Los nombres de los personajes han sido cambiados. Esta escena

Transcripción

Los nombres de los personajes han sido cambiados. Esta escena
Los nombres de los personajes han sido cambiados. Esta escena corresponde a parte del capítulo X
…A Alberto Rivadeneira le hizo falta el aire cuando contempló parte de la espalda de Patricia. Un calor subió desde
el estómago a su garganta. Llevaba segundos examinando sus ganglios cuando ella dejó su espalda descubierta.
Sintió que sutilmente le era ofrecido un espacio que en otra ocasión jamás se hubiese dado. Consideró que ella quería
jugar más allá de lo que acostumbraba. Meditó un instante y levemente presionó los pulgares por distintas zonas de
su cuello y sus hombros. La mujer reaccionó con un sonido de agrado y arqueando la espalda lentamente.
—Ahí tengo un nudo, ¿te das cuenta? —dijo cuando los pulgares acertaron un punto de dolor. Se manifestó con una
entonación plácida que hizo que la respiración del él se entrecortara—: «Más» —pidió ella. Una satisfacción lo embriagó y tuvo que abrir ligeramente la boca para que su respiración no delatara la agitación que lo comenzaba a invadir. No había sonidos, sólo cada cierto rato se oían a través del ventanal las risas y voces de personas que nadaban en
una piscina. Desde donde estaban, se podía observar la luminosidad del patio de otra casa, más abajo en el declive
del cerro.
Al asimilar que Eugenio Pinto no se hallaba, bruscamente experimentó una sensación de poder muy estimulante. Vaciló, pero así y todo siguió, como si lo que había reflexionado en su casa antes de dejar a Francisca careciese de sentido.
—¿Mejor? —preguntó fingiendo relajo.
Un susurro y un movimiento de cabeza insinuaron alivio en el cuello de Patricia.
—En realidad estás muy tensa —se dejó oír apenas.
Entonces, Patricia comenzó a contorsionar los hombros.
Quiso detenerse, él debía ser quien pusiera stop, de lo contrario quedaría sujeto a la decisión de la mujer, y probablemente terminaría retirándose frustrado, tal vez como «uno más de su lista» —pensó displicente—. Pero los elásticos
movimientos que ella hacía, cambiando de posición sobre la silla, dando a entender su completa comodidad, lo impulsó a proseguir sólo un poco más, pues sabía que pronto él debía parar.
Poco a poco intensificó el masaje y se atrevió a ocupar las manos completas, cubriendo con ambas palmas la mayor
superficie de la piel de Patricia, quien se relajó más e hizo oscilar la cabeza lentamente y en distintos ángulos.
Ella lucía un vestido azul de una pieza, muy delgado y con un floreado de vivos colores. Era una intriga para él, que
escrutaba cada espacio de su cuerpo, si andaba con sostén, o bien de qué tipo, pues no notaba los tirantes.
Observó en su espalda algunos pocos y pequeños lunares casi del mismo color de su piel y que no interrumpían su
lisura. El vestido, con un cierre por detrás, dejaba entrever bastante, permitiendo a una fragancia de cremas de verano escapar hacia sus narices. Deslizó los pulgares hacia abajo ejerciendo mayor presión. Ella volvió a suspirar agradada, manteniendo cierta indiferencia. Rivadeneira pensaba que aquella actitud era lo que más le atraía, aquel aire de
diosa que deslumbraba a cualquiera, algo que todos sabían pero nadie comentaba.
La sangre se irrigó con fuerza hacia su entrepierna, y comenzó a sentir estrecho su pantalón. Ella continuaba haciendo oscilar su cabeza, luego alejó la taza de té que aún tenía a un lado de su mano derecha, enseguida hizo lo mismo
con el colorido bolso y el diario, quedando la superficie de la mesa, cercana a la cabecera, completamente despejada;
luego se giró sobre la silla, de modo que el respaldo quedara a su izquierda y así su espalda libre. Él sintió que la cabeza le iba a estallar y llevó sus masajes hasta los oídos de Patricia, transformándolos en francas caricias.
