Muñequita linda

Transcripción

Muñequita linda
Muñequita linda
CUANDO
Muñeca murió -por completo y de la
noche a la mañana-, el barrio pareció recobrar para
siempre su estatura miserable, y la gente que empezó a salir por las noches a fumarse un cigarrillo solía mantener siempre la cabeza abandonada al desconsuelo. Así pues, los vecinos de la tercera cuadra
de la calle Virú se detenían en la puerta de sus casas, se saludaban con movimientos de cabeza, mientras miraban indiferentes cómo el olor espeso de las
frituras pasaba flotando en jirones, estirándose desde
los negocios de las vivanderas cerca del Parque Botánico. Luego volvían a dejar sus miradas colgadas
de la ventana de la habitación del viejo Marcos, en
los altos de la imprenta, donde oficiaba de guardián,
y desde donde volvía a derramarse la música del
tocadiscos: "Muñequita
linda ... de cabellos de oro ...
de dientes de perlas ... labios de rubí...". Pero la vida
ya no era igual, no, ya no tenía la consistencia flexible de los días capaces de ser vividos, pues una porción intrusa como de leche agria había terminado
por estropearlos.
_
La tarde anterior, los \cuatro vie'os 'ubilados con
\
Marcos
la cabeza, habían ido a enterrar a Muñeca.
-"Muñeca, Muñeca" (su nombre aún rebotaba con
.-'
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insistencia en cualquier conversacion de los vecinos). El amor que ella les había repartido en partes
iguales a los cuatro hubiera alcanzado hasta para un
regimiento de solitarios; pero ellos tenían su orgullo
y nunca quisieron compartirla con nadie más.
Los días que a Muñeca le tocaba vivir conlMa~9SJ
los vecinos de Virú oían brotar incansable, ya de día
o ya de noche, el mismo bolero afilado por la aguja
del tocadiscos Nordmende. Y no necesitaban entrar
en la imprenta, doblar hacia la derecha por el pasadizo, subir los ochenta y dos escalones de mármol
gastado y llegar a la habitación de él para saber que
estaba bailando con Muñeca, "chic tu chic", su cara
perdida entre los cabellos rubios, apretando la cintura -¡ay!, ya no tan estrecha como cuando era más
joven- e insistiendo con la rodilla pecaminosa entre
las piernas siempre núbiles de ella. Hasta que en
algún momento, si era de noche, la luz de las bombillas se desmayaba en sombras púdicas (Muñeca
nunca gustó de los escarceos amorosos a plena luz).
La siguiente semana, ella la pasaba con otro de los
cuatro viejos.
Hasta los vecinos de otras calles, como los de
Espaderos y Mariquitas, aseguraban oír la música,
que se esparcía por sobre los techos poblados de
trastos, como si alguien sacudiera la mugre de sus
frazadas, y al final todos quedaban con el alma despeinada por una vaga desazón.
Los cuatro vieícs habían ido a enterrar a Muñeca en
el cementerio Baquíjano y Carrillo, del Callao. An-
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te s, la habían velado en esa habitación de los altos
de la imprenta. Definitivamente, resultaron días difíciles para ellos y para todo el vecindario que aún
recordaba la histórica contribución de Muñeca al encumbramiento de Barrio Bajo como un barrio realmente popular; pues ya no sólo quedó como distrito
de antigua prosapia, de criollos jaraneros, de bardos
y poetas, sino que pudo sumar a esos blasones el de
barrio de bellas féminas. El título de Señorita Hermosura Nacional, celebrado trece años antes, se lo
había traído ella prendido de sus caderas, su busto y
su rostro angelical (¡eran tantas sus gracias!). Uno de
los bardos locales había cincelado la proeza de Muñeca en versos de rancia estirpe musical que cantaban orgullosos los vecinos: "Fémina de gracia sin
par, que a Barrio Bajo supiste dar, blasón de galanura ..." (aquí rumor de voces, choque de vasos y estruendosos "¡salud!").
El certamen de belleza se había realizado en el
tradicional auditorio de Radio Central. Fue la única
vez que una representante de Barrio Bajo obtuvo ese
título. Muñeca había salido triunfadora en una justa
entre muchas bellas, entre las que sobresalía Nanette, de Barrio Acero, un barrio que -abusivamente- se autonombraba tradicional; también Juanita
Regalado, cuya cintura de avispa podía ser encerrada
entre el índice y el pulgar de una mano, quien terminaría como esposa del gobernador de la ciudad;
además, Cuchita del Solar, bella y letrada, estudiante de periodismo en ese tiempo, carrera que luego
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MUÑEQUITA LINDA
seguiría como narradora
muchas otras.
de noticias
Avanzaron tanteando en la oscuridad, calculando el
lugar de la puerta de la oficina, donde Marcos ~olpeó
con los nudillos. Finalmente,
cuando sus OJos se
acostumbraron
a la penumbra, comprobó que estaba
golpeando la frente marmórea del ~ampiro. ¿Se~ía
cierto que les hacía el amor a los cadaveres de mujeres hermosas que traían para maquillarlas antes del
velorio? Por si las dudas, no había que dejar a Muñeca ni un minuto a solas con este degenerado.
Para eterna vergüenza de los otros funerarios, el
~m2iro
fue el único que pudo ofrecer u~ ata~d ~l
precio que ellos podían pagar. Aunque es JUsto indicar que se trataba de un ataúd de madera endeble
(Muñeca era frágil e ingrávida), con una delgada capa
de barniz diluido (Cleto podía robarse un poco de
barniz para darle otra pasada).
Toda la noche, los cuatro permanecieron
en el velorio. Primero tuvieron que esperar que por la tarde
el dueño de la imprenta, el chino Lam, anunciara
con profunda pena a sus empleados que había acabado la jornada, que se fueran todos, para que entonces los viejos, subrepticiamente,
trajeran cargando el
ataúd con Muñeca. Lo hicieron pasar por sobre las
resmas de papel bond del primer piso, por sobre la
máquina cortadora malograda y, finalmente, lo subieron por la escalera de mármol de ochenta y dos
escalones, cuya estructura crujió con desesperación.
en televisión,
y
Ni bien Muñeca dejó este mundo, los cuatro viejos
se dedicaron a buscar un ataúd adecuado. Visitaron
las diversas funerarias que recorren la avenida Mayorazgo, frente a la Morgue Central. Pero no hallaron un ataúd barato y decente donde poner límite a
las ilimitadas
formas de Muñeca. ¡La que varios
años atrás había honrado al barrio no conseguía un
ataúd decoroso ahora que había muerto definitivamente, de principio a fin! Estaba visto que algunas
veces la pobreza no permitía devolver los honores
recibidos. Por ello, muchos criollos hacían avanzar
sus penas a paso de tres por cuatro, en ritmo de
vals: "La pobreza mancilla honores, pero en medio
del fango brilla la gema del amor" (rumor de alguien
que en el fondo del bar se aclara la voz, que amenazaba con romperse en un llanto de pena).
Nadie había podido presentarles un ataúd decente
a cambio del puñado de monedas y billetes arrugados que los viejos lograron reunir luego de esculcar
bajo sus colchones de paja, vender trastos y finalmente pedir prestado con promesas fementidas. Al
final, andando y andando, recalaron en la funeraria
del Vampiro. ¿Sería cierto lo que se contaba de él?¡
la gente aseguraba que la historia había saturado las
crónicas rojas de la época, veinte años atrás.
~
avanzó en la penumbra cerrada de la funeraria del Vampiro, siempre a oscuras y olorosa a madera podrida, seguido por Rómulo, Cleto y Lucio.
En algún momento, Marcos volvió a dejar brotar la
canción. Movió el brazo entablillado con gutapercha
del viejo tocadiscos, llevó la aguja hasta el acantila-
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do del disco y desde allí lo dejó caer rebotando:
"Muñequita linda ... de cabellos de oro ... de dientes
de perlas ... labios de rubí...". La bombilla de la habitación se descolgaba desde el alto techo, tan alto
que se había quedado cansada a medio camino, por
lo que su fulgor mortecino no llegaba del todo hasta
esas figuras delgadas que de rato en rato se movían,
caminaban, trastabillaban y se iban corriendo por las
paredes.
Muñeca. Muñeca. Marcos miraba a sus amigos:
Lucio lloraba sentado cerca de la ventana, Cleto volvía a pasar una franela al barniz que aún parecía
algo húmedo, Rómulo volvía a encender las velas
que se apagaban. Afuera, en las calles cercanas, la
noche se había quedado detenida a las nueve en
punto y ya no quería avanzar por nada del mundo.
"Las penas hondas duran más en el alma del menesteroso" (una tos trabajosa se estira por sobre mesas
con vasos llenos de ron, mientras la guitarra teje
bordones extraviados).
