Historias de la mesa - Secretaría de Cultura

Transcripción

Historias de la mesa - Secretaría de Cultura
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Consejo Nacional para la Cultura y las Artes
Gobierno del Estado de Colima / Secretaría de Cultura
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CONSEJO NACIONAL
PARA LA CULTURA
Y LAS ARTES
Rafael Tovar y de Teresa
Presidente del Consejo
Nacional para la Cultura
y las Artes
Saúl Juárez Vega
Secretario Cultural y Artístico
Antonio Crestani
Director General
de Vinculación Cultural
GOBIERNO DEL ESTADO
DE COLIMA
Mario Anguiano Moreno
Gobernador Constitucional
del Estado
Rubén Pérez Anguiano
Secretario de Cultura
Josué Esaú
Hernández Vargas
Coordinador Estatal
de Fomento a la Lectura
María Eugenia
Araizaga Caloca
Directora General
de Administración
D. R. © 2015
Gobierno del Estado de Colima / Secretaría de Cultura
Calz. Galván Norte esquina Ejército Nacional s/n
Tel. (312) 31 3 06 08 / C.P. 28000 / Colima, Col.
© Ilustraciones: Abril Márquez
Impreso y hecho en México / Printed in Mexico
Prohibida su reproducción total o parcial sin autorización del autor.
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En materia cultural, Colima se convirtió en un referente.
Desde el inicio de este sexenio, nos propusimos hacer
del arte y la cultura un bien común entre los colimenses.
Nuestro sueño fue poner al alcance de todas las miradas la
mayor cantidad de actividades de tipo creativo y artístico.
Abandonamos los recintos cerrados y convertimos cada
plaza o jardín en el sitio de reunión y disfrute del arte. A la
par, abrimos las puertas del Teatro Hidalgo y del Teatro de
Casa de la Cultura para que la mayoría de las presentaciones
fuesen gratuitas.
Estos ideales los llevamos a su máxima expresión cuando
concebimos el Mes Colimense de la Lectura y el Libro. Con
este programa nos propusimos hacer del acceso al libro y su
lectura un derecho. En 5 años, publicamos poco más de 547
mil libros. La mayoría de ellos distribuidos casa por casa.
Textos seleccionados minuciosamente para atraer lectores,
para generar posibilidades de lectura de autores clásicos de
carácter universal y mexicanos, para explorar la literatura
de Colima. No fue una tarea sencilla recorrer el estado, casa
por casa, o intervenir vialidades con nuestras brigadas y sus
frases de aliento lector, pero el ánimo se mantuvo intenso.
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La tareas culturales pueden ser efímeras. Quizá alguien,
mañana o pasado, deje en el olvido estos ideales que hemos
compartido con los colimenses. Sin embargo, quedarán
por ahí, entre los libreros de los hogares de Colima y entre
las ideas y conceptos de muchos colimenses los poemas de
Octavio Paz, los ensayos de Alfonso Reyes, las historias de
Gregorio Torres Quintero, los sonetos de Griselda Álvarez o
Sor Juan Inés de la Cruz, las crónicas de Miguel Galindo, los
versos libres de Agustín Santa Cruz, las evocaciones marinas
de Balbino Dávalos, los desvaríos de Arcadio Zúñiga, los
cuentos clásicos de Bradbury, Faulkner, Quiroga y Poe, las
historias de Francisco Hinojosa, Bernardo Fernández o
Jorge F. Hernández.
El libro que ahora tienes en tus manos es producto de
los esfuerzos y las tareas culturales que hemos enumerado.
Hazlo tuyo a través de su lectura.
Rubén Pérez Anguiano
Secretario de Cultura
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Prólogo
En este libro encontrarás historias fantásticas y otras con
atisbos de realidad. Son, en esencia, retratos de una vida
cotidiana y de otras tantas vidas posibles a partir de la fantasía.
Es una reunión de amigos. Todos ellos grandes autores de
la literatura mexicana para chavos (aunque, debería decir,
de la literatura mexicana para todos): Francisco Hinojosa,
Antonio Malpica, Mónica Brozon, Juan Carlos Quezadas,
Ana Romero, Javier Malpica, Andrés Acosta y Armando
Vega-Gil.
Aquí, se reúnen las historias de un futbolista violento
capaz de reventar balones con sus poderosos disparos ante
una bola que resiste cualquier embate; la reescritura de un
clásico como Jack el Destripador en una versión que reivindica
los poderes femeninos entre las calles oscuras de la ciudad
de México; las vicisitudes hogareñas de un loro grosero; un
manual para convertirse (o no) en un héroe legendario; la
vida de una mujer simbolizada en una ópera que concluye
de una forma inesperada; el ingenio de un vendedor
de seguros que se hace pasar por un laureado escritor;
las desventuras de una Wendy, que como en Peter Pan,
resistía y resistía en perder su inocencia junto con los niños
perdidos; las peripecias de una niña que cree en ángeles y…
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Ya no debería contarles más de estas historias. Sino
pedirles que abran las hojas de este libro y hagan propias
sus palabras. Confío, como afirma Gianni Rodari en su
Gramática de la Fantasía, que este libro “sea útil” para
aquellos que creen en la necesidad de la imaginación” y en
el precepto de que “todos los usos de la palabra para todos…
No para que todos sean artistas, sino para que nadie sea
esclavo”.
Esaú Hernández
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Índice
11
Yo vencí al Pata Maldita
Andrés Acosta
21
El destino de Marta
M. B. Brozon
35
Repugnante pajarraco*
Francisco Hinojosa
43
El camino del héroe
o Cómo convertirse en héroe
en 12 sencillos pasos
Toño Malpica
51
Tosca
Javier Malpica
57
El simulador
Juan Carlos Quezadas
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63
El niño que no quiso crecer*
Ana Romero
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Don Chofi Chofis, contador de cuentos*
Armando Vega-Gil
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Yo vencí al Pata Maldita
Andrés Acosta
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¿Que cómo fue?
Pues yo nada más estaba formado en la línea con los
demás, que llega el de pantaloncillos negros, empieza con
su “de tin marín” ¡y que me escoge! “¿Por qué tengo que
ser yo?”, pensé. “¡Yo no, yo no, por favor, escojan al de mi
derecha, es más aguantador, de veras, a él si lo cosieron que
da gusto, hasta lo vulcanizaron!” Pero nada, que me llevan
rebotando contra el frío cemento de uno de los pasillos del
estadio y me dan un puntapié para salir al verde pasto. Mi
suerte estaba echada.
Iba a ser mi primera vez en un partido de verdad, no
sólo en uno de esos tortuosos entrenamientos de pelota
amaestrada en los que te foguean para que te comportes
como debes y no hagas el ridículo frente al público; si es
que alguna vez llegas a estar frente a uno. Muchos son los
llamados y pocos los elegidos. No se diga estar en la final de
una copa tan importante como la que a mí me tocó. ¿Cuántos
no se quedan en el camino sólo por tener un chipotito o una
descosedura que amenaza con rebotes defectuosos o hasta
ponchaduras a media cancha? Y los que se jubilan antes de
tiempo lo más seguro es que acaben en la casa de algún niño
incapaz de provocarles daño alguno con sus pequeños pies.
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Yo no fui de esos jubilados prematuros, pasé las
pruebas a pesar de mí mismo. Así es la vida, mientras mis
compañeros querían estar en mi lugar, en una cancha de
verdad, yo fui el elegido. La ironía era que, para mí, ¿qué
podía tener de atractivo que me trataran a patadas durante
hora y media frente a tanta gente?, digo. No sé, simplemente
no entendía; nunca tuve vocación de mártir.
Ahí estaba yo, en el meritito centro de la cancha,
rodeado por la increíble cantidad de gente que atestaba las
gradas. Gente con la cara pintada, con cornetas y banderas
que ondeaban y defendían como si estuviéramos en las
cruzadas. No diré que no me emocioné. Posarse en una
verdadera cancha de futbol fue algo impactante; como estar
en un verde paraíso mientras escuchas el griterío de una
horda de enajenados que pide que te linchen.
El hombre de pantaloncillos negros sonó su silbato.
Nada más vi la punta de un botín acercarse y sentí el
primer trallazo. Salí disparado. Aparte de estrellas vi la
cancha desde otro nivel. ¡Qué manía de darme tan duro
en la patada inicial!, ¡si no era futbol americano! Desde ese
momento no tuve un segundo de calma. Los jugadores me
traían de aquí para allá. No se ponían de acuerdo en nada y
sus jugadas eran caóticas. Apenas me escapaba de sus pies
cuando la bola de facinerosos ya estaba otra vez sobre mí.
Era para volverse loco con tanto ajetreo, no me dejaban ni
respirar. Veintidós pelados agarrándote a patadas no es cosa
de juego. Y frente a tantos fanáticos enloquecidos, aullando
por un gol, menos.
¿Qué te diré? Desde el principio te conviertes en el
centro de atención y nadie te quita la vista de encima. Que si
vas para acá o para allá, que si subes o bajas… miles de ojos
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te siguen. De ti depende el destino de los equipos, ¡pero tú
no recibes otra cosa que patadas y más patadas!
El partido iba que iba: reñido, pero sin goles. En una
de esas, un jugador me sacó de la cancha y me envió detrás
de unos anuncios. ¡Bendita publicidad, por fin sirvió de
algo! Uno de los chamacos recogedores mandó a la cancha
otro balón antes de ir a buscarme. “¡Listo, ya estoy fuera!”,
canté demasiado temprano. “¡Ahora nada más me quedo
tranquilamente a mirar el partido mientras mi suplente
recibe el castigo!” Pronto, otro jugador, que de seguro no
sabía para dónde estaba la portería, voló a mi suplente hacia
las gradas, donde se armó la trifulca y, claro, yo tuve que
salir de mi refugio directo a los pies del que iba a cobrar
el tiro de esquina. ¿Cuál destino era peor: el mío o el de
ese pobre suplente que desapareció entre la marabunta de
brazos que peleaban por quedárselo?
Las cosas en la cancha no iban muy bien, llegó el
segundo tiempo y las porras de los equipos comenzaban a
desesperar. Algo había que hacer para reanimar el partido.
Junto a una de las bancas, vi a un jugador calentando
entre las sombras. Era imposible distinguir su cara. Por el
sonido local se anunció oficialmente un cambio. Un jugador
caminó hacia la banca mientras que, en dirección opuesta,
la sombra del que calentaba se transformó, bajo las potentes
luminarias de la cancha, en una figura conocida. Demasiado
conocida. Se trataba, ni más ni menos, del famoso goleador
Armando Domínguez, mejor conocido como ¡Pata Maldita!
Entonces el estadio rugió con la promesa de un gol, un
posible gol que al fin decidiera el partido.
Con sólo pisar la cancha el Pata Maldita, me puse a
temblar. Todos sabían que el Pata ganó su apodo a fuerza
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de balones reventados por sus cañonazos. El futbol no
es un asunto de puras patadas, pero nadie se lo explicó
nunca al Pata. A lo largo de su carrera metió muchos goles
a costa de porteros desmayados y redes rotas. A lo mejor
exagero, quizá no fueron tantos los balones reventados,
pero existe al menos un caso perfectamente documentado:
una grabación en la que el Pata hace estallar un balón de un
inspirado trallazo; un desgraciado balón que desfalleció en
el pasto, como gato aplastado en el periférico, a pesar de que
el fabricante juraba y perjuraba que era irrompible.
El Pata se fue directo sobre mí como un pandillero con
bat en mano correteándome por un callejón sin salida. Su
imponente presencia se apoderó del partido y una nube de
jugadores lo asediaba como moscas, aunque ¿dominarme,
lo que se dice dominarme? Él era el único que lo conseguía,
aunque fuera a las puras patadas.
El Pata Maldita fue arreándome hacia la portería,
se quitaba a los contrarios con bailecitos básicos, pero
efectivos, y uno que otro discreto codazo en las costillas. El
Pata avanzó, imparable, seguro de su potente tiro. El portero
gritó desgañitándose.
—¡No lo dejen pasar, no lo dejen pasar! ¡Arránquenle
la otra oreja!
Y es que el Pata era tan fiero que, una vez que se armó
la bronca por una mano que no marcaron, se aventó sobre
un rival y casi lo mata, si no es por la mamá del otro jugador
que se metió a la cancha y le arrancó la oreja de un mordisco
para que soltara a su hijo.
El Pata había llegado conmigo a su zona preferida de
tiro. Ahí estábamos, el Pata, yo y un portero con rodillas de
chicle. El Pata me tenía perfectamente centrado. De pronto,
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saqué fuerzas de no sé dónde, me concentré y alcancé a
moverme un par de centímetros a la izquierda. ¡Plin, plin!
—¡El Pata Maldita dispaaaara…! ¡Treeeemendo
calcetinaaazo del Pata! –gritó el comentarista de la tele. Y
es que salí girando descontroladamente y pasé a casi tres
metros de la portería. En el estadio se escuchó una porra
burlona del equipo contrario. El Pata se quedó congelado,
con los brazos en jarra, y me miró como se mira a un
enemigo mortal. Jamás olvidaré esos ojos.
—¡Uy, Pata, ya ni la haces! –le reprochó un compañero.
—¡Es este méndigo balón que tiene algo raro!
—Pues pide que lo cambien.
—No, para nada, para nada –gruñó el Pata mientras yo
andaba ya sufriendo entre los pies de otros jugadores.
Hecho un demonio, el Pata Maldita se abrió camino
hasta alcanzarme de nuevo. Se revolvía como trompo
rabioso en medio de tanto wannabe y nos sorprendió a
todos con un tiro de media distancia. El Pata me proyectó
hacia la portería, donde el arquero, desde su posición
adelantada, me vio pasar a más de metro y medio, y aun así
se aventó con los brazos estirados, con tal de no quedarse
parado como inútil. El gol parecía seguro. La gente se puso
de pie, lista para ovacionar. Las cámaras hicieron un close
up de mi gesto de angustia. Pero, justo en el último segundo,
logré desviarme hacia el travesaño, reboté hacia el frente y
fui a parar a las manos del aquero, que estaba que no se la
creía de felicidad.
Mientras el Pata ni se daba cuenta de lo que pasaba
por andar con su bailecito ridículo para celebrar goles, el
público admiró mi prodigio. Tuvieron que repetir la toma
tres veces en cámara lenta, en la pantalla gigante del estadio,
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tratando de entender cómo era posible que un balón se
desviara de esa manera en el último segundo. Cuando el
Pata vio las repeticiones, se quedó de piedra y le salió humo
de la cabeza.
—¿Ya ves?, ¿para qué le pones tanto efecto a tus tiros,
Pata? –le gritó un compañero haciendo un gesto amargo y
dándole un buen zape en la nuca.
El Pata se quedó parado, muy derecho, con las piernas
un poco abiertas y los brazos a los lados. Parecía un pistolero
en una calle polvosa, listo para desenfundar.
—¡Ahora es entre él y yo! –gritó. Ésas fueron sus palabras
exactas: ¡ahora es entre él y yo! La cosa había crecido hasta
convertirse en un verdadero duelo. Era un hombre contra
un balón.
