudios de la flora cubana; continúa con los sucesivos intentos de fundar un jardín botánico, se imbrica con la aparición de la primera imprenta
litográfica de Cuba y, por supuesto, se emparienta, en el ámbito
de las Américas, con el arte de Audobon en el Norte –quien, por
cier to, naciera en Haití–, y en el Centro y Sur con la pléyade de
artis-tas que plasmaron en papel la magna tarea desar rollada
por las grandes expediciones científicas provenientes de Europa que caracterizan la segunda mitad del siglo XVIII y las primeras décadas del XIX. Expediciones e imprenta van de la mano
en una época en que la palabra ilustración denotaba tanto a
ese siglo de luces, de saberes, como al arte que per mitía la
multiplicación de imágenes de aquello que en tiempos anteriores fuera sólo la disección de plantas, útil nada más para quienes pudieran disponer de abultados y siempre perecederos
herbarios.
Pero precisamente a partir de este ejercicio en apariencias ancilar,
de sus reglas de estricto cumplimiento, Dupor té, en singular
cimarronaje, ha logrado desarrollar un arte totalmente libre, exento de otra servidumbre que no fuera la debida a la belleza.
Porque el dibujante científico, como sabemos, debe reproducir
la planta en sus rasgos fundamentales, pero estos nunca coinciden, o no se muestran ante nuestros ojos, porque las flores
anteceden al fruto, éste no exhibe su interior, las hojas no muestran sus dos faces... Y precisamente por eso, el ar te del dibujante botánico es muy realista pero, al mismo tiempo, muy irreal,
muy mágico. De modo que se podría pensar que es en estos
intersticios mágicos, en los entrelugares de esta multiplicidad
ir real, donde el ar te de Duporté hunde sus raíces de libertad, de
encanto, de belleza. Mas hay también rizomas con los que su
pasión de pintar busca alimento, y así se nutre de otro de los
constituyentes más importantes de su arte: las letras de esta
isla, la literatura surgida del canto a su naturaleza, siempre presente en sus autores imprescindibles.
Cuando Duporté decidió, hace décadas, pintar la flora de Alejo
Carpentier y la flora de José Mar tí, su ar te, sin dejar de ser el
mismo, se volvió otro, cargado de múltiples sentidos, de acrecentadas resonancias. Uno de los más elocuentes ejemplos lo
encontramos en su fruto de la jabilla o salvadera, captado –
nueva “Explosión en la catedral”– en el momento mitad estático, mitad movimiento expansivo, en que estalla resonan-temente,
lanzando al aire todo su futuro, en una nevada de semillas. Pintada con el rigor del más ortodoxo dibujo botánico, la acuarela
de Duporté acumula toda la fuerza con que Carpentier –en página memorable de El reino de este mundo– coloca este fr uto
entre los dedos de la mano sana de Mackandal; dedos que
buscan en la fuerza más oculta de la naturaleza, sus v enenos,
los instrumentos con los cuales acabar con los amos franceses.
Fuerza y velocidad, multiplicación en el espacio, tal como Martí
anota la gracia de esta explosión en su diario haitiano, de camino hacia Cuba.
Ya lo decía Goethe refiriéndose a sus contemporáneos protagonistas de notables expediciones: “Nadie pasea impunemente
bajo las palmeras”, y el caso es que de tanto pintar la naturaleza, Duporté decidió integrarse a uno de los más hermosos paisajes de la Isla, y, sin duda, el proyecto socioambiental que
mayor cuidado otorga, desde hace treinta años, a un entorno
cuyos fundadores contribuyeron a recrear casi a par tir de cero:
Las Terrazas. Y allí, en las estribaciones de la Sierra del Rosario,
en medio de una bellísima y lujuriante vegetación renacida a la
velocidad que sólo este clima puede permitir, Duporté vive y
crea, en comunión con la naturaleza.
A continuación reproducimos las palabras cómplices, de bucólico caminante montés que, para el catálog o de esta muestra,
escribiera Reynaldo González, otro hombre de Las Terrazas y de
Revolución y Cultura, cuyo reciente Premio Nacional de Literatura también celebramos en esta entrega.
Con Flora de Luz,
exposición de
acuarelas, grabados y vitrales
de Jorge Duporté,
inaugurada a fines de enero en
nuestra galería,
Revolución y Cultura ha querido
celebrar el bicentenario de la
independencia
de Haití, y al
mismo tiempo,
homenajear, en
su creador, a los
descendientes
de la diáspo-ra
haitiana que en
sucesivas migraciones, siempre determinadas por la violencia:
del
amo, de la guerra, del ham-bre,
llegaron a
nuestra isla
para traernos
ideas y ejemplos
de rebelión y
libertad, y también nuevos
cultivos, platos
humildes y deliciosos, ritmos
inacallables, y
tanta belleza
como la que se
exhibe en esa
muestra. Reproducimos las
palabras pronunciadas por nuestra directora en
esa ocasión y el
texto escrito por
Reynaldo
González para el
catálogo.
Foto: Steve Winter
21 Revolución y Cultura
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Reynaldo González
Reynaldo
González.
Narrador,
ensayista y
poeta. Premio
Nacional de
Literatura 2003.
Revolución y Cultura 22
o pintor de flores, algo frecuente desde la antigua
manía de los bodegones, sino pintor entre flores,
entorno que ha preferido como tema y dedicación. Y
con las flores, la flora.
Duporté –de quien pocos recuerdan el nombr e, o no lo dicen
porque su apellido ha pasado a sintetizar su vida y su obra–, es,
posiblemente, nuestro pintor más afortunado: vive en el entorno que ama, que alimenta su espíritu y su oficio. Hay una pródiga simbiosis entre este hombre y su materia de estudio y veneración, en su cabaña rodeada de plantas, desde donde ve correr un río de mariposas, la flor nacional de Cuba. Con trazos de
delicadeza extrema lleva las flores a convivir con él, en su
cabaña. No sabría decir qué es más vegetal, si la seductora
maraña de sus ventanas y el soportal volado hacia el paisaje, abier ta respiración de amaneceres y atar deceres de las
montañas que pugnan por entrar, celosas de tanta dicha, o
su propio ánimo, connaturalizado con hojas y bejucos. Cuando achina los ojos de mulato sabio y mesurado, parece que
hur ta trozos de vegetación para de volverlos en sus dibujos,
ennoblecidos por el arte.
De sus paredes saltan orquídeas gigantes, obsequian su colorido de íntima firmeza, cuidadas por arcoiris de sutileza suma,
todavía húmedas de las noches montañeras y las madrugadas
que las acariciaron en el silencio. Las orquídeas nos miran e
interrogan, nos cuentan de su mundo y sus caprichos. Tienen la
sutileza de un encaje antiguo cuando apenas parece recuerdo
del encaje que fue, pero sigue siendo. Poseen la inmarcesible
firmeza de lo que estuvo antes de nosotros y con nosotros está
porque persistirá después de nuestra mirada, intrusa ante su
perfección, sorprendida y agradecida del milagro. La orquídea es
la perfección que no se conoce a sí misma sin la observación de
otros. Nos necesita para ser. Entonces reina, domina, nos captura.
En ese encantamiento radica la fuerza de la orquídea, cuando en
su bondad nos apresa y somos suyos desde la ilusión de poseerla. Duporté sabe que nada es más intenso que el diálogo
entre la mirada y la orquídea. Por eso las pinta, nos provoca.
Cuando los pasos susurrantes del pintor van sobre el espartillo
del monte sin apenas rozarlo, lianas, ramas y hojas se inclinan
para decir su nombre. Los curujeyes se estremecen, las pomarrosas bailan, la despeinada güira cimarrona procura un orden
para el jubiloso abanico de sus gajos. Quieren ganar su atención,
se la disputan. Y allí, donde los helechos juegan a ser soldados
de un castillo invisible, se apartan para que el pintor descubra
nuevas enredaderas, diminutos tesoros, intocados laberintos.
Escudriña él y vuelve lentamente a su guarida. No toca ni marchita ni molesta. Le basta la mirada, en la retina lleva la belleza y
con esmero la coloca sobre el papel, la lleva al encristalado, le
busca sitios donde mejor agraden y enamoren. Son las sorpresas
que seducen en su obra, que no es suya, sino una extensión del
generoso monte que le abre sus secretos.
Al principio Duporté trasladaba con timidez las hojas y flores de
su seducción, intocadas. Poco a poco se hizo parte del monte y
ensayó atrevimientos más audaces. Debió entrenarse, camuflar
hasta la respiración e integrarse a ese mundo vegetal de su
preferencia. Largo ha sido el camino recorrido en lo que ahora es
su reino. Pero no es solamente el trasmisor de esas bondades
vegetales, sino quien tiraniza nuestra obser vación con un subrayado de la luz, un toque mágico de la mano diestra. Cada vez es
más monte él mismo, y tan creador como la naturaleza. Cada vez
más seguro en su conocimiento, ha decidido transformar la realidad en realidad más firme. Conoce nuestra ineptitud y asume
su labor de esclarecedor, eso ennoblece su entrega. Al permitirse
libertades, libera la magia y su perfume. Ahora cada pétalo que
sale de su mano lleva el añadido de su talento cultivado y
deleitoso. Cada hoja pequeña se agiganta y es la misma, pero
otra, trocada por su artesanía de prodigios, sabiduría acendrada
que asoma para informarnos de cuidados y preferencias. Este
hombre-monte ya nos tiene entre sus redes.
Por supuesto, que goza de complicidades. Como pocos se adueñó de las páginas martianas, volcó en espacios y colores el
Diario de Campaña de quien amansó el ánimo dolido en observaciones de la naturaleza amada. Las líneas de la escritura hallaron reflejo y exaltación entre sus manos. Sus trazos fueron nuevos
versos, destellos del patriciado que se reconcilió con lo selvático
y allí tuvo cobijo y reafirmación. Aunadas, letra y pincelada formaron un cuerpo poderoso, que en la fragilidad de la hoja y en los
deslumbres de la luz atisbaron un noviazgo imperecedero. En el
eco que le daban sus pinceles el canto martiano a la naturaleza
insular halló la confirmación y la gracia que le daba la tierra. Los
vasos comunicantes de la savia y las resinas allanaron el camino, hicieron amable el vivaqueo, rozaron el jolongo del poeta
soldado, untaron su fusil. Salud y apoyo dio el monte cubano a
quien en él buscó resonancia para sus pisadas de ciudad y
calma a la poderosa angustia que le daban las ingratitudes. La
lectura que Duporté hizo de Martí pasó el tamiz de un sentimiento
que desde la naturaleza exalta las conquistas del ingenio. Cómo
recorrió esas páginas, cómo bebió la intensidad de aquellos
presagios, cómo quiso amoldar la almohada de hojas bajo la
atribulada cabeza del poeta.
En su cabaña de Las Terrazas, aldea pintada por Víctor Manuel y
consagrada por Duporté como santuario de delicias, con la pausa que le otorgan los ancestros que en el monte encontraron el
renacer de la raza y la potencia para afrontar los vendavales del
odio, quien teje más que pinta, este hombre espera cada llamada de la vegetación, que solo él escucha y pondera. Música
inaudible para los profanos, esa llamada le domina el pulso y le
impele el gesto. Es el mensajero de un misterio bueno y perdurable. Sus avisos da en lienzos y papeles, escalan paredes como
los bejucos se apoderan del árbol, alcanzan la ductilidad del
cristal y de todo espacio hacen su reino. Luego el pintor reposa
mecido por guitarras y tambores de la Isla. Déjenlo entre sus
flores, flor él y flores sus habilidades. Nos toca agradecer su
cubanía, su hermosa obstinación, su persistencia.
«Pas de documents, pas d’histoire»1
Angela L. Willis
n 1802, las fuerzas de los esclavos haitianos comandadas
por el regimiento de Toussaint
Louverture se sublevaron contra la opresión francesa, esgrimiendo el hecho de
que la Revolución Francesa de 1789 había garantizado la libertad para todos, inclusive para los de ascendencia africana.
Entonces Napoleón mandó al General
Leclerc a Saint-Domingue para vencer a
estas fuerzas rebeldes. El Capitán General Leclerc llegó a Haití en febrero de
1802, acompañado por treinta y cinco
mil soldados, su esposa Paulina -hermana menor de Napoleón- y su hijo de tres
años, Dermide. La fiebre amarilla, además de la guerra, asoló la isla en 1802.
Aproximadamente veintiún mil soldados
franceses murieron de la enfermedad en
aquel año, entre ellos, el General Leclerc.
Tras de la muer te de su esposo, Paulina
Bonaparte, su hijo y los soldados supervivientes regresaron a Europa. En 1804,
Haití se convirtió en una república independiente, aunque siguió siendo atormentada por una turbulenta historia. En
El reino de este mundo (1949), Alejo
Carpentier presenta esta etapa de la historia haitiana; pero al tiempo que escribe
fielmente sobre la historia de la isla, ofrece una reescritura y una relectura alternativas con respecto a la interpretación
occidental de cuanto allí ocurrió. En el prólogo de El reino de este mundo, donde
Carpentier presenta su tan comentada
poética de lo real-maravilloso americano, admite la imposibilidad de encuadrar la historia haitiana dentro de los
parámetros del pensamiento europeo.
Desde este prólogo, además, Carpentier
comienza a inquietar a sus lectores, pues,
a pesar de los aspectos mágicos que ya
ha anunciado, afirma la completa veracidad de su novela:
...el relato que va a leerse ha sido
establecido sobre una documentación
rigurosa que no solamente respeta la
verdad histórica de los acontecimientos, los nombres de personajes -incluso secundarios- de lugares y hasta
de calles... (11)2
Conforme a esta afirmación, nos encontramos entre los personajes a Paulina
Bonaparte, una figura histórica-princesa
de Borghese, duquesa de Guastalla, títulos que obtendrá por ser hermana de
Napoleón-, que vivió entre los años 17801825. A pesar de su pequeño papel en
la novela, Paulina resulta un personaje
sumamente importante e inolvidable, y
esto en parte se debe al hecho de ser «transculturada», como resultado del intercambio entre las culturas africana y europea.
Además de examinar la transculturación
de la Paulina personaje de la novela, en
estas páginas me interesa detenerme en
las posibles fuentes históricas usadas
por Carpentier en su creación. Propongo
que el palim-psesto que empleó era el
«archivo del chisme», o lo que he designado como «la chismografía»; es decir, textos de la época similares en estilo de Hola
o People; es decir, memorias de sus contemporáneos y escritos de los panfletistas antinapoleónicos. Tanto en las
fuentes históricas de la «chismografía»
como en El reino de este mundo, se revela a Paulina Bonaparte como devota de
las orgías, los esclavos negros y los baños
incesantes -baños, por lo demás, que presenciaban sus aficionados. Por los comentarios del mismo Carpentier, sabemos
que en su reconstrucción novelística de
la historia haitiana utilizó las memorias
de Madame d’Abrantès3 -contemporánea
de Napoleón y asidua a la corte del Emperador francés/corso, la cual obtendría el
título de duquesa de su cetro. Al citar directamente a Madame d’Abrantès en el
epígrafe que precede a la segunda parte
de la novela (51), Carpentier revela la
exsa: su fama de ser escandalosa, su
hipocondría, su vanidad, sus múltiples
amoríos, su deseo de ser objeto de admiración, y, lo más importante para nosotros en la discusión de su transculturación, su obsesión con los baños.
Carpentier no menciona, sin embargo, al
hijo que la acompañó a Haití. Sugiero
que la presencia del hijo habría estorbado el tema de los baños sensuales y el
de la transculturación. Pero antes de seguir con nuestro examen de las fuentes
«chismográficas», deberíamos detenernos
un momento en precisar brevemente el
uso que haremos de «transculturación».
En el prólogo de Contrapunteo cubano
del tabaco y el azúcar de Fernando Ortiz,
Bronislaw Malinowski recapitula los conceptos principales de la ‘transculturación’
tal como la concibiera Fernando Ortiz:
...[es un] cambio de cultura...es un proceso en el cual siempre se da algo a
cambio de lo que se recibe; es un ‘toma
y daca’, como dicen los castellanos.
Es un proceso en el cual ambas partes
de la ecuación resultan modificadas.
Un proceso en el cual emerge una
nueva realidad, compuesta y compleja...(7)
Veamos, pues, cómo Paulina se transcultura y cómo, al mismo tiempo, Carpentier
también respetó la promesa de haber basado la representación no-velística de
los personajes, inclusive secundarios,
«sobre una documentación rigurosa» (11).
Angela Willis.
Profesora de
Literatura de los
Siglos de oro en
Davidson
College, (Carolina del Norte),
estudia actualmente las relaciones de la
novela latinoamericana contemporánea
con la picaresca
española.
23 Revolución y Cultura
Del «archivo del chisme», además de la ya
señalada obra de Madame d’Abrantès, sugiero que Carpentier particularmente se
valió de un texto de Hector Fleischman:
Paulina Bonapar te and Her Lover s (As
revealed by contemporary witnesses, by
her own letters, and the Anti-Napoleonic
Pampleteer s), publicado en 1914 en inglés y francés, y también de otra obra
supuestamente biográfica: The Sisters of
Napoleon: Elisa, Pauline, and Caroline
Bonaparte, de Joseph Turquan, traducido
al inglés -de no sé qué idioma- en 1909.
Claro que igualmente habría que reconocer la posibilidad de que Carpentier,
Fleischman y Turquan utilizaran otras fuentes comunes, que no conozco. Algunos
textos publicados después de la aparición de El reino de este mundo en 1949
podrían ofrecer más pistas acerca de los
orígenes de la Paulina carpenteriana. Ellos
son: Pauline: Napoleon’s Favourite Sister,
de Pierson Dixon (1964), e Imperial Venus, de Len Ortzen (1974), los dos en
inglés. Quizás el resultado más significativo de mi investigación es que no pude
localizar ni un texto que tratara de ella de
otro modo que no fuera como una revista
de sociedad, o como Hola. Todos hablan
de sus amantes, su ropa, su coiffeur.
Tanto «la chismografía» como la novela
de Carpentier presentan a una Paulina
bella, tonta, inmadura, erótica. Pero, asimismo, casi todos insinúan que tuvo
contacto «ilícito» con la cultura africana
en Haití.
El erotismo y una falta de pudor desproporcionada son algunas de las características principales de Paulina que
Carpentier recupera del «archivo del chisme». En su libro, Joseph Turquan nos
ayuda a entender mejor a la diva corsa
cuando denuncia su hedonismo en estos términos: «Ella también se enfermó,
pero no de cólera, sino del entusiasmo
con que había perseguido el placer desde su llegada a Haití»(141), y añade que
«...era víctima de algún tipo de histeria
erótica...» (121). Fiel a la mala reputación de la hermana de Napoleón,
Carpentier ofrece la visión de una Paulina
excesivamente sensual. En la primera
escena en que aparece, se descubre a
una mujer que, en su viaje a SaintDomingue, había adquirido la costumbre
de dormir desnuda en la cubierta del alcázar de la fragata Océano, donde se apiñaban sus admiradores. Carpentier nos
da la siguiente descripción de una
Paulina «soberana», sensual, exhibicionista, casi una sirena:
Revolución y Cultura 24
... Paulina se había sentido un poco
reina a bordo de aquella fragata cargada de tropas que navegaba ahora
hacia las Antillas [...] Su amante, el
actor Lafont, la había familiarizado
con los papeles de soberana [...]
Paulina, buena catadora de varones
[...] se sentía deliciosamente halagada por la creciente codicia que
ocultaban las reverencias y cuidados
de que era objeto [...] Una noche
particularmente sofocante, Paulina
abandonó su camarote, envuelta en
una dormilona, y fue a acostarse sobre la cubierta del alcázar [...] Al alba,
el vigía descubrió [...] la presencia
de una mujer desnuda, dormida [...]
Desde aquella noche durmió siempre al aire libre, y de tantos fue conocido su generoso descuido que hasta el seco Monsieur d’Esmenard [...]
llegó a soñar despierto ante su academia, evocando en su honor la
Galatea de los griegos. (78-80, mi
énfasis)
En este pasaje, se muestran el erotismo
y la actitud altanera de Paulina. En la
obra de Pierson Dixon, se revela una escritura muy parecida a la de Carpentier.
Dixon cita a un «miembro de la expedición» (desafortunadamente, sin dar su
nombre), que había escrito: «...la vida a
bordo del Océan se hizo positivamente
alegre. Paulina, se divertía de lo lindo
como centro de un tropel de jóvenes
oficiales que la admiraban, cuando reunía su pequeña corte en el alcázar,
mostrándose ‘en todo el resplandor de
su belleza’, como anotó un miembro de
la expedi-ción, ‘como estatua viva que
recordaba a la Galatea de los antiguos,
una Venus marina’» (51, mi énfasis). En
esta descripción de Dixon se observan
los elementos básicos de la escena de
Carpentier. La Paulina novelesca, pues,
no se diferencia mucho de su hermana
histórica.
En buena medida, fue su fetichismo por
los baños lo que fomentó las murmuraciones sobre la impudicia de Paulina, y
como vimos en la cita de Dixon, el gusto
-relacionado con los baños- de exponer
su cuerpo desnudo en público. Esta obsesión de Paulina es tal vez el rasgo más
notable, tanto en los documentos históricos como en la novela de Carpentier.
Sobre los hábitos higiénicos de Paulina,
Fleischman nos ofrece informaciones reveladoras. En su estilo de novela rosa,
escribe: «De acuerdo con lo dicho por
Peltier [en un diario inglés: Ambigu ],
Paulina tuvo su primer amante en Marsella, en 1794, es decir, cuando tenía
catorce años. [Peltier] omite su nombre,
pero nos recompensa de su omisión diciéndonos que ella se bañaba desnuda
en el puerto» (Fleischman 10). Es evidente que también podríamos relacionar
esta cita con la escena que la presenta
durmiendo desnuda a bordo de la fragata. Más tarde, en un tono incluso más
melodramático, Fleischman añade: «De
baño en baño, [Paulina] serpenteará en
obediencia a su deseo de movimiento y
cambio, como judía errante con sufrimientos imaginarios, siempre sedienta de
aventuras, buscando solaz en la intriga y
recompensa en el erotismo» (134). Así
pues, Dixon confirma la aserción de
Fleischman, y agrega que se trataba de
un fetichismo de toda la familia: «...los
Bonaparte, todos adictos a bañarse, habían instalado espléndidas salas de baño
en sus palacios y castillos» (40). Esta
adic-ción a la higiene física se vincula
a la presentación de imágenes eróticas
de Paulina en la obra carpenteriana. El
cubano escribe: «...[Paulina] había hecho cavar una piscina, revestida de
mosaico azul, en la que se bañaba desnuda» (Carpentier 81). En El reino, hay
copiosas referencias a los baños de
Paulina. En el viaje a Saint-Domingue,
se baña y expone su cuerpo otra vez:
«...creyéndose protegida de las miradas
por las lonas que le ocultaban el resto de
la cubierta, se vació varios baldes de agua
dulce sobre los hombros» (80). Cuando
el paludismo empieza a diezmar a los
habitantes de Saint-Domingue, Paulina
y su esposo huy en a la Isla de la Tortuga
donde: «...se distrajo bañándose en una
ensenada arenosa...»(83). En las únicas
tres escenas en que aparece una Paulina
viva -en la fragata, en Haití y en la Tortuga- se presenta la obsesión que tenía
con su cuerpo desnudo en el agua.
En la novela, se evidencia la fama de
una Paulina histórica erótica, y su
tangencial adicción a los baños en relación con su sir viente negro, Solimán. En
la obra de Carpentier, de hecho, Solimán
es, «antiguo camarero de una casa de baños» (81). En los documentos del «archivo del chisme» hay muchas habladurías
en cuanto a relaciones íntimas de la hermana de Napoleón con negros de la isla.
Muchos de estos rumores mencionan en
particular a un tal «Paul» o «Rode» que la
ayudaba con sus baños. En la siguiente
referencia, Fleischman discute la manía
de Paulina de bañarse, su actitud exhibicionista y su relación con un criado negro. Inclusive cita directamente a Paulina:
Por otra parte, faltan por ser examinadas algunas otras características suyas, que nos serían de gran ayuda a
la hora de definir su psicología y de
formarnos una idea acerca de su neurosis histérica –su deseo de que la visitaran hombres cuando se estaba
bañando, por ejemplo. Hemos encontrado esta nota suya a Forbin: «Estoy
haciendo arreglos que le permitan
venir a mi baño y permanecer todo el
tiempo que yo esté allí» ...Ella era llevada a sus baños de leche... por un
negro que estaba a su servicio, llamado Paul o Rode, no sé bien el nombre...
(Fleischman 193).
Fleischman hace referencia al negro sirviente y a las inquietudes de Paulina
por la blancura de su piel. Es evidente
que, después de su estancia en SaintDomingue, Paulina in tentó recuperar el color marfileño de su cuerpo con estos baños
de leche. De hecho, en cuanto a la salud
y la piel de Paulina después de su estadía en Haití, Ortzen relata que:
El clima tórrido de Haití y la angustia
por la enfermedad de su esposo le
costaron caro. Se le formó una úlcera
en una mano, rebelde a todos los tratamientos médicos. Y más aún, el pelo
comenzó a caérsele, y su bellísima tez
se arruinó con el fuerte sol tropical, lo
que fue desastroso para su espíritu.
