Crítica

Transcripción

Crítica
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EL SUEÑO DE LA ALDEA
El reloj del exiliado
E LENA T RAPANESE
¿Qué es sacrílego destruir? No lo que
es bajo, ya que eso no tiene importancia.
No lo que es alto ya que, aunque se quisiera, no se lo podría tocar. Los metaxu. Los metaxu son la región del bien
y del mal. No privar a ningún ser humano de sus metaxu, es decir, de esos
bienes relativos y mezclados (hogar,
patria, tradiciones, cultura, etc.) que
calientan y alimentan el alma y sin
los cuales, fuera de la santidad, una
vida humana no es posible.
Simone Weil, La pesanteur
et le grâce
Los conceptos, escribía María Zambrano, son “zonas de seguridad” que el
ser humano crea para poder orientarse en el mundo: no relatividades absolutas, pero sin duda zonas “elásticas”
en la percepción que el ser humano
tiene de ellas. Elasticidad que se manifiesta en toda su evidencia en algunas vivencias radicales, y en muchos
casos constantes, de la historia humana, como es el caso de los exilios.
Ninguna duda hay al considerar el
exilio republicano español de 1939 como
uno de los más notables en la historia
del siglo XX, del que fue protagonista
medio millón de personas de todos los
estamentos sociales, y una entera claø ENRIQUE
DE RIVAS
se dirigente intelectual y política: lo
que Elena Croce,1 la hija del filósofo
italiano Benedetto Croce, definió como
“todo un ejército de combatientes antifascistas”, cuyo fracaso ofreció la
medida del beligerante y trágico futuro
europeo. Se trató, según las palabras
de uno de sus protagonistas, el exiliado Enrique de Rivas, de “una amputación realizada en el cuerpo vivo de
la nación”, que conllevó un cambio
fundamental en las percepciones del
tiempo y del espacio: “Cuando un ser
humano se ve sometido al estado que
comporta el exilio, se producen en él
condiciones físicas y psíquicas que a
la larga determinan su percepción de
los conceptos de espacio y de tiempo,
a través de una serie de modificaciones
de mayor o menor cuantía pero que en
su conjunto afectan tanto a su propio
ser como a la conciencia de su devenir
en un espacio geográfico dado y en un
lapso de tiempo cuya medida no puede
realizarse con los datos normales del
calendario.”2
Tales percepciones no pueden me1
Elena Croce es una figura clave para el
estudio de la presencia del exilio republicano español en Italia, en particular en Roma.
Para una introducción a su obra y su actitidad, en el ámbito literario y cultural, cf.
AA.VV., Elena Croce e il suo mondo. Ricordi e
testimonianze, CUEN, Napoli, 1999.
2
Enrique de Rivas, “Tiempo y espacio del
5
dirse con los mismos instrumentos con
lo que se mide el ordinario acontecer de
la vida humana: la experiencia del exilio determina mecanismos espacio-temporales que van cambiando a lo largo de
las “horas” del exilio.
Sin embargo, para poder analizar las
reflexiones de Enrique de Rivas, resulta imprescindible tener en cuenta las
circunstancias de su exilio: hijo del
escritor, dramaturgo y director teatral
Cipriano de Rivas Cherif y sobrino de
Manuel Azaña, pertenece a aquella
“segunda generación” del exilio de 1939,
formada por niños o todavía adolescentes de España, quienes habían acompañado a sus mayores y realizado parte
de sus estudios en Europa y a quienes en México se les denomina “los
hispano-mexicanos”.3 Llegará a ser,
exilio”, en Archipiélago. Cuadernos de Crítica de la cultura, 26-27, 1996, p. 125.
3
Federico Álvarez, quien también pertenece a la “segunda generación” de exiliados
de 1939, sugiere que tengamos en cuenta, entre las “generación de los padres” y las de los
“hijos”, a “una generación ‘intermedia’, que
algunos han denominado ‘perdida o rota’ y
que forman los jóvenes de la guerra, los del
36, la de los que empezaron a escribir en Hora
de España, colaboraron en el Romancero de
la guerra civil y escribieron para El Mono
Azul y para otros periódicos del frente y de
la retaguardia” (F. Álvarez, “Setenta años:
muerte y vida del exilio”, en M. Aznar Soler
y J. R. López García (eds.), El exilio republi6
quizás, el mejor conocedor de la obra
y de la vida de su tío Azaña y entablará largas amistades con muchos otros
exiliados, entre ellos Emilio Prados,
Ramón Xirau, Tomás Segovia, María
y Araceli Zambrano, José Bergamín,
Diego de Mesa, Ramón Gaya, etcétera.
Si los exiliados de la primera generación se habían desterrado de un ambiente percibido y vivido, la segunda
generación vivía un destierro del ambiente difuso y alterado; por un lado,
por las incertidumbres de la infancia
y, por el otro, por los estragos de la
guerra.4
En una hermosa carta del 24 de agosto de 1964 Rivas confiesa a su amiga
Zambrano: “Nací casi sin patria identificable, he crecido desarraigado.”5
Años más tarde comentará: “Ahora María, cuando veo que están llegando
al final de toda la generación de mis
padres, veo, como de golpe, en todo lo
cano de 1939 y la segunda generación, Renacimiento, Sevilla, 2011, p. 41).
4
Cfr. R. Ruiz, “La segunda generación
de escritores exiliados en México”, en J. M.
Naharro Calderón (coord.), El exilio de las
Españas de 1939 en las Américas: ¿adónde
fue la canción?, Anthropos, Barcelona, 1991,
pp. 149-153.
5
Las cartas (inéditas) de Enrique de Rivas a María Zambrano se conservan en el
Archivo de la Fundación María Zambrano
de Vélez-Málaga.
EL SUEÑO DE LA ALDEA
ron nuestros padres de la destrucción
que tuvo de catastrófico, la guerra de
física y moral, con sus apéndices, que
España, y el destierro, para mi famiéramos nosotros. Los hijos, en la inlia que quedó verdaderamente tullida
fancia, son la prolongación material
para siempre. Y me salen por lo tanto
de los padres. De mayores, su contitodos los rencores que nunca decía a
nuación, con variaciones y metamormi padre, y tengo que dominarlos para
fosis.
En tanto que niños y apéndices, no
que no se me conviertan en deseos de
nos
cabe siquiera el honor de habernos
venganza cada vez que veo u oigo a alrefugiado
por iniciativa propia. Nos
guno de los que han hecho figura en
refugiaron para protegernos mientras
esos años y han medrado después, con
duraran los motivos o las causas: el
bombo y platillo. Es curioso que esto
franquismo en España y el nazifascismo
me suceda ahora, a mí que soy un desen Francia, país que había sido nuestro
primer refugio. Refugiados, pues, dos
terrado de nacimiento, no he sufrido lo
veces: de un contexto puramente esque sufristeis los protagonistas de todo
pañol y de un contexto europeo desaquello. Trato de no pensar demasiado
pués. Es la primera candidatura a la
en todo ello y me distraigo como puedo.”6
ejecutoria de refugiados universales
Desterrado casi “de nacimiento”, Enque compartimos, en el siglo XX, con
rique de Rivas escribe que si el exiliado
una larga serie de etnias, y en el pasado con moriscos, hugonotes y puripuede concebir que le venga a faltar
tanos. Pero nuestro refugio había de
el suelo de su Patria, “no es capaz de
ser pasajero, se sentía absolutamente
concebir el tiempo del destierro como
como transitorio: volveríamos a Espaalgo sin fin”. Su reloj sigue midiendo
ña cuando acabase la guerra.7
un tiempo dividido en “horas” elásticas:
El reloj del refugiado –“un ser humala hora del refugio, de la espera, del
no que huye de un peligro grave o morexilio, de la memoria, del regreso.
tal”– fue ante todo el reloj de la espera:
¿Transterrados? ¿Exiliados? Son euse adelantaba o atrasaba según las defemismos. Fuimos, ante todo, “refugiados”. A quien exilian o destierran rrotas o las victorias de los Aliados, pero
le sacan de un contexto donde resulta
incómodo o peligroso. Quien “se refugia” lo hace por salvar la piel. Huye-
6
Carta inédita de Enrique de Rivas a María Zambrano, desde Roma, del 25 de mayo
de 1968.
Enrique de Rivas, “Destierro: ejecutoria
y símbolo”, en M. T. González de Garay y J.
Aguilera Sastre (eds.), El exilio literario de
1939: actas del Congreso Internacional celebrado en la Universidad de La Rioja del 2 al 5
de noviembre de 1999, Logroño, GEXEL/Universidad de La Rioja, 2011, p. 23.
7
7
seguía su marcha y con el tiempo en
vista del regreso. “Para preservarnos
en vista de ese regreso, nos transterraron, con las raíces tiernas totalmente al
aire, pero al pasarnos de una tierra a otra,
como no se trataba de que echásemos
raíces exóticas, tuvieron buen cuidado
de que el abono fuera el mismo que el
del otro lado del océano o lo más parecido, para que resultásemos las mismas
plantas que hubiéramos sido de no haber
existido la necesidad del refugio.” 8
Los jóvenes y niños crecieron en
colegios españoles creados para ellos,
con maestros españoles para ellos, y
con todo un aparato simbólico cuyo
fin consistía en forjarles:
una conciencia de españoles impregnada del orgullo de ser “refugiados”;
(…) de españoles republicanos para
quienes la República era España, y a
falta de “tocarla” tocábamos sus símbolos: su himno, su bandera, sus centros de reuniones, sus publicaciones,
sus actos conmemorativos; pronto, sus
entierros: cada funeral era como enterrar un poco de España.
Todo eso era válido, era la realidad,
nuestra realidad cotidiana y más segura. Segura como una roca, porque lo
que vivíamos, ese “ser refugiados”,
era vivir en un paréntesis, y segura
porque siendo aún niños de trece o
catorce años no había entrado en noso-
tros ni siquiera la “duda” que comporta
toda toma de conciencia. No teníamos
“conciencia” de ello porque dentro
de ello estábamos, formando parte suya.
El símbolo todavía era carne.9
Todo esto “en vista del regreso”, de un
regreso más o menos lejano en el tiempo, pero sin duda existente: el refugiado
“concibe el tiempo como un espacio ignoto, temeroso, pero en virtud de su propia experiencia excluye que ese tiempo
no pueda tener fin en un punto desconocido todavía, pero sin duda existente”.
No es baladí que Enrique de Rivas
haya elegido como título para su novela
autobiográfica Cuando acabe la guerra,
una frase frecuentemente oída en México, pues detrás de ella “había una
profunda convicción de provisionalidad,
en cuyo fondo brillaba, como un lucero
entre nieblas, pero de titilar seguro, el
fin del régimen franquista y la vuelta a
España”.10 El “Cuando acabe la guerra” se transformó pronto en “Cuando
caiga Franco”, variación de aquel futuro de esperanza. Franco llegó a ser,
para el joven Enrique de Rivas, no
tanto una persona, sino más bien una
“entelequia”, “el escollo que detenía
la marcha del futuro”.
Enrique de Rivas no se sintió “exiliaIbid., p. 24.
Enrique de Rivas, Cuando acabe la
guerra, Pre-Textos, Valencia, 1992, p. 109.
9
10
8
8
Ibid.
EL SUEÑO DE LA ALDEA
do” en su infancia y primera juventud,
pero sin duda su sentirse y ser “refugiado” en aquel entonces cambiaron a
lo largo de los años. ¿En qué momento su
reloj pasó de marcar la hora del “refugiado” a marcar la del “exiliado”? ¿Cuándo se dio cuenta de aquel “vivir en un
paréntesis”, de aquel “haber asimilado
vivencias ajenas” y haber participado
“en ellas ‘vicariamente’”?
Yo me bauticé de des-terrado sólo en
1958, cuando me fue dado ir a Grecia
por primera vez. Allí comprendí, al
pisar las rocas frente a la Acrópolis,
donde paseaban Sócrates y Platón, que
pisaba tierra de verdad. Pero comprendí también que debía ese bautizo a
un profesor español del Instituto Luis
Vives de México, que había transcurrido varios años en un campo de exterminio nazi, y que era quien me había
hablado de Platón; a otro que había sido
discípulo de don Francisco Giner de los
Ríos en la Institución Libre de Enseñanza, y que me había descubierto a
los trece años el mito de Edipo y el de
Electra. En todos esos recuerdos, asimilados confusamente a lo largo de los
años, latía el mismo amor a una verdad consubstancial con el suelo propio, que no era más que la extensión
ideal de un suelo universal encarnado por el de la Grecia clásica. Todo
ello quedó sellado cuando descubrí,
al fondo del pasillo del mísero museo
de Esparta, la espléndida sonrisa de
Leónidas victorioso ante la muerte.
Comprendí entonces que el “exilio”
podía ser un modo de estar profundo
y universal, porque todos vivíamos
desterrados de la antigua verdad de
esa luz griega.11
Tal conciencia de la provisionalidad
del “ser refugiado” frente a la radicalidad del exilio está además relacionada a la idea de “patria”. Zambrano
escribió que sólo la patria verdadera
tiene la capacidad de crear el exilio
y que el exilio había sido para ella su
“patria, o como una dimensión de una
11
Ibid., pp. 26-27.
9
patria desconocida, pero que una vez
que se conoce, es irrenunciable”.
Desde esta perspectiva se entiende
perfectamente la pregunta de Rivas:
“¿Por qué limitarse a volver a España”,
si en realidad la idea “de patria como
un suelo necesario para crecer” se había demostrado “en parte falsa”? Si es
verdad que el ser necesita un “estar”,
¿por qué “limitarlo a este territorio que
se llamaba España, o incluso, por qué limitar la palabra España a un territorio?”
Como entre nieblas el concepto de “patria” buscaba ensancharse y explayarse más allá de fronteras que se me
hacían antojo o casualidad de la historia, para escapar a la negatividad
presente que mis ojos descubrían en
ella. Me parecía que era un concepto superable en lo que tenía de mezquino y de limitador; sobre todo para
un poeta. ¿No era la poesía un terreno
firme, una patria donde no cabían cataclismo políticos que al fin y al cabo
sólo eran accidentales? La patria real,
la inamovible, estaba ahí, dentro de
mí para siempre: acrisolada en unos
sentimientos que eran los míos; en un
idioma que era el mío; en un saberme
rama de un árbol de raíces hundidas
en un suelo llamado Castilla, Madrid,
Sierra de Guadarrama, Toledo, Andalucía, Tierra de Campos, Cataluña; pero
eran lugares habitados por los íntimos
de mi sangre, desde hacía cincuenta,
cien e incluso doscientos años, que había hecho los mismos gestos y dicho
10
las mismas palabras que yo hacía y
decía; que había comido los alimentos condimentándolos de la misma
manera que yo los comía. De esos
seres y lugares me había apropiado
más definitivamente que de los que
me rodeaban en el momento actual,
porque aquellos ya estaban terminados, transparentes en la luminosidad
de su ser cumplido, y éstos seguían
sometidos a un impredecible vaivén,
a la merced de la jerarquización posible de la historia. A la historia sólo
se le ocurría clasificarlos. Mi cabeza
los había liberado del tiempo encasillado, exactamente como sucedía con
la poesía que, en libertad suprema,
rompía las jerarquías inventadas por
los hombres. ¿Y no era el concepto
de “patria” una jerarquía más?12
La hora del exilio dejaba ver que Patria no era entonces un lugar geográfico, ni tampoco consistía en tener o no
tener pasaporte. Patria era tener memoria de un “ser como colectividad” y
eso, confiesa Enrique de Rivas, él se lo
debía a muchas personas, entre ellas
a sus padres o, mejor dicho, a la generación de sus padres, quienes dejaron
a la nueva generación el tesoro de la
memoria y una herencia: la de la responsabilidad de ser testigos del tiempo, que es, entre todos los “derrumbes
rescatables”, el único que queda “exMaría Zambrano, Las palabras del regreso, Amarú, Salamanca, 1995, p. 13.
12
EL SUEÑO DE LA ALDEA
ceptuado”. “Sólo la memoria”, escribe
de Rivas, podría restituirle al tiempo
“la dimensión de su propia oquedad
poblándola de imágenes y ecos, como
letras vivas de un recóndito alfabeto
que exige una lectura, un libro, una morada –una patria– donde seguir siendo”.
Con palabras diferentes, María Zambrano ofrece un interesante análisis de
las que ella considera las tres figuras
arquetípicas de adhesión al desgarramiento que vivieron los que tuvieron
que salir de España: el refugiado, el
desterrado y el exiliado. “El refugiado
se ve acogido más o menos amorosamente en un lugar donde se le hace hueco,
que se le ofrece y aún concede y, en el
más hiriente de los casos, donde se le
tolera. Algo encuentra donde depositar
su cuerpo que fue expulsado de ese su
lugar primero, patria se le llama, casa
propia, de lo propio (…). En tanto que
refugiado proyecta, idea y hasta maquina (…). Y se siente así más fiel a su
tierra que nunca, más que nadie, más
que los demás (…) mientras el desterrado mira, sueña con los ojos abiertos, se ha quedado atónito sin llanto y
sin palabra, como en estado de pasmo.
(…) Ningún quehacer le hace salir de
este estado en que todo se ve fijo, nítido, presente, mas sin relación.”13
María Zambrano, Los bienaventurados,
Siruela, Madrid, 1990, p. 31-37.
13
La figura del exiliado difiere radicalmente de las dos anteriores, porque lo
que la caracteriza más que nada es “no
tener lugar en el mundo, ni geográfico,
ni social, ni político, ni (…) ontológico”. El exiliado experimenta el abandono radical, de quien se encamina y,
de destierro en destierro, “va muriendo, desposeyéndose, desenraizándose”.
Quizás una importante diferencia que
Zambrano no menciona y a la que Rivas hace referencia es la diferencia
generacional. Si es verdad que, como
escribía Azaña, “el tiempo moral de una
generación carece de límites”14 y que
por eso existen pensamientos y sentires
todavía “actuales”, “vigentes”, es además verdad que el tiempo nos cambia, nos trasmuta, nos ofrece cristales
que nos permiten sentir el mundo y
el tiempo con matices diferentes. El
reloj ha marcado horas diferentes, largas e intensas, en las vivencias de los
refugiados y exiliados de la primera y
de la segunda generación: en algunos
casos ha llegado a marcar la hora del
regreso, en muchos otros no. Pero, sin
duda, el reloj ha “sobrevivido” a los
acontecimientos de la historia gracias
a la memoria, que se configura como
“un factor de cohesión fundamental para
Manuel Azaña, La invención del Quijote y otros ensayos, Espasa-Calpe, Madrid,
1934, p. 14.
14
11
la supervivencia, pues se convierte en
tiempo asimilado e integrado a la propia conciencia colectiva”.
Si por un lado la memoria da lugar a
fenómenos de elasticidad espacio-temporal, por el otro, es lo que permite
poder “habitar” el tiempo, de no ser
así “deshabitado”:
trarios. En el citado poema de Rivas la
exigencia de encontrar un tiempo para
el diálogo entre memoria e historia se
hace patente: se trata, por un lado, de
rescatar la memoria y liberarla de la esfera de la mera interioridad y privacidad
en la que a menudo se la relega y, por
el otro, de rehabilitar su capacidad de
arrojar luz sobre un pasado olvidado,
Eres mi tiempo y como tal te abrazo,
y de darse cuenta de que la memoria
mas tiempo eres también de una memoria “pone su mirada en lo fracasado, en los
que en mí busca refugio, como historia
“no-hechos”, en lo que pudo ser y no
que a su bordado busca un caña mazo.
fue, lo cual también forma parte de la
Como suma te acepto; te rechazo
realidad, en la medida en que ésta no
en tanto que eres cuenta transitoria,
se agota en pura facticidad tal y como
de cálculos inútiles victoria,
afirma la historia científica”. Mas la
de harapos sucesivos un retazo.
memoria tampoco se identifica con el
tiempo: es, más bien, la forma en la
De mi memoria, tiempo, eres morada
que un manantial de vida profundiza
cual el tiempo se nos hace presente,
como un río de luz que de sí nace;
es la primera forma de “resistencia” al
tiempo por parte del ser humano. Por
si no habita ella en ti, tú no eres nada,
eso es la forma de conocimiento más
pues tu paso sin peso es de ceniza
15
cercana a la vida y la primera reveque, pisando en el aire, se deshace.
lación, ineludible e “insomne”, de la
Como muy bien observa Sánchez persona.17
Para que el tiempo no expela a los
Cuervo, historia y memoria “no son,
ni mucho menos, términos sinónimos exiliados, y para que haya aquel mínimo
o intercambiables”,16 aunque tampoco de continuidad “indispensable para que
tienen por qué transformarse en con- la historia sea historia y para que la patria
propiamente exista”, hay que prestar
15
Enrique de Rivas, Epifanías romanas,
Instituto Cervantes, Roma, 2006, pp. 32-33.
16
A. Sánchez Cuervo, “Memoria del exilio y exilio de la memoria”, Arbor, CLXXXV,
núm. 735, 2009 (enero-febrero), p. 3.
12
Cfr. R. Prezzo, Il pensare che riscatta il
vivere. “Delirio e destino” di María Zambrano,
en F. de Vecchi (ed.), Filosofia. Ritratti. Corrispondenze, Tre Lune, Mantova, 2001, p. 119.
17
EL SUEÑO DE LA ALDEA
escucha a la voz de los exiliados y no
tenerle miedo a la memoria: “si somos
pasado, en verdad es por ser memoria.
Memoria de lo pasado en España. Pero
la memoria suscita pavor. Se teme de la
memoria el que se presente para que se
reproduzca lo pasado, es decir, algo de lo
pasado que no ha de volver a suceder.
Y para que no suceda, se piensa que
hay que olvidarlo. Hay que condenar
lo pasado para que no vuelva a pasar.
La verdad es todo lo contrario”.18
María Zambrano, recuerda De Rivas, solía evocar “la leyenda de los
Siete Durmientes de Éfeso que, dormidos en una cueva, despertaron al
cabo de más de trescientos años”.19 El
exiliado se refiere a la leyenda que se
encuentra en la Sura XVIII del Corán,
versículos 9-25, y que él mismo recupera, en la versión de la obra Gente de la
cueva, del dramaturgo Tawfiq Aljakim,
como metáfora de la que llama “la última
hora del exilio español republicano
de 1939”: “dos neocristianos, perseguidos y sobrevivientes de una matanza
en la época del emperador Decio, enMaría Zambrano, “Carta sobre el exilio”,
en Cuadernos del Congreso por la Libertad de
la Cultura, París, núm. 49, junio de 1961, p. 70.
19
Enrique de Rivas, “María Zambrano o
la mayéutica de la aurora”, en Archipiélago.
Cuadernos de Crítica de la Cultura, 2003,
núm 59, p. 108.
18
cuentran refugio en una cueva. Allí se
quedan dormidos junto con un pastor,
también cristiano. Al despertarse, creyendo que han dormido sólo una noche,
envían al pastor a la ciudad cercana a
buscar alimentos. El pastor vuelve con
las manos vacías porque la moneda que
ha ofrecido para pagar tiene más de
trescientos años. Los dos perseguidos
no entienden y se acercan ellos mismos
a la ciudad para buscar los lugares y las
personas queridas. Todo o casi lo reconocen, incluso a las personas. Pero son
los otros los que no les reconocen”.20
La anagnórisis no se produce y los
perseguidos, tras convencerse de que
han pasado en efecto trescientos años,
descubren que sus nombres son objeto
de culto. Dudando de su propia existencia, deciden regresar a la cueva y
entregar su existencia al mundo de los
sueños. “Mientras, sus herederos de
trescientos años después levantan sobre su cueva-tumba un monumento
para perpetuar su memoria.” El despertarse ha quedado a medias y no sabemos si los herederos de los perseguidos han aprendido a soñar y a llevar
sus sueños a la vigilia, librándose al
mismo tiempo de sus pesadillas.
Para que no se vuelva a repetir la
Enrique de Rivas, “Tiempo y espacio
del exilio”, p. 131.
20
13
misma “anagnórisis fallida de los Durmientes de Éfeso”, para que los exiliados
no duden de su existencia y tampoco se
conviertan en objeto de culto a-históricos y a-temporales, hay que encontrar
un tiempo común que sepa dar voz a la
elasticidad del reloj de los exiliados, a
su memoria. Es el tiempo del recuerdo y
del estudio de la obra escrita que produjo el exilio, sea en forma de prosa,
ensayo, poesía, epístolas, etc. Sólo un
tal estudio podrá “rendir una justicia
póstuma a sus autores y afirmar con la
fuerza debida a la inteligencia la validez de la cultura y su superioridad sobre la barbarie, siempre al acecho”.21
Sólo de tal manera la memoria podrá
entrar a formar parte de una Patria
“temporal”, “histórica”, realmente habitable: de un metaxu que haga posible un vida propiamente “humana”.
lín, Ibon Zubiaur (Getxo, 1971), ha ido
rearmando el ya casi olvidado mapa
literario de la antigua República Democrática Alemana (RDA). Y lo ha hecho de manera impecable, traduciendo a
autoras como Brigitte Reimman o Irmtraud Morgner, dos de las más notables
de los años sesenta en el Este alemán,
o sacando a principios de 2014 Al otro
lado del muro. La RDA en sus escritores
(Errata Naturae, Madrid), antología con
textos de quince narradores prácticamente desconocidos en español. Para
conversar sobre ellos (y sobre ella: la
antología) nos sentamos en un café de
la Oranienburgerstrasse, en Mitte, y charlamos. Estar cerca de la Nueva Sinagoga sólo puede traer buena suerte.
–Más allá de que en la extinta RDA algunos libros lograron “burlar” la censura, la literatura (las artes en general)
tuvieron siempre que funcionar dentro
de una camisa de fuerza política. Sin
embargo, y a pesar de esta cortapisa, salieAl otro lado del muro
ron autores y obras notables. ¿Hasta qué
punto puede ser “creativa” la censura
C ARLOS A. A GUILERA
en un país atravesado totalmente por
Recorriendo Alemania de este a oeste, ella?
destripando las bibliotecas, buceando
–Los límites que trazaba la censuen las cajas de los Flöhmarkt de Ber- ra, o la arbitrariedad de su ejercicio,
parecen haber sido un acicate para los
21
Enrique de Rivas, “Destierro: ejecuto- escritores más audaces. También los lecria y símbolo”, p. 28.
tores esperaban ver tratados en sus libros
14
EL SUEÑO DE LA ALDEA
aspectos de actualidad vedados en los
medios de comunicación oficiales. En
un país sin debate libre, la literatura era el espacio en el cual contrastar
posturas sobre problemas candentes.
Tampoco hay que perder de vista que
la censura no era uniforme ni monolítica, y que los cambios de rumbo político abrían espacios a la crítica, con
lo que en la RDA pudieron publicarse
libros sumamente originales e irreverentes. Por paradójico que pueda resultar,
la censura parece servir de estímulo a
la creatividad, no sólo en la RDA. Esto
no aporta un argumento a favor de la
censura, pero sí una pregunta poco
complaciente sobre el uso que hoy en
día hacemos de la libertad.
–Una de las cosas que más me llama la atención en tu Introducción a Al
otro lado del muro. La RDA en sus escritores, es que digas que “del estudio
de ese país (…) cabe extraer lecciones
cuya actualidad no ha caducado sobre
la literatura, su función y su encaje social”. ¿Puedes abundar un poco más
sobre esto? ¿Cuáles son exactamente
estas lecciones?
–La literatura de la RDA era, ante
todo, una literatura comprometida. Y
era, además, una literatura esperada
con avidez por sus lectores: en la RDA
los escritores eran figuras de referencia. Ésta es la primera lección que creo
IBON ZUBIAUR
oportuno destacar: en la RDA (a diferencia de la actualidad) la literatura
contaba, jugaba un papel en el debate
público. En parte por defecto: por la
ausencia de una opinión pública libre. Pero también por el compromiso
de los escritores y por la expectativa de
los lectores. La literatura no era vista
como mero entretenimiento ni era un
producto escapista o ensimismado.
La segunda lección que me parece valioso extraer de lo anterior atañe
a la responsabilidad del escritor. No
creo que toda literatura deba ser militante ni ocuparse de las cuestiones
de actualidad. Pero sí creo que debe
plantearse qué aporta al lector, o al
conjunto social, aunque sea en forma
accesible para pocos. En la RDA regía
un contrato social con los artistas: uno
15
podía dedicarse a la literatura, y hasta a la poesía, y vivir de ello, porque
había fondos públicos que lo hacían
posible. Pero se esperaba que correspondiese a esta generosidad con aportaciones de alguna relevancia. Hoy día
el escritor o artista ha de regirse por
las leyes del mercado. El diálogo se
quiebra: ni la sociedad lo siente como
suyo ni él siente como suya a la sociedad, con lo que la literatura tiende
mucho más fácilmente a la banalidad
o al solipsismo.
Una tercera lección que me parece
interesante atañe a la atención distinta que exigía el texto literario. En la
RDA todo el mundo sabía que los discursos políticos reproducidos en los
medios oficiales eran una sucesión de
frases hechas, una convención huera.
Pero a la hora de leer una novela o
un poema, el lector extremaba la atención, contaba con segundas y terceras
lecturas, sabía relativizar el peso de las
posturas expresadas por los diferentes
personajes. Tengo la sensación de que
esta capacidad lectora se va perdiendo en nuestra sociedad mal llamada
“de la información”: el bombardeo mediático embota la sutileza lectora. De
nuevo: sería absurdo añorar una dictadura porque en ella la gente leía
con más atención. Pero podemos preguntarnos si la libertad de expresión
16
genera necesariamente indiferencia
ante el mensaje.
–¿No te parece que la pregunta por
los aportes que debe hacer la literatura
“al lector o al conjunto social” es una
pregunta en esencia perversa? Es decir,
desvía hacia un terreno, el social, incluso el ideológico, un espacio que en
sí mismo, siempre, debe ser estético y
escriturario (aunque ciertas ideologías
no quieran escuchar hablar de esto), y
al final termina subestimando al lector
(de una tradición, una herencia o un Yo)
que todo escritor, hasta por defecto, es.
–La objeción es del todo pertinente.
Yo no creo que la literatura tenga una
misión, ni social ni de ningún tipo: un
texto puede responder a motivaciones
diversas y, para ser considerado literario,
debe hacerlo con pericia formal. Pero
sí creo que descartar enteramente la
dimensión social de la literatura (que
en el caso de la RDA, no lo olvidemos,
se debía en buena parte a la falta de
otros espacios públicos para el debate) puede generar una distorsión muy
contraproducente. En el caso de las
dictaduras que coartan el debate, tiende a investirse a la literatura de esa
función vicaria. Y lo que quise mostrar con la pluralidad de la muestra en
Al otro lado del muro es que se puede
responder al reto con propuestas literarias muy diversas, desde el realismo
EL SUEÑO DE LA ALDEA
más estricto hasta la experimentación.
Pero no descartaría la dimensión social como ajena a la literatura.
–¿Cuánto ha cambiado la literatura de la Alemania oriental desde 1989
hasta la fecha? ¿Hacia dónde ha evolucionado la literatura de los escritores
que después de la caída del muro continuaron publicando?
–Los escritores más reconocidos de
la RDA que, por sus problemas con las
autoridades de su país, habían sido
bien aceptados en Occidente siguieron
escribiendo en una línea muy crítica
con la “reunificación” (en la práctica
una anexión): es el caso de Stefan
Heym, Volker Braun, Heiner Müller o
Christa Wolf. Otros murieron prematuramente, como Irmtraud Morgner o
Jurek Becker. Pero el grueso de los
escritores que publicaban en la RDA
fueron condenados al olvido una vez
que, con el final de la Guerra Fría,
desapareció su reclamo publicitario.
En los autores más jóvenes formados
en la RDA que han empezado a publicar después puede reconocerse, en
todo caso, un mayor cuidado formal,
un mayor arraigo en la tradición y un
menor afán comercial que en sus coetáneos occidentales.
–Ahora que hablábamos de la evolución de algunos de los autores de la antigua RDA, ¿cuáles son (eran) para ti
las señas de identidad –grosso modo–
de la literatura de la RDA?
–Fundamentalmente, el compromiso político y la convicción de que la
literatura debía servir de algún modo
a los conciudadanos, o de que, como
apuntaba Brigitte Reimann en su diario, “la gente de alrededor tiene derecho a reconocerse en nuestros libros”.
Pero también, en cierto modo, reaccionando a la simpleza programática
del “realismo socialista”, cierto gusto
por la experimentación, por enriquecer la literatura con elementos nuevos
que sirvieran a ese objetivo.
–En un excelente ensayo de 1990, al
final de tu antología, Jurek Becker habla de la fascinación de los “medios alemanes occidentales” por “lo disidente”.
¿Continúa esta fascinación, ahora reconvertida en una obsesión por el pasado
y la diferencia con el Sí-Mismo, en la
Alemania actual? ¿Qué se añora y qué
no de aquella Alemania-que-no-existe
en la Alemania-que-sí-existe?
–Sí, continúa esa fascinación por lo
“otro”, por ver a la “otra Alemania”
como un país exótico y vagamente kafkiano, sometido a un obsesivo control
estatal: es lo que explica el éxito de
varios libros y películas recientes. El
problema es que esa lectura proyecta
en el “otro” multitud de dimensiones
oscuras de nuestra propia sociedad
17
(como la vigilancia y el control de la
información) mientras ignora algunos
de los aspectos más reivindicables de
la vida cotidiana en la RDA (como la
emancipación femenina, comparativamente muy superior, y una desenvoltura sexual tan lejos de la pacatería como
de la comercialización pornográfica).
Hay una tendencia inversa igual de
peligrosa, que es la que añora aquella
vida más sencilla, más comunitaria,
menos mercantilizada, ignorando las
constricciones e idealizando, en el fondo, la pobreza.
–¿Existe algún punto de comparación entre la literatura que produjo la
RDA, en niveles estéticos y obsesiones archivo-escriturales, y la de otros países
totalitarios: Polonia, Hungría, Cuba…?
18
–Con los demás países del llamado
bloque oriental, la RDA compartió la
imposición del “realismo socialista”
y de unos márgenes temáticos y estilísticos. Pero en el caso de la Alemania oriental había una fuerte tradición
previa de literatura comprometida o
proletaria y una voluntad sincera de
ruptura con los años del nazismo: la
mayoría de los autores de la RDA creía
realmente en el socialismo y quería
contribuir a su despliegue con talante
crítico; varios de ellos habían perdido
a familiares directos en el Holocausto
(como Günter Kunert o Jurek Becker).
Y luego hay un factor que creo decisivo y al que apunto en la introducción
a Al otro lado del muro: a diferencia
de los autores polacos, húngaros o hasta
rusos, los escritores alemanes orientales tenían la posibilidad de publicar
sus obras en la RFA, para un público
de lengua y tradición idénticas y que
además, en el contexto de la Guerra
Fría, estaba particularmente interesado en cualquier muestra de vitalidad
o disidencia al otro lado del telón. Esto
creaba una constelación muy fecunda, puesto que a partir de cierto grado
de reconocimiento en Occidente los
autores de la RDA pasaban a ser intocables y podían permitirse márgenes
de libertad inéditos en su país. A mi
juicio, algo parecido ocurre en la ac-
EL SUEÑO DE LA ALDEA
tualidad con los escritores cubanos que
tienen la posibilidad de editar en España o en México.
–Bueno, en el caso cubano no estoy
muy seguro. Pienso que el hecho de que
algunos autores, muy pocos en verdad,
hayan publicado fuera del país no los
convierte en “intocables”, aunque sí es
cierto que en estos momentos –y sólo a
partir de hace muy poco– pueden escribir con un poco más de “oxígeno”.
Oxígeno, en todo caso, ganado por la
incipiente sociedad civil cubana. No
obstante, y más allá de esta precisión,
¿podían todos los escritores de la RDA
publicar en la RFA o circulaban algunos libros de algunos autores publicados en la RDA en la RFA bajo previo
permiso estatal?
–El caso de Cuba es sin duda distinto, y la comparación sólo quiere
apuntar al resquicio que brinda la
posibilidad de publicar en otro país
sin necesidad de ser traducido: otra
cosa son las posibilidades de explotar
ese resquicio. El control estatal de la
información era menor en la RDA que
en Cuba, que es una isla: casi todos los
alemanes orientales veían la televisión
occidental y el flujo de información
era continuo. Desde los años setenta,
las editoriales occidentales publicaban
cualquier libro de la RDA que encerrase alguna crítica al régimen socialista,
por muy leal a éste que fuese el autor,
y el público de la RDA podía conocer
libros prohibidos en su país a través
de las retransmisiones de la radio occidental u obtenerlos bajo mano gracias a los numerosos visitantes de la
RFA. Hay que insistir en que la censura nunca fue homogénea ni totalmente
dogmática: la mayoría de las ediciones
en la RFA de autores de la RDA contaba
con la aquiescencia del régimen (entre otras cosas porque le proporcionaba divisas, pero también una imagen
de cierta tolerancia). Sólo a partir del
caso Biermann, en 1976, el régimen arrojó la toalla y se atrincheró en la intolerancia, pero para entonces ya era
demasiado tarde.
–¿Pudieron circular también, hasta
el 76, los libros de la RFA en la Alemania del Este?
–Sí, siempre que se considerasen
“progresistas” y que no se viese en ellos
un ataque a la línea política de la RDA.
En general, todos los libros extranjeros eran seleccionados con ese criterio, también para su publicación. Pero
un escritor reconocido podía hacerse
llegar prácticamente cualquier material alegando que lo necesitaba para
su trabajo.
–¿Qué estás preparando actualmente?
–Acabo de concluir mi primer ensayo en alemán, que aparecerá el próxi19
mo año en la editorial Berenberg. En
cuanto a la literatura de la RDA, Errata
Naturae publicará también a principios de 2015 un nuevo libro de Brigitte
Reimann, su extraordinaria crónica de
un viaje a Rusia, y estamos ya trabajando en la traducción de Franziska
Linkerhand, quizá la novela más importante publicada en la RDA.
Anomalía: la norma que
opera en la poesía
M ANUEL
DE
J. J IMÉNEZ
Son pocas las ocasiones en que los
poetas han utilizado la voz de la ley
para exponer un mecanismo poético.
El enunciado jurídico, según ciertos
filólogos, carece de la textura necesaria
para sustanciar características poéticas, ya sea por su modo imperativo, su
léxico o su uso profesional. La norma
jurídica se proyecta siempre por su
univocidad, por su carácter sistémico o, como dirán los abogados, por su
naturaleza coercitiva. Mientras que el
poema rebasa el lenguaje o vislumbra
los límites de la racionalidad, la norma busca sostenerse invariablemente en las palabras y sus sentidos. El
jurista indaga por significados oficia20
les, el poeta atraviesa convenciones
lingüísticas. Sin embargo, si el poeta
mira más allá de la forma, de la coraza
estilística, puede encontrar en el lenguaje jurídico flujos y disposiciones
capaces de configurar una escritura
operativamente poética. Con esto no
se niegan las posibilidades estéticas
del enunciado normativo, que por supuesto existen y han sido trabajadas
históricamente, sino más bien se apela a una función ejecutora y dinámica
que a veces pasa desapercibida.
Esta función operativa puede encontrarse en varios autores: escritores
que generalmente dominan o extrapolan las estructuras legaloides en favor de
la poesía u otras expresiones artísticas. Enrique Verástegui (1950) es uno de
ellos. El poeta peruano se coloca como
un autor/actor que regenera las emociones y preocupaciones de los humanistas
renacentistas bajo contextos posmodernos y económicamente adversos. Poeta,
matemático y filósofo, Verástegui es
ante todo un pensador: una máquina
de epistemologías. El gran esfuerzo
ético e intelectual del poeta horazeriano se encuentra en Splendor, libro
fundacional que originalmente llevaba por nombre “Ética” y contempla
una pentagonía escrita durante varias
décadas. En cierto pasaje de Splendor
(publicado en septiembre de 2013) se
EL SUEÑO DE LA ALDEA
lee un dispositivo normativo que opera como literatura o, a la inversa, un
dispositivo literario que opera como
normativa. En el libro Monte de goce,
Verástegui invita a “una Constitución
de un Nuevo Modo de Producción Ecológico al mismo tiempo que fundamentación del Derecho Utópico”.
La pieza es un ejercicio lúdico y
especulativo: se trata de “4 tiempos de
un mismo soneto” cuyas fuentes son
múltiples. Al final son citadas algunas referencias: Sonetos italianos, de
Clemente Althaus; La bohemia de mi
tiempo, de Ricardo Palma; Los hijos
del limo, de Octavio Paz; El erotismo,
de Bataille; Cuatro cambios, de Gary
Snyder; The divided self, de Ronald
D. Landing, etc. Además existe una
advertencia que Verástegui hace en
el título: el texto fue escrito después
de ver el filme Sweet Sweetback’s Baadassss Song de Melvin Van Peebles.
La película, situada en los movimientos de liberación social y reivindicación de los derechos de las minorías,
cuenta la historia de la huida de un
hombre afroamericano de la autoridad
norteamericana ejercida por una cultura hegemónica y racista. Pero más
allá de esto, lo fundamental será la
presentación de escenas sexuales no
simuladas. La lectura, además de la
denuncia social, será la exigencia del
ENRIQUE VERÁSTEGUI
sexo y el placer como un derecho y
una necesidad básica.
A partir de esta idea, el poeta peruano escribe un artículo que posee varias
disposiciones legales. Comienza con la
siguiente: “a) El derecho a la cópula, cualesquiera sea el objeto elegido,
cualesquiera el lugar y cualesquiera
el momento –sin perjuicio del sujeto”.
Ésta será la regla general de donde se
desprende todo el cuerpo normativo. Se
trata de una ley universal e inmutable,
reflejo de un derecho natural. También
existe, para garantizar lo anterior, un
derecho a la vagancia, a recibir una
módica y decente pensión económica
para la subsistencia personal. Sin embargo, también constan deberes: “ch)
Es deber del sujeto transformarse en
objeto a la mínima indicación de deseo que el objeto contrario manifieste
–en bien de la armonía comunal; d) Es
21
deber del objeto satisfacer plenamente los deseos del sujeto –en bien de la
armonía comunal; e) Es deber del objeto transformarse en sujeto cuando el
sujeto contrario manifieste el deseo de
transformarse en objeto –en bien de la
armonía comunal”.
Pero, ¿qué es la armonía comunal?
Verástegui la define en la ley en dos
momentos. “f) La armonía comunal es
un modo de producción artesanal y no
mecanizado pero combinado a un modo
de producción floral, hortalizado y con
jardines”, además “p) La armonía comunal es un sistema de mallas clandestinas y situadas tanto en oriente como
en occidente, tanto en el sur como en
el norte, en sistemas capitalistas como
en sistemas socialistas o de democracias populares, en países del primer
mundo, segundo y tercer mundo”. En
dicho modo de producción el sistema
alimenticio será primordialmente macrobiótico; se elimina la moneda como
forma de valor ficticia y corruptora, por
lo que todas las transacciones económicas se hacen mediante el intercambio
directo (trueque); quedarán también
abolidas las burocracias y borradas
del diccionario las palabras “poder” y
“Estado”; no se aplicarán gravámenes
e impuestos. Todo lo anterior enlazado
con otras medidas de justicia social.
Aunque el sistema participa de un
22
socialismo utópico poetizado, no significa que adolezca de una estructura
orgánica ni planes programáticos. “s)
Las mallas clandestinas son células
hedonistas constituidas por no más de
20 personas (…); u) Cada célula hedonista crecerá en proporción geométrica
según desaparezca uno de sus miembros, entendiéndose que al alcanzar el
máximo tope de 20 personas la célula
madre da origen y presta las mayores
facilidades para la creación de una
nueva célula”. Asimismo, el sistema de
mallas clandestinas, establecido en
los puntos estratégicos de las ciudades, no podrá ser detectado por ningún gobierno. El sistema de mallas
clandestinas impregnará, si es preciso, esferas gubernamentales. Verástegui hace un llamado activo a lo que
Félix Guattari llamará “revoluciones
moleculares”. La norma invertida por
la excepcionalidad es el punto de partida para declarar una nueva legalidad para la convivencia humana. A
pesar de ello, todo sistema normativo
requiere de sanciones y Enrique Verástegui resuelve esto magistralmente:
“w) La sanción para quien incumpla
los principios de la armonía comunal
será establecida por los miembros de
su célula original, según el principio
de no sancionar al sancionado sino con
la exclusión de quien la propuso a la
EL SUEÑO DE LA ALDEA
célula, y con la exclusión de las posibles
personas propuestas por el sancionado,
quedando entendido que el sancionado
no podrá proponer más personas a las
células, y quedando entendido que si el
sancionado incurriera en nueva falta
se procederá a la exclusión de la persona que propuso a la anteriormente
excluida.”
En este programa totalizador se prescinde del cambio radical que caracteriza a la mayoría de las revoluciones. La
idea de la revolución centellante que
derroca el antiguo régimen es una visión decimonónica. El sistema de mallas se extenderá poco a poco a lo largo
y ancho del mundo, es una práctica
micropolítica. “Podrá tomar el tiempo
de una centena o un milenio de años
para copar todo el universo”, pero los
miembros sufrirán la prohibición de no
manifestarse públicamente como parte
de esa secta planetaria, es decir, la
armonía comunal. Finalmente Verástegui establece: “z) Toda espera es estratégicamente valiosa porque el fin, el
objetivo último y final de la armonía
comunal es lograr un estado de paz
eterna entre los hombres, la eliminación de la idea de guerra, de la idea de
lucro, de la existencia de clases sociales,
de la injusticia por medio de la única
práctica que disuelve la desconfianza entre la humanidad: la práctica del sexo.”
El artículo, de acuerdo con el autor, fue
extraído de un misterioso manuscrito titulado Monte de goce: esquema alegórico de un modo de producción al revés de
la sociedad contemporánea cuya fecha y
ciertos pasajes son ilegibles.
Mientras que Enrique Verástegui crea
una legislación imaginaria pero factible en cuanto a programa de cambio y
resistencia, donde la norma es declarativa de un estado pacífico y erotizado,
otros autores utilizan la función operativa del lenguaje jurídico de un modo
pasivo, es decir, como testimonio vital
de los acontecimientos sociales que en
mucho modulan la poesía en la colectividad. Éste es el caso de Roque Dalton (1935-1975) en algunos fragmentos
de su nutrida obra poética.
El poeta salvadoreño es considerado
por muchos como molde de lo que ideológicamente es un escritor comprometido. A partir del conversacionalismo
político y en muchos casos militante,
Dalton utiliza la escritura como arma
abierta contra los abusos del imperialismo y la tiranía. Cabe decir aquí que
precisamente es Dalton quien usa a
su favor el lenguaje del poder y del
formalismo legal, pues como abogado
conoció ampliamente la materia política y judicial. Es sabido que Roque
Dalton ejerció por algún tiempo como
abogado penalista defendiendo a los
23
pobres y desprotegidos de su país. En
este sentido, quizás fue una experiencia
profesional la que permeó el drama
del poema “El juez de Opico”, donde,
considerando los hechos en un presunto delito de estupro, se resuelve
“Sin más, / el Infraescrito Juez, y el
Secretario que autoriza, / dicta la siguiente sentencia: / Absuelve en primera instancia de los cargos por el
delito de estupro / al acusado Bernabé
Lorenzana Zavaleta…”
Pero la descripción que realiza Roque Dalton no es nada benevolente
con el gremio de juristas; todo lo contrario, es sarcástica e implacable. En
una serie de poemas que titula “Facultad de Derecho”, describe así a los
abogados: “Buitres incómodos, gordas
putas togadas, cigüeñas minuciosas,
tortugas cebadas con anís del mono
(…) Los abogados suelen ser el vaivén, no el desarrollo sinfónico.” Empero, al final admite que “ser abogado
es lo más riesgoso que hay, desde el
punto de vista netamente humano.
Quizás sea por eso que ganan tanto
dinero”. Pero más allá de los retratos
y viñetas que muestra el poeta salvadoreño de su paso como estudiante de
leyes, lo fundamental es conocer el
uso de la norma en su literatura. En
Historias prohibidas del Pulgarcito, el
poeta realiza un libro mezclando una
24
serie de componentes: acervo histórico nacional, manifestaciones populares, refranes, préstamos poéticos y, por
supuesto, fragmentos de reglamentos,
legislaciones y decretos. El objetivo
es que la historia de El Salvador sea
contada por sí misma, donde el poeta
pasa a ser un testigo o un administrador de la memoria colectiva.
Un ejemplo de esto es la transcripción de un apartado del Reglamento
de Prostitución formulado por una comisión especial y el poder ejecutivo el
día 26 de mayo de 1888. Irónicamente
el poeta titula “No hieras a una mujer ni con el pétalo de una rosa”. El
artículo primero dice: “Son mujeres
públicas las mayores de catorce años
que notoriamente hacen ganancia con
su cuerpo, entregándose a cualquier
hombre, haciendo del vicio de la lascivia una profesión.” A partir de esta
definición se establece el “Art. 7. Las
mujeres públicas estarán bajo la vigilancia estricta de la Policía y se les
impondrá la pena de diez a treinta días
de arresto, conmutables a razón de un
peso diario, por cualquier provocación o actos que cometan en las calles
y lugares públicos en ofensa del pudor o de las buenas costumbres.” En
este tenor, hay prohibiciones estrictas. “Art. 8. Es prohibido a las mujeres públicas asistir a los parques y en
EL SUEÑO DE LA ALDEA
el Teatro no podrán usar los palcos.”
Además, de acuerdo con el documento, estas mujeres sí cuentan con “opciones”. “Art. 12. Toda mujer pública
podrá vivir aisladamente o entrar en
una casa de tolerancia.”
Asimismo, se hace mención de ordenamientos aún vigentes al momento
de la escritura del libro y que se aplican en detrimento de las clases oprimidas. Éste es el caso de la reforma a
la ley agraria en 1932 que, en opinión
del poeta, agudiza la represión en el
campo y la dictadura de los terratenientes y caciques locales, expulsando a los pequeños propietarios de sus
parcelas. El artículo 69 dice a la letra:
“Los agentes de la Guardia Nacional
perseguirán constantemente en los campos, caminos, hatos, haciendas, heredades, villorrios y caseríos donde haya
Municipalidad, a los jornaleros, quebrantadores, jugadores de juegos prohibidos, ebrios de profesión, vagos de
todo género, calificados de tales por
la leyes de policía, dando en su caso
cuenta con ellos a la autoridad competente para la imposición de las penas
respectivas.” No únicamente se trata
de una criminalización del campesino
sino también de facultades omnímodas
del Estado y la exposición brutal de
los factores reales de poder. “Art. 71.
Los agentes de la Guardia Nacional,
al primer requerimiento de cualquier
hacendado o agricultor, capturarán a
la persona o personas que éste les indique como sospechosas.”
El sarcasmo mordaz de Roque Dalton se hace patente con los actos “humanitarios” del régimen. Con el título
“Poema vegetal” el poeta reproduce
un decreto presidencial de Maximiliano
Hernández Martínez quien, en pleno
uso de sus “facultades constitucionales”, instituye el día 22 de junio como
“Día del Árbol Nacional” que, para ese
efecto, serán el bálsamo y el maquilishuát. “CONSIDERANDO: que por razones anteriores es necesario rendir a
dichos árboles un homenaje de consagración nacional, a fin de que las
generaciones presentes y futuras les
dediquen esmerada atención para que
se conserven y se propaguen en mayor escala en el país.” Sin embargo,
la resistencia y la denuncia no sólo
se hace en contra del Estado sino en
contra de los literatos conservadores
enquistados en la academia. En 1956
Dalton funda junto con otros escritores centroamericanos el Circulo Literario Universitario que en “uso de las
facultades que la concentración del talento supone” propone, entre otras cosas:
Al Supremo Gobierno, al Ejercito Nacional, al Club de Prensa, a la ciudadanía salvadoreña toda:
25
1) Degradar del rango de Patrono
Nacional a El Salvador del Mundo. A
la Constitución de la República deberá agregársele un artículo inderogable
que prohibirá al país tener en el futuro toda clase de patronos de esta u
otra índole.
2) Cambiar el nombre de nuestra
república, adaptando de nuevo como
tal el fonema indígena Cuzcatlán, el
cual, si bien no deja de ser feo, es por
lo menos nuestro y de nuestros verdaderos abuelos.