La noche del concurso de belleza, el centro de la
ciudad estuvo más iluminado que de costumbre porque el gobernador iba a presidir el certamen. El amplio auditorio de Radio Central terminó por repletarse de invitados, políticos y periodistas a eso de las
nueve. La gente -sobre todo la que no asistió- contaría después que hasta los vecinos de otros barrios
siguieron, aplaudiendo y dando vivas, el carro alegórico donde al final se retiró la triunfadora Muñeca ,
flanqueada por sus damas de honor. La noche de ese
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día -desconcertada por el alcohol efusivo y la música incansable- perdió el paso y duró casi lo que tres
noches en Barrio Bajo, en medio de fiestas en la municipalidad Y en las calles.
Pero ni esa prueba de jerarquía había servido para
algunos, o algunas. Sobre todo para los de Barrio
Acero, quienes encumbraban a la Nanette, supuestamente traída de Francia. Por ese motivo se registraron escaramuzas entre los vecinos de los dos barrios,
especialmente en las celebraciones de Fiestas Patrias. Marcos y los otros tres varias veces habían debido hacer frente a punta de escobazos a varios viejos de Barrio Acero quienes, ayudados por una sarta
de maleantes, sifilíticos, tuberculoso s, lúmpenes y
sidosos pretendían dejar establecido que la Nanette
era superior cuando se trataba de dar amor a los desvalidos. ¡Habrase visto!
¿Pero cómo se iba a comparar esa meretriz de
plástica bajeza con la Muñeca de ellos? La Nanette,
en la actualidad, era ya sólo un despojo pintarrajeado que arrastraba sus años otoñales entre viejos alcohólicos y drogadictos. No era como Muñeca. Aunque es de hidalgos reconocer que la Nanette era de
buena factura, traída de Minnesota y no de Francia
(como se especulaba equivocadamente debido a su
nombre de combate y a su pasión por los perfumes
de ese país)¡ pero su naturaleza ramplona dejaba notarse en que había formado parte de un lote ya acabado, de los que alguna vez se envió a Vietnam para
apaciguar los ánimos venéreos de los soldados. Por
ello mostraba sin pudor numerosas mordeduras en
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zarrapastrosos como los de Barrio Acero. Y fue a
el cuello y en los muslos, que felizmente no habían
llegado a desgarrar toda la piel.
buscarlos.
Muñeca había llegado al país dentro del maletín de
piel de cocodrilo de un contrabandista panameño
que venía de Miami. En una kermés en favor de los
enfermos de la Asociación de Ex Combatientes del
Cuarenta, Marcos había oído el comentario: el contrabandista ofrecía "una hembra de primera, de las
fácilmente inflables", traída de Estados Unidos -nada menos-, ese gran país. Sólo después de varios tragos, se animó a pedir la dirección.
Al otro día, luego de su turno de ayudante de almacén en un ministerio -aún no se había registrado
la ola de despidos en las instituciones públicas-, fue
a visitar al contrabandista. Éste le dijo que Muñeca
era de un material que ya no se usaba, porque justo
después de ella se prohibió su libre comercialización, para usarlo sólo en la fabricación de trajes para
astronautas de la NASA. Habló maravillas de Muñeca, de sus bondades, de sus costumbres; pero lo que
más convenció a Marcos fue el rostro perfecto y las
formas finas de ella. Se enamoró sin remedio.
No quería dejar pasar la oportunidad y trató de
conseguir dinero a como diera lugar. Si vendía lo
poco que había juntado en toda una vida de 67 años
-lo cual, bien apretado, cabía en un costal de avena
Tres Chanchitos-, con las justas llegaba a la cuarta
parte del precio. Al final se le ocurrió: si puede darme amor a mí, también podría dárselo a otros. Claro
que a conocidos, a gente respetable como él, y no a
Dos días después se apareció donde el contrabandista, con los otros tres viejos, quienes deseaban ver
con sus propios ojos a Muñeca. Sólo bastó unos minutos para que todos estuvieran de acuerdo. El contrabandista volvió a soltar su speech sobre la piel y
los astronautas. y añadió que, debido a la mezcla
usada en ese material, tenía un calorcito bien rico:
"Toquen, toquen". Los viejos tocaron con dedos trémulos y -"sí, sí, claro"- sintieron que adentro latía
un corazón amoroso, mientras afuera resplandecía
ese rostro, esos ojos y esa boca siempre a punto de
hablar.
La trajeron en una caja de cartón plastiíicado de
30 x 30 cm. Fueron al cuartito donde dormía Marcos y allí, desesperados por verla crecer, soplaron y
soplaron hasta casi dejar la vida en el esfuerzo. Luego, al apreciar todo ese continente erguido vibrando
frente a ellos, concluyeron que era más bella de lo
que les había parecido al inicio. Acordaron que la
rotarían, cada uno de los cuatro la tendría una
semana.
El único problema que advirtieron más adelante
fue que en los instantes de pasión, cuando después
de perder la cara entre sus cabellos rubios alguno de
los viejos acezaba empujado por la fuerza que tanto
había demorado en reunir, de pronto ésta parecía
acusar recibo de un poco de agua fría cuando veía,
justo detrás de la oreja izquierda, la etiqueta que
algún diseñador inconsciente había decidido colocar
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MUÑEQUlTA
precisamente allí: Made in USA. Pero con el tiempo
llegaron a acostumbrarse a ello, como a tantos caprichos de Muñeca.
Durante estos años, Muñeca también había ido envejeciendo, aunque -claro- en ella era menos ostensible que en ellos. Sus ojos adquirieron un relente de vaga pesadumbre, porque la vida se había tornado mucho más dura en el país. Algunas veces
Marcos la dejaba sentada mirando la calle a través
del tul de la ventana, y a ella se le humedecían
los
ojos al advertir tanta pobreza, al ver pasar alguna
manifestación
de despedidos, uno que otro asalto, y
al comprobar cómo el barrio se había ido viniendo
cuesta abajo. En sus pestañas temblaban algunas lágrimas. No era la garúa de la ciudad, sino lágrimas,
que ella trataba de disimular. Es que todo se iba
deteriorando y la gente debía hacer lo indecible para
sobrevivir: trabajar en más de un lugar, escatimar
gastos y muchos hasta armar negocios de venta de
comida a las puertas de sus casas, adonde nadie
acudía.
y últimamente
los cuatro viejos habían sentido
que, cuando Muñeca hacía el amor con ellos, se
quejaba de la espalda, específicamente
de dolor a las
costillas. Siempre había padecido de dolores 6 la espalda. El contrabandista
mismo les había confesado
que ella, antes, había vivido -brevemente,
es ciertocon un coronel norteamericano
alcohólico, mutilado
en Carea, que la golpeaba. "La belleza no condice su
existencia con el hedor del fango" (ruido de una bo-
LINDA
tella de licor que cae rota al suelo y su contenido
derrama por entre el aserrín).
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se
Entre los cuatro viejos, Lucio era el má: t~mper~1 bebía mucho Desde joven habla sido así.
menta
Marcos ypo díla dar fe de 'ello , porque lo .,conocía desde
los años cincuenta, época en que LUClO entro a tr~bajar en el mismo ministerio. Luego, cuan?o se divorció y más adelante sus hijos ya no q~enan saber
nada de él, Lucio se había hecho más arrugo de .MarAhora se dedicaba a lavar platos en la trastienda
~~s~n restaurante
chino. "La ingratitud te aplasta,
pero no te puede matar" (alguien llora, y otro lo calma dándole oalmadas en el hombro).
,
Por su parte Cleto era el que menos requena a
Muñeca, debid~ ~
problemas de la próstata, qu.e
se le inflamaba con sólo orinar. Culpa ~e las ~am1natas seguramente, porque Cleto se ded1ca~a, Junto
con Rómulo, a comprar y vender trastos y f¡err~~ en
. . lo . A lo que conseguían le daban
una
un tncic
,
1 lijada
y una mano de pintura y lo rev~nd1an a os negociantes de los mercadillos.
Vanas veces, cuando
Marcos había ido a ver a Cleto durante su semana
de suerte, lo había hallado mirand? por la ventana
de su cuartucho, con Muñeca vestida y sent~da en
illa sólo dialogando con ella, sobre el tiempo,
una Sl ,
1
'
1 1 del
las inundaciones
en el norte de pais, e a za
dólar¡ sobre tantas cosas.
Hasta que hace dos días por la tarde, justo .?espués
de que Marcos acababa de frotarse con un~ento
l~
rodilla derecha que solía dolerle por el fno, lleg
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Rómulo corriendo a la imprenta. "¡Se nos muere.
