Traducción al italiano y análisis traductológico de la novela En un

Transcripción

Traducción al italiano y análisis traductológico de la novela En un
Corso di Laurea magistrale
in Interpretariato e Traduzione Editoriale,
Settoriale
Tesi di Laurea
Traducción al italiano y
análisis traductológico de la
novela En un rincón del alma
de Antonia J. Corrales
Relatrice
Ch. Prof. ssa Laura Brugè
Laureanda
Elena Rita Livia
Matricola 987183
Anno Accademico
2012 / 2013
Índice
Ringraziamenti…………………………………………………………………………………….. 3
Abstract…………………………………………………………………………………………….
4
Introducción………………………………………………………………………………………..
5
PRIMERA PARTE
Texto de la novela. En un rincón del alma………………………………………………………………… 6
SEGUNDA PARTE
Traducción al italiano. In un angolo dell'anima………………………………………………................ 85
TERCERA PARTE
Análisis traductológico...……………………………………………………………………….... 167
1. Características generales de la novela…………………………………………………….. 168
1.1. La autora…………………………………………………………………………………….. 169
1.2. Contenido de la novela………………………………………………………………………. 170
1.3. Tipología y función del texto original……………………………………………………….. 171
1.4. Lector modelo……………………………………………………………………………….. 172
1.5. Estilo y registro……………………………………………………………………………… 172
2. Algunas nociones teóricas…………………………………………………………………... 176
2.1. ¿Que significa traducir?........................................................................................................... 177
2.2. El texto literario y su traducción…………………………………………………………….. 178
2.3. Equivalencia y fidelidad: dos conceptos clave de la traductología………………………….. 178
2.3.1. La fidelidad………………………………………………………………………………. 178
2.3.2. El aspecto dinámico de la equivalencia………………………………………………….... 180
2.4. La traducción: un proceso cultural…………………………………………………………… 180
2.4.1. Hacia una definición de culturema………………………………………………………... 180
2.4.2. Las interferencias culturales………………………………………………………………. 181
2.5. Método, estrategia y técnicas de traducción…………………………………………………. 182
2.5.1. Las técnicas de traducción………………………………………………………………... 182
1
2.5.2. El método traductor adoptado en la traducción de En un rincón del alma………………..... 183
3. Aspectos del léxico…………………………………………………………………………... 185
3.1. Los realia………………………………………………………………………………………………... 186
3.1.1. La importancia del realia en el contexto…………………………………………………... 186
3.1.2. La clasificación de los realia de la novela y las traducciones propuestas…………………. 187
3.1.2.1. Realia geográficos………………………………………………………………………... 187
3.1.2.2. Realia etnográficos……………………………………………………………………….. 187
3.1.2.3. Realia sociales y políticos…………………………………………………………........... 190
3.2. La fraseología………………………………………………………………………………… 191
3.2.1. Las locuciones……………………………………………………………………………… 191
3.2.2. Las metáforas………………………………………………………………………………. 197
3.3. Usted y lei……………………………………………………………………………………………….. 199
3.4. Anglicismos y otros extranjerismos…………………………………………………………. 200
3.5. El símil………………………………………………………………………………………...201
3.6. Los antropónimos y los topónimos……………………………………………………………201
3.7. Los insultos…………………………………………………………………………………… 202
4. Aspectos morfosintácticos…………………………………………………………………... 204
4.1. Coordinación y subordinación……………………………………………………………. .. 205
4.1.1. La construcción al+infinitivo……………………………………………………………... 208
4.2. Las perífrasis verbales…………………………………………………………………….. .. 209
4.2.1. Las perífrasis de infinitivo……………………………………………………………….... 209
4.2.2. Las perífrasis de gerundio…………………………………………………………………. 211
4.2.3. Las perífrasis de participio………………………………………………………………… 212
4.3. El lo enfático y el lo no enfático…………………………………………………………... . 213
4.4. Los marcadores del discurso………………………………………………………………. . 214
4.5. Pretérito perfecto vs. pretérito indefinido…………………………………………………. . 215
Conclusión……………………………………………………………………………………….... 217
Glosario…………………………………………………………………………………………… 218
Bibliografía………………………………………………………………………………………... 224
Sitografía………………………………………………………………………………………….. 226
2
Ringraziamenti
Vorrei innanzitutto esprimere la mia sincera gratitudine alla Professoressa Laura Brugè e alla
Professoressa Claudia Caburlotto per il tempo dedicato alla mia tesi e per i preziosi insegnamenti
durante il corso di Linguistica spagnola e Traduzione spagnola. Inoltre ringrazio le mie amiche
Raquel, Rossella e Nadia per avermi supportato e sopportato con pazienza e affetto. Infine, ma non
per ordine di importanza, mi sento di dire un enorme grazie a mio fratello Gioacchino, mia sorella
Roberta e ai miei meravigliosi genitori Franco e Antonella, grazie semplicemente di esistere.
Dedico a mia madre e a mio padre, la pubblicazione del romanzo "In un angolo dell'anima" da me
tradotto.
Mamma e Papà, vi ringrazio per avere creduto sempre in me, per essermi stati vicini nei momenti
di sconforto, per l'amore incondizionato che giorno dopo giorno mi donate e per essere sempre al
mio fianco.
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Abstract
This thesis presents the translation of the novel En un rincón del alma from Spanish into
Italian, that I have officially translated for the publishing house Ediciones B, written by the Spanish
authoress Antonia J. Corrales, and an analysis of the translation.
En un rincón del alma is divided into thirty nine chapters more the prologue and the epilogue.
The story takes place in Spain and in Egipt and the main character is Jimena, who relates her
life, in the form of a letter to her mother.
The thesis consists of three parts. The first one is the original text of the novel, the second part
is the translation of the novel and the third part is divided into four chapters and is about the
analysis.
The first chapter talks about the the authoress, the story of the novel and its features, like text
type, function, model reader and style and register. The second one introduces the different
problems regarding the translation process, especially the problems concerning the translation of
literary texts. The third chapter corresponds to the analysis and a commentary of both the original
text and the translation from a lexical point of view, justifying lexical choices. Finally, last chapter
consists of an analysis and a commentary from the morfosyntactic point of view, justifying
morfosyntactic choises.
After the conclusion, there is a Spanish-Italian-English glossary concerning the most relevant
terms and expressions.
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INTRODUCCIÓN
El objetivo de este trabajo es el de proponer la traducción al italiano de la novela En un rincón
del alma (2010) de Antonia J. Corrales, de la que soy traductora oficial y que saldrá a la venta en
Noviembre 2013, y brindar un análisis traductológico para comentar los puntos clave del proceso de
traducción y reflexionar sobre las dificultades a las que se enfrenta el traductor a la hora de traducir
una novela.
La traducción se define como un acto comunicativo complejo que no se basa simplemente en
la transposición de las palabras de una lengua a otra, sino en un proceso cultural, en particular, en el
caso de la traducción de un texto literario, género que más encierra los aspectos culturales de una
lengua, y que no presenta un léxico monoreferencial, a diferencia de lo que ocurre en el caso de los
textos técnicos. El traductor tiene que llevar a cabo detalladas búsquedas para solucionar los
problemas de traducción y preservar el contenido de la obra y las intenciones del autor. Otra etapa
fundamental es la comprensión del mensaje del texto de partida, porque solo una interpretación
correcta permite al lector del texto de llegada comprender el texto y las intenciones del autor.
Un aspecto que caracteriza la escritora es su estilo muy personal y complejo, en efecto se
alterna un lenguaje claro y directo en los diálogos con un lenguaje rebuscado y metáforico en la
narración.
El primer capítulo de la tercera parte de este trabajo ofrece un comentario general de la novela
y sus características principales, como, por ejemplo, informaciones respecto a la autora y su obra, el
contenido de la novela traducida, su tipología y su función, las propiedades del lector modelo, y el
estilo y el registro utilizados.
El segundo capítulo se centra en el concepto de traducción y, adoptando algunas propuestas
teóricas, se comentarán las problemáticas relativas al proceso traductivo, prestando atención, sobre
todo, a las características y a los problemas de la traducción de los textos literarios.
En el tercer capítulo se comentarán algunos aspectos relevantes en el ámbito del léxico que
caracteriza a la novela, como, por ejemplo, los realia, la fraseología, los anglicismos y
extranjerismos, los antropónimos y los topónimos y los insultos, y se justificará cómo estos
elementos se han traducido al italiano.
El cuarto capítulo está dedicado al análisis morfosintáctico, comentando las estructuras
sintácticas más utilizadas en el texto original, las perífrasis verbales y sus realizaciones en el texto
de llegada, las propuestas de traducción al italiano para la forma lo y para algunos marcadores del
discurso.
Al final, se presentará un glosario con los términos y las locuciones más significativas del
prototexto y sus correspondientes traducciones al italiano y al inglés.
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PRIMERA PARTE
Texto de la novela. En un rincón del
alma
6
En un rincón del alma
7
Mientras él estiraba sus brazos intentando en cada luna rozar el cielo, a mí las estrellas
fugaces dejaron de concederme deseos.
8
A mi suegro, donde quiera que esté. Sé que él me habría dado un paraguas rojo para
cobijarme, para cobijarnos.
9
A las aladas almas de las rosas
del almendro de nata te requiero,
que tenemos que hablar de muchas cosas,
compañero del alma, compañero.
Elegía a Ramón Sijé
Miguel Hernández (Orihuela, Alicante, España,.1910-1942)
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PRÓLOGO
Felipa, a pesar de su ancianidad, tenía una belleza serena, aunque su carácter huidizo y
desarraigado le daba a su faz un toque de frialdad marmórea. Aquella mañana arrastraba su cuerpo
delgado, casi famélico, por las baldosas húmedas, vetustas y desiguales que conducían al establo.
Caminaba en silencio, cabizbaja y renqueante, ensimismada en el sentido de las palabras que,
haciendo un gran esfuerzo ocular, había conseguido leer. De vez en cuando se paraba y, tomando el
escapulario que colgaba de su cuello, susurraba una especie de plegaria.
Su vedeja, de un color ceniciento, se mecía en el aire, en la frialdad del albor. El cántaro de latón
parecía querer escapar del balanceo enfermizo de su añosa mano. Su buen estado había sido
mantenido por aquella anciana a la que la vida se le escapaba. Por ello, aquella alcuza que había
llevado la leche recién ordeñada de la mejor vaca del establo durante años, aquella mañana parecía
negarse a acompañarla. Era como si dentro de ella hubiese raciocinio. Como si tuviese la certeza de
que aquella aurora sería la última en la que el sol haría brillar su cuerpo de metal.
Felipa miró el campo cubierto de rocío y suspiró. Con la cabeza gacha retiró la tranca y entró en
el cabañal. El olor del heno y la alfalfa atenuaba el hedor de los excrementos. El ganado, que ahora
estaba compuesto por cinco cabezas, no se asemejaba en nada a la vacada que, tiempo atrás, había
constituido la fuente de ingresos de su numerosa familia.
-¡Cómo he podido dejar que suceda! —murmuró, al tiempo que tomaba asiento en el viejo
taburete para ordeñar una de las reses—. ¡Cómo he podido estar tan ciega! Llamaré a Carlota. Ella
me leerá el resto del manuscrito. Cuando Jimena regrese hablaremos. Sí, hablaremos sin tiempo de
por medio. No puedo morirme sin pedirle perdón. No puedo hacerlo…
El cántaro cayó al suelo y la leche recién ordeñada cubrió el piso empajado. Felipa se desvaneció,
precipitándose con una lentitud mortuoria contra el suelo.
En la casa, las ascuas del brasero calentaban con suavidad las faldas de la mesa camilla. La lente
de aumento reposaba sobre el hule. Dentro de un paquete había un centenar de folios, junto a ellos
un paraguas rojo. El resguardo del envío no mostraba los datos completos del remitente. En él sólo
figuraba el nombre y la ciudad de procedencia: “Jimena Alcántara - El Cairo.”
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1
Madre, soy Jimena. Sé que apenas me recuerda. Siempre pasé por su lado como una sombra
parlante a la que nunca logró prestar atención. En casa éramos demasiados y a usted siempre le faltó
tiempo. Lo entiendo, entiendo su falta de tiempo, pero jamás pude comprender la carencia de
justicia en la repartición del mismo.
«La fuerza se te va por la boca. Hablas demasiado. Como no rectifiques tu forma de ser, tendrás
muchos problemas», solía decir como única e invariable respuesta a mis intentos de conversación.
No se equivocó. He tenido problemas, infinitos problemas, pero no por hablar demasiado. Los he
tenido porque nadie, empezando por usted, tuvo tiempo para escucharme.
Mi vida siempre fue una lucha constante por conseguir su atención, su beneplácito. Ahora el paso
de los años me ha otorgado la capacidad de ver la realidad y poder aceptarla sin que ello vaya más
allá de una toma de conciencia. Sin que la soledad sentida me obligue a derramar una sola lágrima.
A diferencia de antaño, hoy no necesito que alguien me escuche. He aprendido a dialogar conmigo
misma. Este desarraigo, en parte, se lo debo a usted. Sin embargo y a pesar de ello, necesito hacerle
saber quién es su segunda hija, aquella joven delgada, casi escuálida, que un día se marchó del
pueblo buscando hacer realidad un sueño, un sueño de cuento que aún no ha cumplido. Usted me lo
debe, me debe ese tiempo que nunca me dedicó, esas conversaciones que nunca tuvimos… Pero sé
que la única forma que tengo de conseguir mi propósito, de que usted me escuche, es a través de
estos folios.
El autobús desde el que le escribo se dirige al aeropuerto. Me voy a Egipto.
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2
Todos pensábamos que aquello sería eterno, que nuestra casa jamás estaría vacía de risas; de
gritos, de carreras, de comidas casi multitudinarias. Sobre todo lo creía usted, que aseguraba que le
poblaríamos la finca de nietos, que jamás se vería sola. Pero, poco a poco, todos, a excepción de
Carlota, que se quedó en el pueblo, nos fuimos marchando. Padre también se fue, se fue antes de
que llegara su hora. ¡Cuánto le quise! Lo adoraba. Aún añoro sus charlas junto a la chimenea, el
sonido melancólico y pausado de su voz, tan profunda como su mirada. Echo en falta el humo de su
pipa garabateando siluetas en el aire; su olor, y la aspereza proletaria de la palma de sus manos, que
tantas veces acariciaron mi nuca.
«Sin carrera eres un señor. Con carrera eres el señor Don», solía decir para darnos ánimos, para
que ninguno dejásemos de estudiar. Para él, todos estábamos capacitados, Carlota, que siempre se
negó a ello. Imagino que ella, mi hermana, será quien lea para usted estos folios. Siempre le gustó
leer en voz alta. Desde pequeña, si algún día lo fue, porque yo siempre la recuerdo mayor, tuvo muy
claro que sería madre y esposa. Que pasaría sus días sin pena ni gloria, pero feliz, aterradoramente
feliz, en ese horizonte empequeñecido por los quehaceres diarios, raptado por las tareas cotidianas
que no van más allá de las necesidades de los demás y que, para ella, eran y siguen siendo el pan y
la sal de su vida. La admiro por ello. La admiro por conseguir lo que quería, por tenerlo claro. Tal
vez ahí resida el misterio de la supervivencia, en creer que uno es feliz, en no distinguir la alegría de
la felicidad.
El autobús está cerca de la terminal. Está lloviendo. Cuando mi avión despegue habrá pasado el
tiempo necesario para que Carlos comience a inquietarse y se pregunte dónde ando, cuál es el
motivo trascendental que me ha llevado a ausentarme del campo de batalla, por qué no permanezco
como de costumbre, estoica en el lugar de siempre.
Adrián no percibirá mi ausencia hasta la hora del almuerzo. Él seguirá perdido en los miles de
apuntes que necesita aprender, casi al pie de la letra, para aprobar la oposición que le hará
merecedor del titulo de notario, ardua labor que le ha hecho perder tres largos años de intentos
frustrados. Adrián es igual que su padre, robusto, varonil y obstinado hasta la demencia. Ajeno al
resto de inquietudes que no sean las suyas.
Mi pequeña Mena estará en el baño. ¡Siempre está en el baño! Ella es el reflejo de lo que siempre
he deseado ser: alguien inalterable ante las exigencias de los demás. Mi niña no se preguntará dónde
ando. Si quiere saber algo de mí irá directamente a las pirámides. Se perderá en ese mar de arena
empachado de historia y me buscará bajo la sombra invisible que refleja la figura de Hatshepsut, la
dama del Nilo.
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A estas alturas, madre, ya se habrá dado cuenta de que viajo sola, que ninguno de ellos, ni Mena,
ni Adrián ni Carlos saben nada de mi marcha. Se habrá percatado de que me he marchado sin dar
aviso, que he dejado a mis hijos y mi marido. A estas alturas usted estará sacando el pañuelo de su
manga para limpiar el lagrimeo que mis palabras le producirá. Y me atrevo a adivinarla acercándose
a la cómoda en busca del retrato de padre, quejicosa y renqueante. La imagino limpiando el cristal
que protege su foto con la manga de la camisa negra después del consabido beso, estirando el paño
de ganchillo blanco sobre el que descansa. Tras unos instantes de ensimismamiento, sé que lo
volverá a colocar con una escrupulosidad casi obsesiva, y se alejará, cabizbaja e hiposa, moviendo
la cabeza de un lado a otro.
El autobús ha llegado. Tengo que dejar de escribir. Pero sólo por un momento. Cuando el ruido
de los motores me llene el estómago de burbujas, cuando las ruedas se escondan en la barriga del
Boeing 747, entonces, para calmar el miedo ancestral, oceánico y profundo que siento a volar, haré
lo único que siempre ha conseguido calmar mis ansias, mi inseguridad y mis penas: hablar. Volveré
a hablar con usted a través del papel.
¡Internacional! Pone salidas internacionales. Créame, madre, me gustaría mucho que estuviera
aquí.
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3
Son las dos de la madrugada y aún no he conseguido dormir. El miedo me atenaza. No es un
miedo cualquiera. Es el que crea la inseguridad. Me siento perdida. Nada es como pensaba. Desde
que llegué a El Cairo y crucé la puerta del aeropuerto en dirección al taxi sentí una sensación
extraña; no sabía qué hacía aquí.
Siempre imaginé El Cairo como una pequeña aldea llena de casas de adobe, en medio de un
desierto salpicado de nómadas y tuaregs, vestidos de blanco y azul añil, sonriendo prepotentes
encima de sus enormes y abnegados camellos. Todos eran hombres de tez morena, de formidables
ojos negros y espesas cejas. Las calles, un inmenso zoco donde todos los espacios estaban invadidos
por cientos de tenderetes que exhibían vasijas, momias y tesoros arqueológicos que se podían
adquirir por dos duros. Nada más lejos de la realidad. El Cairo es una gran ciudad. Iluminada por la
energía de la gran presa de Asuán. Llena de autopistas. Plagada de turistas ingenuos como yo. El
Cairo es hermoso, cosmopolita, políglota y demasiado grande para mis conocimientos. Aun así no
me arrepiento, sólo siento inseguridad. Todo lo que me gusta siempre me ha producido inseguridad
y miedo. ¿O tal vez miedo e inseguridad?
Durante el vuelo, en muchos momentos eché en falta el paraguas rojo de Sheela, mi amiga del
alma. No pude embarcar con él, las medidas de seguridad me obligaron a facturarlo con el resto del
equipaje. Desde que me lo regaló ha permanecido a mi lado, sirviéndome de apoyo y cobijo,
protegiéndome de los malos augurios, tal como ella dijo que haría. Antes de facturarlo acaricié su
empuñadura de madera y, mientras lo hacía, recordé sus palabras, las palabras premonitorias de una
de las brujas de Eastwick. Ella presagió mi viaje a Egipto, anticipó mi huida:
«Egipto es parte de tu destino… aunque si lo deseas podrás evitarlo, porque la vida, el futuro, es un
cruce de caminos y siempre hay más de una elección. Si decides viajar a la ciudad del Nilo, nunca
debes regresar a España, por nada del mundo. No lo olvides…»
Tal vez si me hubiese dicho el motivo por el que no podía volver habría elegido otro destino, no
estaría aquí. Pero no lo hizo, siempre se negó a hablar sobre ello. Desde aquel día no volvió a
esparcir para mí las runas sobre la mesa.
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Hace tres horas que permanezco en el hotel. En ese lapso he levantado el teléfono varias veces
y lo he vuelto a colgar, hasta que, por fin, sujetando el paraguas rojo por su empuñadura con fuerza
he marcado el número de casa. Lo ha cogido Carlos. Después de escuchar, en el más absoluto de los
silencios, mis explicaciones, ha respondido con una frase en la que se adivinaba una amenaza:
—Espero que sepas lo que has hecho.
No me dio tiempo a responder: cuando intenté articular un sí, había colgado.
No sé por qué fue ayer cuando tomé la decisión, cuando decidí abandonarlo todo de la manera en
que lo he hecho, sin antes dejar caer una advertencia, una queja o un silencio de más durante los
atropellados desayunos, los almuerzos domingueros o las cenas vacías de velas, vino y rosas. Sin
una lágrima premonitoria o acusadora. Sin las razonables omisiones de mis deberes cotidianos y
humanos. Sin esa llamada de auxilio que suele anteceder a una crisis emocional. Lo hice en
silencio, sin que mis pasos se oyeran, sin que mi rostro expresara un gesto de desacuerdo o malestar
ante aquella cotidianeidad en la que me sentía parte del mobiliario. Quizá el desencadenante fuesen
sus últimas e insípidas caricias, en las que yo parecía no tener rostro, podía ser cualquiera bajo sus
manos, porque ellas habían dejado de reconocerme entre las sábanas, me había convertido en una
más, en la de siempre. Y lo peor no era que yo lo sintiese de aquella forma, lo peor era que él,
Carlos, también lo sabía y no parecía importarle lo más mínimo.
Contemplé el reflejo de mi cuerpo desnudo en los cristales del dormitorio, mientras la lluvia
golpeteaba la ventana con rabia y las gotas se deslizaban como lo hacían mis lágrimas mudas; sin
fuerza, dejándose llevar. Mientras él, Carlos, desnudo frente al espejo del baño, pletórico de éxtasis
carnal, levantaba su mentón y me preguntaba, en voz alta, si la caldera estaba encendida porque iba
a darse una ducha.
Aquella noche tomamos, tomé, demasiado vino. El alcohol se hizo dueño absoluto de mi
conciencia. Poco a poco noté como el pulso se iba ralentizando. La música sonaba lejana, ausente.
Le miré y supe que aquel día formaría parte de otros tantos, que pasaría como habían pasado los
demás; carentes de sentido. Sin embargo, a pesar de todo lo que había sucedido entre nosotros, de la
soledad, seguía deseando sus manos sobre mi cuerpo, el arrastre cálido de sus dedos por mi piel.
Anhelaba su mirada profunda recorriendo frívola la comisura de mis labios, la protuberancia de mis
caderas, el blanco enlechado de mis pechos. Y volví, una vez más volví a dejarle hacer. Controlé
mis ansias de placer porque sus deseos siempre se superponían a los míos. En cada uno de nuestros
encuentros carnales yo me contenía, frenaba mi necesidad, mi ansia, hasta que él se deshacía, hasta
que sus párpados caían. Sentía, sí, yo, a pesar de los años transcurridos, de la apatía, de la sinrazón
que abrigaba nuestro común diario, seguía sintiendo, pero lo hacía a través de él. Por ello, por aquel
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vacío de sentimientos y placer propio, que no ajeno, aquella noche, Carlos, mi Carlos, el Carlos que
yo había creado y mantenido, desapareció. De un plumazo su vida y mi vida dejaron de formar
parte de aquellas películas absurdas con las que alguien llenó las horas vacías de mi infancia. De
aquella farsa que había encorsetado mi forma y manera de ver la vida, incluso de enfrentarme a ella.
En ellas, las princesas se quedaban embarazadas después del beso casto, casi inmaterial del príncipe
que daba paso al FIN. Los platos del banquete nupcial estaban cargados de manjares exquisitos, que
no costaban nada, y el pelo largo de las jóvenes no necesita bigudíes para rizarse. En un instante
impreciso, rápido como un destello de luz, me sentí parte de una mentira, de una gran mentira. Ni
Carlos era un príncipe de cuento, ni yo era como esas jóvenes de ojos azules y pechos prietos,
rubias como la cerveza.
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5
A pesar de todo le quise, sí madre, le quise casi de forma demencial y, de alguna manera, creo
que aún sigo queriéndole. Durante los primeros años de convivencia su estado constante de
excitación hacía que me sintiera deseada, y eso, entonces, era algo muy importante para mí;
formaba parte del “ser mujer”. Lo aprendí cuando el tiempo era joven, en aquellos días en que los
decires y los haceres de los demás van dando forma a los tuyos. Pero aquella época ya no tenía
nada que ver conmigo y por eso mi deseo de rozar la perfección, de conseguir que todos, y en
primer lugar Carlos, se sintiesen felices a mi lado, fue desapareciendo paulatinamente.
Mientras él se introducía en la ducha, ajeno a mis pensamientos, a mi desnudez emocional, yo me
vi ataviada con aquel vestido verde botella, tipo Sissi emperatriz, fregando los platos sucios.
Aturdida en una casa llena de muebles estúpidos y traicioneros, que se llenaban de polvo en cuanto
los perdía de vista. Llenando la barriga del carrito del supermercado con productos más baratos y
mejores que las ofertas engañosas de letreros fosforescentes, que tanto horror me producían.
Entonces comprendí que aquel vestido era incómodo para mis quehaceres diarios, que los pechos
luchaban por deshacerse del corsé diseño camisa de fuerza. Reconocí el brillo de los collares de
escarlatas, como lo que en realidad siempre habían sido, bisutería fina. Sentí la necesidad imperiosa
de ser la protagonista, la primera actriz de una película basada en la realidad. Cerré la página final
de mi historia de ficción, una historia que había durado demasiados años, tantos que el príncipe era
casi un abuelo, y escribí el final del cuento: «Colorín colorado, la princesa se ha fugado.»
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6
Después de una sórdida noche de insomnio en la que los recuerdos de nuestra vida en común
fueron aflorando uno a uno, al amanecer bajé las maletas del altillo y comencé a introducir en ellas
mi ropa. Me vestí con los viejos vaqueros y me calcé las deportivas que tanto odiaba Carlos. Él
dormía profundamente, como era habitual, ni un seísmo de 7,7 en la escala de Richter habría
conseguido despertarlo. No dije nada, ni siquiera me acerqué a los dormitorios de Mena y Adrián.
Ellos estaban acostumbrados a mis solitarios paseos matutinos y aunque hubiesen escuchado mi ir y
venir por la casa, no les habría incomodado su descanso. Como una sombra atravesé el pasillo y salí
a la calle. Llovía, en mi vida siempre llueve, todos los días importantes de mi vida están pasados
por agua.
El viejo Mercedes del vecino permanecía aparcado frente a mi casa. Sus faros redondos se fijaron
en mí como si fuesen los ojos de un abuelo, desaprobando mi huida. El parachoques pareció
recriminar mi marcha. Incluso imaginé que decía: «Huyes, ¡cobarde! Siempre fuiste una cobarde.»
Agaché la cabeza y dejé de mirarlo porque, en cierto modo, de alguna manera me sentía un poco
cobarde. Caminé unos pasos, tomé aire y eché un último vistazo a la casa. Después, tras unos
instantes de ensimismamiento, me enjugué las lágrimas que resbalaban por mis mejillas, abrí el
paraguas rojo de Sheela, me cobijé bajo él y sonreí. Le sonreí desafiante al Mercedes, al hortera del
vecino que, como todos los sábados, tenía su butaca de patio instalada bajo el porche y me
contemplaba sin decoro, absorto, enfundado en su pijama a cuadros y sosteniendo el café humeante
en la mano izquierda, mientras que con la derecha pasaba las hojas del periódico que jamás leía. Tal
vez sí, quizá lo leyese, pero estoy segura que no entendía ni un párrafo. Esquivando su mirada, que
permanecía fija en el trolley y la maleta roja de mano que yo había dejado en la acera, me acerqué a
la cancela de Remedios, mi “adosada” Remedios…
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7
Remedios era, y sigue siendo, una mujer remilgada. Remilgada y un poco ignorante, aunque
excepcional. Es silicona pura y croquetas de una bechamel inmejorable. Una enciclopedia culinaria
andante en la que, ayudada del arte de la seducción, con el que estoy segura le agració algún hado,
ha conseguido ir recopilando cientos de trucos inaccesibles para las nueras. Las nueras que, como
yo, somos incapaces de conseguir la fórmula secreta de aquel plato especial con el que llevarse al
príncipe azul a la cama. Sin embargo ella, Remedios, sólo tiene que ajustarse el mandil, dedicarle
una sonrisa a la suegra ajena o propia para que ésta le suelte, como si le hubiesen inyectado
pentotal, todos y cada uno de los entresijos del plato en cuestión, guardados durante generaciones
en el más absoluto de los secretos. Lo hace sin esfuerzo, sin alarde, como el que oye llover,
mientras tú observas la escena estupefacta. Mientras les dedicas una mirada de indignación a tu
santa suegra y su devoto hijo.
Remedios es el prototipo perfecto de mujer, de la mujer que la mayoría de hombres quisieran
tener a su lado. Alegre, imperturbable, eficaz y condescendiente. Teñida de rubio hasta lo más
íntimo. Sin una sola raíz en su pelo que muestre el negro genético que sí lucen sus vástagos y
ascendientes.
Pasa horas interminables en la cocina, pero su ropa jamás huele a los guisos que intercala en el
menú diario. Ella siempre huele a violetas, a violetas del Teide. Para sus menesteres culinarios y
nutricionales se ayuda de un gran libro dietético, confeccionado de su puño y letra, que cuelga por
un cordel al lado del teléfono de la cocina y que, por su tamaño y disposición, se asemeja a las guías
telefónicas americanas que penden de las cabinas públicas.
Su repostería es especial, mágica y medicinal. Cargada de colores que ella considera curativos y
que consiguen efectos surrealistas. Siempre tiene un postre para cada ocasión, para cada estado de
ánimo y, con él, siempre logra su propósito: que nada sea tan importante como para hacernos llorar.
En cada una de las degustaciones con que nos obsequiaba, siempre terminábamos riendo, riendo a
carcajadas. Sheela decía que el ingrediente secreto de los postres de Remedios debía de ser el
conjuro que recitaba durante la mezcla de los ingredientes, semejante al de la Queimada, aunque
diferente en contenido y melodía. Un contenido del todo ininteligible e impronunciable, salvo para
ella. Remedios, como única respuesta a nuestras preguntas y conjeturas sobre su conjuro, reía.
Nunca se avino a darnos un solo detalle
que nos permitiera conocer su simbología; su fin,
procedencia o, sencillamente, que nos facultara para ponerlo en práctica. Aún sigue siendo así.
Durante los comienzos de nuestra vecindad yo no soportaba a Remedios, me ponía enferma su
perfección, su excesivo dominio de lo cotidiano, y lo hacía porque dentro de ese feudo que ella
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gobernaba sin esfuerzo, yo parecía una folclórica caída del cielo en el escenario durante la
representación de una ópera de Giacomo Puccini.
Cuando la conocí, no me gustó, no me gustó nada. Era tan perfecta, tan irreal, que ni siquiera
gritaba. Parecía haber conseguido ser como los personajes femeninos de las series americanas;
dulce, educada, silenciosa: de plástico. Ese control, esa supremacía, me ponía enferma. Alteraba
mis biorritmos. Yo había pasado media vida intentando ser así, de aquella manera. Había anhelado
controlarme, antes y durante el desarrollo de cada una de mis broncas maritales, generacionales e
incluso profesionales. No dar un tono excesivamente alto a mis palabras y, lo más importante,
generar tranquilidad a mi alrededor. En una palabra, dominar. Tener todo medido. ¡Nunca lo
conseguí!
No obstante, y a pesar de su silicona, que debo reconocer estaba francamente bien puesta, de su
control y su excelencia cotidiana, Remedios era humana, era tan imperfecta y tan latina como lo
somos todos. El día de aquel verano en que su querido Jorgito, educado al mejor estilo ingles, le
dijo “¡Vete a la mierda mamá!”, Remedios no se alteró. Dejó caer su pareo al suelo como quien no
quiere la cosa. Extendió sus garras rojas hacia el enano y lo arrastró hacia sí, despacio, sin prisa.
Todo el círculo piscinal observaba ansioso su reacción. Estaban deseosos de que ella tuviese, al fin,
una pérdida de formas con la que aderezar los desayunos o las sobremesas de aquel aburrido estío.
Pero la única afortunada fui yo. Mi posición estratégica al lado de ella me permitió no perderme ni
una de sus palabras. Remedios acercó su boca a la oreja de Jorgito y, disimulando con una amplia
sonrisa de cara a la galería, le susurró: «Cómo vuelvas a contestarme de esa manera, te juro que te
corto las pelotas.» En aquel momento su imagen cambió para mí. Si bien seguía siendo demasiado
perfecta, su maquillaje continuaba siendo excesivo, persistía en su obsesión por tenerlo todo
controlado y se negaba a leer novelas que no fueran rosas, desoyendo mis consejos, su reacción ante
Jorgito tuvo un toque vulgar que me encandiló. Estaba aderezada con el encanto que conlleva la
pérdida repentina de compostura que caracteriza a la gente normal. Eso me satisfizo, me hizo
atisbar la posibilidad de que existiera un rincón oscuro, invisible a los demás, en su preciosa
cabecita. Un espacio vacío de cosméticos, repleto de inquietudes y sentimientos contradictorios.
Desde aquel instante, poco a poco, su apaciguamiento, su simplicidad en el análisis de lo cotidiano,
su permanente «No pasa nada, verás como todo se arregla», pasaron a formar parte de mi vida, lo
hicieron sin que me diese cuenta y para siempre. Remedios se convirtió en mi amiga, en parte de
aquel maravilloso trío apodado “las brujas de Eastwick”.
Ayer, desde la ventana de su cocina, Remedios me observaba con cierta inquietud. Quizás
esperaba la salida de Carlos detrás de mí. Contuve la respiración, intenté forzar una sonrisa que no
dibujaron mis labios y abrí la cancela. Al verme entrar en su jardín salió apresurada, con gesto de
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desasosiego, mientras se secaba las manos en el mandil rosa, dejando una estela de aroma a tostadas
y café recién hecho.
—Me marcho al pueblo unos días —le dije.
—¿Tu madre está bien? -preguntó preocupada.
—Sí. Se trata de mí. Necesito cambiar de aires, darme un pequeño respiro… Ya sabes… -añadí
tras una pausa, agachando la cabeza, incapaz de sostener su mirada demasiado tiempo.
Sé que no me creyó. Lo noté en la forma en que cogió mis manos entre las suyas, en su mirada
condescendiente y cómplice. Lo supe porque no volvió de inmediato a su casa, porque permaneció
inmóvil y silenciosa hasta que el coche giró la curva y se perdió en el entramado de calles que
componen la urbanización. Se quedó allí, prediciendo un adiós que no se produjo, pero que ella
intuyó en el instante en que mi maleta de mano, sólo Dios sabe por qué razón, se abrió sobre la
acera y vio la pequeña bolsa de terciopelo rojo en su interior. Aquella bolsa que ella misma había
confeccionado con las cortinas del herbolario de Sheela. Entonces, con los ojos húmedos, dijo:
-¿Me llamarás cuando lo hagas?
Asentí cabizbaja y avergonzada por mi falta de sinceridad, de valentía, y subí el taxi que
momentos antes había pedido. Lo hice rememorando un momento concreto de nuestra vida, el más
importante que ambas compartimos junto a Sheela. Un instante que, llegado el momento, también
compartiré con usted, madre.
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El día que llegamos a esa vanguardista, prestigiosa y elitista urbanización, el corazón se me
encogió como un tomate para freír. Todos eran tan perfectamente pudientes que mis orígenes me
provocaban inseguridad.
Me pregunto qué hubiesen pensado usted y padre si hubieran podido oír mis pensamientos.
Recuerdo como pagaron parte mis estudios gracias a la leche que producía el ganado. Sus ubres
fueron el pozo de petróleo de nuestra numerosa familia.
Aquel día, mientras observaba la alta sociedad que me rodeaba, mirando el terreno en que se
asentaban los chalets, y que tiempo atrás había sido una cañada real apodada “la polvera” donde al
anochecer las parejas buscaban “intimidad”, sentí nostalgia. Añoré la vida sencilla y llana del
pueblo. Cuando mis ojos retuvieron la imagen de la infinidad de chalecitos adosados, todos ellos
repletos de alarmas, parabólicas, coches de alta gama y empleadas de hogar uniformadas hasta las
cejas, me dieron ganas de salir corriendo, de volver a mi pequeña casa de apenas sesenta metros
cuadrados en pleno centro de la capital. Eché en falta el colorido del los semáforos, el ruido
ensordecedor del tráfico que acallaba mis cavilaciones. El bullicio de la gente en las tiendas, en las
terrazas, por las aceras… Evoqué ese anonimato que te da la gran urbe, un anonimato que permite
ir, vestir, sentirte y ser como te dé la gana por cualquier sitio, en cualquier momento del día y
cualquier día del año. Añoré esa libertad de formas y maneras que allí me iba a ser muy difícil
hallar. No sabía cómo iba a sobrevivir en aquel recinto privado, de calle privada, portero privado...
Todo era privativamente privado, menos los recursos económicos que se paseaban como suelen
hacer los nobles con sus títulos.
Cuando la señorita guapísima, vestidísima de Cristian Dior, maquillada y peinada por un pupilo
del mismísimo Llongueras que, dicho sea de paso, allí estaba súper “franquiciado”, nos dio la
oportuna, obligada, monótona y consabida gira turística por las instalaciones comunes, Carlos, mi
amado Carlos, parecía Onassis. Se tomó tan en serio su papel de nuevo rico que hasta yo me lo creí.
Sin embargo, yo, a su lado, frente a todo aquel alarde de pedigrí, era el retrato viviente de un
chuchito sin raza. Abandonado por sus desaprensivos dueños y rescatado por los servicios de la
perrera municipal del atropello de un coche. Incluso adolecía de una cojera repentina y un tic
nervioso en el labio superior que me obligó a taparme más de una vez la boca para disimular mi
precario estado de nervios. Todo ello, unido a mis ademanes y aspecto progresista, me hacían
desentonar con el impecable estado y apariencia de mi cónyuge, vestido de Ralph Lauren y
perfumado con Loewe. Mis vaqueros y mi camiseta negra haciendo juego con las alpargatas de
esparto me hacían sentir cómoda. Eran apropiadas para caminar por la urbanización, visitar el chalet
piloto, los jardines… Pero, al tiempo, me convertían en el blanco perfecto de la mirada inquisidora
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y frívola de la guapísima empleada de la promotora y las “superseñoras” que ya habitaban algunos
de los chalecitos. Carlos parecía ir a jugar al golf, sólo le faltaban los zapatos apropiados. Yo
parecía ir al súper, al supermercado del barrio, aunque allí lo llamaban “el Centro Comercial”, y
cuando se visitaba una tenía que ir a la última.
Lo cierto, madre, es que no sólo me sentí así aquel día. Siempre me he sentido desvinculada del
común de los mortales, pero sobre todo y ante todo, de aquellos que llevan el éxito prendido en
todos sus actos: los de la flor en el culo. Jamás fui uno de ellos. Ni tan siquiera me identifico con
mis hermanos. Ellos son tan perfectos, tan rubios, tan altos, tan felices… Yo, tan morena, tan flaca,
tan débil, tan infeliz... Tan intelectual, demasiado intelectual. Ése, como dice Carlos, es mi mayor
problema, que pienso demasiado y pensar no es bueno.
Durante el recorrido por la urbanización, mientras escuchábamos el catálogo de calidades,
veíamos las habitaciones, admirábamos los escandalosamente carísimos muebles de cocina, volví a
sentir el mismo desasosiego, la misma sensación de estar en un lugar equivocado una hora más
tarde de la cita. Me sentía terriblemente alejada de todas las personas que vivían en aquel entorno,
maravillosamente programado por la constructora y colonizado a la perfección por la hostelería.
Una hostelería que también distaba mucho de mi exquisita cocina rápida, congelada y casi sintética
que apenas tenía sabor ni olor, pero que gozaba de un gran éxito, aunque sólo fuese frente a mí
misma.
Aquel lugar era tan perfecto que parecía construido con el único fin de fastidiarme, de
desubicarme. Todo era tan extremadamente bueno que, en aquel momento, mientras contemplaba la
perfección que me rodeaba, habría preferido que todo fuera una ilusión óptica. Pero era real.
Desconectar no servía, debía adaptarme. Carlos así me lo exigía. Y lo intenté, lo intenté sin
conseguirlo durante muchos meses, hasta que Remedios se instaló al lado y se adosó a mi vida.
Entonces fuimos dos las desubicadas dentro de aquel hábitat inhóspito e irreal.
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9
Una vez más divago. Usted siempre dijo que la parquedad no era mi fuerte. Pero lo cierto es que
nunca hablé lo suficiente, callé más de lo necesario, y demasiadas veces. Debí hacer caso a mi
querido hermanito pequeño. Si le hubiera hecho caso ahora las cosas serían diferentes, me habría
ido mejor, estoy segura. Al menos no me sentiría tan infeliz, tan frustrada.
Juanillo es el único que se parece un poco a mí. Tan poca cosa, con ese pelo tan negro y lacio.
Enjuto de carnes. Sensible e inseguro. Atormentado por el deseo, por la necesidad de despertarse un
día siendo mujer. Todos, sin excepción, fuimos unos estúpidos, unos cobardes conformistas con las
normas que unos cuantos reprimidos presuponen e intentan imponer como verdades absolutas,
cuando éstas ni siquiera forman parte de la realidad. Nos dejamos llevar por el miedo a las
habladurías, por ese estúpido “qué dirán”. El qué dirán de unos cuantos a los que nada debíamos,
que nada nos dieron ni nos darán. Por el miedo a las aves carroñeras que se alimentan de la pena
ajena, que intentan imponer a los demás una doctrina que no practican y en la que en realidad no
creen, pero que les sirve como estandarte para pregonar a los cuatro vientos que son mejores que los
demás, más humanos, más personas, más hijos de Dios; de su dios.
Juanillo no necesitaba hacerse mujer, había nacido siéndolo. Sin embargo, nosotros, primero
intuyéndolo y más tarde sabiéndolo, nunca se lo hicimos saber. No fuimos capaces de decirle que
conocíamos su condición sexual y que aquello, su deseo de convertirse en mujer, no dejaba de ser
una meta, un camino por andar en el que no estaría solo.
Usted, madre, ensalzaba su desenvoltura en la cocina, la maestría para hacer que un simple guiso
de patatas se convirtiera en algo especial. La forma que tenía de colocar los cubiertos, los platos, el
jarrón con las flores que había cortado en el campo y su pulcritud. Siempre iba hecho un pincel.
Padre envidiaba su calma, su exquisita dulzura, su manera de mediar en las desavenencias
familiares y aquellas manos perfectas para el diseño de ropa femenina. Recuerdo sus primeros
dibujos y lo que más llamó mi atención en la silueta de las modelos: todas tenían unos grandes
pechos de caída endiabladamente carnosa. El comentario de padre al respecto:
—Este hijo mío es muy macho. El vivo retrato de su padre. Le gustan las mujeres con muchas
tetas.
Mas tarde comprendí por qué Juanillo subió, llevado por un ataque repentino de angustia, a su
cuarto, cerró la puerta y lloró en soledad durante horas. Juan, mi Juanillo, adoraba los pechos
femeninos. A través de sus diseños, con cada uno de sus trazos, acariciaba el sueño de tener algún
día aquella figura que tanto se asemejaba a una Venus y de la que él hacía un dibujo perfecto:
exuberante y sensual; mujer.
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Él estaba fuera de ese margen irreal que ha creado parte de esta sociedad mentirosa y reprimida,
malsana. Estaba dentro de un cuerpo que no le pertenecía y nosotros, los suyos, sabiéndolo, lo
omitimos. Omitimos sus ademanes, sus exquisitas posturas, el tono casi aterciopelado de su voz, su
especial sentido del gusto… Fuimos tan cobardes que no admitimos algo tan antiguo y normal
como la propia existencia de nuestra especie. Por ello, Juan salió de nuestras vidas poco a poco, sin
que nos diésemos cuenta. Como una sombra, dejó de proyectarse por la ausencia de los rayos del
sol familiar. Él, madre, pasó por su vida y la de todos mis hermanos como lo hice yo, sin que se
notara que estábamos allí, sin que vosotros sintierais nuestra respiración. Con una diferencia:
Juanillo no hablaba. Dejó de hablar de repente, como si le hubiera comido la lengua el gato. Hasta
el día en que padre enfermó. Entonces ninguno teníamos tiempo. Las agendas estaban repletas.
Había demasiadas responsabilidades, todas ineludibles. Pero él, Juanillo, no lo dudó. Se sentó a los
pies de su cama durante meses. Limpió sus proyectos de escaras. Vació las cuñas malolientes y
acarició su piel dormida por las drogas medicinas. ¿Recuerda, madre?, a usted le secó las lágrimas,
sus brazos la acunaron como si fuese una niña, sus manos la recogieron durante las últimas horas de
dolor. Después, llegado el momento, vistió su cuerpo para el abrazo de lo que él llamó “una muerte
deseada”. Las palabras que padre le dedicó, dos días antes de perder la conciencia, fueron las que
Juan se merecía haber escuchado años atrás, muchos años atrás:
—Gracias Juan; eres la mejor de mis hijas. No te rindas. Lucha por lo que quieres. Te lo
mereces, siempre te lo mereciste. No dejes que nadie te haga sentir vergüenza. No dejes que nadie
decida por ti…
Juanillo fue el único que siempre me entendió. Él fue quién prestó atención a mis llantos, a mis
silencios, a mis huidas. Juanillo fue el único que se molestó en escucharme:
-Jimena no hagas caso a madre —decía cuando me veía llorar—. Madre es mayor. Es lógico que
no entienda tus inquietudes. No dejes que elija por ti, no lo hagas o te sentirás frustrada de por vida.
Escribe. Deja la carrera, estás equivocándote al estudiar farmacia. Sólo hay que ver como estás. Has
nacido para escribir y tú lo sabes, lo has sabido siempre…
Hace tres meses que no hablamos. Su trabajo de diseño lo ha llevado a viajar constantemente. Si
supiera que he decidido cumplir mi sueño, que he tenido la valentía de subirme sola a un avión, que
ando perdida en El Cairo… que al fin he dejado a Carlos, se sentiría orgulloso.
Tengo que llamarlo.
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10
Recuerdo el día de mi boda. Era un día como hoy, con sus horas eternas, pesadas y oscuras.
Lleno de recuerdos que iban y venían de la mano de la inseguridad frente a mi nuevo destino. En
casa el ambiente no era festivo, con la salvedad de la alegría que sentía Tito Antonio, a nadie
parecía importarle que fuera a desposarme. Tal vez fuese la falta de novedad del evento lo que les
provocase a todos cierta indiferencia hacia mi futuro título de “señora de”. Fui la última en pasar
por el altar. Sí, quizá fue eso, que habían sido demasiadas bodas las celebradas en casa, o tal vez
que yo había tenido la desvergüenza de pensar en mí y saltarme los planes de futuro que usted había
escrito. En ellos yo estaba destinada a cuidarla, a permanecer a su lado, a ser la solterona solitaria
de nuestra gran familia. Porque, ¿quién iba a querer a una contestataria como yo? A una mujer que
odiaba los pucheros, a la que las agujas le producían urticaria. Una mujer que usaba vaqueros y
alpargatas en cuanto se la perdía de vista, que sólo utilizaba sujetador en ocasiones concretas. Una
mujer que se emocionaba con las páginas de Así habló Zaratustra como si éstas fuesen el manual de
patrones de Vogue y que, contraviniendo los usos y costumbres sociales y católicos, sobre todo
católicos, había perdido la virginidad años antes de casarse, y lo había hecho con un hombre del que
ya no recordaba ni el nombre. Pero ahí estaba Carlos, ese alguien con el que usted no contaba, el
pupilo perfecto de Murphy, dispuesto a demostrar que si algo puede salir mal, saldrá mal. Eso fue lo
que usted le dijo cuando él, inocente, le manifestó sus honestas intenciones.
Todos los días importantes de mi vida están pasados por agua y aquél no fue una excepción.
Llovía a mares. Una borrasca se había instalado en la Península, al parecer de forma eventual pero
preocupante, ya que su contumacia en permanecer sobre la piel de toro estaba dando al traste con
las previsiones meteorológicas. Mientras, yo, abstraída por el ruido de la lluvia que golpeteaba sin
piedad el tejado, me imaginaba entrando en la iglesia empapada hasta las trancas. Con el traje
blanco pegado a mi delgado cuerpo, chorreando. Con el moño deshecho y el rímel negro corriendo
por mis mejillas. Sosteniendo el velo mojado y dirigiéndome hacia el altar acompañada del sonido
acuoso producido por mis zapatos de piel. Aquello, unido a mi flaqueza y desgarbo, me hacía verme
muy semejante a la protagonista del cuento popular ruso-judío del siglo XIX, que de forma
extraordinaria adaptó Tim Burton en su Novia cadáver. En realidad yo no estaba muy alejada de los
personajes del director estadounidense. Era tan inadaptada y enigmática como ellos. Tan extraña y
romántica como Eduardo manos tijeras; por ello, aquel día, cuando miraba alrededor, más de una
vez me dieron ganas de ser una novia más a la fuga.
El traje blanco permanecía colgado del techo del salón y Tonka ladraba incansable, casi
neurótica, intentando hacer de él su última captura. De vez en cuando giraba su cabeza de cachorro
hacia nuestros ojos. Sus orejas, tiesas y perfectas, se movían ávidas de algún gesto que indicase
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nuestra decisión de acabar con sus protestas, dándole, al fin, aquel cuerpo rígido, hueco, lleno de
volantes y cargado de almidón que haría de mí, según decían todos, la reina de la fiesta. Tras unas
horas de ladridos y reprimendas por nuestra parte, Tonka finalmente comprendió que por una vez su
capricho no iba a ser concedido y, como buena hembra, decidió vengarse de nuestra indiferencia
haciendo un pis sobre el inmenso velo que aún no había sido puesto a salvo. ¿Recuerda el disgusto?
¿Recuerda el socorrido jabón de lagartija? Así llamaba tito Antonio al jabón Lagarto. Él fue el
único que no perdió los nervios. Se levantó y, sin pronunciar palabra, metió el velo en el lavabo y
frotó la mancha amarillenta. Tito Antonio nunca se llevaba las manos a la cabeza, jamás se alteraba,
en ninguna circunstancia perdía la compostura. La serenidad era su máxima en la vida y ello le dio
un protagonismo dentro de la familia del que, sin lugar a dudas, era merecedor.
Camino de la iglesia, a bordo de su precioso taxi —Seat 1500 negro— con aquella raya roja que
lo recorría de lado a lado a modo de un gran hilván, me sentí transportada a una dimensión donde
todos los tiempos verbales se hicieron uno. El taxímetro estaba roto. El día antes Tito Antonio me
había prometido que lo arreglaría, pero él es un desastre, ¡siempre lo ha sido! Aquel día la bandera
de su precioso utilitario dedicado de ordinario al servicio público, seguía fija, era imposible bajarla
sin cometer un desaguisado, por lo que desistimos. El marcador, durante todo el recorrido, fue
saltando incansable, peseta tras peseta, como poseído por la mente de un avaro. Los números
corrían a la velocidad de un minutero histérico, descerebrado. La carrera ascendió a cinco mil
pesetas. Desde las primeras veinticinco, hasta que el condenado marcador llegó a su fin, gracias a la
parada del motor, el soniquete se hizo tan regular, tan continuo, tan insoportable que produjo en
todos un principio de paranoia. Sin embargo, aquello no fue lo peor del camino hacia el altar, lo
menos llevadero fue el incansable y constante trasiego de gente que levantaba la mano con
entusiasmo y alivio, pensando haber dado caza, por fin, al ansiado taxi en un día de lluvia. La
expresión de mala uva que reflejaban sus caras al advertir que el vehículo no reducía la velocidad,
su evidente cambio de ánimo al verme tan mona, tan tiesa, tan antinatural, tan novia:
—Mira... Mira, mira, es una novia.
Todos esbozaban una sonrisa dulce, demasiado empalagosa, que les hacía parecer un poco tontos.
A través de sus expresiones me llegaba la añoranza de algunos y las esperanzas de otros. Esos otros,
casi todos, eran mujeres empapadas de juventud. Ahora, mi mirada se confunde con la de ellos
cuando observo en algún parque de mi ciudad a una pareja recién estrenada de título, que no de
pareja, casi estáticos frente a un fotógrafo que trabaja frenéticamente.
El camino hacia el altar fue algo que usted no debería haberse perdido. Pero, de nuevo, su
excesivo celo la hizo ser esclava y madre al tiempo dentro de aquella furgoneta llena de accesorios
del primer nieto, cambiando pañales, ayudando a Carlota durante las tomas. No sé cómo, ni por qué,
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pero delante de mí siempre hubo alguien que gozaba de prioridad. A pesar de haber pedido la tanda
con mucha antelación, a mí nunca me despachaban. A mí, sencillamente, se me despachaba.
Aquel día, el de mi casamiento, también esperé. Dejé pasar mi turno de nuevo y… ¡la eché en
falta, madre! Noté el vacío de su presencia junto a mí. Fue la misma sensación de soledad y vértigo,
de ahogo que sentí en todos aquellos meses de exámenes, de enamoramientos y desengaños. Ese
tiempo empapado de nostalgia que algunos llaman adolescencia.
Padre entonces ya no estaba; se había ido. Su recuerdo viajaba reflejado en el cristal del espejo
retrovisor, prendido en la mirada gemela de los ojos de Tito Antonio. El aire que entraba por la
ventanilla delantera me susurraba sus palabras cálidas y tranquilas. Al pasar junto al cementerio
invadido de mármol, lleno de cruces y oraciones mudas, al tomar la curva hacia la comarcal, los
cipreses inclinaron sus ramas y el aire preñado del seco aroma de los crisantemos, teñido del color
amarillo de los Liliums, llevó mi mirada hacia la inconsciencia, atravesé la razón y vi sus ojos
mirándome, burlando con su deseo el paso del tiempo, poniendo en tela de juicio la inexistencia. Sí,
madre, lo vi mirarme y sonreír. Estaba junto a los claveles que usted le había colocado el día
anterior sobre la tumba. Levantó su mano y se llevó los dedos a los labios. Jamás le hablé a usted
sobre ello. ¿Para qué hacerlo? Sabía su respuesta: «El diablo juega malas pasadas, olvida esas
visiones, son una de sus muchas artimañas. Además, tendrías que ir al médico. Jimena, si algo así
se vuelve a repetir, deberías visitar al párroco y al doctor.»
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Toda la ceremonia la pasé con un fuerte dolor abdominal. Mi vejiga estuvo a punto de reventar.
La necesidad que sentía de ir al baño se convirtió en una obsesión que acaparó mi atención. No oía,
no veía y empezaba a rozar el fino hilo que separa la realidad de la alucinación. Por no citar la
postura antinatural e inapropiada que adopté justo a la mitad del sermón, del que no escuché ni una
palabra. Si hubiera estado embarazada, estoy convencida de que alguien habría llamado a los
servicios médicos de urgencia pensando que mi expresión de dolor era la señal inequívoca de un
parto inminente.
Como bien dice usted: casi todo tiene su parte gratificante. Sin proponérmelo creé una anécdota
que pasaría a la colección particular de la familia y que, como tal, sería repetida en cada encuentro
hasta la saciedad y el aburrimiento. Algo comprensible, ya que ni yo misma puedo recordar mi boda
sin que regrese a mi memoria la imagen del párroco haciendo la pregunta de rigor. La expectación
de todos ante mi respuesta, ante la confirmación oral por mi parte de ser la esposa fiel, eterna,
esclava, desinteresada y sumisa que la institución del matrimonio exige. Los días, las infinitas horas
que pasé ensayando aquella frase para que una estúpida incontinencia urinaria chafara mi debut en
público:
— Sí… ¡quiero ir al baño!
La carcajada fue unánime.
A pesar de los peros, que fueron unos cuantos, aquel día fue especial, difícil de repetir y grato de
recordar.
Como sucede en todas las bodas, la algarabía invadía el aforo. El olor a puro y tabaco rubio se
adueñaba del salón, de los pasillos y los baños. Los carajillos iban de mesa en mesa y los mozos y
mozas se reunían para conseguir la mejor pieza para la subasta y así, mediante la oferta de sus
pedazos, recaudar un dinero extra para nosotros. Por aquel entonces, Carlos ya empezaba a dar
muestras de su innata terquedad y, dejándose llevar por ella, decidió no cambiar la corbata de marca
francesa por la horrorosa pero baratísima que había comprado, especialmente para la ocasión, mi
bien avenida y santa suegra. Aquel caro trozo de tela fue vapuleado, desgarrado y repartido, de
mesa en mesa como un jabalí durante un banquete medieval. El valor de la corbata se recaudó
multiplicado por dos. Yo no soy partidaria de esos usos y costumbres. Hubiera preferido guardar la
corbata en mi adorado arcón ya que, como supuse en aquel momento, y bien supuesto fue, Carlos
no pudo comprarse una corbata de firma en mucho tiempo por culpa del sangrante préstamo
hipotecario que firmamos llevados por la necesidad de casa propia.
