mística de la poesía - Plataforma Virtual de FONDOS DE

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mística de la poesía - Plataforma Virtual de FONDOS DE
L
Por
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Malena Rodríguez Guglielmone
MAROSA DI GIORGIO (1932-2004)
MÍSTICA DE LA POESÍA
“Poeta, de obra singular y aislada. Su estilo es muy peculiar, se lo reconoce a la lectura de una
línea cualquiera; y no se parece a nadie”. Así reza la definición de César Aira en el Diccionario
de autores latinoamericanos. Marosa di Giorgio escribió desde la huella que le dejó la quinta
de su Salto natal; a partir de ese vigoroso recuerdo tejió un riquísimo universo poético poblado
de animales con rostros de hombre, flores y plantas protagonistas, brujas, duendes, damas que
se dejan llevar, hadas y objetos con ánima entre infinidad de otros seres que encarnan los bizarros
acontecimientos que ocurren en sus poemas, relatos y la única novela que escribió. Quien no la
conoció seguramente oyó hablar de su larga cabellera roja, los collares vistosos, sus lentes de
mariposa, su andar de reina-druida en los Sorocabana de Salto y Montevideo. Quien asistió a
sus recitales dará cuenta del impacto de sus versos y de su figura hechizante sobre el escenario.
Quien escucha su nombre por primera vez debería probar el cáliz de su literatura soñada.
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ació durante el invierno de 1932, en una típica
quinta de italianos en las afueras de la ciudad,
zona de intensa vegetación, árboles frutales,
huerta y exóticas plantas que sólo en ese microclima
norteño crecen. Su casa quedaba a pocos pasos de la de
sus abuelos Medici, inmigrantes toscanos que introdujeron en la zona los plantíos de olivos y el cultivo de
gusanos de seda.
La mayor de las dos hijas de Pedro di Giorgio y
Clementina Medici fue bautizada María Rosa pero poco
duró ese nombre, pues con corta edad la niña se
autodenominó Marosa. La infancia con su hermana
Nidia y su prima Poupée transcurrió tranquila, sobreprotegida por padres, abuelos y tías. Crecieron en un
entorno familiar culto y acogedor, en el cual se veneraba
a Dios, se leían revistas extranjeras y los armarios
albergaban todo tipo de conservas y dulces caseros.
En ese ambiente pleno de naturaleza y calor filial abrió
los ojos al mundo esta niña intuitiva, tímida, un poco
retraída pero poseedora de una gran percepción. Al
detenerse en fotografías suyas de todos los tiempos se la
advierte entre ida y absorta, con una mirada penetrante
y a la vez ausente que da cuenta de un carácter
introspectivo y sensible. Recuerda su hermana Nidia que
muchas veces, cuando jugaban, Marosa se alejaba y se
quedaba pensando, concentrada en sí misma.
Dijo Marosa, cierta vez, que a los cuatro años empezó
a percibir; que fue en ese momento que se convirtió en
una testigo sensible y ardiente de todas las cosas. Que de
pequeña miraba en profundidad, con una atención
extrema y dolorosa. Y que desde entonces quedó
expectante.
El ritual formó parte de su vida desde muy temprano
y vibraba con las pequeñas celebraciones que hacían en
su casa. Navidad, Semana Santa y el Día de la Virgen
eran grandes acontecimientos que la exaltaban, le hacían
sentir la fuerza de la fe. El día que tomó la comunión,
vestida de organdí blanco con varas de azucena en sus
manos, Marosa se desmayó. Las luces y las flores de la
iglesia enardecían su espíritu y no pocas veces imaginaba
el sendero de flores que conducía a su casa como un
altar. “Con mi hermana Nidia y nuestras primas hicimos
representaciones bajo el ala casera, en presencia de los
familiares, en que usamos una leve fantasía y era un
homenaje a los santos. Fueron pequeñas fiestas místicas”,
relató Marosa hace años en una entrevista.
A los nueve años Marosa le escribió un poema a la
Virgen. Sentía la presencia divina, pero era un Dios muy
a su medida como se puede apreciar en ‘Señales mías’, el
prólogo que escribió en uno de sus primeros libros. “Por
aquel entonces, Dios ya me quería, me amó siempre con
voracidad. Como yo era una niña, él venía a mí
alegremente; jamás se me mostró austero. A veces, hasta
se disfrazaba de amapola, se ponía una bonita máscara
rosada o de venado y usaba dominó velludo y color oro.
Por entonces, Él me dijo que mi único destino era escribir
poemas. Y yo le escuché sencillamente, sintiendo que
iba a obedecerle”.
***
Dios la impulsaba a crear, Dios era ella misma. Y es así
que a los diecisiete años publicó sus poemas en algunas
revistas salteñas. Los años de liceo coincidieron con la
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enfermedad del abuelo Eugenio y el descalabro de las
finanzas familiares. La familia se trasladó entonces a la
ciudad y el mundo de la chacra pasó a formar parte del
recuerdo. Al cumplir los 21 editó su primer libro de
poesía de apenas dieciséis páginas, titulado Poemas. Allí
los recuerdos cobraron nueva vida.
‘‘Entre amargas y dulces maduraron las piñas de
abril/ Los pájaros que ponen huevos rojos vuelan en
torno a la casa, vuelan, vuelan./ De la chimenea sale
humo, humo, humo./ La abuela prepara un pastel de
huevo y piñón./ La niña salta de un cuarto, al otro, y al
otro. La niña –zapatillas silenciosas y delantal./
En el umbral de la cocina, la detiene la abuela:
–Campánula./ Llamándola: –Campánula, y
–Ramita de pino, y –Piñón./ –Necesito más
huevos rojos/ –Treparé a los pinos./ –No a
los de acá. Ya están vacíos. Tendrás que ir
al bosque. […]’’
De Poemas.
