Montaña y Glaciares

Transcripción

Montaña y Glaciares
Bernard Francou, MONTAÑA Y GLACIARES
In: Montaña – América Natural, Ed. Antonio Vizcaíno & Ximena de la Macorra, p.32-37. MÉXICO, 2011.
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Montaña y Glaciares
Los nevados, personajes míticos de la cosmovisión andina
A pesar de que el retroceso de los glaciares es muy visible desde hace varias décadas en el paisaje
andino, aún no es evidente para la población en general que tiene causas físicas identificables y
relacionadas con el clima. La tradición animista, todavía muy presente en las cordilleras
antiguamente ocupadas por los incas, sitúa a los “nevados” (el término “glaciar” no se utiliza en el
lenguaje cotidiano) en el mundo sobrenatural. Lo que podemos considerar como “desiertos blancos”
son en realidad para muchos andinos lugares ocupados por divinidades ancestrales, achachillas en
Bolivia, apus en Perú. Las comunidades siempre han buscado ganarse sus favores mediante rituales,
cultos y ofrendas, entre ellos incluso sacrificios humanos que se practicaron hasta el periodo incaico.
Imploran a estas divinidades para que les concedan agua y condiciones que garanticen una buena
cosecha, garante de su supervivencia. Estas creencias permanecen vivas, como lo demuestran las
prácticas chamánicas alrededor de las montañas en sitios a veces muy antiguos. Por ejemplo, en
Cusco, cerca del cerro Ausangate, se celebra la fiesta del Qoyllur-Rit’i. Esta gran peregrinación
mágico-religiosa se lleva a cabo cada año a mediados de junio al pie del nevado Qolquepunco; allí se
congregan decenas de miles de indígenas que rezan y bailan durante tres días, hasta en el mismo
glaciar. Personajes de origen misterioso, los ukucos (los “osos”), que se cubren el rostro con
pasamontañas, son los encargados de recoger hielo y transportarlo a los valles como una reliquia
milagrosa. Cuando le pregunté a uno de ellos en 2004 por qué habían renunciado a extraerlo, si había
visto que lo hacían aún en 2001, me respondió que veía que el glaciar estaba retrocediendo, por lo
tanto, que estaba enfermo, y que no sería apropiado agravar su estado…
Glaciares, objetos de ciencia en los Andes
Un glaciar es una masa constituida por nieve y por hielo, que fluye bajo el efecto de su propio peso, de
zonas elevadas donde recibe agua sólida por las nevadas, hacia zonas bajas, donde se pierde por
fusión. Son un fenómeno natural sensible a los estados sucesivos de la atmósfera, por un lado las
precipitaciones sólidas aumentan su masa y, por otro, los flujos de energía intercambiados con la
atmósfera tienden a hacerla disminuir por fusión y por sublimación. La sublimación es el proceso por
el cual un sólido pasa al estado de vapor y sólo se activa cuando el clima es frío, seco y ventoso. En el
caso del hielo, la sublimación requiere mucha energía, más de 8 veces que la fusión, que lo
transforma de estado sólido al líquido. Los glaciares son como gigantescas estaciones
meteorológicas, pues registran el clima. Su parte alta es la zona de acumulación sometida a las
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nevadas, donde el proceso de acumulación domina, mientras que su zona baja, donde las pérdidas
se hacen más importantes, es la zona de ablación. Entre las dos, está la línea de equilibrio que es el
límite donde se balancean los aportes y las pérdidas. Por otra parte, el hielo, como cualquier cuerpo
viscoso y plástico, fluye hacia abajo por gravedad a una velocidad que va desde algunos centímetros
hasta unos metros por día. Este mecanismo introduce un cierto plazo entre el crecimiento o
decrecimiento de masa provocada por el clima, y el avance o retroceso de su término inferior. El
glaciar desaparece brutalmente a baja altitud cuando la cantidad de hielo que desciende desde arriba
se consume totalmente por los efectos de la fusión.