Muñeca ... se nos muere!".
Ambos fueron corriendo hacia el cuarto de Lucio
ubicado en una miserable quinta de casas detrás d~
un mercado. Y mientras corrían, acezando, deteniéndose a ratos para tomar aire, palmeándose el pecho,
Cleto le había informado: Lucio, que por esa semana
tenía a Muñeca, había llegado borracho a su habitación y se había puesto a bailar y a beber ron con
e~la, profiriendo lisuras contra el gobierno y pretendiendo tratarla como a una simple pelandusca: "Ya
sabes cómo es él cuando está ebrio". Cansado y triste -se le daba por llorar y hablar de su familia ingrata cuando bebía-, Lucio se había puesto a bailar con
ella. Había olvidado que cuando a Muñeca la trataban mal, se enfadaba y decidía no hablar. Además,
ella nunca bebía -el licor le producía gases- y aborrecía el lenguaje procaz de los borrachos. Lucio
ir.~itado y luego sollozando, le había pedido que l~
dijera que lo quería, pero que lo quería como a un
verdadero hombre y no como a un viejo solitario
que habla consigo mismo. Mas como ella se mantuviera en silencio, ciego de ira y de alcohol le había
propinado una feroz dentellada en el cuello.
"Se nos muere ...". Entraron al cuartucho y Marcos advirtió la dimensión de lo sucedido. Desde el
primer vistazo, supo que ya no había nada que hacer. Ella se moría, sin remedio. El aire se escapaba,
entreverado con la vida y el ánima de Muñeca.
Estaba echada sobre un viejo sofá destartalado
con las ojeras acentuadas y más pálida que nunca.
A
MUÑEQUlTA LINDA
su lado, arrodillado, sin camisa y sólo en bivirí, que
dejaban ver el torso raquítico y la piel con pecas de
senilidad, permanecía Lucio, implorando: "Por favor,
perdóname, Muñeca".
.
Muñeca lo miraba y, sin decir nada -no era necesario sus ojos lo decían rodo-, lo perdonaba. También 'miró a los recién llegados Y pareció qu~rer hablar. "Calla, no hagas ningún esfuerzo", le dijo M~rcos, y se dedicó a revisar la herida. En un vano mtentó, le pusieron un retazo de gasa, cola gel, un poco de alcohol y hasta vendas reforzadas, pero nada.
Se les moría.
Más tarde llegó Bómulo. Cuando abrieron la ~uerta para dejado entrar, vieron que afuera. se ~rraclmaba mucha gente, muchos vecinos sohda~lOs en el
dolor, con expresión contrita¡ algunas mujeres ~ezaban murmurando bajito. "El dolor de los de abajo se
comparte cual si fuera oro" (la guitarra desgrana sus
notas mientras se oye que alguien abre otra botella
de ron).
Al día siguiente por la tarde, poco antes de la ~ora
de llevar a Muñeca al camposanto, Marcos echo la
última mirada a través de la ventanita del a:aúd.
Ella estaba vestida con su traje rosado de dommg~,
ese de falda hasta las rodillas y saco corto, y ten:a
los ojos, ¡ay!, definitivamente cerrados. Le parecía
extraño veda así, porque ella ¿cuándo había cerrado
los ojos? Siempre los había mantenido abie~t,os, ya
fuera de noche o de día, a solas o en compama¡ ~us
ojos siempre habían envuelto con la luz de su mira-
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da lo que la rodeaba: cuartucho s malolientes, trastos
miserables, gatos derrengados y viejos solitarios.
A eso de las cinco de la tarde, un poco retrasados
porque Cleto demoró en conseguir corbatas negras
para él y Rómulo, los cuatro salieron con el cortejo.
Abandonaron
la imprenta por el portón de fierro y
se encaminaron hacia la avenida Grau.
Marcos y Cleto iban adelante, Rómulo y el inconsolable Lucio, quien no cesaba de llorar, seguían
atrás. Iban con el ataúd en hombros, muy lentamente debido a la exigencia de las circunstancias
y sobre todo a la incertidumbre
de sus piernas. A su
paso, habían salido los vecinos a las puertas de sus
casas, a las azoteas, mientras un grupo numeroso
formado por adultos, niños y perros seguía detrás en
silencio. La masa inundó la cuadra cinco de la avenida, donde un desconcertado policía de tránsito demoró más de la cuenta en hacer sonar su silbato
para que los vehículos dejaran pasar el cortejo. La
gente que observaba desde las veredas permaneció
un buen rato viéndolo alejarse calle abajo, por entre
los edificios sucios de hollín, hasta que se convirtió
en una mancha a lo lejos, un poco de humo en el
aire y finalmente hizo iplop! y desapareció del todo.
Ahora que todo había pasado, los vecinos del barrio
volvían a salir por las noches a la puerta de sus
casas, con la excusa de tomar el fresco, y se quedaban oyendo la música que puntualmente
se derramaba desde la ventana del viejo Marcos: "Muñequita linda ... de cabellos de oro ... de dientes de per-
MUÑEQUITA LINDA
di ba con la misma len" L música se desper 19a
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a sentir eso que
rnaba la felicidad y que ya no
que alguna gente 11a 1
el verdadero amor, se
sentiría jamás porque e lam?l'
('Salud!).
gozaba sólo una vez en a Vi a. I
Premio Juan Rulfo 1998.
Las cartas
EL verano
llegaba a la capital y con él se acercaba
el fin del año académico en la universidad. Por las
tardes iba a mi oficina, en el segundo piso del pabellón de profesores, cerca del auditorio, y desde allí
veía retozar a algunos alumnos en el césped cercano
a la cafetería, a la sombra de las acacias.
Una de esas tardes, me acerqué a la oficina del
decano. Debía ponerme de acuerdo sobre unos artículos que me publicaría la revista de la facultad.
Al salir, me detuve en Registros, donde los profesores firmamos la asistencia. Saludé a Carmen, la
secretaria, mientras yo abría el cuaderno de tapas
azules. Al igual que otras veces, Carmen aprovechó
para contarme de su aburrimiento, de sus ansias de
que llegara el fin de semana para irse a la playa con
su esposo y sus hijos. No sé por qué algunas personas se muestran particularmente confesionales conmigo; será porque las dejo hablar y las oigo atentamente. Aunque les sorprendería saber que muchas
veces no estoy tan atento como parezco, sino envuelto en mis propias preocupaciones.
Precisamente, en ese momento, yo estaba más
interesado en observar disimuladamente mi casillero de la correspondencia: no, esta vez tampoco ha87
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JORGE NINAPAYIA DE LA ROSA
bía carta para mí, como venía sucediendo en estas
últimas semanas. ¿Por qué Susana no me escribía!
Ya había pasado un tiempo más que razonable para
que lo hiciera.
Me dirigí a mi oficina, desanimado. Había quedado con Susana en que me escribiría cuando estuviera en Pueblo Azul, el primer punto de su viaje de
vacaciones por el norte. Pero ya hacía como mes y
medio que había salido para allá, junto con su madre y la prima Laura, y yo no tenía ninguna noticia.
Cuando se fue, me había propuesto no escribirle
sino hasta después de que ella lo hiciera. Sin ernbargo, dos semanas después de su partida, ya le había
enviado dos cartas, una casi detrás de 1.2. otra. En la
primera, le preguntaba escuetamente
cómo le iba,
qué le parecían los lugares que estaba visitando.
Pero en la segunda, que escribí una noche de extrema depresión, me atreví a preguntarle qué pensaba
sobre lo que habíamos hablado la víspera de su viaje, y si ya había tomado alguna decisión.
Al día siguiente, cuando entraba en Registros, hojeando distraídamente
unas revistas, me crucé con
la profesora Martita que llegaba apresurada. Nos
saludamos y ella se dirigió al lugar de los casilleros
a revisar su correspondencia.
La" conocía. desde mucho tiempo atrás. Tenía una cátedra de Historia y
era muy apreciada en la universidad. El año que empecé a estudiar aquí, me había enseñado un par de
cursos.
LAS CARTAS
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Mientras yo firmaba en el cuaderno, me di cuenta
de que Carmen observaba a la profesora; luego me
miró y me hizo un ademán con el mentón para que
me fijara en Martita, quien seguía revisando su correspondencia,
desechando folletos y buscando algo
con interés.
Martita dejó una carta en la casilla de Envíos, que
el empleado encargado llevaría al correo por la tarde,
y se marchó. Carmen permaneció
observando a la
profesora cuando ésta salió al patio, y aun después,
cuando pasó por el jardín que rodea el decanato.
"Está esperando noticias importantes",
dijo luego.
"Carta de un caballero". No dije nada, aunque entonces comprendí
por qué últimamente
Martita
mostraba tanto interés por la correspondencia.