La chacra le servía de impulso para
plasmar ese lenguaje personalísimo que tanto
la caracterizó y también para pintar un
universo que parece mágico a simple vista, plagado
de seres sobrenaturales, de acciones que asumen el
grotesco y que sin embargo están cargadas de simbolismos y significantes. Marosa, en sus escritos, asume
un rol como de bruja de la huerta, druida del bosque, la
niña que presencia los movimientos sutiles de la
existencia, la intersección de distintos tiempos, de sus
seres amados, vivos o muertos, con la fauna y la flora
chacarera. A medida que pasa el tiempo el escenario rural
se va transformando en otra cosa y en lo mismo. Se
mantiene la fuerte presencia de la madre entre adorada y
censuradora, algunos paisajes se tornan más lunares, a
veces hay nieve o bosque, y vuelve una y otra vez sobre
ciertos animales o vegetales como los hongos, “que tienen
nuestra misma carne”:
‘‘Los hongos nacen en silencio; algunos nacen en
silencio; otros, con un breve alarido, un leve trueno. Cada
uno trae –y eso es lo terrible– la inicial del muerto de
donde procede. Yo no me atrevo a devorarlos; esa carne
levísima es pariente nuestra’’.
De Historial de las violetas.
Los primeros trabajos de esta autora
lograron proyección latinoamericana,
al ser incluidos junto a otra serie de
poemas más larga (los libros Druida y
Magnolia) en Visiones y poemas, un volumen
de la colección venezolana Lírica Hispana. Allí Marosa
fue presentada por una de las editoras, Conie Lobell,
como “la voz más nueva de Uruguay”, que con ocho
relatos de prosa lírica colocaba su nombre sugestivo en
la rica poesía del continente. La obra poética siguió
brotando hasta el final de su vida y mantuvo siempre el
mismo corte, el particularísimo lenguaje y los personajes
que se repiten. Así fueron surgiendo: Historial de las
violetas (1965), La guerra de los huertos (1971), Está en llamas
el jardín natal (1971), Clavel y tenebrario (1979), La liebre de
marzo (1981), Mesa de esmeralda (1985), La falena (1987),
Membrillo de Lusana (1991), Diamelas a Clementina Medici
(2000) y su último trabajo, Pasajes de un memorial al abuelo
toscano Eugenio Medici (2004). La primera recopilación
fue hecha en 1972 por la editorial Arca con el nombre Los
papeles salvajes y los distintos libros se siguieron
anexando hasta la última edición en 2008 a cargo de la
editora argentina Adriana Hidalgo.
Toda su obra es idéntica a sí misma e irrepetible y
como han dicho varios críticos, parece haber sido escrita
de una sola vez. En su completa biografía El milagro
incesante - Vida y obra de Marosa di Giorgio, el escritor
salteño y amigo de Marosa, Leonardo Garet, habla de
una “unidad incontrastable” de su poesía que “puede
ser comparada con un organismo vivo” y sugiere que
esa unidad proviene de la atención a la intuición, del
respeto religioso que ella misma le tenía a su mundo
interior. Roberto Echavarren, uno de los grandes
estudiosos de su legado (que la ha vinculado en
sus orígenes con Lautréamont y Jules Laforgue),
señala que “es notoria en Di Giorgio la cohesión,
la continuidad del tono, de los procedimientos y
el material anecdótico.”
***
Es notable lo joven que se dio a conocer Marosa, incluso
con muy poca obra escrita. Hubo dos hechos claves que
implicaron un salto en su trayectoria: por un lado, el Congreso
de Escritores Americanos al que asistió en Piriápolis en 1959
le permitió conocer a reconocidos escritores argentinos que
la invitarían sucesivamente a los encuentros en Buenos Aires;
por otra parte, su fama se consolidó con la bienvenida que le
dio Ángel Rama en el semanario Marcha a su libro Historial
de las violetas. Posteriormente Rama la incluyó en su antología
Cien años de raros.
Precisamente como ‘rara’ era también catalogada por
mucha gente tanto en Salto como en Montevideo; pero en
su acepción negativa: más como un ‘bicho raro’ que como
una rareza a valorar. En Salto le decían de este modo, ‘la
rara’, y era frecuentemente despreciada. El periodista
salteño Ramón Mérica describió el impacto que provocaba al comienzo de los sesenta: “Era una señora extraña:
el pelo muy largo se desplomaba sobre la espalda
desnudísima en verano, que se enredaba en los chales
en invierno, que siempre merodeaba por encima de
pechos como de mascarón de proa, la cintura muy fina,
quizá muy apretada por aquellos cinturetes Marilyn
Monroe que radio Salto promocionaba con
euforia, los collares interminables, las
caravanas haciendo juego aún más
interminables, y después los tacos,
aquellos tacos que parecían salir de
debajo de la tierra y clavarse en sus
zapatos, aquellos tacos sobre los que ella
evolucionaba ausente, enhiesta, la mirada
sin saber adónde iba porque estaba velada por unos
anteojos de punta hacia arriba, me parece que con
piedritas brillantes, aunque creo que no miraba nada,
mucho menos vidrieras. Eso sí: todo el mundo la miraba
a ella”. Tal vez se sintió sola, o incomprendida. Según su
amigo Fernando Loustanau, Marosa sufrió mucho por
el silencio al que fue sometida y por ser muchas veces
tomada como una figura anecdótica.
‘‘Cuando tenía seis años, ocho años, la abuela
dictaminó vestido de liebre, que me librase de todo mal.