Era, realmente, digna de lástima.(65)
En El reino, Carpentier transforma esta
preocupación de Paulina por su piel en un
placer. Describe así su transfor mación física: «Se reía cuando el espejo de su alco-
ba le revelaba que su tez, bronceada por
el sol, se había vuelto la de una espléndida mulata» (83). En contraste con lo
que dicen los documentos históricos, al
personaje de ficción le gusta el cambio
del color de la tez. Incluso, le da risa.
Simultáneamente, este cambio físico supone su transcul-turación espiritual.
Regresemos, pues, al tema del sirviente Solimán, y al tema del erotismo de
Paulina. En su texto, Fleischman habla
de otro sirviente, un masajista que cuidaba del cuerpo de Paulina. En un tono
casi voyeurista, Fleischman cuenta: «Él
[un sirviente blanco] colocó un cojín de
terciopelo sobre la silla, la Princesa adelantó graciosamente una de sus piernas,
y el pajecito le quitó la media, también
la liga, me parece, y comenzó a masajear,
frotar, secar lo, perfumar este hermoso pie
que era, realmente, incomparable»
(196).
Carpentier asimismo presenta una escena de masaje en la que Solimán excita
a Paulina. Y también es importante notar
que los dos, tanto el cubano como
Fleischman, hablan del pie de la Venus
de Cánova. El escritor cubano escribe:
... se aseguró los servicios de Solimán [...] quien, además de cuidar su
cuerpo, la frotaba con cremas de almendra, la depilaba y le pulía las uñas
de los pies. (81)
Comparando las citas de Fleischman y
de Carpentier en cuanto a las referencias a la limpieza y masaje de los pies
de Paulina, hallamos aún más indicios
de que la fuente principal para El reino
es Fleischman. Pero como Carpentier ha
optado por un sirviente negro para esta
escena (en contraste con el paje blanco
del texto de Fleischman), en la novela no
sólo se reproduce el deseo reprimido entre las clases sociales, sino que, con la
participación de un sirviente negro, se
añade, además, el elemento del deseo
prohibido entre la población europea y
la africana de la colonia francesa.
La relación existente entre el africano trasladado y la corsa trasladada simboliza el
deseo sexual insatisfecho entre blancos
y negros y, como consecuencia, la
aculturación y la transculturación. De
nuevo, en los documentos históricos se
encuentran muchos rumores sobre
Paulina y su interacción íntima con la
gente negra de la isla. Fleischman revela que, «...Paulina se mostraba demasiado complaciente con los nativos del
lugar... De acuerdo con él [Barras],
Paulina tuvo aventuras ‘no solo con to-
dos los blancos del ejército, sino también con los negros’» (80). A igual que
los documentos «chismográficos»,
Carpentier insinúa una relación sexual
entre Paulina y Solimán:
Cuando se hacía bañar por él, Paulina
sentía un placer maligno en rozar,
dentro del agua de la piscina, los duros flancos de aquel servidor a quien
sabía eternamente atormentado por
el deseo [...Ella s]olía pegarle con
una rama verde, sin hacerle daño,
riendo de sus visajes de fingido dolor.
A la verdad, le estaba agradecida por
la enamorada solicitud que ponía en
todo lo que fuera atención a su belleza. Por eso permitía a veces que el
negro [...] le besara las piernas, de
rodillas en el suelo...(81)
En este ambiente colonial, los dos parecen encontrar más placer en esta relación de ama y sir viente. Incluso parecen
tener una relación sadomasoquista:
cuando ella le pega, él finge dolor, y ella
se ríe. Carpentier otra vez refleja el tan
comentado erotismo de la Paulina del
archivo histórico-chismográfico.
Después de la muerte de su marido,
Paulina -el personaje- teme por su vida.
Para intentar salvarse de la fiebre amarilla, ella y Solimán bailan juntos, desnudos, una calenda, o baile encantado del
vudú. Su interacción llega entonces a ser
aún más erótica. En esta escena sexual/
voduísta, Carpentier presenta la culminación del erotismo que simboliza el
enlace de Paulina y Solimán:
Ya no eran esencias odorantes, frescas aguas de menta, las que Solimán
derramaba sobre su pecho, sino untos de aguardiente, semillas machacadas, zumos pringosos y sangre de
aves. Una mañana, las camaristas
francesas descubrieron con espanto,
que el negro ejecutaba una extraña
danza en torno a Paulina, arrodillada
en el piso con la cabellera suelta. Sin
más vestimenta que un cinturón del
que colgaba un pañuelo blanco a
modo de cubre sexo, el cuello adornado de collares azules y rojos,
Solimán saltaba como un pájaro,
blandiendo un machete enmohecido.
Ambos lanzaban gemidos largos,
como sacados del fondo del pecho,
que parecían aullidos de perro en
noche de luna. (85)
En la escena de la calenda, no cabe duda
de que Paulina ha experimentado una
transformación espiritual. Durante este
rito, Solimán la baña de nuevo; sin em25 Revolución y Cultura
bargo, esta vez la baña con un brebaje
mágico del vudú. El novelista cubano,
que ha extraído la manía de Paulina de
bañarse del «archivo del chisme», la transforma completamente mediante el elemento del vudú. El tópico del baño, pues,
ha sido transcultu-rado. En el primer caso,
el baño es decorativo, ornamental e higiénico. Ahora es sacramental, trascendental y contaminante.
También es interesante analizar la relación que implican las posiciones físicas
de Paulina y Solimán en la escena de la
calenda. Los dos están básicamente desnudos y gimen como en el acto sexual. Ya
no hay nada de formalidad entre ellos.
En la calenda, ya no es Solimán el que
está arrodillado (como en la escena del
masaje y la rama verde), sino Paulina.
Se ha invertido la relación de «amo y
esclavo», mientras que simultáneamente se ha conser vado la polaridad: ahora
él es amo, y ella la sir vienta. Ella adopta
las creencias africanas de Solimán: se
trans-cultura. Carpentier incluso nos
informa que, para Paulina, Solimán es «único defensor contra el azote de la otra orilla
[la m uerte], único doctor probable ante
la inutilidad de los recetarios» (84-85).
Una posible pista de dónde se puede
encontrar la fuente de la escena de la
calenda es el libro de Dixon. Hay grandes
semejanzas entre el texto de Dixon y El
reino. Dixon pre-senta y resume la cita de
un «miembro del estado mayor de Leclerc»:
La llegada de Paulina causó sensación entre los negros que trabajaban
en la isla [Tortuga]. Aceptó asistir a uno
de sus bailes tradicionales, y el miembro del estado mayor de Leclerc que
Notas:
1
Dicho que se hizo famoso en el siglo diecinueve por
Lanlois y Seingobos.
2Carpentier, Alejo, El reino de este mundo (Barcelona:
Seix Barral, 2000).Todas las citas han sido tomadas de
esta edición; de aquí en adelante, sólo se indicará el
número de la página entre paréntesis.
3Consulté una traducción al inglés de estas memorias,
publicadas originalmente en francés entre los años
1831-1835; supuestamente, Balzac animó a la duquesa
a publi-carlas.
Revolución y Cultura 26
Bibliografía citada:
Abrantès Laure Juno, Duchesse d’. At the Court of
Napoleon: Memoirs of the Duchesse D’Abrantès. New
York: Doubleday, 1989.
Dixon, Pierson. Pauline: Napoleon’s F avourite Sister.
London: Collins, 1964.
Fleischman, Hector . Pauline Bonaparte and Her Lovers.
London: J ohn Lane, The Bodley Head, 1914.
Ortzen, Len. Imperial Venus: The Stor y of PaulineBonapar te-Borghese. Briarcliff Manor (NY): Stein and Day,
1974.
Ortiz, Fernando. Contrapunteo cubano del tabaco y el
azúcar. Barcelona: Editorial Ariel, 1973.
Turquan, Joseph. The Sisters of Napoleon: Elisa, Pauline,
and Caroline Bonaparte. Ne w York: Charles Scribner’s
Sons, 1909.
tomó nota de esta sor prendente escena estaba choqueado por el hecho de que la esposa del General
hubiese podido estar presente en
esa exhibición orgiástica y presenciado tan innombrables indecencias.
(53, mi énfasis)
Estas menciones de «bailes tradicionales» y «exhibición orgiástica» traen a la
mente la escena de la calenda en El
Reino. Lamentablemente, Dixon no da el
nombre de «el miembro del estado mayor de Leclerc». Ortzen también comenta
el interés de Paulina por el vudú: «Paulina
se fascinó con historias de ritos y mitología del vudú –quizá debido a lo pagano
de su curiosidad- y quería conocer al
Barón Samedi, que vagaba por los cementerios vestido con frac y sombrero de
copa, y fumando un gran tabaco» (60).
Desafortunadamente, tampoco Ortzen nos
revela dónde obtuvo esta información.
Concluyo, con respecto a las fuentes que
Alejo Carpentier utilizó en su reescritura
de la historia haitiana, que el novelista
consultó no sólo los textos de los historiógrafos tradicionales, sino también los
«archivos» extraoficiales de la chismografía y del vudú. Carpentier mantiene
las características más sobresalientes de
la impúdica mujer histórica, pero también le imparte un carácter dispuesto a
grandes cambios espirituales. Recorda-
mos que se nos presen ta una Paulina
transformada en la escena en que se alegra de que su tez se haya bronceado,
lo que simboliza una transformación.
La Paulina histórica se preocupaba por
la blancura de su piel, pero la Paulina de
la novela está muy contenta con su piel
color café. Mas Carpentier presenta la
prueba quizás más importante de la transculturación de la hermana de Napoleón
en el momento en que se aleja para
siempre de Haití, pues Paulina parte con
el amuleto de Papá Legba, dios del vudú,
en su maleta. Así pues, no sólo lleva consigo recuerdos marcados en su piel, sino
que el amuleto, por lo que significa, implica también un cambio de su espíritu:
se lleva en su alma creencias africanas.
Ya no es «francesa», sino una «mulata
espléndida.» Mediante la transculturación de Paulina, figura femenina erótica
y transgresora de tabúes, Carpentier ofrece una historia alternativa y no occidental de Haití. Por la relación entre Paulina
y Solimán, el escritor cubano muestra a
Saint-Domingue como un mundo maravilloso en que dos culturas muy distintas
pueden chocar, pero también fundirse.
Reynaldo González
RETRATO
A LÍNEA
Marilyn Bobes
ablemos de tu infancia, tu adolescencia
y tus primeros acercamientos a la literatura.
–No nací en un hogar culto, ni en casa tuvimos una biblioteca que sobrepasara las lecturas elementales, nada
de teoría y menos de cultura científica, solo manuales
prácticos y obras narrativas que entonces armaban el
librero de una familia humilde. En las circunstancias
cubanas prerrevolucionarias las “infancias letradas” pudieron contarse con los dedos. La mía no fue letrada,
sino esforzada, en un barrio periférico de Ciego de Ávila.
Los tres hijos que crecimos al amparo de una jo ven
madre viuda, escuchamos frases exhortativas: “Hay que
echar pa´lante, hay que hacerse gente”. Quería que superáramos el que parecía irrefutable destino de la pobreza. No olvido las circunstancias de nuestra infancia
y de su muerte, los años cincuenta, en un barrio de trabajadores que se implicaron en la resistencia a la dictadura de Batista y, como corolario, en la revolución. A
las aulas fui hasta que pude y traduje las órdenes de mi
madre en el esfuerzo del autodidactismo.
–Eso lo describiste en tu novela Siempre la muerte, su paso breve. Pero en ella, y en toda tu obra,
asoman elementos de una formación literaria
que no encaja en ese panorama. Además de la vocación, debiste dedicarle tiempo y esfuerzo.
–Hubo una circunstancia estimulante, también propia
de la época. ¿Sabes a quién llamaban “tuberculoso
encartonado”? Al enfer mo tratado con tantos antibióticos sintéticos que podría morirse de un retortijón de
barriga, de un callo, una emoción a destiempo, de cualquier cosa menos de los pulmones. A fuerza de antibióticos casi lo cristalizaban y lo daban por curado,
pero ya no sería un hombre realmente sano, sino un
convaleciente per petuo. En mi familia hubo un caso de
esos, un primo al que quisimos mucho. Empleó su obligado reposo en consumir insaciablemente todo tipo de
libros, traducciones que le llegaban por un tráfico
underground entre quienes no podían adquirirlos. De
sus manos caían en las mías. Contraje el virus de la
lectura, bebía más que leía novelas de la posguer ra europea, clásicos, libros de historia y de filosofía, la poesía y
el teatro castellano. En mi mente adolescente se armó un
berenjenal de dimensiones colosales, lo menos indicado
para una mente en formación, pero el puntillazo inicial
para un cachorro de escritor. Por aquel cóctel literario y
el esfuerzo para cubrir las lagunas culturales que dejaba, mi formación ya seguiría una senda propia. Mis
libros de ensayos que hoy recomiendan en algunas universidades – La fiesta de los tib urones , Llorar es un
placer, Contradanzas y latigazos – fueron pasos en mi
formación, satisficieron mis búsquedas e inter rogantes.
Esto no entraña un desprecio a la formación tradicional,
aunque tampoco una envidia. A cada cual su camino.
Marilyn Bobes.
Narradora,
poetisa y
periodista.
Premio Casa de
las Américas
1995 con
Alguien tiene
que llorar
(cuento).
–¿Qué significó para ti obtener una mención en
un concurso tan prestigioso como Casa de las Américas con tu primera novela?
–Una sorpresa. Recuerda que no estaba de moda la
juvenilia que hoy se advier te en las ediciones, todo lo
contrario. El peruano José María Arguedas, jurado del
premio, no creía que con mis veintiocho años hubiera
escrito esa novela calificada por un crítico como “asombrosamente técnica” (no entendí si fue ironía o elogio en
un país cuya narrativa, aunque sobre asuntos de interés,
solo en casos excepcionales alcanzaba un nivel “técnico” atendible). Fue la destilación de mis desaforadas
lecturas. Y ya no me detuv e, ni cuando inmediatamente después la cultura cubana padeció la aberración que
of iciosamente llaman “quinquenio gris”. Ese ciclón
27 Revolución y Cultura
me agarró en su mismo vórtice. Cuando la intolerancia casi me echaba de mi país, acuñé una frase
def initoria: “otros se exilian, yo me incilio”. Me amarré al mástil de mi propia embarcación. Del silencio y
del desprecio me sanaron las traducciones internacionales de la novela y las g anas de trabajar, buena medicina para no guardar resentimiento. Cuando me permitieron salir a flote traía La fiesta de los tiburones
bajo el brazo, el mismo libro que los mandamases habían detenido en segundas galeradas diez años antes
–¿Qué importancia ha tenido para ti ejercer el
periodismo?
–Fue el descubrimiento de muchos aspectos novedosos
de la vida. Con veintidós años caí como llovido en la
jefatura de redacción de Pueblo y Cultura, órgano del
Consejo Nacional de Cultura, antecedente de nuestro actual ministerio. Pueblo y Cultura fue el ancestro directo
de la revista para la cual me entrevistas, Revolución y
Cultura, de la que fui su fundador como redactor jefe.
Desarrollaba una actividad enorme, en la revista, dirigiendo la “Página Tres” del periódico Revolución –que puso
en mis manos Enrique de la Osa–, como co-laborador en
Bohemia, el suplemento del periódico Hoy, La Gaceta de
Cuba, Unión, Cuba Internacional... Eran años de verdadera eclosión cultural y yo lo reportaba todo, los nuevos
museos, lo que ocurría en la música, el teatro, la literatura.
Mi ansiedad de conocimientos no tenía límites. Me quedaba hasta la madrugada con Chago Armada, el humorista y diseñador, para aprender el emplane del periódico,
como luego hice con Raúl Martínez, Umberto Peña, Darío
Mora, José Manuel Villa, Héctor Villaverde. Investigaba
en hemerotecas y viajaba la Isla entera, junto a Onelio
Jorge Cardoso, Odilio Urfé y otros
amigos. Los reportajes culturales
me sintonizaban con quienes
vivían la cultura cubana desde adentro, en los ensayos
de la Sinfónica o en el escenario del Lorca, con
José Luciano Franco en el
Archivo Nacional o Zoila
Lapique y Juan Pérez de
la Riva en la Colección
Cubana, con Félix
Chapotín o Virgilio
Piñera, Leo Brouwer
Revolución y Cultura
o Titón Gutiérrez Alea, el Chori, Bola de Nieve o José
Antonio Alonso. Iba de una conferencia de Alejo
Carpentier a la casa de José Lezama Lima, de una descarga en La Peña de Sirique a un despojo en la casa de
Arcadio... El periodismo abrió una compuerta maravillosa ante mis ojos. No renuncio a él, ni creo que dañe
la obra de un escritor, sino todo lo contrario. El purismo en géneros literarios es un invento de escritores
sedentarios, con el riesgo de que la vida huya de sus
páginas y se queden secos, en una perpetua autobiografía, imaginando que sus asuntos interesan a los demás, lo que pocas veces sucede.
–Has cultivado casi todos los géneros de la literatura. ¿Cuál prefieres y por qué? ¿A qué se debe
que hayas publicado poesía tan t arde?
–¿Por qué tarde si la poesía es obra de madurez? La
idea del poeta adolescente queda en permanente búsqueda de un Rimbaud extraviado, alimenta la prisa en
publicar poemarios carentes de f ijeza, el descubrimiento
de astros que se desvanecen con prontitud. ¿En cuanto
a los géneros? Odio la rutina, no podría escribir siempre sobre lo mismo ni de la misma manera. Cada libro
exige su expresión, su carácter. Viví desde adentro el
proceso de fusión de los géneros que hoy se reconoce
bajo rótulos posmodernos. Cuando publiqué mi primer libro (de cuentos) ya venía del periodismo, experiencia plural que alimentó mi visión del mundo. Tuv e
acceso directo a los libros del boom latinoamericano,
de las manos de sus autores llegaban a las mías. Conocí
inmediatamente el vértigo de traducciones que a partir
de los sesenta comenzaron a vivir las ediciones en castellano. Siempre me interesó estar informado, tengo sensibilidad de esponja, seleccionaba y procesaba con
mucha rapidez. Mi novela, Siempre la muerte, su paso
breve, estuvo armada con cuentos que recuperaban su
independencia si el lector lo deseaba. En su segunda
edición cubana, mi preferida, le fusioné partes del libro
anterior, Miel sobr e hojuelas, en un juego instado por
Julio Cortázar, quien me demostró que ambos eran un
mismo texto. La fiesta de los tiburones ya no podía ser
un típico libro testimonial, si eso existe, se sirvió de
ardides propios de la novela. Los críticos han notado
que en mis ensayos la argumentación participa del reportaje y de elementos narrativos. Me niego a inyectarles prestamos del universo teórico porque contraen el
texto a metalenguaje de iniciados y enrarecen la lectura. Pero valoro cualquier recurso para persuadir a los
lectores. Lo esencial poético –que no habita solo en
“renglones cortos”– siempre fue una apropiación de
la narrativa, tácitamente aceptado por narradores o
ensayistas. Las dos novelas cubanas ganadoras del
premio Casa que evocas, la de P ablo Ar mando
Fer nández y la mía, las consideran ejemplares en la fusión de poesía y narración, algo
dictado por los asuntos que trataron. Intenté con largueza la poesía, pero no fue hasta
mi “edad de la razón” –puede ser del dislate– que reuní poemas en un libro. Ya no
soy el “atrevido joven del trapecio”, después de unos quince libros la salida del
poemario Envidia de Adriano me tiene anhelante, por
el respeto a la poesía, género de esencias.
–En tu libro Llorar es un placer te acercas a la
llamada cultura de masas. ¿Ha influido en tu
literatura? ¿Qué opinión te merece?
–“Cultura de masas” es un apelativo dado por los estudiosos para diferenciarla de la “alta cultura”. Se ref ieren
a mensajes utilizados por los mass media, que intentan
pasar por popular lo que ellos mismos han popularizado,
una interesada subeducación impuesta desde esferas de
poder, conducida hacia el consumismo o la diseminación de ideas en benef icio de determinados intereses.
Cierto que los media no se aplican solo al trabajo cultural, ámbito en que son útiles si promocionan la cultura verdadera, no lo fácil y epigonal. La llamada cultura
de masas ha estado en manos de gente más dotada para
el mercado o la agitación que para una labor cultural.
Asentados en la improvisación y el desg ano, la reducen a una gestión machacona y vulgar. No es un mal
localizable en una zona geográf ica o en un país, sino
un padecimiento general. No se salva quien se justif ica
acogiéndose a enunciados signif icativos en otras esferas de las ideas, la conducta individual o social. En
Llorar es un placer estudié uno de sus fenómenos característicos, el melodrama radiofónico y televisivo.
Evidencié que a pesar de esfuerzos loables, el mecanismo traiciona las mejores ideas, sin negar la posibilidad
de una e xperiencia contraria, que aproveche su sembrada popularidad. El melodrama radial y televisivo
quedó visto como una droga para su consumidor habitual. Desentrañé sus enzimas y vías de intoxicación
que minan la capacidad de iniciativa e imponen contenidos travestidos de ingenuos lugares comunes, debilitan la v oluntad, estab lecen un nivel de percepción
desde una tabla rasa colocada en el nivel más bajo. La
reiteración banaliza cualquier contenido, incluidos los
más elevados y comprometedores. Llorar es un placer
ganó el Premio de la Crítica en su momento, tuvo cierta
repercusión internacional, me propició vínculos con especialistas de diferentes partes del mundo, en congresos
y cursos académicos latinoamericanos y europeos. No
creo que haya influido en los medios cubanos, muy apegados a fórmulas que consideran exitosas. Tampoco la
cultura de masas influyó en mi obra, aunque utilicé sus
tópicos, para subvertirlos, en lo que fue maestro el narrador argentino Manuel Puig.
–¿Para quién escribes?
–Para los lectores cubanos en primer lugar , y para los
de cualquier parte del mundo que obtengan mis libros.
Una publicación extranjera es g ratificante como extensión de la onda, pero pensar en ella durante el período de creación le impondría a la obra impostaciones de
la voz literaria, adulteraciones que acondicionarían el
mensaje a esa sensibilidad distante, sus preconceptos y
hasta exigencias. Digo esto y de inmediato pienso en
la otra tendencia, la de adecuar el “discurso” literario a
un determinado “oído y gusto cubano” –el cubaneo
ramplón–, una forzada caracterización de la literatura
para ser entendida “dentro”. Me parece caricaturesco,
otra imposición, nacida de criterios falsos. Haber escrito libros tan diferentes como el testimonio La fiesta de
los tiburones, uno de los más citados por Argelio
Santiesteban en El habla popular de Cuba y saludado
en España como “la fiesta del lenguaje popular cubano”, y veinte años después la novela Al cielo sometidos, que transcurre en el siglo xv, en el sur de España,
supuso una aplicación profunda al lenguaje. Ambos
son libros de gran demanda entre los lectores cubanos.
Por igual los escribí pensando en mis vecinos, incluso
cuando les impuse elevarse para mayor comprensión
del texto.
–¿Qué piensas de la narrativa que se escribe actualmente en Cuba?
–Me pones en una disyuntiva, pues no deseo mencionar nombres y detesto los catálogos a manera de pases
de lista. Dejo sentado que en Cuba se han escrito y
escriben buenas y g randes novelas y colecciones de
relatos –se entiende que un cuento no hace a un cuentista ni un libro una reputación de narrador–, tradición
a la que podemos y debemos recurrir, en ella he querido insertar me. Pero sabes que en la segunda mitad del
siglo xx nuestra narrativa atravesó períodos terribles,
ensañados con los autores emergentes, a quienes consideraron víctimas propicias para imponerles normativas maniqueas; influyeron en sus obras y en sus vidas,
condicionaron sus ediciones e incluso la valoración
que se les daba. Fijaron ideas sobre la literatura como
algo pertinente, o no, aceptable, o no, según catecismos impuestos por una taimada conducción de la vida
cultural. Siempre se habla de un período difícil, pero
fueron dos: la pretendida imposición del realismo socialista en los años setenta, y la reacción, nacida de una
buena intención opuesta, que podemos llamar “socialismo realista a la inversa”. Fue una respuesta mecánica
y poco meditada, que generó idénticos enfoques, elementales juegos de artif icio en la voz que nar ra o el
punto de vista aplicado, pero una abrumadora reiteración en los argumentos, en un reducido radio de acción
y de experiencias generacionales. Ambos polos aprovecharon una innegable vocación de servicio político
desde la literatura –elevado a piedra fundamental–,
validado por recetarios inducidos. Una porción de nuestra narrativa realista pareció constreñida a anécdotas
extremadamente parecidas, como si varios autores escribieran un mismo libro. Era la resaca de las primeras
imposiciones, a las que se respondía con métodos similares, en desconocimiento del saludable riesgo de la
individualidad creadora. Lucraron los adalides de lo
correcto y lo bien hecho, que nunca faltan. Ambas tendencias, en su turno, fueron benef iciadas por la promoción y alcanzaron convenientes teorías. Por no dejar de
teorizar, lle garon al vaticinio para obras emergentes
como si ya estuvieran asentadas. La reacción a ese
facilismo docto sería una racha minimalista, factográfica, retratismo de una inmediatez deprimida, versión
criolla del realismo sucio, unida a la búsqueda de un
éxito rápido, precisamente la complacencia con ese lector extranjero del que hablamos antes. Si de eso algo
quizás perdure, será su saludable irreverencia, pues
29 Revolución y Cultura
como la poesía, una cultura puede padecer entre superlativos. Esa operación de marketing durará lo que la
racha que ya fatiga. En el conjunto abrumaba la falta
de imaginación, lo último que busca un lector que se
precie. Y lle gamos a una encrucijada que parece prometedora, donde se cruzan obras de tradicional ef icacia con las que buscan su propio derrotero. Se reponen
autores que estuvieron afectados por alguna de las epidemias mencionadas, y afloran otros, incluida una narrativa escrita por mujeres, de peculiar sensibilidad y
pericia no alcanzada en número que abulte por las escritoras anteriores. Parece que nuestra literatura se aviene a una visión más compleja y variada de la realidad y
del mundo, una apertura en asuntos que le permitirán
confrontarse con obras de otras latitudes. Es como si
nuestros escritores se desperezaran luego de un interesado tironeo y empezaran a ser ellos mismos, responsables
de sus propias f abulaciones. Ahora dependen de su laboriosidad. En eso estoy esperanzado. No me pidas
vaticinios, las dotes adivinatorias, ciertas o atribuidas,
me parecen ridículas.
