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septiembre de 2005 | página m-i EL MAGAZÍN De una vez y para siempre (Capítulo 2 de esta novela) La amistad de Solina Uribe y Helena Gómez comenzó en la niñez. Helena vivía con su madre, con Pedro, el hermano medio, y con las tres hermanas que como ella habían sobrevivido a las enfermedades de la infancia, Rosa, Maruja y Mariana Gómez, en una casita en la carrera Sucre, que en ese tiempo quedaba en los linderos de Medellín. Solina vivía a tres cuadras de allí en una quinta de la calle Bolivia. Las cinco estudiaban en el colegio de las monjas francesas a donde llegaban juntas cada mañana. Por las tardes, antes de regresar a casa, iban a ver los trabajos forzados de los presos que levantaban la catedral de Villanueva en lo que habían sido unas mangas sembradas de guayabos y borracheros, y que después fueron donadas para la construcción del templo por un extranjero conocido como Míster Moore. Las cuatro hermanas Gómez eran rubias como su padre, al que los amigos llamaron siempre el Mono Gómez, y casi tan bellas como su madre. La pobreza les enseñó a no tenerle miedo al trabajo, de manera que no vacilaban a la hora de vender colaciones y cocadas a la salida de misa con el fin de ayudarle a mi bisabuela, que trabajaba de sol a sol en una vieja máquina de coser en el corredor de la casa, acompañada por el canto de los turpiales y, según aseguraba Céfora, la criada, por las voces apagadas de los muertos que venían a acompañarla. Sin embargo Solina no conocía las privaciones de sus amigas, o por lo menos no las conoció durante los primeros años. Pero después las cosas cambiaron. Don Justino Uribe, su padre, tenía un almacén en el Parque de Berrío donde vendía espejos, cepillos de barbas de ballena, madejas de piola, lazos, espuelas de cobre, estribos, rollos de lino y sedas importadas. El negocio era bueno y habría rendido para vivir cómodamente, de no haber sido porque don Justino, que era de carácter débil y le daba más importancia a la amistad que al dinero, adquirió la mala costumbre de fiarle a los amigos. Hasta que un día se encontró lleno de deudas y sin dinero para encargar más mercancía. Las deudas lo obligaron a cerrar el negocio, a vender la casa de la calle Bolivia y a trasladarse a la vecina población de Hatoviejo, donde había heredado una casa en el marco de la plaza. I LUSTRACIÓN D IANA C ASTELLANOS por maría cristina restrepo lópez Con lo que le quedó después de cancelar las obligaciones, don Justino pudo abrir una tienda de miscelánea en el primer piso de la casa. Doña Clemencia, la madre de Solina, que de ahí en adelante se encargaría de administrar las ventas, colgó un letrero en la puerta que decía, Almacén de Novedades. Y debajo, la frase que los habría salvado de la ruina: no se fía. El día de la partida para Hatoviejo Solina se despidió de las Gómez, segura de no volver a verlas en mucho tiempo. La falta de dinero no le permitiría viajar a Medellín, ellas no podrían ir a visitarla por el mismo motivo y doña Clemencia le había advertido que tan pronto terminara el año, la pondría frente al mostrador de la tienda para que aprendiera un oficio útil y no fuera a cometer los mismos desaciertos del padre. Seguramente las cosas habrían resultado como esperaba de no haber llegado al pueblo una mañana, casi dos años después, un forastero vestido con un traje de paño oscuro, montado en una bicicleta. El forastero pedaleaba sin prisa. Miraba a lado y lado, y al frente también, como si quisiera reconocer algo. En ese momento Solina salía a la plaza acompañada de Manolito, el niño que servía de paje en la casa y de ayudante de doña Clemencia en la tienda. Sin atender a los ruegos del paje que insistía para que no lo hiciera, Solina se acercó al desconocido y le pidió prestada la bicicleta. El forastero accedió con una sonrisa, le dijo que pasadas dos horas se encontraría con ella en la