La intención es clara: refundar una
nación con base en la poesía y la cultura originaria, apoyándose en los sentimientos primigenios de la palabra y en
las genealogías de la tierra. El poeta, si
bien expresa un ateísmo marxista, hunde sus raíces en una espiritualidad social. En Historias prohibidas del Pulgarcito además se incluyen formularios en
dos hojas para pertenecer oficialmente
al Círculo Literario Universitario con
la obligación de “Rechazar rotundamente y soezmente cualquier invitación a pertenecer a las agrupaciones
culturales tradicionales del país, ya sean
oficiales o particulares (Ateneo de El
Salvador, Academia Salvadoreña de
la Lengua, ídem de la Historia, etc.)”.
De este modo, reconociendo el trata-
26
miento marxista que Roque Dalton le
otorga al derecho, se puede entender el siguiente poema como el más
elocuente de los realismos jurídicos:
“Las leyes son para que las cumplan /
los pobres. / Las leyes son hechas por
los ricos / para poner un poco de orden a la explotación. / Los pobres son
los únicos cumplidores de leyes / de la
historia. / Cuando los pobres hagan las
leyes / ya no habrá ricos.”
En ambos autores, la función operativa del derecho logra su cometido
porque se confrontan los imaginarios
literarios con el modo imperativo de la
ley. La especulación poética, inmensamente libre, encuentra en la cláusula normativa las expresiones como
exactamente las requería. El lenguaje
jurídico coadyuva en las intenciones
de los autores. No obstante, existen direcciones contrarias: Verástegui sabe
que escribe un derecho utópico y se
levanta como legislador de la humanidad; Dalton, por otro lado, expone
la legalidad para ilustrar los procesos
más lamentables de la civilización y
demandar justicia. Al final, las dos
trayectorias se encuentran al visualizar en la máquina legal las claves para
gozar o clausurar un mundo mejor.
Tres poemas
J UAN A NTONIO M ASOLIVER R ÓDENAS
en una sombra
que es como un lago de agua
bajo el sol. Que es como el aliento
de vivir y como los lienzos
que los ojos pintan
en la memoria.
Vivo sin vivir o muy despacio
viendo lo que el tiempo
se ha llevado de nuestras vidas.
La música de un pezón
ilumina la sombra
de los párpados cerrados,
escuchando el placer,
viviendo poco a poco,
escuchando el silencio
del amor. Y los árboles
llenan de sombras el camino
que conduce a la guarida
del lobo ciego, del perfume
YO VIVO
27
en el agua, de todas las palabras
que mi boca derrama
en la luz de tus pechos.
Y no hay más amor
que el que te ama.
Y la lluvia de pájaros
llena de sombras
el amor que tanto duele.
Barcas en la laguna que se alejan.
un mar poblado de sombras
de gaviotas. Las gaviotas del cielo
oscurecen el día. Veo a las madres
dando de mamar a los corderos
marítimos. Y le pido al silencio
que me despierte de tanta pesadilla
y que no me abandone en un mar
sin maderos. Días
de peces muertos en el bosque,
de palabras que escribo
y que no entiendo.
Náufrago en la oscuridad,
con los labios que gimen llamándote
como llaman los muertos
a la vida que perdieron.
DESPIERTO EN
28
Y en el centro de tanta pesadilla
una sirena con la cruz a cuestas,
unas voces que buscan a otras voces.
Y yo abrazado al aullido de la muerte.
la locura de la felicidad.
Los muertos que orinaban en la plaza
son ahora mujeres desnudas hilando
sueños. Hay música en el aire,
cítaras, ángeles, la sombra de Dios
entre vergeles y mosto.
Son aire y respiro luz.
Ella duerme dentro de mis párpados,
sí, lienzo, canción secreta,
éxtasis de la luna en el cristal del cielo.
Y soy feliz porque la muerte ha muerto
Y tú, niña de siempre y desde siempre,
hundes tus pechos en mi corazón.
Más amor ya no cabe en la palabra amor,
más dulzura no cabe en el orgasmo.
Cumplo el ritual en el lecho del sueño
en la noche del fuego consumido,
el que más quema.
ENTRO EN
29
Chantal Maillard: “La escritura es mi casa”
L EONARDA R IVERA
E
I NGRID S OLANA
A finales de noviembre del 2014 tuvo lugar, en la ciudad de Barcelona, el festival de filosofía “Barcelona Pensa”, organizado por la Facultat de Filosofía
de la Universitat de Barcelona. Como parte de este festival, se llevó a cabo una
intervención poética por parte de Chantal Maillard en el “Pipa Club Bar”,
lugar donde la poeta-filósofa ofreció una lectura acompañada de fotografías
de la obra de David Escalona. Aprovechando la estancia de Chantal Maillard
en la ciudad, conversamos con ella.
: Su nombre es un referente imprescindible en los estudios
sobre la obra de la filósofa española María Zambrano. En algún momento,
ella escribió que el hombre tiene el privilegio de tener antepasados, que somos
siempre hijos de alguien, herederos y descendientes. Los seres humanos miramos el horizonte siempre de la mano de los que nos anteceden, la cultura
misma es una forma de procesar y acumular los saberes conquistados de manera individual o colectiva; buscamos autores, ideas, obras de arte, con qué
compaginar nuestra existencia. Un escritor, un pensador, no sólo necesita encontrar una voz propia sino aprender a convivir con el eco de los antepasados
que le preceden. Bajo esta manera de comprender la tradición, ¿quiénes son
sus antepasados?
–Sigue siendo frecuente que quienes se asoman a mis escritos desde
la tradición filosófica empiecen relacionándome con Zambrano. Me voy a
permitir aprovechar la ocasión para puntualizar algunas cosas con respecto
a esos comienzos académicos que se resolvieron en una tesis doctoral. La
LEONARDA RIVERA
30
CHANTAL MAILLARD :
“ LA
ESCRITURA ES MI CASA ”
obra de María Zambrano no fue, en
realidad, mi primera elección para
esta tesis sino, antes bien, las Ideas
para una fenomenología, de Husserl.
Por aquel entonces me interesaban
dos cosas: la fenomenología y el mecanismo de la metáfora. El proyecto:
trabajar la metáfora dentro del marco de la fenomenología husserliana
quedó truncado cuando el especialista en Husserl que me la dirigiría
cambió de Universidad y de área de
conocimiento. No pudiéndome desplazar (he de recordar que no existían entonces los ordenadores ni la
comunicación electrónica), opté entonces por lo más sensato: modificar,
aunque sólo en parte, el rumbo de
mi trabajo. No quería dejar de lado
la metáfora, así que invertí los términos: en vez de ser la metáfora una
aplicación del método fenomenolóCHANTAL MAILLARD
gico, la obra zambraniana (que por
entonces se trabajaba en mi Departamento) iba a procurarme el ejemplo que
evidenciase el funcionamiento metafórico. Al menos ésa era mi intención.
Ahora pienso que quizás lo que hice fue tratar de meter con calzador a la
autora dentro del zapato que me convenía...
Ciertamente, una tesis es un trabajo que deja su impronta por la dedicación que implica, pero esto no significa que su temática deba marcar
definitivamente una trayectoria ni desde el punto de vista filosófico ni desde
el punto de vista literario. Usted sugiere que un escritor debe “aprender
a convivir con el eco de los antepasados que le preceden” y, bueno, no es
que lo necesite, sino que, obviamente, tal convivencia se da de hecho y de
múltiples maneras. La orfandad intelectual viene después, cuando tomamos
31
LEONARDA RIVERA E INGRID SOLANA
conciencia de las creencias en las que estamos y de las fórmulas (temáticas
y formales) que hemos ingerido. Cuando éstas empiezan a trabarnos la lengua, entonces uno debe saber invertir el proceso. Ir a “las cosas mismas”
significa, entre otras cosas, quedarse sin el soporte de las interpretaciones
que nos impedían acceder a lo real. Y ahora me doy cuenta de que no me
he alejado mucho, después de todo, de la intención de aquel primer trabajo:
Matar a Platón tiene un padre, al fin y al cabo. Y miren por dónde: no se trataba de Gilles Deleuze, como pudiese creerse y como yo misma pensaba, sino
de Edmund Husserl.
LEONARDA RIVERA: ¿Y dentro de la tradición literaria, qué obras o autores
le apasionan o le han marcado?
–Podríamos empezar por qué lenguas. Porque, sin duda, lo primero que
forma eco es sonido: una en-tonación, la del lenguaje, que sólo más tarde
cobrará sentido como signo. Y en este sentido hay que asomarse a la tradición francesa, lo que ella generó y lo que recibió, pues es en ella en la que
me inicié literaria y poéticamente. Citar a todos los que me acompañaron
en la adolescencia sería sin duda excesivo: novelistas, dramaturgos, poetas
y filósofos, todos y cada uno dejaron en mí sus voces, que más intensas son
siempre, en los inicios, que aquellas que se escuchan más adelante. Un
compendio de mitología griega y un manual de psicología devorados a los
catorce años puede determinar una trayectoria con mucha más claridad que
una carrera académica. Claro que después vinieron otras voces, muchas de
las cuales tampoco pertenecen a la tradición europea: a la de los presocráticos se superpondría, por ejemplo, la de la escuela samkhya; a la de Hume
y Wittgenstein, las de Patañjali y Nagarjuna; a las de Schopenhauer, las
de Abhinavagupta y otros muchos. Sin olvidar las de Lao-Tsé, Chuang-Tsé,
Hui-Neng o Santôka, que se fusionarían con la de dos europeos que serían
importantes para mi trabajo poético de madurez: Henri Michaux y Samuel
Beckett. Lo interesante aquí, en cualquier caso, son esas encrucijadas en
las que diversas tradiciones se encuentran o se bifurcan formando derivas,
atrayentes conciertos y desconciertos.
Inventamos la Historia para no sentirnos tan desamparados en este
mundo extraño. Imaginen lo poco o nada que significan las diversas historias con las que tratamos de darle sentido a la Historia. Pero si de verdad
32
CHANTAL MAILLARD :
“ LA
ESCRITURA ES MI CASA ”
alguien quisiera situar mi obra en alguna tradición no es por los autores por
los que hay que preguntar, sino por esas notas, raras, especiales, que en su
momento alcanzaron el dentro: uno de los últimos acordes de las variaciones
Goldberg, la escalera del Tractatus, el guiño de Funny Games, el reflejo del
sol en la navaja del extranjero de Camus, la tensión de los búfalos camino
del Ganges, la pintura de Henri Michaux, las sombras de El tercer hombre,
el canto de las cigarras, la araña de Louise Bourgeois, los primeros aforismos de Patañjali, un golpe de kiosaku en el hombro, el placer del viaje, el
olor del amanecer cuando sopla terral... Cosas así. Pues para quien escribe
son esas resonancias, y no otra cosa, lo que da la medida y la forma de una
trayectoria.
INGRID SOLANA: Su obra poética es difícilmente clasificable –como quizá
toda obra contemporánea que oscile entre diversos géneros literarios–, sobre
todo porque los vínculos entre poesía y filosofía son a veces muy estrechos. Me
gustaría mucho que nos hablara sobre estas relaciones en cuanto a su materialización creativa, de qué manera un espacio ha nutrido al otro, cuáles son
las obras que han sido fundamentales en estos vínculos, cómo armonizar y
aprovechar ambos espacios, en suma.
–Creo que lo dicho anteriormente responde también a esta pregunta.
Uno va haciéndose no a partir de una u otra obra concreta, sino a partir de
un cúmulo de impresiones que, desde luego, no son sólo literarias. En cuanto
a la pregunta por la relación entre poesía y filosofía (creo haber contestado a
esto con cierto detenimiento en Contra el arte y en La baba del caracol), hay
que entender que son, en principio, dos cosas bien distintas. Difícilmente
puede escribirse un buen ensayo dejándose seducir por el aliento poético
o hacer un poema introduciendo en él explicaciones teóricas. Lo que en
Europa hemos llamado filosofía es un sistema de reflexión teórica, metodológico, mediante el que se trata de llegar a unas conclusiones desarrollando una argumentación a partir de ciertas premisas. Mientras este discurso
procede dialógicamente, según las leyes de la causalidad, la poesía lo hace
sincrónicamente, por asociación y contigüidad. La divergencia entre estos
dos procedimientos conlleva, asimismo, actitudes muy diferentes: la actitud
filosófica es inquisitiva; la poética, en cambio, es receptiva, no va en busca
de respuestas y, sobre todo, no se esfuerza. El esfuerzo es una tensión que
33
LEONARDA RIVERA E INGRID SOLANA
bloquea los canales para la recepción, y la atención receptiva es fundamental en la experiencia poética. Aun así, hay una tercera vía que se sitúa en
un punto medio. La transitaron, por ejemplo, Pessoa y Cioran, y también
Nietzsche y Derrida, por citar tan sólo unos pocos. Es la que también utilizo
en mis Diarios.
LEONARDA RIVERA: Leí hace poco su libro de poesía Matar a Platón. Tal vez
me equivoque, pero parece que se inserta en esa tradición abierta por Nietzsche, y retomada por Zambrano, en la que el lenguaje de las entrañas y de la
carne se contrapone de forma radical al lenguaje de la razón y los conceptos.
Pensaría que Matar a Platón es una apuesta por la poesía frente a la filosofía,
como si dijéramos que la poesía, en tanto lenguaje de la carne, es la única que
le puede dar voz a lo que le pasa al cuerpo y a sus entrañas, la poesía y no las
ideas ni los Conceptos. ¿Es así?
–La intención de Matar a Platón parece (digo “parece”, pues fue del
todo inconsciente por mi parte) tener sus raíces en la propuesta husserliana
de ir “a las cosas mismas”. No se trata tanto de apostar por la poesía en contra de la filosofía, de la pasión contra la razón o del cuerpo contra la mente,
como de introducir en lo poético una temática que no le es habitual pero a
la que podía responder mejor que ningún otro medio. Darle la vuelta a la
tradición platónica en el espacio del poema era utilizar el mejor instrumento
posible, pues es el único capaz de universalizar a partir de lo singular. Extrapolando lo que decía Kant con respecto a la obra de arte, lo que para el
discurso filosófico sería un “caso” que se subsume bajo el universal, para el
poema es un ejemplo en el que lo universal se muestra. Dicho de otra manera, mientras el filósofo entiende que todo perro es un perro, el poeta muestra
este perro de manera que en él veamos a todos los perros. Matar a Platón
se inicia con un hombre aplastado. “En este instante. / Ahora.” Y esto es ya
una declaración de intenciones. No es “la muerte” lo que interesa, porque
la muerte es un concepto y los conceptos no existen en ninguna parte. Sólo
hacen más controlable aquello que no podemos asumir. Lo que existe, lo
que hay, lo que acontece, es este hombre aplastado, que muere, o que ha
muerto, en este instante, ahora. Este “aquí y ahora” que, por cierto, también
es husserliano, es una máxima que me llegó por una doble vía: la psicología
gestáltica, por un lado, y la práctica del zen, por otro. Lo problemático de
34
CHANTAL MAILLARD :
“ LA
ESCRITURA ES MI CASA ”
la empatía, que es de lo que se ocupa también la obra, proviene de nuestro
trato no inmediato con el mundo. Nuestra percepción de lo-que-ocurre está
mediatizada por los conceptos, de ahí la dificultad de la compasión.
Por tanto, y respondiendo a la pregunta: me parece que la dicotomía
“carne-entrañas / ideas-razón” simplifica –como lo hacen todas las dicotomías– el asunto demasiado. Y trazar una línea genealógica (Nietzsche, Zambrano, etc.) quizá sea útil a efectos metodológicos, pero me temo que sea
peligroso, en principio porque es extremadamente reductor. Nadie duda de
que hay una relación directa entre Nietzsche y los maestros de Zambrano:
sin él no se entendería el raciovitalismo de Ortega ni la razón sentiente de
Zubiri ni, por tanto, su “razón poética”. Pero en Matar a Platón está mucho
más presente el opúsculo Verdad y mentira en sentido extramoral, de Nietzsche, y el Rizoma de Deleuze que la razón poética zambraniana. La voluntad
de ficción del primero y la trama reticular del acontecer del segundo fueron
para mí, en su momento, dos importantes revelaciones.
INGRID SOLANA: Filosofía en los días críticos y Diarios indios son dos espléndidos cuadernos poéticos en prosa en los que es sumamente importante la
palabra vuelta carne. En ellos un sinfín de referencias literarias y filosóficas
conviven con una enunciación con diversas e inagotables dimensiones, ¿qué
tanta relación tendría el dolor con una posible “salvación” o “exorcismo”
poético, casi del mismo modo en el que Bachelard medita la poesía como un
espacio de curación con la obra de Lautréamont?
–Creo que el poema-letanía “Escribir”, compuesto en un largo periodo
de postración, responde a esa pregunta mucho mejor de lo que pudiese hacerlo ahora. “Escribo porque es la forma más veloz que tengo de moverme”,
decía, y era literal. Y también “para que el agua envenenada pueda beberse”. Cuando uno (se) escribe se proyecta, tiene lugar un desdoblamiento, y
una distancia se abre, un espacio en el que la palabra conjura. Uno deja de
ser ese yo interiorizado sin palabras con las que reconocerse, y eso ya es
curativo. Aunque no deja de ser un primer nivel. El siguiente es que este
reconocimiento conlleve un grado de universalización. Luego está el dolor
de la pérdida, los duelos. En Hilos y en Husos trazo una geografía que le
facilita la tarea al observador del que había tratado en los Diarios indios. La
diferencia entre el sufrimiento y el dolor, lo que la mente añade a la simple
35
LEONARDA RIVERA E INGRID SOLANA
percepción del daño es algo que cualquiera puede descubrir si está atento
al proceso mental. Pero, para ello, hace falta haber creado al observador. Y
le diré que es sin duda aquí, en estos libros, y no en aquellos tanteos de los
inicios, donde puede encontrarme realmente quien me busca.
INGRID SOLANA: Su escritura es una escritura viajera que corresponde a ese
“cosmopolitismo” que Julia Kristeva pensaba como propio del sujeto europeo
contemporáneo. Usted ha vivido en la India y convive con diversas lenguas; en
sus libros literarios siempre queda claro que la propia palabra poética es una
especie de extranjera, siempre móvil, en continua transformación, ¿se podría
también articular la idea de “casa” en la poesía y cómo?
–La eterna extranjera no es la palabra, soy yo misma. La escritura es
mi casa, sí, porque es aquello en lo que puedo reconocerme siempre que me
desubico. La casa es el lugar habitual, el hábitat, aquello que no cambia,
a lo que uno puede volver después de las derivas, de los delirios o de los
extravíos. El refugio. El cuaderno, para mí, siempre ha sido eso; y la escritura, un método de reunificación. El gesto de la escritura: la mano que coge
el bolígrafo, la cabeza que se inclina, el torso que se acerca al cuaderno, la
respiración que se acompasa, la mirada que se invierte..., es un ritual para
la concentración. Luego está el trazo. Y con él, como sobre un aliento que
se des-envuelve y se estira, algo ocurre, o es uno quien ocurre. La casa es
donde uno se duerme y sueña.
Y con respecto al cosmopolitismo que menciona, si el término conlleva
el sentirse en su lugar en cualquier polis, ¿cómo aplicarlo a quien se siente
extranjera hasta a su condición de ser humano? Tan difícil es que el animal
humano recupere la espontaneidad una vez que la ha perdido.
INGRID SOLANA: Su escritura literaria es sumamente compleja porque nos
sitúa ante la coexistencia de diversos registros, influencias, tonalidades, ritmos
y posibilidades. Al lector contemporáneo le ofrece múltiples retos, pues lo confronta con el ser de la escritura misma, es un rasgo que se percibe con mayor
insistencia en sus últimos libros, pero que está presente en toda su obra. La
pregunta por la escritura se materializa en diversos temas recurrentes entre
los cuales la apuesta por la disolución del yo es uno de los más importantes,
¿podría comentar cuáles son las diversas ideas y teorías que confluyen en este
asunto?
36
CHANTAL MAILLARD :
“ LA
ESCRITURA ES MI CASA ”
–Tratándose de la disolución del yo, sería tal vez más correcto hablar
de des-materialización, ¿no cree? Decía Basho que para escribir poemas el
yo tenía que adelgazarse lo suficiente como para poder penetrar en aquello
que queremos expresar. El problema de las artes en general, en Occidente,
es que desde la modernidad, artistas y escritores se han dedicado a engordar
en vez de adelgazar, y su obra es el medio que utilizan para mostrarse. Así
las cosas, la primera pregunta que tenemos que formularnos si queremos ser
honestos, a la hora de hacer un poema o una obra de arte, es ¿qué pretendemos decir o mostrar? ¿Cuál es el tema, en realidad? Porque si se trata de la
propia persona, es que algo anda mal.
En mi caso, la progresiva disolución o el adelgazamiento del personaje
no es precisamente una apuesta sino una consecuencia. La naturaleza de la
conciencia y su capacidad de autoconciencia es algo que me ha fascinado
desde que tengo uso de razón, si puede decirse. Por eso me han interesado
tanto las escuelas indias, pues mientras que los filósofos europeos no se preocuparon de ello propiamente hasta el siglo XVII, los indios no han hablado
de otra cosa desde sus inicios, que en sus testimonios escritos se remontan
al menos al siglo VIII antes de nuestra Era. Y no sólo han hablado sino que,
tanto en las varias escuelas ortodoxas del hinduismo como en las diversas ramas del budismo, han elaborado métodos para este conocimiento mucho más
precisos y complejos que nuestras tan discutibles técnicas psicoanalíticas.
Sin duda, no todo pasa por las referencias textuales. Es más, éstas no
serían nada en absoluto si no hubiese algún tipo de experiencia vivencial
que las legitimase confiriéndoles nueva vida. Una obra no se forma repitiendo patrones, fórmulas o indicaciones. Tarde o temprano tendremos que salirnos de los caminos trazados, sean éstos teóricos o prácticos y empezar a andar campo a través. Esto implica una gran dosis de soledad, por supuesto, y
una orfandad. Es la desubicación necesaria de la que hablo en “Jaisalmer”.
También puede ocurrir que, en el proceso de desaprendizaje, las palabras
pierdan significado y, con ello, pierda significación aquello que se supone
que representaban. El espejo, de tanto mirarlo, termina por resquebrajarse.
Chocamos entonces con los sustantivos, con los adverbios, con las formas
verbales y, por supuesto, con los pronombres como si fuesen obstáculos en
un territorio cada vez más indiferenciado. Esta absoluta extrañeza ante los
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LEONARDA RIVERA E INGRID SOLANA
vocablos, a los que el hábito confiere validez, nos sitúa en lo real antes de
ser nombrado y ahí, entonces, se pierde el habla. Esto, en nuestra literatura,
sólo Samuel Beckett logró mostrarlo.
LEONARDA RIVERA: Muchos años después de La creación por la metáfora
usted ha realizado una de las críticas más agudas a la llamada razón poética
zambraniana y ha propuesto una razón estética que a diferencia de la razón
poética “tiene un carácter lúdico”. Ha escrito en La razón estética que considera que el pensamiento contemporáneo necesita una racionalidad estética “que
vaya más allá de los límites de la metafísica y del racionalismo”. ¿Considera
usted que la razón poética no logra dar ese salto? Me gustaría sintetizar esto
que estoy diciendo en las preguntas, ¿qué es la razón estética de Chantal Maillard? ¿Qué es aquello que la distancia de la razón poética de M. Zambrano?
–La creación por la metáfora es el título del libro que recoge la temática
de la tesis doctoral de la que hablamos al inicio. Recuerdo vagamente –hace
realmente mucho tiempo de esto, unos... ¿casi treinta años?– que pensé, en
efecto, que la razón poética zambraniana no dejaba de plantearse como una
opción teórica con la que no se había efectuado, en realidad, ningún salto
cualitativo. El mismo dualismo seguía habiendo entre mundo y razón, y lo
que se necesitaba era que la razón pudiese adecuarse a un mundo concebido
no ya como ente, sino como suceso, del cual también ella participa.
Hay, en efecto, una diferencia fundamental entre la razón poética zambraniana y la que proponía como razón estética, que está dada en los términos
mismos que las definen respectivamente: la primera es poiética: creadora; la
segunda, aesthética: sensible. Si la poíesis respondiese en Zambrano, como
en la línea de ciertas escuelas contemporáneas, a la idea de que el mundo no
es algo que se recibe sino que se construye, habría dejado de ser metafísica.
Pero no es así. A lo que se refiere es a una autopoíesis, una autocreación del
sujeto a través de la palabra, una idea que le debe mucho más al trascendentalismo metafísico tradicional que a las diversas corrientes estructuralistas o
fenomenológicas del siglo XX.
En el universo de la razón estética no hay un sujeto que pueda autocrearse, sino puntos de una retícula que se modifican al encuentro con
otros puntos. El observador no es sino un punto más, y su razón es algo que
sufre variaciones; entre otras, las que provienen de una percepción a su vez
38
CHANTAL MAILLARD :
“ LA
ESCRITURA ES MI CASA ”
modificable de acuerdo con las distintas categorías de la sensibilidad. Mi
interés, por tanto, en aquel trabajo, era proceder a una revisión histórica de
estas categorías. El humor, por ejemplo –y lo lúdico–, era, frente a la ironía
del romántico, la modulación categorial de la risa que caracterizaba, a mi
entender, lo que entonces se había dado en llamar posmodernidad. Lo trágico, por su parte, se revestía de una especial ternura que no hubiese podido
concebirse en épocas anteriores.
El tema de las categorías estéticas, por cierto, es algo que nunca abandoné del todo, y menos cuando tuve la sorpresa de descubrir, en India, la
intensa labor que habían realizado, en el ámbito de la dramaturgia, los pensadores de la escuela de Cachemira. A ellos, y al concepto de placer estético, dediqué muchos años de estudio.
INGRID SOLANA: En Bélgica hay una interrelación de lenguajes que cada
vez se vuelve más compleja. La presencia de otro tipo de materiales (en este caso
la fotografía), el diálogo con otras artes (el cine), muestran un afán exploratorio del lenguaje poético en combinatorias cada vez más audaces, ¿cuáles son
sus ideas al respecto, qué sigue dentro de esa “poética múltiple” maillardiana?
–Siempre me ha atraído la idea de trabajar en colaboración. Que algunos artistas o profesionales de otras artes hayan aceptado trabajar en mis
proyectos me ha resultado, en cada caso, sumamente grato. Al trabajo en
común con Emilio López-Menchero para el muro del cementerio de Bruselas
le siguió una brevísima incursión en las artes cinematográficas con el rodaje
de Cual. La película. Siguieron dos escenografías: “Matar a Platón en concierto”, con Barbara Meyer y Chefa Alonso, y Diarios indios, con el cineasta
David Varela. La última colaboración ha sido con el artista plástico David
Escalona, con la exposición Dónde mueren los pájaros, en la que el poema logró situase en el espacio como obra plástica al tiempo que las piezas se convertían en poemas. Cada una de estas experiencias fue para mí muy grata.
Es importante que la letra esté viva. Y lo está cuando logramos comunicarla.
Todas estas formas son maneras de comunicar. Añaden algo a mi lectura: el
calor de una compañía, el proyecto realizado entre varios. La obra resulta ser
entonces el punto de refracción de varias energías. Usualmente disgregadas,
de repente dos o varios haces de luz se unifican y convergen. Esto es algo
maravilloso.
39
Tres poemas*
C HANTAL M AILLARD
LÁGRIMAS, NO.
sólo
Tan
a veces
un
sobresalto
proyecta al cuerpo contra el muro
(de una casa por dentro
–o fuera, da lo mismo)
Ah, y también la náusea.
Al abrir los ojos
cada mañana
la náusea
y la marea del miedo
subiendo entre los juncos
*
Gentilmente, la autora nos cedió estos poemas que pertenecen a La herida en la lengua,
de próxima aparición en editorial Tusquets.
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ENTRE LA
carne
líquida
a tientas
Hurgar –jugos–
a oscuras no / la
claridad
Ver / Hilos antiguos
reteniendo
atrás
el cenagal
(La más antigua)
(Esa) conciencia
–¿conciencia?–
atención tal vez
la más antigua
–los muelles de un
camastro
tras la pared vecina–
Inter-ferencia
Reintegro a lo percibido
la mediatez del aire
41
Constatar / el alma
entre
los huesos
Agradecer
la tregua.
PRESTADO SIEMPRE
el equilibrio.
(El) hilo o cable tenso por encima
nunca colmado del abismo.
Vieja metáfora el abismo,
servible aún.
Tensar la cuerda pues.
Sólo eso
al levantarse
42
Donde nacen
L UIS E NRIQUE C ASTELLANOS
“I drank my way up to Texas”, contesta,
y por unos momentos queda flotando
en el vacío el tiro honesto y burlón,
ahí en la barra, cerca de las ventanas,
mezclándose en una armonía entera
con los rayos que bajan desde el cielo caliente y hacen con la madera un
ámbar sosegado y paciente alargado
por todo el bar. Entonces se cuela la
risa de una mujer muy blanca y pelirroja que divierte de regreso a Matías
cuando, impecable, le dice: “Mejor
en español.” “¿Das la sorpresa hasta
ahorita?” y tuerce la boca, y también
se tuerce el hilo de agua sucia que
corre en la calle frente al bar, reflejando desde un punto en específico
el atardecer del bar y las nubes.
–…aquí porque nadie me reconoce porque todos están muy ebrios y
muy cansados. Además, crecí en un
lugar parecido a éste.
–Yo te reconocí –dice Matías con
el vaso en la boca, que empina hasta
terminar la frase.
–Sí, pero primero mentiste. Me preguntaste que qué hacía y luego dijiste saber quién era.
–Bueno, mentí.
La tierra prometida tan efímera, la
maravilla fugaz de los hielos, deja esa
nostalgia de condensación en círculos sobre la barra hasta que empieza
a desaparecer, como los tres hombres
que duermen en la mesa del fondo con
los sombreros bajos y que terminan de
concretar ese estereotipo, ya que poseen una cualidad clónica, idénticos
a todos los demás ebrios que duermen
con el sombrero sobre el rostro en el
sur, en el mundo.
Matías sonríe cuando agarra el vaso
porque se sabe inmerso en esa imagen calurosa tan pinche obvia, donde
nacen las canciones de country; y la
actriz, su fama, su refugio, refuerzan
43
LUIS ENRIQUE CASTELLANOS
la cuestión, cristalizan la escena. Y es
por el embebecimiento, por el sudor del
que ya no se percata y el cabello desordenado que muestra muchas horas y
que la actriz disfruta deambular con
los ojos, dentro de esa humedad y silencio. Las botellas refractan sobre
todo dentro de la barra, manchando
despacio borrones verdes y azules sobre las tablas, sobre los letreros con
óxido que llevan el nombre de una calle o de un güisqui, y muy esporádicamente, sobre las manos y los vasos
de Matías y la actriz. Se espían uno
al otro, con los sentidos adormilados
y de modo dulce, uno con el cuerpo
totalmente dirigido a la barra, sacando
sutilmente la barbilla sobre el hombro
derecho y, la otra, recargando el mentón sobre su mano, con el codo en la
barra, apunta la mitad de su cuerpo a
Matías y a la madera y sus ojos también vacilan. Inhalan como suspiros
ligeros, les brillan algunos sitios de
la frente, del cuello, y siguen tomando los vasos irregularmente.
–… así cosas extrañas. Como una
señora que conozco y que sólo fuma
por la nariz. Fuma muy poco y nunca fuera de su casa. Es amiga de mi
mamá. Cuando yo era chica le pregunté por qué no fumaba por la boca,
pero nunca me dijo –cuenta, como
orgullosa de la anécdota.
44
–¿No le preguntaste a tu mamá?
–Tampoco sabe.
Matías, influido, levanta un poco la
cabeza y saca un paquete de cigarros
arrugados de la bolsa de la camisa.
Coloca uno en su boca y antes de
prenderlo ofrece el encendedor a la
mujer. “Sí”, dice la actriz al tiempo
que desliza uno del paquete, toma el
encendedor y, viendo a Matías, sonríe
y finge llevar el cigarro a su nariz. Se
ríen y suena el eco, mostrando el resto del espacio que permanece callado, desgastado tanto en las esquinas
como en sitios centrales, en las paredes, donde sobre todo se encuentra
un pardo que oscila entre tonos claros
y oscuros, dependiendo del deterioro.
Fuman y ahora es el tabaco calcinado, azafrán, lo único que suena; se
consume y genera humo blanco que,
después de un empuje inicial, queda
suspendido frente a ellos, informe y
pacífico, mientras suspiran y mezclan
ese sabor con el del güisqui; se miran y siguen fumando, envueltos en
una suavidad acalorada, una especie
de verano indisoluble que libera un
olor de alcohol y astillas, penetrante,
asentado, a punto de que un perro
muy flaco pase lento por la puerta, se
detenga para verlos y siga andando
como aceptando que le pesa la vigilia, más cansado que con sed, cami-
DONDE NACEN
nando solo en la banqueta. A veces
truena algo cuando se mueven en los
bancos o crujen las mesas apolilladas,
y los pocos movimientos que aparecen, especialmente en la barra, son
exactos pero lentos, y se encuentran
cómodos y sumidos, como una roca
hundida en la arena, una fiebre vaporosa y ligera. Matías toma la botella y sirve más líquido en los vasos
aunque todavía no están vacíos; da
una larga fumada, dobla la cabeza y
se agarra el pelo, apretando los labios en un gesto contento cuando
voltea por completo hacia la actriz.
Un viejo camina. No es demasiado
viejo, pero sí un hombre mayor. Tiene la cabeza despejada, no piensa en
el pasado, ni en pecados, ni en aciertos, y se desplaza lentamente por la
banqueta con lentes oscuros. Se mueve sin premura, canturreando, con
la vista al frente pero sin encausarla a
nada en especial. Pasea la calle muda
recorriendo los telones de metal de los
negocios cerrados, escaparates oscuros, paredes consumidas que descubren debajo ladrillos rojos y también
erosionados; un par de grafitis escurridos en ese hastío agradable en
donde sólo suenan sus pasos, secos,
en esa tarde perezosa y absorbente.
Lleva una camisa blanca y de
manga corta que se transparenta por
el sudor, una mano en la bolsa y una
barba muy canosa y cerrada. Mientras ve hacia el frente, imagina fascinado el café que prepara su nieta en
casa: los granos molidos finalmente,
el olor que no puede compaginar del
todo con el polvo que cubre las caras
de los locales de una sola planta e imagina el café hirviendo, como el fondo
de la calle que se estrecha y tiembla,
porque hierve también.
Rechina los dientes conmovido por
el silencio que impera en la calle y le
45
LUIS ENRIQUE CASTELLANOS
permite escuchar sus propios huesos
avanzando en tanto que no imagina
su vejez, obcecado para bien por el
alumbramiento de una taza hirviendo, por la garantía exquisita, amarga
y aún en bruto. Crepita la tarde cansada y es él el único testigo exterior
que se derrama en un paseo sin incidentes, resuelto sólo a la caminata, y
a la bebida oscura y a dejar la mente
quieta, pero sin forzar su conciencia
a caminar a su lado o en la otra orilla
del país.
–¿Se parece a mí? ¿En qué?
–No sé. Pero sí, en algo –responde
cuando el calor amarillento los enfrasca en el flirteo que es una borrachera
de todo el día, ecuánimes, donde ya no
registran otro sabor que el de barrica,
el de tabaco, y en la que poseen una
nitidez aguda que sólo pueden enfocar
en una cosa a la vez porque el resto
termina en un halo borroso; y el brillo del sudor les funciona como luz
de bengala, y Matías piensa en una
pieza de vidrio fundido, elástica, que
se va moldeando muy lejos, tomando
la forma de una mujer que extraña
y mucho más joven que esta actriz
que la alude tanto, presentándose tan
clara junto a las partículas de polvo
suspendidas en uno y otro haz anaranjado cercanos a su rostro cuando
46
le cae el cabello que fluye de la coleta, sin peso, sobre el hombro derecho,
simultáneo a los delgados mechones
paralelos a las mejillas encendidas
por el güisqui, que flamean con el
menor movimiento. Siguen viéndose
y tomando con el gusto de animales
saciados, resueltos a la tranquilidad,
al cansancio grato que los esgrima
y los mueve en un balanceo difícilmente perceptible; por eso se acomodan en los bancos o recargan los
brazos en la barra muy honestos, derritiéndose pero sin reducirse.
Cuando se mueve quiere que le duela la espalda, pero en realidad sólo
está agotado. De todos modos se talla
el costado, hace un gesto de molestia
y eso lo hace sentir bien. Mientras se
acuesta, recargado en la cerca, con
las piernas estiradas, pasa las manos
por el pasto y arranca un puñado, lo
huele y lo echa al aire como arrojándolo para que vuele. El sudor hace
que le quede hierba pegada a los brazos y se seca la frente con la camisa,
sin quitar la vista de su padre y su
tío trepados en el árbol, justo bajo el
declive de la tarde.
Echado, se le hace evidente el tintineo de la expectativa casi resuelta,
la inquietud festiva que el cansancio
no desmejora, si acaso fundamenta
DONDE NACEN
un poco más. Sigue casi satisfecho,
inquieto, pues la construcción se va
alzando en la misma dirección del
apetito específico, del interés inicial
con el que vio en las ramas un esqueleto, unos cimientos que también
avanzan.
Voltea y ve la lija arrugada y le
da una potencia póstuma al final del
día: se pone de pie, lima la cerca y ya
no se siente un niño alrededor de los
ocho años: es un hombre duro, que
trabaja y decide no volver a la escuela y se pregunta por qué tendría que
volver, deseando que los meses de calor se adueñaran del año entero. Piensa en su suficiencia, en la pulcritud
de su trabajo en la cerca, en que un
día su padre y su tío no tendrán que
construirle una casa en el árbol para
jugar a la guerra, para reuniones secretas en las que se disequen ranas
y ratas; él mismo podría construirla,
porque ha trabajado las mismas horas
que ellos, o lo ha intentado, pero ha
estado afuera desde temprano, aunque
es chico, aunque no lo dejen subir al árbol porque es peligroso todavía; pero
no saben que lleva años escalando el
árbol, lo domina, y no ha reclamado
porque es suficientemente recio.
Mueve los brazos, cansado, y más
que lijar, mueve el papel sobre la
madera, a veces sin presionarlo. Es-
cucha una campana y ve el resplandor de los rines y sabe que lo ven a
él desde la bicicleta, así que repentinamente comienza a tallar la madera
con fuerza, muy firme, y aunque a veces se lastima no para, y bufa y ahora
sí voltea a verle los ojos a la niña que
lo saluda muy alegre con la mano. Sigue
pasando la lija, aumenta la velocidad,
sube los hombros para engrandecerse
hasta donde puede, pero no logra devolverle el saludo, ni siquiera con un
movimiento leve de cabeza, y cuando
se alejan las ruedas suspira avergonzado y se detiene.
Deja caer el torso y los brazos, quedando como un muñeco de trapo que
aprieta la mandíbula y maldice en
voz baja, hasta que levanta la cabeza
y ve en el árbol tablas que van perfilando un espacio nuevo, la estructura muy próxima de algo que será
en realidad suyo; y ve el coche de su
padre, y ve las tablas y las aprueba,
hasta que los encuentra mirándolo,
riendo un poco, diciendo cosas que
no puede descifrar pero que lo hacen sentir apenado. Entonces vuelve
a la cerca para esconderse y trabaja
molesto, hasta que le chifla su padre
y le grita que descanse, que lo ha hecho bien.
La esquina, como las banquetas y la
47
LUIS ENRIQUE CASTELLANOS
caminata, se posa sumergida en un
bochorno aceitoso y lento, sufragando la demora que decide el viejo con
los cálculos más vagos ya que no precipita los minutos restantes, ni siquiera la conjetura de éstos; se mueve a
partir de un tanteo calmo y casi automatizado, en el que las cosas han
adquirido una pacificación más allá
de la inercia. Pero el motivo, el calor,
lo deslíe encantado para girar a la
izquierda y seguir con las manos en
las bolsas, aspirando fuerte, como
jugando a jalar el olor del café desde su casa hasta la calle y dejar que
lo lleve como un gancho en la nariz
dentro de una caricatura, y se ríe; se
limpia las cejas y pasa la mano por
su barba, que no funciona como radiador porque no hay viento; se acomoda los lentes que resbalan un par
de milímetros, se toca la rodilla y
continua. La tarde sigue despacio y
calda, metiendo polvo en los brazos,
en la cara, en las grietas del viejo.
Continúan hablando y, tanto sus voces bajas como el sonido de los vasos
que estrellan ocasionalmente, irrumpen a lo largo del bar como señalando vida, y en realidad se enteran el
48
uno del otro en las pausas, más en
las notas fantasma que en las bromas
y las quejas que se alternan sin ritmo
con los ronquidos que apenas advierten del otro lado. Un conjunto de sondeos viscerales es lo que los empuja
dentro de esa niebla espesa y anaranjada que los recubre y en cuyos
pliegues muestran los dientes al reír,
sentados en aquel sitio puro y vicioso, un instinto jovial y adormilado en
el centro de ese estanque de güisqui.
–Seguro. Pero en un tiempo –dictamina Matías, con toda la certidumbre
y toda la ceniza sosegada y compacta
entre los dedos, cuando ambos sienten la cabeza ligera en medio del sofoco caliente también dominado por
cierta levedad discreta que muestra
la tarde prolija, paciente.
Jalan otra botella, la abren y la inclinan sobre los vasos ya que el tiempo
pasa lentísimo y amable, y los alrededores, el bar, se notan gigantescos y de
cierta forma aturdidos, en calma, y se
descubren centelleos de metal y de
vidrio en todo el silencio que dividen
al seguir riendo, al seguir hablando,
al tiempo que se diluyen y palpitan
por entero y los ebrios duermen al
fondo.
Diario
E DMOND
Y J ULES DE G ONCOURT
Traducción de Armando Pinto
1863
de enero
Hoy nos sentimos tristes y sobre todo humillados por comer en un restaurante. Hay días del año en los que es conveniente tener una familia… a las seis
y media en punto.
Sin saber a dónde ir en la noche, caemos, en el postre de una gran comida, en casa de Dennery, el cual nos cuenta, con el descaro de un Robert
Macaire bonachón, lo siguiente: “El otro día me enviaron a un joven que
tenía una idea magnífica para una obra. Por supuesto, le dije: ‘Escúcheme,
tengo algo que advertirle. Todas las ideas sobre obras que me presentan las
encuentro detestables. Y luego tres, cuatro meses después, la idea que me
propusieron me vuelve a la cabeza. Me parece buena; olvido por completo
al individuo que me la propuso, la creo absolutamente mía. Se lo advierto’.”
1
de enero
Se podría decir que el insulto en el siglo XIX forma parte de la religión de los
imbéciles. Abro un Quérard para saber el nombre de las estampas del bello
Molière de Prault: no encuentro el nombre de las estampas, pero encuentro
invectivas contra el talento de Boucher.
2
49
EDMOND Y JULES DE GONCOURT
de enero
En casa de Magny. Nuestros libros, el género de nuestro trabajo, han provocado una gran impresión en Sainte-Beuve. La preocupación por el arte en la
cual vivimos, lo turba, lo inquieta, lo tienta. Es lo suficientemente inteligente
para comprender todo lo que este nuevo elemento, desconocido hasta ahora en
la historia, ha aportado en carácter y riqueza al novelista y al historiador, quiere ponerse al corriente. Tantea, interroga, pretende hacernos hablar; pide indulgencia por su artículo del lunes sobre Le Nain. No sabe y quisiera saber…
Hablamos esta noche de la miseria del pueblo, de la promiscuidad en los
arrabales. Sainte-Beuve exclama, con un acento humanitario de 1788, que no
comprende que no hubiera en el trono un San Vicente de Paul o un José II:
sanear todo eso, ya sería algo, sería el comienzo… De ahí hemos saltado a las
muchachas del pueblo que él ha estudiado mucho, nos dice, y que tienen durante la pubertad dos o tres años de locura, de furor por el baile y vida de muchacho, haciendo calaveradas y desafiando el decoro, escapan de la serenidad,
del orden, obreras, mujeres del hogar y la limpieza –un señalamiento preciso.
Estuvo Nieuwerkerke en la cena de hoy. Siempre es un Goliat exitoso,
elegante y educado, de mirada apacible. Cuando salimos, nos alcanza y nos
lleva a fumar un cigarro a su departamento del Louvre. Nos muestra en primer lugar su galería, una galería enorme, majestuosa, sostenida por cuatro
columnas de mármol rojo, ornamentada con jarrones de mármol, esos pórfidos con apariencia Luis XIV, que huelen al viejo Louvre –galería de un
soberano diletante; que él nos ilumina con una lámpara cuyo globo parece
enorgullecerlo: es de esmalte, en vez de ser de vidrio mate.
En una vitrina, colocada en el vano de una ventana, nos muestra su colección particular: ceras del siglo XVI, XVII y XVIII, medallones que tienen un
aspecto espantoso, como la piel muerta de las figuras de cera, perfiles momificados, pequeñas siluetas momificadas, en medio de las cuales nos muestra
una imitación, de su propia mano, que representa a la princesa Mathilde.
Después de eso, abriendo una después de la otra, cuatro carpetas en
gran folio sobre las cuales está escrito en oro: Soirées du Louvre, nos muestra
las caricaturas de todas las personas que lo visitan, empleados del Louvre,
ministros, generales, artistas, escritores, pintadas por Giraud del natural la noche con él, a la acuarela, a la luz de la lámpara, de un modelado extraordinario
3
50
DIARIO
–imitaciones notables por su ironía, por sus
pinceladas de gouache audaces y felices,
de exageraciones de la fisonomía que hacen resaltar el parecido. Las cabezas muy
grandes, los cuerpos muy pequeños; y en
todo se encuentra el estilo de un Eugène
Lami decorativo: el espíritu mezclado para
tal efecto.
Pasamos por un corredor donde, congelados en la pared, al lado de bellos marcos de flores de jade chino, se encuentran
los horribles grabados de Marc-Antoine, y
entramos a su recámara. Una habitación
cuya alcoba es un largo hemiciclo tapizado
con cortinas de seda carmesí engarzadas
en fondos de sangre, sombrío, sordo y rico,
el lecho con columnas de ébano; brazos de EDMOND Y JULES DE GONCOURT
oro relucen a ambos lados. Todo el conjunto es renacimiento. Un gabinete de mosaicos de Florencia abre sus hojas al
frente de la chimenea. Sobre los muebles, bronces florentinos negros con
fulgores de piel de negro. Los ojos se remontan involuntariamente al siglo
XVI. Las cosas adoptan una apariencia de misterio, de drama. Hay algo de
inquietante en el rojo de las cortinas, en el negro del ébano. Buscamos sobre
la mesa el platillo de confites. El recuerdo del cuerpo del duque de Guise, en la
pintura de Delaroche, se extiende sobre el tapiz, cerca de una puerta. Nieuwerkerke mismo nos muestra impresiones de pequeñas obscenidades antiguas; después, tirando de su caja de cigarros, la mandíbula inferior de Ana
de Austria, con todos los certificados, toma un no sé qué aire de mantenido
a la Enrique III. Veo un a Caylus, a un Maugiron, los días de penitencia, con
un rosario de cabezas de muerto. ¡No es más que el reflejo del mobiliario, en
la noche, a medianoche, sobre las personas!
Nos muestra cerca de su lecho dos minas de Ingres: su retrato y Philémon et Baucis. Siempre tengo miedo de destruir cuando veo cosas parecidas del
más miserable de nuestros pintores: ¡pensar que si no perdurara nada de él,
51
EDMOND Y JULES DE GONCOURT
M. Ingres tal vez perduraría! Pero muchas otras cosas –así lo espero– felizmente permanecerán: dos desastrosos dibujos de damiselas, bien peinadas,
enjutas, lisiadas y muy tontas –más que tontas, ¡bobas! Nieuwerkerke, que no
sabe nada pero absolutamente nada, los encuentra menos bellos desde que
tuvo la desavenencia con M. Ingres a propósito del terrible asunto Campana.
4 de enero
Parece que la posición del grande y muy amable personaje de ayer, Nieuwerkerke, ha sido minada, sacudida, amenazada; Mme Cornu, esta Maintenon
republicana de Napoleón III, puja fuertemente contra su Delacroix; y el Instituto hace avanzar a M. de Laborde, quien pasará de la dirección del Estampes al Louvre, un salto que sólo él es capaz de dar. M. de Laborde tiene todo
lo que es necesario para triunfar. Es tajante, frío, mediocre y rastrero. No pudiendo
ser pintor se hizo crítico. Crítico, llegó a un lugar magnífico como consecuencia de dos artículos sin valor en la Revue des Deux Mondes, en los que
le recuerda al emperador que había jugado con él cuando era niño –quien lo hizo
fue su hermano, no él–. ¡No tener derecho a nada es un gran título para tener todo!
La historia sería divertida si tuviéramos todos los detalles de esta lucha
en la que la princesa Mathilde va a jugar su va-todo contra Mme Cornu.
¡Siempre las mujeres!
Hojeo las 80 planchas de la Guerre d’Espagne de Goya. La pesadilla de la
guerra. Una plancha horrible, sobre todo, perdura en nosotros como un espanto encontrado en la noche, durante un claro de luna, en un rincón del
bosque: un hombre empalado en una rama de árbol, desnudo, sangrante, sus
pies contraídos por el sufrimiento, la agonía de la tortura en el rostro y en sus
cabellos erizados, el brazo amputado. Cascado como un brazo de estatua…
Y luego bocas que escupen la vida, moribundos vomitando sangre sobre los
cadáveres; la España mendicante, los pies en la vía de la ambulancia.
El genio del horror es el genio de España. La tortura de la inquisición
está casi en todas las planchas de su último gran pintor. Su aguafuerte quema al enemigo para la posteridad, como antaño el auto de fe quemaba al
herético para el infierno.
52
DIARIO
Aubryet, que juega y pierde a la bolsa, nos describe a la gente de la Bolsa como la más grosera que haya jamás existido. ¡Y nada de generosidad,
ningún favor a sus amigos! Jamás un consejo para indicar un buen negocio,
alguna buena inversión. Ven el dinero como perteneciente por derecho sólo
a la gente de la Bolsa. Egoístas, patanes, gansos, como aquel al que bautizamos: “Una pieza de cien sous en un cuello postizo.” Varios de ellos hacen
profesión expresa y abierta de detestar las letras y a los hombres de letras.
Claudin, quien es muy ingenuo en medio de la corrupción que atraviesa
como un abejorro, cree enseñarme que la gente de teatro no tiene amantes
más que para otros –así Dennery, Fournier–. Se las empuja, en los ministerios, a los pantalones de los ministros, de los poderosos, de los secretarios y
lacayos influyentes, de viejos y de jóvenes. Ellas reclutan para sus hombres
al pequeño Baroche o al entorno de un Fould. Él ha oído a Gisette y a la de
Tourbey decir: “¿Y qué? ¿Ellos nos dan dinero? Pero es nuestro ese dinero:
hacemos para ellos la trata de blancas. Es que sin mí, dice una, ¿él habría
tenido su renovación de privilegios por diez años? Y sin mí, dice la otra,
¿habría tenido la colaboración de Mocquard?
El aislamiento engrandece el espíritu de Gavarni; la sociedad de la mujer
tonta lo empequeñece, lo disminuye, lo embrutece.
Leí en Le Figaro los artículos de Lescure para un volumen titulado La vraie
Marie-Antoinette. Esta verdadera María-Antonieta es, simplemente, la nuestra. El mismo punto de vista, los mismos rasgos de carácter sacados a la luz.
Son nuestras ideas, nuestros documentos, incluso nuestras citas, todo nuestro trabajo y toda nuestra obra.
A primera vista, sentimos rechazo por este auvernés insinuante, que se
nos presentó como discípulo, humildemente, y que ahora hace nuestros libros
como se hace un pañuelo. Para llegar más rápido y con menos esfuerzo, ha
recurrido a un medio muy simple: se sube al éxito. Después de las Mémoires
de Sanson, hizo Les femmes de l’échafaud; después de nuestro Marie-Antoinette, el suyo. Haciendo eso, uno puede mancharse un poco o recibir algunos
latigazos, pero se llega –como las domésticas.
53
EDMOND Y JULES DE GONCOURT
He dicho que los imbéciles, soportables en el campo, son insoportables en
París. No están en su medio. Es necesaria la provincia a los parientes: es su
ambiente.
Durante el entierro del arzobispo, un niño dice en los brazos de su madre:
“¿Verdad, mamá, que es más bello que el tocino?
He encontrado en el artículo sobre Le Nain, de Sainte-Beuve, siete veces el
epíteto gredoso, lo lanzo a la plática del sábado en casa de Magny. Ha sido
un acto de caridad darles esa palabra.