Y, entonces, hizo un sacón de piel de liebre y lo ajustó, y,
adentro, puso lápices y libros.
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Marosa, en clave de reino
Por Sabela de Tezanos
Fui a conocer en persona a Marosa di Giorgio con la convicción de
haberla leído lo suficiente: esta ingenuidad me había acompañado
durante años. Pero la consistencia de su universo literario no era más
que un leve acento del entramado denso y fresco de la mujer de carne
y hueso y de los personajes de sus poemas y relatos. Era tal la
correspondencia entre la presencia de Marosa, su voz, el modo de leer
su propia obra y el clima de sus libros que yo, que la admiraba, supe
más tarde que sin conocerla me hubiera perdido algo fundamental de
su creación.
Una tarde de fines de los años noventa nos citamos en el café
Sorocabana de la calle Yi. Mi propósito era invitarla a leer en un ciclo de
lecturas que yo organizaba en un bar de Punta Carretas. Ella
compartiría una velada (que llevó por nombre Poemas Eróticos) con
Sarandy Cabrera, quien leería sus traducciones de John Donne
precedido por la lectura de los poemas originales en inglés a cargo de
Roberto Echavarren. Yo dudaba entonces de que Marosa aceptara la
invitación.
Hacía mucho frío la tarde en que nos encontramos. Ella, envuelta
en un sacón cerrado con un broche de piedras, maquillada hasta el
candor con sus rojos pavorosos en labios y uñas, con el cabello haciendo
juego y detrás de sus lentes de nácar alargados, me esperaba en una
mesita junto a la ventana. A cada rato venía el mozo trayéndole un
recado, pues le dejaban mensajes telefónicos en el bar. Aquel sitio era
como el living de su casa, se habían adoptado mutuamente: era su
hábitat natural y con él se había trasladado desde la legendaria esquina
de la Plaza Libertad en el centro de Montevideo, así como antes desde
su Salto natal.
Nuestra conversación fue cálida y liviana, con un toque sutil de
desconfianza de su parte que no llegaba a impedir la comunicación.
Bebíamos café. Decía recordarme por un libro mío que yo misma una
vez le había alcanzado. El efecto de nuestro intercambio la llevó a
aceptar mi invitación, y fue una suerte, porque no sé insistir.
A los pocos días la llamé para saber si deseaba algún detalle en la
escenografía durante la presentación, y si le gustaba elegir algo de
música. “Un clavel rojo”, me respondió, “… y Sibelius”. Así fue. En
aquel sitio colmado de público, su timidez proverbial y su voz vencieron
el murmullo de la gente y el ruido de platos y vasos. Luego de que
Roberto y Sarandy hicieran una memorable lectura de los textos de
Donne, resultó imposible sustraerse a su decir imponente y al influjo
del vínculo sólido entre su mundo y su persona. Pues sólo ella podía
portar tan bien a la escritora de ese universo, brillante en su oscuridad,
arrastrado desde las raíces por su aura. Marosa respiraba en los paisajes
que describía. Los hacía habitables con su propio paso.
Su figura emanaba terciopelos y tules y encajes y corolas de flores
remotas, árboles de magnolias, huevos azules, diablos y dioses en
disputa, bramidos y silencios. Era aceptable a su lado el animismo
inquietante que puebla sus libros, la bondad y la maldad inocentes, el
definitivo apego al aire de la infancia, los nudos de temor y de misterio,
la textura que ella desde las letras manejaba entre sus manos como
una cadencia ineludible.
Coincidimos en algunas lecturas colectivas, ella siempre amable
en su distancia finísima, desde la controlada estridencia de sus
accesorios. El deslumbramiento que promueve su obra se veía
potenciado por ese compromiso vital y visual con ella: sello indeleble,
ese gesto que no se desvanece, esa complejidad genial e insondable, se
entretejía delicadamente con su reserva, con el desajuste tal vez
deliberado de su vestimenta, con su apariencia “de mundo” fuera del
mundo.
En noviembre de 2003, Marosa aceptó leer al finalizar la jornada
final de lecturas en el cuarto día del Primer Encuentro de Literatura
Uruguaya de Mujeres, realizado en el Espacio Barradas del Museo
Blanes. Fue ovacionada por una concurrencia tan numerosa como
selecta. Sin saberlo, era la última vez que la mayoría de los presentes la
escuchábamos.
Un año después le extendí una nueva invitación, entonces para un
ciclo literario que tenía lugar en el Centro Cultural de España.
Previamente había consultado a Roberto Echavarren, a quien invitaba
a leer con ella. Marosa estaba enferma y yo no lo sabía, pero no declinó.
Las invitaciones se cursaban con mucha anticipación. Con los días, me
contó que no estaba bien, que se había caído y le costaba recuperarse.
La fecha de la lectura se aproximaba. Sin querer importunarla, le
ofrecí una alternativa a lo que hasta entonces yo creía su convalescencia:
la actriz Gloria de Massi aceptaba leer a Marosa si ella no podía asistir.
Y Marosa aceptó. Tuve que seleccionar el material: ella no estaba en su
casa, no tenía consigo sus libros ni los textos más recientes escritos a
mano. Y otra vez me impregné de su mundo fantástico, tan otro
siempre y a la vez el mismo.
Siento que ella cuidó de mí durante esos últimos meses de mayo
y julio en que estuvimos en contacto por haberla invitado a la lectura.
Estaba por salir en Buenos Aires su último libro, La flor de Lis, editado
por El cuenco de plata. Hablamos de ello, de su salud, de las notas de
prensa que se ocupaban de difundir la salida del libro.