Sentir que el Pata quería acabar conmigo me picó la
cresta. Me dije: “Yo no soy uno de esos balones que se dejan
dominar fácilmente, balones dóciles que le siguen el juego
al futbolista y se paran de puntitas sobre su frente o rebotan
con gracia en las rodillas con tal de ganar unos cuantos
aplausos. ¡Yo no soy un balón amaestrado!”. Entonces
me descubrí rebelde, un balón sin domesticar y me dije:
“¡¿Por qué seguir siempre el juego, por qué no tomar mis
decisiones?! Yo elijo cuándo atravieso o no una portería.
¡Faltaba más!”
Éramos el Pata y yo frente a frente, a punto de disputar
uno de los duelos más memorables de la historia del futbol
nacional, gracias a los azares de la vida, que un día te coloca
en posición de patear y otro de ser pateado. Los otros
jugadores se desvanecieron entre una espesa nube de humo,
como por arte de la magia del esmog de la ciudad.
¿Quién desenfundaría primero? El Pata hizo una finta
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que no me tragué. En vez de moverme, permanecí en mi
lugar, sereno y redondo como un buda. El Pata Maldita
adelantó su pie izquierdo y lo esquivé. Parecía una simple
coincidencia, pero sólo fue el principio de una bella
coreografía. El Pata dio un paso y retrocedí. El Pata dio dos
pasos y rodé hacia atrás. La multitud rugía.
El Pata hizo gala de sus mejores movimientos y yo fui
esquivando cada golpe con gracia, moviéndome apenas lo
indispensable, sin desperdiciar energía. A los fanáticos se
les saltaban los ojos de huevo frito. El comentarista de la
televisión enseñó hasta la campanilla.
—¡Treeeemendo quiebre del balón! Porque, ooooiga
usted, ¡ése síííí es un señor balón!
Envalentonado por las porras a mi favor, me volví
atrevido y comencé a provocar al Pata sabiendo que, de
conectarme uno de sus famosos trallazos, me haría papilla.
Avancé unos centímetros para ponerme a su alcance, algo así
como Muhammad Ali ofreciendo la quijada al contrincante.
¿Me había vuelto loco? La mitad del estadio alentaba al Pata
a que me destrozara, la otra mitad me apoyaba a mí.
El Pata aspiró profundo; juntando fuerzas, estaba
dispuesto a soltar su mejor golpe. Casi se podía oír su sangre
corriendo alocadamente por las venas, como un ejército de
Patas Malditas en miniatura. Hizo un quiebre de cadera
para engañarme y lo consiguió: en vez de usar la derecha,
cañoneó con la zurda. Me comprimí lo más que pude hasta
agacharme un poco y, al contacto conmigo, ¿qué creen?...
¡Al Pata se le fue la pierna para adelante! Sin querer, abrió un
compás de bailarina mostrando su mejor split. Del impulso
que traía dio una voltereta en el aire y consiguió una chilena
tan espectacular como inoportuna.
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Mientras tanto, yo salí disparado directo al estómago
del portero, que otra vez estaba que no se la creía.
El Pata acabó en el suelo, con tan mala suerte que al
caer nomás se escuchó un crujido de huesos y de esa ya no
se levantó. En medio de unos dolores horribles fue testigo
de cómo me deslicé con facilidad entre los pies de los
jugadores del otro equipo hasta que, antes del pitazo final,
atravesé graciosamente la línea de la portería.
¡Uno a cero!, fue el marcador final del campeonato,
con aficionados desparramándose sobre la cancha para
cargar en hombros, no al jugador que me acompañó hasta
la portería y que ya se sentía soñado, sino a mí: ¡un balón!
—¡Un baaaalón en hombros, señoras y señores! ¡Esto es
la locuuuura! ¡Algo nunca antes visto!
Esa noche fui el héroe. El Pata se retorcía de dolor en
el suelo mientras a mí me daban la vuelta triunfal por la
cancha. Pronto llegaron los granaderos a desalojar a los
fanáticos a macanazos y el festejo tuvo que continuar en
las calles de la ciudad, en un improvisado carnaval. Fue
una fiesta inolvidable que sólo decayó con los bostezos que
acompañaron los primeros rayos del sol. Las calles quedaron
tapizadas de cornetas, sombreros pisoteados y camisetas
desgarradas. Era el amanecer de un nuevo campeón: ¡yo!…
Claro, en esos momentos de efervescencia no imaginaba
cómo terminaría mi historia:
El Pata Maldita salió del estadio con las patas por
delante, como todo un soldado, para pasar una temporada
en el hospital. Hay que reconocerle que nunca ha claudicado,
ni dentro ni fuera de la cancha. Con valentía admirable
enfrentó su retiro y la campaña de burlas que se desató en su
contra en los medios de comunicación, principalmente en
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internet, mediante un video satírico acerca de su fracaso, que
supera ya las diez millones de visitas. El Pata, aprovechando
su popularidad negativa, pero al fin y al cabo enorme, abrió
una tienda de calcetas y calcetines: El Calcetinazo Popis.
Negocio que ha crecido tanto que, a últimas fechas, se ha
convertido en punta de lanza de la nueva generación de
empresarios nacionales que están resucitando la economía
del país.
¿Y yo? Ahora vivo en un apretado nicho, detrás de un
sucio cristal con un letrero escrito a mano, que dice: Yo
vencí al Pata Maldita. Tarde comprendo que no hay victoria
que perdure, reducido como estoy a objeto de culto, en
una miserable cantina a la que me trajeron después de las
celebraciones de mi gloriosa noche. En mi pequeño mundo
sólo oigo, día con día, el entrechocar de los vasos y las necias
discusiones de los borrachos, porque ni siquiera alcanzo a
ver los partidos en la televisión que hay al fondo de este
tugurio.
¡Lo que daría por no haber vencido nunca al Pata
y poder rodar de nuevo, feliz, por el verde pasto de un
estadio o, incluso, aunque no fuera durante un importante
campeonato, sino en un simple partido llanero, en una
cancha terregosa, pero llena de vida y movimiento! ¡Vida y
movimiento!, eso es, porque ¿qué es un balón parado, sino
la imagen del mismísimo purgatorio?
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El destino de Marta
M. B. Brozon
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Marta se sentó frente al espejo y colocó su gran caja de
maquillajes en la cómoda. Acercó el foco que colgaba de un
cable para que le iluminara la cara con más intensidad. No
le gustaba su imagen, nunca le había gustado, pero si no la
iluminaba, no podía maquillarse. El proceso era largo, había
mucho que componer, y el resultado final tampoco era
precisamente edificante. Por eso Marta sufría tanto durante
el maquillaje. Y era lógico, no podía gustarle ver, cada vez
que se asomaba al espejo, ese color tan obscuro –no por lo
obscuro, sino por lo verdoso–, esos labios que de tan gordos
dejaban de parecer sensuales para parecer hinchados, y de
los cuales asomaba un diente a la mitad, cuya rotura se debió
a la falta de habilidad de su progenitora para limpiar frijoles,
y lo cual le valió a Marta el primer intento de matricidio.
Una vez más, como siempre que se ponía frente al espejo,
Marta se prometió que el próximo dinero extra que tuviera,
lo iba a utilizar en la compostura de ese diente. Después
pintó sus ojos: esos ojos ligeramente saltones, enmarcados
por grandes pestañas postizas y, más afuera, por discretas
ojeras moradas. Luego, polvo en la nariz. La nariz era lo
que más odiaba Marta de sí misma. Era ancha y larga, y
los orificios nasales eran enormes, parecía que reflejados
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en el espejo, la miraban también. La miraban a los ojos
como tratando de competir con ellos. En ocasiones, cuando
Marta no se había maquillado lo suficiente, parecían ganar.
Alguna vez un tipo le dijo que sus fosas nasales eran casi tan
expresivas como sus ojos, lo cual Marta quiso tomar como
un piropo, pero no era; ni piropo ni nada semejante. Y es
que nadie le echaba flores jamás a Marta. Ni siquiera ella
misma, en el espejo, podía levantarse un poco el ánimo por
medio de auto-halagos; lo había intentado un par de veces,
pero acababa sintiéndose hipócrita y después le daba cruda
moral.
Marta vivía sola en un multifamiliar de interés social,
en la colonia Del Valle. Su presupuesto no daba para más.
Trabajaba en la oficina de expedición de licencias de la
delegación, puesto el cual se prestaba para llenarse los
bolsillos de mordidas, pero Marta no comulgaba con esa
filosofía. Y no por honestidad ni ética. Pensaba que el que
la describieran como fea ya era bastante malo como para
que al rato todo el mundo la conociera por fea y corrupta,
aunque se hiciera rica. No creía que el dinero tuviera nada
que ver. Ya alguna vez había intentado cooptar hombres con
algunos ahorros, sin éxito.
Inevitablemente, las lágrimas acababan humedeciendo
la cara de Marta, e interrmpían el curso del maquillaje.
Después de arruinar ligeramente el rímel y las chapitas,
fueron a parar en los enormes pechos de Marta, desnudos
ahora a falta de brasier. Marta tronó la boca disgustada
cuando se acordó del destino de su ultimo sostén, el nuevo,
el bonito que le había costado ciento cincuenta pesos.
Nunca pensó que pagaría ciento cincuenta pesos por una
prenda que usaba tan poca tela –aunque reconocía que en
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su caso no era tan poca–, y sin embargo lo hizo. Lo compró
especialmente para llevarlo a un concierto de Los Invasores
de Tijuana, que había ofrecido la delegación. Cuando
tocaron Torneadas Pantorrillas, que era la canción con
la que Marta se identificaba más, (porque las pantorrillas
eran lo que menos le fastidiaba de su cuerpo) en un acceso
inevitable de excitación se desabrochó el brasier, lo sacó
con algunos trabajos de su blusa y lo arrojó al escenario,
creyendo que a cambio obtendría una mirada de Chema, el
bajista, su obsesión musical-sexual. Pero nada pasó. Chema
siguió concentrado en su instrumento, y aunque fue muy
notorio el detalle del brasier, ninguno de los cantantes se
preocupó en averiguar quien era la dueña de la enorme
prenda.
Marta se sonó y prendió el pequeño radio. Se
sorprendió de la exactitud de su rutina: después de las
lágrimas venía el clínex y luego el radio. Y lo sabía: más
tarde el bar, el aguardiente con orange, un par de cigarros y
la falta absoluta de compañía masculina. Pero Marta no se
resignaba. Otra vez iría, y no se cansaría hasta lograr seducir
a un hombre y comprometerlo a compartir su vida con
ella. Mientras ensayaba sus estrategias de seducción, que
en su mayoría resultaban algo grotescas, el radio distrajo
la atención de Marta. El resumen noticioso de las nueve. A
Marta en realidad le importaban un carajo la mayoría de
las noticias, pero últimamente se hablaba de un asesino en
la Del Valle. Un asesino de mujeres que operaba abriendo
el tórax de sus víctimas con precisión, desacomodando un
poco el relleno, y después firmando en los vientres de los
destazados cadáveres como Jack. También las violaba, pero
los investigadores no habían logrado definir en qué punto
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del proceso. En algún momento de brillantez supusieron
que el nombre no era el suyo propio, sino un homenaje al
legendario asesino inglés. Marta no tenía idea de qué asesino
estaban hablando, pero definitivamente Jack le parecía un
nombre sexy, muy gringo. Jack.
A Marta le daba miedo salir sabiendo que por su
colonia rondaba un asesino de mujeres que firmaba sus
asesinatos. Pero no podía quedarse en casa, le daba más
miedo una vejez condenada a la soledad. Tenía treinta y
siete años, no estaba en situación de encerrarse a perder el
tiempo. Claro que debía haber mujeres en peor situación
que la suya, pensaba. Después de todo, ella ya no era virgen.
Debía haber mujeres que a su edad aún lo fueran. Por lo
menos las monjas. Ella ya no. No había sido exactamente
como lo había esperado, pero en fin. Lo recordó y no pudo
evitar una sonrisa maliciosa. Habían pasado casi veinte
años de esa noche, cuando Marta tuvo que salir a regresarle
a la vecina un batidor de huevos con el que su madre y ella
habían hecho un guisado de merengue. Serían las diez de
la noche cuando caminaba de regreso, y en el trayecto tuvo
que pasar junto al trailer de Vito –otro vecino del rumbo de
Iztapalapa– que acababa de estacionarse ahí. Todo estaba
muy oscuro. En la parte de atrás del trailer estaba Vito. Vito
era un señor viejo, gordo y bastante feo, que para colmo
no tenía los dientes de enfrente, lo cual le daba un aspecto
bastante desagradable, casi tétrico. Cuando Marta pasó
frente a él dándole la espalda, Vito murmuró: “Ay, culito”.
Marta se detuvo. Vito se acercó a ella por atrás y empezó
a manosear su fornida espalda y algo más abajo. Marta
no sólo se dejó, también se excitó, y momentos después
se dio vuelta para ofrecerle los labios. Vito se sorprendió
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y se aterrorizó al mismo tiempo. “¡¿Marta?!” preguntó,
pero ésta lo besó con fuerza y no le permitió decir nada
más. Se subieron al trailer y Marta empezó a desvestirlo. Él
finalmente respondió y bajó el cierre del vestido de Marta,
no sin antes murmurarle al oído,
—Nomás porque estoy pedo, m’hija.
Marta hubiera querido que la experiencia no le gustara,
pero sí le gustó. Y lamentaba tener a nadie con quién
repetirla. Quiso llevar más lejos la relación con Vito, pero él
se resistió y se resistió y un día, cansado de las acometidas
incesantes de Marta, se trepó a su trailer y se cambió de
vecindario. Marta entonces, al darse cuenta de que con la
huida de Vito había huido también su única posibilidad de
saciar sus instintos, se dedicó a caminar sola por las noches,
en búsqueda constante de una banda de violadores que
pudieran suplir por un momento a su única compañía: un
vibrador corriente, obsequio de los crueles muchachos del
rumbo, en su cumpleaños número veinte. Lo que Marta
no sabía era que cuando una quiere encontrar un violador,
parece que se escondieran debajo del asfalto.
El radio la regresó al presente. Ahora andaba por su
colonia un despiadado asesino, no un inocente violador.
“No importa –siguió pensando mientras se metía a forcejeos
en un vestido morado– aquí encerrada no voy a encontrar
con qué llenar mi soledad y, total, si me matan no se perderá
mucho”. Apagó el radio y le dio una vuelta al foco para que
se apagara, a falta de interruptor.
El bar al que todas las noche acudía Marta era un
congal de quinta, con mesas de palo y focos colgantes como
los de su cuarto. Don Roberto, el dueño, cajero, mesero
y barman a la vez, la saludó con amabilidad y observó
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su enorme cuerpo irse a posar en una de las sillas. Ya
tiempo atrás le había hecho saber que era casado y fiel, así
es que Marta, respetuosa de las instituciones, cesó en sus
intentos de seducirlo. Esa noche no había nadie nuevo,
nunca había nadie nuevo. Casi siempre estaba Marta sola
con don Roberto, sobre todo lunes y martes. La gente que
llevaba vidas normales no se iba a emborrachar los lunes y
martes. O tal vez sí se emborrachaban, pero en sus casas,
en la dulce compañía de sus cónyuges. Marta lloró otra
vez. Don Roberto ya no hizo caso a sus sollozos, ya estaba
acostumbrado y sabía que Marta nunca dejaría de llorar.
