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Waters, John
Carsick: de Baltimore a San Francisco con el pontífice del trash
1a ed., Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Caja Negra, 2014.
320 p.; 20x14 cm.
Traducido por: Matías Battistón
ISBN 978-987-1622-32-0
1. Crónica de Viajes. I. Battistón, Matías, trad. II. Título
CDD 910.4
Título original: Carsick
© John Waters, 2014
Todos los derechos reservados
© Caja Negra Editora, 2014
© Matías Battistón, de la traducción
Caja Negra Editora
Buenos Aires / Argentina
[email protected]
www.cajanegraeditora.com.ar
Dirección Editorial: Diego Esteras / Ezequiel A. Fanego
Diseño: Juan Marcos Ventura
Producción: Malena Rey
Corrección: Paola Calabretta
Hecho el depósito que marca la ley 11.723
Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra sin la autorización
por escrito del editor.
Impreso en Argentina / Printed in Argentina
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Traducción / Mat
ías Battistón
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A mis hermanas, Kathy y Trish,
y a la memoria de mi hermano Steve.
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Hacía mucho tiempo que no sentía tanto entusiasmo o miedo.
Tal vez nunca antes me haya sentido así. Acabo de firmar contrato para escribir un libro después de haber realizado la propuesta
más simple del mundo. Yo, John Waters, viajaré a dedo1 desde la
puerta de mi casa en Baltimore hasta mi departamento en San
Francisco, y veré qué pasa. Sencillo, ¿no?
¿Estoy mal de la cabeza? Brigid Berlin, la superestrella más peligrosa y glamorosa de Andy Warhol en la década del sesenta, hace
poco me dijo: “¿Cómo puedo ser mala a los setenta?”. En eso tiene
razón. O sea, sí, estoy “entre películas”, como dicen en Hollywood,
pero hace mucho tiempo me di cuenta de que, al ser lo que llaman “un director de culto”, no solo necesitaba un plan B que fuera
tan importante para mí como rodar películas: necesitaba un plan
1. Para esta traducción, de todos los equivalentes en castellano del término en
inglés hitch hike (“hacer autostop”, “pedir un aventón”, etc.), optamos solo por
“hacer dedo” y sus variantes, a fin de garantizar la coherencia terminológica a lo
largo de todo el texto. [N. del T.]
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C, D
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y E. Pero, ¿un plan H, con h de “hacer dedo”? Tengo sesenta
y seis años, por el amor de Dios.
“¿Por qué un hombre que ha trabajado tanto durante toda su
vida para alcanzar el nivel de confort que tú tienes ahora va a someterse a algo tan in-cómodo?”, me preguntó Marianne Boesky,
mi marchand de arte en Nueva York, cuando le hablé de mi “aventura de viajes de incógnito”, como la llamaban los editores en los
anuncios de mi próximo libro. Uno de los actores de mis primeras películas, que hasta no hacía tanto vivía en la indigencia, se
mostró todavía más preocupado cuando insinué que podría hacer
dedo y escribir un libro al respecto. “Nunca te van a llevar”, me
advirtió, y me contó luego que él había intentado viajar de ese
modo por necesidad en Florida el año anterior. “Nadie levanta a
los que hacen dedo hoy por hoy”, se quejó con disgusto. “¡Nadie!”
Incluso varios hipsters exitosos se mostraban turbados cuando
les confesaba mis planes. “Fue lindo haberte conocido”, murmuró entre risas un fotógrafo californiano amigo durante la cena, cuando se enteró de que no volvería a verme hasta que finalizara mi travesía como vagabundo homosexual. Dios mío, me preguntaba a
mí mismo con grandilocuencia, ¿acaso seré como John F. Kennedy
en esas grabaciones secretas de la Casa Blanca que acaban de hacerse públicas, donde se lo escucha planear su primer día después
de volver de Dallas, antes de que nadie supiera que lo asesinarían,
y comentar lo “difícil” que sería esa jornada? Si él supiera…
¿Qué es lo que estoy tratando de demostrar con esto, realmente? Quiero decir, no es que esté aburrido. Una ex convicta que conocí hace poco afirmaba que su pasado delictivo no era consecuencia de una infancia desafortunada, sino del simple hecho de
“querer tener aventuras”. Yo también quiero eso. Emociones fuertes. Pero, ¿concebir y dirigir quince películas y escribir seis libros
no me hace sentir realizado? Mis sueños profesionales ya se cumplieron hace años, y ahora todo marcha sobre ruedas. ¿No debería jubilarme en lugar de salir a mostrar el dedo pulgar? Aunque,
¿jubilarme para hacer qué? ¿Hundirme en la demencia?