Y llegó finalmente aquella jornada en el CCE. Gloria se sentía
honrada por leerla, pero manifestaba no estar a su altura para sustituirla.
Hizo una lectura emocionante, hermosa. Roberto ponía en pie, a su
vez, el magistral estigma de su literatura, bajo el emblema de una
convocatoria que por reunirlos a ambos se titulaba “Las musas
inquietantes”. Era el 15 de julio de 2004.
Llamé luego a Marosa. Estaba mejor, me dijo. Pero en menos de
un mes, se moría.
Claves de un mundo otro
Con motivo de los homenajes que se le realizaron al año de su
fallecimiento, se me solicitó que escribiera algunas palabras sobre ella,
nuevo pretexto para internarme en su universo repasando sus libros,
entrevistas y otros materiales. Cierro mi recuerdo de Marosa con un
fragmento del texto leído en aquella oportunidad:
“La abolición del tiempo, el devenir otra cosa, la danza fantástica
de criaturas en el aire mágico y siniestro de los relatos/poemas de
Marosa son velos poderosos entre la realidad y el sueño, entre fábula y
vida, inquietos, reiterados, insistentes, sostenidos por una figura que
se hizo parte de la literatura, que fue una con ella.
La oscilación sutil de su obra entre la biografía y la ficción, entre
prosa y poesía, demarca un territorio único, autosuficiente, que en
tanto género literario también propone la metamorfosis constante,
deviniendo una y otra cosa cuando no las dos a la vez. Esta libertad
genera inestabilidad, fuga, confusión: algo va y viene cruzando las
fronteras entre lo inanimado y lo animado, presente y pasado, lo
sexuado y lo no, fauna y flora, yo poético y real, deidad y demonios.
Ese cruce configura el mundo prolífico donde convergen el mito y lo
sagrado, la fuerza del deseo, los bordes del sentido, el destino azaroso,
gratuito, la vida y la obra.
Marosa acusa conciencia de su marginación, de su ‘extraña
identidad’. Desde ese sitio, ostenta su juego con los límites manteniendo
la justa tensión, la expectativa por un desenlace. Es el registro de un
paraíso del cual ella es, como enunciante, espectadora o protagonista
velada, pero ajena y privilegiada, sin responsabilidad.
En ese mundo cargado de erotismo, ángeles, insectos, animales,
vegetales, padre y madre, se mueve el yo enunciante en íntima
correspondencia, extendiéndose a la figura, a la construcción de la
Marosa real, envuelta siempre en un glamour imperturbable desde el
largo de su cabello hasta la naturalidad para sobrellevar su
trascendencia en Argentina o su inolvidable periplo céntrico por los
cafés montevideanos. Su entrañable extrañeza es poesía enraizada en
la vida diaria, un modo de elegir cómo ser ‘leída’ en cada detalle.
Cuando un artista pone en juego su integridad física y se desplaza
en el mundo más como artista que como persona, cuando es difícil el
intercambio porque interfiere el registro continuo de ese otro universo,
de una certeza ajena al momento, uno presta atención para dar alcance,
más allá de la probable construcción deliberada, al rumor constante y
definitivo de la obra”.
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Al alba, antes, en la noche, yo iba para la escuela,
vestida así, y en cuatro pies, entre las hierbas parpadeantes y las dalias. Cientos de metros; a ratos, me
detenía y preparaba café en un pequeño frasco y
proseguía.
Mas, una vez, los niños feroces me descubrieron.
Gritaban: ¡Ahí, va Rosa la liebre! ¡Va la liebre, la
liebre! ¡Va la liebre! Y me cercaban.
Las estrellas extendieron sus ramos para que
trepase y huyera con ellas.
Pero empezó la aurora a pintar.
Y se vio el sacrificio en el matorral’’.
De La falena.
También es cierto que se sentía elegida, creía
firmemente que era una persona “señalada para
soñar”. Era muy consciente de que se distinguía
del resto y no tenía pudor en decirlo. Más allá de su
exótica forma de vestirse y gesticular, tenía una
sensibilidad especial que así como la convertía en
“testigo de todas las cosas”, la paralizaba un poco
en la acción. En su escritura, por ejemplo, se puede
apreciar el amor profundo hacia los animales y
la gran piedad que les tenía, al punto de que
intentó ser vegetariana.
‘‘Iban de nocturnas correrías hasta el Valle
Negro y traían alimentos que siempre daban
sospechas y poca satisfacción: carnes, hongos, fetos,
fetas, todo parecido. […] Lavinia comía apenas con una
delgada cuchara. Le daba temor’’.
De Reina Amelia.
Varias veces le pidió a su hermana que se hiciera
cargo de animales abandonados de la calle. Sufría por
ellos pero era incapaz de hacerse cargo. Lo mismo
sucedía con las relaciones humanas. Sentía hondamente
pero no podía cruzar ciertas líneas. Dijo en una ocasión:
“Siempre sentí que había algo que me separaba de los
objetos y las personas. Yo tengo una pequeña traba, una
cosa leve, que puedo manejar pero que me hace sentir
apartada del resto del mundo”. Marosa nunca se casó y
vivió siempre con su madre hasta que ésta falleció, en
1990. Desde que empezó a publicar hasta que se mudó a
Montevideo en 1978 transcurrió un cuarto de siglo. En
ese lapso la autora intercaló su escritura con un trabajo
administrativo en el Registro Civil y con la crónica
de sociales en el diario Tribuna Salteña.