En los Andes, el reconocimiento de los nevados se remonta a 1740, cuando los académicos franceses
La Condamine, Bouguer, Jussieu y sus pares españoles midieron los tres primeros grados del
meridiano bajo el ecuador. Las altas montañas cubiertas de nieve fueron para ellos puntos de apoyo
de su sistema trigonométrico, midieron su altura y registraron el nivel inferior alcanzado por las
nieves perpetuas. Luego, en 1802, Humboldt y Bonpland intentaron ascender a estas cumbres y
estudiaron cómo las plantas y los animales se adaptan a las limitaciones de la altitud, formando
cinturones biogeográficos, pero no se interesaron particularmente en los glaciares como tales. Hubo
que esperar la expedición de Hans Meyer a Ecuador, en 1903, para que los glaciares se consideraran
por fin objeto de estudios científicos; su retroceso ya fue observado en las últimas dos décadas del
siglo XIX, cuando Edward Whymper, pionero del andinismo, efectuó en 1880 la ascensión a los
volcanes nevados más altos de Ecuador y realizó grabados precisos de algunos de sus glaciares (1). En
la década de los 30 en Perú, y más tarde en la de los 70 en Bolivia, Colombia y Ecuador aparecen las
primeras cartografías precisas de los glaciares que permitirán estudiar sus fluctuaciones y vigilar las
lagunas peligrosas abandonadas por su retroceso; esas lagunas constituyen un verdadero peligro
cuando, por lo general con sismos violentos, se vacían intempestivamente y provocan miles de
víctimas, en particular en la Cordillera Blanca del Perú (2).
A principios de los años 80, con la intensificación de su retroceso, los glaciares se volvieron
indicadores del cambio climático y son vigilados con esa intención. Fueron reconocidos también
como reservorios de agua naturales, cuya disminución acelerada puede tener consecuencias en las
cuencas hidrológicas, en particular en aquellas donde el recurso hídrico es utilizado para el riego, la
generación hidroeléctrica y el abastecimiento de las ciudades. Por iniciativa de equipos de diferentes
orígenes, se pusieron en marcha varios programas científicos, pero sólo el IRD (Institut de Recherche
pour le Développement) construye a partir de 1991 un verdadero observatorio permanente de
glaciares en cooperación con instituciones andinas, situado entre Bolivia y Ecuador, con extensiones
en Colombia y el norte de Chile. Los métodos utilizados para estudiar los glaciares pertenecen a la
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geofísica y requieren la implementación de un sistema de observación complejo. El periodo de
investigación cubre la Pequeña Edad de Hielo (PEH, siglos XIV-XIX), y el retroceso ocurrido después,
hasta llegar al presente.
El análisis de fotografías aéreas y de imágenes tomadas por satélites permite reconstruir con alta
precisión las fluctuaciones glaciares desde los años 50. Para ir más lejos en el tiempo, hay que
recurrir a indicadores geomorfológicos como las morrenas, que son masas de detritos transportadas
por los glaciares y abandonadas como cordones en su periferia. Se logra datar, con distintos
métodos, la fecha de depósito de esas morrenas, lo que permite reconstruir las superficies que
ocupaban los glaciares en un periodo determinado (3). El diagnóstico del “estado de salud” actual de
los glaciares se establece a escala anual, e incluso mensual, a través de mediciones del balance de
masa (4). Relacionar el incremento o la pérdida de masa del glaciar con el clima no es tarea fácil, y
para hacerlo hay que analizar los procesos de acumulación y de ablación del hielo. La ablación, que
suma los efectos de la fusión y de la sublimación, constituye la variable más compleja; exige
estaciones meteorológicas completas en donde se miden los flujos de energía intercambiados entre
la atmósfera y la superficie del glaciar. Por otra parte, el área y la longitud de un glaciar dependen del
escurrimiento del hielo, cuyas características (espesor, velocidad) son resultado de factores propios
de cada glaciar como la pendiente y la rugosidad del sustrato rocoso. El estudio geofísico de los
glaciares exige dispositivos costosos y equipos especializados, razón por la cual se limita a algunos
ejemplares cuidadosamente escogidos por ser representativos de las cordilleras en las que se sitúan.
Así, el IRD y sus contrapartes “auscultan” entre Bolivia y Colombia una docena de glaciares.