Adquiriendo una creciente decisión, cubrió cada hombro con las manos y desplazó ligeramente los tirantes del vestido, lo suficiente para que ella no lo notara. «¡Eugenio! ¡Lo siento!» —trataba de pensar.
—Estás bronceada —le susurró al oído con voz libidinosa—. ¿No andas con crema?
Patricia no respondió y, sin mover el cuerpo, alargó un brazo hasta su bolso de verano y sacó una loción. Tras recibirla, Rivadeneira dejó caer unas gotas sobre su espalda y su cuerpo hizo un pequeño movimiento involuntario al
sentir la frialdad. Luego, él la esparció en sus hombros.
—Qué relajamiento —manifestó plácida.
Más allá de la comodidad que mostraba, pensó que en cualquier momento Patricia se pondría de pie y comenzaría a
hablar de cualquier cosa. No se contuvo y aproximó el torso a su espalda y acarició sus cabellos. La besó en la cabeza. Como ella no podía verlo, clavó la mirada hacia abajo y observó las pecas en su pecho, y sus caderas acrecentando
sus contornos sobre la superficie de la silla. «¿Con qué andará?» —pensó—. «¿Calzón o colaless?» colaless, prefirió. A su
vez, los tirantes en sus hombros se habían descorrido más, apenas afirmándose para no caer. Con sutileza acercó su
pelvis a la espalda de Patricia con el deseo de que sintiera la presión eréctil. Patricia se mantuvo mostrando comodidad. Él, en tanto, acercó una mejilla a una de las de ella. Un afluente debió recorrerla bajo su vientre —pensó— pues
1
sus muslos presionaban cíclicamente estrechando sus ingles. Un sudor humedecía la tela bajo el cinturón del hombre.
«¿Qué estoy haciendo, Eugenio?»
—Aquí —susurró Patricia, señalándole la hendidura entre su clavícula y el cuello—. Aquí… Ah…
Y él, haciendo oído, besó la zona que ella deseaba. Patricia reaccionó con gemidos y una respiración que hacían evidente la invasión a una de sus zonas más sensibles.
Éste es el momento, intuyó él. Sólo deseaba ajarle las ropas e internar las narices entre sus muslos, respirar su calor y
besar su humedad y satisfacer sus fantasías. Rápidamente desplazó las manos hasta los faldeos de sus pechos, palpó
el cambio de esponjosidad. En aquel momento rodaron por su mente las ideas que tantas veces había imaginado y
envolvió con firmeza sus senos, a centímetros de sus pezones.
Intempestivamente el cuerpo de Patricia se crispó. «Pienso que en cualquier momento pudiese llegar
Eugenio» —dijo—. Su comentario le produjo pavor a Alberto Rivadeneira, no obstante fuera una imaginación producto de la tensión. «¡Olvídate!» —replicó en voz baja—. «Puede aparecer mi tía» —murmuró ahora, cambiando de
posición—. Ya no estaba para considerar su orgullo si es que ella concluía todo de una vez. No le respondió y desplazó las manos tratando de no alejar su dureza de la espalda, pero no se podía. Llevó las manos a la espalda de
Patricia y las bajó hasta el comienzo del cierre, luego las deslizó hacia abajo hasta donde el vestido lo permitía. «No,
hasta aquí nomás, paremos», insistió ella. Él no habló. Con el pulgar izquierdo, y sin que ella lo advirtiera, levantó el
ganchito del cierre para que la muesca que sirve de tope se abriera, y esperó que los masajes lo fueran haciendo ceder.
Así ocurrió, cada vez podía observar más; la línea de su columna se hacía más notoria y ya sus dedos se habían internado más en su cuerpo. Aproximó la cabeza a la de Patricia, miró hacia abajo y pudo ver cómo su espalda se transformaba en sus caderas, que se curvaban insinuando sus nalgas.