–¿Cómo definirías a Reynaldo
González?
–Me pones la pica en Flandes al
proponerme ese retrato del escritor
sexagenario par lui même. Lo intentaré desde la sinceridad que
nuestra amistad impone. Apar te de
un sentido del humor que tú agradeces, no te sorprendas si te digo
que soy un solitario, sin llegar a raro,
ni contraído, mucho menos aspirante
a ermitaño. Mi soledad es la del golpeado que en cualquier momento espera la vuelta del tapabocas. Eso no me hace timorato, ni acaricio la paranoia que muchos de
mi generación llevamos dentro. Tengo el
perdón por asunto místico y el olvido como
pendejada. Sigo siendo el lanzado del principio, lo opuesto se
descubriría como disfraz, pero no me fío.
Frente a males reales
o posibles de un medio que por oleadas
muestra el vicio
salonnier , tengo por
brújula el trabajo. Soy
uno que currala, eso se
sabe. Cierto que salvo en
ocasiones insoslayables
huyo de brindis y repudios,
of icinas y pasillos que no
traen beneficios duraderos.
Sospecho de quienes acuRevolución y Cultura 30
den a cuanto brete ocurre, amantes de su propia voz,
bufones de una corte solo existente en sus cabezas. Son
personalidades febles, por más que se enmascaren en
una solemnidad de opereta. Dosifico mi participación,
aunque esto provoque enconos. Nunca for mé parte de
grupos, ni seguí los corrillos que enferman el cotarro.
Mi divisa sería “hacer bien y dejar que digan”. Cada
vez aprecio más las pequeñas cosas y los íntimos regocijos, me gusta estar en casa, defiendo mi intimidad de
intromisiones y devaneos. En casa trabajo y gozo los
placeres que me son afines, mis libros e videncian mis
intereses públicos. Salí a la vida junto a unos cuantos
apasionados por el conocimiento y la defensa de la
cultura cubana, sus fuentes y una ética que últimamente veo vulnerada con el pretexto de una modernidad
aparente. En un período de veintiocho años dedicados
a la edición de libros y revistas tuve la suerte de trabajar junto a Alejo Carpentier, Lezama Lima, Carlos Rafael Rodríguez, Nicolás Guillén, Rodríguez Feo, y propiciar el nacimiento de obras fundamentales. Conocí y
admiré a Fernando Ortiz, uno de los padres de la cultura
cubana verdadera. En asuntos históricos fui hijo putativo de Manuel Moreno Fraginals, cuya muerte
todavía lloro. De manera explícita o implícita
ellos alcanzan eco en mis páginas, como parte de
un panteón cultural recio y perdurable. Emularlos sería pretensión, me conformo con recordarlos
con la veneración que merecen. Estas líneas quiero que sean mi retrato.
Regreso a Unión de Reyes
Gregorio Ortega
os primeros recuerdos de mi infancia copiosos en
pormenores se remontan a los años treinta del pasado siglo y se sitúan en el pueblo de Unión de
Reyes, en la provincia de Matanzas. Un día, hace años,
tuve el antojo de rebañar mis recuerdos de aquel pasado antes de que se me desvanecieran. No se trataba, y
quiero precisarlo, de discernir entre los reales y los imaginados, porque creo que de ambos se arma la memoria. Fijar nombres, fechas, y exactas líneas de precedencias es tarea de historiadores; yo siempre he creído que
hay algo de hermoso y muy vital en las confusiones de
la memoria, en su caprichosa manera de repartir y estructurar los recuerdos, de forma que a veces los imaginados concluy en por triunfar, y ser los que más
añoramos.
Tomé en Matanzas un auto de alquiler desvencijado,
un Cadillac antediluviano, uno de aquellos colas de
pato de los años cincuenta, pintado de un insólito color mamey. Iba encajado entre otros dos pasajeros en el
asiento posterior. La cabeza de un gallo emergía de una
cesta de yare y junto a mi pierna derecha; el filoso ángulo de un huacal, sostenido sobre unas rodillas, a mi
izquierda, se me clavaba en las costillas a cada tumbo
del carricoche. Afuera, mares de caña, donde ya comenzaba a proliferar el caguazo, y de tiempo en tiempo,
más allá de las cercas de piedra, bohíos, palmas y platanales entre malezas. Cada kilómetro iba dejando sobre
el asfalto años, lustros, décadas, y al llegar al parque de
Unión de Reyes me topé con mi infancia.
Salvo que las calles estaban ahora asfaltadas, nada había cambiado. Allí, en la esquina, descubrí enseguida
la casa donde viví. El pasillo lateral era una larga placa
de cemento, nada quedaba de la enredadera de picuala
que trepaba por las rejas de las ventanas y se poblaba
de cocuy os en las noches. Adentro, se veían mujeres
atareadas frente a máquinas de escribir, y flotaba el inevitable vaho soñoliento de las of icinas en horas matinales. Enfrente se levantaba la pequeña iglesia con su
campanario sobre la puerta y su tejado a dos aguas; la
glorieta de las retretas dominicales por la banda municipal; y más allá del parque, el portal y el techo de tejas
del antiguo Ayuntamiento. Algo faltaba, recordé en otra
esquina el bodegón de madera verde de La Reguladora,
su portal con mesitas donde se jugaba al dominó; ahora un solar yermo, ásperos yerbajos brotan entre los
viejos cimientos.
Fui hacia el río, su barranco estaba apenas a dos cuadras. Desde allí se divisaba el puente de piedra de tres
arcos del ferrocarril; pero donde antes había una poceta
que casi cubría a un hombre, ahora se pudría un charco
negro, hediondo. Extrañé las bandadas de caballitos
del diablo, sus alas rojas y transparentes, las espirales
de mariposas amarillas; el curso de agua verde,
rumorosa, había sido sorbido por un surco de fango
entre matorrales y guizazos. Por sus már genes, en mis
fugas con otros niños del tedio de la casa y de la escuela, cacé lagartijas, ranas y grillos, como si fueran tigres
y rinocerontes, jugué a los vaqueros y los bandidos,
preparé arteras emboscadas. Nada me era reconocible
en aquella hondonada agreste, reseca, ajena, abandonada al sol y al silencio. Regresé al parque, al vórtice
de mi infancia.
Volví a escuchar, venían de muy lejos, los cascos del
penco en la calle de tierra, algo apagados en el polvo,
cantarinos en las piedras, el tintineo de las botijas en la
alforja, y le vi llegar frente al portal, las polainas
embarradas de tierra colorada, el sombrero de yarey
hasta los ojos azules, la piel requemada de soles, las
manos con raíces de gruesas venas, en una, las riendas,
en la otra, el jabuco lleno de huevos. Y el regateo de mi
tía Carmelina, la docena de huevos comprada por centavos, cada huevo visto al trasluz, contra el cielo limpio, terso, de cristal, de la mañana fresca, y luego la
leche volcada de la botija a la jarra, espumante, perfumada. El serón sobre la acera, las malangas, las yucas,
el trozo de ñame, escogidos uno a uno, cortados con el
cuchillo que llevaba el guajiro en la cintura, junto al
machete, examinados, rechazados, y otra yuca que se
pica para mostrar su pulpa blanca, f ibrosa.
En las tardes era Chucho, el dulcero, alto, muy largo,
flaco, la nariz afilada –los niños decían que por la noche empataba dos camas para dormir–, sus grandes cajas con golosinas de todos los colores. Pero, sobre todo,
era ir al fondo de la casa, a la cochera que daba a una
Gregorio Ortega.
Narrador y
periodista.
Recientemente
obtuvo el premio Plaza Mayor
por su novela
Cundo Macao.
Ilustraciones: Hilda Vidal
31 Revolución y Cultura
calle lateral, y rodear la tarima donde Quintín, el negro
casi centenario, que había sido esclavo, que ignoraba
la fecha de su nacimiento, cruzaba las piernas y sostenía en sus rodillas la kímbila, algo así como una lata de
aceite con una abertura circular en el centro, un hueco
cruzado por vibrantes flejes metálicos, y mientras pulsaba la teclas con los índices y los pulgares, oírle contar, recitar, cantar, en lengua que se me escapaba, no sé
si melancólicas canciones o historias de regiones y épocas lejanas, de un pasado impreciso, fuera de nuestros
calendarios y mapas de entonces. De niño me fascinaba, aunque no lo comprendía, luego supe que se refería
a un tiempo que era sólo suyo y de sus fantasmas, de él
y de nadie más, un tiempo que se diluiría definitivamente, como así ocurrió, cuando se oscurecieron su
memoria y sus ojos, que ya sin que yo me percatara
veían otra cosa detrás de cada cosa, se f ijaban por encima de nuestras cabezas en un punto lejano, inasible
para los demás, como yo ahora que al evocarlo, vuelvo
a ver algo que ya nadie puede ver.
Según caía la noche, se apagaba el alboroto de los pájaros que mi tío Randolfo tenía en una enorme jaula en
el patio. Allí había r uiseñores, tocoloros, tomeguines,
cateyes, cotorras, carpinteros, bijiritas, totíes, mayitos,
y otros que llamaban mariposas y cardenales. Mi tío
era inspector de ferrocarriles, y como los jefes de estación conocían su af ición a las aves siempre andaban
buscándole alguna especie rara. Mi tío solía regresar
en las noches a la casa con una pequeña jaula de mimbre en la mano, nos la mostraba a todos, y luego iba
hacia la pajarera.
Cuando las sombras reinaban en el patio y en la cocina
de ancha campana y grandes fogones, eran como rubíes en las tinieblas los puntos rojos de los últimos
rescoldos. Aunque ya era fácil percibir que cada noche
eran menos, que día a día los fuegos en las hornillas se
extinguían más temprano. Eran ya tiempos de yuca y
ñame, mejor: época de harina de maiz y boniato, sobre
todo desde que por la crisis los ferrocarriles ingleses
redujeron viajes, y abandonaron a la herrumbre, a las
yerbas y al polvo, ramales y trenes. Un día mi padre,
entonces vivíamos en Pinar del Río, se quedó sin trabajo, cesanteado, como escuché en mi casa, «por razones
de economía», algo que me resultaba incomprensible,
pero que, por el tono con que se decía y las consecuencias que trajo a mi familia, debía ser terrible. El hermano de mi padre, Randolfo, que como toda mi familia
pater na era también ferroviario, nos acogió en su casa
en Unión de Reyes.
Manuel, mi padre, para agregar unos pesos a la precaria
jubilación, andaba siempre con alguna chivichana entre manos. No sé quién, que había pasado por el pueblo, le dejó unas tarjetas con “gallo tapao” y un radio
Deleite como modelo de lo que se podía ganar en la
rifa. Las tarjetas tenían unos redondeles y al pie un
cuadrado. Por un peso se podía destapar uno de los
redondeles y descubrir el número que se escondía debajo. Cuando toda la tarjeta se había vendido se procedía a la solemne ceremonia, en presencia de todos los
poseedores de números, de arrancar el cuadrado y hacer aparecer el número g anador. No recuerdo en que
Revolución yy Cultura
Revolución
Cultura 32
concluyó la rifa; pero no olvido a Isabelita Pajares, la
rompecorazones del pueblo, con sus pechos enhiestos,
retadores, y la mirada entre coqueta y severa tras los
impertinentes de carey, exclamar a todo galillo en el
portal: “A ver Manolo cuando los vendes todos, porque como me den la mala se va a ar mar un titingó.”
Algunos domingos venían todos los colonos del municipio –es decir, los guajiros que sembraban las cañas
que molían en los vecinos centrales–, a reunirse en una
casona cercana, ataban sus caballos en las barandas de
los portales, en f ilas interminables, y era una fiesta de
sillas relucientes, de crujir de cinchas de cuero, de espuma verde en los belfos, y la calle se iba cubriendo de
cagajones y de burbujeantes chorros amarillos, hasta
que se levantaba un alboroto de relinchos y coces, y mi
madre y mi tía Carmelina llegaban apresuradas a recoger las niñas y esconderlas en la casa, acaso cerrar puertas y ventanas, porque algún caballo rijoso, el cuello
arqueado, los ojos relampagueantes y el miembro enorme, en flecha, quería montar una yegua.
Espejos de resol eran el cemento del parque, el asfalto,
las fachadas encaladas. El sol caía a plomo, inclemente, aplastando un paisaje deshabitado, desierto hasta
de perros. Tal vez, como ahora, fue así durante mucho
tiempo. Hubo un día, sin embargo, en que todo empezó
a cambiar, en que todo cambió; no sé, tal vez para siempre. Aunque ahora este mediodía me engañe, sé muy
bien que no es más que impostura este silencio, esta
desolación. Este desamparo, este vacío, están demasiado poblados de voces y tumultos. Una mañana, aún me
parece verlo, estalló la conmoción que quebró def initivamente el sopor pueblerino: del fondo de la calle
venía una manifestación encabezada por Pelón, un joven de piel bronceada y cabello revuelto. Flameaba
banderas cubanas y reiteraba a gritos: “¡Cayó el Tirano! ¡Cayó Machado!” Mi tío sacó un gran revólver
pavonado, no sé de dónde, se asomó al portal, y, como
se hacía entonces, lo descargó al aire. El parque se llenó de la trepidación de efusivos disparos y la atmósfera
cobró la acidez de la pólvora; todos se abrazaban, hasta quienes nunca se trataban; se izó la bandera en el
Ayuntamiento a los acordes del himno nacional interpretado por la banda municipal, convocada precipitadamente, olvidada de los ajados y pretenciosos uniformes que lucía, bajo las estrellas y los escasos focos, en
las retretas dominicales.
Habían pautado la vida del pueblo, concertado sus relojes, diríase que desde tiempos inmemoriales, en un
orbe congelado, la sirena de la fundición de los Per ret
con las primeras luces del día; al anochecer, las campanadas del tren de La Habana cuando llegaba a la estación. Muchachas y jóvenes, con sus mejores galas, acudían desde la tarde al andén, a pasearse por él, en espera
de ese vecino que inesperadamente había partido días
antes hacia la lejana capital, o el forastero, quizás un
viajante, que se apea maletín en mano, incierto, sin
saber a dónde dirigir sus pasos, mientras todos cuchichean y lo observan de soslayo, inquietos, como si fuera un ornitorrinco. Súbitamente, todo se desquició con
la caída de Machado, no sólo se quebró la modorra,
sino que hasta los cimientos del pueblo parecían sacu-
didos por la fuerza descomunal de ese King Kong que
colmaba la pantalla del cine local. Mi tío y mi padre, tan
apacibles, se enredaban en conversaciones con vecinos
bajando la voz en un ángulo del patio, lejos de las indiscretas miradas de la calle. Una noche escuché que se
citaban con otros para la iglesia presbiteriana situada
detrás de la casa, donde cierto rumor sostenía que a veces se escondía Pelón. Ya sabía que Randolfo había militado en el ABC durante la lucha contra Machado. Esa
noche oí por primera vez pronunciar el nombre misterioso de Joven Cuba. En una ocasión mi tío dijo preocupado «cualquier día van a venir los americanos», y, al poco
tiempo, en una tapia junto a las líneas del ferrocarril,
apareció un letrero a brochazos rojos que proclamaba:
“Abajo el imperialismo yanqui.”
Siempre me gustaron los grandes caballos bronceados,
castaños, rubios, gordos, cuidados y pulidos –“los caballos americanos”– de la Guardia Rural. Todos parecían
iguales, como salidos de un molde; majestuosos, solemnes, frente a los escuálidos pencos de los guajiros, y
soñaba con montar uno. Por la tarde pasaba altanera calle abajo la pareja de guardias que regresaba al cuartel
después de recorrer las guardarrayas y los bateyes. La
cor rea trenzada colgando del revólver, el machete golpeando rítmicamente el vientre del caballo, el máuser al
hombro, la canana terciada en el pecho. De pronto, inesperadamente, los guardias comenzaron a verse a todas
horas. En cuanto aparecían, todos callaban, las mujeres
recogían los niños en los portales, los metían dentro de
las casas, cerraban puertas y ventanas, los grupos se disolvían en silencio, todo lo envolvía un aura de temor.
Las voces de los guardias se tornaron agrias, chillonas,
conminatorias; g ritaban apoyando la mano en el machete o en el revólver; en ocasiones tiraban el pecho de los
caballos contra las barandas de los portales, los encabritaban en las esquinas, y hasta atravesaron una noche el
parque al galope persiguiendo a dos jóvenes que huían.
Dor míamos, pasada la medianoche, cuando se oyeron
disparos y gritos de ¡fuego!, ¡fuego! Ni a mis hermanas,
ni a mi prima ni a mi, nos dejaron llegar al portal, desde
las ventanas enrejadas de la sala veíamos las llamas
alzarse sobre la iglesia, lamer el campanario, brotar con crujidos por las ventanas. Entró en el parque la bomba tirada por dos gruesos caballos, desatada en furioso campaneo, pero no traía agua –en
el pueblo la suspendían de
noche. Los vecinos se volcaron sobre tanques y bañaderas –algunas de hierro
esmaltado con cuatro patas como garras–, llenados
por precaución en las tardes, cargaron baldes
chorreantes, arrojaron aquella escasa agua contra la
puerta y las calientes paredes del templo. Enseguida
se esparció el rumor de que
Pelón, responsable de todo lo imprevisto en el pueblo,
era el autor del incendio; pero al correr desesperadas
las viejas beatas hacia la candela para sacar los santos –
“¡San Antonio!, ¡San Antonio!”, gritaba una–, Pelón se
arrojó entre las vigas que caían carbonizadas, aún ardiendo, y regresó con una pequeña imagen, bastante
chamuscada, entre los brazos. Hubo un gran estruendo
y se desplomó el techo, se elevó una espesa nube de
humo y pavesas, las centellas se abrieron en abanico y
descendieron sobre nuestro portal y patio. Todavía, en
la mañana, bajo el sol, humeaba la iglesia, se erguían
desoladas, tiznadas, las paredes laterales y el campanario, y guardias apostados por el parque alejaban a los
curiosos por temor a que se desprendiera la campana.
Otra noche, en 1935, las puertas de la sala y de los
cuartos que daban al patio, casi fueron derribadas a
culatazos. Nos despertamos asustados, temblando;
abrimos, y por ellas entraron de sopetón guardias
con los máuseres en las manos, las caras tensas, desencajadas, los cuellos de las sudadas camisas abiertos, el sombrero tirado sobre la nuca. Un teniente
bramaba órdenes de registrarlo todo y preguntaba
por Randolfo. Supe entonces que esa noche mi tío
no había venido a dormir, algo que rara vez ocurría.
Punzaban con las armas bajo las camas, volcaban las
ropas de los escaparates, empujaban a las mujeres, y
cuando se cercioraron de que no encontrarían lo que
buscaban, dejaron durante varios días una posta en
el portal y otra en la reja posterior de la casa, frente a
la cochera, hasta que fue derrotada la huelga general. Mi tío volvió al cabo de no sé cuánto tiempo,
demacrado, sin afeitar, se reunió en un cuar to con la
parte adulta de la familia, a los niños nos dejaron
fuera, y cerraron la puer ta. Al salir , unas dos horas
después, tenían los rostros estirados, muy serios.
Días más tarde, se empezó a hablar de mudada, de empaquetar las cosas, de regresar a
La Habana, escuché algo
así como que habían
cesanteado a mi
Revolución y Cultura
tío «por economía», y que la familia debía dispersarse.
Sin duda, los ferrocarriles ingleses habían dejado de
ser esa compañía paternal, casi patriarcal, donde cuando se entraba a trabajar en ella, si uno cumplía, se podía
conf iar en tener el sustento asegurado por el resto de la
vida. Randolfo, Carmelina y su hija Gledys, fueron a
vivir a Santiago de las Vegas, donde mi tío intentó subsistir con un modesto taller de arreglar radios y la cría
de conejos. Mis padres se mudaron para Guanabacoa,
cera de los antiguos jardines de La Cotorra.
Mis maestras de primaria se asombraban de mis conocimientos de geografía. Nunca les confesé que los había
adquirido en los libros de Salgari. El León de Damasco, como más tarde Los tres mosqueteros, de Alejandro
Dumas, Ivanhoe, de Walter Scott, o El último mohicano,
de Fenimore Cooper, me darían humos de sabichoso en
temas de historia. Creo que fue en Unión de Reyes donde se despertó mi avidez por la biblioteca de mi abuelo, el mambí, el obrero ferroviario, tenaz lector de Víctor
Hugo, Julio Ver ne, Jules Michelet y Chateaubriand. Ella
me contagió su pasión por la Revolución Francesa, la
historia y la aventura. Los libros de mi abuelo y los
sucesos presenciados en Unión de Reyes fueron durante un tiempo el barómetro a mano para juzgar nuevos
acontecimientos y lecturas.
A lo largo de los años, y por noticias captadas al azar,
me llevaron algunas informaciones, que nunca he confirmado, ignoro si son ciertas, sobre Pelón, el pirómano, el enfant terrible, sin duda el más fabuloso de los
personajes de aquella época en Unión de Reyes. Me
han dicho que, durante la Guerra Civil Española, una
noche entró en el Casino Español, amontonó los muebles, los roció con gasolina, y les prendió fuego, por
considerar el Casino un antro de falangistas. Otros cuentan que en tiempos del presidente Carlos Prío aspiró a
alcalde por los auténticos, perdió las elecciones, asaltó
los colegios electorales y quemó las ur nas. Alguien me
afir mó que al final de la insur rección contra Batista,
subió al Escambray, y sin disparar un tiro regresó después del triunfo con estrellas de comandante en el hombro; anduvo en chanchullos de repartos de puestos
municipales, conver tido en una especie de suprema autoridad local sin cargo, parece que lo relacionaron con
ciertos robos de ganado y otros de armas en un cuartel,
estuvo unos meses preso, regresó al pueblo y fue a refugiarse en la f inca de su suegro. Un día alguien lo vio
extraviado por las calles de Miami, en la Florida. Quizás canceló así, más que una vida pintoresca, inconsecuente y turbulenta, una época.
Revolución y Cultura
Como siempre, cada edición del Festival
Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano es ocasión propicia para algunas felices confirmaciones. Dos cinematografías descollaron el pasado año
por la calidad de sus propuestas. Por
nuestra América, Brasil desplegó un catálogo de filmes que legitiman el hablar
de una recuperación no sólo en cifras
sino también cualitativa; Alemania, por
su par te –una presencia ya frecuen-te
en las muestras del cine interna-cional
que acoge el Festival–, parece recobrar
el liderazgo que décadas atrás le otorgaran cineastas como Herzog o Fassbinder.
R y C –que ya publicara en ediciones del
2003 valoraciones críticas sobre las cintas que representaron a Cuba en el evento– propone ahora dos reflexiones de
sendos críticos que nos aproximan a varios de los filmes que justificaron el
protagonismo de las cinematografías alemana y brasileña en el XXV Festival de
Cine de La Habana.
DIOS.
Frank Padrón
l cine brasileño cerró un año, si
no extraordinario, muy pro-metedor para los rumbos del
audiovisual en el gigante suramericano.
Al menos a nivel de recepción, se aprecian avances considerables.
Se han estrenado más de treinta filmes
nacionales, y la producción del año ha
rondado los cincuenta títulos. Tanto cintas deliberadamente comerciales como
Xuxa e os duendes 3, Didi O cupido
trapalhão, Separações, Lisbela e o prisioneiro, Os normais..., como otras de mayores exigencias, tales Carandiru (la más
vista del año, con cuatro millones seiscientos mil espectadores) o Cidade de
Deus, pasando por el extraño fenómeno
de la película evangelizadora Maria, mae
do filho de deus, han funcionado muy bien
en taquilla. Por otro lado, el gobierno Lula
ha apostado de manera ambiciosa por el
cine, que asegura es un valor estratégico
de exportación, de manera que podríamos no estar ante un buen año aislado,
sino ante el inicio de una época dorada y
prolongada.
De cualquier manera, según lo apreciado
en la más reciente edición, la vigésimo
quinta, del Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano, el cine brasile-
S... ¿ es brasileño?
ño ha recuperado su majestad, su protagonismo y su esplendor, tanto en una
línea más ligera como en otra que intenta
profundizaciones en temas complejos,
siempre motivando al público e inquietando, al menos, a la más exigente crítica.
Frente a la pérdida casi absoluta de perspectivas de su colega mexicano, y la competencia nada desdeñable de un resucitado Chile (aún sin lograr una empatía
generalizada con la gran mayoría de lo
espectadores ni el visto bueno unánime
de la crítica), el casi continente verdeamarillo se levanta desafiante, al estilo
de sus esplendores en los 80.