Sólo le preparó su aguardiente con orange y se lo llevó a
la mesa en silencio. Después la observó beber su copa y
fumar su cigarro. Cuando dio el último sorbo, don Roberto
sacó la botella para prepararle el segundo, pero Marta se
levantó y le dijo que no más. Que por esa noche no más.
Estaba deprimida, más deprimida que siempre. Se acercó a
don Roberto con el monedero en la mano, ofreciéndole al
pobre hombre un espectáculo grosero. De tantas lágrimas
el rímel había acabado por correrse, pintando ojeras que
contrastaban con lo colorado de sus ojos. Tenía la nariz
hinchada y húmeda, especialmente alrededor de sus
peculiares fosas. Don Roberto sintió asco y lástima. Le hizo
una seña que quería decir que la copa de hoy era por cuenta
de la casa y la miró retirarse derrotada. Le dio vergüenza su
asco; sacudió la cabeza para sacar de ahí la imagen de Marta
y así dejar de sentirlo.
Marta caminó, evitando o escupiendo los aparadores.
Maldijo a su madre y al tipo que la había embarazado. ¿Qué
clase de genes eran esos para dárselos a un hijo? Pensó que
si hubiera sido hombre no hubiera importado tanto, los
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hombres feos son del gusto de las mujeres, siempre y cuando
sean machos. Ella no podía ser macha. Ni podría ser lesbiana.
Quizá de haberlo intentado antes de su experiencia sexual
del trailer, pero después de probar un hombre, aunque fuera
Vito, había reconocido en el acto su difícil destino. “Ojalá
me hubiera muerto de chiquita” pensó otra vez, suspirando.
No quería llegar a su casa. No ahora, por lo menos,
cuando ese aguardiente había exaltado sus hormonas y
sabiendo que lo único que encontraría al llegar, sería su
pequeño amante plástico, que en sus sueños había sido
el miembro de tantos. Casi siempre de Chema, el de Los
Invasores, pero a veces también se lo imaginaba entre las
piernas de algún actor de telenovela o de algún modelo
de anuncio. Pero eso era todo. Al abrir los ojos, no había
cuerpo. Sólo el deseo de Marta de sentir la piel de alguien
cubriendo la suya y quizá oír alguna que otra palabra dulce.
El vibrador era un buen recurso, pero la conducía a grandes
decepciones, porque soñaba con mucho realismo.
Se sentó en la entrada oscura de un edificio de
departamentos –uno como en el que a ella le hubiera
gustado vivir con su marido y con sus hijos–, mientras se le
pasaba el introspectivo berrinche. Sacó un pequeño espejo
de la bolsa e inclinando su cara hacia la poca luz que había,
se limpió un poco las ojeras y se retocó los labios. “Nunca se
sabe, pensó, en el momento menos pensado encuentra una
al hombre de su vida.” Y tenía razón: un rato después, un
hombre se dirigía caminando hacia su improvisado asiento.
Marta se alisó el cabello, se sorbió los mocos y sonrió. El
hombre caminaba con paso apresurado, como si acudiera
a una cita o tuviera prisa por dormir. Llevaba en la mano
izquierda una bolsa de super. Marta no pudo distinguir de
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qué super, ni tampoco si el tipo era guapo o no, la luz no
era suficiente. Notó que no tenía un cuerpo atlético como el
de Chema, su adorado bajista. Aunque a esas alturas Marta
había dejado de ser puntillosa si es que alguna vez lo había
sido. El individuo era de estatura más bien pequeña y un
poco narizón. Llevaba la mirada fija en la nada que estaba
enfrente de él y no se percató de la presencia de Marta en
las escaleras. No hasta que ella hizo “Chsst, chsst”. Entonces
volvió la cabeza y se le quedó viendo a Marta sin decir nada.
Marta se volteó de modo que el rostro le quedara protegido
por la obscuridad. El hombre siguió parado frente a ella,
Marta supuso que tratando de ver su cara, hasta que empezó
a sentirse incómoda.
—¿Vas a algún lado o qué; vamos? –sugirió Marta,
preparándose para oír una rotunda negativa quizás
acompañada de una burla. Pero el hombre siguió en silencio.
—Vamos –dijo él finalmente con una voz aguda y
chillona, al tiempo que extendía la mano casi galante hacia
Marta. Ella sintió lo mismo que había sentido cuando Vito
la nalgueó por sorpresa. Marta se levantó sin soltar la mano
del hombre. Él tampoco soltó la de ella, lo que provocó
que su sangre empezara a circular más rápido y sus manos
sudaran profusamente.
Caminaron de prisa, el hombre callado y ella haciendo
preguntas que él se empeñaba en no responder, así es que
Marta no supo cómo se llamaba, ni a dónde iba, ni cuál era
su comida favorita. “Bueno, mejor que no hable, pensó, de
todos modos tiene voz de pito”. El silencioso sujeto siguió
marcando el camino sin siquiera voltear a ver a Marta. Esto
fue un alivio para ella: sabía que en el momento que la luz
iluminara su ridícula cara, el hombre, quien quiera que
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fuese, se daría media vuelta y correría lejos.
Llegaron a un callejón todavía más oscuro que la
entrada del edificio donde se habían conocido. Marta
suspiró aliviada y empezó a sentir algo similar a la noche
del trailer, sólo que mucho más intenso. Aquella vez había
sido sorpresivo, en cambio ahora llevaba muchos años
esperándolo.
El hombre arrinconó a Marta en la esquina del callejón,
al lado de unos botes de basura a medio llenar. Ella sentía
la seguridad proporcionada por la falta casi absoluta de
iluminación. Sentía que sus hormonas no la iban a dejar
aguantarse mucho tiempo, pero quería que él tomara la
iniciativa. Después de todo, dentro de lo posible había que
conservar los convencionalismos.
—¿De verdad quieres saber cómo me llamo, perra?
—Claro bombón –respondió Marta tratando de hacer
la voz cachonda que tantas veces había practicado en la
regadera.
—Me llamo Jack, y soy el último hombre que verás en
tu vida.
—Chale –dijo Marta sin dejar ver ningún tipo de susto–
no me digas que eres el asesino ese que a cada rato dicen en
el radio.
A Jack le sorprendió oír esa respuesta en lugar del
acostumbrado alarido, pero Marta estaba ahora muy
excitada y muy harta de la vida como para cumplir las
expectativas de terror del asesino.
—¿Ah, me mencionan mucho? –dijo él mezclada su
confusión con algo de orgullo.
—Harto, manito –explicó Marta– siempre que pongo
el radio, bueno de un tiempito para acá, o sea desde que
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empezaste a trabajar, nos atosigan de un hilo, que “cuídese
del malvado asesino”, o que “no ande sola de noche” y
además, como son bien toscos en el radio, se ponen a
explicar cómo le haces para matar, lo de la destripada y lo de
la firma y todo.... ¡Qué bárbaro eres de veras, ¿eh?! –concluyó
divertida. Pensó que un hombrecito tan pequeño no podía
hacerle daño, que antes lo violaba ella a él. Y total, si la
mataba después, supuso que no tenía mucho qué perder. El
hombre quedó en silencio, desconcertado.
—Oyes, ¿y de veras eres gringo o por qué te llamas
como gringo? –preguntó Marta despreocupada.
—Soy mexicano como tú, maldita. Pero si firmara como
Eulogio no se oiría tan elegante. ¿Que tú nunca supiste de
Jack el destripador? Era un asesino de otro siglo, y ese sí era
gringo, ignorante de mierda. Qué bueno que te encontré, tú
sí que mereces morir –dijo Jack, pero debido a su aguda voz
le fue imposible intimidar a Marta.
Después de decir esto, Jack trató de tomar la bolsa del
super que había dejado en el suelo por un momento, pero
Marta no lo dejó. Era bastante más corpulenta que él y no
tuvo problemas para conseguir el dominio sobre la bolsa,
que contenía los elementos que Jack pretendía usar para
asesinarla.
—No m’hijito, ni lo pienses –le dijo Marta y lo envolvió
con los brazos. Jack trató desesperadamente de huir del
abrazo, pero no pudo. Marta era más grande, más fuerte
y además tenía grandes dosis de adrenalina y otras cosas
corriéndole por las venas. Escarbó en la bolsa de super
mientras lo tenía sujeto con el cuerpo contra la pared del
callejón. Sogas, unos guantes de cirujano, unas velas, una
navaja automática y un pincelito. Jack escuchaba aterrorizado
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el recuento de los artículos que Marta hacía sin dejar a un
lado la ensayada voz cachonda. Sacó la soga y amarró las
manos de Jack. Se quitó las medias y prometió no rellenarle
la boca con ellas a cambio de que él respondiera a sus besos.
Después prendió las velas para poner más romanticismo en
el ambiente. Marta pudo ver que los ojos de Jack eran azules
y parecían consternados. Sonrió, dejándole ver al hombre
su diente a la mitad. Jack estaba verdaderamente aterrado:
nunca había visto una mujer así, ni hubiera sospechado que
podía existir. Pensó que si hubiera tenido la posibilidad de
matarla no lo hubiera hecho; no hubiera corrido el riesgo de
ver esas entrañas. Sintió que un grito de terror subía desde
su estómago. Si Marta no se hubiera apresurado a besarlo,
ese grito se hubiera oído hasta Tultitlán.
Pero si es que alguien pasó frente al callejón aquella
noche, lo único que pudo oír fue un dúo de sonoros gemidos,
patéticamente diferentes. Marta jadeaba de placer; ¡había
logrado poseer a un hombre! y lo mejor: sin tener que rogar
ni humillarse. Era todo suyo para besarlo y tocarlo por
todas partes y después, apapacharlo un poco con ternura.
En cambio Jack emitía gemidos tristes, más de frustración
que de dolor. Terminó con la boca seca: cuando no la tenía
llena con la lengua de Marta, la tenía con sus medias, que
contenían los gritos que por sí mismo no podía contener.
También sentía seco el miembro y secas las ganas de seguir
matando mujeres. No podría arriesgarse a tener de nuevo
un encuentro igual al de esa noche. Si había otras mujeres
como Marta, él, definitivamente, no quería enfrentarse a
ellas. Durante el sexto coito, mientras Marta brincaba sin
cesar sobre su desganado regazo, Jack tomó la solemne
decisión de dejar el crimen y dedicarse a la repostería.
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—Gracias por la cuerda. Si quieres luego nos vemos
para que te la reponga –dijo Marta mientras se ponía las
medias con una enorme sonrisa deformando sus de por sí
hinchados labios, que ahora lo estaban mucho más a fuerza
de tanto beso.
—Noooo –gimió Jack con la poca voz que le quedó
después de tantos gritos ahogados.
Marta se acercó a él, le subió los pantalones casi con
cariño y le dio un último beso, largo y húmedo. Jack
quería vomitar. Marta le apretó los cachetes como una
madre complacida por el buen comportamiento de su hijo,
después se levantó y caminó fuera del callejón, silbando y
contoneándose.
Después de esa noche, en la radio fueron olvidándose
de Jack, el despiadado asesino de mujeres. Asesinos van,
asesinos vienen. Pero para fortuna de los reporteros las
noticias nunca faltan: poco después empezarían a hablar de
Marilyn... la feroz violadora de hombres de la Del Valle.
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Repugnante pajarraco*
Francisco Hinojosa
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De todos los amigos de Quique, Marce es la más
ultratremenda. Ni Pelucas con sus bromas pesadas, ni
Manolo con sus mentiras, ni Cervantes con sus chicles
causan tantos estropicios como los que hace Marce con sus
travesuras. Es capaz de regar con la manguera la sala de su
casa, de ponchar las llantas de los coches mal estacionados,
de torcerle el cuello a la muñeca de Rosalinda y de poner
una tachuela en la silla profesor Aldegundo, a quien no le
gustan las bromas en el salón de clase, especialmente si hay
tachuelas de por medio.
Les cuento esto porque en el cumpleaños de Quique,
Marce no quiso hacer enojar a su amigo, como en otras
ocasiones, sino al señor Botana. Ella bien sabe que lo que
él menos soporta en el mundo –menos incluso que un cero
redondo y rojo en la boleta de calificaciones de su hijo– son
los animales. Todos los animales. Las hienas, las ballenas
azules y los tigres de Bengala. Las cucarachas, los ratones,
las mariposas y los mosquitos. Ni siquiera soporta ver pollos
vivos aunque le guste comérselos fritos.
Una vez le hizo regalar a Quique un gatito que se encontró
en la calle y otra tuvo que regresar, antes de estrenarla, una
pecera con todo y tortugas que había comprado con sus
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propios ahorros. Un día ni siquiera dejó entrar a Pablito a
la casa porque llevaba a su perro recién nacido: dijo que los
dos podían tener rabia y moquillo.
Pues bien, como les contaba: Marce le regaló a Quique
un loro con todo y jaula. Por supuesto que el señor Botana
le hubiera dicho a su hijo que lo regresara en ese mismo
momento, a no ser porque los papás de Marce se la pasaron
hablando horas y horas acerca de lo importante que son los
animales para los niños y acerca de lo caro que les había
salido el pájaro.
¡Lo hubieran visto! Se quedó mudo un buen rato, con
los ojos puestos en el loro y gruñéndole a Marce cada vez
que pasaba por allí. Hacía tiempo que no estaba tan furioso.
Al día siguiente de la fiesta Quique fue a comprar alpiste,
vaina para pájaros, semillas de girasol y un polvito especial
llamado El Perico Cotorro. En las instrucciones decía que
con ese alimento los loros aprenden a hablar y cantar más
rápidamente.
La primera decisión que tuvo que tomar con respecto a su
nueva mascota fue buscarle un nombre. Por más que se ponía
a pensar no se le ocurría uno que le gustara y que además
le quedara bien. Sin embargo, su papá sí que tenía buena
imaginación para los nombres. Todos los días lo llamaba
de distinta manera: Repugnante Pajarraco, Mugroso Perico,
Ave Despatarrada, Infeliz Animal, Cucaracha Emplumada,
Bicho Con Alas y Cotorro Asqueroso. El que más me gustó
fue Repugnante Pajarraco. Era un nombre que le quedaba
a la perfección. Eligió como padrinos a Marce y a Pelucas
y le hizo una fiesta de bautizo con todos los amigos, que se
terminó cuando a Margarita le dio un picotazo en la nariz y
se puso a llorar.
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El segundo problema fue hacerlo hablar. Todos los días,
mientras su papá estaba en su trabajo, se ponía a darle clases:
—Siete por cuatro, treinta y siete; siete por cinco,
noventa y dos –le repetía una y otra vez sin que la cucaracha
emplumada se dignara a hacerle caso.
Hasta que un día, cuando ya había perdido las
esperanzas de que el ave despatarrada pudiera decir algo,
aprendió por sí sola a hablar. Sucedió de la siguiente manera:
cada vez que el señor Botana llega del trabajo, su esposa lo
recibe diciéndole “Ya llegó el señor de la casa”, y luego le da
un beso. De tanto decirlo, Repugnante Pajarraco terminó
por aprendérselo y repetirlo. Lo único malo es que no se lo
aprendió bien. Ese día dijo: “Ya llegó el señor de la caca”. De
seguro se imaginarán cuál fue la reacción del señor Botana:
—Con que este buitre parlante se anda burlando de mí,
¿eh?