De vez en cuando miraba a Carlos buscando una ventana en sus ojos por donde escapar de aquel
lugar, un horizonte donde encontrar respuestas a muchas de las preguntas que me contrariaban, un
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gesto suyo que me diera sosiego. Él, cuando los invitados le dejaban un minuto, me dedicaba una
sonrisa y esa mirada especial y diferente que sólo volvió a dedicarme cuando nacieron nuestros
hijos.
Después de aquello pasaron los días, los meses y, con ellos, llegaron los espacios indefinidos,
incontables; tan monótonos como insoportables. El tiempo joven envejeció sin tener la delicadeza
de pedirnos permiso. Se convirtió en un tiempo de adultos para adultos. Comenzó a correr más
rápido; se hizo veloz. Despreció nuestras necesidades, todas esas cosas que queríamos hacer. Todo
comenzó a pasar por nuestro lado obviando nuestra presencia. Sin darnos cuenta nos convertimos
en lo que nunca quisimos ser. Sin pensarlo, aprendimos a pensar, adquiriendo la necesidad de
hacerlo. El mar, aquel mar de nuestra juventud, también se fue. Se fue con nuestra libertad, con
aquella libertad efímera, con aquella manera especial de ser y de vivir. Ese mar de libertad se fue de
nuestras vidas para no volver; porque era un mar de noveles, lleno del agua de la inexperiencia,
exento de miedo, carente de responsabilidad, ajeno a los problemas, preñado de ilusión.
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Durante dos largos años me dediqué a ir adaptando mi nuevo hogar a nuestras necesidades
cotidianas, aunque más preciso sería decir que yo me adapté a él ya que no tenía de nada. Decoré y
amueblé la casa poco a poco, a medida que las pagas extras nos permitían comprar muebles y
electrodomésticos. Tuve que hacer acopio incluso de la ropa del hogar, porque, saltándome una vez
más las normas y usos sociales, familiares y “culturales”, me casé sin apenas dinero en los bolsillos.
Con cuatro utensilios domésticos, entre los cuales la cama de matrimonio resultó una excepción
porque fue lo único que compramos al comenzar nuestra relación. Contraje matrimonio con los
bolsillos llenos de ilusión y sin ajuar, ese equipaje que toda novia que se precie va reuniendo desde
su más tierna infancia. Pero… ya sabe usted, madre, la falta de posibles y el hecho de que yo nunca
iba a desposarme, me dejaron, una vez más, fuera de sus previsiones.
Hasta mis nuevos vecinos se asombraron durante el traslado, al ver como una de las cajas que yo
arrastraba con esfuerzo por la acera se abrió y dejó al descubierto mi verdadero ajuar: cientos de
libros y discos de vinilo que resbalaron sobre los adoquines. Aún los conservo como lo que son: un
tesoro. Las tres cajas restantes contenían lo mismo, a excepción del baúl en que iba la ropa y la caja
donde se hallaba una precaria, horrorosa y mermada vajilla del espantoso Duralex transparente. En
ella cualquier plato, incluso la mayor delicatessen, perdía su magia. Tres sartenes viejas, dos ollas
de aluminio, una cafetera para cuatro tazas, tres toallas, dos sábanas encimeras y dos bajeras más
una colcha y dos mantas fue mi único equipo. Ni siquiera teníamos lavadora y menos aspirador. El
frigorífico lo compramos el primer año de matrimonio, con las pagas de julio. El televisor aún
estaba pendiente de ser nuestro, así lo atestiguaban las veinte letras que nos quedaban por pagar.
A pesar de todo, durante un tiempo fui feliz, muy feliz. Lo fui sin un cuarto en los bolsillos;
madrugando, limpiando los fines de semana, asistiendo, por imperativo legal, a las monótonas y
consabidas reuniones familiares todos los domingos. Escuchando, día tras día, la famosa preguntita:
“Y ¿para cuándo el niño?” Aprendiendo que, a pesar de que pusiese empeño en hacer todo lo mejor
posible, en agradar a todos, incluso renunciando a mí misma, jamás sería tan perfecta, tan
intachable, como el resto de hijas o nueras. A veces me sentía tan fuera de lugar que llegaba a
pensar que mi vida había estado mal encaminada. Debía haberme dedicado de lleno a los libros de
cocina o haberme apuntado a algún club “marujil” emparentado con la Sección Femenina de la
Falange, en vez de perderme en El contrato social o La teoría de las especies, que me habían
convertido en una completa inútil en el ámbito doméstico y familiar.
Paulatinamente fui sintiendo que la vida se me escapaba. Se me iba sin vivirla, sin habitar cada
uno de sus instantes, esos momentos irrepetibles e irrecuperables. La química que había entre
Carlos y yo en los comienzos de nuestro matrimonio, pasó a formar parte única y exclusivamente
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del bote de Ajax, la lejía o el detergente para la ropa. Nuestros respectivos trabajos nos tenían tan
invadidos que cuando nos reencontrábamos lo más inmediato e importante era dormir.
Creo que entonces, en aquellos días, fue cuando comenzamos a ser unos completos desconocidos
que vivían juntos y tenían planes de futuro, pero que apenas se relacionaban más que lo necesario
para que aquello, nuestro matrimonio, siguiera funcionando.
Cuando la química se esfumó, llegó el tiempo en que los sentimientos hibernan. Las paredes
recién decoradas cogieron solera, antigüedad. En los cuadros ya no había pinceladas por descubrir.
La mirada, nuestra mirada, se perdía en una búsqueda peregrina, angustiosa y vital por encontrar
algo nuevo, por volver a sentir.
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Al cansancio y el desorden emocional de ambos le siguió la intolerancia, la falta de empatía
mutua. Aquel maravilloso lunar de mi pómulo que tanto le gustaba a Carlos, que piropeaba con
ingenio, se convirtió en una espantosa verruga que, según él, crecía con cada uno de mis mosqueos.
Cuando me dijo aquello, sólo me faltó la escoba para ser una auténtica bruja. Después, sus
ronquidos comenzaron a molestarme de tal forma que, tras varias noches durmiendo en la
habitación aledaña, viendo como él ni se alteraba, como descansaba plácidamente, enrabietada, me
planteé una denuncia en el departamento de medioambiente o propinarle un susto repentino que
terminara con aquel ruido de una vez por todas. No lo hice por miedo a que le diera un infarto. Tras
aquello llegaron las broncas por los insultantes y minúsculos pelos de la barba diseminados por el
lavabo y sus aledaños. El mosqueo al ver diariamente los calzoncillos del revés, inmóviles,
mostrando sus costuras, desmayados ante mis ojos en el lateral de la cama. Los zapatos repartidos,
como si de mojones se tratara, en cada rincón del dormitorio, mientras el zapatero permanecía
vacío. Me ponía enferma su insultante desidia, su desfachatez, su pasotismo, ante las tareas
cotidianas que, gracias a mí, mantenían nuestro hogar en condiciones salubres. Él no entendía que
hubiera que fregar; quitar el polvo, retirar los productos caducados de la nevera y los armarios,
sacar la basura a diario, colgar las corbatas y los trajes. Ni siquiera encontraba el cesto de la ropa
sucia que yo había colocado estratégicamente a la derecha de la bañera, para que no tuviese que
hacer más esfuerzo que estirar un brazo y dejar caer la muda. Y lo más terrible era la carita de niño
bueno, de no haber roto nunca un plato, del típico turista despistado que no entiende el idioma en
que le hablan, que ponía cuando yo lo abroncaba. Carlos no parecía comprender, o no le interesaba
hacerlo, que a mí me molestaba tanto o más que a él hacer todas aquellas labores, pero que no tenía
opción si quería tener la ropa limpia, comida en la nevera… Su máxima era: «Deberías tomarte
todo con más calma», su máxima y su única solución.
Así, poco a poco, terminamos firmando una declaración de guerra. En aquella época fue cuando
dejó de llamarme por mi nombre y me puso el apelativo de “Obsesión”. Nunca me molestó, no lo
consideré un insulto, ni siquiera un adjetivo calificativo, más bien, lo identifiqué como el
sentimiento que yo creaba en él. Era evidente que yo lo obsesionaba y… me gustaba. Ser la
obsesión de alguien era divertido, aún más cuando, en aquel momento, lo que yo deseaba era “ser
algo”, significar algo para alguien; aunque fuese una obsesión. Él no se ha cansado de manifestar
que aquel apelativo era el más idóneo para describir mi estado de ánimo en aquellos días. Quiero
seguir pensando que miente.
Creo que fueron seis meses lo que tardó en desencadenarse la primera crisis. Seis meses de
éxtasis y luego seis de desintoxicación del éxtasis. Durante éstos, Carlos puso, al igual que yo había
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hecho con él, todos mis defectos al descubierto, intentando fastidiarme. Yo dejé que creyera que lo
conseguía. Digo creyera, porque mis usos y costumbres estaban asumidos desde hacía años y, por
tanto, conocedora de mis pequeñas anomalías las había hecho parte de mí. No era nadie sin ellas. Él
no me contaba nada nuevo, ni siquiera había comenzado la guerra, aún estaba preparando la
estrategia, una estrategia que yo abortaba cuando se me ponía en la punta de la nariz.
Usted, madre, nunca supo nada. No tuve fuerzas para contárselo. Su vida seguía ausente de la
mía. Pensé en llamarla, pero no lo hice. Sabía sus respuestas, sus soluciones, porque, conociéndola,
me daría soluciones rápidas y concretas y yo, madre, no buscaba soluciones. Yo, como tantas otras
veces, necesitaba que usted me escuchara, que se perdiera en una taza de café caliente, que sus ojos
se nublaran frente al humo de mi cigarrillo, que el puchero humeante dejase de ser la pieza clave
que siempre colmaba su atención. En aquellos momentos me sentía excesivamente débil para recibir
su desaprobación, pues me habría hundido aún más. Sé que usted no habría entendido mi postura,
mis reivindicaciones, usted habría defendido a Carlos. Él era el hombre, el hombre de la casa.
Aunque yo también trabajase fuera y pagase las facturas, él era el hombre.
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La decisión de acabar la carrera de farmacia, de dedicar mi sueldo a pagar a una asistenta que
supliera mis quehaceres, infravalorados por Carlos, fue uno de mis mayores aciertos, algo de lo que
me siento orgullosa. Y a pesar de que en el ámbito profesional no me haya servido para nada, sigo
estando orgullosa de ello. En cierto modo lo hice por padre. Siempre me identifiqué con él, soy la
que más genes suyos lleva. Fue tanta la simbiosis, el paralelismo que existía entre los dos, que
incluso heredé su capacidad de predicción y sus visiones. Esas visiones que usted repudia de mí,
madre, que califica de alteraciones de conducta o artimañas del diablo.
Aún recuerdo como dos días antes de aquel terremoto nos hizo retirar todos los objetos que
pudieran caer al suelo. Cómo encerró el ganado en la cuadra, mientras usted rezaba, rosario en
mano, por su alma de pagano. También la visión de Paula, la hija de Fernanda, tres días después de
su desaparición. La vio frente a él mientras el ganado pastaba en la ladera del monte. Vestía como
un muchacho, con aquellos pantalones bermudas, los zapatos de cordones y el pelo desgreñado.
Entonces, la muchacha, sin mediar palabra, lo condujo hasta el pozo donde se encontraba su cuerpo
despeñado. Usted nunca creyó que padre hubiera visto el fantasma de la joven, siempre mantuvo
que él había encontrado el cuerpo por casualidad. Padre ni siquiera se molestó en rebatir su opinión,
su postura, sencillamente calló, como siempre, como solía hacer.
Aquel año, cuando decidí matricularme en la facultad, volví a verle. Fue después de dos semanas
afrontando la peor de mis crisis conyugales. Era una mañana de sábado cualquiera, serían las siete y
yo, como de costumbre, deambulaba por la casa con cara de insomne. Carlos dormía, dormía y
roncaba plácidamente en el dormitorio. En el salón los libros se apilaban sin casi espacio. Siempre
me ha faltado espacio para colocar todos mis libros, pero en aquella ocasión el desastre era
manifiesto y, en cierto modo, premeditado. Durante varios días había ido dejando en cualquier sitio
los volúmenes que leía o consultaba, por lo que el suelo, la mesa y el sofá estaban prácticamente
acaparados por la literatura. Lo mismo sucedía con el resto de los habitáculos, el desorden reinaba
en cada uno de ellos. Lo hacía sin que me perturbase lo más mínimo el que no hubiese ropa limpia,
comida en la nevera o en la despensa, o que la capa de polvo tuviese un grosor digno de pasar a los
libros de historia. Despeinada, con el único atuendo de las braguitas y una camisola, iba de un lugar
a otro, abstraída en mis cavilaciones en torno a una única pregunta, una pregunta cuya respuesta no
me atrevía a articular: ¿Qué hago aquí? Me serví un café caliente en el único vaso limpio que
quedaba y me dirigí a la estantería del salón. Quería volver a leer Cien años de soledad. Necesitaba
reencontrarme con el gitano Melquíades y plantearme, una vez más, por qué sus predicciones eran
invariables, por qué el destino no podía cambiarse. Sentí aquella necesidad después de ver cómo mi
casa iba degradándose; como herida de muerte por mi angustia y mi dejadez, perdía cualquier señal
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de estar habitada. La desidia que invadía mi hogar se asemejaba en parte a la obra de García
Márquez. En ella, la vivienda familiar refleja los estados de ánimo de sus habitantes. Cuando los
personajes son atrapados por sus propias ideas, cuando se cierran al mundo exterior, la casa se
muestra descompuesta. Por el contrario, cuando se abren, la casa está cuidada y rebosa armonía.
Miré alrededor con la novela entre mis manos. Pensé en mi pasado y mi futuro. Entonces cuestioné
la decisión del gitano, de Melquíades. ¿Fue justo al no dar a conocer el futuro? Si lo hubiese hecho,
el destino de los personajes habría cambiado, igual que lo habría hecho el mío de haber sabido lo
que me esperaba. Aunque, pensé, si hubiese sido así, también hubiera estado previsto y todo habría
sido igual: invariable.
Con cierta sensación de impotencia me dejé caer en el sofá. El libro sobre mi pecho, el café
humeante en mi mano derecha y la vista clavada en la calle, por donde ya empezaba a transitar
gente con el periódico, los churros o el pan bajo el brazo. Una vez más volví a hundirme en la
apatía, a dejarme estar, y mis pensamientos volvieron a estancarse en el mismo lodazal. En ese
momento un libro cayó al suelo desde el estante más alto. Era El Quijote. Al caer se abrió. Lo miré
con desgana. Ni siquiera pestañeé. No me moví hasta que un olor a campo, a hierba recién cortada
me llegó desde el pasillo. Volví la cabeza y allí estaba padre, señalando sonriente el libro caído.
Intenté levantarme para acercarme a él, pero su imagen desapareció. Cogí el libro por la página en
que se había abierto al caer. Uno de los párrafos estaba subrayado: «Déjalos que se rían, Sancho, a
nosotros siempre nos quedará la gloria de haberlo intentado…»
La gloria de haberlo intentado, me dije. Sonreí y busque un hueco en mi agenda laboral para ir a
matricularme a la facultad.
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Los años nos envejecen, arrugan nuestra piel, nos desgarran el alma. Desvelan todos los rincones
que permanecen ocultos en nuestro sentir. Destapan los pozos negros de nuestra conciencia. Nos
dejan ver los precipicios escondidos en las llanuras, camuflados en la fantasía de la ilusión y,
entonces, todo comienza a parecer lo que es. Es en ese momento cuando emprendemos esa absurda
carrera contra el tiempo, olvidándonos de que hemos empezado a correr a destiempo.
Mientras la gente se amontonaba en los pasillos y los todavía desconocidos talentos iban de un
lado a otro con paso firme y seguro, la angustia se instauraba en mi estómago. Las pócimas para la
acidez gástrica que por entonces se utilizaban pasaron a ser una parte de mi organismo. Mi sistema
digestivo las hizo tan suyas, les tomó tanto cariño, que tardé varios años en poder prescindir de su
consumo.
Poco a poco me sumergí en el mundo de la ciencia y el saber, en el que algunos se establecen
como reyes, sin esfuerzo, sin derramar ni una gota de sudor. Sin embargo, yo no derramaba sólo
sudor, sino también sangre por cada uno de mis poros. Me devanaba la masa encefálica en busca de
esa estúpida neurona que no me dejaba memorizar con normalidad. Carlos decía que era culpa del
café, del tabaco y de mi estúpida manía de aprender todo sin discernir. Por más que intentaba
explicarle que mi carrera se basaba en memorizar, nunca conseguí que lo entendiese.
Al fin conseguí el título, aquel preciado papel que aún hoy no sé dónde guardé llevada por el
pánico a que Carlos tomara la decisión de enmarcarlo para, cumpliendo su deseo de ostentación,
exponerlo en nuestro salón. Yo era lo que era y a nadie más que a mí le interesaba.
Después de varios intentos frustrados por ejercer comprendí que el puñado de años de estudio y
sacrificio sólo me facultaba para despachar ansiolíticos, analgésicos y un sinfín de tiritas, aerosoles
y preservativos. Eso sin citar la gran variedad de material cosmético innecesario que ha pasado a
formar parte del stock de las boticas. Pero la necesidad era un hecho. Durante un largo e
interminable año mis ojos se atrofiaron intentando descifrar lo indescifrable hasta que conseguí
doctorarme, eso sí, de forma no oficial, en caligrafía preescolar. Ni un garabato se me resistía; era la
mejor de la plantilla traduciendo recetas.
Mi nueva situación anímica cambió la de Carlos. Aprendió a manejarse en la cocina, descubrió
que la ropa no se lavaba sola, ni la nevera se llenaba por arte de magia. Comenzó a compartir
conmigo sus dificultades laborales, e incluso comentaba las noticias económicas que leía en aquel
periódico que para mí estaba escrito en arameo y era más tedioso y aburrido que los domingueros
partidos de fútbol. Jamás he entendido qué sentido tiene ver a un puñado de hombres correr detrás
de una pelota. Nuestra vida dio un giro de ciento ochenta grados. Dejé mi trabajo de oficinista, en el
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que me sentía desubicada, por el de dependienta de farmacia. No ganaba en sueldo, no ejercía,
pero me sentía realizada.
Había dejado de traicionarme a mí misma.
Después… llegó él.
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Adrián se instaló en mi interior sin darnos opción a pensar, sentir o simplemente barajar la idea
de tener nuestro primer hijo, al menos así fue para mí. Imagino su expresión al leer estas palabras.
El descontento frente a mi consternación. Sé que usted nunca podrá entender el porqué de mi
desidia inicial, las pocas ganas que tenía, en aquel momento, cuando había encontrado mi libertad,
de ser madre.
Antes los hijos no se programaban, venían cuando tenían que venir. Pero casi siempre venían
demasiados, sin un receso amplio entre embarazo y embarazo que dejase espacio para pensar, para
una misma. Entonces, el no estar preñada era un estado anormal que había que solucionar con
urgencia dando lugar a un nuevo embarazo, así hasta que los óvulos dejasen de existir, hasta que el
vientre ancho y cálido de la mujer quedase yermo. El útero, esa gran cuna de vida, se encogía,
silencioso y triste, sin saber qué hacer. Sus paredes encalladas por las idas y venidas de tantos hijos
comenzaban a llorar. Lloraban por el anhelo, por la carencia, por la costumbre aún no olvidada que
fue su hacer constante. Por esa facultad de acoger para crear. Lloraba hasta quedar reseco y
quebradizo, estéril de costumbre, que no de necesidad.
Durante los primeros meses de gestación, mis hormonas me dieron más de un problema.
Tomaron posesión de mis sentidos, de mi forma de vivir, cambiando mi entorno y trasformando mi
carácter. Me hubiera gustado tener antojos, esos antojos traicioneros que te permiten hacer valer tu
condición de estrella, de joven madre mimada, de esposa de anuncio de melocotón con nata
degustado al amanecer. Haber conseguido levantar al nunca insomne Carlos en una noche de enero,
gustoso y sonriente, dispuesto a complacer mis ganas locas y absurdas de un chocolate con churros
a las cinco o las seis de la mañana. Deseaba gozar de lo excepcional de mi embarazo para poder
fastidiar, siempre me divirtió fastidiar. En aquellos momentos, he de reconocer, me apetecía más
que nunca. Sin embargo, no tenía fuerzas ni para abrir la boca. Cuando lo hacía, era sólo y
exclusivamente para vomitar. Lo único que pude obtener del futuro padre fue que se acostumbrase a
la carrera rápida, a contrarreloj, que yo emprendía llevada por la eventual intolerancia alimenticia a
la que estuve sujeta durante los tres primeros meses de embarazo.
Mi contrato eventual en la farmacia duró el tiempo estipulado, un año. Los motivos de la no
renovación fueron que la plantilla iba a reducirse, pero era evidente que mi embarazo tenía mucho
que ver; todo. Carlos encajó la noticia con una calma chicha que me sorprendió. No le importó que
no me renovasen el contrato, insistió en que no iniciase trámites legales contra ellos, a lo que yo
estaba dispuestísima. Dijo que era sembrar en terreno baldío porque mi contrato era eventual y no
había nada que hacer. Pero sus planes iban más allá de lo que yo imaginaba en aquel momento. La
situación en su empresa era boyante y él había conseguido establecerse muy bien. El ascenso estaba
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en puertas y nada mejor para él que no tener preocupaciones añadidas que le restaran tiempo a su
nueva situación laboral. Al nuevo puesto de ejecutivo que ya llevaba su nombre y apellidos. Un
cargo que le exigiría una jornada a tiempo completo; sin obligaciones ni ataduras de ninguna
condición. Él no podía perder ni un minuto en fiebres, pediatras o bajas imprevistas de la canguro.
Si yo seguía trabajando era evidente que tendríamos que compartirlo y aquello era inviable. Así
pues, mi despido le evitó tener que planificar, con sumo cuidado, una propuesta para convencerme
de que lo mejor, dada su nueva situación, era que yo dejase mi trabajo. Algo que él ya tenía casi
pergeñado. Llevaba maquinándolo desde que el test dio positivo.
A pesar de todo me apunté a las listas del paro. Envié una veintena de currículos y fui a unas
cincuenta entrevistas, pero en el momento que veían mi avanzado estado de gestación, me pedían el
teléfono y, con una sonrisa de oreja a oreja, decían que me llamarían. El teléfono, como era de
esperar, nunca sonó.
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Cuando por fin parí aquel ansiado hijo y sus pequeños aullidos de cachorro humano entraron en
nuestra vida, cambiando nuestro presente, consumiendo nuestro tiempo, coartando nuestra libertad,
comprendí que el amor había vuelto. Entró en mi vida y, como tantas otras veces, me robó la
libertad. Me tiranizó llevándose todo lo referido a mí. Hizo garabatos sobre mi nombre, solapó mis
necesidades con las suyas. Consiguió que volviese a mis fueros internos, que dejase de ser yo para
dedicarme en exclusividad a él. Esta vez venía con diferente apellido. Era más ancestral si cabe,
más profundo que el que yo había conocido. Se aprovechó de mi ignorancia y tomó posesión de mí.
Poco a poco me fui sumergiendo en su vida, en sus necesidades, hasta dejar, una vez más, mis
inquietudes morir.
Adrián creció feliz, hermoso, natural como la naturaleza, exigente de atención y cuidados como
ella. Carente de principios, codicioso, y como todos: egoísta. Durante tres años paré el tiempo. Me
volví felizmente estúpida, monótona e imprescindible a tiempo parcial, una parcialidad con la que
no había contado.
Envejecida, entubada por el amor materno, primerizo e incauto, me enredé en sus garras llenas de
biberones y pañales por cambiar. Dejé que sus ojos negros traspasaran los umbrales de mi alma,
haciéndome vulnerable a cada uno de sus llantos. Fui dichosa; a pesar de mis renuncias, a pesar de
haberme dejado llevar, lo fui. Lo fui hasta que se fue.
Está amaneciendo, la noche ha pasado veloz, envuelta en estas confesiones que siempre quise
hacer junto a usted. Cobijada por el maldito insomnio que acompaña mi soledad desde hace años.
Mi mano tiembla, ha sido demasiado tiempo el que he permanecido hablándole de mí, de lo que soy
y siento… de lo que fui; de esas pequeñas cosas que el tiempo arrastra aquí y allá.
Las estrellas se pierden sin que su luz se haya visto, cegada por otra luz artificial, por la que
ilumina esta gran ciudad. Apenas quedan treinta minutos para emprender el vuelo que nos llevará a
la gran presa, y más tarde a la ciudad que le da nombre, primer destino de mí anhelado viaje. Desde
el avión, quizá vuelva a escribir, si me dejan las náuseas, el vértigo o ese pavor que estalla dentro de
mí cuando mis pies se separan del suelo. Si supero el cansancio de ésta sórdida noche de insomnio.
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Asuán, a la que los griegos bautizaron con el hermoso nombre de Elefantina, se alza valiente
bajo este pequeño e inseguro avión. El cansancio ha hecho que mi sistema nervioso deje de
funcionar con normalidad. Creo que, por ello, no he sentido vértigo.
Abajo, la gran presa de Asuán ahoga los gritos de furia, aún vivos, del gran Ramsés II ante la
violación de su gran capricho: el templo de Abu Simbel, perdido en el desierto de Nubia. Los cuatro
colosos se alzan victoriosos a salvo de las aguas del poderoso, del ancestral Nilo, desafiando con su
belleza a la muerte. Intentando con su excelsitud rozar a Dios. Nefertari permanece inerte al lado de
su señor. Viva, imperecedera en su templo se deja imaginar hermosa a simple vista. Sufrida,
inteligente, ávida de pasión, etérea y silenciosa dentro de mí. Sus grandes ojos toman los reflejos de
los papiros, despojados en la prensa del azúcar y el agua que le da vida a esta planta de forma
piramidal. El entrelazado de sus fibras se hace tenso, recio, inalterable, dando cobijo en su áspera
superficie a la imagen de la perfección encarnada en un rostro de mujer.
El lago Nasser, hijo del progreso, hacedor de aldeas que se aferraron a su creación sabiendo en él
su único salvador, muestra sus aguas dulces. Las montañas de arena acariciaban nuestros ojos,
desbocando con su aterciopelado contorno nuestra imaginación.
El templo de Filae reposa seco en la isla de Egelika, a salvo de las aguas del magnánimo y a
veces excéntrico Nilo. Sus pilones se levantan impolutos, perfectos, engañando al tiempo,
guardando en sus paredes el secreto de la eterna juventud, quizá consagrada por las aguas llenas de
vida de este gran río que amamanta impetuoso a su más amado hijo: el grandioso, el imperecedero
Egipto. Atrapado por el tiempo y la imprecisión humana, se alza solitario el gran obelisco
incompleto, el que hubiera medido 41 metros de alto y pesado 1.267 toneladas. Aquel gran bloque
de piedra que la hermosa dama de Egipto, Hatshepsut, quiso erguir. Varias grietas aparecieron en su
superficie y esto hizo que no fuese desprendido nunca de la gran masa de roca que lo circunda,
convirtiéndolo, para mí, en el más bello de todos.
El brillo de Venus nos acompañará durante las primeras horas de navegación por el Nilo, y
entonces, madre, retomaré una vez más este monólogo.
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Han pasado tres largas horas en las que este barco con forma de milhojas recorre el Nilo, el padre
Nilo. El sol se va despacio, oscureciendo este horizonte dilatado. Sus largos dedos se agarran a la
superficie de sus aguas tiñéndolas de naranja. Es un color tornasolado, pigmentado por la arena
mágica del desierto que lo envuelve todo. A los lados, en las márgenes, los pueblos parecen
deslizarse. Las pequeñas casas de adobe dejan al descubierto la magnitud y el triste esplendor de la
pobreza. Las mezquitas se aproximan, asaltan los objetivos de las cámaras que invaden la cubierta
del barco. Las mezquitas están en todas partes; supermercados de la ilusión, sucursales bancarias de
la esperanza.
Desde que embarqué, permanezco entre el grupo intentando preservar mi anonimato. Mi aspecto
no es el de la clásica turista alegre, dicharachera, ávida de experiencias nuevas, de información. Mi
aspecto y ánimo es… terrible. La carencia de descanso ha erosionado mi cuerpo y mi carácter. Los
demás pasajeros parecen preocupados por mi aislamiento, por intentar averiguar la extraña falta de
pareja en un viaje tan largo y poco habitual para realizar a solas. A diferencia de la mayoría, no he
fotografiado absolutamente nada. No ha sido por falta de ganas, sino por el despiste crónico que
padezco desde que embarqué en dirección a este país. Un despiste y una desidia que han hecho que
olvide la cámara en el hotel. Una desorientación anímica selectiva que sólo me permite recordar el
pasado y perderme en el presente, y de la que me ha sacado la soberbia mirada del joven guía árabe
que nos ha tocado en suerte. Nada más verle, madre, supe que era él, el árabe de mis lienzos. Él me
ha traído hasta aquí.
Omar es nuestra voz en la oscuridad. Sus labios son los labios de la historia que nos hablan,
haciendo que nuestra imaginación vuele con sus palabras, viaje a través de los siglos, respire el aire
quieto del pasado. Cuando sus grandiosos ojos negros rozan los míos, me siento terriblemente
dichosa. Cuando su cabeza gira hacia la orilla de la vida y su mano de dios egipcio se alarga
señalando el horizonte, mi anhelo por oír su voz se agudiza. Omar sonríe. Su cara adopta una
expresión de alegría con cada una de sus escuetas explicaciones y, con ella, con su expresión,
descarga un grito de ansiedad en mi delgado cuerpo. Omar es joven, fuerte, duro y un gran
observador.
Siempre me atrajo lo desconocido, lo inalcanzable. Él se muestra distante, ajeno a mis
inquietudes. Sus pensamientos esquivan mi análisis, permaneciendo vírgenes, infranqueables, sin
cimentación posible. Mi curiosidad intenta invadir esa intimidad aparente, ahondando a través de su
pupila, buceando en sus gestos, en el tono de sus palabras. Pero sus ojos de halcón vuelan alto. Su
corazón parece agitarse ante la evidencia de una presa fácil, y arrulla mi grito con una sonrisa
furtiva que no sé interpretar.
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Es insólito, difícil de explicar el vértigo que siento, el acceso de locura que invade todo mi ser.
La apetencia visceral, incontrolada, por entrar en su presente. Omar ha dado un sopapo a mi
aturdido corazón. Ha oído mi sonrisa, ha reparado en mis pensamientos y hemos reído juntos sin
saber qué decir. Ahora deseo su cuerpo, anhelando que él, como predijo Sheela, también desee el
mío. El viento desplaza mi pelo hacia atrás. Siento como observa mi mano, como roba mis gestos,
como siente mi deseo; ¡es tan hermoso sentir!
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El aire huele a tarde de otoño, a mandarina y papel. Como olía entonces. Como olía aquel día en
que Adrián, al quedarse en el colegio, por fin, dejó de llorar. Había crecido. La línea de su horizonte
dejó de ser una vía pecuaria y se convirtió en una gran autopista por donde correr hacia confines
muy alejados de los míos. Donde perderse, encontrarse y volverse a perder sin que ello le supusiera
ningún quebranto, ni la más mínima preocupación.
El agua salía por los caños de aquella horrorosa fuente que coronaba la plaza del pueblo, y yo
vagaba sin saber si ir a comprar el pan o echarme a llorar. Aun así, aun errante y sola, era un poco
feliz. Sí, madre, feliz porque mi niño crecía, pero, al tiempo, me sentía pavorosamente triste, un
poco muerta. Aquellos días estuvieron llenos de horas yermas. Fueron estériles de gritos, de risas,
carentes de expresiones; de sus irreemplazables expresiones que habían aminorado, hasta entonces,
la monotonía que colgaba de las cortinas, que se empapaba del polvo acumulado en los estantes, la
falta de conversación, de una mirada cómplice o una sonrisa a tiempo perdido, de todas aquellas
horas de tedio y soledad.
La sonrisa cálida y complaciente, junto con el efusivo y apretado abrazo, con que Adrián me
obsequiaba a la salida de clase en cada uno de nuestros encuentros, fue convirtiéndose
paulatinamente en un simple y despegado “¡Hola mami!”.
Mientras él estiraba sus brazos intentando en cada luna rozar el cielo, a mí, las estrellas fugaces
dejaron de concederme deseos. Comencé a cerrar los ojos cuando su estela iluminaba el diminuto
horizonte de mi terraza llevada por el temor de que algún pedazo de meteorito cayera sobre los
insulsos geranios, que daban color a los ventanales ribeteados en PVC blanco. Por aquellas ventanas
se colaba el viento del norte, la brisa del verano y el silencio de las mañanas gemelas, imposibles de
diferenciar una de otra. Tan semejantes entre sí que llegaron a trastornar mi realidad. Poco a poco
me fui construyendo un patrón a medida. Pespunteando entretelas, almidonando puños, cosiendo
botones, diseñando disfraces, el pensamiento se me atoró.
El barco acaricia el perfil de la pequeña ciudad de Edfú. Debo dejar de escribir. Ra asoma sus
dedos y escudriña mi cuerpo. Aquí todo es diferente; él también. Ra se acerca insistentemente,
olisqueando nuestra débil y foránea piel, arañando la superficie de nuestro cuerpo como un gran
perro guardián que protege el templo de su amo. El agua fluye incansable y una de las frases que
componen el himno al Nilo se instala en mis pensamientos durante su contemplación: “¡Salve Nilo!,
resplandeciente río que das vida a Egipto entero.”
A medida que nos aproximamos a Edfú, Horus comienza a dejarse notar. El viento parece batir
sus alas invisibles, rápidas, perfectas, endiabladamente hermosas. Sus ojos de rapaz escudriñan en
nuestro conocimiento lleno de una codicia de saber enfermiza y atemporal. El gran dios halcón
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espera en su templo oteando siglo tras siglo el horizonte. Allí en Mamisi -el lugar del parto- renace
día tras día.
Cuando la noche vuelva y Tot, el dios lunar, se haga dueño de mis palabras, entonces, madre, nos
volveremos a encontrar.
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En el interior del barco el aire es denso. Su olor me sumerge lentamente en ese pasado que, a
pesar de haber muerto, se niega a dejar de existir. Es una fragancia impregnada de madera y agua,
tan antigua como el mundo, y que, como él, esconde celosamente la fórmula utilizada en su
creación. Semejante al perfume que tenían sus armarios, madre. Aquellos armarios con el fondo de
los estantes y cajones forrados de papel blanco. En su interior no faltaban pastillas de jabón de
lavanda deslizadas por usted entre la ropa.
Recuerdo las tardes de octubre, el aroma que se escapaba por sus bisagras y que durante días
permanecía impregnando nuestra ropa. Jamás ningún armario tuvo ese olor, esa fragancia
entrañable, profunda, segura y familiar que habitó en los armarios de mi niñez. En sus cajones de
madera de pino guardé las castañas de noviembre, acericos llenos de alfileres para estrenar en abril
y mis primeros poemas.
La encina, mi encina. Aquella áspera encina insociable y desconfiada que arañaba mi piel durante
las escaladas a que era sometida en las tardes engalanadas con bocadillos de pan y chocolate, se
quedó prendida en mis recuerdos, en mi carrera a lomos del tiempo. En esos días en los que aún no
existe el miedo a envejecer. Años después, uno de sus frutos hizo posible que la sombra de mi
infancia se volviera a instalar en mi jardín. Bajo la silueta de sus ramas y el crujido seco y punzante
de sus hojas, volví a ver acercarse los inviernos, los tristes inviernos, esos que invaden mi
reminiscencia, inacabablemente inacabados. ¡Dejé tantas cosas por hacer! Tantas palabras sin
pronunciar, tantos besos por dar, tantos corazones sin labrar en su tronco. En ese tronco áspero y
seco que aún sigue creciendo en nuestro jardín. Donde Mena, durante las horas más calurosas del
estío, se cobijaba para pintar.
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22
Me quedé embarazada de Mena cuatro meses después de que Adrián comenzara el colegio. El
embarazo fue imprevisto, y lo fue porque Carlos y yo atravesábamos una época en la que nuestra
relación volvía a hacer aguas. Yo pasaba los días encerrada en una jaula de oro. Sin más compañía
que mis novelas, la radio y un grupo de madres del colegio que sólo hablaban de los problemas
escolares de sus hijos, del plato estrella de los domingos, de la depilación láser o de la confección
de tal o cuál disfraz. Actividades, todas ellas, en las que yo era una completa inútil. También
estaban los típicos rasgados de vestiduras ante la forma y manera de ser o de vivir de algunas de las
mamás de los compañeros de clase de nuestros retoños. Cuando las reuniones emprendían aquellos
derroteros solía levantarme de la mesa con alguna súbita excusa y abandonaba, disculpándome, el
desayuno o la merienda. Mis huidas repentinas me condujeron, durante mucho tiempo, a ser el
blanco de cuantiosos y variados recelos.
Carlos permanecía sumergido en su reciente ascenso que nos permitiría pagar la totalidad de la
hipoteca en un tiempo casi récord para una familia normal. Su objetivo era vender el piso sin un
solo recibo de préstamo pendiente y establecernos fuera de la capital. Siempre quiso vivir en un
chalet, tener jardín y barbacoa, un jardín que jamás cuidaría ni disfrutaría. Debido a la lealtad y
dedicación plena que profesaba a su empresa, donde hacía de todo menos dormir, apenas nos
veíamos. Una de las consecuencias del distanciamiento fue que nuestras relaciones sexuales se
fueron reduciendo y espaciando peligrosamente, tanto que a mí, las pocas veces que surgía, me
costaba ponerme por la labor. Mis necesidades eran más anímicas que físicas. Mientras él se moría
por ir al grano, yo mendigaba un simple y tranquilo abrazo. Una charla a la luz de las velas, oler su
perfume mientras le acariciaba la nuca, sentir sus manos deslizarse por mis muslos con deseo pero
sin ansia. Necesitaba volver a sentirme viva y deseada, no “cumplida”. Volver a ser mujer, su
mujer.
El cuidado de Mena y Adrián durante su más tierna infancia fue lo que consiguió que no volviese
a derrumbarme como me había ocurrido en los comienzos de nuestro matrimonio. Fue lo que evitó
que le enviase la cama de matrimonio y la muda por mensajero a la oficina; algo que reconozco me
pasó más de una vez por la cabeza. Aquello era lo único que le faltaba en el despacho para que éste
fuese su casa.
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Pasó demasiado tiempo hasta que nos establecimos en aquella urbanización, tan de moda y tan
socialmente discutible, situada
en la periferia de la capital. Mena y Adrián despuntaban
adolescencia y comenzaban a ver como viejos a los hombres y mujeres que tenían la edad de Carlos
y la mía. Carlos, como de costumbre, viajaba; viajaba y viajaba, más que antes, más que nunca. Y
yo esperaba; esperaba y esperaba, más que antes, más que nunca. Así, nuestra nueva vida, poco a
poco, viaje tras viaje, se convirtió en un reencuentro que nunca llegó a conseguir reunirnos de
nuevo. Caminábamos por el mismo sendero, pero perseguíamos un destino diferente. Yo viajaba
sola.
Adrián y Mena se habían instalado con éxito en aquel nuevo entorno social, socialmente
discutible, al que habíamos podido acceder gracias a la movilidad territorial del nuevo,
trascendental y bien remunerado puesto laboral de mi esposo.
A los pocos días de instalarnos en nuestra nueva casa, adherida a la de Remedios por el lado
derecho, su encantadora y perfecta sonrisa atravesó las barreras arquitectónicas instalándose como
un monumento municipal en el, por entonces, desértico espacio de tierra que sería trasformado en
oasis, en diminuta pradera de vistas compartidas y barbacoas asiduas, de olores tostados y humo de
carbón vegetal. Su hijo, Jorgito, ya andaba arrastrando su genial culete por los laterales circundantes
a nuestro jardín. Siempre sucio, comenzaba a dar el visto bueno al cariñoso apodo con que Mena le
obsequiaría meses más tarde: Atilita rey de las plantitas. Jorgito escalaba con genialidad innata
todos los obstáculos que encontraba a su paso. El camino diario que daba origen a la incesante poda
manual, completamente artesanal, que practicaba antes de dar comienzo a la ingestión de todos los
productos de la horticultura ornamental que Remedios había insertado en su precioso jardín.
Insistentemente sometido a la agresión de su herbívoro cachorro. Él, Jorgito, sentía especial
predilección por las margaritas blancas, que aderezaba con puñados de la tierra enriquecida por los
sustratos que añadía Remedios todos los meses. A mí me encandilaba su carita de bebé malo y
peleón, terriblemente desaliñado, arrastrando los lazos de raso azul marino con los que su
incansable y limpísima madre lo decoraba como si fuese un pastelillo; porque Jorgito era
comestible. Tan pequeño, tan flexible, tan inteligente, tan encantadoramente sucio, tan bebé.
Remedios decía que le estaba quitando la vida, la vida y la belleza que siempre habían tenido sus
manos. Para Remedios, la limpieza, el aspecto físico y las entrañables y cómodas barbacoas que
aprovechaba para preparar en cuanto un rayo de sol acariciaba su jardín, eran la sal de la vida.
Afirmaría que de su realización, en aquellos días, dependía el buen funcionamiento de algunas de
sus constantes vitales.
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Cuando retomo el pasado, su imagen me llega clara, estupenda, perfecta, exquisitamente vestida
y maquillada, pertrechada tras el mandil rosa, estirando sus manos hacia una butifarra
semicarbonizada. Remedios era, y es, extraordinariamente simple, imposible de complicar. Es un
don, siempre he pensado que es un don del cielo no ver más allá de tus narices.
A pesar de su verborrea materialista y sin sentido, me gustaba. Me volvían loca las estupideces
constantes que decía, todas ellas, aderezadas con algún toque indicativo de su dominio del Ingles
achiclado que aprendió bajo la tutela de su avanzado papá, propietario de una cadena de embutidos,
cuya especialidad era la butifarra, estrella indiscutible de las adosadas barbacoas. La grasienta
butifarra de papá Fermín estaba exquisita. Doy fe de ello, ya que durante las reuniones vecinales,
que se remontan a los inicios de la formación de la comunidad, todos tuvimos la oportunidad de
darnos el sublime y gratuito atracón de rigor.
Sin Remedios, una parte importante de mi vida estaría vacía, carente de risas y simplicidades.
Anónima del espíritu de la buena gente. Porque Remedios es, dentro de su ignorancia,
extraordinariamente ingeniosa y divertida, pero, sobre todo, buena gente.
Durante muchas noches permanecimos juntas. Los plenilunios envejecían clareando el horizonte.
En el jardín, los murciélagos volaban constantes, monótonos, con precisión absoluta sobre nuestras
cabezas. Invadiendo el oscuro cielo, envueltos en la turbiedad del anochecer. El licor de bellota
dejaba un vestigio de placer adherido a nuestros pensamientos y Silvio Rodríguez sonaba al fondo,
en el hueco oscuro del salón. Su voz se mezclaba con la fragancia del jazmín mientras el humo de
los cigarros garabateaba siluetas en el porche. Así, sus ausencias, las de ellos, las de nuestros
maridos, se fueron convirtiendo en las nuestras. Juntas dejamos de mirar el reloj y el cielo inhóspito
de la noche se hizo nuestro. Los deseos se pararon junto al porche y el ruido de las idas y venidas de
los coches, que nunca paraban en nuestros garajes, dejó de hacernos daño. Durante aquellas charlas
eternas de cafés y cervezas, empachadas de patatas fritas, en aquellas tardes de domingo vacías de
maridos, cargadas de niños, preñadas de la música de Milanes y Silvio, nos convertimos en
hermanas, hermanas de penas, de anhelos y carencias; cómplices en la soledad.
Hasta que él, guitarra en mano, se instaló en el chalet de enfrente.
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Su llegada fue como asistir en directo a la grabación de un spot publicitario. Como ver a Richard
Gere interpretando a Mr. Jones en la escena en que él pasea sobre un andamio a muchos metros del
suelo, sonriente; decidido, loco, rematadamente loco, y rematadamente atrayente. Se bajó de un
Citroën 2CV amarillo atestado de maletas y fundas de instrumentos musicales y sin vacilar se
dirigió hacia nosotras, que permanecíamos en el porche mirándolo fijamente, como si fuese una
aparición. Ambas teníamos un colocón importante de licor de bellota. Nuestro estado de “euforia”
no impidió que oliésemos su sensual perfume, que apreciásemos los músculos de sus brazos
morenos, su encantadora sonrisa…
-¡Hola! –exclamó al tiempo que extendía su mano-. Soy Andreas.
-¡Hola! –respondimos al unísono con cara de bobas, sin dejar de mirarlo de arriba abajo.
-Tengo un problema –explicó con una media sonrisa que delataba cierta suspicacia-, hasta
mañana no me dan la luz y he pensado que quizá podríais dejarme unas velas…
No sólo le dejamos las velas, también el licor de bellota, el chocolate y el maravilloso postre que
Remedios había preparado en la mañana para su marido. Un marido que, como el mío, había tenido
el tradicional imprevisto que postergaba su regreso hasta el día siguiente. Así pasamos la primera
noche con Andreas, riendo hasta entrado el amanecer, hablando de todo, de lo divino y lo humano.
Con más licor que vergüenza en nuestras cabezas y sintiéndonos vivas de nuevo.
Desde aquel momento compartimos todos sus ensayos en el garaje, sentadas en el suelo sobre una
de las mantas que Andreas utilizaba para casi todo, porque Andreas no tenía mobiliario. En la casa
sólo había un colchón en el dormitorio, varias cajas que empleaba para todo como si éstas fuesen
una herramienta multiusos, sus guitarras y el equipo de grabación.
Poco a poco el acercamiento entre él y yo fue haciéndose más evidente y Remedios comenzó a
poner las típicas excusas para dejarnos el mayor tiempo posible a solas. Cuando reflexiono sobre la
reacción que tuvo Remedios, aún me impresiona. Jamás le comenté la atracción que Andreas ejercía
en mí. Nunca le dije que cuando él fijaba sus ojos en mis labios me hacía tiritar por dentro y que el
más mínimo roce de sus manos me estremecía. Sin embargo, ella lo supo, creo que lo percibió
desde la primera noche.
Durante dos largos meses compartí con él la composición de varias de sus canciones. Dimos
largos paseos al anochecer, bajo la mirada inquisitoria de media urbanización y la mía pendiente del
móvil por si Mena o Adrián me llamaban desde el internado inglés en el que Carlos se había
empeñado en matricularlos ese año. Preparamos la cena juntos, pusimos las velas sobre el viejo hule
que protegía una de las cajas que hacía las veces de mesa y vivimos, vivimos como hacía tiempo
que yo no sabía vivir.
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Por entonces, Carlos estaba en Londres, la expansión de la empresa le tendría tres meses en la
capital inglesa, tres meses en los que los cimientos de mi vida estuvieron llenos de flores silvestres
en los jarrones que adornaban el suelo vacío de la casa de Andreas por las noches. De velas que
iluminaban cada rincón de mi alma, de country, de jazz, del olor que desprendían las varitas de
incienso al quemarse, de las letras y acordes de sus canciones. De aquellas duchas juntos en las que
nuestros cuerpos parecían uno. De sus manos frotando mis brazos con jabón bajo el agua que nos
empapaba. De sus ojos pendientes de no perderse ni uno de los lunares de mi espalda. De aquellos
maravillosos silencios en los que sólo nos mirábamos y que siempre acababan con un beso.
Cuando terminó, estuve varios meses perdida en un silencio que nadie notó y del que nadie,
excepto Remedios, sabía el origen. Aún hoy, madre, cuando recurro a esa costumbre malsana que
tenemos las personas de rememorar los sinsabores, los labios se me cierran y me cuesta articular
palabra sin que se me escape una lágrima.
Al volver mi marido de Londres tuvimos que reducir nuestros encuentros. Creo que Carlos jamás
supo lo que había sucedido, y si lo supo o lo sospechó, no dio muestras de ello. A su regreso notó
algo diferente en mí, pero, como solía ser habitual, le restó importancia; le dio la misma
trascendencia que me daba a mí:
-Estás diferente –me dijo mirándome de arriba abajo-. ¿Qué es?, ¿te has cortado el pelo? Pareces
más joven. –Y siguió caminando con el trolley tras él hacia el dormitorio.
Dos semanas después del regreso de Carlos, Andreas desapareció de mi vida. Aún recuerdo
aquella mañana con precisión. Como de costumbre, me levanté sobre las siete. Era lunes. Me asomé
por la ventana de la cocina, me puse un café y con el vaso en la mano salí al jardín para contemplar
el coche de Andreas aparcado en la entrada. Para ver como él, desde su cocina, levantaba la mano y
me saludaba, a la espera de que Carlos abandonase la casa para volver a reencontrarnos. Desde
hacía meses aquélla se había convertido en mi forma de comenzar el día. Pero aquel día él no
estaba. En su lugar, sobre la persiana, había un graffiti de una mujer desnuda bajo la lluvia. Era yo.
La contemplación del dibujo evitó que saliera corriendo y tocase el timbre con vehemencia. Levanté
el teléfono y marqué el número de Remedios.
-Lo sé –dijo ella-, se ha ido. Anoche dejó un paquete en casa para ti. En cuanto vuelva de dejar a
Jorge en la guardería te lo acerco…
Sólo contenía un CD. Tenía grabada la canción que había compuesto para mí, para la mujer de
agua, como me llamaba. Nunca más he vuelto a saber de él.
Andreas y yo jamás hablamos de nuestra relación, de los porqués, del futuro… Nos dejamos
llevar y sentimos juntos sin ningún tipo de prejuicios o ataduras. Él nunca cuestionó mi matrimonio,
mi vida, el tipo de vida tan estática que llevaba. No formuló ninguna pregunta, no hizo ni un solo
53
comentario ni me exigió nada. Aquella historia, nuestra historia, fue como las que surgen en los
albores de la adolescencia, lo único importante era vivir y, en consecuencia, sentir. Jamás hablamos
de su marcha, pero era algo evidente. Un futuro inevitable, porque él era un nómada, un nómada de
sentimientos. Yo, un Drago milenario con demasiadas raíces emocionales que me ataban a un
sinvivir preñado de sinsentido.
Cuando pienso, cuando le recuerdo, le imagino haciendo feliz a otra mujer, a una de las tantas
mujeres solitarias y mudas que se esparcen como flores marchitas por los confines del mundo. Le
imagino partiéndose el alma por arrancarles un beso, una sonrisa, una confidencia a media voz y
cabeza gacha. Y no me duele saber que será otra a la que dedique sus caricias, su tiempo, sus
canciones. Lo único que me lastima, que aún me lesiona el alma, es no haber podido besarle antes
de marcharse. Besarle una vez más.
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Mi vida volvió de nuevo a sus cauces de abatimiento. Los niños regresaron del internado, Carlos
seguía como siempre, pisando la casa exclusivamente para dormir. El dueño del chalet en el que
Andreas había vivido de alquiler decidió venderlo. Lo hizo una mañana de agosto, cuatro meses
después de que Andreas se marchara. Durante aquellos cuatro meses contemplé todos los días el
graffiti de la persiana, a la espera de que la puerta se abriera y apareciese él, Andreas. Aquella
mañana de agosto se abrió. Y apareció el dueño del chalet, cubo y estropajo en mano, dispuesto a
acabar con la mujer de agua. Frotó varias horas. A cada restregón exclamaba en voz alta: «¡Estos
hippies de mierda! Encima de estafador, grafitero. ¡En qué hora, en qué hora!» Cuando terminó,
puso un cartel de “Se Vende” en todas y cada una de las ventanas.
Remedios y yo volvimos a nuestras charlas en el porche, al licor de bellota y la música de Silvio
y Milanés. Ella, a compartir conmigo las tramas de las novelas rosa que leía con avidez, y yo a
intentar que también leyese algo diferente de vez en cuando. Aquel otoño comencé a escribir de
nuevo, a escribir y pintar. Y aunque exponía mis obras hechas a lapicero a todos, Carlos, no
manifestaba ante mi trabajo más que un «Precioso, cari, muy bonito» o, «Luego le echo un vistazo
con más calma. Ya voy con retraso. Ahora me es imposible concentrarme, estoy overflow». Adrián
me sugería, con insistencia mercantil, que me pasara de los lapiceros al óleo porque mis dibujos
serían más vendibles. Lo decía intentando convencerme de que debía vender porque si no, aquello,
el que dedicara varias horas diarias a dibujar, no tenía mucho sentido. Mena decía que eran dibujos
buenísimos, preciosos y se marchaba rápidamente a su cuarto, donde le esperaba el correo
electrónico y el teléfono. Por aquel entonces pasaba la mayor parte del tiempo enganchada al
auricular de su móvil y al ordenador, el resto frente al espejo del baño o seleccionando la ropa que
iba a ponerse para tal o cual “quedada”.
Los días de lluvia, cuando todos se marchaban, subía al desván, esparcía mis dibujos sobre el
suelo, conectaba el equipo de música, introducía el CD de Andreas y, con los ojos cerrados,
escuchaba su canción: That Woman, la canción que compuso para mí, la mujer de agua. Durante
mucho tiempo, aquello fue lo único que llenaba y apaciguaba mi alma: su entendimiento, su
conocerme, su habitarme. Porque él me habitó, supo quién y cómo era yo. Sólo él.
Después llegó Sheela.
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Dentro de aquella pequeña tienda olía a madera de pino; a betún de Judea, a incienso, a hierbas
medicinales y al perfume que desprenden los ingredientes de los hechizos. El local estaba situado en
una callejuela estrecha y empinada del pueblo, casi a las afueras. Remedios y yo habíamos
escuchado algún que otro comentario sobre la propietaria en nuestra urbanización. La rumorología
apuntaba que se dedicaba a algo más que a la homeopatía. Afirmaban que era echadora de cartas y
ejercía la nigromancia. En el pueblo levantaba recelos, sobre todo en los círculos parroquiales.
Poseía un carácter endiabladamente abierto, fresco y vital. Tan fuera de convencionalismos y
normas que tenía la desvergüenza de asistir a los oficios religiosos cuando le venía en gana, aun
sabiendo que su presencia incomodaba a los feligreses. El párroco le manifestó, en más de una
ocasión, que debido a las artes que ejercía en su negocio, no era bien recibida en su iglesia. Que los
fieles le tenían presionado y el día menos pensado, a pesar de los pesares, se vería obligado a
negarle la entrada. Pero ella, Sheela, hacía oídos sordos a las advertencias del viejo cura, incluso le
sonreía con afecto, con aire de absolución y gesto cariñoso. Después, ante la mirada casi suplicante
del anciano, dejaba que el murmullo de los parroquianos allí congregados acompañara sus pasos. Se
persignaba y entraba a rezar siempre que le apetecía.
Hacía más de cinco años que Andreas había abandonado mi vida, y en ese tiempo no dejé de
pintar y escribir. Expuse en diversas salas dependientes de las concejalías de Cultura de los pueblos
cercanos. Vendí varios óleos y dibujos a lapicero. Convertí el desván en mi estudio y seguí más sola
que nunca. Una semana antes de que Remedios me persuadiese de visitar el herbolario de Sheela,
había iniciado un seriado. Éste se compondría de rostros de varones de razas diferentes.
Representaría a cada uno de ellos en las cuatro etapas más significativas de su desarrollo: niñez,
pubertad, madurez y vejez. Era un proyecto ambicioso que quería presentar a un certamen cuyo
premio consistía en dos billetes de avión a Egipto. Desde siempre había querido realizar ese viaje y
en aquel momento ganar el certamen podía ser la oportunidad de realizar mi sueño sin tener que
pedirle a Carlos ni una peseta. Sabía que él no pondría objeción a pagarme el viaje, pero desde hacía
tiempo me resistía a pedirle más dinero del imprescindible para las necesidades del hogar y de
nuestros hijos. Mis gastos personales los cubría con los escasos ingresos que obtenía de las ventas
de mis cuadros y alguna que otra corrección literaria. Aunque él seguía manteniendo, de cara a la
galería profesional y vecinal, el estatus de pareja de Hollywood, nuestra relación era cada día más
distante.
A pesar de que los personajes, los modelos de mis cuadros no eran reales, de que no existían más
que en mi imaginación, antes de ponerme con el seriado tuve que documentarme para que el
proceso de envejecimiento de los rostros siguiera las pautas naturales de las personas en su
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desarrollo físico por razas y características propias de cada individuo. Remedios se implicó en el
proyecto a tal punto que dejó de lado la lectura de las novelas rosa y se convirtió en mi
documentalista. Fue tal la complicidad y el entusiasmo que ambas generamos en la realización del
proyecto que, si resultaba ganadora, decidimos que el viaje lo haríamos juntas. Pero yo sabía que
ella era incapaz de abandonar ni un solo día a su Jorgito y a Eduardo, su marido. No obstante, hasta
el último momento mantuve la esperanza de que le echara un par de ovarios y se viniera conmigo,
aunque fuese con lo puesto. El día que me despedí de ella, le mentí premeditadamente, lo hice para
no ponerla en la tesitura, en la cruel tesitura, de que tuviera que volver a darme las mismas
explicaciones de siempre. De volver a ver cómo lloraba al decirme: «Es que yo le quiero. Sí,
Jimena, le quiero con toda mi alma. Y él, a su manera, también me quiere. Sí, Jimena, aunque no lo
creas, me quiere. Su único defecto es que le pueden las faldas. Pero… a mí me quiere de verdad, a
ellas no, Jimena, a ellas no.» Siempre concluía gimoteando, dedicándome una mirada compasiva
que me rompía el alma.