Acerquémonos a varios filmes que pueden llegar a erigirse en paradigmas de
tendencias concretas dentro de la producción contemporánea.
Carandiru, digamos, el gran suceso de
taquilla del 2003, dividió sin embargo a
la crítica.
La nueva cinta del mítico Héctor Babenco
(El beso de la mujer araña, Pixote...) molestó a quienes vieron esta vez, en el
carioca-porteño, un sistematizador de esa
estética hollywoodense de seguro impacto en el más amplio público, mediante
una preparación manipuladora de casos
en la famosa cárcel emblemática, que
orquestan un golpe de efecto final que
reproduce con despliegue ciertamente
impresionante de la técnica, la masacre
que constituyó la desaparición del inmenso local de São Paolo (el mayor centro penitenciario de toda América Latina)
en 1992.
Soy de los que opinan, sin embargo, que
Babenco ha logrado más que un disparo
efectista: la película avanza con fluidez
hacia su desenlace sin que ninguna de
las coordenadas diegéticas importen
menos que esa avalancha final; hay que
reconocer en el director, una vez más, indudable maestría en encontrar un tono
que mezcla varios registros: el humor, la
gravedad, el sicologismo; que mediante
una magistral edición logra combinar sutilmente los más variopintos personajes
y anécdotas (ciertamente, algunos insertos de manera un tanto gratuita o forzada), y sobre todo, que es dueño de una
narración limpia, sin escollos, que lo mismo dentro de las anticipaciones o los
flashbacks se exhibe madura, resuelta, apoyada siempre en una labor actoral que reúne excelentes desempeños dentro del
sistema coral que implica el relato.
Toda la complejidad del ser humano se
muestra en amplia gama de matices den-
tro de la fauna que puebla la megacárcel,
dentro de retratos que sobresalen tanto
por su densidad como por su fuerza expresiva, sin descontar los guiños irónicos
que algunos de ellos portan.
Ahora bien, la famosa escena de la masacre, que tanto ha molestado a algunos,
para mí figura entre los grandes momentos del cine; perfectamente integrada al
discurso central, por sí sola, sin embargo,
merece todo tipo de elogio. El verismo que
logra la cámara, la alternancia de soberbios travellings con planos interiores de
concentrada intensidad, la contrastada iluminación que explora sabiamente la penumbra de los rincones y la variedad
cromática de los grandes espacios, la
monstruosa sinfonía de cuerpos entremezclados, la sangre, el horror, hilados
sutilmente mediante la música, los ruidos, suman una secuencia memorable,
que pudiera situarse en la galería que
preside ilustremente la homóloga de
Odessa, en El Acorazado Potiemkim, de
Einsenstein.
Dentro de esa comedia agridulce, reflexiva, con pretensiones filosóficas que en
el fondo son un barniz sobre una estética
que no se aleja mucho de la telenovela,
Separações, del veterano Domingos de
Oliveira, resulta una muestra elocuente.
Ya en su anterior filme, visto también en
Cuba, Amores (1997), el guionista y realizador proyectaba semejantes defectos
y virtudes que los ahora detectados en
su nueva obra, lo cual va conformando
todo un estilo: varias parejas, otros tantos narradores, sendas historias entrecruzadas, y las complejidades de Eros
en medio de la sociedad contemporánea, en medio de ese mundo cosmopolita que es Río de Janeiro, con personajes
generalmente relacionados con el mundo del arte (esta vez el teatro).
La cinta está resuelta con sentido del
humor, y descansa fundamentalmente
en el desempeño de los actores protagónicos (los cuales, a propósito, no disimulan para nada su procedencia teatral),
pero los excesos la afectan notablemente: el retoricismo a ultranza, en
primerí-simo lugar ; si bien se encuentran oportunos sondeos por el mundo
siempre misterioso e impredecible del
erotismo, la convivencia, el paso (y el
peso) de la edad, la (in)fidelidad y otros
ítems muy interrelacionados, a De Oliveira
se le va la mano en la carga verbal; piénsese, digamos, en la última escena: como
si no quedaran claras las principales
ideas que han animado el sujeto, el pro-
Frank Padrón.
Crítico de artes,
ensayista y escritor. Su más
reciente libro,
Pura semejanza
(Ed.Loynaz) había recibido
mención en una
de las ediciones
del Concurso de
Poesía de nuestra revista. Tiene
en prensa La profesión maldita
(ensayo).
35 Revolución y Cultura
tagonista tiene que dispararnos un tratado caldeo sobre el amor que lee con
toda parsimonia.
Hablando de veteranía, Carlos Diegues
no corrió muy buena fortuna entre nosotros (tengo entendido que tampoco
en su país) con su más reciente filme:
Deus é brasileiro, otra comedia. Y es que
el nombre clave del Cinema Novo, autor
de títulos imprescindibles, fuera o dentro
de ese período, tales como Ganga Zunga,
Bye, bye Brasil o Tieta do Agreste, desperdicia una historia indudablemente simpática (el Creador, ya anciano y por ello
cansado, baja a la Tierra en persona buscando un sustituto) mediante un guión
inflado, que languidece tras la primera
parte, malogrando un tanto lo que pudo
ser un chispeante mediometraje.
Tampoco los nuevos han cor rido mejor
suerte, si pensamos que O caminho das
nuvens, de Vicente Amorim, es uno de
esos viajes a ninguna parte; historia real
de un camionero analfabeto y en paro
que junto con su mujer y sus cinco hijos
recorrió medio Brasil (desde Paraíba, en
el empobrecido Nordeste, hasta Río) en
busca de un trabajo digno, la cinta pretende ser una apología tanto a los empedernidos soñadores, como a la bicicleta,
un transporte fundamental en el país, sobre todo para la gente sin recursos; pero
las incongruencias del guión, el
anecdotismo vacío, la saturación de
la banda sonora (como el filme se dedica al cantautor Roberto Carlos, su música
aparece a cada momento, indiscriminada
Revolución y Cultura
y abusivamente) y el moralismo explícito,
molesto de los personajes (sobre todo el
del padre, aún cuando lo encarne una especie de “actor del momento” en Brasil:
Wagner Moura), tachonado por un final desconcertante y hueco, arruinan sin remedio
las potencialidades de la historia.
Mucho mejor se antoja O homen do ano,
de José Henrique Fonseca. Estamos en
presencia de un thriller que se aleja de
las vacuidades “made in Hollywood”, según nos tiene tan acostumbrados el espacio televisual «La película del Sábado» y las salas de video, para encaminarse por la senda del suspense
sicológico: el trayecto recor rido por un
joven gris, desde un puesto anodino
(vendedor de autos) a la tristemente célebre condición de asesino a sueldo, su
relación con amigos y gente bien que
solicita sus ser vicios y sus dos amores
con sendas mujeres totalmente diferentes, no sólo asimila plenamente la mejor
herencia del género, sino que realiza un
sólido estudio de caracteres; la trayectoria de ese personaje está realizada con
verdadero tacto, el ritmo trepidante del
filme, auxiliado por una creativa edición,
no impide un buceo inteligente por seres
y contexto, ni la crítica social (esa alta
sociedad que no vacila en ser virse de
los peores elementos para su “seguridad”,
que incluso carece de los escrúpulos suficientes como para arrojar a un joven al
abismo de la marginalidad siempre que
su fachada respetable pueda verse resguardada) limita el ner vio y la fibra que
se le exige a toda buena muestra del
género.
A todo ello, se suma una notable dirección de actores, que tiene en los desempeños de Murilo Benicio, Claudia Abreu,
Natalia Lage y el experimentado José
Wilker, otra carta de triunfo, como la tiene también, en definitiva, el escaño por
el que este filme obtuvo un Coral en la
edición pasada del festival habanero: la
dirección artística.
En efecto, Kiti Duarte logró aquí proyectar no sólo los distintos estamentos sociales que confluyen en el filme, sino el
proceso de evolución social / involución
humana del protagonista, reflejado en
sus cambios de look y en un énfasis del
decorado donde se mueve, tan elocuente como los diálogos o las acciones.
Muestra de violencia justificada artísticamente, nada que ver, por ejemplo, con
esa tendencia que hace de la misma un
espectáculo cuasi turístico, ajeno a las
profundizaciones sico-sociológicas que
incluye desde ciertos valores estéticos
(Cidade de Deus) hasta la ausencia absoluta de ellos ( O matador); era, en puridad, O homen do ano una legítima
merecedora del premio de opera prima,
que sin embargo se llevó una cinta a
todas luces sobrestimada: Amar elo manga, de Claudio Assis.
He aquí una de esas películas «de personaje», donde la personalidad de los
mismos importa más que sus propias
acciones, o ellas aparecen en función
de reforzar ante los ojos del espectador
su esencia; el guión de Hilton Lacerda
diseñó con esmero un grupo de seres
que conviven en una vecindad de Recife
para armar un mosaico (estilo Payton
Place ) cuya ecuación suma (y rezuma)
mezquindad, miseria moral, egoísmo y
frustración como resultante de casi todos los intentos de realización; dentro
de ese caldo de cultivo hay especímenes,
sobre todo femeninos, simplemente inolvidables (aquella mujer madura que no
sabe más que estimularse con un artefacto eléctrico, o la beata que no sólo
oculta pasiones bien terrenales, sino que
justificará plenamente el apodo que presuntamente, le han encajado por culpa
del marido).
Con este guión a simple vista tan redon-
do, con caracteres tan atractivos, ¿qué
falla en Amar elo...? Pues algo también
tan elemental como la puesta en pantalla, donde las impericias de su joven realizador, sobre todo en cuanto a narrativa, afloran casi desde las primeras imágenes: la torpeza con que maneja seres
e historias que por sí mismos detentan
un atractivo y una fuerza irresistibles
bastan para conferir a la diégesis una
anemia perniciosa, que prácticamente
anula el impacto original del relato.
Le falta vida a Amarelo mang a; si seguimos con atención personajes y móviles
de los mismos, es sólo por su notable
hechura a nivel de letra, no porque en
pantalla las acciones se encadenen con
un mínimo de energía ni vitalidad, todo
EN
ALGÚN
lo contrario, y aún cuando las actuaciones (Jonas Bloch, Matheus Nachtergaele,
Dira Pires, Chico Días...) no demeritan
su valiosa conformación.
De cualquier manera, más allá de las
preferencias y pretericiones personales,
lo cierto es que el cine brasileño, tal como
lo apreciamos en el más reciente Festival del Nuevo Cine latinoamericano, ha
vuelto a echar a andar, como un Lázaro
rebelde a los sudarios de las polí-ticas
neoliberales y las tiranías hollywoodenses, que continúan su política
hegemónica en detrimento de las cinematografías modestas; dentro de ellas, es
evidente que Brasil, si no lleva la delantera, al menos anda por tal camino.
LUGAR
Muestra alemana en el XXV Festival del Nuevo
Cine Latinoamericano
DE
Mario Naito López
principios de la década de los noventa era un imposible pensar que el cine alemán ocupaba una posición
importante en el panorama cinematográfico internacional. Tras la muerte de Rainer Werner Fassbinder, el alejamiento temporal del cine de Alexander Kluge, la introducción
de la televisión privada y las estrategias neoconservadoras
del gobierno de Helmut Kohl, parecía haberse quebrado aquella corriente de talento renovador germano que dominara las
pantallas de los más importantes festivales fílmicos del mundo durante los años setenta y buena parte de los ochenta. Ello
no significaba que algunos cineastas de esa nación carecieran de un auténtico espíritu creador, pero la percepción del
público general, así como la de los más avezados críticos no lo
encontraban en la mayoría de sus filmes, donde temas como la
política y la historia parecían desacreditados. Pero un pequeño grupo de jóvenes directores reclamaba para el celuloide el
tratamiento de estos asuntos.
Dos o tres lustros más tarde la situación ha cambiado. El cine
alemán contemporáneo muestra “en los filmes de la generación de realizadores nacidos mayormente entre 1959 y 1965,
profundidad expresiva, precisión, sagacidad analítica y genuino entusiasmo,” como ha expresado el director de la
Cinemateca Austriaca,Alexander Horwath. Y esto fue corroborado con la muestra exhibida en el XXV Festival del Nuevo Cine
Latinoamericano de La Habana.
EUROPA
Tres títulos constituyeron el plato fuerte de esta selección: Good
Bye, Lenin! (2003), de Wolfgang Becker; En ningún lugar de
África (2001), de Caroline Link; y El milagro de Berna (2003),
de Sönke Wortmann.
Good Bye, Lenin!, premiada tanto en el Festival de Berlín del
2003 como posteriormente por la Academia del Cine Europeo,
como la mejor cinta europea del año, es una ácida comedia
dramática que recoge los sinsabores por los que atraviesa una
familia residente en la ex Alemania Oriental, después de la
caída del Muro. Una madre partidaria del socialismo observa
cómo su joven hijo es arrestado mientras participa en una
manifestación de protesta contra el gobier no. A causa de ello,
sufre un ataque al corazón y queda en estado de coma. Meses
después, la RDA desaparece como Estado y la mujer despierta
de su larga enfermedad, pero como los médicos han ordenado
evitarle cualquier tipo de emoción fuerte, el hijo intenta hacerle ver, desde el piso en que viven, que el antiguo régimen
permanece incólume. Esta trama, con personajes muy bien
delineados, a más de mostrar los conflictos de la doble moral,
contiene también elementos críticos y satíricos sobre la irrupción del consumo en la sociedad socialista. Quizás el filme de
Becker no muestre en su factura las excelencias que sí presentan las otras dos películas antes mencionadas, pero el guión
refleja una sólida labor dramatúrgica y las interpretaciones
alcanzan un elevado nivel de naturalidad y convencimiento.
Mario Naito
López.
Crítico de cine.
Sus trabajos
aparecen con
regularidad en
la prensa periódica cubana.
37 Revolución y Cultura
La audacia de abordar un tema tan complejo desde una perspectiva rigurosa, y al mismo tiempo con humor, pero sin ánimo
insidioso, es uno de los grandes logros de la cinta.
En ningún lugar de África, ganadora del Óscar a la mejor película extranjera, se basa en una novela autobiográfica de la
escritora Stefanie Zweig, en la que la autora narra las vicisitudes de su familia judía en Kenya, adonde viaja a fines de los
años 30 para unida a su esposo, escapar del Holocausto. La
cinta expone no sólo los problemas afectivos que enfrenta la
pareja, sino también las dificultades que encuentra el inmigrante en un país donde están instauradas otras costumbres. A
ello se añaden los conflictos raciales que afloran en la mente
de estos recién llegados inmigrantes, desterra-dos de su tierra
y discriminados en ella, pero que se creen inconsciente o
conscientemente superiores a los po-bladores locales. La principal virtud del filme de Link radica ya no sólo en el notable
soporte técnico de
la realización, a
nivel de la del más do-tado artesano de Hollywood, sino en la
capacidad de la cineasta para explorar y reflejar este
universo ajeno con la suficiente diversidad de matices, sin enfoques didácticos. El resultado es una cinta sumamente hermosa y conmovedora, pero no edulcorada como si lo
fue Africa mía, de Sydney Pollack.
Aunque El milagro de Berna se exhibió inicialmente en el XXV
Festival como parte del panorama cinematográfico inter- nacional que el certamen viene presentando desde hace algunos años, dicho filme fue también incluido en la programación
de la sala por la cual pasaron las películas de la muestra
alemana. Sin conocimiento previo de este reciente título germano, fue agradable ratificar el alto grado artístico alcanzado
por el cine de este país, sin dejar de reconocer que la cinta,
como integrante del puñado de obras vistas, no emprende
riesgos estéticos de ele vado vuelo al estilo de Herzog, Wenders
o Fassbinder. Se trata más bien de una suprema asimilación
de las mejores técnicas narrativas del cine hollywoodense con
todos sus recursos sofisticados, pero con un factor adicional
del que hoy carece la mayoría de las películas provenientes
del imperio fílmico: el ideario humanista, que sí en cambio
nutrió el mejor cine norteamericano de décadas anteriores. La
cinta de Wortmann, en cierto modo, está emparentada con Los
mejores años de nuestra vida, de Wyler; pero ahora no se trata
de la vuelta al hogar de tres combatientes estadounidenses
después de la Segunda Guerra Mundial, sino del regreso a
casa de un ex oficial nazi que ha cumplido condena por su
participación como agresor en la contienda. El guión se halla
soberbiamente urdido, de manera que no sólo permite revelar
y resolver las contradic-ciones que surgen en el seno de la
familia tras el retorno del padre, sino que paralelamente desarrolla un argumento en donde desempeña un rol fundamental
Revolución y Cultura 38
el fanatismo del hijo menor hacia el fútbol y la previa sustitución paternal por la figura de su joven entrenador, que es
jugador primordial en la participación por la lucha del campeonato mundial de este deporte. La última parte del filme
está dedicada a mostrar el desenlace del partido clave, y la
cámara se las ingenia para captar la emoción del juego, como
pocas veces hemos apreciado en las cintas habituales de
temas deportivos. La película incluye numerosos personajes,
no sólo los de la familia del muchacho, sino además los relacionados con el del asunto futbolístico; todos muy bien caracterizados y cumpliendo una función precisa en la trama.
La muestra incluyó otros interesantes filmes de ficción como
Desnudos (2002), de Doris Dörrie; Aimée y Jaguar (1999), de
Max Färberböck; Oskar y Leni (1999), de Petra Katharina
Wagner; El verano de Ana (2001), de Jeanine Meerapfel, y el
largometraje documental Cásate conmigo (2001), de Uli
Gaulke y Jeannette Eggert, este último muy por debajo de la
calidad artística del resto de las obras. La cinta sigue los preparativos de la boda de una cubana, madre de un hijo de ocho
años, con un alemán, y el viaje posterior de los tres al país
europeo, donde la mujer y su
retoño tienen que adaptarse a
las nuevas condiciones de vida
en el lugar. Con un tema tan rico y contradictorio como este,
el documental desaprovecha
muchas de las aristas que el
mismo podría proporcionar,
además de ser demasiado
amateur en su realización.
Desde hace varios años la presencia del cine alemán en las
pantallas del Festival del Nuevo Cine Latinoamericano posibilita mantener actualizado al espectador cubano en las últimas
producciones de una cinematografía que ha vuelto a ocupar
un puesto importante en la arena internacional.
ACTOyCONTACTO
de una pasión teatral
Amado del Pino
Habla levemente alto, con un timbre a la vez dulce y firme. Siempre
he pensado que en esa forma de proyectar su voz quedó la huella de
los primeros tiempos de Teatro Escambray y aquellas funciones al
aire libre, para cientos de campesinos que descubrían la magia del
teatro y lo llamaban “cine personal”.
La trayectoria de Carlos Pérez Peña tiene que ver con muchos de los
momentos más significativos de nuestra historia teatral en las últimas cinco décadas. Es de esas figuras que suelen propiciar algo
cercano a la unanimidad. Excelente actor de diverso registro, director sensible, hombre de teatro integral. Además, Carlos se mantiene
actualizado y atento al acontecer de nuestra vida escénica, como si
se tratara de un joven que comienza su vida sobre las tablas. En su
memoria siguen nítidos los nombres y las instituciones de su intensa carrera, pero lo más importan- te para él es lo que se puede hacer
ahora mismo por Teatro Escambray y por la escena cubana.
ué cadena de motivaciones lo llevan
a pensar en la arquitectura como
carrera? ¿Había un ambiente
artístico o de consumo de cultura en su familia? ¿Recuerda
el primer contacto con un espectáculo teatral? Además de
su incursión en la escenografía,
¿qué utilidad para su vida como
teatrista le dejó aquel proyecto inconcluso de convertirse en
arquitecto?
–Las preguntas que remiten al pasado y que obligan, además de ir “en
busca del tiempo perdido”, a encontrar tu propia imagen, te hacen sentir una curiosa extrañeza: ahí está
uno pero no es uno exactamente.
Como profesión, en mi familia más
o menos cercana, sólo se dedicó al
ar te el pintor Jorge Arche, que era
primo de mi mamá y a quien vi nada
más que una vez. Pero sí tuve algunas
importantes influencias espirituales.
Recuerdo un verano en Isabela de
Sagua donde descubrí, con sorpresa
y deleite, que algunas de las músicas que acompañaban a Tamakún,
el vengador errante o a Los Ángeles
de la calle, se llamaban “concierto”
o “sinfonía”. Esa revelación se produjo gracias a programas de música
clásica o discos que escuchaba mi
primo Roberto, algo mayor que yo.
Mi contacto con un mundo de alguna manera cultural se establece cuando vine para La Habana a estudiar
Bachillerato y pasaba los domingos
en casa de otros primos que eran
abogados o profesores universitarios. Con ellos vi las primeras películas europeas. Ya desde antes el cine
era mi pasión y también mi refugio;
de ahí la pasividad que me llega
hasta hoy, ante la pantalla y sus imágenes. En esos años me incliné por
la arquitectura por una razón tan
banal como que me gustaba ver el
crecimiento de los rascacielos del
Vedado o las casas de la Quinta Avenida, aunque supongo que detrás,
agazapado, pueda haber estado algún impulso artístico.
Curiosamente yo hice teatro antes
de ver teatro. Comencé la carrera en
la Uni versidad de Villanueva y, para
aumentar el promedio del año, me
incorporé al grupo de la universidad. Hice el personaje de El Padre
en Petición de mano, de Chejov. Una
de mis compañeras de estudio era
Silvia Upman, hija de Cuqui Ponce
de León, que no era la directora, pero
asistía a algunos ensayos y nos daba
indicaciones. Después, con la universidad cerrada, fui por primera vez
público, nada menos que de Viaje de
un largo día hacia la noche y creo
que ver aquella puesta fundadora
de Vicente Revuelta sí me def inió.
Aquel año y pico de estudios de arquitectura ayudaron a mis intentos
posteriores como escenográfo, propiciaron el gusto por las artes visuales
y fueron el contexto en que comencé a descubrir lo que ha sido el resto
de mi vida.
–Entre las grandes fundaciones
de las que le ha tocado formar
parte está la consolidación del
Guiñol de Cuba, con los hermanos Camejo y Pepe Carril. ¿Cómo
surge ese vínculo? ¿De qué forma lograban los Camejo un re39 Revolución y Cultura
pertorio tan amplio y una obra
tan vital en tan pocos años?
¿Cómo ve desde ahora las posibilidades del títere para adultos?
–Ya decidido por el teatro, la Revolución en el poder y engañando a los
míos, estudiaba en la Academia
Municipal de Ar te Dramático. Allí
llegaron los Camejo buscando prospectos. Fui de los primeros en ser
recomendado por los profesores.
Además de querer (y parece que poder) ser actor, tenía el diseño a mi
favor. Esto es por el año 60 y permanecí en el Guiñol hasta 1963. Mis
últimos trabajos como actor y diseñador fueron Pedro y el lobo , para niños, y La loca de Chaillot, para adultos. Sólo fui espectador de a- quella
explosión de arte que vino después
con espectáculos como La celestina, Changó de Imá o La caja de los
juguetes.
Te ref ieres al Guiñol de aquellos
años como “taller renacentista y no
creo que se pueda encontrar mejor
calif icativo. Allí se vivía en la fiebre
de la creación y también se confrontaba a gente como Estorino, Arrufat,
Gilda Hernández, Raúl Martínez, Vicente Lanz, Isabel Monal... para un
joven artista aquello era más que un
privilegio. Creo que Pepe y Car ucha
Camejo y Pepe Car ril traían desde
siempre, quizás como información
genética, las ideas que lograron fraguar. Una de las más poderosas era la
labor de los títeres para adultos. Ese
es un camino de infinitas posibilidades, pero creo que para que en estos
tiempos ocurra otra “explosión” falta
mecha y falta fuego”.
Revolución
Revolución y Cultura 40
–Del Guiñol, usted pasa al Conjunto Dramático Nacional.
¿Cómo se organizaba este colectivo? ¿Qué personajes recuerda
más de esa etapa?
–En realidad pasé al Conjunto Dramático en sus estertores. Ya no era
más que una agrupación de excelentes actores sujetos a un repertorio
bastante caprichoso. Mario Rodríguez Alemán era el director de la
Academia y del Conjunto al mismo
tiempo y cuando nos graduamos
tuvimos que realizar audiciones
para entrar en el Conjunto o en Teatro Estudio. El tribunal era imponente. Recuerdo a Vicente, Eduardo
Manet, Alber to Alano, Adela
Escartín.
Salir del taller
renacentista y
del claustro para
“chocar” Asenneh Rodríguez, Adolfo Llauradó, Omar Valdés, Eduardo
Moure, Helmo Hernández, Miriam
Acevedo y el resto del all stars no
fue fácil. Pronto me di cuenta de que
no eran tan malos como se decía o
como parecían.
–¿Qué recuerdos atesora del
fugaz, pero importante grupo La
rueda?
–La Rueda fue uno de los grupos
que se formaron al desaparecer el
Conjunto, el otro fue Taller Dramático, que dirigía Gilda Hernández.
En la Rueda seguí trabajando con
muchos de los actores que ya mencioné. Eran grandes espectáculos
como Volpone, La f ierecilla domada y La ópera de tres centavos , que
dirigían Néstor Raimondi y Nelson
Dor r. También participé en exquisiteces como los programas de teatro japonés con Ferrer y Guido
González del Valle. Por entonces los
jóvenes éramos Luis Alberto y Noel
García, Ricardo Balber, Carlos Gilí,
Aramís Delg ado, Gladys Anreus y
otros que se me esfuman.