El vestido, ya suelto, le permitió llevar las manos libremente hacia delante. Sus senos eran grandes, no exagerados
pero sí muy erguidos como los de una adolescente; no los pudo disfrutar mucho, Patricia atajó sus manos y se las
alejó, en cambio, descubrió su cuello, ladeándolo. Comenzó a besarla cerca de su oído, ella reaccionó apresurando su
respiración. El notorio placer lo azuzó para deslizar completamente el cierre, hasta que su calzón le quedó a la vista.
«Oh… Más por descubrir. Qué exquisito… Mejor así…»
«Puede aparecer mi tía, Alberto» —dijo preocupada—. «¡No!» —susurró él—. «¿Seguro?» «Sí, sí, sí…». No aguantó,
se separó y llevó las dos manos hacia sus caderas; tocó las cintas laterales de sus bragas. Ella se levantó lentamente y
con una pierna apartó la silla a un costado. Ya de pie, con las manos levantó sus cabellos, estirando el cuello en todas
direcciones. Él se aproximó y volvió a pasar sus manos por debajo del vestido hacia sus pechos. Con los dientes deslizó uno de los tirantes pasando la nariz por su hombro. Cayó bruscamente unos veinte centímetros.
El tacto le decía que serían como los imaginaba, pero estaba de espalda y no los podía ver. Pero sus manos los envolvían ya completos. Tenían sus cimas erectas; eran gruesas y con la turgencia propia que el rocío deja en las flores,
como si alguna vez hubiese amamantado, con aquellos gránulos en la areola propios del pos parto; sus pezones sobresalían de su contorno por lo menos medio centímetro y eran de buen diámetro —descubrió—; con las yemas los
empezó a apretar cíclicamente. Los imaginó: oscuros, acentuando más el color de su piel y produciendo una clara
diferencia a la vista, como le gustaban y como «lamentablemente» no eran los de Francisca, a excepción de cuando
estuvo embarazada. Sólo quería que ella se volviera para poder verlos. Lo intentó pero ella se resistió. De repente ella
comenzó a emitir una brusca respiración entrecortada que lo excitó aún más. Entretanto, el hombre punzaba las nalgas de Patricia con sus piernas, tembleques. Ella presionaba su pelvis y se movía hacía él, enloqueciéndolo. Flexionando las piernas, realizaba el movimiento que saciaba su deseo por explorarla entera. De improviso un impulso lo
llevó a voltearla brutalmente. Por fin pudo contemplar aquellos senos tantas noches soñados. Con una mirada hipnotizada no atinó a nada mientras los contemplaba como un paisaje sobrecogedor.
Efectivamente la oscuridad de sus pezones contrastaba claramente con la piel, no le fue sorpresa, pues lo había intuido la vez que compartieran en el paseo en velero en diciembre, cuando ella salió del agua y se apoyó en él para que la
ayudara a subir al velero. Se traslucía la evidencia a través del traje de baño naranjo que Patricia utilizó en aquella ocasión.
Saltaron cuando repentinamente sonó el teléfono. ¿Por qué?, se lamentó sobre-estimulado él.
—¿Qué hacemos? ¿Contesto? —le preguntó Patricia y estiró el cuerpo para ver el visor—. ¡Es Francisca! —exclamó
con pavor y lo miró apesadumbrada.
«¡No! ¡Cómo tanta mala suerte!», pensó él. Sonaba el cuarto ring.
—¡Siléncialo! —farfulló.
—¡No! —clamó ella—. ¡Sabe que estamos acá! Debe llamar para saber lo que tengo —dijo muy agitada—.
2
¿Qué hacemos? No podemos no contestarle. ¡Qué hacemos! —exclamó al sexto ring—. Y si nos demoramos, lo va a
contestar mi tía.
Al cabo de unos segundos que ya no se podían dilatar más, Alberto Rivadeneira asintió cerrando los ojos.