—Es sólo un animal –lo defendió la mamá–, no le hagas
caso porque no sabe lo que dice.
—¡Pues más le vale que no se le vuelva a ocurrir
hablarme a mí porque lo rostizo! ¡Si tu pajarito verde vuelve
a insultarme –le gritó a su hijo con más enojo que cuando
ve sus calificaciones– soy capaz de meterlo al horno!
Y como si Repugnante Pajarraco no creyera que el papá
de su amo sí que era capaz de cocinarlo, repitió:
—Llegó el señor de la caca.
Se enfureció tanto el señor Botana que la nariz se le
puso colorada, agarró la jaula y se acercó a la ventana con la
intención de tirarla con todo y Repugnante al vacío.
Convencerlo de que no lo hiciera fue bastante
difícil. Quique tuvo que prometer dedicarse esa tarde a
desenseñarle lo que había aprendido. Y su mamá prometió
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también que ya no le diría “Ya llegó el señor de la casa” cada
que él entrara. Seguramente así se le olvidaría repetir mal
sus palabras.
Y la verdad, tanto la señora como Quique cumplieron
con sus promesas. Él le repitió cien veces “Ya llegó la felicidad
del hogar” y ella lo recibió diciéndole “Ya llegó la alegría del
hogar”. El que no pudo desaprender nada fue Repugnante
Pajarraco, que al día siguiente volvió a repetir, en cuanto el
papá de su amo abrió la puerta, “Ya llegó el señor de la caca”.
—Ahora sí ya me colmó la paciencia. Voy a desplumar
a esta rata con pico en este preciso instante.
Estaba tan enfurecido que Quique y su mamá creyeron
que sí lo iba a hacer. Y claro que lo hubiera hecho a no ser
porque en esos momentos llamaron a la puerta. Era un
compañero de trabajo del señor Botana, que al verlo así le
preguntó:
—Pero, ¿qué te pasa, hombre?
—Nada, nada –le mintió todavía alterado–, es que hace
mucho calor, ¿no crees?
Quique aprovechó la oportunidad para tomar la jaula,
meterla en su cuarto y salvar a Repugnante Pajarraco de
ser desplumado. El problema que tenía que resolver de
inmediato era cómo salvar a la rata con pico de ser degollada
por su papá. Lo primero que se le ocurrió fue pedirle a
Marce –pues al fin y al cabo era su madrina– que se quedara
con él un tiempo para que así se olvidara de la cantaleta que
había aprendido.
Le pareció tan buena idea que en ese instante le
llamó por teléfono para explicarle lo que había pasado
en su casa. Y ella, tan comprensiva como siempre, aceptó
tener de huésped al loro por unos cuantos días. En ese
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mismo momento, mientras mi papá seguía platicando
con su compañero, Quique salió con la jaula para llevar a
Repugnante Pajarraco a su nueva casa.
Al regresar, sin preguntarle qué había hecho con él, su
papá le agradeció la buena acción:
—Has sido muy comedido, hijo. No sabes lo que te
agradezco que te hayas llevado de aquí a esa espantosa
bestia emplumada. Vas a ver que así todos vamos a ser más
felices. Vivir con animales en la casa es malo para la salud.
Quique no le respondió. Tampoco se atrevió a decirle
que su ausencia era sólo por unos días. Ya pensaría cómo
convencerlo después.
Sin embargo, en la noche se presentó otro problema.
La mamá de Marce recibió bien a Repugnante Pajarraco,
pero en cuanto llegó su papá empezó con lo de “Ya llegó
el señor de la caca”. Como habrán de imaginarse se armó
un superlío espantoso y, por supuesto, le ordenaron a
su hija que regresara de inmediato a su legítimo dueño
ese inmundo bicho pantanoso y grosero. Y en efecto, a la
mañana siguiente, Marce llegó con la jaula de vuelta a la
casa de su amigo. Por fortuna su papá no se dio cuenta
cuando se la llevó a su cuarto.
Después de lo que había pasado con Marce, Quique
daba por descontado hacer lo mismo con Pelucas, que no
se hubiera negado por ser el otro padrino. Además su papá
tampoco era muy tolerante con los animales. Con decirles
que en su portafolios lleva un insecticida por si algún perro
se le acerca en la calle.
La otra solución que se le ocurrió, la mejor, fue dejar en
libertad a Repugnante. Entre morir sin plumas y rostizado
por su papá, o morir ahogado en la tina de los papás de
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Marce, lo mejor para él era vivir libre, aunque tuviera que
conseguir su propia comida y dormir en cualquier lado.
Le costó trabajo decidirse, pero al fin lo hizo: abrió la
puerta de la jaula y le dijo que podía hacer lo que quisiera.
Sin embargo, Repugnante no hizo el menor intento por
salirse de la jaula. Entonces lo apresó con la mano y lo echó
a volar.
Claro que le dio tristeza, pero al fin y al cabo se consolaba
con la idea de que iba a ser más feliz vagando de árbol en
árbol y comiendo gusanos de verdad en vez de esos polvos
especiales para aves. Con suerte y hasta se encontraría con
una Repugnante Pajarraca que quisiera casarse con él.
Con la salida del perico los malos humores y los
disgustos desaparecieron de la casa y volvió la tranquilidad.
De vez en cuando Quique se asomaba por la ventana con la
esperanza de verlo volar. Aunque también a veces pensaba
que algo le había sucedido y por eso no pasaba cerca.
Pero se equivocó. Un buen día, Repugnante Pajarraco
volvió a su jaula. Sí, tal y como lo oyen, volvió a casa de los
Botana. Y todo gracias a que Aníbal lo localizó parado en la
rama de un fresno del parque. Bueno, ésa es otra historia. El
caso es que Repugnante regresó al hogar.
Su mamá estaba asombrada. No dejaba de decir: “Pero
esto es increíble”. Justo cuando lo metían en su jaula y le
daban un poco de alpiste entró el señor de la casa, al que
Repugnante recibió, por supuesto, como “el señor de la caca”.
—¿Qué hace en mi casa ese bicho infecto?
—¿No es increíble? –dijo su esposa.
—Claro que es increíble que quieran burlarse todos de
mí. ¡Largo de aquí, perico de la caca!
—Mañana me lo llevo –dijo Quique con tristeza.
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—Mañana, ¿me entiendes?, mañana. Sin excusas.
Durante esa noche se la pasó pensando qué hacer, hasta
que se le ocurrió una magnífica idea. Le pediría a la vecina,
que es una vieja solterona a la que le cae bien, que se lo
cuidara. Así podría ver a Repugnante Pajarraco cada vez
que quisiera. Y ella no tendría ningún problema porque en
su casa no hay un “señor de la caca” que pueda enojarse con
él.
Estaba decidido. Sin embargo pasó algo que cambió las
cosas. Ese día recibió la boleta con tan buenas calificaciones
en ortografía que pudo pedirle a su papá un regalo a cambio:
quedarse con su mascota. Y ante tan insólito acontecimiento,
él no pudo negarse.
*Tomado de Repugnante Pajarraco y otros regalos, Alfaguara Infantil,
México, 2015.
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El camino del héroe
o Cómo convertirse en héroe
en 12 sencillos pasos
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¿Quieres convertirte en héroe? ¡Claro! ¿Y quién no?
Seguramente has soñado alguna vez con ser uno de esos
tipos a los que todo el mundo aplaude en los desfiles, ¿o no?
Uno de esos seres que tienen muchas aventuras y, cuando
regresan a casa, no tienen que hacer fila en el banco o el
supermercado porque todo el mundo les cede su lugar. Pues
bueno… como te imaginarás, no basta con ponerte una
capa y un disfraz chistoso. Hay que seguir algunos pasos que
identificó un señor llamado John Campbell en un libro al
que tituló “El héroe de las mil caras”. En ese libro, este señor
se dio cuenta de que casi todos los héroes han cumplido
con esos pasos y, claro, por eso son héroes. Desde Moisés
(el de los diez mandamientos) hasta Frodo (el del anillo),
todos han tenido una historia similar. Por eso aquí te pongo
los 12 pasos para convertirte en un héroe. Te garantizo que,
si los sigues, estarás dando autógrafos antes de cumplir
los 15. ¡Pero cuidado! ¡Eso sólo será si regresas victorioso
de tu aventura! Si te quedas en el camino corres el peligro
de volverte un héroe frustrado, uno de esos que terminan
amargados y pasándose al lado oscuro, convirtiéndose
para siempre en algún famoso archi villano (si bien les va).
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Paso1. Mundo Ordinario. El mundo normal del héroe
antes de que la historia comience.
Hasta aquí vamos bien. Incluso se puede decir que
todos somos héroes hasta este punto porque no hay que
hacer nada. Es, como quien dice, el arranque.
Paso 2. El llamado de la aventura. Al héroe se le presenta
un problema, desafío o aventura.
Aquí es cuando se empieza a complicar la cosa. Porque
hay que dar con un problema que te interese resolver. Claro
que, de acuerdo al problema que escojas, será tu fama al
terminar la aventura. Si quieres salvar al mundo, al final tu
fama será mundial y globalizada y te amarán hasta en Japón;
pero si quieres nada más salvar a tu vecinita de enfrente de
las garras de su hermano mayor que la encierra todos los
días en el clóset, pues a lo mejor sólo serás el héroe de tu
vecinita. (Aunque, si ella está guapa, seguro que valdrá la
pena).
Paso 3. Rechazo del llamado. El héroe rechaza el desafío,
generalmente porque tiene miedo.
Esta parte también está fácil. Ya que identificaste tu
aventura, es muy posible que te dé miedo. Sobretodo si el
hermano de tu vecinita mide un metro más que tú y también
pesa 50 kilos más. Así que no te preocupes. Todos los héroes
tienen miedo. Y si tú te sigues escondiendo del mentado
hermano cada vez que te lo topas en la calle, no importa.
Hasta aquí todavía aplicas para ser un héroe.
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Paso 4. Encuentro con el mentor o ayuda sobrenatural.
El héroe encuentra un mentor que lo hace aceptar el llamado
y lo entrena para su aventura.
Claro, era imposible que tú y tu pez beta se enfrentaran
solos al peligro. Necesitas ayuda. Así que aquí es donde
aparece tu mentor, el maestro que te dirá cómo debes
entrenarte para poder conquistar la victoria. Imagínate
que estás parado en la calle mirando hacia la ventana de
tu vecinita cuando sale el hermano de la casa y te obliga a
comerte tus zapatos; más tarde, cuando ya estás escupiendo
las agujetas, aparece un señor al que llamaremos Miyagi
San, que te dirá, en una mezcla de japonés y español: “Yo
podel ayudalte a vencel a troglodita”. ¡Así tan fácil ya llegaste
a un tercio del camino!
Paso 5. Cruce del primer umbral. El héroe abandona
el mundo ordinario para entrar al mundo especial o mágico.
Aquí es donde empieza el trabajo. Ahora tienes que
dejar la comodidad de tu casa y salir a entrenarte. ¿Pues
qué esperabas? Si querías quedarte todo el día viendo Bob
Esponja no habrías pasado nunca del Paso 1. Así que ánimo
y a trabajar. En este paso Miyagi San te dirá qué uniforme
comprarte, cuánto cuesta la colegiatura y dónde queda la
escuela de karate. Todos los martes y jueves, de 4 a 6, estarás
en el mundo mágico aprendiendo las nuevas artes que te
conducirán a la victoria.
Paso 6. Pruebas, aliados y enemigos o La panza de
la ballena. El héroe enfrenta pruebas, encuentra aliados y
confronta enemigos, de forma que aprende las reglas del
mundo especial.
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No sé, la verdad, qué tienen que ver las panzas de los
cetáceos en esto, pero es ahora cuando estás aprendiendo
mucho y puedes empezar a medir tus avances. Si tienes
algún hermano menor, éste puede serte útil para practicar
las nuevas llaves chinas que ahora sabes. Del mismo modo,
puedes adoptar pruebas que tú mismo te impongas. Por
ejemplo, puedes enfrentar también a los amigos de tu
hermano menor, de uno en uno o en bola, para poder
irte anotando puntos. Otra cosa importante es que hagas
aliados para que te acompañen en la aventura o, de perdida,
para que recojan tus restos al final. Algunos de los otros
alumnos de la escuela de karate pueden serte útiles. Y si
son cintas negras, mejor. No olvides pagar tu colegiatura
puntualmente.
Paso 7. Acercamiento. El héroe tiene éxitos durante las
pruebas.
Ahora comienzas a acercarte a la prueba final. El
periodo de entrenamiento está por llegar a su fin (no
importa que sólo haya sido un curso de verano) y pronto
tendrás la batalla decisiva. Así que éste es un buen momento
para que te pasees frente a la casa de tu vecinita con tu
impecable uniforme de karate y la cinta más oscura que
puedas conseguir. Cuidado con echarte a correr si aparece el
monstruoso hermano mayor o tendrás que volver al Paso 3.
Paso 8. Prueba difícil o traumática. La crisis más
grande de la aventura, de vida o muerte.
Acertaste. Es ahora o nunca. No hay marcha atrás. No
hay un Paso 7-B y luego un 7-C. No. Has llegado al Paso
8 y debes enfrentar tu mayor desafío. En ocasiones ayuda
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el presentarte a tu aventura con algunos paramédicos de
soporte, pero eso queda a tu elección. Como sea, ¡ánimo!
¡Estás a punto de conseguir tu meta! Lo ideal, como
supondrás, en este tipo de grandes hazañas heroicas, es
no eludir el destino, así que deja de esperar a que salga el
enemigo de la casa de tu vecinita para enfrentarlo (claro
que ayudaría que lo esperaras en la calle en vez de estar
espiándolo desde tu habitación), pero lo mejor es ir en
pos de la aventura. Ve y llama a la puerta. Y si te abre tu
vecinita, trata de no hacer el ridículo quedándote mudo.
Luego, cuando ya estés frente a frente con tu oponente,
recuerda que los héroes suelen bromear siempre respecto
a su misión, así que ayudarían frases como: “Creí que
nunca saldrías, ya hasta iba a pedir un libro y una pizza”
o “Espero tengas fotografías recientes de tu cara para que
después recuerdes cómo era antes de pasar por mis puños”.
Paso 9. Recompensa. El héroe ha enfrentado a la muerte,
se sobrepone a su miedo y ahora gana una recompensa.
Sólo hay un modo de ser un héroe. Y ese es llegando
hasta aquí, hasta el Paso 9. Así que no te desanimes por el
sabor de la sangre y el dolor de las contusiones. Además…
seguro tendrás muchas fotografías de cómo era tu rostro
antes del Paso 8. Lo que importa es que enfrentaste la
muerte y te sobrepusiste a tu miedo. ¿A quién le importan
los tres dientes que perdiste o la nariz de papa que ganaste
cuando la recompensa se anuncia? Y he aquí que tu vecinita
sale de su encierro, te alcanza en la camilla y agradece tu
osadía con un gran abrazo y un beso. Además, te conforta
diciéndote que te irá a ver al hospital y que no te sientas
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mal por no haber podido darle ni un golpe chiquito a su
hermano. (Según ella, hasta sus papás le tienen miedo.)
Paso 10. El camino de vuelta. El héroe debe volver al
mundo ordinario.