puerta de la cantina para que se la devolviera, y se alejó en dirección a una de las últimas calles del pueblo, donde Solina tenía prohibido acercarse. septiembre de 2005 | página m-ii Solina practicó primero en un callejón detrás del solar, y cuando pudo pedalear sin que le temblara el manubrio sucumbió a la tentación de dar una vuelta por la plaza. Hizo su entrada a toda velocidad. Sentía que el suelo se deslizaba como una cinta bajo las ruedas de la bicicleta, veía brillar los destellos del sol en las piedras, se hundía en los charcos de sombra de los árboles para volver a salir a la calle bañada de luz. Estaba poseída por una deliciosa sensación de libertad. Se había amarrado el ruedo de la falda por encima de las rodillas para que no se le enredara en los pedales y mostraba sin recato las piernas enfundadas en unas medias oscuras, remendadas una y otra vez a la luz de la vela de sebo. Notó que la gente se agolpaba en la calle, se asomaba a los balcones y a las puertas de las casas. Unos arrieros aplaudieron cuando pasó frente a ellos. Las mulas se espantaron, un niño gritó, otro le arrojó una pepa de mango sin acertar a pegarle. Las beatas que rezaban la novena salieron de la iglesia y formaron un grupito en una esquina del atrio. Solina pedaleó bajo las ventanas de la casa cural, tan altas que no se alcanzaban a ver los muebles de cuero cordobés. Casi ochenta años más tarde, cuando Solina dedicó tardes enteras a revelarme el pasado, reconoció que se había arriesgado a dar esa demostración en la bicicleta con el único propósito de impresionar a las Barrientos, unas vecinas que después de dos años todavía la trataban como a una recién llegada. De repente vio a su madre frente a la iglesia. Una figura vestida de negro, con el pelo anudado detrás de la cabeza y el delantal blanco que le llegaba al suelo y que no se quitaba sino para dormir después de haber trabajado durante el día lavando, cosiendo, amasando galletas para vender en la tienda, re- gando y abonando las matas, atendiendo a los clientes que llamaban por la ventana para que les vendiera un carrete de hilo o unos metros de tela, y rezando rosarios para que Solina acabara de crecer, sentara cabeza y encontrara un buen muchacho que se casara con ella y la obligara a vivir con fundamento. Doña Clemencia extendió el brazo en un ademán que pulverizó la risa, la embriaguez de viento y velocidad. Solina se detuvo frente a ella y trató de hablar pero no pudo. Sentía que el aire le faltaba en los pulmones. Las miradas que antes la habían entusiasmado tanto le pesaban ahora como una culpa. No sabía qué hacer con la bicicleta. —Tiene que confesarse —dijo doña Clemencia allí, delante de la gente. Esa noche Solina durmió tranquila. Pensaba que el párroco, iluminado por la sabiduría del Espíritu Santo, saldría a defenderla. Lo único que le preocupaba era la suerte de Manolito, a quien su madre había despedido por cómplice, cuando no había hecho más que rogarle para que no se montara en la bicicleta. Apenas sonaron las primeras campanadas Solina se vistió y salió a la calle. Una de las beatas de la novena desvió la mirada... ¡Esa fue la primera señal! La iglesia estaba casi vacía. Tres viejas enlutadas rezaban a los pies del Señor Caído. Se sentó junto a una señora que esperaba el turno para confesarse, teniendo cuidado de no mirarla. La mañana abría. Una muchacha tuerta, el ama de llaves del padre, entró por la puerta de la sacristía y al verla hizo un gesto que a Solina no le gustó. Al cabo de un cuarto de hora pudo arrodillarse en el confesionario. Acercó la cara a la reja de esterilla y rezó el Yo Pecador a toda carrera, para que no se le olvidaran las palabras. —¿Cuánto hace que no se confiesa? —preguntó el padre. —Tres semanas —respondió. —¿De qué se acusa? —Me acuso de... de... —Ya Solina le iba a decir, cuando el padre pegó un grito que retumbó en la nave: —¿Vos sos la que monta en bicicleta? Y