-Últimamente
le ha dado por escribir... -dijo Carmen-. A su prometido.
-¿Su prometido ... ?
Pregunté, aunque sabía muy bien de qué hablaba.
Nuestra universidad
es como un pueblo pequeño,
todo se sabe, de todo se entera uno. Hace poco,
cuando una profesora se divorció de un colega, ella
tuvo que marcharse a Argentina porque no podía
soportar los comentarios ni las historias que se tejían a sus espaldas.
Carmen empezó a contarrne, con esa manera detallista y casi didáctica que tiene. Yo sabía casi todo
aquello, pero la dejé hablar. Martita había estado a
punto de casarse con un antiguo actor de teatro que
luego dejó las tablas para dedicarse a los negocios.
Se decía que la familia de Martita, o ella misma, no
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¡ORGE NINAPAYTA DE LA'ROSA
había aceptado el matrimonio con el actor porque
en esa época alguien dedicado a ese arte representaba la vida disoluta; creo que precisamente ese hombre era un ejemplo cabal de ello. La cosa es que no
hubo matrimonio. Después, el actor se casó, enviudó y a la vuelta de varios años estaba otra vez en la
vida de Martita, quien siempre permaneció soltera.
El ex actor quería casarse con ella y parece que ahora sí Martita aceptaba. Así andaban las cosas.
Carmen sabía, además, que el ex actor se hallaba
en un pueblo de Chiclayo, en casa de uno de sus
hijos; allá aprovechaba los baños termales de la región para paliar su reuma. A ese lugar le escribía
Martita con regularidad; pero debía haber problemas
con el correo, porque hace tiempo que no recibía
respuesta.
Conocí a Susana el verano anterior, en una muestra
de egresados de artes plásticas. Charo, una de mis
amigas, a quien yo asesoraba en su tesis, había
logrado arrastrarla con mucho esfuerzo hasta allí,
donde yo fungía de coordinador de la muestra.
No me impresionó mucho cuando Charo nos presentó, y entiendo que tampoco le resulté muy especial que digamos, Me hallaba más atento a lograr
que los invitados de honor, unos funcionarios del
Ministerio de Educación y de la embajada que promovió la muestra, no se aburrieran más de la cuenta. En cierto momento me dediqué a observar a Susana y la vi deambular indolentemente por entre la
gente, sin mucho entusiasmo, como si le diera lo
LAS CARTAS
91
mismo estar allí o en algún parque público; miraba
aquí y allá, leía algún título de las obras, apreciaba
algún detalle nimio.
Al marchamos, llevé a las dos en mi auto. En ese
tiempo yo vivía cerca de la casa de Charo, en Barranco, y resultó que la de Susana estaba a poca distancia, por lo que no tendría que desviarme mucho
de mi ruta. Los tres fuimos hablando de cosas sin
importancia, de la muestra, de la universidad. Susana se bajó primero, luego Charo, lo cierto es que
cuando llegué a mi departamento, pensaba en varias
cosas menos en Susana. Al despedimos, Charo me
había confirmado que me esperaba en su casa el próximo sábado para seguir con su trabajo de investigación.
Por esas semanas, Charo estaba a punto de concluir su tesis, y yo la ayudaba porque además de ser
mi amiga es hija de uno de mis antiguos profesores
del colegio. Los sábados iba a su casa, almorzaba
con la familia, luego en la sobremesa conversaba un
rato con mi antiguo profesor. Solíamos referimos a
la vida de mis ex condiscípulos y a sus labores profesionales. Más tarde, Charo y yo volvíamos a sumergimos en su tesis: "La educación inicial: una
propuesta metodológica".
El sábado, Susana apareció por la casa de Charo
casi al final de la tarde. Entró en el estudio precisamente cuando trabajábamos una parte importante
de la tesis y, de pronto, todo perdió su densidad académica. Tenía esa facultad: la de restar solemnidad a
las cosas. La verdad es que nos olvidamos de la tesis
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JORGE NINAPAYTA DE LA ROSA
y estuvimos hablando de otros temas, entre ellos,
acerca de un nuevo ministro de gobierno, que resultaba ser tío lejano de Susana.
Toda la conversación fue muy amistosa y nada
más. Por eso me sorprendió lo del siguiente sábado.
Charo pareció no mostrar demasiado interés en su
tesis, incluso empezamos a trabajar un poco más
tarde. Aunque durante el almuerzo me había convencido para que fuéramos a un cine cercano, porque pasaban un estreno policial.
Después de media hora de que habíamos empezado a trabajar, llegó Susana: Charo la había invitado
para ver la película. En algún momento, Susana y yo
nos quedamos conversando en el estudio, sobre el
familiar que era ministro, sobre el trabajo en la boutique de su mamá. Y, la verdad, en ese momento
empecé a veda de manera diferente, con más interés. Tenía una gracia especial cada vez que se movía, cuando hacía un gesto para entregar algo, al sentarse y cruzar las piernas; un aire de vaga sensualidad brotaba de su cuerpo en movimiento. Me confesó que desde pequeña había estudiado ballet y que le
gustaba cantar.
Luego vino Charo y dijo que no se sentía tan bien
como para ir al cine, la comida le había caído algo
pesada.
-Pero, ¿por qué no van ustedes dos? -nos propuso,
con descarado entusiasmo.
Susana sonrió y no dijo nada. Por mi parte, no me
hice de rogar. Durante la película casi no hablamos,
pero al regresar, caminando por el malecón, venía-
LAS CARTAS
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mas conversando como VIeJOSamigos. Ella me hablaba de que le encantaría viajar a Estados Unidos, a
Texas, donde tenía unos parientes. Más tarde, un
muchacho que vendía rosas se nos acercó; ella sonrió mirándome y yo metí apresuradamente una mano al bolsillo para buscar unas monedas. Luego seguimos conversando, como si nada hubiera pasado.
Cerca de su casa, nos despedimos con un beso en la
mejilla.
El siguiente sábado, luego de que terminé de trabajar con Charo, vino Susana y salimos tan naturalmente como si todo hubiera estado acordado. Fuimos a pasear por el malecón. Caminé un buen trecho a su lado sin decir nada, embargado por una
agradable sensación de plenitud.
Desde hacía algún tiempo, no tenía una mujer a
mi lado. Por las noches, cuando llegaba a mi departamento, me quedaba viendo televisión hasta tarde,
hasta que me dolía la vista, y me tendía con la cabeza colgando de la cama y los ojos cerrados, pensando
en viajar, quizá a lea, donde mi familia.
Pasando el malecón, cerca de un parque casi solitario, la tomé de los hombros y la besé, suave y largamente. Luego nos quedamos mirándonos, sin decir palabra, mientras yo trataba de determinar qué
había sentido dentro de mí. Ella recostó su cabeza
en mi pecho, y nos quedamos abrazados largo rato
oyendo a lo lejos el rumor del mar. "Me gustas", le
dije. Y no sabía por qué me había apresurado a decido. Creo que para no tener que mentir diciéndole
"te quiero". Y sé que ella fue la más franca cuando
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JORGE NINAPAYTA DE LA ROSA
dijo que también yo le gustaba -sólo eso-. Sentí que
estaba iniciando una relación más, de esas que habían poblado mi vida y que no dejaban gran huella
ni hacían mucho daño .
. Así empezamos. Yo solía esperarla a la salida de
la boutique o al frente de un pequeño cine. Algunos
fines de semana, íbamos a una discoteca de Barranco. Debo reconocer que desde el comienzo, sentí
que no era una relación con mucho futuro. Por esto
no quise poner todo de mi parte, no quise comprometerme. Al inicio, creí que ella se había enamorado de mí y que quizá esperaba llegar a algo mucho
más serio, pero después me aclararía que nunca llegó a pensar eso.
Al final, todo acabó tranquilamente. Sucedió una
noche cuando salíamos de una fiesta de cumpleaños.
Las últimas semanas yo había estado ocupado con
mis clases, ella atareada con la apertura de otra boutique de su mamá, y no nos habíamos visto demasiado. Le dije que iba a estar muy ocupado de allí en
adelante, y por su parte ella me explicó algo parecido. Por último, nos miramos sonriendo, comprendiendo que ése era el final. Un final poco romántico,
es cierto. No nos dijimos más porque no era necesario, simplemente que ya nos comunicaríamos, ya
hablaríamos.
-Lo último que se pierde es la esperanza -dijo
uno. de mis alumnos al concluir su exposición en
clase. Los demás rieron al recordar que ésa es: una
frase que yo suelo repetir.
LAS CARTAS
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Habíamos estado estudiando el tema del amor en
los cancioneros españoles del siglo xv y ahora los
alumnos exponían sobre un autor de su preferencia.