Mientras vivió en Salto, su rutina laboral se
quebraba con una pasión que reforzó su obra
poética: el teatro. Junto con su hermana Nidia,
Marosa integró el grupo Decir que había sido
formado en 1947 en el Liceo Nocturno de Salto
por la argentina Nydia Arenas. Con este grupo
Marosa llegó a actuar en unas 25 obras en el
Teatro Larrañaga. Allí se gestó la performer, la
intérprete de su propia obra, que luego en
Montevideo abordaría el escenario con el pelo
suelto y maquillaje estridente para encender con
voz de trueno sus propios versos.
Su vida en Montevideo fue riquísima en
relacionamiento humano. La estampa clásica:
Marosa, de mañana, sola en el Sorocobana,
escribiendo y tomando café. Por la tarde, rodeada de gente
en la misma mesa, bebiendo líquidos espirituosos. La
barra del café estaba compuesta por escritores, poetas,
plásticos, actores y directores de teatro y ¡vaya si se sentía
orgullosa de formar parte! Wilfredo Penco, Elías Uriarte,
Amanda Berenguer, Teresa Porzecanski, Leonardo Garet,
Luis Bravo, Fernando Loustanau, Miguel Ángel
Campodónico, Roberto Echavarren, Concepción Silva
Bélinzon, Ramón Mérica, entre tantos otros. Con ellos
repasaban el mundo, discutían con afecto y
moderación, se juntaban en el Sorocabana, en el
Mincho o en el Lobizón. Garet la recuerda como
centro natural de gravitación, con una voz baja y
protagonista, pero también callada y dueña de
una inmensa capacidad de asombro.
Inundaban su rutina el arte, la literatura y
la amistad. ¿Pero dónde estaba el amor? Lo
cierto es que si bien nunca tuvo pareja, Marosa
conoció la pasión. Se llamaba Mario. A él le
dedicó, entre paréntesis, el último libro que
escribió, La flor de Lis: (Poemas de amor a
Mario). La relación con Mario no llegó a ser, si
bien –espaciados en el tiempo– mantuvieron
varios encuentros en el Sorocabana de Salto. Las
circunstancias no ayudaron; quizás Marosa no estaba
hecha para la vida en pareja. Seguramente todos los
personajes que construyó dan claves, nos dicen algo de
sus sentimientos, pero el que seguramente más se le
asemeja es Lavinia, una niña con alas de mariposa en la
novela Reina Amelia que desarrolla un amor platónico
con un hombre de nombre Manlio. En una de las últimas
entrevistas que le hicieron declaró: “Puedo casarme hoy,
mañana o pasado. Son cosas del destino. Tengo vocación
de soledad. Pero estoy, como siempre, en la plenitud”.
El apogeo creativo coincidió con el reconocimiento.
Recibió premios y distinciones por parte del Ministerio de
Instrucción Pública, el Ministerio de Educación y Cultura y
la Intendencia Municipal de Montevideo. La B’nai B’rith le
otorgó el Premio Fraternidad que le permitió recorrer Israel
e Italia, y en 1983 fue tema de estudio en la Universidad de
Nueva York, en la cátedra de Roberto Echavarren.
Protagonizó infinidad de recitales en Uruguay y Argentina
alcanzando el punto más alto con El lobo, dirigido por
Ricardo Prieto, que luego fue llevado al cine por Eduardo
Casanova, con el título Lobo. En 2001 recibió el Primer
Premio del Festival Latinoamericano de Poesía de Medellín
por su obra Los papeles salvajes.
***
Fue en la última década de su vida
que las escrituras de Marosa
comenzaron a esbozar otros tintes,
otra sensualidad, otra pulsión. Y
con la naturaleza y con Dios comenzó a mezclarse también el sexo,
lo sagrado con lo más terrenal. Y
surgieron entonces (como siempre a
puño y letra, pues Marosa escribía a mano,
muchas veces en su cama) la serie de los
denominados “relatos eróticos”. Su primer libro
bajo este signo fue Misales. “Hasta el capuchón en
que habito, desde muy lejos, me llegan el latir del
mundo, sus silbidos y alaridos, con los cuales me atreví
a armar, soñando, estos gajos, estas misas con luz violeta”,
escribió la autora como presentación.
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Para la Real Academia Española, “misal” es el libro
que contiene el orden y modo de celebrar la misa. En este
caso se trata de 35 relatos que llevan por título misa o misal
(‘Misa de Pascua’, ‘Misa y tractor’, ‘Misal de la virgen’,
etcétera) y que narran, cada uno de ellos, una singularísima
unión sexual. Los protagonistas son acontecimientos y los
que actúan son mujeres en su mayoría, con seres ‘yang’,
masculinos, que pueden ser hombres, hurones, lobos, zorros
o caballos.
‘‘Cuando el Gran Tatú nació ya era grande. Tenía
costras, bigotes y un miembro enorme que llevaba
escondido y que cuidaba mucho. Era su joya. Se daba
cuenta. Sus vecinos quisieron ponerle un pantalón, lentes,
y él se negó. Darle un trago de anís, que no quiso. Lo sensato
era buscar mujer. Eso sí que sí’’.
De Misales.
A Misales, le siguieron Camino de las pedrerías, Lumínile y
un texto largo que sirvió como antecedente de su novela Reina
Amelia y que tituló Rosa mística. Para Marosa, una manera de
vivir el sexo era la escritura, “una vía como cualquier otra, tal
vez más completa y honda”. Sus textos exudan una
apabullante libertad, una sensualidad muy sui generis,
también se cuela el temor y una muy rara tensión erótica.
‘‘Arrodíllese, señora. Oremos. Es bueno rezar antes
porque después se peca tanto. Que a eso vinimos. Como
usted sabrá. A pecar’’.
De Misales.