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¿Será seguro? Sé que los asesinos seriales a menudo levantan a
personas que hacen dedo y las matan; sin embargo, las víctimas,
¿no son en su mayoría, desgraciadamente, prostitutas jóvenes? Sí,
sí, conozco el caso de Herb Baumeister, el “estrangulador de la interestatal 70”, que ahorcó como mínimo a dieciséis hombres homosexuales, pero los levantaba en bares gays, no en las salidas de
los paradores de camiones. Aun así, debo admitir que incluso los
camioneros que conozco están bastante chiflados. Uno de ellos
debe haber sorprendido a varios de mis vecinos cuando vino a visitarme y estacionó su enorme camión de dieciocho ruedas justo
en la pequeña y tranquila calle residencial frente a mi casa, ocupando la mitad de la cuadra. Es gracioso, sexy y heterosexual, pero
también un freak con todas las letras, y le gusta horrorizarme con
anécdotas de la ruta. Me cuenta que viaja drogado con anfetaminas, levantando adolescentes que hacen dedo porque huyeron de
sus casas y acostándose con ellas en la parte de atrás del camión,
o que conduce a toda velocidad de noche, con una bolsa de orina
limpia y ajena ya preparada por si le hacen algún control de drogas al azar, mientras se masturba en una media. Se ríe cuando admite que a veces descarga ilegalmente cantidades enormes de ripio
en medio del patio de algún residente suburbano desprevenido si
sabe que va con sobrepeso y falta poco para llegar a un puesto de
control con pesaje. ¿Imaginan si alguien así me levanta?
¿Puedo renunciar a los horarios rigurosos a los que estoy tan
acostumbrado en la vida real? ¿Yo? ¿Siendo, como soy, un enfermo
del control, alguien que planea con semanas de anticipación qué
día puede darse una panzada de caramelos? Claro, tengo todos los
tramos por las autopistas interestatales ya planeados para el viaje,
y creo saber cuántos paradores de camiones hay y a qué distancia
están entre sí, pero ¿y qué? ¿Realmente voy a bajarme del coche si
el conductor se desvía del camino que decidí, aunque siga yendo
hacia el oeste? Por más que siga creyendo que sí se puede pedir un
favor sin renunciar por eso a ciertas pretensiones, voy a tener que
abrir la mente y aceptar la posibilidad de estar equivocado.
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TODOS SOMOS VAGABUNDOS, anunciaba con arrogancia un póster de la extrema izquierda que colgué en la pared de mi dormitorio en los sesenta, en la casa de mis padres. Recuerdo lo mucho que
se enfureció mi papá con ese eslogan en particular. Un vagabundo. En su opinión, no había nada peor que eso. Ahora que él, lamentablemente, se ha ido, ¿voy a poder convertirme finalmente en
uno de ellos? ¿En un vago? ¿Un vividor? ¿Se puede ser un vagabundo si uno tiene tres casas y alquila otra propiedad en Provincetown
durante el verano? ¿Este libro se convertirá en apenas una variación de aquella crónica de 1961, Black Like Me, muy pasada de
moda pero muy influyente, en la que el autor blanco, John Howard
Griffin, viajaba a dedo y en ómnibus a lo largo del sur del país disfrazado de negro, solo para ver cómo se sentía ser discriminado?
Tengo miedo, igual que el hombre de Black Like Me. Pero de
otras cosas. Como de la gente que conduce mal. Me sorprende
que no se maten todas las personas que se ponen al volante, día
tras día. Viajan a cualquier velocidad en carriles separados por centímetros. Mandan mensajes de texto, hablan por teléfono. ¡O son
simplemente estúpidos! En realidad, ningún conductor es seguro.