–Usted ha contado con especial
lucidez la experiencia del grupo Los Doce. ¿Cómo resumiría en
la distancia aquel proceso y el
diálogo personal y artístico con
el formidable fundador Vicente Revuelta?
–Resumir la experiencia de Los
Doce es difícil, más para una mente
impresionista como la mía. Podría
decir que fue el intento del riesgo
total mediante la restitución a nuestros cuerpos de la riqueza expresiva
del lenguaje físico y su lógica propia: fuerza, desgaste, transgresión.
Cito el programa de Peer Gynt que,
como se sabe, fue nuestra primera y
última realización: “Este teatro, que
se quiere materialista tiene por materia prima al actor. Todo está concentrado en la “maduración” de éste
expresada por una tensión hacia lo
externo, por un completo desnudarse. (...) Por este camino el actor se
convierte en una especie de otro yo
del espectador, en un espejo singular en el que éste se observa fascinado –se está viendo a sí mismo– y a
través de la entrega total del actor
aprende a conocerse”. Para mí Vicente fue ese espejo. Creo que para
casi todos en el teatro cubano –no
sólo para Los Doce– lo ha sido. Es
un diálogo que no cesa y por tanto
no tiene que ser “real”. Es un diálogo desde la imaginación y la inteligencia.
–Entre lo mucho que tiene
de
paradigmático la creación y el
desarrollo de Teatro Escambray
está el hecho de haber rehuido
el panfleto y asumido un arte
revolucionario, también en el
sentido de un teatro crítico.
¿Cuáles fueron las circunstancias que permitieron ese logro?
¿Suponía desde el principio que
a Teatro Escambray dedicaría la
mayor parte de su vida artística? ¿Cómo se dio la relación entre el hombre de formación totalmente urbana que es usted y
las condiciones de vida del
Escambray?
–Me decidí por el Escambray al f inalizar la experiencia de Los doce.
Nosotros trabajábamos en el antiguo
Lyceum, hoy Casa de la Cultura de
Plaza. En junio del 70, nos desollábamos en nuestro tabloncillo del segundo piso ante la imposibilidad de
seguir. Mientras, abajo, la gente del
Escambray celebraba su primer Seminario, así se llamaban a las reuniones de análisis del Grupo. Yo sentía
que después de aquel año en Los
Doce, no podía, no debía retroceder
y que, de otra manera, en el
Escambray podía seguir ese nuevo
destino. No tenía muchas esperanzas de ser aceptado, pero lo fui. Recuerdo que cuando me iba regalé
muchos libros y objetos a Tomás y
Teresa González. Me estaba dependiendo de cosas. No sabía que me
estaba despidiendo.
Yo no me sé de memoria, nunca hubo que aprendérselos, los Mandamientos del grupo. Creo que lo que
se logró obedeció, más que nada, a la
inteligencia de todos al saber qué
hacer, hacia dónde apuntar con el arma
que estábamos construyendo al ver
que funcionaba. Fue fundamental la
sapiencia de Sergio Corrieri y de
Gilda. También el hecho de que Albio
Paz se lanzara a escribir La vitrina. Y
bueno, no se trata de repetir la historia tantas veces contada, pero sí destacar la sensibilidad y la conf ianza
de la dirigencia política de la región.
El arma que estábamos creando fue
también producto de la voluntad de
Nicolás Chaos.
En cuanto a mi permanencia de más
de treinta años en el campamento
del grupo, en La Macagua, creo que
entra a jugar mi karma. Desde niño
rechacé “el verde”. Mi padre era
amante del campo, poseía alguna
tierra, era una cazador furibundo. Yo
negaba y me escapaba de todo eso,
lo cual, lógicamente enrareció nuestras relaciones de una manera irreversible. Parece que esa renuncia
tendría que ser compensada. Pero el
destino no fue dogmático: lo que
debía ser un castigo no lo fue de ninguna manera. Allí con el acto apareció el contacto, algo fundamental
en las búsquedas de Grotowski de
aquellos años. No tenía que inventarme a quién ofrecer la entrega: allí
estaban los otros, tan sufrientes y
desgarrados como yo.
–Muchos recuerdan su formidable caracterización de aquel
robotizado director de escuela
en Molinos de viento. ¿Qué recursos técnicos de su formación
entraron en juego?
–¿Recursos técnicos? Todos a los
que pude echar mano. Pero fue un
hecho de alguna manera fortuito lo
que me iluminó. Por ese tiempo leía
un libro que fue premio Casa de las
Américas, ahora no recuerdo el título pero sí que era algo sobre El Grotesco Criollo. La autora, Claudia
Kaiser, hablaba mucho de la máscara como concepto, de la tensión entre la máscara y el rostro. Esa lectura
determinó la manera en que asumí y
trabajé el personaje.
–¿Será posible o deseable que el
grupo produzca en los próximos
años una obra con el poder de
convocatoria y de debate que
tuvo ese título de Rafael
González?
–No sé si sería posible. Lo deseo con
todas mis fuerzas.
–Usted se ha movido entre la actuación y la dirección. ¿Có-mo
ha hecho para equilibrar esas
dos funciones?
–Si mi imagen como actor que dirige
parece equilibrada, tengo que felicitarme. Yo nunca me siento Director;
el oficio es algo de lo que carezco.
Yo veo, por citar a uno, a Carlos Díaz
cuando la noche del estreno ya saber cuál obra vendrá después, y la
siguiente y la otra. En mi caso, cada
vez que me enfrento a un texto o
proyecto de otro tipo con un grupo
de actores (da igual si experimentados o bisoños) me aterro. Entonces
me planteo ese tiempo que viene, el
de los ensayos, como un viaje en el
que quizás yo sea el timonel pero
en el que todos tienen que remar
conmigo para llegar y descubrir todos a la vez.
Yo soy actor: me entiendo y me asumo como un ente creador, tan creador como Picasso. Esa es mi lucha y
lo que creo mejor para los que viajan conmigo.
–En el espectáculo Como caña
al viento, acude a los poetas –
Eliseo Diego sobre todo– a la
memoria de estas décadas en El
Escambray, ahí usted canta, improvisa, confiesa. Ahora ha dirigido una singular lectura o
puesta en espacio de la biografía de José Martí, escrita por
Mañach, con la que obtuviera
el Premio Villanueva de la Crítica.
¿Cómo ve, a estas alturas, la relación entre la poesía que viene de la palabra y la otra, la
que, como diría Lorca, “se levanta del libro y se hace humana”?
–Esa pregunta me rebasa. Pienso, y
te robo la cita lorquiana, que “levantar la poesía y hacerla humana”
no puede estar en el hecho de decir
poemas, que no es decir poesía. La
poesía es un sistema, un generador
de sentidos. Y más: inagotable, fecunda, inf inita.
–¿Ha valorado la posibilidad de
asumir como puesta en escena
algún texto martiano?
–Si te ref ieres a algunos de sus obras
para el teatro, francamente no. Pero
me f ascinaría ver, aunque no fuera yo
el autor, algunos de sus discursos traducidos en imágenes teatrales. Me
parece que Los Pinos Nue vos, ¡A caballo!, el Diario de Campaña y mucho más de su entrega descomunal
pudieran desatar fabulosas propuestas. Tengo que mencionar a Roberto
Blanco. Él lo hizo.
–Ahora Te atro Escambray ha
cumplido 35 años de fundado. Si
pudiera escoger, ¿con qué perfil artístico le gustaría que
arribara el grupo a sus cuatro
décadas de vida?
–En mis peores momentos siento que
no pertenezco a estos tiempos. Me
pregunto como será “después que
pasen cinco años”. De cualquier manera, hago votos porque persista, con
o sin mi presencia, que no sea una
supervivencia arqueológica ni se
convierta en contenedor de una historia que fue y que no importa si no
recoge, como dice Lorca, el drama
de sus gentes. Que el diálogo continúe, que lo virtual no nos devore,
que el espejo refleje, que el teatro
pueda seguir siendo como una catacumba del espíritu. No me importan
los perf iles, sino las esencias.
41 Revolución
RevoluciónyyCultura
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Compilado por:
Ana Alicia Vázquez Núñez
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nada mágico en el cine (AT).
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MELO PEREIRA, Mercedes.
Sospecho, desconfío (AT). No.
4-02: 63-64.
MENÉNDEZ, Lázara. Después
del sol. No. 4-02: 31-40.
MONTERO, Oscar. ¿Son los
latinos pésimos amantes? No.
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MOORE, Michael. Carta
abierta de Michael Moore a
George Bush (AT). No. 2-03:
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MORALES, Eduardo. Cuando la
serpiente se muerde la cola
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de la francofonía. No. 1-02:
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Revolución y Cultura 44
2002-3
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testimonios de una vocación
agresiva. No. 1-01: 18-20.
MUÑIZ, Ivonne. De(s)bordes y
entrecruzamientos. No. 2-01:
39-42/ El domador y la
violencia del cuerpo como
placer dislocado. No. 3-03:
34-38.
OCHOA ALOMÁ, Alina. La
Habana del nove-cientos (I).
No. 3-02: 40-48/ La Habana
del novecientos (II). No. 4-02:
42-50.
ORAÁ, Pedro de. Agustín
Cárdenas: libertad de la forma. No. 1-01: 33-40/ Áng el
Ramírez, el iconostasio
cotidiano. No. 2-03: 68-70.
ORAMAS, Ada. Otro rey en el
jardín (AT). No. 1-01: 59-61/
4 joyas. (Ent. a Josefina
Méndez, Mirta Pla, Aurora
Bosch y Loipa Araújo). No. 303: 39-43.
ORDAZ, Lupe. Omara, una vez
más (AT). No. 4-01: 60-61.
ORTEGA, Gregorio. Todo sobre
el barrio chino. No. 3-01: 4953/ Aventura que no es memorable no es aventura (AT).
No. 3-02: 63-64/ Mil cordones umbilicales. No. 4-02:
39-41/ Aquella vieja Habana.
No. 3-03: 44-45/ Paris, mayo
del 68. No. 4-03: 28-29.
OSTROV, Andrea. Silvina
Ocampo: la escritora frente al
espejo. No. 4-03: 34-37.
OTERO, Lisandro. Bushismos
(AT). No. 2-03: 57/ Virgilio en
sosiego (AT). No. 2-03: 58.
2002-4
PACHECO, José Emilio. Nota
sobre treinta años de poesía
(P). No. 1-02: 13.
PADRÓN, Frank. Un clip en los
dominios de Sófocles (AT). No.
3-01: 59/ Aunque sea gris la
tarde (AT). No. 1-02: 64-65/ A
precio de qué (AT). No. 2-02:
59-61.
PADRÓN, Sigryd. El ingenio del
arte ingenuo. No. 2-01: 35-38/
Llenura de Habana (AT). No. 201: 65-66.
PASTRANA, Mayra . Historias
para contar, en otra televisión
(AT). No. 3-03: 58-59.
PÉREZ, Omar (comp.) Poesía
que encoge (P). No. 2-02: 1831/ Mar tí y Buda. No. 4-03:
40-41.
PICART, Gina. Alberto Garrandés, la nar ración y el espectáculo de la escritura (AT). No.
3-03: 68-70.
PINO, Amado del. Sumatoria
con lucidez. No. 2-01: 69-70/
De una isla a la otra. No. 4-01:
24-26/ Daaalí, el retorno de
la leyenda (AT). No. 4-01: 64/
Recuperación: acto primero.
No. 5/6-01: 72-74/ María
Antonia y Camila: gracia y
castigo. No. 4-02: 26-30/ Una
clase de espiritua-lidad desde
los muros. No. 1-03: 80-82/ Del
cálamo a la red. No. 3-03: 2-5/
Flora de la autenticidad y el rigor.
(Ent. a Flora Lauten.) No. 4-03: 4547.
PINO-SANTOS, Carina. Contingencias y utopía: el arte con la
vida. No. 4-03: 4-9.
2003-1
PLESCH, Svend. Larga(s)
sombra(s) de la(s) memoria(s). (La R.D.A., su “después”
y los intelectuales en tres
novelas de 2002). No. 1-03:
42-47.
POGOLOTTI, Graziella. La bulla.
No. 1-01: 49-51/ El paso de
las flotas. No. 2-01: 53-55/
La familia se retrata. No.
3-01: 54-55/ En la periferia
del mundo. No. 4-01: 53-55/
Reina del mar. No. 5/6 01:
78-81/ El siglo tenía dos
años... No. 1-02: 24-24/ Una
nueva mirada al cabo de una
larga espera. No.2-03: 2426/ Laurette. No. 3-03: 2021.
PORTELLI, Alessandro. Homeless Indianas, Wannabe Indians. No. 1-03: 21-27.
POUMIER, María. “El mejor
pintor de la cuadra”. No. 2-02:
39-41.
QUINTERO, Áng el. Montenegro en mis recuerdos. No.
1-01: 14-17.
REVOLUCIÓN Y CULTURA. Espacio Abierto. No. 1-01: 66/
Espacio abierto. No. 2-01:
68/ ¿Cómo nos sentamos en
el malecón? No. 3-01: 3243/ Espacio abierto. No. 301: 70/ Espacio Abierto. No.
4-01: 70/ Espacio abierto.
No. 5/6-01: 100/ Espacio
Abierto. No. 1-02: 70/ Espacio Abierto. No. 2-02: 70/ Espacio Abierto. No. 3-02: 70/
Lisandro en RC. No. 1-03: 48/ Espacio Abierto. No. 1-03:
2003-2
79/ Espacio Abierto. No. 2-03:
55/ Espacio Abierto. No. 3-03:
57/ Espacio Abierto. No. 4.03:
66.
RIGOL, Isabel. El Cementerio
Macabeo de Guanabacoa. No.
4-01: 44-48.
RÍO, Joel del. Saqueo (AT). No.
4-01: 58-59/ Resplandor y
palidez de Nicole Kidman (AT).
No. 5/6-01: 94-95.
RIVERO, Augusto. “Biógrafo” de
mi tiempo (Ent. a Abel García).
No. 2-01: 15-18.
ROA KOURÍ, Raúl. Retrato de
don Luis en dos tiempos. No.
2-03: 34-37.
RODRÍGUEZ BLANCO, Mayté.
Alguien que escucha los colores.
(Ent. a Ruperto Jay Matamoros).
No. 2-01: 27-32.
RODRÍGUEZ CUESTA, Mabel.
Un catálogo de mascotas. No.
3-02: 31-33/ Ruido (AT). No.
4-02: 62-63.
RUEDA, María Alicia. De lo
contrario no canto. No. 3-03:
17-21.
RUFFINELLI, Jorge. Adolfo
Llauradó: la pasión por actuar.
(Ent. a este actor). No. 1-02:
49-53.
SAER, Juan José. La vanguardia r egresa como clásico. No.
1-02: 30-32.
SÁNCHEZ, Joel. ¿Qué pasó con
el humor en Cuba?. (AT). No.
1-02: 58-60.
SÁNCHEZ, Matilde. La ilustración hecha añicos. (Ent. a
Jean Franco). No. 1-03: 18-20.
SÁNCHEZ, Suset. Inquietantes
2003-3
lejanías, portentosas, confluencias (AT). No. 1-01: 5254/ Judas también puede
besar (AT). No. 3-01: 60-62/
En el borde (AT). No. 3-02: 5960/ El peor de los sentidos:
La domesticidad del arte
cubano contemporáneo (AT).
No. 2-03: 63-64.
SARDIÑAS, José Miguel. El
cuento fantástico cubano entre dos siglos. No. 2-03: 1721.
SARLO, Beatriz. La belleza
política: los dos cuerpos de
Eva Perón. No. 1-03: 48-53.
SARUSKY, Jaime. Un joven
“conservador”. (Ent. a Pablo
Menéndez). No. 2-01: 48-52/
La memoria de una utopía.
(Ent. a Leonardo Acosta). No.
3-01: 44-48/ Un destino para Sara. (Ent. a Sara González)
No. 4-01: 21-23/ La mundialización en estos tiempos.
(Ent. a Ignacio Ramonet).
No. 1-02: 40-45./ Las disyuntivas de un músico de hoy.
(Ent. a Ernán López-Nussa).
No. 2-02: 41-45/ Una infatigable voracidad artística.
(Ent. a Nelson Domínguez). No.
3-02: 49-55/ El dilema de
Tina Modotti. No. 4-02: 2124/ Las mil caras de la música cubana. (Ent. a Gonzalo
Rubalcaba). No. 1-03: 5460/ Hebreos en cuba. No. 303: 46-49.
SEGRE, Roberto. El paraíso
recuperado. No. 2-01: 12-14.
SOBERÓN TORCHIA, Édgar. El
regreso de los hermanos
2003-4
Cuarón (AT). No. 1-02: 6263/ (Auto)crítica a los críticos
latinoamericanos en el siglo XXI
(AT). No. 3-02: 56-58.
SOTOLONGO, Car los Enrique.
Mi deuda con Benito Ortiz. No.
2-01: 33-34.
SU ARDÍAZ, Luis. “I, too an
America”. No. 2-02: 14-17.
T AMAYO, Caridad. Ma yra
Santos Febres: la respuesta
como obsesión. No. 3-01: 2126.
TEJ ADA, Aurelio Alonso. La
ensayística social de Cintio
Vitier. No. 1-02: 446-48.
VÁZQUEZ, Ana Alicia (Comp.)
Índice 1999-2000. No. 1-01:
67-70.
45 Revolución y Cultura
Nicolás Guillén
Deportes
¿Qué sé yo de boxeo,
yo, que confundo el jab con el upper cut?
Y sin embargo, a veces
sube desde mi infancia
como una nube inmensa desde el fondo de un valle,
sube, me llega Johnson,
el negro montañoso,
el dandy atlético magnético de betún.
Es un aparecido f amiliar,
melón redondo y cráneo,
sonrisa de abanico de plumas
y la azucena prohibida
que hacía rabiar a Lynch.
O bien, si no, percibo un rayo de la gloria
de Wills y Carpentier; o de la gloria
de Sam Langford... Gloria de cuando ellos
piafaban en sus guantes, relinchaban,
altos los puros cuellos,
húmedo el ojo casto
y la feroz manera
de retozar en un pasto
de soga y de madera.
Mas sobre todo, pienso
en Kid Charol, el gran rey sin corona,
y en Chocolate, el gran rey coronado,
y en Black Bill, con sus nervios de goma.
Yo, que confundo el jab con el upper cut,
canto el cuero, los guantes,
el ring... Busco palabras,
las robo a los cronistas deportivos
y grito entonces: ¡Salud, músculo y sang re,
victoria vuestra y nuestra!
Héroes también, titanes.
Sus peleas
fueron como claros poemas.
¿Pensáis tal vez que yo no puedo decir tanto,
porque confundo el jab con el upper cut?
¿Pensáis que yo exagero?
Junto a los yanquis y el francés,
los míos, mis campeones
de amargos puños y sólidos pies,
son sus iguales, son
como espejos que el tiempo no empaña,
mástiles másculos donde también ondea
nuestra bandera al fúlgido y álgido viento que
sopla en la montaña.
Tomado de:
Guillén, Nicolás,
Obra Poética,
Editorial Letras
Cubanas,
La Habana,
1985, pp. 10-13.
Revolución y Cultura 46
¿Qué sé yo de ajedrez?
Nunca moví un alf il, un peón.
Tengo los ojos ciegos
para el álgebra, los caracteres g riegos
y ese tablero filosóf ico
donde cada f igura es
una interrogación.
Pero recuerdo a Capablanca, me lo recuerdan.
En los caminos
me asaltan voces como lanzas.
—Tú, que vienes de Cuba, ¿no has visto a Capablanca?
(Yo respondo que Cuba
se hunde en los ríos como un cocodrilo verde.)
—Tú, que vienes de Cuba, ¿cómo era Capablanca?
(Yo respondo que Cuba
vuela en la tarde como una paloma triste.)
—Tú, que vienes de Cuba, ¿no vendrá Capablanca?
(Yo respondo que Cuba
suena en la noche como una guitarra sola.)
—Tú, que vienes de Cuba, ¿dónde está Capablanca?
(Yo respondo que Cuba es una lágrima.)
Pero las voces me vigilan,
me tienden trampas, me rodean
y me acuchillan y desangran;
pero las voces se levantan
como unas duras, finas bardas;
pero las voces se deslizan
como serpientes largas, húmedas;
pero las voces me persiguen
como alas...
Así pues Capablanca
no está en su trono, sino que anda,
camina, ejerce su gobierno
en las calles del mundo.
Bien está que nos lleve
de Noruega a Zanzíbar,
de Cáncer a la nieve.
Va en un caballo blanco,
caracoleando
sobre puentes y ríos,
junto a torres y alfiles,
el sombrero en la mano
(para las damas)
la sonrisa en el aire
(para los caballeros)
y su caballo blanco
sacando chispas puras
del empedrado...
Niño, jugué al béisbol.
Amé a Rubén Darío, es cierto,
con sus violentas rosas
sobre todas las cosas.
Él fue mi rey, mi sol.
Pero allá en lo más alto de mi sueño
un sitio puro y verde guardé siempre
para Méndez, el pitcher –mi otro dueño.
No me miréis con esos ojos.
¿Me permitís que ponga,
junto al metal del héroe
y la palma del mártir,
me permitís que ponga
estos nombres sin pólvora y sin sangre?
Juegos Olímpicos:
Poesía y Deporte
Elina Miranda Cancela
índaro –y el calif icativo pindárico que selecciona José Martí para trasladar a su lector los
acentos de fuerza, imaginación, entusiasmo y
altura poética presentes en la obra de José María
Heredia, a quien reconoce como el primer poeta americano– devino por siglos sinónimo de excelencia, pero
sobre todo de una vertiente signada por la grandiosidad y aún desborde, desde que el poeta latino Horacio
lo comparara con un águila o con un cisne y lo contrapusiera a quien, como él mismo, compone a la manera
de la abeja, laboriosa y diligente, mientras liba y armoniza gotas de fragancias deleitosas.
Sin embargo, muchos olvidan que el beocio, nacido en
Tebas unos dieciocho años antes de que comenzara el
siglo v a.n.e y cumbre de la lírica coral griega, alcanzó
su fama principalmente con odas en las cuales honraba
a los vencedores de distintos certámenes deportivos,
entre los cuales los juegos olímpicos eran, sin duda, los
de mayor prestigio y convocatoria.
Celebrados cada cuatro años en Olimpia, no una ciudad sino un santuario dedicado a Zeus en la región de
la Élide, en el occidente de la península del Peloponeso,
sus inicios se remontaban, según la tradición, hasta el
mítico Pélope, de quien deriva el nombre de la península y que en Pisa contendiera, en una carrera de carros,
para obtener en matrimonio a la princesa Hipodamia.
En su recuerdo se establecieron estos juegos, aunque
más tarde se sobrepusiera otro mito que atribuía su fundación a Heracles, después de la guerra contra el eleo
Augias.
Mas, si el momento primero se pierde en el mito, el
cómputo de estos juegos se estableció a partir del siglo
viii a.n.e., en el 776, considerado el año de la primera
olimpíada o ciclo olímpico, díriamos nosotros, en la
medida que el término también comprendía el período
que mediaba entre estos encuentros en el santurario de
Zeus; espacio temporal en el cual se celebraban otras
competencias, como los juegos píticos, nemeos e
ístmicos. Estos también eran considerados panhelénicos, al tiempo que la frecuencia con que se celebraban, permitía una conjugación tal que llegar a ser un
periodonikes, es decir, un vencedor de los cuatro con-
Elina Miranda
Cancela.
Profesora de
lengua y literatura griegas de
la Universidad
de La Habana.
Su último libro,
La traducción
helénica en
Cuba, se publicó
a fines del pasado año.
47 Revolución y Cultura
cursos comprendidos dentro de una olimpíada, era la
mayor aspiración de un atleta. En alguna medida los
juegos mencionados, celebrados en Delfos, Nemea y
Corinto, también servían a manera de entrenamiento o
preparación para la mayor cita, no solo deportiva, sino
de todos los g riegos, sin importar la ciudad, cercana o
remota, de donde procedían.
A partir del siglo viii a.n.e. el mundo helénico no solo
abarcaba el territorio de la península balcánica que
actualmente ocupa, sino una franja del Asia Menor
donde precisamente surgieron los poemas homéricos
y, más tarde, nacieron los primeros filósofos, así como
numerosas ciudades fundadas en las costas del Mar
Negro y del Mediter ráneo. Pero el concepto de polis no
equivalía exactamente al término de ciudad, pues eran
verdaderos estados independientes con sus propias leyes, gobiernos, desarrollo económico y aun variantes
en la forma de hablar, en los ritos y en las costumbres.
Estas poleis con frecuencia entraban en conflicto y no
era raro que hasta se desataran guerras entre ellas.