Hay cortesía y autoritarismo; hay “señoras” y “señoras
niñas” que con infinita naturalidad ceden ante las
propuestas; huevos que se engendran en esas uniones;
elementos de la naturaleza que acechan: el sol que se ve
sospechoso, las sombras que rodean, seres misteriosos que
participan en el sexo como gran fuerza creadora. La inmensa
naturaleza es ying y yang, cavidad y protuberancia, goce y
dolor, bonhomía y crueldad, vida y muerte. Marosa lo
percibe y con cruda y exquisita escritura arma estos relatos
que, aunque un poco diferentes, poseen la misma matriz
que su poesía inicial. Para ella son libros sagrados, pues
entendía que lo agudamente erótico es la vibración suprema,
la unión con lo divino.
A pesar de lo viva que aparece la muerte en su obra,
Marosa le tenía pavor. Y quizás es por esa razón que más
cerca del final de su vida, el sexo, la fecundación, el amor,
aparecen como el gran antídoto, como el gran ying que
expande, que crea, que acalla el temor al silencio eterno, ese
silencio implacable que una mañana de agosto le cerró, a
ella también, los ojos profundos. D
Fuentes consultadas:
El milagro incesante. Vida y obra de Marosa di Giorgio, de Leonardo Garet.
La palabra entre nosotras. Actas del Primer Encuentro de Literatura de Mujeres,
Montevideo, 2003.
Malena Rodríguez Guglielmone. Periodista y licenciada en
Economía. Cursa el Diploma de Estudios Latinoamericanos en la
Universidad de Montevideo.
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Por Ignacio Acosta
Autobiografía de Ballard
La memoria
en la estación terminal
La vida que recuerda J. G. Ballard es moderada y
feliz a la manera de un anglosajón que bebe whisky
para salir de la caverna cotidiana. Jim nació en
1930 en una zona de residencias extranjeras que
extendía la vida inglesa en la ciudad de Shanghái,
“caleidoscopio radiante y a la vez sangriento”
evocado en sus ficciones. Acabada la Segunda
Guerra, llega a Inglaterra. Ya de niño había
descubierto que la realidad es un “decorado
desmontable”; de adolescente, antes de fraguar
sus primeros relatos, intuyó que la carrera de
escritor (sólo puesta en duda por sus estudios de
anatomía) podía conducir al “éxito” que el interés
por los lectores y el comercio de las ar tes
preparan a algunos creadores. Pocos pasajes de
Milagros de vida no tienen
relación con su literatura.
Cuenta que en la escuela
copiaba fragmentos de
los victorianos Hently,
Dickens y Kingsley, al
tiempo que James Ballard
padre creía en la ciencia
moderna y en las narraciones de H. G. Wells:
ese camino pudo continuarlo Jim de no haber
sucedido el campo de concentración de Lunghua
durante la invasión japonesa en tiempos de guerra,
que será recordado en la novela El imperio del sol
(1984). Encerrados, la señora Ballard lee a Jane
Austen mientras su esposo da una conferencia
para los reclusos de los países aliados titulada “La
ciencia y la idea de Dios” y otros representan a
Shakespeare y Coward en versiones de cárcel.
Desde esos días, Jim mantuvo esperanzas en el
estilo de vida y el poder “ilimitado” de Estados
Unidos, hasta que conoce de cerca ese paraíso.
Ballard recuerda modestamente su mundo
privado, su primera mujer y sus hijos, sus editores,
la amistad del pintor Eduardo Paolozzi y del huraño
y espinoso Kingsley Amis, la Europa de posguerra
y las sucesivas y psicodélicas décadas, la sombra
de Shanghái, las imágenes impresas con las que
trató y el cine, los libros, las galerías, los museos.
Tiene el privilegio de encontrar las pinturas de
Francis Bacon. En 1951 da a conocer su primer
relato y escribe otros bajo lo que cree influencia
de los surrealistas y de Joyce. Ha descubierto a
Freud, a los existencialistas franceses de los que
hereda cier ta desolación, el neorrealismo
italiano, la obra de Kafka. Pronto lo persigue la
amenaza de la guerra nuclear y la extravagancia
de la fantasía inglesa. Entre los de su generación
mantiene el pánico ante el probable regreso de
Auschwitz e Hiroshima. Aunque cree haber
leído muy mal a algunos autores ingleses
fundamentales como Aldous Huxley y George
Orwell, le sucede una sospecha que va a signar
su literatura: el dominio de la idea de razón y
racionalidad de progresión científica consumen
a Europa.
En 1953, en una estación de Moose Jaw, ciudad
canadiense donde recibe instrucción aérea,
encuentra revistas de la ciencia ficción en plena
expansión popular. En un breve pasaje, o tal vez
en cada capítulo, dice qué tipo de inconformidad
lo ha llevado a ser un escritor predictivo contra la
ortodoxia de la ciencia ficción estadounidense
cuyas principales revistas le habían devuelto sus
relatos. En 1956 publica su primer cuento y
conoce en una galería de arte inglesa la exposición
plástica Esto es el mañana, considerada “el origen
del arte pop”. Entonces su percepción de las
cosas corre hacia los espacios simbólicos y
siniestros encontrados en objetos tales como una
herramienta eléctrica, una rueda de bicicleta y una
pistola. Cree que la máquina visionaria de la ciencia
ficción, “la auténtica literatura del siglo XX”, debe
olvidar las naves espaciales y los viajes ultrasónicos
que el cliché acomodaba en los cincuenta. Ballard
se extraña de la naturaleza del planeta Tierra y sus
elementos cosmogónicos, y escribe relatos
ficcionando sobre veloces cambios culturales y
psicopatologías que nacieron del desastre y la
ruina bélica, de la sociedad de consumo, la
televisión, el fantasma del armamento nuclear.