Retroceso de los glaciares de los Andes tropicales desde la Pequeña Edad de Hielo y su aceleración
de las últimas décadas
La temperatura promedio del planeta ha variado a lo largo del Cuaternario (los dos últimos millones
de años) en un rango de 5°C a 6°C, provocando una sucesión de periodos glaciares e interglaciares. La
razón principal de esos cambios cíclicos es bien conocida; viene del mecanismo complejo de
revolución de nuestro planeta en torno al Sol, su estrella. Sabemos, por el estudio de los sedimentos
y de los hielos acumulados en Antártida y Groenlandia que, durante el último millón de años, cada
~100 000 años ha ocurrido una glaciación, seguida por un periodo interglaciar de ~10 000 años, o a
veces más. Dentro de esos largos ciclos orbitales existen otros ciclos menores, como los de 44 000 y
22 000 años. Sin embargo, las variaciones de temperatura vinculadas a la actividad solar son más
breves –escala de siglos o décadas– y las más importantes no superan los 2°C. Otros factores pueden
intervenir también a escala de tiempo corta, como explosiones volcánicas de gran magnitud que
aumentan la opacidad de la alta atmósfera a la radiación solar, o mecanismos internos del sistema
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climático que todavía no terminan de explicarse, por ejemplo, los fenómenos El Niño. El último
episodio relativamente frío fue la PEH, que empezó al final del siglo XIII de la era cristiana, y terminó
en la segunda parte del siglo XIX. El recalentamiento del siglo XX, que los científicos asocian por
consenso a las actividades humanas, ha puesto en evidencia la sensibilidad de nuestro sistema
climático a los denominados gases de efecto invernadero adicionales, producto de la combustión de
fuentes de energía fósil.
¿Cómo hacer para identificar las fluctuaciones pasadas de los glaciares?
De Bolivia a Ecuador, los estudios realizados por el equipo del IRD en las morrenas (5) han permitido
demostrar que después de los siglos X-XII de nuestra era, los glaciares emprendieron un movimiento
general de avance, que culminó entre 1630 y 1730, considerado como el mayor de la PEH en los
Andes centrales. Se ha calculado que la temperatura en los Andes había bajado en este periodo ~1°C
en comparación con la temperatura promedio del siglo XX y que las precipitaciones habían
aumentado en un 30 por ciento en comparación con las actuales. Tanto en los trópicos como en
otros lugares, es razonable pensar que la PEH pudo ser provocada por una disminución notable de la
actividad solar; en efecto, entre 1650 y 1715, una gran reducción en las manchas solares,
denominada mínimo de Maunder, fue detectada gracias a la observación que se realizó con el
telescopio recién perfeccionado por Galileo. Las manchas tienden a desaparecer cuando la actividad
del Sol es más baja. Luego, los glaciares en los Andes centrales emprendieron un retroceso paulatino
en la segunda mitad del siglo XVIII, solo interrumpido por algunos avances menores durante el siglo
XIX. El descenso de las precipitaciones es el que inicia la desglaciación, mientras que la elevación de
la temperatura toma el relevo a partir de la segunda mitad del siglo XIX. En segunda mitad del siglo
XX, estamos en un clima plenamente dominado por los efectos antropogénicos, en particular, un
calentamiento atmosférico asociado a los gases contaminantes. A partir de los años 1975-1980 los
glaciares andinos tropicales entran a una fase de retroceso dramático, evolución que fue posible
reconstruir con precisión gracias a fotografías e imágenes disponibles. Así, los estudios efectuados en
Ecuador sobre los volcanes Cotopaxi, Antisana y Chimborazo; en la Cordillera Real en Bolivia; y en la
Cordillera Blanca en Perú, señalan 1976-1980 como un periodo clave: el inicio de un fuerte receso
glaciar que pone fin al periodo marcado por una relativa estabilidad entre 1950 y 1976 (6). Aunque la
disminución no ha sido regular y si hubo años con pérdidas menores (por ejemplo 1999-2000 o 20082010), para la mayoría de los glaciares la magnitud del retroceso en las tres décadas 1976-2006 no
tiene equivalente desde el máximo de la PEH: se calcula que la pérdida, tanto en superficie como en
volumen, de los glaciares de la zona, ha alcanzado entre un 40 y un 50 por ciento en 30 años y llegó
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hasta un 100 por ciento (desaparición total) en algunos casos, como el del glaciar de Chacaltaya en
Bolivia. En espesor, se estima que los glaciares pierden desde 1976 un promedio de entre 4 y 14 m de
equivalente-agua por década, lo que, a la larga, condena a los glaciares de pequeño tamaño (menos
de un kilómetro cuadrado) a una desaparición ineluctable ya que, por su baja altitud, no tienen más
zonas de acumulación permanentes.