Ella trató de bajar sus pulsaciones y apaciguar su respiración.
—¿Aló? Francisca —contestó. Su voz era aún agitada—. Fue una insolación —balbuceó—. Sí. Vomité recién en el
baño, por eso mi voz, pero me acabo de tomar un calmante…, bien fuerte…, que me dio Alberto. Sí, tengo que tomarme la temperatura y la presión.
—Dile a Alberto que no olvide activar la alarma y encerrar al perro… No olvides el secreto que hablamos en la tarde. Te quiero mucho,
Patricia.
—Gracias, Francisca… Sí, es secreto, descuida. Sí…, también te quiero…
El rostro del hombre se desfiguró. Se quedaron mirando largo rato en un silencio sepulcral. Sólo se oían ambas respiraciones aún muy agitadas y los chapoteos en la piscina. Necesitaban aire. El soundtrack de la película que sonaba en el
sistema de audio pasó a la pista once.
—Bach… —murmuró él—. Qué hermoso y sobrio arreglo…
—Me encantó esa película, quizá más por la música. Me hace sentir reposada… —buscó un pañuelo y se sonó—.
Cosa que ahora necesito…
Patricia se quedó en su silla, abatida.
—Olvídalo, Patricia. A la cresta. No hemos hecho nada —afirmó.
Sus hombros saltaron con una risa irónica y resignada.
—¿Por qué te gusta jugar? —la inquirió él con un susurro.
No le respondió.
Mantuvo la mirada sobre ella, esperando que se manifestara. Finalmente habló:
—No estoy bien, Alberto… —dijo sofocada y con un hilo de voz.
Su entonación fue elocuente, tan desde el fondo del alma que lo perturbó. Escondía una tristeza desoladora, pensó
él.
—¿Cómo? —preguntó.
—Estoy mal… —dijo y sus ojos se empañaron como los cristales de dos copas de champagne.
Lo embargó una sensación de pena muy grande y volvieron a su mente todas las ideas sobre sus carencias. De pronto escuchó una melodía que había sonado minutos antes. «Esa guitarra», pensó y puso atención mientras la envolvía.
«…No te quiero ver sufrir»
«Con tristeza y dolor»
«En tus ojos puedo ver la fe de tu vida»
«Es algo que yo te di»
«Mi destino de abril»
«Y el destino de abril se confiesa en mí»
«Es justo recibir el destino igual»
«Soy la luz de tu hogar»
«Cuando llega la noche»
«Y siento tu dolor»
«Cuando no puedes ver»
«Yo doy de mi amor»
«Si te hace falta»
«Soy viento en tu vivir»
«Mi destino de abril…»
Carencias que, siempre había pensado, eran ocultadas por aquella personalidad tan desmedidamente extrovertida e
impetuosa. Le hizo cariño en la cabeza, ella levantó una mano y acarició la de él para luego apretarla con fuerza, como si no quisiera soltarla más. El gesto lo conmovió. Los ojos se le humedecieron levemente y su deseo se fue transformando en un sentimiento más profundo, abierto, de una comprensión sin consideraciones.
Aquella conmoción de Patricia no lo dejó indiferente. Su bello rostro permanecía inmutable, mirando a un punto
perdido, y sus lágrimas, que hacía rato bañaban sus ojos, comenzaron a rodar por sus pómulos como gotas que escu-
3
rren por una hoja al amanecer. Se acercó y la acarició, ella se dejó caer en su pecho. La sintió cercana, muy involucrada con su espíritu. La besó cariñosamente. Ella se mantenía aferrada a él y apretaba su espalda sin cesar.
Hasta que en un momento alzó la mirada y comenzó a besarlo desbocadamente. Aquella pasión produjo una mutua
excitación que en una fracción de segundo estalló.