Sin embargo, a pesar de las diferencias y rivalidades,
todos los helenos sentían que entre ellos había nexos
que los identificaban frente a los demás, aquellos que
no hablaban griego y a los que denominaban bárbaros,
como onomatopeya de la forma balbuciente, a los oídos helenos, con que estos se expresaban. De tal manera Heródoto, el llamado padre de la historia, en el siglo
v, subrayaba la comunidad de f actores de identidad de
índole cultural, cuando consideraba que eran «de la
misma raza y de igual idioma, comunes los altares y los
ritos de nuestros dioses, semejantes nuestras costumbres» (viii, 144), enumeración en que se incluían los
juegos en tanto estos eran parte del culto y solo en
aquellos de carácter panhelénico, como los olímpicos,
era posible que confraternizaran y se encontraran los
griegos, aun aquellos que venían de los puntos más
alejados, puesto que, al convocarse los juegos, también se proclamaba la tregua olímpica: las guerras y las
rivalidades quedaban en suspenso y todos podían sin
dificultad dirigirse a Olimpia y allí confrater nizar.
El ser admitido en estas competencias era la constancia
de reconocimiento como parte de la comunidad helena.
Eran los días del festival un momento único no solo
para demostrar las aptitudes físicas, sino para establecer nexos, intercambiar experiencias, oír a los poetas,
ver obras artísticas, regocijarse con los logros y aun por
el mismo encuentro. Por ello el cómputo de los perío-
Revolución y Cultura
dos olímpicos, devino el referente por antonomasia para
establecer cualquier cronología y se solía decir que tal
o cual acontecimiento había tenido lugar no en determinado año, sino durante la olimpíada correspondiente. Así, por ejemplo, nos ha sido trasmitida la noticia de
que Píndaro nació en el tercer año de la Olimpíada 65,
es decir, en el 518 a.n.e.
Al principio se celebraban los juegos en un solo día y
el stadion, es decir la carrera de velocidad a lo largo de
esa unidad de medida equivalente a 185 metros, era
la prueba decisiva, pero pronto alcanzaron una
duración de una semana y se concursaba
no solo en carreras de distintas distancias, sino en lucha, pugilato y
pancracio, en el pentatlón que
comprendía un conjunto de cinco pruebas: salto de longitud,
luchas, lanzamiento de
disco y jabalina y carrera de velocidad, así
como en carreras con
armas, de carros y ecuestres. Las premiaciones tenían lugar el séptimo día y los
vencedores, tras una procesión solemne y un banquete, recibían una
corona de hojas de olivo. Los heraldos proclamaban el nombre del vencedor, el de su padre y el de su patria;
entonces se formaban regocijados cortejos donde se entonaban himnos de
agradecimiento y alabanza mientras se
recorría los doce altares de los dioses;
pero el verdadero premio lo recibía el
atleta al retornar a su suelo natal. Allí
se le recibía con grandes agasajos
y era ocasión propicia para que el
coro de la ciudad –aunando poesía, música y danza– estrenara la
oda especialmente solicitada
a una poeta de fama y quien
a veces acudía para dirigirlo personalmente.
Si bien en los juegos
olímpicos nunca
se celebraron competencias musicales,
como sí sucedía en
otros festivales, la
gran cantidad de
personas que a ellos
acudían, constituían un
público apreciado para que los autores
dieran a conocer
sus obras. Así se
cuenta que la
historia de Heródoto se leyó en
unos juegos olímpicos y de igual
modo Lisias e Isócrates aprovecharon la
ocasión para dirigirse a los
allí reunidos con discursos en
que se referían a temas de interés para todos los griegos.
Sin embargo, los vínculos
entre literatura y deportes
son mucho más antiguos
que los epinicios o cantos de
victoria pindáricos y aún quizás que los juegos iniciales,
celebrados en honor del dios
que presidía a las divinidades
asentadas, según se creía, en
el monte Olimpo, cuyas cimas
se perdían entre nubes a la vista
de los mortales, puesto que los
poemas homéricos, si bien parecen
haber alcanzado la configuración en
que, con mayor o menor certeza, han
llegado hasta nosotros en el propio
siglo viii, se nutrían de tradiciones
y mitos tan antiguos como los de
Pélope o Heracles.
En efecto, en el canto xxiii de la
Ilíada Homero, o quienquiera que
haya sido, narra los juegos con los cuales los aqueos, convocados por Aquiles,
honraron a Patroclo una vez que sus cenizas fueron colocadas en el túmulo erigido
con este f in. Compitieron entonces los héroes en carreras de carros, pugilato, lucha,
carrera de velocidad, combates con armas,
el disparo de redondas y pesadas bolas así
como de lanzas y flechas; en fin, todo un programa
competitivo, puesto que en aquella sociedad, tanto la
heroica referida por el poema como la receptora, aquella para la cual el aeda, el poeta-intérprete, desplegaba
su arte de manera oral, estimaba que la máxima valía
del hombre, su areté, se asentaba en su fuerza y en su
destreza físicas, pero que estas debían ser demostradas
y reconocidas por el número de enemigos muertos en
la guerra o por los triunfos en las competencias deportivas. Por ello ningún homenaje mejor al héroe muerto
que sus iguales, los aristoi o nobles, le recordaran demostrando su excelencia física.
En tiempos de paz solo en la rivalidad deportiva los
héroes homéricos podían poner de manifiesto su v alía.
Por ello Odiseo en la corte de los feacios, en donde aún
no se había dado a conocer, no puede resistir la duda
sobre su persona, de manera que lanza un disco, mucho más grande y pesado que los usados por los contendientes feacios y con su triunfo no tiene a menos
declarar que igualmente está dispuesto a competir con
quien así lo desee, en la carrera, en la lucha o en las
pruebas con arco.
Con ello no solo gana la admiración de los presentes,
sino que los nobles feacios ya no tienen ninguna reserva sobre que el desconocido es también uno de ellos,
un aristos, una vez que ha demostrado su areté , asociada invariablemente con esta clase social, pero reconocida por todos como la mayor expresión de valor del
ser humano, aunque ya en la propia Odisea comienza a
asociarse además con otros rasgos, como aquellos de
sagacidad y tacto en las relaciones con sus semejantes,
tan distintivos del protagonista y puestos de manif iesto por sus acciones en el largo recorrido de vuelta a la
patria y al hogar. No en balde Atenea lo pref iere por
«afable, perspicaz y sensato» (canto xiii) y la leyenda
cuenta que a él y no a Áyax, representante por antonomasia de la fuerza como combatiente, le fueron otorgadas las armas de Aquiles, con lo cual el mito se hacía
eco del cambio de los tiempos.
Sin embargo, la referencia más antigua a un festival
semejante al que se celebraba en Olimpia, la hallamos
en uno de los himnos que la tradición suele atribuir a
Homero, aunque sepamos que se trata de una colección
conformada por poemas de autores y épocas diversas,
pero inmersos dentro de la misma tradición rapsódica.
Uno de los más extensos y también de los más antiguos, posiblemente del siglo vii, es el dedicado a Apolo,
en el cual se asegura: «...pero es en Delos donde más se
regocija tu corazón, oh Febo, que allí se reúnen en tu
honor los jonios de rozagantes vestiduras juntamente
con sus hijos y sus venerandas esposas. Ellos, acordándose de ti, te deleitan con el pugilato, la lanza y el
canto, cada vez que celebran sus juegos».1
49 Revolución y Cultura
A su vez, frente a dioses y héroes se af irma el ser humano en la lírica convertida en género literario en el siglo
vii y surgen nuevas consideraciones en torno a los patrones v alorativos. Para Tir teo, uno de los primeros
elegíacos, ya no es digno de alabanza el que prevalece
en la car rera o en el pugilato, si no defiende a su patria
(9 d). A Arquíloco, quien como ninguno af irmó su yo
frente al antiguo ideario nobiliario en los mismos inicios del siglo vii, se le suele atribuir el himno a Heracles
cuyo estribillo ténella kalínike2 se usaba a manera de
saludo de los vencedores en los juegos; mientras
Jenófanes, ya en el siglo vi, opone la excelencia de su
propio saber, al juzgar en función del servicio prestado
a la ciudad, de modo que:
...si por la rapidez de sus pies la victoria uno logra,
o en el pentlo –allí en el reciento sagrado de Zeus,
junto al río de Pisa, en Olimpia–, o bien en la lucha, o en el pugilato que causa tremendos dolores,
o bien en ese espantoso certamen que llaman
«pancracio», muy ilustre se hace a los ojos de sus
convecinos, y puede alcanzar la gloriosa
«proedría» en los Juegos, y recibir alimentos a
cargo del público erario, y de su ciudad un regalo,
que tenga por premio.
Incluso lo puede lograr con caballos todo eso, sin
ser tan valioso como yo. Pues mejor que la fuerza
de los caballos y los hombres es nuestro saber.3
El racionalismo jonio también hará su aporte a la lírica coral en la obra de Simónides de Ceos, nacido a
mediados del siglo vi. Con su poesía, compuesta para
ser cantada por un coro, se consuma la desacralización de un género tan unido a las f iestas religiosas
desde sus inicios. El hombre es el centro de su producción y el epinicio es una de las vertientes que cultiva.
Lamentablemente muy poco queda de ellos, pero lo
suf iciente para saber que se diferenciaban de los de
Píndaro y que su autor no rehuía la inclusión de rasgos
de humor, como cuando e xagera las posibilidades de
un joven púgil v encedor, de quien sonriente asegura
que ni el gran Pólux ni el férreo Heracles lo hubieran
podido resistir (23d) o cuando juega con el nombre
de un boxeador llamado Crío, literalmente «carnero»,
para asegurar que fue esquilado cuando peleó en Nemea (22d).
Pero si a Simónides se le considera como el inicia-dor
de esta modalidad, cultivada también por su sobrino
Baquílides, aquel que ya en tan temprana fecha constatara lo difícil que es transitar en poesía por las sendas de palabras aún no pronunciadas (Snell 5), es en
Píndaro donde culmina la lírica coral y el epinicio en
par ticular.
Revolución y Cultura 50
Había nacido el gran lírico coral en Tebas, ciudad al
margen de los procesos económicos y de las inquietudes políticas y espirituales vividos en otras zonas del
mundo griego y donde la aristocracia mantenía su hegemonía y modo de vida tradicional. Formado en este
ambiente, su obra es un canto a los valores de un mundo
aristocrático que ya era cosa del pasado para sus contemporáneo atenienses y de otras ciudades
del ámbito helénico,
pero que Píndaro se
empeñaba en mantener
como presente.
Por ello su obra deviene en un nostálgico monumento a un tipo de
vida que se extinguía,
un consciente mirar al
pasado en medio de la
turbulenta agitación
económica, política,
intelectual, emocional, que sacude a Atenas, el gran centro de
la vida griega del siglo
v, aunque, por supuesto, tampoco podía ignorar su propia época;
pero elige aquello que
se aviene con su forma
de pensar y de sentir.
De ahí su predilección
por los epinicios en
honor del triunfador en juegos panhelénicos, el cual
así conquistaba la gloria personal pero también la de
su tierra de origen, al tiempo que ponía de manif iesto
las cualidades tradicionalmente aristocráticas.
No se encuentra, pues, en las odas pindáricas la descripción de la lucha deportiva, sino se procura extraer
la lección vital patentizada en la victoria del atleta. Es
por ello el mito un elemento indispensable como medio de proyectar la circunstancia individual a la esfera
axiológica del comportamiento humano, al tiempo que
la gnóme, la sentencia, breve y concisa, a manera de
conclusión explícita, subraya la enseñanza necesaria.
Es tarea del lírico coral conjugar los datos específicos
con el mito y la gnóme, para desentrañar el significado
que tal victoria supone. De ahí que el tebano se sienta,
no como un poeta por encargo, sino en pie de igualdad
con su patrocinador, e insista en la superioridad de su
poesía como «necesidad cósmica»: solo mediante ella
se descubre el sentido último del mundo y la misión
del poeta es mostrarlo a los demás. El canto, representado por la lira de oro en la «Pítica i», es complemento,
perfección y, en tanto armonía, parte esencial del ordenamiento universal:
Lira de oro, que en común gobierna
Apolo con las Musas de violadas
trenzas: a tus acentos
sigue la danza, inicio de las fiestas,
y obedecen tus señas los cantores,
cuando, vibrante, al aire das las notas
del preludio ductor del coro.
Tú apagas, lira, incluso el rayo hiriente
de eterno fuego; y duerme sobre el cetro
de Zeus, el águila, la reina
de las aves, aflojando su ágil ala...4
Este concepto de la poesía ha de tenerse presente para
entender rasgos
es pecíf icos de su
obra, como el tratamiento del mito.
No pretende desarrollarlo, sino selecciona momentos
específ icos y se
lanza en medio
de su narración
para luego, a saltos
posiblemente, referirse a fases anteriores y posteriores. Procede más
bien por alusiones
que por detalles,
sin desdeñar el empleo del discurso. A
menudo sorprende
una interrupción
brusca. El poeta
nos hace saber que
se ha desviado,
que ha dicho algo
no apropiado o que
ha omitido un aspecto necesario, o sencillamente
irrumpe para dar su opinión o un vuelco a la narración.
Todo ello, junto con la riqueza de su métrica y los cánones de composición tan alejados de nuestra costumbre, con su desarrollo por asociación, sus inicios espléndidos y sus lánguidos f inales, la composición anular y, sobre todo, la primacía de la emoción estética, ha
dificultado la lectura y disfr ute de los epinicios, pero
quien sobrepasa tales barreras queda siempre sorprendido por el genio poético de Píndaro y entiende el porqué de su bien merecida fama.
Solo en la «Olímpica i», dedicada al triunfo de Hierón,
tirano de Siracusa, en la carrera ecuestre de los juegos
celebrados en Olimpia en el 472 a.n.e., encontramos
una referencia glorif icante a estas competencias y también el mito fundacional de Pélope. Con su poder de
transformar ideas y emociones en imagen plástica comienza Píndaro la oda:
Lo mejor, el agua. Y el oro como fuego incandescente se destaca de noche sobre la soberbia riqueza.
Mas si es cantar unos juegos lo que anhelas, corazón
mío, no busques ya de día con tu mirada por el cielo
desierto un astro esplendoroso más ardiente que el
sol, y no podremos hablar de certamen más ilustre
que el de Olimpia.5
En tanto, después de evocar la hazaña de Pélope, entre
la cuarta estrofa y su antistrofa concluye el mito subrayando su proyección posterior:
La gloria de Pélope de lejos resplandece por las carreras de las Olimpíadas, donde la rapidez de las piernas rivaliza con las cimas denodadas del vigor. Y el
vencedor goza el resto de su vida una bonanza dulce como la miel a causa de los juegos. La perenne
dicha cotidiana es lo más excelso que a cualquier
mortal puede lle garle. P ero yo he de coronar a
Hierón...6
Mas, si buscáramos la transposición del hecho deportiva en los epinicios, es Baquílides, tradicionalmente
oscurecido ante el deslumbre provocado por Píndaro,
quien nos proporciona el referente:
¡Ilustres entre los mortales aquellos que pueden ceñir su rubia caballera con la corona bienal! Es a
Automede, vencedor, que los dioses se la han otor gado hoy. Porque brilló en el pentatlón como la luna
centelleante brilla entre el fuego de los astros en la
noche que parte en dos el mes. Tal, en el círculo
infinito de los griegos, mostró él su cuerpo admirable cuando lanzó el redondo disco, cuando de la
mano proyectó en el aire profundo la jabalina de
sauco al negro follaje, y levantó las aclamaciones
de la multitud, o cuando sus miembros resplandecían en los últimos sobresaltos de la lucha (ix, 22).
Pero los epinicios de Píndaro no solo constituyen la
culminación del género, sino también marcan un hito.
Integrada la lírica coral dentro de las manifestaciones
teatrales, ya no tendrá igual importancia como género
independiente ni los epinicios mantendrán la misma
Revolución y Cultura
importancia al cambiar también la representatividad
de los contendientes en los juegos deportivos desde
fines del siglo v.
Sin embargo, las referencias a tales pruebas siguen presentes en la literatura griega, como en el pasaje de la
Electra de Sófocles, en que Orestes, devenido mensajero de su supuesta muerte, narra su participación en los
juegos píticos. Pasaje que muchos siglos después Yorgos
Seféris, premio Nobel de literatura en 1963, recrea en
un espléndido poema, el número dieciséis de su libro
Mythistórima .
Los juegos olímpicos en la Antigüedad continuaron
celebrándose casi hasta el siglo v de nuestra era; pero
las odas del tebano, que en su momento glorif icaron al
atleta vencedor y por extensión al ser humano capaz de
tales hazañas, devinieron, tal como aspirara Horacio
para su propia obra, un monumento más perenne que el
bronce (iii, 30, 1). Sus ecos resuenan hasta nuestros
días en la obra de muchos poetas, entre ellos Heredia,
como advirtiera Martí; los estudiosos develan la cuidadosa labor oculta por la esplendorosa impresión que
los epincios provocan, al tiempo que el nombre de
Píndaro se mantiene como paradigma y máxima aspiración de excelencia poética.
Citas
1 Trad. de Se galá y Estaella en
Homero, Obras completas, Barcelona: Montaner y Simón editores, 1927, t.i, p.533.
2 Ténela, vencedor glorioso traduce Rodríguez Adrados en
Líricos Griegos, Madrid: CSIC,
1990, t.i, p.103.
3
Trad. de García Gual en Antología de la poesía lírica griega,
Madrid: Alianza Editorial, 1989,
p. 48.
4
Primera estrofa de la Pítica i en
traducción de Juan Fer raté en
Líricos griegos arcaicos, Barcelona: Sirmio, 1991, p.339.
5 Traducción de Pedro Bádenas y
Alberto Ber nabé en Píndaro,
Epinicios: Madrid, Alianza Editorial, 1984, p. 41.
6
Ibid. p. 44.
Revolución y Cultura 52
Revolución y Cultura
Revolución y Cultura 54
Baseball
o el ejercicio de la pasión
Fernando Sáez Carvajal
atalizador de asociaciones complejas, la experiencia
artística opera como anzuelo de la emoción; nos remite con frecuencia a zonas dormidas del alma, del
propio pasado, activando el ejercicio de la memoria, de la
búsqueda de continuidad y sentido.
Entre los recuerdos nítidos de mi primera infancia aparecen, a
veces mezclados, las pesquerías de trucha y de pez sol en la
presa Miner va y los dramáticos swines de Antonio Muñoz, el
gigante del Escambray, que conmocionaban a los miles de
espectadores reunidos en el estadio Augusto César Sandino
de la ciudad de Santa Clara. Eran los años gloriosos del equipo Azucareros de Serbio Borges. En la novena sobresalían
también el tercera base Owen Blandino, el Gallo de Cabaiguán;
el jardinero central Silvio Montejo, Caballo Loco; el brillante
receptor Lázaro Pérez, de mascoteo virtuoso; el novato Pedro
Jova, con uniforme siempre ceñido y pulcro; el lanzador Aquino
Abreu, con sus míticos dos no-hit, no-run consecutivos a cuestas... Nunca usé chaqueta marinera, aunque la pesca fue siempre una de mis pasiones dominantes, pero a menudo salía a
jugar vestido con mi flamante trajecito de pelotero. Cortado y
cosido impecablemente por la abuela paterna, el uniforme de
caqui gris llevaba en rojo el número uno en la espalda. El
número del legendario pitcher José Antonio Huelg a, que nunca más ha vuelto a ser usado por pelotero alguno en los equipos centrales, en homenaje a su malogrado ídolo muerto en
trágico accidente.
Indagación en la memoria, Baseball muestra de manera contrastada los puntos de partida y arribo de un proceso. La sensibilidad detectivesca o antropológica de Marlon Castellanos
queda expuesta explícitamente, al desnudo. Se trata de una
serie de imágenes de los años cuarenta sacadas de la galería
depor tiva de la re vista Carteles. Son rostros en contraportada
de jóvenes peloteros pertenecientes a distintos clubes:
Cubanaleco, Regla Baseball, Loma Tennis, Círculo de Ar tesanos, Fortuna Sport, Deportivo Matanzas, Círculo Militar y Naval,
Vedado Tennis, Deportivo Cárdenas, Universidad de La Habana, Hershey Sports... Retocadas a color de forma manual, las
fotos en blanco y negro fueron impresas y reproducidas. Resulta notable el afán “embellecedor” (el esmero en las dentaduras impecables y los labios rosa intenso). Los hallazgos o
tesoros arqueológicos son entonces sometidos a escrutinio, a
un viaje inverso. Parte de las imágenes coloreadas que, des-
pués de escaneadas y registradas en papel, terminan impresas en blanco y negro, en sacos de azúcar vacíos, mediante un
tramado serigráfico.
Rastrear el pasado, encontrar claves que ayuden a anclarnos
al presente, parecen obsesión favorita del artista. No son ahora
los rostros plasmados sobre sacos de lienzo rellenos en Isla de
azúcar, que amontonados o en forma de columna aludían a la
compleja relación entre seres humanos anónimos y una industria ligada indisolublemente a la existencia y la condición
cultural cubanas. Tampoco se trata de las cajas de luces a
partir de transparencias que documentan el viaje privado de
una familia camagüeyana a la Feria Internacional de Bruselas,
Bélgica, en pleno año 1958. Esta vez son retratos coleccionables de héroes humildes (peloteros de la Liga Nacional
Amateur). Encuentro a mitad de camino entre lo público y lo
privado, las imágenes “embellecidas” intencionadamente y
editadas de forma masiva eran señuelos destinados a tentar y
satisfacer la vocación coleccionista, íntima, de individuos concretos. Respondían, por tanto, a las expectativas y gustos de
destinatarios precisos en un momento dado. Y de aquí, también, su valor documental.
El ejercicio de la pasión parece ser el verdadero tema de la
muestra. De una parte, la pasión historiográfica del artista; de
otra, la pasión por un juego que ha atravesado circunstancias
disímiles de orden histórico, político, social y económico. Es
además la historia de un viaje, la huella de un proceso voraz
de asimilación. A través del Estrecho de la Florida, poco antes
del estallido de las guerras de independencia, llega el béisbol
al puerto de Matanzas en el año 1866, por medio de marinos
norteamericanos. Ocho años después se celebraba el primer
partido oficial en el actual Palmar de Junco. Cuba sería el
segundo país del mundo en organizar una liga profesional
beisbolera. La pelota se convirtió en el deporte nacional. Su
vocabulario de términos indistintamente en inglés o español
(algunos no traducidos en absoluto) delata la hibridez –curiosamente, a principios del pasado siglo, las truchas boquigrandes
(largemouth bass) y los peces soles (sunfish) siguieron la
misma ruta. Y se encuentran hoy en abundancia y a gusto en
casi todos los espejos de agua de la Isla–.
Es difícil saber con certeza qué mueve a la pasión, al desenfreno, a la polémica tenaz, a las llamadas peñas deportivas
en los campos y ciudades del país; cómo en naciones disímiles
Fernando Sáez
Carvajal.
Especialista de
teatro de la
Fundación
Ludwig de Cuba.
Profesor de la
Facultad de
Artes Escénicas
del ISA.
Página en colores: Obras
de la serie Baseball.
Impresión digital y
serigrafía sobre saco de
azúcar. Papel, tinta textil y
tela.
55 Revolución y Cultura
–Japón, Estados Unidos o Nicaragua– resulta de veras atractivo
un juego a primera vista aburrido, donde de forma a ratos
conmovedora, seres humanos adultos se afanan con absoluta
seriedad y denuedo en el dominio de una pelota pequeña, forrada de cuero blanco, dura y saltarina.
Si se compara con otras disciplinas deportivas, el baseball resulta estático y con escaso margen de improvisación individual. De
los nueve jugadores en el terreno sólo uno se mantiene de frente
a sus compañeros: el catcher, el único que posee una visión de
conjunto. Pero todos a su vez han de obedecer las órdenes del
director o manager, acompañado de su estado mayor, que teje
estrategias e indicaciones de acción que habrán de llegar al
campo de juego a través de los
asistentes o coaches. El team
incluye además carg abates,
masajistas y sicólogos. El lanzador es, sin duda, pieza clave.
De su efectividad, de su poder
de seducción y engaño, de su
repertorio y capacidad combinativa de bolas rápidas, de nudillos, tenedores, cambios de
velocidad, sinkers y curvas de
toda laya, dependerá en gran
medida el éxito del equipo, aunque el ataque y la defensa sean
esenciales.
Como muchos otros juegos, el
béisbol no es sólo ventana de
creatividad. Manifestación de la
vida, establece con ella, a un tiempo, relaciones análogas, contrapuestas o de equivalencia (a esto parece remitirnos el efecto
de extrañamiento producido por los rostros impresos sobre el
soporte saco de azúcar) -el lienzo sir ve además de envase a
otros productos primarios como la harina de trigo, pero también
contiene la perspectiva cúbica y algunas de las imágenes e
iconos paradigmáticos de la cultura occidental. Se sigue un sistema de reglas rígidas, hay que aprenderlas y dominar las,
corporeizarlas, expresarse en ellas. El trabajo de equipo es aquí
fundamental. Difícil resulta ganar sin la cohesión colectiva, aun
contando con una constelación de estrellas.
Vistas de cerca, las carreras o score son el resultado de un
viaje exitoso, de retorno, un recorrido de trescientos sesenta
Revolución y Cultura 56
pies que comienza en casa (home) y ha de realizarse alrededor del cuadro a través de tres estaciones o almohadillas.
Extraño pudiera parecer que el ganador sea el equipo capaz de
retornar más veces con éxito al punto de partida. Se pueden
anotar carreras a golpe y porrazo, bateando la pelota fuera de
los límites del terreno, pero la aventura puede implicar también un duro bregar preñado de obstáculos y celadas, pelotazos,
robos de base, corridos y bateo, sacrificios y squeeze plays suicidas... Y el espectáculo se desar rolla en medio de un magnífico diálogo de formas y colores: la alfombra rojiza y verde; los
uniformes; los guantes, petos, caretas, rodilleras, bates y cascos –como implementos de gladiadores–; la pizarra lumínica;
los estandartes y banderas; los
minúsculos espectadores en la
distancia.