Encuentro, buscando libros bajo la arcada Colbert, un eucologio de la iglesia
del padre Chatel. Es de Laverdet, hoy marchante de autógrafos. Lavardet
camina todos los días por la calle con su sombrero en la mano. Mi dentista,
convertido al misticismo, ya no puede soportar su sombrero. ¿Será que todos
los místicos tienen debilidad craneal, propensión a la congestión cerebral?
11 de enero
El Café Anglais vende 80,000 francos de cigarros al año. El cocinero recibe
una paga de 25,000 Francos. El dueño, en sus tierras. Tiene caballos, coche,
es miembro del Consejo General. He ahí la grandeza de las locuras de París.
Hay, actualmente, cuatro danzantes famosos en los bailes públicos, de los cuales el más renombrado se llama Dodoche. Es un marchante de papel. Otro, es
un escultor. El tercero un marmolista sepulcral y, el cuarto, un agregado de
pompas fúnebres. Así se aproximan nuestras bacanales a la Danza de los
difuntos.
Estos danzantes están tan en boga, sobre todo en los bailes de máscaras,
que las damas les dan, por la publicidad de bailar con ellos, cinco francos por
contradanza.
Es cierto que ellas recuperan eso mediante una costumbre recientemente
introducida en el baile de la Ópera: suben a mendigar a los primeros palcos,
al de Daru, a los palcos de embajadas: consiguen luises, medios luises, lo que
llega a veces a unos doscientos francos por noche.
54
DIARIO
En el último baile estuvo, por lo que parece, bailando con sus hombres,
una muchacha pública, expulsada de Lyon por escándalo y que hizo en este
tiempo mucho dinero en París. Tenía, al danzar, dos movimientos. Levantaba
su falda por atrás y dejaba al descubierto su ropa interior untada a su culo,
luego se arremangaba por delante y mostraba su calzón abierto.
Se permite todo, se permiten los bailes desenfrenados. Se alienta, en los
pequeños teatros sobre todo, una cierta extravagancia, con un toque de la
filosofía de Sade empapada en aceite de quinqué; un cómico siniestro que
descuelga las estrellas del cielo; risas de sapo motivadas por estas palabras:
Mi madre; entretenimientos de presidio haciendo frases; un argot en el que
las inmundicias del alma del comicastro se mezclan a no sé qué chistes del chulo
y el rufián. Se masturba a los pueblos, como a los leones, para domesticarlos.
Flaubert nos cuenta que cuando era niño se sumergía por completo en sus
lecturas, retorciendo con los dedos un mechón de sus cabellos y mordiéndose la lengua y que, en cierto momento, caía a tierra, de golpe. Un día se cortó
la nariz al golpear con un cristal de la biblioteca.
Con él, un joven estudiante de medicina muy interesado en los tatuajes, nos
habla de todos los tipos. Entre ellos, el de un presidiario que tenía sobre
la frente, como impreso, Sin suerte; otro, un viacrucis en cada muslo, y una
muchacha: Liberté, Égalité, Fraternité en el vientre.
Nuestras facciones no se nos parecen. Al ver las fotografías de un hombre:
ninguna se parece a la otra.
Tengo una sirvienta chiflada, casi loca. Fue alimentada por una cabra. A los
doce, a los trece años, le mataron a su cabra. Permaneció tres años sin comer
carne, conservando la repugnancia. No había leído que la leche de cabra le
trasmitía a las personas los caprichos de la bestia, un grano de locura animal
¿o de extravagancia, cuando menos? Sería curioso que el primer alimento
imprimiera un carácter y que el alma, ella también, se nutriera del alimento
del cuerpo.
Una de las cosas más vergonzosas, y que prueba la ausencia total de imagi55
EDMOND Y JULES DE GONCOURT
nación y de fantasía del libertinaje moderno, incluso de los más locos y de
los más ricos: es que no haya ni un harem particular ni un burdel público en
el que el mundo esté representado con cinco o seis muestras. Ni una matrona ni un Seymour han pensado en tener una circasiana y una japonesa, una
negra y una mulata, muestras de África, de Asia, de América y de Tahití.
¡Siempre la misma carne de carnicería!
La otra noche, en el baile de la Ópera, mirábamos danzar: “Señores, ¿me permiten preguntarles cómo han estado?” Era un hombre joven de frac, floreciente, reluciente, soberbio. Me pareció reconocer al chulo del sepulcro. Era el
hombre, Colmant, que vivió con Rose y por el cual Rose está muerta. Permanecimos inmutables, sin decir una palabra. Comprendió que sabíamos todo.
12 de enero
A medida que las sociedades avanzan, o creen avanzar, a medida que hay
civilización, progreso, culto a los muertos, el respeto a la muerte disminuye.
La muerte ya no es sagrada, ya no se imagina como la entrada de un individuo a lo desconocido, advocar o temer ese no sé qué más allá de la vida.
En las sociedades modernas la muerte es simplemente un cero, un no-valor.
¡Ah!, qué fortuna si uno fuera un ambicioso político, lo sería simplemente
repiqueteando esta idea: la igualdad absoluta ante la iglesia y el ayuntamiento en los tres grandes actos de la vida, el nacimiento, el matrimonio,
la muerte: ¡Igualdad y Gratuidad! Es una cosa monstruosa la igualdad ante la
ley, inscrita en todas partes; oficialmente, si no se practica, la desigualdad
más monstruosa reina frente a Dios. No debería haber en la iglesia más que
bautismo, matrimonio, enterramiento. ¡Singular mezcla en nosotros de gustos aristocráticos y de ideas liberales!
Lamartine ha manchado su genio, su fortuna y su miseria…
Aprecio más que nadie el talento de mi amigo Saint-Victor. Por su carácter,
es un griego del bajo imperio, Graeculus.
56
DIARIO
17
de enero
Cena del sábado en casa de Magny.
Sainte-Beuve nos comparte sus recuerdos sobre Mme Récamier y nos
bosqueja una figura de segundo plano de su salón, el viejo Forbin-Janson.
Se le ve en la escalera, llevado por su doméstico: ¡una ruina, un fiambre, una
sombra, la muerte! Abierta la puerta, a la vista de la doncella, ¡crac! Como un
resorte, una sonrisa descuella. Entra, saluda de tanto en tanto, siempre sonriente, dice una frase tan bonita que Mme Récamier la señala, la hace valer.
Entonces el viejo hombre dice: “¡Es del buen Forbin!” Una frase lúgubre…
Después de eso, pasa al perfil de Ampère, un hombre siempre bajo
las faldas, pero sin coger nunca un culo, un Patito académico, caballero
servidor de Mme Récamier. Viene, en la mañana, a ver a Sainte-Beuve; aunque huyendo del mundo, Sainte-Beuve se ha emparedado en el Hôtel du
Commerce. Académico cornaca, director literario de burgueses, cicerone de
Mme Cheuvreux, una especie de abad Barthélemy, con la distancia que hay
entre la duquesa de Choiseul y la Pequeña Jeannete.
Quisiera que el Leteo pasara sobre los diletantes, el olvido de los nombres,
de los renombres y los precios convenidos, de todo lo que no sea la obra
misma. Aquel que adquiere en 100,000 francos un Ingres, admitiendo que
sea sincero, no compraría en tres francos un Rembrandt, y viceversa. Decididamente, después de la Stratonice, preferiría perdonar las jornadas de
septiembre que encontrar talento en M. Ingres.
Puede que haya dos o tres aficionados en París, no más. Llamo aficionado a un hombre que distingue a un Albert Dürer de un Daumier, cuando
ni uno ni el otro está firmado.
Hay personas que dicen respetuosamente de una pintura que se vende
cara: “Es un cuadro de museo.”
Un hecho retrata la subasta Demidoff. M. de Galliéra, viendo a Hertford pujar, puja sin saber qué: simplemente contra Hertford. A los 11,500 Hertford
renuncia. Le llevan a M. de Galliéra lo que había comprado: ¡una acuarela
de Bascassat! Esa gente hace correr las pujas en vez de hacer correr caballos, sobre no importa qué, sobre una porcelana, un lienzo, un trozo de papel.
Apuestan que son más ricos que los otros.
57
EDMOND Y JULES DE GONCOURT
de enero
Nos hay líneas rectas en la naturaleza. Es un invento humano, tal vez el
único que pertenece propiamente al hombre. La arquitectura griega, cuyo
principio es la línea recta, es absolutamente antinatural.
20
Hay, bajo todos los imperios, un movimiento de moda hacia la antigüedad, hacia las fuentes clásicas. Los tiranos imponen el vasallaje incluso en los gustos.
de enero
Un poco de humor, hoy, sobre esto. En una subasta de Vignères, descubrimos
que un dibujo atribuido a Watteau lo era, pues de los dos personajes representados, grabados en la Conversation, uno es M. de Julienne y el otro de Watteau
mismo. Somos los únicos en descubrirlo y en saberlo. Ofrecemos 60 francos,
esperando salvar 20 francos: todo el mundo pone en duda el dibujo, se le atribuye a Lancret, a Pater. Vignères sabe aún menos que los aficionados. Llega
un imbécil que le paga 80 francos por capricho, sin saber por qué y nos lo quita.
Descubro en otra subasta, en la de Rochoux, un limpio y muy hermoso
Fragonard, una sanguina tan auténticamente de él como si yo la hubiera
visto dibujar. Está catalogada: École de Chardin. Se parece a Chardin como
a una manzana. Ofrezco una comisión de 23 francos. La cual es elevada a 42
por un coleccionista llamado Leblond que confunde grabados con dibujos y
que no sabría distinguir un Queverdo de un Boucher.
Ataca los nervios ser batido a punta de dinero por imbéciles, por ciegos, ser el único que sabe, que conoce, que reconoce, sin que eso te dé la
ocasión, te sirva, te proporcione el dibujo que pertenece a tu colección, a tu
gusto, a tu ciencia.
Recibimos esta semana una carta de invitación para pasar esta noche la
velada con la princesa Mathilde. Pensamos, sobre todo a causa del aniversario,
encontrar una velada íntima, la cola de una de sus cenas del miércoles. Nos sorprendemos de hallar el hotel iluminado, las luces de una gran fiesta filtrándose entre los postigos de las ventanas, y un alabardero en la antecámara.
Nos hallamos, después de haber dado la mano a la princesa, en un salón
con vitrales, en los que vemos sobre el azogue un Amor tensando su arco. Re21
58
DIARIO
fugiados detrás de un piano, hay, delante de nosotros, hombros, lazos, de esas
cabelleras que se tuercen en la nuca y bajo el peine como en una mano, espaldas lisas, diamantes, un peine encañado de oro, un ramo de flores blancas
en el costado de una cabeza. Enfrente de nosotros, bloqueando la puerta de
entrada, un grupo de hombres acorazados con medallas, con condecoraciones, delante del cual hay una figura monstruosa, la más insulsa, la más baja
y más espantosa cara de batracio, de ojos rasgados, párpados de caparazón,
una boca de hucha y como babosa, una suerte de sátira del oro: Rothschild.
A la izquierda, contra la chimenea, en el mismo nivel que el salón,
Bressant y Madeleine Brohan representan un proverbio de Musset. Y a nuestra derecha, sobre un sofá de seda roja con respaldo de terciopelo rojo bordado en oro, la princesa Clotilde con aspecto de recamarera fea, la emperatriz,
el emperador ipse, Napoleón III,… un emperador magníficamente colocado
para dispararle, Le bal de Gustavo III siempre me vuelve a la memoria y mis
pensamientos se detienen complacidos: oigo el disparo, veo la algazara, el
¡ay!, de las mujeres, la rabia de la policía, la fuga de los senadores, el temblor
de las condecoraciones en los pechos, los lacayos burlones, las traiciones que
subirán en un instante al cerebro de la gente, y lo primero que escapa de ese
gran ruido, un grito, después un murmullo, luego un clamor: Vixit Imperator…
Flaubert está ahí, al lado nuestro. Los tres formamos un grupo de originales. Somos casi los únicos no condecorados. Y después reflexiono, al
vernos los tres, que a los tres el gobierno de ese hombre de ahí, la justicia
de ese mismo emperador, sentado ahí y que casi tocamos con el codo, nos
ha citado a la policía correccional ¡por ultraje a las costumbres! ¡Qué ironía!
Nuestro amigo, esta noche más inflado que nunca, a reventar: la emperatriz
le habló, le pidió el traje de Salammbô para un baile. Él encuentra que los
proverbios de Musset, esas cosas, no ameritaban ser escritas; me incluye en
su proyecto de hacerse un pantalón, colgante, como el que los invitados usan
habitualmente. Y me dijo esa bella frase, advirtiéndome que no me volteara,
para no darle la espalda al príncipe Napoleón: “¡Oh! A él no le gustaría…”
En un momento, la princesa se abre paso por el salón, se acerca a nosotros y nos agradece los aguafuertes que le enviamos esta mañana, y más alto:
“No tuve más que el tiempo de abrirlos: vi un desnudo, ¡pero muy bonito!”
Somos unos ciento cincuenta más o menos: velada íntima… El emperador,
59
EDMOND Y JULES DE GONCOURT
por lo que parece, no ha querido recibir el 21 de enero… Condecoraciones y
más condecoraciones, calzones cortos y medias de seda, caras ministeriales
horribles, caras de criminales, rostros escapados de prisión y encuadrados,
como en broma, en la Gran Cruz de la Legión de Honor. Frases como: “Billault, pareces triste, acércate un poco” o “Me da igual… El culo encima
de la cabeza…” Es el príncipe Napoleón que habla de diplomacia y de la
Cuestión romana. No entendí, de sus argumentos, más que eso.
Junto a nosotros, el hombre que más nos ha sorprendido de ver ahí,
ese pequeño viejo que se parece mitad a Michel Perrin y mitad a Andrieux,
siempre sonriendo a un lado del sofá imperial. M. de Sacy, director del Journal des Débats, un mártir que amenaza, por lo que dicen, pasar por todos
los sacrificios, incluso el de dejarse nombrar senador y subgobernador del
pequeño príncipe imperial. La emperatriz: un maravilloso collar de diamantes, una blusa blanca, un chal de encaje, una falda roja con godetes negros
y pequeñas medias negras: un vestido que le va y que la pinta, un vestido
de gitana y de española, para nada imperial, pero de una fantasía un poco
bohemia que le sienta deliciosamente; un atavío, para resumir, de mantenida
con gusto. La mujer es encantadora, después de todo. Tiene dos ojos que no
hacen más que sonreír, y gracia y gestos lindos y no sé qué de amable en la
manera en que pasa frente a nosotros. Ni reina ni princesa: una emperatriz
de las aguas, una emperatriz no de Francia sino de Bade. Si se quiere, María-Antonieta en Mabille. Vi pasar frente a mí, yendo al buffet, al alcance de
mi mano, al emperador, lento, automático, sonámbulo, los ojos de lagarto que
parecen dormir y no duermen nunca. Figura turbia: escucha de lado, mira
de lado. Hombre durmiente, taciturno, siniestro. Tiene algo de conspirador, de
prisionero, de golpista de Estado en su andar, en su mirada, en su aspecto.
Tiene el aire de una falsa moneda, sorprendido por la noche en un bosque,
representaría el Dos de Diciembre en el papel de un sargento de pueblo.
de enero
El comercio moderno ha llegado a esto: Bracquemond cuenta a Gavarni que
tenía un amigo pagado muy bien por un almacén del pasaje de los Panoramas por imitar el silbido de la seda nueva al desenrollar la tela reteñida.
22
60
DIARIO
de enero
Flaubert oyó del médico del viejo Demidoff el cuento siguiente sobre su manera de coger. Demidoff en un sillón, dos lacayos detrás de él: uno con una
tenacilla para azúcar de plata para volverle a meter la lengua en la boca.
Duverger dice de él: “Su lengua sale siempre, su rabo nunca.” Los lacayos
serios y en librea, con una servilleta en la mano. Un médico le toma el pulso.
Delante de él, la Duverger desnuda. Entra un gran perro Terranova que intenta
metérsele a la Duverger. “Rápido, rápido”, grita el médico en el momento
en que Demidoff comienza a ponerse erecto. Y la Duverger se precipita y se
la chupa.
25
Leer a los autores antiguos, algunas centenas de volúmenes, sacar notas sobre
las cartas, escribir un volumen sobre la forma en que los romanos se calzaban
o hacer notas sobre una inscripción, eso se llama erudición. Se hace uno erudito sobre eso y tiene todo. Pertenece uno al Instituto: hombre serio, profesor
del Collège de France, rodeado de consideración, como un benedictino.
Pero toma un siglo más cercano a nosotros, un siglo inmenso, maneja
un mar de documentos, remueve diez mil folletos, quinientos diarios, saca
de todo eso no una monografía sino la reconstrucción moral de una sociedad,
redescubre el siglo XVIII y la Revolución en sus aspectos más íntimos, y no
serás más que un amable fisgón, un curioso, un gracioso indiscreto.
El público francés no perdona que se provoque el interés en la historia.
26 de enero
Paso tres días con un aguafuerte de Gavarni. El aguafuerte absorbe por completo, atrae la vista, atrapa la mente, llena de agua el bolso de las ideas. Uno
ve con gran nitidez la línea que traza la aguja. Un pescador de línea pescando en las jornadas de julio: uno pondría puntos en la metralla de las jornadas
de junio. Es el embrutecimiento de la atención cuando alcanza la separación
absoluta del mundo ambiente.
El hombre admirable que es Balzac ha dicho muy bien, en su Mercadet, que
en política, uno llega a tener todo a partir de nada, ¡sin tener que mostrar,
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EDMOND Y JULES DE GONCOURT
como en las demás profesiones, algún talento! Como mi amigo Louis Passy,
que es el león del momento, ¡porque envió ordenanzas a constatar un rechazo
de las listas electorales!
Leo en un muro un afiche: Escritos y discursos de M. el duque de Broglie… todos estos éxitos de hombres políticos serán la vergüenza de este siglo, cuya más monstruosa expresión es la reputación como historiador de M.
Thiers y la reputación de escritor de M. Guizot. Todo eso a partir de Necker
y sus Comptes rendus. Fue el genovés quien comenzó este comercio de escribir a favor de su ministerio y alquilarse como hombre de Estado. Richeliu,
Choiseul eran pura acción.
Y luego, siempre, pienso en aquel que se ha hecho una reputación de
hombre de Estado. Un gran hombre de Estado, M. Guizot, por haber perdido
una monarquía. ¡Pero el primer imbécil que hubiera llegado habría hecho
lo mismo! Un jugador que pierde no es un jugador, es un zoquete. De suerte
que, para ser hombre de Estado, es suficiente hacer una estupidez más grande que la de los demás, en un teatro más grande que el de los otros. Elimina de
una política el éxito, ¿qué queda?
Flaubert me contó una noche que su abuelo paterno, un buen médico viejo,
había llorado en un mesón al leer en un diario la ejecución de Luis XVI. Arrestado y a punto de ser enviado al Tribunal Revolucionario de París, fue salvado
por su padre, entonces de siete años, a quien su abuela le hizo aprender un
discurso patético que él recitó con gran éxito en la Sociedad Popular de Nogent-sur-Seine.
28 de enero
Cenamos esta noche en casa de la princesa Mathilde. Está Nieuwerkerke,
un erudito de nombre Pasteur, Sainte-Beuve y Chesneau, el crítico de arte
de L’opinion Nationale.
Una fisionomía muy inasible la de la princesa. Pasa por toda suerte de
expresiones; los ojos indefinibles, con miradas que de pronto se clavan en ti
y te perforan. De un espíritu como el de su mirada, de repente una agudeza,
un punto de vista saliendo de una labia libre y personal, como por ejemplo,
sobre un hombre, dice: “Tiene en los ojos el vaho de un espectáculo.”
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DIARIO
Tajante en sus opiniones, detesta enormemente a Proud’hon y Paul
et Virginie: “¡Demasiado tontos, ese par de bobalicones!”, dice de los dos
amantes de Bernardin contra Sainte-Beuve, quien los defiende incluso con
un punto de vista apasionado. Y al otro extremo, no puede sufrir cuentos
como Cándido, como el Huron que enloquecen a Mme Defly y quien no puede
leérselos a la princesa sin reír de principio a fin, lo cual enfurece a la princesa que no comprende nada.
Regresando a la sociedad moderna que Sainte-Beuve defiende y que
nosotros atacamos: a los salones literarios que faltan y que Sainte-Beuve
dice que existen en algún lado, sin decir dónde, por ejemplo. Y la princesa:
con su buena voluntad de divertir, de encontrar conversadores, personas a
quienes ver y que no sean “pelmazos”: ¡a buscar a los conversadores de París! Paul de Musset, quien llega a las 9 horas deja caer tontamente el nombre
de Du Camp: jamás hay que hablarles a las damas del pasado.
–¡Ah, aquél! ¡Yo lo he tratado! –dice la princesa, con un tono que corta
el recuerdo en dos.
–Él está sufriendo –retoma De Musset.
–¡No será una gran pérdida! –Una frase lanzada para dejar ver en ella
una frialdad, una implacabilidad neta y absoluta, terrible.
Citamos a Flourens. Ella lo conoció en Compiègne y con algunos trazos
dibuja una silueta, la más ridícula del mundo, la sombra chinesca de un cortesano en la infancia. Figúrense que me dijo con aplomo, al darme el brazo
para pasear, que era el día más bello de su vida. Le respondí que yo estaba
disgustada ¡de que él hubiera llegado tan tarde! Y rió.
Después le pregunta a Sainte-Beuve sobre la posibilidad de que su
protegido Doucet llegue a la Academia. A lo que Sainte-Beuve responde que
él y sus dos o tres co-votantes no son nada en la Academia, que será Dufaure
quien pasará porque representa, como dice el partido Guizot, “el puro talento de la palabra”, es decir, que es incapaz de escribir algo; que ellos no son
más que tres o cuatro, incluso una vez… “Sí, lo sé, ustedes son los infelices
de la Academia; yo los llamo ¡los pobres vergonzosos!”
Le pregunto si sigue en pie lo del traje de Salammbô para la emperatriz.
Ella me responde con un tono muy frío para Flaubert: “¡Es imposible!”
Me acuerdo de una bonita frase de profunda experiencia que dijo sobre la
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EDMOND Y JULES DE GONCOURT
sociedad cuando afirmamos que
ahora era un centro, un salón de
negocios: “Sí, no hay sociedad
sin desinterés.”
No, no hay, pues nosotros cenamos
con la princesa Mathilde, porque
esta mujer espiritual, pero en el
fondo tonta y falta de inteligencia
como una mujer, fría como un Napoleón, tuvo yo no sé por qué la
idea de vernos y la curiosidad de
invitarnos: no fue para eso pero después de algún tiempo se desliza
en nuestros pensamientos secretos. Los gobiernos tienen razón en
ser escépticos, que la oposición,
después de todo, no tiene más honorabilidad que el servilismo gubernamental, que la humanidad
está a la venta y que la honestidad
política es aquella que no ha tenido la oportunidad de caer o de prostituirse.
El hombre inteligente debe considerar al pueblo como una inmensa mayoría de imbéciles. Todo su talento debe dedicarse a meterlos al aro. Nada más,
ni progreso ni principios; sino frases, palabras, chistes: es lo que poco a poco
discernimos en el tiempo presente que un día será historia, completamente,
como el tiempo pasado.
Las revoluciones, ¡una simple mudanza! Son las corrupciones, las pasiones,
las ambiciones, las bajezas de una nación y de un siglo que sencillamente
cambian de departamento con destrozos y gastos. De moral política, nada; el
éxito como toda moral. He ahí los hechos, los hombres, la vida, la sociedad.
Busco una opinión desinteresada, no la encuentro. Uno se arriesga, se
sacrifica por posibles puestos; se compromete uno por cálculo. Mi amigo Louis
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DIARIO
Passy está ligado a los de Orléans, porque ellos son su futuro. Igualmente
todos los hombres que veo. Un senador tiene las ideas de su salario; un orleanista las convicciones de su ambición. Apenas habrá tres locos, tres puros
en un partido.
Eso provoca a la larga una desilusión enorme, un hastío de toda creencia, una paciencia a todo poder, una tolerancia a los canallas amables –que
veo en toda la generación de mi edad, en todos mis compañeros de arte,
tanto en Flaubert como en mí. Uno ve que no hay nada por qué morir y que
a pesar de todo hay que vivir, permaneces honesto, porque está en tu sangre,
pero sin creer en nada sino en el arte, no respetar y no profesar más que la
literatura. Todo lo demás es embuste atrapa bobos.
Recibo esta mañana la carta de un boticario, adjunto al ayuntamiento de no
sé qué pequeño pueblo del Midi, que me pide mis libros para una biblioteca
comunal. Solicita instrucción para sus conciudadanos.
Encuentro insolentes a este hombre y esta petición. ¿Con qué derecho
quiere hacerles un bien a sus conciudadanos? Pretende proclamarse servicial,
abnegado, bueno, mejor que yo que vendo mis libros. Estos individuos pululan, camina uno sobre ellos en estos tiempos, sobre esta gente que se desvela
no tanto por el prójimo sino por la educación de las masas. Todo por el pueblo,
es la divisa de Guizot y de la Gazette de France, de los doctrinarios, los economistas, los liberales, los imperialistas. Hay una fiebre por ocuparse de los
pobres, por hablar de ellos y caminar sobre sus miserias para triunfar.
Un hombre que se interesa en los demás, a los que no conoce –de cualquier forma, sea queriendo reintegrarlos a las listas electorales, sea firmando
por ellos– designándose, es un pillo, un tartufo de fraternidad. Dilucidemos
lo dicho: el hombre mejor que yo es un canalla. Es proclamarse mejor profesar una opinión de progreso, ser liberal o republicano.
Sí, ahondando en nosotros, nosotros somos el Hombre: ir más allá de
nosotros es afectación, interés. Nosotros tenemos una dedicación absoluta:
nosotros dos, algunos afectos, uno o dos amigos. Nada nos ha amargado. No hemos atesorado la hiel de la miseria. Nos hemos sentido enfermos al ver un hospital. La muerte de nuestra vieja sirvienta nos dejó tristes. Un pobre obrero
viejo, pálido por la enfermedad, que vino a poner las cortinas a nuestra casa,
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nos ha teñido de negro el corazón. Y sin embargo, no nos conmovemos más
que de la miseria que nosotros vemos. No escribimos sobre el mejoramiento
de las clases pobres. No recomenzamos por la antigua broma de Séneca escribiendo sobre la pobreza en una mesa de limonero de no sé cuántos miles
de sestercios. El hombre que se interesa en la pobreza y en los pobres, y que
tiene cien mil libras de renta, mucho de superfluo, como Pichat, es un farsante. En lo que tiene de apóstol un hombre, veo un saltimbanqui; en lo que
tiene de santo veo a un Bilboquet; en lo que tiene de Dios, veo a un Robert
Macaire; en lo que tiene de mártir, veo a un Vidocq.
¿El progreso? Los obreros algodoneros de Rouen comen en este momento hojas
de colza, las madres van a inscribir a sus hijas en los registros de prostitución.
31 de enero
En casa de Magny. Sainte-Beuve está feliz de haber pasado ayer unas horas
de diversión familiar. Véron lo invitó, a él, a sus sirvientas y a su gobernanta
a cenar, y los llevó a su palco en la Ópera: pequeños pasajes de viejas novelas de Paul de Kock.
La conversación versa sobre Planche. Presentado a Hugo por Sainte-Beuve a propósito de una traducción de la Ronde du sabbat, solicitada por
un grabador inglés, lo encuentra instalado: no se va nunca. Ahora Planche
no escribe, ¡sólo habla! “¿Cuándo se acuesta tu amigo?”, acaba por preguntar Hugo. Rubio, de muy buena figura, nada de nuca, nada de órgano de pasión. Ni el mínimo talento, para Sainte-Beuve, asombrado por los secuaces
que tiene, sobre todo mujeres. Impotente con Mme Dorval, se tira sobre el
parquet, quejándose tan desesperadamente que el portero lo escucha. Tramposo innoble, vivió a expensas de un cuñado de Flaubert durante cinco o seis
años. –Y ése es el hombre al cual hemos hecho un personaje honorable, ¡el
puro del aguardiente, el santo de la copita!
Después, sobre Michelet, Sainte-Beuve despotrica: “¿Su talento?” Engrandeció a algunos fulanos, lo contrario absoluto al buen sentido, formado
por la charlatanería de Quinet; una originalidad laboriosa… Yo lo vi a los
40 años, laborioso: ¡nada en absoluto, nada de imaginación, nada de estilo!
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DIARIO
Hacía compendios para los colegios…” Y sobre la admiración de Flaubert,
lo vemos montar en cólera, golpear la mesa con el puño, a pesar de la inflamación de las articulaciones que sufre hoy, maldiciendo, dice que todo ese
histerismo de sus libros se debe a que no ha conocido más que una mujer:
“¡Es el deseo del sacerdote!... que no encontró para Luis XIV más que Antes
de la fístula y Después de la fístula…”
Después pasamos a la historia: “¡Lo que María Antonieta debió sufrir con
Luis XIV!” Tratos brutales: un día lanzó un adoquín a un campesino que
dormía; otro día se pedorreó frente a un caballero que aspiraba a ser primer
caballero de la cámara y que dice: “¡Fui nombrado!” A M. de Cubières le
da una cachetada, y como durante el día llevamos caballos de Constantinopla, le da uno en recompensa: “Fue conmovedor”, dice en la tarde M. de
Cubières.
–Mira, Veyne, ¿qué es esto? ¿Un absceso? –y le muestra su puño.
–No, es una inflamación de las articulaciones, ni siquiera gota.
–Yo no quiero hacer nada; es solamente para saber.
–¡Máquina despreciable el cuerpo humano! –decimos. Él la defiende,
la encuentra muy bien hecha.
–¿Tuvo, sin embargo, mala salud en su juventud?
–¡Oh!, en mi juventud… Para comenzar tuve una vida que no era la vida
de todo mundo. Yo me alimentaba mal… no lo suficiente… Había un elemento novelesco… tenía remordimientos por haber engañado a mi amante…
Saben, yo me alimentaba mal: el remordimiento no es más que una debilidad
física… Más tarde cambié eso: a una filosofía agradable y alegre…
Michelet trae la Histoire de César del emperador. A Sainte-Beuve se le
escapa: “¡Es el mayor de los patanes! Se la hizo escribir… Hubiera esperado
que no habláramos de eso.”
Rousseau le simpatiza mucho: esa alma de lacayo le habla a la suya. Lo
defiende de todo con esta defensa: “Estaba enfermo…” Uno adivina perfectamente entre ellos una similitud de naturaleza. Algo de obrero de las letras en
él. Compara a Rousseau con Raspail –quien rindió el más grande homenaje
que él podía rendir al cenar con el padre de Flaubert sin creerse envenenado.
Flaubert y Saint-Victor sostienen la tesis de que no hay nada qué hacer
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con lo moderno. Es detener el sol. Nosotros, con Sainte-Beuve, lo negamos.
La plástica se ha transpuesto, eso es todo.
No hay descripciones en Saint-Simon: los ojos no habían nacido en historia.
2 de febrero
Gisette me lleva, para reenviárselas a Saint-Victor, todas las cartas que él
le envió. Me fuerza a escuchar dos o tres. Son encantadoras, escritas como
su folletín: una pasión con un contorno literario, delicioso. Al irse Gisette,
precintamos las cartas sin leer ninguna, a pesar de toda nuestra curiosidad
de una prosa tal, autógrafa e íntima.
Hay dos clases de libros de historia. Aquellos que son populares y vacíos y
que no leemos. Los otros, plenos, desconocidos, que leen algunas personas.
Un aspecto importante de este gobierno, el único que puede ser simpático,
es que es un gobierno de vividores. Ha sido hecho de noche por gente que
tiene el hábito de cenar en la madrugada. Es su única humanidad, la humanidad, el gusto por el placer de sus ministros y sus prefectos. Por lo menos
tiene vicios.
Adorar a Luis XIV o mimar los derechos del pueblo, para mí es lo mismo: es
la misma alma de cortesano. Hay tantas convenciones en nuestra sociedad como
en la otra. Solamente que bajo un imperio, en lugar de convenciones de corte, de jerarquías, de etiquetas, como bajo una monarquía, hay convenciones
de patriotismo, de igualdad, de hipocresía liberal.
9 de febrero
Ayer estuvimos en el salón de la princesa Mathilde. Hoy estamos en un baile
de pueblo en el Élysée des Arts, en el bulevard Bourdon. Me gustan estos
contrastes. Subir por la sociedad como por los escalones de una casa.
Es grande, mal iluminado, de una agitación sorda, de un movimiento
taciturno. Los rostros grises, pálidos por las desveladas o la miseria; caras de
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DIARIO
pobre o de hospital. Hay mujeres jóvenes, vestidas de lana parda, de colores
sombríos; nada de lencería blanca, nada de bonetes blancos, sólo bonetes oscuros; en ocasiones solamente un destello rojo del lazo de bonete o de cuello.
Un aspecto general de vendedores, de mujeres del Temple expuestas al viento,
piel de gato alrededor del cuello. En las caras, una pobreza más tierna todavía, la pobreza de la sangre.
Todos los hombres con gorras, con paletós, coloradas blusas de trabajador; los más elegantes tienen una bufanda sin anudar, cuyas puntas caen hacia atrás con un descuido canalla. Me parece que el tipo dominante de este
mundo es el judío alsaciano. Los danzantes invitan a las danzantes sujetando
por atrás las cintas de sus bonetes. Un conjunto horroroso: el vicio sin lujo.
Una contradanza se forma junto a la orquesta, que de inmediato rodeamos, enfrente la única mujer bonita del baile, una judía, una Herodías del
tipo de aquellas que venden al anochecer papel para carta en las calles. Un
hombre se pone a bailar un cancán prodigioso. Nos presenta, en una gimnasia furiosa, impresiones, caricaturas, moviéndose indecentemente, siluetas
espantosas, bromas de alcantarilleros a la Daumier, un fondo de características innobles del pueblo del siglo XIX: “Es Dodoche”, me dice con orgullo
un pequeño gentilhombre frente a él… La mujer, la judía, levanta su pierna
muy derecha; la vemos portar arma un instante, una punta de botín, una pantorrilla rosa. En la última figura, Dodoche, halagado por la mirada de los tres
únicos hombres con sombrero de baile, la toma en sus brazos por la mitad del
cuerpo y la arroja a la orquesta.
Miércoles 11 de febrero
Cena en casa de la princesa, con Sainte-Beuve, Flaubert, Nieuwerkerke,
Reiset, del Louvre, M. y Mme Pichon, que sabe persa y te mira con unos ojos
histéricos de cuarenta años.
La princesa, nerviosa, demoledora:
–Cuando leí a Vaulabelle, estuve furiosa todo el día.
–Lo ha leído hoy, princesa –dice Nieuwerkerke.
Sí, hay algo de italiana en esta mujer, y mucho –de la desavenencia
italiana de Bonaparte.
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En la noche, arrebato contra Monnier (Henri) y furiosas teorías sobre lo
bello en el arte.
Sainte-Beuve, cuando se nos escapa alguna frase mordaz o maliciosa,
nos mira un poco como si fuéramos serpientes; nos da la mano, meloso, pero
con una suerte de reserva.
El regreso con Flaubert, alargamos la medianoche, una media hora, antes
de subir al coche de plaza. Charla sobre su novela moderna, en la que él quiere
que entre todo, el movimiento de 1830 –a propósito del amor de una parisina– y
la fisionomía de 1840, y 1848, y el Imperio: “Quiero meter el océano en una
garrafa.” Procedimiento singular para escribir una novela, atrapado por la
arqueología, ¡lee a Véron y a Louis Blanc!
De lo alto del mundo a lo bajo del mundo, el pueblo de la alta sociedad,
jamás un hombre o una mujer nos ha agradecido haberle proporcionado una
noche de alegría, tres o cuatro horas de júbilo interior: hombre y mujer agradecen más una moneda de cien sous.
El comité del Théâtre Français: o recibir los grabados como pinturas.
Al leer los prefacios de Molière, noto la familiaridad, la casi camaradería del
autor con el rey. La adulación misma escapa a la bajeza por una suerte de
forma mitológica del cumplido. La dignidad del escritor ha decrecido después, al menos en el tono. Ahora, del poder al autor hay la distancia del amo
al sirviente.
14 de febrero
No hay cenas más agradables que nuestras cenas del sábado. La conversación se mete con todos. Nadie se libra. Nieuwerkerke, que hoy va y viene, se
presenta como un tipo del régimen, bello, con una belleza de Hércules y de
perro bueno, provoca placer mirarlo, encantador en la superficie, inconmensurablemente vacío en el fondo, un hombre, excepto su espíritu, del siglo
XVIII, el más amable de los egoístas, epicúreo, feliz de haber sido muy amado,
de tener una buena posición, de ser muy solicitado por los artistas, de ser
chambelán, de ir a las cacerías de Rambouillet; por lo demás, se ocupa úni-
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DIARIO
camente de la mujer, no ve en el arte más que el aspecto galante; en el fondo
sólo está interesado en las pequeñas obscenidades graciosas, y cuyo ideal, si
osara reconocerlo, serían las postales de Rigolboche.
Hay un nuevo invitado, llevado por el doctor Veyne. Es Nogent-Saint-Laurent, el abogado. Debuta diciendo tres frases, tres tonterías, tonterías que no
se le escaparían a un hombre, que surgen del fondo y lo retratan. Un rostro
ancho y aplastado. Uno presiente al imbécil, al intrigante, al hombre inferior
venido de abajo.
Sainte-Beuve acaba de componer tres medallones de Royer-Collard,
Pasquier, etc. Respeta mucho las frases consagradas, y la última frase inédita de Royer-Collard, escuchada por Veyne mientras lo velaba en su enfermedad. Como su doméstico estaba obligado a hacerlo orinar: “El animal no
quiere”, dice él, mascullando. Sobre ese asunto, todos, Flaubert, Saint-Victor y nosotros, nos recreamos con todas las frases que se dicen de aquellos
que pasan por la conversación y que no tomamos en cuenta; sobre la injusticia de la reputación de toda esa gente que se beneficia de su posición
política, de sus partidos, de sus principios. Citamos las magníficas palabras
de Grassot a su rabo, que se esconde: “Pero, ¿eres estúpido? ¡Ven aquí, que
es para mear!...” Y nosotros logramos cubrir las frases de ese gran presumido
con las palabras de ese gran farsante.
En el fondo, esta independencia absoluta de nosotros –es decir, frente a la
posteridad– de todo lo que es oficial, consagrado, académicamente reconocido,
debe trastocar muchos hábitos del espíritu, tanto religiosos como de pequeñas
supersticiones de respeto, de Sainte-Beuve. Debemos parecerle hombres de otra
raza, de otro siglo, de otras costumbres. A pesar de su auténtico amor a las letras,
él siempre se ha sometido, en ocasiones vilmente, a la consideración de situación, de posición, de nombre político del escritor, del historiador, del orador, del
conversador mismo. Él no tiene la independencia atrevida de nosotros, que permite juzgar al hombre por su propio valor, un Pasquier en su inanidad, un Thiers
en su insuficiencia, un Guizot en su profunda vaciedad.
Nogent-Saint-Laurent es de la Comisión de la Propiedad Literaria. Lo
es a perpetuidad. Beuve se declara con presteza en contra: “Ustedes están
pagados por la vanidad, por la resonancia. Pero tendrían que decir: ‘¡Tómenla, tómenla! ¡Serán muy felices si la toman!’ ” Flaubert exclama, yéndose al
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EDMOND Y JULES DE GONCOURT
extremo contrario: “¡Yo, si hubiera inventado el ferrocarril, habría querido
que nadie subiera a él sin mi permiso!” Sainte-Beuve, sacado de sus casillas,
declara: “¡Es como las otras!.. No es necesaria la propiedad. La propiedad literaria, ¡tampoco las otras! Es necesario que todo se renueve, que cada quien
haga lo que le corresponde. ¡Basta de propiedad!... ¿Es que algo pertenece a
alguien? ¡Nosotros somos átomos!... La humanidad va de tonterías en tonterías cada vez menos burdas.”
En esas pocas palabras, surgidas de lo más secreto y de lo más sincero
de su alma, veo al revolucionario solterón empedernido. Sainte-Beuve se me
presenta, en ese momento, con la pasta, y casi con la cabeza, de un Convencionalista nivelador. Veo el fondo del espíritu destructor que, rozándose con
el mundo, el dinero, el poder, ha concebido un odio sordo, incubado en la
hiel, una envidia recosida que se extiende a todo, a la juventud, a la conquista de mujeres, a la belleza de su vecino de mesa, Nieuwerkerke, que se ha
acostado con verdaderas mujeres de mundo sin pagar.
Hablamos de la mujer, el amor, el culo. “Para mí, dice Sainte-Beuve,
mi ideal, son los ojos, los cabellos, los dientes, las espaldas y los culos. La
mugre me da igual, me gusta la mugre.” Una gran discusión se entabla: si la
mujer no llega a disfrutar sino hasta una cierta edad. Sainte-Beuve emite la teoría, falsa, de que cualquier hombre puede hacer disfrutar a la mujer y de que
el hombre no debe entregarse más que así mismo. Luego hablamos de la mujer
en la noche, del bonete que las mujeres honestas se ponen: “Yo no me he
acostado, entonces, con una mujer de mundo. Las mías jamás se han puesto
un bonete en la noche. No he visto más que redecillas. Además, a causa
de mi trabajo, jamás en la vida he dormido toda la noche con una mujer.”
Expresa una enorme indignación contra la depilación de las mujeres en el
Oriente: “¡Eso debe parecerse a la papada de un cura!”, exclama Saint-Victor, apoyándolo. Y el incidente finaliza con una violenta declaración de odio
de Sainte-Beuve a ¡ese Oriente que mutila todo!..
La conversación prosigue y vuelve a la literatura. Surge el nombre de
Hugo. Sainte-Beuve salta como si lo hubieran mordido, fuera de sí: “¡Un
charlatán, un farsante! ¡Él fue el primer especulador de la literatura!” Y
como Flaubert dice que es el hombre en cuya piel más le hubiera gustado estar: “No en literatura, responde con razón, uno no quisiera, no podría ser él;
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DIARIO
uno quisiera apropiarse de ciertas cualidades, pero seguir siendo uno mismo.”
Por lo demás, no le niega a Hugo un gran don de iniciación: “Él me
enseñó a hacer versos… Un día en el Louvre, delante de las pinturas, me enseñó sobre los cuadros todo lo que he olvidado después… ¡Un temperamento
prodigioso el de ese Hugo! Su peluquero me dijo que el pelo de su barba
era el triple del de cualquier otro, que el bulbo tenía tres pelos, que rompía
todas las navajas de afeitar. Tenía dientes de lince. Quebraba los huesos de
durazno… y junto a eso, ¡sus ojos! Cuando él estaba escribiendo sus Feuilles
d’automne, nos subíamos casi todas las tardes a las torres de Notre-Dame
para ver las puestas de sol, lo cual no me divertía mucho –él veía desde lo
alto, desde el balcón del Arsenal, el color de la bata de Mlle Nodier.”
Ese temperamento puede ser la fuerza para el hombre de genio. Pero
todos olvidan, a nuestro lado, que junto a este vigor había un defecto, la tosquedad. La tosquedad de la salud de los hombres de genio pasa a su genio.
Para las delicadezas, las melancolías, las exquisiteces de la obra, las fantasías raras y deliciosas sobre la cuerda vibrante del alma y del corazón, hace
falta un rincón enfermo en el hombre. Hace falta ser como Heinrich Heine,
el cristo de su obra, un poco un crucifijo físico.
15 de febrero
Sainte-Victor, atormentado por Lia para ir al baile de los artistas a la Porte-Saint-Martin, dice en voz baja: “La paz del loto, eso es todo lo que pido.”
–“¡Eh!, dice Lia, ¿qué dijiste?”
¿Para qué una amante si tiene uno un libro?
17 de febrero
Vamos con Flaubert al pequeño baile de máscaras “íntimo,” ofrecido por
Marc-Fournier, el director de la Porte-Saint-Martin, en la Porte-Saint-Martin. Llegamos antes de que sean encendidas las velas en el apartamento de
Fournier. Un salón, un comedor, un pequeño salón de carácter de un gusto puta
renacentista, de un Enrique II de café, con mamarrachadas sin título, de
alguna escuela, en los muros: departamento decorativo, el deslumbramiento
de cartón piedra de un Robert Macaire del drama.
A un lado ponen las mesas, arreglan el buffet. Los reposteros, como de
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EDMOND Y JULES DE GONCOURT
pantomima, llevan cestas y paneros con botellas. Abrimos una puerta, nos
damos cara a cara con el público que se pasea en un entreacto de Bossu. Arriban los comediantes, serios, graves, almidonados, en concienzudos atavíos de
personajes, tristes como un niño disfrazado y molesto dentro de su vestido.
Luego Fournier, vestido todo de negro, de Carlos IX mezclado con Francisco I, una pluma en su birrete, sonriente, prometiendo librarse a los placeres, la apariencia de un hombre que camina dormido. Detrás de él una
chaparra, su amante, una bailarina de su teatro, la pequeña Mariquita, como
paje, ella también vestida toda de negro.
Llegamos, y pronto el salón está lleno. Se parece a esos cuadros de la
Humanidad que venden en los muelles, en los que se ve al mundo en todos sus
atuendos. Una dama llega, vestida de violetera, y les da a las damas ramilletes
de violetas. Siempre extraña y galante esa máscara: ¡La desconocida! Me parece que es la máscara de Venecia.
Al fin la sala se abre. Pasamos por el corredor de palcos cerrados, tapizados
de rojo. Subimos por la escalera a los bastidores del teatro; saltamos a la tarima.
El telón se levanta, la escena está rodeada por tres escenarios paradisiacos. La
orquesta, sobre el escenario del fondo, completamente disfrazada, dirigida por
su director vestido de viejo gendarme, toca Le pied qui remue. Y la bailamos.
Hay turcos de Carle Vernet, bayaderes de Chopin, zuavos, circasianos,
bretones, mosqueteros, mujeres vestidas de cualquier cosa y desnudas de
cualquier otra; pantorrillas, pechos, seda, terciopelo, lazos, un arco iris sacudido por la música. Casi todos ahí tienen un nombre, casi todas esas piernas
han abrasado la tarima. Una verdadera danza de familia ahí dentro, como
obreros que bailan. Uno se divierte por divertirse. La decencia de la gimnástica del cancán. Nada de obscenidades, como en el baile de la Ópera, nada o poco
despelote: nos conocemos aproximadamente, sabemos dónde encontrarnos y
reencontrarnos. Uno no viene a hacer negocios. Uno muestra su traje y lo suda.
Guiraud, el pintor, que está ahí, nos dice que de todos los bailes oficiales de
disfraces que ha visto este año, éste es el que ha visto menos descotado en
palabras y en espaldas.
Pasan extraños grotescos, bomberos de suburbio en mallones color carne, con horribles tumores simulados en las canillas. Todos se dan a conocer
por su traje. Melingue, de monje negro, y Gil-Perez de colegial estudioso. Un
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DIARIO
horrible soldado de infantería de nariz virulenta aparece: es Fournier en
su segunda transformación. Pasando de Francisco I a chicard, a medio camino entre Fontainebleu y la
Courtille. Scholl pasa con su nueva
amante, la Ferraris, del Varietés, una
muchacha encantadora, de una belleza animal, en su traje de campesina me da la impresión de la Cruche
cassée de Greuze, fotografiada sobre
un cuaderno de papel de cigarrillos.
El viejo Méry viene a hacer el
payaso y a recitar no sé qué cosa estúpida sobre el relato de Terámenes.
Después se levanta un teatro de marionetas y todas las mujeres se sientan en
el balcón alrededor del estrado donde se representa la parodia de Bossu.
Desde un costado, y mirando hacia abajo, el espectáculo es encantador.
Es un conjunto blanco y rosa. Hay sombreros blancos, ojos que brillan como
diamantes, Saint-Esprit de campesina en los pechos, gasas ahuecadas de las
faldas de donde salen las piernas, los tobillos, los botines verdes o rosas, los
suaves cabellos empolvados como de marabús. Las mujeres que no tienen
lugar se sientan en las rodillas de otra. Un pedazo de rostro en la esquina de
un tricornio. Los adornos de oro de una hombrera de bailarina española brillan entre los lazos sueltos en la espalda de una folie. Es un potpurrí extravagante de modas bajo el fuego claro y destellante de los candiles, un ramillete
de mujeres bonitas –jamás vi una reunión así, y casi ninguna fea– atado por
el carnaval con el arco iris.
El baile recomienza. Fournier reaparece sobre las gradas del estrado,
invitando a disfrutar, las mangas levantadas en el aire, blandiéndolas como
una espada bajo su traje de Pierrot; porque, esta vez, es Pierrot, mitad negro
y mitad blanco. Desciende, tropieza, gira a la derecha, a la izquierda, rueda,
cae en los brazos de Flaubert. Las damas se apartan. Está ebrio –ebrio de
su vino y de su fiesta, de Bossu, cuyos números lo salvan, de este sueño, del
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EDMOND Y JULES DE GONCOURT
ruido, de todo este marco deslumbrante de alegría–. Él está fantástico, así,
ideal, shakesperiano, mezcla de Hoffmann y Balzac, Mercadet y Sardanápalo, un Pierrot de Les Funambules en la apoteosis de una caída, me imaginaba a Balthazar escribir detrás de la caída: ¡Clichy!
Voluptuosidad del lugar, de las mujeres, de los lienzos, de los bastidores,
de todas estas esbeltas y delicadas mujeres, que invitan a todos los caprichos
que han provocado y, en los ojos, el reflejo y la flama de todas las miradas que
han alterado, complacientes y amables, sonrientes, al ataviarse de alegría con
sus trajes, apasionadas y apetitosas –los más lindos animales del mundo.
Regresé por la mañana. Eran las ocho. Se bailaba todavía. Los comerciantes comenzaban a aparecer en papillotes en las puertas de sus negocios.
Las tiendas sin abrir todavía. Los escaparates aún cubiertos de sarga verde.
En las puertas de los restaurantes, las conchas de las ostras se echan a las
carretas. Bajo el Maison d’Or, un trapero recoge los limones tirados. Entierran la noche. En el aire flota todavía, vagamente, el sonido apagado de las
trompas del mardi gras. Se levanta, en el frío, un día magnífico de invierno;
y al final de las calles todavía azules de vapor, en ese cielo pálido y ya brillante, en esos lienzos rosados de las paredes, en esas ventanas donde la rosa
estalla, en esta luz que se levanta y este cielo limpio como el fondo de una
acuarela, de rosa, de azul, de blanco, me parece ver cómo se funde mi visión
de la noche, esos vestidos, esas medias, esa carne, esas mujeres, ¡la decoración del carnaval!
Un hombre, vestido de blanco, se me aproxima y me pregunta si soy
hombre de letras; luego me pregunta mi nombre y me dice que es para una
dama. Le pregunto a Lia Felix quién es: me dice que es un figurante.
Charlo en el asiento del simón con el cochero. Es un saboyano. Al
llegar a París atendía a los albañiles de las diez de la mañana a seis de la
tarde: cincuenta sous; cenaba, se acostaba a las siete, se levantaba a media
noche, lavaba los coches hasta las seis: cincuenta sous. Eso le daba cien
sous. –Curso para convertirse en cochero; un camarada le aconseja darle 15
francos a M. Tardieu para tener pronto sus papeles: “Monsieur, una solicitud
de la rue de L’Est”, con un peluquero, es ahí donde M. Tardieu atendía; ahora
curso de tres meses. Se tumba en el bordo de la cochera, cerca de la barrera
de Courcelles. “Dar la vuelta a la compañía.”
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DIARIO
Historia de Mélingue contada en Londres, un día de invierno –Mélingue,
acostado sobre una alfombra, frente a la chimenea, le contaba a Gavarni de
su juventud, hablaba religiosamente de su viejo padre, un aduanero marino,
permaneció impasible ante sus triunfos durante la semana que pasó con él
en París y en el último momento, por la portezuela de la diligencia, le envía
besos.
En su choza de aduanero, Mélingue encontró a su muerte un montón de
borradores de letras: había aprendido las letras para escribirle.
Sábado 21 de febrero
Me topo con Scholl, quien me dice que ha sido arruinado por la Ferraris, que
va a huir a Bordeaux para romper, que eso no puede durar. Viene de ir a pedir
un donativo de dos mil francos al ministerio de Instrucción Pública. Está en el
ajo, como los grandes pordioseros y como los pobres que no son vergonzosos.
Pensé que los socorros de Letras iban a desafortunados singulares.