Como si nada hubiese ocurrido, se pusieron de pie tal como habían quedado. Él deslizó las manos hasta la inflexión
de los contornos de su cintura, las manos le quedaron tensadas por las cintas que envolvían sus dos curvaturas. De
ese modo acarició todo el volumen de sus caderas y esa curvatura llana que conducía a su pelvis. Estiró los dedos y
logró sentir su humedad; imaginó la oscuridad de su intimidad y cuando, de seguro, ella lo deseaba acariciándose en
un baño de tina.
Alberto se agachó. En tanto, ella comenzó a presionar y apretar sus pezones, gimiendo. Ya sin poder bajar más su
vestido, él sacó las manos y las pasó por debajo, subiéndolo. Y pudo al fin ver sus nalgas apenas cubiertas por sus
calzones.
Tuvo ganas de rajar sus ropas y sentarla sobre la mesa. Llevó la cara hacia su parte posterior y puso la nariz en el canal que formaban sus glúteos. Poco a poco bajó su prenda con la boca. Amparado en la mortecina luz, podía observar los finos vellos de su espalda, alineados hacia ese camino que conducía a su lugar más privado.
La tomó de las caderas y la volvió hacia él con rudeza. Por delante, sus calzones estaban casi a la altura normal y dejaba asomar un poco de su oscuridad. Alzó la vista y ella tenía los ojos semi cerrados con dirección perdida. Abalanzó la boca y cerró los ojos, inspiró profundo y dejó que el olfato le dijera dónde se hallaba. El aroma emanaba
puro de entre las piernas de Patricia y penetró en sus pulmones como una dosis de helio que lo elevaría a las nubes.
Abrió los ojos y comenzó a besar y a pasar la lengua por su vagina como si no bebiera en una semana.
Ella puso sus manos en la cabeza de él, dirigiéndola para que su lengua alcanzara el epicentro de su placer. La sacó lo
más que pudo y la pasó delirante. Hincado, y muy incómodo, separó sus labios con las manos para introducir la lengua lo más al fondo y hacer más fuertes sus gemidos. Ella jadeaba, a instantes alzaba la vista y la veía cerrando los
ojos y bajando su vista hacia él y luego perdiéndola en el vacío. No aguantó y se puso de pie. Ella, sin titubear, llevó
una mano hacia su cinturón y lo desabrochó, abriéndolo lo suficiente para que las caderas de ambos quedaran a merced.
—¡Vamos a mi cama!
En su dormitorio:
—Patricia, ¡no! —desistió aún excitado y dejó su coñac encima del tocador.
—Olvídate, Rivadeneira, te lo garantizo —le dijo casi en código Morse—, puedes estar seguro, tranquilo, cien por
ciento, no hay riesgo, te lo aseguro, por lo que más quieras, no hay riesgos, estamos solos, mi tía no cacha una,
duerme como un oso. Vamos.
Rígido se quedó, de pie, frente a ella, también semi-desnuda, conturbado por la opción que se le presentaba.
Titubeó. Pensó en Eugenio Pinto, en Francisca y en sus hijos, pero bastó que volviese a contemplar a Patricia con
gran parte de su cuerpo descubierto; aquella deseada mujer, desnuda y entregada a él, y ambos sólo esperando lo que
de ellos dependía. No pudo contenerse.
Más de quince años de fidelidad fueron sepultados en menos de quince minutos de placer.
Tras el orgasmo, su incontrarrestable deseo cesó. ¿Qué hice?, se recriminó y pensó en Eugenio. Observó sobre el
velador una fotografía. Su amigo aparecía sonriendo y abrazando a su esposa mientras ella apoyaba su cabeza sobre
el hombro de él, enlazándole su brazo tras la espalda. Se sentó en un costado de la cama, vio sus ropas tiradas en el
suelo y enredadas entre las sábanas. Patricia se había volteado hacia el otro lado, mirando a la terraza.