Después de la recompensa, ya nada vuelve a ser igual.
Te has repuesto de tus heridas y el niño que ves en el espejo
hasta se parece un poco a ti. Tu vecinita te saluda desde su
ventana todos los días y el mundo es rosa con músiquita
cursi. Pero, como buen héroe, has de volver a tu mundo de
siempre. Eso lo sabes cuando tu mamá te grita que recojas tu
cuarto o no podrás jugar con tu nintendo ni aunque hayas
escalado el Everest desnudo o hayas vencido a mil vampiros
con los ojos cerrados. (Todos los héroes tienen una mamá
que les impide salir a la calle sin suéter, que no te cuenten).
Paso 11. Resurección del héroe. Otra prueba donde el
héroe enfrenta la muerte y debe usar todo lo aprendido.
Ahora es cuando, como héroe, te das cuenta de que
no basta con haber obtenido la recompensa. Quieres una
vida llena de recompensas. (Esto ocurre sobre todo cuando
notas que nadie te cede su lugar en la fila del supermercado
y una voz interior no para de gritar: “¡Qué poca! ¡yo soy un
héroe!”). Así que habrás de volver a cruzar la calle y enfrentar
la muerte de nuevo. Es probable que el hermano mayor, a
pesar de tus cambios fisonómicos, aún te recuerde y quiera
ponerte las piernas (las tuyas) de collar. Pero también es
posible que te permita pasar a tomar leche con galletas con
su hermanita. Cualquiera de las dos cosas que ocurra, te
reafirma como héroe, por tu valor y osadía. No obstante, te
aconsejo que si ocurre lo primero, mejor te olvides de actos
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heróicos y vuelvas al Paso 1. ¿Qué tan mala es la comodidad
del mundo ordinario?
Paso 12. Regreso con el elíxir. El héroe regresa a casa con
el “elíxir” y lo usa para ayudar a todos en el mundo ordinario.
Ya sea con todos tus dientes en su lugar o con la
carencia de algunos, eres un héroe. Has llegado hasta el
final. Y obtuviste lo que querías (no nos hagamos tontos:
siempre quisiste que tu vecinita te hiciera caso). Así que,
lo que sigue, es que ella se asome por la ventana de su casa
y te arroje: una flor de papel, una cartita perfumada, un
chocolate envinado. Ese mágico elíxir te dará fuerzas para
volver a tu aburrida vida, a tus tareas de mate y a limpiar
la popó del perro. Lo ocultarás entre tus cosas (olvídate de
“ayudar a todos en el mundo ordinario”, ¿de veras quieres
mostrarle tu carta con corazones al abuelo?). Lo sacarás a la
luz sólo para recordar, día a día, que eres un héroe. Y que no
todo el mundo vence, pero sí todo el que se esfuerza hasta
el final es un un héroe. Que todo aquel que intenta y no se
rinde, es un héroe.
Bien. Ahora que lo sabes, puedes volver a la academia
de Miyagi San y exigirle que, o te devuelve tu dinero, o lo
encierras en un dojo con tu nuevo cuñadito.
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Tosca
Javier Malpica
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Otra vez la pregunta te inquieta: ¿Qué hago aquí? La puerta
de la limusina se abre. El general te ofrece la mano, pero
tú finges no verla y abandonas el vehículo sin su ayuda.
Inmediatamente te dice: “Lo mejor será que cooperes.
Sabes que aún no está dicho todo”. Entiendes sus palabras
como una amenaza y entonces aceptas tomar el brazo que
te ofrece. Mientras caminan rumbo a la entrada del teatro,
piensas en que lo mejor será no hacerlo enojar. La vida de
Antonio te lo exige. Pasan por entre las dos filas de soldados
y piensas si no serán los mismos que hace unos días los
sacaban a golpes a ti y a tus compañeros de la Universidad.
Entras al teatro y te dices que debes controlarte. Ves a
todos los militares de alto rango. Sonríen. Se felicitan. Se
dan las manos. Esas manos que han aplastado cráneos,
disparado sobre inocentes y que dentro de unas dos horas
aplaudirán a la compañía extranjera invitada especialmente
por la junta militar, a la prima donna y al famoso tenor. El
general te presenta como la más hermosa flor, el lucero que
alumbra su vida y una sarta de cursilerías que sólo te hacen
sentir más asco. Se apaga la luz una vez y tú tienes que
explicarle a los paranoicos uniformados que sólo se trata
de la primera llamada. Ríen, aplauden y se dirigen a sus
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lugares. “Para nosotros he reservado un balcón”. Te anuncia
tu acompañante. “Veo que sabes de ópera, ¿te gusta?”. Te
dice mientras suben las escaleras, como queriendo iniciar
una conversación. Tú, que te has prometido hablar sólo lo
necesario, apenas asientes con la cabeza. Recuerdas que
con Antonio venías con frecuencia a los conciertos y sobre
todo a la ópera, claro que siempre compraban los boletos
más baratos. Como si te leyera la mente el general dice: “Es
posible que hayas venido muchas veces, pero te aseguro
que nunca a un balcón tan elegante como éste”. Observas
el pequeño recinto en el que el militar te invita a entrar y
tienes que estar de acuerdo con esa observación. Nunca oíste
Aída o Carmen en un balcón tapizado de terciopelo. Nunca
vistiendo joyas, ni seda, como ahora. Te sientas y otra vez
la maldita pregunta te asalta: “¿Qué hago yo aquí?” Piensas
en todos los presos. En el hambre en las celdas. En Marta
llorando por el dolor en su brazo fracturado, y recuerdas
cómo te rogaba que no la dejaras cuando los dos soldados te
sacaron de ahí. Cómo maldices el día en que el general te vio
entre el grupo, le susurró algo a uno de sus subordinados y
unas horas después ya estaba lejos del resto de las maestras y
las estudiantes. La voz del militar nuevamente te saca de tus
pensamientos: “Tosca es una ópera bellísima. Te va a gustar”.
La música de la obertura hace que regreses a ese lujo tan
repugnante para ti. Pero agradeces esos primeros acordes,
pues te permitirán perderte en tus pensamientos e ignorar
a tu acompañante. Tosca era la ópera favorita de Antonio.
Te la sabes de memoria y sabes que puedes distraerte sin
problema. Ahora puedes pensar con calma en tu esposo. En
el escenario, Mario Cavaradossi ha descubierto a Angelotti,
el revolucionario que huye de la policía, y piensas en cómo
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Antonio no pudo huir con los demás por tu culpa, pero te
consuelas porque sabes que ahora tú puedes ser su propia
salvación. Escuchas “Recondita armonía” y casi sonríes al
recordar su primer beso y esa primera vez en la casa de tus
abuelos y… Es casi el fin del primer acto cuando sientes
la mano del general explorando tu falda. Inmediatamente
te apartas y decidida le dices: “El trato fue que sería en
su cuarto, no en un balcón de la ópera”. Molesto aparta la
mano, pero ahora no te amenaza. Escuchas en el escenario
al villano Scarpia: “Tú haces que me olvide del mismo Dios”.
Llega el intermedio, te disculpas y pasas unos preciosos
minutos en el tocador, buscando unos segundo lejos de esa
desagradable compañía, aunque, claro, con la puerta vigilada
por un soldado. Miras el reloj en la pared y te convences que
Antonio debe estar ya cruzando la frontera. El segundo acto
lo miras casi con gusto. Y sólo hasta después te percatas de la
terrible similitud del argumento con lo que les ha ocurrido a
ti y a tu esposo. Es este segundo acto el que te da la respuesta
a esa pregunta que no te ha dejado en paz. Cavaradossi es
arrestado por la policía y se rehúsa a ayudarla. Su prometida,
Tosca, intenta salvarlo y revela el lugar donde se esconde
Angelloti. Llegan noticias de la victoria de Napoleón en
Merengo, esto alegra a Cavaradossi, pero eso no impide
que se dicte su ejecución, entonces Tosca accede a satisfacer
las bajas pasiones de Scarpia a cambio de que se prepare el
fusilamiento falso de su amado. Es el segundo intermedio.
Totalmente indispuesta sales al baño a vomitar. Tienes un
presentimiento, como cuando le sugeriste a Antonio que
pasaran unos días en la provincia mientras las cosas se
enfriaban. Tienes un presentimiento que te hace pensar
en una traición. Tal y como sucede en la ópera. Estás por
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regresar al balcón y escuchas al militar hablando con un
subalterno que afirma tus temores: “¡Seguros que no escapó,
sargento?” “No, General, tal como lo ordenó le dimos diez
segundos después de que comenzó a correr”. “¿Comenzó a
correr?” “Sí. Seguro sabía que eso de ponerlo en libertad era
una mentira.” Bajan la voz y tu curiosidad hace que delates tu
cercanía. El sargento sale. El general dice algo para distraer
tu atención, pero no lo consigue, tú sólo tienes una idea
en la cabeza: “Lo han matado”. Como hipnotizada miras el
resto de la ópera, piensas que no hablaban de él. “No puede
ser”. Y apenas puedes aguantar el llanto cuando oyes al tenor
cantar “E lucevan le stelle”. Tienes que saber la verdad. En
el escenario, Cavaradossi se prepara para el fusilamiento en
el Castillo de San Angelo. Tosca llega y le dice que pronto
estará libre. Entonces te decides y le preguntas al general:
“Lo han matado, ¿verdad?” Sólo el canto de la soprano se
escucha. Unos segundos después el oficial te dice con cínica
calma: “No esperabas seriamente que te saldrías con la tuya,
¿verdad? Tú eras mía, sin necesidad de tratos”. El pelotón
de fusilamiento se acerca. Piensas en Tosca clavándole el
puñal a Scarpia, pero tú no tienes ninguno y no podrías
quitarle la pistola con éxito. Tu acompañante hace casi la
misma pregunta que el villano de la ópera: “¿Sabes que
haces aquí? Demostrar que un terrorista no sólo es el que
lanza bombas, es aquel que propaga ideas contrarias a la
decencia y el progreso de la civilización”. El pelotón mata
a Cavaradossi. El general te dice: “Estás conmigo porque
no tienes otra salida”. Te preguntas angustiada si esto será
cierto. El melodrama te da la respuesta.
Unos segundos después, mientras Tosca dice su última
línea: “O Scarpia davante Dio!”, todo el teatro te escucha
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gritar: “¡Viva la democracia!”. La diva se tira al río desde el
parapeto del castillo y tú has encontrado la respuesta a tu
pregunta en un giro vertiginoso al vacío que aterriza sobre
el último acorde de la orquesta.
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El simulador
Juan Carlos Quezadas
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Perfectamente absorto en sus pensamientos el hombre de la
barba y la chaqueta azul caminaba por la calle. Contrario a
su costumbre ignoró la cafetería de siempre y no reparó en
su descuido hasta que estaba ya muy lejos del local. Entró
en cualquier parte y pidió un expreso. Seguía ensimismado,
atrapado dentro de la misma duda de siempre: ¿quién seré
el día de hoy?, pensaba.
Le atraía por ejemplo, presentarse en alguna escuela
del rumbo como inspector del Departamento de Bomberos
y convencer a la directora para que le permitiera dar una
plática a los alumnos, pero siendo justos, ¿a qué niño iba
a impresionar un bombero sin camión, sin hacha al cinto
y con un saco inglés en lugar de un tosco impermeable?
Hacerse de todo el material que requería la personalidad
del bombero sería muy costoso y los tiempos no andaban
para grandes inversiones. Pero el día era claro, magnífico
y el hombre debía encontrar una manera feliz de gastarlo.
Comprar billetes de lotería para luego venderlos al mismo
precio no le atrajo en lo más mínimo; tampoco le pareció
buena idea tomar la personalidad del pordiosero: era fácil,
casi de rutina y no representaba ningún riesgo.
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Peligro, adrenalina era lo que buscaba. Como aquella
vez en que tomó la personalidad de un médico forense que
cuando estaba a punto de introducir el bisturí en el cuerpo
de un asaltabancos, fingió (siempre es fingir) una repentina
indisposición, dejando el complicado encargo a un joven
médico de prácticas que pasaba por el lugar.
Nuestro hombre siguió caminando por espacio de una
hora sin poder encontrar la idea justa, el falso molde en el que
por un día, por unas cuantas horas, debía encajar su Yo. Se
paró frente a una librería tratando de encontrar inspiración
en los títulos o las portadas de los libros expuestos: Ensayo
sobre la ceguera no le dijo nada, “la he hecho un millón de
veces de ciego”, pensó; un libro sobre Juan Pablo II le recordó
que no se veía bien de sotana; El jinete polaco era imposible
de representar, y cuando estaba a punto de dejarse llevar
por un recetario (la hora le permitiría introducirse a la
cocina de cualquier buen restaurante del rumbo), apareció
El disparo de Argón de Juan Villoro.
—Eso es –dijo para sí– hoy seré Juan Villoro, a los
escritores nadie los reconoce.
Entró a la librería y antes de pedir la novela quiso
practicar con el encargado de la zona de ficción:
—¿Usted conoce a Juan Villoro? –preguntó.
—Sí, es un escritor mexicano –el dependiente dudo
un momento, como tratando de ubicar al autor y también
algunas de sus obras, para luego agregar triunfante– creo
que tenemos dos novelas de él...
—¿Pero lo ha visto? ¿Sabe cómo es físicamente?
–interrumpió el impostor.
El librero volvió a dudar y con una sonrisa, ahora más
de vacilación que de felicidad, contestó:
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—Francamente no.
—Me llevo El disparo de Argón.
Con su libro bajo el brazo el hombre se dirigió a una
preparatoria que estaba muy cerca de allí. En lugar de
aparecer como el bombero de los consejos atinados para
evitar incendios, se presentaría como el famoso escritor
que participando en un proyecto en apoyo a la lectura,
estaba visitando algunas escuelas, las de mayor grado de
aprovechamiento le diría a la directora, con una sonrisa
pícara que acabaría por derretirla.
—Buenas tardes soy Juan Villoro autor del El disparo de
Argón, Materia Dispuesta, Los once de...
—Maestro Villoro, por favor –lo interrumpió la
directora de la preparatoria– no tiene que presentarse,
conozco su obra a la perfección, encantada de conocerlo.
—Quisiera dar una charla a los muchachos acerca de El
disparo de Argón.
—Soy Materia Dispuesta –contestó la maestra divertida
y nerviosa sin poder evitar hacer patente la emoción que
sentía al estar frente a uno de sus escritores favoritos.
El simulador empezaba a sentir la emoción de las
grandes ocasiones, una humedad fría se deslizaba por toda
su piel. Estaba temblando. Tenía miedo. Era feliz. Y cuando
de reojo pudo ver en el librero de la directora del plantel
Palmeras de brisa rápida llegó a la cúspide del vértigo. La
experiencia de quererse transfigurar en la imagen de un
escritor había sido más que arriesgada.
Una vez que estuvo frente a los alumnos la situación
se comenzó a complicar, ya que por lo que podía ver, la
profesora era gran conocedora de la obra del escritor
mexicano, Juan Villoro por aquí, Juan Villoro por acá. Al
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principio la charla versó sobre el oficio de escribir, situación
que podía sortear sin grandes problemas nuestro personaje.