Cené en casa de Charles Edmond con Got, un actor que parece lisa y llanamente un hombre cualquiera, y Neffizer, un grueso germano bonachón, de
tez fresca, rosa, mirada de niño, risa de alemán –una gruesa naturaleza fina.
Flaubert en sus charlas con las mujeres resulta algo obsceno, lo que disgusta a las damas, y también un poco a los hombres.
22 de febrero
En casa de Flaubert, la Lagier, una charla vulgar, de estética escatológica.
Hablamos de las actrices descompuestas del vientre, mierdosas, cagonas,
diarreicas, las mujeres que pierden el esfínter, según sus palabras: George,
Rachel y Plessy, las tres glorias de esta serie.
Después vamos a las marranadas de Frédérick, en las que hay marranadas mezcladas con maldades de locura –llenándose la boca con vino y escupiéndolo cuando ya no lo puede retener; siempre con una botella de bordeaux
en su bolsa; el actor de los eructos y los pedos, escupiendo sobre todo, sobre
su ropa de satín blanco… Tenía un doméstico, un alcohólico llamado Victor,
siempre ebrio como su amo, el cual un día le dijo a Lagier, quien esperaba
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EDMOND Y JULES DE GONCOURT
a Frédérick, esta bella frase de borracho: “Que este péndulo me sirva de
veneno si monsieur no regresa.”
Esta mujer tiene un barniz de todo lo que hay en París de sucio, de dudoso, de sospechoso, de siniestro. Ella resplandece hundida en un fondo de
abyección. Así, está en relación con un pederasta de nombre André, quien
obtiene por sexo 1,800 francos durante la temporada de baile de la Ópera.
Nos cuenta lo que hace para hacerse pescar, esos hombres se hacen pechos:
con bofes, los hierven y los moldean en forma de tetas. La otra tarde, André
estaba furioso: un puto gato, así se expresa en su dialecto franco-germánico,
se comió una teta que había puesto a enfriar en el canalón de su buhardilla.
Cenamos en el gran gabinete 18, en el Maison d’Or. Los muros están
adornados con odiosas imitaciones de Watteau, con reflejos de nácar como
papel secante escocés. Resulta horrible verlas.
La conversación va, dirigida por Sari y Lagier, al carácter de los cómicos
ramplones, a las gracias de los Christian, de los Alexandre Michel, de los Bache:
la flor de la podredumbre, más baja y más degradante que el argot, esta lengua
hecha de idiotismos convenidos, de frases que no tienen ningún sentido, de palabras descarriadas, locuciones sexuales, la distancia que hay del presidio al
foyer del comicastro. El argot, por lo menos, huele a ajo; se nota el capuchón.
El público, por lo demás, ha fomentado a estos farsantes. Tolera, parece, en la
Bouffes que los actores corten de repente la pieza para hablar de sus asuntos y
reprochen a una actriz en escena que se haga fotografiar en la matiné.
Me convenzo, escuchando a Sari exponer sus planes de futuro director
de vodevil, que no hay nada más tonto que un director de teatro, incluso
aunque no lo parezca, como Sari. La literatura que quiere llevar al vodevil
es, sencillamente, una Rigolbochada. Obra de vulgaridades, de postales en
la escena, he ahí su ideal. Lo único que le falta a esta gente es el valor de
una opinión: ¡que tengan una “casa” es lo más simple!
Hablamos del éxito en el teatro y resumimos: “una epizootia”. Hablamos
de teatro y Lagier la define crudamente con una frase: “Es el ajenjo del burdel.”
A propósito de pederastia, sobre las costumbres rusas, ella nos cuenta
esto. En San Petersburgo se relacionó con un hombre joven de una importante familia, llamado Aliocha, el cual le dice: “Intenta saber qué tiene mi hermano. Está enfermo y no me quiere decir de qué.” Lagier apapacha y sonsa78
DIARIO
ca al joven, muy joven y encantador, quien al principio no quiere decir nada.
Por fin, presionado, reconoce que ama a un guardia de sus amigos, alto, de
seis pies, de nombre De Groot, y con su voz dulce de ruso y de querubín,
emocionado, le dice: “Moriré por él.” Era una moribunda a la que le anuncian el hombre que ama. Él le hace sugerencias a De Groot; pero en Rusia,
entre amigos, eso, por lo que dice Lagier, no tiene consecuencias. Sin que De
Groot tenga la caridad de prestarse para nada a sus deseos, Aliocha muere
poco después de postración. ¡Era, ese joven, El hombre de las camelias!
El poeta, antes de nuestros tiempos modernos, era un perezoso, un vagabundo
meditativo y adormilado. Se ha convertido en un trabajador, siempre trabajando, siempre tomando notas, como Hugo. ¡El genio tiene ahora un cuaderno de
apuntes!
Viernes 27 de febrero
Suzanne Lagier nos invita a cenar a Flaubert, Saint-Victor, Cavé, Sari, Gautier y nosotros, a su nuevo departamento de la rue Saint-Georges. Está en un
edificio de mantenidas, en el cual las puertas, en cada descansillo, están al
lado una de otra. Parece un colombarium de prostitución.
El departamento de Lagier: el mobiliario es de un gusto que podríamos llamar Renacimiento de damisela, Henri II de burdel, castillo de Blois en un bidé.
Siempre en casa de esta mujer que se torna elefante y bella desbulladora, con esa lengua tupida que suena a un Rabelais rufián, dice del cuello
de Nestor Roqueplan: “¡Tu cuello es tan suave! Es como satín de dieciocho
francos. Mi culo no es más que de catorce.”
Llega un pequeño monsieur flaco, rojizo, en un pobre traje negro bajo un
paletó gris de cochero: es Blum, uno de los autores de boui-boui de Sari. Tiene
algo de zapatero de habitaciones y empleado despedido de pompas fúnebres.
La censura acaba de rechazarle una obra y Sari nos cuenta todas sus desgracias con la censura, que quita prostituta en sus obras para poner cortesana.
Después viene la leyenda de Walewski y su famosa historia con Dennery
a propósito del Marchand de Coco suspendida. Dennery va a ver a Walewski,
le dice:
–Monsieur le ministre, tengo una pieza titulada Le marchand de coco…
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EDMOND Y JULES DE GONCOURT
–¡Coco! –dice Walewski.
–Sí, el vendedor de coco, de las costumbres populares…
–¡Coco! –y Walewski canta la palabra.
–Sí, así es. El coco sabe usted…
–¡Coco! Y Walewski mira su alfombra obstinadamente.
–El coco se hace con regaliz…
–¡Coco! ¡Coco! –dice Walewski con un tono más profundo, más sorprendente.
Dennery, presa de los nervios, gana la puerta y regresa a ver, con Doucet, a Walewski. Él repite una y otra vez: “Coco, coco, coco…”
Hay, sobre la chimenea, auténticas velas de mujer y de boudoir, velas
diáfanas, de una transparencia como de rocío, velas inglesas: están hechas
para arder delante de las desnudeces y el libertinaje.
Nos sirve la cena una pequeña criada, una verdadera filipina de ese
mundo lejano. No tiene edad. De cerca tiene el rostro plisado, como de un
viejo mono o un pequeño botones.
Se cuenta esta bella frase de cornudo, de Belleyme enterándose de que
su mujer vive con Tardieu: “¡Por fin!, ya puedo, por lo tanto, despedir a Joseph!” Era su doméstico, mantenido en la casa por su mujer.
de febrero
Es la cena en casa de Magny. Charles Edmond lleva a Turgueniev, ese ruso
de tan delicado talento, autor de Mémoires d’un seigneur russe, de Antéor, del
Hamlet russe.
Se trata de un coloso encantador, un gigante agradable, de cabellos blancos; tiene el aire de un viejo y dulce genio del bosque o de la montaña; el
aspecto de un druida o del viejo monje de Roméo et Juliette. Es bello, pero
no sé de qué clase de belleza venerable, tan bello como Nieuwerkerke. Pero
los ojos de Nieuwerkerke son azules de canapé: del azul del cielo, los ojos de
Turgueniev. A la benevolencia de la mirada se junta la caricia y el canturreo
del acento ruso, algo de la cantilena del niño y del negro.
Modesto, conmovido por la ovación que la mesa le da, nos habla de la
literatura rusa, plena de estudios realistas, después del teatro y la novela.
El público en Rusia, gran lector de revistas. A Turgueniev y a diez más, que
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DIARIO
nosotros no conocemos, les pagan, y se ruboriza al decírnoslo, 600 francos la
hoja. Pero por el libro se paga menos, apenas 4,000 francos.
Se suelta el nombre de Heinrich Heine, nosotros lo recogemos y afirmamos nuestro entusiasmo por él. Sainte-Beuve, que lo conoció bien, dice que
el hombre era un miserable, un pícaro, luego, ante la admiración general, se
calla, se bate en retirada, se refugia detrás de sus dos manos con las que se cubre
los ojos y se vela el rostro todo el tiempo que se elogia a Heine.
Baudry nos dice esta bella frase de Heinrich Heine en su lecho de muerte. Su mujer, a su lado, rogaba a Dios que lo perdonara. “No tengas miedo,
querida, me perdonará; es su oficio.”
Vamos, al salir de ahí, a la primera representación de Marengo. Uniformes,
pantorrillas, bailarinas, un cañón, un tambor. ¡Esos espectáculos son la gloria del salón! Es, para la imaginación popular, un follón de soldados. Es el
Gros 8 en la escuela militar, bajo un fuego de bengala.
En el gran palco del frente se iluminan los rostros de la Duverger y Demidoff, con su cabeza de mujik, sus cejas fruncidas, sus cachetes que cuelgan.
Pienso en sus amores, en los domésticos, ¡en el perro! Hay, en este momento,
en París, una invasión de viejos en el comercio amoroso. No sé qué costumbres salvajes y abyectas aportan los millones de los Urales, de Brasil, de
Moldavia, el priapismo o la enfermedad de la médula espinal de los monos
de América o de los cosacos de Siberia. París se convierte en una suerte de
Palais-Royal en el que la plata exige crudamente, como Blücher, una muchacha. El placer en París, en unos pocos años, ya no será francés.
1 de marzo
Éste es el último domingo de Flaubert, quien parte a Croisset para enterrarse
en el trabajo.
Un monsieur llega, delgado, un poco rígido, con un poco de barba; ni
pequeño ni grande, ni mandón, ojos azules bajo sus anteojos; un rostro descarnado, apagado, que se anima al hablar; una mirada que se vuelve atractiva cuando escucha, de palabras suaves, fluidas, que caen de una boca que
enseña los dientes: es Taine.
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EDMOND Y JULES DE GONCOURT
Como conversador, es una suerte de agradable encarnación de la crítica
moderna, muy culto, amable y un poco pedante. Un fondo de profesor –uno
no se libera de eso–, pero salvado por una gran simplicidad, en acuerdo con
el mundo, una atención concentrada y una agradable entrega a los demás.
Se burla levemente, junto con nosotros, de la Revue des Deux Mondes,
donde un suizo corrige a todo mundo y es rudo con todos sus escritores. Nos
cuenta esta simpática historia de un artículo de M. de Witt, el yerno de M.
Guizot, quien perdió la batalla por hacer aceptar la primera palabra de un
artículo: “La moda se encuentra en las memorias.” Bouloz no quería de ningún modo que un artículo de la Revue des Deux Mondes comenzara por esa
palabra, moda. Él mismo se ve obligado a discutir para no ser recortado o
modificado: se le indican los lugares donde “son necesarias las generalidades…” Cosas singulares y vergonzosas de estas horcas caudinas del estilo,
sufridas en el siglo XIX por los más grandes, los más famosos, ¡Rèmusat tanto
como Cousin! La dignidad del hombre de letras, como se dice, ha disminuido: las democracias la degradan.
Como hablamos de lo que nos había dicho Turgueniev la víspera, que
no había más que un hombre popular en Rusia, Dickens, que después de
1830, nuestra literatura ya no tenía ninguna influencia, que todos se fijaban
en las novelas inglesas o norteamericanas, Taine nos dice que para él no
hay duda de que el porvenir seguirá ese camino, que la influencia literaria
y científica de Francia seguirá disminuyendo, como ha disminuido desde el
siglo XVIII; que en Francia hay, en todas las ciencias, diez hombres notables,
una linda vanguardia del ejército, pero nada detrás, nada de tropas, lo cual
ha sido siempre la historia de París y la provincia… “Hachette se ha negado a gastar en una traducción de la Histoire romaine de Mommsen, y tuvo
razón. En Alemania se publica, en este momento, una edición maravillosa
de las obras de Sebastián Bach: de mil quinientas suscripciones, diez son
francesas.”
Nos cuenta sobre Montégut, a quien él conoce muy bien, sobre ese siervo literario de la Revue des Deux Mondes completamente chupado por ella,
las cosas más raras. Las alucinaciones de la hipocondría: por ejemplo, creía
que una mujer que vino a su casa era un hombre enviado por el gobierno para
deshonrar a un escritor liberal. Hacía probar a sus amigos el agua que bebía
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DIARIO
por temor a ser envenenado. Que creía que un escritor que escribía sabios
artículos llamados con ese bello título de una profundidad tan razonable: De
l’homme éclairé? –a quien comparamos con Saint-René Taillandier:
–Es desagradable también, pero Montégut cae de más arriba.
–Barbey d’Aurevilly decía eso ya de no sé quién más –nos dice Saint-Victor.
En la tarde, en la comida, hablamos de las donaciones al clero, de mano
en mano, que escapan a la justicia. M. Tresse, notario, le dijo a Claudin que en
1852, siendo ministro de finanzas, le había dicho que diecinueve partes de
veinte del 3% al portador caían en manos del clero. Las Pequeñas Hermanas
de los pobres, que habían comenzado con siete francos, tenían ahora 80 millones en bienes: “¡Qué cocido infernal! –dice Saint-Victor–. Sería curioso
conocer la suma que le ha costado al mundo tener un paraíso.”
de marzo
Scholl cae en nuestra casa, siempre con ese campanillazo que anuncia un
acontecimiento. Llega de Bordeaux. Él se salvó, al romper con la Ferraris,
quien le costaba un dineral: quería que le endosara diez mil francos en billetes para su tapicero.
Y, naturalmente, él se queja de ella como de todas las mujeres que ha
tenido y de todos los amigos que ha tenido. Una mujer encantadora a solas,
según nos dice, pero insoportable cuando había alguien. Durante los últimos
tiempos, ella se emborrachaba y se ponía mal: “Lo que me hacía representar
un papel sumamente ridículo, saben, ¡la del monsieur que lleva a la mujer
que vomita!”
Acaba de comprar en Bordeaux seis mil francos de vino, pagaderos el
mes de noviembre, que va a vender con descuento para vivir. Puesto que
no sabe cómo traerlos: “¿Pero cuánto has gastado este año? –No sé. Recibí
20,000 francos: 9,000 de Le Figaro, 2,500 de Bénazet, 2,000 de Briguiboule, 2,000
de L’Europe, 2,000 de Porcher y mi padre me envió 6,000.”
7
Domingo 8 de marzo
Claudin llega agotado a nuestra comida del domingo. Pasó la noche en una
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EDMOND Y JULES DE GONCOURT
cena de actrices, donde se sorprendió mucho de ver al antiguo brazo derecho
de Persigny, Imhaus, casado, padre de familia. Él presentó a Schneider Koenigswarter, un diputado, quien en recompensa prometió indicarle buenos
negocios. Así está el mundo…
Hablamos de la golpiza de Didier a Villemessant, “quien anuló el baile
del cual me había nombrado comisario, con la flor y nata de la gente corrupta de París. Yo no habría, naturalmente, puesto los pies ahí”. Establecemos
cronológicamente las bofetadas y golpes recibidos por Villemessant y llegamos a la historia del cantante Bataille. Mme Jouvin, hija de Villemessant,
se enamorisca de él, Villemessant no encuentra algo mejor que hacer que lo
critiquen en Le Figaro. Pero el cantante, al encontrar mal esta forma de Villemessant de velar por el honor de Jouvin, fue a buscar a Villemessant, le dijo
que él dejaba su talento a la crítica de Le Figaro, pero que sabía por qué lo
atacaba, que sabía que su hija lo amaba, que él jamás la había visto, y –fin
final– la paliza a Villemessant.
Sobre Boissieu: Saint-Victor lo llama Rembrandt miserable.
Nada les hace más falta a las mujeres que una llave en el ombligo, una llave
de estufa a la que uno le daría vuelta y les impediría tener hijos cuando uno
no quisiera tenerlos con ellas.
El remordimiento de un crimen debe ser espantoso para un portero. Su conciencia debe despertarlo en la noche a cada tirón del cordón de la puerta.
Habría que hacer algo terrible o grotesco con eso, una balada a la Poe.
Tal vez sólo haya una cosa realmente existente, algo que verdaderamente se
encuentra en la vida, el sufrimiento físico. Todo lo demás es imaginación,
ilusión, sensación a medias.
Evidentemente los críticos fueron creados hasta el séptimo día. Si hubieran
sido creados el primero, ¿qué hubieran podido hacer?
La igualdad es una palabra escrita en la portada del código civil, en todas
nuestras leyes, en todos los programas sociales. ¿Y qué desigualdad más terrible y más inicua que la desigualdad frente al dinero, la desigualdad frente
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DIARIO
al servicio militar? Si tienes dos mil francos, envías a alguien a que se haga
matar en tu lugar; si no lo tienes, eres carne de cañón.
El coloreado de los Gavarni lo hace un hombre llamado Henry, que colorea
cada maqueta por cuarenta sous. Cuando las trae y las somete a Gavarni,
Gavarni le dice: “Yo no podría haberlo hecho mejor.” Antes de él, Melhiac,
el padre de quien hoy hace las piezas.
El hombre es flojo en posición horizontal, al dormir, en el sueño, en sus pensamientos de la mañana, en las ideas de la cama.
Casi todas las mujeres creen que los ópalos traen mala suerte. Maria le confía esta superstición a una de sus mejores amigas, la amiga le lleva el día
siguiente un paquete cerrado para que se lo guarde. Ella desconfía y lo abre:
eran ópalos. Es una jugarreta común entre las mujeres, el pasárselos… “Es
cierto, dice Julie. Yo tenía uno en el dedo y, todo el tiempo que lo tuve, siempre perdía.”
El dinero no me produce ninguna sensación agradable excepto la de que se
me escurra entre los dedos. Pagar dinero y llevarme algo es, desde el primer
instante, la alegría más grande para mí.
Quien lee las cartas de Marie Leszczynska a la duquesa de Luynes y de
María-Antonieta a Mme de Lamballe, a Mme de Polignac, se sorprende del
tono familiarmente amigable de esas cartas, de su ternura íntima, de igual a
igual, de corazón a corazón. Una soberana de Francia, después de 1789, no
se permite ya esos desahogos, esas familiaridades. Una emperatriz no osaría
rebajarse a eso. Los advenedizos son forzados a más fingimientos que los
otros. Abandonarse, para ellos, sería comprometerse.
Posiblemente todas nuestras victorias se deban a lo que nos dice un oficial:
“Un oficial austriaco se pone un par de guantes suavizados para batirse.
Nosotros, para entrar al fuego, nos escupimos las manos y nos subimos las
mangas.” Son las dos guerras, la guerra del pasado y la guerra del presente,
la guerra del XVIII y la guerra del XIX, Lérida contra Austerlitz.
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EDMOND Y JULES DE GONCOURT
Sábado 14 de marzo
Comida en casa de Magny.
Hoy comida con Taine, con su amable y agradable mirada bajo sus anteojos, su atención afectuosa, por decirlo así, sus modales descarnados, pero
distinguidos, de palabra fácil, abundante, imaginativa, llena de nociones históricas y científicas, un algo de profesor joven, inteligente, incluso espiritual,
con mucho miedo de resultar pedante.
Hablamos de la ausencia de movimiento intelectual en la provincia, en
comparación con el de las asociaciones activas de los condados ingleses y
de los pueblos de segundo o tercer orden en Alemania; de París, que atrae
todo, absorbe todo y dice todo; del porvenir de Francia, que deberá acabar
en una congestión cerebral: “París me hace pensar en la Alejandría de los
últimos tiempos, dice Taine. Debajo de Alejandría pendía el valle del Nilo,
¡pero era un valle muerto!”
Escucho a Sainte-Beuve, a propósito de Inglaterra, confiarle a Taine su
disgusto de ser francés:
–¡Pues, cuando uno es parisino, uno no es francés, es parisino!
–¡Oh, sí! Siempre somos franceses, es decir que uno no ocupa un lugar,
no es nada, uno no cuenta para nada… Un país donde hay agentes de policía
por todos lados… Quisiera ser inglés, un inglés por lo menos es alguien…
Por otra parte, tengo un poco de esa sangre. Yo soy de Boulogne, sabe, mi
abuela era inglesa.
La charla se dirige a About, a quien Taine defiende como antiguo camarada de la École Normale:
–¡Es raro! Es un muchacho –dice Sainte-Beuve– que se ha echado encima a tres grandes capitales, Atenas, Roma y París: ¿Han visto Gaetana? Es,
por lo menos, torpe…
–No había hablado antes de eso, creo, le decimos.
–No… Él es muy conocido, para comenzar. Y además es vivaz, ¡demasiado vivaz! En apariencia, yo tengo el aire de ser valiente como él, pero en
el fondo soy miedoso.
Después se entabla una gran discusión sobre la religión, sobre Dios,
la discusión que no falta jamás entre gente inteligente, deja pasar el café y se
sube a la mesa con el gas de la digestión. Taine es muy cercano, por tempera86
DIARIO
mento, al protestantismo. Él me explica sus ventajas, para gentes inteligentes, en la elasticidad del dogma, en la interpretación que cada quien, según la
naturaleza de su espíritu, puede hacer de su fe. Y además, para él, como regla
de vida, la conciencia se pone en el lugar de honor. Sobre eso, Saint-Victor
y yo, rechazamos el protestantismo, declaramos a la mujer protestante buena
solamente para la colonización. “Bueno –acaba Taine por decir–, en el fondo
es una cuestión de sentimiento. Todas las naturalezas musicales son atraídas
al protestantismo y las naturalezas plásticas al catolicismo.”
de marzo, una de la mañana
Salimos de la comida en casa de la princesa Mathilde. Tengo todavía mi saco
en la espalda y escribo sobre el calor de la tarde. En la comida, estuvo Sainte-Beuve, Nieuwerkerke, Barbet de Jouy, el nuevo conservador del museo de
Souverains, Paul de Musset y su mujer, una especie de cuáquera salida de un
cuadro de Wilkie, una vieja mujer joven, una especie de hada vieja que uno
espera ver rejuvenecer de un momento a otro, una inglesa que tiene, en su
espíritu, el acné de su tez.
Hablamos de Renan y de Sacy, quien el otro día escandalizó a la princesa lanzándose contra la utilidad de los museos, y la charla se orientó hacia
Sacy, sobre el cual nosotros decimos casi todo lo que pensamos y tan vivamente como lo pensamos, impulsados por el pensamiento de ver al senado
tan cerca de este hombre sin talento, comparado con Sainte-Beuve, quien lo
merece por muchas motivos y por todos las obligaciones del talento. Barbet
de Jouy, una especie de idiota que tuerce epilépticamente sus manos, como
argumento para Sacy, se persigna. Sainte-Beuve defiende a Sacy, por buen
gusto y por caridad, y la princesa abunda en nuestra opinión, feliz de encontrar un poco de pasión joven. Sainte-Beuve termina por decir: “Vean, es
la misma discusión que tuvo lugar en 1841. M. de Rémusat, quien acababa
de ser nombrado ministro del Interior y quien, como consecuencia sabía
a dónde pasaban los fondos secretos, tenía de Sacy la misma opinión que
ustedes.”
Hablamos, después de comer, con el café y el humo de los cigarros, de
la idea de recomenzar la vida. Casi todos rechazan reiniciarla en las mismas
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87
EDMOND Y JULES DE GONCOURT
condiciones, tener nuevamente 20 años para hacer lo que hicieron, y la princesa deja escapar:
–Yo, si volviera, haría todas las cosas vergonzosas que no me permití.
–Yo –dice Sainte-Beuve– no querría recomenzar. Hay en la vida del hombre tantas cosas dudosas, inciertas, cuya resolución es difícil, que si uno no
sale completamente demolido, hay que aguantarlas.
Entra un hombre con una cara de puerco sobre la giba de Esopo: “¡Ah,
he aquí un senador!, dice Benedetti. Queremos saber lo que pasó en el senado.” Y El hombre se pone a hablar sutilmente, maliciosamente, con ese
espíritu de anciano que tiene aire de apenas rozar y que entra rastrillando el
aspecto de la sesión: Bonjean, su miopía, sus ojos que lloran, que recobra
el hilo de su lectura; después el príncipe por fin, su palabra, su vehemencia,
sus citas leídas, su facilidad de la que abusa, esa voz de tribuno, de concha
de caracol que asombra al senado, las palabras del marqués de los Éfrontés
y el actor mismo, Samson. Es Chaix de Est-Ange.
De pronto oímos levantarse del sofá la voz de la princesa: “¡Pero después
de todo, no debería olvidar que a Rusia le debemos también algo! ¡Nuestra
madre, por lo menos la mía, ha muerto con una pensión de 150,000 francos del
emperador Nicolas! Y luego, en fin, ese monsieur –así llamó a su hermano
toda la tarde–, ¿qué clase de valor es ese, el de hablar cuando no hay ningún
peligro? ¿Pero qué hizo? ¿Saben lo que hizo? Yo no quiero a Austria, he sido
educada en el horror a Austria, me comería a los austriacos. ¡Y bien!, cuando
el emperador lo envió con el emperador de Austria, él les dio a los austriacos
Verona y Mantua. ¡Es él quien se las dio! Yo lo sé bien: Napoleón III y Victor-Manuel me lo dijeron… Victor-Manuel, después de eso, no lo ha visto en
dos años… Nosotros dos, ¿comprenden?” Dijo, exaltándose cada vez más,
“¡hay honestidad y deshonestidad! Le hizo bien sólo para que le mordiera la
mano. ¡Luis Felipe le dio una pensión! Yo siempre he querido a la princesa
de Orléans; para mí ellos siempre han sido encantadores. Jamás he querido
volver a ver a M. Thiers después de que me dijo que la cobardía era una de
las fortalezas de un rey constitucional, después de que llamó a Luis Felipe
Robert Macaire… ¡Yo no soy de su sangre! Me creo bastarda cuando lo veo.”
La sangre y la cólera le subieron al rostro. Todos se callaron, como una
corte frente a la furia de la reina. Se ve verdaderamente bella con sus manos
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DIARIO
crispadas, con toda la pasión en su semblante lleno de sombras y su voz que
vibra. Sainte-Beuve dice:
–Pero princesa, está el hombre privado y el hombre público…
–¡El hombre público! –Dice ella, juntando las palabras y escandiéndolas con una suerte de hipo de ironía y levantando el busto soberbio–. ¡El
hombre público! ¿Era un hombre público cuando mendigaba en el despacho
de M. Guizot 150,000 francos de pensión? ¿Era un hombre público cuando,
en las jornadas de junio, subía a lo alto de las torres de Notre-Dame para escapar al ruido del cañón? ¿Era un hombre público cuando el 2 de diciembre
escapó junto a su primo a Stains, a casa de Mme de Vatry? ¿Era un hombre
público cuando en Crimea abandonó al ejército y huyó de los tiros de fusil?
Y su voz suena con ese golpe perpetuo del martillo, esta elocuencia de Isnard a propósito de Lyon. Hay algo de la Convención y de Rachel en su voz.
Al salir, y caminar con nosotros por las calles, todavía conversando, Sainte-Beuve intenta rechazar la comparación que hacemos entre ese hombre,
juzgado así por su hermana, y Philippe Igualdad. Nos dice que ese príncipe
había nacido tribuno, que a los siete años hacía obras en verso en honor del
Primer Cónsul: “¡si no se hubiera convertido en emperador y tirano!”
Después menciona, a propósito de Sacy, la cuestión del Senado –y a
este régimen–, y a propósito de él su amargura se desata contra este emperador indiferente a las letras y a los servicios que él ha rendido sin salario,
sin precio convenido por adelantado. Muestra las llagas de no haber recibido jamás de la boca imperial más que dos frases; de haber sido invitado a
conciertos, de no haber tenido jamás una cita para hablar durante un cuarto
de hora y de no haber visto jamás en el amo de Francia más que “un digno
marido de esta sosa” –son sus palabras– que invita al mismo tiempo a la
princesa Sacy y a Flaubert.
19 de marzo
Ayer olvidé una instructiva anécdota sobre el austero Guizot. Cuando la princesa
de Lieven le dejó en su testamento un coche, el hijo, dada las susceptibilidades
del primer ministro, se vio en aprietos para que lo aceptara. Después de conversaciones de casi un mes, M. Guizot le pide una cita. Era para pedirle que convirtiera
el coche en plata, es decir, que le diera una suma de 70,000 francos –lo que él hizo.
89
EDMOND Y JULES DE GONCOURT
20
de marzo
Un viernes en casa de Nieuwerkerke en el Louvre.
Dejamos los paletós en la Galería de las Miniaturas y escuchamos música en el Salón de los Pasteles. Es triste y aburrida como una tardeada de
hombres.
A medianoche, los íntimos suben y observamos a Giraud todo lo que
dura en hacer la caricatura de Doré y secar la acuarela sobre una lámpara.
Poco a poco, ahí, alrededor de nosotros, no escuchamos hablar más que
de los trajes de los regimientos de caballería, de permutaciones, de amabilidades de los comandantes que hacen tocar música bajo las ventanas de Mme
tal y tal. Hay jóvenes oficiales hablantines de civil, gordos y con papada.
Durante un momento me creí en un café militar; creí que íbamos a pedir el
Anuario.
Así debe terminar bajo un imperio una tardeada en casa de un director
de museo, con diletantes de cuerpos de guardia.
La primera persona que encontré al entrar fue a Champfleury, uno de
esos bohemios que saben colarse, uno de esos escritores-pueblo a los que
uno no imaginaría de guantes blancos y que se los ponen.
de marzo
En la comida en casa de Gisette, reconoce, como todas las mujeres, su carácter:
–Yo soy mala, como la sarna –dice Gisette.
–¡Te ruego –dice Dennery– que no calumnies a la sarna!
¡Yo conocía eso! Dennery, de tanto en tanto deja caer un fino sarcasmo,
algún aforismo de indiferencia, alguna máxima referente a él mismo, de total
desapego a los demás. Es el Rochefoucauld del egoísmo.
Vamos a la premier del reestreno de Don Juan de Maraña, una vieja
pieza de Dumas, aún más envejecida que vieja.
En un pasillo, Saint-Victor, con nosotros, encuentra a Crémieux, quien juzga con desdén la pieza. Entonces, con una de esas grandes risas interiores, una
de esas ironías hilarantes y sustanciosas que acostumbra, Saint-Victor le dice:
–¡Ah!, comprendo, ¡tú eres un creador… un genesiaco… haces peque25
90
DIARIO
ñas génesis! –Crémieux, como hacen los burlones, permanece callado, modestamente apenado de ser obligado a reconocer que era un creador, dice
con su boca y voz sesgada:
–¡Y bien!, ¿qué querías?… ¡yo me vería forzado a llamarte crítico! –Y
Saint-Victor ríe, como un elefante que recibiera una nuez de un mono.
El ballet, finalmente, es encantador, un ballet de almas enmascaradas,
de mujeres parecidas a murciélagos blancos, con una máscara negra sobre
el rostro; el cuerpo envuelto en gasas que ellas agitan como alas. Es de una
voluptuosidad extraña, misteriosa, silenciosa, un grato minué de muertas
sin rostro, que se mezclan, se enlazan, se desenlazan y bailan bajo un rayo
de luna. Cuando uno quema viejas cartas de amor, se elevan en las flamas
recuerdos ennegrecidos que asemejan esta ronda.
Acabo de ver en uno de los últimos actos a Lagier como estatua, las
manos juntas sobre una tumba, en la actitud de las figuras sepulcrales del
arte flamenco. En la escalera, al bajar, oigo a una dama con su voz cascada
reclamarle a gritos a un golfo que le pisó el vestido: ¡es ella! Esto es el teatro.
28
de marzo
Comida en casa de Magny.
El nuevo, el recipiendario es Renan. Renan, una cabeza de ternero que
tiene los rubores, las callosidades, de un culo de simio. Es un hombre rechoncho, bajo, mal proporcionado, la cabeza sobre los hombros, de aspecto
jorobado; la cabeza de animal tiene algo de puerco y elefante, los ojos pequeños, la nariz enorme y caída, toda la cara jaspeada de manchas y rubores.
De este hombre malsano, mal proporcionado, feo con ganas, de una fealdad
moral, sale una voz agria y falsa.
Hablamos de religión. Sainte-Beuve dice que el paganismo tuvo al principio
algo bueno, pero se convirtió en una auténtica podredumbre, una sífilis. El
cristianismo fue el mercurio de esa sífilis; pero se tomó demasiado y ahora
tenemos que curarnos del remedio.
Me habla en un aparte de sus ambiciones juveniles, de todo lo que
se despertaba en él en Boulogne, bajo el imperio, el paso de los soldados,
91
EDMOND Y JULES DE GONCOURT
y de sus deseos de convertirse en
militar. En el fondo, se arrepiente
de ese deseo: “No había más que
eso, la gloria militar; no existía allí
más que esa gloria. Los grandes generales y los grandes geómetras; no
apreciaba otra cosa.” No habla de
los uniformes, pero creo que en lo
que soñaba era en ser coronel de
los húsares –¡por las mujeres!–. En
el fondo, su auténtica ambición era
la de ser un muchacho lindo. ¡No
he visto vocaciones más fallidas
que la suya!
Una gran discusión se inicia sobre Voltaire. Los dos, solos, separando
al escritor del polemista, de sus actos y de su influencia social y política,
cuestionamos su valor literario, nos atrevemos a sumarnos a la opinión de
Trublet: “Es la perfección de la mediocridad.” Y la definimos de este modo:
“¡Un periodista, nada más!” ¿Su historia? No es sino la convención y la mentira de la vieja historia, muerta por la ciencia y la conciencia del siglo XIX.
Thiers desciende de él y lo releva. ¿Su ciencia, sus hipótesis? Objeto de risa
para los sabios contemporáneos. Pero, ¿qué es lo que queda? ¿Su teatro? ¿Cándido? Es La Fontaine en prosa y Rabelais castrado. Y junto a eso, el cuento
del futuro, el Neveu de Rameau.
Todo el mundo nos cae encima y Sainte-Beuve, para terminar, exclama:
–Francia no será libre mientras Voltaire no tenga una estatua en la
plaza Luis XV!
Pasamos a Rousseau. Para Sainte-Beuve, simpático, como un espíritu
de su familia, como un hombre de su raza. Taine, para ponerse a la altura
del tono de la comida y lanzar su indumentaria de universitario a las ortigas,
exclama:
–¡Rousseau, un lacayo que se jalaba el rabo!
Renan, frente a esta violencia de ideas y de palabras, permanece un poco asusta92
DIARIO
do, estupefacto, casi mudo, curioso sin embargo, interesado, atento, bebiendo
el cinismo de las palabras como una dama honesta en una cena de muchachas.
Después, con el postre, llegan las grandes preguntas.
–Es sorprendente –dice alguien– cómo en el postre hablamos siempre
de la inmortalidad del alma, de Dios…
–¡Sí –dice Sainte-Beuve–, cuando uno ya no sabe lo que dice!
de marzo
Taine viene a vernos. Nos pide mirar unos grabados. Lo dejamos ojear dos carpetas. Las mira y nosotros vemos que no las ve. Sin embargo, hace como si las viera
y el arte comienza a ser cualquier cosa de la que uno puede obtener ideas, dice
sobre estas cosas las frases y las ocurrencias ¡del hombre inteligente ciego! Nada
más cómico que Chardin visto por los anteojos de la Revue des Deux Mondes.
29
Una bella frase de Rothschild. En casa de Walewski, el otro día, Calvet-Rogniat le pregunta por qué la renta había bajado la víspera. “¿Cómo puedo
saber por qué sube o por qué baja? ¡Si lo supiera habría hecho una fortuna!”
Nadie más normando que Flaubert. Me confió que él, para mantener sus celos,
no cogía.
Hay algo de marcial en la arquitectura de Luis XIV –y casi heroico: los Invalides, el Val-de-Grâce, el Dôme es un casco.
París, el burdel del extranjero… ya no hay ninguna mujer mantenida por un
francés. Todas son de hannoverianos, brasileños, prusianos, holandeses. Es
el 1815 del falo.
En casa de Gavarni, Meilhac, padre del fabricante de piezas actual, iluminador de litografías de Gavarni antes de Henry: dos francos por copia.
A Lorentz, quien se queja de ser invadido, Gavarni le responde soberbiamente: “¡Yo no he conocido otra cosa! Me caen todas las semanas. He
tenido en una semana casi siete significados de invadido.”
93
EDMOND Y JULES DE GONCOURT
Hoy, nuestro maestro de armas nos habló del maestro de bastón y pugilismo de
los príncipes de Orléans. ¡Los príncipes aprenden el bastón y el pugilismo!
Todo el reino de Luis Felipe está ahí.
Puede ser una idea teatral: una puta y una mujer de mundo, hermanas, como
Gisette y su hermana, se encuentran en el amor del mismo hombre.
Cuando veo una farmacia homeopática, me parece que la homeopatía es el
protestantismo del medicamento.
Le pregunté a Edmond por qué lo quería una vieja comerciante de curiosidades: “Porque se parece a mi nodriza.” ¡Una frase profunda!
¡Qué diferencia de tiempos, de gustos, de elegancias, de simpatías soberanas,
de entretenimientos del trono! En otra época un favorito del reino era Lauzun.
Hoy, un favorito de la emperatriz es el pequeño padre Sacy, un viejo rociador
de agua bendita en la puerta del Journal des Débats.
de abril
Comemos en casa de Gavarni. Lo encontramos físicamente demacrado. Fatigado, desmoralizado, descorazonado, sin ningún gusto ahora por su trabajo,
tiene el aire de haber acabado su tarea, aburrido de los dibujos que le encarga Morizot.
Sainte-Beuve, en la comida, habla del suicidio como un fin legítimo, casi
natural de la vida, una salida rápida y voluntaria de la vida, a la manera de los
antiguos, en lugar de asistir a la muerte de cada uno de sus órganos, de cada
uno de sus sentidos. Se lamenta tan sólo de que le haya faltado el valor.
Es un hombre, este viejo, para quien el dinero no es más que disfrute.
La paga del artículo del lunes le da, como en una casa de obreros, el gasto
de la semana; ¡y jamás un adelanto en la casa!
Hay, en esta gran inteligencia de Gavarni, toda clase de pequeñas facetas,
de naderías, de juegos. Así, a menudo, ocupa buena parte de su pensamiento
en la prestidigitación. Reflexiona y arguye con sutilezas sobre Decamps.
3
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DIARIO
de abril
Me cuentan una escena de comedia, la primera comida de Sacy en las Tuileries. Llama al muchacho de la biblioteca Mazarine, quien lo atiende a él y
a su colega Sandeau:
–Dígame, amigo, cuando M. Sandeau va a comer a las Tuileries, ¿qué
se pone?
–Monsieur, él se pone su traje de académico y una corbata blanca.
–¡Ah, bien! Harás por mí absolutamente lo que haces por Sandeau. ¿Y
cómo se va él a las Tuileries? ¿A pie o en coche?
–En coche, monsieur.
–¡Ah! ¿Y en qué coche?
–Él toma uno de alquiler.
–Ah, sí, uno de alquiler… ¿Y él lo hace venir, entonces?
–Sí, monsieur.
–¿Con quién lo alquila?
–Con algún arrendador…
–¡Ah!, bien, me alquilarás uno con su arrendador, y al mismo precio
que M. Sandeau… Todo como M. Sandeau… ¡Adelante, amigo!
9
Esta noche, en casa de los Antoine Passy, hablamos de un sastre que acaba
de retirarse con tres millones: “Sí, exclama con entusiasmo el agente de cambio Vandernack, muy bien, yo aplaudo esas fortunas… ¡Es la más grande revolución desde el comienzo del mundo! Yo conocí a un hombre que hizo una
gran fortuna vendiendo sombreros de 16 francos en 18… ¡Ahora la fortuna va
a los trabajadores!”
“A los atracadores”, me digo al escucharlo.
Ahondando en el genio de Hugo, nos topamos con el de Godillot y el de Ruggieri. Hay en su poesía un júbilo público. Algunas veces me lo imagino como
un enorme y soberbio mascarón que le sirve al pueblo vino azul.
Un empleado de la compañía de afiches entrega los afiches del teatro, en
lugar de pegarlos, a un anticuario de la rue de Parcheminerie, quien los revende a un fabricante de coronas mortuorias. Hace con ellos una especie de
pasta sobre la cual aplica las flores de los inmortales… esto es París.
95
EDMOND Y JULES DE GONCOURT
Me gusta el juramento que leí en la Gazette des Tribunaux de una bohemia.
Ella se aparta de Cristo y del Tribunal y se coloca frente a una ventana: “Entre el cielo y la tierra, ofrezco abrir mi corazón y decir la verdad.”
Ponsard se quiso suicidar después del matrimonio de Mme de Solms. Una vida de
pasión, una obra que no tiene una gota de sangre en las venas. Es Antony-Boileau.
Hay algunas naturalezas maleables que parecen diferentes según el lugar en el
que uno las encuentra. Estos días he examinado a Taine en casa de la princesa
Mathilde. Con su traje apretado, los codos pegados al cuerpo, la nuca baja, el
sombrero en las manos con modestia, anodino en todo, el amable pedante de
mundo. Casi no puedo verlo ahora sin pensar en el hijo de Diafoirus.
11
de abril
Comida en casa de Magny.
Hay, en esta corte, una gran preocupación por María-Antonieta. El otro
día, pidieron de las Tuileries a la biblioteca todas las piezas del Collier. El
otro día, incluso, el pequeño príncipe, durante una ausencia de sus padres,
le preguntó a un pintor, con el cual lo habían llevado, si era verdad que Luis
XVII había muerto en el Temple.
Sainte-Beuve muestra un sentimiento muy hostil a la persona de la reina,
una especie de odio personal. Tiene contra nosotros una suerte de cólera porque defendimos su pureza y nos presiona vivamente para que nos desdigamos. Después esboza, a partir de recuerdos recibidos por él de las familias,
al Luis XVI de la historia, enviando a sus favoritos, a su lacayo despertador,
bolitas de la mugre de sus pies… Renan eleva su pequeña voz aguda para
decir que no es necesario ser tan severo con esa gente, los reyes, pues, después del comienzo de la monarquía, no habían elegido su lugar, y que había
que perdonarlos por haber sido también mediocres…
Después hablamos de esta escuela que ha sucedido a los licántropos
de 1830, los provocapasmos cínicos, de Baudelaire y de su frase principal,
un día que llegó tarde a una reunión: “Perdón, se me hizo tarde, vengo de
chupársela a mi madre.”
96
DIARIO
Sainte-Beuve parlotea conmigo de Mme de Solms, de Mme de Tourbey,
por quienes profesa un gran apego: “Yo, me dice, jamás dejo plantadas a la
damas.” Después me habla de la idea de hacer desfilar a algunas mujeres en
la comida, como Solange, la hija de Mme Sand. Me confía la idea de escribir,
uno de estos días, una Marie-Antoinette, con la intención de hacer, mediante
ella, desagradable a la emperatriz.
El derecho de mayorazgo ha sido reemplazado por el hijo único del burgués,
el cual, después de un hijo, desmocha el pabilo.
En Francia tenemos el chovinismo de una sola de nuestras glorias, la gloria
militar, y el desprecio a nuestras demás glorias.
16 de abril
Mi tío Alphonse nos despierta en la mañana. Llega de África, a donde él, y
toda su familia, acaba de trasplantarse a los 65 años.
Qué de dispersiones, qué de azares en estas migraciones de familia.
¡Cómo se apartan las ramas del tronco! Nosotros aquí, con primos salidos
de las afueras de Orléans, recorriendo a caballo los campos de Constantino,
destinados al cruce de Europa y África.
Mi tío ha conservado siempre su risa y su bella cara de monje. Curioso
ejemplar burgués, alimentado de Horacio, filósofo, como podría uno encontrarlo en un claustro del siglo XVIII, dice de sus hijas: “Yo las he educado muy
bien, les di la religión, porque a las mujeres les hace falta la religión”, y de
uno de sus hijos, “Siento mucho que no haya seguido la carrera eclesiástica,
le dije. ‘tú no tendrás obra…’ Es cierto, nada hizo…”
Nos quedamos con la sensación de tristeza al dejar a este viejo hermano
de nuestra madre, tan bueno en nuestra infancia, que nos hacía montar a
caballo, nos llevaba a comer al restaurante y el domingo nos llevaba a pasear
al campo. Su recuerdo ha permanecido en nuestras más viejas y juveniles alegrías. Y cuando, un poco achispado por la copa del estribo, nos abraza, algo
nos dice que nos abraza por última vez.
97
EDMOND Y JULES DE GONCOURT
de abril
Pasé la tarde en casa de los Armand Lefevre. Laura nos cuenta de las entrevistas que ha tenido con la hermana de Prevost-Paradol, su vieja amiga del
Saint-Denis, quien se hizo carmelita. Nos habla de su lecho, una banca con
una cobija, de su almohada: un pañuelo, de su vasija que contiene una pinta
de agua destinada a la sed y a la limpieza de toda la semana.
Me cuenta de la escudilla de madera, donde las carmelitas comen con
los dedos su magra sopa, sus huevos, su pescado; de su recreo, cómo tienen
prohibido tener ni amiga ni preferida, una especie de vuelta de vals las hace,
de dos en dos, caer a tierra, cada una al lado de la primera en llegar; de este
recreo en el que se les pide hablar y, al mismo tiempo, no decir nada, en el
que la superiora toma la palabra, tan pronto como todas están sentadas en la
tierra: “hace buen tiempo”, dice, y todas parafrasean esa frase banal durante
media hora.
Me habla de sus encuentros con esta amiga acuclillada sobre sus talones,
separada de ella por una reja y una cortina y que cada día parece hundirse
más y alejarse más de la vida. Un día que tuvo que esperar más en el locutorio,
le dijo: “Es que hoy es un día de recreación; quitamos las orugas de los groselleros; y por una merced especial, se nos permitió quitarlas con un palito.”
16
19 de abril
En el Louvre.
¿Podemos confiar en que todas estas sean obras maestras? ¡Qué de
pinturas he visto en mi vida, anónimas, sin valor de venta, más intrínsecamente
bellas que todo esto, firmado o bautizado con grandes nombres! Y además,
¿obras maestras? Dios mío, nuestras obras modernas se convertirán en obras
maestras, ellas también, en trescientos años.
Hay algunas cosas que hacen de una pintura una obra maestra: la consagración del tiempo y su pátina, el prejuicio que impide que se la juzgue y
el amarillamiento que impide que la veamos.
Encuentro a Lagier antes de la comida –Sainte-Beuve me pidió que la
invitara a comer–, sin compromisos de teatro, con el pesimismo de la muchacha que no tiene trabajo y la sensación de que se descompone por el amor,
98
DIARIO
en fachas, en bata blanca, me dice: “Tengo ganas de ir a Turín… ¡podría
hacerla de rey!”
La muerte, para ciertos hombres, no es únicamente la muerte, es el fin de la
propiedad.
Todos los poetas que conozco son tan feos que la poesía me parece una reacción contra la fealdad personal.
20 de abril
Nada más triste que el parque de Saint-Cloud. Los lugares en los que nos hemos
divertido son tristes como los hombres que han vivido demasiado. ¡Lúgubre!
¡Lúgubre!
En una casa de la gran rue de Sèvres, atravesamos un gran patio lleno
de grandes troncos. En la parte de arriba de un cobertizo lleno de madera
descortezada para hacer ejes de ruedas, y que tiene el aspecto y el olor de
una maderería, hay un pequeño tapanco. Se sube a él mediante una escalera
de molinero. Entramos a una pequeña pieza en la que hay libros, un piano,
una ventana con persianas cerradas a medias con un cordón.
Ahí está el hombre al que vengo a ver y darle las gracias, Levallois, el
crítico de la Opinion Nationale. Es pequeño, flaco, uno de esos rostros por
los que el hambre ha pasado, marcado por la bohemia. Tiene la barba, los
cabellos y la tez miserable, un pobre redingote, tristes pantuflas de alfombra:
el hombre es menudo como su casa. Alrededor de él, sobre los estantes de
madera cruda, libros modernos que exhalan la tristeza de las bibliotecas sin
pasado. En los muros Rousseau y Voltaire, en malos retratos modernos, y
entre ellos dos, sin duda como lazo de unión, una postal de Guéroult.
Hablamos de él, de nosotros, de Sainte-Beuve, del que ha sido secretario cuatro años, con el que hizo dos volúmenes de Port-Royal, y del cual nos
revela su falta de decisión y la timidez de su primer juicio sobre toda obra,
sobre Madame Bovary, por ejemplo, el entusiasmo es su manera de trabajar
a un hombre, a un libro, breve y preciso después del artículo. “Siempre ha
tenido racimos de mujeres en su vida”, cómo, al hablar, presiente uno al
hombre en la crítica.
99
EDMOND Y JULES DE GONCOURT
Reumático, neurasténico. Habla con una voz suave, profunda, que se
extingue; nada de risa, ni una frase emotiva. Es joven y uno no sabe su edad.
Una vena azul le palpita en la sien. Su mirada es clara por momentos, como
la mirada de un vidente. En él hay algo de religión en una habitación del cinquième, como el misticismo de un Colline. Es singular y, a la larga, me perturba
como un personaje extraño, enigmático, de una humanidad distinta a la mía.
Me quiere mostrar su recamara, el retrato de su padre: “Murió a los 40
años”, me lo repite dos veces y así me impide, la primera vez, entrar a la casa
y también, antes, a la pequeña habitación del hombre. Al regresar me muestra un libro que tiene el aspecto de ser un breviario: Obermann, lo vuelve a
poner en su lugar. Me parece que se liberó del aburrimiento en la recámara.
Le descubro cada vez más la mirada, el exterior, el redingote de un creyente.
Al descender me muestra una noria donde da vueltas un caballo para pulir
la madera: “¡Ah!, las cosas no funcionan, es una pena: lo miro y me divierte mucho… disfruto este jardín”, me dice y me muestra un poco de tierra
pelada que sube, un verdadero pastizal de cabras. Después: “Cuento con quedarme dos años más aquí. Estudio mucho las hormigas; tenemos magníficos
hormigueros por aquí. Y es necesario seguirlos año tras año… Veo cosas
muy curiosas…” Me acompaña hasta la góndola, con el cordón de su calzón
saliendo de su pantalón. Me ha parecido, al dejarlo, abandonar a un iluminado y a un pobre. Me siento triste.
de abril
Hechas las cuentas, hay tantos canallas descontentos como canallas satisfechos. La oposición no vale más que el gobierno.
21
de abril
Al comer en el restaurante, veo el bulevard a las siete. Es una noche que no
es todavía la noche, un crepúsculo aún luminoso pero en el que las luces y el
brillo han desaparecido, un Achenbach frío, una mezcla de Wickemberg y
de Eugene Lami. El asfalto y el blanco de las casas tienen una blancura de
nieve y se convierten en un puro Achenbach, azul y blanco, de un resplandor
siberiano. Un poco más tarde todavía, el cielo es claro, las casas azules, las
23
100
DIARIO
luces amarillas; y las líneas se desvanecen en el azul de una lamparita de
porcelana blanca.
En casa de Pouthier, hay una bajada hacia el cuartel, el hospital, el falansterio, todas formaciones en las que uno se desembaraza de su iniciativa y
de su voluntad personal: una de las características de una naturaleza débil.
29 de abril
M. de Montalembert nos escribió para que viniéramos a charlar a propósito
de nuestro Femme au XVIIIe siècle.
Un salón, en el que hay sobre la mesa una traducción italiana de su
libro sobre el padre Lacordaire, apólogos del conde Anatole de Ségur. Entre
las dos ventanas, encima del piano, una copia del Mariage de la vierge de
Pérugin, con una especie de aparato en lo alto para encender alguna cosa,
una lámpara o un cirio. Encima de dos paisajes de Venecia de un detestable
Canaletto, un Baptême de Jésus-Christ, muy bello, de algún maestro de la
escuela primitiva alemana. Dos carpetas de vitrales de santas; el Miracle
des roses de Sainte-Élizabeth, una horrible escultura plateada de Rudolphi.