Él, en tanto, refregaba su frente llena de sudor. Había sucumbido al lado más oscuro de sus deseos. Recordó a
Francisca, cuando minutos antes le había pedido el favor de visitar a su amiga. Calló largo rato reprochándose, pero a
la vez con una satisfacción morbosa, o quizás cruel. Muchos años que no sentía el cuerpo de otra mujer, que no besaba unos senos que sólo disfrutaba a través de cientos de escenas que circulaban por su cabeza por años. Años en
que no respiraba la humedad de otra. Exhaló profundo y se puso de pie. El silencio reinó mientras se colocaba parte
de su ropa. Había sido excepcional, quizás hermoso, pensó; pero ya todo lo veía distinto.
—¿Y tú? ¿Te vas a quedar callado? —lo increpó intempestivamente al voltearse hacia su lado.
—Qué quieres que te diga —le repuso sentado y sin mirarla.
—¡Qué! ¿Estás arrepentido? —Patricia se sentó en la cama, a lo indio—. Maricón. En vez de acercarte a mí…
Más encima fuiste tan gallina de ocupar condón, ¿acaso no confías en mí?
—Pero cómo…
—¿Para qué viniste entonces?
4
—Patricia —exclamó lanzándole una mirada molesta—. ¿Qué quieres? ¿Que esté alegre?
—¡Bueno, dime por lo menos si te gustó! Es lo mínimo que puede esperar una mujer. —En vano ella esperó a que él
hablara—. Pareces mamón, un hombre sin valor. ¡¿Por qué?!
—Contrólate, por favor… —le advirtió, poniéndose de pie.
—¿Eres hombre o no? ¿No tienes grandes responsabilidades? Ahora pareces un adolescente que engañó a su polola.
—¡Cálmate! ¿Qué estupidez es esto?
—¡No es ninguna estupidez! Estuvo agradable. —Se levantó y dio unos pasos acercándosele—. Acaso, ¿no te gustó?
¿O te asusto? —preguntó ofuscada, con la cara a centímetros de la de él.
—¿Qué estás hablando, por amor de Dios? Eres la esposa de Eugenio y me preguntas si me asustas.
—Sé que me deseas… Sé que siempre has estado interesado en mí. Y… ¿cuál es el problema? ¿Acaso los dos no sentimos lo mismo?
Él sólo la observó, displicente.
—¿O me lo vas a negar? —insistió ella.
—No… —respondió y desvió la mirada.
—Dime, ¿te has masturbado pensando en mí?
—¿Te volviste loca? —replicó entornando una ceja.
—¡Dímelo! ¿Te has masturbado pensando en mí? ¡Dímelo!
Alberto Rivadeneira llevó una mano a su frente y negó con la cabeza.
—¡¿Qué?! ¡Dímelo! ¡¿Sí o no?! —insistió ella.
—A ver… ¿qué crees tú?
—No me interesa lo que yo crea. Si no, no te dejo ir. ¡Dímelo! ¡¿Sí o no?!
—¡Sí! —exclamó—. ¡Ya! ¡¿Eso querías escuchar?!
Los ojos de Patricia se hicieron de un brillo intenso.
—Te lo pido, dímelo, repítelo, repítelo. Dímelo. Me excita…
—¡Sí! —replicó sintiendo satisfacción al advertir el estado de la mujer.
—Pero dímelo con tus palabras, te lo pido, Alberto.
El replicó:
—A ver, ¿quieres que te lo diga?, ¡¿Ah?! ¿Eso quieres? —Con los ojos en blanco Patricia asintió—. ¡Sí! —exclamó—.
Me he masturbado pensando en ti mil veces. ¿Estás feliz ahora?
Patricia corrió donde Rivadeneira y trató de besarlo, él la apartó con un brazo.
—Ahora me voy.
—¡No! No me puedes dejar así ahora. Te amo, Rivadeneira, y tú sientes mucho por mí. ¿Me lo vas a negar?
—No.
—¿Qué te preocupa entonces?