Relacionar el retroceso de los glaciares con la evolución del clima: ¿decadencia irreversible o
simple recesión pasajera?
Es impresionante constatar la gran homogeneidad que existe en la evolución de los balances
glaciares en una amplia región que se extiende por más de 20° de latitud, entre el centro de
Colombia y el norte de Bolivia, y que abarca climas diversos, con estación seca marcada (Bolivia,
Perú) y sin estación seca (Ecuador, Colombia). Los años positivos o negativos (es decir, los años
donde la masa de los glaciares aumenta o disminuye) son sincrónicos de un lugar al otro. Los
glaciares de la región registran entonces la misma variabilidad climática a escala plurianual.
El origen de esta variabilidad reside en el Pacífico tropical y, más específicamente, en las anomalías
de temperatura superficial en su parte central (El Niño Southern Oscillation). Los años en que se
presenta El Niño (Pacífico central cálido), los glaciares se derriten mucho, mientras que en los años
de La Niña (Pacífico central frío), la fusión disminuye (7). En efecto, la atmósfera andina es más cálida
(de 1°C a 3°C) en periodos El Niño en todas las regiones, y en algunos sectores, por ejemplo, el sur de
Colombia, sur de Perú, y en el norte de Bolivia, es más seca; la combinación de ambos factores
aumenta la fusión y su magnitud hasta los 5 400 metros. Como los eventos cálidos (El Niño) han
aumentado en frecuencia e intensidad entre 1976 y 1998, se les considera responsables de una parte
importante de la aceleración del retroceso de los glaciares que tuvo lugar durante este periodo.
Sin embargo, no se puede relacionar la evolución de los glaciares y los cambios ocurridos en el clima
sin interrogarse sobre la física de los procesos de ablación, que se conoce a través de los estudios
realizados por el equipo de IRD en Bolivia en el glaciar Zongo (16°S) y en Ecuador en el glaciar 15 del
Antisana (0°28S) (8). Gracias a la baja latitud y a la alta altitud, existe en la superficie del glaciar una
gran cantidad de energía de origen radiativo, pero la temperatura del aire no alcanza un nivel
suficiente para alimentar una fusión eficiente. En efecto, la baja densidad del aire (la columna
atmosférica alcanza a los 5 000 metros la mitad de la presión que tiene a nivel del mar) limita el
calentamiento del aire y la transmisión del calor a la superficie del hielo. Para que esta energía
radiativa sirva para derretir el hielo, tiene que ser absorbida por la superficie del glaciar y, para eso,
el glaciar tiene que ser de un color distinto al blanco de la nieve recién caída, que refleja 80 por
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ciento de la luz del Sol. En efecto, cuando la nieve está sucia o cuando el hielo aparece en la
superficie, el glaciar absorbe hasta 60-70 por ciento de la radiación de ondas cortas y destina gran
parte de esta energía a la fusión del hielo. En el contexto de recalentamiento actual, las situaciones
durante las cuales los glaciares no aparecen cubiertos de nieves blancas y reflejantes a menos de
5 400 - 5 200 metros son siempre más frecuentes. Esto se debe al incremento de la temperatura
atmosférica que aumenta la probabilidad que se produzcan precipitaciones líquidas o a temperatura
de fusión (0°C), cuando antes las precipitaciones eran generalmente sólidas y “frías”. En ciertas