sin darle tiempo de responder, la maldijo gritando con toda la fuerza: —¡Más vale que te amarrés una piedra al cuello y te arrojés al fondo del mar, que sos motivo de escándalo! Nunca se supo quién le había contado a su madre, porque cuando Solina volvió a la casa, doña Clemencia la esperaba con otra especie de maldición: —Acabo de saber que el padre le negó la absolución. Como usted ya no puede vivir aquí, mañana salgo para Medellín a ver qué puedo hacer. Y así fue. Al día siguiente doña Clemencia estaba sentada en el despacho del gobernador, Pedro José Berrío, que era pariente suyo. Esperó en la antesala sin comer nada, sin tomarse un tinto ni moverse del asiento hasta que él la recibió. Le contó la desgracia de Solina y le pidió que le concediera una beca en la Normal de Señoritas, sin importarle que no tuviera vocación de maestra. A su regreso anunció que Solina tenía puesto en la Normal, y que su acudiente en Medellín sería Rosita Posada. De esa manera, pasados apenas dos años, se reanudó la amistad de Solina con Helena Gómez y sus hermanas. El destino cambió por completo gracias a ese capricho. Por haber recorrido en bicicleta la plaza de Hatoviejo siendo una niña, vivió la vida en esa forma y no en otra. Por eso pasaron las cosas que pasaron, y llegó a saber de la vida de Rosita Posada mucho más de lo que supieron nunca sus propias hijas. FOTO DE P AOLO A NGULO septiembre de 2005 | página m-iii Fotografía: Memoria en sales de plata (o en pixeles) por santiago mutis durán En páginas siguientes, fotos de: FotoMuseo celebrará desde el 5 de octubre sus cinco años de vida en las calles de Bogotá con 45 días de exposiciones (Carlos Caicedo, Jesús Abad Colorado, Miguel Ángel Rojas, Óscar Muñoz, Adriana Bernal, Mauricio Moreno, María Elvira Escallón...), conferencias, 15 documentales, un homenaje a Susan Sontag y la publicación de un gran libro de fotografía. Desde que Gilma Suárez lo fundó, hemos visto que: La reportería de HENRY AGUDELO contiene circunstancias personales que le hablan a la sociedad, que comprometen su solidaridad o nuestra idea de la política, nuestra preocupación por la niñez o por los viejos, nuestra relación con los demás o con alguna figura pública; él no ilustra la noticia, la hace, y para ello recurre a sus ideas y a la composición, escogiendo sabiamente los elementos, el ángulo, las distancias... y el contenido emocional de lo que él ha convertido en suceso. I NUNDACIONES EN N ECHÍ , A NTIOQUIA , 2002 - H E N RRYY A G U D E L O CONSTANTINO CASTELBLACO (sociólogo boyacense de la Universidad Nacional) fotografía el Casanare, su territorio, su vaquería, sus ríos, su gente, sus inundaciones, sus incendios, sus niños, sus diversiones y laboreos... y planta el silencioso Llano en mitad de la algarabía, el cemento y el smog de Bogotá. MAJA , P ARÍS , FRANCIA , 2001 - P ARA R U V E N A FA N A D O R G ANADO ATRAVESANDO EL RÍO C RAVO S UR , C O N S TTAA N T I N O C A S T E L B L A N C O EN C ASANARE -1996 RUVEN AFANADOR fotografía mujeres (o partes de ellas), 99,9% modelos, principalmente en Nueva York o París. Mujeres blancas, amarillas, negras... que pocas veces enseñan el rostro, en poses estudiadas, mostrando ropa, peinados, sombreros, plumas, joyas o pezones; cuerpos exóticos y fotos demasiado intencionales, tituladas con el nombre de la “actriz” (“Kristy,” “Jaclyn”); fotografías internacionales para revistas internacionales, algo de “la más alta calidad”: “no es de extrañar el redimensionamiento que ha tomado la noción de superficie como categoría teórica,” “estructurando lo real”, dice de estas “formas comunicacionales,” en el catálogo de FotoMuseo, su crítico, Jaime Cerón, quien además sostiene que con esta exposición el artista “señala su voluntad de redefinir el lugar del cuerpo como detonador de la experiencia inter subjetiva. A Afanador lo conocíamos en Colombia, su tierra natal (Bucaramanga), por su excelente