—El problema es que tú eres esposa de mi amigo, él está de viaje y esto sólo fue un absurdo que no volverá a ocurrir. Muy especial sí, debo reconocer, pero absurdo.
—Hace tiempo esperaba este momento —dijo Patricia, y aprovechó de ordenar sus cabellos alborotados y humedecidos.
—¿Quieres decir que por eso llamaste? —la increpó desafiante.
—¿Te molestaría?
—No sé qué pretendes, pero yo me voy.
Patricia esbozó una sonrisa y encendió sus ojos mostrando todo su ángel.
—Espérate…, tontito —le dijo con cándida entonación.
Alberto Rivadeneira se volvió, pacificado, al igual que su mascota cuando lo retan y camina pegado al suelo, serpenteando y con la cola entre las piernas.
—Eugenio te sobrepasa en evaluación ciudadana, eres poco conocido como político… —aludió con una sonrisa—
pero tú le ganas en el sexo. —Patricia se sentó en la cama—. Me cargan los hombres que no lo saben hacer —
comentó mirando hacia el patio, al tiempo que masajeaba sus cabellos con sensualidad.
Nuevamente quedó desconcertado. Hizo una mueca de molestia y se pasó la mano por la frente secándose un resto
de sudor.
5
—No trates de tomarme el pelo, por favor… Toda mujer cuando tiene sexo dice que ha sido su mejor experiencia;
no creas, porque sea casado, que no sepa lo que hablan las mujeres cuando están calientes. Aparte, no sé… ¿cómo
puedes hablar así? Gracias por tu halago, pero me debo ir. Es tarde y creo que sería abusar de Francisca.
—¡No! —exclamó—. No te puedes ir. —Miró cómo él recogía el preservativo para llevarlo al baño—. Venías preparado, maricón. Debías haber confiado en mí, me defraudas nuevamente. Más encima usaste condón, eres una gallina.
—¡Y qué querías que hiciera! A ver… ¡Dime!
Ella se quedó en silencio y bruscamente se volvió. Entonces, de su velador sacó algo envuelto en papel metálico y lo
observó. Así estuvo largo rato, ida.
—¿Qué es eso? —preguntó él al cabo de un rato.
—¿Te interesa?
Alberto meneó la cabeza, reconviniéndola.
—¡No!
Patricia apoyó los codos en sus rodillas tras haberse sentado en el borde de la cama. Lo observó unos segundos con
una mirada indefinida e irradiando mucha tranquilidad le alargó el objeto. Se lo recibió, pero antes de abrirlo, se
quedó pensativo. Después sacó lo que contenía. Era un test de embarazo, parecía usado recientemente y marcaba
positivo. Lo miró con extrañeza un instante y alzó la vista.
—¿De cuándo es?
—De hoy.
—Comprendo —dijo—. ¿Quieres aprovechar de divertirte? —indagó con sarcasmo—. Al menos es una buena noticia, me alegro, los felicito.
Patricia sonrió con una expresión que él desconoció. Nada parecía a la mujer de minutos antes.
—Pareciese que sólo deseas jugar. Ésa es tu obsesión. Con Eugenio, ahora conmigo y quizá con…
Hizo el ademán de retirarse pero ella lo sujetó de un brazo.
—¿Qué quieres ahora? Preocúpate de avisarle a Eugenio que será papá.
—¡No! No se lo diré.
—Cómo que no se lo vas a decir. Él estará feliz.
—No se lo merece… —señaló, y se quedó estática mirando dispersa—. Me es infiel.
—¿Qué estás diciendo?
Ella se tomó el tiempo necesario para que Alberto Rivadeneira se desesperara.
—Sí. Recibí un correo electrónico, escrito por una mujer; donde la mina detalla cómo hace el amor con él, y dice que
Eugenio le confesó que se casó conmigo por interés político y económico, para ganarse espacios en el partido con el
patrocinio del papá.
—Por favor, Patricia —dijo, golpeándose los muslos con las manos—. Eso son tonteras, lo pudo hacer cualquiera…,
si es que me estás diciendo la verdad.