Desde los cuentos de Las voces del tiempo (1962)
y El mundo sumergido (1962), su primera novela,
se valió de ese “espacio interior” que ahora estima
de psicología próxima al surrealismo (internacional), a Kafka, a las películas del cine negro y
el mundo “extraño y casi intelectualizado de
los laboratorios científicos”. De inmediato, The
Times Saturday Review reconoce que sus
obsesiones habían orientado la ciencia ficción
hacia la psique. Pero Ballard no agota en el
género esa psique llena de flores del tiempo.
Recuerda algunos de sus libros por razones
inconfesables; otros, como la novela Crash
(1973), por haber adelantado su poesía con
una instalación de provocación mental en un
museo, y La exhibición de atrocidades (1970),
su “novela experimental”, por ser la obra de la
que parece haber gozado superando los desafíos
que el cine de posguerra imponía a los novelistas.
Ya no recuerda los desolados cuentos de
imaginación apocalíptica. Y proyecta una tesis:
desde la poesía de Baudelaire y Rimbaud, “el
compromiso voluntario de la psicopatía del público
es casi una definición de la modernidad”. Las
memorias lineales de Milagros de vida, escritas en
la ciudad de Shepperton, Inglaterra, en la casa
donde ha criados a sus tres hijos y ha vivido la
mayor parte de su vida, es el más inesperado de
sus libros, una obra con voluntad de no servir
a engaños. Estas quieren ser sus últimas
páginas pues, paciente ante una declarada
enfermedad, anuncia su llegada al futuro real.
Milagros de vida, de J. G. Ballard.
Barcelona: Mondadori, 2008. 236
páginas. Distribuye Sudamericana.
Poemas de Melville
El arpa en la ventana
Las diez páginas del prólogo, que tuvieron por
antecedente más próximo algunos fragmentos
de Borges, empobrecen injustamente la
investigación exquisita y admirable de Eric
Schierloh (Buenos Aires, 1981), quien en Lejos
de tierra seleccionó y tradujo poemas
desconocidos de Herman Melville, agregó notas
eruditas, una cronología pródiga y homenajes
firmados por el profético Robert Buchanan, Hart
Crane y W. H. Auden.
Sobrevivido por el arponero Ishmael y el
escribiente Bartleby, Melville nació en Nueva
York en 1819 y murió en la misma ciudad como
un anónimo prodigio. Entre 1846 y 1857
publicó nueve novelas y un libro de relatos;
luego pasó sus días en alta mar y más tarde
trabajando en Aduanas, regando un jardín y
escribiendo poemas. Schierloh compone esta
antología con tres de los cuatro poemarios de
Melville raramente leídos, omitiendo por su
forma Clarel: A Poem Pilgrimage in the Holy
Land (1876), poema narrativo de 150 cantos y
alrededor de 18 mil versos.
El primer libro de poesía es Piezas de batalla y
Aspectos de la guerra (1866), en el que toma
al Norte como causa política y hace de las
trágicas batallas de la Guerra Civil (cuya escena
fundamental es la horca) una historia de valor y
muerte puesta en el ritmo de su lengua. La
impresión de 1.200 ejemplares le dejó una
pérdida de 400 dólares, lo que en su día habrá
sido una fortuna. Devoto de los arquetipos
(sobremanera el Bien y la Libertad), inscribe en
los poemas lápidas y olvidados monumentos,
elegías para los caídos y los sobrevivientes, para
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la República y los símbolos llevados al campo
por soldados y generales. En ‘Magnanimidad
perpleja’ descubre la mano muerta del vencido
y encuentra la cruel hendidura de la historia:
sus poemas veneran, en la voz de un hombre,
el dolor de todos los hombres. En la cronología
de los últimos años no hay constancia de que
Melville leyera Hojas de hierba.
Las breves composiciones de John Marr y
otros marineros, con algunas piezas marinas
(1888) regresan a las aguas a través de la
canción y las odas marinas: el océano sin límites
se entrevé en la imagen de esa nada en la que
flota la existencia y la poesía del más oscuro de
los hombres. Los versos de Timoleón, etc.
(1891), impresos en el año de su muerte, son
ricos en objetos, paisajes mitológicos y formas
poéticas. Estos últimos libros tuvieron la
precaución de editarse privadamente con un
tiraje de 25 ejemplares. El exhaustivo autor de
esta antología parece suscribir a un crítico
anglosajón que supone al Melville poeta-enverso en ese lugar en el que se han establecido
Walt Whitman y Emily Dickinson. El gran valor
de este libro, además de divulgar a un
desconocido escritor proverbial, es conceder
al lector nuevas traducciones de poemas
alegóricos y fabulosos publicados en Mardi:
y un viaje más allá (1849); Moby-Dick (1851);
Las Encantadas, o las Islas Encantadas
(1856) y en Billy Budd, marinero, obra
terminada en los últimos días y publicada
tardíamente en 1924.
El último de los libros de Melville acaba en la
negra balada ‘Billy en cadenas’, cuyos versos
finales se hunden en la muerte y el olvido que
Schierloh no admite aceptar: “Sólo afloja estas
cadenas en mis muñecas, y empújame
despacio,/ tengo sueño, y las algas encenegadas giran a mi alrededor”.
Lejos de tierra & otros poemas,
de Herman Melville. Buenos Aires:
Bajo La Luna, 2008, 320 páginas.
Distribuye Ediciones del Puerto.