Me preocupa que mis indicaciones y gestos involuntarios en el
asiento trasero le causen problemas al que me levante. ¿Gritar
“¡Más despacio!” o pisar a fondo frenos imaginarios les caerá muy
mal a mis eventuales choferes? Nunca voy en el asiento delantero
si no estoy al volante, excepto cuando tomo taxis en Australia, porque leí que allí los taxistas piensan que si el pasajero se sienta atrás
es un creído. Donde yo vivo, en Baltimore, si te subieras al asiento delantero del taxi, pensarían que les vas a robar y probablemente te pegarían un tiro.
Antes me iba bien viajando a dedo. Es difícil de imaginar hoy,
pero en los sesenta mis padres daban por sentado que volvería de
la secundaria a dedo todos los días. Para los demás chicos era igual.
Las carreteras estaban llenas de adolescentes de clase alta, con palos
de lacrosse sobre el hombro, mostrando el pulgar. Estoy seguro de
que había tantos asesinos seriales al volante como ahora, pero uno
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nunca oía nada al respecto. Nadie nos advertía sobre los peligros
de viajar así. Definitivamente no parecía haber ningún indicio de
que hubiera nadie al acecho.
Por supuesto, había pervertidos sueltos, y yo hacía dedo todos
los días con la verga parada y la esperanza de que alguno me levantara y me la chupara. En este viaje, supongo que técnicamente voy a estar caliente mientras haga dedo, pero puede que en el
bolsillo tenga un Viagra en lugar de una erección. ¿Hacer dedo
será siempre algo gay? ¿Acaso los paradores de camiones y los tipos
rudos que viajan a dedo vestidos con Levi’s no son lugares comunes de las películas porno? Mi plan es ir por la ruta I-70 hacia el
oeste, y si tengo suerte y consigo que alguien me lleve en esa dirección, podré descubrir si realmente existe la Kansas City Trucking
Company. ¿O ese era solamente el nombre de una empresa ficticia en aquel clásico del porno gay dirigido por Joe Gage? Vi la verdadera El Paso Wrecking Corp. cuando viajé de El Paso a Marfa,
Texas, y casi me salgo de la ruta pensando en la secuela. Si de verdad existe, quizá podría bajarme ahí y hacer amigos.
De joven conduje por las cinco rutas interestatales que cruzan
los Estados Unidos y me encantó. Solíamos conseguir coches “a
trasladar”: el dueño te daba las llaves, pagabas el combustible y lo
llevabas hasta la dirección indicada al otro lado del país. Incluso
recuerdo haber cantado “America the Beautiful” drogado con hachís junto a mis compañeros de viaje (David Lochary, Steve Butow
y David Hartman) mientras conducíamos hacia un hermoso ocaso
en Minneapolis. Retrospectivamente, me parece increíble que alguien confiara en nosotros, considerando cómo nos veíamos entonces, pero aunque infringíamos las reglas llevando a otros pasajeros (y drogas), siempre entregábamos el vehículo intacto. Sin
embargo, ahora que lo pienso, nunca levantábamos gente que hiciera dedo en aquella época, y eso fue en el apogeo del hipismo.
¿Y yo espero que alguien me levante en el año 2012?
Todavía viajo a dedo de Provincetown a Longnook, mi playa
favorita en Truro (a unos dieciséis kilómetros de distancia). En ge-
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neral, le pido a alguien que haga dedo conmigo. El autor Philip
Hoare, la artista y cantante Kembra Pfahler, el fallecido y gran
marchand de arte Colin de Land: todos ellos me han acompañado por la autopista. Y nunca hemos tenido ningún problema. Una
vez estaba haciendo dedo con la fotógrafa Henny Garfunkel, cuyo
peinado estrafalario y ropa increíble son capaces de hacer que los
niños se pongan a llorar con solo verla, cuando un hombre dobló
en U y nos levantó. Eso nunca es una buena señal. Como de costumbre, me senté en el asiento delantero; y ella, al igual que las
otras mujeres que a veces me acompañaban en estos viajes, en el asiento trasero. Adentro apestaba, como si el tipo viviera en el coche o
algo así. Súbitamente me vino un flashback de una escena que
escribí para Pink Flamingos, en la que el personaje de Mink Stole
le dice a su esposo, interpretado por David Lochary, que está cansada de “pasar todo el tiempo conduciendo… conduciendo” en
busca de chicas que hicieran dedo para levantarlas, secuestrarlas y
dejar que las violen para embarazarlas y después poder vender los
bebés en el mercado negro.