El nuevo ciclo logró que me involucrara del todo
en mis temas de enseñanza¡ había temporadas en
que sucedía eso, aunque en otras me la pasaba como
desanimado y buscando en qué distraerme. Por esos
meses no sucedió nada llamativo en mi vida, salvo
que me cambié de departamento.
En las vacaciones de mitad de año yo había estado a punto de viajar, pero al final no lo hice, me desanimé. Fue entonces cuando aproveché para mudarme a un lugar más cercano a la universidad. Era más
amplio y, sobre todo, quedaba en una zona no tan
húmeda. Siempre he padecido de los bronquios Y; a
pesar de ello, más por pereza y costumbre, viví en
medio del clima húmedo de Barranco cerca de siete
años. En mi nuevo distrito podría salir a correr y a
hacer ejercicios por las mañanas en los parques cercanos.
Casi a finales de invierno, en agosto, me encontré
con Susana en la fiesta de cumpleaños de un amigo
pintor. No sabía que ella iba a estar allí¡ de haberlo
sabido, seguramente que yo no hubiera acudido, lo
que hubiera sido una gran tontería pues el encuentro resultó muy agradable.
Esa noche, cuando la vi, vestida con un traje
negro escotado, el cabello recogido atrás y los hombros desnudos, descubrí que traía guardados deseos
de volver a tenerla a mi lado y de besarla otra vez.
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JORGE NINAPAYTA DE LA ROSA
Me acerqué a hablar con ella y luego casi no me
moví de su lado. Bailamos varias piezas seguidas,
confundidos entre el resto de la gente. Yo -ayudado
por varios pisco SOUI- me sentí lo suficientemente
desenvuelto
como para decide que la encontraba
linda, más que otras veces¡ y ella sonrió halagada.
Más tarde, salimos al jardín y estuvimos conversando, alejados de los demás, oyendo la música como si
llegara de lejos, tomados de la mano.
Nos marchamos
juntos de la fiesta, pero antes
ella se despidió de los amigos con los que había venido¡ les dijo que estaba cansada y que yo la iba a
llevar a su casa. Pero no fuimos a su casa, sino a mi
departamento.
Entramos sin encender la luz, porque
ella me lo pidió, y luego nos besamos en la penumbra. Hicimos el amor con precipitación,
acuciados
por un repentino deseo mutuo.
Luego nos quedamos descansando, abrazados, percibiendo el rumor de la noche que entraba por la
ventana. Yo quería que ella se quedara, y sabía que
ella deseaba lo mismo, pero me explicó que debía
estar en su casa antes del amanecer.
Nos vimos un par de veces más en mi departamento. Hasta que me contó sobre Gustavo. Se trataba de un amigo, me dijo al comienzo; pero luego me
explicó la verdad. Era un antiguo amante, que volvía
cada cierto tiempo a ella como quien vuelve al redil
después de haber extraviado el camino. "Es como un
hábito", añadió.
Esa vez, estábamos en la cama. Ella seguía hablando, refiriendo prolijamente su historia, añadien-
LAS CARTAS
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do detalles. Me hallaba con la cabeza casi colgando
de la cama y los ojos cerrados, sin decir nada. Trataba de entender aquello, sobre todo por qué esa historia me hacía daño, si yo estaba convencido de que
Susana era un asunto pasajero y nada más.
En la siguiente oportunidad que nos vimos, lo primero que me dijo fue que Gustavo la había llamado
la noche anterior.
-¡Si tanto te interesa, por qué diablos no te vas
con él! -le dije, repentinamente
furioso.
Ella retrocedió hacia la puerta, sorprendida porque
nunca me había visto enojado, y se marchó sin decir
nada más.
Entonces dejamos de vemos. Hasta la fiesta de la
víspera de su viaje, en casa de Charo. Lupita, la hermana menor de Charo, cumplía veinte años y mi
antiguo profesor había decidido festejado a lo grande. Saludé a Susana como si se tratara de una vieja
amiga. Ella parecía más tranquila, menos efusiva.
Deduje que algo no debía andar tan bien en su vida.
En fin, pensé, ya no era cosa que me importara.
Bailé con Lupita, con Charo, con las amigas de
ellas. Recuerdo que, mientras bailaba con Charo,
ella comentó, sonriendo y mirando de reojo a Susana: "Parece que la historia de ustedes quedó atrás,
¡no?". Yo puse cara de no saber nada y bromeé:
"¡ Historia ... ? ¡Qué historia?".
Susana conversaba
más allá con unas amigas¡ parecía pensativa y no
hacía nada por divertirse. En la primera oportunidad que tuve, me acerqué nuevamente
a ella. Ahí
me contó que al día siguiente salía de viaje.
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JORGE NINAPAYTA DE LA ROSA
Casi a medianoche estábamos en el jardín, hablando de su viaje, de lo bonito que era el norte, '
mientras yo volvía a sentir unas ganas terribles de
besarla. Más tarde, cuando ella estaba riendo por un
comentario que hice, no pude más y la besé. Ella me
miró sorprendida, sonrió un poco y luego se puso
seria. Pero antes de que dijera algo, empecé a hablar.
Me hallaba algo embriagado, por eso me atreví a
confesarle: estaba enamorado de ella, me daba cuenta de que la necesitaba, no sabía cómo había pasado,
pero así era. Ella sonrió muy comprensiva cuando
me dijo que yo le gustaba, que era muy tierno y
agradable, pero que debíamos hablar de esto en otro
momento. Quizá después de su viaje. Yo no quería
esperar tanto y le pedí que lo meditara en los próximos días y que me escribiera, haciéndome saber lo
que había decidido.
Unos días después, cuando pasé por Registros, encontré a Martita pegando estampillas a una carta.
Luego de que se marchó, pude observar la carta. Estaba dirigida a Armando Castro. "Nombre de actor",
pensé, de actor de la vieja escuela. En ese momento
me entraron malos pensamientos. Me hubiera gustado saber lo que decía, abrirla y leer sin que nadie se
diera cuenta. Por otra parte -para variar-, en mi
casillero no había carta.
Pensé que Susana deseaba tomarse su tiempo para
responderme. Pero yo hubiera preferido que no demorara tanto y me dijera que sí, que íbamos a intentarlo, con más seriedad y deseos de compromiso que
LAS CARTAS
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antes. Desde muy joven he tenido la costumbre de
rehuir las responsabilidades, sobre todo de evitar
comprometerme afectivamente hasta un punto en
que no pueda alejarme sin mucho esfuerzo; es una
forma muy cómoda de vivir, aunque más adelante
siempre llega el momento en que uno se pregunta si
todo esto ha valido la pena. Me acordaba de los momentos cuando Susana y yo nos conocimos; si entonces yo me hubiera decidido a crear algo entre
nosotros, quizá todo habría ido mejor.
Por las noches pensaba en ella, bebía de una botella de Bacardí y me dormía muy tarde. Se me ocurría que, probablemente, ella no había recibido mis
cartas.
El domingo siguiente, me aparecí por la casa de
Charo. Almorzamos con el profesor y toda la familia. Luego, para obtener alguna información, pregunté a Charo, como quien no quiere la cosa, qué era de
la vida de "nuestra amiga Susana".
Debo haber preguntado con perfecto desinterés,
pues Charo se animó a confesar me, también con
desinterés, que Susana había estado saliendo con
alguien, un muchacho del norte. Sentí que una bola
de algodón ascendía desde mi estómago. Pero tuve
la suficiente presencia de ánimo para preguntar
quién era.
-Un tal Gustavo -me dijo-o Pero tú no lo conoces.
Durante los siguientes días estuve pensando, imaginando muchas situaciones. Quizá ella había ido al
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JORGE NINAPAYTA DE LA ROSA
norte para verlo. Quizá todo era coincidencia. La
verdad, no sabía qué pensar.
El lunes siguiente no vi a Martita, pero descubrí
que en la oficina había dejado una carta para el
correo. Permanecí mirando el sobre, de bordes azules. ¿Qué le diría al ex actor? Hubiera dado cualquier cosa por enterarme. En ese momento, Carmen
se hallaba en el cuartito de los archivos. Entonces,
sin pensarlo más, tomé la carta de la casilla de Envíos y me la guardé en un bolsillo de mi saco.
Salí con dirección a la cafetería para profesores. Y
allá, en una mesa alejada, abrí la carta con mucho
cuidado. "Querido Armando", empezaba, con una
caligrafía de letras redondas y mayúsculas alargadas. Era sólo una página. Martita preguntaba a Armando si se hallaba mejor de sus males y por qué,
luego de haber recibido sólo una carta de él, no tenía ya más respuestas. ¿Había problemas con el correo de allá? Y le recordaba, por si sus otras cartas
se habían extraviado, que estaba pensando vender la
casa familiar. Su hermana y ella habían decidido que
era lo mejor, para adquirir otra propiedad más alejada del centro de la ciudad. Ésta se iba llenando de
gente y ese sector, que antes había sido muy tranquilo y agradable, ahora se había tornado muy difícil. Al final, Martita le recordaba que no dejara de
escribirle.