Novela de Klossowski
La horca eterna
Pierre Klossowski (1905-2005), hijo de una familia
de artistas e intelectuales (el ejemplar más famoso
ha de ser Balthus), frecuentó de joven la amistad
de Rilke y Gide, y tradujo al francés Poemas de la
locura, de Hölderlin, y la Eneida. Publicó sus
primeros textos en Acéphale, la revista de Georges
Bataille. Durante la ocupación alemana en Francia,
que coincide con su “profunda crisis religiosa”,
estudió teología. Su primera novela es tardía, de
1950. Su ensayo Nietzsche y el círculo vicioso, de
1969, aún tiene lectores y comentaristas. Cuando
Deleuze, Foucault y Blanchot le dedicaron sus
pensamientos, y Pierre Zuca y Raoul Ruiz algunas
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El Baphomet, de Pierre Klossowski.
Buenos Aires: Las Cuarenta, 2008,
128 páginas. Distribuye
Ediciones del Puerto.
Poemas de Luis Bravo
Intuición de la mudanza
de sus películas, Klossowski vivía su segunda
crisis: había decidido dedicarse a la pintura y
escribía sólo a veces. De su literatura, escribió
Deleuze en ‘Klossowski o los cuerpos-lenguaje’:
“Toda la obra tiende hacia una finalidad: asegurar
la pérdida de una identidad personal, disolver el
yo”. El Baphomet, de 1965, no es la excepción.
El prólogo de esta novela puede pasar por un
ignorado relato escrito en la Edad Media que narra
la infiltración y el espionaje de un paje en la secta
de los caballeros de la Orden del Templo, que
trabajó dos siglos bajo influjo feudal y fue
desintegrada en 1307 por los poderes monárquicos de Felipe IV. Las convenciones de los
Templarios se pervierten por la emboscada que
tejió una codiciosa señora que habita un palacio
premonitorio y mágico. Un juicio final asfixiante a
manera de ritual iniciático (el paje a la horca)
prepara al lector para los siguientes capítulos que
traman una novela teológica o de “pornología
superior” narrada sobre la eternidad como tiempo
y el cuerpo como deseo. Sobre ver y hablar dice
Deleuze en su ensayo: “el que habla participa en
la gran disolución de los yos, o incluso la dirige o
la provoca”. Esto sucede con el narrador de los
capítulos de esta historia de pensamientos
espantosos.
Los personajes de El Baphomet se despersonifican
(la rebelde Santa Teresa es protagonista): han
dejado de ser identidades para ser “intensidades”
en la transparencia de un “soplo”, devenir que no
tiene cualidad de alma pues ha perdido la memoria
de sí. Foucault creyó que Klossowski, que se
hizo cargo de la muerte de Dios anunciada por
Nietzsche, había abolido el Cielo y el Infierno. Este
mundo de frías abstracciones, en el que ningún
amor propio prevalece, desdice la virtud de los
nombres y anula el principio de contradicción, de
identidad y de responsabilidad: un eterno retorno
como suplicio ético y ontológico. La castidad se
confunde con la voluptuosidad, la inocencia con
la criminalidad, la atracción con la repulsión. El
joven que funda la ficción, juzgado por esos
caballeros que marcharon a la horca por decisión
del Rey y de la Iglesia (según el hecho histórico),
permanece colgado en el reino de la muerte, lugar
de esta novela francesa, mientras el “Gran Maestro
Templario” orienta el camino de los expirados ante
el Soplo Supremo. En cada mínimo aliento de
esta obra se hace ridículo el juicio de un Dios que
ha caído en desgracia.
Tantas cosas, desde Montevideo, ha hecho Luis
Bravo (1957) por la poesía de los últimos treinta
años: ediciones misteriosas, performances,
ensayo, crítica en la prensa. En Algo pasa por la
voz ha ‘revisitado’, en el taller de Casa Soles, sus
poemarios Lluvia (1988) y Gabardina a la sombra
del laúd (1989), ya agotados, junto a Liquen
(2003), cuya aparición en librerías se asemeja al
encuentro de un libro clandestino. “Algo pasa
por la voz” es un cruce de recomposición entre
los hallazgos críticos de Gerardo Ciancio y Alfredo
Fressia y una conciencia conceptual de la lengua,
la poesía y el silencio, de la
voz del otro que escucha y
modifica los hilos del
poema o los traduce o los
traiciona en el tiempo del
habla. La crítica como parte
del público, cree Levinas,
siente la necesidad irresistible de hablar, “tiene su
fuga en el espíritu del
escucha”. Esta plural antología es un episodio de
esa fuga.
La revisión de los textos, los
epígrafes que han de ser de
todos, los valiosos poemaprólogo y el epílogo ‘epivocis’, alcanzan de una
vez esa voz y grano de la música que ha escrito
una poesía “abierta” –como ha dicho Fressia– a
la posibilidad de ser hablada en el espacio
desintegrado del poema. Con la aparición de este
libro trifonte, se presentó la escenificación
Tamudando, “recital verbofonético” de Bravo y
ocasionales huéspedes en coro, música y danza.
Los poemas de este libro merecido valoran la
palabra como objeto del espacio y habitación del
silencio, como imagen y ausencia. Bravo continúa
los pasajes abiertos por e.e. cummings, Freud,
Magritte, la poesía concreta según Ferreira Gular,
la figuración del fotograma onírico y del lienzo, la
vigilia de lo hermético, la forma sobre un fondo
acústico cuya huella es rioplatense. De aquel
tiempo que trae ecos pero ya no la voz (1988,
veinte años noesnada), ha persistido el origen de
una poética: “escribir es la conciencia del
soñante”, “la lluvia abre el tiempo inmenso del
instante en múltiples sonidos al unísono”.
Algo pasa por la voz, de Luis Bravo.
Montevideo: Estuario, 2008.
184 páginas.
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