En la cara oeste de los Drus por Nicolas Philibert

Transcripción

En la cara oeste de los Drus por Nicolas Philibert
« Christophe »
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En la cara oeste de los Drus
por Nicolas Philibert
A fines de 1984, cuando me propusieron hacer esta película (originalmente
era otro director quien debía rodarla), dudé mucho. Se trataba de filmar al
joven alpinista Christophe Profit en la ascensión solitaria de la cara oeste de
los Drus, en el corazón del macizo del Mont Blanc; una gigantesca pared de
granito de 1.100 metros, lisa y vertical, cortada por inmensos desplomes. No
tenía experiencia alguna en este tipo de rodaje, y aunque practiqué un poco
de escalada durante mi adolescencia y mis años de estudiante, no contaba
con el nivel necesario para aventurarme en una pared de ese tamaño.
Además, llevaba más de diez años sin ir a la montaña. Por otro lado, no
había filmado nada desde “La Voz de su amo”, en 1978. Todos mis
proyectos personales estaban en jaque, y empezaba a estancarme…
Tres años antes, Christophe Profit, de apenas 21 años, se había dado a
conocer cuando realizó esa difícil ascensión en “solo integral” (sin cuerda o
técnica alguna de seguridad) en un tiempo récord de tres horas diez minutos,
cuando los mejores alpinistas del momento se demoraban ¡un día y medio!
Con esa hazaña entró en la historia del alpinismo y se ganó el apodo de
“Sprinter de las cimas”. La película se pretendía entonces como la reedición
de esa hazaña, que no sería filmada en tiempo real sino por pedazos cortos
durante varios días. Había una pequeña ficción, una vaga historia usada
como pretexto que me parecía bastante ingenua, pero no tenía otra opción.
Así que, después de algunas noches de insomnio, acepté.
El rodaje en la pared exigía una rigurosa organización: el tiempo restringido
por el costo del helicóptero, el grado de peligro cuando nos dejaba, el peso
del equipo (contando a los guías, uno por cada uno de los doce técnicos), la
complejidad y la lentitud de nuestros desplazamientos, de los movimientos
con cuerdas, del uso del material cinematográfico, pues el mínimo elemento
debía estar bien asegurado con ataduras por el riesgo de caer al vacío en
caso de cualquier movimiento en falso, sin olvidar el peligro inherente a la
escalada en alta montaña –caídas de piedras, la irrupción imprevista del mal
tiempo, la posibilidad de destornillarse o de sufrir alguna lesión física—
todo eso le daba una dimensión épica a esta aventura.
Para cada uno de los pasos importantes de la ascensión, la localización
de las dos cámaras fue discutida durante horas con Christophe, su mujer
Sylviane Tavernier –que sería pocos meses después la primera mujer en
formar parte de la prestigiosa Compañía de Guías de Chamonix— y
Dominique Radigue, joven y brillante alpinista que acompañaba a
Christophe cuando no trepaba solo, y que desapareció el año siguiente en las
paredes del Aconcagua. Estas conversaciones fueron compartidas muy
pronto también por los otros guías que habíamos contratado, cuya sangre
fría fue de gran ayuda durante todo el rodaje. Por mi parte, hice algunas
búsquedas previas de localizaciones en helicóptero e incluso escalé el
primer tercio de la pared con Christophe y Dominique hasta la famosa
“Quebrada de 45 metros” que, para mi orgullo, pude cruzar en “libre”.
Laurent Chevallier, detrás de su cámara, era un operador genial. Filmaba de
manera instintiva, con un increíble sentido del encuadre. Había dirigido
varias películas de montaña y pude beneficiarme de su experiencia.
Responsable de la segunda cámara, Amar Arhab era también muy
imaginativo, pero nunca había hecho alpinismo y trataba de disipar su miedo
contando un chiste tras otro. En cuanto a Bernard Prud’Homme, era muy
discreto. A la vez ingeniero de sonido y guía de montaña, presidente en
ejercicio de la Compañía de Guías de Chamonix, emanaba de él, con sus dos
metros de estatura, una increíble impresión de fuerza e invulnerabilidad.
Cada mañana nos dejaban en helicóptero en un punto diferente de la pared,
previa y minuciosamente señalado, y equipado por los guías. El
equipamiento en cuestión consistía en atornillar en la roca algunos “pitones
de expansión” de los cuales podríamos colgarnos. Los guías también habían
depositado bolsas llenas de mantas, comida y medicinas en caso de que el
mal tiempo no nos permitiera volver.