El día siguiente, por fin recibí carta de Susana. Más
que sentirme contento, como había esperado, me
envolvió un repentino temor cuando vi mi casillero;
••
LAS CARTAS
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tuve que disimular el desconcierto mientras procedía a tomar la carta y guardárrnela. Me marché
hacia mi oficina, pero no pude esperar a entrar en
ella; la abrí en mitad del pasillo, aprovechando que
no había .•gente por allí, y empecé a leerla.
Susana me explicaba que se había encontrado con
Gustavo durante su viaje, que en ·realidad desde
hace algún tiempo se habían reconciliado, y ahora
hacían planes para casarse. Que la disculpara, que
yo era muy cariñoso y dulce, pero lo que sentía por
Gustavo era otra cosa. Mientras leía, adivinaba que
ella había evitado decirme que allá estaba pasando
"días divinos" -era su frase habitual-, para no entristecerme. Me explicaba, en un par de líneas, que
había pensado en "lo nuestro", que "fue lindo" y
que nunca lo olvidaría. Quizá para que su felicidad
no me resultara demasiado ostentosa, me decía que
quién sabe si le iría bien, pero que lo iba a intentar
con Gustavo, a pesar de los problemas que habían
tenido. Y nada más, saludos, besos.
Entonces empezó a desmoronarse el edificio de
ilusiones que yo había estado armando durante estas
últimas semanas. Ya no volveríamos a estar juntos;
ya no experimentaría lo que era vivir con una mujer
tan vital, alegre y deliciosamente
sencilla; ya no
dejaría esta soledad que empezaba a causarme daño.
Me marché a mi departamento.
Estuve tendido
sobre el sofá, pensando en lo mismo, en ella. Hasta
que me acordé de la carta de Martita. Para algunos
las oportunidades
se dan sólo una vez; así había
pasado conmigo. Por no haberme decidido cuando
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JORGE NINAPAYTA DE LA ROSA
debía, yo había terminado perdiendo.· Entonces, para
descargar mis penas, jalé la máquina de escribir, puse una hoja y empecé a teclear. Era una carta franca,
en la que Martita aparecía confesando al ex actor
que había decidido casarse con él, que no podían dejar pasar su oportunidad, que las cosas habían cambiado, que no había tiempo que perder...
Al otro día sólo me tocaba dictar clases por la
mañana, así que iba a pasar por Registros y de allí
me iría al correo central para enviar la carta de Martita: no quería correr el riesgo de que ella la viera.
Pero recibí una nueva sorpresa cuando descubrí una
carta en su casillero. Vi el nombre del remitente.
"Es del actor", dije en voz alta y luego traté de disimular. Era necesario que la leyera, tenía que enterarme qué decía.
La carta resultó ser de uno de los hijos del ex actor y estaba dirigida a la "Doctora Marta Nolasco".
En forma lacónica pero amable, explicaba que su
padre, el señor Armando Castro, luego de una penosa enfermedad que en las últimas semanas hizo
inesperada crisis, había fallecido en el hospital de
ese pueblo. Y en una sesgada alusión a lo que había
habido entre su padre y Martita, terminaba diciendo
que le agradecía el interés dispensado a su padre y
que esperaba que Dios la bendijera.
Permanecí la mayor parte de .la noche releyendo
la carta y pensando qué hacer. Y cada vez, como al
comienzo, volvía a concluir que no, que la suerte o
lo que fuera no podía ser tan injusta como para ha-
LAS CARTAS
103
cerle eso a Martita. No podía pasarle eso a ella también. Finalmente, decidí volver a escribir.
La mañana siguiente fui a Registros con una nueva carta, una en la que el ex actor, luego de decirle a
Martita que la amaba, que siempre la había amado,
le informaba que estaba visitando Pueblo Azul y
otros lugares del norte. Se trataba de un viaje de inspección, para unos negocios que pensaba emprender
y que de seguro lo obligarían a viajar por Colombia
y Brasil. Después, explicaba que no sabía cuándo
volvería a escribirle porque el viaje prometía hacerse
más extenso, pero le pedía que lo esperara porque
todo se iba a arreglar.
Por último, le decía: "Te quiero, siempre he soñado contigo, con tenerte a mi lado. La primera vez
pudo haber resultado si ambos hubiéramos puesto
todo de nuestra parte. Pero tú no quisiste. Ahora
que ha pasado un tiempo y apreciamos mejor nuestra situación, tenemos una nueva oportunidad. Debemos intentarlo, porque lo último que se pierde es
la esperanza". Luego metí la hoja en el sobre, que
había abierto con mucho cuidado.
Poco después del mediodía, me hallaba en la cafetería para profesores, observando atentamente a
Martita. Ella permanecía inquieta, sentada a su mesa de costumbre, cerca de las ventanas que dan al
jardín. Y otra vez, como desde hacía un rato cuando
llegó, volvía a sacar la carta para releerla, sonriendo
sin disimulo, y por momentos hasta parecía buscar a
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JORGE NINAPAYTA DE LA ROSA
alguien, a cualquier conocido, para contarle lo feliz
que era en ese momento.
y mientras ella volvía a releer, yo me prometía
que, sin importar las dificultades que pudieran surgir, iba a continuar con esa aventura, con las cartas,
hasta cuando fuera posible. Pero en ese momento
sólo quería seguir gozando de la alegría de Martita,
de este momento de felicidad, que era también mío.
Finalista Premio Copé 1996.
Por las noches
POR la madrugada, durante las horas del toque de
queda, Ramón volvió a percibir entre sueños los disparos de las patrullas, a lo lejos, por los sectores periféricos de la ciudad; pero en ningún momento logró escapar de los lazos del sopor. Cuando despertó
por la mañana, permaneció tendido sobre la cama,
observando el techo de su cuarto, altísimo como el
de las demás casas de ese viejo barrio.
La casa quedaba en un segundo piso. Una ventanita pequeña de madera, a gran altura, que se abría
o cerraba al tirar de una cuerda, era lo único que
iluminaba la habitación. Hacía muchos años, cuando el último terremoto, la enorme ventana que había en la otra pared tuvo que ser tapiada porque ese
lado se resquebrajó peligrosamente. Entonces, Ramón ya no pudo seguir atisbando por encima de los
techos vecinos la amplia avenida Independencia.
Ahora, cuando tiraba de la cuerda y cerraba la ventanita, los ruidos del exterior desaparecían, se instalaba el silencio y, sólo con esfuerzo, llegaba rebotando algún ruido callejero.
No encontró a nadie en la sala. Su nieto mayor,
Julio, y la esposa de éste, Sara, se iban a trabajar
temprano. Y Lucho, el nieto menor, se iba a sus clallS
116
JORGE NINAPAYTA DE LA ROSA
ses en la universidad o a realizar algunos trabajos
eventuales. Pero su hija, Flora, debería hallarse aquí,
cocinando y cuidando a la niña de Julio. Antes, Ramón también salía, generalmente iba al parque municipal, ubicado a pocas cuadras, cuando los rigores
del reumatismo aún no lo habían confinado a los límites de la casa.
En la mesa del comedor, encontró la mantequilla
y el pan cubiertos por un mantel. Cuando Flora salía, le dejaba todo listo para que él desayunara; hubiera preferido que le dejara también una nota, explicándole adónde había ido, para sentirse más tranquilo. Se preparó el desayuno con café y un poco de
leche condensada. Se quedó observando: leche, blanca Y pura, sólo había en su tierra¡ desde su memoria
brotó la imagen de un chorro blanco y humeante
que caía a un balde, mientras el sol se elevaba detrás de los montes y campiñas de Otuzco. ¿Adónde
habría ido Flora? A estas horas solía estar cocinando. A él también le hubiera gustado salir¡ quizá reiniciar sus antiguos paseos por el parque, desentumecerse, sentir que aún estaba vivo.
Cuando cerca de veintisiete años antes se jubiló de
la fábrica donde trabajaba, compró esta casa, en un
barrio por entonces apacible. Había procurado mantenerse alejado de los lugares más comerciales y agitados. Dejó la casita alquilada en una quinta, que
había ocupado casi desde que se casara, y vino pensando en descansar por fin. En este barrio el clima
era más seco, podría sortear mejor las molestias de
POR LAS NOCHES
117
su reumatismo, vería crecer a sus nietos y quizá
hasta podría dedicarse a un pequeño negocio, una
bodega o algo así.