“¿Ven ese adhesivo de seguridad?”, preguntó nuestro ya inquietante conductor. “Sí”, respondí dubitativo, observando el adhesivo oficial del control de emisiones vehiculares de Massachusetts.
“Lo dibujé yo mismo”, dijo entre risas y con una expresión maliciosa. Me di vuelta y vi la mirada de pánico de Henny, pero fue
una falsa alarma: nos dejó en la playa sin incidente alguno.
En cualquier caso, a veces voy solo y nunca sé con seguridad
si los que me levantan me reconocen. “¿Quién es este hombre en
el coche?”, le preguntó a su mamá y papá, confundido, un niño
que nunca había oído hablar de hacer dedo, cuando me subí a su
vehículo. “¿Por qué está en este coche?”, insistía, mientras yo me
retorcía de vergüenza bajo la atenta mirada de hostilidad del chico
y trataba de explicarle lo que era viajar a dedo.
En otra ocasión, un tipo atractivo y de pelo largo, con aire a
pirata, paró para dejarme subir a su pick-up, y justo cuando estaba por entrar por la puerta delantera me sonrió y dijo: “No, vas a
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tener que ir atrás, mi perro está aquí adelante conmigo”. ¡Ja! Al
ver que este bombón hippie y desprolijo me había puesto en mi
lugar, solté una carcajada y con alegría me trepé a la parte descapotada de la camioneta. Me deleitaba el hecho de poder viajar con
alguien tan sexy, aun cuando solo pudiera ver su hermoso pelo
largo de espaldas mientras él enfilaba hacia Provincetown.
Todavía más rara fue aquella vez que el programa de televisión
Biography de A&E decidió dedicarme un segmento y me preguntaron si podían filmarme haciendo dedo en Provincetown, a lo
que accedí sin muchas ganas. El equipo de filmación se escondió
en los arbustos y, cuando logré que alguien se detuviera para llevarme, ellos se metieron en su camioneta y empezaron a seguirnos. El amable pescador de la zona que me levantó no solo no me
reconoció, sino que tampoco los vio. Mientras yo observaba nervioso cómo nos seguían, con el camarógrafo colgando de la ventanilla para filmarnos, le mencioné con disimulo al conductor:
“No se dé vuelta para mirar, pero atrás hay un equipo de filmación que está grabando todo esto”. “Okey”, dijo encogiéndose de
hombros, sin mostrarse impresionado en lo más mínimo, y luego
siguió conduciendo durante diez minutos antes de dejarme en la
playa. Aun cuando el equipo salió disparado de su vehículo para
filmar mi salida, él nunca arruinó la toma mirando a la lente de
la cámara. ¡Qué genio!
Una vez, mi compañera de aventuras fue Patricia Hearst. Nos
pusimos a caminar hacia la Ruta 6 desde Provincetown y no tardamos en lograr que alguien nos levantara, pero creo que el conductor no nos reconoció hasta que subimos, yo adelante y ella
atrás. El tipo empezó a mirarme una y otra vez alevosamente, hasta
que al final me preguntó: “¿Usted es John Waters?”. Le contesté que
sí, y como al mismo tiempo miró el espejo retrovisor, le dije: “Y
esa es Patty Hearst”. Parecía estar en shock, pero vi que se había
dado cuenta de que realmente era ella. “Él me obligó a hacerlo”,
bromeó Patty, muy seria, y me sentí orgullosísimo de su talento
para improvisar. Ahora éramos un dúo de comedia a dedo.
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Volver a Provincetown con Patty ese mismo día fue más difícil, porque teníamos que lograr que nos levantaran directamente
en la Ruta 6, una autopista con vehículos que pasaban a toda velocidad, lo que aumentaba la sensación de estar haciendo dedo de
verdad. Tardamos mucho en conseguir que alguien se detuviera,
y vi que Patty se estaba poniendo nerviosa, sobre todo cuando finalmente alguien nos dejó subir pero nos pidió que “cambiáramos de coche” porque tenía un amigo en North Truro, la ciudad
que venía antes de Provincetown, que nos iba a acercar el último
tramo. Más tarde, el marido de Patty, Bernie, a quien adoro, si
bien entiendo que es el jefe de seguridad de la Hearst Corporation,
se mostró un poco inquieto cuando ella le comentó nuestra aventura. “Oh, vamos, John –dijo con impaciencia–, ¿acaso ella no
tuvo ya suficientes problemas?” Supongo que él tenía razón. ¿Pero
tuve yo los suficientes?