Eduardo era su príncipe azul, el príncipe de cuento que jamás la rescató de la torre. Pero…, como
ella decía, y tenía razón: era su príncipe.
Comencé el seriado con el rostro de un niño árabe y seguí por su adolescencia. Cuando emprendí
el dibujo correspondiente a la madurez los trazos del boceto parecieron cobrar vida propia. El lápiz
se deslizaba sobre el papel con vehemencia. Concluí el esbozo en apenas dos horas. En él aparecía
un hombre robusto de mentón prominente, amplias cejas, grandes ojos negros, nariz recta y grande,
tez morena y labios carnosos y gruesos. No le hizo falta ni un retoque. Lo contemplé durante unos
minutos. Después lo clavé en el corcho. Dispuse el caballete con el lienzo y empecé a mezclar los
óleos. Me llevó dos meses acabar el retrato. Finalmente, cuando ya le había dado el barniz, llamé a
Remedios para que lo contemplase. Al entrar en el desván y ver el lienzo, palideció. Se acercó a la
mesa donde yo tenía el agua y el licor de bellota y se sirvió un vaso que tomó de un trago, como se
suele hacer en las cantinas mexicanas con los tequilas, sólo le faltó la sal sobre la mano.
-¿Qué pasa? Dime, ¿qué te parece? –inquirí expectante.
-¿Por qué te has dibujado con él? ¿Éste no forma parte del seriado? –me cuestionó confusa.
Miré el lienzo desconcertada. En él estaba el retrato del joven árabe, pero a su lado también me
encontraba yo; desnuda bajo una cortina de agua.
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El móvil que colgaba sobre el dintel se balanceó, y un sonido metálico avisó de nuestra llegada.
Sheela permanecía tras el mostrador, situado al fondo del local. Inmersa en la lectura de un grueso
libro que, por su aspecto, semejaba un incunable. Al oír el tintineo se quitó las gafas, levantó la
cabeza y me miró fijamente con aquellos hermosos ojos de miel. Tras mi presentación, la pelirroja,
Sheela, se dirigió hacia la puerta de entrada. Giró el cartel que colgaba sobre el cristal, dio dos
vueltas a la llave y corrió las cortinas de terciopelo rojo.
El herbolario tenía una habitación contigua y allí, junto a las hierbas medicinales y los utensilios
homeopáticos, Sheela pasaba consulta. Sobre la mesa camilla había una vasija con agua y en ella
una rosa de Jericó abierta. Frente a la mesa, dos sofás en los que Remedios y yo tomamos asiento
mientras Sheela se preparaba.
Antes de acudir al herbolario, Remedios había conversado con
ella. Le había comentado lo
ocurrido con mi lienzo. Remedios llevaba un tiempo yendo al herbolario, desde que le sobrevino
una erupción en el cuello para la que la medicina convencional no tuvo respuesta ni tratamiento.
Sheela le preparó un aceite que eliminó los granos en una semana. Desde entonces no sólo visitaba
el herbolario para los padecimientos físicos, siempre livianos, que pudiera sufrir, sino que también
buscaba una cura para las penas, una puerta abierta a los misterios del alma. Un reposo para su
corazón cansado.
Apenas habló conmigo. Me sonrió y apoyando sus codos sobre la mesa con las manos extendidas
hacia mí, con un gesto de sus ojos, indicó que le diera las mías. No miró mis palmas, como pensé
que haría. Cogió mis manos, las juntó y las cubrió con las suyas, que parecieron abrazarlas. Sus ojos
estaban cerrados.
-Creo que en vez de pasarte yo la consulta, deberías ser tú quien me la pasase a mí –dijo
sonriente.
-No entiendo –respondí.
-Tienes las mismas capacidades que yo. Eres vidente. No digas que no lo sabes porque no te
creeré. -Sonreí tímidamente-. El hombre del dibujo es una de tus visiones. Harás ese viaje porque
ganarás el certamen y será allí, en Egipto, donde le conocerás. Dime, ¿por qué tienes tanto miedo a
dejarte llevar?...
A partir de entonces nuestras visitas a Sheela se sucedieron. Crecieron en la misma proporción
que nuestra amistad. Poco a poco, Sheela nos instruyó en las artes de la percepción. Dimos largos
paseos por el campo, en los que ella nos proporcionaba indicaciones precisas para percibir sonidos
que para nosotras se habían convertido en inaudibles. Olores que nuestro sentido había dejado de
experimentar. Contemplamos la luna en sus diferentes fases y la repercusión de su luz sobre las
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criaturas de la noche. Escuchamos el canto y el batir de alas de las aves nocturnas y conseguimos
identificarlas sin verlas. Aprendimos a caminar a oscuras, a escuchar el rumor que se esconde bajo
el bullicio sin más guía que nuestro sexto sentido. Volvimos a nuestros orígenes, a ser como las
demás criaturas, como nuestros ancestros más lejanos: intuitivos. Como los chamanes arameos que
con la observación de la rosa de Jericó sabían cuándo y cómo llegaría el agua a sus tierras. Al igual
que ellos, nosotras éramos capaces de reconocer un alma herida sólo con mirar sus ojos o escuchar
el tono de su voz; y sabíamos qué mal le aquejaba.
Nuestras reuniones, en el campo al anochecer o en el local a la luz de las velas, levantaron más de
un comentario en el pueblo y las urbanizaciones circundantes. Sin embargo, las habladurías no sólo
trajeron prejuicios y rencores a las puertas del herbolario, también condujeron hasta nosotras a más
de un alma anónima que buscaba consuelo para sus desventuras, consuelo bajo un suplicado
anonimato que nosotras, por encima de todo, siempre guardábamos. Se nos echó la culpa de más de
un divorcio, de más de una infidelidad y de la extraña desaparición de la figura de un Cristo que se
hallaba a la entrada del negocio de un jefe abusivo y cuatrero. Cuando tuvo conocimiento del robo,
Sheela no pudo evitar apostillar que el Cristo no había sido robado, que había huido del local.
Incluso se nos llegó a señalar directamente como las causantes de una plaga de chinches que aquejó
de forma violenta la parroquia y las casas de varios feligreses.
Así, nos convertimos en un trío inseparable. En los mentideros se nos apodó “las brujas de
Eastwick”, el nombre del herbolario de Sheela.
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En aquellos días fuimos felices. Parecía que el destino, que siempre había jugado con ventaja, se
detenía a nuestros pies, reverenciando nuestro derecho a elegir. Así fue durante meses, casi un año.
Cuando el silencio se hacía un hueco en nuestras conversaciones, el miedo a que sucediera algo que
rompiese aquel equilibrio nos sorprendía más de una noche frente al licor de bellota mirándonos
fijamente a los ojos. Ninguna hablamos de aquella extraña sensación de inseguridad que asalta a
todo ser humano cuando las cosas parecen ir demasiado bien. No hablamos sobre ello porque el
mero hecho de comentarlo en voz alta nos asustaba. Las tres éramos conscientes de que algo iba a
suceder. Un suceso terrible que dejaría nuestras vidas marcadas para siempre. Sobre todo lo sabía
Sheela.
Días después de recibir la primera paliza nos citó en la terraza de una cafetería a las afueras del
pueblo. A pesar del calor de aquel agosto, Sheela llevaba un jersey de cuello alto. Se había
maquillado tanto los pómulos y los ojos, que las pecas no se veían. Apenas podía abrir el ojo
derecho y su labio superior estaba tan hinchado que le impedía hablar con normalidad.
-¡Hijo puta! –Exclamé mientras le enjugaba las lágrimas, despacio, con la yema de los dedos.
-¡Dios mío! ¿Cómo ha podido hacerte algo así? ¿Cómo se atreve? –gritó Remedios horrorizada.
-No, no, Remedios, no me toques ahí –dijo Sheela abortando el abrazo de ésta-, creo que tengo
dos costillas rotas.
No quiso denunciarlo. Buscó mil excusas para convencernos de que la agresión había sido
involuntaria, para convencerse a sí misma de que no se había enamorado de un maltratador. Pero
desgraciadamente, así era.
Él notó que yo percibía sus intenciones, que sabía quién era y lo que pretendía. Por ello, desde
nuestro primer encuentro, esquivaba mi mirada, sólo me sostenía la vista unos segundos. El tiempo
que él creía podía permitirse sin que yo alcanzara a ver más allá, a introducirme en su alma. Pero lo
hice. Lo hice y le espeté una advertencia.
-Si le vuelves a poner la mano encima, te mato –le dije bajito la noche en que Sheela nos pidió
que lo acercásemos a la estación del tren después de la cena de cumpleaños de ella.
-Te mataremos. Lo haremos –apuntó Remedios alzando la voz. Lo que provocó que los
viandantes miraran hacia el coche.
Él no respondió. Se bajó del automóvil dando un portazo seco. Nos miró desafiante, escupió
sobre la acera y con expresión viciada, desde lejos, dijo:
-Ella no os dejará hacerlo. Me quiere –apostilló riendo a carcajadas.
Unos días antes de la última paliza, Sheela, me regaló su paraguas rojo:
-Es para ti.
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-No puedo aceptarlo –respondí negándome a cogerlo-, te lo regaló tu madre. Es tu talismán.
Siempre te ha protegido.
-Ya no lo necesito. Nadie mejor que una mujer de agua para llevarlo a partir de ahora…
Sabía lo que estaba diciendo sin decir, y lo peor es que yo no podía hacer nada para evitarlo.
-Le has denunciado. Tiene una orden de alejamiento. No creo que se atreva a volver por aquí –
dije intentando salir de aquel dolor. Intentando que callara. Que dejara de hacerse daño, de hacerme
daño.
-Le he comprado éste a Remedios. Quería que fuese lo más parecido al mío. ¿Ves? Mango de
madera, rojo sangre –respondió sin contestar a mi pregunta-. Quiero que se lo des tú, no creo que yo
tenga valor para hacerlo.
-Sheela, no va a sucederte nada –dije apretando sus manos.
—Sé que me matará. A pesar de la orden de alejamiento, a pesar de vuestra protección, lo hará.
Cuando suceda debes llevarme contigo a Egipto, porque irás a Egipto, es tu destino. Cuando estés
allí, recuerda que no puedes volver. Nunca, bajo ningún concepto, suceda lo que suceda, debes
regresar a España. Hazme caso, las runas daban instrucciones concretas sobre ello.
-No sigas, no quiero que sigas diciendo barbaridades. No te va a suceder nada. ¡Nada!,
¿entiendes? –le dije levantando su barbilla para que me mirase de frente.
-Debes esparcir mis cenizas en el Sinaí. Luego cántame la canción de Alfonsina y el mar. ¿Me lo
prometes? ¡Promételo!
Yo lloraba, lloraba como nunca lo hice. Lloré como debí llorar aquel día, cuando padre murió.
Lloré por los siglos, por los espacios infinitos de tiempo, de eras que faltan por venir. Lloré para no
tener que volver a llorar nunca más por lo mismo; por lo de siempre.
Ella me miraba en silencio, dejándome estar. Después, tras secar mis lágrimas con un pañuelo de
papel, sonrió y dijo:
—¡Recuerda!, debes asegurarte que no sea un lugar con posibilidad de recalificación. No
soportaría que me construyeran encima un adosadito…
Hoy, el rumor del agua golpeando el casco de este barco con forma de milhojas que recorre el
Nilo me produce nostalgia, tristeza, me hace sentir el vacío que su falta, su ausencia, ha dejado en
mí. Las plañideras de mi alma, de mi corazón, lloran la pena.
Bajo su paraguas rojo me oculto, me cobijo. Intento aminorar el daño que aún me causa su adiós.
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Nos acercamos a Luxor, antaño la gran ciudad de Tebas. Ezequiel dijo: «Tebas será con violencia
sacudida...» Y Tebas, Tebas la de las cien puertas, capital de los faraones del Nuevo Imperio, se
dejó llevar por los acontecimientos dando la razón al profeta.
Al oeste, dominando la necrópolis de Deir-el-Bahari, el templo de la gran dama del Nilo se alza
jactancioso, desafiante, atrapando con su grandeza la esencia del dios Amón. Hatshepsut nos espera.
Colérica y llena de furia levanta su mentón barbudo. Imagino su poderosa imagen, la grandiosidad
de su creación, la soberanía de su reinado; el poder de su dualidad. El aire huele a hierbas
aromáticas como olió entonces, cuando sus expediciones regresaron con éxito del mítico país de
Put. Al imaginarla, me pierdo entre el murmullo del grupo que es absorbido por la sobrehumana
dimensión de las columnas rectangulares que forman los pórticos de su templo. Percibo el vuelo del
hijo de Isis y Osiris avisando de la cercanía, de la proximidad de su espíritu, amortajado en la rivera
izquierda del Nilo; inmortalizado en el templo más hermoso del interminable Egipto. Su nombre, el
nombre de la dama del desierto, borrado incesantemente por la codicia y el machismo, vuelve a ser
exclamado, día tras día, con fascinación y respeto: ¡Hatshepsut!
Omar sonríe, sus labios perfilan una expresión cálida que envuelve mi corazón. El viento hace
que el pelo me tape los ojos y roce mis labios. Él alarga su brazo y señala la orilla, la torneada orilla
que da acceso a Luxor. Su mirada roza el mechón anárquico que tapa mi boca y se detiene curiosa
sobre las páginas que voy escribiendo para usted, madre, sobre el paraguas rojo que, apoyado sobre
mis muslos, espera a ser abierto para protegerme de este sol abrasador; del sol y de él.
De nuevo siento esa sensación de náuseas, semejante a la que sentía aquellas mañanas de
domingo. De aquellos domingos sembrados de pipas y regaliz, en los que padre, chaqueta de pana
en mano, copaba los duros asientos del desvencijado y chirriante coche de viajeros con nuestra gran
familia camino de la capital. Recuerdo a Jaime y Ricardito, que irremediablemente, domingo tras
domingo, terminaban a porrazo limpio, a punto del descalabro, por aquellas chapas de Mirinda y
cerveza con las que, más tarde, al golpe seco de la toba de sus dedos corazón y pulgar, se alzarían
vencedores de una imaginaria vuelta ciclista de latón. De chicos siempre se llevaron a matar. Sin
embargo, años después, como si fuesen gemelos idénticos, eligieron la misma carrera, se casaron
con dos hermanas y se establecieron en Australia. Nuestra relación siempre fue distante, efímera y
extraña. A pesar de que padre luchó para que todos estuviéramos unidos, no lo consiguió.
Todavía puedo oír el llanto de Juanillo y ver aquel chupete impregnado de azúcar y anís con el
que usted, madre, lo hacía callar milagrosamente. La carita de pan de Carlota. Carlota era como
Susanita, la de Mafalda, la estupenda Mafalda de Quino, con la que siempre me identifiqué. Jamás
se separaba de su muñeca. Aquella lánguida muñeca de cartón piedra, enlazada de los pies a la
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cabeza, empachada de comida, encanijada por los besos y abrazos incontrolados de su prematura
mamá. Mientras tanto, yo me adhería al entrañable polo de hielo, de naranja. Me perdía en su
exquisito, en su artificial color, en el mandil blanco del heladero. En esos días supe con certeza lo
que iba a ser de mayor. Sería vendedora de helados.
Sus manos, las manos de Omar, señalan uno tras otro los lugares más emblemáticos mientras yo
sueño con rozar sus labios, con perderme entre sus brazos, y siento miedo. Miedo a un futuro que sé
estaba escrito con antelación, con mucha antelación a este viaje.
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Según la policía, el asesino de Sheela, Antonio, desapareció sin dejar rastro. Una vez concluida la
autopsia se dictó una orden de búsqueda y captura, pero la policía no consiguió localizarlo.
Remedios y yo nos encargamos de todo lo relativo al funeral de nuestra amiga. Días después
recogimos las cenizas y las depositamos en una bolsa que Remedios había confeccionado a mano
con un trozo de las cortinas rojas del herbolario. Nadie reclamó sus pertenencias ni asistió al
sepelio, por lo que tuve que hacerme cargo de Amenofis, su gato persa. El animalito vagó de mi casa
al herbolario durante varios días. Se sentaba en la puerta y maullaba a la espera de que Sheela le
abriera. La vecina me llamaba en cuanto escuchaba el penoso llanto del felino y yo, día tras día, me
acercaba a buscarlo y volvía a trasladarlo. Así fue hasta que las cenizas de Sheela llegaron a casa.
Desde aquel momento no volvió al herbolario. Se pasaba las horas durmiendo al lado del saquito
rojo. Sólo abandonaba su vigilancia para comer o acercarse a la caja de arena. A excepción del día
en que me marché. Aquel día, Amenofis, me acompañó hasta la salida y, como si supiera que su
dueña se había ido definitivamente, echó a correr hacia el campo.
Como Sheela predijo, gané el certamen de pintura y canjeé los dos billetes por dinero en efectivo.
Con el canje el premio perdía cuantía, pero en aquellos momentos no me sentía con fuerzas para
realizarlo. Habían pasado demasiadas cosas, hechos que me habían marcado para siempre.
Después de lo acontecido, Carlos se mostró más cercano que nunca. Tomó unos días de
vacaciones y se dedicó a mí. Contempló mis trabajos de pintura, leyó algunos de mis textos y
ensalzó, como nunca lo había hecho, mi capacidad para escribir y pintar. Incluso llegó a insinuarme
que debía dedicarme a la literatura de manera profesional y que él podía buscarme algún contacto si
yo estaba dispuesta. No sé con exactitud lo que duró aquel falso éxtasis, pero sí recuerdo con
claridad cómo un mañana todo volvió a ser como en los comienzos. Se restablecieron sus viajes y
sus tardías vueltas al anochecer. Regresó el olor a colonia femenina que desprendían sus corbatas de
seda. Volvieron las llamadas telefónicas, las salidas de emergencia a la oficina…
Carlos tenía conciencia absoluta de lo que hacía. Para él aquellos escarceos no eran más que eso,
escarceos sin importancia. Escarceos que siempre negaba. Lo negaba tanto y tan bien, que durante
años le creí. Y el encanto se fue yendo poco a poco. Ya no era la soledad, la necesidad de sentirme
mujer, persona, amante… El verdadero problema fue que llegó un momento en el que ya no quería
ni necesitaba ser nada en su vida. Me había cansado de aguantar, de luchar, de buscar un instante
único entre los dos que me emocionara, que le emocionase. Nos habíamos convertido en dos
desconocidos que compartían casa, cuenta corriente, hijos y cama.
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El barco ha parado. Desde la superficie del agua, un rodaballo imaginario me llama
equivocadamente Ilsebill. El rodaballo suspira y, mirándome de reojo, le hace un guiño escondido a
Omar. Él me mira de soslayo y sonríe. Me sonríe sólo a mí.
Éste es el último día de crucero. Mañana saldremos, para mi desgracia, en avión, hacia El Cairo.
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Anoche sus ojos fueron los míos. La luna iluminaba altiva el horizonte, un horizonte, madre,
demasiado alejado del suyo, demasiado distante y diferente de todos los horizontes que pasaron por
mi vida. Su línea estaba delimitada por la oscuridad de la mirada de Omar, por la dorada piel de sus
manos, mientras el eco de las voces ahuecadas por los megáfonos llegaba perdido desde el gran
Lago Sagrado.
El aire olía... en realidad no olía a nada, ni tan siquiera el viento se dejaba sentir. El rodaballo
caminaba junto a mí, y Günter Grass me insinuaba con extrema exigencia, con despecho, casi en un
insulto, mi torpeza, mi lentitud en el arte de la lectura, en el don de la percepción rápida de las
palabras. Mi ejemplar de El rodaballo siempre me acompaña, inexorablemente, en todos y cada uno
de mis viajes. La historia de este pez al que Günter dio vida en la novela que lleva su nombre ha
hecho que este espécimen se haya convertido en el pez de mi vida, en el entrañable pez de toda mi
existencia. Las pocas páginas que he conseguido leer, hasta el momento, me han hecho no volver a
comer rodaballo nunca más. Anoche, su silueta danzaba entre las sombras del dulce Nilo. Mientras
leía los diálogos intentaba imaginar su voz pausada sin conseguirlo.
Omar sonreía arropado en la lejanía de la popa, y yo procuraba omitir su presencia. Acerqué la
novela tanto a mi cara que a punto estuve de caer por la borda, que estaba más cerca de lo que había
calculado. Entonces, Omar se acercó y nuestras miradas coincidieron peligrosamente.
La sombra del utópico y feo rodaballo volvió a surgir en la superficie del Nilo. Torciendo su boca
aplanada intentó llamar la atención de Omar, pero mis manos cerraron la espléndida novela y el
rodaballo se sumergió, una vez más, en sus páginas:
—¿Es El rodaballo? ¿El de Günter Grass? —preguntó dedicándome una vez más su espléndida
sonrisa.
Asentí con un gesto de la cabeza. Sin despegar los labios. ¡Qué iba a contarle yo de aquel libro
eterno que casi formaba parte de mi anatomía! Y así debería haber permanecido todo el tiempo,
calladita. Pero me moría por hablar con él. Por hacerlo a solas, como estábamos en aquel momento.
Y no se me ocurrió nada más estúpido que hacer lo que nunca había hecho: mentir.
—Es la segunda vez que lo leo —le dije con aire de intelectual.
Entonces el impresentable pez pareció dar un coletazo de enfado dentro de aquellas aguas de
papel y la novela cayó al suelo dejando el tomo abierto justo por la mitad. Él miró el libro, después
me miró a mí, se agachó, lo recogió del suelo y colocó la separata en su lugar. Deslizando la palma
de la mano por la portada dijo:
—¡Qué curioso! La última mitad está como nueva.
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—¿Sííí? —contesté mirando la cubierta como si la novela aún permaneciera allí, intentando
evitar que notase el apuro que su observación me causaba.
Me dedicó una mirada entre condescendiente e irónica y me ofreció un cigarrillo. Guardé
presurosa aquel hermoso acuario de papel en mi bolso, evitando así que el cotilla e impresentable
pescado de alta mar volviese a ponerme en apuros.
—Yo tampoco he acabado de leerlo -dijo burlón-. Hay tanto y tan bueno para leer, que cuando
una lectura no nos llega hay que dar paso a otra —concluyó mientras yo acercaba lentamente el
extremo de mi cigarrillo a su mechero de gasolina.
Omar me gustaba, sí, madre. Muchísimo.
-¡Gracias! –dije.
—¿Whisky? —preguntó ofreciéndome su petaca.
Aquélla fue la primera noche que pasamos juntos. Al amanecer el sol salió como siempre, como
de costumbre. Mientras veía nacer la nueva alborada, dije:
—Mira Omar, ¡allí! ¿Ves? Es Ra.
Todo había cambiado. El sol también.
Entonces, Omar, acariciando mis labios con sus dedos, dijo:
—Debo regresar a mi camarote. En El Cairo finaliza mi trabajo con vuestro grupo. Me gustaría
volver a verte, estar a tu lado mientras permanezcas en mi tierra. Quiero acompañarte a las
pirámides. Quiero esparcir contigo las cenizas de Sheela, le debo el haberte conocido –añadió
abriendo el paraguas rojo y, poniéndolo sobre los dos, ocultando nuestros rostros bajo él, me besó.
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He llamado a Remedios hace apenas dos horas:
-Estaba preocupada. ¿Por qué no me has llamado antes? -dijo sin disimular su angustia y enfado.
-No quería hablar con nadie, al menos en los primeros días –le respondí con voz pausada-. ¿Tú
estás bien?
-Sí… bueno… más o menos –respondió
-Más o menos ¿qué? –inquirí con preocupación.
-Al día siguiente de tu marcha encontraron el coche de Antonio en el embalse –dijo en tono de
sentencia-, el cadáver no ha aparecido. Han rastreado el fondo pero no está. No está. Jimena, el
cuerpo no está.
-Es imposible, imposible. Estaba borracho, completamente ebrio. No creo que se soltara.
-Y si lo hizo. Y si se soltó y está buscándote. Jimena, ¡por Dios! Tal vez Sheela se refería a esto
cuando te dijo que si viajabas a Egipto no debías regresar a España nunca. Si salió con vida del
embalse te estará buscando para matarte. No descansará hasta encontrarte…
Me costó dios y ayuda que abandonase el tema, que cambiase de conversación. Después, cuando
conseguí que se olvidara del asunto, me hizo un informe exhaustivo de todo lo que había sucedido
desde mi marcha. Me relató, casi gimoteando, lo apenada que estaba por Carlos, que vagaba de
nuestra casa a la suya como un fantasma, preguntándole qué había hecho él mal para que me
marchase de aquella forma. Diciendo lo mucho que me echaba en falta, lo mucho que me quería. El
miedo que tenía a que no volviese.
-Jimena, mi Eduardo y yo hemos estado a punto de decirle muchas cosas a Carlos, pero no somos
quién, ¿sabes?… no lo somos.
-Pues no, precisamente tu Eduardo es el menos indicado –le dije, arrepintiéndome en el mismo
momento de decirlo.
-Lo sé, lo sé, pero él, aunque no lo creas, te da la razón. Eduardo dice que has hecho bien en darte
un respiro. Porque es un respiro, ¿verdad?
-No, no lo es. Le voy a pedir el divorcio. Lo nuestro hace años que ya no tiene sentido, ningún
sentido. Cuando regrese me iré al pueblo, con mi madre. Seguiré pintando y quizás mueva las
novelas por alguna editorial o agencia.
-De eso quería hablarte –dijo-. Verás, Mena y yo hemos hecho algo.
-¿Algo? ¿Qué algo?
-Hemos enviado uno de tus textos, en el que cuentas tu vida, a una agencia literaria.
-¿Que habéis hecho qué?
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-Enviar a una agencia literaria la obra que más nos gusta a las dos: En un rincón del alma. Y
quieren representarte. Puedes ponerte en contacto desde allí con ellos. Tu hija les ha comunicado
que estás de viaje por Egipto. Dicen que no hay ningún problema, que pueden esperar a que
regreses.
-Pero, Remedios, ¿cómo habéis hecho eso? La obra está sin terminar.
-Para ti nada está acabado nunca, siempre andas con las correcciones a cuestas. La obra,
terminada o no, es buenísima. Quiero pensar que no vas a desaprovechar la oportunidad, ¿verdad?
-Por el momento lo voy a dejar estar.
-Pero ¿cómo puedes decir eso?
-Ahora lo único que quiero es descansar, no pensar en nada. Tengo dinero para estar aquí dos
meses. El visado también lo arreglé para permanecer en el país el mismo tiempo. Quiero tomar
fotografías para mis óleos. En cuanto a la novela, ya te he dicho que está inacabada. Durante el
viaje estoy escribiendo unas cartas a mi madre que seguramente incluiré en la obra.
-Tú sabrás lo que debes hacer… nadie mejor que tú lo sabe. Nosotras enviamos el texto porque
creímos que te gustaría, pero veo que no te ha hecho gracia. En cuanto a tu hija… deberías llamarla.
Está contigo, apoya todo lo que haces, pero necesita saber que estás bien, ¿no crees?
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Cuando llamé a Mena su voz sonó como un soplo de vida a través del auricular:
-¿Cómo estás? ¿Por qué no me has llamado antes?
-Lo siento, cariño, debí llamarte el mismo día que desembarqué, pero no tenía fuerzas para
hacerlo y menos que me quedaron después de hablar con tu padre.
-Está enfadado conmigo. No me perdona que te guardase el secreto. Ya sabes… es muy tozudo.
Creo que si no vuelves pronto lo matarás. En el fondo no sabe vivir sin ti.
-Pues deberá acostumbrarse. Voy a pedir el divorcio. –Hubo un silencio que me pareció durara
una eternidad-. Mena… ¿sigues ahí? –le dije, preocupada por su falta de respuesta.
-Sí –respondió en un murmullo.
-Hija, ¿qué pasa? Creo que no deberías sorprenderte. Conoces mi situación. Has vivido mi
desventura, mi soledad. Sabes todo lo que he luchado por mi matrimonio. Esto se veía venir desde
hace tiempo. No me puedes pedir que aguante más, no tiene sentido y sería egoísta por tu parte.
-Las personas cambian, mamá –dijo en tono recriminatorio-. Y él está cambiando. Es un buen
hombre, papá es un buen hombre. Nunca nos ha tratado mal y jamás nos ha faltado de nada.
-Sí, Mena, a mí me han faltado muchas cosas, entre ellas respeto y atención emocional.
-Pero ¿por qué no le das una oportunidad? Es la primera vez que te marchas y ahora es cuando él
se ha dado cuenta de lo mucho que te necesita. Te perdonó tu infidelidad –dijo refiriéndose a
Andreas-, ¿eso no cuenta para ti?
-¡Que me perdonó…! -exclamé indignada.
-Sí, mamá, lo supo dos meses después y jamás te dijo nada porque entendió que era culpa suya.
-Lo supo y te lo comenta a ti, mientras que a mí no me dice ni pío. ¡Increíble!, increíble y
vergonzoso. ¿Cuándo te lo ha dicho? –cuestioné violenta.
-Después de tu llamada desde Egipto. Estaba destrozado y creía que te habías marchado con
alguien, que no viajabas sola. Yo le insistí en que no era así, que sólo necesitabas estar un tiempo
alejada de la rutina, pensar. Pero como no te despediste de nadie más que de Remedios, pensó que
el viaje no lo hacías en solitario. En cierto modo es lógico, ¿no crees?
-Pues no, no lo creo. Y si él me ha perdonado una infidelidad no sé cuántas le he perdonado yo…
he perdido la cuenta –dije con rabia.
-Mamá, lo sé, te entiendo y tienes toda la razón, pero creo que deberías meditar. Papá está
destrozado, te doy mi palabra.
-Mena, cariño, ya no hay nada que meditar. No hay nada que perdonar. Quiero a tu padre,
siempre le querré, es algo indudable y que no puedo negar, pero ya no estoy enamorada de él. Y él,
tú misma lo has dicho, me necesita, sólo me necesita. Eso no es querer…
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El llanto de ella me llegó a través del auricular, claro y desgarrador. Jamás soporté oírla llorar,
jamás. Hablamos sobre ello unos minutos más, hasta que conseguí calmarla, hasta que ella
consiguió que le prometiese que al regresar hablaría con su padre, que intentaría que él
comprendiese, porque así, al menos, le evitaría seguir hundido en la desesperación, como ella
aseguraba que estaba Carlos. Sobre Adrián me dijo que no le daba importancia a mi viaje, y menos
a la reacción de su padre. Para él, aquello era una crisis lógica dada la situación que vivíamos
ambos y que él conocía desde hacía tiempo. También hablamos sobre la respuesta de la agencia
literaria y sobre sus próximos exámenes, y me hizo temblar de preocupación cuando me contó sus
desventuras con el joven estudiante de medicina que la tenía el corazón roto. Temblé porque ella,
para los asuntos del amor, era igual que yo: utopía en el sentido más amplio de la palabra.
-Calculo, si todo va bien, que estaré dos meses aquí –le dije entusiasmada-. Quiero hacer
fotografías para varios seriados que se ambientarán en Egipto. Creo que podré colocarlos con
facilidad. También quiero ponerme con la novela que habéis mandado a la agencia. Si la termino y
me gusta el resultado, quizás tome en serio el dedicarme a la literatura. Voy a buscar un
apartamento o una pensión, los hoteles se me escapan de presupuesto.
-Si necesitas dinero se lo pido a papá y te lo envío –dijo.
-Bajo ningún concepto. Cuando vea que no puedo continuar aquí, regreso. Tengo el billete
abierto. En el caso de que suceda algo puedes dejarme recado en el hotel. Cuando tenga la nueva
dirección te la daré.
-¿Puedo darle a papá el teléfono del hotel? –preguntó temerosa.
-No –respondí tajante.
-Tú sabrás lo que haces, pero creo que con papá te equivocas… ¡Ah!, imagino que Remedios te
ha dicho que encontraron el coche de Antonio en el embalse. El muy hijo de su madre debió de
sufrir un accidente y encima tuvo la suerte de salir con vida y escapar…
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Llevo tres semanas en esta ciudad y hasta hoy no he podido retomar la escritura. Al fin conseguí
alquilar un apartamento. Es un ático. La terraza dobla en tamaño a la parte destinada a vivienda. De
no haber sido por Omar, es posible que aún siguiera en el hotel.
Mañana, Omar y yo saldremos en busca de lienzos y óleos. No tenía pensado comenzar los
cuadros aquí. En un principio pensé tomar primero las fotografías y empezar los seriados ya en
España, en el pueblo, junto a usted, madre. Pero Omar me ha sugerido hacer los bocetos con
modelos que dice posarán para mí sin problemas en la misma calle si así lo deseo. Creo que es una
idea fantástica.
Después de terminar el crucero volvimos a reencontrarnos en el hotel y desde entonces no ha
pasado una noche sin que durmamos juntos. Esta relación es extraña; si no fuera por los
sentimientos que ambos mostramos sin control, diría que es un tanto irreal. Apenas sé de él. No me
ha contado nada de su vida. Tampoco le he preguntado. Nos limitamos a estar juntos, a vivir el
momento, el presente inmediato como si ambos lo supiésemos todo del otro. Él escucha fascinado
todo lo que yo le voy relatando.
No sé el tiempo que podré aguantar en esta situación, sin saber más de él, de su vida, de su
pasado. Cuando se marcha por la mañana, cuando no me dice dónde se va, a qué hora va a regresar
o si lo va a hacer, muero un poco. Y siento miedo, el mismo miedo que sentía con Andreas, porque
tengo el presentimiento de que él, tarde o temprano, también me abandonará. Y esta vez, madre, no
sé si podré sobrellevarlo.
Anoche, mientras dormía, dibujé su cuerpo desnudo. Fui trazando uno a uno sus contornos, sus
manos, sus piernas, su espalda… Lo hice llevada por una pasión desmedida, extraña, igual que me
sucedió cuando lo retraté por primera vez; cuando ni siquiera sabía de su existencia, cuando aún no
lo conocía. Al despertarse me sorprendió con la paleta en la mano. Miró el cuadro, se levantó y vino
hacia mí. Me abrazó y besó mis manos, que aún temblaban. Después secó las lágrimas que corrían
por mis mejillas. Mientras sus dedos rozaban mis labios, dijo:
-No voy a dejarte, te doy mi palabra. Has llegado a mi vida como una tormenta de arena y aún
ando un poco desorientado. ¿Lo entiendes? –Asentí sin creerle-. Debes ser paciente conmigo –
concluyó en tono de súplica.
Creo en lo que dice, pero no puedo evitar pensar que por encima de sus sentimientos, de sus
intenciones, hay algo más fuerte que convierte sus palabras en una quimera. Me estremezco cada
vez que le veo salir por la puerta y perderse entre el tumulto, cuando su figura se desvanece entre
los apresurados viandantes, cuando se difumina como si él sólo fuese un fantasma. Sé que tarde o
temprano le perderé.
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—¡Gracias! —le dije cuando se marchaba.
—Me gustas, Jimena. Me haces sentir bien. ¡Cuídate! A las cinco. ¿Hemos quedado a las cinco?
—preguntó.
Asentí con un gesto de la cabeza y le sonreí, mientras se alejaba camino del ascensor. Como
siempre, corrí hacia la terraza para ver su silueta desdibujarse una vez más y, como siempre, como
cada vez que se marcha, no sé por qué, madre, volví a llorar.
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Raquel es mi casera. Una bruja vieja y sabia que se marchó de España intentando recuperar a su
hija. La hija que le robó un esposo despechado. Ante la falta de apoyo de la justicia, lo único que
pudo hacer para estar al lado de su pequeña, para verla una vez a la semana, fue establecerse en
Egipto. Con lo que obtuvo de la venta de su casa en España compró un pequeño apartamento y el
ático que me ha alquilado. Desde hace años se gana la vida con la renta y algún que otro trapicheo;
subsiste medianamente bien. Al establecerse en este país, consiguió ver a su pequeña todas las
semanas, pero ello no le sirvió prácticamente para nada. La niña, por voluntad propia, fue perdiendo
el contacto paulatinamente con Raquel. Tomó la familia del padre como única y también su
religión. Poco a poco, se distanció de su madre y del entorno occidental de ésta.
Cuando la conocí me impresionó su fisonomía, la belleza fría de sus facciones que parecía haber
tomado rasgos orientales, como si éstos le pertenecieran desde siempre. Su físico era tan inusual,
tan ajeno a estereotipos, que le propuse posar para mí. Aceptó con una única exigencia: que el
boceto fuese para ella. Accedí gustosa. Desde entonces, todos los días tenemos una cita ineludible.
Durante nuestros encuentros, Raquel se ha ido acoplando a mi vida como si fuese una pieza
indispensable del engranaje que forma mi existencia, cuadrando perfecta y milimétricamente en su
lugar de ensamblado. Lo último que le relaté fue el asesinato de Sheela. Lo hice después de que
ella, sin saber nada del nefasto suceso, me preguntase qué iba a hacer con las cenizas de mi amiga.
-¿Has pensado donde vas a esparcir sus cenizas? –dijo señalando el saquito rojo que yo tenía
siempre colgado en el palo del caballete.
-¿Cómo puedes saber eso? –le pregunté con expresión de sorpresa.
-Lo he intuido. Lo que no sé es a qué se debe esa sensación de temor que te asalta cada vez que te
llaman de España, y por qué cuando recibes esas llamadas miras la bolsita roja.
Dejé la paleta y el pincel. Cogí la bolsita con las cenizas de Sheela y me senté junto a ella. Le
relaté todo lo que habíamos vivido Remedios y yo junto a Sheela. Lo que ella significaba para
nosotras. Le expliqué como llegamos a formar un trío inseparable: Remedios rubia, Sheela pelirroja
y yo morena, características que, unidas a nuestras actividades esotéricas, nos hicieron dignas
merecedoras del apodo “las brujas de Eastwick”.
-El paraguas rojo del que no te separas es de ella, ¿verdad?- inquirió cogiéndolo-. ¿Sabes que,
contrariamente a lo que muchas personas piensan, es un símbolo de protección muy fuerte?
-Sí. Sheela me lo dijo. Era de su madre. A ella se lo regaló una anciana meiga para que la
protegiese tanto de lo malo como de lo bueno que pudiera sobrevenirle, porque a veces lo bueno
después trae consigo algo nefasto.
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-Así es. La lluvia y el sol pueden ser beneficiosos o perjudiciales. Si tienes un parapeto para
ambos, puedes dosificar los dos fenómenos en su justa medida –respondió sonriendo-. Ésa es la
simbología real del paraguas: la protección. Y el color rojo simboliza la fuerza, la belleza, el éxito y
el amor
No sé cómo, pero lo hizo. Repitió una a una las palabras de Sheela. Quizá fue aquello lo que me
llevó a contarle lo acontecido, que Sheela parecía estar hablando a través de ella diciéndome:
desahógate, ¡hazlo! Por ello, comencé a contarle todo inopinadamente, sin que ella me preguntara
qué había sucedido la noche en que Sheela murió.
-Aquel día, Sheela había quedado en llamarme sobre las doce. Desde que denunció a Antonio y el
juez dictó una orden de alejamiento, ella, todos los días, antes de acostarse, me telefoneaba. Por la
tarde me había comentado que iría a la ciudad para hacer unas compras. Dijo que se retrasaría
porque pensaba cenar con un viejo amigo. Quedó en llamarme a su regreso para confirmar que
estaba bien, pero no lo hizo. Sobre la una de la madrugada telefoneé repetidas veces al herbolario y
a su casa. A las dos volví a insistir y, entonces, el teléfono del herbolario comunicaba. Esperé unos
quince minutos y volví a marcar el número, que seguía comunicando. Eso me alertó.
»Desde que recibió la última y más terrible de las palizas yo tenía un juego de llaves de su casa y
de la tienda. Preocupada por su falta de respuesta y la posible desconexión de la línea telefónica del
herbolario, decidí desplazarme hasta la tienda y comprobar si todo estaba bien. Cuando llegué, la
tienda permanecía cerrada. Entré y enseguida vi el reguero de sangre que salía por el quicio de la
puerta del almacén. Corrí desesperada.
»Al verla tendida sobre el suelo, con la cabeza torcida hacia un lado, inmóvil, cubierta de sangre
y golpes, supe que había muerto, que Antonio la había matado. La escena era dantesca, inhumana.
Llorando, furiosa, desesperada e impotente me dirigí hacia el teléfono para llamar a la policía.
Colgué el auricular para recuperar la conexión y volví a levantarlo temblorosa, lanzando insultos y
maldiciones contra él. Entonces, por la ventana que daba a la parte trasera del local, vi su coche, el
coche de Antonio. Él estaba inclinado sobre el volante. Sin pensarlo, solté el teléfono y desencajada
fui a por él.
»Cuando abrí la puerta del vehículo su cabeza se ladeó ligeramente hacía la derecha. Estaba
inconsciente, presa de un evidente coma etílico. Empujé su hombro y su cuerpo cayó sobre el
asiento contiguo. Volví a la tienda y llamé a Remedios. Le di indicaciones precisas de que fuese a
recogerme en cinco minutos al embalse. Volví al coche y empujé, no sin esfuerzo, a Antonio sobre
el asiento derecho.
»Cuando llegué a la zona de la carretera que lindaba con el embalse, paré el coche y volví a
colocarle en el asiento del piloto. Le así el cinturón al cuerpo y empujé el vehículo lo suficiente
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como para que éste cogiese inercia y se deslizase por la cuesta, mientras furiosa, llena de dolor e
impotencia, fuera de mí, gritaba: te lo dije, hijo de puta, te lo dije, te dije que te mataría.
»Remedios me recogió un kilómetro más arriba. Durante el recorrido le expliqué lo que había
sucedido. Ella lo único que hizo fue llorar, lloró como nunca antes lo había hecho. Y yo sentí
haberla metido en aquella desgraciada historia. Cuando llegamos a la tienda llamamos a la policía.
En nuestra declaración dijimos que, alertadas por la falta de respuesta de Sheela, habíamos acudido
a la tienda y encontrado su cuerpo. No mencionamos a Antonio y jamás volvimos a hablar de lo
sucedido. No lo hicimos hasta mi llamada desde Egipto, cuando ella me comunicó que habían
encontrado su coche en el embalse. El cuerpo aún no ha aparecido.
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Mañana, Omar y yo iremos a la península del Sinaí. Sheela dejará de estar conmigo. Esta
pequeña bolsa de terciopelo rojo vino, donde guardo sus cenizas, se ha convertido en un pedazo de
mi corazón que, como otros muchos, tendré que abandonar. Como lo fue mi querida muñeca de
trapo. ¿Recuerda, madre? Se llamaba Cara de Patata. Yo siempre pensé en ponerle otro nombre,
aquél no me gustaba, pero la descripción, a modo de mote, con la que fue obsequiada por Carlota,
se convirtió en un seudónimo que finalmente quedó instaurado como nombre oficial. Recuerdo
aquellas Navidades y el tono de resignación y pena que tenía la voz de padre:
—Este año los Reyes tendrán que ser sólo para el pequeño, los mayores deberán conformarse.
Hay que sacrificar las cuatro vacas. El veterinario lo ha confirmado, no hay otra solución.
Tendremos que solicitar un préstamo...
Ese día supe que los Reyes Magos eran los padres. Tenía ocho años. Durante las vacaciones
estivales había visto una muñeca de largas trenzas en el escaparate de la tienda del pueblo. Parecía
blandita y supuse que estaba rellena de algodón. Soñaba con achucharla, con aplastarla entre mis
brazos. Cuando la vi pensé que ése sería el único regalo que pediría a los Reyes Magos. Desde
aquel momento conté los días que faltaban para la Navidad. Durante medio año había soñado con
los poderes mágicos de los Magos de Oriente que la harían volar hasta los pies de mi cama. Daba
por hecho que al pedir un solo regalo sin duda lo tendría. Pero cuando escuché la conversación que
padre mantuvo con usted me dirigí al establo y pasé toda la tarde allí, llorando y acariciando a las
pobres vacas que tendrían que morir. Pensé en todo lo que ustedes habían tenido que hacer para
conseguir, año tras año, cumplir nuestras ilusiones. Lloré por ustedes, por las vacas y por mi
muñeca. Por aquella preciosa muñeca que nunca sería feliz con otra mamá que no fuese yo. Era
imposible que ella quisiera a nadie como a mí. Me conocía. Todos los días le dejaba un beso
prendido en el escaparate.
La muñeca fue a parar a casa de Nieves, la hija del practicante, mi inseparable vecina y
compañera de clase. Fue su regalo de Reyes más preciado. Y yo tuve que ver a mi muñeca en los
brazos de la madre de mi amiga, esperando la salida del colegio de Nieves, tarde tras tarde. Al verla,
pensaba en lo triste que debería estar en unos brazos ajenos, en una casa que no era la suya. Sus
ojitos de cristal brillaban con más intensidad, aguantando las lágrimas de pena. Imaginaba que
sentía frío, allí, sin una toquilla de lana, a la intemperie, y me moría de ganas por tenerla, por
acunarla en mis brazos. Nieves también estaba entusiasmada con su regalo de Reyes y no hubo
manera de que me la dejase. A pesar de mis súplicas y de las promesas y los cambios que le sugerí,
nunca me dejó cogerla.
77
Pasé muchas noches preocupada por mi muñeca. Temía que el hermano de Nieves, apodado
“Iván el Terrible”, la descuartizara como hacía con todos los juguetes. Mis temores se hicieron
realidad. Una tarde de febrero oí gritar a la madre de Nieves:
— ¡Te lo dije, te lo tengo dicho, deja los juguetes lejos de las manos de tu hermano! Tú también
debes poner algo de tu parte. No puedo estar todo el día castigándole. No ves que ya no le hace
efecto nada, ni siquiera los cachetes.
Yo miraba desde la ventana temiéndome lo peor.
Doña Eugenia salió a la calle con un montón de trapos y algodón y los metió en una bolsa de
plástico. Rápidamente me encargué de hacer desaparecer la bolsa.
Cara de Patata había perdido los ojos, tenía una mano desgarrada y las hermosas trenzas de lana
negra desprendidas de su cabeza.
—¿Dónde has encontrado eso? —dijo usted.
—En la calle. ¿Me puedes ayudar a arreglarla?
—Hay que ver que manías más tontas tienes, Jimena. ¡A quién habrás salido! No sé qué
pretendes hacer con esos jirones de tela.
—No son jirones de tela. Es una muñeca de trapo muy bonita –respondí estrechándola contra mí.
Pasé la mayor parte del invierno cosiendo a Cara de Patata. Sus hermosos ojos que en un tiempo
fueron dos preciosos círculos de cristal, se convirtieron en botones cada uno de un tamaño y un
color diferente. El izquierdo rojo y el derecho negro. Carlota decía que estaba bizca. Para mí, la
diferencia de tamaño de sus ojos le daba un toque lánguido a su mirada, que me hacía quererla aún
más. Rehice sus trenzas, pero la falta de algunos mechones dejó su nuca un poco calva. Cosí sus
manos. A una de sus piernas le faltaba un pedazo y al ponerla de pie cojeaba un poquito. Pero ¡qué
importaba! Con el tiempo, pensé, aprenderá a andar igual que las demás. Y de no hacerlo la tendría
siempre en brazos, aunque se enmadrase.
Aquella muñeca fue la mejor de las amigas, el mejor de los regalos que me trajeron los Reyes de
Oriente, porque aún hoy sigo pensando que ellos, los magos, tuvieron algo que ver en todo aquello.
Y así, Cara de Patata vivió conmigo alegrías y penas, compañías y soledades. Hasta que un día, mi
niña, Mena, la destrozó. Pensó que estaba bizca y que había que solucionarlo y le arrancó los ojos.
Después decidió que el pelo le quedaría mejor corto y arrancó sus trenzas. Cuando se dio cuenta de
lo que había hecho, intentó hacerla desaparecer por el váter, provocando un atasco espectacular. Del
desaguisado que Mena hizo con Cara de Patata sólo pude salvar sus ojitos bicolor. Ahora serán los
de Sheela. Los dejaré junto a sus cenizas, en la cima del Sinaí.
78
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Hace dos semanas que no escribo, desde que Omar se marchó. Su ausencia se ha convertido en
un espacio de tiempo infinito que comienza a paralizar mi vida, a tergiversar la realidad. Este
ascensor desvencijado me atormenta. Cada vez que sus puertas se abren es como abrir la tapa de
una vieja caja de chirridos que, presos durante siglos, escapan en una loca carrera sin control hasta
atravesar la puerta de mi apartamento, invadiendo mis tímpanos, haciendo que imagine que tras su
apertura aparecerá él. Echo en falta su risa, su oído atento, su forma de mirarme, su despertar a mi
lado… Su ausencia se clava en mí como un diapasón, llegando a ser insoportable.
Llevo dos meses en este país. Dos meses en los que he trabajado sin descanso. En los que he
realizado una veintena de óleos y cincuenta bocetos que formarán parte de una exposición. La mitad
de ellos se han vendido con antelación, lo que me ha permitido aumentar mis ingresos, ampliar el
visado por un mes más y barajar la posibilidad de establecerme definitivamente en El Cairo, algo
que Omar y yo ya habíamos sopesado. Hace dos semanas hablamos sobre ello. Incluso comencé a
meditar cómo y de qué manera le plantearía a Mena mi estancia definitiva aquí. Sobre todo me
preocupaba la reacción de ella, porque Adrián sé que estaría encantado de tener casa en Egipto.
Lo primero que Omar trajo fue su cepillo de dientes, después fue dejando algún pantalón, una
muda y algún libro. Más tarde comenzó a quedarse hasta el mediodía. Me acompañaba por las
calles buscando modelos para mis obras, la última semana incluso la pasó completa en casa. Guisó
para mí y me enseñó a hacer Hadj, el maravilloso arroz egipcio, que tanto me gusta. Conversamos
sobre la posibilidad de que mi estancia en El Cairo se convirtiese en definitiva y él se mostró
encantado, feliz con la idea. Tanto que me atreví a hablarle sobre mis inquietudes, dado el
desconocimiento que tenía sobre él; sobre su vida, su familia, su pasado, sus injustificadas e
imprevistas ausencias… Contrariamente a lo que siempre había supuesto, no puso ninguna objeción
a ello. Me dijo que no me preocupase, que todo llegaría; que tuviera confianza en él, que llegado el
momento me hablaría de todo, que tenía una sorpresa para mí. Aquel día fue el último que le vi.
Desapareció sin dejar rastro, como si nunca hubiera existido. Todo fue tan extraño que si no hubiera
sido porque Raquel le conocía, hubiera pensado que había sido una alucinación.
Después de una semana sin dar señales de vida, yo preocupada porque le hubiese sucedido algo,
haciendo mil conjeturas sobre su desaparición, pensé que tal vez me había precipitado y él, un alma
libre, se había asustado. Incluso sopesé la posibilidad de que tuviera familia, una familia a la que no
abandonaría por mí y, angustiada, le pedí ayuda a Raquel. Necesitaba saber qué había pasado,
dónde estaba Omar, fuese lo que fuese, me encontrase con lo que me encontrase, necesitaba saberlo.
Ella movió todos sus contactos y comenzamos su búsqueda, una investigación que no dio ningún
resultado. Parecía que la tierra se lo hubiera tragado. Así fue hasta ayer.
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38
Raquel subió con él. Los dos me miraban en silencio, quietos y a la espera de mi reacción;
temerosos de ella. Pero mi vista estaba fija en el paraguas rojo que el hombre alto y moreno sostenía
en su mano derecha. De su empuñadura colgaba una tarjeta manuscrita. Reconocí la letra al
instante: era de Omar.
-Sentimos no haber podido entregárselo antes, como debería haber sido, pero las circunstancias
nos obligaron a ello. Esperamos que comprenda que son causas de fuerza mayor. Acepte nuestras
condolencias –dijo el hombre tendiéndome el paraguas rojo.
Llorando, temblorosa, lo cogí y leí el texto de la tarjeta:
«Es para que te proteja del sol de mi tierra, para que lo haga en el jardín de la casa que he
pensado deberíamos alquilar para los dos. Te veo en la noche.»
Grité, grité pidiendo con todas mis fuerzas que me dijeran qué había pasado, dónde estaba Omar.
Raquel me condujo dentro de la casa y el hombre árabe pasó con nosotras.
Pensé que había sido un accidente, un desafortunado accidente lo que le había ocurrido, que
estaba en algún hospital inconsciente, herido, pero no, desgraciadamente, Omar había muerto hacía
una semana. La misma tarde que se fue de casa y extendió sus manos dándome un adiós definitivo.
Aquella tarde en que su imagen no se desdibujó como siempre, lo hizo bajo una extraña lluvia de
diminutas flores amarillas, que sólo vi yo. Una lluvia de flores como la que tapizó las calles de
Macondo el día que José Arcadio Buendía murió en Cien años de soledad.
Tuvieron que darme un tranquilizante y esperar a que reaccionara. Entonces el hombre me dijo
que Omar había muerto durante el ejercicio de su profesión. Pertenecía al Shabak, el Servicio de
Inteligencia y Seguridad General Interior de Israel. Su lema es: “Defensor y protector invisible.” No
me facilitaron detalles de lo acontecido, sólo se me hizo saber que se tenía conocimiento de mi
existencia y que los planes de futuro que él tenía eran junto a mí. Aquel día, cuando lo asesinaron,
se dirigía a formalizar el contrato de arrendamiento de la casa que quería compartir conmigo.
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Todo empieza donde y como acabó. En Egipto, en El Cairo, y sola. Mi desgastada Raquel anda
perdida entre el ascensor y mi casa. Dice que nunca podrá acostumbrarse a mi ausencia. Creo que
yo tampoco podré acostumbrarme a vivir sólo con su recuerdo sin morir un poco; sin que mis
deseos me hagan volar con el pensamiento hasta su lado, sin el perfume de sándalo que su túnica
negra deja prendido por donde pasa, sin la luz que el brillo de sus zapatillas le da a mis pupilas
cansadas de ver tantas cosas llenas de oscuridad. Sé que la ausencia de su voz suave, pausada,
dejará mis oídos enfermos por el abandono, porque su voz es como su mirada, como sus huesudas
manos de bruja buena, el antídoto perfecto para no dejarte llevar por la sinrazón. Raquel es una
reliquia llena de la exquisitez de la vida, de la paciencia, la constancia y el amor. Mi Raquel no es
vieja ni es mayor, mi Raquel está desgastada por dentro y por fuera, en el alma y el corazón: como
lo estoy yo.
A estas alturas de la narración ya habrá supuesto que regreso a España. He meditado mi vuelta
largo y tendido, recostando mi cabeza sobre el regazo de Raquel, que ha escuchado mi llanto noche
tras noche, que, paciente, ha contemplado como mis dedos se deslizaban una y otra vez sobre el
último óleo que le hice a Omar. Sobre sus ojos, sus labios, sus manos… Sin él, mi estancia en este
país no tiene sentido.
Dentro de unas horas Raquel y yo iremos al gran bazar de Khan El Kalili, quiero comprar regalos
para todos, pero hasta eso, el ir al gran bazar y regatear sin Omar, me va a doler. Desde hace días
todo lo que hago sin él me lastima. Aquí, en El Cairo, donde su recuerdo me persigue, donde intento
buscar sus ojos, oír su voz, ver su sombra en cada esquina, en cada hombre, me es más difícil. A
cada instante que pasa lo añoro más y, cuando lo hago, me parece escuchar su voz:
-Nada muere, todo se trasforma –decía refiriéndose a Sheela-. Ella estará siempre a tu lado.
¡Siéntela! Sólo tienes que sentirla…
Y la siento, la siento a ella y, sobre todo, a él, a Omar. Pero me duele tanto hacerlo, tanto...
Antes de ir al gran bazar pasaré por una empresa de mensajería y le enviaré todas estas páginas
que he ido escribiendo para usted. Espero que lleguen antes que yo porque me gustaría que nos
encontrásemos sabiendo que, al fin, tiene pleno conocimiento de quién es su segunda hija. Aquella
joven delgada, casi escuálida que un día se marchó de su hogar, que dejó a sus hijos y su marido,
buscando hacer realidad un sueño, un sueño de cuento que estuvo a punto de cumplir pero que el
destino, el ineludible destino, le arrebató.
Anoche, mientras embalaba los utensilios de pintura, volví a ver a padre. Estaba sentado en el
alféizar de la ventana y me sonreía. Su expresión era más cálida que de costumbre y su visión más
cercana, como si estuviésemos en el mismo plano vital. Incluso pude percibir el aroma de su
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colonia. Dejé la caja que estaba montando y me dirigí hacia él, pero, como siempre, su imagen
desapareció. En su lugar estaba el paraguas rojo de Sheela. Lo cogí y entonces oí su voz, la voz de
Sheela diciendo:
«Recuerda, no vuelvas, suceda lo que suceda, nunca debes volver.»