trabajo con el bailarín Álvaro Restrepo, en riguroso blanco y negro, en la “sepultura” del pueblo de Armero. LA REVISTA V OGUE DE A LEMANIA ROBERT DOISNEAU es el fotógrafo extraordinario de una ciudad extraordinaria, París, de los años 30, 40 y 50: sus inviernos y primaveras, la vida de sus calles y cafés, su libertad, su infancia, sus amores, sus puentes, su pátina, sus barrios... La fotografía es francesa y también muchos de sus grandes maestros, como Doisneau, cuyo trabajo parece haber sido hecho para regresar a las calles. EUGÈNE COURRET vivió en Lima entre 1860 y 1887 y fue el fotógrafo de los políticos y de “la élite limeña de la época”, dejando un archivo de más de 50 000 negativos, hoy en la Biblioteca Nacional del Perú. Su trabajo contrasta diametralmente con los de César Meza y Martín Chambi, quienes completan con sus fotografías —obras maestras— el rostro humano, verdadero y trágico del Perú, como el de toda América. ABDÚ ELJAIEK nació en Calamar, Bolívar, en 1933. Recientemente publicó un libro de fotografías sobre Villa de Leiva, vieja población donde “murió Antonio Nariño, despreciado y pobre, en una humilde vivienda propiedad de campesinos en las afueras de la villa”. Ha fotografiado escritores, artistas y gentes del pueblo, también árboles, flores y ciudades de provincia; de todo esto dio muestra en su exposición callejera de FofoMuseo. Eljaiek nace en la tradición fundada por Luis Ramos y ensanchada por Leo Matiz: exaltar lo que de auténtico tiene la vida en Colombia. MARTÍN CHAMBI es el “primer fotógrafo indígena” y uno de los mejores del mundo; nació cerca del lgo Titicaca (1891), vivió en Cuzco y fotografió sus pueblos, cordilleras y a su gente, cuando el arqueólogo Hiram Bingham sacaba a la luz la ciudad de Machu Picchu. Seis años después de su muerte (1973), el Museo de Arte Moderno de Nueva York lo hizo famoso... mientras su raza se desvanecía en la pobreza, el mestizaje y el progreso. SEBASTIÃO SALGADO (Minas Gerais, 1944) es un fotógrafo de la humanidad, del mundo; un fotógrafo de sus grandes sufrimientos, del dolor de ser hoy hombre, “multitud errante”, un fotógrafo del desamparo, estremecedor y profundo, un fotógrafo de las grandes equivocaciones, del éxodo del hombre, de los grandes y oscuros silencios, de las heridas oscuras y los desplazamientos: playas oscuras, ciudades oscuras, mares oscuros, infancias oscuras, fronteras oscuras, guerras oscuras, barrios oscuros, verdades oscuras, decisiones oscuras, lluvias oscuras, libertades oscuras, economías oscuras, alimentos oscuros, pobrezas oscuras, hombres oscuros, niños oscuros, madres oscuras, destinos oscuros, clamores oscuros, continentes oscuros, cielos oscuros, tiempos oscuros... La terrible belleza de la voz de Salgado es la última esperanza, el último llamado para que se detenga el oscuro progreso, tanta oscuridad, y la última oportunidad que tenemos nosotros de ser hombres. Fotos cortesía de FotoMuseo septiembre de 2005 | página m-iv Fotografía: Memoria en sales de plata (o en pixeles) EN MENOS DE TRES DÍAS MÁS DE 100 000 REFUGIADOS DE R UANDA LLEGARON E INSTALARON EL CAMPAMENTO DE B ENAKO , T ANZANIA , 1994 - S E B A S T I Ã O S A L G A D O P ERSONAJES : D AMAS E NRIQUE B UENAVENTURA , FOTOGRAFIADO EN N EIVA EN 1992 – A B D Ú E L J A I E K C ENTRO PARA HUÉRFANOS DE LAS TRIBUS DEL SUR DE B IHAR , E STADO DE B IHAR , I NDIA , 1997 - S E B A S T I Ã O S A L G A D O DE SOCIEDAD E SOCIEDAD , EN septiembre de 2005 R ETRATO DEL POETA J ACQUES P RÉVERT EN L IMA , P ERÚ - E UGÉNE C OURRET DE página m-v P ARÍS , 1955 - R O B E RRTT D O I S N E AAUU O RGANISTA V ISTA | C OAZA , P UEBLO DEL P ERÚ DONDE NACIÓ M ARTÍN C HAMBI EN EN LA CAPILLA DE 1891. SIN FECHA -M RT Í N C H A M B I M A RT T INTA , C ANCHAS , 1935 - M A RRTT Í N C H A M B I septiembre de 2005 | página m-v i Recuerdos fragamentarios de un Festival de poesía en Bogotá p o r l e o n a r d o pa d r ó n Bogotá