¿Existe algo así como “des-hacerse famoso”? Si existe, eso es lo
que quiero en este viaje, aunque con la posibilidad de “re-hacerme”
famoso si es necesario. Cuando estoy en público, me reconocen
más o menos el 80 % de las veces a lo largo y ancho del país, pero
el 20 % restante, cuando nadie sabe quién soy, me enfurece ver lo
mal que deben tratar a las demás personas día tras día. Cuando
los cajeros o los representantes de las aerolíneas de repente se dan
cuenta de quién soy y empiezan a hablarme con amabilidad, aunque hace un segundo me trataban de mala gana, les pago con la
misma moneda y les respondo mal.
¿De qué manera mi supuesta fama, o mi súbito anonimato,
afectarán mi vida como pordiosero de costa a costa? La experiencia de viajar como si fuera pobre por las autopistas o suplicar que
me levanten en los accesos a la interestatal, ¿estará a la altura de
mi fantasía de ser un vagabundo glamoroso, un David Niven de
los bajos fondos? ¿Quién podría reconocerme manejando a casi
120 km/h, de cualquier modo? Incluso si me reconocieran, ¿quién
pensaría “Ah, ese es John Waters, el director, parado en la banquina en medio de Utah”? Cuando me suba, ¿pensarán que soy yo,
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si saben quién soy, o creerán que soy un imitador de John Waters?
Lo que, en cierto sentido, soy todos los días… solo que más viejo.
Definitivamente, voy a llevar un cartel de cartón. Ese truco de
la época de la Depresión me dio buenos resultados en el pasado.
El mío no va a decir “SAN FRANCISCO O NADA”, sino solo “I-70
WEST” y “SAN FRANCISCO” del otro lado: un combo de destinos
para hacer dedo. También voy a llevar otro cartel de emergencia,
uno que un amigo mío efectivamente vio en las manos de un tipo
que hacía dedo en uno de esos pueblos donde se cultiva marihuana, al norte de California: “NO SOY UN PSICÓPATA”. Ese sí que es
un perfil psicológico que lo dice todo. Por supuesto, es posible
que algún conductor aterrador lo vea, se ría y piense “Bueno, ¡yo
sí!” y frene, pero voy a seguir manteniendo mi fe en la bondad general de las personas.
No voy a imponerme ninguna regla ridícula para esta aventura a dedo. Es decir, voy a llevar dinero, tarjetas de crédito y un celular, y pienso dormir en hoteles si nadie tiene la amabilidad de
invitarme a pasar la noche en su casa, con su familia. Eso sí: no
voy a ir a ningún sitio turístico ni a visitar amigos. Estas son unas
vacaciones irracionales, no un tour. Tengo amigos que me dicen
que tendría más chances fuera de la interestatal, en los caminos
internos, porque los conductores que van por ahí están “ocultando algo”; pero, ¿tengo ganas de que me lleve un dealer o una mula
con kilos de heroína en el chasis del automóvil? Si me quedo varado en medio de la noche, voy a hacer lo que tenga que hacer
para sobrevivir, hasta pedir una limusina, si es necesario. Lo que
sí sé es que no voy a subirme a ninguna moto.
Me imagino que no hay nada escrito sobre modales a la hora
de hacer dedo. ¿Qué pasa si el conductor maneja mal? ¿Debería
ofrecerme a conducir yo si se está durmiendo al volante y no
quiere parar para echarse una siesta? ¿Y si no me deja? Si grito
“¡Ey, despierta!” una y otra vez, no tardaría en ponerse molesto.