Pero la batalla contra el reumatismo parecía perdida de antemano, pues toda la ciudad era muy húmeda. Por otra parte, la apatía y un poco el temor a
las dificultades le hicieron desistir del negocio. En
fin, durante estos años había visto morir a su esposa, a su yerno y crecer a sus nietos.
Flora llegó cerca del mediodía, preocupada por la
demora. Había ido a misa y luego al mercado, dijo, y
luego entró de prisa y nerviosa a la cocina. Ramón
preguntó por Lucho, qué era de él, hacía días que no
lo veía. Flora demoró en contestar desde la cocina.
-Se ha ido a estudiar.
Solía suceder con Lucho: se marchaba temprano
y, debido a sus clases en la universidad o a algunos
trabajos eventuales, llegaba tarde a casa, cuando Ramón ya se había acostado. Hacía como una semana
que no lo veía. Le agradaba su nieto, tan alegre y
entusiasta¡ le había agradado desde que era chico.
Muchas veces se ponían a discutir sobre las características de sus respectivas épocas. Ramón siempre
replicaba que no creía en "la verborrea social" de su
nieto y resaltaba las bondades de antes, cuando todo
era más tranquilo y no había tantas preocupaciones
como ahora. "Es que tú eres un animal prehistórico" , le había dicho . varias veces su nieto riéndose,
confianzudo.
I
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JORGE NINAPAYTA DE LA ROSA
-Hace varios días que no lo veo -añadió Ramón.
Esta vez no recibió ningún comentario desde la cocina.
El frío. tornaba intranquilo a Ramón, como si se
viera asediado por la humedad asentada en el ambiente. Esa noche, se acostó más temprano; parecía
que le iba a dar la gripe. Así le empezaba, primero
como un malestar que lo dejaba amodorrado y luego
crecía hasta casi anular su voluntad. Desde su cama,
pudo oír las voces de Julio y Sara, luego las de Flora.
Oía, a lo lejos, el sonido discontinuo de sus voces ,
como el rumor de una fuente.
Pensaba en el frío que debía hacer afuera. Finalmente, terminó por quedarse dormido. Soñó que caminaba por unas calles atestadas de gente, buscando
una dirección o a alguien, abriéndose paso a empujones... De improviso, algo lo hizo despertar abruptamente. Abrió los ojos en medio de la oscuridad y
tardó en comprender que ya era de madrugada -Ias
horas del toque de queda- y que habían sido los disparos, aunque esta vez muy cerca. Los disparos volvieron a retumbar a la altura de la avenida Independencia. Era extraño, antes no sonaban por aquí,
no muy cerca, Miró hacia la ventanita, pero en vano
porque estaba muy arriba. Permaneció atento a los
ruidos: gritos y carreras, como si persiguieran a alguien. Si la ventana grande hubiera seguido en su
lugar...
Poco a- poco los ruidos fueron apagándose, perdiendo fuerza, hasta desaparecer. En su lugar sólo
quedó el silencio, pesado, que se fue asentando en la
POR LAS NOCHES
119
oscuridad. Era una oscuridad tan presente que, cuando carraspeó, pareció a punto de desordenarse. Pero
el barrio parecía seguir durmiendo tranquilamente.
Por un momento, pensó si no habría soñado aquello,
si no sería producto de su resfrío.
Por la mañana, tampoco halló a Flora. Se dedicó a
deambular por la casa, aún pensando en la noche anterior. Ahora, ante la claridad del día y los sonidos
cotidianos que entraban por la ventana de la sala,
reconoció que había algo más; rebuscó en su memoria y halló adormecido el rumor de un llanto: había
oído llorar a alguien, ahora lo recordaba, en algún
lugar de la casa alguien había llorado durante la noche. Ésa fue la primera vez. Nítido, preciso, con la
consistencia de un estilete, el rumor del llanto había
logrado introducirse entre los pliegues de su recuerdo. ¿Quién habría sido? Alguno de sus familiares,
seguramente, o tal vez el llanto había subido desde
la quinta de casas posterior.
Al mediodía, casi junto con Flora llegó a visitado
Olegario, un viejo amigo. El día anterior había llegado de Otuzco y le traía carta de Mariano, el hermano menor de Ramón. Olegario había dejado la ciudad hacía poco más de cuatro años para volverse a la
provincia. "¿Sabes que allá tampoco estamos bien?",
le estuvo contando Olegario y le habló del abandono
de los pueblos del interior, de la falta de trabajo.
Después de que su amigo se marchó, Ramón entró en su habitación para leer la carta de Mariano.
Su hermano' le decía que deseaba venir a la capital,
120
¡ORGE NINAPAYTA DE LA ROSA
para trabajar en lo que fuera. Los hijos de Mariano .
eran ya adultos y tenían sus propias familias. "Pienso ir allá con mi esposa", le anunciaba. Luego de
que terminó de leer, permaneció largo rato mirando
hacia la ventanita de su habitación. "Escríbeme lo
más pronto posible". Ramón se quedó pensando: ¡en
qué iba a poder trabajar aquí un hombre de más de
sesenta años, si ya era muy difícil para los propios
jóvenes conseguir un empleo modesto?
-Parece que no se siente bien -Oyó por la noche a
sus familiares, desde su habitación.
Se referían a él. Pensarían que no podía oídos.
Trató de aguzar el oído. Sólo se escuchaban las voces de Julio y Flora, y por momentos la voz de Sara,
pero no la de Lucho. Quién sabe dónde andaría ese
loco.
En cierto momento, sus familiares hablaron casi
atropelladamente, como preocupados por algo, pero
luego se callaron. ¡De qué estarían hablando? No
quiso hacer el esfuerzo de pararse para ir hasta la
puerta y escuchar mejor.
Se durmió con el rumor de las voces de sus familiares como fondo, subiendo y bajando, como una
fuente de agua soplada por el viento. Pensó que esa
misma fuente era lo que sonaba y que lo despertó.
Pero habían sido los disparos, que sonaban muy cerca, mezclados con gritos y ruido de carreras.
Ramón bajó de la cama y buscó algo en qué encaramarse hasta la ventanita. Finalmente se decidió
por una vieja silla de mimbre y la jaló para intentar
POR LAS NOCHES
121
llegar hasta allá. Lo hizo de prisa, cuidando de no
tropezar, aunque no pudo sortear la mesita de noche
y se golpeó una rodilla. El dolor pareció quedarse
congelado un instante, mientras él continuaba decidido a empujar la silla, pero luego empezó a derramarse lentamente por su pierna y tuvo que dejado
todo; permaneció un rato sobándose, sentado sobre
la cama. Estaba frotándose la parte adolorida cuando
advirtió que el desbarajuste de afuera se alejaba, se
iba perdiendo a lo lejos, lo llamaba la noche desde
algún otro lugar. y él se quedó desencantado, sin haber conseguido lo que deseaba, pensando que, de todas maneras, no hubiera logrado nada con la silla
porque la ventanita estaba muy alta.
Se durmió tratando de ordenar sus ideas y sintiendo un vago dolor en su rodilla golpeada. Cuando
despertó por la mañana, supo que nuevamente había
oído llorar a alguien. Halló a Flora preparándose para salir. Parecía preocupada y ojerosa. ¡Habría sido
ella? Tal vez estaba enferma. Luego de que Flora se
marchó, Ramón desayunó de prisa. Había estado
pensándolo y al final tomó la decisión; pero debería
aprovechar ahora que estaba solo. Fue hasta el cuarto de Julio y buscó la caja de herramientas.
Puso el cincel en la pared y el primer golpe de
martillo sonó como un balazo en toda la casa. Se
quedó aguardando algo, pero todo seguía igual, ~a
mañana transcurría en orden. Había calculado abnr
un orificio equivalente a dos ladrillos. Reinició sus
golpes. Lo iba a hacer, de todas maneras, para estar
preparado durante la noche. Lo único que le preocu-
122
JORGE NINAPAYTA DE LA ROSA
paba era que Flora pudiera enterarse, porque entonces no sabría cómo explicado.
La tierra rojiza de la pared fue cayendo en unas
hojas de periódico que había colocado en el suelo.
Estaba convencido de que un orificio de dos ladrillos
le daría una buena vista hacia la avenida Independencia. Aunque, luego de mucho esfuerzo, sólo pudo
abrir el espacio de un ladrillo.
Mientras golpeaba con el cincel y el agujero crecía, iba distinguiendo parte de la avenida. Cerca del
mediodía, se hallaba limando las últimas aristas de
ese pequeño orificio rectangular. Estaba satisfecho, a
pesar de que sólo podía ver parte de la vereda y de la
pista principal y, hacia la izquierda, la base de un
farol.