generalmente tiene los labios mojados. Es una condición natural de su belleza. Maneja también un desdén clásico: uno llega, se asoma a sus calles y ella te toma de la mano, así, como quien te quiere seducir sin verte a los ojos. Es entonces, con ambos gestos, cuando comienza el frío y el encantamiento, a dosis brutales. Últimamente se ha convertido en más ciudad. Alguien la está queriendo mejor. Igual, la violencia no deja de respirar —asmática y brusca— sobre su espalda de ladrillos rojos. El XIII Festival Internacional de Poesía de Bogotá se le dedicó este año a Chile. Diez poetas chilenos anduvieron con sus libros deambulando por la lluvia y los fogones del respeto. El maestro Gonzalo Rojas no pudo ir por tribulaciones de la salud. Hubiera sido toda una fiesta oírlo decir: “No hay otro sexo que la hermosura, el asombro de la hermosura.” Bogotá decidió honrar, además, a uno de sus poetas más notorios: Harold Alvarado Tenorio. Harold es un poeta voluminoso en irreverencia y tamaño, mordaz y malhablado, y básicamente encantador. La manada de poetas fue invitada a un cóctel en casa de un empresario petrolero. Un enjambre de muecas resignadas y diez taxis nos colocan en el destino. Al llegar, una imagen inaudita nos arrasa el hastío: las paredes, todas las paredes del lugar, están tapizadas por enormes fotos de mujeres desnudas. Decir mujeres es un exceso. Eran “peladas,” niñas jovencísimas de 16, 17 o, no sé, máximo 20 años, que exhiben su impudicia y su equivocación por todo el lugar. Hay fotos en la sala, en los pasillos, en los baños, en donde debería haber libros, en donde suelen ir las ventanas, y en donde podría colocarse a Botero, por ser coherentes con el país y con la chequera del propietario. Es imposible saber el color de las paredes. No es siquiera el desván estético de un buen fotógrafo. Es la memorabilia sexual de nuestro anfitrión. Todos los poetas están perplejos. Nadie puede digerir el inusual espectáculo. El dueño del hogar parece arrancado de un fotograma de Scorsese, un Danny de Vito desvencijado que exhibe su flux azul eléctrico, su camisa roja de cuello derramado y su ruidosa cadena de oro que, en vez de una religión, postula una torre de petróleo. Hay una pared realmente cotizada por nuestra atención una pared a la que hacemos tours de cuatro en cuatro para corroborar la exhibición de cartas firmadas por el mismísimo Álvaro Uribe felicitando al potentado por su talento musical y poético (¡porque acontecía la fatalidad que el hombre era poeta!) Tres fotos constatan la amistad entre los personajes. Y alrededor: fotos de jóvenes desnudas. En dos platos: es una pared donde el Presidente de la República está rodeado de putas. Porque de eso estamos hablando, ¿no? Así de simple. ¿Qué decíamos del realismo mágico? En la sala, un músico resignado desgrana estándares de jazz desde un aparatoso piano de cola. Mariano Peyrou, un joven poeta español, no puede creer el desparpajo del anfitrión que anuncia como suyas las obvias melodías de Stan Getz y Ray Charles. Eduardo Moga, otro poeta español, que había hecho gala de seriedad y academicismo durante todo el Festival, es presa de un incontrolable ataque de risa. Ledo Ivo levita sobre la sordidez del momento. Alvarado Tenorio pasea de foto en foto con aire superior. Antonio Cisneros se abalanza colérico sobre un mesonero que no lo deja fumar ni emborracharse. El anfitrión llega al momento supremo y montándose sobre una tarima sembrada para la eternidad en la sala nos declama sus poemas. Y digo “declama” porque esos poemas son imposibles de leerse. Sólo cabe, ripiosamente, declamarlos. Mientras todos “clamábamos” por el reino del silencio. Atraído por el personaje, le pregunto por su galería de ninfas desnudas. Ejerciendo el cliché, me sonríe socarronamente, muerde dos veces su habano apagado, pone tono confesional y me lanza el escupitajo de su alarde: “Yo he tenido 2 500 mujeres. Ésta es