Junto al texto, le envío el paraguas rojo de Sheela. Es para Mena. Sé que ella irá a casa de Carlota
esta semana, como hace todos los veranos, y quiero que usted se lo dé. Dígale que a mí ya no me
hace falta porque, para protegerme, tengo el de Omar.
En el salón suena Alberto Cortez, las últimas estrofas de su canción En un rincón del alma hoy
más que nunca me lastiman:
Con las cosas más bellas,
guardaré tu recuerdo
que el tiempo no logró.
Sacarlo de mi alma,
lo guardaré hasta el día,
en que me vaya yo.
El lienzo de Omar permanece entre mis manos. Me cuesta embalarlo, dejar de verle. Llueve.
Fuera está lloviendo y, a mi lado, para protegerme, ya no está él.
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Epílogo
La tormenta había descargado con fuerza. Llovió durante horas. Cuando Mena terminó de leer el
último folio, llorosa, miró hacia la ventana y comprobó que sobre el alféizar aún permanecían
algunos trozos del granizo caído hacía unos instantes. Abrió la ventana y los cogió. Cerró las manos
y las llevó hacia el pecho.
Remedios se acercó a la joven y, limpiando sus lágrimas, dijo:
-Deberías arreglarte un poco. Tu padre, Adrián y tus tíos nos esperan, tenemos que irnos.
-¿Te das cuenta, Remedios?
-¿De qué, cariño?
-Si no hubiera regresado ahora, seguiría viva, con nosotros. No habría muerto. Si se hubiese
quedado en Egipto, esto no estaría sucediendo. ¿Por qué volvió?, dime, ¿por qué tuvo que volver?
-Porque debía hacerlo. A veces el destino no puede cambiarse. Incluso, intuyéndolo, corremos el
riesgo de interpretarlo mal. Creo que eso fue lo que sucedió.
-Sí, pero Sheela se lo advirtió. Se lo dijo.
-Has leído sus cartas. En ellas deja claro que interpretamos mal la predicción de Sheela.
Pensamos que se refería a la venganza de Antonio. Jamás se nos pasó por la cabeza que pudiera
sufrir un accidente aéreo. Ella tampoco sabía que tu abuela no llegaría a leer el manuscrito. La vida
es esto, pequeña –dijo abrazándola con fuerza-. Debes ser fuerte.
»Raquel está esperando hace horas para hablar contigo. Ha hecho un largo viaje. Deberías hablar
con ella antes del funeral. Creo que a tu madre le hubiera gustado que lo hicieses.
Cuando Raquel entró en la habitación, Mena seguía sumida en su dolor. El granizo que había
cogido se derretía entre sus manos y mojaba su pecho, pero ella no se movía. Permanecía con la
vista perdida en la ventana. La anciana se dirigió hacia la joven en silencio. Cuando estuvo a su lado
le tocó un hombro con suma delicadeza y dijo:
-No sabes cuánto lo siento. Su muerte también ha desgarrado mi alma. He traído esto. –Y le
entregó a Mena un paraguas rojo-. Lo olvidó en el apartamento. Es el que le regaló Omar. Junto al
paraguas también olvidó este libro. El rodaballo.
Mena cogió el libro y sonrió. Lo apretó contra su pecho y dijo:
-Era tozuda, tozuda como ella sola. Siempre andaba con este libro a cuestas empeñada en
terminar de leerlo, y, mira, el marca páginas sigue en el mismo lugar –concluyó rompiendo a
llorar…
Cuando el coche, camino del cementerio, atravesó la urbanización y el pueblo, a su paso, poco a
poco, las aceras fueron tiñéndose de rojo. Sobre ellas, docenas de paraguas se abrían uno tras otro.
Bajo ellos estaban todas y cada una de las mujeres a las que Sheela, Remedios y Jimena habían
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consolado con su magia. Con las que habían compartido penas y soledad tras las rojas cortinas del
herbolario, en el más absoluto anonimato. Un anonimato que ellas mismas, aquel día, decidieron no
guardar porque, igual que lo fueron Jimena y Sheela, también eran mujeres de agua que necesitaban
un paraguas rojo para protegerse, para no desaparecer bajo la lluvia al darle la mano a la soledad.
FIN
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SEGUNDA PARTE
Traducción al italiano. In un angolo
dell'anima
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In un angolo dell'anima
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Mentre lui tendeva le braccia cercando ad ogni luna di sfiorare il cielo, a me le stelle fugaci avevano
smesso di concedere desideri.
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A mio suocero, ovunque egli sia. So che mi avrebbe dato un ombrello rosso per proteggermi, per
proteggerci.
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Alle anime alate delle rose,
al rifiorir del mandorlo, ti rivoglio,
poiché di molte cose dobbiamo parlare,
compagno dell’anima, compagno.
Elegia di Ramón Sijé
Miguel Hernández (Orihuela, 1910 - Alicante, 1942)
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PROLOGO
Felipa, nonostante la sua età, aveva una bellezza serena, anche se il suo carattere, sfuggente e
sradicato, conferiva al suo viso un tocco di freddezza marmorea. Magra, quasi scheletrica, quella
mattina camminava a fatica lungo le mattonelle umide, antiche e frastagliate che conducevano alla
stalla. Camminava in silenzio, a testa bassa e zoppicante, assorta nel senso delle parole che, con
grande sforzo oculare, era riuscita a leggere. Ogni tanto si fermava e, prendendo lo scapolare che
portava al collo, sussurrava una specie di preghiera.
I suoi capelli grigi si mescolavano nell'aria, nella freddezza dell'alba. La brocca di ottone
sembrava voler scappare dal tremore della sua vecchia mano. Si era mantenuta in buono stato grazie
a quell'anziana alla quale la vita sfuggiva. Per questo, quella brocca in cui era stato messo il latte
appena munto dalla miglior mucca della stalla da anni, quella mattina sembrava rifiutarsi di aiutarla.
Era come se fosse pervasa dal raziocinio. Come se avesse la certezza che quella aurora sarebbe stata
l'ultima in cui il sole avrebbe fatto brillare il suo corpo di metallo.
Felipa guardò il campo coperto di rugiada e sospirò. Con il capo chino tolse la spranga ed
entrò nella stalla. L'odore di fieno e l'erba medica attenuavano la puzza di escrementi. Il bestiame,
ora composto da cinque animali, non assomigliava per niente alla mandria di bovini che, tempo
addietro, aveva costituito la fonte di reddito della sua numerosa famiglia.
- Come ho potuto permettere che accadesse! -mormorò, mentre si sedeva sul vecchio sgabello
per mungere una delle bestie-. Come ho potuto essere così cieca! Chiamerò Carlota per farmi
leggere il resto del manoscritto. Quando Jimena rientrerà parleremo. Sì, parleremo senza sprecare
altro tempo. Non posso morire senza chiederle perdono. Non posso farlo…"
La brocca cadde a terra e il latte appena munto cosparse il pavimento ricoperto di paglia.
Felipa svenne, accasciandosi a terra con aria moribonda.
I tizzoni del braciere riscaldavano dolcemente la fodera della 1mesa camilla. La lente di
ingrandimento stava lì sulla tela cerata. Dentro un pacco c'erano un centinaio di fogli e un ombrello
rosso. La ricevuta della spedizione non mostrava i dati completi del mittente. C'era solo il nome e la
città di provenienza: "Jimena Alcántara, Il Cairo".
1
Tavolo di legno normalmente rotondo coperto con una fodera. Nella parte inferiore ha un rialzo in legno con un buco
al centro dove si posiziona il braciere. La mesa camilla era molto diffusa prima del'avvento del riscaldamento centrale.
La famiglia vi si riuniva attorno, mettendo le gambe sotto la fodera per mantenerle calde. [N.d.T].
90
1
Madre, sono Jimena. So che mi ricorda appena. Per Lei sono sempre stata un'ombra verbosa a
cui non ha mai fatto caso. In casa eravamo in tanti e non aveva mai tempo. Lo capisco, capisco la
sua mancanza di tempo, però non ho mai capito l'ingiustizia con la quale lo ha ripartito.
"Parli sempre a vanvera. Se non cerchi di cambiare il tuo modo di essere, avrai tanti
problemi", diceva sempre come unica e invariata risposta ai miei tentativi di conversazione.
Non si sbagliava. Ho avuto problemi, infiniti problemi, però non dovuti al fatto che parlassi
tanto. Ce li ho avuti perché nessuno, a cominciare da Lei, ha mai avuto tempo per ascoltarmi.
La mia vita è sempre stata una lotta per avere la sua attenzione, il suo beneplacito. Adesso, il
passare degli anni mi ha reso capace di vedere la realtà e poter accettarla senza che ciò vada oltre
una presa di coscienza, senza che la solitudine che sento mi obblighi a versare una sola lacrima. A
differenza del passato, oggi non ho bisogno che qualcuno mi ascolti. Ho imparato a dialogare con
me stessa. Questo cambiamento radicale, in parte, lo devo a Lei. Eppure, nonostante tutto, ho
bisogno di farle sapere chi è la sua seconda figlia, quella ragazza magra, quasi scheletrica, che un
giorno ha lasciato la sua città per tentare di coronare un sogno, un sogno da favola che non si è
ancora realizzato. Lei me lo deve, mi deve questo tempo che non mi ha mai dedicato, queste
conversazioni che non abbiamo mai avuto... Però so che l'unico modo che ho per raggiungere
questo mio obiettivo, per far sì che mi ascolti, è attraverso queste pagine.
L'autobus dal quale le scrivo è diretto all'aeroporto. Vado in Egitto.
91
2
Tutti pensavamo che sarebbe stato eterno, che in casa nostra non sarebbero mai mancate le
risate, le urla, le corse, le mega mangiate. Soprattutto ne era convinta Lei, che ci assicurava
avremmo riempito la tenuta di nipoti, che non sarebbe mai rimasta sola. Però, poco a poco, tutti,
tranne Carlota, che è rimasta in città, ce ne siamo andati. Se n'è andato anche mio padre, se n'è
andato prima che arrivasse la sua ora. Quanto gli ho voluto bene! Lo adoravo. Ho ancora nostalgia
delle sue chiacchierate vicino al caminetto, del suono malinconico e pacato della sua voce, profonda
come il suo sguardo. Mi manca il fumo della sua pipa che, prima di dissolversi, scarabocchiava
disegni nell'aria, mi manca il suo odore e la ruvidezza del palmo delle sue mani vissute, che tante
volte hanno accarezzato la mia testa.
"Senza laurea sei un signore. Con la laurea sei il signor Don", diceva sempre per
incoraggiarci, per non farci abbandonare gli studi. Per lui, eravamo tutti capaci, tutti tranne Carlota,
che non ha mai voluto saperne. Immagino sarà proprio lei, mia sorella, a leggerle queste pagine. Le
è sempre piaciuto leggere a voce alta. Sin da piccola, se mai lo è stata, perché io la ricordo da
sempre grande, era certa che sarebbe stata una madre e una moglie. Che avrebbe trascorso i suoi
giorni senza particolari slanci, ma felice, terribilmente felice, in questo piccolo orizzonte con le
faccende di tutti i giorni, rapita dalle faccende quotidiane che non vanno oltre le necessità degli altri
e che, per lei, erano e continuano ad essere il pane e il sale della sua vita. La ammiro per questo. La
ammiro per aver ottenuto quello che voleva, perché ha sempre saputo cosa voleva. Forse consiste
proprio in questo il mistero della sopravvivenza, nel credere di essere felici, nel non distinguere
l'allegria dalla felicità.
L'autobus si avvicina al capolinea. Sta piovendo. Quando il mio aereo decollerà sarà trascorso
il tempo necessario perché Carlos cominci a preoccuparsi e a chiedersi dove mi sono cacciata, qual
è il motivo trascendentale che mi ha portato ad assentarmi dal campo di battaglia, perché non sono
lì come di consuetudine, stoica nel posto di sempre.
Adrián non si accorgerà della mia assenza prima dell'ora di pranzo. Sarà sommerso dai mille
appunti che deve imparare, quasi a memoria, per superare il concorso che gli conferirà il titolo di
notaio, un lavoro arduo che gli ha fatto perdere tre lunghi anni di tentativi frustranti. Adrián è
uguale a suo padre, robusto, virile e testardo fino a sfociare nella demenza. Estraneo a tutto ciò che
non sia sua preoccupazione.
La mia piccola Mena sarà in bagno. Sta sempre in bagno! Lei è il riflesso di ciò che ho
sempre desiderato essere: inalterabile dinnanzi alle esigenze altrui. Mia figlia non si chiederà dove
sono. Se vorrà sapere qualcosa di me andrà direttamente alle piramidi. Si perderà in questo mare di
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sabbia ricco di storia e mi cercherà dietro l'ombra invisibile che riflette la figura di Hatshepsut, la
signora del Nilo.
A questo punto, madre, avrà già capito che sono in viaggio da sola, che nessuno di loro, né
Mena, né Adrián, né tantomeno Carlos, sa niente del mio viaggio. Si sarà resa conto che sono
andata via senza avvisare, che ho lasciato i miei figli e mio marito. A questo punto starà tirando
fuori il fazzoletto dalla manica per asciugare le lacrime che le mie parole staranno provocando.
Sono certa che si starà avvicinando al comò alla ricerca del ritratto di mio padre, lamentosa e
zoppicante. La immagino mentre, con la manica della camicia nera, pulisce il vetro che protegge la
sua foto dopo il consueto bacio, stirando il centrino di uncinetto bianco sul quale riposa. Dopo
qualche istante di riflessione tra sé e sé, so che ritornerà a sistemarlo con una scrupolosità quasi
ossessiva, e si allontanerà, col capo chino e singhiozzante, scuotendo la testa.
L'autobus è arrivato. Non posso più scrivere. Però solo per un momento. Solo quando il
rumore dei motori mi metterà lo stomaco sottosopra e le ruote si nasconderanno nel ventre del
Boeing 747, solo allora, per calmare la paura ancestrale, oceanica e profonda che sento in volo, farò
l'unica cosa che è sempre riuscita a calmare le mie ansie, la mia insicurezza e i miei dolori: parlare.
Parlerò di nuovo con Lei attraverso la carta.
Attenzione! Voli internazionali in partenza. Mi creda madre, vorrei tanto fosse qui.
93
3
Sono le due di notte e ancora non sono riuscita a dormire. La paura mi attanaglia. Non è una
paura qualunque. È quella che genera l'insicurezza. Mi sento persa. Niente è come pensavo. Da
quando sono arrivata al Cairo e ho varcato la porta dell'aeroporto per prendere il taxi ho avvertito
una sensazione strana, non sapevo cosa ci facessi qui.
Ho sempre immaginato Il Cairo come un piccolo borgo pieno di case di mattone crudo, in
mezzo al deserto pieno di nomadi e tuareg, vestiti di bianco e indaco, che sorridono con aria
arrogante sui loro enormi e altruisti cammelli. Erano tutti di carnagione scura, con dei fantastici
occhi neri e delle folte sopracciglia. Le strade, un immenso suq dove tutti gli spazi erano invasi da
centinaia di bancarelle che vendevano anfore, mummie e tesori archeologici a dieci pesetas. Niente
di più distante dalla realtà. Il Cairo è una città grande, illuminata dall'energia della grande diga di
Assuan. Piena di autostrade e di turisti ingenui come me. Il Cairo è bella, cosmopolita, poliglotta e
abbastanza grande per le mie conoscenze. Infatti non mi pento, mi sento solo insicura. Tutto ciò che
mi piace ha sempre generato in me insicurezza e paura. O forse paura e insicurezza?
Durante il volo, in molti momenti ho sentito la mancanza dell'ombrello rosso di Sheela, la mia
amica del cuore. Non ho potuto portarlo a bordo, le misure di sicurezza mi hanno obbligato a
imbarcarlo con il resto del bagaglio. Da quando me l'ha regalato l'ho sempre portato con me, mi ha
fatto da appoggio e da riparo, proteggendomi dai malauguri, così come lei disse che avrebbe fatto.
Prima di imbarcarlo ho accarezzato l'impugnatura di legno e, mentre lo facevo, ho ricordato le sue
parole, le parole premonitrici di una delle streghe di Eastwick. Lei aveva presagito il mio viaggio in
Egitto, aveva anticipato la mia fuga:
"L'Egitto è parte del tuo destino… ma se vuoi puoi evitarlo, perché la vita, il futuro, è un incrocio di
cammini e c'è sempre più di una scelta. Se decidi di andare nella città del Nilo, non dovrai più
ritornare in Spagna, per nessuna ragione al mondo. Non dimenticarlo…".
Forse se mi avesse detto il motivo per cui non sarei potuta ritornare avrei scelto un altro
destino, non sarei qui. Però non l'ha fatto, si rifiutava sempre di parlare di questo. Da quel giorno
non mi ha più voluto leggere le rune.
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4
Sono in hotel da tre ore. In questo lasso di tempo ho alzato la cornetta e riattaccato varie volte,
finché, finalmente, tenendo con forza l'ombrello rosso per l'impugnatura ho composto il numero di
casa. Ha risposto Carlos. Dopo aver ascoltato in assoluto silenzio le mie spiegazioni, ha risposto con
una frase da cui trapelava una minaccia:
- Spero tu sappia quello che hai fatto.
Non mi ha dato il tempo di rispondere: quando stavo per articolare un sì, ha messo giù.
Non so perché ho preso questa decisione solo ieri, quando ho deciso di abbandonare tutto in
questo modo, senza un preavviso, una lamentela o un silenzio di più durante le colazioni veloci, i
pranzi domenicali o le cene senza candele, vino e rose. Senza una lacrima premonitrice o
accusatoria. Senza le omissioni raziocinanti dei miei doveri quotidiani e umani. Senza quella
richiesta di aiuto che solitamente precede una crisi emotiva. L'ho fatto in silenzio, senza far sentire i
miei passi, senza che il mio volto esprimesse disappunto o malessere dinnanzi a quella quotidianità
in cui mi sentivo un oggetto. Forse erano state le sue ultime e insipide carezze a scatenare tutto ciò,
dove sembravo non avere un volto, potevo essere una qualunque tra le sue mani, perché loro non mi
riconoscevano più sotto le lenzuola, ero diventata una delle tante, quella di sempre. E il peggio non
era che lo percepissi in quel modo, il peggio era che anche lui, Carlos, lo sapeva, ma sembrava non
importargli minimamente.
Contemplavo il riflesso del mio corpo nudo negli specchi della camera da letto, mentre la
pioggia colpiva la finestra con rabbia e le gocce scivolavano come le mie lacrime mute, senza forza,
incontrollate. Mentre lui, Carlos, nudo davanti lo specchio del bagno, pletorico di estasi carnale,
sollevava il mento e mi chiedeva, a voce alta, se la caldaia fosse accesa perché doveva farsi una
doccia.
Quella notte abbiamo bevuto, ho bevuto, troppo vino. L'alcol era diventato padrone assoluto
della mia coscienza. Pian piano notavo che il mio polso stava rallentando. La musica suonava
lontano, assente. L'ho guardato sapendo che quel giorno sarei stata una tra le tante, che sarei passata
come erano passate le altre, senza un senso. Eppure, nonostante tutto quello che era successo tra di
noi, nonostante la solitudine, continuavo a desiderare le sue mani sul mio corpo, il calore delle sue
dita sulla mia pelle. Desideravo che il suo sguardo profondo percorresse lentamente la commessura
delle mie labbra, la protuberanza dei miei fianchi, i miei seni bianco latte. E di nuovo, di nuovo l’ho
lasciato fare. Riuscivo a controllare i miei spasimi di piacere, perché i suoi desideri si
sovrapponevano sempre ai miei. Ad ogni nostro incontro carnale mi contenevo, frenavo i miei
bisogni, i miei spasimi, finché lui si consumava, finché le sue palpebre si chiudevano. Sentivo, sì,
io, nonostante gli anni trascorsi, l'apatia, l'ingiustizia che avvolgeva la nostra routine quotidiana,
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continuavo a sentire, ma lo facevo attraverso lui. Per questo, per questo vuoto di sentimenti e
piacere proprio, che non mi manca affatto, Carlos, il mio Carlos, il Carlos che avevo creato e
conservato, è scomparso. All'improvviso la sua vita e la mia non facevano più parte di quei film
assurdi con i quali qualcuno ha riempito le ore vuote della mia infanzia. Di quella farsa che aveva
plasmato il mio modo di vedere la vita e di affrontarla. Quei film in cui alla fine le principesse
rimanevano incinte dopo il bacio casto, quasi platonico del principe, in cui i piatti del banchetto
nuziale erano colmi di cibi squisiti, che non costavano nulla, e in cui i capelli lunghi delle fanciulle
non avevano bisogno di bigodini per arricciarsi. In quel preciso istante, improvvisamente, mi sono
sentita parte di una bugia, di un'enorme bugia. Carlos non era il principe delle favole e io non ero
come quelle fanciulle dagli occhi azzurri e dai seni sodi, bionde come la birra.
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5
Nonostante ciò gli ho voluto bene, sì madre, gli ho voluto bene in modo demenziale e, in
qualche modo, credo di continuare a volergliene. Durante i primi anni di convivenza il suo essere
costantemente eccitato mi faceva sentire desiderata, e questo, allora, era molto importante per me,
faceva parte dell'essere donna. L'ho imparato quando ero ancora una ragazza, in quei giorni in cui
erano gli altri a decidere per me. Però quell'epoca non aveva niente a che vedere con me e per
questo il mio desiderio di sfiorare la perfezione, di far sì che tutti, e in primo luogo Carlos, si
sentissero felici con me accanto, pian piano svaniva.
Mentre entrava in doccia, ignaro dei miei pensieri e della mia nudità emozionale, mi sono
vista agghindata con quel vestito verde bottiglia, tipo Principessa Sissi, a lavare i piatti sporchi.
Frastornata in una casa piena di mobili stupidi e traditori, che si riempivano di polvere non appena li
perdevo di vista. A riempire il carrello del supermercato con i prodotti più economici e di gran
lunga migliori di quelle offerte ingannevoli pubblicizzate sulle insegne fosforescenti, che reputavo
davvero orribili. Allora ho capito che quella veste era scomoda per le mie faccende quotidiane, che i
seni lottavano per disfarsi del corpetto simile ad una camicia di forza. Sono riuscita a vedere i
collier scarlatti, il loro luccichio, per ciò che realmente erano sempre stati, bigiotteria fina. Ho
sentito la necessità imperiosa di essere la protagonista, la prima attrice di un film basato sulla realtà.
Ho chiuso la pagina finale della mia storia inventata, una storia che era durata troppi anni, tanto che
il principe era quasi un nonno, e ho scritto il finale della favola: "La principessa lascia il castello,
marcondirondirondello".
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6
Dopo un'orribile notte di insonnia in cui i ricordi della nostra vita insieme riaffioravano uno
ad uno, all'alba ho tirato giù le valigie dal soppalco e ho cominciato a riempirle di roba. Mi sono
messa i vecchi jeans e le scarpe da ginnastica tanto odiate da Carlos. Lui dormiva profondamente,
come sempre, nemmeno un terremoto di magnitudo 7.7 della scala Richter sarebbe riuscito a
svegliarlo. Non ho detto niente, non mi sono nemmeno avvicinata alle camere di Mena e Adrián.
Erano abituati ai miei passi mattutini solitari e anche se mi avessero sentito avrebbero continuato a
dormire indisturbati. Ho attraversato il corridoio come un fantasma e sono uscita in strada. Pioveva,
piove sempre nella mia vita, l’acqua è sempre presente nei giorni importanti della mia vita.
Il vecchio Mercedes del vicino era parcheggiato come sempre di fronte a casa mia. I suoi fari
rotondi mi fissavano come fossero gli occhi di un nonno che disapprovano la mia fuga. Il paraurti
sembrava biasimare la mia partenza. Ho perfino immaginato che dicesse: "Fuggi codarda! Sei
sempre scappata come una codarda". Ho chinato il capo e ho smesso di guardarlo perché in qualche
modo mi sentivo davvero codarda. Ho fatto due passi, ho preso un po’ d'aria e ho guardato per
l'ultima volta casa. In seguito, dopo qualche istante di meditazione, ho asciugato le lacrime che
scivolavano sulle mie guance, ho aperto l'ombrello di Sheela, mi ci sono messa sotto e ho sorriso.
Ho sorriso con aria di sfida al Mercedes e a quel villano del mio vicino che, come tutti i sabati, mi
contemplava senza decoro dalla sua platea, il suo androne, assorto, nel suo pigiama a quadri, mentre
con la mano sinistra teneva un caffè fumante e con la destra sfogliava le pagine del giornale senza
mai leggerlo. O forse sì, forse lo leggeva, anche se sono sicura non fosse in grado di capire
nemmeno un paragrafo. Schivando il suo sguardo, fisso sul trolley e sulla valigetta rossa che avevo
lasciato sul marciapiede, mi sono avvicinata al cancello di Remedios, la mia 'vicina' Remedios…
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7
Remedios era, e continua ad essere, una donna leziosa. Leziosa e un po’ ignorante, anche se
eccezionale. È silicone puro e crocchette di una besciamella insuperabile. Un'enciclopedia culinaria
errante in cui, aiutata dall'arte della seduzione, un dono che il destino le ha voluto fare, è riuscita a
riepilogare centinaia di trucchi inaccessibili alle nuore. Le nuore che, come me, sono incapaci di
ottenere la formula magica di quel piatto speciale con cui portarsi a letto il principe azzurro. Eppure
lei, Remedios, deve solo sistemarsi il grembiule, fare un sorriso alla suocera, sua o altrui, perché le
riveli, come se le avessero iniettato del pentothal, uno per uno gli arcani del piatto in questione,
conservati per generazioni nella più assoluta segretezza. Lo fa senza sforzi, senza vantarsene, come
a chi non fa né caldo né freddo, mentre tu osservi la scena stupefatta. Mentre dedichi uno sguardo di
indignazione alla tua santa suocera e al suo figlio devoto.
Remedios è il prototipo perfetto di donna, la donna che la maggior parte degli uomini
vorrebbe avere al proprio fianco. Allegra, imperturbabile, efficiente e accondiscendente. Bionda
fino al midollo. Senza un filo di ricrescita che mostrasse il bruno genetico che sfoggiano i suoi figli.
Passa ore e ore in cucina, però i suoi vestiti non hanno mai l'odore di tutti gli spezzatini
proposti nei suoi menù quotidiani. Profuma sempre di violette, violette del Teide. Per le sue sane
ricette si aiuta con un grande libro dietetico, redatto di proprio pugno, che appende con uno spago a
lato del telefono della cucina e che, dalla grandezza e disposizione, ricorda tanto gli elenchi
telefonici americani che pendono dalle cabine pubbliche.
La sua pasticceria è speciale, magica e medicinale. Ricca di colori che lei considera curativi e
che suscitano effetti surrealisti. Ha sempre un dolce per ogni occasione, per ogni stato d'animo, con
il quale ottiene sempre il suo obiettivo: niente è tanto importante a tal punto da farci piangere. In
ognuna delle degustazioni con cui ci ossequiava, finivamo sempre per ridere, per ridere a
crepapelle. Sheela diceva che l'ingrediente segreto dei dolci di Remedios era sicuramente la formula
magica che recitava mentre mischiava gli ingredienti, simile a quella della 2Queimada, anche se
diversa nel contenuto e nella melodia. Un contenuto del tutto inintelligibile e impronunciabile,
eccetto per lei. Remedios, come unica risposta alle nostre domande e ipotesi sulla sua formula
magica, rideva. Non si è mai decisa a darci un solo dettaglio che ci permettesse di conoscere la sua
simbologia, il suo scopo, le sue origini o, semplicemente, che ci autorizzasse a metterlo in pratica.
Continua ad essere ancora così.
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Bevanda alcolica tipica della tradizione gallega, che serve a scacciare streghe e maledizioni varie e a purificare lo
spirito. Durante la sua preparazione si recita una specie di incantesimo. [N.d.T].
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All'inizio non sopportavo Remedios, il suo essere così perfetta e il suo eccessivo controllo del
quotidiano mi destabilizzavano, perché all'interno di questo feudo che lei governava senza sforzi, io
sembravo una cantante di flamenco caduta dal cielo nel bel mezzo di una rappresentazione di
un'opera di Giacomo Puccini.
Quando l'ho conosciuta non mi è piaciuta, non mi è piaciuta affatto. Era così perfetta, così
irreale, che nemmeno gridava. Sembrava essere riuscita ad essere una di quelle donne delle serie
americane: dolce, educata, silenziosa; di plastica. Questo controllo, questa supremazia, mi
destabilizzavano. Alterava i miei bioritmi. Avevo passato metà della mia vita cercando di diventare
così, in quel modo. Avevo desiderato controllarmi, prima e durante l'evolversi di ogni mio conflitto
coniugale, generazionale e perfino professionale. Non dare un tono eccessivamente alto alle mie
parole e, cosa più importante, generare tranquillità attorno a me. In una parola, dominare. Avere
tutto sotto controllo. Non ci sono mai riuscita!
Nonostante, e malgrado il suo silicone, che francamente devo riconoscere era ben distribuito,
il suo controllo e la sua eccellenza quotidiana, Remedios era umana, era così imperfetta e così latina
come lo siamo tutti. Il giorno di quell'estate in cui il suo amato Jorgito, educato secondo il miglior
stile inglese, le ha detto "Vaffanculo mamma!", Remedios non si è alterata. Ha lasciato cadere il suo
pareo a terra facendo finta di niente. Ha teso le zampe infuocate verso il bambino e lo ha trascinato
verso di sé, piano, senza fretta. Tutta la piscina osservava con ansia la sua reazione. Erano
desiderosi di vederla finalmente perdere le staffe, giusto per animare le colazioni e i dopocena di
quella noiosa estate. Però solo io sono stata fortunata. La mia posizione strategica accanto a lei mi
ha permesso di non perdermi nemmeno una delle sue parole. Remedios ha avvicinato la bocca
all'orecchio di Jorgito e, con un sorrisone di facciata, gli ha sussurrato: "Se mi rispondi di nuovo in
questo modo, ti giuro che ti taglio le palle". In quel momento l'immagine che avevo di lei è
cambiata. Sebbene continuasse ad essere troppo perfetta, continuasse a truccarsi eccessivamente, ad
essere ossessionata dal tenere tutto sotto controllo e si rifiutasse di leggere romanzi che non fossero
rosa, non dando ascolto ai miei consigli, la sua reazione con Jorgito ha avuto quel tocco di volgarità
che mi ha abbagliato. Era avvolta dalla volgarità che comporta la perdita repentina di compostezza
che caratterizza la gente normale. Questo mi ha soddisfatto, mi ha fatto intravedere la possibilità
che esistesse un angolo oscuro, invisibile agli altri, nella sua bella testolina. Uno spazio dove non
c'erano cosmetici, dove padroneggiavano le inquietudini e i sentimenti contraddittori. Da
quell'istante, poco a poco, il suo acquietamento, la sua semplicità di vivere il quotidiano, il suo
perenne "Non è successo niente, vedrai che tutto si aggiusta", sono entrati a far parte della mia vita,
senza che me ne rendessi conto e per sempre. Remedios è diventata mia amica, parte di quel
meraviglioso trio soprannominato "le streghe di Eastwick".
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Ieri, dalla finestra della sua cucina, Remedios mi osservava con una certa inquietudine. Forse
sperava che Carlos uscisse dietro di me. Ho trattenuto il respiro, ho cercato di sorridere, ma non ci
sono riuscita e ho aperto il cancello. Non appena mi ha visto entrare nel suo giardino si è precipitata
fuori, con fare inquieto, mentre si asciugava le mani nel grembiule rosa, lasciando un profumo di
pane tostato e caffè appena fatto.
- Vado via per qualche giorno -le ho detto.
- Tua madre sta bene? -ha chiesto preoccupata.
- Si. Si tratta di me. Ho bisogno di cambiare aria, di staccare un po’ la spina… Lo sai… -ho
aggiunto dopo una pausa, abbassando la testa, incapace di sostenere il suo sguardo a lungo.
So che non mi ha creduto. L'ho notato dal modo in cui mi ha preso le mani tra le sue, nel suo
sguardo accondiscendente e complice. L'ho capito perché non è rientrata subito a casa, perché è
rimasta immobile e silenziosa finché la macchina non ha svoltato e si è persa nel labirinto di strade
che compongono la zona residenziale. È rimasta lì, vaticinando un addio che non si era manifestato,
ma che lei aveva intuito nel momento in cui la mia valigetta, solo Dio sa per quale ragione, si è
aperta sul marciapiede e ha visto la borsetta di velluto rosso al suo interno. Quella borsa che lei
stessa aveva fatto con le tende dell'erboristeria di Sheela. Allora, con gli occhi umidi, ha detto:
- Mi chiamerai quando lo farai?
Ho annuito a testa bassa, mi vergognavo per non essere stata sincera e coraggiosa, e sono
salita sul taxi che avevo chiamato qualche istante prima. L'ho fatto ricordando un episodio della
nostra vita, l'episodio più importante che entrambe avevamo condiviso insieme a Sheela. Un
episodio che, quando sarà il momento, condividerò anche con Lei, madre.
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8
Il giorno che siamo arrivati in questo quartiere residenziale all'avanguardia, prestigioso ed
elitario, il cuore mi si è ristretto come fosse un pomodoro pronto per essere fritto.
Erano tutti così palesemente benestanti che le mie origini mi facevano sentire insicura.
Mi chiedo cosa avreste pensato Lei e mio padre se aveste potuto sentire i miei pensieri.
Ricordo che avete pagato i miei studi grazie al latte del bestiame. Le loro mammelle sono state la
miniera d'oro della nostra numerosa famiglia.
Quel giorno, mentre osservavo l'alta società che mi stava intorno, guardando il terreno in cui
si ergevano le villette, e che tempo addietro era stato una vera e propria valle soprannominata "la
scopatoia" dove all'imbrunire le coppie cercavano "intimità", ho provato nostalgia. Ho rimpianto la
vita semplice e alla mano del paese. Quando i miei occhi hanno rivisto l'immagine di tutte quelle
villette a schiera, tutte rigorosamente dotate di allarme, con paraboliche, macchine di alta gamma e
domestiche con tanto di divise, mi hanno fatto venire voglia di andarmene di corsa, di ritornare
nella mia piccola casa di appena sessanta metri quadri in pieno centro della capitale. Sentivo la
mancanza della vivacità dei semafori, il rumore assordante del traffico che metteva a tacere le mie
riflessioni. Gli schiamazzi della gente nei negozi, nelle terrazze, per le strade… Ho rievocato
quell'anonimato che ti dà la grande città, un anonimato che ti permette di andare ovunque, di
vestirti, sentirti ed essere come hai voglia, in qualsiasi momento del giorno e in qualsiasi giorno
dell'anno. Mi mancava questa libertà di modi e maniere che lì sarebbe stato molto difficile trovare.
Non sapevo come sarei sopravvissuta in quel recinto privato, di strade private, di portieri privati…
Tutto era privatamente privato, tranne le risorse economiche che si tramandavano come facevano di
solito i nobili con i loro titoli.
Quando la bellissima signorina, griffatissima Dior, truccata e pettinata da un allievo di
Llongueras che, tra parentesi, lì era super "popolare", ci ha portato a fare l'opportuno, obbligatorio,
monotono e abituale giro turistico per gli ambienti comuni, Carlos, il mio amato Carlos, sembrava
Onassis. Aveva preso così sul serio il suo ruolo di nuovo ricco che perfino io ci credevo. Eppure, io,
accanto a lui, dinnanzi a tutto quello sfoggio di pedigree, ero il ritratto vivente di un cagnolino
meticcio che, abbandonato dai suoi padroni snaturati, era stato salvato dai servizi del canile
municipale dopo essere stato investito da una macchina. Improvvisamente assumevo un'andatura
zoppicante e mi veniva anche un tic nervoso al labbro superiore che più di una volta mi ha obbligato
a coprirmi la bocca per nascondere il mio stato di nervosismo precario. Tutto ciò, insieme ai miei
modi e al mio aspetto progressista, facevano sì che stonassi con l'aspetto impeccabile del mio
coniuge, vestito da Ralph Lauren e con addosso un profumo Loewe. I jeans e la camicetta nera che
indossavo si intonavano con le espadrillas di sparto e mi facevano sentire comoda. Erano fatte
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apposta per camminare per il quartiere residenziale, visitare la villetta campione, i giardini… Però,
al tempo stesso, facevano concentrare su di me lo sguardo inquisitore e frivolo della bellissima
impiegata dell'imprenditrice e delle "supersignore" che abitavano già nelle villette. Carlos sembrava
pronto per andare a giocare a golf, gli mancavano solo le scarpe appropriate. Io sembravo pronta per
andare al super, al supermercato di quartiere, anche se lì lo chiamavano "il Centro Commerciale", e
quando ci si andava bisognava essere agghindate all'ultima moda.
Quello che è certo, madre, è che non mi sono sentita così solo quel giorno. Ho sempre sentito
di non avere niente in comune con la maggior parte dei mortali, ma soprattutto e innanzitutto, con
quelli a cui le cose vanno sempre bene: quelli nati con la camicia. Io non sono mai stata una di
quelli. Posso dire di non avere niente in comune nemmeno con i miei fratelli. Loro sono così
perfetti, così biondi, così alti, così felici… Io, così bruna, così magra, così debole, così infelice…
Così intellettuale, troppo intellettuale. È questo, come dice Carlos, il mio grosso problema, penso
troppo e pensare non fa bene.
Durante il giro della zona residenziale, mentre ascoltavamo tutti i pregi di vivere lì, vedevamo
le stanze e ammiravamo quelle cucine scandalosamente care, ho sentito di nuovo la stessa
inquietudine, la stessa sensazione di essere nel posto sbagliato al momento sbagliato. Mi sentivo
terribilmente lontana da tutta quella gente che viveva in quell'ambiente, meravigliosamente
programmato dalla costruttrice e colonizzato alla perfezione dall'industria alberghiera. Un'industria
alberghiera completamente diversa dalla mia deliziosa cucina veloce, surgelata e quasi sintetica che
non aveva né sapori né odori, però che riscuoteva molto successo, anche se solo in mia presenza.
Quel posto era così perfetto che sembrava essere stato fatto con un unico scopo: infastidirmi e
disorientarmi. Era tutto così estremamente bello che, in quel momento, mentre contemplavo la
perfezione che mi circondava, avrei preferito che fosse tutto un'illusione ottica. Però era reale.
Isolarsi non serviva, dovevo adattarmi. Carlos lo pretendeva. Ci ho provato, ci ho provato per mesi,
ma non ci sono riuscita, finché non si è trasferita lì, nella villetta accanto, Remedios, che è entrata a
far parte della mia vita. Da allora eravamo due le disadattate in quell'habitat poco ospitale e irreale.
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Ancora una volta divago. Lo diceva sempre Lei che la parsimonia non era il mio forte. Però
quello che è certo è che non ho mai parlato abbastanza, sono stata zitta più del dovuto, e troppe
volte. Avrei dovuto dare ascolto al mio piccolo fratellino. Se gli avessi dato ascolto ora le cose
sarebbero differenti, mi sarebbero andate meglio, ne sono sicura. Perlomeno non mi sentirei così
infelice, così frustrata.
Juanillo è l'unico che un po’ mi somiglia. Giusto in qualcosa: ha i capelli così neri e lisci, è
magro, sensibile e insicuro. Tormentato dal desiderio, dal bisogno di svegliarsi donna un giorno.
Tutti, nessuno escluso, siamo stati degli stupidi, dei codardi che devono per forza conformarsi alle
regole che dei repressi hanno cercato di imporre come verità assolute, quando in realtà nemmeno
queste fanno parte della realtà. Ci siamo fatti dominare dalla paura dei pettegolezzi, dallo stupido
"che penserà la gente", gente a cui non dovevamo nulla, che niente ci ha dato e niente ci darà. Per la
paura delle carogne che si nutrono delle pene altrui, che cercano di imporre agli altri una dottrina
che non praticano e in cui in realtà non credono, che però gli serve come stendardo per sbandierare
ai quattro venti che sono migliori degli altri, più umani, più persone, più figli di Dio, del loro Dio.
Juanillo non aveva bisogno di diventare donna, c'era nato, ma noi, nonostante l'avessimo
prima intuito e più tardi saputo, non glielo abbiamo mai detto. Non siamo stati capaci di dirgli che
conoscevamo la sua condizione sessuale e che quello, quel suo desiderio di essere donna, sarebbe
continuato ad essere l'obiettivo, un percorso in cui non sarebbe stato solo.
Lei, madre, esaltava la sua disinvoltura in cucina, la maestria con cui anche un semplice
spezzatino di patate diventava speciale. L'accuratezza, il modo in cui metteva le posate, i piatti, il
vaso con i fiori che aveva raccolto nel campo e il suo ordine. Era tutto sempre a regola d'arte.
Mio padre invidiava la sua calma, la sua squisita dolcezza, il suo modo di mediare le discordie
familiari e quelle mani perfette in grado di realizzare deliziosi vestiti femminili. Ricordo i suoi
primi disegni e ciò che maggiormente catturava la mia attenzione delle silhouette delle modelle:
avevano tutte un seno esageratamente prosperoso. Il commento di mio padre a tal proposito:
- Quanto è macho questo figlio mio. Tale e quale a suo padre. Gli piacciono le donne con le
tette grosse.
Solo dopo ho capito perché Juanillo era salito in camera sua, preso da un attacco improvviso
di angoscia, chiudendo la porta e piangendo in solitudine per ore. Juan, il mio Juanillo, adorava i
seni femminili. Attraverso i suoi disegni, ad ogni tratto, accarezzava il sogno di avere un giorno una
figura che somigliasse a una Venere, che lui ritraeva perfettamente: esuberante e sensuale, donna.
Era fuori da questo margine irreale che ha creato parte di questa società bugiarda, repressa e
malsana. Era dentro un corpo che non gli apparteneva e noi, la sua famiglia, pur sapendolo,
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abbiamo fatto finta di niente. Abbiamo finto di non vedere i suoi modi, i suoi atteggiamenti
aggraziati, il tono quasi vellutato della sua voce, il suo speciale senso del gusto… Siamo stati
talmente codardi da non ammettere un qualcosa di così antico e normale come la vera esistenza
della nostra specie. È stato per questo che Juan pian piano è uscito dalle nostre vite, senza che ce ne
rendessimo conto. Come un'ombra, ha smesso di riflettersi a causa dell'assenza dei raggi del sole
familiare. Lui, madre, è passato dalla sua vita e di quella di tutti i miei fratelli come ho fatto io,
passando inosservato, senza che voi sentiste il nostro respiro. Con una differenza: Juanillo non
parlava. Ha smesso di parlare all'improvviso, come se gli fosse caduta la lingua. Finché è arrivato il
giorno in cui nostro padre si è ammalato. Allora nessuno aveva tempo. Le agende erano piene.
C'erano troppe responsabilità, tutte ineludibili. Però lui, Juanillo, non ha esitato. Si è seduto ai piedi
del suo letto per mesi. Ha lavato le sue piaghe. Ha svuotato le padelle maleodoranti e ha accarezzato
la sua pelle addormentata dalle droghe medicinali. Ricorda, madre? Le ha asciugato le lacrime, le
sue braccia l'hanno cullata come se fosse una bambina, le sue mani l'hanno raccolta nelle ultime ore
del dolore. Quando è giunto il momento, ha vestito il suo corpo per l'abbraccio di quella che lui
chiamava "una morte desiderata". Le parole che mio padre le ha dedicato due giorni prima di
perdere conoscenza, le avrebbe dovute dedicare a Juan anni fa, tanti anni fa:
- Grazie Juan, sei la mia figlia migliore. Non ti arrendere. Lotta per ciò che desideri. Te lo
meriti, te lo sei sempre meritato. Non permettere a nessuno di farti provare vergogna. Non
permettere a nessuno di decidere per te…
Juanillo è stato l'unico che mi ha sempre capito. È stato lui che faceva attenzione ai miei
pianti, ai miei silenzi, alle mie fughe. Juanillo è stato l'unico che si è preoccupato di ascoltarmi:
- Jimena non dare ascolto a nostra madre -diceva quando mi vedeva piangere-. È anziana. È
normale che non capisca le tue inquietudini. Non lasciare che scelga lei per te, non lo fare o ti
sentirai frustrata per tutta la vita. Scrivi. Lascia l'università, non fa per te studiare farmacia. Devi
solo guardarti dentro. Sei nata per scrivere e lo sai, lo hai sempre saputo…
Non parliamo da tre mesi. Il suo lavoro di stilista lo porta a viaggiare costantemente. Se
sapesse che ho deciso di realizzare il mio sogno, che ho avuto il coraggio di salire su un aereo da
sola, che vago per Il Cairo… che finalmente ho lasciato Carlos, sarebbe orgoglioso.
Devo chiamarlo.
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Ricordo il giorno del mio matrimonio. Era un giorno come oggi, con le sue ore eterne, pesanti
e oscure. Pieno di ricordi che andavano e venivano dettati dall'insicurezza di fronte al mio nuovo
destino. In casa l'atmosfera non era festosa, ad eccezione dell'allegria di Zio Antonio, sembrava non
importasse a nessuno che mi stessi per sposare. Forse perché l'evento non era una novità e quindi
lasciava tutti indifferenti al mio futuro titolo di "signora". Sono stata l'ultima a sposarmi. Sì, forse
era per questo, perché erano già stati festeggiati troppi matrimoni in casa, o forse perché io avevo
avuto l'insolenza di pensare a me e avevo scombussolato i piani che Lei aveva deciso per il mio
futuro. I suoi piani prevedevano che io fossi destinata ad accudirla, che restassi al suo fianco, che
fossi la zitellona solitaria della nostra grande famiglia. Chi mai avrebbe potuto amare una
contestatrice come me? Una donna che odiava i bolliti, a cui gli aghi facevano venire l'orticaria.
Una donna che usava jeans e espadrillas non appena la si perdeva di vista, che utilizzava il
reggiseno solo nelle grandi occasioni. Una donna che si emozionava leggendo Così parlò
Zarathustra come se fosse il manuale dei padroni di Vogue e che, trasgredendo agli usi e i costumi
sociali e cattolici, soprattutto cattolici, aveva perso la verginità molti anni prima del matrimonio, e
lo aveva fatto con un uomo di cui già allora non ricordava nemmeno il nome. Ma ormai c'era
Carlos, questo qualcuno su cui Lei non contava, l'allievo perfetto di Murphy, disposto a dimostrare
che se qualcosa può andare male, lo farà. Ѐ stato questo che gli ha detto quando lui, innocente, le ha
manifestato le sue buone intenzioni.
In tutti i giorni importanti della mia vita piove, è stato così anche quel giorno. Pioveva a
dirotto. Sulla penisola si stava abbattendo una burrasca, apparentemente inaspettata, ma
preoccupante, dato che la sua ostinazione nel non dare tregua al Paese stava smentendo le previsioni
meteorologiche. Mentre io, assorta nel rumore della pioggia che colpiva senza pietà il tetto, mi
immaginavo entrare in chiesa bagnata fradicia. Con il vestito bianco tutto appiccicato al mio corpo
magro, gocciolante. Con lo chignon scombinato e il mascara nero che cola sulle guance, mentre
tengo il velo bagnato e mi dirigo verso l'altare accompagnata dal suono acquoso prodotto dalle mie
scarpe di pelle. Tutto ciò, insieme alla mia magrezza e sgraziataggine, mi dava l'impressione di
somigliare alla protagonista del racconto popolare russo-ebreo del XIX secolo, che Tim Burton ha
adattato straordinariamente nella sua Sposa cadavere. Effettivamente io non mi allontanavo poi così
tanto dai personaggi del regista americano. Ero disadattata e enigmatica proprio come loro. Così
bizzarra e romantica come Edward mani di forbice. Per questo, quel giorno, guardandomi attorno,
mi hanno fatto venire voglia più di una volta di essere l'ennesima sposa in fuga.
Il vestito bianco era ancora appeso al soffitto del salone e Tonka abbaiava senza sosta, quasi
nevrotica, tentando di fare di lui la sua ultima cattura. Di tanto in tanto girava la testa da cucciolotto
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verso di noi. Le sue orecchie, tese e perfette, si muovevano come a dirci di mettere fine alle sue
proteste, dandole finalmente quel corpo rigido, vuoto, pieno di volant e pieno di amido che avrebbe
fatto di me la regina della festa, o almeno così dicevano tutti. Dopo qualche ora di latrati e
rimproveri da parte nostra, Tonka alla fine ha capito che questa volta non l'avrebbe avuta vinta e, da
buona femmina, ha deciso di vendicarsi della nostra indifferenza facendo la pipì sull'immenso velo
che non avevamo fatto in tempo a mettere in salvo. Ricorda il disgusto? Ricorda il buon vecchio
sapone del marsigliese? Così lo chiamava Zio Antonio il sapone di Marsiglia. Lui è stato l'unico a
non perdere la pazienza. Si è alzato e, senza dire una parola, ha messo il velo nel lavandino e ha
strofinato la macchia giallognola. Zio Antonio non si perdeva mai d'animo, non si arrabbiava mai,
sapeva comportarsi in ogni circostanza. La serenità era la sua regola di vita e questo gli ha dato un
ruolo da protagonista all'interno della famiglia che, senza ombra di dubbio, meritava.
Durante il percorso verso la chiesa, a bordo del suo bel taxi, Seat 1500 nero, con quella riga
rossa che aveva lungo i lati a mo’ di grande imbastitura, mi sono sentita trasportata in una
dimensione senza tempo. Il tassametro era rotto. Il giorno prima Zio Antonio mi aveva promesso
che lo avrebbe aggiustato, però è un disastro in queste cose, lo è sempre stato! Quel giorno la
bandiera della sua bella utilitaria dedicata di solito al servizio pubblico, continuava ad essere fissa,
era impossibile abbassarla senza commettere un pasticcio, e alla fine ci abbiamo rinunciato.
L'indicatore, durante tutto il percorso, continuava ad avanzare senza sosta, peseta dopo peseta, come
posseduto dalla mente di un avaro. I numeri scorrevano alla velocità di una lancetta dei minuti
isterica, scellerata. La corsa era arrivata a cinquemila pesetas. Dalle prime venticinque, fino a che il
maledetto indicatore non si è fermato, grazie allo spegnimento del motore, il tono monotono si
faceva sempre più regolare, continuo e insopportabile tanto da generare in noi un inizio di paranoia.
Eppure, non è stata quella la cosa peggiore del percorso all'altare, la cosa più insopportabile è stato
l'instancabile e costante viavai di gente che alzava la mano con entusiasmo e sollievo, pensando di
aver dato la caccia, finalmente, al desiderato taxi in un giorno di pioggia. Il malumore che
riflettevano le loro facce nell'avvertire che il veicolo non riduceva la velocità, il loro evidente
cambio di stato d'animo nel vedermi così carina, così rigida, così antinaturale, così sposa:
- Guarda… Guarda, guarda, è una sposa.
Tutti abbozzavano un sorriso dolce, troppo melenso, che li rendeva un po’ stupidi. Attraverso
le loro espressioni mi arrivava la nostalgia di alcuni e le speranze di altri. Questi altri erano per la
maggior parte donne impregnate di gioventù. Ora, il mio sguardo si confonde con il loro quando per
i parchi della mia città mi capita di vedere una coppia appena festeggiata più per il titolo ottenuto
che per il fatto di essere semplicemente una coppia, quasi statica di fronte ad un fotografo che
lavora freneticamente.
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Il cammino verso l'altare non se lo sarebbe dovuto perdere, ma anche allora il suo eccessivo
zelo l'ha resa schiava e madre dentro quel furgoncino pieno di accessori del primo nipote, a
cambiare pannolini e ad aiutare Carlota durante le poppate. Non so né come né perché, ma c'è
sempre stato qualcuno ad avere la priorità rispetto a me. Nonostante mi fossi messa in coda con
largo anticipo, nessuno mi notava, semplicemente venivo liquidata.
Anche quel giorno ho aspettato, il giorno delle mie nozze. Ho smesso di saltare il mio turno
per l'ennesima volta e… ho sentito la sua mancanza, madre! Il fatto che non fosse lì con me mi
lasciava un vuoto. È stata la stessa sensazione di solitudine e di vertigine, di soffocamento che ho
provato in tutti quei mesi di esami, innamoramenti e delusioni. Quel periodo impregnato di
nostalgia che alcuni chiamano adolescenza.
Mio padre non c'era già più, se n'era andato. Il suo ricordo viaggiava riflesso sul vetro dello
specchio retrovisore, assorto nello sguardo gemello degli occhi di Zio Antonio. L'aria che entrava
dal finestrino anteriore mi sussurrava le sue parole affettuose e tranquille. Mentre passavamo per il
cimitero invaso di marmo, pieno di croci e preghiere mute, mentre prendevamo la curva verso la
provinciale, i rami dei cipressi si sono inclinati e l'aria impregnata dell'aroma secco dei crisantemi,
tinta del giallo dei gigli, ha portato il mio sguardo verso l'incoscienza, ho attraversato la ragione e
ho visto i suoi occhi che mi guardavano, che si prendevano gioco del passare del tempo, che
mettevano in dubbio l'inesistenza. Sì, madre, l'ho visto guardarmi e sorridere. Era vicino ai garofani
che Lei aveva messo il giorno prima sulla sua tomba. Ha sollevato la mano portandosi le dita alla
bocca. Non gliel'ho mai raccontato. Perché avrei dovuto farlo? Sapevo già la sua risposta: "Il
diavolo fa brutti scherzi, dimentica queste visioni, è uno dei suoi stratagemmi. Inoltre, dovresti
andare da un dottore. Jimena, se ti è successo una volta ti succederà di nuovo, dovresti andare da un
parroco e dal dottore".
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Per tutta le cerimonia ho avuto un forte dolore addominale. La vescica mi stava per scoppiare.
Il bisogno di andare in bagno era diventato un'ossessione tale da non riuscire a pensare ad altro.
Non sentivo, non vedevo e cominciavo a non separare più la realtà dall'allucinazione. Per non
parlare della postura antinaturale e inappropriata che ho adottato proprio a metà della predica, di cui
non ho ascoltato nemmeno una parola. Se fossi stata incinta, sono convinta che qualcuno avrebbe
chiamato un'ambulanza pensando che la mia espressione di dolore fosse inequivocabilmente
sintomo di un parto imminente.
Come dice bene Lei: quasi tutto ha il suo lato gratificante. Senza volerlo ho creato un
aneddoto che sarebbe passato alla collezione privata di famiglia e che, come tale, si sarebbe ripetuto
ad ogni incontro fino alla nausea. È comprensibile, dal momento che tutt'oggi non riesco nemmeno
a ricordare il mio matrimonio ad eccezione dell'immagine del parroco mentre fa la domanda di rito
e dell'attesa degli invitati davanti a questa domanda, davanti alla conferma orale da parte mia di
essere la sposa fedele, eterna, schiava, disinteressata e sottomessa che l'istituzione del matrimonio
esige. Ho passato giorni, ore infinite provando quella frase per poi farmi rovinare il debutto in
pubblico da una stupida incontinenza urinaria:
- Sì… Voglio andare in bagno!
La risata è stata unanime.
Nonostante le difficoltà, che non sono state poche, quel giorno è stato speciale, difficile da
ripetere e piacevole da ricordare.
Come accade in tutti i matrimoni, la confusione invadeva la sala. La sala, i corridoi e i bagni
erano pervasi dall'odore di sigaro e tabacco biondo. I caffè corretti venivano serviti ad ogni tavolo e
camerieri e cameriere si riunivano per accaparrarsi il pezzo migliore per l'asta e così, tramite
l'offerta dei loro pezzi, raccoglievano soldi extra per noi. È stato da allora che Carlos cominciava
già a dare segni dalla sua testardaggine innata che lo ha convinto a decidere di non cambiare la
cravatta di marchio francese con quella orribile, ma economicissima che aveva comprato, apposta
per l'occasione, la mia santa suocera con cui andavo molto d'accordo. Quel caro pezzo di stoffa è
stato tirato, strappato e diviso, di tavolo in tavolo come un cinghiale durante un banchetto
medievale. Si è raccolto il valore della cravatta moltiplicato per due. Io non sono una sostenitrice di
questi usi e costumi. Avrei preferito conservare la cravatta nella mia adorata cassapanca dato che,
come supponevo in quel momento, e avevo supposto bene, Carlos non avrebbe potuto comprarsi
una cravatta firmata per un bel po’ per colpa dell'asfissiante prestito ipotecario che avevamo firmato
pur di avere una casa nostra.
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Ogni tanto guardavo Carlos cercando nei suoi occhi una finestra da cui scappare da quel
posto, un orizzonte dove trovare le risposte a tutte quelle domande che mi opprimevano, un suo
gesto che mi tranquillizzasse. Non appena gli invitati lo lasciavano per qualche istante, lui
sorridendomi, mi dedicava uno sguardo speciale e diverso, uno sguardo che ho rivisto solo quando
sono nati i nostri figli.