—¿Entonces para qué me lo envió?
—No significa nada, puede que sea para arruinarles el matrimonio. Interés político. Nada te asegura que te lo envió
una mujer.
—No. —Bebió del coñac y caminó.
—No tomes, ¿ya? —Ella lo miró con desdén—. Estás embarazada.
—Déjame —lo rechazó, apartándose con brusquedad—. Habla del cuerpo de Eugenio, de sus cicatrices y de un pequeño lunar que él tiene en el pene y otras cosas…, cosas que únicamente yo puedo saber. Fue atroz… —
Hizo una pausa para evitar que su voz se quebrara y tomó aliento—: Pero ya no me interesa…, hace tiempo que lo
nuestro venía mal, y esto lo único que logra es sepultar nuestra relación. Ahora sólo me interesa ser madre —dijo
con la voz semi-quebrada—. Tengo treinta y siete años.
—¿Me hablas en serio?
—…
—No puedes estar segura. No sé qué problemas tengas… O sea… disfruta que vas a ser madre. Eso es lo más importante, si están mal, bueno, no necesariamente, pero esto los puede ayudar, o al menos a ti. Y eso es lo importante
hoy. Piénsalo, Eugenio compartirá muy poco contigo, tu hijo te ayudará a sobrellevar la soledad y la mala relación
que dices. No es tan malo, pero no se te puede ocurrir dejarlo.
Patricia se acercó al velador y volteó la fotografía.
—Estoy mal, Alberto. Muy mal —susurró y se dejó caer sentada sobre la cama, mirando al suelo con sus ojos como
si hubiese bebido cinco whiskies.
6
Alberto Rivadeneira se sentó a su costado y la acarició. Intentó tranquilizarla, compadeciéndose, no tanto por ella,
sino por su inconexión con la realidad.
—Estoy mal —sollozó dejando caer su rostro en el pecho de Alberto.
Le produjo emoción verla así, actuando tan inconexa. Se desconcertó nuevamente y reflotaron las sensaciones de
tristeza. Besó sus cabellos. Ella lo apretó con fuerza y comenzó a llorar tímidamente. Conocerla tan fuerte, dueña y
señora donde se parara, una verdadera diva, y verla así, tan frágil, tan humana, tan sensible por las cosas más básicas
que cualquier mujer puede desear, lo golpeó nuevamente. Asumió que Patricia no estaba en sus cabales, y que en su
intimidad era aquella mujer desprotegida y despoblada de emociones, la de minutos antes. La besó sobre el pelo, en
sus mejillas y la aprisionó contra su pecho. Las lágrimas de Patricia comenzaron a empapar la camisa del hombre.
—Dame un poco de cariño —sollozó—, préstame un poco de tu amor. Te lo suplico, dime que me quieres.
Sólo cerró los ojos. Se conjugaron muchas sensaciones opuestas que le produjeron un estado de conmoción entre
doloroso y placentero. Sintió algo como amor por ella: cariño, ternura, aún hoy no lo puede saber, algo que endureció
su garganta y rápidamente su virilidad. Comenzó a besarla en la cara.
—Gracias. Te amo —le agradeció ella.
Ella lo besó y en ese instante algo lo movió completo. Ella incrementó sus besos y él los suyos. Hasta que se dejaron
caer sobre las sábanas. Sin pensarlo, subió su vestido hasta su cabeza y ella hizo lo suyo para fundirse en un sórdido
homenaje a la infidelidad y a la resurrección de las emociones, todo gatillado por la confluencia de la más primitiva
de las comunicaciones entre un hombre y una mujer.
Para Alberto Rivadeneira fue contradictorio y hermoso. Años que no experimentaba algo tan parecido al amor…
Si quieres leer la novela o que se publique lo antes posible, haz tu comentario sobre esta escena en
http://www.lasemana2010.com/
7

Documentos relacionados