sólo una pequeña muestra.” Pienso en Julio Iglesias y su penoso inventario de mil amantes. Y en un conteo al vuelo concluyo que, efectivamente, en esas paredes apenas hay un 6% de su infinito harem. Rodeado de estatuas de águilas y pequeños stands que sólo ofrecen los múltiples libros escritos por él (en su biblioteca, lo juro, no hay más libros de ningún otro autor, sólo de él, el imperio de su talento), se me acerca un joven guía del festival para resumirme el espíritu de la noche: “Esto es lo que aquí en Colombia llamamos la narco– estética.” Al rato, le imploro a Mata Guillé, un simpático poeta costarricense: “Vámonos, yo necesito ver al menos una mujer vestida.” *Leonardo Padrón es un escritor y guionista venezolano, autor de los libros de poemas Tatuaje (2000), Boulevard (2002) y, más recientemente, El amor tóxico (2005). Fragmento de un artículo publicado en Papel Literario de El Nacional De Caracas, el 23 julio de 2005. septiembre de 2005 Si la novela Rosario Tijeras (Planeta 2004) posee una estructura circular, es decir, que comienza donde termina su historia, la película es propiamente estática por cuanto el reloj permanece detenido a las tres y media de cualquier madrugada. Desde su primera página sabemos que la hermosa Rosario está moribunda y se desangra en una sala de cirugía con el cuerpo perforado por las balas. Mientras que el libro del antioqueño Jorge Franco relata los tumultuosos hechos en primera persona —a través de un narrador identificado como parcero— la cinta, dirigida por el mexicano Emilio Maillé, enfila su protagonismo en ese amigo y confidente llamado Antonio, quien logra estar íntimamente con ella pero sin desampararla en el momento irreversible de su trágico final. Rosario siempre vivió en actitud defensiva —desde las deprimidas zonas altas en su nativa Medellín, a los sectores más exclusivos de El Poblado— y cada vez que debió matar enseguida comía con voracidad y se engordaba por miedo o tristeza. A Flora Martínez, su luminosa encarnación, no se le sometió a tal régimen alimenticio sino que cuando mata en la pantalla se corta el brazo para ocultar esa herida con una correa negra. Violada siendo niña y desamparada por la madre, afiló su carga de rencores con venganzas implacables que de verdad conmocionan. De sangre fría, provocativa e incitadora, naufra- gó entre cuatro grandes amores: un sicario motorizado de similar extracción (Ferney), un joven amante de familia adinerada (Emilio), el hermano protector temido por todos como el más sanguinario (Johnefe), y el que salta barreras para estar con ella, en las buenas y en las malas (Antonio). El narrador, enamorado en secreto dentro del relato original, siempre la idealiza y nunca puede confesarle su verdadera pasión. Aquella legendaria rivalidad entre el niño rico y el acosador primer novio, ocupa literariamente un espacio sustancial, pero en esta adaptación visual se desvía hacia la plena consumación de su obsesivo deseo. Si como lectores nunca sabe- página m-vii Siendo una ambiciosa coproducción internacional, que mezcla técnicos iberoamericanos y actores de tres diferentes nacionalidades, pudo haber resultado falsa la ambientación y haber caído en los estereotipos comerciales del género. Tantas expectativas no nos han defraudado, puesto que se respira una recreación verosímil de los años de plomo, el acento paisa no incomoda y la ciudad supera los localismos. El guionista argentino, Marcelo Figueras, mantiene la exigente estructura narrativa del libro en una serie ininterrumpida de evocaciones trágicas y sentimentales. Para quien no haya leído la novela, puede resultarle difícil Rosario Tijeras Medellín: plomo y ternura p o r m au r i c i o l au r e n s mos quién pudo haber matado en su ley a Rosario, el espectador sí asiste a la escenificación de un crimen pasional en plena discoteca. Es que la bella sanguinaria solía perdérsele varios días a sus fieles