Da quel giorno sono passati i giorni, i mesi e, con loro, sono arrivati gli spazi indefiniti,
innumerevoli, monotoni e insopportabili. Il tempo giovane è invecchiato senza avere la delicatezza
di chiederci il permesso. È diventato un tempo di adulti per adulti. Ha cominciato a scorrere veloce,
sempre più veloce, disprezzando le nostre necessità, tutte le cose che volevamo fare. Tutto ha
cominciato a scorrerci di lato ovviando la nostra presenza. Senza rendercene conto siamo diventati
quello che non saremmo mai voluti essere. Senza pensarci, abbiamo imparato a pensare, acquisendo
il bisogno di farlo. Il mare, quel mare di nostra gioventù, se n'è andato anche lui. Se n'è andato con
la nostra libertà, con quella libertà effimera, con quel modo speciale di essere e di vivere. Quel mare
di libertà se n'è andato dalle nostre vite per non fare più ritorno, perché era un mare di novelli, pieno
dell'acqua dell'inesperienza, esente dalla paura, carente di responsabilità, estraneo ai problemi,
impregnato di illusione.
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Per due lunghi anni mi sono dedicata ad adattare la mia nuova casa alle nostre esigenze
quotidiane, anche se sarebbe meglio dire che io mi sono adattata a lei dato che non aveva niente. Ho
decorato e ammobiliato la casa poco a poco, man mano che gli straordinari ci permettevano di
comprare mobili ed elettrodomestici. Ho dovuto fare provviste anche della roba di casa, perché,
infischiandomene ancora una volta delle norme e degli usi sociali, familiari e "culturali", mi sono
sposata senza un soldo in tasca. Avevamo giusto quattro utensili domestici e il letto, l'unica cosa
che abbiamo comprato all'inizio della nostra relazione. Mi sono sposata con le tasche piene di
illusione e senza corredo, una cosa che ogni sposa che si vanti comincia a mettere da parte già dalla
prima infanzia. Ma… come già Lei sa, madre, la mancanza di mezzi e il fatto che io mai avrei
pensato di sposarmi, mi hanno preso, ancora una volta, alla sprovvista.
Perfino i miei nuovi vicini si sono meravigliati durante il trasloco quando una delle casse che
trascinavo con fatica sul marciapiede si è aperta mettendo a nudo il mio vero corredo: centinaia di
libri e dischi in vinile che sono scivolati sul selciato. Anche se li conservo per ciò che sono: un
tesoro. Le tre casse restanti contenevano la stessa cosa, eccetto il baule dove c'erano i vestiti e la
cassa con all'interno delle precarie, orribili e consunte stoviglie in terribile vetro temperato Duralex
trasparente. Ogni piatto, perfino la più buona delle delicatessen, perdeva la sua magia. Tre padelle
vecchie, due pentole di alluminio, una caffettiera da quattro tazze, tre tovaglie, due lenzuola di
sopra e due di sotto più un materasso e due coperte, questo è stato il mio unico corredo. Non
avevamo nemmeno la lavatrice, figuriamoci l'aspirapolvere. Il frigorifero lo abbiamo comprato il
primo anno di matrimonio, con gli stipendi di luglio. Il televisore non era ancora nostro, come
testimoniavano le venti cambiali che ci rimanevano da pagare.
Nonostante tutto, c'è stato un periodo in cui sono stata felice, molto felice. Lo sono stata pur
non avendo un soldo in tasca, alzandomi all'alba, pulendo i fine settimana, partecipando, per forza
maggiore, alle monotone e abitudinarie riunioni di famiglia tutte le domeniche. Ascoltando, giorno
dopo giorno, la famosa domandina: "E quando lo facciamo un bimbo?", imparando che, nonostante
mi impegnassi a fare del mio meglio, per piacere a tutti, dimenticandomi perfino di me stessa, non
sarei mai stata così perfetta, così impeccabile, come il resto delle figlie o delle nuore. A volte mi
sentivo così fuori luogo da arrivare a pensare che avevo impostato male la mia vita. Avrei dovuto
dedicarmi a pieno ai libri di cucina o iscrivermi in qualche club "casalingo" imparentato con la
Sezione Femminile della Falange spagnola, invece di perdermi nel Contratto sociale o La teoria
delle specie, che mi avevano reso completamente inutile nell'ambito domestico e familiare.
Pian piano ho sentito che la vita mi stava sfuggendo dalle mani. La vita scorreva senza
viverla, senza abitare nemmeno un momento, quei momenti irripetibili e irrecuperabili. La chimica
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che c'era tra me e Carlos all'inizio del nostro matrimonio, era passata a far parte unicamente ed
esclusivamente di una bottiglia di Ajax, di candeggina o di detersivo per la biancheria. I nostri
rispettivi lavori ci tenevano così occupati che quando ci rincontravamo la cosa più importante e
immediata era dormire.
Credo che sia stato allora, in quei giorni, che abbiamo cominciato a essere dei completi
sconosciuti che vivevano insieme e avevano progetti per il futuro, però che si relazionavano poco
più di quanto basta per far sì che quello, il nostro matrimonio, continuasse a funzionare.
Quando la chimica è andata a scemare, è arrivato il tempo in cui i sentimenti si sono ibernati.
Le pareti appena decorate avevano catturato la tradizione, l’antichità. Nei quadri non c'erano più
pennellate da scoprire. Lo sguardo, il nostro sguardo, si perdeva in una ricerca pellegrina,
angosciante e vitale ogni volta che s'imbatteva in qualcosa di nuovo, che sentiva di nuovo.
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Alla stanchezza e al disordine emozionale di entrambi hanno fatto seguito l'intolleranza e la
mancanza di mutua empatia. Quel meraviglioso neo che avevo sulla guancia che tanto piaceva a
Carlos, abile nel fare i complimenti, era diventato un'orribile verruca che, secondo lui, cresceva
ogni volta che mi incavolavo. Quando me lo ha detto, mi mancava solo la scopa per essere una vera
strega. In seguito, il fatto che russasse ha cominciato a infastidirmi talmente tanto che, dopo aver
dormito varie notti nella camera accanto, vedendo che lui non si alterava e che riposava comunque
beatamente, arrabbiata, non sapevo se denunciarlo al dipartimento dell'ambiente o se fargli prendere
uno spavento improvviso che mettesse fine a quel rumore una volta per tutte. Non l'ho fatto per
paura che gli venisse un infarto. Successivamente sono arrivate le liti per i fastidiosi e minuscoli
peli della barba disseminati nel lavandino e dintorni. Le arrabbiature nel vedere ogni giorno gli slip
al contrario, immobili, con le cuciture in bella vista, buttati lì davanti ai miei occhi a lato del letto.
Le scarpe sparse, come se fossero cippi, in ogni angolo della camera da letto, mentre la scarpiera
rimaneva vuota. Mi faceva diventare matta la sua offensiva incuria, la sua sfacciataggine, il suo
menefreghismo davanti alle faccende quotidiane che, grazie a me, mantenevano la nostra casa in
condizioni salubri. Lui non capiva che bisognava lavare, spolverare, togliere i prodotti scaduti dal
frigorifero e dagli stipetti, buttare la spazzatura giornalmente, appendere le cravatte e i vestiti. Non
vedeva nemmeno il cesto dei panni sporchi che avevo collocato strategicamente sulla destra della
vasca, in modo che dovesse fare solo lo sforzo di allungare un braccio e lasciare cadere la roba. La
cosa più terribile era il faccino da bimbo buono, che non ha mai rotto un piatto, del tipico turista
disorientato che non capisce la lingua in cui gli parlano, che faceva quando lo riprendevo. Carlos
sembrava non capire, o non gli interessava farlo, che a me dava più fastidio di lui fare tutte quelle
faccende, ma che non avevo scelta se volevo avere la roba pulita, del cibo in frigo… La sua
filosofia era: "Dovresti prendere tutto con più calma", la sua regola di vita e la sua unica soluzione.
Così, poco a poco, abbiamo finito per firmare una dichiarazione di guerra. È stato in quel
periodo che ha smesso di chiamarmi per nome dandomi il soprannome di "Ossessione". Non mi ha
mai dato fastidio, non l'ho considerato un'offesa, né tantomeno un aggettivo qualificativo, piuttosto
l'ho identificato come il sentimento che gli suscitavo. Era evidente che lo ossessionavo e… mi
piaceva. Essere l'ossessione di qualcuno era divertente, soprattutto in quel momento in cui ciò che
desideravo era "essere qualcosa", significare qualcosa per qualcuno, anche a costo di essere
un'ossessione. Lui non si è stancato di dimostrare che non c'era soprannome più adatto per
descrivere il mio stato d'animo in quei giorni. Voglio continuare a pensare che menta.
Credo la prima crisi si sia scatenata dopo sei mesi. Sei mesi di estasi e dopo sei di
disintossicazione dall'estasi. In questo periodo, Carlos ha messo allo scoperto, come del resto avevo
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fatto anch'io con lui, tutti i miei difetti, cercando di infastidirmi. Gli ho lasciato credere di esserci
riuscito. Dico gli ho lasciato credere, perché ero consapevole dei miei usi e costumi da anni e,
pertanto, conoscendo le mie piccole anomalie le avevo fatte parte di me. Non ero nessuno senza
loro. Lui non mi raccontava niente di nuovo, non avevo nemmeno cominciato la guerra, ancora
stavo preparando la strategia, una strategia che mandavo all'aria quando ne avevo voglia.
Lei, madre, non ha mai saputo niente. Non ho avuto la forza per raccontarglielo. La sua vita
continuava a non far parte della mia. Ho pensato di chiamarla, ma non l'ho fatto. Sapevo le sue
risposte, le sue soluzioni, perché, conoscendola, mi avrebbe dato soluzioni rapide e concrete e io,
madre, non cercavo soluzioni. Io, come tante altre volte, avevo bisogno che Lei mi ascoltasse, che si
perdesse in una tazza di caffè caldo, che i suoi occhi si offuscassero di fronte al fumo della mia
sigaretta, che il bollito fumante smettesse di essere l'unica cosa capace di meritare sempre la sua
attenzione. In quei momenti mi sentivo eccessivamente debole per ricevere la sua disapprovazione,
dunque mi avrebbe buttato giù di morale ancora di più. So che Lei non avrebbe capito la mia
posizione, le mie rivendicazioni, Lei avrebbe difeso Carlos. Lui era l'uomo, l'uomo di casa. Anche
se avessi lavorato fuori e avessi pagato io le bollette, era lui l'uomo.
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La decisione di terminare la carriera universitaria in farmacia, di usare i miei soldi per pagare
una donna di servizio che facesse le faccende al posto mio, sottovalutate da Carlos, è stata una delle
mie più grandi soddisfazioni, qualcosa di cui mi sento orgogliosa. E nonostante in ambito
professionale non mi sia servito per niente, continuo a esserne orgogliosa. In un certo modo l'ho
fatto per mio padre. Mi sono sempre identificata in lui, tra tutti sono quella che ha più geni suoi. Tra
di noi c'era una simbiosi e un parallelismo che ha fatto sì che ereditassi perfino la sua capacità di
predizione e le sue visioni. Quelle visioni che Lei rifiuta di me, madre, che considera disturbi del
comportamento o stratagemmi del diavolo.
Ricordo ancora come due giorni prima di quel terremoto ci ha fatto togliere tutti gli oggetti
che sarebbero potuti cadere a terra. Come ha rinchiuso il bestiame nella stalla, mentre Lei pregava,
con il rosario in mano, per la sua anima di pagano. Ricordo anche la visione di Paula, la figlia di
Fernanda, tre giorni dopo la sua scomparsa. Se l'è vista davanti mentre il bestiame pascolava sul
pendio del monte. Era vestita da ragazzo, con quei bermuda, le scarpe con i lacci e i capelli
spettinati. La ragazza, senza parlare, lo ha condotto al pozzo dove era caduto il suo corpo. Lei non
ha mai creduto che mio padre avesse visto il cadavere della ragazza, ha sempre sostenuto che lui
avesse trovato il corpo casualmente. Mio padre non ha nemmeno ribattuto la sua opinione, la sua
posizione, semplicemente è stato zitto, come sempre, come era solito fare.
Quell'anno, quando ho deciso di immatricolarmi all'università, l'ho visto di nuovo. È stato
dopo due settimane da quella che è stata la mia peggiore crisi coniugale. Era un sabato mattina
qualunque, saranno state le sette e io, come di consueto, camminavo per la casa con la faccia di
insonne. Carlos, dormiva, dormiva e russava beatamente in camera da letto. Nel salone quasi non
c'era più spazio per accatastare i libri. Mi è sempre mancato lo spazio per sistemare tutti i miei libri,
però in quell'occasione il disastro era palese e, in un certo modo, premeditato. Erano vari giorni che
lasciavo i volumi che leggevo o consultavo in giro per casa, il pavimento, il tavolo e il divano erano
praticamente sommersi dalla letteratura. La situazione era la stessa nel resto della casa, il disordine
regnava in tutte le stanze. Il fatto che non ci fossero vestiti puliti, cibo in frigo o nella dispensa, o
che lo strato di polvere fosse talmente spesso da passare ai libri della storia, non mi turbava
minimamente. Spettinata, con addosso solo le mutandine e una maglietta, andavo da un posto
all'altro, assorta nei miei arzigogoli che ruotavano attorno ad un'unica domanda, una domanda a cui
non riuscivo ad articolare una risposta: “Che ci faccio qui?”. Mi ero presa un caffè caldo nell'unico
bicchiere pulito che rimaneva ed ero andata nel salone, davanti alla libreria. Volevo leggere di
nuovo Cent'anni di solitudine. Avevo bisogno di incontrarmi di nuovo con lo zingaro Melquíades e
chiedermi, ancora una volta, perché le sue predizioni erano irrevocabili, perché il destino non
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poteva cambiare. Ho sentito quella necessità dopo aver visto come casa mia stesse pian piano
degradandosi, come ferita a morte dalla mia angoscia e trascuratezza, sembrava disabitata. La
negligenza che invadeva casa mia somigliava in parte all'opera di Garcia Marquez, in cui
l'abitazione familiare riflette lo stato d'animo di chi ci vive. Quando i personaggi sono intrappolati
nelle loro idee, quando si chiudono al mondo esterno, la casa appare scomposta. Al contrario,
quando si aprono, la casa è curata e suscita armonia. Mi sono guardata attorno con il romanzo tra le
mani. Ho pensato al mio passato e al mio futuro. Allora ho messo in discussione la decisione dello
zingaro, di Melquíades. È successo proprio per non rivelare il futuro? Se lo avesse fatto, il destino
dei personaggi sarebbe cambiato, allo stesso modo in cui l'avrebbe fatto il mio se avessi saputo ciò
che mi aspettava. Anche se fosse stato così, ho pensato, anche se fosse stato previsto tutto sarebbe
stato uguale: invariabile.
Con questa sensazione di impotenza mi sono lasciata cadere sul divano. Il libro sul mio petto,
il caffè fumante nella mia mano destra e gli occhi inchiodati sulla strada, dove già la gente
cominciava a transitare con il giornale, i churros o il pane sotto il braccio. Ancora una volta mi sono
fatta prendere dall'apatia, mi sono lasciata andare, e i miei pensieri stagnavano di nuovo nello stesso
pantano. In quel momento un libro è caduto a terra dallo scaffale più alto. Era Il Don Chisciotte.
Cadendo si è aperto. L'ho guardato con disinteresse. Non ho nemmeno battuto ciglio. Non mi sono
mossa fin quando un odore di campo, di erba appena tagliata mi è giunto dal corridoio. Ho girato la
testa e c'era mio padre, che indicava il libro a terra. Ho cercato di alzarmi per avvicinarmi a lui, ma
la sua immagine era sparita. Ho raccolto il libro senza chiuderlo. Uno dei paragrafi di quella pagina
era sottolineato: "Lasciali ridere, Sancho, a noi rimarrà sempre la gloria di averci provato…".
La gloria di averci provato, mi sono detta. Ho sorriso e ho cercato un buco nella mia agenda
di lavoro per andare a immatricolarmi all'università.
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Gli anni ci invecchiano, ci raggrinziscono la pelle, ci lacerano l'anima. Svelano tutti gli angoli
che rimangono nascosti nel nostro io. Scoprono gli scheletri nell'armadio della nostra coscienza. Ci
mostrano i precipizi nascosti nelle pianure, camuffati dalla fantasia dell'illusione, allora, tutto
comincia a sembrare quello che effettivamente è. È in quel momento che diamo inizio a quella
assurda corsa contro il tempo, dimenticandoci del fatto che abbiamo cominciato a correre in ritardo.
Mentre la gente si ammucchiava nei corridoi e i talenti ancora sconosciuti andavano da un lato
all'altro con passo fermo e sicuro, nel mio stomaco si annidava l'angoscia. Le tisane per l'acidità
gastrica che si utilizzavano allora erano diventate parte del mio organismo. Il mio sistema digestivo
le aveva fatte talmente sue, gli si erano così affezionate, che ci ho messo vari anni per riuscire a
farne a meno.
Pian piano mi sono interessata al mondo della scienza e del sapere, un mondo in cui alcuni si
insediano come re, senza sforzo, senza versare una sola goccia di sudore. Eppure io non versavo
solo sudore, ma versavo anche sangue da tutti i pori. Mi spremevo le meningi, alla ricerca di quello
stupido neurone che non mi permetteva di memorizzare in modo normale. Carlos diceva che era
colpa del caffè, del tabacco e della mia stupida mania di imparare tutto senza discernere.
Nonostante avessi cercato di spiegargli che il mio corso di laurea si basava sulla memorizzazione,
non sono mai riuscita a farglielo capire.
Alla fine ero riuscita ad ottenere il titolo, quel pezzo di carta prezioso che ancora oggi non so
dove ho conservato, presa dal panico, per evitare che a Carlos venisse in mente di incorniciarlo,
realizzando il suo desiderio di ostentazione, per metterlo esposto nel nostro salone. Io ero quello che
ero e non importava a nessuno all'infuori di me.
Dopo vari tentativi frustranti per esercitare ho capito che tutti quegli anni di studio e sacrificio
mi erano serviti solo per vendere ansiolitici, analgesici e un'infinità di cerotti, aerosol e preservativi.
Senza contare la grande varietà di prodotti cosmetici inutili che sono diventati parte dello stock
delle farmacie. Ma la necessità era un dato di fatto. In quel lungo e interminabile anno i miei occhi
si erano atrofizzati cercando di decifrare l'indecifrabile, finché sono riuscita a dottorarmi, anche se
non ufficialmente, in calligrafia prescolare. Non mi sfuggiva nemmeno uno scarabocchio, nessuno
sapeva tradurre le ricette come me.
La mia nuova situazione interiore aveva cambiato quella di Carlos. Aveva imparato a
cavarsela in cucina, aveva scoperto che la roba non si lavava da sola, né il frigo si riempiva per
magia. Aveva cominciato a condividere con me i suoi problemi di lavoro, e commentava perfino le
notizie economiche che leggeva in quel giornale che per me era scritto in aramaico ed era più
noioso delle partite di calcio della domenica. Non ho mai capito che senso avesse vedere tutti questi
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uomini che corrono dietro una palla. La nostra vita era cambiata a centottanta gradi. Ho lasciato il
mio lavoro di impiegata, dove mi sentivo fuori luogo, per fare la farmacista. Non guadagnavo quasi
nulla, non esercitavo, ma mi sentivo realizzata.
Avevo smesso di tradire me stessa.
Dopo… è arrivato lui.
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Adrían si è insinuato in me senza darci la possibilità di pensare, sentire o semplicemente
valutare l'idea di avere il nostro primo figlio, almeno così è stato per me. Immagino la sua
espressione nel leggere queste parole. La scontentezza di fronte alla mia costernazione. So che Lei
non potrà mai capire la ragione della mia svogliatezza iniziale, la poca voglia che avevo, in quel
momento, quando avevo trovato la mia libertà, di essere madre.
Prima i figli non si programmavano, arrivavano quando dovevano arrivare. Però quasi sempre
ne arrivavano troppi, senza lunghi intervalli tra una gravidanza e l'altra che lasciassero il tempo per
pensare ad un'altra gravidanza. Allora, il fatto di non essere incinta era uno stato anormale che
doveva essere risolto dando luogo ad un'altra gravidanza. La cosa sarebbe andata avanti così finché
ci sarebbero stati gli ovuli, finché il ventre ampio e caldo della donna non fosse diventato sterile.
L'utero, questa grande culla di vita, si restringeva, silenzioso e triste, senza sapere che fare. Le sue
pareti incagliate per il viavai di tutti quei figli cominciavano a piangere. Piangevano per il desiderio,
per la mancanza, per l'abitudine non ancora dimenticata che è stata il suo unico compito. Per questa
facoltà di ospitare per creare. Piangeva fino a prosciugarsi e indebolirsi, fino a diventare schiavo
dell'abitudine, piuttosto che delle necessità.
Durante i primi mesi di gestazione, i miei ormoni mi hanno dato qualche problema. Si sono
impadroniti dei miei sensi, del mio modo di vivere, cambiando le mie abitudini e trasformando il
mio carattere. Mi sarebbe piaciuto avere delle voglie, quelle voglie traditrici che ti permettono di far
valere la tua condizione di star, di giovane madre viziata, di moglie desiderosa di una pesca con la
panna da gustare all'alba. Essere riuscita a far alzare il mai insonne Carlos in una notte di gennaio,
dolce e sorridente, disposto ad assecondare le mie voglie pazze e assurde di una cioccolata con
churros alle cinque o alle sei del mattino. Volevo sfruttare la mia gravidanza per poter dare fastidio,
mi ha sempre divertito dare fastidio. In quei momenti, devo riconoscere, ne avevo voglia più che
mai, nonostante non avessi nemmeno la forza di aprir bocca. Quando lo facevo, era solo ed
esclusivamente per vomitare. L'unica cosa che sono riuscita ad ottenere è stato fare abituare il
futuro padre alla veloce corsa contro il tempo, che avevo intrapreso a causa delle varie intolleranze
alimentari alle quali ero soggetta durante i primi tre mesi di gravidanza.
Il mio contratto a tempo determinato in farmacia è durato il tempo prestabilito, un anno. Il
mancato rinnovamento è stato giustificato dal fatto che bisognava ridurre il personale, ma era
evidente che era dovuto soprattutto alla mia gravidanza, solo alla mia gravidanza. Carlos ha appreso
la notizia con una calma tale che mi ha sorpreso. Il fatto che non mi rinnovassero più il contratto,
non lo ha toccato minimamente, anzi ha insistito affinché non gli facessi causa, cosa che io avrei
fatto molto volentieri. Diceva che sarebbe stata una partita persa dall'inizio perché il mio contratto
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era a tempo determinato e non c'era niente da fare, ma i suoi piani andavano ben oltre ciò che
immaginavo io in quel momento. La sua azienda stava andando a gonfie vele ed era riuscito ad
affermarsi. L'ascesa era alle porte e non voleva ulteriori preoccupazioni che sottraessero tempo alla
sua nuova situazione lavorativa. Alla nuova posizione di dirigente che portava già il suo nome. Una
carica che avrebbe richiesto una giornata lavorativa di ventiquattro ore, senza doveri né vincoli di
nessun tipo. Non poteva permettersi di ammalarsi, perdere tempo dai pediatri o rimboccarsi le
maniche quando la baby-sitter non c'era. Se io avessi continuato a lavorare era evidente che ce la
saremmo dovuti sbrigare tutt'e due e sarebbe stato impossibile. Così quindi, il mio licenziamento gli
aveva evitato di dover articolare, scrupolosamente, una proposta per convincermi che la cosa
migliore, data la sua nuova situazione, era che io lasciassi il mio lavoro. Se l'era già studiata. La
stava architettando da quando il test era risultato positivo.
Nonostante tutto mi sono iscritta alle liste di disoccupazione. Ho inviato una ventina di
curriculum e sono stata ad una cinquantina di colloqui, ma non appena vedevano il mio stato
avanzato di gestazione, mi chiedevano il recapito telefonico e, con un sorriso a trentadue denti,
dicevano che mi avrebbero chiamato. Il telefono, come c'era da aspettarsi, non ha mai squillato.
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Quando finalmente ho partorito quel figlio tanto atteso e i suoi piccoli ululati da cucciolotto
umano sono entrati nella nostra vita, cambiando il nostro presente, consumando il nostro tempo,
limitando la nostra libertà, ho capito che era ritornato l'amore. È entrato nella mia vita e, come tante
altre volte, mi ha rubato la libertà. Mi ha tiranneggiato prendendosi tutto quello che mi apparteneva.
Storpiava il mio nome, ha dissimulato le mie necessità con le sue. Ha fatto sì che scavassi nel fondo
della mia anima, che mi annullassi per dedicarmi esclusivamente a lui. Questa volta aveva un
cognome diverso. Non poteva essere più ancestrale, era più profondo di quello che io avevo
conosciuto. Si è approfittato della mia ignoranza e ha preso possesso di me. Poco a poco la sua vita
mi ha sommerso, le sue necessità mi hanno sommerso, fino a far morire, ancora una volta, le mie
inquietudini.
Adrían è cresciuto felice, bello, genuino come la natura, pieno di attenzioni e meticoloso
come lei. Senza principi, avido, e come tutti: egoista. Per tre anni ho fermato il tempo. Sono
ritornata ad essere felicemente stupida, monotona e indispensabile a part time, una parzialità che
non avevo tenuto in conto.
Invecchiata, intubata dall'amore materno, nuovo e incauto, mi sono aggrovigliata tra le sue
zampette piene di biberon e pannolini da cambiare. Ho lasciato che i suoi occhi neri varcassero la
soglia della mia anima, rendendomi vulnerabile ad ogni suo pianto. Sono stata felice, nonostante le
rinunce, nonostante abbia dovuto accondiscendere, lo sono stata. Lo sono stata finché non se n'è
andato.
Sta albeggiando, la notte è passata veloce, avvolta da queste confessioni che le avrei voluto
fare da tanto tempo. Nutrita dalla maledetta insonnia che accompagna la mia solitudine da anni. La
mia mano trema, per troppo tempo sono rimasta a parlarle di me, di ciò che sono e di ciò che
sento… di ciò che sono stata, di queste piccole cose che il tempo trascina con sé qua e là.
Le stelle si perdono senza lasciare il tempo di vedere la loro luce, offuscata da un'altra luce
artificiale, quella che illumina questa grande città. Mancano appena trenta minuti per prendere il
volo che ci porterà alla grande diga, e più tardi alla città che le ha dato il nome, prima meta del mio
tanto atteso viaggio. Dall'aereo, se le nausee, le vertigini e la paura che mi esplode dentro mi
daranno tregua, forse scriverò di nuovo. Se supererò la stanchezza di questa orribile notte insonne.
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Assuan, che i greci battezzarono con il bel nome di Elefantina, si erge in tutto il suo splendore
sotto questo aereo piccolo e insicuro. La stanchezza ha fatto sì che il mio sistema nervoso smettesse
di funzionare con normalità. Credo fosse questa la ragione per cui non ho provato alcun senso di
vertigine.
Sotto, la grande diga di Assuan soffoca le grida della furia, ancora vive, del grande Ramses II
dinnanzi alla violazione del suo grande capriccio: il tempio di Abu Simbel, perso nel deserto di
Nubia. I quattro colossi si ergono vittoriosi in salvo dalle acque del potente, dell'ancestrale Nilo,
sfidando la morte con la loro bellezza, cercando di sfiorare Dio con la loro grandezza. Nefertari è
inerte a lato del suo signore. Viva, immortale nel suo tempio si lascia immaginare bella a occhio
nudo. Paziente anche dinnanzi alla sofferenza, intelligente, avida di passione, eterea e silenziosa
dentro me. I suoi occhi grandi riflettono i papiri, privati nella pressa dello zucchero e dell'acqua che
danno vita a questa pianta dalla forma piramidale. L'intreccio delle sue fibre si fa teso, forte,
inalterabile, proteggendo nella sua ruvida superficie l'immagine della perfezione incarnata in un
volto di donna.
Il lago Nasser, figlio del progresso, artefice di villaggi che si sono appigliati alla sua creazione
vedendo in lui il loro unico salvatore, mostra le sue acque dolci. Le montagne di sabbia accarezzano
i nostri occhi, mettendo in moto, con il loro vellutato contorno, la nostra immaginazione.
Il tempio di Philae giace asciutto nell'isola di Egelika, in salvo dalle acque del magnanimo e a
volte eccentrico Nilo. I suoi piloni si ergono immacolati, perfetti, ingannando il tempo, custodendo
nelle sue pareti il segreto dell'eterna giovinezza, forse consacrata dalle acque di vita di questo
grande fiume che allatta impetuoso il suo amato figlio: il grandioso, l'eterno Egitto. Intrappolato dal
tempo e dall'imprecisione umana, si erge solitario il grande obelisco incompiuto, che avrebbe
misurato 41 metri di altezza e pesato 1.267 tonnellate. Quel grande blocco di pietra che la bella
dama di Egitto, Hatshepsut, ha voluto far costruire. Varie crepe sono comparse in superficie e
questo ha fatto sì che non si staccasse dalla grande massa di roccia che lo circonda, trasformandolo,
per me, nel più bello di tutti.
Lo splendore di Venere ci accompagnerà durante le ore di navigazione lungo il Nilo, e allora
madre, riprenderò ancora una volta questo monologo.
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Sono passate tre lunghe ore da quando questa nave a forma di millefoglie percorre il Nilo, il
padre Nilo. Il sole cala piano, oscurando quest'orizzonte dilatato. Le sue dita larghe si aggrappano
alla superficie delle sue acque tingendosi di arancione. È un colore cangiante, pigmentato dalla
sabbia magica del deserto che avvolge il tutto. Ai lati, sulle rive, i paesini sembrano scivolare via.
Le piccole case di mattoni crudi mettono a nudo la grandezza e il triste splendore della povertà. Le
moschee si avvicinano, prendono d'assalto gli obbiettivi delle macchine fotografiche che invadono
la coperta della nave. Le moschee sono dappertutto; supermercati dell'illusione, succursali bancarie
della speranza.
Da quando mi sono imbarcata, me ne sto tra la gente cercando di preservare il mio anonimato.
Il mio aspetto non è quello della classica turista allegra, di compagnia, avida di esperienze nuove, di
informazione. Il mio aspetto e il mio animo sono… terribili. La stanchezza ha logorato il mio corpo
e il mio carattere. Il fatto che io mi emargini sembra preoccupare gli altri passeggeri, che cercano di
indagare per quale strana ragione abbia deciso di affrontare un viaggio così lungo e inusuale, che in
genere non si fa da soli, senza un compagno al mio fianco. A differenza degli altri, non ho
fotografato assolutamente niente. Non perché non avessi voglia, ma per il disorientamento cronico
che mi pervade da quando mi sono imbarcata per raggiungere questo paese. Un disorientamento e
una svogliatezza che hanno fatto sì che dimenticassi la macchina fotografica in hotel. Uno
smarrimento emotivo selettivo che mi permette solo di ricordare il passato e di perdermi nel
presente, e che ha catturato lo sguardo superbo della giovane guida araba che ci è toccata. Non
appena l'ho visto, madre, ho capito che era lui, l'arabo delle mie tele. È stato lui che mi ha portato
fin qui.
Omar è la nostra voce nell'oscurità. Le sue labbra sono le labbra della storia che ci parlano,
facendo sì che la nostra immaginazione voli con le sue parole, viaggi attraverso i secoli, respiri
l'aria quieta del passato. Quando i suoi grandiosi occhi neri incontrano i miei, mi sento terribilmente
felice. Quando si volta verso la riva della vita e la sua mano di dio egizio si allunga indicando
l'orizzonte, il desiderio di sentire la sua voce si acuisce. Omar sorride. Il suo volto assume
un'espressione di allegria durante le sue concise spiegazioni e, con lei, con la sua espressione,
scarica un grido di ansia nel mio corpo magro. Omar è giovane, forte, duro e un grande osservatore.
Mi ha sempre attratto tutto ciò che era sconosciuto e irraggiungibile. Lui si mostra distante,
ignaro delle mie inquietudini. I suoi pensieri schivano la mia analisi, rimanendo vergini,
insormontabili, senza nessun fondamento. La mia curiosità cerca di invadere questa intimità
apparente, perdendomi nei suoi occhi, nei suoi gesti, nel tono delle sue parole, ma i suoi occhi di
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falco spiccano il volo. Il suo cuore sembra agitarsi davanti l'evidenza di una preda facile, e culla il
mio grido con un sorriso furtivo che non so interpretare.
È insolito, difficile da spiegare il senso di vertigini che provo, l'attacco di pazzia che mi
pervade. La brama viscerale, incontrollata, di far parte del suo presente. Omar ha dato uno scossone
al mio cuore di pietra. Ha sentito il mio sorriso, si è soffermato sui miei pensieri e abbiamo riso
insieme senza sapere cosa dire. Ora desidero il suo corpo, anelando che anche lui, come ha predetto
Sheela, desideri il mio. Il vento mi porta indietro i capelli. Sento come osserva la mia mano, come
ruba i miei gesti, come sente il mio desiderio, è così bello sentire!
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L'aria profuma di sera di autunno, di mandarino e carta. Come profumava allora. Come
profumava quel giorno in cui Adrián, rimanendo a scuola, finalmente, ha smesso di piangere. Era
cresciuto. La linea del suo orizzonte aveva smesso di essere una strada di campagna, trasformandosi
in una grande autostrada su cui correre verso confini ben lontani dai miei, dove perdersi, incontrarsi
e perdersi di nuovo senza che ciò comportasse alcuna debolezza, né la minima preoccupazione.
L'acqua scorreva dai tubi di quell'orribile fontana che incoronava la piazza del paese, e io
vagavo senza sapere se andare a comprare il pane o mettermi a piangere. Nonostante ciò,
nonostante fossi errante e sola, ero un po’ felice. Sì, madre, felice perché il mio bambino cresceva,
però, allo stesso tempo, mi sentivo terribilmente triste, un po’ morta. Quei giorni erano pieni di ore
sterili. Sterili di grida, di risate, carenti di espressioni, delle sue insostituibili espressioni che
avevano ridotto, fino ad allora, la monotonia che pendeva dalle tende, che si impregnava della
polvere accumulata sugli scaffali, la mancanza di conversazione, di uno sguardo complice o di un
sorriso a tempo perso, di tutte quelle ore di tedio e solitudine.
Il sorriso caldo e compiacente, insieme all'affettuoso e intenso abbraccio, con cui Adrián mi
festeggiava ogni volta all'uscita da scuola, si era pian piano trasformato in un semplice e distaccato
"Ciao mami!".
Mentre lui tendeva le braccia cercando ad ogni luna di sfiorare il cielo, a me le stelle fugaci
avevano smesso di concedere desideri. Ho cominciato a chiudere gli occhi quando la loro scia ha
illuminato il piccolo orizzonte della mia terrazza accompagnata dal timore che qualche pezzo di
meteorite cadesse sugli insulsi gerani, che davano colore ai finestroni ornati in PVC bianco. Da
quelle finestre si infiltravano il vento del nord, la brezza estiva e il silenzio delle mattine gemelle,
impossibili da distinguere l'una dall'altra. Così somiglianti tra loro che hanno scombussolato la mia
realtà. Mi sono man mano adattata a quella situazione. Impunturando controfodere, inamidando
polsini, cucendo bottoni, progettando maschere, avevo la mente intasata.
La nave accarezza il profilo della piccola città di Edfù. Devo smettere di scrivere. Ra tira fuori
le dita e esamina il mio corpo. Qui tutto è diverso, anche lui. Ra si avvicina insistentemente,
annusando la nostra pelle debole e forestiera, graffiando la superficie del nostro corpo come un
grande cane da guardia che protegge il tempio del suo padrone. L'acqua scorre instancabile e una
delle frasi che compongono l'inno al Nilo si annida nei miei pensieri mentre lo contemplo: "Salve
Nilo, fiume raggiante che dai vita all'intero Egitto!".
Man mano che ci avviciniamo a Edfù, Horus comincia a farsi notare. Il vento sembra sbattere
le sue ali invisibili, rapide, perfette, terribilmente belle. I suoi occhi da rapace indagano sulla nostra
conoscenza piena di una cupidigia del sapere malsana e atemporale. Il grande dio falco aspetta nel
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suo tempio scrutando secolo dopo secolo l'orizzonte. Lì a Mammisi -il luogo del parto- rinasce
giorno dopo giorno.
Quando calerà la notte e Thot, il dio della luna, diverrà padrone delle mie parole, allora,
madre ci incontreremo di nuovo.
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All'interno della nave l'aria è densa. Il suo odore mi sommerge lentamente in quel passato che,
nonostante sia morto, si rifiuta di smettere di esistere. È una fragranza impregnata di legno e acqua,
antica come il mondo, e che, come lui, nasconde gelosamente la formula utilizzata nella sua
creazione. Somigliava al profumo che avevano i suoi armadi, madre. Quegli armadi con il fondo dei
ripiani e dei cassetti ricoperti dalla carta bianca. Al suo interno non mancavano le saponette di
lavanda messe da Lei tra i vestiti.
Ricordo i pomeriggi di ottobre, l'aroma che fuoriusciva dalle sue cerniere e che impregnava
per giorni i nostri vestiti. Mai nessun armadio ha avuto quell'odore, quella fragranza viscerale,
profonda, sicura e familiare che ha abitato gli armadi della mia infanzia. Nei suoi cassetti di legno
di pino ho conservato le castagne di novembre, i cuscinetti pieni di spille da sfoggiare ad aprile e le
mie prime poesie.
La quercia, la mia quercia. Quella ruvida quercia asociale e diffidente, che graffiava la mia
pelle durante le scalate a cui era sottomessa nei pomeriggi adornati di panini imbottiti di crema al
cioccolato, è rimasta impressa nei miei ricordi, nella mia corsa contro il tempo. In quei giorni in cui
non esiste ancora la paura di invecchiare. Anni dopo, uno dei suoi frutti ha fatto sì che l'ombra della
mia infanzia si ristabilisse nel mio giardino. Sotto il profilo dei suoi rami e il fruscio secco e
pungente delle sue foglie, ho visto avvicinarsi di nuovo gli inverni, i tristi inverni,
interminabilmente incompiuti, che pervadono la mia reminiscenza. Sono tante le cose che non ho
fatto! Tante le parole mai pronunciate, tanti i baci non dati, tanti i cuori non incisi nel suo tronco. In
quel tronco ruvido e secco che continua ancora oggi a crescere nel nostro giardino. Lì dove Mena,
nelle ore estive più calde, si rifugiava per dipingere.
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Sono rimasta incinta di Mena quattro mesi dopo che Adrián aveva cominciato ad andare a
scuola. La gravidanza non era prevista, non lo era perché Carlos ed io attraversavamo di nuovo un
periodo di crisi. Io passavo i giorni rinchiusa in una gabbia dorata, in compagnia solo dei miei
romanzi, la radio e un gruppo di madri della scuola che parlava solamente dei problemi scolastici
dei loro figli, del piatto forte della domenica, della depilazione laser o della confezione di questa o
quella maschera. Tutte attività in cui io ero completamente incapace. C'erano anche le tipiche
critiche dinnanzi al modo di essere o di vivere di alcune delle mamme dei compagni di classe dei
nostri figlioletti. Di solito, quando le riunioni prendevano quell'andazzo, mi alzavo da tavola con
qualche scusa improvvisa e abbandonavo, scusandomi, la colazione o la merenda. Le mie fughe
repentine mi hanno messo, per molto tempo, al centro di numerosi e svariati sospetti.
Carlos continuava ad essere immerso nella sua nuova ascesa che ci permetteva di pagare
l'intera ipoteca in tempi quasi record per una famiglia normale. Il suo obiettivo era vendere
l'appartamento senza una sola cambiale in sospeso e stabilirci fuori dalla capitale. Ha sempre voluto
vivere in una villetta, avere un giardino e un barbecue, un giardino che mai avrebbe curato e di cui
mai avrebbe goduto, a causa della lealtà e la piena dedizione alla sua impresa, dove mancava solo
che dormisse, ci vedevamo appena. Una delle conseguenze di questo allontanamento era che i nostri
rapporti sessuali diminuivano e diventavano sempre più saltuari, a tal punto che, le poche volte che
capitava, mi costava fatica mettermi all'opera. Il mio bisogno era più sentimentale che fisico.
Mentre lui moriva per venire al sodo, io mendicavo un semplice e pacato abbraccio. Una
chiacchierata a lume di candela, sentire il suo profumo mentre gli accarezzavo la nuca, sentire le sue
mani scivolare sulle mie cosce con desiderio, ma senza ansia. Avevo bisogno di sentirmi di nuovo
viva e desiderata, "incompiuta". Essere di nuovo donna, la sua donna.
Sono state le attenzioni di Mena e Adrián durante la loro prima infanzia a far sì che non mi
buttassi giù come avevo già fatto all'inizio del nostro matrimonio. È stato ciò che ha evitato che gli
mandassi il letto e il cambio in ufficio, qualcosa che, devo riconoscere, mi è passato per la testa più
di una volta. Questa era l'unica cosa che mancava nel suo ufficio affinché diventasse la sua casa.
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È trascorso un bel po’ di tempo prima che ci stabilissimo in quella zona residenziale, così alla
moda e così socialmente discutibile, situata nella periferia della capitale. Mena e Adrián si
affacciavano all'adolescenza e cominciavano a considerare vecchi gli uomini e le donne che
avevano l'età mia e di Carlos. Carlos, come sempre, viaggiava, viaggiava e viaggiava, più di prima,
più che mai. Io aspettavo, aspettavo e aspettavo, più di prima, più che mai. Così, la nostra nuova
vita, poco a poco, viaggio dopo viaggio, è diventata un ritrovo che non è più riuscito a riunirci.
Camminavamo lungo lo stesso sentiero, ma seguivamo un destino diverso. Io viaggiavo da sola.
Adrián e Mena si erano ambientati con successo in quel nuovo contesto sociale, socialmente
discutibile, al quale avevamo potuto accedere grazie alla mobilità territoriale del nuovo,
trascendentale e ben remunerato posto di lavoro del mio sposo.
Poco dopo esserci stabiliti nella nostra nuova casa, confinante con quella di Remedios dal lato
destro, il suo sorriso affascinante e perfetto ha attraversato le barriere architettoniche stabilendosi
come un monumento comunale nell'allora desertico spazio di terra che si sarebbe trasformato in
oasi, in una piccola prateria di viste condivise e barbecue assidui, di odori tostati e fumo di carbone
vegetale. Suo figlio, Jorgito, trascinava già il suo fantastico culetto per i vialetti circostanti il nostro
giardino. Sempre sporco, cominciava a dare il benestare al simpatico soprannome con cui Mena
l'avrebbe festeggiato più tardi: Attiluccio re delle piantine. Jorgito scalava con un ingegno innato
tutti gli ostacoli che incontrava sul suo cammino. Il cammino quotidiano che dava origine
all'incessante potatura manuale, del tutto artigianale, che praticava prima di dare inizio
all'ingestione di tutti i prodotti dell'agricoltura ornamentale che Remedios aveva messo nel suo
prezioso giardino. Insistentemente sottomesso all'aggressione del suo erbivoro cucciolo. Lui,
Jorgito, prediligeva specialmente le margherite bianche, che abbelliva con pugni di terra arricchita
dai sostrati che aggiungeva Remedios tutti i mesi. Mi abbagliava il suo faccino da bebè cattivo e
aggressivo, terribilmente trascurato, il modo in cui tirava i fiocchi di raso blu marino con cui la sua
instancabile e pulitissima mamma lo decorava come fosse un pasticcino, perché Jorgito era
commestibile. Così piccolo, così flessibile, così intelligente, così incantevolmente sporco, così bebè.
Remedios diceva che le stava togliendo la vita, la vita e la bellezza che le sue mani avevano sempre
avuto. Per Remedios, la pulizia, l'aspetto fisico e i cari e comodi barbecue di cui approfittava per
cucinare non appena un raggio di sole accarezzava il suo giardino, erano il sale della vita. Avrei
affermato che il buon funzionamento di alcuni dei suoi parametri vitali, in quei giorni, dipendeva
dalla loro realizzazione.
Quando ricordo il passato, vedo la sua immagine nitida, stupenda, perfetta, squisitamente
vestita e truccata, equipaggiata dietro il grembiule rosa, che tende le mani verso una salsiccia
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semicarbonizzata. Remedios era, ed è, straordinariamente semplice, impossibile da complicare. È
un dono, ho sempre pensato fosse un dono del cielo non vedere oltre il proprio naso.
Nonostante la sua loquacità materialista e senza senso, mi piaceva. Mi facevano impazzire le
stupidaggini che diceva costantemente, tutte condite con quel tocco indicativo del suo inglese
stentato che ha imparato sotto la tutela del suo audace papà, proprietario di una catena di insaccati,
la cui specialità era la salsiccia, la star indiscutibile dei barbecue accanto. La salsiccia grassa di papà
Fermín era squisita. Lo posso confermare, dato che durante le riunioni del vicinato, che risalgono
agli inizi della formazione dello stesso, tutti abbiamo avuto la possibilità di concederci questo
sublime e gratuito peccato di gola.
Senza Remedios, una parte importante della mia vita sarebbe vuota, priva di sorrisi e
semplicità. Anonima dello spirito della gente perbene. Perché Remedios è, nella sua ignoranza,
straordinariamente ingegnosa e divertente, ma soprattutto, perbene.
Abbiamo passato insieme tante notti. I pleniluni invecchiavano schiarendo l'orizzonte. Nel
giardino, i pipistrelli volavano senza sosta, monotoni, con una precisione assoluta, sopra le nostre
teste, invadendo il cielo oscuro, avvolti nella torbidità dell'imbrunire. Il liquore di ghianda lasciava
un vestigio di piacere che aderiva ai nostri pensieri e Silvio Rodríguez suonava in sottofondo, in
quell'angolo oscuro del salone. La sua voce si mischiava con la fragranza del gelsomino mentre il
fumo dei sigari scarabocchiava disegni nella veranda. Così, le assenze, quelle dei nostri mariti,
erano diventate le nostre. Insieme avevamo smesso di guardare l'orologio e avevamo fatto nostro il
cielo freddo della notte. I desideri si erano fermati lì nella veranda e il rumore del viavai di
macchine, che non si fermavano mai nel nostro garage, non ci faceva più del male. Durante quelle
chiacchierate eterne di caffè e birre, appesantite da patate fritte, in quelle domeniche pomeriggio
senza mariti, piene di bambini e della musica di Milanés e Silvio, siamo diventate sorelle, sorelle di
pene, desideri e carenze, complici nella solitudine.
Fino a quando lui, con la chitarra in mano, si è stabilito nella villetta di fronte.
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Il suo arrivo è stato come assistere in diretta ad uno spot pubblicitario. Come vedere Richard
Gere mentre interpretava Mr. Jones nella scena in cui lui passeggia su un ponteggio a parecchi metri
da terra, sorridente, deciso, pazzo, terribilmente pazzo, e maledettamente attraente. È sceso da una
Citroën 2CV gialla piena di valigie e custodie di strumenti musicali e senza vacillare si è diretto
verso di noi, che siamo rimaste nella veranda a guardarlo fisso come fosse un'apparizione. Ci
eravamo prese entrambe una sbornia dovuta al liquore di ghianda. Il nostro stato di "euforia" non ci
ha impedito di sentire il suo sensuale profumo, di apprezzare i muscoli delle sue braccia abbronzate,
il suo affascinante sorriso…
- Ciao! Ha esclamato mentre ci tendeva la mano-. Sono Andreas.
- Ciao! -abbiamo risposto contemporaneamente con la faccia da stupide, senza smettere di
guardarlo dalla testa ai piedi.
- Ho un problema -ci ha detto con un mezzo sorriso che lasciava intravedere una certa
diffidenza-, non avrò luce fino a domani e ho pensato che forse potreste prestarmi delle candele…
Non gli abbiamo dato solo le candele, ma il liquore di ghianda, del cioccolato e il
meraviglioso dolce che quella mattina Remedios aveva preparato per suo marito. Un marito che,
come il mio, aveva avuto il classico imprevisto e che sarebbe rientrato il giorno successivo. Così
abbiamo passato la prima notte con Andreas, ridendo fino all'alba, parlando del più e del meno, del
divino e dell'umano. Con più liquore che vergogna nelle nostre teste e sentendoci vive di nuovo.
Da quel momento abbiamo assistito a tutte le sue prove nel garage, sedute a terra su una delle
coperte che Andreas utilizzava per quasi tutto, perché Andreas non aveva mobili. In casa c'era solo
un materasso nella camera da letto, varie casse che utilizzava per tutto, come fossero uno strumento
multiuso, le sue chitarre e gli apparecchi di registrazione.
Man mano l'avvicinamento tra me e lui è diventato sempre più evidente e Remedios ha
cominciato a tirare fuori le tipiche scuse per lasciarci da soli quanto più tempo possibile. Quando
rifletto sulla reazione che ha avuto Remedios, ancora rimango colpita. Non le ho mai parlato
dell'attrazione che provavo per Andreas. Non le ho mai detto che quando i suoi occhi fissavano le
mie labbra e le sue mani mi sfioravano mi faceva tremare dentro. Tuttavia, lei lo sapeva, credo se ne
sia accorta già dalla prima sera.
Per due lunghi mesi ho assistito alla composizione di molte delle sue canzoni. Abbiamo fatto
lunghe passeggiate all'imbrunire, sotto lo sguardo inquisitore di mezza zona residenziale, anche se
stavo incollata al cellulare per paura che Mena e Adrían mi chiamassero dal convitto inglese in cui
Carlos li aveva immatricolati quell'anno. Abbiamo preparato la cena insieme, abbiamo messo le
candele sulla vecchia tela cerata che proteggeva una delle casse che spesso faceva da tavolo e
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abbiamo vissuto, abbiamo vissuto come non sapevo più fare da tempo. In quel periodo, Carlos era a
Londra, la crescita dell'impresa lo avrebbe trattenuto tre mesi nella capitale inglese, tre mesi in cui
le fondamenta della mia vita sono state colme di fiori selvatici nei vasi che ornavano il pavimento
vuoto della casa di Andreas di notte. Di candele che illuminavano ogni angolo della mia anima, di
country, di jazz, dell'odore che emanavano i bastoncini di incenso quando si bruciavano, dei testi e
degli accordi delle sue canzoni. Di quelle docce insieme dove i nostri corpi diventavano uno. Delle
sue mani che lavavano le mie braccia con il sapone sotto l'acqua che ci bagnava. Dei suoi occhi
attenti a non perdersi nemmeno uno dei nei della mia schiena. Di quei meravigliosi silenzi in cui ci
guardavamo solamente e che finivano sempre con un bacio.
Quando è finita, ho passato diversi mesi persa in un silenzio che nessuno aveva notato e di cui
nessuno, tranne Remedios, conosceva la causa. Ancora oggi, madre, quando ricorro a questa
abitudine malsana, tipica di noi umani, di ricordare i dispiaceri, le labbra mi si chiudono e mi costa
fatica articolare una parola senza che non scenda giù una lacrima.
Quando mio marito è tornato da Londra abbiamo dovuto ridurre i nostri incontri. Credo che
Carlos non abbia mai saputo ciò che era successo, e se lo ha saputo o lo ha sospettato, non lo ha mai
dato a vedere. Al suo ritorno ha notato qualcosa di diverso in me, ma, come sempre, non gli dava
tanta importanza, gli ha dato la stessa importanza che dava a me:
- Sei diversa -mi ha detto guardandomi dall'alto verso il basso. Cos'è, hai tagliato i capelli?
Sembri più giovane. -E ha continuato a camminare con il trolley dietro di sé verso la camera da
letto.
Due settimane dopo il ritorno di Carlos, Andreas è sparito dalla mia vita. Ricordo ancora
quella mattina perfettamente. Come di consueto, mi ero alzata alle sette circa. Era lunedì. Mi sono
affacciata dalla finestra della cucina, mi sono versata il caffè e con la tazzina in mano sono andata
in giardino a vedere la macchina di Andreas posteggiata all'entrata, per vedere come lui, dalla sua
cucina, alzava la mano per salutarmi, aspettando che Carlos uscisse di casa per incontrarci di nuovo.
Erano mesi che cominciavo le giornate così. Ma quel giorno lui non c'era. Al suo posto, sulla
persiana, c'era un graffito di una donna nuda sotto la pioggia. Ero io. La contemplazione del disegno
ha fatto sì che evitassi di uscire correndo e suonare il campanello con veemenza. Ho alzato la
cornetta e ho chiamato Remedios.
- Lo so -ha detto lei, se n'è andato. Stanotte mi ha lasciato un pacchetto a casa per te.
Accompagno Jorge all'asilo e te lo porto…
Conteneva solo un CD con la canzone che aveva composto per me, per la donna di acqua,
come mi chiamava lui. Non ho mai saputo più nulla di lui.
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Io e Andreas non abbiamo mai parlato della nostra relazione, dei perché, del futuro… ci siamo
lasciati trasportare e ci siamo vissuti senza nessun tipo di pregiudizio o vincolo. Lui non ha mai
messo in discussione il mio matrimonio, la mia vita, lo stile di vita così statico che conducevo. Non
ha fatto nessuna domanda, nessun commento, né ha mai preteso niente. Quella storia, la nostra
storia, è stata come quelle che nascono agli inizi dell'adolescenza, l'unica cosa importante era vivere
e, di conseguenza, sentire. Non abbiamo mai parlato della sua fuga, ma era evidente. Un futuro
inevitabile, perché lui era un nomade, un nomade di sentimenti. Io, un Drago millenario3 con troppe
radici emozionali che mi ancoravano a un'angoscia piena di dolore.
Quando penso, quando lo ricordo, lo immagino mentre fa felice un'altra donna, una delle tante
donne solitarie e mute che si spargono come fiori appassiti lungo i confini del mondo. Lo immagino
mentre gli si spezza il cuore per strapparle un bacio, un sorriso, una confidenza a bassa voce e a
testa bassa. Non mi fa male sapere che sarà un'altra quella a cui dedicherà le sue carezze, il suo
tempo, le sue canzoni. L'unica cosa che mi dispiace, che ancora mi ferisce l'anima, è non averlo
potuto baciare prima che andasse via. Baciarlo ancora una volta.
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Il drago è l'albero più antico di Tenerife.
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La mia vita era tornata all'avvilente normalità. I bambini erano tornati dal convitto, Carlos
continuava come sempre, a mettere piede in casa solo per dormire. Il padrone della villetta che
aveva preso in affitto Andreas aveva deciso di venderla. Lo ha fatto una mattina di agosto, quattro
mesi dopo la partenza di Andreas. Durante quei quattro mesi ho contemplato quel graffito sulla
persiana tutti i giorni, aspettando che la porta si aprisse e che apparisse lui, Andreas. Quella mattina
di agosto si è aperta. È apparso il padrone della villetta, con il secchio e lo straccio in mano, pronto
a chiudere con la donna di acqua. Ha pulito per diverse ore. Ad ogni strofinio esclamava a voce alta:
"Questi hippies di merda! Oltre che truffatore, pure graffitaro. Doveva toccare proprio a me, doveva
toccare proprio a me! Quando ha finito, ha messo dei cartelli con la scritta "Vendesi", uno su ogni
finestra.
Remedios e io siamo ritornate alle nostre chiacchierate in veranda, al liquore di ghianda e alla
musica di Silvio e Milanés. Lei, che condivideva con me le trame dei romanzi rosa che leggeva con
avidità, e io che cercavo di farle leggere anche qualcos'altro ogni tanto. Quell'autunno ho
cominciato a scrivere di nuovo, a scrivere e dipingere. Anche se mostravo a tutti le mie opere fatte a
matita, Carlos, davanti al mio lavoro non diceva altro che "Bello, tesò, molto carino" o, "Dopo gli
do un'occhiata con più calma. Sono in ritardo. In questo momento non riesco a concentrarmi, sono
overflow". Adrián mi suggeriva, con insistenza commerciale, di passare dalle matite all'olio perché i
miei disegni sarebbero stati più vendibili. Lo diceva cercando di convincermi che dovevo vendere
perché altrimenti, il fatto che mi dedicassi diverse ore al giorno a disegnare, non avrebbe avuto
molto senso. Mena diceva che erano dei disegni bellissimi, meravigliosi e se ne andava subito in
camera sua, dove la attendevano mail e telefono. In quel periodo passava la maggior parte del
tempo al telefono e al computer, il resto di fronte allo specchio del bagno o selezionando i vestiti
che avrebbe dovuto mettere per questo piuttosto che quell'altro appuntamento.
Nei giorni di pioggia, quando tutti se ne andavano, saliva in mansarda, sparpagliava i miei
disegni a terra, accendeva lo stereo, metteva il CD di Andreas e, con gli occhi chiusi, ascoltava la
sua canzone: That woman, la canzone che ha composto per me, la donna di acqua. Per molto tempo,
è stata quella l'unica cosa che riempiva e pacificava la mia anima: il suo raziocinio, il suo
conoscermi, il suo abitarmi. Perché lui mi ha abitato, ha saputo chi e come ero. Solo lui.
Dopo è arrivata Sheela.