Después se habló del México de hoy, y cuando parecía que el
farsante estaba a punto de llegar a la otra orilla de su fraude,
la mujer comenzó a bombardearlo con toda una serie de
preguntas que requerían un conocimiento más amplio de la
obra del escritor.
Había un brillo delator en la mirada de la mujer, un
resplandor que en ojos del hombre quería decir: Me quieres
engañar, pero sé perfectamente que eres un impostor, en el
momento que lo deseé te quitaré la máscara.
—Y díganos maestro, ¿cuál es la premisa fundamental
de El disparo de Argón? –preguntó la mujer con la voz más
engolada de su repertorio, queriendo impresionar con su
grandilocuencia al auditorio de somnolientos jovencitos
llevados a la fuerza.
—Mire cuando escribo una novela no me pongo a
pensar en premisas ni moralejas, cuento una historia sin
importar nada más. Incluso creo que mis libros son más de
personajes que de situaciones –contestó el hombre mientras
de su impecable chaqueta sacaba un pañuelo con el que se
secó las gotas que bañaban su frente.
—Muy interesante, muy interesante, ¿y cuáles son los
personajes más sobresalientes del Disparo...? –contratacó la
maestra.
—Preferiría que el lector los descubra –respondió con
temblorosa voz el impostor.
—Pero tendrá un favorito, ¿no es cierto?
—No, ninguno.
—Vamos, hombre ¿Clara o Benito?
—Benito, Benito, sin duda.
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—Temo decirle señor... –aquí la maestra dudó un poco,
no sabía como llamar al hombre– que en la novela de Juan
Villoro no aparece ningún Benito...
—Disculpe –dijo el cabizbajo sujeto– sufro una
psicopatía que me obliga a tomar la identidad de otras
personas, en realidad soy Arturo Molina, vendedor de
Seguros Comercial América, lamentó lo ocurrido –explicó
el personaje al tiempo que sacaba del saco una tarjeta de
visita que acreditaba su personalidad, la dejaba sobre la
mesa en la que aún descansaba el libro presentado, y en el
acto más teatral de su vida abandonaba el escenario con la
misma dignidad de una diva venida a menos.
La maestra como un capitán que debe llevar a buen
puerto la clase de literatura se quedó frente a los jóvenes
hablando sobre las bondades de la obra de Juan Villoro,
mientas Juan Villoro abandonaba la escuela con la
satisfacción del deber cumplido: el Sol aún brillaba en lo
alto y él había logrado tomar la identidad de un psicópata
vendedor de seguros.
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El niño que no quiso crecer*
Ana Romero
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Todos los niños del mundo, menos uno, crecen. Y no sólo
crecen, sino que en seguida saben que han de crecer. Wendy
lo supo el día que, por primera vez, un hombre miró con
detenimiento lo corto que le quedaba el vestido. No era
cualquiera, era El Garfio, quien ejercía su total y absoluta
voluntad en aquel pueblo y se hacía llamar con el título de
capitán.
Si los cuentos tuvieran acta de nacimiento, éste
celebraría su cumpleaños cada 14 de julio, fecha en que la
mamá de Wendy decidió perpetuar la niñez de su hija para
mantenerla a salvo. La señora era bien intencionada pero
nada sabía del mundo y sus misterios, por eso creyó que
vestirla como niña sería suficiente para ocultar la belleza
de Wendy. Y se equivocó porque no había hechizo capaz de
ocultar su piel del color de las ramas de canela, aquellos ojos
que causaban tempestades ese pelo más negro que el fondo
del pozo de donde salen todos los deseos.
La mamá de Wendy creyó que el universo se adaptaría a
sus deseos pero el universo le falló: Wendy, como todos los
niños del mundo, menos uno, creció y al hacerlo chocó de
frente con su ruina.
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Porque no hemos dicho que en el lugar donde esta
historia ocurrió, crecer era la peor de las desdichas.
•
Aquel había sido un apacible pueblo como muchos,
con su río y su puente; con sus domingos en la plaza y sus
muchachas altaneras como cerezos en flor; con sus adultos
yendo al trabajo, con sus niños corriendo en las calles,
trepando a los árboles, jugando a la guerra. Ahora ya no era
apacible pero, por desgracia, seguía siendo como muchos
pueblos de los alrededores que también habían perdido la
paz.
El cambio llegó suavecito, como no queriendo. Un
pleito a machetazos por aquí, un padre de familia que se
enriquecía de la noche a la mañana por allá. Después se
supo de un joven que había cambiado los libros por las
armas y de un campesino que decidió que el jitomate era
menos redituable que sembrar aquellas plantas que crecían
casi sin esfuerzo y siempre preciosas, altas, verdes, con sus
hojas puntiagudas y un aroma que se quedaba impregnado
en los dedos mucho tiempo después.
El cambio llegó poco a poco y muchos creen que
llegó para siempre. Ya no hubo río ni puente porque para
cruzarlo tenías que pasar retenes de hombres armados hasta
las orejas. Ya no hubo más plaza que la que comandaba
El Garfio. Tampoco hubo más carreras que aquellas para
esconderse del fuego cruzado. Ya no hubo más niños
jugando a la guerra porque la guerra se convirtió en la vida
misma y es muy sabido que los juegos dejan de funcionar
cuando la realidad interviene.
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El capitán también llegó despacito, gritando a voz
en cuello que la ausencia de su mano derecha no era una
dificultad sino todo lo contrario porque lograba que su
pistola formara parte de su cuerpo, como un garfio. El
apodo y él se quedaron y ambos reinaron en aquel pueblo.
Su garfio, mudo pero fundamental personaje en su historia
personal, nunca le había fallado.
Volvamos a las fechas. El día en que esta historia entró
de aspirante a cuento, se llamaba 7 de mayo y fue uno de
los días más calurosos del año. La mamá de Wendy le puso
uno de esos vestiditos que ya le quedaban chicos pero que
eran perfectos para los días de sol al dos por uno. Y así fue
Wendy a la escuela, y así regresó, y así la miraron los ojos
del Garfio.
—Es Wendy, jefe –se apresuró a informarle Smee, uno
de sus más allegados secuaces quien siempre estaba armado
con una delgada navaja–. Pero se me hace que todavía está
muy chica, ¿no?
—Ya crecerá… Y por lo que se ve, no falta mucho
–respondió el capitán Garfio mientras se acomodaba el
sombrero, ese que de no haber estado en la cabeza en la que
siempre estaba, todo el mundo habría tachado de ridículo:
¿quién usaba sombrero de pirata en estos días? El capitán
Garfio. ¿Por qué? Porque podía.
Las hadas son muy volubles pero quiso la suerte que
una que pasaba por ahí tuviera la gentileza de hacer soplar
un viento que llevó las palabras de El Garfio hasta los oídos
de Wendy, quien por primera vez conoció el miedo y lo
conoció de cerca. Entonces tomó la decisión que llevaba
varias noches postergando.
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—Sí, yo también lo conozco. Creo que se llama Pedro
pero todos le dicen Peter –respondió uno de sus hermanos
cuando Wendy les propuso el plan de huir al reino de Nunca
Jamás. No pensaba dejarlos solos a merced de El Garfio.
—¡Yo lo conozco más que ustedes! –protestó el
pequeño– es más, ya hasta me enseñó a volar.
—Nadie puede volar –lo regañó la sensata Wendy–. Peter
sólo se acerca al pueblo de noche y tú estás confundiendo el
sueño con la realidad. Lo único seguro es que hay un grupo
de niños que huyeron, como nosotros lo haremos, que
ahora viven en una cueva rodeados de montañas y que no
crecen nunca. Por eso su reino se llama así: Nunca Jamás.
—Y ese reino sería perfecto si te tuviéramos a ti, Wendy.
Nos haces falta. Dijo Peter sin detenerse a pensar ni por un
momento en la desesperación que padecería la mamá de
Wendy al quedarse sin sus hijos y lo dijo mientras asomaba
la cabeza por la ventana del tercer piso. Fue entonces cuando
los niños comprobaron tres cosas: que sí se podía volar o que
Peter podía fingirlo muy bien; que sí había un reino a donde
llegaban los niños perdidos de aquel pueblo; y que las hadas
son caprichosas como nadie porque la misma que alertó a
Wendy de las negras intenciones de El Garfio ahora se le
echaba encima con la firme intención de sacarle los ojos.
Por fortuna, Peter impidió que nuestra querida Wendy
se quedara sin sus ojazos: pescó de las alas al hada Campanita
y, con un seguro movimiento de mano, la estampó contra
la pared. Para cuando el hada recobró el conocimiento,
Wendy y sus hermanos ya estaban en Nunca Jamás donde la
pandilla de los niños perdidos celebraba un festín en honor
a los recién llegados.
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Muchos niños solos y en la montaña son capaces de
convertir cualquier lugar en un cochinero, sobre todo si
han decidido escapar de la adultez y de los adultos. Dicho
en pocas palabras, eran todos unos malcriados. Pero eso
sí, tenían mucha fuerza de voluntad estaban apegados su
determinación original de no crecer nunca, aunque, claro,
las hadas les ayudaban a que eso fuera posible porque a
pesar de su insolencia con los adultos, su debilidad eran
los niños. Hay quien dice que se trata de bondad, otros
aseguran que es puro egoísmo pues las hadas necesitan que
los niños crean en ellas para poder existir. Yo lo único que
sé es que hadas y niños se complementan, forman parte
de una misma realidad y la realidad, cualquiera que sea,
nunca suele venir con etiquetas claras. Si alguien tuviera la
gentileza de colocar los avisos de malo o bueno sobre todas
y cada una de las cosas de este mundo y los otros, quizá nos
ahorraríamos muchos problemas, pero tendríamos menos
historias que contar.
En Nunca Jamás no había etiquetas pero sí muchos
niños. Y se da el caso que todos los niños, por más perdidos
que estén, necesitan de alguien que se ocupe de ellos pero
en aquel reino no había nadie que lo hiciera.
Estaba escrito que Wendy crecería mucho más de prisa
que las demás niñas. ¿Que quién lo escribió? Pues el hada
que escuchó el deseo de la madre de Wendy. Tal vez si la
señora no lo hubiera deseado tan fervientemente, el hada
no habría prestado atención. Pero lo hizo y, por supuesto,
se encargó de que ocurriera exactamente lo contrario y
ahí está una gran enseñanza: nunca se debe confiar en las
hadas, sobre todo cuando son azules. Ya se sabe que las de
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color malva son varones, las blancas, mujeres y las azules,
unas tontas que no saben nada de nada.
Así las cosas, era de imaginarse el mucho trabajo
que Wendy tenía por delante: ordenar la cueva, dar a los
niños su medicina de moras frescas, untarles saliva en
los raspones, enseñarles buenas costumbres, sobre todo
aquellas concernientes a no enterrar cuchillos en los cuerpos
de sus compañeros cada vez que discutían por las cosas más
absurdas… Aquello era un sinvivir, se quejaba Wendy muy
en su papel.
A ese trabajo se sumaba la aventura de vivir en una
montaña, tarea nada fácil: había bestias salvajes, verdes
sembradíos que destruir, armas que inutilizar, pasos que
bloquear y, sobre todo, redadas continuas comandadas
por los hombres de El Garfio que lo que más deseaban era
complacer a su jefe y su jefe, más que nada este mundo,
quería atrapar a la pandilla de Peter por las innumerables
pérdidas que le producían.
Si los sentimientos pudieran adoptar formas, el odio
que el capitán Garfio sentía por Peter formaría un enorme
volcán.
•
Dejemos pues que Wendy ponga orden en Nunca Jamás
y vayamos con El Cocodrilo... ¿No lo conocen? ¿Pues en
qué clase de reino sin alma han vivido?
Concedo que pocos han visto a El Cocodrilo en persona
pero todos saben de su existencia. No hay niño a quien no
le hayan contado por las noches las historias del mayor
pacificador que estas tierras han conocido. El hombre que
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se ganó su apodo por su forma de atrapar a los piratas como
El Garfio: rápida, mortal, sorpresiva.
Como los cocodrilos, este hombre sólo emerge cuando
va a atacar y luego vuelve a sumergirse en quién sabe dónde,
aunque debe ser un reino profundo porque nadie vuelve a
saber de él hasta que llega el rumor de que un pueblo más
ha vuelto a ser seguro y apacible gracias a su intervención.
El Cocodrilo es casi infalible y ese casi se lo debe a El Garfio:
el capitán ha sido el único que ha escapado a este fiero
pacificador.
Cuenta la leyenda que alguna vez El Cocodrilo estuvo
tan cerca de El Garfio que le cortó la mano, aunque el resto
del cuerpo se le escapó. Desde entonces lo persigue por
ríos y montañas esperando el momento preciso de dar la
estocada final.
Dicen que El Cocodrilo se puso una fecha límite y
muchos aseguran que su corazón late al ritmo de un reloj, el
que marca la hora en que dé muerte a El Garfio. El capitán
lo sabe. También lo saben los niños perdidos y también
Wendy ha escuchado la historia y, como todos, espera con
ansiedad el momento de que el reloj del Cocodrilo marque
la hora final.
Como era de esperarse, el único que no quiere que ese
reloj se detenga es El Garfio. A pesar de haber puesto de
rodillas a un pueblo entero, tiene miedo. Vive con miedo.
Respira miedo sabiendo que su muerte lo espera a la vuelta
de la esquina o quizá oculta debajo de la cama. Y no será una
muerte tranquila sino proporcional a la mucha sangre que
él mismo ha derramado. Quizá sea por eso que El Garfio se
apresura a vivir, a tomar, casi siempre por las malas, todo
aquello que le procure placer, como Wendy y su vestido corto.
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Piensa en esa niña, nuestra niña que ya para este
momento se ha convertido en la madre de unos niños que
son más salvajes que las bestias salvajes que los rodean, pero
que la obedecen y la cuidan como a sus propias vidas. Peter
es el primero en quererla y por ello Campanita la detesta.
Pero ese es el menor de los problemas de Wendy. Ay, si
pudiéramos prevenirla…
Pero nada podemos hacer para evitar que a raíz de la
huida de Wendy y sus hermanos, el odio de El Garfio se haya
transformado en algo tan negro y viscoso que casi puede
tocarse. Sin importarle ni plaza ni negocio, puso todos sus
esfuerzos en encontrar la ubicación exacta de Nunca Jamás.
Llevaba años buscando aquel reino, los mismos que Peter y
sus compañeros llevaban desafiándolo.
Nadie se los dijo, en ningún lugar estaba la instrucción,
pero desde el día en que se juntaron los niños perdidos
adoptaron perfectamente su papel de enemigos de El Garfio
y sus hombres: si eran ellos los causantes de su necesidad de
no crecer, a ellos había que destruir. Por eso todas las noches
Peter y sus niños los enfrentaban con valentía y eficacia
aunque, lamentablemente, las armas de los hombres hacían
más daño que las de los niños. Su única ventaja eran los
combates cuerpo a cuerpo porque a pesar de que los piratas
eran más fuertes físicamente, los niños eran más ágiles, más
veloces, más listos y claro, podían volar. Pero como el mundo
no sería mundo si los opuestos no se atrajeran, el vuelo de uno
de los niños, uno medio descuidado, fue también su ruina.
Los cuervos espías de El Garfio le pasaron la información
y los ojos del capitán resplandecieron. No tardó ni medio
segundo en contar a sus hombres el plan que llevaba años
perfeccionando en sus noches de insomnio.