A contra luz de una ventana, un cuadro, el águila de Polonia en tul bordada
de plata, rodeada de una corona de espinas sobre un fondo de felpa carmesí,
arriba: Ofrecida por las mujeres de la Gran Polonia al autor de Une nation
en deuil, 1861. Un péndulo y dos arañas Imperio. Dos muebles de terciopelo
granate. Un salón en el que han colgado objetos religiosos.
De ahí pasamos a su gabinete, lleno de libros. Una amabilidad untuosa.
Al saludarte con la mano la aproxima a su corazón. Una voz algo nasal, la
locución fácil, la malignidad jovial, la unción espiritual.
Después de muchos cumplidos, nos pregunta por qué no hemos hablado de las virtudes de la provincia, de la vida social de provincia, rica sobre
todo en las ciudades con parlamento, como Dijon, hoy muerta: “Ya no se
hace enviar uno los libros de París, ya no leemos. Cuando alguien viene al
campo, a su casa, le da libros, nadie los lee.”
Nos dice que leyó un artículo de Sainte-Beuve sobre nosotros y que a
menudo, en este mismo lugar, Sainte-Beuve venía a conversar con él en 1848.
101
EDMOND Y JULES DE GONCOURT
Él le decía: “Vengo de estudiarlo… Me preguntaba cómo hacía para hablar”,
se frotaba las manos y tomaba notas… Le escuché muchas frases. Adorador
de Hugo en casa de Hugo y haciendo los mejores versos que jamás haya
hecho a su mujer; después saint-simoniano; después místico, quién creyera
que se iba a hacer cristiano. Ahora él es muy malo. Puede creer que el otro
día, en la Academia, a propósito del Diccionario, se atrevió a decir, tocándose
la frente: “En fin, ¿creen ustedes que tenemos otra cosa aquí, además de una
secreción del cerebro?” Es de un materialismo que uno no creería ya que
existiera, no se encuentra más que en algunos médicos. Está el racionalismo,
el escepticismo; pero eso ya no existe, el materialismo, tiene años… A propósito de un premio de 20,000 francos, durante la discusión de Mme Sand, dijo
sobre el matrimonio: “¡Pero el matrimonio es una institución condenada, no
durará!”
Sobre Littré nos dijo: “Dios mío, reconociendo perfectamente que el
obispo de Orléans ha hecho su tarea y está en su derecho, yo no estaría menos dispuesto que mis amigos a votar por M. Littré. Es un hombre austero,
honorable, que ha hecho grandes obras. Y además ha hecho una cosa por gusto
que estimo mucho en él, que todas las veces que habla de la Edad Media le
ha hecho justicia al elemento germano, que está, a Dios gracias, en nuestra
raza. Aparte del dogma y de la fe, el catolicismo es sin duda lo que mejor
tiene; pero hace falta, para equilibrar, que el elemento germano se mezcle en
nosotros al elemento latino. Sin él, vea el debilitamiento de las razas puramente latinas, de las razas del Midi… Pues bien, Littré ha visto eso. Thierry,
Guizot, Guérard están siempre contra los bárbaros. Littré, por el contrario,
está con ellos y su punto de vista es muy justo…
”¡Ah!, sabe que en la Academia tenemos una nueva conversión al
bonapartismo, es Cousin, sí, ¡Cousin! Vino el otro día a decirme que había
que nombrar a bonapartistas inofensivos: ‘Pero, le dije, ¡los reptiles siempre
son peligrosos!’ Él sostiene que hay que contentarse con tener libertad civil,
¡pero a mí me da igual tener la libertad de hacer mi testamento! Canning lo
ha dicho bien: ‘La libertad civil es la libertad cívica.’ Es la libertad política
lo que habría que dar a Francia. Pero uno se retira a la vida privada… Vean,
una de las cosas más bellas que ha escrito el padre Lacordaire son sus conferencias de Toulouse, sobre la vida privada y la vida pública.”
102
DIARIO
Le entregamos una carta. Nos levantamos y despedimos. En la antesala, un
joven espera. Es su decisión: el honor de una visita, ¡es todo lo que puede dar!
La tarde, en casa de la princesa Mathilde, Fromentin habla de pintura. Dice
que después de los Carrache, los procedimientos materiales han cambiado por
completo, que sólo hay que ver las pinturas antes de ellos y verá uno todas las
luces en intersticios, mientras que en la pintura moderna todas las luces están
en relieve. Él sostiene que todo ese colorido es una desgracia; y como presionamos, dice que no comprende la pintura más que como grisalla cubierta de
materia colorante, de glacis, etc. Ése es, además, su procedimiento. Nosotros
mencionamos a Rembrandt y muchos otros. Él los declara excepciones.
Regresando con él, nos habla del fastidio que le provoca la pintura,
del esfuerzo que ha tenido que hacer, de la indiferencia que siente ante el
éxito de una pintura y, al mismo tiempo, del gusto que tiene de escribir, del
palpitar de su corazón cuando despierta, de la pequeña fiebre con la que se
reconoce apto para la escritura, de la exigencia de largos intervalos, de los
años que separan un libro de otro, de suerte que cuando se pone nuevamente
a escribir, ya no sabe si sabe escribir. Termina diciéndonos que él escribe
porque no puede traducir el hombre a la pintura y que tiene ciertas cosas
en él, como la ternura y la sensibilidad, que le resulta agradable reproducir.
2 de mayo
Desde hace ocho días, agitación de colegial de Sainte-Beuve –quien nos ha
pedido que lo reunamos a comer con Lagier–, preocupado por el gabinete,
por el menú: un elemento femenino que es para él, como a los veinte años,
un sueño. Encontramos ayer su carta en nuestra casa con la indicación del
gabinete que él ha hecho reservar con anticipación en lo de Vefour. Y el gabinete se llama, irónicamente, Cabinet de la Renaissance.
Mientras espero a Lagier, me divierto hojeando a sus conocidos en su
tarjetero, un zapato chino. Ella aparece por fin con un tocado negro y una rosa
roja prendida en el cabello, en traje de combate, con el aire de un elefante que
va a bailar el bolero. La conduzco. Sainte-Beuve ha dejado su nombre abajo.
Entramos. Gavarni está con Sainte-Beuve.
103
EDMOND Y JULES DE GONCOURT
Sainte-Beuve de inmediato se deshace en atenciones, siempre ocupado
en colocar unos cojines bajo los pies. Él está completamente vestido de paño
nuevo para ese día. Lagier, perdiendo un poco el equilibrio frente a este académico, se arroja de plano junto a él y, con su ruda lengua, se lanza a fondo
a la crónica majadera, describiendo de visu el ano de uno de sus amigos pederastas. Eso, en vez de disgustarlo, parece gustarle a Sainte-Beuve, quien,
recién nacido, se ilumina, se suelta y comienza a decir:
–Al salir de la Academia, vi una vez a un joven… ¡Y sí!, ciertamente, si
hubiera estado en Grecia, hubiera ido hacia él como va uno hacia una mujer.
–¡Oh! –dice Gavarni–, para mí eso es irse del otro lado…
Sainte-Beuve responde con vivacidad que la constitución física no da
lugar a esos prejuicios; que, en el fondo, es natural tanto para el hombre
como para la mujer sentir y experimentar esos sentimientos. Cita de la Antología, una de las paidika, una declaración de amor a un joven mantenido
y termina: “¡Es encantador!” Ebriedad cerebral de una juventud destetada,
libertinaje de la vejez que se inflama y excita, calores y visiones mentales
del hombre de escritorio asiduo y hemorroidal.
En cuanto a Lagier, siempre esa bella lengua, el arroyo en su fuente. De
una de sus amigas, con la cual tortillea, dice: “¡Tiene su nariz hospedada en
mi culo!” Habla de los seis años de fidelidad y de moderación con Sari: “Sari
es, para comenzar, ¡un hombre! Como dicen los golfos: ‘¡Vale la pena pagarle
y hacerse reventar por él!’ Yo tenía botines que soportaban el agua, me lavaba las manos con jabón de Marsella, jabón azul, saben, mientras esperaba el
jabón de malvavisco; y compraba crema gracias a los naipes...”
Se sienta al piano, canta, baila, le da un beso en la frente a Sainte-Beuve, toma el ramo que Sainte-Beuve galantemente ha puesto sobre la mesa y
se va al Concert Pleyel a encontrase con un muchachito de 16 años, todavía
en la escuela.
3 de mayo
En las carreras del Bosque de Boulogne, el bello mundo: ¡es horrible! Una
raza de hombres sin elegancia, casi provinciana, agotada, sin la distinción
de una raza agotada. La mujer, fea: la fealdad de las mujeres de mundo, ex-
104
DIARIO
cepto un pequeño número. Vestidos,
pintura, desenvoltura de las muchachas, pero sin la distinción suprema
y habitual de la prostitución.
Entre los hombres, veo a Pereire,
un mono traído de Batavia, acartonado y un poco mohoso; lord Hetford,
el hombre de los dieciocho millones
de renta, con su bufanda de noche
como corbata, la dureza de una figura
fría, de porcelana; Haussmann, con
el aire de un director de colegio de
Versailles; Gramont-Caderousse, con
sus binoculares en bandolera a la inglesa y sus poses rocaille abrazando
a Mme de Persigny, aspecto de botones inglés, de caballero ardiente, un
cómico a medias del Palais-Royal;
Metternich, con el aspecto de doméstico de una gran mansión inglesa.
¿La mujer? Las mujeres sin dulzura, sin viso de maternidad; sin niños;
nada de vasija, la sequía de la esterilidad en toda la persona… La princesa
de Metternich, con una nariz de trompeta, labios de borde de bacinica, muy
pálida, el aspecto de verdadera máscara de Venecia en los cuadros de Longhi;
una Mme de Pourtalès rubia, quien, por casualidad, no es muy fea; la princesa
Poniatowska, rubia, gesticulante, con el aire de un gato que lengüetea la leche; la princesa de Sagan, una mantenida del gran mundo, la nariz cascada
y respingona, el aspecto de una cabra; Mme de Solms, hoy Mme Ratazzi,
con una corona de cabello sobre la cabeza, los ojos de un azul deslavado, la
sonrisa de una bailarina sorda, en brazos de su marido con la postura y el
rostro miserables de un abogado a quien Pommereaux, antiguo sostén de su
mujer, le alaba su vestimenta elegante, diciéndole que no lo reconocerían en
Turín; Mme Haussmann, una fuerte muchacha de ojos de vaca, muy bella…
¡Ése es el mundo, el bello mundo, el gran mundo! ¡Todo es una mujer fácil!
105
EDMOND Y JULES DE GONCOURT
Ninguna distinción, ningún signo, ningún encanto de la mujer como debe
ser. Vestidos y maneras que muestran que la sociedad se acabó.
Al regreso, encuentro de tiros apuestos, con rosas en las orejas de los
caballos, todas las mantenidas, toda la alta cocotterie de París, más reinantes,
más triunfantes que nunca, llenando este paseo de familias ricas, ocupando y
llenando este bosque de Boulogne, como antes sus madres el Palais-Royale.
Jamás mayor despliegue de ostentación y de ejemplos escandalosos. Hablamos del siglo XVIII. Pero entonces había diez grandes prostitutas. Hoy es un
pueblo, un mundo que carcomerá al mundo de las mujeres y lo dilapida ya.
5 de mayo
Maurice de Guérin muestra la esterilidad que el catolicismo provoca al espíritu, la falta de equilibrio en el carácter, la inquietud del alma, parecida a lo
que la medicina llama ansiedad.
En el fondo del alma abnegada de su hermana se percibe una especie
de frialdad de claustro. El catolicismo habitúa tan completamente a la mujer
al sufrimiento que ella se endurece para sí y para los otros. Despoja a la
mujer de ternura.
Maurice de Guérin me da la impresión de un hombre que ha recitado el
Credo a la oreja del Gran Pan, en un bosque, en la noche.
En Eugénie hay como un onanismo de piedad. Ella parece tocarse las
partes más delicadas de la mujer. ¡Algo singular! El catolicismo me parece
comprometido por las inteligencias y los corazones refinados. Mme Swetchine,
Eugénie de Guérin. No me parece puro ni inatacable más que en los pobres
de espíritu.
La religiosidad del hombre está en razón precisa a su gusto por la naturaleza.
Aubryet nos contó el otro día que una muchachita le había propuesto a su
hermana en la calle, otra muchachita de catorce años. Ella tenía que empañar en el coche los vidrios con el aliento, de modo que los agentes de policía
no vieran nada.
106
DIARIO
de mayo
Es el día de la comida de Magny. No falta nadie; hay dos nuevos. Théophile
Gautier y Nefftzer.
Por Veyne me entero de que un artículo escrito por un M. Clément, a
quien no conozco, compuesto y a punto de tirarse, fue detenido por Buloz
como demasiado benévolo. Se le pide a M. Clément que lo rehaga más severo. Pero M. Clément se niega; deja, a causa de nosotros, la revista, y no hará
el Salón que tenía que hacer.
La charla toca a Balzac y se detiene en él. Sainte-Beuve lo ataca: “No
es verdadero. Balzac no es verdadero… Es un hombre de genio, si ustedes
quieren, ¡pero es un monstruo!
–Pero todos somos monstruos, dice Gautier.
–Entonces, ¿quién ha descrito esa época? ¿Dónde está nuestra sociedad, en qué libro, si Balzac no la ha pintado?
–¡Es imaginación, es invención! –exclama agriamente Sainte-Beuve–.
Yo conocí esa rue de Langlade, no era de ningún modo como la describe.
–Pero entonces, ¿en qué novela encuentra usted la verdad? ¿En las de
Mme Sand?
–Dios mío –me responde Renan, quien está a lado mío–, yo encuentro
más verídica a Mme Sand que a Balzac.
–¡Oh!, ¿en verdad?
–Sí, son las pasiones generales.
–¡Pero las pasiones son siempre generales!
–Y además, ¡Balzac tiene un estilo! –vocifera Sainte-Beuve–. Tiene el
aspecto de estar torcido, es un estilo corazonado.
–En trecientos años –retoma Renan–, se leerá a Mme Sand.
–¿Cómo a Mme de Genlis? ¡No permanecerá de ella más que de Mme
de Genlis!
–Es ya muy viejo Balzac –dice Saint-Victor–. Y además es muy complicado.
–¡Pero Hulot –exclama Neffzer– es humano, es soberbio!
–La belleza es simple –replica Saint-Victor–. No hay nada más bello que
los sentimientos de Homero, es eternamente joven. En fin, veamos a Andrómaca, ¡es más interesante que Mme Marneffe!
11
107
EDMOND Y JULES DE GONCOURT
–¡Pero no para mí! –dice Edmond.
–¿Cómo, no para usted? Homero…
–¡Homero –dice Gautier– es para todo mundo un poema de Bitaubé!
Es Bitaubé quien lo ha hecho pasar. Homero no es eso, los griegos no tenían
más que la lira, eran salvajes, ¡era gente que se batía!
–En fin –dice Edmond–, Homero no describe más que sufrimientos físicos. De ahí a describir el sufrimiento moral hay un mundo. La menor novela
psicológica me conmueve más que Homero.
–¡Oh, puede nombrarla! –exclama Saint-Victor.
–Adolphe, Adolphe me llega más que Homero.
–¡Es para lanzarse por la ventana oír cosas como esa! –vocifera Saint-Victor con los ojos saliéndole de las órbitas–. Caminamos sobre su Dios, escupimos
sobre su hostia–. Grita, patalea. Está rojo, como si hubiera sido cacheteado
por su padre–. Los griegos son indiscutibles… Es insensato… Verdaderamente… Es divino…
Una barahúnda. Todos hablan. Una voz resuena en el aire:
–Pero el perro de Ulises… –Homero, Homero… –dice Sainte-Beuve
con una entonación de orador. Yo le contesto a voz en cuello:
–¡Y nosotros somos el porvenir!
–Y lo creo –dice, con tristeza, Sainte-Beuve.
–¡Es raro! –le digo a Renan–, podemos discutir sobre el Papa y negar
a Dios, atacar todo, contradecir al cielo, a la Iglesia, al Santo Sacramento, a
todo, pero a Homero!.. Es extraordinario, ¡la religión en la literatura!
Por fin vuelve la paz. Rechazamos con más tranquilidad ese mito llamado Homero, los tres mil años que han pasado sobre sus cenizas. Saint-Victor
le tiende la mano a Edmond.
Pero sucede que Renan se pone a decir que está eliminando de su libro
todo el lenguaje del periodismo, que intenta escribir en la lengua del siglo
XVII, la verdadera lengua francesa que el siglo XVII fijó:
–¡Una lengua no se fija jamás: está usted equivocado, Renan! ¡Le mostraré, en su libro, cuatrocientas palabra que no son del siglo XVII!
–No lo creo. Creo que la lengua del siglo XVII es suficiente para expresar
todos los sentimientos.
–¡Pero usted tiene ideas nuevas, hacen falta palabras nuevas!
108
DIARIO
–Es la lengua que hay que escribir para ser leído en Europa.
–No por todo mundo –arguye Gautier–, los rusos no comprenden más
que las piezas del Palais-Royal.
–Pero, esa lengua ¿dónde la adquiere? ¡Marque sus límites!
–¡Saint-Simon no escribía en la lengua de su tiempo!
–¡Mme de Sévigné tampoco!
Renan es acosado. Trata de resistir con su pobre voz aguda, agria, con
argumentos fluctuantes, sin base, sin fundamentos científicos. Sainte-Beuve,
animado, con una arruga de pasión en su frente, el rostro histérico, vibrante,
se lanza contra él; lo interpela. Gautier cubre su voz con su gran lengua, alternando sus imágenes, sus citas, con pensamientos de una brutalidad soberbia, sensatos, la ciencia en un desbordamiento de elocuencia fértil, graciosa,
audaz, soberbia. Alterna este siglo, estos hombres, esta lengua, la peluca de
Luis XIV, con el domo de los Invalides, Saint-Cyran, Pascal, el puro culo:
–¡Creo que tenían demasiadas palabras en ese tiempo! ¡No sabían nada!
Un poco de latín, un poco de griego. Ni una palabra de arte. Llamaban a
Rafael el “Mignard de su tiempo”. Ni una palabra de historia, ni una palabra
de arqueología, ni una palabra sobre la naturaleza. Los invito a que lean el
folletín que haré el martes sobre Baudry con las palabras del siglo XVII… ¿La
lengua de Molière? ¡Pero no hay nada más infecto que eso! Les hablaré de
Molière cuando ustedes quieran. Sus versos están llenos de nasalidades…
¿Entonces quién? ¿Racine? Él tiene sólo dos versos bellos. He aquí el primero: La fille de Minos et de Pasifhaé. Jamás pudo encontrar la rima: ¡hace
rimar Pasifhaé con liberté, y no sé qué más!.. Molière, un bufón, “propenso
al servilismo”: ¡está en la lista de pensiones! ¡Inferior a Duvert y Lauzanne!
–Es verdad –dice Soulié, el futuro editor de un Molière.
–¡Imprímalo entonces!
Sainte-Beuve se mueve para hablar, agita su pequeño bonete. Gautier
sigue su marcha con su modesta voz y sus ideas modestas, con el paso pacífico de un elefante que juega con la inteligencia estrecha de burgués miserable, mezquino, de falso gran hombre, de falso escritor, de ese Court de
Gébelin de la Revue des Deux Mondes, Renan.
Luego Gautier apunta, a propósito de una frase lanzada por nosotros
sobre el Fauno de Munich, a la belleza pura de la escultura griega que él
109
EDMOND Y JULES DE GONCOURT
ve en los testículos de las estatuas. Y nosotros describimos el pene griego y
cierta ingenuidad del falo, de los testículos de los jóvenes estudiosos de los
que habla Aristófanes, que suben como aceitunas.
Al salir de ahí, de esa mesa en la que despotricamos contra todos, en la
que se le falta el respeto a todo, donde la filosofía del escepticismo puro, del
materialismo crudo, del epicureísmo agraz golpea todo, oigo a Saint-Victor
y Gautier cogidos del brazo, hablar del temor de haber estado trece en una
mesa. Juran no volver a comer ahí.
Hay más almas que inteligencias con carácter. Llamo carácter a la constancia
de la conciencia.
El hombre que no lleva paletó para comer en el campo es todo un carácter:
es el hombre del presente.
Poseer y crear, las pasiones vivas del hombre. Es la propiedad.
17 de mayo
Saint-Victor cenó ayer en casa de Girardin, quien le presentó a la princesa Mathilde. Ella comió ahí con Morny, Boittelle, el prefecto de policía, Fleury, etc.
¡Qué divertida parodia de la oposición en este momento! Sacy en el Débats,
Guéroult en la Opinion Nationale, Havin en el Siècle y Girardin en la Presse.
Morny, quien ha llevado la conversación en la comida, sostuvo que las
mujeres no tienen gusto, que no saben lo que está bien, que no son ni gastrónomas ni libertinas, que en cuestión de gustos sólo tienen caprichos. Después externó su axioma de que un poco de libertinaje suaviza las costumbres.
Luego, con gran indignación de la princesa, comenzó una apología del lesbianismo, que les proporciona un gusto a las mujeres, las vuelve refinadas,
las realiza. Ésos son los dichos en una mesa del Imperio.
de mayo
Nuestro amigo Flaubert es el mayor teórico sobre el libro que puede haber.
Quiere meter en el que planea todo Tom Jones y Cándido. Sigue manifestan18
110
DIARIO
do el mayor disgusto y el mayor desprecio por la realidad. Todo para él parte
de un sistema, nada de la inspiración. Yo temo que las obras maestras no se
planean hasta ese punto.
de mayo
Profundo desaliento con nuestro libro casi terminado, Mademoiselle Mauperin, como con las largas tareas a punto de acabarlas.
Maurice de Guérin, Saint-Victor, Théophile Gautier panteístas: ausencia de carácter, efusión de fuerzas individuales en las fuerzas generales,
universales.
19
22 de mayo
Después de comer con Flaubert y Bouilhet –quien ahora, en Mantes, aprende chino para hacer un poema chino–, llegamos a la rue de Bondy, una galería atestada de blusas de trabajador, a mitad de la cual se abre la puerta de
los bastidores de la Porte-Saint-Martin.
Una escalera de caracol, una barandilla de madera grasosa; olor y luces
de quinqués; puertas, rellanos; todo angosto. Un laberinto de corredores,
algo parecido a esos lugares estrechos que uno ve en los sueños.
Luego los pies se posan en las planchas correderas; el hombro roza un
bastidor de madera repleto de periódicos viejos. Aparece una muchedumbre
que se nos cruza, gente del pueblo mezclada con cargadores del oropel; trajes
brillantes, deslumbrantes, que se desvanecen en el gris o azul de las blusas
de los trabajadores de los arrabales.
Un ir y venir sin palabras, automático, pasan fragmentos de un baile de
máscaras; niñas con blusas escolares pasan entre tus piernas, otras suben
una escalera y mueven en la sombra gasas de ángel. Por momentos, por una
abertura del decorado, un rincón del escenario, una exhalación de colores,
de música, de voces. Y luego un raudal en desorden de figurantes, tramoyistas, obreros, todo eso con el movimiento de una manufactura inmensa, de una
fábrica prodigiosa, de rostros macilentos, de pequeñas raquíticas, de caras
de monte-de-piedad, de caras maquilladas –¡el desorden de un carnaval en
una fábrica en actividad!
111
EDMOND Y JULES DE GONCOURT
En todo eso, un aroma particular, un calor en el que los sudores de los
cargadores se mezclan con los sudores de las bailarinas; vapores de gas, de
aceite, aroma de polvos, el aliento de un pueblo mezclado con el agrio de los
niños pequeños; emanaciones de colores, de telas nuevas, de carne, de luz.
Desembocamos en el corredor apagado de los palcos. Subimos por la
oscuridad hacia donde se oyen las voces. Abrimos un palco del segundo.
La sala está casi llena; la iluminación ha sido abajada, la de las candilejas
subida; los actores en el escenario.
Hay mujeres en trajes, otras en vestidos de calle. Los actores que interpretan príncipes, en paletós. En unas sillas de tragedia, en un rincón
del escenario, junto a la rampa, Marc Fournier y Anicet Bourgeois están
sentados. Un regidor, con un bastón, forma los batallones de bailarinas, las
legiones de figurantes; tiene el aire de un caporal que manda en una leyenda
las visiones de un sueño.
En la sala, el mismo desorden, la misma confusión del teatro y de la vida,
del siglo XIX y de la comedia que se interpreta, la calle y las Pilules du diable
se reencuentran. Junto a nosotros un muchachito con un magnífico traje griego
quiere poner en su lugar a un muchacho en blusa. En medio de la gente de la
casa y del teatro en sucios vestuarios, en mangas de camisa, sentados en los
primeros palcos, aparece una bailarina blanca, radiante, nebulosa, con una
diadema de lentejuelas; otra está sentada en un palco lleno de luces de quinqués, con su tutú levantado por detrás como cola de pichón y que la aureolea.
Nosotros bajamos al compartimento frente al proscenio, donde Mariquita, la amante de Fournier, con el vestuario en el que va a bailar, practica sus
puntas. El teatro está en sombras. Sobre el fondo de pasas de corintia, oscuro
y cavernoso del palco, ella se destaca, el rostro iluminado a medias por la luz
que viene de las candilejas y muere en su garganta, en el ramo de lazos rojos
de su blusa. Todo el resto, la falda inflada y las piernas, en una media luz de
luna, de un tono a la Goya, de una claridad imprecisa, ligera, una verdadera
falda de Willis. Sobre su cabeza una mariposa va y vuela como un átomo
en un rayo de luz. Y nada más encantador que ese cuerpo así iluminado,
moviéndose, su pierna proyectada de repente, las elevaciones que practica
sosteniéndose con una mano de una silla, esta dislocación armoniosa de la
bailarina calentando sus miembros en esta atmósfera misteriosa y cálida de
112
DIARIO
un palco, hablando siempre y dejando caer sobre ti sus grandes ojos negros.
Sobre el escenario hay agitación. Recomienzan los trucos fallidos.
Fournier, con su bastón, detiene la orquesta. El apuntador raya con un lápiz
los pasajes suprimidos de los roles. Una actriz pide un cojín para caer con
más suavidad sobre el escenario. Los roles de pronto se detienen; el director
apresura a un comparsa tomándolo del codo. Le dice al grupo:
–¿Han entendido?
–¡En fa, en fa! –grita a sus músicos el director de orquesta
Todo es movimiento, actividad, tensión, atención; todo un ejército de
hombres que hay que colocar, que mover, que hacer entrar, salir; la combinación de trucos en su momento, de entradas, de ataques de la orquesta; la
multitud de accesorios dispuestos en el momento preciso; este caos, en este
mundo de magia que organizar, ordenar, animar; la enormidad de este trabajo es para hacer estallar la cabeza, todo esto que miras, todo esto que supones de esfuerzos, de horas de labor, de vigilia de las costureras, pintores,
tramoyistas, actores, músicos; este reclutamiento de un populacho de comedia, de una corte de cuento de hadas –todo esto, a medida que las escenas
se desarrollan sin cesar, te deslumbran los ojos, la cabeza, el pensamiento.
En medio de todo, nadie muestra fatiga, del primero al último, toda esta
gente que repite casi lo mismo desde hace ocho horas, que lo han repetido hoy
casi cuatro horas, que lo repetirán esta noche casi el mismo tiempo, parecen
alegres, sin hastío, interesados en lo que hacen, ¡tanta magia hay en esta mentira del teatro!
Llega el acto de la danza. Espinosa, el maestro de ballet, sacude el
frente del teatro palmeando al mismo tiempo con sus manos. Las bailarinas
se mueven, sólo las primeras en vestuario, las otras con enaguas o corsé;
otras incluso en paños menores; algunas con pañoletas negras alrededor de
la cabeza, lo que les da el irritante aire de currucas –encantadoras en su deshabillé de danza, lo que les da el aspecto de la estampa Lever des ouvrières en
mode de la Ópera. En el cuello, para combatir el frío, se anudan sus pañuelos. “Monsieur Fournier”, dice una voz de anciano desde el balcón: Fournier
se levanta y hace callar la orquesta.
–¿Estas damas estarán en trajes de carácter o de comedia?
–En trajes de carácter –contesta Fournier.
113
EDMOND Y JULES DE GONCOURT
–Bien –dice la voz.
Esa voz es la censura. Es la voz del encargado del Pudor Público, encargado
de examinar si en este burdel que llamamos teatro de comedia no se excita
demasiado a la gente.
Son más de las dos. La repetición comienza, más bella…
de mayo
Leído de los economistas. El bienestar material implica para ellos el progreso
moral –doctrina de la última aristocracia: ¡proclaman que la gente acomodada es mejor que la pobre!
24
27 de mayo
La princesa dice que recibió una sosa carta de Lescure enviándole sus libros: “Pero, ¿por qué me escribe?, dice. Yo no conozco a ese monsieur…”
Arago, al besarle la mano: “¡Muchas jaladas como esa! Es su lengua: dice
reventaron para la gente que, según ella, no merece que se diga que murieron, y mocho para el clerical.
Gavarni, en un diván, me dice:
–Estoy enamorado de la princesa.
–¿Qué es lo que dijo? –dice ella al pasar.
–Princesa, que está enamorado de usted.
–Bueno, es placentero que me digan tales cosas. Es inconveniente decirlas, ¡pero qué se le va a hacer!
Se cuenta la siguiente historia. Mme de Païva le pide a un joven 20,000
francos para acostarse con él. Él los lleva. Ella los coloca en círculo y comienza a prenderlos uno a uno mientras le dice: “Seré tuya todo el tiempo que esto
dure.” Billetes de banco fotografiados por un amigo de ese joven, Aguado; al
llegar al último le dice: “Guardaré uno. Son falsos.”
28 de mayo
Harto de las elecciones, de los carteles, de las tonterías. La hipocresía tiene
su fiesta. Perseguido por esta frase en los muros: “Candidato liberal”, es de-
114
DIARIO
cir: “Yo soy bueno; yo amo al pueblo…” ¿Qué interés tiene ese hombre por
ser mejor que yo? Con esta idea salgo de cualquier discusión política con un
liberal, con un republicano y con toda clase de filántropos y utopistas.
Saint-Victor me habla de la nueva Mme de Girardin: “Esa mujer tiene la frialdad de una caverna: todas las luces se extinguen. Tiene una sonrisa oficial
que se apaga como un farol.”
Todos los productos modernos son malos, no duran nada. Sólo la mano le da
vida a las cosas. Las máquinas hacen cosas muertas.
30 de mayo
Me paseo por los bulevares exteriores, ensanchados por la supresión de los
caminos de ronda. Ha cambiado su aspecto. Los cabarets se han ido. Los mesones no tienen sus grandes números: con sus vidrios iluminados y esmerilados tienen el aspecto de bares norteamericanos. Hombres en blusas de trabajo
contrastan, en un inmenso café llamado Delta, con la sala dorada en la que
están, verdadera Galería de Apolo, jurando con los jugadores de billar y la
embriaguez de la miseria.
Entro al baile del Hermitage. No hay una sola muchacha bonita. Todo se
lo ha llevado el dinero, que recoge todo y a todas convierte en damas galantes.
Entre el Lariboisière y el rastro, esos dos atormentadores, sueño que
respiro el aire caliente de la carne. Gemidos, mugidos, vienen hacia mí como
música lejana. Y a mis espaldas, en la banca de madera en la que estoy sentado, oigo a tres muchachitas bromear sobre la forma en que las hermanas
les piden hacer el signo de la cruz. Es el nuevo París.
Después de haber comprado y hojeado los panfletos de la Revolución. –La
Revolución, ¡las hemorroides de la humanidad: mierda y sangre!
Saint-Victor. Cuando va a ver a Charles Edmond y ve el lugar, su departamento
alto, de catorce pies, el espacio que ocupan sus cuadros, se vuelve discutidor,
gruñón, contradictor de ideas. No he visto a un hombre más trasparente. Se
podría estudiar, en él, al hombre de hoy.
115
Tres poemas
F ABIOLA
DEL
C ASTILLO
FUERZA
¿Qué dirán de nosotros?
Dirán
Que mudamos las películas en motores
Dirán que hemos desarrollado doctrinas políticas descarnadas y hábiles
Reprobarán el convocar territorios dentro de otros
Esto poblará nuestro carácter esperpéntico
La adivinación mediante la invocación de los muertos será grande y
habitarán allí
los crímenes de nuestros encumbramientos
Dirán por otro lado que secamos las lajas
Que la membrana que recubre el cerebro sedienta se convirtió en un
aguafiestas
Usaron hombres rudos
Usaron ruedas hidráulicas
Dirán
Que ladrábamos por las sustancias como creencias religiosas
116
y cosechábamos la parte posterior del cuello entre los cielos de nubes
tenues
Todo
para compartir lo que llevamos en nuestros escritos a mano
que nos hicieron rodar y caer en diferentes ramas de la medicina
Dirán que fuimos unos locutores
Dirán que hemos dicho sentencia
Desean esas piezas de cristal estar en nuestro mismo sitio
Contagiarse de la lógica matutina
Dirán que fuimos
Yo les diré que aún somos
INCLINACIÓN
No espero el movimiento en círculo
Que me apunta
Y me inclina hacia los jóvenes guapos
Afila e intensifica
Las pequeñas porciones de hielo
que crea el centro de gravedad
No me rindo ante
Los especialistas en música
El pastar del ganado
La falsa ingobernabilidad
117
Un día se me revelarán
Las semillas
Los fantasmas en procesión
Las delicias plastificadas
Un día inclinaré mi cuerpo en señal de respeto
Te veneraré
ESTADO LÍQUIDO
Te dirijo una mirada
Y tu respuesta es una lista de espera interminable
No puedo evitar enredarme en el mal tiempo
Que florece como una cuerda
Si alguna vez te hallas con la habilidad
Y vuelves a echar flores
Muévete en la dirección del que te habla
Un rollito de papel
Una carretera blanca casi roja
Despojado
Apiádate de mí, porque yo no siempre estaré
En el lugar donde prensan las uvas
Con el rostro de oveja
Esperando ser extraído en forma de moléculas
Deseando adaptarme a tu recipiente
118
Paz, Revueltas, Huerta: la pasión crítica
F ELIPE V ÁZQUEZ
EL DEVENIR COMO CRÍTICA
La crítica dio origen y consistencia a la era moderna, pero no sólo fue una
crítica de todos los sistemas que integraban el gran sistema del mundo: la
modernidad es crítica incluso de sí misma. La Ilustración elaboró las metodologías críticas que habrían de derribar una forma de concebir y conocer el
mundo para crear, en ese mismo movimiento de destrucción, una nueva cosmovisión, una nueva era, la era moderna; una era que, pese a las tendencias
acríticas, mercadotécnicas y mediáticas de la posmodernidad, aún perdura
en muchas formas del arte y del pensamiento.
Aunque las fronteras originarias de la modernidad son movedizas, podemos decir que la literatura empezó a ser moderna hacia mediados del siglo
XIX, cuando los últimos presupuestos del neoclasicismo fueron negados en
la práctica literaria. Esos conceptos que antaño se escribían con mayúscula
como el Arte, la Belleza, la Forma, lo Sublime, la Palabra, etc., fueron puestos en entredicho, o mejor, fueron minados y de sus ruinas surgieron las formas proteicas, antagónicas, inacabadas, subversivas y problemáticas de la
literatura moderna. Gracias a la pasión crítica, diría Octavio Paz en Los hijos
del limo (1974), “la modernidad es una suerte de autodestrucción creadora.
Desde hace dos siglos la imaginación poética eleva sus arquitecturas sobre
un terreno minado por la crítica. Y lo hace a sabiendas de que está minado.
(...) El arte moderno no sólo es el hijo de la edad crítica sino que también es
el crítico de sí mismo”. Esta forma de concebir el arte dejó de ser hegemónica en las décadas de los setenta y ochenta del siglo pasado, y en el siglo XXI
119
FELIPE VÁZQUEZ
ha perdido vigencia en muchos órdenes del arte; sin embargo, la discusión
sobre las fronteras últimas de la modernidad será el tema de otro ensayo.
El devenir del arte moderno es sólo posible desde la crítica. ¿Cuáles
son las características de esa forma de invención? El arte moderno es crítico en tres niveles básicos y complementarios: es crítico de su tradición,
crítico de sus medios expresivos y formales, y crítico de la sociedad en que
se inscribe. Es decir, el arte es consciente de sí mismo, de la historia y de
su presente. Esta triple forma de concebirse propició que la transgresión, la
ruptura, la invención y la novedad fueran la dialéctica de las formas artísticas modernas, y que, como nunca en la historia, hayamos asistido a una
proliferación de formas en todos los órdenes del arte moderno.
En las últimas décadas del siglo XIX, los poetas de Hispanoamérica
acusan recibo de esta forma de concebir el arte y crean un movimiento continental que será luego conocido como modernismo. Y aunque el modernismo
fue una síntesis de romanticismo, simbolismo, parnasianismo y decadentismo, lograron revolucionar la literatura escrita en lengua española –que se
había vuelto acartonada, pobre y sentimental–, y dieron inicio al siglo de oro
de la literatura hispanoamericana. No obstante el mérito de los modernistas,
será la siguiente generación la que empiece a explorar las posibilidades límite del arte crítico, me refiero a las generaciones de la vanguardia literaria.
AMISTAD CRÍTICA
En el ámbito de la literatura mexicana, Ramón López Velarde escribía en
1916: “El sistema poético se ha convertido en sistema crítico”; lo dice respecto de Lunario sentimental, de Leopoldo Lugones, pero en realidad habla
de su forma de concebir la poesía y la tradición lírica. Aunque algunos historiadores de la literatura lo encasillan como poeta provinciano y moralino,
podemos decir que López Velarde es el primer poeta moderno de la tradición
mexicana: es una conciencia atormentada por sus creencias religiosas y por
un erotismo menos cosmogónico que corporal y menos corporal que fantasmático, por sus convicciones políticas y por la violencia extrema que esas
mismas convicciones podían generar, por la nostalgia de rancias tradiciones
y por su capacidad inventiva para crear poemas modernos. El poema fue un
120
PAZ, REVUELTAS, HUERTA: LA PASIÓN CRÍTICA
espacio tensado por sus contradicciones íntimas. Se ha dicho también que es
el poeta de la Revolución Mexicana, pues se ha querido considerar su poema “La suave patria” como un canto de los nuevos tiempos; sin embargo, el
poeta moderno es crítico de la utopía social aunque él mismo sea uno de los
impulsores de esa utopía y, si leemos bien, “La suave patria” es una crítica
a la revolución, una puesta en duda del futuro de México y una nostalgia
del viejo orden social; es decir, a pesar de que López Velarde colaboró con
el gobierno revolucionario, sufría “una íntima tristeza reaccionaria”, como
escribió en un poema cuyo título es una confesión polisémica: “El retorno
maléfico”.
La poesía posterior a López Velarde, la del estridentismo y la de la generación de Contemporáneos, asumió todos los presupuestos críticos de la
modernidad. El estridentismo además, igual que varias de las vanguardias
artísticas europeas, se integró ideológicamente a los movimientos sociales.
El arte y la utopía social tuvieron, desde los orígenes de la modernidad, una
relación simbiótica y a veces trágica para el arte y los artistas. Si el arte
moderno aparece como un discurso crítico de su tiempo, es natural que desde el principio haya hecho la crítica del capitalismo, la crítica de la razón
instrumental y la crítica de sistemas sociales opresivos, y que haya hecho de
la libertad de expresión una de sus banderas más subversivas. Por ello no es
extraño que muchos artistas hayan puesto su pluma al servicio de las revoluciones sociales y que hayan sido, de manera paradójica, los primeros en
criticar los desvíos de las revoluciones triunfantes; e incluso no pocos artistas se volvieron mártires de las tentaciones totalitarias de esos movimientos
de transformación social. En la historia moderna de las revoluciones hay un
capítulo siniestro: la persecución, el encarcelamiento o el asesinato de los
artistas revolucionarios, y peor aún: algunas de estas infamias tuvieron el
consentimiento, explícito o silencioso, de otros artistas.
No es gratuito que hable aquí de modernidad y revolución, pues Octavio Paz, José Revueltas y Efraín Huerta son hijos de la revolución y la
modernidad. Los tres nacieron en 1914, en plena Revolución Mexicana y en
el comienzo de la Primera Guerra Mundial, es decir, vinieron a un mundo
en plena ruptura y convulsionado por las crisis sociales, por la violencia de
la nueva configuración geopolítica y por la codicia de las nuevas reglas del
121
FELIPE VÁZQUEZ
mercado mundial. De este caos sangriento
habrá de surgir una nueva concepción del
arte y una nueva forma de pensar el devenir
del ser humano. El existencialismo, la crítica de la razón instrumental, el marxismo,
las teorías del inconsciente, el nihilismo, las
tendencias irracionalistas, etc., tendrán amplia resonancia en las siguientes décadas.
Aunque Paz, Revueltas y Huerta tuvieron orígenes sociales y geográficos diversos,
durante su juventud coincidieron en la ciudad de México e iniciaron una amistad que
duraría toda la vida, a pesar incluso de las
diferencias ideológicas que tendrían años más
tarde. Los escritores del catorce crecieron
en un ambiente de transformación social y
de retórica revolucionaria, pero pronto descubrieron que la realidad histórica de MéOCTAVIO PAZ
xico estaba lejos de los ideales originales de
la revolución y decidieron luchar por una sociedad más justa, más libre, más
humana.
EN LA TRADICIÓN DE LA RUPTURA
A principios de 1937, Octavio Paz se traslada a Mérida, Yucatán, para dar
clases en una escuela de hijos de campesinos y obreros; luego, en julio de
ese mismo año, viaja a Europa y asiste al II Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura (realizado con la participación decisiva
de la Alianza de Intelectuales Antifascistas para la Defensa de la Cultura),
celebrado en Valencia, Madrid y Barcelona. Durante su estancia en España y Francia convive con intelectuales de izquierda, con republicanos, con
escritores venidos de diversas partes de Europa y América, y viaja un par
de veces al frente de combate, donde las brigadas republicanas peleaban
contra las falanges fascistas de Franco. Le impresionó tanto la barbarie del
fascismo que estuvo a punto de enrolarse en las brigadas republicanas pero
122
PAZ, REVUELTAS, HUERTA: LA PASIÓN CRÍTICA
descubrió, por fortuna, que lo suyo era ejercer “el arma de la crítica” y no “la
crítica de las armas” (para emplear el quiasmo de Marx).
De los tres, Paz era el único que venía de una tradición política e intelectual. Su abuelo paterno, Ireneo Paz, había sido un liberal destacado: en la
guerra contra la invasión francesa obtuvo el grado de coronel, fue diputado,
escribió novelas, poesía, teatro y libros de historia. Su padre, Octavio Paz
Solórzano, fue abogado de Emiliano Zapata y luego su representante en Estados Unidos; también fue diputado, colaboró decididamente en la reforma
agraria y fue un notable articulista. Octavio Paz, en suma, es nieto de un
liberal e hijo de un revolucionario zapatista, es decir, desciende de intelectuales progresistas, ello explica (en parte) su reflexión por los problemas
sociales e históricos, por las prácticas culturales dentro de la tradición de la
ruptura y por las diversas crisis de la modernidad. Actividad que lo ha colocado como uno de los críticos más importantes de la modernidad y del arte
moderno.
LA CRÍTICA RADICAL DE TODO LO EXISTENTE
Desde los catorce años, José Revueltas se involucra en los movimientos sociales; en 1929 participa en la Federación de Jóvenes Comunistas y al año
siguiente ingresa al Partido Comunista Mexicano. Debido a la militancia de
izquierda, desde muy joven sufre encarcelamientos y persecuciones: en 1932
es recluido durante seis meses en el penal de las Islas Marías y luego, entre
1934 y 1935, sufre una segunda reclusión de diez meses en ese penal debido a
sus actividades en la organización de huelgas de trabajadores. En 1935, tiempo después de ser liberado, viaja a Moscú al VI Congreso de la Internacional Juvenil Comunista. Igual que Octavio Paz, Revueltas escribe desde muy
joven artículos y ensayos de crítica social y política, pero, a diferencia del
poeta de Libertad bajo palabra, escribe desde la ideología marxista, crea y
critica con base en un método que tiene la cualidad de criticarse a sí mismo:
el materialismo dialéctico.
Años después asume en toda su amplitud una de las máximas de Carlos
Marx: el revolucionario debe hacer la crítica radical de todo lo existente. Revueltas critica la realidad social e histórica de México pero también critica
los métodos que emplea el Partido Comunista para transformar la sociedad,
123
FELIPE VÁZQUEZ
y aún: hace la crítica de la crítica marxista. Desde mediados de los cuarenta
hasta los setenta, Revueltas fue un marxista que ponía en tela de juicio su
propia doctrina: en la literatura, en la teoría y en la práctica hizo la crítica
del realismo socialista y del socialismo real, la crítica del marxismo militante y del marxismo académico, la crítica del Estado totalitario sin importar
si éste poseía máscara capitalista o “socialista”. Su dialéctica materialista
le permitía comprender todas las contradicciones de una realidad y, aunque
la síntesis de ese movimiento dialéctico fuera negativa y negadora del ser
humano, era una síntesis que no falseaba la realidad. En su literatura es
muy visible el giro dialéctico que abarca una realidad límite y negativa, una
situación empozada y generadora de no-ser humano, en oposición con los estetas del realismo socialista que propugnaban por un positivismo sentimental, por un optimismo histórico a ultranza y por una esperanza revolucionaria
que no difería del fanatismo religioso.
REDIMIR EL MUNDO
Desde joven, Efraín Huerta se alista en las filas de los estudiantes comprometidos con causas sociales e ingresa al Partido Comunista en 1936, justo al
principio de la guerra civil española. No obstante que no fue un crítico metódico como Paz y Revueltas —quienes publicaron libros de crítica durante toda
su vida—, Huerta escribe muchos artículos durante su juventud y madurez
pero nunca se decidió a reunirlos en libros sistemáticos. Las compilaciones
más importantes de sus artículos, reseñas, ensayos, prólogos y conferencias
se publicaron después de su muerte. Para asomarnos a su pensamiento crítico, basta revisar dos libros: Aurora roja. Crónicas juveniles en tiempos de
Lázaro Cárdenas. 1936-1939 (2006), donde Guillermo Sheridan y su equipo de
investigadores rescata cien crónicas que Huerta publicó en los periódicos El
Nacional y el Diario del Sureste; y El otro Efraín. Antología prosística (2014),
recopilado por Carlos Ulises Mata, que incluye textos de la etapa de madurez.
En esas colaboraciones misceláneas vemos que Huerta compartía, con Paz y
Revueltas, la misma postura de crítica radical en los órdenes político y literario.
Aunque con Revueltas compartía la hermandad comunista, Huerta tenía
más afinidades estéticas con Paz, quizá porque ambos eran poetas y críticos
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PAZ, REVUELTAS, HUERTA: LA PASIÓN CRÍTICA
de poesía, porque deseaban plantar una postura crítico-poética ante la generación de Contemporáneos y porque intentaban escribir una poesía diferente
respecto de sus predecesores. La coincidencia de ideas entre Paz y Huerta
es comprensible si consideramos que fueron amigos desde que eran estudiantes en la Escuela Nacional Preparatoria y que emprendieron aventuras
editoriales como la fundación y edición de la revista Taller, publicada entre
1938 y 1941. Muchos años después, al referir esa amistad de juventud en el
poema “Borrador para un testamento” (1965), Huerta habla de la coincidencia de ideales utópicos y poéticos:
Después
dimos venas y arterias,
lo que se dice anhelos,
a redimir el mundo cada tibia mañana.
“Redimir el mundo”, ésta podría ser la divisa de los tres escritores del
catorce. Su moral implicaba luchar, desde la militancia y la escritura, por
transformar el mundo. Sin embargo, a pesar de su compromiso social y de
que trataron siempre de escribir desde el espacio donde se intersectan literatura e historia, poesía y revolución, nunca confundieron la literatura con el
arte de propaganda ni la poesía con el panfleto.
PASIÓN CRÍTICA : PASIÓN LÍRICA
Cuando hablo de la pasión crítica me refiero no sólo a la actividad reflexiva,
filosófica, historiográfica o politológica de Paz, Revueltas y Huerta, me refiero
también, y sobre todo, a su literatura. Ya he comentado que la crítica es la condición genésica del arte moderno. Si López Velarde consideraba que el sistema
poético se había convertido en un sistema crítico, los escritores del catorce
afirmaban que la poesía crítica era la única forma de escribir poesía: la pasión crítica fue pasión lírica, y la pasión lírica fue una forma radical de la crítica.
Desde el punto de vista estrictamente literario, Revueltas fue narrador
y dramaturgo, y no obstante que escribió algunos buenos poemas en verso,
podemos decir que –a semejanza de Rulfo y Arreola– a él se le impuso la
poesía en la prosa, incluso en la prosa crítica, y en esto coincide también con
125
FELIPE VÁZQUEZ
Octavio Paz, pues en ambos la pasión crítica, sin perder su rigor, adquiere
las formas de la pasión lírica.
Hace casi tres décadas hice una selección de fragmentos que me parecían poemas en prosa, extraje los textos de todas sus obras, incluso de sus diarios y cartas, y reuní un volumen de unas cincuenta cuartillas. Me parecía, y
me parece, que era un verdadero libro de poesía en prosa. Y aun: considero
que algunos cuentos breves de Material de los sueños (1974) como “El sino
del escorpión”, “La multiplicación de los peces”, “Nocturno en que todo se
oye” y “El reojo del yo” podrían estar incluidos en una antología exigente de
poemas en prosa. Nunca hallé el modo de publicar esa antología; sin embargo, dejé en claro que Revueltas era también poeta, un poeta de voz poderosa
en la que resuena algo antiguo y a la vez profético. Una voz donde se conjuga
lo ctónico y lo épico, lo sagrado y lo abyecto, lo órfico y lo caínico. Es además el único escritor mexicano en cuyas palabras podemos escuchar el tono
profético del Viejo Testamento. En esos poemas resuena la agonía furiosa
de Jeremías y el desamparo abismal de Job, la furia apocalíptica de Elías y
la angustia metafísica del autor del Eclesiastés. A semejanza de los autores
bíblicos, los poemas en prosa de Revueltas llegan a ser sobrecogedores en
su visión, en su desamparo y en su fuerza lírica.
LA VISIÓN CRÍTICA Y PROFÉTICA
Octavio Paz publica A la orilla del mundo en 1942 y la primera versión de
Libertad bajo palabra en 1949, libros que revelan ya su destreza verbal para
escribir poemas donde el lirismo y la reflexión, la antinomia y la imagen, la
paradoja y la visión se integran de manera natural en unidades de sentido.
Percibimos también el influjo del surrealismo, que será una de las influencias más fecundas en su poesía. A diferencia de Huerta y Revueltas, no posee todavía la voz poética singular que caracterizará a sus libros posteriores,
aunque hay asomos ya de la potencia lírica futura, baste leer el fragmento
final de “Soliloquio de medianoche” (1944), en el que expresa la angustia
ante un mundo anegado en la barbarie de la guerra y vaticina el derrumbe
de una visión del mundo, tal vez el ocaso de los ideales de la modernidad:
126
PAZ, REVUELTAS, HUERTA: LA PASIÓN CRÍTICA
A solas otra vez toqué mi corazón,
allí donde los viejos nos dijeron que nacían el valor y la esperanza,
mas él, desierto y ávido, sólo latía,
sílaba indescifrable,
despojo de no sé qué palabra sepultada.
(...)
Intenté salir a la noche
y al alba comulgar con los que sufren,
mas como el rayo al caminante solitario
sobrecogió a mi espíritu una lívida certidumbre:
había muerto el sol y una eterna noche amanecía,
más negra y más oscura que la otra,
y el mundo, los árboles, los hombres, todo, yo mismo,
sólo éramos los fantasmas de mi sueño,
un sueño eterno, ya sin día ni despertar posible,
un sueño al que ya no mojaría la callada espuma del alba,
un sueño para el que nunca sonarían las trompetas del Juicio Final.
Porque nada, ni siquiera la muerte, acabará con este sueño.
El poder de resonancia, la enunciación de largo aliento, la tensión entre pensamiento e imagen y la capacidad profética del poema alcanzarán su
punto cumbre en las últimas secciones de la edición definitiva de Libertad
bajo palabra (1960), donde recoge sus poemas escritos entre 1935 y 1958. Esta
edición incluye La estación violenta (1958), libro donde están, me parece, los
mejores poemas de Paz.