acompañantes para irse con los duros del Cartel, quienes en semejante ficción la mantuvieron viviendo con bastantes lujos. En una inédita escena cinematográfica, ella no vacila en emprender otro ajuste de cuentas con aquel presunto piloto narcotraficante que siempre la había tenido como su protegida. Así mismo se desarrolla el macabro paseo del hermano muerto por los sitios de rumba que frecuentaba en vida. Si primero se establece una relación de amor y odio con Medellín (“porque esta ciudad, a la que tanto queremos, nos va a matar”), ahora se suceden panorámicas nocturnas en donde las luces titilan con discreta factura. Del medio marginal y violento en extremo de aquellas laderas nororientales, se efectúa una transición bien contrastada hacia el derroche material y los placeres mundanos de El Poblado. | ubicar la situación precisa en que se encuentran los protagonistas —antes o después del crimen de Johnefe— a través de golpes sucesivos y recuerdos instantáneos de tempranas agresiones. A medida que avanzan las escenas, la trama toma su propio rumbo y se interna con prontitud sociológica en el convulsionado cuadro fílmico de las comunas. Del universo descarnado y también lujurioso de una novela —película como La Virgen de los sicarios, su última media hora en versión celuloide recrea las lecciones documentales de La vendedora de rosas o, más todavía, de Rodrigo D, no futuro—. Un carrusel desorbitado por los extraños rituales fúnebres de raigambre popular, que incluyen mariachis y letanías con sonido directo. Importante anotar que Maillé, como documentalista, había incursionado con su cámara en el mundo de los toreros hispanos, la poesía de fuego y las huellas mágicas dejadas por Buñuel en México. Flora Martínez, actriz revelación en Soplo de vida, luce fuerte pero también vulnerable en cada una de sus salidas al ruedo. Su sensual personifi- cación parece la más apropiada y difícilmente uno podría concebir cualquier lectura posterior sin pensar en su soberbia expresión. Tan difícil personaje lo construye con rigor emotivo y altas dosis de sensibilidad, hasta traslucir indescriptibles sufrimientos que palpitan bajo sus curvas con movimientos algunas veces peligrosos y otros encantadores. En conclusión, Rosario Tijeras (Emilio Maillé) nos presenta una visión contundente de la violencia colombiana, y particularmente del capítulo narcoterrorista, según las entrañas de una mujer atrapada por tensiones sociales en un remolino de pasiones — aunque suene telenovelesco—. Sus logros fílmicos son evidentes para demostrarnos cómo nuestra cruda realidad logra ser expuesta de forma estremecedora pero atractiva sin menoscabar la intervención creativa extranjera. Rosario es, pues, una terrible fusión de plomo y ternura de que hablara Enzo Baldoni —el periodista italiano ejecutado en Iraq— quien antes estuvo en Colombia observando las diversas manifestaciones de nuestra violencia. septiembre de 2005 | página m-viii La guerra [gramatical] de los sexos t e x to y f oto s d e g u i l l e r m o a n g u l o La que antes se llamaba guerra de los sexos ha reaparecido ondeando la bandera blanca de lo políticamente correcto, que sirve de tranquilizante y que parece eximir de tomar acciones que políticamente (y de verdad) sean correctas. Yo admiro a quienes se están tomando el trabajo de alargar todo innecesariamente —volviendo sus textos, de paso, ilegibles— y cierran tranquilamente los ojos ante la evidencia gramatical de que cuando se dice niños se están incluyendo también a las niñas, y que la historia del hombre es también la historia de la mujer. Si queremos defender el idioma de esos adefesios, debemos rechazar esas llamadas posturas correctas. Una primera dama española, por ejemplo, se estaba ahogando no en un vaso de agua sino en una botella cuando, al calor de una improvisación, se refirió a los jóvenes y las jóvenas. Tal vez políticamente correcto, pero idiomáticamente