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Dentro quel negozietto c'era odore di legno di pino, di asfalto, di incenso, di erbe medicinali e
di profumo sprigionato dagli ingredienti degli incantesimi. Il locale era situato in una stradina del
paese stretta e ripida, quasi in periferia. Io e Remedios avevamo sentito alcuni commenti sulla
proprietaria nel nostro quartiere. Si diceva che non si dedicasse solo all'omeopatia. Dicevano che
leggesse le carte e praticasse la magia nera. In paese questo insospettiva, soprattutto nei circoli
parrocchiali. Aveva un carattere maledettamente aperto, fresco e vitale. Così al di fuori dal
convenzionalismo e dalle regole da avere la spudoratezza di assistere alle funzioni religiose quando
le veniva voglia, nonostante sapesse che la sua presenza disturbava i fedeli. Il parroco le ha
manifestato, in più di un'occasione, che date le arti che esercitava nel suo negozio, non era molto
gradita nella sua chiesa. Che i fedeli gli facevano pressione, e quando meno se lo aspettasse,
nonostante i rimorsi, si sarebbe visto obbligato a non farla entrare. Pero lei, Sheela, faceva orecchie
da mercante di fronte agli avvertimenti del vecchio sacerdote, gli sorrideva pure con affetto, con
aria di assoluzione e con fare affettuoso. Poi, davanti lo sguardo quasi supplicante dell'anziano,
lasciava che il mormorio dei parrocchiani lì congregati accompagnasse i suoi passi. Si faceva il
segno della croce e entrava a pregare ogni volta che ne aveva voglia.
Erano passati più di cinque anni da quando Andreas aveva abbandonato la mia vita, e in tutto
questo tempo non avevo smesso di dipingere e scrivere. Ho esposto i miei lavori in diverse sale
degli assessorati alla Cultura dei paesi vicini. Ho venduto vari dipinti a olio e disegni a matita.
Avevo trasformato la mansarda nel mio studio ed ero più sola che mai. Una settimana prima che
Remedios mi convincesse a visitare l'erboristeria di Sheela, avevo iniziato una serie di tele.
Avrebbero raffigurato visi maschili di diverse razze. Avrebbero rappresentato ognuno di loro nelle
quattro tappe più significative della loro crescita: infanzia, pubertà, maturità e vecchiaia. Era un
progetto ambizioso che volevo presentare a un concorso il cui premio consisteva in due biglietti
aerei per l'Egitto. Da sempre avevo voluto fare questo viaggio e in quel momento vincere il
concorso poteva essere l'opportunità di realizzare il mio sogno senza dover chiedere a Carlos
nemmeno una peseta. Sapevo che non avrebbe fatto obiezione a pagarmi il viaggio, però era da
tempo che mi limitavo a chiedergli giusto i soldi necessari per la casa e i nostri figli. Le mie spese
personali le coprivo con le scarse entrate che ottenevo dalla vendita dei miei quadri e qualche
correzione letteraria. Anche se lui continuava a mantenere, sia agli occhi dei colleghi che del
vicinato, lo status fittizio di coppia di Hollywood, eravamo ogni giorno più distanti.
Nonostante i personaggi, i modelli dei miei quadri non fossero reali, nonostante non
esistessero se non nella mia immaginazione, prima di iniziare questa mia collezione di tele ho
dovuto documentarmi affinché il processo di invecchiamento dei volti seguisse i modelli naturali
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delle persone nel loro sviluppo fisico a seconda della razza e delle caratteristiche proprie di ogni
individuo. Remedios si era impegnata nel progetto a tal punto da mettere da parte la lettura dei
romanzi rosa e diventare la mia documentalista. Era tale la complicità e l'entusiasmo che
generavamo entrambe nella realizzazione del progetto che, se avessi vinto il viaggio lo avremmo
fatto insieme. Però io sapevo che non era capace di abbandonare nemmeno per un giorno il suo
Jorgito e Eduardo, suo marito. Nonostante ciò, fino all'ultimo momento ho sperato tirasse fuori le
palle e venisse con me, giusto con l'indispensabile. Il giorno in cui mi sono congedata da lei, le ho
mentito premeditatamente, l'ho fatto per non metterla nella situazione, nella crudele situazione, di
darmi ancora una volta le stesse spiegazioni di sempre. Di vederla piangere mentre mi diceva: "È
che io lo amo. Sì Jimena, lo amo con tutta me stessa. E anche lui, a modo suo, mi ama. Sì, Jimena,
anche se non ci credi, mi ama. Il suo unico difetto è che non riesce a resistere alle donne. Però…
ama solo me, non loro, Jimena, non loro". Finiva sempre per piagnucolare, dedicandomi uno
sguardo compassionevole che mi spezzava il cuore.
Eduardo era il suo principe azzurro, il principe delle favole che non l'ha mai liberata dalla
torre. Però…, come diceva lei, e aveva ragione: era il suo principe.
Ho cominciato la mia collezione con il volto di un bambino arabo, per poi continuare con la
sua adolescenza. Quando ho cominciato il disegno relativo alla maturità, i tratti della bozza
sembravano prendere vita. La matita scivolava sulla carta con veemenza. Ho terminato lo schizzo in
appena due ore. Era un uomo robusto dal mento pronunciato, con larghe sopracciglia, grandi occhi
neri, naso dritto e grande, carnagione scura e labbra carnose e grandi. Non aveva bisogno di un solo
ritocco. L'ho osservato per qualche minuto. Poi l'ho fissato nel sughero. Ho preparato cavalletto e
tela e ho cominciato a mischiare i colori. Mi ci sono voluti due mesi per finire il ritratto. Alla fine,
quando lo avevo già dipinto, ho chiamato Remedios per farglielo vedere. Non appena è entrata in
mansarda e ha visto la tela, è impallidita. Si è avvicinata al tavolo dove tenevo l'acqua e il liquore di
ghianda e si è servita un bicchiere che ha bevuto tutto di un sorso, come si è soliti fare con la tequila
nei bar messicani. Le mancava solo il sale sulla mano.
- Che c'è? Dimmi, che te ne pare? -ho chiesto trepidante.
- Perché ti sei fatta l’autoritratto con lui? Questo non fa parte della collezione? -mi ha chiesto
confusa.
Ho guardato la tela sbalordita. C'era il ritratto del giovane arabo, però a lato c'ero anche io, nuda
sotto una cortina di pioggia.
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Lo scacciaspiriti che pendeva dall'architrave oscillava, e un suono metallico ha avvisato del
nostro arrivo. Sheela se ne stava dietro il banco, in fondo al locale. Immersa nella lettura di un
grosso libro che, dall'aspetto, somigliava a un incunabolo. Sentendo il tintinnio si è tolta gli
occhiali, ha alzato la testa e mi ha fissata con quei begli occhi di miele. Dopo essermi presentata, la
rossa, Sheela, si è diretta verso la porta d'ingresso. Ha girato il cartello che era appeso sul vetro, ha
dato due mandate e ha chiuso le tende di velluto rosso.
L'erboristeria aveva una stanza contigua e lì, insieme alle erbe medicinali e ai prodotti
omeopatici, Sheela teneva delle sedute. Sulla mesa camilla c'era un vaso con l'acqua e con
all'interno una rosa di Gerico aperta. Di fronte al tavolo, due divani su cui Remedios e io ci siamo
sedute mentre Sheela si preparava.
Prima di andare all'erboristeria, Remedios aveva parlato con lei. Le aveva raccontato quello
che era successo con la mia tela. Era da un po’ che Remedios andava all'erboristeria, da quando le
era sopravvenuta un'eruzione sul collo a cui la medicina convenzionale non era riuscita a porre
rimedio. Sheela le ha preparato un olio che ha eliminato i foruncoli in una settimana. Da allora non
si recava all'erboristeria solo per i patimenti fisici, seppure leggeri, di cui poteva soffrire, ma per
trovare una cura per le pene, una porta aperta ai misteri dell'anima. Un sollievo per il suo cuore
stanco.
Mi ha parlato appena. Mi ha sorriso e appoggiando i gomiti sul tavolo con le mani tese verso
di me, con un cenno dei suoi occhi, mi ha fatto capire di darle le mie. Non mi ha guardato i palmi,
come pensavo avrebbe fatto. Mi ha preso le mani, le ha unite e le ha coperte con le sue, che
sembravano abbracciarle. Aveva gli occhi chiusi.
- Credo dovresti essere tu a sottopormi ad una seduta piuttosto che il contrario -ha detto
sorridente.
- Non capisco -ho risposto.
- Hai le mie stesse capacità. Sei veggente. Non mi dire che non ne sei al corrente perché non ti
crederei. -Ho sorriso timidamente-. L'uomo del disegno è una delle tue visioni. Farai questo viaggio
perché vincerai un concorso e sarà lì, in Egitto, dove lo conoscerai. Dimmi, perché hai così tanta
paura di lasciarti andare…?
Da allora le visite a Sheela si sono susseguite. Crescevano come la nostra amicizia. Poco a
poco, Sheela ci ha insegnato le arti della percezione. Abbiamo fatto lunghe passeggiate per la
campagna, durante le quali lei ci forniva indicazioni precise ai fini di percepire suoni che per noi
erano diventati inaudibili. Odori che il nostro senso aveva smesso di sperimentare. Abbiamo
contemplato la luna nelle sue diverse fasi e la ripercussione della sua luce sulle creature della notte.
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Abbiamo ascoltato il canto e il battito d'ali degli uccelli notturni e siamo riuscite a riconoscerli
senza vederli. Abbiamo imparato a camminare al buio, ad ascoltare il mormorio che si nasconde
dietro il rumore semplicemente con il nostro sesto senso. Siamo ritornate alle nostre origini, ad
essere come le altre creature, come i nostri antenati più lontani: intuitivi. Come gli sciamani aramei,
ai quali bastava osservare la rosa di Gerico per sapere quando e come sarebbe arrivata l'acqua alle
loro terre. Come loro, eravamo in grado di riconoscere un'anima ferita semplicemente guardando i
suoi occhi o ascoltando il tono della sua voce; e sapevamo il male che la affliggeva.
Le nostre riunioni, in campagna all'imbrunire o nel locale a lume di candela, avevano generato
più di un'allusione in paese e nelle zone residenziali circostanti. Tuttavia, le dicerie non solo
avevano portato pregiudizi e rancori alle porte dell'erboristeria, ma avevano fatto sì che ricorresse a
noi più di un'anima anonima in cerca di consolazione per le sue disavventure, consolazione dietro
un anonimato supplicato che noi, al di là di tutto, mantenevamo sempre. Ci è stata data la colpa di
più di un divorzio, di più di un'infedeltà e della strana sparizione della statua del Cristo che si
trovava all'entrata del negozio di un capo abusivo e ladro di bestiame. Quando abbiamo saputo del
furto, Sheela non ha potuto evitare di commentare che il Cristo non era stato rubato, ma era fuggito
dal locale. Ci hanno perfino ritenuto la causa di un'epidemia di cimici che aveva assalito
violentemente la parrocchia e le case di diversi fedeli.
Così, siamo diventate un trio inseparabile. I pettegoli ci avevano soprannominato "le streghe
di Eastwick", il nome dell'erboristeria di Sheela.
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In quei giorni siamo state felici. Sembrava che il destino, sempre in vantaggio, fosse caduto ai
nostri piedi, ossequiando il nostro diritto di scegliere. È stato così per mesi, quasi un anno. Quando
il silenzio si faceva spazio nelle nostre conversazioni, la paura che potesse succedere qualcosa in
grado di rompere quell'equilibrio ci ha sorpreso più di una notte mentre ci guardavamo fisso negli
occhi di fronte al liquore di ghianda. Nessuno parlava di quella strana sensazione di insicurezza che
assale ogni essere umano quando le cose sembrano andare per il meglio. Non toccavamo
l'argomento perché il solo fatto di parlarne a voce alta ci spaventava. Tutt'e tre eravamo consapevoli
del fatto che sarebbe successo qualcosa. Un avvenimento terribile che avrebbe segnato le nostre vite
per sempre. Soprattutto lo sapeva Sheela.
Giorni dopo essere stata picchiata per la prima volta ci ha dato appuntamento in un bar
all'aperto in periferia. Nonostante il caldo di quell'agosto, Sheela indossava una maglia a collo alto.
Si era truccata così tanto le guance e gli occhi, che le lentiggini nemmeno si vedevano. Riusciva ad
aprire l'occhio destro a stento e aveva il labbro superiore così gonfio che non riusciva a parlare
normalmente.
- Figlio di puttana! -Ho esclamato mentre le asciugavo le lacrime, piano, con i polpastrelli.
- Dio mio! Come ha potuto farti questo? Come si permette? -ha gridato Remedios inorridita.
- No, no, Remedios, non toccarmi lì -ha detto Sheela bloccandole il braccio-, credo di avere
due costole rotte.
Non ha voluto denunciarlo. Ha cercato mille scuse per convincerci del fatto che non l'avesse
aggredita volontariamente, per convincere se stessa di non essersi innamorata di un maltrattatore.
Ma disgraziatamente era così.
Lui sapeva che io conoscevo le sue intenzioni, che sapevo chi era e ciò che voleva. Per
questo, dal nostro primo incontro, evitava il mio sguardo, riusciva a sostenerlo solo per qualche
secondo. Una frazione di tempo che, secondo lui, non poteva permettermi di vedere oltre, di entrare
nella sua anima. Ma l'ho fatto. L'ho fatto, snocciolandogli un avvertimento.
- Se le metti un'altra volta le mani addosso, ti ammazzo -gli ho detto sottovoce quella notte in
cui Sheela ci ha chiesto di accompagnarlo alla stazione ferroviaria dopo la cena del suo
compleanno.
- Ti ammazzeremo. Lo faremo -ha rimarcato Remedios alzando la voce e attirando lo sguardo
dei viandanti verso la macchina.
Lui non ha risposto. È sceso dall'automobile sbattendo la portiera. Ci ha guardato con aria di
sfida, ha sputato sul marciapiede e con aria di sufficienza, da lontano, ha detto:
- Lei non ve lo permetterà. Mi ama -ha puntualizzato ridendo a crepapelle.
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Qualche giorno prima dell'ultima percossa, Sheela, mi ha regalato il suo ombrello rosso:
- È per te.
- Non posso accettarlo -ho risposto rifiutandomi di prenderlo-, te lo ha regalato tua madre. È il
tuo talismano. Ti ha sempre protetta.
- Non mi serve più. Chi meglio di una donna di acqua può prenderlo a partire da adesso…
Sapevo cosa stava per dire anche se non lo aveva ancora detto, e la cosa peggiore è che io non
potevo fare niente per evitarlo.
- Lo hai denunciato. Ha un ordine di allontanamento. Non credo si azzardi a ritornare da
queste parti -ho detto tentando di sfuggire a quel dolore. Cercando di farla stare zitta, di non farle
fare del male, di non farmi del male.
- Ho comprato questo a Remedios. Volevo fosse quanto più simile al mio. Vedi? Il manico in
legno, rosso sangue -ha detto senza rispondere alla mia domanda. Voglio che glielo dia tu, non
credo io avrò il coraggio per farlo.
- Sheela, non ti succederà niente -le ho detto stringendole le mani.
- So che mi ucciderà. Nonostante l'ordine di allontanamento, nonostante la vostra protezione,
lo farà. Quando succederà dovrai portarmi in Egitto con te, perché tu andrai in Egitto, è il tuo
destino. Una volta lì, ricorda che non potrai più ritornare. Mai più, per nessun motivo al mondo,
qualunque cosa accada, dovrai ritornare in Spagna. Dammi ascolto, le rune hanno parlato chiaro al
riguardo.
- Non continuare, non voglio che continui a dire queste assurdità. Non ti succederà niente.
Niente! Hai capito? -le ho detto sollevandole il mento affinché mi guardasse in faccia.
- Devi spargere le mie ceneri nel Sinai. Poi cantami la canzone di Alfonsina y el mar. Me lo
prometti? Promettimelo!
Io piangevo, piangevo come non avevo fatto mai. Ho pianto come quel giorno, il giorno in cui
mio padre è morto. Ho pianto per i secoli, per gli spazi infiniti di tempo, per le ere che sarebbero
venute dopo. Ho pianto per non piangere mai più a causa della stessa cosa, la stessa di sempre.
Lei mi guardava in silenzio, lasciandomi stare. Poi, dopo avermi asciugato le lacrime con un
fazzoletto di carta, ha sorriso e mi ha detto:
- Ricorda! Devi assicurarti che si tratti di un luogo non edificabile. Non sopporterei di vedere
costruire un edificio proprio sopra di me…
Oggi, il rumore dell'acqua che sbatte contro lo scafo di questa nave dalla forma di millefoglie
che percorre il Nilo mi rende nostalgica, triste, mi fa sentire il vuoto che la sua mancanza, la sua
assenza, ha lasciato dentro di me. Le prefiche della mia anima, del mio cuore, piangono per il
dolore.
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Sotto il suo ombrello rosso mi nascondo, mi proteggo. Cerco di placare il dolore che ancora
mi causa il suo addio.
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Ci avviciniamo a Luxor, un tempo la grande città di Tebe. Ezechiele aveva detto: "Tebe sarà
scossa violentemente…". Tebe, Tebe dalle cento porte, capitale dei faraoni del Nuovo Impero, si
lasciò andare agli avvenimenti dando ragione al profeta.
Ad ovest, dominando la necropoli di Deir-el-Bahari, il tempio della grande signora del Nilo si
alza vanaglorioso, con aria di sfida, conquistando con la sua grandezza l'essenza del dio Amon.
Hatshepsut ci aspetta. Collerica e piena di furia alza il suo mento barbuto. Immagino la sua potente
immagine, la grandiosità della sua creazione, la sovranità del suo regno, il potere della sua dualità.
L'aria profuma di erbe aromatiche come profumava allora, quando le sue spedizioni fecero ritorno
vincitrici dal mitico paese di Put. Immaginandola, mi perdo tra il mormorio del gruppo che è assorto
nella dimensione sovrumana delle colonne rettangolari che formano i portici del suo tempio. Riesco
a sentire il volo del figlio di Iside e Osiride che ci avvisa della loro vicinanza, della prossimità del
loro spirito, avvolto nel lenzuolo funebre sulla riva a sinistra del Nilo, immortalato nel tempio più
bello dell'interminabile Egitto. Il suo nome, il nome della signora del deserto, cancellato
incessantemente dalla combattività e dal machismo, è di nuovo enfatizzato, giorno dopo giorno, con
fascino e rispetto: Hatshepsut!
Omar sorride, le sue labbra profilano un'espressione calda che mi avvolge il cuore. Il vento fa
sì che i capelli mi coprano gli occhi e sfiorino le mie labbra. Lui allunga il braccio e indica la riva,
la tornita riva che dà accesso a Luxor. Il suo sguardo sfiora il ciuffo anarchico che mi copre la bocca
e si sofferma incuriosito sulle pagine che scrivo per Lei, madre, sull'ombrello rosso che, appoggiato
sopra le mie cosce, aspetta di essere aperto per proteggermi da questo sole rovente, dal sole e da lui.
Sento di nuovo questa sensazione di nausea, simile a quella che sentivo la domenica mattina.
Quelle domeniche disseminate da pipe e liquirizie, in cui mio padre, con la giacca di fustagno in
mano, riempiva i duri sedili dello scarcassato e stridente vagone diretto alla capitale con la nostra
grande famiglia. Ricordo Jaime e Ricardito, che irrimediabilmente, ogni santa domenica, finivano
per suonarsele di santa ragione, al punto di far succedere un disastro, per quei tappi di Slam e birra
con cui, poco dopo, grazie al colpo secco del dito medio e del pollice, sarebbero usciti vincitori di
un immaginario giro ciclistico di latta. Da ragazzi erano sempre cane e gatto. Tuttavia, anni dopo,
come se fossero gemelli identici, hanno scelto lo stesso corso di studi, si sono sposati con due
sorelle e si sono stabiliti in Australia. Il nostro rapporto è stato sempre distante, effimero e strano.
Nonostante nostro padre abbia lottato perché fossimo uniti, non ci è riuscito.
Riesco ancora a sentire il pianto di Juanillo e vedere quel ciuccio impregnato di zucchero e
anice con cui Lei, madre, lo zittiva miracolosamente. Il faccino paffuto di Carlota. Carlota era come
Susanita, di Mafalda, la stupenda Mafalda di Quino, con la quale mi sono sempre identificata. Non
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si separava mai dalla sua bambola. Quella languida bambola di cartapesta, imbacuccata dalla testa
ai piedi, coperta di cibo, indebolita dai baci e dagli abbracci incontrollati della sua prematura
mamma. Nel frattempo, io ero un tutt'uno con il ghiacciolo di arancia. Mi perdevo nel suo colore
squisito e artificiale, nel grembiule bianco del gelataio. È stato in quei giorni che ho avuto la
certezza di ciò che avrei fatto da grande. Avrei venduto gelati.
Le sue mani, le mani di Oscar, indicano uno dopo l'altro i luoghi più emblematici, mentre io
sogno di sfiorare le sue labbra, perdermi tra le sue braccia, e ho paura. Paura di un futuro che
sapevo fosse già scritto, già molto prima di questo viaggio.
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Secondo la polizia, l'assassino di Sheela, Antonio, era sparito senza lasciare traccia. Una volta
conclusa l'autopsia è stato ordinato un mandato di ricerca e di cattura, ma la polizia non è riuscita a
trovarlo.
Remedios e io ci siamo occupate del funerale della nostra amica, giorni dopo abbiamo
raccolto le ceneri e le abbiamo depositate in una borsa che Remedios aveva confezionato a mano
con i pezzi delle tende rosse dell'erboristeria. Nessuno ha chiesto dei suoi effetti personali né ha
assistito al suo funerale, pertanto ho dovuto farmi carico di Amenofis, il suo gatto persiano.
L'animaletto ha vagato per diversi giorni da casa mia all'erboristeria. Si sedeva alla porta e
miagolava aspettando che Sheela gli aprisse. La vicina mi chiamava quando sentiva il pianto triste
del felino e io, giorno dopo giorno, andavo a cercarlo e lo riprendevo. È stato così fin quando le
ceneri di Sheela non sono arrivate a casa. Da quel momento non è più andato all'erboristeria.
Passava le ore dormendo accanto al sacchetto rosso. Smetteva di vigilarlo solo per mangiare o per
avvicinarsi alla lettiera. Tranne il giorno in cui me ne sono andata. Quel giorno, Amenofis, mi ha
accompagnato fino all'uscita e, come se sapesse che la sua padrona se n'era andata definitivamente,
si è messo a correre verso la campagna.
Come Sheela aveva previsto, avevo vinto il concorso di pittura e ho scambiato i due biglietti
con soldi liquidi. Con lo scambio il premio perdeva consistenza, ma in quel momento non mi
sentivo in forze per farlo. Erano successe troppe cose, fatti che mi avevano segnato per sempre.
Dopo ciò che era avvenuto, Carlos si è mostrato più vicino che mai. Ha preso dei giorni di
vacanza e si è dedicato a me. Ha osservato i miei lavori di pittura, ha letto alcuni dei miei testi e ha
elogiato, come non aveva mai fatto, la mia capacità di scrivere e dipingere. È arrivato perfino a
alludere al fatto che avrei dovuto dedicarmi alla letteratura in modo professionale e che lui poteva
cercare qualche contatto se avessi voluto. Non so con esattezza quanto sia durata questa falsa estasi,
però ricordo chiaramente come un giorno tutto è tornato a essere come all'inizio. Aveva ripreso i
suoi viaggi e a rincasare all'imbrunire. Era riapparso l'odore di colonia femminile che sprigionavano
le sue cravatte di seta. Erano riapparse le chiamate telefoniche, le uscite di emergenza per andare in
ufficio…
Carlos era assolutamente cosciente di ciò che faceva. Per lui quei flirt non erano niente di più
che quello, flirt senza importanza. Flirt che negava sempre. Li negava tanto e talmente bene, che per
anni gli ho creduto. L'incanto se n'è andato poco a poco. Non era più la solitudine, il bisogno di
sentirmi donna, persona, amante… Il vero problema è stato che è arrivato un momento in cui non
volevo e non avevo più bisogno di far parte della sua vita. Mi ero stancata di sopportare, lottare,
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cercare un momento unico tra noi due che mi emozionasse, che lo emozionasse. Eravamo diventati
due sconosciuti che condividevano casa, conto corrente, figli e letto.
La nave si è fermata. Dalla superficie dell'acqua, un rombo immaginario mi chiama
erroneamente Ilsebill. Il rombo sospira e, guardandomi con la coda dell'occhio, fa l'occhiolino a
Omar di nascosto. Lui mi guarda di sbieco e sorride. Sorride solo a me.
Questo è l'ultimo giorno di crociera. Domani partiremo, per mia disgrazia, in aereo, verso Il
Cairo.
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Ieri notte i suoi occhi sono stati i miei. La luna illuminava superba l'orizzonte, un orizzonte,
madre, troppo lontano dal suo, troppo distante e diverso da tutti gli orizzonti che sono passati dalla
mia vita. La sua linea era delimitata dall'oscurità dello sguardo di Omar, dalla pelle dorata delle sue
mani, mentre l'eco delle voci rimbombanti dai megafoni si perdeva dal grande Lago Sacro.
L'aria odorava… in realtà non odorava di niente, né il vento si faceva sentire. Il rombo
camminava insieme a me, e Günter Grass insinuava in me con estrema esigenza, con dispetto, quasi
con un insulto, l’ottusità, la lentezza nell'arte della lettura, nel dono della percezione rapida delle
parole. La mia copia de Il rombo mi accompagna sempre, inesorabilmente, in tutti i miei viaggi. La
storia di questo pesce a cui Günter ha dato vita nel romanzo che porta il suo nome ha fatto sì che
quest'esemplare diventasse il pesce della mia vita, il caro pesce di tutta la mia esistenza. Le poche
pagine che sono riuscita a leggere, fino ad oggi, non mi hanno più fatto mangiare il rombo. Ieri
notte, la sua figura danzava tra le ombre del dolce Nilo. Mentre leggevo i dialoghi cercavo di
immaginare, senza riuscirci, la sua voce tranquilla.
Omar sorrideva tutto coperto lì vicino alla poppa, e io cercavo di ignorare la sua presenza. Ho
avvicinato così tanto il romanzo al mio viso che stavo per cadere dal parapetto, che era più vicino di
quanto pensassi. In quel momento, si è avvicinato Omar e i nostri sguardi si sono incrociati
pericolosamente.
L'ombra dell'utopico e brutto rombo era rispuntata sulla superficie del Nilo. Torcendo la sua
bocca schiacciata ha cercato di attirare l'attenzione di Omar, ma le mie mani hanno chiuso lo
splendido romanzo e il rombo è affondato, ancora una volta, nelle sue pagine:
- È Il rombo? Quello di Günter Grass? -mi ha chiesto dedicandomi ancora una volta il suo
splendido sorriso.
Ho assentito con un cenno della testa. Senza aprire bocca. Cosa avrei dovuto raccontargli di
quel libro eterno che faceva quasi parte della mia anatomia. È così che sarei dovuta rimanere,
sempre zitta, ma morivo dalla voglia di parlare con lui. Di parlare da soli, come eravamo in quel
momento. Ho fatto una delle cose più stupide che avrei potuto fare e che mai avevo fatto: mentire.
- È la seconda volta che lo leggo -gli ho detto con aria di intellettuale.
In quel momento mi è sembrato che l'impresentabile pesce avesse dato un colpo di coda dalla
rabbia in quelle acque di carta e il romanzo è caduto a terra rimanendo aperto proprio a metà. Lui ha
guardato il libro, dopo ha guardato me, si è chinato, lo ha raccolto da terra e ha messo il segnalibro
al suo posto. Facendo scivolare il palmo della mano sulla copertina ha detto:
- Che strano! L'ultima metà è come nuova.
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- Sììì? -ho risposto guardando la coperta come se il romanzo fosse ancora lì, cercando di
evitare che notasse l'imbarazzo che mi aveva causato la sua osservazione.
Mi ha dedicato uno sguardo accondiscendente e ironico al tempo stesso e mi ha offerto una
sigaretta. Ho conservato subito quel bell'acquario di carta nella mia borsa, evitando così che il
pettegolo e impresentabile pesce d'alto mare mi mettesse di nuovo in imbarazzo.
- Nemmeno io ho finito di leggerlo -ha detto burlone-. Ci sono così tanti bei libri, che quando
una lettura non ci prende bisogna lasciare spazio ad un'altra -ha concluso mentre io avvicinavo
lentamente l'estremità della sigaretta al suo accendino.
Omar mi piaceva, sì, madre. Moltissimo.
- Grazie! -ho detto.
- Whisky? -ha chiesto porgendomi la sua fiaschetta.
Quella è stata la prima notte che abbiamo passato insieme. All'alba il sole è sorto come
sempre, come di consueto. Mentre vedevo nascere la nuova alba, ho detto:
- Guarda Omar, lì! Vedi? È Ra.
Era cambiato tutto. Anche il sole.
In quel momento, Omar, accarezzandomi le labbra con le dita, ha detto:
- Devo ritornare in cabina. Una volta giunti al Cairo termina il mio lavoro con il vostro
gruppo. Mi piacerebbe rivederti, stare con te durante la tua permanenza nella mia terra. Voglio
accompagnarti alle piramidi. Voglio spargere con te le ceneri di Sheela, lo devo a lei se ti ho
conosciuto -ha aggiunto aprendo l'ombrello rosso e, mettendolo sopra di noi, nascondendo i nostri
volti sotto di lui, mi ha baciato.
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Ho chiamato Remedios appena due ore fa:
- Era preoccupata. Perché non hai chiamato prima? -ha detto senza dissimulare la sua
angoscia e la sua arrabbiatura.
- Non volevo parlare con nessuno, almeno i primi giorni -le ho risposto con voce tranquilla-.
Tu stai bene?
- Sì… diciamo… più o meno -ha risposto.
- Come più o meno? -ho chiesto preoccupata.
- Il giorno dopo che te ne sei andata hanno trovato la macchina di Antonio nella diga -ha detto
con tono sentenzioso-, il cadavere non c'era. Hanno rastrellato il fondale però non c'è. Non c'è.
Jimena, il corpo non c'è.
- È impossibile, impossibile. Era ubriaco, completamente ebbro. Non credo sia stato in grado
di liberarsi.
- E se lo ha fatto. E se è riuscito a liberarsi e ti sta cercando. Jimena, Santo Dio! Forse Sheela
si riferiva a questo quando ti ha detto che se fossi andata in Egitto non saresti mai più dovuta
ritornare in Spagna. Se è uscito vivo dalla diga ti starà cercando per ucciderti. Non si darà pace fin
quando non ti troverà…
Ho sudato sette camicie per farle abbandonare il tema, perché cambiasse argomento. Dopo,
quando sono riuscita a farglielo dimenticare, mi ha fatto una relazione esaustiva di tutto ciò che era
successo da quando me ne ero andata. Mi ha raccontato, quasi piagnucolando, di come era afflitto
Carlos, che vagava da casa nostra a casa sua come un fantasma, chiedendole che aveva fatto di male
per far sì che andassi via in quel modo. Dicendole quanto gli mancavo, quanto mi amava. La paura
che aveva al solo pensiero che non tornassi più.
- Jimena, il mio Eduardo e io stavamo per dirgli molte cose, però non siamo noi che… sai?
Non siamo noi.
- Certo che no, proprio il tuo Eduado è il meno adeguato -l'ho detto, pentendomene nello
stesso momento in cui l'ho fatto.
- Lo so, lo so, però lui, anche se non ci crederai, ti dà ragione. Eduardo dice che hai fatto bene
a staccare la spina momentaneamente. Perché è solo momentaneamente vero?
- No, non lo è. Gli chiederò il divorzio. Sono anni che la nostra storia non ha più senso,
nessun senso. Quando ritornerò andrò in paese, con mia madre. Continuerò a dipingere e forse
deciderò di proporre i miei romanzi a qualche casa editrice o agenzia.
- Di questo volevo parlarti -ha detto. Vedrai, Mena e io abbiamo fatto una cosa.
- Cosa? Che cosa?
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- Abbiamo inviato a un'agenzia letteraria l'opera che più piace a entrambe: In un angolo
dell'anima. Vogliono presentarlo al pubblico. Puoi metterti in contatto con loro da lì. Tua figlia gli
ha detto che sei in viaggio in Egitto. Dicono che non c'è nessun problema, che possono aspettare
che ritorni.
- Però, Remedios, come avete potuto farlo? L'opera non è terminata.
- Per te mai niente è finito, fino all'ultimo hai sempre qualcosa da correggere. L'opera,
terminata o no, è ottima. Voglio pensare che non ti farai scappare questa opportunità, vero?
- Per il momento preferisco lasciar perdere.
- Come puoi dire così?
- L'unica cosa che voglio in questo momento è riposare, non pensare a niente. Ho soldi per
fermarmi qui due mesi. Ho anche sistemato il visto per restare qui in questo frangente di tempo.
Voglio fotografare per i miei oli. Per quanto riguarda il romanzo ti ho già detto che è incompleto.
Durante il viaggio sto scrivendo delle lettere a mia madre che sicuramente inserirò nell'opera.
- Saprai tu ciò che devi fare… nessuno meglio di te lo sa. Noi abbiamo inviato il testo perché
pensavamo che ti avrebbe fatto piacere, però vedo che la cosa non è stata di tuo gradimento. In
quanto a tua figlia, dovresti chiamarla. È con te, appoggia tutto quello che fai, però ha bisogno di
sapere che stai bene, non credi?
149
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Quando ho chiamato Mena la sua voce è stata come un soffio di vita attraverso la cornetta:
- Come stai? Perché non mi hai chiamato prima?
- Mi dispiace, tesoro, avrei dovuto chiamarti lo stesso giorno che sono sbarcata, ma non avevo
la forza per farlo e ne ho avuta ancora meno dopo aver parlato con tuo padre.
- È arrabbiato con me. Non mi perdona il fatto che io ti copra. Lo sai… è molto testardo.
Credo che se non ritorni presto lo ucciderai. In fondo non sa vivere senza te.
- Beh, dovrà abituarsi. Chiederò il divorzio. -C'è stato un silenzio che mi è sembrato
un'eternità-. Mena… sei ancora lì? -le ho detto, preoccupata per la sua mancata risposta.
- Sì -ha risposto con un mormorio.
- Figlia mia, che c'è? Non dovresti stupirti. Conosci la mia situazione. Hai vissuto la mia
disavventura, la mia solitudine. Sai quanto ho dovuto lottare per il mio matrimonio. Era una cosa
prevedibile già da tempo. Non puoi chiedermi di sopportare ancora, non ha senso e sarebbe egoista
da parte tua.
- Le persone cambiano, mamma -ha detto con tono recriminatorio-. Lui sta cambiando. È un
uomo buono, papà è un uomo buono. Non ci ha mai trattato male e non ci ha mai fatto mancare
niente.
- Sì, Mena, a me sono mancate tante cose, tra cui rispetto e attenzione emotiva.
- Però, perché non gli dai un'opportunità? È la prima volta che vai via di casa e solo ora lui ha
capito quanto ha bisogno di te. Ha perdonato la tua infedeltà -ha detto riferendosi a Andreas- questo
per te non conta?
- Mi ha perdonato…! -ho esclamato indignata.
- Sì, mamma, l'ha saputo due mesi dopo e non ti ha mai detto niente perché ha capito che era
colpa sua.
- Lo viene a sapere e lo dice a te, mentre a me non dice niente di niente. Incredibile!
Incredibile e vergognoso. Quando te lo ha detto? -ho chiesto bruscamente.
- Dopo la tua chiamata dall'Egitto. Era distrutto e credeva te ne fossi andata con qualcuno, che
non viaggiassi da sola. Io gli ho ribadito più volte che non era vero, che avevi bisogno solo di
staccare la spina per un po’, di pensare, ma dato che non hai salutato nessuno, tranne Remedios, ha
pensato che tu non viaggiassi da sola. In qualche modo è logico, non credi?
- No, non credo. Se lui mi ha perdonato un tradimento non so quanti gliene ho perdonati io…
ho perso il conto -ho detto con rabbia.
- Mamma, lo so, ti capisco e hai perfettamente ragione, ma credo che dovresti rifletterci. Papà
è distrutto, ti do la mia parola.
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- Mena, tesoro, non c'è più nulla su cui riflettere. Non c'è nulla da perdonare. Voglio bene a
tuo padre, gliene ho sempre voluto, è fuor di dubbio e non lo posso negare, ma ormai non sono più
innamorata di lui. Lui, lo hai detto anche tu, ha bisogno di me, ha solo bisogno. Questo non è
amare…
Mi è giunto il suo pianto attraverso la cornetta, chiaro e straziante. Non ho mai sopportato di
sentirla piangere, mai. Abbiamo parlato dell'argomento per qualche momento ancora, finché non
sono riuscita a farla calmare, finché non è riuscita a farmi promettere che quando sarei ritornata
avrei parlato con suo padre, che avrei cercato di fargli capire, perché così, almeno, gli avrei evitato
di continuare a vivere nella disperazione, condizione in cui lei assicurava si trovasse Carlos. Su
Adrián mi ha detto che non dava importanza né al mio viaggio, né alla reazione di suo padre. Per
lui, quella era una crisi logica data la situazione che vivevamo entrambi e che lui conosceva da
tempo. Abbiamo parlato anche della risposta dell'agenzia letteraria e dei prossimi esami, e mi ha
fatto tremare di preoccupazione quando mi ha raccontato le sue disavventure con il giovane
studente di medicina che le aveva spezzato il cuore. Ho tremato per lei, in amore era come me:
utopia nel senso più ampio della parola.
- Calcolo, se tutto va bene, che mi fermerò qui due mesi -le ho detto entusiasmata-. Voglio
fare fotografie per varie collezioni che si ambienteranno in Egitto. Credo che potrò piazzarli con
facilità. Voglio anche lavorare sul romanzo che avete mandato all'agenzia. Se lo finisco e mi piace
il risultato, forse potrei prendere sul serio il fatto di dedicarmi alla letteratura. Vado a cercare un
appartamento o una pensione, gli hotel non rientrano nel mio budget.
- Se hai bisogno di soldi li chiedo a papà e te li mando -ha detto.
- È fuori da ogni discussione. Quando mi renderò conto di non poter più continuare a stare
qui, ritornerò. Ho il biglietto aperto. Nel caso in cui succeda qualcosa puoi lasciarmi un messaggio
in hotel. Non appena avrò il nuovo indirizzo te lo darò.
- Posso dare a papà il telefono dell'hotel? -ha chiesto timorosa.
- No -ho risposto bruscamente.
- Tu saprai quello che fai, però credo che con papà tu stia sbagliando…
Ah, immagino che Remedios ti abbia detto che hanno trovato la macchina di Antonio nella
diga. Il gran figlio di buona donna avrà avuto un incidente e ha avuto pure la fortuna di uscirne vivo
e scappare…
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Sono in questa città da tre settimane e fino ad oggi non ho potuto rimettermi a scrivere. Alla
fine sono riuscita a prendere in affitto un appartamento. È un attico. La terrazza è il doppio della
casa. Se non fosse stato per Omar, probabilmente sarei ancora in hotel.
Domani, Omar e io usciremo alla ricerca di tele e oli. Non avevo programmato di cominciare i
quadri qui. All'inizio avevo pensato di scattare fotografie e cominciare le collezioni una volta in
Spagna, in paese, insieme a Lei, madre. Però Omar mi ha suggerito di fare le bozze con dei modelli,
che dice poseranno per me senza problemi anche in strada se lo desidero. Credo che sia un'idea
fantastica.
Dopo aver terminato la crociera ci siamo rincontrati in hotel e da allora non abbiamo passato
una sola notte senza dormire insieme. Questa relazione è strana, se non fosse per i sentimenti che
entrambi mostriamo senza controllo, direi che è quasi irreale. Di lui non so quasi nulla. Non mi ha
raccontato niente della sua vita. Né tantomeno gli ho chiesto. Ci siamo limitati a stare insieme, a
vivere il momento, l'immediato presente come se entrambi sapessimo tutto l'uno dell'altro. Lui
ascolta affascinato tutto ciò che gli racconto.
Non so per quanto tempo riuscirò a sopportare questa situazione, il non sapere nulla di lui,
della sua vita, del suo passato. Quando va via la mattina, quando non mi dice dove va, a che ora
ritorna o se ritorna, un po’ muoio. Provo paura, la stessa paura che sentivo con Andreas, perché ho
il presentimento che anche lui, prima o poi, mi abbandonerà. Questa volta, madre, non so se riuscirò
a sopportarlo.
Ieri notte, mentre dormiva, ho disegnato il suo corpo nudo. Ho tracciato ogni suo contorno, le
sue mani, le sue gambe, la sua schiena… L'ho fatto trasportata da una passione smisurata, rara, la
stessa di quando l'ho ritratto per la prima volta, quando ancora non sapevo della sua esistenza,
quando non lo conoscevo ancora. Quando si è svegliato mi ha sorpresa con la tavolozza in mano.
Ha guardato il quadro, si è alzato e mi è venuto vicino. Mi ha abbracciato e mi ha baciato le mani,
che tremavano ancora. Dopo ha asciugato le mie lacrime che scorrevano sulle mie guance. Mentre
le sue dita sfioravano le mie labbra, ha detto:
- Non ti lascerò, ti do la mia parola. Sei arrivata nella mia vita come una tormenta di sabbia e
sono ancora un po’ disorientato. Puoi capirmi?
- Ho assentito senza credergli-. Devi essere paziente con me -ha concluso con tono
supplicante.
Credo a ciò che dice, ma non posso evitare di pensare che al di sopra dei suoi sentimenti, delle
sue intenzioni, ci sia qualcosa di più forte, che trasforma le sue parole in una chimera. Tremo ogni
volta che lo vedo uscire dalla porta e si perde nel tumulto, quando la sua figura si perde tra i
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viandanti che vanno di fretta, quando svanisce come se fosse un fantasma. So che prima o poi lo
perderò.
- Grazie! -gli ho detto mentre se ne stava andando.
- Mi piaci, Jimena. Mi fai stare bene. Mi raccomando! Alle cinque. Abbiamo appuntamento
alle cinque? -ha chiesto.
Ho assentito con un cenno del capo e gli ho sorriso, mentre andava verso l'ascensore. Come
sempre, sono corsa verso la terrazza per vedere la sua sagoma scomparire ancora una volta e, come
sempre, come ogni volta che va via, non so perché, madre, ho pianto di nuovo.
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Raquel è la mia padrona di casa. Una vecchia e saggia strega che è andata via dalla Spagna
per cercare di recuperare sua figlia. La figlia che le ha rubato uno sposo dispettoso. Di fronte alla
mancanza di sostegno da parte della giustizia, l'unica cosa che ha potuto fare per stare accanto alla
sua piccola, per vederla una volta alla settimana, è stato stabilirsi in Egitto. Con quello che ha
ricavato dalla vendita della sua casa in Spagna, ha comprato un piccolo appartamento e l'attico che
mi ha affittato. Da due anni si guadagna da vivere con l'affitto e qualche intrallazzo. Vive più o
meno bene. Quando si è stabilita in questo paese, riusciva a vedere la sua piccola tutte le settimane,
ma non è servito a niente. La bambina, per sua volontà, ha perso man mano i contatti con Raquel,
facendo della famiglia paterna la sua unica religione. Man mano si è allontanata da sua madre e dal
suo ambiente occidentale.
Quando l'ho conosciuta mi ha colpito la sua fisionomia, la bellezza fredda dei suoi lineamenti
che sembrava avesse acquisito tratti orientali, come se questi le appartenessero da sempre. Il suo
fisico era talmente inusuale, talmente fuori da ogni stereotipo, che le ho proposto di posare per me.
Ha accettato ad una sola condizione: che la bozza fosse per lei. Ho acconsentito con piacere. Da
allora, ogni giorno, abbiamo un appuntamento ineludibile.
Durante i nostri incontri, Raquel è entrata nella mia vita come se fosse un pezzo
indispensabile dell'ingranaggio che costituisce la mia esistenza, combaciando perfettamente e
millimetricamente in ogni parte. L'ultima cosa che le ho raccontato è stato l'assassinio di Sheela.
L'ho fatto dopo che lei, senza sapere niente del nefasto avvenimento, mi aveva chiesto cosa ne avrei
fatto delle ceneri della mia amica.
- Hai pensato dove spargerai le sue ceneri? -ha detto indicando il sacchetto rosso che tenevo
sempre appeso al palo del cavalletto.
- Come lo sai? -le ho chiesto con espressione di sorpresa.
- L'ho intuito. Non so invece a cosa sia dovuta questa sensazione di timore che ti assale ogni
volta che ti chiamano dalla Spagna, e perché quando ricevi queste chiamate guardi il sacchetto
rosso.
Ho lasciato la tavolozza e il pennello. Ho preso il sacchetto con le ceneri di Sheela e mi sono
seduta accanto a lei. Le ho raccontato tutto ciò che avevamo vissuto Remedios e io insieme a
Sheela. Ciò che lei significava per noi. Le ho spiegato come siamo arrivate a formare un trio
inseparabile: Remedios bionda, Sheela rossa e io mora, caratteristiche che, unite alle nostre attività
esoteriche, ci hanno fatto meritare degnamente il soprannome di "le streghe di Eastwick".
- L'ombrello rosso da cui non ti separi mai è suo, vero? -ha chiesto prendendolo-. Sai che,
contrariamente a ciò che molte persone pensano, è un simbolo di protezione molto forte?
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- Sì, Sheela me lo ha detto. Era di sua madre. A lei glielo ha regalato un'anziana maga
affinché la proteggesse sia dal male che dal bene che le si sarebbe presentato, perché a volte il bene
porta con sé cose nefaste.
- È proprio così. La pioggia e il sole possono apportare beneficio o danno. Se hai un
paracadute per entrambi, puoi dosare i due fenomeni nella loro giusta misura -ha risposto
sorridendo. Questa è la vera simbologia dell'ombrello: la protezione. Il colore rosso simboleggia la
forza, la bellezza, il successo e l'amore.
Non so come, ma lo ha fatto. Ha ripetuto una ad una le parole di Sheela. Forse è stato questo
che mi ha portato a raccontarle quanto era accaduto. Sheela sembrava stesse parlando attraverso di
lei dicendomi: sfogati, fallo! Per questo, ho cominciato a raccontarle tutto inaspettatamente, senza
che lei mi chiedesse cosa fosse successo la notte in cui Sheela è morta.
- Quel giorno, con Sheela eravamo d'accordo che mi avrebbe chiamato verso le dodici. Da
quando aveva denunciato Antonio e il giudice aveva emesso un ordine di allontanamento, lei, tutti i
giorni, prima di andare a letto, mi chiamava. Nel pomeriggio mi aveva detto che sarebbe andata a
fare delle compere. Aveva detto che se avesse ritardato un po’ sarebbe stato perché pensava di
andare a cena con un vecchio amico. Mi aveva detto che mi avrebbe chiamato non appena fosse
rientrata per confermarmi che stava bene, ma non l'ha fatto.
- Verso l'una di notte ho telefonato varie volte all'erboristeria e a casa sua. Alle due ho
riprovato e il telefono dell'erboristeria era occupato. Ho aspettato circa quindici minuti e ho fatto
nuovamente il numero, che risultava ancora occupato. Questo mi ha allarmato.
Dall'ultima volta che gliele aveva suonate di santa ragione, peggio delle altre volte, avevo una
copia delle chiavi di casa sua e del negozio. Preoccupata per la sua mancata risposta e la possibile
disconnessione della linea telefonica dell'erboristeria, ho deciso di andare al negozio e controllare
che fosse tutto a posto. Quando sono arrivata, il negozio era chiuso. Sono entrata e ho subito visto il
fiume di sangue lungo il cardine della porta del magazzino. Sono corsa via disperata.
Quando l'ho vista stesa a terra, con la testa riversa da un lato, immobile, coperta di sangue e
martoriata, ho capito che era morta, che Antonio l'aveva uccisa. La scena era dantesca, disumana.
Piangendo, furiosa, disperata e impotente mi sono diretta verso il telefono per chiamare la polizia.
Ho riattaccato per ripristinare la connessione e ho rialzato la cornetta tremante, lanciandogli contro
insulti e maledizioni. Quando, dalla finestra che dava sul retro del locale, ho visto la sua macchina,
la macchina di Antonio. Era inclinato sul volante. Senza pensarci, ho mollato il telefono e stravolta
sono andata da lui.
Quando ho aperto la porta del veicolo, ha inclinato la testa leggermente a destra. Non era
cosciente, vittima di un evidente coma etilico. L'ho spinto dalla spalla e il suo corpo è caduto sul
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sedile accanto. Sono ritornata al negozio e ho chiamato Remedios, dandole indicazioni precise,
ovvero di venirmi a prendere entro cinque minuti alla diga. Una volta ritornata in macchina l'ho
spinto, non senza sforzo, sul sedile destro.
Quando sono arrivata nella strada che confinava con la diga, ho fermato la macchina e l'ho
rimesso nel sedile del conducente. Gli ho attaccato la cintura e ho spinto il veicolo quanto bastava
affinché grazie alla forza d'inerzia scivolasse lungo la costa, mentre furiosa, piena di dolore e
impotenza, fuori di me, gridavo: te l'avevo detto, figlio di puttana, te l'avevo detto, ti avevo detto
che ti avrei ammazzato.
Remedios mi è venuta a prendere a un chilometro dal posto. Durante il tragitto le ho spiegato
cosa era successo. L'unica cosa che faceva era piangere, piangeva come non aveva pianto mai. Mi è
dispiaciuto averla messa in quella maledetta storia. Quando siamo arrivate al negozio abbiamo
chiamato la polizia. Avevamo dichiarato che, allarmate dal fatto che Sheela non rispondesse,
eravamo andate al negozio e avevamo trovato il corpo. Non abbiamo affatto menzionato Antonio e
non siamo mai più tornate sull'argomento. Non lo abbiamo fatto fino al giorno della chiamata in
Egitto, quando lei mi ha comunicato che avevano trovato la macchina nella diga e che il corpo non
si era ancora trovato.
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Domani, Omar e io andremo nella penisola del Sinai. Sheela non sarà più con me. Questa
piccola borsa di velluto rosso vino, dove conservo le sue ceneri, è diventata un pezzo del mio cuore
che, come tanti altri, dovrò abbandonare. Come lo è stato la mia cara bambola di pezza. Ricorda,
madre? Si chiamava Faccia di Patata. Ho sempre pensato di darle un altro nome, quello non mi
piaceva, ma la descrizione, a mo' di soprannome, con cui è stata ossequiata da Carlota, è diventata
uno pseudonimo che alla fine è rimasto il nome ufficiale. Ricordo quei natali e il tono di
rassegnazione e pena che aveva la voce di mio padre:
- Quest'anno la Befana dovrà essere solo per il piccolo, i più grandi dovranno accontentarsi.
Dobbiamo sacrificare le quattro mucche. Il veterinario ce lo ha confermato, non c'è altra soluzione.
Dovremo chiedere un prestito…
Quel giorno ho scoperto che dietro la Befana si nascondevano i genitori. Avevo otto anni.
Durante le vacanze estive avevo visto una bambola dalle lunghe trecce nella vetrina del negozio del
paese. Sembrava morbidosa e ho creduto fosse imbottita di cotone. Sognavo di strapazzarla,
schiacciandola tra le mie braccia. Quando l'ho vista ho pensato che sarebbe stato l'unico regalo che
avrei chiesto alla Befana. Da quel momento ho contato i giorni che mancavano a Natale. Per mezzo
anno ho sognato i poteri magici della Befana che l'avrebbero fatta volare fino ai piedi del mio letto.
Davo per scontato che se avessi chiesto un solo regalo lo avrei avuto senza dubbio, ma quando ho
ascoltato la conversazione tra Lei e mio padre, sono andata alla stalla e ho passato tutto il
pomeriggio lì, piangendo e accarezzando le povere mucche che sarebbero dovute morire. Ho
pensato a tutto ciò che avevate dovuto fare per riuscire a realizzare, anno dopo anno, le nostre
aspettative. Ho pianto per voi, per le mucche e per la mia bambola. Per quella bambola che non
sarebbe mai stata felice con un'altra che non fossi io. Non avrebbe mai potuto voler bene nessuno
quanto me. Mi conosceva. Tutti i giorni le lasciavo un bacio attaccato alla vetrina.
La bambola era finita in casa di Nieves, la figlia dell'infermiere, la mia inseparabile vicina e
compagna di classe. È stato il suo regalo della Befana più prezioso. Ho dovuto vedere la mia
bambola nelle braccia della madre della mia amica, mentre aspettava Nieves all'uscita da scuola,
pomeriggio dopo pomeriggio. Vedendola, pensavo a quanto fosse stato triste dover stare tra le
braccia di estranei, in una casa che non era la sua. I suoi occhietti di vetro brillavano con maggiore
intensità, trattenendo le lacrime di dolore. Immaginavo avesse freddo, lì, senza uno scialle di lana,
all'aperto, e morivo dalla voglia di averla, di cullarla tra le mie braccia. Anche Nieves era entusiasta
del suo regalo della Befana e non c'era stato verso di convincerla a darmela. Nonostante le mie
suppliche, le mie promesse e gli scambi che le ho proposto, non mi ha mai permesso di prenderla.
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Ho passato molte notti preoccupandomi per la mia bambola. Temevo che il fratello di Nieves,
soprannominato "Ivan il Terribile", l'avrebbe squartata come faceva con tutti i giocattoli. Le mie
paure sono diventate realtà. Un pomeriggio di febbraio ho sentito gridare la madre di Nieves.
- Te l'avevo detto, te l'avevo già detto, tieni i giocattoli lontano dalle mani di tuo fratello!
Anche tu devi fare la tua parte. Non posso passare tutto il giorno a castigarlo. Non vedi che niente
gli fa più paura, nemmeno le sberle.
Io guardavo dalla finestra temendo il peggio.
La signora Eugenia è uscita in strada con un sacco di stracci e cotone e li ha messi in una
borsa di plastica. Mi sono subito premurata di far sparire la borsa.
Faccia di Patata aveva perso gli occhi, aveva una mano lacerata e le belle trecce di lana nera
staccate dalla testa.
- Dove hai trovato questa cosa? -ha detto Lei.
- In strada. Mi puoi aiutare ad aggiustarla?
- Che manie stupide che hai, Jimena. Da chi avrai preso? Non so che pretendi di fare con
questi brandelli di tela.
- Non sono brandelli di tela. È una bambola di pezza molto carina -ho risposto stringendola a
me.
Ho passato la maggior parte dell'inverno cucendo Faccia di Patata. I suoi begli occhi che un
tempo erano stati due preziosi cerchi di vetro, erano diventati dei bottoni, ognuno di dimensione e
colore diversi. Quello sinistro rosso e quello destro nero. Carlota diceva che era strabica. Secondo
me, la diversa dimensione dei suoi occhi dava un tocco languido al suo sguardo, che faceva sì che le
volessi bene ancora di più. Le ho rifatto le trecce, ma la mancanza di alcuni ciuffi le ha lasciato la
nuca calva. Le ho cucito le mani. In una gamba le mancava un pezzo e quando l'ho messa in piedi
zoppicava un po', ma che importava! Con il tempo, ho pensato, imparerà a camminare come le altre,
e se non lo avesse fatto, l'avrei tenuta sempre in braccio, anche a costo di farla attaccare
eccessivamente alla sua mamma.
Quella bambola è stata la mia migliore amica, il miglior regalo che mi abbia portato la
Befana, perché ancora oggi continuo a pensare che tutto questo sia stato anche opera sua, della
Befana. Così, Faccia di Patata ha vissuto con me allegrie e dolori, compagnie e solitudini, finché
un giorno, la mia bambina, Mena, l'ha distrutta. Ha pensato fosse strabica e che doveva risolvere il
problema, così le ha staccato gli occhi. Poi ha deciso che le avrebbe donato di più un taglio corto e
le ha staccato le trecce. Quando si è resa conto di ciò che aveva fatto, ha cercato di farla sparire,
intasando completamente il water. Dal danno che Mena aveva fatto con Faccia di Patata ho potuto
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salvare solo i suoi occhietti bicolore. Ora saranno quelli di Sheela. Li lascerò insieme alle sue
ceneri, sulla vetta del Sinai.
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Non scrivo da due settimane, da quando Omar se n'è andato. La sua assenza si è trasformata
in uno spazio di tempo infinito che comincia a paralizzare la mia vita, a tergiversare la realtà.
Questo ascensore sconquassato mi tormenta. Ogni volta che le sue porte si aprono è come aprire il
coperchio di una vecchia cassa di stridii che, imprigionati da secoli, scappano incontrollati in una
strada pazza fino a varcare la porta del mio appartamento, invadendo i miei timpani, facendomi
immaginare che non appena si aprirà comparirà lui. Mi manca la sua risata, il modo in cui mi
ascoltava attento, come mi guardava, svegliarmi con lui accanto… La sua assenza si insinua in me
come un diapason, diventando insopportabile.
Sono in questo paese da due mesi. Due mesi in cui ho lavorato senza sosta, in cui ho
realizzato una ventina di oli e cinquanta bozze che faranno parte di un'esposizione. La metà di
questi sono stati venduti con anticipo, e questo mi ha permesso di aumentare le mie entrate,
prolungare il visto per un altro mese e valutare la possibilità di stabilirmi definitivamente al Cairo,
cosa che io e Omar avevamo valutato. Ne avevamo parlato due settimane fa. Avevo anche
cominciato a pensare come e in che modo avrei posto a Mena la mia permanenza definitiva qui. Mi
preoccupava soprattutto la sua reazione, perché sapevo già che Adrián sarebbe stato contento di
avere una casa in Egitto.