Eran momentos de gran tensión cuando nos dejaban. El piloto era hábil,
pero los riesgos eran muy grandes cada vez que el helicóptero se acercaba a
la pared. No hablábamos de esto, pero sabíamos que la menor caída de
piedra o ráfaga de viento podía tener consecuencias desastrosas. Se
necesitaban cuatros viajes para llevarnos desde el helipuerto de Chamonix
hasta el lugar de filmación, y uno más para el equipo. En algunos casos, la
pared vertical impedía que el helicóptero se acercara; teníamos entonces que
llegar al lugar desde más arriba o desde la pared norte, menos empinada. Era
muy impresionante: el helicóptero se mantenía en vuelo estacionario, las
palas girando a veces a sólo un metro de las rocas, lo que producía mucho
ruido y se corría el riesgo de provocar un derrumbe. Uno tras otro, teníamos
que salir del helicóptero, colgarnos del cabo, “sentarnos” en el vacío y bajar
lentamente treinta o cuarenta metros hasta que un guía nos afianzara. Más
tarde me enteré con pavor que en caso de follón, el piloto podía accionar una
manecilla para cortar el cable y sacrificar a la persona que estuviera colgada.
¡Por suerte nunca tuvo que hacerlo!
Cuando todo el equipo estaba al fin en el lugar indicado, comenzábamos
lentamente a desplegarnos, cada uno se dirigía al emplazamiento que le
había sido asignado; esto podía demorarse dos horas más. Cuando
finalmente estábamos listos, llamábamos a Christophe por radio y él tomaba
el helicóptero hasta arriba.
Los primeros días Christophe avanzaba con tanta facilidad que era
desconcertante. Claro, impresionaba verlo solo, sin cuerda, perdido en la
inmensidad de esta pared alta como tres torres Eiffel, donde cualquier error
sólo podía resultar en una caída mortal. Sin embargo, si trepaba tan
ligeramente, ¡tan difícil no podía que ser! ¿Cómo iban los espectadores a
medir la dificultad de su hazaña?...
Pero la ascensión del famoso “Diedro de 90 metros” iba a mostrar la
dimensión de su proeza.
Vuelvo a ver Christophe en medio de este pasaje de una inclemencia
aterradora: una pared uniformemente lisa cortada en el medio por una
estrecha fisura; 800 metros de vacío bajo sus piernas no parecen perturbarlo,
ejecuta sus movimientos con gran precisión. Pero de pronto se detiene,
duda, busca sus asideros. Prueba de nuevo, pero no, ¡no resulta! ¡Rápido, no
puede quedarse así! ¡Rápido, rápido, no va a poder aguantar mucho! La
tensión es alta. A algunos metros de él, un poco más arriba a la izquierda,
nos encontramos totalmente impotentes. Entonces, impulsado por la
adrenalina, empieza a gritar, a insultar a la montaña, y emprende el descenso
de algunos metros, tendiendo una pierna hacia abajo, sin ver nada, tanteando
con la punta del pie en busca de cualquier agarre. Si no se sujeta… ¡pero se
sujeta! Luego el otro pie, y así… Al fin logra llegar hasta un apoyo
minúsculo, la punta del pie sostenida en unos pocos milímetros, las manos
aferradas a la fisura. Pronto le lanzamos una cuerda, se abrocha. ¡Uf! Qué
alivio. ¡Estos tres minutos duraron un siglo!
Más tarde, durante la edición, luché mucho para conservar esta secuencia.
Christophe no quería. Temía que dañara su “imagen”. Pero terminó por estar
de acuerdo conmigo: más que cualquier otra, esta escena permitía al
espectador medir la amplitud de la proeza, y daba de su autor, de pronto
vulnerable, un rostro “humano” que de otra manera no hubiese tenido.
En la actualidad la fisonomía de la cara oeste de los Drus ha cambiado
profundamente. En 1997, otra vez en 2003 y de nuevo en 2005, una serie de
desprendimientos afectó la estructura de la pared y borró cantidad de
caminos históricos, ofreciendo a los alpinistas una nueva virginidad. Aunque
seguramente será necesario esperar muchos años antes de que la roca se
estabilice.
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