Oyó el sonido de la puerta: ¡Flora! Apresuradamente arrimó la mesita de noche a la pared para
ocultar el orificio. Luego recogió la arena del ladrillo, fue al baño y la tiró por el inodoro. Ramón pasó
la tarde en estado de agitación. Esperó ansioso que
llegara la noche para poder observar hacia afuera.
Pero esa vez no sucedió nada.
Al otro día por la mañana pasó revista a sus recuerdos: no había oído los disparos, pero sí el rumor
remansado del llanto.
-¿Estás enferma? ¿Te pasa algo? -le preguntó a
Flora.
Ella se mostró sorprendida, por un momento titubeó como asustada.
POR LAS NOCHES
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-No, no me pasa nada -dijo sin convicción-o ¿A
qué te refieres ...?
Ramón había terminado de desayunar. Estaba mirando por la ventana hacia las rejas de fierro del patio. El frío parecía haberse solidificado afuera. Y esa
mañana, Flora no había salido de casa.
Se sintió un poco avergonzado por la obligación
de explicarse, pero trató de evitar todo dramatismo
cuando refirió lo del llanto por las noches. Alguien
dormía mal, algún enfermo quizá, quién sabe. No
comentó que al comienzo había pensado que podía
tratarse de un niño, por la forma dolida y el abandono que su llanto dejaba adivinar; un abandono casi
impúdico, como de alguien totalmente vencido por
el dolor.
-¿Alguien que llora?
Flora lo miró atentamente un instante, y luego lo
negó con energía; ella no era, qué ocurrencia. Es
más, no había oído nada. Pareció reasumir el aplomo que había perdido. Luego miró a su padre, como
dudando de que se hallara en sus cabales. Finalmente, se marchó a la cocina. Ramón no le creyó; él podía estar viejo pero sus intuiciones raramente le
fallaban. En todo caso, ¿quién podía ser? ¿Julio? ¿Su
esposa? No lo creía; quizá la hijita de ellos, que era
muy enfermiza.
Después del almuerzo se fue a su habitación. Allí
se frotó la rodilla con ungüento casero porque el frío
volvía a despertar el dolor. Pasó la tarde recostado
en su cama. "Escríbeme lo más pronto posible". Se
acordó de la carta de Mariano, no sabía qué respon-
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der, cómo pedirle que no viniera. Tanto tiempo sin
salir de la provincia, para que se animara a venir
justo ahora. No sabía cómo .decírselo sin correr el
riesgo de que se resintiera, pues Mariano siempre
había sido muy orgulloso y susceptible.
Por la madrugada, despertó con la sensación de que
lo estaban llamando. Levantó maquinalmente la
vista hacia la ventanita, pero luego se acordó. Bajó
rápidamente de la cama, empujó la mesita de noche
hacia un costado y entonces abruptamente se introdujo un violento chorro de luz violeta por el pequeño rectángulo de la pared. Se agachó, pegó el rostro
al orificio y recibió un viento frío que lo heló. Tuvo
tiempo para pensar con aprensión que había sido
muy imprudente al exponerse así al viento del exterior, pero la visión que advirtió al otro lado hizo que
dejara atrás todo pensamiento.
Vio, encandilado, parte de la calle principal iluminada por los faroles, parte de la vereda y de la pista
-le recordó el cuadro de algún almanaque antiguo-,
y sintió ruidos de pasos, de carreras, de llantas que
chirriaba n en algún lugar, y hasta distinguió la silueta de vehículos que pasaban cerca de la vereda.
Miraba conteniendo la respiración. Quería ver más;
ahora se arrepentía de no haber abierto un orificio
más grande. No podía apreciar bien el pavimento,
por donde se iban alejando los vehículos hasta perderse en la noche. Unos minutos después, sólo permanecía vibrando en el aire el eco amortiguado de
los sonidos.
••
POR LAS NOCHES
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Se dio cuenta de que ya no podría ver nada más,
pero permaneció con la cara pegada al orificio.
Entonces pudo pensar en sí mismo: estaba solo en
su cuarto, descalzo. Corrió la mesita de noche para
ocultar el orificio y subió temblando a la cama.
Esta vez, mientras caía en el sueño, oyó a lo lejos
el llanto de todas las noches, pero no quiso despertar del todo para averiguar de dónde venía. Cuando
abrió los ojos por la mañana, se incorporó a duras
penas; le dolía el pecho, se le estrujaba al respirar:
culpa del frío de la noche. Con dificultad se puso los
zapatos, pero era demasiado para él intentar salir a
la sala.
Flora lo obligó a que volviera a acostarse y le trajo
un poco de té caliente con limón. Debía cuidarse, le
dijo, estaba resfriado, si no descansaba podía ser
peor. Ramón sentía cómo el frío le ablandaba los
huesos a pesar de encontrarse bien cobijado. Al mediodía Flora le preparó un poco de caldo de gallina,
que él tomó sentado al borde de la cama. Después
volvió a acostarse.
Por la tarde, se durmió profundamente y cuando
despertó se halló envuelto en la oscuridad de la
noche; primero pensó que ya era de madrugada, pero
al instante comprendió su error. Oyó las voces de
sus familiares en la sala y el llanto de Flora. Debían
haber estado cenando, pero ¿por qué lloraba Flora?
Los demás no trataban de calmarla, más bien parecía como si ya lo hubieran hecho y ahora dejaran
que sus sollozos se fueran' extinguiendo lentamente.
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Por la ventanita del cuarto de Ramón se introducía
un poco de claridad de los faroles cercanos. Se incorporó para encender la luz de su habitación, pero
sólo tuvo fuerzas para quedarse sentado al borde de
la cama. Desde allí podía escuchar más claramente
las voces de la sala.
-¿Y aún no sabe nada? -oyó la voz de Julio.
Flora parecía haber dominado sus sollozos cuando
contestó:
-No. Se ha ido a la cama temprano, está resfriado.
Luego se callaron un instante. Julio habló, con
acento resignado.
-También fui donde el dueño del almacén, don
Manuel, para saber si Lucho había ido por allí en
busca de trabajo, pero no, no se ha acercado en varios días.
La voz de Flora sorteó un nuevo acceso de llanto
para pregun tar con claridad:
-Pero, ¿entonces?, ¿dónde está? Ni sus amigos saben algo de él.
-Habrá que seguir averiguando en las otras comisarías y volver a preguntar en la universidad ...
Poco a poco, Ramón había ido sintiendo que algo
dentro de él comenzaba a debilitarse. Volvió a recostarse sobre su cama. El llanto de su hija había vuelto a crecer en la sala. Ahora comprendía, pero deseaba, esta vez con mayor fervor, que aquello fuera
sólo un sueño, parte de .su imaginación. Quizá si se
durmiera todo volvería a la normalidad. Quería estar
lejos, en otro sitio. Se acordó de Mariano, de las épocas cuando iban a las quebradas de Otuzco a recoger
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yerbaluisa, de la quema de castillos de carrizo en
Semana Santa. Le dolía la cabeza.
Despertó de madrugada, obligado por un ruido, y,
casi mecánicamente, intentó incorporarse para ir haciael orificio en la pared. Pero la debilidad sólo le
permitió llegar a sentarse al borde de la cama. No
tenía fuerzas para más. En la oscuridad, calculaba el
lugar donde estaba el orificio, detrás de la mesita de
noche. Se quedó oyendo, pero esta vez no había disparos: se dio cuenta de que era el llanto lo que lo
había despertado.
Se dijo que esta vez, sin que importara su debilidad, lo iba a averiguar. Iría a la puerta, la abriría y se
pondría a buscar de dónde venía. Iba a descubrirlo, a
como diera lugar. Pero antes, en un gesto de cansancio, se pasó la mano por la cara. Entonces sintió que
se humedecían sus dedos. Desconcertado, volvió a
pasar la mano por su piel rugosa, y nuevamente sus
dedos se humedecieron. Su corazón comenzó a latir
con fuerza. ¿Qué sucedía ...? Se quedó tratando de
entender, con la mirada perdida en la penumbra.
Trataba de explicárselo: lloraba, sí, lloraba; mejor
dicho, sus ojos lloraban, como por cuenta propia.
Por muchas cosas: por lo que pasaba afuera durante
las noches, por Lucho, por su hermano que deseaba
venir, por el sufrimiento de Flora ... y, sobre todo,
por él, por él mismo, porque ya no podía entender lo
que pasaba en esta ciudad, ni a la gente que la poblaba, ni -por último- nada de esta vida extraña.
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Pensando en esto, permaneció hasta muy tarde,
sentado al borde de su cama y tratando de ordenar
el compás desconcertado de su corazón.