Al escribir La estación violenta, Paz estaba en la plenitud de sus poderes
poéticos: hay una visión horizóntica y profunda al mismo tiempo, una escritura de largo aliento donde convergen poesía e historia, tradición y ruptura,
crítica y profecía. De principio a fin, el libro está articulado por una tensión
lírica semejante a un relámpago verbal. Basta leer “Himno entre ruinas”, “El
cántaro roto” y “Piedra de Sol” para verificar que Paz era ya un gran poeta.
La fuerza poética, la diversidad de formas versuales, el ritmo hipnótico de
las cadenas sintácticas, la sabia articulación de pensamiento e imagen y la
visión crítica y profética son atributos que no hallamos en ningún otro poeta
mexicano de esa época.
127
FELIPE VÁZQUEZ
EL PODER DE LA VERDAD Y LA VERDAD DEL PODER : EL HOMBRE LÍMITE
José Revueltas publica sus primeras obras en los cuarenta: Los muros de
agua (1941), El luto humano (1943), Dios en la tierra (1944) y Los días terrenales (1949). Novelas y cuentos donde resuena la narrativa de Dostoievski
–una resonancia que en realidad abarca toda su obra–, la filosofía existencialista y un eco lejano de la novela de la Revolución. El autor nos da una
visión escéptica, órfica y desgarrada de la condición humana pero, al mismo
tiempo, deja entrever las posibilidades de un futuro menos inhumano. Los
personajes son seres caídos de sí mismos, en busca de una posible redención; sin embargo, están poseídos por una orfandad sin límites y sufren los
accidentes de la historia como si fueran condenas absolutas. Hacia el final
de esta década, Revueltas tiene clara su misión literaria y su tema literario:
hallar al hombre sin asideros, el hombre en situaciones límite, el hombre
consciente de que es hombre porque su conciencia es un principio de orfandad. Y esta orfandad, concebida en el proceso dialéctico de negación de la
negación, conduce a la fraternidad verdadera, pues supone el principio de
una sociedad racional.
Las primeras obras –Los muros de agua, El luto humano, Dios en la tierra– responden a algunas de las tesis del realismo socialista, excepto “Dios
en la tierra”, un cuento extraordinario que da título al libro. A pesar de
pasajes donde lo trágico adquiere una dimensión absoluta y de que los personajes “positivos” se abisman en una fatalidad que los niega como agentes
de la historia, los personajes y el discurso narrativo siguen esquemas reductivos de la estética antimarxista de los teóricos estalinistas, doctrina estética
que Revueltas superará y denunciará en Los días terrenales, novela donde
contrapone el realismo crítico al realismo socialista y, para ello, crea dos
personajes que encarnan discursos antagónicos. La novela es compleja pero
está centrada en dos militantes comunistas: Fidel sigue la ideología marxista
como si fuera un dogma, una verdad absoluta y sin cuestionamientos, en este
sentido es autoritario, inhumano y estúpido: “una horrible máquina sin dudas”, un hombre de fe; Gregorio, el otro personaje, emplea el marxismo como
una guía para transformar la realidad, trata de comprender la desolación y
las contradicciones de los seres humanos que lo rodean y es tentado por
128
PAZ, REVUELTAS, HUERTA: LA PASIÓN CRÍTICA
faltas morales que le permiten estar más
cerca del sufrimiento de la gente que ha
perdido toda esperanza: es un vigía de lo
humano. Al confrontar ambos personajes,
Revueltas cuestiona la intolerancia ideológica de los líderes del Partido Comunista y
su visión distorsionada de la realidad, por
ello sus compañeros lo someten a juicio y
lo obligan a retirar del mercado la novela.
Esta crítica será radical en Los errores (1964), en cuya trama Olegario Chávez,
un militante comunista, al considerar que
“los procesos de Moscú” plantean “el problema del poder y la verdad histórica”, hace
la pregunta fundamental: ¿el siglo XX será
“designado como el siglo de los procesos
de Moscú o como el siglo de la revolución
de octubre”? Es decir, el siglo del marxismo
suicida o el siglo de la revolución marxista.
La “revolución de octubre” se refiere a la JOSÉ REVUELTAS
Revolución Rusa de 1917, que significaba
el cambio hacia una sociedad de hombres libres, de hombres que no viven
en los umbrales de lo no humano, como sucede en la sociedad capitalista. Y
“los procesos de Moscú” se refieren a la Gran Purga que Stalin llevó a cabo
entre 1936 y 1938 contra miles de dirigentes soviéticos y cientos de miles de
“disidentes” políticos, entre ellos casi todos los bolcheviques que participaron en la Revolución de Octubre; esta guerra sucia estalinista implicaba la
persecución, el encarcelamiento, los juicios, las sentencias de muerte y el
fusilamiento de los acusados; es decir, los procesos de Moscú simbolizarían
el fracaso del marxismo al encarnar en la historia. En esta encrucijada trágica, la conclusión de Olegario Chávez (alter ego de Revueltas) es devastadora
para los regímenes socialistas de esa época y para los marxistas que luchaban por la revolución socialista en muchos países:
129
FELIPE VÁZQUEZ
Dentro de determinadas circunstancias, el poder y la verdad histórica se separan, se alejan uno de otro, hasta que llega el momento en que se contraponen y
se excluyen violentamente en el terreno de la lucha abierta. Entretanto la verdad
histórica, al margen del poder, se halla desvalidada, sin amparo y no dispone de
ningún otro recurso que no sea el poder de la verdad, en oposición a todo lo que representa como fuerza compulsiva, instrumentos represivos, medios de propaganda
y demás, la verdad del poder. Entonces hay que poner al descubierto, demostrar
(...) que el poder ha entrado en un proceso de descomposición que terminará por envenenar y corromper a la sociedad entera. Bajo el sistema capitalista la decisión
del problema no ofrece dudas por cuanto la lucha revolucionaria es el recurso
natural para abrir el paso a la verdad histórica. Pero ¿cuál puede ser el camino
en un país socialista donde el poder se ha deslizado, de modo inaparente pero
efectivo, por la superficie inclinada de las deformaciones degenerativas y de la
corrupción?
Y al referir lo absurdo y despótico de los procesos –que implicaban un
retroceso histórico en el movimiento de la sociedad hacia una organización
más racional–, y las no menos absurdas autoacusaciones de las víctimas
–quienes exageraban sus “crímenes” para ridiculizar y desacreditar el sistema estalinista–, afirma que la actitud revolucionaria sólo puede consistir
en luchar con las armas del poder de la verdad (las armas de la crítica) en
contra de la verdad del poder: “En esta grotesca y escalofriante pantalla de
la verdad, se proyectarían, así, no los ajusticiados, sino sus verdugos; no los
falsos crímenes de las víctimas, sino el crimen de haberlas fusilado: los que
morían a manos de la mentira del poder, quizá rescataban para el porvenir el
libre ejercicio del poder de la verdad.”
CONTORSIÓN Y DESENFADO
Efraín Huerta publica su primer libro importante, Los hombres del alba, en
1944. El eco de Residencia en la tierra de Pablo Neruda, del futurismo italiano y del constructivismo soviético es visible, pero es visible también una
voz singular; una voz donde la compasión y lo grotesco, el amor y la furia, el
desaliento y el entusiasmo se complementan. Huerta crea una poesía de tono
violento y sombrío, donde el poema avanza por contrastes y yuxtaposiciones
–a diferencia de la poesía de Paz, que avanza de manera dialéctica–, evade
130
PAZ, REVUELTAS, HUERTA: LA PASIÓN CRÍTICA
la tersura versual que había sido para los Contemporáneos un principio estético y emplea motivos que eran considerados antipoéticos. El conjunto lírico
transmite la sensación de aspereza, fuerza, desenfado y luminosidad sombría
–incluso la carga emocional participa del claroscuro–. Si nos desplazamos al
plano de la pintura, los versos remiten a los trazos de José Clemente Orozco,
como bien sugirió Rafael Solana en el prólogo a la primera edición de este
libro. Y esta comparación no es gratuita, pues al leer el poema “Los hombres del alba”, por ejemplo, vemos un mural que no nos recuerda a Rivera
ni a Siqueiros: en la poesía de Huerta y en la pintura de Orozco aparece un
hombre contorsionado, separado de su ser y en lucha por recuperarse a sí
mismo, pero no se trata del hombre contorsionado del Barroco –aquel que se
siente desgarrado de un Todo que lo amparaba–, sino el que se contorsiona
para hacer estallar los muros invisibles que le han impuesto los sistemas
religiosos, políticos y económicos; vemos al hombre que se contorsiona para
ser libre, para ser hombre y no el engrane de una maquinaria anónima y
esclavizante; vemos también que los símbolos del progreso, los inventos de
la sociedad moderna, son sólo chatarra, ruinas gélidas que amenazan con
sepultar al ser humano:
Y después, aquí, en el oscuro seno del río más oscuro,
en lo más hondo y verde de la vieja ciudad,
estos hombres tatuados: ojos como diamantes,
(…)
Son los que tienen en vez de corazón
un perro enloquecido
o una simple manzana luminosa
(…)
Son los hombres del alba.
(…)
Ellos hablan del día. Del día,
que no les pertenece, en que no se pertenecen,
en que son más esclavos; del día,
en que no hay más camino
que un prolongado silencio
o una definitiva rebelión.
La aparición de la ciudad es otro tema poético que cruzará a lo largo de
131
FELIPE VÁZQUEZ
toda la obra de Huerta, al grado que será
conocido como el poeta de la ciudad, el poeta que canta los claroscuros de una urbe
íntima, salvaje, inasible y entrañable. Ya son
legendarios sus poemas “Declaración de
odio”, “Avenida Juárez”, “Juárez-Loreto” e
incluso “El Tajín”, que me parece el mejor poema no sólo del ciclo urbano sino de
toda su obra poética. En un artículo escrito
poco después de la muerte de Efraín Huerta, Octavio Paz reconoce esta contribución
a la tradición lírica mexicana: “con nosotros
comienza, en México, la poesía de la ciudad
moderna. En ese comienzo Efraín Huerta
tuvo y tiene un sitio central”.
También Paz tiene poemas cuyo tema
es la ciudad, pero mientras que el yo lírico
de Huerta es un hablante de a pie, que convive y desvive en las calles de la ciudad, que es
testigo sarcástico y doliente de la sociedad
y sus injusticias, un hablante que celebra a
su amada pero que desea también a las muEFRAÍN HUERTA
jeres que viajan en el transporte público; el
yo lírico de Octavio Paz, en cambio, cuando habla de la ciudad, casi siempre
la sublima, transforma la ciudad en otra cosa y esa conjunción de transmutaciones se vuelve una forma de la poesía. En el poema “Noche en claro”, de su libro
Salamandra, por ejemplo, hace la ecuación ciudad = mujer = universo = libro =
poesía; es decir, la ciudad, aunque empiece siendo como la de Huerta –una
ciudad áspera y envilecida–, se vuelve mujer de carne y hueso que el poeta
mismo recorre con un deseo no exento de repulsión, esa ciudad-mujer se transforma luego en la mujer amada, recorrer las calles y plazas no difiere de hacer
el amor, después esta mujer-ciudad recorrida amorosamente se vuelve, a su
vez, una forma del universo, ese universo adquiere la forma de un liber mundi, un libro cósmico donde el poeta lee y se lee, y descubrimos al final que
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PAZ, REVUELTAS, HUERTA: LA PASIÓN CRÍTICA
la lectura de ese liber mundi es el poema “Noche en claro”. Esta sublimación
dialéctica de la ciudad recuerda las operaciones simbólicas de algunos místicos,
quienes transformaban la ciudad real en una ciudad espiritual; asimismo, hay un
guiño a la tradición hermética, a la poesía de Baudelaire y a la poesía surrealista.
Efraín Huerta casi nunca accedió a esta alquimia poética. Para él, la poesía
debía ser una forma de convivencia inmediata con el lector, sin mediaciones a lo
divino o lo erudito. Esto se advierte en el uso del lenguaje: emplea las palabras
que usamos todos los días para comunicarnos y malentendernos, para convivir y
distanciarnos: un lenguaje elástico, bronco, emocional, equívoco y rico en giros
humorísticos; en cambio, Paz emplea un lenguaje literario, un lenguaje que cifra
un conglomerado de mensajes eruditos. Vemos, pues, que son poetas originales,
con fuerza lírica, en posesión de un arsenal de recursos de enunciación poética, con un mundo interior propio y la capacidad de proyectarlo en la escritura,
pero son casi opuestos en la forma de concebir el poema.
La poesía de Huerta coincide con los presupuestos de la corriente coloquialista, y sus libros posteriores lo confirman, desde Poemas de guerra y
esperanza (1943) hasta Transa poética (1980), pasando por la gran producción
de poemínimos, en cuya factura emplea refranes, dichos, lugares comunes,
giros populares del habla, etc., y mediante una operación poética nos da un
poema breve lleno de humor y sorpresa. Y aunque los lectores jóvenes necesitan notas a pie de página para comprender los poemínimos que abordan situaciones o noticias circunstanciales, la mayor parte de esos poemínimos no pierde
filo, vigencia, pues son vitales, guardan su poder de resonancia y su equívoco
poder evocativo.
LA CÁRCEL UBICUA
Octavio Paz fue nombrado embajador de México en la India en 1962, y renunció en 1968 como protesta contra la matanza de estudiantes perpetrada por el
gobierno. Al regresar a México continúa con la reflexión sobre lo mexicano
y sobre el Estado mexicano, iniciada con El laberinto de la soledad (1950)
y continuada ahora en una situación de grave crisis social. En 1969 publica
Posdata, un libro donde desmonta la estructura autoritaria del presidencialismo mexicano y, al condenar la represión del gobierno contra estudiantes e intelectuales que participaron en el movimiento del 68, habla de José Revueltas
133
FELIPE VÁZQUEZ
como “uno de los mejores escritores de mi generación y uno de los hombres
más puros de México”. En ese momento Revueltas está preso en la cárcel de
Lecumberri, condenado a quince años de reclusión por su participación en
el movimiento estudiantil, y desde la cárcel envía una carta titulada “Aquí,
un mensaje a Octavio Paz” donde, al reflexionar sobre la poesía del autor del
Libertad bajo palabra, afirma: “aquí en la cárcel todos reflexionamos a Octavio
Paz, todos estos jóvenes de México te piensan, Octavio, y repiten los mismos
sueños de tu vigilia (...) Hemos aprendido desde entonces que la única verdad,
por encima y en contra de todas las miserables y pequeñas verdades de partidos, de héroes, de banderas, de piedras, de dioses, que la única verdad, la
única libertad es la poesía, ese canto lóbrego, ese canto luminoso”.
En Lecumberri, José Revueltas escribe su última y mejor novela, El
apando (1969). En esta novela breve no hay ninguna alusión a la matanza del
2 de octubre, ninguna alusión al Estado policiaco, ninguna alusión a los presos políticos ni a la pérdida de libertades cívicas. El tema es muy simple: tres
delincuentes comunes son llevados al apando –una celda de castigo dentro
de la cárcel– debido a que han introducido droga al penal. Pero mediante
un discurso de tono épico, elusivo y sugerente a la vez, el narrador transmite
la idea de que la cárcel, esa geometría enajenada, es el sistema político, el
Estado, el sistema económico mundial, y que esos delincuentes envilecidos
por la reclusión y la droga son una imagen de la sociedad e incluso de nosotros mismos como individuos. El clímax de la novela sucede cuando los
delincuentes tratan de liberarse del apando y caen en una trampa: al cruzar
un pasillo semejante a una jaula, son encerrados e inmovilizados mediante
tubos que los policías hacen cruzar de lado a lado. Dice el narrador: “Un diabólico sucederse de mutilaciones del espacio, triángulos, trapecios, paralelas,
segmentos oblicuos o perpendiculares, líneas y más líneas, rejas y más rejas,
hasta impedir cualquier movimiento de los gladiadores y dejarlos crucificados
sobre el esquema monstruoso de esta gigantesca derrota de la libertad a manos
de la geometría.” En un sentido extremo, quizá la cárcel sea también una
imagen de las estructuras mentales que hemos elaborado para aprehender la
realidad. Debido a su tensa ambigüedad y a su resonancia épica, El apando
está más cerca de la poesía que de la narrativa estricta.
Los poemas, cuentos, novelas y dramas del autor de Los motivos de Caín
134
PAZ, REVUELTAS, HUERTA: LA PASIÓN CRÍTICA
indagan las contorsiones de la conciencia. Revueltas sabe que los pliegues
del mal revelan los límites del ser humano porque, justo en esa frontera, hombres y mujeres hallan la fraternidad más pura: se miran arrancados de sí mismos, reconocen a los otros y se reconocen en ellos. El mal es la puerta hacia
el no-ser humano, pero sólo quien toca ese espacio de negatividad absoluta
puede sufrir la revelación de lo humano: el animal expulsado de la naturaleza, el hombre sin máscaras, el mártir sin respuestas, el hombre desasido, el
hombre caído capaz de comprender los extremos inhumanos de lo humano.
La mitología cristiana forma parte de las estructuras de pensamiento de
Revueltas. Sus personajes se mueven del pecado a la culpa y de la expiación
a la redención, no obstante que –desde el punto de vista del cristianismo o
del marxismo dogmático– esta redención nunca es positiva: los personajes están
abismados y su redención consiste en ser conscientes de esa condición abismal.
Y éste es, para Revueltas, el acontecimiento revolucionario: la conciencia que
se sabe consciente. A semejanza de los seres humanos, los personajes despiertan de la pesadilla y descubren que no han soñado: su realidad es la pesadilla. Y saberlo, asumir la conciencia de ello, implica acceder a un estado
de disponibilidad para transformar esa realidad. En este punto la narración
se suspende, nos deja en vilo, ante un espacio donde convergen la incertidumbre, las posibilidades de otra realidad, la orfandad extrema o la muerte.
INVENTAR EL SILENCIO
Por la amplitud de registros formales, por la búsqueda expiatoria de otra
palabra dentro de esa misma palabra y por la reflexión sobre la poesía dentro
del poema mismo, Octavio Paz está cercano a la tendencia formalista y metapoética. En Salamandra (1962) cuestiona, por principio, el lenguaje que él
mismo emplea en los poemas, lo desarticula, hace que el poema sea “penitencia de palabras”, trata de purificar su lenguaje para después rearticularlo
y hallar así una nueva forma de hacer poesía.
En Blanco (1966) radicalizará la experimentación formal: propone un
poema visual que puede ser leído a partir de seis rutas de lectura. Esta propuesta lectora adquiere mayor complejidad porque el poema articula una
combinatoria adicional entre la palabra, el silencio, la forma, el espacio y el
135
FELIPE VÁZQUEZ
cromatismo. El formato del libro recuerda los rollos tántricos, pero en este
caso el libro se desdobla en pliegos; es decir, el espacio en blanco se desdobla y, al desplegarse, engendra el poema; a su vez, el poema va surgiendo
del espacio en blanco y, al desplegarse sobre sí mismo, reinventa el espacio
en blanco, crea el silencio en cuya superficie las palabras forman constelaciones de sentido. En este poema converge la poesía erótica occidental, la
filosofía tántrica, el surrealismo, la poesía concreta y las propuestas hipertextuales del arte de vanguardia. Blanco es una obra abierta, pues el lector
participa activamente en las rutas de lectura, incluso puede crear su propio
poema a partir de esa suerte de rompecabezas textual. La complejidad formal
de Blanco no será intentada de nuevo por Paz, aunque en los años siguientes
hizo aún dos obras de poesía visual: Discos visuales (1968) y Topoemas (1971).
El encuentro de Paz con el Oriente y su asombro ante otra visión del
mundo, ante otra forma de aprehender la realidad, fue una vivencia tan enriquecedora que generó un parteaguas en su concepción del mundo. El pensamiento y el no pensamiento de las tendencias budistas marcaron con hondura su forma de concebir el espacio poético. Producto de esa experiencia es el
poemario Ladera Este (1969), libro que incluye Blanco, y donde las nociones
de palabra y silencio, plenitud y vacío, pensamiento y no pensamiento, visión de la no visión, ontofanía y nada, se articulan de manera coherente y
sin extrañeza en este conjunto de poemas. Aclaro que no intentó escribir
poemas budistas o zen o a la manera de... Eso estaba muy lejos de Paz: fiel
al espíritu de la modernidad, rara vez escribió poemas miméticos, pues la
poiesis fáustica era su divisa. El autor de Conjunciones y disyunciones (1969)
resolvió esta situación escribiendo poemas bisagra: el espacio poético concebido como una intersección del pensamiento de Oriente y el de Occidente,
es decir, los poemas son intertextuales: en su espacio se intersecta la visión
occidental y la visión de la no visión oriental. En las tradiciones budistas,
él descubre otra concepción del espacio en blanco y del silencio. Y aunque
sabía que en el espacio del silencio se despliega la constelación de palabras,
quizá no había descubierto que el silencio puede ser una constelación de
significados y que esos significados pueden conducir a la revelación de otro
silencio, un silencio donde la percepción del ser y del no ser coinciden de
manera simultánea en la experiencia del vacío. Descubrió, como el músico
136
PAZ, REVUELTAS, HUERTA: LA PASIÓN CRÍTICA
norteamericano John Cage, que el silencio no existe o que existe sólo como
una experiencia interior: el silencio es una invención del arte y de la mística; por otro lado, es un concepto, no una realidad concreta. Sin embargo,
Paz no era místico ni budista y decidió que el poeta, igual que el músico,
debe inventar el silencio. El poema Blanco, por ejemplo, es la invención y
la revelación del silencio, pues ese poema podría titularse también Silencio
o Vacío, pues su lectura nos lleva, por la vía del erotismo, a la revelación de
lo blanco en lo blanco, es decir, la visión de la no visión.
Con la capacidad de articular palabras que den por significado el silencio, y con la capacidad de significar el silencio del espacio en blanco, Paz
escribe su siguiente poemario: Vuelta (1974), que reúne los poemas que escribe cuando regresa a la ciudad de México. Vuelta es la vuelta al origen, un retorno menos mítico que dialéctico al espacio de la identidad originaria: una
recapitulación de la historia personal y de la historia de México. El yo lírico
de Vuelta regresa a las raíces; pero ha vuelto armado de una doble visión,
y no tiene piedad: los poemas son una crítica devastadora del presente de
México, de la biografía del poeta y de las ideas que han intentado transformar la realidad. El lenguaje es ascético, afilado, descarnado, reticente; dice
más por lo que no dice que por lo que dice. A diferencia de sus anteriores
libros, la ciudad no es sublime ni celebratoria y no se transfigura en mujer o
libro; a semejanza de los poemas lacerantes de Huerta, la visión de la ciudad
de México es desolada y prosaica: vemos una urbe regida por la codicia y
la mentira, por ideales envilecidos y rapaces de toda laya. Esta visión de la
ciudad grotesca cambia cuando el yo lírico evoca la ciudad de la juventud
en el “Nocturno de San Ildefonso”, donde la visión crítica del pasado no
excluye que la memoria lo reinvente y lo vuelva entrañable. El hablante
recorre la ciudad de la memoria con un dejo de nostalgia desengañada, con
una fraternidad no exenta de examen de conciencia: “El bien, quisimos el
bien: / enderezar al mundo. / No nos faltó entereza: / nos faltó humildad”, y
líneas adelante: “mi historia / ¿son las historias de un error? / La historia es
el error”. Este poema de corte biográfico es también una respuesta al poema
“San Ildefonso”, de Alfonso Reyes: ambos poemas evocan la Escuela Nacional Preparatoria, la historia trágica de México y fueron escritos después de
que sus autores pasaran largas estancias fuera de México; en ambos también
137
FELIPE VÁZQUEZ
el yo lírico es un hombre maduro que recuerda su juventud. Sin embargo, mientras
el hablante del poema de Reyes recuerda al joven “perdido entre el enjambre de la sangre” y se compadece de sí mismo (“Tengo piedad de mí”), el
hablante del poema de Paz no tiene piedad de sí mismo, pues no sufrió con
pasividad la violencia revolucionaria: quiso cambiar el mundo, hacer otra
revolución, no obstante reconoce que, al final, “las ideas se disipan, / quedan los
espectros”. Ambos poemas coinciden en la reconciliación, el poema de Reyes concluye con versos que parecen venir de la tradición hermética: “mide
el universo / desde la mano abierta de tus hondas / raíces”; la reconciliación
en Paz es por la vía del erotismo: “Mujer: / fuente en la noche. / Yo me fío a
su fluir sosegado.”
Después de este libro expiatorio, Paz publica Árbol adentro (1987); libro reflexivo y melancólico, animado por una escéptica sabiduría que, por
momentos, roza el tono amargo; escritura semejante al agua serena de un
estanque que permite percibir, pese a las refracciones sombrías, una honda
y tranquila transparencia. Poesía como testamento y como epitafio, Árbol
adentro es un libro donde Paz reflexiona sobre la muerte y sobre su muerte:
“no quiero muerte de fuera, / quiero morir sabiendo que muero”, y versos adelante: “morir con los ojos abiertos”, “reconciliado con los tres tiempos / y las
cinco direcciones”. El yo lírico es una conciencia que quiere ser consciente
de cruzar el umbral de la no-conciencia, una conciencia que quiere saberse
conciencia que deja de ser, que se desata de sí misma para reintegrarse a ese
todo del que fue exiliada cuando se supo conciencia. El atisbo de ese otro
desconocido que es él mismo le provoca una resignada incertidumbre, pues
sabe que un día ocupará el lugar del desconocido: será ese desconocido y no
lo sabrá ni sabrá quién es:
Sin nombre, sin cara:
la muerte que yo quiero
lleva mi nombre,
tiene mi cara.
Es mi espejo y es mi sombra,
la voz sin sonido que dice mi nombre,
la oreja que escucha cuando callo,
la pared impalpable que me cierra el paso,
el piso que de pronto se abre.
138
PAZ, REVUELTAS, HUERTA: LA PASIÓN CRÍTICA
Es mi creación y soy su criatura.
Poco a poco, sin saber lo que hago,
la esculpo, escultura de aire.
Pero no la toco, pero no me habla.
Todavía no aprendo a ver,
en la cara del muerto, mi cara.
Más cerca del estoicismo que de la famosa fatalidad del mexicano, Paz
reflexiona con angustia y curiosidad sobre su muerte, descubre que su ser
deviene máscara del no-ser, que inventamos la muerte y que ella, a su vez,
nos inventa. Y aunque Paz argumentaba que el poeta debía desaparecer
detrás de sus palabras, en este poema vemos la entereza y la dignidad de un
hombre que abre los ojos en los ojos de la muerte.
LA DIGNIDAD COMO HERENCIA
José Revueltas muere en 1976. Había salido de Lecumberri en 1971 pero aún
se le llevaba un proceso judicial. Marxista heterodoxo, desde los sesenta había
hecho una crítica radical a la práctica marxista y llegó a demostrar “la irrealidad histórica del Partido Comunista Mexicano”, al que había calificado ya
como una “superchería ideológica”, y propugnó por un marxismo crítico, humanista y abierto. En el Ensayo sobre un proletariado sin cabeza (1962) –para comprender este título hay que considerar que el Partido Comunista se hacía llamar
la cabeza del proletariado– analiza cómo los intelectuales de izquierda interpretaban de modo equivocado la realidad debido a la lectura dogmática y
acrítica del marxismo y cómo, a partir de esta realidad falseada, pretendían
organizar una revolución. Concebir el marxismo como doctrina monolítica y
no como praxis condujo al fracaso histórico del Partido Comunista, por ello
él sentía la necesidad de realizar una interpretación dialéctica de la realidad
histórica de México y de los procesos ideológicos de enajenación, un planteamiento teórico que sirviera de base para transformar la realidad.
Hoy casi nadie recuerda esas batallas teóricas y políticas, pero queda
la imagen de un hombre que luchó con heroísmo por unos ideales de justicia
social, queda su integridad moral y su libertad intelectual frente a los mecanismos de exclusión y de cooptación del Estado. Y queda su literatura: una
139
FELIPE VÁZQUEZ
literatura que indaga en la condición última del ser humano y en las raíces
de su conciencia, para descubrir que “el hombre no tiene ninguna finalidad,
ninguna ‘razón’ de vivir. Debe vivir en la conciencia de esto para que merezca llamarse hombre. En cuanto descubre asideros, esperanzas, ya no es un hombre
sino un pobre diablo empavorecido (...) ¡Luchemos por una sociedad sin clases! ¡Pero no para hacer felices a los hombres, sino para hacerlos libremente
desdichados, para arrebatarles toda esperanza, para hacerlos hombres!”, exclama Gregorio, el protagonista de Los días terrenales.
La literatura de Revueltas explora las fronteras de la condición humana, disecciona las desgarraduras de la conciencia, penetra en el laberinto
vertical de las pasiones, disecciona las raíces del mal e incluso aprehende
esa nada que nos rodea, que nos amenaza cada día y que llamamos a veces
soledad, a veces vacío y a veces muerte; pues, para él, “el verdadero artista
siempre ve la vida con los ojos de la muerte, y éste es su gran drama”. La
herencia de Revueltas es doble: su dignidad ante las coacciones del poder y
su literatura de resonancias abismales.
LA GARRA PERDURABLE
Efraín Huerta muere en 1982. Igual que hoy, los jóvenes se identificaban con
un poeta que escribía como ellos hubieran querido escribir: con desenfado,
con enojo, con humor, con ternura. Es un poeta que acompaña al hombre de
a pie en su vivencia antipoética de la ciudad; y aun: la ciudad se identifica
y deja de ser prosaica en la voz del poeta, este hecho la vuelve entrañable y
hospitalaria en su inhóspita extrañeza. Buena parte de la poesía de Huerta
no ha envejecido: es una poesía lúdica, erótica, vivaz, irreverente, con no
pocos momentos de visión profética; es una poesía con garra:
Claro está que murió –como deben morir los poetas,
maldiciendo, blasfemando, mentando madres,
viendo apariciones, cobijado por las pesadillas.
Claro que así murió y su muerte resuena en las malditas habitaciones
donde perros, orgías, vino griego, prostitutas francesas, donceles y príncipes se rinden
y le besan los benditos pies;
porque todo en él era bendito como el mármol de La piedad.
140
PAZ, REVUELTAS, HUERTA: LA PASIÓN CRÍTICA
Así empieza “Responso por un poeta descuartizado”, poema donde refiere la muerte de Rubén Darío, el fundador de la poesía moderna de Hispanoamérica. Huerta conjuga aquí la concepción romántica del poeta con la
de los poetas malditos y nos da el retrato de un Darío santificado, un Darío
mártir, que –como todo poeta moderno– ha naufragado “en las heladas aguas
del cálculo egoísta”. Esta imagen del poeta es la que concebía Huerta para sí
mismo: un visionario que clama desde un mar de voces desoladas, que recorre las calles en busca de otra ciudad, la ciudad donde los hombres puedan
reconocerse entre sí gracias a la palabra poética.
Creo, por otra parte, que gran parte de la crítica huertiana ha envejecido debido a que muchos de sus textos son circunstanciales y, al contrario
de sus poemas, sin amplitud de mira, sin capacidad profética. Quizá debido
a las necesidades históricas del momento, su crítica es inmediata y testimonial, está sujeta a una época: al criticar un ángulo cerrado de la historia,
al criticar una de las formas del presente, ese mismo presente fijó la crítica
huertiana a un punto –pocas veces a un pliegue, a un nodo, a una encrucijada– en las redes convergentes de la historia. Con el paso de los años, esa
crítica se ha vuelto objeto de la historiografía, de la biografía intelectual,
pero no deviene en las redes de la concepción histórica presente, no es parte
de nuestra vitalidad crítica.
La poesía participa de una singularidad que la sustrae de un espacio-tiempo específico, pues a pesar de que es también producto de la historia
y crea historia, incluye una condición ahistórica: desde sus orígenes incluye
una capacidad profética, un no-presente, un tiempo ubicuo. Se sustrae de
su tiempo y puede atravesar épocas, estilos y lenguas. Tiene atributos que
hacen que se resignifique. La poesía de Huerta tiene estas cualidades: los
lectores la resignifican porque se identifican con ese lenguaje, pues les dice
algo íntimo, algo que ellos desean decir pero que el poeta había ya dicho.
Los lectores se miran en ese espejo verbal y se reconocen.
EN LAS TRAMPAS DEL OGRO FILANTRÓPICO
Octavio Paz murió en 1998, vio la caída del socialismo totalitario que tanto él
como Revueltas habían criticado desde jóvenes, fue de los primeros teóricos
141
FELIPE VÁZQUEZ
en percibir la caducidad de los discursos que dieron ser a la modernidad y en
vislumbrar eso que hoy se llama posmodernidad, vio con pesadumbre cómo
las redes del mercado penetraban de manera totalitaria en todos los órdenes
de las relaciones humanas (“ninguna civilización había estado regida por una fatalidad tan ciega, mecánica y destructiva”, escribió en La otra voz), reflexionó sobre
la función social de la poesía ante el problema actual de “la supervivencia
del género humano en una tierra envenenada y asolada”, en 1990 recibió el Premio Nobel de Literatura y murió con el aura del poeta más importante del siglo
XX mexicano. El ambiente cultural de México sería hoy menos complejo sin su
actividad de poeta y traductor, de crítico de literatura y de artes plásticas, de
teórico de la modernidad y del arte moderno, de animador cultural y editor
de revistas (dirigió las revistas Plural y Vuelta en cuyas páginas publicaron los
escritores más lúcidos de la segunda mitad del siglo XX), de polemista y cuestionador de los usos políticos y sociales. Creo que la cultura mexicana se volvió
realmente moderna gracias a los esfuerzos de Paz. Moderna en las postrimerías
de la modernidad, en el ocaso del pensamiento crítico y el advenimiento de una
cultura acomodaticia y pautada por las exigencias de la academia y del mercado.
El poeta debe estar alejado del príncipe, dijo Paz varias veces, pero
al final de su vida cedió a las tentaciones del poder: se volvió cacique en la
república de las letras y, lejos de ser consejero, se dejó usar por algunos de
los príncipes de los poderes fácticos, príncipes corruptos que deseaban legitimarse gracias al prestigio moral e intelectual del poeta; incluso después de
muerto, algunas de las victorias de Paz han sido en beneficio de los poderes
totalitarios y no de la crítica, y menos de la poesía. Aunque mantuvo siempre una posición de disenso público, su pensamiento político giró hacia la
derecha, hacia ideas que coincidían con los presupuestos del neoliberalismo
(del verso “la historia es el error” a los argumentos de El fin de la historia
de Fukuyama no hay mucha distancia) y pasó de ser una conciencia crítica
frente al Estado a un engrane en los procesos de autolegitimación de ese
mismo Estado. Quizá por ello murió cobijado por el aparato estatal, por ese
ogro filantrópico que él criticó de manera devastadora en varios libros. Sin
embargo, al margen de las circunstancias que hacen que un hombre acierte o
se equivoque, podemos decir que su poesía y su crítica lo colocan a la altura
de los grandes poetas del siglo XX.
142
Por donde baja la luz*
L UIS J IMÉNEZ
Carne cruda, suelta ¿acaso un concepto?
Nietzsche vs deus /a/o/caso EX machina
Derivado de las lecturas D.W. Brooks
Interminable la profundidad.
La fuente del mito en la inmediatez de los límites
antro/ por /o/ logia inmediata, intermedia:
de los eventos: sangre sobre/bajo el suelo,
amplía la tierra, el lamento.
*
Los hechos, cada consumidor
con su porciento de carne
distribuido tasado y pesado
para la incorporación de sus necesidades
Este poema forma parte de Por donde baja la luz, libro de inminente aparición en
Bonobos.
*
143
entre tajo y tajo.
Tantos ruidos ensordecen,
no sabemos
a ciencia cierta cuántos se benefician de la matanza.
Los núcleos o nucléolos
dictámenes de sombras/podríamos
filosofar sobre las vacas y sus carnes
o las tiras coloreadas en los músculos de los cerdos
ansiedad o contracción, impacto sobre la levedad
de los colores.
*
Como a ochocientos metros de altura
entre las nubes densas baja hasta llegar al techo
el único rayo de luz
de tropel para la poca conformidad.
Cuando está oscuro, así como de lluvia
Es preferible esperar a ver dónde caen los truenos,
a comenzar a trastear los ganchos.
*
144
Carne +, esa sensación,
las papillas gustativas,
la inanición referencia a
Jan Lukasiewicz.
Notación de posfijos,
hablemos antes de lo que
diremos después.
Tres notaciones luego
para el operador.
*
Historiografía, análisis semántico del orden
del matadero, héroes de una batalla épica
muestran sus rostros en la pared.
Las mangueras cambian,
las ropas cambian,
fracciones de aparatos: el mundo visto
desde otra responsabilidad.
El aire final: Sus ojos papel de amianto son.
145
Siste viator: escritura y muerte
en la poética de José Kozer
A DALBER S ALAS H ERNÁNDEZ
Every phrase and every sentence is an end and a beginning,
Every poem an epitaph.
T. S. Eliot
“Every man dies his own death”, anota Wallace Stevens entre sus aforismos. Esta búsqueda, la de la propia muerte, signa la escritura funeraria: al
escribir epitafios sobre los otros, al darles su punto final, de alguna manera
también se garantiza el propio. Se trata de una escritura que vive a orillas de
la muerte, siempre a punto de desaparecer, limitando con lo que no puede
tener nombre –aunque no dejemos de hablar de ello–. Su fuerza proviene del
conflicto que la hace nacer, la dicotomía entre lo imposible de simbolizar y la
necesidad inapelable de simbolizarlo. Para que cada hombre pueda morir su
propia muerte es necesario que cada hombre tenga su propio epitafio.
El nombre así inscrito sobre la mineralidad insistente de la lápida es
de algún modo salvado de la anonimia de la muerte, quedando suspendido,
a medio camino, sin terminar de pertenecer a la vida o a su reverso. Salvado
y condenado. Bajo el horror que nos causan las fosas comunes, el dolor y la
indignación producidos por el crimen que testimonian, subyace otro horror:
el de no poder decir con exactitud quienes fueron los cadáveres. La identificación de los muertos, en todo caso, no cumple una mera función documental o administrativa, sino sobre todo simbólica: los restituye al universo, los
devuelve al orden de la lengua al otorgarles el punto final a su vida. Enmar146
SISTE VIATOR
cados por esta necesidad podemos entender la potencia inquietante de estos
versos de José Kozer pertenecientes al poema “Indicios, del inscrito”:
El dedo de mi abuelo Isaac o Ismael o rey ahora sin
nombre o de nombre Katz o de nombre Lev
o corazón de Judá (señala) la palabra donde
se detuvo la recta maraña de las palabras,
rey extranjero: el dedo, sobre la boca del
hormiguero.
5:24,
el fuego: óseo.
La huella digital es lo que queda la uña tiene voz aún
para algún aleluya en la cuerda del arpa.1
Incluido originalmente en el libro Carece de causa, este poema gira en
torno a una sola escena: el abuelo del yo que habla en el texto, leyendo la
Torá poco antes de morir. La expresión no es gratuita: las palabras del poema literalmente giran alrededor de la escena como una especie de cinturón
de asteroides verbales, gravitan en torno a ella, la rodean, van y vienen, la
delinean para nosotros. A lo largo de este extenso poema, volvemos una y
otra vez a ese momento axial de la lectura para asistir a un mismo detalle: el
dedo puesto sobre el papel, presionado sobre Isaías 5:24, allí donde el fuego
consume la paja, las raíces se descomponen y las flores son arrancadas para
siempre, en medio de la eternidad horizontal de la tinta.
Sobre ese versículo se apoya el dedo de un hombre a punto de desaparecer, como si una muerte se apoyara sobre otra. Y este poema intenta dar
un mismo nombre a ambas, a pesar de lo imposible de tal empresa, Isaac
o Ismael, Katz o Lev, en su último instante rey sin nombre o rey quizás
precisamente por no tener nombre, el abuelo del yo poético se ve simultáneamente salvado y perdido por el poema: su memoria pervive en un gesto y
un versículo, su nombre es capturado en el momento de difuminarse y desaparecer. “La mort est au fond le nom de la simultanéité impossible et d’une
impossibilité que nous savons simultanément”, escribe Jacques Derrida en
1
En José Kozer, Trasvasando, Monte Ávila Editores Latinoamericana, Caracas,
Todas las citas de este poema pertenecen a esta edición.
2006.
147
ADALBER SALAS HERNÁNDEZ
Apories. Esa simultaneidad imposible
que nombra la muerte es la simultaneidad de todos los nombres, lugares
y tiempos en el ya no más, su súbita
e inapelable igualdad en esa especie
de ápeiron que es la ausencia.
Pero la muerte también es una imposibilidad, en la medida en que resulta
imposible pensarla, en la medida en
que se resiste a cualquier representación –aunque la hemos rodeado de símJOSÉ KOZER
bolos incluso antes de volvernos seres
humanos–. Nuestros cercanos parientes prehistóricos, otras especies de homínidos hoy en día extintas, enterraban a sus muertos con objetos específicos, lo cual da testimonio de rituales funerarios. Desde entonces no ha
cesado esta práctica. El cadáver ingresa al nunca más investido de signos,
hoy como hace decenas de miles de años.
Todo esto lo sabe el dedo que se detiene por última vez sobre Isaías 5:24,
como un versículo de carne y hueso señalando otro de tinta y papel:
Está la yema del dedo corazón de su mano derecha
en la extensión del versículo que dice
Isaías (5:24) todavía está húmeda la yema
del dedo índice (húmeda y grana) se derramó
(ése) (ése era Elías, en lo alto) en el recto
apresuramiento de la yema de aquel dedo
que recorre en toda su extensión un versículo
La simultaneidad e imposibilidad de la muerte pertenecen también a
la escritura. El título del poema lo sugiere: “Indicios, del inscrito” es una
frase que funciona en varios niveles a la vez. El indicio se refiere tanto al dedo
que indica como al rastro, la insinuación, la tarea netamente evocadora que
desempeñan las palabras ante la ausencia. Y el inscrito es tanto el versículo
del Pentateuco como la figura del abuelo, que es inscrito en la muerte a través del poema mismo. La escritura es ya, de antemano, la muerte. Pero una
muerte infinitamente aplazada, que no termina de suceder y que, al mismo
148
SISTE VIATOR
tiempo, ya ha sucedido irremediablemente: en ella subsisten e insisten todas
las ausencias que hemos podido acumular.
Todo esto confiere a “Indicios, del inscrito” su carácter de epitafio. Un
epitafio es un acto verbal, un speech act en el sentido que da Austin al término, más que un simple aviso o una declaración de carácter informativo. No
marca la frontera entre el mundo de los vivos y el mundo de los muertos, sino
que efectivamente la crea. Pues tal borde sería ininteligible para nosotros
si no estuviera mediado por lo escrito. Un epitafio hace bastante más que
señalar lo que se ha perdido: lo sostiene allí, en su pérdida, sin que ésta se
consuma por completo. Ninguna tumba es realmente una tumba hasta que
se ha inscrito algo sobre ella. Sobre aquel abuelo cuyo nombre se asoma
incompleto a la superficie de la memoria, sobre sus dedos índice y corazón,
sobre la página terca, sobre ese recto apresuramiento que parece llevarlo a
la sala de espera de los justos, sobre todo ello está el poema, efectuando la
imposibilidad de la muerte, haciendo interminable la extensión de ese versículo, haciendo que permanezca la huella digital, la voz que aún sabe extraer
un aleluya de la cuerda del arpa.
La muerte no se parece a nada. Es el acontecimiento ubicuo de la humanidad, pero no por ello sabemos proporcionarle una formulación adecuada.
Sabe medirnos a la perfección; sin embargo, somos pésimos sastres a la hora
de cubrirla de palabras. Todas le quedan estrechas u holgadas, inadecuadas
e incómodas. Todas la señalan a medias, la visten de soslayo, apuro, temor.
En uno de los poemas de Tombeau, un libro compuesto casi completamente
por epitafios, Kozer da cuenta de ello:
Se tiene la impresión de
haber muerto horizontal,
muerto en todas las
proporciones de la
materia ínsita, la
superficie que
concebíamos incalculable
se reduce a la cifra que
no dimana. Ojo no.
Oído tampoco. Al
tacto, oír. El paladar
149
ADALBER SALAS HERNÁNDEZ
aquello que zumba
todavía en apariencia
interior.2
Desde esa vaga impresión estamos perdidos: no podemos determinar a
ciencia cierta lo que sucede. La voz que Kozer adopta en este texto pareciera
ser una voz póstuma, venida de ultratumba. Se las arregla para filtrar sus sílabas en esa materia inerte, disminuida a una “cifra que no dimana”. Desde allí
hace hablar al poema para que diga, paradójicamente, cómo no se puede decir
ese más allá del cuerpo que ha fallecido: muerto “en todas las proporciones”, sin ojo, oído, tacto –y presumiblemente sin olfato–. Resta el paladar,
reducido a mero zumbido en la boca: el asiento del decir.
De nuevo, lengua y muerte se hallan hermanadas, confundidas en una
misma instancia. Se trata de un núcleo de sentido recurrente en la obra de
Kozer, uno de los fundamentos de su poética. Estos versos, pertenecientes
al poema “Tránsito”, lo condensan de modo ejemplar. Sin embargo se trata
de una noción antiquísima en nuestra cultura. Macrobio cuenta en sus Saturnales, citando a Varrón, que en la antigua Roma, en determinadas fechas
del año –24 de agosto, 5 de octubre y 8 de noviembre– se abría en el Palatino
un hoyo llamado mundus, que daba directamente al inframundo. Durante
estos días, denominados mundus patet y marcados como religiosi –cualidad
que conllevaba una serie de prescripciones sacras; por ejemplo, no se podía
llevar a cabo actividad militar o contraer matrimonio en ellos–, los habitantes del inframundo podían ascender al mundo de los vivos. Éstos eran
llamados deorum tristium, dioses tristes: sus llantos, murmullos, balbuceos
y gritos podían escucharse entonces entre los vivos. Esta creencia, así como
muchas otras de la antigüedad vinculadas a los muertos, no contemplaban
que éstos pudieran hablar de un modo inteligible. Sólo susurrar, modular
frases resbaladizas y cubiertas de barro, o gritos como el chasquido de una
roca que se quiebra. Los deorum tristium no saben decir con nitidez: en su
paladar sólo habita un zumbido.
2
José Kozer, Tombeau, Literal/Pico de Gallo, México, 2011. Los siguientes poemas de
Kozer citados, con excepción del ya mencionado “Indicios, del inscrito”, pertenecerán a
esta edición.
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SISTE VIATOR
Pero justamente es la poesía la que
hace el esfuerzo por tallar esa ininteligibilidad hasta volverla verso, imagen,
cadencia. La escritura –en este caso,
la escritura poética– es la muerte en la
medida en que constituye una casa en
lo que no puede ser dicho. “L’indicible de la mort est sans analogue, sans
égard ni rapport à rien, sans commune
mesure avec aucune expérience finie”,
constata Vladimir Jankélévitch en La
mort. La muerte es el punto ciego de
la existencia humana, lo que definitivamente no puede ser visto, oído, palpado, olido o saboreado –y, sobre todo,
lo que no puede ser dicho–. Por eso lo
intentamos, porque nuestra lengua se
halla completamente tomada por eso que no es, eso que no guarda proporción
con experiencia finita alguna. Nuestra lengua, que se coloca entre la vida y
la muerte como un umbral huidizo, intentando imaginar la circunferencia de
ese punto final imposible:
Tendría que pensar en sus
ojos transformados sin
visión en retina, nada que
ver ahí debajo de ese
campo: vería lo que hay
donde no hay nada.
(...)
Del
punto ciego del ojo al
punto ciego del Universo,
ida y regreso.
Estos versos forman parte del poema de Kozer llamado “Tumba por Paul
Celan”, también incluido en Tombeau. Nuevamente los versos se cuelan den151
ADALBER SALAS HERNÁNDEZ
tro de la muerte para imaginarla, se entregan para que la muerte se diga a
través de ellos. Eso que es invisible, que es la no-experiencia por definición
–el fondo contra el cual toda experiencia posible se perfila– no recibe la imposición de una alegoría o un símbolo más o menos adecuado, sino que es
dicho desde su ceguera misma: ese ver “lo que hay donde no hay nada”. La
palabra poética ensaya el trayecto inabarcable entre el “punto ciego del ojo”
y el “punto ciego del Universo”, la misma oscuridad.
Solamente la escritura puede intentar comunicar desde las regiones asimbolizables de la muerte. No porque lo logren plenamente –los versos o las
oraciones no alcanzan a transportar en sí esa inercia total, inapelable–, sino
porque, a diferencia del habla, la materia escrita participa simultáneamente
de ambas zonas, posee ambas naturalezas –o mejor, posee una naturaleza y
su reverso: la capacidad de producir múltiples sentidos y la de acercarse a
lo que no tiene ninguno.
Kozer saca el mayor provecho de ello en sus poemas. Con una sensibilidad fina para detectar las fisuras que recorren la vida, con un oído entrenado
en descubrir dónde la lengua se rompe, sabe encontrar los agujeros que
hacen de vasos comunicantes entre lo vivo y lo muerto, como si fuera 24 de
agosto o 5 de octubre, como si en sus poemas, con los que explora ese túnel,
estuviera ocurriendo el mundus patet, como si en ellos se hiciera permeable
la barrera entre el mundo y su envés. Resulta necesario volver entonces a
“Indicios, del inscrito”, en algunos de cuyos versos se lee:
Su muerte sus cabalgaduras su galope ritual de
palabras (extranjeras): compuestas; de semillas
de cardamomo (semillas) de cártamo para
la unción nupcial de su manto su baldaquino
su bonete ritual (ungido) por la gota (nupcial)
de vino que guarda bajo la lengua: muerto.
De la muerte inscrita con palabras rituales extranjeras hasta la muerte
guardada como gota de vino nupcial bajo la lengua hay apenas un galope, un
ritmo cargado de semillas, unciones, mantos y bonetes: una escritura que
guarda en sí las marcas de un legado. Kozer sabe bien que, entre otras cosas,
la escritura es también –aunque no sólo– la muerte porque guarda en sí las voces
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SISTE VIATOR
de quienes nos precedieron, la suma de desapariciones que llamamos herencia. Los ausentes hablan en la tinta –es decir, hablan en nosotros, hablan con
nuestra voz cuando los leemos–. Efectuar el poema como un epitafio es saber
recogerlos para traerlos, para actualizarlos, para hacerlos a la vez propios y
ajenos: tenemos ante nosotros su figura prístina y sin embargo tergiversada.
Dado que la poética de Kozer está signada por una gran coherencia,
es posible leer algunos de sus poemas a través de otros. Así, “Indicios, del
inscrito” puede ser iluminado por otro de los textos de Tombeau, el cual lleva
el mismo título del libro:
Le
sobraba espejo, ahora sólo tiene busto, pronto
laja inscrita de granito,
dos fechas, una
convención que
incluye al par de
allegados, el nombre
a medias, el tiempo
borrará una letra
(de momento) su
nombre propio se
volverá asirio:
inescrutable, uno
u otro, número o
letra, la lápida
(lasca) rajada en
diagonal, una olla
de cobre al pie de
la piedra, qué dice
quién al insertar unos
crisantemos blancos
en el recipiente color
cardenillo, cual si
difunto fuese japonés.
Esta mirada irónica dista, al menos en tono, de “Indicios, del inscrito”;
no obstante, ambos poemas son animados por un mismo empeño. Este Tombeau
153
ADALBER SALAS HERNÁNDEZ
gira en torno a lo que ha sido grabado en la lápida, lo inscrito, el nombre que se va volviendo
borroso pero con ello no se pierde del todo, sino
que se va haciendo otro, acogiendo en su interior el registro voraz del tiempo. El nombre aquí
se nubla y se torna asirio, justo como hace unas
páginas el nombre del abuelo se iba transformando en el de sus antepasados. La escritura
preserva los nombres de la muerte, pero no por
completo: allí permanecen detenidos, en una
suerte espera inquieta y resignada.
Incluso los crisantemos blancos funcionan
aquí para reforzar esa indeterminación: “cual
si / difunto fuese japonés”. El cadáver pertenece a esa anonimia de la cual todos venimos y
a la cual seguramente regresaremos. Pero hay
un mientras, el suspenso del nombre recogido por la escritura, por su eternidad provisional. Cuando Hans-Georg Gadamer escribe en ¿Quién soy yo
y quién eres tú? que “saber de uno mismo significa: saber qué es la muerte”
se refiere a algo así. Pues, ¿cómo es posible saber qué es la muerte sin preguntarse por la propia disolución, la que nos corresponde como sujetos transitorios, finitos? ¿Y cómo es posible preguntarse esto sin interrogarse antes
sobre las posibilidades de la lengua y en concreto la escritura, sobre lo que
puede ser dicho y lo que escapa a toda dicción?