regiones, además, las precipitaciones tienden a disminuir (tendencia crónica a la sequía), lo que
contribuye al mismo resultado. Las tasas de fusión son máximas cuando los glaciares, poco
protegidos por capas de nieves reflejantes, reciben la máxima cantidad de aportes radiativos: son los
meses del equinoccio en el ecuador, o los meses del verano austral en dirección del trópico en Perú y
Bolivia. El rol de la temperatura en la fusión de los glaciares en esos ambientes tropicales de altura es
complejo. Los glaciares se derriten no tanto por el calentamiento directo de la atmósfera, sino más
bien porque su temperatura supera el umbral en el que las precipitaciones pasan de la fase sólida a
la fase líquida, y eso reduce la posibilidad de que se mantenga una cobertura de nieve a nivel del
suelo a baja altitud. Además, el incremento de la temperatura tiene otra consecuencia física: tiende a
aumentar la carga de vapor de agua en la atmósfera, lo cual favorece la fusión (más eficiente para
hacer desaparecer el hielo) en detrimento de la sublimación. En zonas de glaciares ubicadas a baja
altitud, con una fuerte influencia marítima, como los Hielos de Patagonia y de Tierra del Fuego donde
los glaciares alcanzan el nivel del mar, la fusión, en cambio, se relaciona más con la temperatura
atmosférica y, en el caso de los ventisqueros que desembocan en el mar, con la temperatura del
océano.
Existen pocos datos de temperatura y de precipitación en series largas y continuas a más de 4 000 m
de altitud sobre las últimas décadas. Por extrapolación de mediciones de estaciones situadas a baja
altitud, se estima que la temperatura ha aumentado en 50 años de 0,6 a 0,7°C en los Andes centrales
(9). Hay mayor incertidumbre en cuanto a la precipitación, ya que es difícil identificar una tendencia
clara a nivel del área regional. Existen entonces muchas razones para pensar que la elevación de la
temperatura atmosférica es la que ha originado la disminución de los glaciares de los Andes
tropicales. Los estudios realizados con ayuda de modelos muestran que los glaciares tropicales son
muy sensibles a la temperatura: en el glaciar Zongo en Bolivia, por ejemplo, se estima que por cada
grado centígrado de aumento en la temperatura, la línea de equilibrio sube en altitud 150/200 m
(10). Según estos modelos, con líneas de equilibrio medidas actualmente entre 5 100 m y 5 300 m,
bastaría entonces un aumento del orden de 3°C para provocar la desaparición casi completa de los
glaciares de esa región de los Andes, ya que existen pocas superficies glaciares que sobrepasen los
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5 800 m. Según las previsiones de los modelos climáticos para los Andes centrales realizadas por
varios equipos de climatólogos, el aumento de la temperatura podría alcanzar, o incluso superar los
3°C, si las emisiones de gases de efecto invernadero siguen la tendencia actual. En ese caso, la
presencia de los glaciares andinos se volvería residual, reducida, en el mejor de los casos, a las
cumbres más altas. Es difícil fijar razonablemente una fecha para tal eventualidad, ya que subsisten
demasiadas incógnitas, tanto del lado de los modelos climáticos, como del lado de los modelos que
simulan la respuesta de los glaciares a las variables del clima.