El despliegue seriado de las
obras puede ser otra clave. Establece una relación enfática,
deliberadamente redundante
con la serialidad intrínseca del
béisbol: universo competitivo
dentro de otro mayor –más competitivo aún– hecho de la sucesión inexorable de los innings,
de la materia de múltiples campeonatos, de estadísticas
acuciosas, de promedios y récords de toda clase. Pero, ciertamente, con relativa frecuencia se pierde el norte. El puro
placer del juego (el de las relaciones flexibles, efímeras, no
trascendentes, que viven y mueren en el aquí y el ahora) cede
su ámbito a la rutina, al oficio mondo u otras motivaciones
extradeportivas.
No es tarea ardua imaginar al niño Marlon, de la mano de su
padre, en el umbral de dos mundos complementarios (el de la
sujeción de la vida cotidiana y el lúdico), atravesar la puerta
enrejada de acceso al estadio Cándido González y penetrar el
espacio de la arena iluminada, del diamante, de la malla
protectora, de la bulla, de la bruma formada por el humo dulzón y penetrante de miles de tabacos. Todo para asistir al juego
de su equipo Camagüey... En el terreno los árbitros. Discutidas
las reglas. Play ball! Y que gane el mejor.
Inolvidables her manos mayores: dondequiera que
estén,
Hundidos en la tierra que ustedes midieron a batazos
En la Tropical o en el Almendares Park;
Bajo el polvo levantado al deslizarse en segunda,
Alimentando la hierba que se extiende en los jardines
y es surcada por los roletazos;
O felizmente vivos aún, mereciendo el gran sol de la
una y la lluvia que hacía interrumpir el juego
Y hoy acaso sigue cayendo sobre otras gorras:
dondequiera
Que estén, reciban los saludos
De estos jugadores en cuya ilusión vivieron ustedes
Antes (y no menos profundamente)
Que Joyce, Mayacovski, Strawinski, Picasso o Klee,
Esos bateadores de 400.
pío tai*
Y ahora, pasen la bola.
(Al comenzar el campeonato de pelota de los
escritores y artistas)
Con ag radecimiento
para Rolfe Humphries
y Er nesto Cardenal
*“Pío tai” es la forma infantil,
en Cuba, de “pido time”,“pido
una tregua en el juego”.
Tomado de:
Fernández Retamar, Roberto,
Palabra de mi pueblo, editorial
Letras Cubanas, La Habana,
1980, pp.89-90.
Roberto Fernández Retamar
Compañeros: que antes de empezar, nuestro primer
recuerdo
Sea para Quilla Valdés, Mosquito Ordeñana, el
Guajiro Marrero,
Cocaína García, La Montaña Guantanamera, Roberto
Ortiz, Natilla
(Desde luego), el Jiquí Moreno de la bola de humo,
el Jibarito, y más atrás
Adolfo Luque, Miguel Ángel, Marsans,
Y el Diamante Méndez, que no llegó a las Mayores
porque era negro,
Y siempre el inmortal Mar tín Dihigo.
(Y también, claro, Amado Maestri, y tantos más...)
57 Revolución y Cultura
RAQUELRAQUELRAQUELRAQUELRAQUEL
Graziella Pogolotti
unto a su cuna, las hadas de los cuentos infantiles
parecían haber depositado todos los dones. Un rostro hermoso de sonrisa carismática, una impresionante presencia escénica, una voz inconfundible, una pasión
indomeñable. La magnanimidad de las hadas le había entregado el germen de lo posible. Lo otro, los arraigados valores
éticos, artísticos, político, todo cuanto per manece en nuestra memoria personal fue obra de su esfuerzo, alimentado
por la violencia de los huracanes. Los sueños cristalizaron en
convicciones, ar te y revolución se fundieron en un mismo
proyecto.
Durante muchos años, sentí la necesidad de pasar con cierta
frecuencia por su pequeño despacho de Teatro Estudio. A pesar
de las numerosas interrupciones, sentada a uno y otro lado de
la mesa, conversábamos libremente de cualquier cosa. Los
acontecimientos de la inmediatez conducían a la evocación
de conflictos de otro tiempo, al ejercicio de la crítica implacable respecto a otras tendencias artísticas, a la reflexión en voz
alta respecto a las decisiones que le imponían las circunstancias. Más allá del ámbito teatral, fustigaba la manipulación de
falsas jerarquías. En una de nuestras últimas conversaciones,
ahora telefónicas, reconocía a la indoblegable Raquel de siempre en su indignación ante un hecho de esa naturaleza. En el
fondo, subsistía en ella el inveterado rechazo por los valores
de un mundo light, dominantes en los días que corren.
Un breve ensayo de F ina García Marruz sobre Gracián y Martí
contrapone la cautela del primero a la
pasión del segundo. Raquel pertenece
a la estirpe de los apasionados. La causa del teatro, la defensa de los valores
éticos y estéticos estuvieron para ella
indisolublemente unidos a un proyecto
revolucionario de justicia social. Obra
humana, respondía a un mismo propósito emancipatorio. En su fidelidad sin
fisuras, sabía emprender el combate
cuando las aguas se enturbiaban, cuando lo fenoménico nacido del error, de
los prejuicios, de oscuros rencores traicionaba la fuente viva de la verdad.
Padeció las amarguras del quinquenio
Revolución y Cultura 58
gris y diseño estrategias para detener el golpe. Puso al servicio de ese empeño su prestigio personal, el magnetismo de la
otrora estrella de televisión, el respeto ganado a través de su
impecable historia política. En esta batalla convergían la solidaridad con sus compañeros de oficio dentro y fuera del teatro
y la salvaguarda de los mejores principios revolucionarios.
Asumió entonces en la vida, como antes lo había desempeñado admirablemente en el teatro, el papel de Laurencia de
Fuenteovejuna, voz de mujer justiciera de profunda raigambre
popular. Supo asumir también las responsabilidades correspondientes a una generación de fundadores. Se estrenó en la
1010, la emisora radial de los comunistas cubanos, simiente
de talentos, atenida a la sostenida calidad de sus programas.
Fue en los cincuenta la estrella indiscutible de la naciente
televisión. Su imagen quede grabada en la memoria de millones de espectadores. Pero su vocación más profunda la destinaba al teatro, ese acto de re-creación cotidiana, irrepetible,
artesanal, donde hombres y mujeres de carne y hueso dialogan con otros de su misma condición.
No había terminado la década, eran las vísperas del triunfo de
la revolución cuando Teatro Estudio re-fundaba la escena
nacional. Fue su verdadera casa. A los principios de su manifiesto germinal, a ese modo particular de establecer los vínculos entre arte y sociedad se mantuvo ligada hasta los últimos
momentos. Siempre soñó con hacer cine desde Cuba. La fundación del ICAIC le ofreció esa oportunidad. Desde Lucía hasta Un hombre de éxito , sus extraordinarias dotes facultades de
actriz han quedado grabados en el celuloide. Allí el gran público encontró
nuevamente la íntima y poderosa expresividad de su rostro, de su gesto, de
su voz, la misma voz reconocible en el
comunicado de la batalla de Girón. Porque para Raquel, ese hermoso nombre
bíblico, el teatro, la cultura nacional, la
solidaridad y la Revolución integraban
una misma realidad, una misma concepción. Quiso que no vieran en ella el
rostro de la muerte. Sobre el féretro cerrado, descansaba la bandera. El mito
se había transformado en símbolo.
Trascendiendo la
memoria
Surelys Álvarez
n valioso testimonio de la cultura cubana promovida por la Revolución nos lo ofrece Marta Arjona,
una de sus grandes protagonistas, en su libro Recuento (Consejo Nacional de Patrimonio Cultural, 2003). En
sus páginas, dirigidas principalmente a orientar a los estudiantes e instructores de arte, se recogen textos escritos a lo
largo de décadas por la autora, quien ahora nos los entrega
agrupados en dos secciones. En la primera aparecen las palabras pronunciadas por ella en muy diversos e importantes
eventos culturales, como las inauguraciones de las muestras
“El mueble en Cuba” y “Cerámicas de Amelia” o de la retrospectiva dedicada a Rita Longa, por ejemplo; la segunda sección agrupa los escritos publicados en diferentes revistas (la
mayor par te en Revolución y Cultura, publicación de la que ha
sido una asidua colaboradora), entre los que cabe destacar
títulos como “Nelson Domínguez, artista multidisciplinario”, en
el que nos ofrece un sugerente acercamiento a la obra de
este entonces muy joven creador de la plástica, y “Museos
¿sólo para matar el aburrimiento?”, en el que se detiene en el
que ha sido, sin dudas, uno de los espacios más significativos
de su trabajo, para hablarnos del surgimiento de los museos
en Cuba, de su “función de conservación, investigación y exposición de los testimonios del pensamiento humano y de la
naturaleza”, así como de la importancia del desarrollo artístico
de la juventud.
Es Recuento un libro que posee un doble y precioso valor. Por
un lado, el que proviene de ser su autora muy importante
testigo y partícipe del devenir de la cultura cubana de la Revolución. Palabras como las que pronunciara en el Castillo de la
Fuerza con motivo de la inauguración de la exposición de
planos y mapas de La Habana Vieja conservados en los archivos de España, o aquellas dichas en la Feria del Libro del
2000 cuando abordó, entre otros aspectos, la labor de restauración y conservación de monumentos de La Habana Vieja,
son ejemplos de su incansable defensa del patrimonio de la
Nación, defensa que tuvo sus comienzos a partir del mismo
triunfo revolucionario, cuando desde su dirección del Consejo
Nacional de Cultura estuvo al frente del rescate y conser vación de los bienes culturales dejados atrás por la burguesía al
abandonar el país. Esta trayectoria se evidencia a lo largo de
otros pasajes del libro, como la historia de la creación del
Museo de Artes Decorativas y las “memorias”, muchos años
después, de la Sociedad Cultural “Nuestro Tiempo”, en la cual
desempeñó un importante papel.
Pero por otro lado, muchos de estos trabajos ostentan méritos
que van mucho más allá de su valor testimonial, porque logran
apresar en su brevedad valederas aproximaciones a la obra de
pintores como Alfredo Sosabravo, Adigio Benítez, Pedro Pablo
Oliva y Jorge Duporté, entre otros.
Este libro, que nos seduce desde el inicio por todo lo que
aporta a un muy directo y cercano conocimiento de cómo se ha
desarrollado a lo largo de más de cuatro décadas la tesonera
y fundadora labor de la autora, en los campos del patrimonio
nacional, la museología y las artes plásticas, es realzado por
su cuidadoso diseño. Con sencillez y rig or, Ar turo Bustillo otorga su lugar preciso, a las ilustraciones que sir ven de apoyo a
los textos, las cuales, por lo demás, pertenecen al rico archivo
personal de Marta Arjona. El prólogo, a cargo de la periodista
y escritora Marta Rojas, a más de destacar la “labor de fundación y organización institucional en el vasto campo del patrimonio cultural”, llevada a cabo por la autora, se detiene a
celebrar su trabajo como ceramista, con el que obtuvo importantes galardones y que le permitió colaborar, además, con
artistas de la talla de Amelia Peláez, René Portocarrero y
Mariano Rodríguez.
Pero quien mejor define el alcance del texto que reseñamos
es su propia autora cuando expresa: “No puedo decir que es
un material abarcador de todo el proceso transformador ocurrido, específicamente en el ámbito del patrimonio, los museos y
las artes plásticas, pero sí que se completa en la ubicación de
una serie de figuras y momentos conformadores de una memoria que, sin dudas, enriquecerá el conocimiento de nuestra
cultura.”
59 Revolución y Cultura
A propósito de
juzgar
a primera vista
de Luis Amado–Blanco
Gustavo Pita Céspedes
omo un cronista clásico de los que tras
larga travesía regresaban a contar la historia
de sus descubrimientos y andanzas, nos habla Luis Amado Blanco de «un mundo sorprendente, resto angustiado
del Paraíso, plantado de árboles milenarios de impenetrable ramaje, poblado de
prehistóricos monstruos y con
el cielo mezclado de tal manera con la tierra que no se
sabe nunca lo que es una flor
y es una estrella, o un racimo
de frutas y una constelación
de luceros. Soles y lunas junto a la bota y el sombrero...»1
El lugar que la cita describe
y que, desde que lo descubriera en una edad bien temprana –en la misma seguramente en la que descubrió su
condición humana–, solía frecuentar a diario el autor, es el
de la poesía, el topos desde
el cual escribía y obraba, y el
lugar de su nacimiento verdadero o metafísico, porque
fue allí donde nació en verdad Luis Amado-Blanco, si
bien Luis Blanco había nacido físicamente en Asturias,
como naciera un Pablo Ruiz
en Málaga, un Juan Ruiz en
Alcalá de Henares, un Jesús
en Belén o un Siddhartha en
Kapilavastu.
Y es que ni como médico, ni
como diplomático, ni como
activista cultural, ni como peRevolución y Cultura 60
riodista o padre de familia
nunca dejó de ser Luis Amado-Blanco, porque era justamente el poeta, testigo y
partícipe de la creación del
mundo, el que vestía la bata,
el frac o el traje de uso diario
para atender a un paciente,
firmar un acta protocolar compartir con la familia, escribir
un cuento, una novela o una
crónica.
El verdadero poeta no se ve
en el verso, el verso es apenas la isla que anuncia el
continente, la hoja caída que
el aire arrastra lejos del árbol
el agua llovida del charco que
refleja la perenne promesa de
la nube. Un poema es un testimonio necesario, pero no
suficiente de poesía. Como esperma de una vela que alumbró una sola noche, puede ser
la cristalización maravillosa
de un momento de claridad
suprema, aunque excepcional. La vida diaria del poeta,
por el contrario, fuera de sus
poemas, no deja un testimonio perceptible ni duradero.
Uno tiene que adivinar el latir de la savia en el torrente
detenido de la corteza, en la
venosidad de las hojas, en el
rubor recatado de cada flor.
Luis Amado-Blanco, el poeta,
afortunadamente nos dejó sus
crónicas periodísticas en las
que la poesía es el objeto y el
sujeto; es no solo el tema de
muchas reflexiones, sino el
funcionamiento de la propia
reflexión, el ejercicio de la capacidad de ver y de juzgar –
de la única manera posible,
es decir, «a primera vista»,
cuando el juicio es inteligencia viva y no sentencia–, es,
en suma, «el alma de las artes» 2 que se descubre a sí
misma en todas ellas y en
cada página del diario vivir.
Acaso sea difícil encontrar un
lugar más propicio para sorprender a la poesía en plena
faena, construyendo su panal
a la vista de todos como una
abeja obrera en una colmena
de cristal. Porque, por muy
concreto que sea el tema de
las crónicas, al leerlas nos
embarcamos «en una constante expedición en pos de
ese algo que nunca llegaremos a tocar, pero cuya cerca-
nía, cuya aproximación nos
alegra casi definitivamente» 3
Y terminada su lectura, más
que conocimientos librescos
que nos instruyen, pero no nos
mejoran, más que nostálgicas
remembranzas que nos hacen
más viejos, pesero no más sabios, nos queda en el alma
«el reconocimiento intuitivo de
que únicamente en la belleza, en la armonía está nuestra
salvación. De que sin estética
ni la ética puede realizarse»4
La poesía ni se inventa ni necesita del recuerdo porque es
Luis Felipe Calvo
verdad que no se olvida, belleza que es su propia memoria, bondad que es su propio
monumento. No se mide su
pulso por el ritmo de los relojes, ni su alcance por la suma
de kilómetros o de letras –espacio, tiempo y lenguaje son,
ellos mismos, invenciones
poéticas–. Al final, es ella la
que remata la historia, la que
reserva siempre otro ayer antes del ayer, después del mañana otro mañana, y así, en
los pasados mañana y los antes de ayer está la poesía de
la historia que vuelve, lo ineluctable de la crónica, el
cuento y el recuento: belleza
que destila el amado blanco
del olvido...
Poesía del nacimiento metafísico del hombre, de la esposa del alma que protege a los
hijos del espíritu como a los
de la naturaleza, del amarillento recorte de periódico que
se vuelve blanca página de
libro recién impreso... En la
cubierta de Juzgar a primera
vista , Luis Amado-Blanco y
Luis Blanco se miran el uno
al otro desde los despejados
horizontes de un espacio de
juventud que nos incita a preguntarnos dónde estamos nosotros.
Notas:
1
Amado-Blanco, Luis. “Estrambote con
Lezama”. Información. Columna “Blancos”. 19 de septiembre de 1950.
2
Amado-Blanco, Luis. “Car ta a Cintio.
Postdata”. Infor mación. Columna “Blancos”. 7 de noviembre de 1950.
3
Amado-Blanco, Luis. “De mi provincia”.
Información. Columna “Blancos”. 27 de
enero de 1946.
4Ibidem.
MÁS ALLÁ DEL CINE
iempre he descreído de los libros de memorias.
No solo porque suelen escribirse a una edad en
que los eventos memorados se distancian de lo
vivido por olvidos irrecuperables u omisiones inconscientes, sino también porque en ocasiones la vida que
se nos cuenta acostumbra rendirle al presente el tributo
de la respetabilidad en detrimento de la credibilidad.
Alfredo Guevara (La Habana, 1925) no ha incurrido
en ello. Los textos ag rupados en Tiempo de fundación
(Iberautor Promociones Culturales S.L., 2003), aunque
el autor los coloque en un plano más modesto (“...serán acaso, tal vez, si pudiera, si alcanzara el tiempo, el
fundamento o trazo de eventuales Memorias”) son la
presencia documentada del Guevara público (del fundador y durante tres décadas director del Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográf icos, del embajador
de Cuba ante la UNESCO, del presidente del Festival
Inter nacional del Nuevo Cine Latinoamericano) y, por
serlo, son también la memoria documentada de más de
cuarenta años de cultura revolucionaria, tal como la
vivenció y, en muchos casos, protagonizó uno de su
principales animadores. En ello radica el mérito primero del libro, en el cual, para que la manif iesta vocación testimonial del texto no se viera lastrada por una
subjetividad sospechosa aun si se explicitaran sus coordenadas, para que ésta surgiera del mismo sin temor a
que el presente apostillara el ayer con el amparo de la
experiencia, Guevara ha preferido que los numerosos
documentos que ha gestado a lo largo de su extensa –e
intensa– vida pública hablen con la autoridad que les
conf iere el ser parejamente memoria viva de un acontecer histórico y de una historia personal y no un cúmulo de letras muertas sin otro mérito que el haber
fijado fugaces instantes, meras circunstancias.
Y esa es su otra gran virtud. Porque en esa papelería
rescatada al silencio, que antecede y pref igura al olvido, palpita el escabroso devenir de un proceso cultural
en forja, cuatro décadas con sus conflictos, sus flujos y
reflujos, sus certezas, sus conmociones... En ella encontrará el lector desde las polémicas sostenida por el
autor con los intelectuales agrupados en torno a Lunes
de Revolución hasta las resonancias del “Caso Padilla”;
61 Revolución y Cultura
desde las circunstancias que viciaron los respectivos
estrenos de cintas como Cecilia y Alicia en el pueblo
de Maravillas hasta las que motivaron la decisión de
cancelar el rodaje del f ilme Cerrado por reformas; desde las palabras de presentación de los primeros documentales realizados por el ICAIC hacia 1960 hasta las
pronunciadas en ocasión de recibir, en el año 2003, el
Premio Nacional de Cine. Buena parte de ella conserva
aún hoy el aliento beligerante que impulsó su escritura,
certidumbre de una época en la que ideologías divergentes, y a veces francamente encontradas, pugnaban
por un protagonismo que en ocasiones desbordaba lo
cultural; toda ella, la unicidad y eticidad (causa uno)
de un pensamiento creador que si bien lo vertebran
tópicos recur rentes –Patria, identidad, arte, cine, poesía...– jamás degenera en uniformidad deformadora,
si cabe un juego de palabras que quiero suponer
grato al autor de Tiempo
de fundación, pues como anuncia el mismo
Guevara apenas se abre
el libro “no hay creación
donde hay moldes estrechos”.
Agradezcamos entonces
a Alfredo Guevara el haberse sustraído a su vocación primera de en sayista y filósofo en favor
del memorante; el habernos develado desde las
historias que nacen con el
sello de la tras cendencia
hasta los relatos mínimos
pero nunca prescindibles
que conforman la otra
Historia; el habernos enseñado desde el ejemplo
y nunca desde el sermón,
que aun en medio de las
más grandes conmociones, de las transformaciones más radicales, por
difícil que pueda parecer,
siempre hay tiempo para
fundar.
Revolución y Cultura 62
Suleidy Peñate Ramos
a primera vez que estuvo en Cienfuegos fue en
1999 para presentar La vida es silbar, de gran acogida por el público sureño. En esa ocasión me quedé con ganas de hablarle. Luego volví a verlo andar las calles
de La Habana, o sentado en alguna que otra de las avenidas
más concurridas. Otra vez la maldita timidez me impidió
acercármele. Lo volví a ver y esta vez no lo iba a dejar escapar. Se sentó delante de mí en la Asamblea de Balance del
Centro Provincial de Cine de Cienfuegos: entonces supe que
el 2004 había comenzado bien. Le pasé una nota pidiéndole
una entrevista; le re-sultó gracioso saber que me iba a ayudar a matar un “enano gigante”.
El día anterior se había estrenado Suite Habana en el cine
teatro Luisa de la llamada P erla del Sur. Las cuatro tandas
no fueron suficientes y ese fue el motivo de mi primera pregunta.
–¿E STABA FERNANDO PREPARADO PARA EL ÉXITO QUE HA TENIDO EN
TODAS PARTES SUITE HABANA?
–La experiencia de la reacción del público con Suite Habana,
es algo que estoy tratando de asimilar todavía, realmente a mi
nunca me había pasado algo así y es una emoción que va más
allá de la película, me ha reafirmado muchísimas cosas. Yo
quiero mucho mi realidad, la quiero entrañablemente, quiero
mucho a la gente que me rodea y compartir los problemas que
tienen, los sueños, las dificultades. Me animó la idea de ser
sincero con esa realidad que uno obser va, no maquillarla, no
ocultarla, no edulcorarla. No tratar de darla como modelo
cuando todavía no lo es. Ese es un sentimiento que nosotros
tenemos y ese es el cine que yo siempre he querido hacer.
–¿C UÁL ES LA GÉNESIS DE ESTA CINTA ?
–Me estás haciendo pensar un poco. Recuerdo que cuando
hice Madagascar me inspiré cruzando el puente de hierro en
bicicleta; con Suite Habana yo creo que ha habido varios momentos o un cúmulo de momentos que yo he vivido caminando por las calles, viendo personas que sin conocerlas las he
convertido en personajes de mi historia: viejitas que venden
maní, el que está tratando de arreglar su casa... Claro, investigué muchas Habanas, porque hay muchas, como hay muchos
Cienfuegos, depende de cómo tú lo vivas, pero al final decido
quedarme con la más representativa, porque es la más popular aunque no es la más representada en los medios de comunicación, tanto los nuestros como los de afuera, esa es La
Habana que yo más quiero, porque formo par te de ella. Ha sido
un cúmulo de sentimientos, de vivencias y luego el momento
de encontrar los personajes.
–¿Y QUÉ TIPO DE CINE SE PROPUSO HACER?
–Un cine del que participe con amor y positivamente, sin ánimo destructivo, que sí refleje con claridad y sin complacencias
una realidad, pero con amor, que es lo que me mueve.
–A SU JUICIO, ¿CUÁL ES EL PAPEL QUE DEBE JUGAR EL CINE DE HOY?
–Siento que a veces la mirada sobre la complejidad de la
realidad no está muy representada en los medios y eso me
hace preguntarme por qué. El papel del arte o una función del
arte es esa, al menos ese es el cine que a mí me interesa
hacer, y lo hago desde aquí, participando, más allá de la crítica.
No me considero crítico de nada, lo que trato es de expresar lo
complejo de la realidad, aunque muchos me han llamado y
me han dicho que es una película subversiva y reaccionaria
y le dan esa lectura. El cine no debe dar la espalda a la
realidad, a esa otra cara de la realidad que, como te decía, no
siempre es la más representada.
–¿ENTONCES PODRÍA PREGUNTARLE CUÁL ES LA RESPUESTA DE F ERNANDO
PÉREZ A QUIENES TILDAN A SU PELÍCULA DE REACCIONARIA Y SUBVERSIVA?
–Muchas veces me han preguntado “¿usted cree o no en la
Revolución?”, y siempre he contestado: yo sí creo en la Revolución como el grado más alto del mejoramiento humano, no
creo en la Revolución cuando se convierte en burocracia,
dogmatismo, fanatismo, porque en definitiva la Revolución la
hacemos seres humanos y los seres humanos nos equivocamos, y yo creo que de la dinámica, de la participación, de la
crítica, de la autocrítica, se llega al mejoramiento del proceso.
Mi respuesta para quienes dicen que Suite Habana es subversiva y reaccionaria es una sola: yo sí creo en la Revolución.
63 Revolución y Cultura
OTRO SAAVEDRA DE E
Erena Hernández
El método se autorretrata
l único animal que ríe fue el
título de la última exposición
de Lázaro Saavedra en una salita transitoria del Museo Nacional de
Bellas Artes, efectuada entre el 12 de
septiembre y el 20 de octubre. Había
obras ya conocidas y otras facturadas en
el 2003.