Saber de uno mismo significa saber dónde termina la lengua. La poética
de Kozer explora este límite constantemente. En “Indicios, del inscrito” lo
encuentra en un detalle:
Éste, desciende de Israel: se llama Isaac (es concreto)
está muerto (mi abuelo) a veinte de mayo,
casi entrada la noche.
También cabría decir entonces: saber de uno mismo significa saber qué
podemos conservar en la lengua. Y cómo. Puesto que es tramada a medio
camino entre la ausencia y la presencia, la lengua está hecha para oscilar,
154
SISTE VIATOR
nunca olvidando por completo, nunca recordando con entera exactitud. En
su seminario Le neutre, Roland Barthes se refiere en cierto punto a la “impression dantesque que nous sommes tous des travailleurs de la langue”.
Ni la impresión es incoherente ni arbitrario es el adjetivo: en efecto, somos
trabajadores de la lengua, todos nosotros. En ella estamos muertos y vivos al
mismo tiempo, en ella atravesamos todas las épocas y el instante mismo en
que existimos. En ella, que es tan creadora nuestra como nosotros de ella,
encontramos la única posteridad, la única existencia póstuma que nos ha
sido dado palpar. Esta ambivalencia de la lengua es registrada por Kozer en
otro de sus poemas llamados “Tombeau”:
Me inclino, se inclinan por escrito las palabras.
Me reclino, las palabras se precipitan desde su
propia inclinación a
una orilla de redes
impenetrables.
Cierro en efigie, los ojos: las palabras merodean
auscultando en su
detenimiento el
nombre verdadero
de la propia Palabra
acumulado en la
retina.
Las palabras escritas se inclinan, se precipitan, se abocan a lo que hay tras
los párpados cerrados: ese nombre verdadero que yace bajo todos los nombres a
medio disolver por la muerte, esa Palabra que quizás no exista, que puede que
nadie haya inventado, pero que toda escritura imagina para sostenerse. Escribir
nos obliga a creer en nuestro pasado como si fuera una promesa y en nuestro
futuro como si fuera un objeto antiquísimo que hemos descubierto, un jeroglífico.
En suma: nos devuelve la vida como un signo que requiere interpretación, que
pide ser leído desde su mismo deshacerse, desde la muerte. El punto final nunca
es colocado definitivamente: esto nos enseña la poética de Kozer. Pero quedan
los poemas, nos dice, los epitafios junto al camino, inscripciones que crean para
nosotros un sentido, avisos en los que se lee siste viator: detente, viajero.
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Fantasía nocturna
D ANIEL S HAPIRO
Versión de Carmen Boullosa
Hay un sireno cantando en la ducha,
reluciente caballo de mar encerrado atrás del vidrio.
Olas de coral emergen de las paredes
y soy el único en la habitación.
Imagino las pozas marinas, espirales coloridas,
tubos cobrizos recubiertos de gotas de aire y de arena,
los líquenes amarillentos y el turquesa kirliano,
estruendosas inundaciones entre el cielo y la tierra.
¿Cómo sé que hay un sireno y que está cantando?,
¿que los delfines alineados saltan bajo la luna llena?
FANTASIA NOCTURNA // There’s a merman singing in the shower, / a glittering seahorse trapped under glass. / Waves of coral emerge from the wall / and I’m the only one in the room.
// I imagine tide-pools, whorls of color, / glistening copper pipes rinsed in spray. / Yellow
lichen and kirlian turquoise, / thunderous floods between sea and sky. // How do I know
there’s a merman, or that he’s singing? / Dolphins leaping in formation under a full moon? /
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Me ataré un ala, de un balcón me colgaré,
con la mirada buscaré en el vano hojuelas iridiscentes.
El sireno canta porque quiero. Sus anchos pectorales
se acinturan hasta las escamas doradas que recubren su cola;
con volteretas se propulsa, se va
en un chorro de burbujas entre anémonas y helechos.
En otro país, yo acamparía al lado de cabañas,
perros y piernas peludas, y tal vez escucharía
el repiqueteo de la lluvia en techos de asbesto
(la ropa interior goteando en la regadera a las 3 am),
o el silbido de un tren.
Crezco, pienso, me zumban los oídos en la noche.
Los gemidos del sireno se detienen en mi puerta,
su cola iridiscente cubierta de espuma jabonosa.
Un calamar revolotea (colibríes luminosos)
I’ll strap on a wing and dangle from the balcony, / look for flakes of iridescence along the
sill. // He sings because I want him to, his broad pectorals / taper into gold scales patterning
his tail, / into powerful flips that bound him away / in a spray of bubbles through anemones
and ferns. // In some other country, I might camp among cottages, / among dogs and hairy
legs, I might listen / to tin roofs hammered by rain / (underwear dripping in the shower at 3
a.m.), // or the whistle of a train. / I grow, I think, my ears throb in the night. / The merman’s
wail stops at my door, / his iridescent tail lathered with foam. // A flutter of squid like luminous hummingbirds /
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agolpándose y dispersándose. Al eclipsarse en el vano de la puerta,
su sinuosa forma gotea y espera.
Una sombra –estrías y ondas– pasa por el piso.
Hay un sireno cantando en la ducha,
reluciente caballo de mar encerrado atrás del vidrio.
Olas de coral emergen de las paredes
y soy el único en la habitación.
merge and scatter. Eclipsed in the doorway, / his sinuous form drips and waits. / A fluted
shadow undulates across the floor. // There’s that merman singing in the shower, / a glittering
seahorse trapped under glass. / Coral waves emerge from the wall / and I’m the only one in
the room.
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La vigilia de la aldea
Sólo de lenguaje vive el hombre
J UAN C ARLOS R EYES
Andreas Kurz, La joroba, Ediciones El Otro, el Mismo, Venezuela, 2013, 181 p.
El título del video en Youtube es “Andreas Kurz lee desde Austria su novela
en proceso ‘Bajo el agua’.” En algún
momento, entre ese día nevado en Austria y su publicación, el texto cambió de
nombre. Sentado en una terraza poblada
por montículos de nieve y un silbido de
aire que se antoja helado, Kurz lee en
un español en el que todavía es notorio
el acento de su lengua materna durante los primeros párrafos de su primera
novela, La joroba. Su español no tiene
error, ni al escucharlo ni al leerlo. Ha
guardado el alemán sólo para él, acaso para pensar en su natal Austria, sus
padres, su niñez, algo que seguro jamás sabremos.
Leí La joroba en dos ocasiones. La
primera, tal vez por razones ajenas al
propio libro, me produjo una atracción
casi magnética de inmediato, pero llegué a la mitad del libro y el interés se
fue deslavando, fui espaciando los ratos de lectura, y terminó como un libro
común y corriente sobre el escritorio.
Durante días me estuve preguntando qué
había causado ese cambio y, como no
supe contestarlo, decidí leer el libro de
nueva cuenta. Y fue otro libro: encontré
lugares geniales que habían pasado inadvertidos y algunos oscuros callejones
de los que Kurz no sale sin algunas heridas. Decenas de temas, particularidades
en la escritura, oraciones, rastros, guiños,
que habían pasado de largo en una primera lectura. De ello concluyo que La
joroba es un libro que invita a pensar en
los riesgos que conscientemente toma un
autor, un texto que juega con el manoseado régimen de géneros, una novela
que no es sencilla ni en sus temas, estructura o tratamiento, que se trata de
un texto que permite diversas lecturas
en el sentido más amplio de la palabra.
Me pesa que las posibilidades de
que el libro de Kurz pase inadvertido
son altas. Si se buscan reseñas, o algún
tipo de referencia al libro de Kurz en
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la red, se encuentra muy poco, y aparentemente conseguirlo es muy difícil, de
no ser por medio de la propia editorial.
Ya que estoy hablando del libro como
objeto, no puedo dejar de decir que la
edición no es la más afortunada. Tiene
algunas erratas: comas por puntos, algún “Asía”, por “Asia” y, por lo menos
en mi ejemplar, algunas páginas francamente mal impresas. El libro utiliza los
dos primeros párrafos de la novela –ejercicio un poco perezoso por parte de la
editorial, creo– como texto de contraportada, lo cual no le hace ninguna justicia.
Alguien se pudo haber tomado la molestia de escribir algo sobre los temas,
formas y riesgos en los que Andreas se
adentra en su primera novela.
La novela de Kurz nos cuenta la vida
de Peter Wirth, Anton Salton, Cuasimodo, Heinrich Rahb, Weissbauer, Peter
Kellner, Frank Ziereis, que son el mismo individuo y a la vez son otros, más
variaciones de ellos mismos; mujeres
mudas que tienen en sus manos libros
de vivos y muertos; doctores desquiciados demasiado parecidos a hombres
grabados en el maltrecho inconsciente
colectivo que dejó la Segunda Guerra
Mundial. Cuenta la transformación de
un hombre de genio a bufón y de bufón
a olvido. Narra también un siglo completo de la Europa Central ocupada,
desocupada, invadida, olvidada, ya sea
por el Primer Imperio, por los nazis, por
la guerra, por el Segundo Imperio, por el
propio olvido, por una lucha constante
con el lenguaje, por la enorme carga de
160
la invisibilidad forzada. Y esto lo hace
poniendo en duda lo contado, jugando
con una metatextualidad e intertextualidad de gran calado –una de las
características más interesantes de la
novela, a mi juicio–, y con inolvidables
pasajes ensayísticos que abren preguntas que resuenan a lo largo de todo el
libro como infames goteras en un abandonado campo de concentración: digamos, Mauthausen.
La novela está construida en nueve
capítulos: dos con nombres propios, Peter Wirth y Peter Kellner; dos con nombres de lugares: Neustiftgasse –una calle
en la periferia de Viena– y un campo
de concentración, Mauthausen; un momento histórico: Posguerra; tres Interludios –partes fundamentales de la novela
en las que muchas de las claves de su
entramado se esconden– y una final
Epifanía.
A lo largo de estos nueve capítulos el
autor emplea múltiples voces para narrar
la historia de sus personajes y su momento histórico, tanto personal como
social. En ocasiones emplea un narrador omnisciente que no juzga ni interfiere con lo narrado, en otras permite
hablar a sus personajes sin anunciarlo
de ninguna manera. Dice Peter Wirth, o
Cuasimodo –que son el mismo–: “Sobre el
odio construyo mi vida. Le gusta decir en
voz alta frases como ésta. Frases que
son ecos de lecturas ya remotas, amalgamas de varios versos u oraciones
sacadas de ya no se sabe qué novela
o cuento.” Utiliza también monólogos
de Wirth en los cuales no queda completamente claro si quien interrumpe
y cuestiona es el narrador, porque hay
también las pistas necesarias para pensar que, en aras de una redención que
sabe inalcanzable, el propio jorobado se
martiriza. Wirth ha abandonado la posibilidad de tener sexo con alguna mujer
y por ello se masturba con frecuencia y eficacia: “No eres ni masoquista ni santo.
Sólo te queda tu mano. Deja de engañarte con tus mistificaciones. Recuerda por qué huiste de la ciudad.” Como
decía antes, las voces se mezclan en la
narración, llegando en ocasiones a increpar al propio lector: “Si los antiguos
creyeron que el semen se producía en
el cerebro, sustancia sagrada no en balde, su esperma parece generarse en la
joroba. ¡No crean! No eyacula después
de acariciar la protuberancia.”
El personaje central de la novela –en
este caso quien funciona como vértice
del que parten otras líneas igualmente
importantes para formar el cuerpo entero de la novela– es Peter Wirth, de
quien el narrador da una escueta definición: “Era un hombre pequeño. Diminuto. Medía un metro 50 centímetros
y era flaco. Nunca en su vida rebasó los
45 kilos, desde que tiene memoria. Pero
tenía una cosa grande, que se había desarrollado de manera inquisitiva, había
quitado al resto de su cuerpo todas las
ganas de crecer. Su joroba.” Wirth, a
quien también llaman “Cuasimodo”, estudió teología y filosofía en la Universidad de Austria, pero un evento que
marcó su vida dramáticamente lo hizo
exiliarse en un pueblo diminuto en el
que da clases de catecismo en una primaria y asiste al párroco en sus sermones de los domingos. “Se instaló el 5
de mayo de 1930, un jueves, día de su
cumpleaños”, fecha que será recurrente en varios sucesos paradigmáticos en
su existencia, como en 1945, cuando el
mismo día fue liberado “del campo de
concentración Mauthausen (...) por la
11ª división blindada del ejército norteamericano.” Ese pueblo perdido en
la provincia de Austria ve el derrumbe
de Wirth, su ostracismo que nadie interrumpe por pena, asco, miedo o respeto.
Como lo dice Kurz: “Un pueblo necesita, si quiere ser pueblo, un alcalde,
un cura, algunos locos, un borracho y
una mujer de fama dudosa. El deforme
completa armoniosamente la lista.”
En el capítulo titulado Neustifgasse
–“La Neustifgasse es una calle recta y
angosta en el séptimo distrito municipal
de Viena. Ahí empieza la periferia de la
ciudad imperial”–, aparece el personaje
sobre el cual la responsabilidad de la intertextualidad en la novela recae: Anton
Salton, poeta menor que vaga por cafés
literarios y bares junto con su amigo,
el padre Weissbauer, en donde se encuentran a escritores –y he aquí otro
rasgo de una mezcla entre la realidad
histórica de Austria y la novela– como
Hermann Bahr, Arthur Schnitzler, Hugo von Hofmannsthal y Karl Kraus. La
huella de las lecturas se hace evidente por primera vez en este capítulo en
161
donde se menciona a Karl Kraus y su
mítica revista Die Fackel (La Antorcha),
de quien Elias Canetti, otro escritor sobre
el que aparecen recurrentes referencias,
era también un ávido lector, al grado de
nombrar el segundo tomo de sus memorias La antorcha al oído (Die Fackel
im Ohr). Para quien haya leído otros
textos de Kurz, la referencia a Canetti,
así como a Auto de fe o Masa y poder,
no le parecerá aleatoria. Como un buen
ejemplo sirva la siguiente nota: “[Palinuro] me platicó de un tal Kien, a quien
ha conocido en una de sus andanzas por
el submundo criminal vienés. Un mentecato. Decía al mexicano que en su mente
se encontraban 25.000 libros y que cada
noche, antes de acostarse, los descargaba con la ayuda de un enano. Sólo
después de ese trabajo forzado podía
dormir tranquilamente.” Más allá de la
referencia histórica sobre Die Fackel,
vale la pena decir que en la prosa del
autor me parece encontrar reminiscencias también de autores como Robert Musil o Thomas Bernhard. Un ritmo pausado
que describe con mucho más detalle
los sentimientos, preocupaciones y cavilaciones de sus personajes que los lugares y espacios en los que ocurre la historia;
una prosa envolvente que, por momentos,
emplea páginas enteras para explicar una
decisión menor de algún personaje.
Es en este capítulo también en el
que ocurre una de las escenas más logradas del libro, el encuentro de Anton
Salton con un hombre que dice ser emperador de México y se hace llamar “Pa162
linuro I de México”. De nueva cuenta la
metatextualidad, ahora con la segunda
novela de Fernando del Paso. Salton se
encuentra en un bar llamado El Gusano de Madera escribiendo un cuento:
“Vemos. ¿Qué características tendrá mi
personaje? Un hombre feo, marginado
por su físico y por su mente a la vez. Un
hombre inteligente, como yo, está bien,
está bien, nada de auto-biografísmo en
la literatura, de todos modos nadie lo va
a leer, ¿para qué presumir? Feo e inteligente, nada original eso, un marginado,
menos todavía. ¡Qué se vaya al carajo
la originalidad.” El juego es transparente, pero se desenvuelve poco a poco a
lo largo de la historia. Salton es quien
escribe la historia del jorobado, quien
poco tiempo después será un ser de
carne y hueso, y más que eso, su hijo.
Salton escribe la historia de su propio
hijo cuando aún ni siquiera lo ha concebido, y Palinuro I de México tiene
mucho que ver con ello. Intertexto y
metatexto desde donde se le mire, Kurz
maneja el recurso con habilidad, aunque a fuerza de ser veraz en ocasiones
la densidad de su prosa y estos juegos
espacio-temporales ponen en riesgo la
comprensión total de lo contado. Cuando Salton está escribiendo su cuento, se
acerca el personaje de Del Paso: “Me
presento, entonces. Tú no dices nada,
sólo me ves como si fuera un espectro.
Soy Palinuro I de México, de misión
diplomática secreta en tu país. ¿Con
quién tengo el gusto?” Entendemos entonces que Palinuro I de México, como
él mismo se presenta, es una especie de
viajero del tiempo y quien afirma que su
propio “padre” –¿el propio Fernando
del Paso?–, también escritor, lo ha enviado en una misión muy importante.
Dice Palinuro: “Nací el año de 1977 y
fallecí nueve años antes de esa fecha,
en un lugar que se llama Tlatelolco o
Plaza de las Tres Culturas.” Es el propio Palinuro quien –asumo como parte
de su misión secreta para concretar la
irrupción literaria en la realidad– le
presenta a Salton a la prostituta que
eventualmente será la madre de Peter
Wirth, y por cuyo embarazo Salton se
verá inmiscuido en un duelo a muerte.
“[Palinuro] me lleva con las putas y gozo
como nunca, me trae a la artista del amor
y me muero. Lo había planeado, claro que sí. Hasta me lo confesó, que ése
era el dictado, que en ello consistía su
misión, que después ya podía regresarse
al DF, nunca entendí que es el DF, me lo
imagino como una variante del infierno,
la antesala a no sé qué círculo dantesco.”
Palinuro se lleva el cuento de Salton
sobre el jorobado que, por nuestra parte,
hemos leído en diversos capítulos de la
novela, para enseñárselo a “su padre”,
que también es escritor. La literatura
como imaginario se desborda incontrolablemente y surge un verdadero Peter
Wirth, un jorobado que a principios del
siglo XX nace en Viena y que “fue entregado a las manos piadosas, violentas en
ocasiones, de las hermanas caritativas”.
Ya en su exilio, y con la imposibilidad para dilucidar si lo que leemos es
la “verdadera historia” de Peter Wirth o
el cuento de Salton –aunque para estas
alturas habría que entender ya que son
lo mismo–, el jorobado es encontrado por
Peter Kellner, su propio dopplergänger,
ambicioso y erguido. Wirth es invitado a
participar en el Deutsches Versuchszentrum fur Human- und Rassentheorie –a
saber, el Instituto Alemán de Investigación para la Teoría Humana y Racial, o
algo por el estilo– que dirige el Doctor
Padre Weissbauer, nombre que evidentemente proviene del sacerdote amigo
de Salton –de nueva cuenta el brumoso
vidrio de la intertextualidad–. De no aceptar, será capturado y llevado al séptimo
capítulo de la novela, quiero decir, “a
Mauthausen, un campo de concentración orgullosamente de tercera clase”.
Si al recordar la historia se realizan
exorcismos, los nazis llegan por Wirth a
su perdido pueblo y queman sus 10 000
libros. No se puede dejar de pensar en
Auto de fe, Fahrenheit 451 y Peter Kien.
Pero este fuego no es purificador, no es
la llama que deja cenizas de donde resurgirá un Fénix: “son llamas que sólo
atañen a Peter Wirth, que representan
su vida que simbólicamente debe destruirse”. No es extraño que el primer libro en quemarse sea La paz perpetua, de
Immanuel Kant. Si cuando Peter Kien
pierde su biblioteca se ve en la necesidad de transportarla en su memoria,
Peter Wirth pierde su biblioteca y pierde su
joroba, pierde su identidad –el único rasgo
que lo distinguía de los demás y ahora
es sólo un ser diminuto en un mundo lleno
163
de monstruos con los que nunca ha estado
preparado para combatir–. Entonces se
ve forzado a renunciar a su vida, a sus
libros, a su nombre, a su joroba: ahora sólo
es un número, 43187, un bufón con una
joroba postiza “ridículamente grande y
macabramente artificial”.
Wirth sobrevive dos meses con ciertos
privilegios –paradoja absoluta– en Mauthausen antes de ser rescatado. Coordina un grupo de presos que funcionan
como una corte de bufones para Ziereis,
“rey” y “administrador” del campo de
concentración: “Lo acompañamos siempre. Grotescos y harapientos. Con uniforme de gala o de trapo. Medievales,
barrocos o futuristas. Como ordene su
Alteza.” Es aquí en donde el jorobado
pierde todo lo que le queda: es obligado a matar a un amigo poeta que, como
él, vive únicamente ya en el lenguaje.
Liberado, Wirth vuelve al pueblo que
viera años antes su alargada sombra dibujada por una pila de libros ardiendo.
Consigue un trabajo como mecánico y,
a mediados de “1950, Peter Wirth y la
hija mayor de Franz Berger [dueño del
taller] celebraron sus nupcias. Hilda tenía 37 años. No sólo la mayor de sus tres
hijas, sino la primogénita”. Hilda es muda y
Wirth vive una vida de tristeza y monotonía
pocos años para después ver morir a ésta
una semana después de su cuadragésimo cumpleaños. Lo único que Hilda
deja al jorobado es un libro que el propio Kurz ha esbozado en la mente en
uno de los tres interludios de la novela.
He dejado dos de estos interludios para
164
el final de este texto porque me parece que
haberlos mencionado antes habría arruinado recursos que La joroba de Kurz
maneja con tanta pericia. No dejaré de
decir que es en estos interludios donde
encuentro las mayores luces y sombras
de la novela. En estos capítulos Kurz
cambia completamente de tono, olvida
su novela por unas páginas y se vuelve
sobre el lector con páginas en las que
su impecable estilo ensayístico –Kurz
es un ensayista increíblemente lúcido e
inteligente– toma las riendas y, si bien
mejora la prosa, el tono de lo que venía
contando cambia notoriamente, si no
es que por momentos se diluye.
El primer interludio plantea una pregunta clave para el engranaje principal
de la novela: “¿Qué hacen los personajes
ficticios cuando no están en la novela?”
Con mucha ironía, Kurz se pregunta por
el destino de Juan Preciado, Leopold
Bloom, Raskolnikov o el propio Alonso
Quijano. En el segundo habla –aunque
no lo hace explícito– del libro que Hilda deja a Wirth. Un libro en el que se
pudieran encontrar los nombres de los
6 000 millones de personas del planeta.
Dice Kurz de nuevo con esas constantes
referencias metatextuales: “Una novela de buen tamaño tiene entre 60,000 y
100,000 palabras. La montaña mágica
cerca de 300,000, más o menos lo mismo
que el Ulises. El hombre sin atributos,
con apuntes y fragmentos, por lo menos
750,000. Las novelas más temidas y menos leídas por los estudiantes y maestros
de la literatura universal juntan algunos
millones de palabras, pero leerlas, aunque sólo sea superficial e indignamente,
sólo para acumular palabras, a la manera
de cierto jorobado, cuesta varios meses.”
Calcula entonces que, en el mejor de
los casos, tendría que leer 360 años para
acabar el libro de nombres. “Me espanta –dice el autor–. Tras cada palabra un
destino, una vida corta o larga, triste o
feliz, plena o vacía. Y todos quieren ser
leídos, porque leído equivale a vivido, a
haber sido considerado, a no desaparecer en la nada que tanto teme el Padre
ateo Weissbauer.”
Wither termina en “Una ciudad sucia. / Una ciudad sucia y peligrosa. / Una
ciudad sucia y peligrosa y asfixiante. /
Una ciudad sucia y peligrosa y asfixiante y traidora”. Como un anciano a medio
año de cumplir los cien, Peter Wirth
tiene una epifanía que le muestra el tiempo, el dolor, su vida y espera de la muerte
en un cuartucho polvoso del que bien
pudo nunca haber escapado: espera tal
vez “a ser leído, porque leído equivale
a vivido”. En ello consiste la epifanía, en
cerciorarse de su existencia y olvidarse
de la muerte y de lo insignificante de su
nombre en el libro de la vida del que algo
o alguien eligió su nombre para contar
una historia de dolor y desesperanza.
Para finalizar, comparto dos preguntas que me han seguido durante todo el texto: ¿Andreas Kurz es un escritor austriaco?
¿Por qué decide escribir su primera novela
en español? A nadie sorprenderá la referencia si digo que hace ya muchos años
otro austriaco había dicho: “Los límites
del lenguaje son los límites de mi mundo.” La elección de Kurz por el idioma
fue completamente consciente, sabía qué
alcance, lecturas posibles o acercamiento con la literatura de su país tendría La
joroba, escrita en español o en alemán.
Herwig Weber, en Historias del espejo.
Narrativa austriaca poskafkiana, plantea que, entre otras temáticas, los escritores austriacos han tenido un notable
“problema” con su patria, su idioma, la
herencia que este traza entre el lenguaje, la realidad y el poder. Kurz establece
los límites del mundo de su novela con
el propio lenguaje, con la intrincada inter y metatextualidad a la que ya me he
referido, pero también con el idioma que
emplea para escribirla. Erige premeditadamente un muro infranqueable para
aquel lector no hispanoparlante, pero
también entre él, su lengua materna y,
tal vez, su propia joroba.
Promesas incumplidas
A LEJANDRO B ADILLO
Samanta Schweblin, Distancia de rescate,
Almadía, México, 2014, 126 p.
Algo que me llamó la atención en el primer acercamiento a la obra de Samanta
Schweblin (Buenos Aires, 1978) fue su
visión iconoclasta del cuento. Pájaros
en la boca, libro publicado en México
165
por Almadía en el 2010, muestra varias
piezas narrativas breves en las que la
tensión parte de escenarios reales, aparentemente cotidianos, que esconden
un elemento absurdo, en algunos casos
matizado con un sutil surrealismo, que
alejan las anécdotas de lo predecible y de
las estructuras argumentales frecuentadas una y otra vez por narradores que
asumen pocos riesgos. En Pájaros en la
boca, título que también remite a cierto
tono carnavalesco, hay un truco reiterado:
una situación que comienza a enrarecer
la historia y que pronto se revela como
una anomalía que captura la atención.
La autora añade diálogos y parcas descripciones para alargar el misterio. El
lector, entonces, muerde el anzuelo y
devora los párrafos hasta llegar a un
final abierto que evade la moraleja, la
fábula o la alegoría. Lo que hay, en todo
caso, como conclusión, es una imagen,
la reiteración del absurdo o una interrogante que nuca se resuelve de una
manera clara. En “Perdiendo la velocidad”, por ejemplo, un par de artistas
de circo se enfrentan a la vejez y a la
desocupación laboral. Un acto mecánico, inocuo por su cotidianidad, como
intentar prender un cerillo detona una
metáfora que abarca, entre otras cosas,
el declive de la vida.
Distancia de rescate, novela breve publicada también por Almadía, mantiene
las constantes de su libro de cuentos. Es
fácil distinguir la vocación cuentística
de la autora pues la acción se concentra en
pocos personajes y el escenario se presen166
ta con una relativa homogeneidad. Lo que
hace que la historia se alargue es el mismo misterio que emplea la autora en sus
relatos. El libro comienza presentando
a Amanda, madre de una niña de nombre Nina, en un diálogo constante con
alguien que, al paso de las páginas, se
revela como David, el hijo de Carla, una
amiga. La autora recrea una especie de
regresión hipnótica en la que pasa revista a hechos pasados, encuentros y la
llegada a una hacienda ubicada en el
campo en donde convive con David y
Carla. De esta forma, la línea argumental se sustenta en dos líneas paralelas:
los recuerdos extraídos por el hijo de
Carla, que vuelven a la vida creando un
presente, por así decirlo, “artificial”, y
la relación que se forma entre el niño y la
mujer con diálogos que van ganando en
tensión conforme avanza la historia y
el final parece dirigirse a un territorio
indeterminado. En este punto conviene
retomar una característica de la narrativa de Schweblin: el ocultamiento de
claves en la historia que van tensando el
hilo de lo contado. El lector es un espectador curioso que siempre está buscando
pistas, información. Cuando se le regatean datos se crea un participante activo que interpreta o trata de anticiparse
a distintas posibilidades o desenlaces.
De esta forma, Schweblin siembra incógnitas que gravitan alrededor de la
experiencia de Carla en la hacienda.
El truco de los recuerdos que parecen
materializarse y llevarnos al pasado es,
también, una apuesta por lo fragmentario.
David demora el interrogatorio a Amanda
y le pide detalles con un objetivo desconocido. Las escenas son contadas a
cuentagotas y el lector se interna por un
caleidoscopio que pretende diversificar
las experiencias de los personajes.
Uno de los leitmotiv de Distancia de
rescate es la aparición de una enfermedad en David, de la cual no hay mayores detalles, excepto que es generada
por “algo” en la zona y la desesperación
de su madre por encontrar una cura.
Mediante Amanda nos enteramos de una
propuesta insólita o, para ubicarnos en
terrenos literarios, fantástica: trasladar
parte del espíritu o alma de David a Nina
para que la enfermedad se debilite y,
aunque no desaparezca del todo, no tenga la suficiente fuerza para matar a su
hijo. El otro foco se despliega inmediatamente después: la inmersión –siempre
guiada por los diálogos Amanda-David– en el ámbito rural y en la transformación que sufren algunos habitantes
por una sustancia que se esparce en la
zona. Así, la historia nos es relatada
desde el punto de vista de alguien que
abre una caja de Pandora sin entender
muy bien qué es lo que sigue.
Es claro que Samanta Schweblin busca apartarse de la literatura tradicional,
sobre todo cuando se habla de la temática de suspenso o terror. Ante la saturación de sangre y efectos especiales de
la narrativa cinematográfica, los autores
tienen que reinventarse para cumplir
con cabalidad sus promesas. Almadía,
incluso, ha dedicado varios títulos al
terror buscando revitalizarlo. Mi referencia inmediata en la editorial es un
libro de cuentos de Bernardo Esquinca,
Los niños de paja, en el que crea historias que parecen meros remakes de
las novelas de Stephen King o de los
clichés más sobados de las películas
hollywoodenses. Al contrario, la autora
argentina se mueve en varios territorios
que, en un principio, parecen lejanos al
terror: el diálogo antes que la escena explícita que pone un velo entre el lector
y el efecto que se quiere vender; una
anécdota inicial que tiene un contexto
fantástico y que apunta más a la curiosidad que a la angustia. Después se
percibe que los efectos extraños que
se narran pretenden enrarecer la trama
y llevarla a un ámbito atemorizante. La
apuesta, en resumen, es arriesgada y la
singularidad que busca provoca que haya
varios altibajos en el libro. En primer lugar, destaca la transición del tema de
la enfermedad a la sensación de peligro
que se construye en los diálogos entre
David y Amanda, una especie de vistazo
cuadro por cuadro en el que la amenaza
se cierne en un paisaje aparentemente
inofensivo. Esa lentitud para mostrar, la
reticencia de entrar al terreno de lo demasiado evidente, va en sentido contrario de
la atmósfera de terror que se pretende.
Es decir, hay siempre anuncios extraños, palabras a medias, escenas que no
terminan de redondear una dirección.
Las explicaciones u otros elementos más
contundentes tardan mucho en aparecer y, cuando lo hacen, se quedan fuera
167
de la inercia de las primeras páginas.
Así el lector, enfrascado en interpretar
para dónde va la trama, va generando
sus propias expectativas y olvida su
papel de espectador, necesario para
sumergirse en cualquier atmósfera de
terror. Otro elemento inherente a las
dos anclas temáticas más perceptibles
es que en algún momento del libro se
tiene que abandonar una para darle un
sentido más redondo a la trama y consolidar la propuesta. En este caso, la
transmigración del alma cede su lugar
ante el panorama que se despliega al
avanzar las páginas: la transformación
de las personas contada de viva voz por
Amanda que recrea paso a paso, como
si los pasajes se desarrollaran ante sus
ojos, la transformación de su entorno.
Al final, me parece, la autora se decanta por la segunda opción y deja como
un apéndice la información y expectativas creadas en las primeras páginas.
Uno de los aspectos más interesantes
de Distancia de rescate es el uso del diálogo como motor de las acciones, recuerdos y peligros. David guía la regresión de
Amanda hasta su primer encuentro con
la hacienda y, al mismo tiempo, la lleva
a un engañoso tiempo presente. En lugar de la descripción, las palabras van
a lo auditivo, a la voz de Amanda que
nos cuenta lo que le pasó o lo que le
está pasando. David pregunta pero sus
intenciones permanecen ocultas. Esto
crea una ambivalencia en su papel que
pasa de la empatía a una amenaza velada. Este acierto se opaca por la voz
168
del personaje que suena muy madura
como para pertenecer a un niño de menos de escasos años. Estos puntos que
retomo se insertan en un cúmulo de interpretaciones que saltan párrafo tras
párrafo. Las posibilidades se ramifican
conforme la autora esconde sus armas
y los sucesos relatados tienden a oscurecerse en el afán de lograr una tensión
con la incógnita. El efecto que se logra
es similar a atestiguar el tic tac de un
artefacto cuya explosión parece inminente pero que nunca sucede o, cuando llega al límite de las promesas, se
transforma en otra cosa.
Distancia de rescate, en última instancia y después de una búsqueda rápida en
internet de la trama explicada por la autora y por algunos reseñistas, pretende
ser una historia de terror que localiza el
mal en un elemento químico, una especie de paraíso rural que revela su condición maligna y enferma a la gente.
También, si nos remitimos al título, es
una referencia a la protección de una madre a su hijo y el miedo, siempre presente,
de perderlo. Sin embargo, la forma en
que se plantean los focos narrativos y
el afán por encubrir sus efectos hacen
que el lector trate de poner en claro las
claves de la novela antes que dejarse
contagiar con el suspenso que pretende crear la autora. En ese aspecto, la
novela falla aunque, para ser justos, se
agradece el esfuerzo que hace Samanta
Schweblin por cambiar las reglas del
terror en la literatura que, como explicaba al comienzo de estas líneas, parecen
inamovibles para muchos autores y que
generan, ante cada lanzamiento editorial, más escepticismo que expectativas.
Plano para la conformación
de una isla
G ABRIEL B ERNAL G RANADOS
Adrián Curiel Rivera, Blanco Trópico,
Alfaguara, México, 2014, 372 p.
Después de Vikingos (Libros Magenta,
2012), una incursión en el terreno de la
ficción pura, Adrián Curiel Rivera regresa con Blanco Trópico a una forma de
hiperrealismo, o de realismo exacerbado,
casi delirante, para contar la historia de
Juan Ramírez Gallardo, un estudiante
mexicano que vive en Madrid mientras
termina un doctorado en economía. Como
resulta previsible tratándose de quien se
trata, un hombre alucinado por la sombra
de su propia desdicha, Juan Ramírez
Gallardo dedica su tiempo libre a la literatura. Escribe cuentos. De hecho, un
solo libro lo ha obsesionado durante los
últimos años, un libro que lo ha rondado en la forma de una pesadilla: una
garza de ojos grandes picotea el espacio que queda libre entre la cabecera de su
cama y la almohada, mientras Juan duerme. A ese libro imposible, que nunca
terminara de escribir, Juan lo ha bautizado La garza ojona. (Todo el tiempo,
Juan Ramírez Gallardo está rozando el
calembur sin entregarse por completo a
la vulgaridad que esta práctica supone.)
Una vez que ha terminado sus estudios de doctorado, Juan debe tomar la
decisión de volver, en compañía de su
esposa, a México; aquí se aclara el panorama del exilio como única posibilidad
de supervivencia profesional, económica y moral para ambos y el hijo que esperan. Una isla en medio de la nada,
en el mar Caribe, se convierte a partir de
ese momento en el principal escenario
de su travesía. Blanco Trópico es el sitio,
demacrado, infértil, pintoresco, donde se
recrudecen las acciones de esta novela.
Juan y su mujer, Marcia, obtienen sendos empleos en la universidad de Blanco
Trópico, y de esta condición existencial,
ambos adheridos a un aparato burocrático universitario, se desprende el sentido de sus predicamentos y el motivo
de sus reiteradas disputas.
La vida de Juan con Marcia y Emiliano, el hijo de ambos, en una isla confeccionada a propósito para transparentar
las emociones del primero frente al fenómeno de lo segundo (el hecho de estar
casado y haber tenido un hijo), ocupa
las más de trescientas páginas de este
libro, decidido morosamente a recabar
los detalles que integran la biografía de
este personaje el cual, por una razón o
por otra, se niega a tomar partido. El
lema de Juan Ramírez Gallardo, tal como
lo delata su actitud frente a la posibilidad
de terminar su libro de cuentos, podría
ser el de la procrastinación y la indife169
rencia frente a los hechos de una vida
absurda que no puede ser modificada
a riesgo de pervertir su esencia. Y la
esencia de cualquier forma de vida humana en nuestro mundo está definida
precisamente por su resistencia frente
a la posibilidad del cambio. Juan Ramírez Gallardo acepta con una sumisión
que raya en el cinismo los absurdos que
acontecen en Blanco Trópico, recurriendo
al paliativo de una ironía despiadada y
por momentos escalofriante que aplica,
en primer lugar, contra sí mismo y en segundo lugar contra todo lo que le rodea,
incluidos su esposa y su hijo.
Si bien es cierto lo que observan los
editores en la contraportada de su libro,
cuando afirman que con Blanco Trópico
Adrián Curiel teje los hilos de un diagnóstico elaborado y contrario a las manías
que aquejan a las burocracias universitarias, también es cierto que las reflexiones del autor se sienten poderosamente
atraídas por el imán de la vida conyugal y los conflictos de alcoba. Juan Ramírez Gallardo soporta con estoicismo
admirable –y también es cierto, porque
no le queda de otra– que su esposa lo llame Claudito y lo reconvenga por no haber
madurado todavía, de la misma forma en
que soporta la cadena de humillaciones
a la que la vida lo somete con una dureza igual de implacable. El método de
venganza de Juan Ramírez Gallardo se
encuentra en la capacidad que él mismo desarrolla para la caricaturización
de la realidad. Al contar su historia, en
primera persona en la primera parte de
170
este libro, Juan Ramírez Gallardo parodia y, al parodiar, volatiza la esencia
negativa de los hechos mismos, llevando a cabo con esta operación una reductio ad absurdum. Si la postergación es
el lema de las derrotas de Juan Ramírez
Gallardo, la crueldad de sus observaciones podría, en sentido contrario, ser el
punto culminante de su venganza privada.
Toda forma narrativa comporta una
secreta venganza. Pero toda forma narrativa comporta y requiere de la construcción de un lenguaje propio. En el caso
de Blanco Trópico, el lenguaje que lo informa está hecho a partir de la mezcla, casi
inverosímil, casi ficticia, de argentino,
español y mexicano. A partir de esta
mezcolanza heterogénea, Adrián Curiel
va tensando la cuerda de un relato nada
fácil de armar. El interés que Blanco
Trópico despierta en sus lectores se encuentra en esta forma de tensión psicológica, alterada por las cualidades, a
veces felices, a veces discordantes, de su
propio lenguaje. Yendo aún más lejos en
este sentido, no es arriesgado ponerse
a pensar en que el verdadero carácter
ficticio de Blanco Trópico –es decir, la
entidad y la reciedumbre de la novela– se encuentra en la invención de su
propio lenguaje; algo que hubiera dado
gusto a Flaubert, si se piensa que, para
el inventor de la novela moderna, el lenguaje y la estructura del relato en su conjunto se encontraban por encima del
desarrollo de una anécdota, la cual, por
regla general, tendría que ser algo muy
próximo a lo baladí.
La estructura de Blanco Trópico se asemeja a una bitácora de viaje. De hecho,
la travesía de Juan y Marcia, su mujer,
comienza en Madrid y termina en una
supuesta Isla Morgan, bautizada así en
honor al pirata, con sus respectivas escalas en cuatro “temporadas”: Heladez
2004 (y aquí me refiero al índice del libro), Huracanes 2005, Calor 2006 y Agua
2007. Antes que pensar en la furia de los
elementos y la soledad del individuo
frente a los desenfrenos de la naturaleza, la valencia estructural de Blanco
Trópico remite a dos de sus referentes
narrativos principales: el Robinson Crusoe, de Defoe, y La isla del tesoro de
Stevenson. No hay gratuidad en esta
afirmación si se piensa sobre todo en el
carácter migrante de ambos libros, los
cuales tienen en la isla el principal de
sus escenarios y siendo ambos reflexiones concentradas o tangenciales sobre
la moralidad de quienes las habitan,
aunque sólo sea de manera transitoria.
Blanco Trópico concentra la fuerza de su
batería reflexiva en el comportamiento
de Juan Ramírez Gallardo dentro del
entorno restringido de su isla. Así resulta pertinenente la pregunta de hasta
qué punto está justificada o no la abulia
y el desdén que acompañan la perplejidad de Juan Ramírez Gallardo frente
a los hechos de su propia vida. Frente a
todo lo que ve, siente y escucha como
si fuese la encarnación isleña de un insecto kafkiano, Juan se decide por no
hacer nada. No se pronuncia nunca ni
a favor ni en contra de las injusticias
que padece ni mucho menos se rebela
–acaso porque únicamente lo asiste el
derecho a narrar lo que le ocurre y en
la narración encuentra la forma ideal de
una redención carente de compromiso
con la realidad ambiente.
Así pues, todos los actos de Juan Ramírez Gallardo desembocan en la lubricidad de la nada y nosotros, junto con
un personaje cada vez más desposeído de
sí y cada vez más absorbido por el aparato burocrático del que tanto abomina,
nos preguntamos al final de la novela
si todo lo vivido en Blanco Trópico ha
tenido sentido. Acaso toda esa cadena
de insulceces que ha vivido Juan Ramírez Gallardo ha valido la pena en la
medida en que todo se ha trasladado a
la dimension de lo escrito y todo se ha
convertido en la materia –temperamental y gozosa– de una novela.
Al final, Juan Ramírez Gallardo no
se metamorfosea tanto en Adrián Curiel
Rivera, su alter ego definitivo, cuanto en
la fabulación que es Blanco Trópico: un
compuesto atemporal de variantes idiomáticas de una sola lengua. Estas variantes sirven al autor para distanciarlo
del ánimo corrosivo de su sátira, que
está dirigida en contra de las formas de
administrar el poder en nuestro tiempo
y a favor, si caben las muestras a favor
en nuestro mundo impío, de la literatura vista como una herramienta para la
desconstrucción de nuestro personaje
desde la perplejidad, el buen humor y
el desencanto.
171
Blancura de incalculables
ranuras
D ANIEL B ENCOMO
José Kozer, Acta est fabula, FCE, México, 2013,
364 p.; y Para que no imagines, Amargord
Ediciones, Madrid, 2014, 346 p.
Dos libros dan cuenta del derrotero actual de la poesía kozeriana: Acta est fabula y Para que no imagines. Si bien
cada volumen está concebido sobre un
andamiaje distinto, ambos se muestran
como territorios de una misma geografía, amplia e intrincada, llena de accidentes y fenómenos que acontecen en las
trazas de esta escritura. Bitácora y plano
de múltiples fugas, fugato de alientos,
ritmos y motivos que vuelven una y otra
vez, se reiteran, remontan la escritura
hasta cifrar muchos impulsos, ondas y
sondas en réplica, en una disposición
que aspira a volver indistintas la voluntad de quien escribe con la percepción
de lo real soberano.
Acta est fabula reúne textos de distintas épocas y movimientos emotivos,
en un procedimiento antológico que se
evidencia en la inclusión de algunos
poemas de Ánima (2002), uno de los libros a mi juicio más sólidos de Kozer.
En un texto introductorio a dicho libro,
el propio José afirma: “Dado que el autor de estos poemas nació en una isla
y dado que el Purgatorio es una ‘isoletta’ (‘Questa isoletta intorno ad imo ad
imo’), entiende ahora que los poemas
172
que configuran Ánima participan de este
otro fundamento: el de la recurrencia,
la circularidad, el punto de partida que
tiende (necesita) cerrarse en una oval, en
un redondel o circunferencia, en que
lo último regresa a lo primero; en este
caso la isla se dirige a la Isla, o Cuba
entronca (germina) en la isoletta.” Este
comentario me parece válido aún para
este nuevo libro. Acá la isoletta permanece en el centro como principio compositivo, engrana el movimiento lírico
en la memoria y los sentidos, promueve
la acumulación de elementos, sentencias,
enunciaciones rituales –cotidianas– en
el cuerpo del poema –desde el cuerpo
que escribe–. No obstante, la principal
inquietud del conglomerado Acta est fabula se encuentra fuera de la isoletta, es
lo que la rodea. En el espumarajo, en la
indeterminación que cifra el mar, ahí se dirige la intuición de quien escribe. También
en aquel texto que antecede a Ánima: “estos poemas carecen de voluntad poética,
se desconocen a sí mismos, proceden
de un fuerte sentimiento de irrealidad
relacionado con el hondo desconocimiento que su autor experimenta ante todas
las cosas, y, sobre todo, las cosas relacionadas con su futuro”. Acta est fabula,
el final de la función, es lo que bordea
a la isla de la memoria, requiere a la
mirada desde su radical incomprensión. He aquí que el futuro, oteado con
lucidez, se asoma en reciprocidad a los
pies de quien escribe: es la propia isla
disuelta en la amplitud de una fuerza
marina, desindividualizante.
De ahí que pronto el final de la vida
es el motor inmóvil de los textos. La circularidad de esta poesía, por un lado,
se hace tangible en el sesgo conceptual
que tiñe la obra de Kozer: amplias (a
veces no tanto) series de poemas tienen
el mismo título: Acta, Ánima, Últhima
Thule, Acta es fabula. Los intermedios,
además, llevan por título una línea del
Réquiem de Brahms: “Denn alles Fleisch
es ist wie Grass” o “pues toda carne es
como el pasto”. Ante este lector, tales
extensiones se ofrecen como polípticos,
variaciones, fugas de eso mismo que
nunca se esclarece, que en esta escritura se muestra sólo bajo el reflejo físico, muscular, de la aliteración sutil y
la paronomasia, bajo el espasmo verbal
de la ironía. Es en esta atmósfera, de
risa lúdica y negra, en que los textos
se condensan y surten efecto: “Precedente de la muerte, fuerza primaria / la
verba se me desconchinfla: / nada más
natural // Rataplán, rataouille, pacatán,
pacatán los /caballos ahogándose / en el
desenfreno de / su retraído (debilitado)
/ galope, ya desemboca / el mar.”
La escritura de Kozer avanza sobre la
memoria, la extiende sobre un lenguaje que siempre establece una distancia
con el de los recuerdos: allá está Cuba
como cuna, aquí está la errancia; en
esa diferencia cunde la acumulación de
elementos, de nociones, anécdotas, estrategias que atraviesan el poema. Allá está
el recuerdo paterno, acá está el tránsito
por la cultura occidental, en tempestad;
sobre todo, aquí está el día: poseído por
un desencanto que no lo priva del contento –y aquí valdría la pena pensar en
cómo las palabras “día” y “Dios” se
hacen tangentes en la raíz indoeuropea
“dye”–. El poema kozeriano parece ofrecerse como una cifra diurna, meridiana,
que se oscurece en el eclipse del sentido vía el eclipse del hablante . Hay un
pulso musical que ciñe a los poemas de
Acta est fabula. Si se sigue la disposición
formal de sus poemas, podría suponerse
que en un estado primario se trataba
de prosas de alta condición rítmica, la
cual se ve alterada al disponerse en cortes versales que, tras una larga primera
línea, se reducen a impulsos menores
hasta llegar, en ocasiones, al bisílabo;
es de notar aquí que la línea discursiva, la medida rítmica del pensamiento
siempre se encabalga, lo cual produce
una enunciación quebrada, de respiración distinta a la natural. Estos cortes
versales promueven la extensión vertical del poema. Cunde la sensación de
una caída, que podría asemejarse a la
de una clepsidra en el transcurso del
día, pero también a la extensión de un
kakemono dentro de un tokonoma. En
esta última palabra, que irrumpe en
el poemario en un par de ocasiones,
se anuncia un vínculo potente con lo
oriental, pero también se delinea una
nostalgia por Lezama Lima; en “Concentración del maestro Kuan Hsiu”:
“Azud, y cae arena. / Arcaduz, y corre
grava. / Da vuelta a la clepsidra, reloj de
arena. / Entreabre los ojos, un riachuelo; los / cierra, arenales.” El kokemono
173
se extiende igual, de manera vertical,
de arriba hacia abajo. En su crítica del
poema como un elemento estable, claro, de prístinos sentido e intenciones,
José Kozer erosiona en estos textos la
condición de un hablante unidimensional a través de los procesos de multiplicación, digresión y dislocación de sentido;
además, lo hace a través de la extensión
de las series-políptico de poemas, que
tienen aliento y condiciones similares,
hasta llegar a una suerte de planitud,
de meseta emocional. La afinidad declarada y la tensión del eje vertical que
se exhibe vinculan el registro con el
ideograma y con el anhelo oriental de
quebrar la dialéctica sujeto-objeto no
en la embriaguez, sino en lo sutil contemplativo. De ahí que el tramo final del
libro se aboque a personajes y temáticas
orientales, como el emperador Go Toba
o el poeta: “Wang Wei / responde: se
pinta la grulla y no está ahí; / se escribe grulla y luego / constatamos que la /
palabra tampoco está / ahí, y que en el
mejor / de los casos la / susodicha palabra / significa bulla de / pájaros, ítem,
abono / de los campos (…) sugiere (de
algo hay que vivir) que quien pinta /
escribiendo y escribe / pintando, tiene la
ocupación / de no ser lañador ni / ropavejero (por sólo / traer a colación / unos
ejemplos en / última instancia cuenta
con la inagotable presencia / (recurrencia) del papel / de arroz en blanco, /
blancura de incalculables / ranuras.”
En la introducción a Para que no imagines, Andrés Fisher afirma: “Esbozados,
174
erosionados pero latentes, porque esta
poesía, sin ser de ninguna manera temática, tampoco renuncia radicalmente al tema. El amor y el compañerismo,
el budismo zen y otras religiones, sus
dioses con mayúscula y minúscula, los
rituales de la comida y la mesa con sus
utensilios, sabores y olores, Blake, Rimbaud, Marx y los filósofos. La cotidianidad, que Kozer aborda de una manera
cuasi cubista acercándose al mismo objeto y acción desde diferentes perspectivas al tiempo que pasando de unos a
otros sin solución de continuidad.” He
aquí un nudo clave de ambos complejos poéticos y apenas una muestra de
todo aquello que se enuncia en las cerca de 350 páginas. Es una cotidianidad
contemplativa desde la que el autor
(no) acomete los fenómenos del mundo para conducirlos al poema, posición
que la poesía ha privilegiado desde la
Antigüedad (y el Oriente) y que permeó
también gran parte de la poesía moderna hasta bien entrado el siglo XX. Su diferencial es, por supuesto, ese método
de abordaje que Fisher denomina como
cubista, sucesiones lábiles de pensamiento y cadencia. En esta bitácora de múltiples asociaciones, el propio cuerpo del
texto se convierte en reflejo del cuerpo.
Pensamiento y cuerpo sacan a relucir
su identidad, a través de las menciones reiteradas de procesos físicos y de
las sustancias que cunden en los órganos: alimentos, bebidas, infusiones y
remedios que dan cuenta, como una
interferencia primordial en el canto, del
devenir físico del enunciante: “el anciano, / por si las moscas, se / acerca al
atardecer a / los tocones, se santigua,
/ venias, y confunde la / encina con el
mango, / el papayo: se inclina / a hurgar
con la vista / entre las hormigas el / confuso paso de unas / figuras inasibles Oh
/ corteza cerebral.”