La prima cosa che ha portato è stato il suo spazzolino da denti, poi qualche pantalone, un
cambio e qualche libro. In seguito ha cominciato a rimanere fino al mezzogiorno. Mi accompagnava
per le strade cercando modelli per le mie opere, ha passato perfino l'ultima settimana in casa. Ha
cucinato per me e mi ha insegnato a fare l'Hadj, il meraviglioso riso egiziano, che mi piace tanto.
Abbiamo discusso sulla possibilità del fatto che la mia permanenza al Cairo diventasse definitiva e
lui si è mostrato contentissimo, felice dell'idea, tant'è che mi sono permessa di parlargli delle mie
preoccupazioni, dato che non sapevo niente di lui, della sua vita, della sua famiglia, del suo passato,
delle sue ingiustificate e impreviste assenze... Contrariamente a quanto avevo pensato, non ha fatto
nessuna obiezione. Mi ha detto di non preoccuparmi, che sarebbe arrivato il nostro momento, di
avere fiducia in lui, che quando sarebbe stato il momento mi avrebbe parlato di tutto, che aveva una
sorpresa per me. Quel giorno l'ho visto per l'ultima volta. È sparito senza lasciare traccia, come se
non fosse mai esistito. È stato tutto così strano che se non fosse stato per Raquel che lo conosceva,
avrei pensato che era stata tutta un'allucinazione.
Dopo una settimana senza dare segni di vita, preoccupata che gli fosse successo qualcosa,
facendo mille ipotesi sulla sua sparizione, ho pensato che forse avevo corso e lui, uno spirito libero,
si era spaventato. Avevo perfino considerato la possibilità che avesse una famiglia, una famiglia che
non avrebbe abbandonato per me, angosciata, ho chiesto aiuto a Raquel. Avevo bisogno di sapere
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cos'era successo, dov'era Omar, qualunque cosa fosse, qualunque cosa avessi saputo, avevo bisogno
di saperlo. Lei ha mosso tutti i suoi contatti e abbiamo cominciato la sua ricerca, una ricerca che
non ha dato nessun risultato. Sembrava che la terra l'avesse inghiottito. È stato così fino a ieri.
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Raquel è salita con lui. I due mi guardavano in silenzio, quieti e aspettando la mia reazione,
che temevano. Ma io guardavo fisso l'ombrello rosso che l'uomo alto e moro teneva nella mano
destra. Dall'impugnatura pendeva un biglietto scritto a mano. Ho riconosciuto subito la sua scrittura:
era di Omar.
- Ci dispiace non averglielo potuto consegnare prima, come sarebbe stato giusto, ma siamo
stati costretti a causa delle circostanze. Ci auguriamo capisca che sono cause di forza maggiore.
Accetti le nostre condoglianze -ha detto l'uomo tenendomi l'ombrello rosso.
Piangendo, tremante, l'ho preso e ho letto il testo del biglietto:
"Affinché ti protegga dal sole della mia terra, affinché lo faccia nel giardino della casa che ho
pensato dovremmo affittare insieme. Ti vedo nella notte".
Ho gridato, ho gridato con tutte le mie forze perché mi dicessero cosa fosse successo, dov'era
Omar. Raquel mi ha fatto entrare in casa e l'uomo arabo è entrato con noi.
Ho pensato fosse accaduto un incidente, che fosse successo uno sfortunato incidente, che si
trovava in qualche ospedale incosciente, ferito, però no, disgraziatamente, Omar era morto da una
settimana. La stessa sera che se n'è andato di casa e mi ha teso le mani dandomi l'addio definitivo.
Quella sera in cui la sua immagine non è svanita come sempre, lo ha fatto sotto una strana pioggia
di piccoli fiori gialli, che ho visto solo io. Una pioggia di fiori come quella che ha tappezzato le
strade di Macondo il giorno in cui José Arcadio è morto in Cent'anni di solitudine.
Hanno dovuto darmi un tranquillante e aspettare che mi facesse effetto. A quel punto l'uomo
mi ha detto che Omar era morto mentre esercitava la sua professione. Apparteneva allo Shabak, il
Servizio di Intelligenza e Sicurezza Generale Interiore di Israele, cui lemma è: "Difensore e
protettore invisibile". Non mi hanno fornito dettagli dell'accaduto, mi hanno solo fatto sapere che
sapevano della mia esistenza e che nei suoi progetti futuri c'ero anche io. Quel giorno quando
l'hanno assassinato, stava andando a formalizzare il contratto di affitto della casa che voleva
condividere con me.
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Tutto comincia dove e come è finito. In Egitto, al Cairo, e sola. La mia logorata Raquel vaga
tra l'ascensore e casa mia. Dice che non potrà mai abituarsi alla mia assenza. Credo che neanche io
riuscirò ad abituarmi a vivere solo del suo ricordo senza morire un po’, senza che i miei desideri mi
facciano volare con il pensiero accanto a lei, senza il profumo di sandalo che la sua tunica nera
lascia dove passa, senza la luce che il luccichio delle sue scarpette permetta alle mie pupille stanche
di vedere tante cose piene di oscurità. So che l'assenza della sua voce dolce, tranquilla, farà
ammalare le mie orecchie a causa del suo abbandono, perché la sua voce è come il suo sguardo,
come le sue mani scarne da strega buona, l'antidoto perfetto per non farti prendere dall'ingiustizia.
Raquel è una reliquia piena della squisitezza della vita, di pazienza, costanza e amore. La mia
Raquel non è vecchia né anziana, la mia Raquel è logorata dentro e fuori, nell'anima e nel cuore:
come lo sono io.
A questo punto della narrazione avrà già immaginato che ritorno in Spagna. Ho meditato il
mio ritorno per filo e per segno, appoggiando la testa sul grembo di Raquel, che ogni notte ha
ascoltato il mio pianto, che, paziente, ha osservato come le mie dita scivolavano ancora e ancora
sull'ultimo olio che ho fatto a Omar. Sui suoi occhi, le sue labbra, le sue mani… Senza lui, la mia
permanenza in questo paese non ha senso.
Tra qualche ora Raquel e io andremo al gran bazar di Khan El Kalili, voglio comprare regali
per tutti, ma anche questo, andare al gran bazar e contrattare senza Omar, mi fa male. Da giorni
tutto quello che faccio senza di lui mi fa male. Qui, al Cairo, dove il suo ricordo mi perseguita, dove
cerco i suoi occhi, la sua voce, la sua ombra in ogni angolo, in ogni uomo, tutto è più difficile. Ogni
momento che passa sento sempre di più la sua mancanza e, quando lo faccio, mi sembra di sentire la
sua voce:
- Niente muore, tutto si trasforma -diceva riferendosi a Sheela-. Lei sarà sempre accanto a te.
Sentila! Devi solo sentirla…
E la sento, sento lei e, soprattutto, lui, Omar. Ma mi fa tanto male farlo, tanto…
Prima di andare al gran bazar passerò da una messaggeria e le invierò tutte queste pagine che
ho scritto per Lei. Spero che arrivino prima di me perché mi piacerebbe che ci incontrassimo
sapendo che, finalmente, ha piena conoscenza di chi è la sua seconda figlia. Quella ragazza magra,
quasi scheletrica che un giorno è andata via di casa, che ha lasciato figli e marito, cercando di
realizzare un sogno, un sogno da favola che stava per realizzare, ma che il destino, l'ineludibile
destino, le ha portato via.
Ieri notte, mentre imballavo gli utensili da pittura, ho rivisto mio padre. Era seduto sul
davanzale della finestra e mi sorrideva. La sua espressione era più calda del solito e la sua visione
163
più vicina, come se fossimo sullo stesso piano vitale. Sono riuscita a sentire perfino l'aroma della
sua colonia. Ho lasciato lo scatolone che stavo preparando e sono andata verso di lui, però, come
sempre, la sua immagine è sparita. Al suo posto c'era l'ombrello rosso di Sheela. L'ho preso e in
quel momento ho sentito la sua voce, la voce di Sheela che mi diceva:
"Ricorda, non tornare, qualunque cosa accada, non dovrai ritornare mai più".
Insieme al testo, le invio l'ombrello rosso di Sheela. È per Mena. So che lei andrà a casa di
Carlota questa settimana, come fa tutte le estati, e voglio che Lei glielo dia. Le dica che io non ne
ho più bisogno, per proteggermi, ho quello di Omar.
Nel salone suona Alberto Cortez, le ultime strofe della sua canzone En un rincón del alma (In
un angolo dell'anima) oggi più che mai mi fanno male:
Con le cose più belle,
conserverò il tuo ricordo
che il tempo non è riuscito
a cancellare dalla mia anima,
lo conserverò fino al giorno,
in cui me ne andrò anch'io.
Tengo la tela di Omar tra le mie mani. Faccio fatica a imballarla, a smettere di vederlo. Piove.
Fuori sta piovendo e, accanto a me, per proteggermi, lui non c'è più.
164
Epilogo
La tempesta si era abbattuta con una certa forza. Aveva piovuto per ore. Quando Mena ha
finito di leggere il suo ultimo foglio, piangendo, ha guardato verso la finestra vedendo che sopra il
davanzale c'erano ancora alcuni pezzi della grandine caduta poco prima. Ha aperto la finestra e li ha
presi. Ha chiuso le mani portandoseli al petto.
Remedios si è avvicinata alla giovane e, asciugandole le lacrime, ha detto:
- Dovresti sistemarti un po’. Tuo padre, Adrián e i tuoi zii ci aspettano, dobbiamo andare.
- Ti rendi conto, Remedios?
- Di cosa, tesoro?
- Se non fosse ritornata sarebbe viva in questo momento, con noi. Non sarebbe morta. Se
fosse rimasta in Egitto, tutto questo non sarebbe successo. Perché è ritornata, dimmi, perché è
dovuta ritornare?
- Perché doveva farlo. A volte il destino non si può cambiare. Anche quando lo intuiamo,
corriamo il rischio di interpretarlo male. Credo che sia questo ciò che è successo.
- Sì, però Sheela l'aveva avvertita. Glielo aveva detto.
- Hai letto le sue lettere. Sono l'esempio palese che abbiamo interpretato male la predizione di
Sheela. Abbiamo pensato che si riferisse alla vendetta di Antonio. Non ci è mai passato per la testa
che potesse subire un incidente aereo. Lei non sapeva nemmeno che tua nonna non avrebbe fatto in
tempo a leggere il manoscritto. La vita è questo, piccola -ha detto abbracciandola forte-. Devi essere
forte. Raquel sta aspettando da ore per parlare con te. Ha affrontato un lungo viaggio. Dovresti
parlare con lei prima del funerale. Credo che tua madre avrebbe voluto che lo facessi.
Quando Raquel è entrata nella stanza, Mena è rimasta raccolta nel suo dolore. La grandine che
aveva preso si scioglieva tra le sue mani e le bagnava il petto, ma lei non si muoveva. Continuava a
guardare dalla finestra con lo sguardo perso. L'anziana è andata verso la ragazza in silenzio. Una
volta accanto a lei le ha toccato delicatamente la spalla e ha detto:
- Non sai quanto mi dispiace. La sua morte ha lacerato anche la mia anima. Ho portato questo.
-E ha dato a Mena un ombrello rosso-. Lo ha dimenticato nell'appartamento. È quello che le ha
regalato Omar. Insieme all'ombrello ha dimenticato anche questo libro. Il rombo.
Mena ha preso il libro e ha sorriso. Se lo è stretto al petto e ha detto:
- Era cocciuta, cocciuta come nessuno. Si portava sempre dietro questo libro per terminare di
leggerlo, e, guarda, il segnalibro è sempre nello stesso posto -ha concluso scoppiando a piangere…
Al passo della macchina, in cammino verso il cimitero, che attraversava la zona residenziale e
il paese, i marciapiedi si tingevano di rosso a poco a poco. Lungo di essi, dozzine di ombrelli si
aprivano uno dopo l'altro. Sotto c'erano tutte le donne che Sheela, Remedios e Jimena avevano
165
consolato con la loro magia. Con loro avevano condiviso pene e solitudine dietro la tenda rossa
dell'erboristeria, nell'anonimato più assoluto. Un anonimato che loro stesse, quel giorno, hanno
deciso di non mantenere perché, come lo erano state Jimena e Sheela, anche loro erano donne di
acqua che avevano bisogno di un ombrello rosso per proteggersi, per non sparire sotto la pioggia
dando la mano alla solitudine.
FINE
166
TERCERA PARTE
Análisis traductológico
167
CAPÍTULO I
Características generales de la novela
168
1.1 . La autora
En un rincón del alma, best seller en España, es el título de la última novela de Antonia J.
Corrales que tuve el placer de traducir oficialmente para la editorial Ediciones B.
La autora nació el 24 de diciembre de 1959 en Madrid. Desde 1989 hasta 1992 colaboró en
una revista profesional con artículos y viñetas humorísticas además de ejercer de correctora. En el
año 2000 entró a formar parte de los colaboradores del periódico comarcal El Telégrafo con
artículos de opinión. Suspende su labor en dicha publicación para dedicarse completamente a la
creación literaria. Fue galardona con una veintena de premios de narrativa breve, todos ellos de
ámbito internacional.
Colaboró con algunas revistas culturales, entre ellas, la portorriqueña The Big Times y
Gibralfaro Revista de creación Literaria y Humanidades de la Universidad de Málaga, con la que
aún sigue colaborando. Además, hizo varias entrevistas para la sección de cultura de la revista Más
Allá de la Ciencia.
Desde el año 2004 es jurado del certamen internacional de narrativa corta La lectora
impaciente y del Certamen Internacional de narrativa breve Don Manuel Alonso.
Valora y corrige textos literarios y durante dos años coordinó el programa radiofónico Desde
el pico del águila.
Es autora destacada en la Web literaria Anika entre libros.
En Mayo de 2005 Ediciones Urano publicó su obra Epitafio de un asesino, que se inscribe en
la línea más genuina del género de intriga y que aún sigue destacando entre los libros más vendidos
en su género. Esta obra, además, fue publicada en formato audible (texto íntegro) por la editorial
Recorded Books en el cuarto trimestre de 2006.
En 2008 escribió la novela La Décima Clave que fue publicada por la editorial Planeta.
Desde febrero de 2012 tiene publicadas en AMAZON KINDLE sus obras En un rincón del
alma y La décima clave, con un gran éxito de ventas y críticas. Además, En un rincón del alma
permaneció durante dos meses y medio en el primer puesto de los cien libros más vendidos,
alcanzando cifras record de ventas. En la actualidad, la novela se mantiene entre las más vendidas
en todas las plataformas digitales.
En Amazon.com ha conseguido el tercer y cuarto puesto de los cien libros españoles
románticos y contemporáneos más vendidos, y el cuarto y quinto puesto en la clasificación de los
Bestseller en español.
En abril de 2012 Ediciones B compró sus obras Epitafio de un asesino y En un rincón del
alma. Esta última ha sido publicada en papel el 19 de septiembre de 2012 bajo el sello Vergara y
está alcanzando el mismo éxito que su edición Kindle.
169
En octubre 2012 Epitafio de un asesino verá la luz en edición electrónica bajo el sello B de
Books - Ediciones B.
En un rincón del alma se ha confirmado como un long seller que lleva más de veinte meses
en las listas de los más vendidos en todas las plataformas digitales de todos los países. Ha sido ya
traducida al inglés, al griego y al italiano.
Antes de dedicarse de lleno a la literatura, la labor profesional de Antonia J. Corrales se
centró en Administración y dirección de empresas.
1.2.
Contenido de la novela
En un rincón del alma está escrito en primera persona por Jimena, la protagonista de la
novela, que, en sus últimos días de vida, nos cuenta en forma de cartas dirigidas a su madre Felipa,
todos los sentimientos que durante años ha guardado para ella sola, debido a que no tenía nadie a
quien confidar sus inquietudes y sus pensamientos. Para su madre, Jimena era invisible.
Al casarse con Carlos, la vida de Jimena parece cambiar, pero paulatinamente la magia
desvanece y se convierte en una criada de la casa entregada a las tareas domésticas y a cuidar a su
marido. Poco después llega Adrián, su primer hijo, la luz al final del túnel. Sin embargo, la felicidad
es muy efímera. Carlos, por su trabajo, está cada vez menos presente y poco a poco el amor que
sentían el uno por el otro desvanece. Meses despuès llega Mena, su segunda hija.
Su único sostén son sus dos amigas, Sheela y Remedios.
Jimena nunca tiene tiempo para si misma, la situación empeora días tras días, hasta que,
cansada de todo y de todos decide hacer algo que nunca hubiera imaginado antes: pensar en si
misma y cambiar su vida, aquella vida que no quería vivir, porque no le pertenecía. Por tanto,
decide irse de viaje a Egipto, donde encontrará el amor, no obstante Sheela, su amiga vidente, le ha
puesta en guardia del hecho de que si se hubiese marchado no habría tenido que regresar a España.
Esta elección, de hecho, como le predijo Sheela, le costarà la vida. El amor para Omar, con quien
instaura una relación profunda pero misteriosa a la vez, viene marcado por un destino cruel. Él
pierde su vida a causa de su trabajo, que ella desconocía: era miembro del Servicio de Inteligencia y
Seguridad General Interior de Israel. Después de la muerte de Omar, Jimena decide regresar a
España, pero nunca llegará a su madre patria porque muere en un accidente aéreo.
La obra se desarrolla en España y en Egipto, presumiblemente en nuestra época, pero antes de
2001 porque en la obra la moneda de cambio es la peseta y no el euro. El hecho de que la
protagonista se dirige a su madre tratándola de usted, en España costumbre típica del pasado, señala
una toma de distancia que pone de relieve la falta de relación íntima entre las dos mujeres.
170
1.3. Tipología y función del texto original
Como afirma Scarpa (2008), las tipologías textuales se centran en la intención dominante del
texto, en la relación entre el autor y el destinatario de aquel texto.
Los textos se pueden catalogar según su función comunicativa (narrar, describir, argumentar,
exponer). Adoptando lo que proponen Scarpa, Hatim y Mason (1990), un ejemplo de tipología que
diferencia los textos desde el punto de vista pragmático, y que es muy útil para el traductor es la
distinción en los siguientes macrotipos: descriptivo donde objetos y situaciones se organizan en el
espacio, narrativo donde objetos y situaciones se organizan en el tiempo, expositivo donde objetos y
situaciones se organizan de manera objetiva, argumentativo que se centra en la evaluación y el
debate de las relaciones existentes entre los conceptos y en la peroración de una causa, e instructivo
que se centra en la formación del comportamento futuro del destinatario.
En un rincón del alma pertenece a la categoría de los textos narrativos. Al ser una novela a la
vez, es un texto expresivo. En efecto, todos los textos literarios, poesías, novelas, cuentos, son, en
su esencia, textos expresivos. El texto expresivo es subjetivo y su intención principal es transmitir
sentimientos; su intención no es informar, sino utilizar los diversos recursos de estilo para
conformar una obra literaria que refleje la expresividad del autor (Poemas del alma,
http://www.poemas-del-alma.com/blog/taller/el-texto-expresivo).
Es posible también distinguir los textos según la prioridad de su intención comunicativa,
adoptando el modelo funcional elaborado por Jakobson (citado en Niño Rojas 2007, p. 164) que
diferencia seis funciones de la lengua:
1) Función referencial: define la relación entre el mensaje y el objeto al que hace referencia. Se
trata de la propiedad del lenguaje de significar información objetiva, conceptual y lógica.
2) Función emotiva: determina la relación entre el mensaje y el emisor. Corresponde a la
expresividad de sentimientos, actitudes y emociones.
3) Función conativa: define la relación entre el mensaje y el destinatario y tiene por objeto
obtener una reacción por parte del último, es decir, se trata de influir en la conducta de los
demás.
4) Función poética: determina las relaciones internas del mensaje en sí mismo, en el cual se
aplican principios especiales de semiótica y estilística, como por ejemplo, en un poema o un
relato literario.
5) Función fática: permite establecer contacto comunicativo y también mantener o detener el
flujo de la palabra.
6) Función metalingüistica: posibilidad de pafrasear o de explicar hechos del lenguaje,
haciendo uso del mismo lenguaje.
171
Cada texto posee más de una función; sin embargo, la estructura del mensaje principalmente
depende de la función predominante. En la novela En un rincón del alma prevalecen la función
poética y la emotiva, en efecto el mensaje se centra en la protagonista, en sus estados de ánimo, sus
actitudes y sus deseos. Esta última función, además se expresa mediante el uso de la primera
persona, de diminutivos, de la carga emotiva de los verbos, como, por ejemplo, "me hacía tiritar por
dentro", "aún me lesiona el alma", de adjetivos "especiales", como, por ejemplo, entrañable,
adosada en la frase mi “adosada” Remedios, en la que el adjetivo da lugar a un juego de palabras,
en efecto se refiere generalmente a un edificio que está construido unido a otros y, con los que
comparte una o más paredes laterales. Sin embargo, en el ejemplo, el mismo adjetivo entre comillas
la autora lo utiliza para indicar que Remedios es una persona con la que Jimena puede contar.
1.4. Lector modelo
El uso de un lenguaje rebuscado y no siempre fácil de leer permite afirmar que la novela se
dirige a un público de cultura mediana. Por consiguiente, se ha decidido elegir el mismo tipo de
lector modelo para el texto traducido, dado que, en el proceso traductivo se ha optado por mantener
las intenciones de la autora. Sin embargo, existe una asimetría informativa entre el lector italiano y
el lector español, porque este último puede reconocer de manera inmediata elementos culturales
que, en cambio, podrían resultar desconocidos al lector italiano, dado que, como se ha mencionado
anteriormente, el texto resulta muy anclado en su propia cultura. Por tanto ha sido necesario evaluar
en qué ocasiones introducir unas explicaciones en forma de notas, como en el caso de queimada,
mesa camilla o Drago milenario, o ampliaciones, como en el caso de terribile vetro temperato
Duralex trasparente en lugar del original espantoso Duralex transparente, y cuando en cambio la
añadidura de explicaciones resultaría inadecuada.
1.5. Estilo y registro
El estilo es muy personal y complejo, en efecto se alterna un lenguaje claro y directo en los
diálogos con un lenguaje rebuscado, lleno de metáforas (1a), símiles (1b), personificaciones (1c) en
la narración, como muestran los ejemplos:
(1) a. Sus ubres fueron el pozo de petróleo de nuestra numerosa familia (pág.41).
Le loro mammelle sono state la miniera d'oro della nostra numerosa famiglia.
172
b. Has llegado a mi vida como una tormenta de arena y aún ando un poco desorientado
(pág. 165).
Sei arrivata nella mia vita come una tormenta di sabbia e sono ancora un po’
disorientato.
c. El parachoques pareció recriminar mi marcha. Incluso imaginé que decía: «Huyes,
¡cobarde! Siempre fuiste una cobarde.» (pág. 34).
Il paraurti sembrava biasimare la mia partenza. Ho perfino immaginato che dicesse:
"Fuggi codarda! Sei sempre scappata come una codarda".
En la obra se encuentran tanto oraciones simples (2a), en efecto, a menudo la autora prescinde del
uso de los conectores y prefiere separar las oraciones mediante un punto, como oraciones complejas
(2b). Eso hace que la narración no resulte aburrida, y confiere al texto un ritmo más ágil y rápido.
(2)
a. Con una diferencia: Juanillo no hablaba. Dejó de hablar de repente, como si le
hubiera comido la lengua el gato. Hasta el día en que padre enfermó. Entonces
ninguno teníamos tiempo. Las agendas estaban repletas. Había demasiadas
responsabilidades, todas ineludibles. Pero él, Juanillo, no lo dudó. Se sentó a los pies
de su cama durante meses. Limpió sus proyectos de escaras (pág. 50).
Con una differenza: Juanillo non parlava. Ha smesso di parlare all'improvviso, come
se gli fosse caduta la lingua. Finché è arrivato il giorno in cui nostro padre si è
ammalato. Allora nessuno aveva tempo. Le agende erano piene. C'erano troppe
responsabilità, tutte ineludibili. Però lui, Juanillo, non ha esitato. Si è seduto ai piedi
del suo letto per mesi. Ha lavato le sue piaghe.
b. Tras unas horas de ladridos y reprimendas por nuestra parte, Tonka finalmente
comprendió que por una vez su capricho no iba a ser concedido y, como buena
hembra, decidió vengarse de nuestra indiferencia haciendo un pis sobre el inmenso
velo que aún no había sido puesto a salvo (pág. 55).
Dopo qualche ora di latrati e rimproveri da parte nostra, Tonka alla fine ha capito che
questa volta non l'avrebbe avuta vinta e, da buona femmina, ha deciso di vendicarsi
della nostra indifferenza facendo la pipì sull'immenso velo che non avevamo fatto in
tempo a mettere in salvo.
173
Son también frecuentes los juegos de palabras, como muestran los ejemplos siguientes:
(3)
a. …mi 'adosada' Remedios (pág. 34).
…la mia 'vicina' Remedios.
b. …a mí nunca me despachaban. A mí, sencillamente, se me despachaba (pág. 58).
… nessuno mi notava, semplicemente venivo liquidata.
En este último caso no ha sido posible mantener el juego de palabras debido al hecho de que en
español el verbo despachar es polisémico, mientras en el primer caso en la traducción al italiano se
ha optado por traducir el adjetivo adosada con vicina, en lugar del correspondiente addossata,
jugando con la polivalencia de la palabra vicina, que puede ser tanto un adjetivo que indica una
relación humana estricta, como un sustantivo que indica personas que viven cerca, en la misma
calle o en el mismo grupo de casas.
Otro ejemplo que muestra el uso muy personal que la autora hace de la lengua es el (4).
(4)
Colorín colorado, la princesa se ha fugado (pág. 32).
La principessa lascia il castello, marcondirondirondello.
Como se puede observar, en este caso la autora modifica el estribillo Colorín colorado, este cuento
se ha acabado que suele aparecer al final de los cuentos. Este verso se ha traducido al italiano
intentando reproducir el mismo contenido del original y la rima.
En cuanto al registro que caracteriza la obra, la autora elige un registro coloquial para los
diálogos, demostrado por el utilizo de insultos, como muestra el ejemplo (5), y un registro formal en
las partes narrativas, tanto por su riqueza y precisión léxica como muestran los ejemplos (6a) y (6b),
como por la presencia masiva de tropos y figuras retóricas, que hemos mencionado arriba.
(5)
…te lo dije, hijo de puta, te lo dije, te dije que te mataría (pág. 171).
…te l'avevo detto, figlio di puttana, te l'avevo detto, ti avevo detto che ti avrei
ammazzato.
(6)
a. …todas tenían unos grandes pechos de caída endiabladamente carnosa (pág. 49).
…avevano tutte un seno esageratamente prosperoso.
174
b. A medida que nos aproximamos a Edfú, Horus comienza a dejarse notar. El viento
parece batir sus alas invisibles, rápidas, perfectas, endiabladamente hermosas. Sus
ojos de rapaz escudriñan en nuestro conocimiento lleno de una codicia de saber
enfermiza y atemporal (pág. 101).
Man mano che ci avviciniamo a Edfù, Horus comincia a farsi notare. Il vento sembra
sbattere le sue ali invisibili, rapide, perfette, terribilmente belle. I suoi occhi da rapace
indagano sulla nostra conoscenza piena di una cupidigia del sapere malsana e
atemporale.
175
CAPÍTULO II
Algunas nociones teóricas
176
2.1. ¿Que significa traducir?
Es difícil establecer exactamente lo que significa traducir. El diccionario en línea de la Real
Academia Española nos propone la siguiente definición para el lexema traducir:
"Traducir: expresar en una lengua lo que está escrito o se ha expresado antes en otra;
Convertir, mudar, trocar; Explicar, interpretar".
Esta definicion, sin embargo, no menciona la complejidad del proceso traductivo, razón por la
cual la traducción no es un proceso automático que puede llevar a cabo cualquier individuo o
incluso una maquina. En esta definición propuesta por la RAE es interesante el verbo interpretar.
Las lenguas naturales son sistemas complejos que expresan también la visión del mundo de
las comunidades lingüísticas que las hablan. Por consiguiente, la traducción no implica solo
fidelidad lingüística, sino también una fidelidad interpretativa. En este sentido se puede afirmar que
traducir significa, primero, interpretar. El traductor, por tanto, no está obligado a traducir
literalmente, a condición de que mantenga el sentido del texto y el intento del autor. Traducir un
texto es un proceso que va más allá del mero conocimiento de la lengua tanto la del prototexto
como la del metatexto; es un proceso creativo, porque presupone unas elecciones subjetivas y no
predeterminadas; y cultural, ya que el traductor tiene que poseer un nivel de conocimiento de la
cultura de partida y de la de llegada tan sólido como el lingüistico.
A este propósito, otro asunto importante está relacionado con la adaptación de la traducción,
una adaptación a la cultura del metatexto. En el caso de que la traducción se adapte de manera
excesiva se corre el riesgo de 'anular' las peculiaridades culturales del prototexto, dando lugar a un
texto nuevo y autónomo y no a una traducción.
Traducir es una tarea muy complicada que requiere competencia y rigor. Queda claro que la
complejidad del proceso traductivo está relacionada con la tipología del texto. En efecto, el
traductor que se acerca a un texto técnico, como, por ejemplo, un manual de instrucciones de un
acondicionador de aire, no necesitará particulares conocimientos culturales, ni tendrá que recurrir a
su creatividad. El escritor es un artista y por tanto tiene una creatividad innata. Su capacidad de
inventar hace que tenga más facilidad en acuñar términos o expresiones nuevas y originales, como
demuestra la forma revisitada de la fórmula tradicional de final de cuentos Colorín, colorado la
princesa se ha fugado, que se ha mencionado arriba.
177
2.2. El texto literario y su traducción
La función primaria de los textos literarios es la de transmitir emociones y de entretener al
lector. Por tanto, el traductor deberá tratar de evocar en el lector del metatexto las mismas
emociones que evoca el prototexto.
Un texto literario es el fruto de un estilo individual y único, de un lenguaje propio, en el cual
cada palabra tiene un significado concreto y a veces un valor polisémico, que puede generar
interpretaciones diferentes, en efecto una novela conlleva la presencia de homonimia, sinonimia y
polisemia, en cuanto la lengua común puede designar conceptos diferentes por medio de la misma
palabra, proporcionando valores connotativos. Eso no pasa en textos especializados caracterizados
por la monoreferencialidad. Entran en juego sutilezas, elementos a veces escondidos, que requieren
una atención particular, inteligencia y cierto grado de sensibilidad. Se ha afirmado en el apartado
precedente que en una traducción siempre hay que prestar atención a la intención del autor, pero
comprenderla, en el caso de los textos literarios, es bastante complejo.
Muy a menudo en los textos literarios aparecen metáforas, componentes culturales, juegos de
palabras y expresiones que tienen un sentido peculiar. Es importante tomar en cuenta estos aspectos
y considerar el estilo y la intencion del autor, pero es también fundamental obtener un metatexto
que parezca escrito por primera vez por un nativo de la lengua de llegada, porque el lector frente a
una lectura confusa y obscura perdería el interés en el libro.
Otro aspecto que el traductor debería tomar en cuenta es la intraducibilidad de algunos
elementos, como, por ejemplo, los realia o la forma métrica de un poema, y decidir su línea de
trabajo.
En el caso de un texto literario sería muy útil poder contar con el autor del texto y conocer al
público al que se dirige, esto contribuiría a alcanzar un muy buen resultado.
Antes de traducir sería aconsejable leer el texto por lo menos una vez, o si la novela es
bastante larga y el tiempo a disposición no es mucho, leer los primeros capítulos para definir la
intención del autor, el estilo, apuntar los pasajes o las palabras más problemáticas.
2.3. Equivalencia y fidelidad: dos conceptos clave de la traductología
2.3.1. La fidelidad
El concepto de fidelidad es una noción central en el proceso traductivo.
178
Bassnett (2002:58-59) cita uno de los primeros escritores que formuló una teoria de la
traducción, el humanista francés Étienne Dolet (1504-46), que en 1540 publicó La manière de bien
traduire d'une langue en autre, estableciendo cinco principios para el traductor:
1) El traductor tiene que entender perfectamente el sentido y el significado del autor original,
aunque tiene la libertad de aclarar las oscuridades.
2) El traductor tiene que manejar perfectamente tanto el idioma del texto de partida como el
del texto de llegada.
3) El traductor tiene que evitar la traducción palabra por palabra.
4) El traductor tiene que utilizar formas de discurso de uso común.
5) El traductor tiene que elegir y ordenar las palabras de manera adecuada para producir el
tono correcto.
Como podemos observar, ya hace quinientos años, los teóricos de la traducción se dieron
cuenta de que traducir palabra por palabra no podía considerarse el método más adecuado, porque el
resultado podría ser una traducción ambigua, no clara ni transparente, y a veces incomprensible para
el lector del texto de llegada.
Con el concepto de fidelidad se entiende ser fiel al texto original, preservar sus características
originarias y lo que este quiere transmitir, teniendo en cuenta, por tanto, las intenciones del escritor.
Generalmente al término fidelidad se le atribuye el significado de adhesión absoluta al texto original
aunque Hurtado Albir (2001, p. 202) afirma que : "fidelidad expresa únicamente la existencia de un
vínculo entre un texto original y su traducción, pero no la naturaleza de ese vínculo; hace falta,
pues, caracterizarlo".
La fidelidad y la transparencia son dos calidades fundamentales en la traducción de una
novela. La primera indica que se ha traducido tratando de reproducir de manera cuanto más precisa
el significado del texto de partida, sin añadir ni omitir, sin acentuar ni atenuar ninguna parte del
significado; en cambio, la segunda significa que la traducción debe aparecer como escrita por
primera vez por un nativo de la lengua de llegada, adaptándose a sus convenciones gramaticales,
sintácticas y fraseológicas.
Una manera de ser fiel al texto original es también no traducir algunas palabras o
construcciones de la lengua de partida, las que se denominan realia, porque estas proporcionan al
metatexto informaciones lingüístico-culturales relevantes. En el apartado 3.1. se comentará
detenidamente las propiedades de los realia que se han encontrado en la obra En un rincón del alma
y las técnicas que se han adoptado para proponerlos en el metatexto.
179
2.3.2. El aspecto dinámico de la equivalencia
Nida (1964) fue el primero en distinguir entre "equivalencia formal, es decir la
correspondencia más cercana posible, tanto en forma como en contenido, entre el texto original y su
versión, y equivalencia dinámica, el principio de equivalencia de efecto en el lector de la version"
(Hatim y Mason 1995:17), es decir, el texto es equivalente al original si produce en el lector meta el
mismo efecto comunicativo del texto de partida. Si la primera se propone de convertir en otro
idioma la forma y el contenido del texto original, a costa de sacrificar la comprensión, para la
segunda, el aspecto al que se da más importancia es el efecto que el metatexto produce en el lector.
La equivalencia dinámica es seguramente la solución mejor a la hora de traducir. Por lo tanto,
ante casos particulares, como, por ejemplo, la traducción de frases hechas, expresiones idiomáticas
o juegos de palabras, lo fundamental es buscar equivalentes reconocidos en la lengua de llegada.
2.4. La traducción: un proceso cultural
2.4.1. Hacia una definición de culturema
En los estudios traductológicos, se han utilizado muchas definiciones para referirse a los
elementos característicos de una cultura: palabras culturales, marcas culturales, realia, culturemas,
etc.
Nida (1945) fue el primero que se centró en el estudio de los elementos culturales
considerándolos como un aspecto central del proceso traductivo.
Años más tarde, Newmark (1988:102) sugirió, inspirándose en Nida, una nueva categoría
cultural, es decir, la de los “gestos y hábitos”. Con esta categoría se incluyen, por primera vez, en el
proceso traductivo, los elementos paraverbales, porque también estos se pueden interpretar de
manera diferente según la cultura.
La noción de culturema es una noción que se usa cada vez más en los estudios culturales,
fraseológicos y traductológicos. El origen de este término no es claro. Algunos autores lo atribuyen
a Nord, otros a Vermeer y otros a Oksaar. Vermeer lo define “un fenómeno social de una cultura A
que es considerado relevante por los miembros de esta cultura y que, cuando se compara con un
fenómeno social correspondiente en la cultura B, se encuentra que es específico de la Cultura A”
(citado en Nord 1977:34).
Luque Durán define los culturemas "unidades semióticas que contienen ideas de carácter
cultural con las cuales se adorna un texto y también alrededor de las cuales es posible construir
180
discursos que entretejen culturemas con elementos argumentativos" (citado en Luque Nadal
2009:95).
Sin embargo, la definición más completa de culturema es la que propone Molina (2006:79):
"el culturema es un elemento verbal o paraverbal que posee una carga cultural específica en una
cultura y que al entrar en contacto con otra cultura a través de la traducción puede provocar un
problema de índole cultural entre los textos origen y meta”.
El número de culturemas no es fácil de cuantificar, ya que en todas las comunidades
lingüísticas, estos aumentan continuamente. De hecho, los culturemas se renovan según estímulos
de origen diferente procedentes de la historia, la música, la religión, la literatura, el arte, las
tradiciones y los medios de comunicación.
Una cultura diferente puede conllevar problemas de traducciones, si no se conoce
perfectamente la cultura de llegada. Hay que recordar que precisamente por esto es aconsejable que
un traductor traduzca a su lengua materna. En algunos casos es necesario adaptar el culturema al
metatexto, porque no existe un correspondiente, como muestra el ejemplo: "Son las dos de la
madrugada y aún no he conseguido dormir" es una frase que aparece en el prototexto y que
aparentemente parece no conllevar ningún problema. En realidad, en italiano no existe una palabra
para traducir el período de tiempo que corresponde a madrugada, que la Real Academia Española
define como "el tiempo posterior a la medianoche y anterior al amanecer". La traducción más
adecuada es "Sono le due di notte e ancora non sono riuscita a dormire". Esto demuestra que cada
cultura tiene una concepción diferente del tiempo y del espacio, y que un traductor siempre tiene
que tomar en cuenta estos aspectos. Es obvio que a veces se trata de sutilezas que solo un hablante
nativo puede entender.
2.4.2. Las interferencias culturales
Molina (2006:82) propone también la noción de interferencias culturales, es decir "la
disfunción de un concepto entre las culturas origen y meta por estar asociado a connotaciones
culturales distintas en cada una de las lenguas-culturas". Un ejemplo de interferencia cultural que
aparece en la novela En un rincón del alma es el del día 6 de enero. Tanto en España como en Italia
los niños reciben regalos, en el caso de que se hayan portado bien, o carbón en caso contrario.
Desde el punto de vista cultural hay una diferencia considerable: el día de los Reyes nace por
una tradición religiosa y celebra unos personajes reales citados en la Biblia, es decir, Melchor,
Gaspar y Baltasar, mientras la figura de la Befana procede de tradiciones precristianas y es un
personaje ficticio.
181
Por tanto, en la traducción propuesta se ha sustituido la figura de los Reyes por la Befana,
dado que no tendría sentido crear ambigüedad y despistar al lector del metatexto.
2.5. Método, estrategia y técnica de traducción
Los conceptos de método, estrategia y técnica de traducción pueden aclararse adoptando las
definiciones propuestas por Hurtado Albir (2001). Según el autor, el método es "la manera en que el
traductor se enfrenta al conjunto del texto original y desarrolla el proceso traductor según
determinados principios (241). En cambio, "una técnica de traducción es el procedimiento verbal
concreto, visible en el resultado de la traducción, para conseguir equivalencias traductoras" (257).
Finalmente, "la estrategia es un tipo particular de procedimiento que sirve para resolver problemas o
alcanzar un objetivo (…), que permiten subsanar deficiencias y hacer un uso más efectivo de las
habilidades disponibles al realizar una tarea determinada, constituyendo una habilidad general del
individuo" (272). Según estas definiciones, por tanto, el método afecta a todo el proceso traductivo
y determina el resultado; las técnicas, en cambio, afectan al resultado y las estrategias no se utilizan
en todas las etapas traductivas y pueden ser no verbales.
2.5.1. Técnicas de traducción
A continuación se comentan las principales técnicas de traducción propuestas por Hurtado
Albir (2001):
-
Adaptación. Se reemplaza un elemento cultural del texto original por otro propio de la
cultura receptora. Un ejemplo en la novela es la palabra carajillo traducida con caffè
corretto.
-
Ampliación lingüística. Se añaden elementos lingüísticos para solucionar la ambigüedad
producida por el texto original. Se utiliza especialmente en doblaje e interpretación
consecutiva.
-
Compresión lingüística. Se sintetizan elementos lingüísticos. Se utiliza especialmente en
interpretación simultánea y subtitulación.
-
Creación discursiva. Se establece una equivalencia efímera, totalmente imprevisible fuera
del contexto.
-
Amplificación. Se introducen precisiones no formuladas en el texto original: informaciones,
paráfrasis explicativas, notas del traductor, etc. Un ejemplo en la novela es espantoso
Duralex transparente traducido con terribile vetro temperato Duralex trasparente.
182
-
Calco. Se traduce literalmente una palabra o un sintagma extranjero.
-
Compensación. Se introduce en otro lugar un elemento que no se ha podido expresar en el
mismo lugar en que aparece situado en el texto original.
-
Descripción. Se reemplaza un término o expresión por su descripción.
-
Elisión. No se formulan elementos de información presentes en el texto original.
-
Equivalente acuñado. Término o expresión reconocido como equivalente en la lengua meta.
Uno de los muchos ejemplos presentes en la novela es pozo de petróleo que se ha traducido
con miniera d'oro.
-
Generalización. En la traducción se utiliza un término más general o neutro.
-
Particularización. En la traducción se opta por un término más preciso o concreto.
-
Modulación. Se efectúa un cambio de punto de vista. Un ejemplo presente en la novela es el
de mentideros, que indica los lugares donde se junta la gente para chismorrear. En la
traducción al italiano esta palabra ha sido traducida con pettegoli, por falta de un término
equivalente.
-
Préstamo. Se integra una palabra o expresión de otra lengua. Puede ser puro, como, por
ejemplo, en el caso de algunos préstamos del inglés, que se mantienen tanto en español
como en italiano -en la novela traducida se encuentran trolley, stock, hippies- o naturalizado,
es decir adaptado morfológica y fonológicamente a la lengua de llegada.
-
Sustición. Se cambian elementos lingüísticos por paralingüísticos o viceversa.
-
Traducción literal. Se traduce palabra por palabra.
-
Transposición. Se cambia la categoría gramatical. Un ejemplo sacado de nuestro trabajo de
traducción es el de haber decidido traducir el verbo adherir, que aparece en la oración
siguiente: Mientras tanto, yo me adhería al entrañable polo de hielo, de naranja (pág. 143)
con la construcción copulativa essere tutt'uno: Nel frattempo, io ero un tutt'uno con il
ghiacciolo di arancia.
-
Variación. Se cambian elementos lingüísticos o paralingüísticos que afectan a aspectos de la
variación lingüística, como, por ejemplo, cambios de tono textual, de estilo, de dialecto
social, de dialecto geográfico, etc.
2.5.2. El método traductor adoptado en la traducción de En un rincón del alma
La elección del método traductor depende del contexto en el que se desarrolla la traducción,
de su fin y del destinatario. Hurtado Albir (2001:252) propone cuatro métodos principales para
traducir. El primero es el método interpretativo-comunicativo, que se centra en la comprensión y
183
reexpresión del sentido del texto original conservando en la traducción la misma finalidad que el
original y produciendo el mismo efecto en el destinatario; se mantiene la función y el género
textual. El segundo es el método literal, que se centra en la reconversión de los elementos
lingüisticos del texto original, traduciendo palabra por palabra, sintagma por sintagma o frase por
frase, la morfología, la sintaxis y/o la significación del texto original. El tercero es el método libre,
que no persigue transmitir el mismo sentido que el texto original aunque mantiene funciones
similares y la misma información. El cuarto es el método filológico (traducción erudita, crítica,
anotada), que se caracteriza porque se añaden a la traducción notas con comentarios filológicos,
históricos, etc.
En general, el método que se ha adoptado para la traducción de la obra de Antonia J. Corrales
es el intepretativo-comunicativo, es decir, optar por el principio de equivalencia del significado: la
traducción debe mantener la misma finalidad, el mismo efecto del original, ya que en una novela
cada imagen descrita aporta una idea concreta y contribuye al conjunto textual, construyendo un
escenario literario preciso. Por tanto, en cuanto al caso de los realia, por ejemplo, en la traducción
al italiano se ha intentado mantener lo más posible estos elementos para que no se equiparen las
diferencias culturales, sin el esfuerzo de aceptar la diversidad. En la traducción se ha elegido añadir
solo tres notas a pié de página, para no obligar al lector a interrumpir frecuentemente la lectura; la
primera, en el caso de mesa camilla, la segunda en el caso de queimada y la tercera en el caso de
Drago milenario. Se trata de elementos léxicos que pueden resultar incomprensibles para el lector
del texto de llegada y obstacular la comprensión.
184
CAPÍTULO III
Aspectos del lèxico
185
3.1. Los realia
En 1970 Vlakhov y Florin, introdujeron el término realia para referirse a elementos léxicos
que denotan unas características locales e históricas pertenecientes a una determinada comunidad
lingüística.
Osimo (2004:64) distingue realia geográficos, es decir, palabras que denotan lugares
geográficos (pampa), fenómenos meteorólogicos (tornado), elementos de la biología (kiwi),
etnográficos -que abarcan la vida cotidiana (churros), el trabajo (UNDESINTEC), el arte (murales),
la religión (los Reyes), la moda (vasco), medidas y monedas (peseta)- y realia políticos y sociales
que, en cambio, engloban entidades administrativas territoriales (comarca), organismos e
instituciones (Presidente del Gobierno), vida social y militar (Guardia Civil).
Estas palabras diferencian una cultura de otra y, a veces, pueden constituir una barrera
cultural. Se trata de entidades atadas a un espacio geográfico concreto que pueden plantear
problemas de traducción; son palabras "intraducibles" que no tienen un equivalente directo en la
lengua de llegada. Como sugerido por Wotjak (1997), se trata de palabras de equivalencia-cero,
resultado de la manera particular en la que cada cultura conceptualiza y define el mundo.
La elección entre traducir un realia a la lengua del metatexto o dejarlo invariado depende del
gènero al que pertenece el texto que se traduce, de su importancia en el contexto y del lector modelo
del metatexto.
Si se trata de un texto técnico, se encontrarán términos sectoriales, que, en general, tienen su
correspondiente en la lengua de llegada. En una novela, en cambio, donde cada palabra juega un
papel importante en la narración, el hecho de que el léxico no sea monoreferencial plantea
dificultades a la hora de traducir sobre todo estas palabras atadas a la cultura, que no tienen siempre
un correspondiente.
3.1.1. La importancia del realia en el contexto
Uno de los aspectos que permite determinar si un realia es importante o no está representado
por el contexto en el que aparece. Generalmente, un traductor, ante un texto literario, debe intentar
reproducir en el metatexto las mismas sensaciones evocadas por el prototexto. Otro aspecto
fundamental es el grado de ajenidad de los realia con respecto a la cultura de llegada. En una época
de globalización, muchas palabras procedentes de culturas diferentes pueden ser para nosostros más
o menos familiares, aunque no pertenecen a nuestra propia cultura, como, por ejemplo, en el caso de
churros, que un lector italiano de cultura mediana sabe lo que son y, por tanto, no hace falta poner
una nota a pié de página o sustituirlo por un elemento de la cultura del texto de llegada.
186
Sin embargo, no siempre el traductor se enfrenta a realia de este tipo. La mayoría de las veces
encuentra en su camino realia totalmente ajenos al lector del metatexto, realia nacionales (los que
pertenecen a la cultura nacional de un país y que no se conocen al extranjero), y a veces realia
regionales, es decir, ajenos incluso a un grupo, más o menos grande, perteneciente a la misma
cultura emisora. En estos casos hay que evaluar la función del realia en el conjunto narrativo.
Los más significativos se pueden dejar en la lengua del prototexto y, si necesario, poner una
nota a pié de página para explicar su significado. En la traducción de En un rincón del alma se ha
decidido mantener los realia sin adaptarlos a la cultura italiana, y solo en tres casos se ha elegido
acompañarlos con una nota. Se han adaptado a la cultura del metatexto solo aquellos realia que
pueden encontrar un correspondiente aproximativo en la lengua meta, como, por ejemplo, carajillo,
traducido mediante caffè corretto.
3.1.2. La clasificación de los realia de la novela y las traducciones propuestas
Los realia que aparecen en la novela pertenecen, adoptando la clasificación propuesta por
Osimo (2004), al ámbito geográfico, etnográfico y al político y social.
3.1.2.1 Realia geográficos
En la novela En un rincón del alma aparece solo un realia geográfico:
- Drago milenario (pág. 120)
El Drago milenario es el árbol más antiguo de Tenerife, uno de los símbolos de las Islas Canarias y,
quizás el mayor tesoro de la flora española. La leyenda dice que los dragones, al morir, se
convertían en dragos. En la traducción al italiano, se ha decidido poner una nota de explicación a
pié de página, porque consideradas las similitudes entre las dos lenguas, un lector podría interpretar
la palabra drago española con el significado de la homónima palabra italiana.
3.1.2.2. Realia etnográficos
Entre los etnográficos aparecen los siguientes:
- Churros (pág. 76), chocolate con churros (pág. 84)
- Licor de bellota (pág. 112)
- Carajillo (pág. 62)
- Hadj (pág.180)
187
- Queimada (pág. 37)
- Duros (pág. 24)
- Pesetas (pág. 56)
- Cuarto (pág. 66)
- Mesa camilla (pág. 14)
- Zoco (pág. 23)
- Folclórica (pág. 37)
- Alpargatas (pág. 43)
- Chapas de Mirinda (pág. 143)
- Duralex (pág. 66)
Todos ellos denotan alimentos y bebidas, monedas y más en general objetos de la vida
cotidiana.
Los Churros son uno de los alimentos que más encierra la cultura española. A pesar de que
sea un alimento que se suele consumir en España para desayunar, merendar o después de una noche
de fiesta, y no sea un alimento consumido en Italia, un italiano de cultura media sabe lo que son.
Por ello hemos elegido no traducirlo. También la combinación un chocolate con churros es muy
española, de hecho acompañar los churros con un chocolate es una de las costumbres culinarias más
típica de España, tanto de los niños como de los adultos. En este caso hemos elegido traducir solo
un chocolate con el equivalente en italiano una cioccolata. Otro realia culinario, pero, esta vez,
procedente de la cocina egipcia, es Hadj. En realidad, este no plantea un problema de traducción, ya
que, al ser ajeno también a la cultura de partida, la escritora decide poner un inciso para explicar lo
que es. Por tanto, en la traducción se ha mantenido el realia Hadj y se ha traducido el inciso
propuesto por la autora: Hadj, el maravilloso arroz egipcio (Hadj, il meraviglioso riso egiziano).
En lo que concierne al ámbito de las bebidas, el realia más problemático a la hora de traducir
ha sido queimada. Esto se debe no solo a la falta del término correspondiente en italiano, sino
también a su acervo folklórico-cultural. De hecho, queimada es una bebida alcohólica de la
tradición gallega a la que se le atribuyen propiedades curativas y se afirma que, tomada tras la
pronunciación del conjuro, protege de maleficios, además de mantener a los espíritus y seres
malvados alejados del sujeto que la ha bebido. En el metatexto, el realia se ha propuesto sin
traducirlo, pero se ha añadido una nota a pié de página, utilizando la técnica de la amplificación
(Hurtado Albir, 2001). Otro realia perteneciente al mismo ámbito es carajillo, una bebida que
combina café con una bebida alcohólica, normalmente aguardiente de orujo, brandy o ron. Es típica
de España y su origen se remonta a la época en la que Cuba era colonia española y los soldados
188
combinaban café con ron para coger "corajillo", de coraje, y de ahí, carajillo. En este caso se ha
utilizado la técnica del equivalente acuñado, traduciendo el término con caffè corretto. Un último
realia pertenenciente al ámbito de las bebidas está representado por licor de bellota, es decir, un
licor de elaboración casera común a todo el territorio español. Este, ha sido traducido literalmente,
es decir, liquore di ghianda, para no perder el 'color local', aunque no es muy común en Italia.
En cuanto al ámbito de las monedas, se ha decidido sustituir la palabra duros con la palabra
pesetas, ya que un lector italiano de cultura media sabe que la peseta era la moneda que España
utilizaba antes del euro, pero no todos saben que un duro equivale a una moneda de cinco pesetas.
Por tanto, en lugar de dos duros en la traducción al italiano se ha propuesto dieci pesetas. Según el
diccionario de la Real Academia española, la palabra cuarto se corresponde a la "moneda de cobre
española cuyo valor era el de cuatro maravedís de vellón". En el texto traducido, cuarto aparece en
la locución sin un cuarto en los bolsillos. Dado que en italiano existe una locución parecida, es
decir, non avere un soldo in tasca, la palabra española se ha sostituido por soldo.
En el texto original, además, aparecen muchos objetos de la vida cotidiana típicos de la
cultura española. Un ejemplo está representado por mesa camilla. Se trata de una mesa provista de
un bastidor. Normalmente es redonda, cubierta con unas faldas de tela gruesa que pueden llegar casi
hasta el suelo; en la parte inferior puede llevar una tarima de madera con un agujero circular central
para colocar un brasero. La mesa camilla fue un sistema de abrigo muy común, antes de la
popularización de la calefacción central. La familia se reunía alrededor, poniendo las piernas bajo
las faldillas para mantenerlas calientes. Actualmente, sobre todo en la región Sur de España, se
sigue comercializando, y se suelen utilizar braseros eléctricos. En la traducción al italiano esta
palabra se ha mantenido invariada, pero se ha decidido poner una nota a pié de página para explicar
su significado y su valor cultural en ámbito español.
El nombre folclórica, que no debe confundirse con el adjetivo, indica, según la Real
Academia, la "persona que se dedica al cante flamenco o aflamencado". Dado que, tampoco en este
caso existe un correspondiene italiano, en la traducción se ha decidido utilizar el término una
cantante di flamenco, adoptando, de este modo, la técnica de la descripción.
La locución chapas de Mirinda se refiere a un juego que solían hacer los niños hace años con
las chapas de esta bebida. Lo interesante en cuanto a la traducción de esta locución reside en la
marca de esta bebida gaseosa, de sabor de naranja, originalmente creada en España, pero de
distribución mundial, sobre todo en los países de América Latina. En todos estos países se
comercializa manteniendo el nombre original, es decir Mirinda, que en esperanto significa
'maravillosa', pero en Italia se conoce como Slam. En la traducción al italiano, por tanto, se ha
189
decidido sustituir Mirinda por Slam, y traducir la construcción como tappi di Slam. De este modo,
utilizando la técnica del equivalente acuñado, se evita despistar al lector italiano.
En el texto aparece otra marca que podría crear problemas de interpretación en la traducción
al italiano, que es Duralex. Se trata de una marca francesa de vajillas en vidro temperado, que en
España es mucho más conocida que en Italia. Por esta razón, en la traducción se ha optado por una
amplificación, es decir, se ha decidido traducir horrorosa y mermada vajilla del espantoso Duralex
transparente mediante orribili e consunte stoviglie in terribile vetro temperato Duralex.
Zoco denota los mercadillos tradicionales de los países árabes, especialmente los que se
celebran al aire libre y que tienen lugar en un determinado día de la semana, aunque la palabra se
puede hacer extensiva a todo tipo de mercado tradicional. En el texto italiano, en lugar de proponer
este término, se ha optado por utilizar su equivalente suq, procedente del árabe sūq. Se ha preferido
utilizar este término en lugar del equivalente mercato para mantener también en el metatexto el
valor cultural que zoco supone en el prototexto.
Las alpargatas son un tipo de calzado que se utiliza principalmente en España, en el sur de
Francia y en algunas zonas de Hispanoamérica. En Italia es común la forma pseudo-española
espadrillas, aunque el término procede del francés provenzal, que se ha elegido en lugar de
espadrilles.
En los tèrminos comentados en este apartado hay que añadir Los Reyes, del que se ha hablado
en el apartado 2.4.2.
3.1.2.3. Realia sociales y políticos
Entre los realia que pertenecen a este grupo, en el texto traducido se han encontrado los siguientes:
- Sección Femenina de la Falange (pág. 67)
- Shabak (pág. 184)
El primero pertenece a la cultura española mientras que el segundo a la cultura israelí. El realia
israelí, es decir, Shabak no da lugar a problemas de traducción porque, al no pertenecer a la cultura
española, la autora pone en el texto original un inciso para explicar lo que es. En cambio, en el caso
de Sección Femenina de la Falange, se ha decidido mantener el realia sin poner una nota a pié de
página y añadir el adjetivo española para explicitar que se trata de un partido español.
190
3.2. La fraseología
La Real Academia española da para el término fraseología la siguiente definición: "conjunto
de frases hechas, locuciones figuradas, metáforas y comparaciones fijadas, modismos y refranes,
existentes en una lengua, en el uso individual o en el de algún grupo".