Además, ¿cuántas veces puedes sujetar el volante justo a tiempo
si el conductor se duerme y el coche empieza a desviarse hacia
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la banquina a toda velocidad, donde hay una familia alrededor
de su vehículo, cambiando un neumático? Ay, Dios, ¡¿y si tengo
que ayudar a cambiar un neumático?! No tengo idea de cómo se
hace. Si tuviera que cambiar un neumático pinchado o morirme, me moriría.
¿Y dormir mientras el otro maneja? Me parece de mala educación. ¿La gente no levanta a los que hacen dedo para tener a alguien con quien charlar? ¿A quién seducir? ¿Con quién descargarse? Por otro lado, si me quedo dormido, fácilmente podrían salirse
de la carretera principal, ir a algún escondite satánico secreto, cortarme la cabeza y clavarla en un palo.
¿Cómo se le dice que no al conductor después de que se detuvo para llevarte, corriste medio kilómetro para subirte y al llegar
ves que dentro del coche hay una pandilla de seis negros durísimos? ¿Ven? Ya estoy encasillando a las personas por su raza, y me
siento culpable. Tal vez sean estudiantes universitarios comunes y
corrientes, ¿no? O activistas de los sesenta, que se perdieron en
algún túnel del tiempo misterioso, como en Dimensión desconocida. O uno de mis grupos de hip-hop preferidos. O incluso fans
que me reconocen por mi viejo programa en el canal Court TV,
’Til Death Do Us Part. Pero si no es así y veo que la cosa se puede
poner fea, ¿qué digo? “Estoy haciendo un reality show y hay una
cámara satelital grabándonos ahora mismo.” ¡Quizá se lo crean!
Supongo que en realidad lo que terminaría haciendo es decirles,
en tono alegre: “Bueno, hermano, gracias por levantarme”. Después
gritaría “VIAJO ADELANTE” y empujaría al tipo del asiento del acompañante hacia el medio, sin demostrarles que tengo miedo.
¿Y si todo sale mal? Nadie me levanta. Me roban. Me pegan.
Ya habré cobrado la mitad del adelanto por el libro, así que no voy
a poder renunciar. ¿Me convendría poner todo el dinero del viaje
en un plazo fijo que no pueda cancelar ni retirar antes de partir,
por si me quiero echar atrás? ¿Tendría el tupé de llamar a mi editor, Jonathan Galassi, y comentarle mi cobardía, mi espantosa falta
de carácter literario? El solo hecho de imaginarme la humillación
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que implicaría mancillar así mi corona de “Pontífice del trash” me
sulfura, sea lo que sea sulfurarse.
¿O podría simplemente inventar todo el libro y decir que es
verdad? ¿Quién se va a enterar? Los académicos tardaron años en
darse cuenta de que aquel libro de crónicas de John Steinbeck,
Viajes con Charley. En busca de América, un best seller que recibió
muy buenas críticas cuando se publicó en 1962 (y que se sigue reeditando) era, en realidad, todo un invento. En vez de atravesar
el país al volante de una pick-up, durmiendo en campamentos y
conversando con las personas de la zona, Steinbeck en realidad
viajó acompañado, se alojó en moteles y hoteles de lujo y se imaginó los diálogos. Según el escritor Bill Barich, al que citaron en
un artículo reciente del New York Times, “todo el mundo le decía
que no le convenía emprender ese viaje”. Era demasiado viejo, y
estaba “tratando de recuperar su juventud, el espíritu del caballero errante”. Ay, no. ¿Podría terminar haciendo lo mismo yo?
Nah. No me imagino mintiendo. No estoy seguro de querer
convertirme en JT LeRoy2 a esta altura de mi vida; además, llevar
a cabo ese tipo de fraude literario es una de las pocas formas de
“maldad” que nunca causa gracia. Pero ¿por qué no arriesgarme y,
antes de partir, imaginarme lo mejor que podría pasar en este viaje?
Y lo peor también. Como si fueran dos nouvelles. Y después de
fantasear por escrito, salir al mundo, hacerlo de verdad y con suerte vivir para contarlo. Ficción. No ficción. Y después la realidad.
Algo bien horripilante. Vamos, John, lánzate al abismo.
2. Waters se refiere a Laura Albert, la mujer que se inventó el seudónimo JT
LeRoy para escribir una biografía ficticia con la que se hizo millonaria, y que
ahora es perseguida judicialmente por vender una ficción. [N. del T.]
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