Esa actitud que dota al ejercicio de
frescura, que transita desde los temas
doctos de la poesía y el pensamiento
oriental y occidental hasta los intrincados ruidos del cuerpo, es el rasgo que
otorga densidad a este volumen. Una
densidad parecida a la de los gases nobles: turbia por completo pero con alta
capacidad de reflejar la iluminación. Las
fuerzas que hacen pendular el poema
desde la contemplación a la inestabilidad, y viceversa, no son fáciles de destejer. El entramado es ceñido, teñido
de múltiples interferencias, presencias
divinas, literarias (y) mundanas, abstractas y animales, que siempre tienen
como contrapunto a la figura femenina
de Guadalupe, que alivia y tensa, con
amor y algarabía, muchos de los versos y
meditaciones del enunciante. Así, la voz
que parece conducir este halo multicolor
de voces, deforma el retiro contemplativo, signo en apariencia definitivo de la
poesía de madurez, al sacar a relucir a
quien enuncia e incorporar en el poema,
para que no imagines, hasta los gestos
más anodinos que dan cuerpo al hombre. No hay aquí una voz sentenciosa
y resignada; si bien hay notas que se
ligan a la lucidez y a la sentencia de la
sabiduría, su urdimbre más bien es una
fiesta que se trastoca en dos fuerzas: la
aspiración a diluirse en la meditación
absoluta, la aspiración a decirlo todo
hasta colmar la imaginación con imaginería: “Dada su excesiva inquietud
no completó / nada. / Tomó a Dios como
paradigma y todo lo / relativizó. / A su
vez comprendió que la tranquilidad /
era el excitante de / la avidez. // Entre la
tranquilidad y la inquietud terminó / sus
días figurando / musarañas que / día a
día paso / que daba / quehacer que / emprendía / desfiguraban.” Esos minúsculos
animales, las musarañas, emergen recurrentes y sugieren para “Fábula”, como se
titulan los poemas de la sección central
y más larga, una primera evocación: la
de la animalidad y soberanía distractora de los pensamientos. La segunda
evocación se adquiere al distinguir en
el entorno a todos los objetos como entes vivos, dotados de una duración en
el pensamiento y, por lo mismo, dignos
de ser ajusticiados por una lección, por
una moral poética. En una estela que
conduce, por dialéctica de la condición
musaraña del pensamiento al anhelo
oriental de desindividuación, se sigue
“Vidente en casa”, el ciclo que conforma la tercera sección, que en la urdimbre discursiva cifra la pretensión
–imposible– de imperturbabilidad del
pensamiento en contraste franco con la
imagen cotidiana de quien escribe: “…
en / cuanto cierre este / cuaderno cual
diario / apagón, me diré en / voz baja el
Sutra del / Corazón: Pushkin y / Bach
175
un par de horas / más, al Hades luego,
/ ahí dormiré todo un / invierno.” Una
blancura o un Gobi, una aridez mental
cruzada por el cuerpo, una blancura que
no cesa de ranurarse.
Paralela y afín es la construcción de
Acta est fabula y Para que no imagines.
La estela que abren sus medita(divaga)
ciones se muestra similar en extensión,
pues la recta final del segundo asemeja
al primero, al ocuparse con intensidad,
como dicho, de temáticas y motivos orientales. Es quizá, como afirmó Víctor Sosa
en una presentación del primer volumen
en la FIL de Guadalajara en 2013: “Una
danza nada simple de significantes.” En
contraste con la desmitificación del enunciante lírico, la extensión de ambos
volúmenes pareciera cifrar un impulso
distinto: el del cúmulo de fragmentos
como summa imposible. Cada uno supera las 300 páginas y, si se apela a la
idea de que cada poema signa un día,
estamos ante proyectos de casi un año de
magnitud. A la luz de recientes y fragmetarios modos de lectura, cada libro eleva
la probabilidad de no ser comprendido,
tanto en lo intenso como en lo extenso –si se perdona el facilismo de esta
dicotomía–. Respetado en su insularidad, cada poema relumbra como una
llama que carcajea. Comprendido en el
amplísimo tejido que los enhebra, aparecen como escamas tornasoladas –o
ranuras– de una superficie poética que
el orfebre Kozer ha sabido engarzar,
virtuosamente, con el hilo de su idioma
en constante extrañamiento.
176
Sobre el diseño narrativo
G REGORIO C ERVANTES M EJÍA
Martín Solares, Cómo dibujar una novela,
Era, México, 2014, 144 p.
Los manuales y decálogos para iniciar
a los autores noveles dentro de la narrativa son abundantes. La lista es extensa si se considera no sólo a aquellos
producidor por los propios narradores
(sean cuentistas o novelistas) sino también a aquellos textos surgidos de la
crítica literaria y de la academia.
¿Por qué entonces la aparición de otro
volumen más? ¿No bastan acaso los ya
existentes de Horacio Quiroga, Mario
Vargas Llosa, Mark Twain, Gabriel García Márquez, Milan Kundera, etcétera?
Desde el título, este conjunto de ensayos de Martín Solares parece ofrecer
una perspectiva diferente. No pretende
mostrar cómo se escribe una novela sino
cómo se dibuja. Su autor revela, de este
modo, una concepción visual de la novela, subrayada por la serie de dibujos
–más bien esquemas– que acompañan a
algunos de los ensayos y cuya pretensión
parece ser la de volver más accesibles
al lector los conceptos planteados.
Valdría la pena detenerse un poco
aquí antes de cruzar el umbral del texto. ¿Será que Solares apela, con estos
recursos, a un lector con una reducida capacidad de abstracción y que por
ello requiere de apoyo visual? ¿Teme
que el lector se distraiga pronto y por
ello recurre a textos breves, algunos de
menos de una página, además del apoyo que puedan aportar los dibujos?
Sin embargo, una ojeada rápida al libro muestra que hay una distribución
regular de ensayos breves y extensos.
Y que estos últimos –donde incluso el
tono es más de carácter académico– no
cuentan con elementos gráficos.
¿Qué propone Martín Solares en Cómo
dibujar una novela? La hipótesis de tener enfrente un nuevo manual para incursionar en el género parece desdibujarse.
De entrada, llama la atención que Solares abandona por completo ese tono de
autoridad y presunta complicidad con el
aprendiz de novelista tan característico
en otros libros que han abordado la temática. Pienso, por ejemplo, en las Cartas a
un joven novelista, de Mario Vargas Llosa.
Más bien, lo que encontramos es un
discurso en tono casi confidencial, que
parece arrancar en medio de vacilaciones y dudas y cuyo punto de partida es
el lugar común de la crisis de la novela, como se muestra ya desde la serie de
nueve epígrafes con los que abre el libro:
La novela es una advenediza, una bastarda
que usurpó el trono que antes ocupaba
la poesía.
Maupassant.
Está hecha con material de segunda mano.
Valéry
La novela está muerta.
Barthes.
No obstante, a lo largo de las páginas
de Cómo dibujar una novela el asunto de
la crisis del género prácticamente no
vuelve a aparecer, como si su sola invocación a través de los epígrafes fuera
suficiente para conjurarlo.
Sólo en uno de los últimos ensayos,
“Insultos e imágenes”, Solares vuelve a
ocuparse de ello, pero de una manera breve, como si mereciera el mínimo de atención y fuera apenas el pretexto para iniciar
una exposición sobre las diferentes concepciones de la novela, desde Stendhal y
su teoría del espejo, hasta Sabato, quien la
concibe como un continente.
Queda claro, entonces, que Solares
tampoco pretende hacer una reinvindicación del género, si bien no ignora
que existen sus detractores.
El “Inventario” que ocupa el lugar
del índice da algunos indicios sobre la
intención del libro: los títulos de los ensayos que integran Cómo dibujar una novela van de la aparente formalidad conceptual (“La invención novelesca”, “El
mito de la novela perfecta”) a lo enigmático (“Ese doble oscuro salido de la
noche de nuestras vidas”) o lo abiertamente lúdico (“El automóvil de la novela”, “Teorías de la bomba o cómo
terminar para siempre”). Es inevitable
preguntarse cuánto se habrá divertido
Solares durante el proceso de escritura
de este conjunto de ensayos donde lo lúdico parece ir de la mano de la reflexión
personal sobre el proceso de escritura.
Y ésta pareciera ser entonces la clave
para entender el libro: Solares no busca
“enseñar” a escribir novelas a nadie, aun177
que a lo largo de las páginas siguientes aborde los tópicos elementales del
género: la construcción de los personajes, el manejo del tiempo, el espacio y
el ritmo narrativos, la construcción de
enigmas, el manejo de la tensión dramática.
Claro que están presentes estas cuestiones junto con algunas sugerencias
para trabajarlas, pero no a la manera de
un maestro que se dirige a un discípulo
(real o hipotético), sino como un proceso
a través del cual el autor pone en orden
sus ideas en torno al proceso creativo de
la novela, que es compartido con el lector. Y éste, lejos de ser un aprendiz, es
un igual del autor, alguien que también
se encuentra en el mismo sendero y que
se plantea asuntos de la misma índole.
De ahí que se dirija al lector en condiciones de igualdad. Incluso son frecuentes los guiños de complicidad para
con éste, pues es seguro que en algún
momento ha pensado o intentado algo semejante a lo que plantea Solares: “Quien
haya intentado dibujar la forma de un
sueño estará de acuerdo conmigo en lo
difícil que es aprehender este tipo de
materiales.”
Solares organiza el libro alternando
ensayos lúdicos, en los que plantea una
serie de juegos al lector, con otros de
carácter más cercano a lo académico y
que resultan ser también los de mayor
extensión, pero sin perder ese tono inicial: el lector comparte con el autor no
sólo la pretensión de escribir una novela sino también los mismos referentes
178
narrativos, críticos y hasta de cultura pop
(porque son frecuentes las alusiones y
citas a series de televisión o películas).
Incluso, es tal el nivel de confianza presupuesto, que el autor puede tomarse
la libertad de obviar algunas citas: el
lector identificará, con toda seguridad,
el párrafo presentado, por lo cual no es
necesario aclarar a quién pertenece ni
en cuál obra, como ocurre varias veces a
lo largo de “La bruma inicial”, el ensayo donde Solares se centra en la cuestión del arranque de la novela –y que
recuerda, por momentos, aquel libro de
Amos Oz dedicado al mismo asunto: La
historia comienza.
Los dibujos incluidos en el libro tienen este mismo sentido: a partir de esta
relación lúdica establecida con el lector, Solares pretende hacer gráficas sus
ideas en torno a la novela: espirales,
círculos, ondulaciones, automóviles, son
la base para ilustrar sus conceptos en
torno a la creación de los personajes,
la estructura general de una historia, el
ritmo narrativo, el arranque y el cierre de
una historia. Pareciera, en algunos casos,
que fueron surgiendo de manera natural
mientras el autor desarrollaba una idea y
la función del trazo que acompaña al texto es bastante clara. En otros momentos,
sin embargo, su proliferación puede resultar cansada y ralentizar la marcha
del lector, pues se trata más bien de un
jugueteo que no sería necesario para
el desarrollo de la exposición, como
ocurre con el ensayo que da título al
libro, “Cómo dibujar una novela”. Con
la intención de hacer visible la estructura de algunas obras, el texto abunda
en ilustraciones, la mayoría de ellas
arbitrarias y caprichosas. De las quince páginas que ocupa, sin duda las dos
terceras partes corresponden a dibujos.
Algo similar ocurre con uno de los
ensayos más breves del libro: “Una teoría evolutiva” –apenas dos páginas y tres
dibujos esquemáticos de automóviles–,
que parece ser un colofón de “El automóvil de la novela”, donde Solares aborda,
de manera apretada, el asunto del tiempo en la novela (no sólo del tratamiento
narrativo del tiempo, sino también, en
sus primeros párrafos, del tiempo necesario para escribirla). El primero de los ensayos referidos, entonces, parece ser una
nota personal escrita al final, a manera de
recordatorio o apretadísima síntesis de las
ideas vertidas en el texto que le precedió.
Contrasta con todo lo anterior “Viaje
alrededor de un relato”, el ensayo más
extenso del libro y que ocupa, además,
el sitio central: Solares se ocupa largamente de Pedro Páramo, cuya presencia
viene anunciándose desde las páginas
anteriores, como señal de que la piedra
de toque de su concepción narrativa es
la novela escrita por Juan Rulfo. Durante una veintena de páginas, el ensayo
pretende reconstruir la génesis de Pedro
Páramo, con un enfoque casi cinematográfico: por momentos, Solares visualiza a Rulfo mientras trabaja durante la
víspera de la entrega del borrador de
su novela al Centro Mexicano de Escritores: “Estamos en 1954 y son las doce
de la noche. Juan Rulfo está inclinado
sobre la mesa de la cocina, escribiendo
una novela que no encontraba su forma.
Así estará toda la noche, frente a sus
ochenta cuartillas, y alrededor de las
seis y cinco de la mañana Juan Rulfo
sabrá que ha terminado su libro.”
¿Cómo concibió y dio forma Rulfo a
Pedro Páramo? ¿Cuál fue el proceso de
gestación de esta novela, vista no sólo
como la piedra angular de la narrativa
contemporánea mexicana, sino también
–a juzgar por las evidencias– como el
modelo a seguir por Solares? El texto está
enfocado en responder a estas preguntas
y, a la par, en explorar también el proceso por el cual es posible que pase todo
escritor de novelas: las dudas respecto
al asunto a desarrollar, la construcción de
los personajes y los espacios, la definición
de la estructura final, la elección de nombres y títulos. Por supuesto, Solares no
pretende ir más allá ni desentrañar los
misterios en torno a la construcción y
el éxito posterior de Pedro Páramo, pues
muchos de los datos y situaciones comentadas han sido ya presentadas por
otros críticos y ensayistas, a quienes él
mismo recurre en este ensayo.
Como decía antes, en esta sección Solares no echó mano de los apoyos gráficos. Y si bien conserva, en general, ese
tono lúdico del resto de la obra, por momentos su prosa adquiere un tono más
cercano al de la academia, incluso en
la manera de citar, que sin ser rigurosa
en sentido estricto, es menos caprichosa que en los demás ensayos.
179
A final de cuentas, busca compartir
con el lector sus inquietudes, lecturas y
experiencias en torno al arte narrativo.
Y muestra, también, que éste es, ante
todo, un juego: aunque existan un conjunto de reglas o principios básicos, lo
fundamental es el proceso de descubrimiento e inventiva del propio autor.
Desfile de escenas
H UGO V ALDÉS
Luis Felipe Lomelí, Indio borrado, Tusquets,
México, 2014, 176 p.
Indio borrado, de Luis Felipe Lomelí,
novela el intenso rito iniciático por el
que transita el Güero, un auxiliar de
electricista de trece años de edad, hacia la autoafirmación por medio de un
acto de justicia que le será reconocido
aun por sus enemigos. Mientras el protagonista porfía en su tarea de entender
el duro mundo que le tocó, sin amargura ni autoflagelación, descifrándolo
silenciosamente para sí con la idea de
asumirlo en mejores condiciones, se va
tejiendo una tragedia “funcional”, tan
necesaria como catártica. Sitiado por el
poder y el control de la calle a manos
de una u otra pandilla, debe lidiar también con un enemigo quizás aún más
pernicioso: el padre brutal, irresponsable y abusivo –tiene progenie sólo para
180
su provecho–, consecuente metáfora de la
ciudad que margina, por tratarse de un
asentamiento ilegal del sur de Monterrey, a la colonia Revolución Proletaria,
lugar de andanzas y destino del Güero. El
daño que el padre innominado ocasiona
en la familia, infiriéndole una marca de
horror que trasluce en el devenir cotidiano –signado por el abandono autista de
la hermana violada y la inercia existencial de la madre abatida por la migraña,
acaso síntoma de una depresión crónica–,
es visto de forma elíptica por una voz narradora a la cual le debemos esta novela adictiva cuyo ritmo, a ratos sosegado, parece
sólo haberse dispuesto así para dar pie al
doliente estrépito del alma.
Como si se ensayara con él, dejándolo ser y hacer, insuflándolo de paso las
viejas voces en las que se sustenta su
mitología íntima, el narrador confronta
al Güero con sus recuerdos discreta, amorosamente, escogiendo lo más sustantivo
de una vida que, pese a su brevedad, esplende para los lectores. Por lo demás,
no escapa cómo aquél empatiza con el
destino en vilo de los personajes de Indio
borrado: el Güero y su familia vulnerada; Lina, la adolescente de ojos verdes
que veía al muchacho “como si lo hubiera
mirado siempre” y quien seguramente
será la novia y pareja de aquél; Milo,
que “nomás despierta ternura si no trae
el acordeón”, etc. Así, barajando despacio una suerte de juego de estampas
que procura más detalles del espacio y
del elenco, consigue retardar la acción
a fin de potenciar sus alcances.
Por la factura de este desfile de escenas, algunas tan escuetas como un
microcuento, pareciera que el Güero se
ocupara de armar para sí su mundo inmediato o que el narrador lo refractase
rápidamente en aquél para recrearlo
sin acudir a descripciones ociosas. La
estrategia evoca también una declaración que el protagonista rinde in mente
con miras a trazar una cartografía de
ese pequeño mundo que rueda siempre
amenazado por las pandillas rivales y
en el que la confrontación con el padre –al
que olfatea como un animal a otro– es
inevitable. Más allá del simple guiño
simbólico, la hombría y la dignidad del
Güero deben cimentarse en la destrucción de cualquier enemigo.
Fungiendo como manes tutelares –o
los mayores que suplen a la proterva figura paterna–, las luciérnagas son espectros que son voces que fosforecen
y, abrigadas en el secreto del tiempo,
recuerdan lo que sus dueños fueron alguna vez. Fantasmas formativos que van
desde el nativo primigenio y el trabajador ferrocarrilero, pasando por el gobernador Santiago Vidaurri, hasta los primeros
industriales –cuyas voces le confían sin
empacho sus corruptelas, tal como otra
confiesa también, con elipsis turbadora,
haber asesinado a alguien cercano, tal
vez a un bebé–, cada cual dicta el quehacer del Güero como si se tratara de
su código genético expuesto. Ligándolo a
una tradición ancestral, Luis Felipe Lomelí reclama para su personaje una parte
de la grandeza que signó a generacio-
nes de regiomontanos, los pioneros, los
constructores, los adelantados, sumándole a ello su pasado y sangre indios,
exterminados en aras de la modernidad
y ahora conciliados y fundidos en la sangre
del muchacho. El Güero no es el otro del
regiomontano proverbial: es uno más, con
los mismos derechos que todos, cuyo autor
exige se le tome, al fin, en cuenta. Tampoco puede reducírsele a un chamaco
pobre y carente de suerte: es un indio
rayo redivivo, un potente “guerrero de
luz sobre lomo de gigantes”.
Gracias al contexto épico con el que
se dota a la novela –todo transcurre, nos
hace notar su autor, en el fondo del mar
de Tetis–, el Güero se revela como una
manifestación de la naturaleza, energía
que se reconoce siempre igual a sí misma,
tanto en el Monterrey contemporáneo
como siglos atrás, antes de la llegada de
la colonización española al valle norteño. No por nada nuestro joven guerrero
sabe y entiende bien que lo más preciado de un hombre es su profunda identidad y la salvaguarda del nombre: nunca
sabemos de él más que su apodo. No
por nada, por obra del tatuaje y la tinta
ritual antes de salir al combate definitorio, su rostro se antoja “como si fuera
de otro tiempo”. En consecuencia, los
cerros citadinos no son tales: la Sierra
Ventana sobre la que se edifica la colonia del Güero es en realidad un gigante
domeñado por liliputienses brutalizados que se dieron la maña para subsistir por medio de la autogestión y la
autoprotección.
181
Sin embargo, en un mundo donde los
niños crecen muy rápido y la venta de
droga al menudeo es la única salida
para cuantos no saben más que hacer,
el equilibrio conseguido entre las bandas
y sus dueños o patrones territoriales
puede romperse por las causas más fútiles –el robo de una cachucha a guisa
de desafío, por ejemplo–, orillando a Sierra Ventana a la guerra consigo misma,
como si no fuera suficiente la tensión que
se establece entre las diversas colonias
que se asientan en aquélla y el proyecto regiomontano de progreso y bonanza.
De hecho, y no obstante que se haya
fortalecido con sus propias reglas, legado de la disciplina izquierdista de sus
fundadores y de los cuales ya ni permanece el recuerdo, Revolución Proletaria parece estar siempre a un tris de
la contienda fratricida a causa de sus
enormes carencias y el olvido al que la
condenó Monterrey, expandida desde
hace mucho fuera de sus límites originales y ni siquiera así con la menor
disposición para incluir en ella a los
marginados crónicos. Insular dentro de
la conurbación metropolitana –reflejo
de la Sultana del Norte, multiforme y
múltiple, catalogada como una nación
dentro de otra–, deviene la cantera de
seres acaso necesariamente violentos,
a los que sólo les es dado columbrar la
ciudad matriz de la que no forman parte mientras esperan la oscura llamada
del destino. No es extraño por ello que
la voz narradora insista en mostrarles al
Güero y al lector, a partir de una acción
182
pasada –un disparo que aquél no hizo
contra uno de sus adversarios, convertido luego en aliado–, el derrotero existencial del personaje en el fugaz relato
paralelo –acorde a la llamada dimensión
posibilista–: aquello que también pudo
suceder y que, en el universo de Indio borrado, no habría sido en verdad muy distinto; sólo se trataría de otras vidas rotas.
Habitantes de un limbo innoble donde el odio se asemeja ora a la tristeza,
ora a la esperanza, están destinados a
medrar en labores como las que desempeña el Güero en calidad de “topo”,
quien auxilia en la construcción desovillando el cableado eléctrico: en el
nivel simbólico, todos aquéllos son “topos” también por vivir de forma subterránea y distante respecto de una ciudad
que se complace –y se sofoca más cada
vez, desconociéndose a sí misma– con
su creciente sectorización social. Sólo
evolucionan en aves de presa cuando,
como el Güero y los suyos al robar algún dinero con que adquirir armas a fin
de enfrentar a los Dragons, “caen”, “saltan” sobre alguna casa de la colonia inmediata desde los hombros del gigante.
Aun cuando acude a inocentes cábalas, como hacerles nudos a la bolsa del
supermercado con el afán de volverse
momentáneamente invisible o esperar
a que los dígitos de un boleto de camión
sumen veintiuno para ganarse el prometido beso de Lina, el Güero no pierde de vista la doble misión que tiene
en puerta. Cumplirá, tal vez sin saberlo, uno de los consejos de su maestro,
según el cual la voz narradora compila
y escancia al modo de un breve tratado
de filosofía práctica, tanto como pudo
servir de epígrafe para la novela: “Lo
importante de un topo –dice José Isabel– no solo es saber cuándo empujar
y cuándo jalar para que no se atasquen
los cables, lo importante es encontrar la
fuerza indicada para sacar todo el mugrero.” Ya que saca de sí la carga negativa que lo lastra y suma cadáveres al
“río de muertes que fluye bajo las calles
asfaltadas” de Monterrey, rayo convertido en hombre, el Güero se encumbra
como un adulto responsable de su familia y de su territorio, a despecho de la
impune peligrosidad de los Dragons, responsables incluso de graves delitos contra
gente que no habita en Sierra Ventana.
En El evangelio del Niño Fidencio,
Felipe Montes imagina una ciudad de
cemento y ladrillo que emerge en las
primeras décadas del siglo XX para imponerse a la construida entonces con
piedra sillar. En la visión de inicio de
milenio que condensa Indio borrado,
Luis Felipe Lomelí imagina con razón
un Monterrey surcado por símbolos y
“silbidos de balas que tejen el aire”,
cuyas entrañas-tuberías son recorridas
por serpientes que envenenan el agua y
la tierra, fatalmente y sin remisión, como
un eco siniestro de la paranoia zumbona
del militar que, en la cinta Dr. Strangelov de Stanley Kubrick, comienza la
tercera guerra convencido de que los
comunistas soviéticos han inficionado
a Occidente fluorizando el agua.
Declaración de principios
E DUARDO S ABUGAL
Roberto Calasso, La marca del editor, Anagrama, 2014, 176 p.
Una cultura literaria se reconoce
también por el aspecto de sus libros
Roberto Calasso
Fue Borges, en un texto titulado “La biblioteca total” publicado originalmente
en Sur, en 1939, quien pasó revista a esa
gran idea, a veces entendida como un
capricho y otras como una utopía, que
consiste en pensar una Biblioteca Total
capaz de albergar todos los libros como
si fuesen átomos para la formación del
mundo. Esta idea magnánima, que Borges usó dos años más tarde para escribir
“La biblioteca de Babel”, incluido en
El jardín de senderos que se bifurcan,
está relacionada no sólo con el atomismo, dice Borges, sino con el análisis combinatorio, con la tipografía y con el azar.
Aunque es una empresa metafísica e
imposible, Borges recreó el sueño que
guarda la imaginación de todo editor:
confeccionar un Universo cerrado en sí
mismo, con sus propias leyes internas,
compuesto inteligentemente por un número indeterminado de unidades que a
su vez fueran microuniversos cerrados
en sí mismos y cada uno con sus propias
leyes. La perfección de cada una de esas
unidades dependería del haz de relaciones que guardara justamente con el
183
resto, como una estrella en una constelación. Esa suerte de elemento mágico,
y pretensión de totalidad, es lo que traslucen las ideas sobre el arte de la edición
que expone Roberto Calasso. A pesar
de que La marca del editor recoge textos dispersos en los que Calasso explica sus ideas generales respecto al arte de la
edición de forma fragmentaria, se puede leer
como una declaración de principios integral, una suerte de filosofía del editor o
poética del editor, que un hombre, mediante su trabajo, ha construido convincentemente con el paso de los años.
La mayoría de los textos aquí reunidos
fueron publicados o leídos en conferencias que en su larga trayectoria de editor
ha pronunciado por todo el mundo, las más
de la veces en calidad de director de la
editorial Adelphi, fundada en 1962 por Luciano Foà (al que le dedica un apartado
especial) y Roberto Olivetti. Estas piezas textuales, que arman la poética del
editor Calasso, van desde un discurso
pronunciado en el vigésimo aniversario
de la editorial L’Âge d’Homme, en 1986,
hasta un texto leído en París con ocasión
de los trabajos del Bureau International
de l’Édition Française, en el 2011.
La sensación casi mágica que justifica la elección de un texto para convertirlo en libro, que sin duda estaba en el juicio
que alentaba la creación de una editorial
como Adelphi, se explica según las remembranzas de Calasso a partir de
una especie de culto por los libros únicos, que eran aquellos que justamente
habían corrido el riesgo de no existir
184
como tales. Pero el culto por ese tipo
de libros no bastaría por sí solo para
entender lo que anima la creación y el
cometido de un sello editorial, pues la
tarea del editor se bifurca en muchas
otras tantas tareas, que van desde la elección de manuscritos o borradores de forma
rigurosa pero no sistemática (uno de cada
diez de los que llegan a sus manos), pasando por la écfrasis al revés, es decir
buscar el analogon de un texto en una
sola imagen, hasta la estrategia de distribución de los libros incluyendo su
impacto cultural y mercantil, así como
la configuración de un lector modelo
que puede existir ya de hecho en la sociedad o estar aún por nacer. El trabajo
del editor tiene algo de pesquisa detectivesca, de rescatista, y constituye una
forma de bricolage en donde el editor establece y sugiere un diálogo específico
con “esos numerosos amigos invisibles
que son los escritores muertos”.
Así, cuando Calasso habla del arte
de la edición como un género literario,
está pensando en la impronta que todo
buen editor imprime en los libros que
publica, cómo, cuándo y dónde los publica. La concepción de una colección,
o una serie, un determinado catálogo de
libros que llevarán la huella de la inteligencia que los reunió, está en el mismo nivel que la novela que concibe el
novelista. Esa impronta que cada libro
lleva recuerda la imaginación integradora de un editor. Los libros así entendidos serían como objetos arqueológicos,
que de alguna manera archivan ese logos
con pretensión de totalidad que los hizo
reales y parte de un todo. En esa noción
de archivo o residuo que implica todo
libro, o toda reunión de determinados
libros, en colecciones o series, hay una
fuerza mística, incluso erótica, pues la
reunión de los residuos, la exposición
en grupo de esos universos residuales
que constituyen los libros, hay un cara
a cara, un cuerpo a cuerpo en el sentido más dérmico. En palabras de Calasso: “La portada es la piel de ese cuerpo
que es el libro. Esto constituye un obstáculo grave si se quiere llevar a cabo
la partouze de la biblioteca universal:
una partouze interminable e imparable
entre cuerpos desprovistos de piel.” Esa
suerte de orgía perpetua puede entenderse como el amor por la acumulación,
el registro y la colocación en un todo, de
cuerpos aparentemente individuales, y
eso es precisamente lo que anima la
voluntad del viejo editor pero sin poner en riesgo la individualidad de cada
libro per se, pues existe el riesgo de
asesinar (liquidar) la realidad del libro
por su hiperrealidad, es decir por su
saturación, que para Calasso tiene que
ver justamente con la idea superficial
de que se puede prescindir de la figura
del editor, con la moda de la autopublicación y sobre todo con el uso de la
web, en donde hay una intención de
“convertir todos los libros del mundo
en un único tejido líquido de palabras
e ideas interconectadas”, algo de por sí
poco erótico, incluso frígido (los libros
desprovistos de piel, de portada) y que
además colocaría no sólo a los libros,
sino al mundo, en el horizonte de su
desaparición, porque ya todo se hallaría en un plano superfluo, convertido o
transformado en mera información.
Después de leer La marca del editor
uno se queda con la sensación de que,
para el autor italiano, un editor, más que
un transbordador o un jardinero (imágenes que usa Vladimir Dimitrijevic), es
más bien la de un astrónomo que descubre constelaciones a través de un largo
y sinuoso camino de estudio, instinto y
observación, en donde cada estrella descubierta y nombrada, rescatada del tiempo y el espacio, va marcando poco a poco
un punto que será reunido con otro punto estelar para finalmente (y esto puede
ser que el editor no lo vea en vida) configurar admirablemente el dibujo total
de la constelación formada. La metáfora que escoge Calasso para explicar
esto es la de la cuenta en el collar, que
permanece ligada a todas las demás porque hay un mismo hilo que las surca.
El editor debe ser esa inteligencia (logos) capaz de reunir en un mismo hilo,
sin que se caigan o atenten contra el
collar, cada uno de los ejemplares que
por separado conforman una biblioteca.
El eje central de la argumentación para
entender al editor como un visionario y
un arquitecto de algo que va más allá de
la confección por separado de cada libro
como si fuera una obra aislada, consiste
en entender que cada uno de los libros
que determinado sello editorial publica
puede entenderse “como un eslabón de
185
una misma cadena, o segmento de una
serpiente de libros, o fragmento de un
solo libro compuesto de todos los libros
publicados por ese editor”. Ahí radica
desde hace cinco siglos la más audaz y
alta ambición de un editor de verdad,
según el enfoque mágico-organizacional del editor italiano.
La experiencia de Roberto Calasso,
que es también la de la fundación y legado de Adelphi, puede entenderse como
el recorrido histórico de una figura moderna, la del editor, confrontada con el
horizonte de su desaparición o aparente desaparición. La cualidad que más
define al editor, según el mismo Calasso, es la de su capacidad de juicio. Desde Kant, la figura del crítico de arte está
sostenida en la capacidad humana que
más admiraba el filósofo alemán, la facultad del juicio. En ese sentido, la figura del editor como la del crítico de arte
puede ser entendida como moderna,
que emerge justo cuando son enaltecidas cultural y filosóficamente las ideas
de gusto y de genio. En ese sentido, un
editor anda a la caza de autores o libros
geniales a partir de un determinado gusto.
Algo que visto superficialmente podría
parecer retrógrado justo con el fin de la
modernidad, pero desde la perspectiva
de Calasso es en el trabajo del editor,
en la construcción y mantenimiento de
un sello editorial, donde hay que ir a
buscar todavía, el rescate y la configuración de bibliotecas enteras y diferenciadas que puedan tener culturalmente
aún un peso específico. Calasso reivin186
dica la tarea del editor con E mayúscula,
frente al sintomático y paulatino borrado
de los perfiles editoriales, ocurrido en la
posmodernidad, en donde se percibe un
progresivo aplanamiento de las diferencias entre editores. Pero la tarea que se
impone Calasso en La marca del editor no
consiste en una simple apología de esa
figura moderna poco estudiada, que él
rastrea desde Aldo Manuzio en Venecia a
finales del siglo XV, hasta la era del e-book
y el proyecto de Google que se presenta
como agente de la digitalización universal,
sino que además se empeña en encontrar
los motivos profundos que animan la labor
de un editor, las razones por las que determinados sellos editoriales alcanzaron
una resonancia social y/o comercial en
determinados momentos históricos y geográficos. No se limita a defender lo que él
llama la marca del editor sino que la define, la explora y explica, desde su propia
experiencia y a partir de ejemplos destacados de editores claves en el siglo
XX como Kurt Wolff, Samuel Fischer,
Ernst Rowohlt, Bruno Cassirer, Leonard
y Virginia Woolf, Alfred Knopf, James
Laughlin, Giulio Einaudi, Jérôme Lindon, Peter Suhrkamp y Sigfried Unseld.
De particular interés sociológico resulta la visión de conjunto que da Calasso respecto a la edición de un libro,
ya que en cierto sentido es cercana a la
que propone el estructuralismo genético
de Lucien Goldmann, pues podemos rastrear sociogramas en los libros que una
determinada sociedad produce y consume, identificar determinadas ideologías
o cosmovisiones en la forma precisa en
como una sociedad fabrica sus libros,
cómo los vende, compra, ilustra, publicita, atesora o destruye. Particularmente
interesante para los lectores de habla
hispana es, por ejemplo, el caso ocurrido en la transición de la España franquista a la España de hoy, donde fue en
extremo relevante el catálogo cronológico de tres editores de Barcelona: Carlos
Barral, Jorge Herralde y Beatriz de Moura. Un editor es producto de su tiempo y
al mismo tiempo un educador de la atención, un creador de paraísos, pues para
Calasso, en una idea felizmente borgeana, el editor debe de tener una imagen
del paraíso si pretende ser un gran editor.
Ante la pregunta de quién es el Editor en
esa tarea sui generis que socialmente y él
mismo se ha impuesto desde comienzos
del siglo XX, Calasso responde que es “un
intelectual y un aventurero, un industrial
y un déspota, un tahúr y un hombre invisible, un visionario y un racionalista, un
artesano y un político.”
Entre el polvo y el tedio
V ÍCTOR R OBERTO C ARRANCÁ
Daniel Fragoso, Oficio de estar solo, Tierra
Adentro, México, 2014, 72 p.
¿Es la soledad lo que muchas veces determina nuestro oficio? ¿O es el oficio lo
que nos hace sentir solos? La fórmula,
colóquense las premisas como gusten,
no importa. La búsqueda de la respuesta es el verdadero sentido de la pregunta.
Búsqueda inagotable, reiterada, circular, determina a su vez que la poesía
siempre se pierda al interpretarse (más
todavía, cuando alguien intenta reseñarla).
Afuera, el mundo se acerca a su final.
Nosotros somos los ingenieros de su destrucción. Aquí adentro todo es repetición.
¿Cómo deslindarse del ciclo de un entorno que a veces se agota por permanecer
absorto en su reflejo?
El primer acercamiento que tuve a
Oficio de estar solo, obra del poeta pachuqueño Daniel Fragoso, se presentó
en la convencional propuesta de la lectura lineal de los poemas. El segundo, en
una presentación que incluía un sampleo
audiovisual en colaboración con Rubén
Gil. La conclusión es lo que ya se estableció anteriormente: no importa la
alteración de factores, el producto es el
mismo: un libro que confronta los paradigmas de la cotidianeidad con versos
desinhibidos y que, al mismo tiempo,
se disfrazan de temerosos.
Ésta no es una balada pop, no la cavilación de un hípster o un poemario “entintado con las mismas frases de todos
los libros”; en una reacción en contra de
esto último aunque, ojo, no juzga ni critica, sino que lo exhibe a través de una
reinterpretación, esa sí, poética. Lo antipoético hecho poesía o, lo que es mejor, lo poéticamente fallido y simulado,
convertido en poesía.
187
He aquí la labor, la tarea, el oficio de
un buen poeta. La soledad, entonces,
resulta un complemento de este principio de creación.
Para el lector siempre es difícil (no
se diga imposible) deslindarse de la voz
del escritor. Ese dios que habla, imprudente, desde las líneas de una obra. Desde
las encrucijadas de versos y recursos
literarios, de figuras retóricas y trampas
del lenguaje. Aun así, a pesar de que
en el caso de Oficio de estar solo puede
escucharse esa voz omnipresente, divina como sardónica, lo cierto es que en
ocasiones uno siente que se habla a sí
mismo.
Lo anterior es así debido a que las palabras del escritor no se atoran en un pecho temeroso. Daniel Fragoso no cavila
y, sin embargo, asegura hacerlo. ¿Es acaso
la finalidad de unos versos que parecen
(sólo parecen) tímidos? ¿Jugar con las
apariencias? ¿Con la perspectiva que
el lector pueda crearse sobre lo “aparente”? El juego se torna despiadado.
Pero así como Dios, nos dice Fragoso,
“nunca pone las cosas fáciles”, tampoco debe hacerlo el escritor.
Por el contrario: si las reglas de un
mundo reiterativo, viejo, cansado, se
vuelven evidentes, la tarea del escritor-dios-lector es alterarlas, torcerlas y,
quién sabe, tal vez reírse de ellas.
Las tres partes que conforman el libro de Daniel Fragoso son parte de esta
confrontación de lo habitual, de lo cotidiano, de todo aquello que forja el tedio
de un escritor que por momentos pare188
ce frustrarse y, en otros, sonreír (nunca
una carcajada, nunca un descaro, todo
es mesura y ritmo). De ese modo, los
poemas se convierten en punzadas que
escapan a los verbos extenuantes, las
repeticiones cansadas. El agotamiento,
aun así, se vuelve oximorónico al convertirse en el leit motiv de un lirismo vivo.
La poesía parece comerse a sí misma.
Eso sí, no todo en Fragoso suena a
subjetivismo. No importa que su libro
nos hable desde una voz interna. Al contrario, el mismo poeta alude a un proceso de escisión a través del cual otorga
la palabra a algún otro. En ese caso, cabe
preguntarse, ¿quién es ese otro?, ¿escritor, lector, poeta o el dios muerto cuyo
cadáver fue sepultado entre los versos?
No importa. En Oficio de estar solo lo
relevante es reconocer, sentir como familiar, esa voz poética que nos lleva a
enfrentar el vacío de la existencia, de
la contemplación automática de lo que
nos circunda.
Por eso, al elegir una tercera aproximación a este poemario –una tercera
forma de abordaje–, el desorden se hizo
manifiesto. Aquí la ciudad cae y se queda en ruinas. Lo urbano es entelequia.
La divinidad, una calle poblada.
Toda reseña atiende a la selección
subjetiva de capítulos, frases o, en este
caso, de poemas. Aun así, en el caso de
Oficio de estar solo, la selección ya está
hecha por nosotros. La búsqueda de la
unidad, de un leit motiv, ni siquiera es
necesaria. La contemplación pasiva sí lo
es. Por eso aludo nuevamente a la pre-
sentación audiovisual ya mencionada.
Con Fragoso, somos espectadores. Hay
que dejarse envolver aunque no, ciertamente, dejarnos engañar por la inmediatez de los tópicos.
Repito: el libro no muestra una postura altiva hacia lo que, de alguna manera,
versifica. No se trata de una apropiación
de posturas sociales. Es únicamente la
recolección de un espectador (quien, al
escribir, nos traslada ese papel a nosotros), de modo que el mundo pueda verse con nuevos ojos. Ojos ciegos, quizás,
pero que permiten imaginar más allá
del convencionalismo literario.
Tal vez, de elegir una manera de entrar
en el libro, me quedaría con la primera;
es decir, la lectura solitaria, personal y
egoísta. El libro en sí encierra los ritmos,
la musicalidad y proyección de imágenes requeridas. Fragoso crea torbellinos
verbales (también espirales metafísicas
que, en su función ontológica, se muestran como un simple “ciclo de lavado”),
huracanes y maremotos líricos que, en
efecto, terminan por convertirse en polvo. Tal vez ésa es su aportación bíblica:
el reconocimiento de la condición del
polvo como fin último de la existencia.
De la paradoja de que el sentido de la
vida (no sólo la vida corporal) se reduce muchas veces a esto: polvo.
Pero en el polvo, dicta el poeta, está
el verbo. Verbo creador de calles repetidas, de indumentarias y modas pasajeras, de estribillos que hemos escuchado
demasiadas veces.
El todo, en este caso, se convierte
en la nada. He aquí el innegable valor
de este libro. Hacer de la actividad poética un verdadero poema. Es así como la
obra exhibe la condición enferma de
la literatura contemporánea al tiempo
que se vuelve un ejercicio parasítico que
se alimenta de “lo otro”, lo que para el
lector queda como ajeno: “No es mi voz
la que habla en el teclado / es esa otra
persona que me habita.”
Tal vez por eso los primeros títulos
atienden a fechas, a calendarios, mientras que los últimos poemas se desvisten
de un encabezado. Porque “existe un sitio/imperceptible a los sentidos (...) un
lugar donde los sonidos se detienen”.
Aunado a lo anterior, Fragoso parece
escribir desde el limbo. Si bien la religión no se exime de la mirada inquisitiva de sus versos, parece que es vista
con la objetividad de una inspección urbana. Es un mapa extendido sobre una
mesa, aquel donde se observa “el futuro propio” y donde “los planes y las
prospecciones” se vuelven obscenas.
Curioso interpretar que para Fragoso
el destino, muchas veces, se traspapela.
Se pierde entre las líneas a pesar de que
no puede borrársele esa sonrisa de burla, de desidia: “La carencia de la alquimia
/ de eso que algunos llaman / felicidad.”
Esa felicidad solitaria, lejana, en un párrafo aparte. Felicidad ajena que se mira
desde el otro y hacia el otro. Que parece
nunca existir en uno sino, de modo necesario, en los demás. De lo contrario
¿Cómo dejaríamos de frustrarnos por la
imposibilidad de alcanzarla?
189
Este análisis, meditar de un poeta solitario, no exime, por supuesto, a la poesía, un insecto que también se exhibe
bajo la lupa de ese escrutador que, irónicamente, también se ve bajo el mismo
lente. En este sentido, la “Segunda parte” del poemario presenta fragmentos
metapoéticos, en donde se esboza lo que
ni siquiera se ha consumado. Se poetiza
la misma intención poética, supliendo la
literalidad y sencillez que muchas veces
aburre en otros autores.
La reflexión, así, forma parte del proceso de intentar crear algo. De erigir una
ciudad de las sombras para que, una
vez creada, nos cobijemos en la sombra
otorgada por sus edificios. Recordemos
que para Fragoso no hay fórmulas, sólo
contemplaciones de reglas que parecen
dictadas (o escritas) por un poeta de
humorismo incomprendido. Somos el
retazo de un chiste, la pincelada en un
lienzo ya concluido.
Éste es el paso al despojo absoluto del
nombre, como se ha dicho, lo que genera que el poeta no escriba desde sí sino
desde una voz ajena. La última parte
del libro adquiere esa voz, como si el
poeta se escindiera de sí mismo para
continuar con su oficio. Entonces se
nos declara: ya no hay títulos. Sólo esa
contemplación vacía de voyeur aburrido. De gente de oficio.
Todos fuimos contratados por la
soledad.
Nuestro oficio, entonces, debe ser el
de soportarla.
190
Ninfa que simula crecer
F EDERICO V ITE
Orlando Ortiz, Vidrios rotos, UANL/27 Editores,
Monterrey, 2013, 99 p.
La pujante empresa 27 Editores se dio
a la tarea de publicar novelas breves y,
como parte del catálogo de ese proyecto,
reeditó este año Vidrios rotos, de Orlando Ortiz, libro que documenta la metamorfosis de un grupúsculo de personajes
que padecen sus errores trágicos. En
principio, un escritor que no escribe y
una célula comunista que no revoluciona; por el contrario, pierden cada vez más
integrantes y padecen, con ello, el piquete
de la duda: ¿y si no estamos haciendo
lo correcto? Asistimos, como lectores, a
la pérdida de los ideales, tanto amorosos
como políticos. La novela sugiere un recorrido vital simple para los personajes:
trabajas, albergas esperanza y, antes de
dar el gran paso hacia esa estancia mejor amueblada por los sueños, caes.
Contada por derivas de una misma
hebra, el anhelo del cambio entendido
como mejoría personal y comunitaria,
Ortiz ofrece en nueve estancias el estrépito del ansia. Al comienzo del libro atestiguamos el encuentro de dos fantasmas.
Un hombre, que ya no es el simpático de
antaño, anhela preservar en la memoria
la imagen de una mujer que desparece
y reaparece como si el mundo fuera una
extensión de su espejo. Vemos espectros que ni siquiera hablaron de amor,
ensayaban su soledad y, en el fondo,
caminaban con la certeza de una ruptura
portentosa, necesaria para saberse divididos, para continuar en el oleaje vital de
la inconciencia. He aquí la otra arista
de la novela: la displicencia como sino.
En la primera página Ortiz advierte,
en el devenir de la conciencia de un personaje que intenta escribir pero le sale
espuma: “No entiendo por qué, pero no
tuvimos que explicarnos en absoluto las
entretelas de la situación, los voluminosos
entresijos que traen como cauda las relaciones insólitas y fortuitas.” Nos adentramos en el canto de la memoria que
regocija su duelo y detalla los diversos
espectros en los que se convirtió su amor
perdido. Da cuenta de un momento de
magia, pero ya insertado en la noción del
duelo. Extraña a Kudiana, aún la ve
en el departamento, la escucha. Cree
que repasando los hechos puede llegar a una explicación del abandono y,
gracias a esa ilación de momentos, el
lector se entera de que la puesta en
marcha del hundimiento ha comenzado. Focalizamos este personaje, quien
aparentemente nada tiene que ver con
los integrantes de la célula comunista,
pero al final de la madeja comprendemos el broche de la historia, porque no
había otro espacio en la vida para esos
personajes. Quedan adheridos a la realidad de un país como éste, donde las
perspectivas de vida son limitadas, los
ideales desfallecen y el amor por una
causa, sexual o política, termina desplomándose.
Desde los diversos puntos de vista que
se narra el resquebrajamiento, Ortiz nos
ofrece flashazos que potencian la intriga; destaco en especial el uso de la elipsis, recurso que reactiva el pespunteo
de las fuerzas que chocan y se incendian. El autor enfatiza en las atmósferas la orfandad, lugares cerrados que son
una extensión de la urbe en la que han
crecido los personajes, en la que han de
agotarse como anónimos.
El continuum narrativo se engrandece con la presencia de los comunistas,
con la muerte de algunos integrantes que
presuntamente protagonizaron un triángulo amoroso. Y de estos caídos, en efecto, vendrá la vuelta de tuerca en la novela.
El relato se bifurca en dos tonos, el
sentimental y el de intriga. Ortiz nunca
suelta las riendas de estos dos caballos
que se estrellan estrepitosamente en la
meta. Sabe que la literatura consiste esencialmente en el arte antiquísimo del engaño y desde ese precepto nos revela la
máxima: uno mismo se da la espalda,
se deja vencer por lo que ama.
Se lee en la página 65: “La ubicación
sensorial de un yo material, un ella hendido, un quien separados por la noche,
la distancia, las formas y sendos vidrios.”
Ahí están las otras herramientas con las
que el también autor de Jueves de Corpus
se aventuró en esta historia. Impone sus
reglas y las cumple a cabalidad. Fantasmeando entre capítulos pares y nones, el
yo elidido, sumado a la distancia psicológica de una voz en tercera persona, seduce
al lector, le pica la curiosidad para que
191
atienda, en la intimidad de las escenas,
la orfandad de los personajes, expuestos
al mundo para debatirse a la mexicana
en una sociedad que para bien o para
mal los ignora. Cada personaje tiene su
motivo bien definido, avanza hacia él,
se consume en él y forma parte de la tragedia doméstica de ser mediano. Hasta
la última página, donde los nudos del
relato embonan y la realidad empantana
todo, sabemos que lo tierno de lo humano es ahogarse en el río que por omisión ha elegido.
Una novela como Vidrios rotos mantiene un discurso vigente, no sólo por
recordarnos con sus personajes las veleidades del hundimiento personal, sino
por la forma en la que dispone su entramando, pasajes que forman parte de un
rompecabezas mayor, donde la noción
de una sociedad panóptica se potencia.
La impresión que permea al lector es la de
una paranoia potente, porque todos los movimientos de los personajes se encuentran
en constante acecho. Son observados, pareciera que nunca están solos, ni siquiera
tienen tiempo para cumplir sus duelos. En
todo momento, la persistencia de alguien
en persecución contagia ese sentimiento
al lector. Y al cambio de cada página notará que los ejes de una historia siempre
van enfocados al hundimiento atestiguado, asistido por la traición. Cada paso
es un choque, cada diálogo en la novela
revela la inminencia del tropiezo. Ya sea
por alcohol, por anfetaminas o por exceso
ideológico, pero las zancadas de los personajes ganan terreno rumbo a su fosa.
192
–¿Por qué nos empeñamos en deshumanizarnos?
–Nosotros
–Te refieres a nuestra relación
–No, más bien a los que son como nosotros, la gente de izquierda y principios y eso.
Esto dice el autor en voz de sus personajes comunistas y nombra, con ello,
la historia subterránea de Vidrios rotos,
ese empeño inquietante por no sintonizar
los sentimientos ni las acciones adecuadas
al encauzar las batallas que, con todo y
sus oleajes, no tendrían que aniquilarlos, pero los devoran. Quienes hablan
en este diálogo están próximos a morir
y la legitimidad de una pregunta así es
el botón que permite ingresar al otro
polo de la novela, lo panóptico, porque
quien los espía sabe perfectamente la
hora para el punto de quiebre. El telón
está por caer, nos advierte Ortiz, deja
que los hechos proyecten su sombra sobre el presente de esa trama para que todo
adquiera el mismo volumen y consistencia, para que las atmósferas propicien el desencanto sin nombrarlo.
En el otro lado de la historia, el escritor
que convoca palabras sale de casa. Intenta no abrumarse ante los encantos corpóreos de una ninfa que clama y gime
pero no hace corpórea su presencia, es
una mujer que lejos de comportarse a
la altura del conflicto se evapora. Pone
distancia de por medio argumentando un
viaje de estudios a Suiza. Desaparece,
sólo quedan los restos del talco, que parecieran su única consistencia real. Y
el hombre que escribe, no un escritor,
sino ese convocante de las palabras,
se regodea al fabular la miseria de una
existencia quebrada. Abandona una reunión y se filtra en la gélida noche de
la ciudad de México. Encuentra una
prostituta de rostro apocalíptico. Se encama con la meretriz en un hotelucho,
ella muere en pleno coito mientras él
busca, desde el púlpito dionisiaco del
ansia, un escape distinto a la orfandad. Ese mozalbete, ya ebrio, tiene la
revelación más presente de la novela:
en una ciudad tan grande, deben ser
muchos los que están muriendo a esa
hora. Y a la par de esa sentencia, la célula comunista se prepara para recibir
una puñalada trapera que consume la
vuelta de tuerca en la novela.
El autor se ciñe a la claridad de su
prosa con un solo propósito: dar cuenta de lo que observa. No se engolosina
detallando la ráfaga de los balazos ni el
llanto de un hombre que gime porque su
corazón ha sido desgarrado. Sin abusos
descriptivos, sólo con la dosis de información necesaria, la prosa –ahí es donde
radica lo afilado de un oficio– construye
las estancias atmosféricas (citadinas, en
menor medida, e intimistas mayoritariamente) para dotar de interés este discurso que se asoma, juguetón y poderoso, a
la vernácula y deslumbrante vitalidad de
un país engolosinado con su propio ego.
Vidrios rotos es una apuesta por el
realismo en la que se interpelan consabidos esguinces de conducta de la juventud: frustración y disidencia. Una te-
sis que bien podría ser entendida como
la prueba de un fracaso generacional,
porque no basta ser joven e idealista:
se requiere algo más para darle un susto al sistema político de este país.
Ortiz se dedicó a observar lánguidamente la frustración y el anhelo de los
personajes para mostrarnos la más grande de las razones para escribir una novela como ésta: el mundo está patas
arriba y así se va quedar. Sella la historia cuando entendemos que un escritorzuelo deviene político y los noveles
comunistas padecen la traición que culmina en exterminio. Todos pactan con
el hundimiento.
Varias voces cuentan Vidrios rotos, hay
en este documento un apego a la polifonía, muy al estilo de Rubem Fonseca
en Agosto, pero Ortiz recurre incluso al
dialogo escénico para darle continuidad a la historia, abre el compás para
dotar de movimiento el microuniverso
que nos ofrece en 97 páginas y cierra el
texto con la estrategia de pinzas, acorrala al lector con una tesis: intentamos
meter mano para darle una manita a la
fachada del mundo, pero no logramos
cambiar nada, ni la falda es más alta ni
el escote más bajo. La realidad es una
ninfa que simula crecer.
Vidrios rotos es una historia que apuesta por el cinismo como redención: ésa
es la meta para llegar a la adultez sin un
ápice de ideales. Los sueños se acabaron,
sólo resta la puerta estrecha de la politiquería.
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