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—Será un abordaje pirata. Los sorprenderemos al
amanecer para que sus sueños se pongan de nuestra parte
y no sepan por dónde les llegó el final. Capturen a los que
puedan porque, ya creciditos, los niños perdidos podrían
ser buenos piratas, pero si hay necesidad de matar… –y
Garfio soltó una carcajada que aún resuena por aquellas
montañas–. Pero que nadie se acerque a Wendy. Ella es mía
–aquella fue la instrucción y fue cumplida al pie de la letra.
•
Antes de que amaneciera, los niños perdidos estaban de
regreso en la cueva sin graves daños pero completamente
agotados. Por eso Wendy les dio sólo media hora de juego
antes de mandarlos a la cama.
El Sol, tímido, apenas asomaba la cabeza cuando
ocurrió la masacre.
Los niños perdidos estaban en clara desventaja por
haber sido sorprendidos a traición. Hubo sangre y fuego
y brillos de navajas que desaparecían al ser enterrados en
un cuerpo enemigo. Pero no será este cuento donde se
relate aquella tristeza, nosotros haremos lo mismo que
Campanita: alejarnos.
Desde el principio, el hada comprendió que la derrota
era segura: los niños estaban exhaustos y los piratas los
rebasaban en número y en armas. Supo también que Peter
era el que mayor peligro corría tan sólo con ver la volcánica
mirada de El Garfio. No pudo soportar aquello y salió
volando como nunca antes había volado.
Mientras nosotros veíamos perderse en el horizonte a
Campanita, el capitán Garfio había logrado su cometido:
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Nunca Jamás era un campo de batalla y los dedos de las
manos no nos alcanzarían para contar las bajas.
Las guerras son siempre atroces pero cuando hay
niños de por medio son inenarrables. Vaya entonces una
plegaria por todos los caídos de las batallas que los adultos
organizamos como los estúpidos que somos.
Las hadas lloraban y las bestias de la montaña aullaban.
Atados y amordazados, los niños perdidos escuchaban las
risas de El Garfio que abrazaba fuertemente a una Wendy
que temblaba de pies a cabeza, ya sin fuerzas para seguir
resistiéndose al abrazo con el que, como garra de halcón, el
capitán la mantenía pegada a él. Todo era felicidad, todo era
perfecto… ¡Un momento! ¡Falta el más importante!
—¡¿Dónde diablos está Peter?! –gritó con la furia
saliéndole a espumarajos de la boca y soltó un poco a su
presa. Wendy aprovechó para enterrarle las uñas en la cara
y Peter, que aguardaba el más mínimo error, saltó sobre El
Garfio cuchillo en mano, trepó por su espalda y en menos
de medio segundo ya tenía el filo sobre la garganta del
enemigo.
Pero el capitán también tenía algo en la mano; la pistola
con la que apuntaba a Wendy.
—Si me matas, la mato. Decide, ¿ella o yo? ¿Quién va a
salvarse, Peter?
Nunca sabremos cual habría sido la respuesta del niño
porque en ese momento, como si un relojero lo hubiera
calculado, se oyó un tic tac y Garfio palideció al creer que
su hora, la hora marcada por El Cocodrilo, por fin había
llegado. ¿Habría oído mal?
¡No! Escuchó bien: tic-tac. Y otro. Y uno más.
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Tic-tac-tac-tac. ¿Se descompuso? No, es que no se
trataba de un reloj sino de las armas que portaba el comando
de El Cocodrilo y que eran preparadas para apuntar directo
a la cabeza de todos y cada uno de los piratas.
Wendy miró a Campanita revolotear alrededor de El
Cocodrilo y supo que ella lo había llamado. Fue la primera
y última vez que hada y niña se sonrieron. El resto fue pura
celebración y aquí sería nuestro deber decir que todos
fueron felices para siempre, no sería preciso.
Digamos pues la verdad: todos hicieron cuanto estuvo
en sus manos para ser felices. El pueblo necesitaba tiempo
para sanar sus heridas y Wendy quiso regresar junto a su
madre para ayudar a curarlas. Así que la despedida tuvo que
llegar.
—¿Vas a recordarme, Peter? –preguntó Wendy con una
impertinente lágrima bajando por su mejilla.
—Siempre –respondió el niño quien, igual que el resto
de los niños perdidos, aceptó la invitación de El Cocodrilo
para convertirse en pacificadores como él. Eso sí, con la
condición de que nunca, jamás, serían obligados a crecer.
Por otro lado, Wendy sí creció y se olvidó de las hadas.
Incluso llegó a pensar que El Garfio había sido una pesadilla
porque, en aquel apacible pueblo, ya nadie recordaba los
días de guerra. Wendy se olvidó de casi todo, menos de
Peter.
¿Y él? ¿La recuerda? Mejor no preguntarle. Los niños
son los más valientes pero tienen mala memoria.
Y así sucederá siempre, siempre, mientras los niños sean
alegres, inocentes… y un poquito egoístas.
*Cuento tomado de El camerino. Cuentos clásicos reinventados,
publicado por CONACULTA, Alas y Raíces.
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Don Chofi Chofis, contador de cuentos*
Armando Vega-Gil
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Jamás en la vida he vuelto a conocer a un hombre más
comelón, gordo gordote y mejor platicador que don Chofi
Chofis, conductor del camión oficial de nuestra sacrosanta
escuela, la muy afamada y relajienta Héroes de Juchipilina.
Lástima, una mañana que iba a pasar por los del tercero
C para llevarlos al Museo de Monstruos Marinos, don Chofi
desapareció con todo y autobús. No dejó ni las llantas.
Aquello ocurrió el día que se avistaron extrañas luces color
mamey por el cielo de la ciudad y el aire cargaba un olor
superconcentrado como de gigantescos pies mugrosos y
uñas enterradas.
A mí se me hace que a Chofi se lo chupó la bruja de
uno esos terroríficos cuentos que siempre inventaba para
ponernos los pelos de punta.
Una vez contó uno tan gacho y espantoso que por la
noche me hice de las aguas en las cobijas por el puro miedo
de bajarme de la cama para ir al baño. A la voz de “¡chamaco
meón, tan grandote y tan chillón!”, mi mamá me puso tal
cueriza con la chancla que, a la siguiente noche, me volví a
hacer en la cama por tener las pompis tan adoloridas. Pero
no importaba, las historias de don Chofi eran tan buenas
que siempre me sentaba en la cabina del camión y le pedía
que me platicara una nueva.
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—¡Ándele, don Chofi! –le decía impaciente–. Échese un
cuento de sustos y risas.
Y don Chofi la hacía de emoción. Como toda la vida
se la pasaba comiendo, tenía que esperarme a que se
pasara, con un oceánico trago de refresco, lo que estuviera
masticando en ese preciso momento: una empanada de
camarón, una jaiba rellena, flautas de barbacoa, torta de
lomo con aguacate y harta cebolla para el aliento o tacos de
carnitas con salsa verde.
Una vez alimentado, Chofi suspiraba profundo
profundo, tanto tantísimo que los ojales de su camisa se
estiraban peligrosamente a todo lo que daban, ¡híjoles!,
si hasta parecía que sus botones iban a salir disparados,
¡tizzzing!, por lo que me tapaba los ojos cuando se ponía a
resoplar, no me fuera a dejar tuerto.
A continuación, y siempre en el mismo orden, don
Chofi Chofis se rascaba una de sus descomunales llantas
(las de su panza, no las del camión), le metía presión al
acelerador y se arremolinaba en el asiento para acomodar
mejor su increíble gordura.
Jamás lo vi en otro lugar que no fuera apostado frente al
volante. No podía imaginarme cómo le hacía para pasar por
la angosta puerta del camión y acomodarse en el asientito,
y es que él era lo que se conoce como un IBM (Inmensa
Bola de Manteca): tenía un papada más grande que la un
pelícano con cargamento; de sus lonjas salían más lonjas;
sus piernas eran anchas como postes de luz y sus cachetes
tenían el doble de tamaño que mi cabeza.
—¡Ándele, don Chofi –le insistía–, échese uno de sustos
y risa!
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Y por fin mi chofer amigo se aclaraba la voz, quitábase
el sudor de las patillas con un dedo, me acomodaba un
manazo por la nuca, me aplicaba un jalón de oreja como
para decirme “ah, qué molón eres”, y comenzaba a darle a
una de sus historias:
Ángeles que espantan
—Angelina de los Ángeles Pérez estaba segura de que se
moriría del puritito susto el día se le apareciera uno de esos
ángeles gigantescos que luego pintan en las iglesias, con sus
alotas emplumadas y su aureola de gas neón, arpa en mano
y chanclas para la playa –inició su relato de aquel día don
Chofi Chofis, quien ahora nos conducía hecho la flecha en
su camión amarillo-ciruela rumbo a una excursión a las
frías Lagunas de Zempoala, justo cuando pasábamos en
medio de una nube baja con forma de gallo-gallina y que
como que quería (qui-qui-quiría) engullirse a picotazos la
autopista y el paisaje con todo y vacas.
—Cada que oía hablar de ángeles –continuó su cuento
don Chofi, que además le encantaba variarle el nombre a los
protagonistas de sus cuentos– Ange de los Anges Pérez se
echaba a temblar como perrito empapado a cubetazos.
“Que duermas bien y con los angelitos”, le decía su ma
con voz de corneta antes de irse a la cama, y Angelinita de los
Angelinitos Pérez no cerraba los párpados la noche entera
por miedo a que se le apareciera un angelín encuerado y
nalgón con su arquito y su flechita, o un querubín de ésos
que nomás son la pura cabecita con alas (¡sin cuerpo, gulp!)
y que de seguro zumban peor que un enjambre de abejas
peleoneras.
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Una vez oyó a Enedina Borchinchas, la chismosa
comadre de su ma, decir: “Ay, Chuy, tu hija Angelina de
veras que tiene ángel, si hasta parece un serafín angelical”, y
la pobrecilla corrió despavorida a un espejo para ver si no le
estaban saliendo por la espalda un par de alas desplumadas
como de pollo para caldo.
Y fue ahí mero, en el cuarto de baño, trepada sobre
el lavabo, cuando sintió por vez primera una especie de
presencia ¡zzzzzzzz! girando su alrededor, igual a la de esos
mosquitos patones que luego no nos dejan dormir por la
madrugada, pero con el miedo extra de que no veía nada.
Del sustazo la niña puso los ojos en forma de tache y
cayó en desmayo con la falda arremangada hasta el ombligo.
Desde el día que se desmayó nadie pudo sacar a la
espantada Angelina de su perturbación, ni el buen cura
de San Miguelito del Chamoy, que era la iglesia de la
colonia, ni la maestra Pepita, del cuarto B, ni la trabajadora
social de su escuela primaria, la Héroes de Juchipilina.
Para tranquilizarla, los adultos le decían que los ángeles
eran invisibles pero buena onda, que por eso siempre nos
estaban cuidando sin que nos diéramos cuenta. Le decían a
la pequeña que eran espíritus vaporosos que nos vigilaban
desde el cielo y, por tanto, no se aparecían así nomás porque
sí. Pero en lugar de tranquilizarse con estas explicaciones,
Angelinilla de los Angelinillos Pérez se ponía cada vez más
nerviosa.
“¡Qué horror –decía temblando peor que gelatina mal
cuajada– que los ángeles sean invisibles cual fantasmas
chocarreros! ¡Y qué feo que nos anden fisgoneando todo el
tiempo desde las nubes, bola de metiches!”
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Y Angelina no paraba con sus preguntas: “¿Qué tal si son
espíritus de algún muerto medio vivo –volvía a preguntar– y
tienen bigotes de calaca y orejas de vampiro? ¡Ay, no! ¡Cruz,
cruz, que se vaya el ángel y que venga Jesús...! O, ¿será que
Jesús también viene en forma de ángel? ¡Ay, qué miedo! ¡Ay,
qué horrorror!”
Así que Angi de los Angis Pérez estaba todo el día muele
y muele con que la perseguía un sonoro batir de alas.
“Óyelos, ma, ¡oye cómo hacen flap, flap, flap...! Te lo
superjuro –le decía la chiquitina a su progenitora, pero
como suele ocurrir con las mamás, ésta no le creía ni jota–.
¡Flap, flap, flap!
Cierta ocasión, en clase de matemáticas, Angelina se la
pasó agitando la regla en el aire como quien espanta moscas,
por lo que la maestra le puso orejas de burro hasta después
del recreo. Otro día se había quedado bien dormida en
ciencias naturales, dejando un charco de baba en el pupitre,
cuando de pronto despertó dando de gritos, pues según ella
un ser alado le estaba jalado los pies y soplado aire frío en
la nuca.
Cuando veía la tele y la pantalla hacía rayas decía la
muy necia que el ángel de la interferencia se había parado
en la antena, tal y como lo hacen los pajarracos en los cables
de la luz.
¡Bueno!, llegó al colmo de intoxicarse una noche que
echó más de tres litros de insecticida en su cuarto, pues
confundió a su ángel de la guarda con un zancudo que al
final apachurró de un periodicazo contra la pared.
Meses después de las alucinaciones y pesadillas
angelicales, la ma de Angeliniux de los Angeliux Pérez, harta
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de la locura de su hija, decidió llevar a su niña a que la viera
el muy famoso pero desangelado doctor Chambarete de la
Choya Implume, sicólogo especialista en mocosos necios y
chamacos malitos del cerebro.
El consultorio del doc De la Choya estaba justo
enfrente de una glorieta de Reforma Centro, y el ventanal
de su cubículo miraba cara a cara la estatua de una enorme
victoria alada color de oro subida en una columna de
cantera. Los vecinos nombraban al monumento el Ángel de
la Independencia. ¡Pero qué digo ángel, angelotorlototote!
“Ángel de la guarda, no te me aparezcas ni de noche
ni de día”, rezaba y rezaba cual disco rayado (no compact,
sino de los viejitos de pasta negra que luego oye tu papá)
la sufrida Angelinodia de los Angelodios Pérez, por lo
que, cuando llegaron ella y su ma a la glorieta del Ángel
y vieron en lo alto de la columna a la mona con sus alotas
relumbrantes, se llevó tal susto la infanta que se hizo de la
pipí y se le cayeron siete veces los chones con olanes hasta
que rodó de un tropezón por los suelos de Reforma.
Angelina llegó vuelta loca con el doctor Chambarete
que, sin decir ¡agua va!, la acostó en una camilla chirriante
con rueditas oxidadas y la metió en su consultorio. El
lugar estaba oscuro cual boca de lobo y más helado que
una alberca de Cuernavaca. Olía a pollería. De seguro el
piso tenía algo pegajoso, pues la suelas del tal Chambarete
Implume hacían ¡chicli, chicli! a cada paso.
Muy sonriente y comprensivo, sobe que sobe su mano
cubierta con un guante de cuero negro, el doctor le pidió a
la afligida madre que los dejara solos un momento para que,
según él, la cura surtiera efecto.
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¡Ah, craso error!, pues, tan pronto estuvieron solos, el
tipo se deshizo de su guante y se quitó un mocasín de la nariz
con la uña larga, filosa y colorada de su dedo meñique. De
seguro esto era una señal, pues de inmediato apareció por
una puerta secreta una muy guapa enfermera vestida con
bata blanca y un sombrero de charro. La mujer empujaba
un carrito lleno de cuchillos chuecos, jeringas del tamaño
del miedo, serruchos, martillos, curitas y una licudora con
un plátano.