La fraseología siempre ha planteado, y sigue planteando, un problema de difícil solución tanto
para los lexicógrafos, como para los traductores. En efecto, resulta bastante complicado incluir
todas las expresiones fraseológicas de una lengua en el diccionario, aunque estas representan un
componente consistente de su sistema lingüístico y que se basa en la cultura de la comunidad
lingüística. Las expresiones fraseológicas, además, se utilizan a menudo tanto en el lenguaje
hablado como en el escrito, porque responden a la exigencia de expresar conceptos abstractos, los
cuales, en general, se asocian a imágenes que proceden de la vida cotidiana. Las unidades
fraseologícas pertenecen casi siempre al mundo de las figuras y no se pueden traducir literalmente a
otro idioma. Por esta razón, constituye uno de los aspectos más interesantes de la traductología. En
los párrafos siguientes se comentarán algunas unidades fraseológicas que aparecen en En un rincón
del alma y se justificarán las elecciones traducivas propuestas.
3.2.1. Las locuciones
Corpas Pastor (1996), define las locuciones como unidades fraseológicas fijadas en el sistema
de la lengua que se caracterizan por tener una cohesión semántica y morfosintáctica, que las
convierte en formulas fijas y estables. La locuciones pueden diferenciarse en nominales, adjetivales,
adverbiales, preposicionales y verbales, dependiendo del tipo de palabra que representa el núcleo de
la construcción.
Los españoles y los italianos utilizan las locuciones con modalidad y frecuencia diferentes.
Los primeros recurren a las locuciones mucho más a menudo que los italianos. En efecto, en
español estas expresiones se ecuentran no solo en los textos coloquiales, como ocurre en italiano,
sino también en textos formales, orales y escritos.
En muchos casos, ha sido posible traducir las locuciones españolas con otra locución del
italiano, como muestran los ejemplos siguientes:
(1)
Lo hace sin esfuerzo, sin alarde, como el que oye llover, mientras tú observas la escena
estupefacta (pág. 36).
Lo fa senza sforzi, senza vantarsene, come a chi non fa né caldo né freddo, mentre tu
osservi la scena stupefatta.
191
(2)
Para sus menesteres culinarios y nutricionales se ayuda de un gran libro dietético,
confeccionado de su puño y letra… (pág. 36).
Per le sue sane ricette si aiuta con un grande libro dietetico, redatto di proprio pugno…
(3)
…empleadas de hogar uniformadas hasta las cejas, me dieron ganas de salir corriendo,
de volver a mi pequeña casa de apenas sesenta metros cuadrados en pleno centro de la
capital (pág. 42).
…domestiche con tanto di divise, mi hanno fatto venire voglia di andarmene di corsa, di
ritornare nella mia piccola casa di appena sessanta metri quadri in pieno centro della
capitale.
(4)
Siempre me he sentido desvinculada del común de los mortales, pero sobre todo y ante
todo, de aquellos que llevan el éxito prendido en todos sus actos: los de la flor en el culo
(págg.43-34).
Ho sempre sentito di non avere niente in comune con la maggior parte dei mortali, ma
soprattutto e innanzitutto, con quelli a cui le cose vanno sempre bene: quelli nati con la
camicia.
(5)
La forma que tenía de colocar los cubiertos, los platos, el jarrón con las flores que había
cortado en el campo y su pulcritud. Siempre iba hecho un pincel (pág. 48).
Il modo in cui metteva le posate, i piatti, il vaso con i fiori che aveva raccolto nel campo
e il suo ordine. Era tutto sempre a regola d'arte.
(6)
Dejó de hablar de repente, como si le hubiera comido la lengua el gato (pág. 50).
Ha smesso di parlare all'improvviso, come se gli fosse caduta la lingua.
(7)
Llovía a mares. Una borrasca se había instalado en la Península… (pág.54).
Pioveva a dirotto. Sulla penisola si stava abbattendo una burrasca…
(8)
A pesar de haber pedido la tanda con mucha antelación, a mí nunca me despachaban
(pág. 58).
Nonostante mi fossi messa in coda con largo anticipo, nessuno mi notava,
semplicemente venivo liquidata.
192
(9)
El diablo juega malas pasadas, olvida esas visiones, son una de sus muchas artimañas
(pág. 59).
Il diavolo fa brutti scherzi, dimentica queste visioni, è uno dei suoi stratagemmi.
(10) Durante el vuelo, en muchos momentos eché en falta el paraguas rojo de Sheela, mi
amiga del alma (pág. 24).
Durante il volo, in molti momenti ho sentito la mancanza dell'ombrello rosso di Sheela,
la mia amica del cuore.
(11) Me devanaba la masa encefálica en busca de esa estúpida neurona que no me dejaba
memorizar con normalidad (pág. 80).
Mi spremevo le meningi, alla ricerca di quello stupido neurone che non mi permetteva di
memorizzare in modo normale.
(12) Dijo que era sembrar en terreno baldío porque mi contrato era eventual y no había nada
que hacer (pág. 85).
Diceva che sarebbe stata una partita persa dall'inizio perché il mio contratto era a
tempo determinato e non c'era niente da fare.
(13) … me pedían el teléfono y, con una sonrisa de oreja a oreja, decían que me llamarían
(pág. 86).
… mi chiedevano il recapito telefonico e, con un sorriso a trentasei denti, dicevano che
mi avrebbero chiamato.
(14) Pero ella, Sheela, hacía oídos sordos a las advertencias del viejo cura… (pág. 126).
Però lei, Sheela, faceva orecchie da mercante di fronte agli avvertimenti del vecchio
sacerdote…
(15) Aunque él seguía manteniendo, de cara a la galería profesional y vecinal, el estatus de
pareja de Hollywood, nuestra relación era cada día más distante (pág. 127).
Anche se lui continuava a mantenere, sia agli occhi dei colleghi che del vicinato, lo
status fittizio di coppia di Hollywood, eravamo ogni giorno più distanti.
193
(16) No obstante, hasta el último momento mantuve la esperanza de que le echara un par de
ovarios y se viniera conmigo, aunque fuese con lo puesto (pág. 127).
Nonostante ciò, fino all'ultimo momento ho sperato che tirasse fuori le palle e venisse
con me, giusto con l'indispensabile.
(17) Siempre concluía gimoteando, dedicándome una mirada compasiva que me rompía el
alma (pág. 128).
Finiva sempre per piagnucolare, dedicandomi uno sguardo compassionevole che mi
spezzava il cuore.
(18) … terminaban a porrazo limpio… (pág. 143).
… finivano per suonarsele di santa ragione…
(19) De chicos siempre se llevaron a matar (pág. 143).
Da ragazzi erano sempre cane e gatto.
(20) El rodaballo suspira y, mirándome de reojo, le hace un guiño escondido a Omar (pág.
147).
Il rombo sospira e, guardandomi con la coda dell'occhio, fa l'occhiolino a Omar di
nascosto.
(21) Él me mira de soslayo y sonríe (pág. 147).
Lui mi guarda di sbieco e sorride.
(22) Me costó dios y ayuda que abandonase el tema, que cambiase de conversación (pág.
154).
Ho sudato sette camicie per farle abbandonare il tema, perché cambiasse argomento.
(23) Siempre andaba con este libro a cuestas empeñada en terminar de leerlo… (pág. 191).
Si portava sempre dietro questo libro per terminare di leggerlo…
(24) El muy hijo de su madre debió de sufrir un accidente y encima tuvo la suerte de salir
con vida y escapar… (pág. 161).
194
Il gran figlio di buona donna avrà avuto un incidente e ha avuto pure la fortuna di
uscirne vivo e scappare…
(25) He meditado mi vuelta largo y tendido, recostando mi cabeza sobre el regazo de
Raquel… (pág. 186).
Ho meditato il mio ritorno per filo e per segno, appoggiando la testa sul grembo di
Raquel…
(26) Luego le echo un vistazo con más calma (pág. 122).
Dopo gli do un'occhiata con più calma.
(27) Dejó caer su pareo al suelo como quien no quiere la cosa (pág. 38).
Ha lasciato cadere il suo pareo a terra facendo finta di niente.
(28) ¡Estos hippies de mierda! Encima de estafador, grafitero. ¡En qué hora, en qué hora!
(pág.121).
Questi hippies di merda! Oltre che truffatore, pure graffitaro. Perché è toccato proprio a
me, perché è toccato proprio a me!
En el caso de la locución romper el alma estamos frente a una expresión que, si traducida
literalmente al italiano, transmitiría un significado totalmente distinto. En efecto, rompere l'anima
en italiano significa 'molestar', 'fastidiar', mientras que el significado de romper el alma es "hacer
sufrir". Por tanto, se ha traducido con el equivalente spezzare il cuore.
No siempre ha sido posible traducir con una locución equivalente, como muestran los
ejemplos:
(29) Lo supo y te lo comenta a ti, mientras que a mí no me dice ni pío (pág. 158).
Lo viene a sapere e lo dice a te, mentre a me non dice niente di niente.
(30) …vi sus ojos mirándome, burlando con su deseo el paso del tiempo, poniendo en tela de
juicio la inexistencia (pág. 58).
…ho visto i suoi occhi che mi guardavano, che si prendevano gioco del passare del
tempo, che mettevano in dubbio l'inesistenza.
195
(31) … me imaginaba entrando en la iglesia empapada hasta las trancas (pág.54).
… mi immaginavo entrare in chiesa bagnata fradicia.
(32) La expresión de mala uva que reflejaban sus caras… (pág.57).
Il malumore che riflettevano le loro facce…
(33) …una estrategia que yo abortaba cuando se me ponía en la punta de la nariz (pág.71).
… una strategia che mandavo all'aria quando ne avevo voglia.
(34) … peinada por un pupilo del mismísimo Llongueras que, dicho sea de paso, allí estaba
súper “franquiciado"… (pág. 42).
…pettinata da un allievo di Llongueras che, tra parentesi, lì era super "popolare"…
(35) Remedios y yo habíamos escuchado algún que otro comentario sobre la propietaria en
nuestra urbanización (pág. 125).
Io e Remedios avevamo sentito alcuni commenti sulla proprietaria nel nostro quartiere.
(36) Su único defecto es que le pueden las faldas (pág. 128).
Il suo unico difetto è che non riesce a resistere alle donne.
(37) La carita de pan de Carlota (pág. 143).
Il faccino paffuto di Carlota.
(38) Voy a buscar un apartamento o una pensión, los hoteles se me escapan de presupuesto
(pág. 160).
Vado a cercare un appartamento o una pensione, gli hotel non rientrano nel mio budget.
(39) Una borrasca se había instalado en la Península, al parecer de forma eventual pero
preocupante, ya que su contumacia en permanecer sobre la piel de toro estaba dando al
traste con las previsiones meteorológicas (pág. 54).
Sulla penisola si stava abbattendo una burrasca, apparentemente inaspettata ma
preoccupante, dato che la sua ostinazione nel non dare tregua al Paese stava smentendo
le previsioni meteorologiche.
196
(40) Nosotras enviamos el texto porque creímos que te gustaría, pero veo que no te ha hecho
gracia (pág. 156).
Noi abbiamo inviato il testo perché pensavamo che ti avrebbe fatto piacere, però vedo
che la cosa non è stata di tuo gradimento.
(41) Para ti nada está acabado nunca, siempre andas con las correcciones a cuestas (pág.
155).
Per te mai niente è finito, fino all'ultimo hai sempre qualcosa da correggere.
En la novela aparece un caso de nominalización de la perífrasis rasgarse las vestiduras, que
ha sido traducida con el nombre critiche, como muestra el ejemplo siguiente:
(42) También estaban los típicos rasgados de vestiduras ante la forma y manera de ser o de
vivir de algunas de las mamás de los compañeros de clase de nuestros retoños (pág.
105).
C'erano anche le tipiche critiche dinnanzi al modo di essere o di vivere di alcune delle
mamme dei compagni di classe dei nostri figlioletti.
3.2.2. Las metáforas
Según el diccionario de la Real Academia Española la fraseología incluye también las
metáforas, que El Diccionario de uso del español define como "Tropo que consiste en el usar las
palabras con sentido distinto del que tienen propiamente pero que guarda con éste una relación
descubierta por la imaginación".
"Autores como M. B. Dagut (1976) creen que el efecto que la metáfora tiene en su lengua de
partida no siempre puede mantenerse en la lengua de llegada, y propone tres procedimientos de
traducción; a) la traducción literal, b) la sustitución de la imagen de la lengua de partida por otra de
la lengua de llegada que tenga el mismo potencial asociativo, y c) la paráfrasis" (en Medina
Montero 2005:200).
La metáfora es una de las figuras retóricas más utilizadas en las obras literarias por su carácter
artístico y creativo. En el texto original aparecen muchas metáforas que se han traducido al italiano
intentando mantener el valor expresivo de las originales. Algunos ejemplos en los cuales se ha
adoptato el procedimento de la traducción literal son los siguientes:
(43) …para ella, eran y siguen siendo el pan y la sal de su vida (pág. 20).
197
…per lei, erano e continuano ad essere il pane e il sale della sua vita.
(44) …una pieza indispensable del engranaje que forma mi existencia, cuadrando perfecta y
milimétricamente en su lugar de ensamblado (pág. 168).
…un pezzo indispensabile dell'ingranaggio che costituisce la mia esistenza,
combaciando perfettamente e millimetricamente in ogni parte.
En cambio en los ejemplos (45), (46), (47) y (48) se ha adoptato el procedimento de la sustitución
de la imagen de la lengua de partida:
(45) Sus ubres fueron el pozo de petróleo de nuestra numerosa familia (pág.41).
Le loro mammelle sono state la miniera d'oro della nostra numerosa famiglia.
(46) Teñida de rubio hasta lo más íntimo (pág. 36).
Bionda fino al midollo.
(47) Cuando el ruido de los motores me llene el estómago de burbujas, cuando las ruedas se
escondan en la barriga del Boeing 747… (pág. 22).
Solo quando il rumore dei motori mi metterà lo stomaco sottosopra e le ruote si
nasconderanno nel ventre del Boeing 747…
(48) …me sentí transportada a una dimensión donde todos los tiempos verbales se hicieron
uno (pág. 156).
…mi sono sentita trasportata in una dimensione senza tempo.
También se ha adoptato el procedimento de la paráfrasis, como muestran los ejemplos (49), (50),
(51) y (52):
(49) Mis vaqueros y mi camiseta negra haciendo juego con las alpargatas de esparto me
hacían sentir cómoda… Pero, al tiempo, me convertían en el blanco perfecto de la
mirada inquisidora y frívola de la guapísima empleada… (pág. 43).
198
I jeans e la camicetta nera che indossavo si intonavano con le espadrillas e mi facevano
sentire comoda… Però, al tempo stesso, facevano concentrare su di me lo sguardo
inquisitore e frivolo della bellissima impiegata…
(50) Una borrasca se había instalado en la Península, al parecer de forma eventual pero
preocupante, ya que su contumacia en permanecer sobre la piel de toro estaba dando al
traste con las previsiones meteorológicas (pág. 54).
Sulla penisola si stava abbattendo una burrasca, apparentemente inaspettata, ma
preoccupante, dato che la sua ostinazione nel non dare tregua al Paese stava smontando
le previsioni meteorologiche.
(51) Lleno de recuerdos que iban y venían de la mano de la inseguridad frente a mi nuevo
destino.
Pieno di ricordi che andavano e venivano dettati dall'insicurezza di fronte al mio nuovo
destino (pág. 53).
(52) Hizo garabatos sobre mi nombre… (pág. 87).
Ha storpiato il mio nome…
3.3. Usted y Lei
En un rincón del alma cuenta la historia de Jimena en forma de carta dirigida a la madre.
Jimena trata de usted a la madre, una madre siempre distante, tanto afectiva como fisicamente. La
elección de la escritora de utilizar el usted para dirigirse a la madre, no obtante la novela se
desarrolle en la época moderna y la costumbre de tratar de usted a los padres ya no exista, es una
manera para enfatizar la relación problemática entre las dos.
En italiano el equivalente del pronombre de cortesía usted es lei, que coincide con el
pronombre personal femenino de tercera persona. El hecho de que haya coincidencia, que en
español no hay, puede dar lugar a ambigüedades en la traducción, como muestra el ejemplo
siguiente:
(53) Este desarraigo, en parte, se lo debo a usted (pág. 18).
Questo cambiamento radicale, in parte, lo devo a Lei.
199
En el texto original queda claro que se refiere a la madre, pero en la traducción el lector
podría no interpretar correctamente quién es el referente, si la madre u otro individuo femenino. Por
tanto, se ha elegido poner Lei en mayuscula, que en italiano se utiliza para distinguir el pronombre
de cortesía del pronombre de tercera persona.
3.4. Anglicismos y otros extranjerismos
El léxico de toda lengua se evoluciona de manera constante, sobre todo en un mundo donde la
globalización se extiende cada vez más por el contacto frecuente con las demás lenguas, en
particular el inglès. Este idioma se utiliza muy a menudo como vehículo de comunicación entre
personas de nacionalidades diferentes. En español, hay términos de origen anglosajona que se
utilizan con frecuencia en la vida cotidiana, no obstante la cultura española tienda a adaptar los
extranjerismos, como, por ejemplo, en el caso de fútbol en lugar de football, o en el caso de perro
caliente en lugar de hot dog.
Los anglicismos que aparecen en la novela son términos ingleses que se utilizan con
frecuencia en la lengua española, preservando su forma original. Sin embargo, en un caso, un
anglicismo está utilizado por la autora para subrayar la etiqueta de intelectual que caracteriza a
Carlos, el marido de la protagonista:
(54) Y aunque exponía mis obras hechas a lapicero a todos, Carlos, no manifestaba ante mi
trabajo más que un «Precioso, cari, muy bonito» o, «Luego le echo un vistazo con más
calma. Ya voy con retraso. Ahora me es imposible concentrarme, estoy overflow» (pág.
122).
Anche se mostravo a tutti le mie opere fatte a matita, Carlos, davanti al mio lavoro non
diceva altro che "Bello, tesò, molto carino" o, "Dopo gli do un'occhiata con più calma.
Sono in ritardo. In questo momento non riesco a concentrarmi, sono overflow".
Se ha elegido dejar invariado el anglicismo overflow para preservar el humorismo y la intención de
la autora, ya que en italiano también muy a menudo se utilizan tèrminos ingleses para hacer el
discurso chic.
Los demás anglicismos, como, por ejemplo, hippies, trolley, stock y CD (sigla de Compact
Disc) se han mantenido invariados en la traducción, porque en italiano son términos de uso común.
200
Con respecto al español, el italiano es seguramente una lengua que tiende a adoptar e integrar los
extranjerismos, y en particular los anglicismos.
En el texto original aparece también el extranjerismo de origen alemana Delicatessen que se
utiliza también en italiano; por tanto, en la traducción al italiano, se ha dejado invariado.
3.5. El símil
El símil consiste en comparar expresamente una cosa con otra a través de partículas
comparativas, como, por ejemplo, como, tal, así, igual que, tan, semejante a, parecido a, etc. Las
comparaciones presentes en la novela son bastantes. En los ejemplos siguientes se han seleccionado
algunas donde la partícula es como:
(55) Como una sombra atravesé el pasillo y salí a la calle (pág. 33).
Ho attraversato il corridoio come un fantasma e sono uscita in strada.
(56) …mujeres solitarias y mudas que se esparcen como flores marchitas por los confines
del mundo (pág.120).
…donne solitarie e mute che si spargono come fiori appassiti lungo i confini del mondo.
(57) …su voz sonó como un soplo de vida… (pág. 157).
…la sua voce è stata come un soffio di vita…
(58) Has llegado a mi vida como una tormenta de arena … (pág. 165).
Sei arrivata nella mia vita come una tormenta di sabbia…
3.6. Los antropónimos y los topónimos
Un nombre propio se utiliza para una persona, un lugar, una cosa concreta, que se considera
algo único (Alexander 1988:38). En esta categoría se incluyen también los nombres de las obras y
de los personajes ficticios, como, por ejemplo en este caso, Así habló Zaratustra, Novia cadáver,
Eduardo manos tijeras, Mafalda De Quino, que en la traducción se han traducido mediante sus
correspondientes en italiano: Così parlò Zaratustra, Sposa cadavere, Edward mani di forbice,
Mafalda di Quino.
201
Generalmente, los antropónimos, es decir, los nombres de persona, no se traducen
preservando su nacionalidad y considerando que no tienen connotaciones en el texto, pero hay
excepciones; en efecto se infringe esta regla si en la traducción es necesario conseguir un efecto
cómico o un juego de palabras importante para alcanzar el mismo efecto del original, o como
sugiere Newmark (1988), en el caso de que exista la traducción oficial, como en el caso de los
nombres de los santos, de los reyes y de los papas.
Según esta hipótesis, se ha decidido dejar los antropónimos invariados, a pesar de que existan
los correspondientes italianos.
También algunos topónimos, los nombres propios de lugar, que incluyen también nombres de
calles y de plazas, no se traducen, adoptando la hipótesis de Newmark (1988), a menos que no
exista, como ya hemos dicho, una traducción oficial en la lengua de llegada. La estrategia traductiva
adoptada en este caso ha sido la de traducir los topónimos que tienen su propio equivalente en
italiano, como, por ejemplo el caso de Asuán, que se ha traducido con Assuan, o Tebas, que se ha
traducido con Tebe.
3.7. Los insultos
El arte de traducir los insultos está en la capacidad de buscar el equivalente, no la traducción
literal, en la lengua de destino, ya que cada lengua tiene una manera diferente de conceptualizar la
realidad, teniendo en cuenta también la situación en la que aparece (El arte de traducir. Blog sobre
traducción
profesional,
fansubbing
y
mundo
laboral,
http://elartedetraducir.wordpress.com/category/traducir-insultos/).
El problema de la traducción de los insultos es un aspecto importante en el proceso traductivo.
En la narrativa contemporánea, la frecuencia con la que aparecen los insultos ha crecido cada vez
más, y un traductor debe entender cuándo es posible traducirlos sin ofender o tocar la sensibilidad
de nadie, teniendo en cuenta la cultura de llegada, y cuándo es aconsejable modularlas.
En la novela En un rincón del alma se ha decidido traducir los insultos con un
correspondiente equivalente en italiano, ya que su traducción no conlleva ningún problema en la
cultura del texto de llegada, como muestran los ejemplos (59), (60) y (61):
(59) ¡Hijo puta! –Exclamé mientras le enjugaba las lágrimas, despacio, con la yema de los
dedos (pág. 136).
Figlio di puttana! -Ho esclamato mentre le asciugavo le lacrime, piano, con i
polpastrelli.
202
(60) …te lo dije, hijo de puta, te lo dije, te dije que te mataría (pág. 171).
…te l'avevo detto, figlio di puttana, te l'avevo detto, ti avevo detto che ti avrei
ammazzato.
(61) ¡Vete a la mierda mamá! (pág. 38).
Vaffanculo mamma!
203
CAPÍTULO IV
Aspectos morfosintácticos
204
4.1. Coordinación y subordinación
Otro aspecto importante a la hora de traducir es la sintaxis, es decir, el conjunto de reglas que
gobiernan la combinatoria de las palabras en una oración. Por oracion se entiende "la unidad textual
o de enunciado de intención comunicativa, compuesta generalmente por combinación de nexus puede ser uno solo-, que tiene autonomía semántica, independencia y unidad gramatical y unidad
fónica" (Hernández Alonso 1983:29).
En este capítulo se comentan los aspectos sintácticos más relevantes presentes en la novela, en
particular aquellos casos de variación entre español e italiano y se justificarán las elecciones
traductivas adoptadas.
En lo que concierne a la estructura de las oraciones, en la obra predomina la parataxis, es
decir, las oraciones se relacionan por medio de la coordinación, que puede ser tanto asindética, si
carece de nexo, como sindética, si las oraciones están juntadas por un nexo (Gómez Torrego
2007:174).
En la traducción se ha mantenido la misma estructura sintáctica, como muestran algunos
ejemplos que aparecen a continuación:
(1)
Asentí cabizbaja y avergonzada por mi falta de sinceridad, de valentía, y subí el taxi
que momentos antes había pedido (pág. 40).
Ho annuito a testa bassa, mi vergognavo per non essere stata sincera e coraggiosa, e
sono salita sul taxi che avevo chiamato qualche istante prima.
(2)
Estaba dentro de un cuerpo que no le pertenecía y nosotros, los suyos, sabiéndolo, lo
omitimos (pág. 49).
Era dentro un corpo che non gli apparteneva e noi, la sua famiglia, pur sapendolo,
abbiamo fatto finta di niente.
(3)
Decoré y amueblé la casa poco a poco, a medida que las pagas extras nos permitían
comprar muebles y electrodomésticos (pág. 65).
Ho decorato e ammobiliato la casa poco a poco, man mano che gli straordinari ci
permettevano di comprare mobili ed elettrodomestici".
En el texto, las oraciones coordinadas aparecen introducidas por una conjunción, pero muchas
veces aparecen sin ninguna conjunción coordinante expresa, separadas por puntos, como muestran
los ejemplos siguientes:
205
(4)
Juanillo es el único que se parece un poco a mí. Tan poca cosa, con ese pelo tan negro
y lacio. Enjuto de carnes. Sensible e inseguro (pág. 47).
Juanillo è l'unico che un po’ mi somiglia. Giusto in qualcosa: ha i capelli così neri e
lisci, è magro, sensibile e insicuro.
(5)
En una palabra, dominar. Tener todo medido. ¡Nunca lo conseguí! (pág. 38).
In una parola, dominare. Avere tutto sotto controllo. Non ci sono mai riuscita!
(6)
El autobús ha llegado. Tengo que dejar de escribir. Pero sólo por un momento (pág. 22).
L'autobus è arrivato. Non posso più scrivere. Però solo per un momento.
(7)
…habría preferido que todo fuera una ilusión óptica. Pero era real (pág. 44).
…avrei preferito che fosse tutto un'illusione ottica. Però era reale.
(8)
…fue uno de mis mayores aciertos, algo de lo que me siento orgullosa. Y a pesar de que
en el ámbito profesional no me haya servido para nada, sigo estando orgullosa de ello
(pág. 73).
…è stata una delle mie più grandi soddisfazioni, qualcosa di cui mi sento orgogliosa. E
nonostante in ambito professionale non mi sia servito per niente, continuo a esserne
orgogliosa".
Desde un punto de vista gramatical, en italiano se debería evitar comenzar una frase con una
conjunción, aunque muchos escritores lo hacen. La conjunción e al principio de la oración, además,
es un recurso estilístico que se utiliza muy a menudo en el periodismo.
En este caso, al tratarse de una novela, por su carácter estilístico y poético, se ha decidido
mantener la misma puntuación que caracteriza el original, a excepción de algunos casos en los que
se ha preferido relacionar las oraciones coordinadas con una coma, como muestran los dos ejemplos
siguientes:
(9)
Juanillo no necesitaba hacerse mujer, había nacido siéndolo. Sin embargo, nosotros,
primero intuyéndolo y más tarde sabiéndolo, nunca se lo hicimos saber (pág. 48).
Juanillo non aveva bisogno di diventare donna, c'era nato, ma noi, nonostante
l'avessimo prima intuito e più tardi saputo, non glielo abbiamo mai detto.
206
(10) Yo le insistí en que no era así, que sólo necesitabas estar un tiempo alejada de la
rutina, pensar. Pero como no te despediste de nadie más que de Remedios, pensó que el
viaje no lo hacías en solitario. En cierto modo es lógico, ¿no crees? (pág. 159).
Io gli ho ribadito più volte che non era vero, che avevi bisogno solo di staccare la spina
per un po’, di pensare, ma dato che non hai salutato nessuno, tranne Remedios, ha
pensato che tu non viaggiassi da sola. In qualche modo è logico, non credi?
También se utiliza a menudo la hipotaxis, es decir, construcciones con oraciones subordinadas
dependientes de una oración principal o de un sintagma nominal. Las que se encuentran con más
frecuencia en la obra son las finales, las causales, y las relativas, como muestran los ejemplos:
(11) A ella se lo regaló una anciana meiga para que la protegiese… (pág. 169).
A lei glielo ha regalato un'anziana maga affinché la proteggesse…
En este caso es interesante la dislocación a la izquierda, que consiste en desplazar hacia la izquierda
un complemento, reiterándolo con un pronombre personal clítico (Rodríguez Ramalle 2005:544).
(12) …solía decir para darnos ánimos, para que ninguno dejásemos de estudiar (pág. 20).
…diceva sempre per incoraggiarci, per non farci abbandonare gli studi.
(13) Echo en falta el humo de su pipa garabateando siluetas en el aire; su olor, y la aspereza
proletaria de la palma de sus manos, que tantas veces acariciaron mi nuca (pág. 19).
Mi manca il fumo della sua pipa che, prima di dissolversi, scarabocchiava disegni
nell'aria, mi manca il suo odore e la ruvidezza del palmo delle sue mani vissute, che
tante volte hanno accarezzato la mia testa.
(14) Para él, todos estábamos capacitados, excepto Carlota, que siempre se negó a ello (pág.
20).
Per lui, eravamo tutti capaci, tutti tranne Carlota, che non ha mai voluto saperne.
(15) Sí, mamá, lo supo dos meses después y jamás te dijo nada porque entendió que era
culpa suya (pág. 158).
Sì, mamma, l'ha saputo due mesi dopo e non ti ha mai detto niente perché ha capito che
era colpa sua.
207
(16) Nosotras enviamos el texto porque creímos que te gustaría, pero veo que no te ha hecho
gracia (pág. 156).
Noi abbiamo inviato il testo perché pensavamo che ti avrebbe fatto piacere, però vedo
che la cosa non è stata di tuo gradimento.
4.1.1. La construcción al+infinitivo
Además de adjuntos oracionales con valor final y causal, en el texto aparecen muchos
adjuntos oracionales con valor temporal. Una de estas, que no tiene correspondiente en italiano, es
la construcción al+infinitivo, que también puede tener valor causal.
En la novela se utiliza con frecuencia esta expresión con valor temporal, para expresar
simultaneidad, como muestran los ejemplos siguientes:
(17) …hasta que ella consiguió que le prometiese que al regresar hablaría con su padre…
(pág. 159).
…finché non è riuscita a farmi promettere che quando sarei ritornata avrei parlato con
suo padre…
(18) Al despertarse me sorprendió con la paleta en la mano (pág. 164).
Quando si è svegliato mi ha sorpresa con la tavolozza in mano.
(19) Al establecerse en este país, consiguió ver a su pequeña todas las semanas… (pág. 167).
Quando si è stabilita in questo Paese, riusciva a vedere la sua piccola tutte le
settimane…
(20) Al verla tendida sobre el suelo… (pág. 170).
Quando l'ho vista stesa a terra…
(21) Al verla, pensaba en lo triste que debería estar en unos brazos ajenos, en una casa que
no era la suya (pág. 175).
Vedendola, pensavo a quanto fosse stato triste dover stare tra le braccia di estranei, in
una casa che non era la sua.
208
(22) …para no desaparecer bajo la lluvia al darle la mano a la soledad (pág. 191).
…per non sparire sotto la pioggia dando la mano alla solitudine.
En este caso, en italiano el valor de simultaneidad con respecto a la oración principal se ha
expresado mediante la subordinada temporal encabezada por cuando, y mediante el uso de
construcciones absolutas de gerundio.
4.2. Las perífrasis verbales
"Las perífrasis verbales son construcciones sintáticas constituidas por dos o más verbos,
de los que al menos uno es auxiliar, y el último, auxiliado (o principal). Este ha de aparecer en
una forma no personal (infinitivo, gerundio o participio)" (Gómez Torrego 2007:192). El
auxiliar proporciona las informaciones gramaticales, es decir, el tiempo, el modo, el número y la
persona. En cambio, el verbo auxiliado ofrece el significado léxico de este tipo de predicado.
Las perífrasis suelen diferenciarse en perífrasis de infinitivo, de participio, y de gerundio y
pueden ser de tres tipos, es decir, modales, aspectuales y cuantitativas. Según García, Meilán y
Martínez (2004), que proponen esta tripartición, las modales reflejan el punto de vista del
hablante acerca de lo que enuncia, las aspectuales indican en qué parte del proceso verbal se
está en cada momento, y las cuantitavas indican que las acciones expresadas en el verbo
auxiliado se repiten. En los apartados siguientes se comentarán las propiedades de las perífrasis
que aparecen en En un rincón del alma y su traducción al italiano.
4.2.1. Las perífrasis de infinitivo
A la hora de traducir este tipo de perífrasis, se han adoptado diferentes soluciones. En
algunos casos, no ha sido posible utilizar una perífrasis correspondiente en italiano, por tanto se
han elegido otras construcciones que expresarán el mismo significado aspectual o modal de la
forma original, como muestran los ejemplos (23) y (24).
En la perífrasis llegar a+infinitivo el verbo al infinitivo se puede sostituir con un
pronombre o un sustantivo. Según San Martín Moreno (2005), la perífrasis llegar a+infinitivo
indica la culminación de un proceso que puede ser importante. El verbo llegar equivale, en este
caso, a conseguir, lograr, alcanzar, como muestra el ejemplo (23):
(23) Así, nuestra nueva vida, poco a poco, viaje tras viaje, se convirtió en un reencuentro que
nunca llegó a conseguir reunirnos de nuevo (pág. 109).
209
Così, la nostra nuova vita, poco a poco, viaggio dopo viaggio, è diventata un ritrovo che
non è più riuscito a riunirci.
(24) Incluso se nos llegó a señalar directamente como las causantes de una plaga de
chinches que aquejó de forma violenta la parroquia y las casas de varios feligreses (pág.
134).
Ci hanno perfino ritenuto la causa di un'epidemia di cimici che aveva assalito
violentemente la parrocchia e le case di diversi fedeli.
En otros casos, ha sido posible mantener la perífrasis llegar a+infinitivo con la correspondiente
italiana arrivare a+infinito, como muestra el ejemplo a continuación:
(25) Incluso llegó a insinuarme que debía dedicarme a la literatura de manera profesional y
que él podía buscarme algún contacto si yo estaba dispuesta (pág. 146).
È arrivato perfino ad alludere al fatto che avrei dovuto dedicarmi alla letteratura in
modo professionale e che lui poteva cercare qualche contatto se avessi voluto.
Según García, Meilán y Martínez (2004), en la perífrasis aspectual ir+infinitivo el conjunto de
auxiliar y auxiliado adquieren una significación nueva y propia de esa perífrasis, la de acción en un
futuro próximo o inmediato. Como en italiano no existe una forma perifrástica correspondiente,
ir+infinitivo se ha traducido al italiano con el tiempo futuro simple:
(26) Le voy a pedir el divorcio (pág. 154).
Gli chiederò il divorzio.
(27) No voy a dejarte… (pág. 165).
Non ti lascerò…
La perífrasis cuantitativa volver a+infinitivo expresa un valor de repetición. En italiano, al no
existir una perífrasis correspondiente, se ha podido expresar el mismo valor aspectual realizando,
además del verbo léxico, el sintagma di nuovo, que indica precisamente la reiteración de la acción
denotada por el verbo; o, en los casos en que ha sido posible, utilizar el verbo derivado mediante el
prefijo ri-:
210
(28) Quería volver a leer Cien años de soledad (pág. 184).
Volevo leggere di nuovo Cent'anni di solitudine.
(29) Me gustaría volver a verte… (pág. 152).
Mi piacerebbe rivederti…
4.2.2. Las perífrasis de gerundio
Las perífrasis de gerundio que aparecen con más frecuencia en la obra son ir+gerundio, que
indica un avance gradual de un evento y seguir+gerundio con valor imperfectivo, es decir, no se
marca algún límite de la acción, no importa indicar cuando empieza y cuando termina. Según
Whitley y Gonzáles (2007), la primera describe una acción gradual y continua que va (o iba) a durar
más tiempo que estar+gerundio, como muestran los ejemplos (30), (31) y (32) que se han traducido
mediante el tiempo presente y el imperfecto, ya que en el contexto no cambian el sentido:
(30) Su mirada roza el mechón anárquico que tapa mi boca y se detiene curiosa sobre las
páginas que voy escribiendo para usted… (pág. 142).
Il suo sguardo sfiora il ciuffo anarchico che mi copre la bocca e si sofferma incuriosito
sulle pagine che scrivo per Lei…
(31) Él escucha fascinado todo lo que yo le voy relatando (pág. 164).
Lui ascolta affascinato tutto ciò che gli racconto.
(32) Lo aprendí cuando el tiempo era joven, en aquellos días en que los decires y los haceres
de los demás van dando forma a los tuyos (pág. 31).
L'ho imparato quando ero ancora una ragazza, in quei giorni in cui erano gli altri a
decidere per me.
La segunda perífrasis, es decir seguir+gerundio describe una acción que continúa y cuyo evento
denotado por el verbo auxiliado ha empezado en un momento anterior. En la traducción esta
perífrasis continuativa se ha traducido con la perífrasis italiana equivalente continuare a+infinitivo,
como muestran los ejemplos a continuación:
211
(33) …el mejor de los regalos que me trajeron los Reyes de Oriente, porque aún hoy sigo
pensando que ellos, los magos, tuvieron algo que ver en todo aquello (pág. 176).
…il miglior regalo che mi abbia portato la Befana, perché ancora oggi continuo a
pensare che tutto questo sia stato anche opera sua, della Befana.
(34) A pesar de todo le quise, sí madre, le quise casi de forma demencial y, de alguna
manera, creo que aún sigo queriéndole (pág. 31).
Nonostante ciò gli ho voluto bene, sì madre, gli ho voluto bene in modo demenziale e,
in qualche modo, credo di continuare a volergliene.
(35) …seguía deseando sus manos sobre mi cuerpo, el arrastre cálido de sus dedos por mi
piel (pág. 29).
…continuavo a desiderare le sue mani sul mio corpo, il calore delle sue dita sulla mia
pelle.
(36) Y siguió caminando con el trolley tras él hacia el dormitorio (pág. 118).
E ha continuato a camminare con il trolley dietro di sé verso la camera da letto.
4.2.3. Las perífrasis de participio
Las perífrasis de participio comunican una acción orientada hacia el pasado y expresan
aspecto perfectivo (Girón Alconchel 1993:104).
La perífrasis tener+participio expresa valor aspectual resultativo. Por ello, en la traducción,
se ha elegido traducir con el adverbio già, que proporciona valor resultativo al evento denotado por
el verbo dire:
(37) …te lo tengo dicho… (pág. 175).
…te l'avevo già detto…
En la perífrasis quedar+participio quedar pierde su significado léxico y aporta al significado
perifrástico la significación aspectual de resultado. El significado léxico de la perífrasis (= el
significado del participio) se expresa como el resultado de acciones previas (Girón Alconchel
1993:102). En la traducción se ha elegido traducir con el verbo rimanere, que tiene valor
resultativo:
212
(38) Me quedé embarazada… (pág. 105).
Sono rimasta incinta…
(39) …un seudónimo que finalmente quedó instaurado como nombre oficial (pág. 173).
… uno pseudonimo che alla fine è rimasto il nome ufficiale.
4.3. El lo enfático y el lo no enfático
En la novela es muy frecuente el uso de la forma del articulo determinado lo. En la gramatica
del español es posible distinguir el lo enfático del lo no enfático. El lo enfático intensifica el grado
del adjetivo o del adverbio que acompaña, dando lugar a construcciones exclamativas. El lo no
enfático, en cambio, según proponen Bosque y Moreno (1990) puede ser de tres tipos: cuantitativo,
cualitativo e identificativo, según el significado que expresa.
Puesto que la gramática del italiano, no posee esta forma, ha sido necesario traducir las
construcciones con el lo que aparecen en la obra por medio de construcciones diferentes. En la
novela En un rincón del alma no hay casos de lo enfático, en cambio aparece la construcción con el
lo no enfático con valor identificativo, que es también la que aparece con más frecuencia:
(40) …lo peor es que yo no podía hacer nada para evitarlo (pág. 137).
… la cosa peggiore è che io non potevo fare niente per evitarlo.
(41) …lo único que pudo hacer para estar al lado de su pequeña… (pág. 167).
…l'unica cosa che ha potuto fare per stare accanto alla sua piccola…
En estos casos, donde el lo precede al adjetivo, se ha decidido traducir mediante el nombre cosa
seguido por el mismo adjetivo.
Cuando el lo precede a una oración de relativo, se ha elegido traducir con el pronombre
demostrativo ció:
(42) ¿Sabes que, contrariamente a lo que muchas personas piensan, es un símbolo de
protección muy fuerte? (pág. 169).
Sai che, contrariamente a ciò che molte persone pensano, è un simbolo di protezione
molto forte?
213
También aparecen en la novela casos de lo cualitativo, que se han traducido con el adverbio
de cantidad minimamente, como muestran los ejemplos a continuación:
(43) … lo sabía y no parecía importarle lo más mínimo (pág. 28).
… lo sapeva, ma sembrava non importargli minimamente.
(44) …sin que me perturbase lo más mínimo… (pág. 75).
…non mi turbava minimamente…
En la novela, los casos de lo cuantitativo aparecen con menos frecuencia. Un ejemplo aparece
a continuación:
(45) …nunca hablé lo suficiente, callé más de lo necesario, y demasiadas veces (pág. 47).
…non ho mai parlato abbastanza, sono stata zitta più del dovuto, e troppe volte.
En (45) se ha elegido traducir lo suficiente con el adverbio de cantidad abbastanza, mientras que lo
necesario se ha traducido mediante el sustantivo masculino il dovuto.
4.4. Los marcadores discursivos
"Los marcadores del discurso son unidades lingüisticas invariables, no ejercen una función
sintáctica en el marco de la predicación oracional y poseen un cometido coincidente en el discurso:
el de guiar, de acuerdo con sus distintas propiedades morfosintácticas, semánticas y pragmáticas, las
inferencias que se realizan en la comunicación" (Portolés, J. 1998:25-26).
Zorraquino y Portolés (1999) diferencian los marcadores del discurso en las siguientes clases:
estructuradores de la información, conectores, reformuladores, operadores argumentativos y
marcadores conversacionales. En la novela aparecen casos de marcadores conversacionales, es
decir, marcadores específicos del lenguaje conversacional, que no solo permiten relacionar dos
partes o miembros del discurso sino que atienden también a la interacción con el interlocutor
(Alvárez 2005:60), sobre todo en los diálogos, ya que se trata de elementos que se utilizan muy a
menudo en el lenguaje hablado y coloquial:
(46) Sí… bueno… más o menos -respondió (pág. 153).
Sì… diciamo… più o meno -ha risposto.
214
(47) Jimena, mi Eduardo y yo hemos estado a punto de decirle muchas cosas a Carlos, pero
no somos quién, ¿sabes?… no lo somos (pág. 154).
Jimena, il mio Eduardo e io stavamo per dirgli molte cose, però non siamo noi che…
sai? Non siamo noi.
(48) Pues deberá acostumbrarse (pág. 157).
Beh, dovrà abituarsi.
(49) Pues no, no lo creo (pág. 159).
No, non credo.
En italiano, estos elementos se han traducido por medio de formas que mantienen la misma
función y el mismo significado, excepto en el último ejemplo, donde se ha preferido no traducir el
marcador. Gracias a la omisión del marcador se consigue reproducir el mismo tono del prototexto.
En la frase precedente Beh, dovrà abituarsi, la charla entre Jimena y la hija Mena acaba de empezar
y en italiano el marcador resulta más natural, porque el debate entre las dos todavía no ha alcanzado
el nivel de tensión que alcanzará más tarde, pero en el último caso, considerando el nivel de enfado
que predomina en la discusión, parece más natural contestar de manera directa omitiendo el
marcador.
4.5. Pretérito perfecto vs pretérito indefinido
Pèrez Navarro y Polettini (2003) afirman que tanto el pretérito perfecto como el indefinido se
emplean para referirse a acciones del pasado acabadas. Para decidir en cada caso concreto cuál de
las dos formas se deben utilizar, hay que tener en cuenta lo siguiente:
a) si no se especifica el tiempo, se usa el pretérito perfecto cuando la acción acabada se
considera reciente, cercana al momento presente, y el pretérito indefinido cuando se
considera lejana.
b) si se especifica el tiempo, se usa el pretérito perfecto cuando el tiempo de la acción
incluye el momento presente y el pretèrito indefinido cuando no lo incluye: Esta semana
he salido dos veces con Pepe (el momento de la enunciación está incluido en esta
semana), pero Ayer salí con Pepe (el momento presente no está incluido en ayer).
215
Mientras en español desde el punto de vista gramatical sería incorrecto decir Ayer he salido
con Pepe, ya que ayer indica una acción concluida y acabada, en italiano, en estas circunstancias, es
posible utilizar tanto el pretérito perfecto que el pretérito indefinido; además, muy a menudo el
pretérito indefinido es la forma más común, es decir un italiano diría Ieri sono uscito con Peppe en
lugar de Ieri uscii con Peppe. Considerado que en italiano la elección del los tiempos verbales es
una cuestión puramente estilística y personal, en la traducción de En un rincón del alma se ha
decidido traducir con el pretérito perfecto. Según la linguista Maria G. Lo Duca “per discutere di
passato remoto e di passato prossimo, dovremo sostituire al concetto di ‘distanza temporale’, il
concetto di ‘distanza psicologica’: faremo cioè l’ipotesi che sia il grado di coinvolgimento, di
partecipazione del parlante all’evento del quale parla (o scrive) ad avere il ruolo centrale nella scelta
del tempo verbale. Un evento ‘sentito lontano’ sarebbe reso preferibilmente al passato remoto; un
evento 'sentito vicino' selezionerebbe automaticamente il passato prossimo” (Le emozioni della
scrittura: blog di Pamela Serafino, manuale di scrittura creativa, lettura, scrittura, critica
letterarie,
http://pamelaserafino.altervista.org/blog/luso-del-passato-prossimo-nei-testi-narrativi/).
En este caso, se trata de una novela narrada en forma de cartas que la protagonista Jimena escribe
con la intención de entregarlas a la madre que, a causa de su muerte, no llegará a leer. Jimena
cuenta su vida como si estuviera viviendo otra vez aquellos momentos.
Solo en la traducción del prólogo, en el que no es la protagonista la que habla, sino que se
narra en tercera persona, se ha decidido respetar la traducción al pretérito indefinido.
216
Conclusión
En este trabajo se ha propuesto la traducción de la novela En un rincón del alma, una obra que
se ha considerado interesante tanto desde el punto de vista lingüístico, al ser rica de realia y
locuciones, como desde el punto de vista del contenido, porque se trata de una historia agradable y
rica de sentimientos.
Un buen traductor debe, en primer lugar, comprender el texto original y después traducirlo
creando un nuevo texto (metatexto) que resulte natural para el lector de la lengua de llegada.
Traducir una novela es un trabajo tanto complejo como personal, ya que de un mismo texto
podríamos tener más versiones, dependiendo del estilo y de los conocimientos del traductor.
Este trabajo para mí no ha sido solo un compromiso académico, sino también laboral.
Traducir esta obra para fines editoriales ha hecho que me dedicase de lleno a ella y con mucho más
rigor que lo normal. En mis elecciones traductivas, siempre he intentado pensar en el lector, para
que este pueda difrutar de un texto fiel al original.
En un rincón del alma es un libro que se lee muy rápido, pero esto no quiere decir que ha sido
sencillo traducirlo. La dificultad mayor ha sido la de elegir las estrategias por adoptar frente a los
términos pertenecientes a la cultura española y a las locuciones que en italiano no tienen un
correspondiente con el mismo impacto expresivo, conllevando una pérdida desde el punto de vista
estilístico y del contenido. Además de los problemas relacionados con el léxico, han sido analizados
los problemas que se han encontrado en ámbito morfo-sintáctico, presentando las diferencias más
relevantes entre los dos idiomas y justificando las elecciones traductivas adoptadas. En general, en
la traducción se ha tratado de preservar la cultura y mantener el lenguaje, el estilo y la atmósfera del
texto original.
Traducir es una tarea muy ardua que no puede llevar a cabo cualquier individuo, ni una
maquina, sino un traductor, es decir, un profesional, que, además, debe poseer sensibilidad artística,
creatividad, rigor y un buen conocimiento tanto de la lengua como de la cultura de partida y de
llegada. Gracias a su trabajo, se hace posible la difusión de obras procedentes de todo el mundo, que
sin su mediación quedarían desconocidas.
217
Glosario Español-Italiano-Inglés
Español
Italiano
Inglés
Huidizo
Sfuggente
Elusive
Desarraigado
Sradicato
Rootless
Famélico
Scheletrico
Emaciated
Vetusto
Antico
Ancient
Ensimismada
Assorto
Absorbed
Escapulario
Scapolare
Scapular
Cántaro de latón
Brocca di ottone
Brass jug
Ordeñar
Mungere
To milk
Rocío
Rugiada
Dew
Alfalfa
Erba medica
Alfalfa
Vacada
Mandria di bovini
Herd of cows
Desvanecer
Svenire
To faint
Ascua
Brace
Ember
Hule
Tela cerata
Oilcloth
Beneplácito
Beneplacito
Consent
Garabatear
Scarabocchiare
To scrawl
Campo de batalla
Campo di battaglia
Battlefield
Como de costumbre
Come di consueto
As usual
Estoica
Stoico
Stoical
Empachado
Impregnato
Drenched
A estas alturas
A questo punto
At this stage
Cómoda
Comò
Dresser
Ganchillo
Centrino
Doily
Atenazar
Attanagliare
To grip
Aldea
Villaggio
Small village
Tuareg
Tuareg
Tuareg
Abnegado
Altruista
Selfless
Zoco
Suq
Souk
Tenderete
Bancarella
Market stall
Vasijas
Stoviglie
Flatware
218
Presa
Diga
Dam
Malos augurios
Malaugurio
Ill omen
Facturar
Imbarcare
To check in
Runas
Rune
Runes
Empuñadura
Impugnatura
Handle
Pletórico
Pletorico
Full of
Sinrazón
Ingiustizia
Injustice
De un plumazo
All'improvviso
Suddenly
Manjar
Manicaretto
Delicious dish
Bigudíes
Bigodini
Hair curlers
Ataviada
Agghindato
Plumed
Aturdido
Stordito
Stunned
Carrito del supermercado
Carrello della spesa
Shopping cart
Letrero
Insegna
Sign
Corsé
Corsetto
Stays
Camisa de fuerza
Camicia di forza
Straightjacket
Aflorar
Affiorare
To surface
Altillo
Soppalco
Loft
Hortera
Villano
Tasteless
Remilgado
Lezioso
Affected
Entresijos
Segreti
Ins and outs
Vástagos y ascendientes
Figli
Sons
Guiso
Spezzatino/stufato
Stew
Conjuro
Scongiuro
Spell
Aderezar
Animare
To liven up
Sobremesa
Dopocena
Table talk
Apaciguamiento
Rasserenamento
Calming down
Desasosiego
Agitazione
Unease
Urbanización
Zona residenziale
Residential area
Ubres
Mammella
Udder
Cañada
Piccola valle
Small valley
Esparto
Sparto
Straw
Moño
Chignon
Bun
219
Cachorro
Cucciolo
Puppy
Volante
Volant
Flounce
Almidón
Amido
Starch solution
Jabón Lagarto
Sapone di Marsiglia
Marseille soap
Desaguisado
Pasticcio
Mess
Trasiego
Viavai
Coming and going
Esbozaban una sonrisa
Abbozzare un sorriso
To smile faintly
Toma
Poppata
Feed
Pedir la tanda
Mettersi in cosa
To form a queue
Espejo retrovisor
Specchio retrovisore
Rear mirror
Chafar
Rovinare
To spoil
Carcajada
Risata
Guffaw
Algarabía
Confusione (di voci)
Rejoicing
Carajillo
Caffè corretto
Coffee with liqueur
Terquedad
Testardaggine
Stubbornness
Arcón
Cassapanca
Chest
Sosiego
Tranquillità
Calm
Ajuar
Corredo
Trousseau
Colcha
Copriletto
Bedspread
Letra
Cambiale
Instalment contract
Fuera de lugar
Fuori luogo
Out of place
Lunar
Neo
Mole
Piropear
Fare complimenti
To make flirtatious comments
Ronquido
Russo
Snoring
Bronca
Cazziata
Telling off
Muda
Cambio
Change of clothes
Quehaceres
Faccende
Tasks
Acidez gástrica
Acidità gastrica
Heartburn
Ansiolítico
Ansiolitico
Anxiolytic
Analgésico
Analgesico
Analgesic
Aerosol
Aerosol
Aerosol
Barajar
Considerare
To consider
Antojo
Voglia
Craving
220
Contrarreloj
Contro il tempo
Against time
Intolerancia alimenticia
Intolleranza alimentare
Food intolerance
Contrato eventual
Contratto a tempo determinato
Temporary contract
Ejecutivo
Dirigente
Manager
Pergeñar
Pianificare
To plan
A tiempo parcial
Part-time
Part-time
Emprender el vuelo
Spiccare il volo
To take flight
Imperecedero
Eterno
Everlasting
Tornasolado
Cangiante
Shimmering
Adobe
Mattone crudo
Sun-dried brick
Cubierta
Coperta
Deck
Agudizarse
Acuire
To sharpen
Quebranto
Debolezza
Weakening
Pespuntear
Impunturare
To backstitch
Entretela
Controfodera
Interlining
Codicia
Cupidigia
Cupidity
Otear
Guardare dall'alto
To look down on
Bisagra
Cerniera (di porta)
Hinge
Engalanar
Adornare
To adorn
Crujido
Fruscio
Swish
Labrar
Intagliare
To carve
Andamio
Ponteggio
Scaffolding
Betún de Judea
Asfalto
Asphalt
Tesitura
Situazione
Situation
Caballete
Cavalletto
Easel
Dintel
Architrave
Lintel
Móvil
Scacciaguai
Mobile
Cuatrero
Ladro di bestiame
Rustler
Chinche
Cimice
Bedbug
Mentidero
Luogo in cui la gente si ritrova
Gossip shop
per spettegolare
Orden de alejamiento
Ordine di allontanamento
Restraining order
Amortajar
Avvolgere nel lenzuolo
To shroud
221
funebre
Desvencijado
Sgangherato
Rickety
Rodaballo
Rombo
Turbot
Petaca
Fiaschetta
Hip flask
Difuminar
Sfumare
To shade
Toquilla
Scialle
Knitted shawl
Trenza
Treccia
Braid
Reir a carcajadas
Ridere a crepapelle
To split one's sides laughing
Irse la fuerza por la boca
Parlare a vanvera
To prattle
De su puño y letra
Di proprio pugno
In your own handwriting
Perder las formas
Perdere le staffe
To get carried away
Darse un pequeño respiro
Staccare la spina
To take a break
Pozo de petróleo
Miniera d'oro
Gravy train
Hasta las cejas
Fino al collo
Neck deep
Los de la flor en el culo
Nati con la camicia
Born with a silver spoon in
one's mouth
Que dirán
Che penserà la gente
What people can think
Ir hecho un pincel
A regola d'arte
Done perfectly
¿Te ha comido la lengua el
Ti è caduta la lingua?
Cat got your tongue?
Llover a mares
Piovere a dirotto
Raining cats and dogs
Llevarse las manos a la cabeza
Perdersi d'animo
To lose heart
Pedir la tanda
Mettersi in coda
To get in the queue
Poner en tela de juicio
Mettere in dubbio
To question
Jugar malas pasadas
Fare brutti scherzi
To play nasty tricks on
gato?
someone
Hasta la saciedad y el
Fino alla nausea
Ad nauseam
Sin un cuarto en los bolsillo
Senza un soldo in tasca
To be penniless
Amiga del alma
Amica del cuore
Buddy-buddy
Devanarse la masa encefálica
Spremersi le meningi
To rack one's brains
Sembrar en terreno baldío
Essere una partita persa
Game lost from the
dall'inizio/in partenza
outset/battle lost before it
aburrimiento
222
began/non-runner
Sonrisa de oreja a oreja
Sorriso a trentadue denti
To grin from ear to ear
Hacer oídos sordos
Fare orecchie da mercante
To turn a deaf ear
De cara a la galería
Di facciata
To the gallery
Echar un par de ovarios
Tirare fuori le palle
Go balls out/ To man up
Romper el alma
Spezzare il cuore
To break one's heart
A porrazo limpio
Suonarsele di santa ragione
To give s.o. a good thrashing
Llevarse a matar
Cane e gatto
Cat and mouse
Mirar de reojo
Guardare con la coda
To see out of the corner of
dell'occhio
your eye
Mirar de soslayo
Guardare di sbieco
To look sideways at
Costar dios y ayuda
Sudare sette camicie
To sweat one's guts out
Andar con algo a cuestas
Portarsi dietro qualcosa
To lug around
No decir ni pío
Non dire niente di niente
To keep mum
El muy hijo de su madre
Il gran figlio di buona donna
Son of a gun
Largo y tendido
Per filo e per segno
Chapter and verse
Como quien no quiere la cosa
Fare finta di niente
To pretend nothing happened
En qué hora!
Doveva toccare proprio a me!
How could this happen to me
Mala uva
Malumore
In a bad mood
Cuando se le pone en la punta
Quando gli gira/pare
When I feel like it
Dicho sea de paso
Tra parentesi
By the way
No poderle las faldas
Essere un farfallone
To be a philanderer/playboy
Cara de pan
Faccia paffuta
Chubby face
Hacer gracia
Trovare qualcosa divertente
To find something funny
Hacer acopio
Fare provviste
To stockpile
Rasgados de vestiduras
Critiche
Criticism
de la nariz
223
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