Consecuencias sobre los recursos hídricos: un diagnóstico complejo
Los glaciares son conocidos por ser reservorios de agua. En las regiones andinas sometidas a fuertes
contrastes estacionales en las precipitaciones (Perú, Bolivia), éstos regulan el régimen hidrológico,
derritiéndose y liberando agua antes de que llegue la estación lluviosa. En los años secos (por
ejemplo los años con presencia de El Niño en el altiplano boliviano), atenúan el déficit derritiéndose
más todavía. Pero se necesita una concentración importante de glaciares para que su impacto en los
sistemas hidrográficos sea notable, lo cual ocurre dentro y a la salida de las cordilleras más nevadas,
como la Cordillera Blanca o la Cordillera Real, o en algunos casquetes glaciares aislados al sur de Perú
y del Ecuador. En estas cuencas, la disminución de las masas de hielo en las últimas décadas ha
liberado una grande cantidad de agua, la cual ha producido un aumento sustancial de los caudales de
los ríos, pero esta tendencia es temporal y se revertirá cuando las reservas de hielo alcancen un nivel
mínimo. Las medidas hidrológicas efectuadas en pequeñas cuencas situadas a gran altitud en la
Cordillera Blanca muestran que una parte importante del volumen escurrido (35-60 por ciento)
proviene de la fusión de reservas de hielo no renovables. En una gran cuenca andina como la del
Santa, que drena la parte occidental de la Cordillera Blanca, produce un notable porcentaje de la
hidroelectricidad de Perú y riega una amplia región desértica de la costa, se estima que la proporción
del agua viniendo de los glaciares es en promedio un 10-20 por ciento, pero alcanza un 40 por ciento
durante la estación seca (11). La contribución de agua del derretimiento de los glaciares para la
ciudad de La Paz, en Bolivia, es actualmente de un 15 por ciento, pero aumenta a un 27 por ciento
durante el periodo del año en el que las precipitaciones se hacen escasas (12). La disminución de los
caudales en razón de la reducción de los glaciares sólo se observa actualmente en pequeñas cuencas
de altura en las que los glaciares están desapareciendo.
Una evolución que afecta a las cordilleras fuera del trópico y a otros macizos montañosos del
planeta
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Se estima en general que los glaciares tropicales podrían ser más vulnerables que los otros glaciares
de montaña del mundo ante el calentamiento atmosférico actual debido a características propias,
como su tamaño reducido y la permanencia de la fusión durante todo el año, por ausencia de
temporada invernal. Un estudio realizado en 2007 por Francou y Vincent (13), completado en 2009
(14), sobre setenta y cinco glaciares de montaña monitoreados en 16 regiones del mundo y
presentes en todos los continentes, muestra que el déficit de los glaciares de los trópicos andinos
desde hace 30 años es importante, pero no excepcional, si se compara con el de los glaciares de
Alaska, del oeste estadounidense y canadiense, de los Tien Shan o de los Alpes. Los glaciares con
grandes zonas de acumulación perdieron entre 5 y 7 m de agua por década, mientras que los que
han sido reducidos a zonas de ablación abandonaron el doble y están por desaparecer. Cuando
disponemos de series largas de datos del balance de masa glaciar (más de 30 años), se nota que la
disminución acelerada de los glaciares ocurrió a partir de 1976-1980 alrededor del Pacífico y del
Océano Índico (Américas, África, Asia), y partir de los años 1986-1990 en el Atlántico norte (Alpes,
Ártico). Este desfase pone en evidencia mecanismos oscilatorios regionales, como El Niño Southern
Oscillation (ENSO) y la North Atlantic Oscillation (NAO), que influyen en la distribución de las
precipitaciones, respectivamente en el Pacífico tropical y en el Atlántico norte. Así, los glaciares de
los Andes tropicales retrocedieron muy rápidamente después de 1976 gracias a un Pacífico cálido,
pero los glaciares chilenos entre 33°S y el trópico experimentaron algunos episodios de crecimiento
durante ese mismo periodo gracias a un aumento de las precipitaciones; los glaciares del Oeste
americano y canadiense comenzaron a derretirse activamente a partir de 1976, pero los glaciares de
Alaska lo hicieron después de 1988. Algunos macizos tuvieron incluso un comportamiento contra
corriente, como el caso de Nueva Zelanda, con un crecimiento casi generalizado de los glaciares
entre 1976 y 2000 gracias a una sucesión de fenómenos El Niño que aumentaron las precipitaciones
sobre la isla del sur. Del mismo modo, los glaciares de la fachada oceánica de Noruega registraron un
crecimiento marcado entre 1988 y 2003, debido a una fase de (NAO) positiva que contribuyó a
aumentar las precipitaciones de invierno sobre todos los macizos marítimos del norte de Europa.
Luego, a partir de 2005, en cambio, la tendencia al decrecimiento parece haberse generalizado en
todos los glaciares de montaña del mundo, con raras excepciones.
En conclusión, es un hecho que el calentamiento atmosférico afecta a los glaciares a nivel mundial,
pero la variabilidad de las precipitaciones, importante por estar sometida a variables regionales,
introduce cierto “ruido” en esta “señal” global.