“Vas a ver cómo te dejas de imaginar ángeles, enana
payasa”, le murmuró el doc en el oído con su aliento a huevo
cocido, mientras la amarraba a un burro de planchar con
cintas de mecate gordo y le metía en la boca la cabeza de una
muñeca de hule para que no gritara. La enfermera se rascó
un barrito que tenía detrás de la oreja y le pasó un cuchillote
cebollero (como los de las películas de horror) al doc De la
Choya, quien sonrió malévolo, con el ojo tembloroso y la
trompa chueca.
“Prepáreme el instrumental que va a comenzar la
operación, enfermera Hermelinda”, le ordenó el matasanos
a su asistente, quien de inmediato llenó una jeringa gorda
con crema de brócoli con hígado: Tiene mucho hierro”, le
dijo la enfermera, y Angelinucha de los Angeluchos Pérez
vio flotando dentro de la inyección dos tuercas con rondana
y un clavo de carpintero.
Se le pusieron los pelos de punta y volteó hacia la
ventana con intenciones de pedir ayuda.
Chambarete se dio cuenta de que la niña miraba con
carita de súplica al Ángel de la Independencia, así que
mandó a la enfermera cerrar la cortina.
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“Ora sí, escuincla babosa –le gritó De la Choya
Implume–. Te he estado esperando durante siglos. ¡Tú y tus
ángeles me van a hacer por fin los mandados! ¡Ah, ja ja, juar
juar, joi joi, jiote jiote!”, y mientras se carcajeaba así, el doc
se ponía rojo, le salían dos cuernotes retorcidos de la frente
y por atrás se le asomaba una cola con pico por entre sus
asentaderas.
Y sucedió entonces que Angelina de los Ángeles Pérez,
en ese preciso y espeluznante momento, entre que abría
aún más el ojo, se hacía del uno y pegaba un gritito de
chisguete a presión, cambió de idea y de parecer: “¡Ángel
de la Guardia –se dijo en sus adentros–, ángel de mi vida,
no me dejes, ni de noche ni de día!”. Pero, por culpa de la
Barbie degollada que tenía metida en la boca, pues nadie
podían oír sus rezos ¡Todo era inútil! El cuchillote del doc
se dejaba ir en picada, ¡tzzziiing!, para rebanarla como tacos
al pastor con piña, ¡chin! Lo único que quedaba era apretar
los ojitos lloriqueantes cuando...
¿Eh?
¡Prasss, ¡clinnn, ¡clinnnk!!¡, sin más se reventó el
ventanal del consultorio, las cortinas se abrieron de golpe
agitadas por el viento y el griterío de una muchedumbre
enloquecida se dejó venir atronadora desde las calles de
Reforma.
“¡Extra, extra! –anunciaba a grito pelado un
periodiquerito allá abajo–. ¡Noticia de último minuto!
México 2, Alemania 0.”
México acababa de ganar la copa mundial de fut en
Salvatierra y, por tal motivo, media ciudad se arremolinaba
en torno al Ángel de la Independencia para echar relajo y
vitorear a voz en cuello: “¡México, México, México!”. Y tal era
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la energía y las ganas con que los aficionados al fut echaban
porras, bravos y hurras, que una hermosa, calientísima y
sonora vibración se condensó en el aire bajo la forma de una
nube azul violeta. Chispas y luces de bengala: ¡chin, pun, cuaz!
Y todos todos brincoteaban tanto tanto que el piso
era un puro temblor y el Ángel de la Victoria, ¡uf!, parecía
tambalearse allá en la altura peor que borrachito en fiesta
de quince años.
¡Uh, uh!, se oían los gritos.
¡Uh, uh!, dejaban sordo.
¡Uh, uh! estaba la ola del mundial y la estatua de doña
Victoria Alada no aguantó más el argüende y se despertó.
Sus mejillas color de oro ahora estaban sonrosadas y su par
de ojos se abrió luego de un sueño centenario, y bostezó con
tales ganas que su aliento era un huracán. ¡Vientos!
Sí, el Ángel de la Independencia comenzó a agitar sus
enormes alas y a elevarse por los aires llenos de ozono. ¡Flap,
flap!
Sí, así sonaban: ¡flap, flap!
Ah, pero en lugar de tomar rumbo hacia los cielos y
las nubes, el Ángel de Oro se arrojó cual portero hacia el
ventanal del doc Chambarete De la Choya Implume:
¡Cristalazo, ¡prasss, ¡clinnn, ¡clinnnk!!!!
Tras un remolino deslumbrante de rayos y centellas
“que brotaban del edificio cual pirotecnia de volcán
Popocatépetl” –relataron a un noticiero de la tele los siete
millones de testigos oculares–, el Ángel de la Independencia
salió del consultorio cargando una chamaquita amorosa
y muy abrazadita a su regazo. La pequeñuela (adivinen
quién), con una sonrisota de oreja a oreja, despedíase de la
bola que la aclamaba con gusto.
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Agitando la manita, Angelina de los Ángeles Pérez les
dijo: “¡Adiooós, amigos!”.
¡Flap, flap!, se oían las alas.
¡Flap, flap!, dejaban sordo.
“SE LA LLEVÓ EL ÁNGEL”, decía el titular de un
periódico al día siguiente.
En el consultorio de Chambarete encontraron a una
bruja con sombrero de charro y a un chanque, o sea, a un
chamuco diablo diablillo endiablecido, disfrazado de doctor
y metido a fuerzas en el vaso de una licuadora junto a un
plátano. El lugar estaba lleno de plumas.
La ma de Angelina estaba inconsolable por la pérdida
de su hijita. Se la pasó a llanto tendido durante tres semanas,
llenando cubetas y cubetas de lágrimas saladitas y usando
toallas para secarse el rostro, hasta que un día la pantalla de
la tele comenzó a hacer rayas. Emocionada, se asomó a la
antena para ver quién estaba haciendo interferencia. ¡Viva!,
era Angeliquita de los Angeliquitos Pérez muy sentadita en
el techo.
“Ven a darme un abrazo”, le gritó su ma, y Ange bajó del
techo volando, agita que agita con suavidad su par de alotas.
¿Angeliquilla con un par de alas? Vaya, ahora sí que ella era
un ángel, y la ma y la hija se dieron de besitos y apapachos.
“¿Pues dónde andabas metida, chamaca traviesa –le
preguntó su ma?”, y Angelicucha de los Angelicuchos Pérez,
le contó de cierto viaje entre nubes, cometas y millones de
angelillos de la guarda que andan por ahí fisgoneando desde
el cielito lindo a los niños del mundo.
—Así fue como ocurrió esta historia. Lo único malo es
que ahora que regresó a su escuela, la Héroes de Juchipilina,
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la maestra tiene que sentar hasta el fondo del salón a
Angelina porque con sus alotas no deja ver el pizarrón a los
que se sientan detrás de ella–. Y con estas palabras terminó
de contarme su cuento de ese día don Chofi Chofis que,
soltando peligrosamente el volante del autobús, se puso a
agitar sus gordotes brazos como si fueran alas de zopilote:
–Por cierto, chavo, ¿no sientes como que el camión va entre
nubes?
*Cuento tomado del libro Momias, ángeles y espantos de Ediciones SM.
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Andrés Acosta
Nació en Guerrero, en 1964. Narrador. Jefe de redacción de
Punto de partida. Parte de su obra ha sido traducida al inglés,
alemán y griego. Becario del FONCA. Pertenece al Sistema
Nacional de Creadores desde 2011. Premio de Cuento del
periódico El Nacional 1991. Premio Punto de Partida 1994 en la
categoría de cuento. Premio Nacional de Novela Corta Josefina
Vicens 1995 por No volverán los trenes. Ganador del Concurso
Nacional de Cuento Edmundo Valadés 1996. Premio Nacional
de Cuento Juan José Arreola 2003 por Capicúa 101. XIV Premio
Nacional de Cuento FILIJ 2005 por Lavadora de culpas. Mención
honorífica en el Premio Gran angular 2006 por El complejo de
Faetón, Premio Nacional de Novela Corta Juan García Ponce de
la Bienal Nacional de Literatura 2008-2009, Yucatán, por Cómo
me hice poeta. Premio Gran Angular México 2009 por Olfato.
Mónica B. Brozon
Nació en la ciudad de México, en 1970. Narradora y guionista de
cine y radio. Premio de Literatura Infantil “El Barco de Vapor”
1996, por la novela Casi medio año. Premio de Literatura Infantil
“A la Orilla del Viento” 1997, por la novela Odisea por el espacio
inexistente. Premio de Literatura Infantil “El Barco de Vapor”
2001, por la novela Las princesas siempre andan bien peinadas.
Premio del Banco de Guiones 2001, por el guion de largometraje
Contratiempo. Premio de Literatura Infantil Juan de la Cabada,
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por la novela Memorias de un amigo casi verdadero. Premio de
Literatura Juvenil “Gran Angular” 2008, por la novela 36 kilos.
Francisco Hinojosa
Nació en la ciudad de México, en 1954. Poeta y narrador. Ha
sido editor de La Gaceta del FCE; coordinador de un taller
para escritores de literatura para niños en varios estados de la
república. Es uno de los autores más destacados de literatura
infantil y juvenil en lengua española. Colaborador de Casa
del Tiempo, La Gaceta del FCE, Los Universitarios, Revista
de la Universidad de México, y Vuelta, entre otras. Becario del
FONCA y del Fideicomiso México/Estados Unidos. Miembro del
SNCA desde 1993. Premio IBBY 1984 por La vieja que comía
gente. Premio Nacional de Cuento San Luis Potosí 1993. Parte
de su obra se ha traducido al inglés, portugués, italiano, polaco
y lituano.
Toño Malpica
Nació en la Ciudad de México, en 1967. Estudió la carrera de
Ingeniería en Computación, en la UNAM. Escribió su primera
obra de teatro en 1987, en coautoría con su hermano Javier. Tiene
cerca de quince obras publicadas, por las que ha recibido diversos
premios y reconocimientos, entre los que destacan: Primer Lugar
en el Concurso Nacional de Cuento convocado por la revista
Viceversa 1997, por su obra Estigma del sol sostenido; Premio
Sizigias para la Mejor Novela de Ciencia Ficción 2002, convocado
por la AMCYF, por su obra El impostor; Primer Lugar en el
Concurso Nacional de Novela Breve Rosario Castellanos 2002
por La nena y el mar; Primer Lugar en el Concurso Nacional de
Literatura Juvenil Gran Angular 2003, convocado por Ediciones
SM y el Conaculta, por su novela Ulises 2300; Primer Lugar en el
Concurso Nacional de Literatura Juvenil Gran Angular 2005, por
su novela El nombre de Cuautla; Primer Lugar en el Concurso
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Nacional de Novela Emilio Rabasa 2005, por su novela Semana
holandesa; Primer Lugar en el Premio Nacional una Vuelta de
Tuerca de Novela Negra 2007, por su obra Nadie escribe como
Herbert Quain; Primer Lugar en el Concurso Nacional de
Literatura Infantil El Barco de Vapor 2007, convocado por
Ediciones SM y Conaculta, por su novela Diario de guerra del
coronel Alfonso Mejía. Acaba de recibir el XI Premio SM de
literatura infantil y juvenil.
Javier Malpica
Nace en la ciudad de México. Después de estudiar la Licenciatura
en Física, realiza el Diplomado en Creación Literaria en la
Escuela de Escritores de la SOGEM. Ha recibido varios premios
y reconocimientos en literatura infantil. Entre sus obras destacan:
Mi mamá, la casa y un cuarto muy especial (Premio de cuento
infantil de la FILIJ 2001), Clubes rivales (Premio de Novela Infantil
El Barco de Vapor 2002 y con publicación en España), La travesía
imposible (Premio Nacional de Cuento Infantil Juan de la Cabada
2002), Hasta el viento puede cambiar de piel (Premio Nacional
de Literatura para Niños María Enriqueta Camarillo 2004), El
miedo me pela los dientes, Los trenes no paran en Plenilunio,
Nadie es mi amigo, Siete habitaciones a oscuras, Birlibirloque, Para
Nina, No me quiero casar, Otras siete habitaciones a oscuras.
Ha escrito además diversos dramas (muchos de ellos en
coautoría con su hermano Antonio), la mayor parte de ellos han
sido premiados y llevados a escena. Forma parte del Sistema
Nacional de Creadores.
Juan Carlos Quezadas
Nació en la Ciudad de México, en 1970. Es egresado de la Escuela
de Escritores de la Sogem. Guionista de televisión; durante dos
años publicó una pequeña revista llamada Kiosko de Papel. Entre
sus novelas de literatura infantil se encuentran: La videocasetera
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ya no está a dieta, Un dragón morado y otros contratiempos,
Diario de un desenterrador de dinosaurios y La montaña de la
lluvia eterna.
En 2002 ganó el Concurso de Ficción Súbita Sofía Platín, en
2003 el Primer Lugar en el Premio Castillo de Novela Infantil, en
2004 obtuvo el Premio Día Siete de Crónica de Viaje concedido
por la revista del mismo nombre, en 2005 recibió el Premio Juan
José Arreola de Cuento, en 2006 ganó el concurso de Cuentos de
Fútbol organizado por el periódico Récord. En 2008 por Biografía
de un par de espectros, una novela fantasma le fue concedido el
Premio El Barco de Vapor, de Ediciones SM.
Ana Romero
Nació en Michoacán, en 1975. Narradora y poeta. Radica en
la ciudad de México. Estudió sociología en la UAM y cursó el
Diplomado en Creación Literaria en la Escuela de Escritores de la
Sogem. Se ha desempeñado como guionista de cine y televisión.
Premio Bellas Artes de Cuento Infantil Juan de la Cabada 2011
por Puerto libre. Historias de migrantes.
Armando Vega-Gil
Nació en la ciudad de México, en 1955. Narrador, músico,
compositor, poeta y guionista. Es uno de los fundadores
del grupo de rock Botellita de Jerez; guionista del programa
televisivo El Güiri-Güiri. Ha dirigido cortometrajes. Obtuvo el
Premio Internacional Goliardos de Ficción, Terror y Fantasía
en 2001. Premio Nacional de Poesía de los XIX Juegos Florales
Universitarios 2001 convocados por la Universidad Autónoma
de Campeche. Primer lugar en el Concurso de Guión para
Cortometraje en el VI Festival Internacional Expresión en Corto
2003, Guanajuato. Premio Nacional de Cuento San Luis Potosí
2006. Premio Alejandro Galindo a guión escrito para largometraje
otorgado por la SOGEM, SEXCUEC y el FIDECINE 2008.
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Historias de la mesa.
Antología de literatura para chavas y chavos
Compilador: Josué Esaú Hernández Vargas
se terminó de imprimir en septiembre de 2015
en la ciudad de Colima, Col.,
con un tiraje de 30,000 ejemplares.
Diseño: Liliana Ivette Amezcua Fletes.
Coordinación Editorial: Victor Uribe Clarín.
Edición revisada y autorizada por los autores
y las editoriales involucradas.
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