desastroso. El gran oso en esta guerra lo van ganado las españolas, a las que les dio por escribir person@s tod@s amig@s, con la vana esperanza de que alguien se trague el infundio de que el signo arroba (rescatado de la basura por los gringos porque prácticamente nadie lo usaba) pueda engañar a alguien haciéndole creer que es un injerto entre la o y la a. El gracioso símbolo — que en inglés se llama at y en español arroba [@]— únicamente se debe usar en las direcciones electrónicas de los E-milios, para evitar confusiones. Ya los gringos han logrado dislocar su idioma, cambiando palabras enraizadas como chairman o camera-man, por chairperson y cameraperson, para darle un aspecto neutral a estos sustantivos, sacándole de paso el cuerpo a las palabras terminadas en man, sólo porque en inglés significa hombre, aunque suele designar a ambos sexos. Pero, guerra es guerra… En esta batalla las mujeres no se han mostrado muy congruentes: hay una palabra creada específicamente para ellas: poetisa. Pero muchas se ofenden si no las llaman con la usada para referirse a los hombres que escriben poesía: poeta. Como si consideraran que los hombres escriben mejores poemas que las mujeres, lo que no es necesariamente cierto. O adoptan como femenino el masculinísimo nombre italiano Andrea, que significa Andrés (les aseguro que el almirante genovés Andrea Doria era hombre, y que nunca se puso falda), simplemente porque —al igual que poeta, masculino— Andrea termina en a. Moraleja: desde el punto de vista genérico hay que desconfiar de las vocales y apoyarse en los artículos que, en este caso, se vuelven de primera necesidad. parcialmente en Colombia Conversaciones desde la Soledad. Que Dios nos perdone el atrevimiento y nos proteja de la lluvia de piedras que probablemente y con justicia —desde el punto de vista de ellas— lloverá sobre nuestra desprotegida cabeza. Aquí va el texto, con el respectivo agradecimiento a Santiago Mutis, su descubridor: Si yo, como mecánico aficionado, quisiera embarcarme en la insensatez de las palabras políticamente correctas (se ve que yo soy políticamente incorrecto) me tropezaría con un enorme problema aún por resolver. Uso a veces un instrumento llamado comúnmente hombresolo. Soledad aparte, no sé si lo debiera llamar —siguiendo la nueva moda— mujer-hombre-solay-solo. Para deleite de nuestros lectores, nos —aunque indignos— osamos reproducir un trozo de un delicioso artículo, que el filósofo católico español, Julián Marías, publicó hace tiempo en México y que reprodujo “Los ciudadanos españoles y las ciudadanas españolas estamos hartos y hartas de pedir a nuestros y a nuestras gobernantes y gobernantas que se ocupen de los niños y las niñas inmigrados e inmigradas, que llegan recién nacidos y nacidas, famélicos y famélicas, desnudos y desnudas, sin dónde caerse muertos y muertas. Nuestros y nuestras políticos y políticas se ven incapacitados e incapacitadas para afrontar el problema, temerosos y temerosas de que los votantes y las votantes los y las castiguen: el que y la que sea partidario y partidaria de que esos niños y esas niñas sean españoles y españolas a todos los efectos, teme la reacción de los y las compatriotas y compatriotos proclives y proclivas a frenar el flujo de extranjeros y extranjeras —sean adultos o adultas, niños o niñas, recién nacidos o nacidas— y amigos y amigas de una población compuesta por individuos e individuas autóc-tonos y autóctonas, homogéneos y homogéneas racialmente: los ciudadanos y las ciudadanas, en suma, que no creen que todos los hombres y las mujeres son iguales o igualas.” No nos falta sino que los hombres se vuelvan igualitariamente intransigentes y exijan, invocando lo políticamente correcto y la connotación femenina de la a, que profesiones terminadas en a, como la de pianista o artista, se cambian por pianisto y artisto. Y lo ve venir, como visionario que es, este periodisto.