Siempre la misma impresión ante su trabajo: la sonrisa inevitable y la sensación
que se burla de todo: del propio arte y
del espectador. Lázaro es una especie de
negativista, de alguien para quien ir en
contra de todo parece ser una especie de
principio. Por otro lado es una suerte de
deconstructor nato.
Piezas específicas sugieren estas ideas,
como Joshimon , instalación con diversos
soportes de papel, dedicada al karate.
Por otro lado, su afán conceptualista del
documento como instancia prevaleciente se manifiesta en Las cosas no son lo
que aparentan, serie fotográfica digital,
realizada para internet y convertida a soRevolución y Cultura 64
porte de video. Estas resultan imágenes
aparentemente convencionales, de paisajitos abstractos, lindones, inocuos; pero
si uno lee los impresos donde viene la
documentación que comenta lo que dicen los navegantes de internet, resultan
frases tan “picúas” y cursis que una se percata que el chiste no está en el uso de la
tecnología, sino en la burla sardónica que
él hace de los usuarios del medio.
En Todo final es el comienzo de alg o
que nunca se sabe, conjunto de ocho
fotografías en colores, donde destacan
Paisaje suizo, Sobre la imposibilidad de
encontrar la fuente de todas las fuentes, y No todos los chacras son redondos, aparentemente pareciera afirmarse
más en lo estético; pero lo gracioso es
que son caprichosos “cuadritos” elaborados a partir de la repetición de fragmentos de imágenes tontas, que dan un
poco la sensación de abstracciones
geométricas.
Igual sucede cuando pone tres refrigera-
dores en el espacio museable, o en El
método se retrata, donde usa recursos
del Pop y a la vez parece atenerse al
manido gesto duchampiano que establece algo así como que “esto es arte
porque está puesto aquí por mí y yo decido que lo sea”. Y uno se encuentra con
arte hecho con cualquier cosa, siempre
con abundante graffitti desacralizador, que en Lázaro apabulla hasta el
cansancio.
En resumen, es cuestionar todo, todo el
tiempo, hasta las mismas interrogantes
de ¿qué es arte y qué no?, ¿qué es lo
artístico?, ¿para qué lo estético?… (Después de Dadá, Duchamp, el Pop y Beuys
ya casi no hay nada nuevo bajo el sol).
Es un querer desconcertar, molestar, provocar reacciones psicológicas y emotivas
en el espectador.
Recuerda preceptos de Kosuth y Beuys –
citados en las páginas 328 y 329 respectivamente de Del Pop al Post, antología de Gerardo Mosquera, Editorial Arte
ESTIRPE QUIJOTESC
y Literatura, 1993–: “El arte no está en el
objeto, sino en la concepción que el artista tiene del arte a la cual se subordinan los objetos”. Y, “La formación de una
idea es en sí una escultura”. Lázaro todo
el tiempo desconcierta, molesta, en el
sentido de querer bajar los humos al arte,
al artista, a la institución… al propio discurso.
Es la irreverencia como norma, como método, esa que brota de la propia mirada
de él como persona, que cuando enfoca
a los demás parece querer desnudarles,
adivinarles el pensamiento, y estar presto al ataque o a la defensa, pero siempre
en guardia. Ofensiva desde quien tiene
la conciencia de que, a fin de cuentas, en
realidad, nada ni nadie es verdaderamente importante, o mejor, trascendente,
como si dijera: “total, todo es mierda”.
Pero a la misma vez es capaz de enfocar
hacia los micro detalles de la vida, y se
fija de pronto en las actividades de unas
avispas muy inteligentes en un charco
fangoso, en lo aparentemente banal,
siempre con agudeza fuera de lo común,
y siempre desde la burla o la ironía. Al
igual que en las fotos donde los chacras
son tapas de tragantes de agua de la
calle; o en la fuente, un simple chorrito
de agua que tiene por paisaje fondos
inconexos; o en Paisaje suizo, donde da
el todo por la unión de las partes, que no
parecen ser otra cosa que cachitos de
puertas.
Son lugares comunes las frases que la
crítica adjudica a la labor de Lázaro.
Mosquera ha señalado “que practica un
humor deconstructor del absurdo y de la
retórica de la realidad […] Es una voz de
la calle metida dentro de la galería […]
Un representante de los estratos populares.” Quizá la idea más certera es como
se da en él “el quiebre del aura de la
obra con mayúscula”. Abdel Hernández,
por su par te, ha dicho: “La obra como
ejercicio y el papel de los juegos en la
configuración de las ediciones obras”.
Mientras que Rafael López ha mencionado que “sus recursos comunicacionales
y expresivos provienen, en parte, de la
tradición gráfica más pura –humorismo,
diseño gráfico– y cobran ese carácter inusitado al ser mezclados desembarazadamente con ciertas soluciones del
oficio plástico y al usar estas últimas como
referencia irónica, llamando la a-tención
en ocasiones sobre su peculiar carácter
de “pintura” en un v erdadero ejercicio
metalinguístico”. Entonces, no habría
nada más nuevo que decir de él que no
haya sido dicho ya.
Lo más asombroso de su caso, siendo un
creador para quien la actitud ante el arte
es algo consustancial al ejercicio de éste,
es que habiendo tomado la producción
simbólica los derroteros que ha tomado
en el 2003 (y ya desde los noventa,
“money talks”), cuando los artistas se han
buscado sus galerías y hasta museos
“afuera”, volcándose al mercado, o concesiones mediante o exponiendo lo mejor en el extranjero y la paja “adentro”,
porque van y vienen. Lázaro, sin embargo, si acaso, obtiene la ventaja de alguna que otra bequita, pero se mantiene
“islado” y sin hacer indulgencias, con nada
ni con nadie. Es el mismo artista y la misma persona de siempre. Escasa virtud hoy
día, lo que es de encomiar. Sobre todo, la
necesaria presencia de un creador como
éste en el depauperado magisterio del
Instituto Superior de Arte, donde ojalá se
mantenga por largo tiempo.
Aire frío
65 Revolución y Cultura
Alejandrina, artista cubana, entre
O
Ñ
U
E
S
y
REALIDAD
Claudio Nembrini
Paisaje, acuarela
45 x 60 cm
Revolución y Cultura 66
n Cuba, a algunos artistas de nuestro
tiempo les ha tocado dar vida a un género que
de alguna manera recuerda
una cultura antigua como la
andina, en las distintas ramificaciones territoriales, con las
historias y los sentimientos de
sus pro-tagonistas, pequeños
y grandes. Una cultura fundada en la iconografía, a la vez
sacra y profana, de los objetos
rituales dorados y plateados,
derivados de las tradiciones
preincaicas, retomadas para nuevos usos por la colonización
española, con su matriz católica, y heredadas por las generaciones posteriores.
El soporte más difundido y sugestivo de las imágenes propias
de esta tradición ha sido el material textil, que unía las modalidades del mundo popular con la tradición aristocrática, como
pasó (en algunos sentidos en Occidente) con el gran arte
bizantino.
Como premisa, el mundo caribeño, el cubano en particular, ha
estado sustancialmente ajeno a esta tradición. Por lo menos
hasta donde sepamos no hay testimonios importantes en este
sentido. De manera que son recientes y sorprendentes los
cimientos fundados en el soporte textil, que se manifiestan en
una línea expresiva que aúne la riqueza del mundo popular
(sus creencias, sus ingenuidades, sus rituales) con los refinamientos de un mundo culto. A este proceso se une el sentido
del ritmo, de la música, muy caribeño, que se obtiene, sin
embargo, no volviendo a visitar los arquetipos clásicos del
mundo afrocubano como lo practican artistas locales, incluso
los excepcionales como Wifredo Lam, sino con los colores, con
su fragancia cromática, que a su vez hace pensar en la iconografía de los ritos religiosos locales muy frecuentes, incluso,
en la decoración doméstica.
Es posible que sólo el material textil podía restituir, en forma
de cuento, de narración a través de las imágenes, el encanto
de un universo real y fantástico, conservando su unicidad, y es
posible que sólo una artista culta y desmistificada como
Alejandrina, pero con una
energía creativa intacta, totalmente auténtica, preservada
desde la infancia transcurrida en Cárdenas, (pueblo tan
mágico y misterioso como el
Macondo inventado por
García Márquez en la cercana
ribera caribeña colombiana),
podía dar vida en Cuba a un
intento tan original, en el que
la naturaleza y la cultura se
funden, concurren en la creación de un mundo nuevo,
donde lo cotidiano con sus
alegrías, sus dolores, sus peripecias, sus absurdos, sus excesos, sus verdades, sus mentiras, sus esperanzas, pudiera encontrar una representación no mimética, realística, fantástica,
más real que lo real, gracias a los medios expresivos recordados. El llamado a la tradición del continente latinoamericano
por una parte, y por la otra, la atención por los lenguajes modernos, aprendidos por la artista en Cuba y durante sus estancias en Europa.
De allí el recurso –aunque contenido– al juego surrealista, con
su vocación por lo absurdo, por alternar, hasta confundir, el
plano real con el fantástico, a cuya atención contribuye la
futilidad sugestiva de los ornamentos, incluidos los «toques»
de oro y plata, que le confieren magia al conjunto, como en los
antiguos tapices preincaicos o en las tablas bizantinas.
En Alejandrina los brillanticos parecen dar vida a copos de
nieve coloreada, que en Cuba no existe, ni blanca ni coloreada, pero que se vuelve ilusión, evasión de lo cotidiano, del
lugar real del acontecimiento, como en los cuentos de hadas.
Las figuras que pueblan sus «cuentos» con los ojos bien abiertos, a veces en forma desmedida, que hacen pensar en un
estupor frente al mundo, pueden sonreír o lamentarse, ser amigos o implorar, pero están siempre en un frágil equilibrio entre
la comedia y la tragedia, aun cuando su tono ingenuo tienda a
reducir la cifra culta y devolverla a un universo popular.
Es el juego de ilusiones alcanzado con el medio expresivo,
una vez más lo que lleva al observar a ser sorprendido, a
impedirle encerrar su lectura en los esquemas canónicos que
El ángel
del cañaveral,
óleo/lienzo 60 x 50 cm
posee. También porque, en este proceso, contribuyen otras categorías a las que Alejandrina recurre con maestría: la ironía, lo
grotesco, categorías acentuadas por el empleo de materiales
«espurios» en forma de collages: pequeños cuerpos (botones,
costuras, telas superpuestas, otros elementos de lo cotidiano)
que asumen una fuerza expresiva, se funden con el óleo y la
tempera, dialogan con la acuarela, se convierten en lenguaje
y no en descubrimientos o ensamblajes de objetos según las
modalidades intelectualísticas del «nuevo realismo» de moda
en Europa durante los años sesenta. A lo sumo, alguna afinidad con la moderna cultura europea puede localizarse en el
arte «brut» de Dubuffet y de los otros exponentes de esta tendencia de oposición a las formas cultas, en la que aparecen
materiales varios, orgánicos
o no (arena, repello, fango,
basuras, etc., fundidos con
papel periódico, vegetales,
alas de mariposa, fósiles).
Una especie de inmersión en los meandros del mundo primogénito, liberada de las incursiones culturales académicas y
también en el de la memoria, que en Alejandrina, de forma
personal, original, lleva a la infancia, la cual, vuelta a visitar
con un probable toque de nostalgia, viene trasladada al mundo creado y recreado, con el necesario distanciamiento, para
que las experiencias de la vida, ya consumadas, no la asedien,
para ni celebrarla ni negarla. De manera que lo real, con sus
durezas y sus absurdos, asumido a medio camino entre memoria y presente, termina por parecerse siempre más a las
imágenes inventadas dentro de las cuales se esconde, creando una combinación continua de los planos, entre la realidad
vivida y el sueño. Pero también en el observador provocan un
traslado geográfico, capturando del mundo mágico y
funambólico que estas imágenes liberan: ese también
es el misterio del arte.
Sembrando la dulzura,
óleo/lienzo 60 x 50 cm
67 Revolución y Cultura
Otros
(muchos)
Premios
A cargo de
Tania Chappi
Reynaldo González,
Premio Nacional de
Literatura
El amigo y colaborador asiduo de nuestras páginas, Reynaldo González, obtuvo
el Premio Nacional de Literatura 2003,
al imponerse por unanimidad entre once
candidatos propuestos por treinta y cuatro instituciones de la Isla. Al frente del
jurado, Lisandro Otero, cumpliendo la tradición de que el premio del año anterior
encabece el grupo que elegirá al sucesor, destacó que la coincidencia que hubo
desde el principio en galardonar a este
autor en plena madurez y dominio de sus
recursos expresivos, y de intensa huella
en la vida cultural cubana. Novelista, ensayista y periodista de largo ejercicio,
Reynaldo atesora una obra abarcadora
de altos méritos artísticos, que conjuga
varios estilos con idéntica hondura, gracia y erudición filtrada por la maestría y
la sensibilidad popular.
A juicio de la crítica, él es dueño de una
prosa siempre documentada y enriquecida con un peculiar sentido del humor,
tan seductor como polémico y en ocasiones sardónico. En su caso es un vehículo
idóneo –añaden– para abordar temas que
van desde la historia y el recuerdo hasta
la inmediatez. A su pluma se deben textos medulares para el conocimiento de
la identidad nacional, en particular La
fiesta de los tiburones, que lo revela como un antro-pólogo de primera línea.
Nacido en Ciego de Avila, en 1940, Reynaldo González suma este Premio a otros
no menos importantes como el Italo
Calvino de novela, y el Juan Rulfo de Radio Francia Internacional en cuento. Ha
merecido, además, por cuatro veces el
Premio Nacional de la Crítica Literaria y
el Premio Nacional de Periodismo. Llegue nuestra felicitación a él, quien fuera fundador y redactor-jefe de esta revista. (Fuente: PL)
Revolución y Cultura
Como en ocasiones anteriores, el encuentro entre dos años, uno que acaba y otro
que comienza, trae la satisfacción de que numerosas personalidades reciban el
reconocimiento por toda una vida dedicada a la cultura. Lo que sigue es una apretada lista de la mayoría de ellos: en Ciencias Sociales lo mereció la investigadora,
historiadora y profesora María del Carmen Barcia Zequeira, doctora en Filosofía y
Letras, en Ciencias Históricas, Profesora Titular e Investig adora Titular de la Universidad de La Habana. De su amplia bibliog rafía, el último título, La otra familia (Parientes, redes y descendencia de los esclavos en Cuba), resultó ganador del Premio
Casa de las Américas 2003 en la categoría de ensayo histórico social.
En Edición, el lauro correspondió a Esteban Llorach por su trabajo de treinta años,
extensa trayectoria en la que destaca su quehacer con el sello Gente Nueva y el haber
sido distinguido en cinco ocasiones con el Premio La Rosa Blanca de la UNEAC. En
Música fueron varios los homenajeados esta vez: Juan Formell, Luis Carbonell, Celina
González, Manuel Duchesne Cuzán, Domingo Aragú y Lázaro Ross, todos de imborrable huella.
En cuanto a los correspondientes a la Enseñanaza Ar tística, lo recibieron maestros de
la talla de Harold Gramatges, Raúl Eguren y Adigio Benítez. Y finalmente, J oel James
Figarola, en Investigación Cultural, e Hilda Oates y Héctor Quintero, en Teatro, venían
a confirmar la justeza del camino seguido por todos estos creadores.
Y los
Carpentier
La obra Viudas de sangre, del escritor uruguayo residente en
Cuba Daniel Chavarría, obtuvo el premio Alejo Carpentier de
novela 2004, que conceden anualmente el Instituto Cubano
del Libro y la Editorial Letras Cubanas. El libro trata sobre un
asesinato ocurrido en la Ciénaga de Zapata, en la década del
cincuenta, y según su autor: «Es una novela cosmopolita, en la
que involucro, entre otros, a personajes norteamericanos y de
la Rusia zarista».
En la categoría de cuento, por otro lado, el lauro recayó en
Lázaro Zamora Jo por Luna Poo y el paraíso, mientras que
Mayerín Bello fue galardonada por el ensayo Los riesgos del
equilibrista (De la poética y la narrativa de Eliseo Diego). Así
que los lectores deben estar atentos, para el próximo año.
Cuando estos sean publicados, buenos libros caerán en sus
manos.
Leal,
Miembro
de la
Academia
Mexicana
de la
Lengua
La Academia Mexicana de la Lengua, eligió por unanimidad
como su Académico Correspondiente en Cuba, al Doctor Eusebio
Leal Spengler, Historiador de la Ciudad de La Habana. “Estoy
seguro de que esta designación contribuirá a estrechar el nexo
cultural entre nuestro país y la gran Isla de donde nos vino a
nosotros la lengua castellana”, expresó en una misiva oficial
el secretario de dicha Academia, Salvador Díaz Cíntora.
Desde la muerte en 1977 del escritor Raimundo Lazo, Cuba
no contaba con un representante en tan respetada institución.
Se trata, pues, de un acto largamente deseado por los amantes de las artes y las letras en Hispanoamérica y en especial
de las dos naciones latinoamericanas.
Leal, quien es miembro de la Academia Cubana de la Lengua,
manifestó su gratitud ante tan alto reconocimiento, conmovedor para él, al evocar la memoria del laureado Profesor
Raimundo Lazo: “a quien tuve el honor de conocer, gracias a mi
inolvidable amiga y benefactora Dulce María Loynaz. Me honra sucederle –subrayó Leal–, a pesar de la modestia de mis
merecimientos.”
FIART,
la magia
de los manos
La IX Feria Inter nacional de Artesanía propuso en PABEXPO un redescubrimiento
del mundo, con la presencia de creadores de diecisiete países, incluida Cuba.
La muestra de la Isla, por cierto, fue de
un muy alto nivel, coloca a nuestros artífices en un lugar prominente dentro del
panorama de las artes aplicadas en la
región. De la foránea no abundaremos
en tan breve espacio. Vale decir que brillaron como en anteriores ocasiones representantes de pueblos con una gran
Amor eterno en puntas
Un triunfo absoluto constituyó el inicio
de la temporada por el LV aniversario del
Ballet Nacional de Cuba con el estreno
de Shakespeare y sus máscaras, ganadora de uno de los dos premios Villanueva
2004 en danza.
Una de las obras del bardo de Stratfordon-Avon que ha encontrado los más diversos canales de comunicación es
Romeo y Julieta, hasta el punto que esos
nombres se han convertido en iconos
de la más exquisita expresión del amor.
Un peligroso reto, por tanto, es retomarla.
Incluso, el Ballet Nacional de Cuba ha incorporado las versiones de varios coreógrafos, desde aquella antológica en que,
con el soporte de la música d e Prokófiev,
la coreografía de Alberto Alonso y los diseños de Leovildo González, estrenara
Alicia Alonso en el Auditorium de 1956.
Pero en la que nos ocupa ahora, resulta
deslumbrante la conceptualización
tradición en este quehacer: Perú, México,
Brasil y Guatemala.
Sorprendieron los cubanos con muebles
bellísimos en maderas preciosas y bambúes; y en cuero, pudieron apreciarse
piezas de gran vuelo artístico, por su
trabajo en técnicas mixtas que conciliaban pirograbado y repujado. Gran relevancia tuvo el conjunto de lámparas,
entre las cuales reinaron las del maestro Marfil, punto de partida para otros
artesanos que han decidido continuar
de un modo muy peculiar los códigos
del art nouv eau. Muy destacado también fue el trabajo de los orfebres, con
mención especial para Raúl Valladares
y sus insectos prodigiosos, sin olvidar
su escultura Orfebre , hecha en plata,
granito y cobre. Es una estructura
coreográfica que le imprimió Alicia, en la
cual prevalece la danza sobre la pantomima, aunque sin desdeñar la teatralidad. La acción fluye con agilidad, y llega
en ocasiones a lo vertiginoso, gracias a
los clímax dramáticos, a la impetuosidad
en los duelos, o a determinadas danzas
que conforman una cadena de acciones
muy bien imbricadas por el libreto de
José Ramón Neyra.
La Prima ballerina assoluta optó por
la música de Charles Gounod en lugar
de la tradicional de Prokófiev. Ella consideró que “reorquestada en versión instrumental, y con algunos ajustes imprescindibles, era idónea para lo que deseaba expresar, pues se trata de una obra
compuesta a partir de la misma idea dramática con notables valores artísticos y
de una gran riqueza y variedad”. Recursos que sirvieron a Alicia para que sus
personajes lograran transmitir el encubrimiento de sus sentimientos y personalidades, características de esta puesta balletística. No por gusto ella incluyó
como personaje a un vendedor de máscaras, que representa al propio
Shakespeare. Todo en la escena destila
una atmósfera histórica y social de la intransigencia en el siglo XVI (y por supuesto, de hoy), que otorga una categoría de
signo y símbolo a las máscaras como objetos alegóricos al arte de la transfiguración dentro y fuera de la escena.
Exitoso fue su estreno mundial el verano
del pasado año en la Nave de Sagunto,
como resultado de una coproducción entre la Generalitat de Valencia y el BNC. Y
no menos lo fue su presentación en la
complejísima, pues está conformada
por miles de piececillas.
En la muestra cubana, por último, los
materiales formaron parte de las trampas que tienden creadores como Isabel
Santos, con sus trabajos en cera que parecen alabastro; o la torre de gran formato en papier maché, estructurada como
un tótem, del binomio Blasnel (Blas Mora
y Nelso Rodríguez) que exhibe un mosaico de la arquitectura colonial
habanera. Lo que parece haber sido creado en cerámica por su perfecto acabado
y brillo o en bronce por su color y solidez
es papier maché.
FIART fue toda una fiesta que, y es lo
mejor, continúa anunciando un gran futuro para la artesanía en Cuba y en toda
la región latinoamericana. (A. O.)
sala García Lorca del Gran Teatro de La
Habana. En todas debe significarse la
organicidad y excelencia con que funcionó el diálogo de pareja entre los diferentes bailarines que asumieron los
roles protagónicos; así como, dada la importancia que adquiere en la trama el
vendedor de máscaras, a los que lo encarnaron.
En cuanto a la escenografía, Ricardo Reymena logró con síntesis admirable mostrar la plaza, el palacio y las salidas del
inmueble en un entramado bellísimo de
madera, gracias al empleo de códigos
minimalistas. El decorado, muy funcional, posee como punto focal un retablo
multipropósito al centro del escenario.
De igual modo, con un vuelo imaginativo
espectacular resulta el vestuario de Pedro Moreno, que se atiene a los lineamientos característicos de la época en
trajes, tocados y otros atributos del vestir.
El diseño de luces, por su parte, es un regodeo de la atmósfera shakespereana, a
cargo de Gloria Montesinos, magistral en
la Nave de Sagunto, en Valencia, y que
se adaptó a las condiciones técnicas de
la sala García Lorca.
Sin duda, Shakespeare y sus máscaras
puede ocupar un plano cimero dentro
del arte coreográfico de Alicia Alonso.
Constituye una verdadera elegía gestual
tributada a la fuerza de un amor que
so-brevivió a la muerte y la intransigencia, a pesar del tiempo. (A. O.)
Lettres de Cuba,
revista cultural
cubana en francés
Presentada simultáneamente en La Habana y París, la revista cultural digital en
francés Lettres de Cuba se propone ofrecer muestras de la cultura cubana al público francófono, así como noticias e información acerca del trabajo que en
nuestro país o fuera de él se hace en
estos días en el campo de las artes y las
letras.
Este esfuerzo del Ministerio de Cultura
de Cuba de destacar en particular el diálogo de nuestra cultura con las culturas
de lengua francesa, en cualquier parte
del mundo, se sustenta en el precepto
martiano de que los pueblos deben vivir
reconociéndose y enseñándose porque
la obra humana es una y todos crecemos
con ella.
Con una periodicidad mensual en sus
principales secciones, pondrá énfasis en
la cultura artística y literaria, sin menoscabo de otras expresiones de la creación
humana que se erigen sobre un pensamiento y una ética humanistas. Así comienza Lettres de Cuba, como ventana
al mundo de la cultura cubana y sus conexiones con el mundo de la francofonía.
(Fuente: CUBARTE)
Revolución y Cultura
Redford
presenta
película
sobre el
Che
Robert Redford presentó en
La Habana su última película
como productor, Diarios en
moto, a la viuda e hijos del
legendario guerrillero argentino. El filme, rodado en México, Argentina y Chile, dirigido
por el brasileño Walter Salles
e interpretado por el mexicano Gael García Bernal, se basa
en los diarios del viaje de
nueve meses en motocicleta
que realizó el Che por América del Sur cuando era estudiante de medicina y tenía
veintitrés años
Redford fue recibido a la entrada del Cine Chaplin por
Aleida March, viuda del Che,
y sus hijos Camilo, Celia y
Aleidita. «La película es excelente, se basa en un libro que
nosotros le dimos a ellos para
que la hicieran: Notas de viaje, que son las notas que él
tomó durante ese viaje. El discurso que él dio cuando su
cumpleaños es real, las palabras finales son reales», afirmó Aleida March a la salida
del cine.
«La película me pareció muy
buena. A la familia nos gustó
muchísimo, estamos muy
agradecidos de ello, de haber
hecho una cosa tan linda, con
tanto sentimiento», dijo la hija
del guerrillero, Celia Guevara.
(Fuente: CUBARTE)

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