Si hacemos una proyección hacia el futuro, la mayoría de los modelos de circulación general simula
un clima más cálido en las cordilleras americanas, con ciertos matices importantes según los
escenarios de emisión de gases de efecto invernadero retenidos. Las zonas que se calentarán más
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son aquellas situadas a gran altitud en los trópicos; en el hemisferio sur, en los alrededores de la
península antártica, y en el hemisferio norte, al norte del 40°, particularmente en la zona ártica. En
este contexto, como lo hemos visto, los glaciares tropicales serán particularmente vulnerables y
podrían entonces desaparecer en el transcurso del siglo XXI. ¿Cuándo precisamente?
¡Hasta ahora, nadie lo sabe.
Notas y referencias
(1)
Francou, B., 2004, Inst. Fr. Et. And., Lima, 137-152.
(2)
Ames, A. & Francou, B. 1995, Bull. Inst. Et. And., Lima, 37-64
(3)
Estos métodos tratan de datar una gran cantidad de bloques ubicados sobre las morrenas. Unos utilizan una curva
calibrada de crecimiento de una especie de liquen, otras recurren al decrecimiento de la radioactividad de isótopos
cosmogénicos como el Berilio 10 (10Be), el Carbono 14 (14C), o el Cloro 36 (36Cl). Los resultados pueden ser cruzados con
métodos históricos utilizando archivos documentales (escritos, pinturas, grabados, mapas, etcétera).
(4)
El balance de masa resulta de la suma de las ganancias por las precipitaciones y de las pérdidas por fusión y sublimación.
Se presenta en valor de agua (m o mm eq. agua). Corresponde entonces a una capa de agua repartida de una manera
uniforme sobre toda la superficie del glaciar. Se mide directamente estimando la acumulación neta en la parte alta del
glaciar, y la ablación en la parte baja: es el método glaciológico. El balance de masa puede también resultar de la
comparación entre las precipitaciones sólidas caídas sobre el glaciar y el caudal del río emisario: el volumen de agua
escurrido corresponde a la fusión del glaciar, disminuido de los aportes de las zonas no cubiertas de glaciares, y aumentado
con las cantidades estimadas perdidas por evaporación/sublimación y infiltración: es el método hidrológico.
(5)
Jomelli et al., 2009, Palaeogeography, Palaeoclimatology, Palaeoecology, 281, 3-4, 269-282.
(6)
Ramírez et al., 2001, Journal of Glaciology 47 (157), 187-194 ; Jordan et al., 2005, Hydrological Sciences Journal 50 (6),
949-961 ; Francou et al., 2007, Proc. First International Conference on the Impact of Climate Change on High-Mountain
System, Bogota, 87-97; Soruco et al., 2008, Geophysical Research Letters, 36, L03502, doi:10.1029/2008GL036238
(7)
Francou et al., 2003, Journal of Geophysical Research, 108, D5, 4154, doi: 10.1029/2002JD002959; Francou et al., 2004,
Journal of Geophysical Research, 109, doi: 10.1029/2003JD004484.
(8)
Wagnon et al., 1999, Journal of Geophysical Research, 104, D4, 3907-3923 ; Favier et al., 2004, Journal of Geophysical
Research, 109, D18105, doi:10.1029/2003JD004359 ; Sicart et al., 2005, Journal of Geophysical Research 110, D12106.
doi:10.1029/2004JD0057329
(9)
Vuille et al., 2008, Earth Science Reviews, 89, 79-96.
(10) Lejeune, 2009. PhD, Université Joseph Fourier, Grenoble.
(11) Mark et al., 2005. Hydrological Science Journal 50 (6), 975–987.
(12) Soruco, 2008. PhD, Université Joseph Fourier, Grenoble
(13) Francou & Vincent, 2007, Les glaciers à l’épreuve du climat, IRD Editions, 274p.
(14) Francou & Vincent, 2009, Le retrait des glaciers de montagne dans le monde au cours des dernières décennies, La
Météorologie, 66, 29-37.

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